Disertación de JUAN VICENTE SOLA Esta pequeña conversación versa sobre las instituciones y su influencia en el crecimiento económico. El análisis económico del derecho es una disciplina relativamente nueva, que tiene dos puntos muy diferentes de la visión tradicional, kantiana, del derecho. Se ocupa de las consecuencias de las normas jurídicas –sus efectos, las decisiones judiciales y administrativas–, y por otro lado se dedica a analizar los incentivos, buenos y malos, que crean el derecho y la organización. Es un nuevo mundo: intentar pensar cómo influyen las organizaciones, las instituciones jurídicas, en las posibilidades del crecimiento económico. ¿Qué costos de transacción limitan el crecimiento argentino? Pensar no tanto en qué hacer, sino qué limitar, qué sacar del ordenamiento jurídico y qué nuevos incentivos crear para que favorezcan el crecimiento. ¿Es la Argentina un país federal? ¿O el federalismo es sólo una categoría histórica? El federalismo tiene una gran consecuencia en el crecimiento económico. Otro punto novedoso: ¿Se ha transformado el Poder Judicial en nuevo regulador de la actividad económica, reemplazando a los reguladores tradicionales –el Poder Legislativo y aún el poder administrador–? Otro punto central es cómo el sistema electoral argentino influye en la toma de decisiones y en la estructura de las instituciones. ¿Qué pasaría si tuviéramos otro sistema? Finalmente, una visión más polémica: ¿Es útil la división de poderes? ¿Nos sirve o es una rémora para el crecimiento? Para ir de lo más fácil a lo más difícil... Parto de la base de que la división de poderes es eficiente –desde el punto de vista costo/beneficio– porque limita las decisiones apresuradas. Y porque da estabilidad al ordenamiento jurídico –reglas de juego, como les gusta decir a los economistas–. Un reconocido especialista dijo en una reciente conferencia que la primera función de la Corte suprema de los EE.UU. es mantener la división de poderes. Si no hay división de poderes, los demás derechos no existen. Lo que ocurre es que en la Argentina es que hemos pasado de la división de poderes –presidencialismo– a la confusión de poderes, es decir, la importación de sistemas parlamentarios a nuestro sistema. Cuando uno vota en la Argentina vota a un presidente y vota legisladores. En el parlamentarismo, sólo vota diputados. Y esos diputados eligen un gobierno. Por lo tanto, el gobierno elegido es “el agente del Parlamento”. El Parlamento lo inviste pero también lo puede echar, le puede delegar funciones parlamentarias y le puede permitir que dicte todos los decretos de necesidad y urgencia que quiera. Porque lo puede remover cuando quiera. El gobierno, en ese caso, depende del Parlamento. Cuando en la Argentina salimos de esa institución puramente presidencial y le metimos elementos parlamentarios, hemos creado una situación anómala. La paradoja de la “Constitución evanescente del 94” –cito al Dr. Vanossi– es que nos trae algunos problemas graves. Se dijo que atenuaríamos el presidencialismo, pero en realidad le dimos más poder, al permitirle DNU ilimitados y delegación legislativa ilimitada. Esto tiene algunos problemas. Si puedo firmar DNU, los puedo también cambiar todo el tiempo, no tengo necesidad de tener reglas estables. Es facilísimo firmar un decreto. Otro problema es que la delegación legislativa es desordenada. Si el presidente puede igual dictar un decreto. Mi buen amigo Alfonso Santiago ha publicado un libro, “Delegación legislativa”, que tiene 1.000 páginas. ¡Y uno imaginaba que era un “pequeño tema”, el de la delegación! Finalmente, nuestro “gran legislador” es primero el presidente, y segundo, lo que Buchanan llamaba “el Burócrata Dios”. Un oscuro funcionario que, por delegaciones sucesivas, termina resolviendo nuestros problemas... sin que sepamos en realidad muy bien cómo hacerlo. Hay un problema, que viene del sistema presidencial: el control constitucional difuso. Cualquier juez puede dictar la inconstitucionalidad de una norma. ¡Y de ahí para abajo, lo que se le ocurra! ¿Quién regula eficazmente en la Argentina? Tradicionalmente, pensábamos que lo hacía el presidente, los organismos descentralizados, el Banco Central... Pero en la actualidad, por la baja en los costos de transacción que llevan a la decisión judicial, cualquiera hace un amparo: no les puedo decir los alumnos semi analfabetos abogados que he tenido, que hacen amparos exitosos. Cualquier juez es en la práctica competente. Por lo tanto, se plantea lo que un especialista norteamericano ha dicho: la Corte Suprema es un regulador importante de la economía. Y lo dice en Estados Unidos, donde no hay amparos. Imaginen qué ocurre cuando hay amparos. Cuando los costos de transacción de una decisión favorable son muy bajos. Puedo entonces plantearles, en la primera parte de este modelo, una gran transferencia del Legislativo al Ejecutivo y al resto de la administración. Y por otro lado, una explosión de decisiones judiciales que regulan la economía. Este fenómeno es creciente.
