Balzac Esplendores Y Miserias De Las Cortesanas.pdf

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Honoré de Balzac

Esplendores y miserias de las cortesanas PRIMERA PARTE DE QUÉ MODO AMAN LAS RAMERAS

En 1824, en el ú ltimo baile de la Opera, muchas má scaras se impresionaron ante la belleza de un joven que paseaba por los pasillos y por el saló n con ese aire de las personas que buscan a una mujer retenida en su hogar por circunstancias imprevistas. El secreto de su andar, unas veces indolente y otras apresurado, no lo conocen má s

que las viejas y algunos de esos notables personajes dados a callejear. En este inmenso encuentro la muchedumbre observa poco a la muchedumbre, los intereses está n exaltados y el propio Ocio está en actividad. El joven dandy se hallaba hasta tal punto absorto en su inquieta bú squeda, que no se daba cuenta de su é xito: no oı́a ni advertı́a las exclamaciones burlonamente entusiasmadas de ciertas má scaras, las admiraciones serias, las mordaces cuchu letas o las má s dulces palabras. Aunque su belleza lo clasi icaba entre esos personajes excepcionales que acuden al baile de la Opera en busca de una aventura, y que la esperan como se esperaba la suerte en la ruleta cuando vivía FrascatiJ, parecı́a burguesamente seguro de su velada; debı́a de ser el hé roe de uno de esos misterios de tres personajes que componen el baile de má scaras de la ó pera, conocidos tan só lo por los mismos que representan en é l un papel; porque para las mujeres que acuden para poder decir: He visto, para los provincianos, para los jó venes sin experiencia y para los extranjeros, la ó pera debe de ser entonces el palacio de la fatiga y del aburrimiento. Para é stos, esa multitud negra, lenta y

apresurada, que va, viene, serpentea, gira, sube y baja, y no puede compararse sino a una masa de hormigas en un montó n de madera, no es má s inteligible que la Bolsa para un campesino bretó n que ignora la existencia del Gran Libro. En Parı́s, con raras excepciones, los hombres no se ponen disfraces: un varó n vestido de dominó parecerı́a ridı́culo. En esto se mani iesta el genio de la nació n. La gente que quiere ocultar su felicidad puede ir al baile de la Opera sin acudir a é l, y las má scaras absolutamente obligadas a entrar, salen de allı́ en seguida. Constituye un espectá culo divertidı́simo la aglomeració n que se forma en la puerta, desde que comienza el baile, entre el alud de gente que huye de allı́ y los que se disponen a entrar, los hombres con má scaras son maridos celosos que van a espiar a sus mujeres, o bien maridos afortunados que no desean ser espiados por ellas, situaciones ambas que resultan igualmente cómicas. Al joven, sin que él lo advirtiera, le seguı́a una má scara asesina, baja y rechoncha, que rodaba sobre sı́ misma como un tonel. Para cualquier asiduo de la Opera aquel dominó ocultaba a un administrador, un agente de

cambio, un banquero, un notario o un burgué s cualquiera, receloso ante una in idelidad. Efectivamente, en la alta sociedad, nadie suele buscar testimonios humillantes. Varias má scaras habı́an señ alado ya, riendo, a este personaje monstruoso, otras le habı́an interpelado, unos jó venes se habı́an burlado de é l, pero su solidez y su aplomo expresaban un acentuado desdé n hacia estas manifestaciones que no parecı́an tener ninguna importancia para é l; iba por el camino que le trazaba el joven, como un jabalı́ perseguido que no se preocupa de las balas que silban a sus oı́dos, ni de la jaurı́a que ladra tras de é l. Aunque a primera vista el placer y la inquietud se muestren con un mismo atuendo, el ilustre vestido negro veneciano, y que todo sea confusió n en el baile de la Opera, los diferentes cı́rculos que cpmponen la sociedad parisiense acaban por encontrarse, se reconocen y se observan. Para unos pocos iniciados hay nociones tan precisas que pueden leer como si se tratara de una novela divertida en ese libro de magia de los intereses. Para los asiduos, pues, aquel hombre no podı́a considerarse afortunado, ya que en tal caso llevarı́a alguna de las señ ales convenidas

—roja, blanca o verde— que anuncian las delicias preparadas con larga antelació n. ¿Se trataba acaso de alguna venganza? Al ver aquella má scara que seguı́a tan de cerca a un hombre afortunado, algunos ociosos volvı́an a contemplar el bello rostro sobre el cual habı́a puesto su divina aureola el placer. El joven despertaba interé s: cada vez suscitaba mayor curiosidad. En é l, por otra parte, todo mostraba las huellas de una vida elegante. Segú n una ley fatal de nuestra é poca, hay poca diferencia, fı́sica o moral, entre el má s distinguido y mejor educado de los hijos de un duque y par y aquel encantador muchacho que antes se habı́a visto oprimido entre las garras de hierro de la miseria, en pleno Parı́s. La belleza y la juventud podı́an disimular en é l profundos abismos, como entre muchos otros jó venes que aspiran a desempeñ ar sus pretensiones, y que cada dı́a se juegan el todo por el todo brindando sacri icios al dios má s cortejado en esta villa real, el Azar. No obstante, su compostura y sus ademanes eran irreprochables, y pisaba el suelo clá sico del saló n con el aplomo de un asiduo de la Opera. ¿Hay

alguien que no haya observado que ahı́, como en cualquier otra zona de Parı́s, se da un modo de obrar que pone de mani iesto lo que uno es, lo que uno hace, de dónde viene y lo que quiere? —¡Qué joven tan apuesto! Aquı́ está permitido volverse para verle —dijo una má scara, en quien los asiduos del baile reconocı́an a una mujer respetable. —¿No se acuerda usted de é l? —le contestó el hombre que le daba el brazo —la señ ora Du Châtelet se lo presentó... —¡Có mo! ¿Es aquel hijo de boticario de quien ella se enamoriscó , y que se hizo periodista, el amante de la señorita Coralie? —Creı́a que habı́a caı́do demasiado bajo para poder alguna vez recuperarse, y no comprendo có mo puede volver a aparecer en el mundo de Parı́s —dijo el conde Sixte du Châtelet. —Tiene un aire de prı́ncipe —dijo la má scara—, y seguramente no le viene de aquella actriz con la que

vivı́a; mi prima supo descubrirlo, pero no fue capaz de pulirlo; quisiera conocer a la amante de este Sargine; dı́game algo de su vida que me permita intrigarle. Esta pareja, que cuchicheando seguı́a al joven, fue entonces objeto de una cuidadosa observació n por parte de la máscara de anchas espaldas. —Querido señ or Chardon —dijo el prefecto de la Charente cogiendo al dandy por el brazo—, permı́tame que le presente a alguien que quiere reanudar con usted sus relaciones... —Querido conde Châ telet —repuso el joven—, esta persona me ha mostrado qué ridı́culo es el nombre que me da usted. Una ordenanza real me ha restituido el de mis antepasados maternos, los Rubempré . Aunque los perió dicos hayan publicado este hecho, se re iere a un personaje tan insigni icante que no me sonrojo al recordarlo a mis amigos, a mis enemigos y a los indiferentes: clasifı́quese usted donde quiera, pero estoy seguro que no desaprobará en lo má s mı́nimo una medida

que me aconsejó su esposa cuando todavı́a era la señ ora de Bargeton. —Esta bonita mordacidad, que hizo sonreı́r a la marquesa, provocó un nervioso estremecimiento en el prefecto de la Charente. — Dı́gale usted —añ adió Lucien —que ahora llevo de gules, con un toro furioso de plata en un prado de sino pie. —Furioso de dinero —dijo Châtelet. —La señ ora marquesa le explicará , si no lo sabe usted ya, por qué razó n este viejo escudo es algo mejor que la llave de chambelá n y las abejas de oro del Imperio que hay en el suyo, para desesperació n de la señ ora Châ telet, que antes de casarse era una Négrepelisse de Espard... —dijo con viveza Lucien. —Puesto que me ha reconocido, he de renunciar a intrigarle, y no sabrı́a decirle hasta qué punto es usted quien me intriga a mı́ —le dijo en voz baja la marquesa de Espard, asombrada por la impertinencia y el aplomo adquiridos por el hombre a quien antaño había despreciado. —Permı́tame pues, señ ora, conservar la ú nica

oportunidad que tengo de ser objeto de sus pensamientos, permaneciendo en esta misteriosa penumbra —dijo con la sonrisa de un hombre que no quiere comprometer una felicidad segura. La marquesa no pudo reprimir un pequeñ o ademá n seco al sentirse —segú n una expresió n inglesa— cortada por la precisión de Lucien. —Le doy mi enhorabuena por su cambio de posición —dijo el conde de Châtelet a Lucien. —En cuanto a mı́, la recibo tal como me la da usted —replicó Lucien, saludando a la marquesa con una gracia sin límites. —¡El muy presuntuoso! —dijo el conde en voz baja a la señ ora de Espard—. Ha terminado por conquistar a sus antepasados. —En los jó venes, la presunció n, cuando se deja caer sobre nosotros, es casi siempre la señ al que anuncia una ventana de muy altos vuelos; entre vosotros, en cambio, anuncia la mala fortuna. Por esto quisiera conocer a la que, de entre nuestras

amigas, ha tomado bajo su protecció n a este hermoso pá jaro; quizá tenga oportunidad de divertirme esta noche. El billete anó nimo que he recibido es, sin duda, el gesto de maldad de alguna rival, porque habla de este joven; seguramente le habrá n dictado esa impertinencia que exhibe; vigı́lelo. Voy a tomar el brazo del duque de Navarreins, ya sabrá encontrarme. En el momento en que la señ ora de Espard iba a abordar a su pariente, la má scara misteriosa se colocó entre ella y el duque y le dijo al oído: —Lucien le ama a usted, é l es el autor del billete; el prefecto de usted es su mayor enemigo, por eso no podía extenderse en explicaciones delante de él. El desconocido se alejó , dejando a la señ ora de Espard doblemente sorprendida. La marquesa no conocı́a a nadie capaz de desempeñ ar aquel papel y temió una trampa. Se sentó en un rincó n disimulado. El conde Sixte du Châ telet, a quien Lucien habı́a suprimido el ambicioso du con una afectació n que hacı́a pensar en una venganza

largamente madurada, siguió a cierta distancia a aquel magnı́ ico dandy, y pronto encontró a un joven con quien creyó poder hablar con toda franqueza. —¿Qué hay, Rastignac? ¿Ha visto usted a Lucien? Ha cambiado de piel. —Si yo fuera tan guapo mozo como é l, todavı́a serı́a má s rico que é l —respondió el elegante, con un tono ligero de fina burla. —No —le dijo al oı́do la gruesa má scara, devolvié ndole la burla al ciento por uno por la manera con que acentuó el monosílabo. Rastignac, que no encajaba fá cilmente los insultos, pareció herido por el rayo, y se dejó conducir hacia el vano de una ventana por una mano de hierro de la que le fue imposible liberarse. —Pollito salido del gallinero de mamá Vauquer, que desfallecı́a ante la idea de hacerse con los millones del viejo Taillefer cuando lo má s duro del trabajo ya estaba hecho, sepa usted, para su

seguridad personal, que si no se comporta con Lucien como si se tratara de un hermanó amantı́simo, está usted a nuestra merced y nosotros en la impunidad. Silencio y lealtad: de no ser ası́ iré a desbaratar su juego. Lucien de Rubempré está protegido por el poder má s grande de hoy, por la Iglesia. Escoja entre la vida y la muerte. ¿Cuá l es su respuesta? Rastignac sintió vé rtigo, como si, habié ndose dormido en medio de un bosque, se despertara junto a una leona hambrienta. Tuvo miedo, pero nadie era testigo de ello: en tales ocasiones los hombres más valerosos se abandonan al miedo. —Só lo é l puede saber... y puede atreverse... —dijo como hablándose a sí mismo. La má scara le apretó la mano para que no terminara la frase: —Actúe pues como si se tratara de él —le dijo. Rastignac obró entonces como un millonario asaltado en pleno camino por un bandolero: se

rindió. —Mi apreciado conde —dijo a Châ telet volviendo a su lado—, si tiene interé s de conservar su posició n, trate a Lucien de Rubempré como a alguien que algú n dı́a ha de estar en una situació n mucho má s alta que la de usted. La má scara hizo un ademá n imperceptible de satisfacció n y volvió a situarse tras los pasos de Lucien. —Querido amigo, ha cambiado usted muy rá pidamente de opinió n acerca de é l —dijo el prefecto, justamente sorprendido. —Tan rá pidamente como los que está n con el Centro y votan por la Derecha —replicó Rastignac al diputado-prefecto que, desde hacı́a pocos dı́as, negaba su voto al Ministerio. —¿Acaso hay opiniones hoy en dı́a? No, no hay má s que intereses —dijo Des Lupeaulx, que los escuchaba—. ¿De qué se trata?

