Capitulo Novela: "septiembre En El Raval"

  • April 2020
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Septiembre en El Raval

Me mudé al Raval y me convertí en una puta de verdad. Ahora me visto con sacos Christian Dior azul francés y aretes de oro. Todos me dicen que tengo cara de gitana. Yo digo, gitana de lux, gitana cara. Casi todos los días ceno la comida de mis principales clientes: los pakistaníes. Uso bolsos colorados de Prada y lencería Victoria´s secret. Según lo que hablábamos con mi hermano, ya puedo casarme. Voy al cine a ver películas francesas dobladas al español y me agonizo de asco. También leo mucho. Bebo mucho. Follo mucho y me acuerdo de una ciudad llamada Buenos Aires. El Raval es historia, cuna de culturas. Acarrea el peso de la leyenda de Barcelona y esta saturado de literatura, es una fuente de desconciertos diarios, un lugar de estremecimientos agudos. De movida, un barrio obrero y agotado, con mucha vida nocturna con locales destinados a los más antiguos y modernos placeres, que son el foco de atención de todo tipo de personas, personajes, sofisticados, artistas e intelectuales. Con demasiados problemas sociales, caracterizado por la gran corriente de inmigración: Magrebíes, Filipinos, Indonesios, Senegaleses, Dominicanos, catalanes del interior. Pues bien, aquí vivo, junto a Delores. La composición del barrio facilita la delincuencia juvenil intensa donde a toda hora y en todo lugar puedes encontrar una importante presencia de adictos a las drogas ilícitas y el tráfico de las mismas. Puedes ver a un tío pinchándose las venas frente a tu cara, en cualquier sitio. Un lugar genuino por excelencia, antiguo, autentico y atractivo por donde lo mire. Nos situamos en un piso en el corazón del barrio en el Carrer de Sant Pau. Un lugar con cuatro balcones. Cuatro habitaciones. Salones y servicios. Con un ingreso territorialmente freak, ubicado por encima de una peluquería atendida por pakistaníes con bigotes hasta el pescuezo. Después de pasar tiempo juntas, he descubierto a Delores de otra manera. Ya no es esa rubia que derrocha fatalidad. Ahora puedo decir que la he bautizado como a una verdadera amiga con deseos parecidos. Las ramblas son una especie de fronteras que dividen a las clases sociales decorativamente. Del otro lado de ellas, el centro del Barri Gotic y todo su esplendor romantic constituyendo a la Plaza de Sant Jaume, cuyo origen se remonta a los tiempos de dominación romana en España. Hasta fue foro Romano, y del otro lado, hacia abajo, a la derecha, se encuentra El Raval, antes conocido por el Barrio Xino, barrio maldito, el barrio caliente de la ciudad caracterizado sobre todo por la gran corriente de inmigración y marginales camaleones de cuarta clase.