Si antes el grupo de interés necesitaba convencer a un legislador, hoy ese grupo contrata a un abogado y puede obtener el mismo beneficio. Los efectos económicos de los fallos judiciales son un tema complejo. Los jueces tienen algunas dificultades para manejar casos económicos: no saben economía. Y tienen una gran desconfianza hacia ciertos temas. Esa desconfianza ha llevado a un fenómeno señalado por Richard Postner, llamado “dualismo” entre las libertades económicas y las libertades individuales. En la década del 30, cuando hubo un gran crecimiento del reconocimiento de los derechos individuales, hubo al mismo tiempo una gran limitación de las libertades económicas. Prácticamente, una fractura. Que en los Estados Unidos se reparó a partir de la década del 70, pero en la Argentina, no. Los jueces tienen una ideología económica que sorprendería a los economistas profesionales. Los que han escrito sobre el tema en el pasado –Julio Oyanarte, por ejemplo– tienen un discurso económico marcadamente influido por el viejo institucionalismo. Están más cerca de Weblen que de Keynes, aunque muchos se llaman a sí mismos “neo-keynesianos”. Tienen la idea de que la economía es “algo demoníaco, a la que hay que exorcizar” –palabras textuales– y que en ese campo, “el gobierno sabe más”. Lo que significa: “vamos a permitirle regular”. Esto lleva a un discurso permisivo de los jueces. Que se notó en el caso Benigno-Aquino –la declaración de inconstitucionalidad de un artículo de la ley de riesgos del trabajo, cuyas consecuencias económicas son monumentales–. Creo que la Corte no percibió en su momento la magnitud de lo actuado, aunque tengo entendido que ahora lo estaría reviendo. Esta idea de la permisividad es la visión tradicional del juez. Hay tal explosión de actividad jurisdiccional que está construyéndose un nuevo discurso jurídico, que permite a los jueces actuar en casos económicos. Y que va a afectar a los temas financieros, a muy corto plazo. Un ejemplo es este increíble camino que va del caso Smith hasta Bustos, pasando por el caso provincia de San Luis. Para los que nos dedicamos a analizar precedentes judiciales, es una locura. ¿Cuál es el precedente por el cual hay que regirse? Hay por lo menos tres contradictores distintos. Y un problema más; ¿Bustos es una decisión definitiva, es el precedente para el futuro? ¿Qué es esta disidencia de Zaffaroni de los setenta, que son ciento cuarenta, y que están aplicando todos los jueces? ¿Qué es este otro problema de que la Corte no puede reunir una mayoría necesaria para confirmar el precedente constitucional, que después de todo es una norma que va a regir todos los casos financieros futuros? No lo sabemos. Lo que está ocurriendo ahora es una especie de delegación a los tribunales inferiores, es decir, depende de donde usted viva, cobrará o no, o cobrará menos. Por este proceso de delegación legislativa y de DNU hay una gran explosión de decisiones judiciales en cuestiones económicas. Y esto tiene un fundamento constitucional muy sólido. Hay nada menos que una obra de Habermas, un autor kantiano, de izquierda, alemán, quien sostiene que en el fondo la decisión judicial es democrática porque hace que la norma jurídica sea auto aplicada. Es decir, si no me gusta la norma, voy a un juez, tengo un gran debate y participo en la decisión, de una manera más íntima que en la decisión legislativa. Esto tiene una contrapartida. Si los jueces van a decidir la actividad económica del futuro, corren riesgos. Uno de los riesgos es que los van a destituir. Nosotros tenemos mala suerte, hay que decir la verdad: con este incentivo de poner jueces adictos, hay que echar a los otros. ¡Sólo Arturo Illia no echó a ningún juez! Todos los demás presidentes –desde el 47 para acá– han echado o han nombrado a muchos jueces de la Corte Suprema, rompiendo esta idea de un tribunal de última instancia que interpreta la Constitución. Este proceso ha tenido una característica: el enfrentamiento entre los jueces inferiores y la Corte Suprema. Ocurrió claramente en el caso Bustos, que los afecta a ustedes, cuando la Cámara en lo Contencioso administrativo hizo una declaración pública. Tenemos ahí también una situación de conflicto. Pasemos a otro tema: ¿somos un país federal? ¿O sólo se trata de “una cosa folclórica”? Si hablo de competencias de las