—Del señ or de Rubempré , que Rastignac quiere hacerme pasar por un personaje —dijo el diputado al secretario general. —Querido conde —re spondió Des Lupeaulx con aire grave—, el señ or de Rubempré es un joven de mé ritos elevados, y cuenta con tan só lidos apoyos que me sentirı́a muy feliz si pudiera volver a entablar relaciones con él. —Allı́ lo tienen, a punto de caer en medio del avispero 4e las vı́ctimas de la é poca —dijo Rastignac. Los tres interlocutores se volvieron hacia un rincón donde estaban algunos talentos, de mayor o menor celebridad, y varios elegantes. Esos señ ores intercambiaron sus observaciones, sus agudezas y sus murmuraciones, intentando ası́ divertirse y pasar una velada agradable. En este grupo de composició n tan singular se hallaban personas con quienes Lucien habı́a tenido relaciones en las que la correcció n aparente se mezclaba con la maldad de los propósitos y de los hechos ocultos.

—¡Qué hay, Lucien, hijo mı́o, encanto! Veo que está s arreglado, remendado. ¿De dó nde venimos? Hemos podido recuperar nuestro puesto gracias a los regalos enviados desde el camarı́n de Florine. ¡Bravo muchacho! —le dijo Blondet, soltando el brazo de Finot y apretando contra su pecho a Lucien, despué s de cogerlo con toda familiaridad por el talle. Andoche Finot era el propietario de una revista para la que Lucien habı́a trabajado casi gratuitamente y que Blondet enriquecı́a con su colaboració n, con la sapiencia de sus consejos y con la hondura de sus ideas. Finot y Blondet personi icaban a Bertrand y Rató n, con la salvedad de que el gato de LaJFontaine acabo dá ndose cuenta de que era engañ ado, y que, aunque fuera consciente del engañ o, Blondet seguı́a al servicio de Finot. Este brillante condotiero de la pluma, efectivamente, habı́a de seguir siendo esclavo durante mucho tiempo. Finot ocultaba una brutal fuerza de voluntad bajo una apariencia de torpeza, bajo una cascara de impertinente necedad refregada de agudeza, de modo aná logo a como una

rebanada de pan de un albañ il es refregada de ajo. Sabı́a almacenar lo que iba espigando —ya fueran ideas o escudos —a travé s de los campos de la vida disipada que lleva la gente de letras y la gente mezclada en asuntos polı́ticos. Para desgracia suya, Blondet habı́a puesto su fuerza a sueldo de los vicios y de la pereza de Finot. La necesidad siempre le sorprendı́a; formaba parte del pobre clan de esa gente insigne que puede hacer cualquier cosa para la suerte de los demá s y que en cambio no puede hacer nada para la suya propia, de esos Aladinos que se dejan quitar su lá mpara de las manos. Estos consejeros admirables demuestran perspicacia y agudeza de ingenio cuando no les acucia el interé s personal. En ellos lo que actú a no es el brazo, sino la cabeza. De ahı́ lo deshilvanado de sus costumbres y la reprobació n de que son objeto por parte de los espı́ritus inferiores. Blondet compartı́a sus haberes con el compañ ero a quien habı́a herido el dı́a antes; era capaz de cenar, beber y acostarse con uno al que iba a degollar el dı́a siguiente. Sus divertidas paradojas lo justi icaban todo. Tomaba a toda la gente a broma y, consiguientemente, tampoco querı́a ser tomado en serio. Era joven, se le

apreciaba, era cé lebre y feliz, y no se preocupaba, como hacı́a Finot, por reunir la riqueza que necesita un hombre maduro. Lucien necesitaba en aquel momento para cortar a Blondet, como acababa de cortar a la señ ora de Espard y a Châ telet una clase de valentı́a que es quizá la má s difı́cil. Desgraciadamente, los placeres de la vanidad eran en é l un estorbo para la prá ctica del orgullo, que sin duda alguna es el principio de muchas cosas grandes. Su vanidad había triunfado en el encuentro anterior: se habı́a mostrado rico, dichoso y desdeñ oso con dos personas que le habı́an despreciado a é l en otros tiempos, cuando era pobre y miserable; pero, ¿acaso puede un poeta romper, como si fuera un diplomá tico achacoso, con dos pretendidos amigos que le han acogido cuando ha estado en la miseria en cuya casa ha recibido hospedaje en los momentos de apuro? Finot, Blondet y é l se habı́an envilecido juntos y habı́an tomado parte en orgias que no só lo engullı́an el dinero de sus acreedores. Como hacen los soldados que no saben emplear oportunamente su valor, Lucien actuó entonces de una manera muy habitual

en Parı́s: se comprometió de nuevo aceptando la mano que le tendı́a Finot y no rechazando la lisonja de Blondet. Todo el, que ha mojado su pan en el plato del periodismo, o lo moja todavı́a, está cogido por la cruel necesidad de saludar a los seres que desprecia, de sonreı́r a su mejor enemigo, de pactar t con las bajezas má s hediondas o de ensuciarse las manos pagando a sus agresores con su misma moneda. Uno se acostumbra a ver có mo se hace el dañ o y a tolerarlo; se empieza apro— bá ndolo y se termina cometié ndolo. A la larga, el alma, manchada incesantemente por transacciones vergonzosas y reiteradas, se rebaja, se oxidan los resortes de las ideas nobles, y los goznes de la trivialidad se desgastan y giran por sı́ solos. Los Alcestes se convierten en Filintos, los caracteres se reblandecen, los talentos se vuelven bastardos y desaparece la fe en las grandes obras. Aquel que querı́a enorgullecerse con sus pá ginas se desgasta en tristes artı́culos que, tarde o temprano, manifestará n su indignidad a su conciencia. Todos llegan, como Lousteau o como Vernou, para elevarse al rango de gran escritor, pero resultan a la postre folicularios impotentes. Por esto son tan

estimables las personas cuyo cará cter está a la altura de su talento, los D'Arthez que saben caminar con seguridad entre los escollos de la vida literaria. Lucien no supo qué responder a las zalamerı́as de Blondet, cuyo talento ejercı́a sobre é l, por otra parte, una seducció n irresistible; Blondet conservaba el ascendiente del corruptor sobre el discı́pulo y, ademá s, gozaba de una buena situació n mundana gracias a sus relaciones con la condesa de Montcornet. —¿Ha heredado usted de algú n tı́o? —le dijo Finot con aire burlón. —He puesto, como usted, a los tontos en un papel cuadriculado— le respondió Lucien en el mismo tono. —¿Acaso tiene el caballero una revista o algú n perió dico? —repuso Andoche Finot con la impertinente su iciencia que mani iestan los explotadores para con sus explotados. —Tengo algo mejor —replicó Lucien, quien, al sentir herida su vanidad por la superioridad ingida

por el redactor-jefe, recobró el sentimiento de nueva posición. —¿Qué tiene pues, querido amigo?... —Tengo un partido. —¿Existe el Partido Lucien? —dijo Vernou, sonriendo. —Finot, ahı́ te ves, relegado por este muchacho; te lo habı́a predicho. Lucien tiene talento, y tú no le has cuidado, sino que lo has molido. Arrepié ntete, pedazo de alcornoque —repuso Blondet. Con su peculiar agudeza, Blondet vislumbró no pocos secretos en el acento, en los ademanes y en el aire de Lucien; con estas palabras supo, pues, al tiempo que a lojaba, volver a apretar la cadenilla de la brida. Querı́a saber los motivos del regreso de Lucien a Parı́s, sus proyectos y sus medios de existencia. —¡De rodillas ante una superioridad que no alcanzará s nunca, por muy Finot que seas! —dijo—.

¡Admite al caballero, en este mismo momento, entre los hombres fuertes a quienes pertenece el porvenir; es de los nuestros! Con ese ingenio y esa belleza, ¿no debe acaso llegar por tus quibuscumque viis? ¡Ahı́ está con su excelente armadura de Milá n, con su potente daga medio desenvainada y enarbolando su pendó n! ¡Voto a Dios, Lucien!, ¿dó nde has robado esta preciosa armilla? Só lo el amor sabe encontrar telas como é sta. ¿Tendremos un domicilio? En estos momentos necesito conocer las direcciones de mis amigos, no sé dó nde ir a dormir. Finot me ha echado de su casa por esta noche, con el vulgar pretexto de haber tenido buena suerte... —Amigo mı́o —respondió Lucien—, he puesto en prá ctica un axioma con el cual se tiene la seguridad de vivir tranquilo: Fuge, late, tace!2 Ahí les dejo. —Pero yo no dejo que te vayas sin satisfacer una deuda sagrada que tienes para conmigo: aquella cena, ¿te acuerdas? —dijo Blondet, que daba en el blanco casi con un exceso de punterı́a y que sabı́a có mo arreglá rselas cuando se encontraba sin

dinero. —¿Qué cena? —dijo Lucien con un gesto de impaciencia. —¿Ya no te acuerdas? He aquı́ en qué reconozco la prosperidad de un amigo: en que ya no tiene memoria. —Sabe bien lo que nos debe, respondo de sus sentimientos —repuso Finot, siguiendo la broma de Blondet. —Rastignac —dijo Blondet, cogiendo al joven elegante por el brazo en el instante en que llegaba al extremo del saló n, cerca de la columna junto a la cual se hallaban los supuestos amigos—, se trata de una cena: será uno de los nuestros... A menos que el caballero —añ adió con seguridad, señ alando a Lucien— siga negá ndose a cumplir una deuda de honor; bien puede hacerlo. —El señ or de Rubempré es incapaz de hacerlo, lo aseguro —dijo Rastignac, que no pensaba en absoluto en ninguna mixtificación. —Aquı́ está Bixiou —exclamó Blondet—, nos

acompañ ará : no hay iesta completa sin su presencia. Sin é l el vino de Champañ a se me hace pastoso, y lo encuentro todo insı́pido, incluso el picante de los epigramas. —Amigos mı́os —dijo Bixiou—, veo que está is reunidos en torno a la maravilla del dı́a. Nuestro querido Lucien repite las Metamorfosis de Qvidio. Ası́ como los dioses se transformaban en asombrosas legumbres y en otras cosas para seducir a las mujeres, é l ha convertido el "cardo" en caballero para seducir. ¿A quié n? ¡A Carlos X! Amiguito —dijo a Lucien, cogié ndole por un botó n de su chaqueta—, un periodista que asciende a la categorı́a de gran señ or merece una buena cencerrada. Si estuviera en su lugar —dijo el implacable satı́rico, indicando a Finot y Vernou—, me meterı́a contigo en su pequeñ o perió dico; les rendirı́as un centenar de francos, con diez columnas de frases ingeniosas. —Bixiou —dijo Blondet—, un an itrió n es sagrado veinticuatro horas antes de la iesta y doce horas despué s de ella: nuestro ilustre amigo nos invita a

cenar. —¡Vaya, vaya! —repuso Bixiou—. Pero, ¿hay algo má s necesario que salvar un gran nombre del olvido, o proporcionar a la indigente aristocracia una persona de talento? Lucien, cuentas con el aprecio de la Prensa, de la que constituı́as el mejor loró n, y nosotros te apoyaremos. ¡Finot, un breve artı́culo de primera pá gina! ¡Blondet, una so lama insidiosa en la cuarta pá gina de tu diario! ¡Anunciemos la aparició n del libro má s bello de la é poca, El arquero de Carlos IX! ¡Supliquemos a Dauriat que nos entregue pronto Las Margaritas, esos divinos sonetos del Petrarca francé s! ¡Elevemos a nuestro amigo al solio de papel sellado que hace y deshace las reputaciones! —Si querı́as cenar —dijo Lucien a Blondet para deshacerse de aquella pandilla que amenazaba con ir en aumento—, me parece que no tenı́as por qué emplear la hipé rbole y la pará bola con un viejo amigo, como si se tratara de un memo. Hasta mañ ana,por la noche en el Lointier —añ adió rá pidamente al ver que se acercaba una mujer,