Ya estamos celestialmente instaladas. Nos quedaremos aquí por varios meses. Hemos llenado la casa de electrodomésticos inservibles. No nos falta nada que no se pueda comprar con dinero. Desde un principio, a mi me falto yo. En este viaje he cambiado el trascurso de mi vida de una manera espeluznante. No siento culpa, ni arrepentimiento. No siento nada. Estoy perdida disfrutando de lo oscuro. Es solo una buena costumbre. Convertimos el sitio en un lugar muy apacible que nos queda a ocho calles del mar. Valdría llamarse: “Centro paradisíaco de la perdición”. Es en un gran sillón cubierto por una funda rosa, donde elaboro casi todos mis sueños. También en el ficticio balcón a lo Julieta que tengo en mi cuarto. Este da a la calle, que es desmedidamente ruidosa, donde oigo palabras en árabe y respuestas en alemán día y noche. Tengo la cabeza un poco saturada, pero a la vez, me siento presa del delirio que esta por comenzar. Me he pasado dos meses currando como los hombres mandan, sin satisfacción alguna en especial y aún no he encontrado ningún aspecto negativo en esta profesión, ni violencia, ni peligro, insultos, palizas, violaciones o asesinatos. El desprecio siempre es de afuera, siempre es social. De todas formas, nadie se lo imagina por que me confunden con una gitana. Nunca tuve clientes sucios, ni mal olientes, sino, todo lo contrario; millonarios buen mozos, con cuerpos atléticos perfumados en bienestar que dicen adorarme hasta el infierno y vienen por mí, hasta este arrabal barato por su situación de deterioro interno. ¡OH! Mis vecinos son tan misteriosos y heterogéneos. Una gran colectividad de filipinos restringidos al sector de servicio por la cruel marginación. Los catalanes no pueden reconocerlo. Sus trabajos no son registrados, ni gozan de ningún ascenso o desarrollo a nivel profesional, radicalmente por dificultades racistas. Al igual que los musulmanes, están injustamente discriminados, más allá, que gran parte de ellos pueble El Raval. Por otro lado, están los colombianos. Con su música a toda pastilla, sus ruidos molestos, jaleos, fiebres y voces chillonas a toda hora. Y en algún lugar de todo este jodido mundo, estamos nosotras, las señoritas dispuestas, que pretenden existir, sin disipar sus ilusiones. Este barrio me cogió desde el primer momento, por su desvarío, su liberación y sobre todo por la variedad humana. Lo repito, que quede claro, la variedad humana: chicos en las esquinas quemando y quemando chocolate. Calles exclusivas para prostitutas. Traficantes. Homeless. Gitanos. Pakis. Moros. Italianos. Argentinos. Todas las razas de cuarta clase juntas. Las peores mierdas humanas caminando a tu lado.

Una mezcolanza deslumbrante de Ciutat Vella y modernidad, donde se vuelve a trasponer la época, se interrumpe, avanza, retrocede, hay futuro e INCONTABLE, NUMEROSA VIDA. A este sitio lo encuentro más vivo que a nada. Joder. Los balcones chorrean agotamiento, siglos, amores vedados, postergados, atiborrados de avidez, ardor, poesía, demencia, muerte. Un barrio que ha sido pisado por toda la estirpe humana, por todos los hombres posibles. Sus callecitas me cansan, me fascinan, me vuelven loca, me embriagan, me atrapan más que cualquier otro puto lugar. Quedo atrapada en ellas. Joder. Soy feliz en este sitio. Por una desconocida y extraña razón, puedo serlo. He visto a muchos hombres en los dos meses siguientes. Me he transformado en una niña – mujer muy, muy, demasiado acaudalada. He conocido hábitos diferentes, catalanes convertidos al Islam, racistas repugnantes, príncipes y ladrones. Entre ellos, hubo uno que me dejó sellada para siempre, como me ha dejado sellada mi ciudad, mi madre y mi padre. Al clausurar el verano, una noche de brisa húmeda, recibí un sorpresivo llamado telefónico: -

Alo, quiero pagar por Ámbar. Soy Badr yo. Mi nombre es Badr. ¿Me oye señorita?

-

Sí, lo oigo. Tiene que llegarse al Carrer de Sant Pau 28 y pagará por Ámbar.

-

Mujer guapa. La he visto. Pagaré muy bien por usted. Por la noche me tendrá por ahí. Será mía. Sólo mía. Adoro sus ojos verdes.

-

Muy bien caballero, como usted diga. Seré suya. Hasta ahora.

No le di desmedida jerarquía al llamado, ya que era frecuente en ciertos hombres concebirse poderosos y continué con mi tarea de contestar las cartas de mis amigos, simulando vivir en un pueblo de pescadores, con vista al mar y narrándoles mentiras tras otras. A las veintitrés horas, luego de una maliciosa comida azteca, estaba lista para mi próximo encuentro. Mis ojos no podían creerlo, cuando por la puerta principal, ingresó el tal Badr. -

Encantado. Badr. Marroquí From Casablanca para usted.

En primer lugar su simpatía y hermosura me dejaron muda, me indujeron dolencia estomacal, frió y apetito a la vez.