provincias, éste es un federalismo débil. Las provincias tienen pocas competencias y muchas veces no las ejercen. No quieren tener esas competencias, prefieren otras formas de regulación. Pero si uso la doctrina que se llama “del proceso político” –es una doctrina bastante conocida, tiene más de 20 años–, esta teoría dice que en realidad las relaciones entre el gobierno federal y los gobiernos de los estados provinciales no son relaciones jurídicas sino políticas. Las provincias tienen los medios políticos para defender sus intereses. Y lo hacen. Diría que no somos “tan unitarios”, porque los gobernadores son los grandes actores en las decisiones jurídicas federales. A diferencia de EE.UU., donde el presidente se reúne con los senadores o con los diputados, en la Argentina el presidente se reúne con los gobernadores. Y no porque haya una catástrofe en la provincia. La decisión política del presidente se toma en esta situación cuasi confederal, en la que negocia con los gobernadores. Negociación que está en la base de acuerdos financieros (ATNs y demás).
¿Por qué es posible que los jefes políticos, no sólo los gobernadores, de las provincias más chicas tengan una influencia desmedida en el escenario nacional? Si fuera por poder, el presidente tendría que reunirse con las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Mendoza y Córdoba, y al resto, tratarlos con “alguna benevolencia patriarcal”. Y todos sabemos que no es así. Esto tiene que ver con los costos de transacción para hacer coaliciones políticas. Las pequeñas provincias –de épocas históricas en la Argentina– han tenido costos de transacción muy bajos. Primero, para controlar el poder y mantenerse en él; segundo, para hacer coaliciones entre varios gobernadores. Esas coaliciones han tenido un reflejo inmediato en el Congreso. Mientras tanto, el gobernador de la provincia de Buenos Aires está preocupado por “graves problemas” a resolver, entre ellos el problema político central: el de su sucesión personal. Por eso se dice que hay una maldición de la provincia de Buenos Aires: ningún gobernador, desde Mitre, pudo ser presidente. Este sistema hace que, por el sistema electoral, tengamos una ventaja curiosa en las provincias más chicas. Tenemos un sistema político fragmentado. Elegimos diputados por el sistema del cociente –usamos una variante belga llamada Dont–, que favorece a las representaciones más chicas. Pero esto sólo tiene importancia en los grandes distritos, que son los fragmentados. Quiere decir que en la provincia de Buenos Aires me puede convenir ir por afuera de un partido político. Esto hace que la representación de los grandes distritos en la Cámara de Diputados esté fragmentada. La provincia de Buenos Aires tiene 70 diputados, pero hay muchos bloques. En las pequeñas provincias, el efecto es menor porque eligen menos. Si uno elige menos, la fragmentación es mínima. Si uno elige cinco diputados –en un año se eligen dos y en otro, tres– tengo una representación más estable. Porque si me voy del partido tradicional – salvo que sea una persona muy popular o mi partido sea muy grande y se pueda dividir y excluir al otro–, siempre somos bipartidistas. Esto permite que los gobernadores y los jefes políticos controlen la representación política de sus provincias en el Congreso. Además, las pequeñas provincias están sobre representadas: pueden tener 200.000 habitantes pero no tienen un diputado, tienen cinco. Siempre va a tener un número estable de diputados y de partidos. Esto alimenta al siguiente problema. Si dependo del jefe provincial, tengo mandatos breves. Nuestros legisladores son políticos profesionales, pero salvo excepciones son legisladores aficionados. Porque no se hace carrera dentro de la Cámara: se hace en muchos lugares –en el gobierno nacional, en el gobierno provincial–. Esto provoca otro fenómeno: hay una baja reelección de legisladores. Y legisladores con poca reelección tienen poca experiencia, no pueden ser buenos legisladores, prefieren delegar competencias y no legislar. Éste es un fenómeno generalizado en nuestro Congreso. Pero también hace que estos mandatos dependan directamente de los gobernadores y de los jefes políticos provinciales, para ser incluidos en las listas. Si quiero ser diputado, no tengo una circunscripción en la cual pelear mi posición con la