hacia la cual se apresuró a dirigirse. —¡Oh, oh, oh! —exclamó Bixiou en tres tonos distintos y con aire burló n, como si reconociera bajo la má scara a la persona hacia la cual se dirigı́a Lucien—. Esto merece una confirmación. Con esto, siguió a la pareja, se adelantó a ella, la observó con perspicacia y regresó a su sitio con gran satisfacció n por parte de todos aquellos envidiosos que deseaban saber de dó nde provenı́a el cambio de fortuna de Lucien. —Amigos mı́os, conocé is desde hace tiempo la fuente de la fortuna del señ or de Rubempré —les dijo Bixiou—; es la que fue el rat de Des Lupeaulx. Una de las perversiones olvidadas ya, pero que eran habituales a comienzos de este siglo, es la de los rats. El té rmino de rat, que hoy en dı́a ya ha envejecido, se aplicaba a las niñ as de diez a once añ os, comparsas de los teatros, especialmente de la Opera, que en manos de los crapulosos eran iniciadas en el aprendizaje del vicio y de la infamia. Un rat era una especie de paje infernal, un pı́llete

hembra a quien se perdonaban las malas pasadas. El rat podı́a tomarlo todo; habı́a que descon iar de é l como de un peligroso animal. Introducı́a en la vida un elemento de jocosidad, como antañ o los Scapin, Sganarelle y Frontı́n en la antigua comedia. Un rat era demasiado caro: no proporcionaba honor, ganancia ni placer; la moda de los rats se extinguió tan completamente, que hoy en dı́a muy poca gente conocı́a este detalle ı́ntimo de la vida re inada anterior a la Restauració n, hasta que algunos escritores se apoderaron del tema del rat como si se tratara de una novedad. —¿Có mo es eso? —dijo Blondet—. ¿Despué s de haber matado a Coralie, nos quita ahora a la Torpille? Al oı́r este nombre, la má scara de formas atlé ticas dejó escapar un ademá n que no pudo retener del todo y que fue sorprendido por Rastignac. —¡No es posible! —contestó Finot—, La Torpille no tiene ni un cé ntimo que dar; Nathan me ha dicho que ha pedido mil francos prestados a Florine.

—¡Oh, caballeros, caballeros!... —dijo Rastignac, intentando defender a Lucien frente a tan odiosas acusaciones. —¿Qué pasa? —exclamó Vernou—. ¿Tan gazmoñ o es el antiguo gigolo de Coralie? —Estos mil francos —dijo Bixiou— me demuestran que nuestro amigo Lucien vive con la Torpille... —¡Qué pé rdida irreparable para la é lite de las letras, de la ciencia, del arte y de la polı́tica! —dijo Blondet—. La Torpille es la ú nica ramera que tiene madera de cortesana; no está estropeada por la instrucció n, no sabe leer ni escribir: nos habrı́a comprendido. Con ella habrı́amos proporcionado a nuestra é poca una de esas magnı́ icas iguras asgasianas que caracterizan los grandes siglos. Observen có mo la Dubarry destacó oportunamente en el siglo dieciocho, Ninon de Lenclos en el diecisiete, Marion de Lorme en el diecisé is, Imperia en el quince y Flora durante la repú blica romana, a la que dejó su herencia, ¡qué le permitió pagar la deuda pú blica! ¿Qué serı́an Horacio sin Lidia, Tibulo

sin Delia, Catulo sin Lesbia, Propercio sin Cintia y Demetrio sin Lamia, que constituyen el motivo de su actual celebridad? —Blondet adopta un tono demasiado propio de los Dé bats hablando de Demetrio en el saló n de la Ópera —dijo Bixiou al oído de su vecino. —Y sin todas estas reinas, ¿qué serı́a del imperio de los cesares? —seguı́a diciendo Blondet— Lais y Ró dope son Grecia y Egipto. Todas son, por otra parte, la poesı́a de los siglos en que vivieron. Una tal poesı́a, que faltó a Napoleó n! (porque la viuda de su Grande Armé e es un chiste de cuartel), no faltó en cambio a la Revolució n, que tuvo a la señ ora Tallien. Actualmente en Francia, donde el trono está en cuestió n, hay sin duda alguna un trono vacante. Entre todos nosotros podrı́amos proclamar una reina. ¡Yo podrı́a dar a la Torpille una tı́a, ya que su madre murió demasiado ostensiblemente en el campo del deshonor; Du Tillet le habrı́a pagado un palacio, Lousteau un coche, Rastignac unos criados, Des Lupeaulx un cocinero, Finot habrı́a corrido con los gastos de sombrererı́a —Finot no pudo reprimir

un gesto al recibir esta sá tira a quemarropa—, Vernou le habrı́a puesto anuncios y Bixiou se encargarı́a de sus frases ingeniosas! La aristocracia entonces vendrı́a a divertirse a casa de nuestra Ninon, donde habrı́amos convocado a los artistas bajo la amenaza de mortı́feros artı́culos. Ninon II exhibirı́a una impertinencia solemne y un lujo aplastante. Demostrarı́a tener opiniones. En su casa se habrı́a leı́do alguna obra maestra de arte dramá tico prohibida, que se habrı́a hecho ex profeso para la ocasió n si hubiera sido preciso. No serı́a liberal; toda cortesana es por de inició n moná rquica. ¡Ah, qué pé rdida! ¡Deberı́a abrazar a su siglo entero y se limita a hacer el amor con un jovencito! ¡Lucien hará de ella un perro de caza! —Ninguna de las potencias femeninas que has nombrado ha chapoteado en la calle —dijo Finot—, mientras que este precioso rat ha rodado en el fango. —Ası́ se ha embellecido y ha lorecido —repuso Vernou—, como la semilla del lirio germinando del estié rcol. De ahı́ su superioridad. ¿Acaso no hay que

haber pasado por todo para ser capaz de crear la risa y la alegría que todo lo abarcan? —Tiene razó n —dijo Lousteau, que hasta entonces habı́a estado observando sin decir palabra—, la Torpille sabe reı́r y hace reı́r. Esta sabidurı́a de los grandes autores y de los grandes actores es propia de los que han penetrado todas las profundidades sociales. A la edad de dieciocho añ os esta muchacha conoció ya la mayor opulencia, la má s mezquina miseria y los hombres de todas las categorı́as. Tiene como una varita má gica con la que desencadena los apetitos brutales violentamente reprimidos en los hombres que aú n tienen corazó n ocupá ndose de polı́tica o de ciencia, de literatura o de arte. No hay otra mujer en París que pueda decir, como hace ella, al Animal que llevamos dentro: "¡sal de ahı́!"... Entonces el Animal sale de su guarida para refocilarse en los excesos; esta mujer exalta los placeres de la mesa, de la bebida y del tabaco. En in, es la sal cantada por Rabelais que, esparcida sobre la Materia, la anima y la eleva hasta las regiones esplendorosas del Arte; su vestido despliega unas inauditas maravillas, sus dedos dejan

caer oportunamente las joyas que llevan, como su boca las sonrisas; sabe dar a todas las cosas el tono que precisan; su jerga está llena de rasgos picantes; posee el secreto de las onomatopeyas má s vivaces y más turbadoras; tiene... —Está s perdiendo cien sueldos de folletı́n —dijo Bixiou, interrumpiendo a Lousteau—. La Torpille es in initamente mejor que todo eso: vosotros habé is sido má s o menos sus amantes, pero ninguno de vosotros puede decir que ella ha sido querida vuestra; ella os puede coger siempre, vosotros en cambio nunca la cogeré is. Forzá is su puerta, vais a pedirle un favor... —¡Oh!, es má s generosa que un jefe de bandoleros a quien vayan bien las cosas, y má s abnegada que el mejor compañ ero de colegio —dijo Blondet—; se le pueden con iar dinero y secretos. Pero lo que me movı́a a elegirla reina es su borbó nica indiferencia hacia los favoritos caídos en desgracia. —Es como su madre, demasiado cara —dijo Des Lupeaulx—. La Bella Holandesa habrı́a engullido los

ingresos de un arzobispo de Toledo; llegó ya a tragarse a dos notarios... —Y dio de comer a Má xime de Trailles cuando era paje —añadió Bixiou. —La Torpille es demasiado cara, como Rafael, como Cá reme, como Taglioni, como Lawrence, como Boule, tan cara como todos los artistas geniales... — repuso Blondet... —Esther jamá s ha tenido este aspecto de mujer respetable —dijo entonces Rastignac, señ alando la má scara a quien Lucien daba el brazo—. Apuesto a que se trata de la señora de Sérizy. —No hay ninguna duda —repuso Du Châ telet—, y así se explica la suerte del señor de Rubempré. —¡Ah! La Iglesia sabe elegir a sus levitas; será un hermoso secretario de embajada —dijo Des Lupeaulx. —Tanto má s —repuso Rastignac —cuanto que Lucien es un hombre de talento. Estos caballeros

han podido comprobarlo má s de una vez —añ adió , dirigiendo su mirada a Blondet, Finot y Lousteau. —Sı́, el muchacho está hecho para llegar lejos — dijo Lousteau, a punto de estallar de envidia—, mayormente por cuanto posee eso que llamamos independencia de ideas. —Tú eres quien le ha formado —dijo Vernou. —¡Pues bien! —intervino Bixiou, mirando a Des Lupeaulx—. Invoco los recuerdos del señ or secretario general y relator; aquella má scara es la Torpille, me apuesto una cena... —Acepto la apuesta —dijo Châtelet, lleno de interés por saber la verdad. —Vamos, Des Lupeaulx —dijo Finot—, a ver si reconoce las orejas del que fue su rat. —No es necesario cometer ningú n crimen de lesa má scara —repuso Bixiou—; la Torpille y Lucien van a volver hacia nosotros cuando lleguen al extremo del saló n, y me comprometo entonces a

demostraros que es ella. —Ası́ que ha vuelto nuestro amigo Lucien —dijo Nathan, unié ndose al grupo—; creı́a que se habrı́a retirado en el Angoumois para el resto de sus dı́as. ¿Ha descubierto quizá s algú n secreto contra los ingleses? —Ha hecho lo que tú no hará s por ahora — respondió Rastignac—, ha pagado todas sus deudas. La gruesa má scara movió la cabeza en señ al de asentimiento. —Cuando un joven a su edad se vuelve atinado, lo que hace en realidad es desatinarse: pierde su audacia, se convierte en rentista —repuso Nathan. —¡Oh!, é ste será siempre un gran señ or, y siempre habrá en é l un nivel intelectual que le colocará por encima de muchos hombres supuestamente superiores —contestó Rastignac. En aquel momento los periodistas, los dandys, los ociosos, todos, en suma, observaban, con la mirada

de un tratante que observa un caballo en venta, el delicioso objeto de su apuesta. Estos jueces, envejecidos con la experiencia de las depravaciones parisienses, todos de espı́ritu superior y cada uno a tı́tulo distinto, por igual corrorrtpidos, por igual corruptores, entregados todos ellos a desenfrenadas ambiciones, acostumbrados a suponerlo, a adivinarlo todo, ijaban intensamente su mirada, en una mujer enmascarada, en una mujer que só lo ellos podı́an identi icar. Ellos y algunos asiduos del baile de la Opera eran los ú nicos capaces de reconocer la redondez de las formas, las peculiaridades del porte y del andar, el balanceo de la cintura y la erecció n de la cabeza, es decir, lo má s fá cil de captar para ellos aunque fuera lo má s inasible a una mirada vulgar, bajo el largo manto del dominó negro, bajo la capucha y bajo la esclavina, que hacen irreconocibles a las mujeres. Pese a tan amorfo recubrimiento, pudieron percibir el má s emocionante de todos los espectá culos, el que ofrece una mujer animada por un auté ntico amor. Ya se tratara de la Torpille, de la duquesa de Maufrigneuse o de la señ ora Sé rizy, el grado ı́n imo o el superior de la escala social, aquella criatura era