Sereno y simpatiquísimo, con la sonrisa echa cara, se aproximó al sillón rosa y se sentó a mi lado. Me contempló treinta minutos sin descender la vista de mis ojos, y luego de eso, comenzó a conversar en varios idiomas. Tenía el cuerpo más bello visto jamás. Un cinturón verde de piel de víbora oprimía su cintura y me dejaba hechizada, al igual que sus zapatos rojos encantadores. -

Soy la luna. Badr es mi nombre. Luna mujer guapa. Significa luna. Mira el cielo, allí me tienes, mira guapa, mira el cielo.

Y así fue, como lo conocí, como lo vi al africano hipnotizador de mujeres, proporcionándole luz y brillo a mi incipiente noche árabe. Con gusto, nos esparcimos en el dos plazas, satisfechos de habernos conocidos y observándonos hasta el hartazgo. Su cinturón de cascabel, su musculosa calada, su pantalón azul Francia, sus zapatos rojos: todo era perfecto, deslumbrante, íntegro, su cuerpo negro, su boca negra, la perfección. Me carcomí los labios tratando de sosegarme y le entregué obediente, una copa. Sus dedos estaban cubiertos por argollas de oro con quilates púrpuras. No debía tener ni veinticinco años. Su retrato era el de un príncipe negro y perdido, pero con ilusiones. Sus ojos, puro misterio azabache. En nuestro primer encuentro, Badr se comportó como todo un señor. Me confesó que estaba en esta ciudad desde los catorce años y me mostró algunas fotografías de su familia que no ha vuelto a ver. No me ha tocado un pelo. Según el, ha venido hacia mi, por que me ha cruzado por la calle y consideraba la necesidad de dialogar conmigo. Pues bien, desde aquella noche, Morfeo se ha situado en mi vida. Hace cuatro noches que no puedo pegar un puto ojo, inventando su rostro negro y sus pestañas arqueadas y el eco de su voz conversándome en mauritano y galo. Manifiesto nunca haber examinado beldad similar en siglos, tan sencilla, humilde, con esos ojos llenos de lágrimas, vida y respeto. Entonces, me enamoré y todo eso. Todo se me ha complicado. Resulté muerta por el. Muerta, aferrada a las flores nuevas. Muerta como no lo estaba hace añares. Y desde ahora, no quiero hacer otra cosa que imaginarlo. Ya no quiero ver a nadie, ni hacer nada. Solo veo la efigie de nuestros cuerpos juntos o tomados de la mano por las callecitas de El Raval…

Vivo en una manzana rellenada de habitáculos miserables donde coexisten los roñosos. El Raval como una mancha negra en el mapa con grandes déficit de todo tipo que generan ghetos. Hay unos cuarenta mil habitantes, con una exaltadísima tasa de desocupados, muchos mendigos cerca de sus postes donde se tumban por las noches, sujetos arracimados conviviendo en un mono ambiente, en camas turcas, en la calle misma. De momento, este es mi suburbio impenitente preferido. Un barrio donde confundo lo serio con lo canalla. Podre humana. Raval Ciutat Vella. Musa impagable. El Shangai de los catalanes. Maloliente. Cochambroso. Europa en su vieja y pura sangre. Tabacos negros. Tatuajes. Plenilunios. Doctores en frac de gala venerando sus templos. Todo esto y mucho más. Han pasado semanas de aquella noche e incluso no lo he vuelto a ver. Sigo en Barcelona, escuchando música árabe, únicamente pensando en eso. En su rostro sagrado, en sus pestañas, en Khaled Sahra. Desde entonces, no he vuelto a trabajar. Creo estar lista, terminada y entregada. Y la noche sigue siendo tan perversa. ¡Y cómo me gusta la noche! ¡Siempre la noche! ¿Encontraría a Badr caminando por el Carrer de Sant Pau? ¿Encontraría a Badr sin buscarlo? ¡OH santo Cortázar! Su melodía, su imagen de príncipe mendigo, mi niño. Una tarde mustia, salí decidida a su encuentro. Al doblar por el Carrer del Hospital, en la puerta del Grow – Shop, me encontré con diversos mancebos perdidos, calando porritos, como era de costumbre, calando y calando, fabricándose un momento para no volverse locos. Un malabarista uruguayo, un turco hambriento, travestis guarras y demás marroquíes integraban el ambiente. De pronto, algo sucedió. Cuando estaba alcanzando la esquina, unos zapatos rojos, distinguidos del resto, llamaron heroicamente mi atención. Era él. Ahí lo tenía, ahí estaba, en el Carrer del Hospital, derrumbado contra el rincón de una iglesia abandonada. Llevaba exactamente la misma ropa que le conocí, la misma musculosa calada que sobresalía duplicadamente sobre su negra piel, el mismo pantalón azul. Tenía el cuerpo vencido, los ojos tristes, la piel dulce, las rodillas inclinadas y todo su yo, se dejaba perder en la tarde gris, otorgándome una furiosa melancolía. Ya lo veo tía, mezclado entre junkies, moraimas, negratas y demás hierbas, pero de muy tóxica clase, personas que metían miedo, linyeras, predicadores sin dientes tapándose con perros por las noches. Ahí lo tenía a mi gran Badr. Ahí tenía a toda mi inspiración, casi