gente, simplemente tengo que favorecer al jefe político de turno, sobre todo en las pequeñas provincias. Si no, estoy afuera de la política. Los jefes políticos provinciales tienen el incentivo de administrar la carrera de sus legisladores. No hay circunscripciones, no hay independencia. La movilidad es la regla. Tenemos pocos legisladores que estén mucho tiempo –al revés de lo que sucede en los Estados Unidos–, con los cuales el presidente deba negociar para sacar la legislación que necesita. Nuestros legisladores no tienen experiencia, carecen del fogueo necesario para hacer una legislación perdurable. Y esto crea graves dificultades. Pero también hace que el jefe político de la provincia sea el jefe político de la bancada. Y que los partidos políticos nacionales sean muchas veces confederaciones de partidos provinciales. El sistema de listas favorece esta situación. No sé si es mejor o peor la lista sábana, no voy a entrar en ese debate, pero las consecuencias son éstas. Tienden a la confederación. Y el Congreso pasa a ser “una dieta”, como lo era en el sistema alemán de la constitución de 1870. Aún en Diputados, donde supuestamente había una gran mayoría de partidos más populares, hay una relación “gobierno local-legislador”. Por lo tanto, si el presidente quiere sacar una ley o quiere echar a un juez de la Corte, no habla con los diputados, habla con los gobernadores. Es un federalismo extraño, casi confederal. Producido fundamentalmente por el sistema electoral. Y también por el sistema tributario. Otro tema curioso es que los gobernadores son los candidatos presidenciales del futuro. Si como gobernador de una pequeña provincia tengo costos de transacción muy bajos, y si por casualidad, tengo suerte y soy simpático, y puedo formar una coalición con otros gobernadores, soy un candidato natural a ser presidente. Cuanto menos costos de transacción políticos tenga el gobierno de mi provincia, más fácil seré candidato a presidente. ¿Estamos condenados a ser gobernados por políticos de pequeñas provincias? Claro, no tiene por qué ser una condena –aunque se parece bastante–. La provincia de Buenos Aires decide – los electores de la provincia deciden–... ¿pero quién pone el nombre en la lista?
“La maldición de Mitre”, la llaman: los gobernadores de la provincia de Buenos Aires nunca pueden llegar a estar en la lista. Hay una tendencia a que los candidatos a la presidencia sean ex gobernadores de pequeñas provincias. El autoritarismo ineficaz. ¿Qué ocurre cuando un presidente tiene dos delegaciones? La primera, una delegación legislativa, y la segunda, que le autorizan DNU. Único control, el judicial. ¿Qué pasa cuando tiene que administrar ese poder? ¿Cómo administra el gobierno, cuáles son las herramientas para administrar ese inmenso poder que tiene? No hay una administración pública eficiente porque, en general, hay una administración pública paralela de contratados. Cada presidente o ministro que llega, nombra –a la par de “lo que existe”, de lo que desconfía o le parece mal– otra administración paralela. Tienen contratos políticos, una gran lealtad al presidente, pero tienen muy poca experiencia. Esto es mucho más grave de lo que parece. Si observamos la larga historia europea, allí se entiende que la administración profesional es una garantía para el ciudadano. Porque hay una defensa del interés general frente a los vaivenes políticos. Esta tradición es muy vieja. Gran Bretaña la implementa en la época victoriana. Cada ministro que llega al gobierno sólo puede nombrar a su secretario privado y a su secretario parlamentario. Todo el resto son de carrera. En Francia es aún más riguroso. Pero eso hace que el intendente, por ejemplo, no se encuentre con muchos problemas técnicos. Porque tiene gente de carrera que le arregla los temas. También hay un control contra la corrupción, que llevaría tiempo analizar. Pero es una garantía contra el autoritarismo que los argentinos hemos ignorado. Es un problema. Porque pese a que el presidente ha podido acumular todo ese poder, en el fondo no lo puede usar. O lo usa mal. ¡No puede ejecutar el Presupuesto! ¿Por qué los decretos de necesidad y urgencia? Acá también hay malos incentivos. El legislador, por su falta de experiencia, prefiere sacarse de encima lo que tiene que legislar. ¡Para legislar se requiere mucho trabajo! Pero