una asombrosa creació n, el destello de luz de los sueñ os felices. Tanto aquellos jó venes envejecidos como aquellos ancianos de aire juvenil, experimentaron una impresió n tan intensa, que envidiaron a Lucien el privilegio sublime de aquella metamorfosis de la mujer en diosa. La enmascarada estaba allı́ como si estuviera a solas con Lucien; para aquella mujer no existı́an ni las diez mil personas, ni una atmó sfera cargada y llena de polvo; no; se hallaba bajo la cú pula celeste de los Amores, como las madonas de Rafael bajo su ó valo dorado. No percibı́a el roce con los demá s, la llama de su mirada partı́a de los dos agujeros del antifaz para unirse con los ojos de Lucien, y el estremecimiento de todo su cuerpo parecı́a tener como principio los propios ademanes de su amigo. ¿De dó nde procede esta llama que irradia de una mujer enamorada y la destaca de entre las demá s? ¿De dó nde procede esta ligereza de sı́l ide que parece cambiar las leyes de la gravedad? ¿Es acaso el alma que huye? ¿Tiene la felicidad propiedades fı́sicas? Bajo el dominó se traicionaban la ingenuidad de una virgen y los encantos de la

infancia. Aunque andaban separados, aquellos dos seres semejaban esos grupos de Flora y Cé iro cogidos por el talle, que revelan la pericia de ¡os má s há biles escultores; pero era má s que escultura —la mayor entre las artes—, Lucien y su bello dominó recordaban aquellos á ngeles portadores de lores o pá jaros que el pincel de Gian-Bellini ha puesto bajo las imá genes de la Virgen madre; Lucien y aquella mujer pertenecı́an a la Fantası́a, que está por encima del Arte como la causa está por encima del efecto. Cuando la mujer, abstraı́da de cuanto la rodeaba, estuvo a un paso del grupo, Bixiou gritó : "¿Esther?" La desgraciada volvió rá pidamente la cabeza, como hace el que oye su nombre, reconoció al malicioso y bajó la cabeza como un agonizante que acaba de exhalar el último suspiro. Se oyó una risa estridente, y el grupo se precipitó hacia la muchedumbre como una banda de ratones espantados que desde la orilla de un camino regresan a sus madrigueras. Só lo Rastignac no se alejó má s de lo que debı́a para no parecer que huı́a de la mirada fulminante de Lucien, y pudo admirar dos pesares igualmente

profundos, aunque velados: el de la pobre Torpille, abatida como por el rayo, y el de la má scara ininteligible, ú nica persona del grupo que habı́a permanecido allı́. Esther dijo una palabra al oı́do de Lucien en el instante mismo en que sus rodillas laqueaban, y Lucien desapareció haciendo que se apoyara en su brazo. Rastignac siguió con la mirada a aquella bonita pareja mientras quedaba abismado en sus reflexiones. —¿De dó nde ha sacado este nombre de Torpille? —le preguntó una voz sombría que le llegó hasta las entrañas, porque había abandonado todo intento de ocultarse. —No hay duda, es é l, se ha vuelto a escapar... —dijo Rastignac, aparte. —Cállate, si no quieres que te degüelle —respondió la má scara, adoptando otra voz—. Estoy satisfecho de ti, has mantenido tu palabra, y por esto tienes má s de un brazo a tu servicio. A partir de ahora, sé mudo como una tumba; y antes de callarte, contesta a mi pregunta.

—¡Está bien! Esta muchacha es tan atractiva que habrı́a sido capaz de turbar al mismo emperador Napoleó n, e incluso a alguien aú n má s difı́cil de seducir: ¡a ti! —contestó Rastignac mientras se alejaba.

—Un momento —dijo la má scara—. Voy a mostrarte que no debes haberme visto jamá s en ninguna parte. Se quitó la má scara. Rastignac vaciló breves instantes al ver que no tenia nada del personaje repugnante a quien habı́a conocido tiempo atrá s en la Casa Vauquer. —El diablo le ha permitido cambiar todo su aspecto, excepto los ojos, que son difı́ciles de olvidar —le dijo. La mano de hierro le apretó el brazo para recomendarle un silencio eterno. A las tres de la madrugada, Des Lupeaulx y Finot

encontraron al apuesto Rastignac en el mismo lugar, apoyado en la columna donde le habı́a dejado la terrible má scara. Rastignac se habı́a confesado a sı́ mismo, habı́a sido sacerdote y penitente, juez y parte. Se dejó conducir al restaurante para comer y regresó a su casa achispado, aunque taciturno. La calle de Langlade, ası́ como las adyacentes, desdora el Palais-Royal y la calle de Rivoli. Esta parte de uno de los barrios má s re inados de Parı́s conservará por mucho tiempo la señ al de suciedad dejada por los montones de inmundicias del viejo Parı́s, donde hubo en otro tiempo unos molinos. Aquellas calles estrechas, oscuras y llenas de lodo, donde se ejercen actividades equı́vocas, adquieren por la noche una isonomı́a misteriosa y llena de contrastes. Cualquier persona que no conozca el Parı́s nocturno, viniendo de la parte iluminada de la calle Saint-Honoré , de la calle Neuve-des-PetitsChamps y de la calle Richelieu, donde se agolpa una incesante muchedumbre y donde relucen las obras maestras de la Industria, la Moda y las Artes, se siente embargada por un terror mezclado de tristeza al verse en medio de esta red de callejuelas

que rodea aquella zona de luz cuyo resplandor se re leja en el cielo. A los torrentes de luz de gas sucede una sombra espesa. De tarde en tarde un pá lido farol deja caer su resplandor incierto y nebuloso, que no llega a alumbrar ciertas callejas negras. Los viandantes son escasos y andan de prisa. Las tiendas está n cerradas, y las que está n abiertas tienen mal cará cter: un igó n sucio y sombrı́o, lencerı́as que venden agua de colonia. Un frı́o malsano deja una capa de humedad sobre los hombros de los viandantes. Pasan pocos coches. Hay rincones siniestros, entre los que destacan la calle de Langlade, la salida del pasaje de SaintGuillaume y algunas esquinas. El consejo municipal no ha podido aú n tomar ninguna medida para sanear esta gran leproserı́a, ya que la prostitució n ha establecido en ella desde hace tiempo su cuartel general. Quizá sea bueno para el mundo de Parı́s, en de initiva, que estas callejuelas conserven su aspecto de suciedad. Si se pasa por estos lugares durante el dı́a, no se puede adivinar el aspecto que adquieren por la noche; se ven surcados por seres extrañ os que no pertenecen a ningú n mundo; las paredes se ven lanqueadas por formas blancas y

medio desnudas, las sombras parecen animadas. Entre los muros y los viandantes se deslizan tocados que andan y hablan. Algunas puertas entreabietas se ponen a reı́r a carcajadas. Los oı́dos recogen palabras de esas que, segú n pretende Rabelais, se han helado para luego fundirse. Se oyen estribillos que surgen del pavimento. El ruido no es informe, quiere decir alguna cosa: cuando es bronco, se trata de una voz; pero si se asemeja a un canto, ya no tiene nada de humano, se parece a un silbido. A menudo se oyen pitidos. Por ú ltimo, los taconazos de las botas tienen un no sé qué de provocador y burlesco. El conjunto produce vé rtigo. Las condiciones atmosfé ricas está n invertidas: en invierno se tiene calor, en verano frı́o. Pero cualquiera que sea el tiempo que hace, esta extrañ a naturaleza siempre ofrece el mismo espectá culo: el espectá culo del mundo de fantası́a de Hoffmann el berliné s. Para la mentalidad matemá tica de un cajero es irreal el recuerdo de lo visto cuando se ha atravesado el estrecho que lleva al barrio decente, con sus viandantes, tiendas y quinqué s. La administració n o la polı́tica moderna, má s

desdeñ osa o má s vergonzosa que las reinas y los reyes de antañ o, que no tenı́an escrú pulos en tratar con cortesanas, no se atreve a enfrentarse directamente con esta plaga de las capitales. No hay duda de que las medidas cambiará n con el tiempo, y las que afectan a los individuos y a su libertad son delicadas; pero quizá s habrı́a que mostrar amplitud de miras y valentı́a en cuanto se re iere a las combinaciones puramente materiales, como las del aire, la luz y los locales. Puede que los moralistas, los artistas y los prudentes administradores echen de menos las antiguas Galerı́as de Madera del Palacio Real, donde se estacionaban esas ovejas que van siempre tras las huellas de los paseantes; y, ¿acaso no es mejor que los paseantes vayan adonde está n ellas? ¿Qué ha ocurrido? Actualmente las partes má s esplendorosas de los bulevares, esos lugares de ensueñ o para ir de paseo, no son recomendables por la noche para las familias. La policı́a no ha sabido aprovechar los recursos que ofrecen, a este respecto, algunos pasajes, para salvar la vía pública. La muchacha hundida por los efectos de una

palabra en el baile de la Opera vivı́a, desde hacı́a uno o dos meses, en la calle de Langlade, en una casa de vil apariencia. Este edi icio, adosado a una casa enorme, mal enyesado, de poca profundidad y de altura prodigiosa, recibe toda la luz por la parte delantera y se asemeja bastante a una vara de cacatú a. En cada piso hay un apartamiento con dos habitaciones. Se accede a ellos por una estrecha escalera pegada a la pared y extrañ amente iluminada por unos bastidores que señ alan exteriormente su recorrido, y en los que cada planta es indicada por un plomo, lo cual constituye una de las particularidades má s horrorosas de Parı́s. La tienda y el entresuelo pertenecı́an entonces a un hojalatero, el propietario vivı́a en el primero y los otros cuatro pisos los ocupaban unas modistillas muy decentes que recibı́an por parte del propietario y de la portera un trato muy considerado y complaciente, acorde con lo difı́cil que resulta alquilar una casa de caracterı́sticas y de situació n tan singulares. El destino de este barrio se comprende por la existencia de una cantidad considerable de casas como é sta, que no sirven para el comercio y que só lo pueden ser explotadas

por industrias desautorizadas, precarias o carentes de dignidad. A las tres de la tarde, la portera, que habı́a visto regresar a las dos de la madrugada a la señ orita Esther en muy mal estado y acompañ ada por un joven, acababa de deliberar con la modistilla que vivı́a en el piso superior, la cual, antes de tomar un coche para dirigirse a algú n lugar de diversió n, le habı́a expresado su inquietud a propó sito de Esther: no habı́a oı́do ningú n ruido en su piso. Seguramente Esther dormı́a aú n, pero aquel sueñ o era sospechoso. La portera sentı́a no poder ir a averiguar lo que pasaba en el cuarto piso, donde vivı́a la señ orita Esther, puesto que no podı́a abandonar su garita. En el mismo instante en que se decidı́a a dejar en manos del hijo del hojalatero la guardia de su garita, que era una especie de nicho habilitado en un entrante de la pared, se detuvo un coche de punto. Se apeó un hombre tapado de pies a cabeza por una capa, con el propó sito evidente de ocultar su atuendo o su calidad, y preguntó por la señ orita Esther. La portera quedó entonces plenamente tranquilizada, y le pareció que el silencio y la calma de la reclusa quedaban

claramente justi icados. Cuando el visitante pasaba por los escalones qué está n encima de la garita, la portera pudo advertir que en sus zapatos llevaba hebillas de plata y creyó ver la franja negra de la faja de una sotana; bajó y preguntó al cochero, que le respondió callando, de modo que la portera acabó de comprender. El sacerdote llamó y no tuvo respuesta alguna, oyó unos dé biles suspiros y forzó la puerta con el hombro, con un vigor que sin duda le conferı́a la caridad, pero que en cualquier otra persona hubiera parecido ser cuestió n de há bito. Se precipitó hacia la segunda habitació n y vio a la pobre Esther arrodillada o, mejor dicho, desplomada, con las manos juntas, ante una Virgen de yeso pintado. La muchacha estaba agonizando. La presencia de un braserillo con carbó n ya consumido indicaba lo que habı́a ocurrido durante aquella terrible mañ ana. La capucha y la esclavina del dominó estaban en el suelo. La cama estaba deshecha. La pobre criatura, herida mortalmente en el corazó n, lo habı́a dispuesto todo, sin duda, a su regreso de la Opera. De la cera derretida que