arrodillado, de cara al piso, desangrando con la mirada. En ningún momento, me atreví a frenar y seguí marchando duro sin parar hasta doblar desconsolada, la esquina. En ese tiempo ausente, yo lo había inventado a mi manera. Había hecho de el, un retrato perfecto. Había ingresado a mi mundo descomponiéndome todo, desnivelándome de nuevo. Dejé pasar unas semanas y volví al ruedo. Me escapé hasta la Placa del Sol y frecuenté cada noche la semana festiva del barrio de Gracia. Me encontré con millares de borrachos deambulando en su salsa, divirtiéndose insulsamente a través del alcohol. Alcoholizados de toda Europa, beodos alemanes, dinamarqueses, belgas, británicos, suecos, austriacos, los legítimos guiri del turismo occidental. ¡Dios! ¡Yo busco el amor y ellos se meten rayas hasta por el orto! Las seis de la mañana. No puedo dormir. Mi sueño contamina mi descanso. Estoy borracha hace unos cuantos días. Regreso marchando treinta cuadras tan solo para agotarme y no invocarlo. Intentaré no pensar, ni soñar. Mejor va a ser pensar en los negocios chic del Passeig de Gracia, como Coco Chanel, Valentino, o Gianni Versace. Será mejor pensar en estupideces y volver pronto a mi estado de armonía y olvidarme de tanto mariconeo, del velo musulmán, del delfín de los deseos, de las pestañas curvadas…

El nuevo día me recibe arriba. Delores, Facundo, Utta, Sthepen y yo, nos marchamos a pasar el día en la platja de Castelldefels. Bien temprano por la mañana, cogemos el metro pretendiendo aprovechar los últimos ardores de estación. Utta y Sthepen nacieron en Berlín y están de viaje por la temporada. Son una pareja de adolescentes viejos adorables. Ambos son rubios. Blancos y fuertes. Con sus semblantes plenos de pecas. Utta es una niña que usa una camiseta blanca con el logotipo en verde de la escuela. Justo en el bolsillo, asoman sus senos furiosos por ser acariciados. La pollera gris insinúa apenas revelando las rodillas lastimadas, típicas de adolescente en alza. Su cuello es muy delicado y blanco. Lleva hechas dos trencitas para simular o dejar claro su frescura. Tiene un ojo apenas desviado que a ciencia cierta la hace diferente del resto de las chicas de