hay otro problema, además de tener que trabajar: el tomar medidas incómodas, impolíticas, desagradables, que pueden afectar su reelección. Por eso se delega al presidente. Pero al presidente se lo elige por otros motivos... Este punto permite que haya tanta complacencia en los DNU, que no haya una furia legislativa, como cabría esperar. Además, ¿por qué no existe una comisión bicameral permanente? Tengo una teoría, quizás una premonición. Si yo fuera legislador, nunca crearía esa comisión. Porque si creo una comisión bicameral permanente, nunca más legislaré. Porque el presidente dictará todas las leyes por DNU y se las enviará a una comisión que tendrá que votarlas por sí o por no. Hay otros temas igualmente graves. Uno de ellos es el veto parcial. El presidente no tiene que negociar con los legisladores. Porque si negocia, no tiene por qué cumplir: veta lo que no le gusta, traiciona, si quiere. Y si me van a traicionar, prefiero que legisle él y que cargue con toda la culpa. El veto parcial también induce a que la negociación no tenga que hacerse con el legislador. ¿Para qué va a negociar el legislador, si se lo puede traicionar? En cambio, con el gobernador la negociación es más compleja. Hay un acuerdo político diferente, está el futuro dando vueltas, hay alianzas políticas entre las provincias y esto es también un incentivo fuerte para la confederación. ¿Hay un futuro optimista? No sé. Cuando empecé a enseñar esta materia, había una dictadura militar. Germán Bidart Campos decía: “¡Enseñémosla igual porque nadie va a saber lo que es un diputado!” Hemos pasado dictaduras, hiperinflación y otras situaciones horribles. Entonces uno tiene esperanzas en que por lo menos esos temas los hemos superado. Ahí puedo ser optimista. Pero tenemos que cambiar los incentivos equivocados que tenemos: legisladores que no legislan, poder ejecutivo que legisla, que pueden traicionar, gobernadores que no tienen competencias pero sí poder político, pequeñas provincias con un poder político desmedido. Y no he hablado de algo mucho más dramático: la coparticipación federal. ¡Respecto de la cual no creo que haya nunca una ley! Porque nadie va a renunciar a algo para dárselo a otro. Esta idea de que el gasto público provincial no está controlado por el contribuyente... Han creado incentivos perversos en nuestro sistema político. Conociéndolos, podemos ir corrigiéndolos. Muchas gracias. Preguntas a JUAN VICENTE SOLA PREGUNTA Al Poder Ejecutivo y al Legislativo lo elige la gente. Y por lo menos reciben cada tanto “palizas electorales”. ¿Cómo se podría hacer para que el sistema judicial reciba “su paliza”?
RESPUESTA A veces reciben palizas –los políticos-, pero no en todos los distritos. La estabilidad de representación en los distritos chicos es muy grande, no hay grandes palizas, salvo que haya una intervención federal, que es otro tema. Los jueces reciben palizas todo el tiempo. Hablamos de jueces honestos y competentes, que los hay muchísimos. Pero están atados a un sistema procesal extremadamente complejo, arcaico, y por demandas populares enormes. Cuando uno no sabe qué hacer, “mete un amparo”. Y muchos jueces no están entrenados para resolver problemas políticos de tal envergadura. Por lo tanto, creo que reciben más palizas de las que parece. Creo que ha fallado el Consejo de la Magistratura, que fue creado para control de los jueces. PREGUNTA ¿Cómo, en un sistema político federal, se puede convivir con un sistema tributario bastante unitario, en donde los presupuestos provinciales tienen un fuerte componente de la coparticipación federal? RESPUESTA ¡El sistema tributario de la coparticipación es una tragedia! O varias tragedias. La primera tragedia es que se reparte la plata por criterios políticos. Por lo tanto, el primer incentivo es negociar la distribución de la plata, no de acuerdo a lo que yo contribuí sino a otros elementos. Hay una provincia que, como tiene sismos, dice que debe tener una mayor coparticipación. No es Mendoza, pero está cerca. Esto hace que el primer incentivo sea: ¿Para qué voy a facilitar el crecimiento económico si la plata que me interesa viene por una negociación política? Segundo incentivo perverso: ¿Para qué voy a recaudar? Hay provincias que no recaudan. O recaudan el 5% de lo que gastan. Para qué van a recaudar, si la plata llega de otra manera.