llenaba la arandela del candelero emergı́a una mecha; era indicio de la medida en que Esther habı́a estado absorbida por sus ú ltimas re lexiones. Un pañ uelo empapado de lá grimas probaba la sinceridad de aquel desespero, propio de una Magdalena, cuyo modelo clá sico era el de la cortesana impı́a. Aquel arrepentimiento absoluto hizo sonreı́r al sacerdote. Esther, poco há bil para la muerte, habı́a dejado la puerta abierta sin pensar que el aire de las dos habitaciones requerı́a una mayor cantidad de carbó n para hacerse irrepirable; el vapor solamente la habı́a aturdido; el aire fresco procedente de la escalera le devolvió gradualmente el sentido de sus males. El sacerdote se quedó en pie, absorto en una sombrı́a meditació n, sin ser afectado por la belleza divina de la muchacha, y examinaba sus primeros movimientos como si se tratara de algú n animal. Su mirada se desplazaba desde aquel cuerpo desmoronado hacia objetos indiferentes con aparente indiferencia. Contempló el mobiliario de la habitació n, cuyo suelo de baldosas rojas, gastadas y frı́as, no quedaba del todo tapado por una alfombra fea y usada. Una cama de madera pintada, modelo antiguo envuelta con cortinas de

calicó amarillo con rosetones encarnados; una única butaca y dos sillas tambié n de madera pintada, y cubiertas con el mismo calicó de las cortinas; un empapelado de fondo gris estampado con lores, aunque ennegrecido por el tiempo y grasiento; una mesa tallada de caoba; la chimenea llena de utensilios de cocina de la clase má s ordinaria, dos haces de leñ a empezados, un marco de piedra con abalorios dispersos y entremezclados con joyas y tijeras; un ovillo sucio, guantes blancos y perfumados, un delicioso sombrero tirado sobre una cacerola, un chal de Terneaux tapando la ventana, un elegante vestido colgado de un clavo, un pequeñ o.canapé sin cojines; unos horrendos chanclos rotos y unos graciosos zapatitos, unos borceguı́es que despertarı́an la envidia de una reina, platos de porcelana ordinaria desportillados con restos de la ú ltima comida y con cubiertos de metal blanco, que es la vajilla de los pobres de París; una canasta llena de patatas y ropa blanca para lavar, con un gorro ligero de gasa encima; un feo armario de luna abierto y vacı́o, sobre cuyos estantes podı́an verse las papeletas del Monte de

Piedad: tal era el conjunto de objetos lú gubres y alegres, mı́seros y ricos, que sorprendı́an a quien los miraba. ¿Era aquel espectá culo singular lo que hacía meditar al sacerdote, aquellos vestigios de lujo en aquellos recipientes, aquel ajuar tan apropiado a la vida bohemia de aquella muchacha abatida entre sus ropas deshechas como un caballo muerto entre sus arneses, bajo la vara rota del carruaje y enredado con las riendas? ¿Pensaba siquiera que aquella criatura descarriada tenı́a que ser muy desinteresada para consentir en aunar una tal pobreza con el amor de un joven rico? ¿Atribuı́a acaso el desorden del mobiliario al desorden de la vida? ¿Qué sentı́a? ¿Piedad, espanto? ¿Se conmovı́a su caridad? Cualquiera que le hubiese visto con los brazos cruzados, la frente inquieta, los labios crispados y la mirada á spera, habrı́a creı́do que alimentaba sentimientos sombrı́os y rencorosos, re lexiones contradictorias y proyectos siniestros. Era, sin duda, insensible a la deliciosa redondez de unos senos apretados bajo el peso del cuerpo encorvado, y a las formas atractivas de la Venus acurrucada que se marcaban bajo el negro de la falda, tan completamente doblada sobre sı́ misma se

hallaba la agonizante; el abandono de aquella cabeza que, desde atrá s, ofrecı́a a la mirada la blancura de su nuca, tierna y lexible, y los hermosos hombros de un cuerpo audazmente desarrollado, no le conmovı́an; no levantaba a Esther, ni parecı́a oı́r las desgarradoras aspiraciones que indicaban el retorno a la vida: fue preciso un sollozo horrible y la espantosa mirada que le lanzó la joven para que se dignara levantarla y depositarla sobre la cama con una facilidad que ponía de manifiesto una fuerza prodigiosa. —¡Lucien! —dijo ella en un murmullo. —El amor regresa, la mujer no está lejos —dijo el sacerdote con cierta amargura. La vı́ctima de las depravaciones parisienses vio entonces el atuendo de su salvador y dijo, con la sonrisa del niñ o que puede tocar con su mano el objeto ansiado: —¡Ası́ que no.me moriré sin haberme reconciliado con el cielo!

—Podrá expiar sus faltas —dijo el sacerdote, mojándole la frente con agua y haciéndole aspirar el vinagre de una vinagrera que encontró en un rincón. —Siento como si la vida, en lugar de abandonarme, a luyera a mı́ —dijo tras recibir los cuidados del sacerdote y expresá ndole su gratitud con gestos de la mayor naturalidad. Aquella atractiva pantomima, que las propias Gracias hubieran representado para seducir, justi icaba plenamente el sobrenombre de la singular muchacha1. —¿Se siente mejor? —preguntó el eclesiá stico, dándole a beber un vaso de agua azucarada. El hombre parecı́a muy hecho a tales insó litas situaciones, sabı́a todo lo que debe hacerse. Estaba allı́ como en su casa. Este privilegio de estar en todas partes como en la propia casa só lo es patrimonio de los reyes, las rameras y los ladrones. —Cuando se haya repuesto del todo —dijo aquel

sacerdote singular— me dirá las razones que le han llevado a cometer su ú ltimo, crimen, este suicidio frustrado. —Mi historia es muy sencilla, padre —respondió la joven—. Hace tres meses vivı́a en medio del desorden en que nacı́. Era la ú ltima de las criaturas y la má s infame; ahora soy tan só lo la má s desgraciada de todas ellas. Permı́tame que me abstenga de contarle nada de mi pobre madre, que murió asesinada... —Por un capitá n, en una casa de mala nota —dijo el sacerdote, interrumpiendo a su penitente—. Conozco el origen de usted, y si hay algú n caso de persona de su sexo a la que pueda excusarse de llevar una vida vergonzosa, sin duda alguna es el suyo, puesto que no ha tenido ningún buen ejemplo. —¡Ayi, no he sido bautizada ni he recibido las enseñanzas de ninguna religión. —Ası́ pues, todo tiene aú n arreglo —repuso el sacerdote—, con tal que su fe y su arrepentimiento sean sinceros y no tengan segunda intención.

—Lucien y Dios llenan mi corazó n —dijo ella con conmovedora ingenuidad. —Habrı́a podido decir Dios y Lucien —replicó el sacerdote con una sonrisa—. Me ha recordado usted el objeto de mi visita. No omita nada de cuanto se refiere a este joven. —¿Viene usted de su parte? —preguntó con una expresió n de amor que hubiera enternecido a cualquier otro sacerdote—. ¡Oh! Se ha igurado lo ocurrido. —No —contestó —, no es su muerte, sino su vida lo que es motivo de inquietud. Vamos, explı́queme sus relaciones con él. —En una palabra —dijo ella. La pobre muchacha temblaba ante el tono brusco del eclesiá stico, aunque su reacció n era la de una mujer que desde hace tiempo no se sorprende por la brutalidad. —Lucien es Lucien —añ adió —, el má s hermoso de

los jó venes y el mejor de los seres vivos; si usted le conoce, mi amor ha de parecerle del todo natural. Le conocı́ por casualidad, hace tres meses, en la Porte-Saint-Martin, donde habı́a ido un dı́a de descanso; tenı́amos un dı́a por semana en casa de la señ ora Meynardie, donde entonces estaba yo. Al dı́a siguiente, como puede comprender, me fui de allı́ sin permiso. El amor habı́a irrumpido en mi corazó n, y me habı́a transformado hasta tal punto que al regresar del teatro no me reconocı́a ya a mı́ misma: sentı́a horror de mı́. Lucien jamá s ha sabido nada de eso. En vez de decirle dó nde estaba, le di la direcció n de esta casa, en la cual vivı́a entonces una de mis amigas, que tuvo la generosidad de cedérmela. Le juro por lo más sagrado... —No se debe jurar. —¿Acaso es jurar dar su palabra sagrada? Bien, desde aquel dı́a he trabajado en este cuarto, como una desesperada, haciendo camisas de veintiocho sueldos para vivir de un trabajo honrado. Durante un mes no he comido má s que patatas para poder ser buena y digna de Lucien, que me quiere y me

respeta como la má s virtuosa de las mujeres. Hice una declaració n ante la policı́a, en la debida forma, para recobrar mis derechos, y estoy sometida a dos añ os de vigilancia. La inscripció n en esos registros infamantes está n siempre dispuestos a hacerla; en cambio, para tachar un nombre ponen unas di icultades exageradas. Lo ú nico que pedı́a al cielo era que protegiera mi resolució n. Tendré diecinueve añ os el mes de abril; a esta edad se puede ya salir a lote— Me da la sensació n de haber nacido hace tan só lo tres meses... Cada mañ ana he estado rezando a Dios para pedirle que no permitiera jamá s que Lucien descubriera mi vida anterior. Compré esta Virgen que ahı́ ve; le dirigı́a plegarias a mi modo, puesto que no sé ninguna oració n; no sé leer ni escribir, nunca he entrado en ninguna iglesia, y salvo en las procesiones, por curiosidad, jamás he visto a Dios. —¿Qué le dice a la Virgen? —Le hablo como a Lucien, con arrebatos de esos que le hacen llorar.

—¿Llora? —De alegrı́a —dijo en seguida—. ¡Pobrecito mı́o! Nos entendemos tan bien, que tenemos una sola alma. ¡Es tan amable, tan cariñ oso, tan dulce de corazó n, de espı́ritu y de ademá n!... Dice que es poeta, pero yo digo que es dios... ¡Oh, perdó n!, pero ustedes los sacerdotes no saben lo que es el amor. Só lo nosotras conocemos bastante a los hombres para apreciar lo que vale Lucien. Un hombre como Lucien es tan poco frecuente como una mujer sin pecado; cuando se le conoce, no se puede amar má s que a é l, ahı́ está . Pero un ser como é l necesita su igual. Quisiera ser digna de ser amada por mi Lucien. De ahı́ viene mi desgracia. Ayer, en la Opera, me reconocieron unos jó venes que tienen tanto corazón como piedad tienen los tigres; creo que aún serı́a má s fá cil entenderse con un tigre que con ellos. El velo de inocencia que tenı́a cayó ; sus risas me partieron la cabeza y el corazón. No crea que me ha salvado, me moriré de pena. —¿Su velo de inocencia?... —dijo el sacerdote—. ¿Trató entonces a Lucien con todo rigor?