su clase. Su ojo emana una pizca de perversidad. Las pestañas se le arquean más cada vez que abre los ojos. De costado es perversa, es tan flaca que tiene con que serlo. Vislumbrándola bien, es preciosa de a ratos. Creo que si la observo por más de tres minutos seguidos, puedo reafirmar que es la chica más perversa del vagón del metro. Hoy Delores se ha quedado detrás. He encontrado a alguien que la supera con su aspecto… La platja de Castelldefels resultó de ensueño. Tan preciosa con sus casitas bajas sobre las montañas. Me dejó sin aliento y repuso mi paz, al igual que Utta. Al llegar nos tiramos al sol como lagartos. Era el primer sol de otoño. Facundo era de Paraná, Entre Ríos, argento hasta la medula. Llevaba años viviendo en Barcelona currándosela en un hotel. Nos conocimos una noche en el bar Kentucky al igual que con Sthepen y Utta. El chico Sthepen, novio de Utta, también era majísimo, pero no tanto como ella. Cerrado como una ostra, gran parte del día se lo pasó oyendo las canciones viejas de The Cure. A falta de planes, transitamos el día adheridos a la arena detallándonos los contrastes insondables de nuestras naciones, ingresando al agua cada tanto y volviendo desganados a la arena. En un momento, me quedé dormida y recuerdo haber soñado que volaba dentro de una cámara de fotos polaroid sobre la avenida General Paz. Iba parada en el foco y piloteaba desde allí. La cámara fotográfica era de tamaño gigante, de la dimensión de un avión. Desde el vuelo, podía distinguir a Utta posando con los brazos en alto sobre la avenida, formándome señas para que descienda… Me desperté de golpe con una extraña conmoción en el cuerpo. El sol ya no existía, pero si la cabeza de Utta apoyada a gusto sobre mis transpiradas piernas. La miré a los ojos y me sonrió. Al contemplar a mí alrededor supe que nos habíamos quedado solas. De repente, el infierno emergió de su escote. El fuego de sus ojos. La tierra de su boca y el cielo de sus piernas. Con potencia, volvió a mirarme fijo y sin dudarlo, arrimó su boca a la mía y pausadamente me besó. Comencé a temblar como una hoja. En la otra punta, un alemanote venido a menos nos observaba sin fibra con sus chocantes ojos celestes. Llevaba un pantalón de vestir marrón con zapatos al tono y un saco a cuadros más claro. La corbata era demasiado larga y color caqui. Me aterrorizó verlo así vestido con el contraste manso del mar. Al pasar unos minutos, le dejamos de dar importancia y continuamos rozándonos bajo un edén azul galáctico que se caía a pedazos.

Con prisa separó mis nalgas y comenzó a lamerme como una perra macabra de hambre hasta abandonarme hundida en su desfachatada arrogancia. Tras sus ansias, mordí violentamente su cuello, tirando de su cabello hacia atrás, hurgándole con crimen los senos hasta dejarla seca. Utta lanzó gemidos rubios y siseó palabras corrompidas a mi oído… Había oscurecido. La orilla comenzaba a quedarse desierta. Con la sordina narcótica del mar, Utta y yo, nos despedimos en silencio y con vergüenza hasta la noche. Y así terminamos el día, imaginariamente felices, sin poderíos, ni grandes planes, ni rumbo alguno. En el metro, a las doce de la noche, nos volvimos todos juntos para Barcelona. Desolada, me dejó una chiquilla de la calle. Estaba sentada sobre el último asiento de la hilera de uno. En su ropaje cargaba un cartel remachado con el mote: Teodora. Con ilusión y congoja, sostenía en sus imperceptibles manos unas horribles tarjetitas. Debía tener unos siete años y unas zapatillas azules suficientemente modernas con líneas amarillas y un cierre en el medio. Un jeans azul con ribetes floreados en el costado y una tripa descomunal. Un remerita cortita y cuadriculada, dejaba en evidencia su contorno. En sus muñecas descansaban unas pulseritas rosas a la moda y unos anillos enormes con forma de rectángulo. El sufrimiento era la sublime cara de su rostro. Todo en ella expresaba dolor. No sé si fue su famélico rostro o toda la miseria humana junta, que me llevó a tomar una apocalíptica decisión. Al llegar a destino, con el ánimo entre las rodillas, marché directamente hacia un Nit Club situado en una de las zonas más Trans de El Raval, con una sola idea en la cabeza. Antes de ingresar, me topé con Priscila, quien me suministró lo que creía mi cuerpo y mente necesitar. Luego, circulé saturada hacia la esquina del sitio y me aspiré una suculenta raya de polvo cristalino, inodoro y muy fino, llamado heroína. Priscila me la entregó como heroína base, susurrándome al oído su procedencia del sudeste asiático. Todos los demás, llegaron a la media hora. Yo ya estaba como en un nimbo, preparada para atravesar la euforia más high. “La concha del barrio chino”. Un sitio empapelado con fotos de Sara Montiel y actrices y vedettes del año treinta, un lugar súper ambientado de cultura vedeteana donde el dueño ha estado tan enamorado de ella que ha empapelado el sitio con su rostro, con sus piernas, con su glamour de otra época.

