Casanova - El Anhelo

  • April 2020
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  • Pages: 3
“El anhelo” J.C Casanova

Para M.C

I Estaba acostumbrada: durante catorce años había vivido sola, sin ningún inconveniente. Pero, una tarde brumosa de agosto, mientras realizaba la limpieza exhaustiva de una claraboya, un resbalón le puso punto final a su independencia, a su soledad. Un vecino la encontró, treinta y seis horas después del accidente, desparramada sobre unas macetas, aun con pulso y respiración, gracias a Dios. ¿Algún pariente cercano, madame? “Sólo uno”, respondió la maltrecha viejecilla, desde el piso. Jungberg, que migró a Sudamérica hace catorce años (luego de amasar el coraje y la fortuna suficientes para desprenderse de los suyos), viajó entonces de emergencia, a Zurich, junto a su esposa, para efectuar el traslado definitivo de su madre a la renombrada casa geriátrica de Zuchmanntechk. Llegaron allí a medianoche, por un camino de tierra impreciso, en un coche plateado de motor sigiloso y formas aerodinámicas. El bosque se extendía hasta un punto donde no se lograba distinguir mucho más que sombras, bordes diluidos, insinuaciones. Zuchmanntechk surgió entre las montañas -casi se diría con humildad-, después de una pronunciada curva hacia la derecha: era una vivienda enorme pero sencilla, de color carmesí, en forma de cubo y recubierta en una de sus paredes por una delgada capa de musgo; seis faroles ubicados en forma “C” proporcionaban luz tímida al lugar; los coches particulares y las ambulancias ingresaban por un portón de madera de visagras gimientes. Sentadas en una banca, en la glorieta del jardín central del asilo de Zuchmanntechk, la administradora del asilo respondía las inquietudes de la madre de Jungberg con respuestas precisas: que las enfermeras eran pacientes y comprensivas, que las encargadas de la limpieza eran rigurosas en materia de pulcritud y desinfección, que la comida era sana y nutritiva, que no se preocupara de nada. Jungberg, por su parte, iba rellenando una media docena de papeles necesarios para ingresar a Zuchmanntechk. Datos sobre su madre y sobre sí mismo, unas rúbricas aquí y allá, pago por adelantado, y todo quedó en orden: dos asistentas llevaron a la madre de Jungberg a su nueva habitación. Allí le dieron una costilla de cerdo y un té caliente; más tarde la arroparon y la dejaron a solas con su hijo. Eran todas esas atenciones y precauciones muy agradables, pero, aunque el golpe no había sido un golpe letal, la madre de Junberg presentía secretamente el aliento de la muerte sobre la nuca. De hecho, a la mañana siguiente, al intentar incorporarse de la cama, se hizo evidente que su