—¿Có mo me hace, usted que le conoce, padre, una pregunta como é sta? —contestó con una esplendorosa sonrisa—. No se resiste a un dios. —No blasfeme —dijo el eclesiá stico con voz suave —. Nadie puede parecerse a Dios; la exageració n es perjudicial para un verdadero amor; no tenı́a usted hacia su ídolo un amor puro y verdadero. Si hubiera experimentado el cambio del que se enorgullece, habrı́a usted adquirido las virtudes que constituyen el patrimonio de la adolescencia, conocerı́a las delicias de la castidad y la delicadeza del pudor, que son las dos glorias de la jovencita. Usted no ama de verdad. Esther hizo un ademá n de espanto que vio el sacerdote, pero que no conmovió la impasibilidad del confesor. —Sı́, lo quiere por usted y no por é l, por los placeres temporales que la cautivan, pero no por el amor en sı́ mismo; ası́ es como lo ha poseı́do; no está agitada por ese temblor sagrado que inspiran los seres en quienes Dios pone el sello de las

perfecciones má s adorables: ¿ha pensado usted que lo degrada con las impurezas de su pasado, que iba a corromper a un inocente con las horrendas delicias que han merecido el sobrenombre que lleva, con su resonancia de gloria y de infamia? Ha sido usted inconsecuente consigo misma y con la pasión de un día... —¡De un día! —repitió, alzando la mirada. —¿Qué cali icativo hay que dar a un amor que no es eterno, que no nos une, hasta en el má s allá , con la persona a quien queremos? —¡Ah! ¡Quiero ser católica! —exclamó la muchacha, con un grito tan sordo y violento que habrı́a arrancado la gracia del Salvador. —¿Acaso podı́a ser la mujer de Lucien de Rubempré una muchacha que no ha recibido ni el bautismo de la Iglesia ni el de la ciencia, que no sabe leer, escribir ni rezar, que no puede dar un paso sin que las losas del suelo se alcen para acusarla, notable tan só lo por el privilegio efı́mero de una belleza que la enfermedad le arrebatará quizá

mañ ana mismo; acaso puede ser su esposa este ser envilecido y degradado, y consciente de su degradació n... (si fuera má s inconsciente y menos amante, la cosa serı́a menos grave...), la presa futura del suicidio y del infierno? Cada frase era un puñ alada que penetraba hasta el fondo de su corazó n. A cada frase los sollozos crecientes y las abundantes lá grimas de la desesperada muchacha atestiguaban la fuerza con que la luz se abrı́a paso simultá neamente en su inteligencia, pura como la de un salvaje, en su alma por in despierta, en aquella naturaleza en la que la depravació n habı́a sedimentado una capa de fango helado que empezaba entonces a derretirse al calor de la fe. —¡Por qué no habré muerto! —era el ú nico pensamiento que expresaba de entre todas las ideas que, a borbotones, a luı́an a su cerebro causá ndole estragos. —Hija mı́a —dijo el juez terrible—, hay un amor que no se declara a los hombres, y cuya con idencia

reciben los ángeles con sonrisas de felicidad. —¿Cuál es? —El amor sin esperanza, cuando inspira la vida, cuando conduce a é sta por la senda de la abnegació n, cuando ennoblece todos los actos con el propó sito de alcanzar una perfecció n ideal. Sı́, los á ngeles aprueban un tal amor, que lleva al conocimiento de Dios. Perfeccionarse sin cesar para hacerse digno del ser amado, dedicarle mil sacri icios secretos, adorarle desde lejos, dar la propia sangre gota a gota, sacri icarle el amor propio, no dejarse llevar con é l ni por el orgullo ni por la có lera, ocultarle incluso los celos atroces que pueda despertar, darle todo cuanto desea, aunque sea en perjuicio, querer lo que é l quiere, tener siempre el rostro vuelto hacia é l para seguirle sin que é l lo sepa; un amor ası́ la religió n se lo hubiera perdonado, porque no ofende las leyes humanas ni las divinas y lleva por una senda muy distinta que el de sus sucias voluptuosidades. Al oı́r esta sentencia horrible cifrada en unas

palabras (¡y qué palabras!, ¡con qué acento fueron pronunciadas!), Esther sintió una legı́tima descon ianza. Aquellas palabras fueron como un trueno que descubre la inminencia de la tormenta. Miró al sacerdote y sintió que se le removı́an las entrañ as, como le ocurre a cualquiera, por valiente que sea, ante un peligro inminente y repentino. Ninguna mirada hubiera sido capaz de descubrir lo que pasaba en el interior de aquel hombre; pero incluso para los má s valientes habrı́a habido má s motivos de temor que de esperanza en el aspecto que ofrecı́an sus ojos, que habı́an sido claros y amarillentos como los de los tigres, y en los cuales las austeridades y las privaciones habı́an dejado un velo parecido al que se forma en el horizonte en plena canı́cula: la tierra es cá lida y luminosa, pero la niebla la hace indistinta, borrosa y casi invisible. Su rostro olivá ceo y tostado por el sol estaba surcado por una gravedad muy españ ola y por unas profundas arrugas que, debido a las in initas cicatrices producidas por una horrible viruela, habı́a adquirido un aspecto repugnante de roderas deformadas. La dureza de su isonomı́a resaltaba aú n má s por el hecho de estar enmarcada por una

vieja peluca, propia del sacerdote que ha dejado de ser cuidadoso de su persona, una peluca repelada de color negro que con la luz adquirı́a irisaciones rojizas. Su tó rax de atleta, sus manos de antiguo soldado, la anchura de su pecho y sus fuertes espaldas eran propios de aquellas cariá tides esculpidas en ciertos palacios na medievales italianos que recuerdan imperfectamente las que hay en la fachada del teatro de la Porte-SaintMartin. No hacı́a falta mucha clarividencia para pensar que lo que le habı́a empujado al seno de la Iglesia eran pasiones muy violentas o accidentes poco comunes; era indudable que só lo bajo los efectos de golpes muy fuertes habı́a llegado a cambiar, en caso de que sea posible que cambie una naturaleza como la suya. Las mujeres que han llevado una vida como la que Esther acababa de repudiar con tanta violencia, llegan a sentir una indiferencia absoluta por las formas exteriores ¡de los hombres..Se parecen a los crı́ticos literarios de hoy, que, en ciertos aspectos, pueden compará rseles, y que llegan a una profunda despreocupació n por las fó rmulas artı́sticas: han

leı́do tantas obras, han visto pasar tantas de ellas, se han acostumbrado tanto a las pá ginas escritas, han tenido que sufrir tantos desenlaces, han visto tantos dramas, han hecho tantos artı́culos sin decir lo que pensaban, traicionando tan a menudo la causa del arte en aras de sus amistades o enemistades, que llegan a sentir asco por todo y sin embargo continú an juzgando. Hace falta un milagro para que tales escritores produzcan una obra, ası́ como el amor puro y noble requiere otro milagro para brotar del corazó n de una cortesana. El tono y los modales de aquel sacerdote, que parecı́a haber salido de un cuadro de Zurbarán, se le figuraron tan hostiles a la pobre muchacha, que no se sintió amparada bajo un cuidado solı́cito, sino objeto de un plan preestablecido. En la incertidumbre de no saber si se hallaba ante la marrullerı́a del interé s personal o ante la unció n de la caridad, ya que hay que estar alerta para poder reconocer la falsedad que procede de los supuestos amigos, se sintió como entre las garras de un pá jaro monstruoso y feroz que se hubiera abatido sobre ella despué s de haber planeado un buen rato, y, presa de espanto, dijo con voz alarmada las siguientes palabras:

—¡Creı́a que los sacerdotes tenı́an la misió n de consolar, y usted me está asesinando! Ante esta exclamació n de la inocencia, el eclesiá stico dejó escapar un ademá n, e hizo una pausa; antes de responder, se concentró en sı́ mismo. Durante aquellos instantes, los dos personajes, reunidos en circunstancias tan singulares, se observaron mutuamente a hurtadillas. El sacerdote comprendió a la joven sin que la joven pudiera comprender al sacerdote. Seguramente renunció a algú n designio que amenazaba a la pobre Esther, y reemprendió el curso primitivo de sus ideas. —Somos los mé dicos de las almas —dijo con voz suave— y sabemos qué remedios convienen a sus enfermedades. —Hay que perdonar muchas cosas a la miseria — dijo Esther. Creyó que se habı́a equivocado; entonces se deslizó hasta el suelo, se postró a los pies del hombre, besó

su sotana con profunda humildad y levantó hacia é l sus ojos bañados en lágrimas. —Yo creía haber hecho mucho —dijo. —Escuche, hija mı́a, su fatal reputació n ha sumido en el dolor a la familia de Lucien; temen, y no sin cierta justi icació n, que le arrastre a una vida de disipación, a un mundo desquiciado... —Es cierto, fui yo quien le llevé al baile para intrigarle. —Es lo bastante hermosa como para que é l quiera triunfar en usted a los ojos del mundo, mostrarla con orgullo y exhibirla como una especie de caballo de parada. ¡Y si no gastara má s que dinero!... Pero gastará ademá s su tiempo, sus energı́as; perderá la a ició n para el esplé ndido destino que se le ha preparado. En vez de ser algú n dı́a embajador, rico, admirado y lleno de gloria, no habrá sido má s que el amante de una mujer impura, como tantos y tantos disolutos que han ahogado sus talentos en el fango de Parı́s. En cuanto a usted, habrı́a vuelto má s adelante a su modo de vida anterior, tras haber

formado parte por unos instantes del mundo de la elegancia, porque no hay en usted la fuerza que proporciona la buena educació n para resistir el vicio y pensar en el porvenir. Si no ha podido romper con la gente que la ha avergonzado esta madrugada en la Opera, menos aú n hubiera podido romper con sus compañ eras. Los verdaderos amigos de Lucien, alarmados por el amor que le inspira usted, han seguido sus pasos y se han enterado de todo. Llenos de espanto, me han mandado a usted para sondear sus disposiciones y para decidir su suerte; y aunque tengan el poder su iciente para quitar cualquier di icultad del camino de este joven, son misericordiosos. Sé palo, hija mı́a: una persona que goza del amor de Lucien tiene derecho a todos sus respetos, como un verdadero cristiano adora el lodo que irradia, por casualidad, luz divina. He venido como portavoz del pensamiento benefactor; si la hubiera encontrado en la perversió n má s completa, llena dé descaro y de astucia, corrompida hasta el tué tano y sorda a la voz del arrepentimiento, la hubiera abandonado en manos de su có lera. Aquı́ tiene esta liberació n civil y polı́tica, tan difı́cil de obtener, que la Policı́a, con

razó n, no cede fá cilmente, en interé s de la propia Sociedad, y cuyo deseo ha expresado usted con el anhelo de un arrepentimiento sincero —dijo el sacerdote, sacando de su cintura un papel administrativo, a juzgar por su aspecto—. Ayer fue usted descubierta, y esta carta de aviso está fechada hoy: fı́jese si son poderosos los que se interesan por Lucien. Al ver aquel documento, el temblor convulsivo que producen las alegrı́as inesperadas agitó a Esther de una manera tan ingenua, que sus labios se iluminaron con una sonrisa ija que le daba un aire estú pido. El sacerdote se detuvo, contempló a la muchacha para ver si serı́a capaz, al hallarse privada de la fuerza horrible que la gente corrompida saca de su misma corrupció n y al volver a su primitivo ser, frá gil y delicado, de resistir tantas impresiones. Si hubiera seguido siendo una cortesana engañ osa, Esther habrı́a podido ingir; pero habı́a vuelto a la inocencia y a la verdad, y podı́a morir como puede perder la vista un ciego operado bajo el efecto de una claridad demasiado intensa. El hombre penetró entonces

hasta el fondo en la naturaleza humana, pero guardó una tranquilidad terrible por su fijeza. Las rameras son seres esencialmente movedizos, que sin motivo pasan de la descon ianza má s alelada a la má s absoluta con ianza. En este aspecto está n por debajo de los animales. Son extremosas en todo, en sus alegrı́as como en sus depresiones, en su religió n como en su irreligió n, y casi todas se volverı́an locas si la mortalidad que les es peculiar no las diezmara y si la suerte azarosa no elevara de vez en cuando a algunas de ellas por encima del fangal en que viven. Para llegar hasta el fondo de las calamidades de esta horrible vida, habrı́a que ver hasta dó nde puede llegar por el camino de la locura sin quedar prendida en ella, admirando el violento é xtasis de la Torpille en las rodillas del sacerdote. La pobre muchacha miraba el papel con una expresió n olvidada por Dante, que superaba las invenciones de su Injierno. La reacció n estalló al mismo tiempo que los sollozos. Esther se levantó , echó sus brazos alrededor del cuello de aquel hombre, apoyó la cabeza contra su pecho, derramó lá grimas sobre é l, besó la basta tela que cubrı́a

aquel corazó n de acero y pareció que querı́a penetrarlo. Cogió al sacerdote y le cubrió las manos de besos; puso en obra todas las zalamerı́as de sus caricias, aunque en un santo arrebato de gratitud le aplicó los má s dulces cali icativos, y le pidió miles de veces, con las expresiones má s almibaradas y en tonos diferentes, que le diera el papel; le envolvió de ternura y le cubrió con su mirada tan resueltamente que le cogió indefenso; acabó , inalmente, apaciguando su ira. El sacerdote se dio cuenta de có mo habı́a merecido su sobrenombre; comprendió cuá n difı́cil era resistir a aquel ser cautivador, y adivinó de repente el amor de Lucien y lo que debió de haber seducido en é l al poeta. Semejante pasió n oculta, entre otros muchos encantos, un anzuelo que prende sobre todo el alma elevada de los artistas. Tales pasiones, incomprensibles para la muchedumbre, se explican perfectamente por la sed de un bello ideal que distingue a los seres creadores. ¿No se hace uno semejante de algú n modo a los á ngeles encargados de promover los buenos sentimientos de los pecadores, no se convierte uno en creador, si llega a puri icar a un ser como é ste? ¡Qué atrayente resulta