Así que aquí estamos, en esta cueva travestida de perdición, todos reunidos. Tratando de apartar la sensación de dolor de mi cuerpo, eliminando la percepción de toda una latosa vida, abrigando una rara mezcla inexistente de bienestar y placidez y con la imaginación exaltada y una sensación que aún no puedo explicar. El sitio me fascina por si solo. Hay algo inédito aquí dentro. Registro mi cuerpo mutando de forma. La música marroquí me da vueltas. El efecto comienza a valorarse y traspasa la muralla de mi sangre hacia el cerebro. En el medio de la noche, el mal me evoca en mi inofensiva primera vez. Soy toda una heroin chic. Mi organismo se pone pálido, mis ojos desorbitados y mis pupilas se dilatan. Tengo una mórbida fascinación por este transe donde se han activado mis centros de placer. A los quince minutos, sentí una gran acelerada. Un rush intenso se apoderó de mi y de La concha del barrio chino y sus habitúes turcos, palestinos y marroquíes. Toda mi piel, como un gran rubor caliente. Mi boca reseca, mis ojos llorosos, y una impresión pesada en las piernas. La melodía árabe otra vez rodando como un cochecito poseído dentro de mis oídos. Cold Turkey. La noche pasaba como una granada a punto de detonar. Utta daba vueltas a mí alrededor ensayándolo todo. Delores coqueteaba con Facundo y Sthepen se aburría en un costado. Todos cantábamos Aicha y de repente, en el medio del humo oriental, en el polo de mi sombra elevated, vuelvo a verlo. Lo veo. Lo veo. Es él. Lo observo de lejos y todo lo que queda de mí ser pretende lisiadamente brillar. A lo lejos, su mirada me penetra con esos ojos tan llenos de misterio, de fascinación. Con su flamante corte de pelo y su remera americana. Empujando a la gente, se aproxima hacia mí y de rodillas, arrebata mi mano y la besa desde el suelo. ¡OH Badr! Así que ahí estaba yo, drogada como una serpiente, reventando mis ojos frente a los suyos. Badr, el sobresaliente caballero errático, serio de a ratos, infiltrándome un ambiguo respeto. Nos seducimos con la mirada, de a poco. Me rozó los brazos, de a poco. Y al segundo, me invitó atravesar el resto de la noche… Perpleja corrí hacia el baño y me di un gran sacudón respirando la última raya de heroína que me quedaba. La imagen de Priscila, inflamó mi cabeza tornándose insostenible. La voz en árabe de Badr sonaba como un canto gregoriano. Las lamparitas coloradas causaban mal en mis dientes. Sentía mis muelas afiladas y duras, a punto para despedazar cualquier presa.

Entonces, enferma como una virgen, salté del baño a su encuentro. Badr me miró, rió como sólo el logra hacerlo y nos fuimos. Veloces, por un camino laberíntico, aparecimos en el Port Bell. La noche me caía como una tina de meteoritos helados sobre la espalda. Una ensalada de fervor frío inundaba mi piel. Badr y yo comenzamos a marchar rápido, sin parar y carentes de palabras. Nuestra única unión fue visual. Aún no estaba lista para armonizar vocablos cuando nos detuvimos en un nuevo bar que parecía la taberna de unos anarcos, con apestosos piratas con bigotes dibujados en la entrada. La cabeza de Badr estaba íntegramente sudada. Cuándo lo miré de cerca, sentí miedo, aunque no pude resistir su invitación a un trago de speed con vodka. Me metí el speed sin conflictos y fogosamente sentí sus manos usurpar mi cintura. Desde ahí, Badr me miró oscuramente a los ojos y surcó mi rostro con sus dedos. Yo me sentía incapaz de emitir palabras, pero en alguna esfera era completamente feliz. Drogada y feliz. No pasamos ni diez minutos dentro de esa piratería forajida y continuamos nuestra marcha en silencio hacia ninguna parte. A unas cuadras, recuerdo el mar como telón de un fondo negro y oscuro. El mediterráneo de noche y nuestras vidas como un sueño que se hundía entre mis manos. ¿Cómo pude cruzarme contigo si vengo desde tan lejos? ¡Y tú! ¡Nada menos que de África! También recuerdo nuestros cuerpos sobre la arena deseándose fervientemente. Sus manos en mis piernas y su cabeza hundida en mi cuello. Su estirpe rara, diferente para una sudamericana de hábitos ávidos. Sus besos desiguales, su lengua fuera de la mía, un contacto extraño, sin igual, claramente religioso y perturbador, sin desperdicios, ofrecidos al mejor postor. -