debilidad iba en aumento: una enfermera de brazos fornidos debió asistirla para que lograra desprenderse del peso de las frazadas hechas con pelo de bisonte con que se abrigaban a los residentes de Zuchmanntechk (de boca de la administradora siempre salía la misma advertencia, el mismo proverbio: el frío cala más hondo en los huesos de los ancianos, hay que abrigarlos, aún si ellos no lo creen necesario). A las 2:45pm, conscientes de que podría ser la última vez, Jungberg y su madre se despidieron, con un abrazo calmo, sin ningún tipo de rencor. Desde su nueva habitación, la madre de Jungberg todavía siguió el coche en el que se alejaba su hijo con la mirada, hasta que las luces amarillas del sedán se apagaron en la inmensidad del bosque. A Jungberg tan solo le faltaba decirle adiós a su otrora hogar, vaciarlo... II De vuelta en Zurich, Jungberg encontró un camión de mudanza afuera del departamento de su madre: su mujer había adelantando las diligencias y había contratado un servicio de recolectores de trastos viejos para que se lleven todos los muebles del departamento. Cuando los traperos comenzaron a bajar las cosas a la calle -¡oh no, los juguetes, maldita sea!-, miles de recuerdos atenazaron el alma de Jungberg (¡eran las garras de la nostalgia!), y no le quedó otro remedio que buscar refugio en los brazos de su mujer; ella lo acogió, casi de manera neutral, contra su cuerpo. Los traperos eran tres muchachos larguiruchos de Bavaria que no paraban de hacer bromas en doble sentido; sus botas negras de caucho chirriaban, y ese chirrido iba acompañado de un eco breve, producto de esa extraña reverberación que solo puede darse en las condiciones acústicas de habitaciones que, progresivamente, van quedándose sin muebles y sin vida. Con los ojos enrojecidos, Jungberg contemplaba el ir y venir de esos muchachos robustos y despreocupados que saqueaban el ayer, el ir y no volver de todos esos objetos y adornos que lo remitían al pasado. Se sentó luego junto al piano -en el cual los dedos de su madre, laureada concertista y compositora, se lucieron tantas veces- y pulsó un acorde en las teclas negras: el instrumento estaba desafinado y, al igual que el resto de los muebles, se había convertido en un hogar para las polillas y las arañas. No había muerto ese acorde disonante, cuando los traperos regresaron para llevarse el piano. A esas alturas, hacían todo con la misma velocidad e ímpetu que mostraban al comienzo de la jornada, pero con mucha menor delicadeza y tacto; Jungberg, viendo como tambaleaban con el desvencijado instrumento a cuestas, trató de pedirles cuidado, ¡concentración! Fue inútil: el piano chocó una y otra vez contra los barandales de bronce de la escalera que conducía a la calle Huntelaar, emitiendo largos gemidos disonantes. Ya solo quedaba la mesa del comedor familiar, la mesa de toda la vida...

Al verla, Jungberg recordó aquella ocasión en la que su madre, suiza tan bella como meticulosa, lo castigó por derramar la leche del desayuno. Durante una semana, Jungberg fue condenado a comer solo, en un rincón oscuro de la cocina... todo por una torpeza, todo por un poco de leche caliente. Aunque, de primera impresión, este exilio le hirió sobremanera, apenas hubo recogido las piernas para caber -junto con su plato, su vaso y sus cubiertos- en ese pequeño espacio al costado del lavabo, Jungberg se sintió inusualmente cómodo; al tercer bocado ya disfrutaba de sus alimentos con absoluta calma: sentíase -por fin- a salvo de las constantes discusiones circulares de la familia, que alcanzaban sus momentos más devastadores durante la sobremesa. Naturalmente, cuando el castigo finalizó, Jungberg no quiso retornar a la mesa familiar, y fue la propia madre la que, a sabiendas de que las razones y los mimos no siempre bastan para capear el orgullo de los hijos, terminó por sobornarlo con una generosa cantidad de dinero. Era una de las tantas paradojas del tiempo y la distancia: esa mesa aristocrática en la cual todos sus hermanos habían aprendido a rezar y a comer los más suculentos manjares con la boca cerrada, esa mesa de fina madera bruñida que la madre cuidó siempre con esmero y devoción, esa mesa estaba ahora arruinada. Pronto, los traperos la embalaron dentro del camión, junto con todas las demás cosas, todas ellas en similar estado de decadencia. “¿De qué había valido todo ese cuidado de no derramar nada, de jamás apoyar los vasos directamente encima del tablero, de siempre colocar el mantel?”, preguntóse Jungberg, desahuciado. El departamento se había llenado, finalmente, de silencio y vacío. Mas el silenció se interrumpió; la voz aguda y enérgica de su mujer rebotó contra las paredes blancas y desnudas con la violencia de una bolita de pinball. Antes que Jungberg lograse decodificar su mensaje, ella abrió la ventana de la sala de par en par; había hecho lo mismo en todas las habitaciones, de manera que una vigorosa corriente de aire comenzó a soplar. Fresca y helada, la ventisca serpenteo por toda la pieza, azotó un par de puertas y se llevó el aroma de la madre, justo cuando Jungberg la buscaba -más que a nada, más que a nadie- mediante una profunda inhalación. Lima. 2007

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