la tarea de hacer concordar la belleza moral con la belleza fı́sica! ¡Qué satisfacció n para el orgullo si se consigue! ¡Qué tarea tan hermosa la que no tiene má s instrumento que el amor! Tales concordancias, ilustradas por el ejemplo de Aristó teles, de Só crates, de Plató n, de Alcibı́ades, de Cetego, de Pompeyo, y tan horrendas a los ojos de la gente vulgar, se fundan en los mismos sentimientos que movieron a Luis XIV a edi icar Versalles y que empujan a los hombres a toda clase de empresas ruinosas: transformar las miasmas de un pantano en un cú mulo de perfumes rodeado de surtidores; poner un estanque en lo alto de una colina, como hizo el "prı́ncipe de Cohti en Nointel, o el paisaje de Suiza en Cassan, como el recaudador general Bergeret. En suma, es la irrupció n del Arte en la Moral. El sacerdote, avergonzado de haber cedido a la ternura, rechazó bruscamente a Esther, la cual se sentó, avergonzada también, al oír que le decía: —Nunca deja usted de ser una cortesana. Y guardó frı́amente la carta en su cintura. Esther se quedó mirando ijamente el lugar de la cintura

donde estaba el papel, como un niñ o que tiene en la mente un solo deseo. —Hija mı́a —añ adió el sacerdote tras una pausa—, su madre era judı́a; usted, aunque no recibió el bautismo, tampoco fue llevada a la sinagoga: está en los limbos religiosos, donde está n los niñ os pequeños... —¡Los niñ os pequeñ os! —repitió la muchacha con voz conmovida. —...de un modo semejante a como igura en las ichas de la policı́a, en tanto que nú mero apartado de los seres que forman la sociedad —dijo el sacerdote, prosiguiendo impasible—. Si el amor le hizo creer, hace tres meses, que nacı́a usted de nuevo, ahora debe de sentirse como si hubiera vuelto a la infancia. Debe pues comportarse como si fuera una niñ a; ha de transformarse enteramente, y yo voy a encargarme de que no se parezca ya má s a la que ha sido. Primero de todo, olvidará a Lucien. Con estas palabras se le partió el corazó n a la pobre muchacha; alzó la mirada hacia el sacerdote e

hizo con la cabeza un signo de denegació n; no tuvo fuerzas para hablar, al hallar de nuevo al verdugo en la persona del redentor. —Por lo menos renunciará a verle —continuó —. La llevaré a una casa religiosa donde reciben educació n las jó venes de las mejores familias; allı́ se hará cató lica, será instruida en la prá ctica de los ejercicios cristianos y aprenderá la religió n; de allı́ podrá salir una joven cumplida, casta, pura y bien educada, si... Levantó el dedo, haciendo una pausa. —Si se siente con fuerzas para dejar aquı́ a la Torpille —continuó. —¡Ah! —exclamó la pobre muchacha, que habı́a escuchado cada una de sus palabras como si fuera la nota de una mú sica a cuyo son se estuvieran abriendo lentamente las puertas del paraı́so—. ¡Ah, ojalá fuera posible derramar aquı́ toda mi sangre y tomar otra nueva!...

—Escúcheme. La muchacha se calló. —Su futuro depende de su capacidad de olvido. Piense en la enormidad de sus obligaciones: la menor palabra, el menor gesto que dejara entrever a la Torpille, matarı́a a la esposa de Lucien; una simple palabra pronunciada en sueñ os, un pensamiento involuntario, una mirada deshonesta, un gesto cualquiera de impaciencia, el recuerdo de alguna inmoralidad, cualquier omisió n, cualquier signo que revele lo que usted sabe o lo que, para desgracia suya, se ha sabido acerca de usted... —¡Sı́, oh, sı́ padre —dijo la muchacha con una exaltació n de santa—, todo será dulce y llevadero! Caminar con zapatos de hierro candente y sonreı́r, llevar un corsé lleno de pú as y conservar la gracia de una bailarina, comer pan espolvoreado con ceniza, beber ajenjo... Volvió a caer de rodillas, estalló en sollozos, besó los zapatos del sacerdote y los regó con sus

lá grimas, le abrazó las piernas y se apretó contra ellas, murmurando palabras insensatas en medio de los sollozos que le provocaba la alegrı́a. Sus hermosos y admirables cabellos rubios se soltaron y formaron como una alfombra a los pies de aquel mensajero celestial cuya mirada le pareció sombrı́a y dura cuando le miró, al levantarse. —¿En qué le he ofendido? —dijo la muchacha, muy asustada—. He oı́do hablar dé una mujer como yo que lavó con perfumes los pies de Jesucristo. Por desgracia, la virtud me ha hecho tan pobre que solamente puedo ofrecerle mis lágrimas. —¿Es que no me ha oı́do? —contestó con voz cruel —. Le he dicho que ha de ser capaz de salir de la casa adonde la llevaré transformada, fı́sica y moralmente, hasta tal punto que ninguno ni ninguna de quienes la conocieron en otro tiempo pueda reconocerla ni hacerle volver la cabeza llamá ndola por su nombre. El amor todavı́a no le ha dado fuerza su iciente para enterrar a la prostituta de manera que no pueda reaparecer jamá s, y é sta aú n reaparece incluso en los gestos de adoración a Dios.

—¿No le ha enviado él hacia mí? —Si durante el período de educación Lucien llegara a verla, todo estarı́a perdido —repuso—. Pié nselo bien. —¿Quién le consolará? —¿De qué le consolaba usted? —preguntó el sacerdote con una voz, que por vez primera desde el comienzo de esta escena, delataba un temblor nervioso. —No sé, a menudo estaba triste al llegar. —¿Triste? —repuso el sacerdote—. ¿Dijo alguna vez por qué lo estaba? —Nunca —contestó ella. —Estaba triste por amar a una mujer como usted —exclamó. —¡Sı́! Debı́a de estarlo! —dijo con profunda humildad—, soy el ser má s despreciable de mi sexo, y no podı́a hallar gracia a sus ojos má s que por la

fuerza de mi amor. —Este amor ha de darle fuerzas para obedecerme ciegamente. Si la llevara ahora mismo a la casa donde recibirá educació n, todos dirı́an a Lucien que usted se ha marchado, hoy domingo, con un cura; en tal caso, podrı́a ponerse tras su pista. Dentro de ocho dı́as, la portera, al ver que no he vuelto, me tomará por lo que no soy. Ası́ pues, dentro de ocho dı́as, al atardecer, a las siete, saldrá usted furtivamente y cogerá un coche de punto que la esperará en la parte de abajo de la calle de los Frondeurs. Durante estos ocho dı́as, evite a Lucien; busque pretextos, prohı́bale que venga, y, si viene, suba al piso de alguna amiga; yo sabré si le ha vuelto a ver y, en tal caso, todo habrá terminado: ni siquiera regresaré . Estos ocho dı́as le bastan para prepararse unas cuantas prendas decentes y para librarse de initivamente de su aspecto de prostituta —dijo mientras depositaba una bolsa sobre el marco de la chimenea—. En su aspecto, en su ropa se nota ese no sé qué tan conocido de los

parisienses que les indica su condició n. ¿No ha visto nunca por las calles, por los bulevares, a ninguna joven modesta y virtuosa caminando en compañ ı́a de su madre?... —¡Oh, sı́, por desgracia mı́a! La visió n de una madre con su hija es uno de los mayores suplicios para nosotras, nos remueve los remordimientos que tenemos ocultos en los pliegues de nuestros corazones y que nos devoran... Sé demasiado bien lo que me falta. —Pues bien, ya sabe có mo tiene que estar el próximo domingo —dijo el sacerdote, levantándose. —¡Oh! —exclamó ella—, ensé ñeme una verdadera oració n antes de marcharse, para que pueda rogar a Dios. Era conmovedor ver al sacerdote haciendo repetir a la muchacha el Avemaria y el Padrenuestro. —¡Es muy hermoso! —dijo Esther cuando logró repetir sin ninguna falta estas dos magnı́ icas expresiones populares de la fe cató lica—. ¿Có mo se

llama usted? —preguntó al sacerdote cuando le dijo adiós. —Carlos Herrera, soy españ ol y me expulsaron de mi país. Esther le tomó la mano y se la besó . No era ya una cortesana, sino un á ngel que se levantaba despué s de una caída. En un establecimiento famoso por la educació n aristocrá tica y religiosa que en é l se da, un lunes por la mañana, a primeros del mes de marzo de este añ o, las pensionistas vieron aumentar su agraciado grupo con una recié n llegada cuya belleza triunfó inapelablemente, no só lo sobre cada una de sus compañ eras, sino incluso sobre cada uno de los encantos particulares que en ellas parecı́an haber llegado a la perfecció n. En Francia es muy poco frecuente, por no decir imposible, encontrar las treinta famosas perfecciones descritas en versos persas grabados, segú n dicen, en las paredes del serrallo, y que son necesarias para que una mujer sea hermosa. En Francia no abunda la perfecció n de

conjunto, y en cambio hay detalles encantadores. La armonı́a del conjunto, que la escultura intenta reproducir y que ha reproducido en algunas escasas composiciones, tales como la Diana y la Venus Calipigia, es un privilegio de Grecia y de Asia Menor. Esther procedı́a de esta cuna de la humanidad, la patria de la belleza: su madre era judı́a. Los judı́os, aunque tantas veces degenerados por su contacto con los demá s pueblos, ofrecen entre sus numerosas tribus ciertos ilones en los que se ha conservado el tipo sublime de las beldades asiá ticas. Cuando no son de una fealdad repelente, tienen el esplendoroso aspecto de las iguras armenias. Esther se hubiera llevado el premio del serrallo, puesto que poseı́a los treinta encantos fundidos armoniosamente. En vez de haber afectado al acabado de las formas o al frescor de la envoltura, su vida irregular le habı́a comunicado ese no sé qué de la mujer, ese no sé qué que se mani iesta en el momento en que ya ha pasado la piel suave y tersa de la fruta verde y aú n no ha llegado el tono cá lido de la edad madura, en que todavı́a se conserva algo de la lor. Si su vida disoluta hubiera durado tan só lo unos dı́as má s,

habrı́a empezado a perder esbeltez. Para un isió logo debe de ser digno de consideració n la exuberancia de salud y la perfecció n corporal de un ser como aqué l, en quien la voluptuosidad hacı́a las veces de pensamiento. Por una casualidad poco frecuente, por no decir imposible en muchachas muy jó venes, sus manos, que tenı́an una nobleza incomparable, eran blandas, transparentes y blancas como las de una mujer encinta de su segundo hijo. Tenı́a los pies y los cabellos exactamente iguales a los de la duquesa de Berri, tan justamente famosos, cabellos que no podı́an ser tocados por la mano de ningú n barbero, por lo abundantes; eran tan largos que al caer al suelo formaban anillos, ya que Esther tenı́a la estatura mediana que permite manejar a las mujeres como si fueran juguetes, cogerlas, dejarlas, volverlas a coger y llevarlas sin fatiga. Su piel, ina como el papel de China, tenı́a un color cá lido de á mbar matizado por venas rojas, relucı́a sin sequedad y era suave sin ser hú meda. Esther, que era nerviosa en deması́a, aunque aparentemente delicada, atraı́a repentinamente la atenció n por un rasgo destacable