Sólo en la casa. Voy a amarte en la casa. Aquí no debo. En la casa voy a matarte chica guapa, chica sexy.

-

Lo que tú digas...

En la arena, nos quedamos dormidos hasta eso de las seis. Luego vagamos por la Barceloneta, hasta tomar drogados de cansancio el primer metro del día. En cuanto cruzó la puerta del vagón del metro, en secreto me rogó que lo siguiese hasta su piso del “Portal

of love”, hacia sus ángeles sin alas tocando trompeta, hacia su piso de la Sagrada Familia. Esta vez la mayoría de los pasajeros imberbes y borrachos, no me provocaban tristeza. Todo estaba bien con Badr a mi lado: Toda una reina narcotizada vencida a sus pies. El día había brotado como una carcajada letárgica. La Sagrada Familia, estaba ahí, majestuosa, como todo este reino, dejándonos a nosotros hechos unas larvas domesticadas. Ante mis ojos, la efigie de tanta iglesia, tanta arquitectura, tantos siglos y tanta raza. El piso donde vivía Badr, era un sitio deslumbrante. Repleto de alfombras y objetos provenientes de Marruecos. Estandartes de todo tipo ataviaban su aldea. Al observar los carteles colgados del techo, me quedé muda: “Atestiguo que no existe otra divinidad con derecho a ser adorado excepto el Dios único y Muhammad es su mensajero” “La ilaha illa Allah” “La oración es el tema más importante entre el hombre y Dios” “Acudimos a tu llamado”. ¡OH Señor! Por un segundo, los lemas islamitas me petrificaron. Estaban escritos en banderas enormes con letras bordadas en negro, blanco, verde y rojo. La fuerte imagen se aventajó entre nosotros desuniéndonos por unos minutos. Sin dejarme pensar, Badr se arrimó efusivo hacia mí y me quitó la ropa sin besarme y todo se detuvo. Comenzó acariciándome el cuerpo envolviéndome de una inaudita y dulce manera. Sus manos se estrujaban sobre mí y todo era tan de sueño, tan real: su retrato aquella tarde en esa iglesia abandonada, su manera de comunicarse, su religiosidad. Muy confundida, a pesar suyo, me entregué a sus brazos, al mismo tiempo que releía una y otra vez sus estandartes de vida, quienes de alguna manera, contradecían nuestra situación sexual inapropiada para su devoción. Entonces, desnuda, me entregué a su cuerpo ofreciéndome como una esclava perfecta y mansa, dejando a Badr poseerme como Allah manda.

Badr volvió a acariciarme agudo hasta masturbarme asiduamente, sin dejar jamás de observar mis ojos, y repetir inentendibles palabras en árabe para sus adentros. No pasaron ni tres minutos cuando incomprensiblemente me corrí como una chiquilla inexperimentada, dejando sus dedos ocupados por una pócima inmaculada e indescifrable. Dejando todo mí ser en el brillo de sus furtivos ojos negros. Badr se levantó de un salto y se alejó, dejándome a mi acostada y desnuda, evangelizada en un objeto más de su misticismo. Una fuerte incomodidad bloqueó al ambiente. En milésimas de segundos, Badr había cambiado radicalmente, pese a su claro disimulo. Como una fuerte cuchillada en la tripa, el sonido de sus palabras, terminó por acorralarme del todo: -

Márchate de aquí ahora. Soy hombre de una noche.

-

¿Qué dices? ¿Qué pasa?

-

Márchate y no preguntas. Márchate ahora mismo.

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