ı́en las iguras mejor dibujadas por el lá piz de Rafael, ya que Rafael es el pintor que ha estudiado má s y que mejor ha reproducido la belleza judı́a. Este rasgo maravilloso era el que producı́a la profundidad del arco bajo el cual se movı́a el ojo, como si rebasara su propio marco, y cuya curva semejaba por su nitidez la arista de alguna bó veda. Cuando la! juventud reviste con sus tonos puros y diá fanos este hermoso ¡so arco coronado de pestañ as a modo de raı́ces perdidas, [ cuando la luz, al deslizarse en el surco circular de abajo, adquiere una tonalidad rosa pá lido, se reú nen allı́ tesoros de ternura capaces de saciar a un amante y bellezas bastantes para hacer desesperar a un pintor. Estos pliegues luminosos en que la sombra adquiere matices dorados, este tejido que tiene la consistencia de un nervio y la lexibilidad de la má s; delicada de las membranas, constituyen el ú ltimo esfuerzo de la naturaleza. El ojo en reposo parece, allı́ dentro, un huevo j lo milagroso puesto en un nido de hebras de seda. Pero má s tarde, cuando las pasiones hayan difuminado estos contornos tan per ilados, cuando los dolores hayan arrugado esta red de ibrillas, esta maravilla adquirirá una

horrible melancolı́a. Los orı́genes de Esther se adivinaban en el corte original de sus ojos, de pá rpados turcos, cuyo color era un gris pizarra que con la luz adquirı́a el tono azulado de las alas negras de los cuervos. Só lo la ternura excesiva de su mirada podı́a moderar su esplendor. Unicamente las razas procedentes de los desiertos poseen en los ojos el poder de la seducció n universal, ya que una mujer en cuanto tal siempre fascina a alguien. Sus ojos guardan seguramente algo del in inito que han contemplado. ¿Acaso la naturaleza, siempre previsora, ha provisto sus retinas de algú n tapiz re lector que les permite resistir los espejismos de los arenales, los torrentes del sol y el ardiente cobalto del é ter? ¿O quizá s ocurra que los seres humanos asimilan, como los demá s, algo de los ambientes |lo en los que se desarrollan y conservan durante siglos las pro— ¡piedades que hacen suyas? Esta gran solució n al problema de las razas radica quizá s en la misma pregunta. Los instintos son hechos vivos que tienen por causa necesidades. Las variedades animales son el resultado de la ejercitació n de tales instintos. Para convencerse de

esta verdad, que es objeto de tan afanosa bú squeda, basta hacer extensiva a los rebañ os de hombres la observación hecha recientemente sobre los rebaños de ovejas españ olas e inglesas, las cuales en los prados de las llanuras donde abunda la hierba pacen apretujadas unas contra otras, y en cambio se dispersan en las montañ as donde la hierba escasea. Si se saca de sus respectivos paı́ses a ambas especies de ovejas y se las lleva a Suiza o a Francia, las ovejas de montaña seguirán paciendo separadas, aunque se hallen en un prado bajo y espeso, mientras que las del llano lo hará n juntas aun cuando esté n en un monte. El paso de varias generaciones apenas modi ica los instintos adquiridos y transmitidos. A cien añ os de distancia resurge el espı́ritu de la montañ a en los corderos refractarios, aná logamente a como el Oriente, despué s de mil ochocientos añ os de destierro, brillaba en los ojos y en la igura de Esther. Su mirada no ejercı́a una fascinació n terrible, sino que irradiaba una calidez suave, despertaba la ternura sin asombro, y las voluntades má s inquebrantables se fundı́an bajo su llama. Esther habı́a vencido al odio, habı́a asombrado a los depravados de Parı́s, y

su mirada y la suavidad de su piel la habı́an hecho merecedora del terrible sobrenombre que acababa de empujarla hasta el borde mismo de la tumba. Todo en ella armonizaba con esas caracterı́sticas de la peri de las ardientes arenas. Tenı́a la frente irme, de per il altivo. Su nariz, como la de los á rabes, era ina y delgada, de ventanas ovaladas, bien puestas y realzadas en los bordes. Su boca roja y fresca era como una rosa sin marchitar, y no conservaba ninguna huella de las orgı́as vividas. La barbilla, que parecı́a estar modelada por un escultor enamorado que hubiera pulido su per il, era blanca como la leche. Un solo detalle, al que no habı́a conseguido poner remedio, revelaba su condició n de cortesana sumida en la pobreza: sus uñ as estropeadas, que requerı́an mucho tiempo para recuperar una forma elegante, hasta tal punto se habı́an deformado a causa de las faenas má s vulgares de la casa. Las jó venes pensionistas empezaron por envidiar tales milagros de la belleza, pero terminaron por admirarlos. No pasó la primera semana sin que hubieran tomado afecto por la ingenua Esther, pues sintieron interé s por la secreta desgracia de una

muchacha de dieciocho añ os que no sabı́a leer ni escribir, para quien la ciencia y la instrucció n eran nuevas, y que iba a proporcionar al arzobispo el honor de haber convertido a una judı́a al catolicismo, y al convento la iesta de su bautismo. Le perdonaron su belleza en la medida en que se sentı́an superiores a ella por la educació n. Esther adquirió pronto los ademanes, la suavidad de voz, el porte y las actitudes de aquellas muchachas tan distinguidas; por in volvió a encontrar su primera naturaleza. La transformació n fue tan completa que, con ocasió n de su primera visita, Herrera se sorprendió , pese a que parecı́a que nada en el mundo pudiera sorprenderle, y las superioras le felicitaron por su pupila. Aquellas mujeres jamá s habı́an encontrado, a lo largo de su actividad docente, ningú n cará cter tan amable, dulzura tan cristiana, modestia tan auté ntica ni deseo tan grande de aprender. Cuando una muchacha ha sufrido los males que habı́an pesado sobre la pobre pensionista y espera una recompensa como la que el españ ol ofrecı́a a Esther, no es extrañ o que lleve a cabo tales milagros, semejantes a los de los primeros tiempos de la Iglesia, que repitieron los

jesuítas en el Paraguay. —Es edi icante —dijo la superiora, besá ndola en la frente. Esta frase, esencialmente católica, lo dice todo. Durante las horas de recreo, Esther interrogaba con discreció n a sus compañ eras sobre las cosas más simples del mundo, que para ella significaban lo que para un niñ o los primeros descubrimientos acerca de la vida. Cuando supo que irı́a vestida de blanco el dı́a de su bautismo y de su primera comunió n, que llevarı́a una cinta de raso blanco, lazos blancos, zapatos blancos y guantes blancos, y en la cabeza un tocado de lacitos blancos, se deshizo en llanto en medio de sus asombradas compañ eras. Era lo contrario de la escena de Jefté en la montañ a. La cortesana que habı́a en ella temió ser comprendida, de modo que atribuyó aquella horrible melancolı́a a la alegrı́a que el espectá culo le producı́a por anticipado. Puesto que los há bitos que abandonaba distaban tanto de los há bitos que adquirı́a como distan el estado salvaje de la

civilizació n, manifestaba Esther la gracia, la ingenuidad y la profundidad que distinguen a la maravillosa heroı́na de Los puritanos de Amé rica. Sin que ella misma lo supiera, tenı́a tambié n en el corazó n un amor que la atormentaba, un amor extrañ o, un deseo má s violento en ella, que lo conocı́a todo, que en una virgen que no sabe nada, aunque ambos deseos tengan la misma causa y el mismo objeto. Durante los primeros meses todo contribuı́a a relegar sus recuerdos al olvido: la novedad de una vida recluida, las sorpresas de la enseñ anza, los trabajos que aprendı́a, la prá ctica de la religió n, el fervor de su santa resolució n, la dulzura de los afectos que inspiraba, el ejercicio de las facultades de una inteligencia despertada, e incluso los esfuerzos que habı́a de desplegar para dominar sus recuerdos; tenı́a tanto que olvidar como que aprender. Hay en nosotros varias memorias; el cuerpo y el espı́ritu tienen cada uno la suya; y la nostalgia, por ejemplo, es una enfermedad de la memoria fı́sica. Durante el tercer mes la violencia de esta alma virgen, que volaba con las alas desplegadas hacia el paraı́so, resultó no dominada, sino entorpecida por una sorda

resistencia cuyas causas desconocı́a la propia Esther. Como las ovejas de Escocia, quiso pacer aparte de las demá s; no podı́a vencer los instintos desarrollados por la vida licenciosa. ¿Sentı́a la llamada de las calles llenas de barro del Parı́s que habı́a dejado? ¿Acaso se aferraban a ella por lazos olvidados las cadenas rotas de sus horribles costumbres y las sentı́a como sienten los viejos soldados —segú n dicen los mé dicos— los miembros que perdieron en la batalla? ¿Habı́an quizá penetrado hasta el tuétano de la muchacha los vicios y sus excesos, hasta el punto que las aguas sagradas no llegaban a alcanzar el demonio que se ocultba allı́? ¿Era preciso que contemplara a aquel por quien estaba realizando esfuerzos auté nticamente angé licos? ¿Era esto preciso para ella, a quien Dios había de perdonar que mezclara el amor humano con el amor divino? El uno habı́a llevado al otro. ¿Acaso se producı́a en su interior un desplazamiento de la fuerza vital que acarreaba ciertos sufrimientos inevitables? Todo es dudoso y oscuro en una situació n que la ciencia no se ha dignado examinar por considerar que el tema es

demasiado inmoral y comprometedor, como si el mé dico y el escritor, el sacerdote y el polı́tico no estuvieran por encima de cualquier sospecha. Sin embargo, un mé dico tuvo la valentı́a de emprender unos estudios que dejó inacabados por culpa de la muerte. Quizá la negra melancolı́a que afectó a Esther y que oscurecı́a su feliz existencia participara de todas aquellas causas; y ella, al no ser capaz de adivinarlas, sufrirı́a quizá como los enfermos que no conocen la medicina ni la cirugı́a. El hecho era extrañ o. La alimentació n sana y abundante que habı́a sustituido a su anterior y detestable ré gimen alimenticio no sustentaba a Esther. Una vida pura y regular, repartida entre trabajos moderados y ratos de recreo, en lugar de aquella otra vida desordenada, en que los placeres eran tan horrendos como las desdichas, quebrantaba a la joven pensionista. El reposo aliviador y las noches tranquilas, en sustitució n de las fatigas abrumadoras y de las má s crueles excitaciones, provocaban una iebre cuyos sı́ntomas escapaban a la exploració n y a la observació n de la enfermera. En suma, el bien y la felicidad que sucedı́an al mal y al infortunio, la seguridad que reemplazaba al

desasosiego, resultaban tan funestos a Esther cuanto hubieran sido para sus compañ eras los desó rdenes de su vida anterior. En la corrupció n la habı́an implantado y en ella se habı́a desarrollado. Su patria infernal todavı́a ejercı́a su imperio, pese a las ó rdenes soberanas de una voluntad absoluta. Lo que odiaba era para ella la vida, mientras que lo que amaba la conducı́a a la muerte. Tenı́a una fe tan ardiente, que su piedad enaltecía el alma. Le gustaba rezar. Habı́a abierto su alma a los resplandores de la religió n verdadera, que recibı́a sin esfuerzos ni dudas. Su director espiritual estaba muy satisfecho; pero su cuerpo contrariaba continuamente a su alma. En cierta ocasió n se sacaron algunas carpas de un estanque cenagoso para ponerlas en un piló n de má rmol, con aguas claras, con objeto de satisfacer un deseo de la señ ora de Maintenon, que les daba de comer las migas de la mesa real. Las carpas desmejoraban. Los animales pueden ser abnegados, pero el hombre jamá s les contagiará la lepra de la adulació n. Un cortesano hizo notar aquella muda oposició n que tenı́a lugar en Versalles. "Son como yo —respondió aquella

insó lita reina—, echan de menos sus turbios lodazales." Estas palabras expresan toda la historia de Esther. De vez en cuando, la joven se sentı́a impulsada a correr por los esplé ndidos jardines del convento, corrı́a apresuradamente de á rbol en á rbol, se tiraba desesperadamente en los rincones oscuros, ¿en busca de qué ? No lo sabı́a, pero sucumbı́a al demonio, coqueteaba con los á rboles y les decı́a palabras que no llegaba a pronunciar. A veces se deslizaba a lo largo de las paredes, por la noche, como una culebra, con los hombros desnudos, sin chai. A menudo, en la capilla, durante los o icios, se quedaba con los ojos ijos en el cruci ijo; todas la admiraban, los ojos se le inundaban de lá grimas; pero su llanto era de rabia; en lugar de las imágenes santas que querı́a ver, se alzaban ante su imaginació n, desbreñ adas, furiosas y brutales, aquellas noches suyas llameantes durante las cuales dirigı́a ella las orgı́as como en el Conservatorio dirige Haheneck una sinfonı́a de Beethoven. aquellas noches llenas de risas y de lascivia, entrecortadas por movimientos nerviosos, por risas

inextinguibles. Por fuera era dulce como una virgen unida a este mundo só lo por su igura femenina; por dentro en cambio se agitaba una imperial Mesalina. Ella era la ú nica que conocı́a el secreto de esta lucha entre el demonio y el á ngel; cuando la superiora le regañ aba por llevar un peinado má s presumido de lo que permitı́a la regla, lo cambiaba con una encantadora y presta obediencia, y hubiera estado dispuesta a cortarse el cabello si la madre se lo hubiera ordenado. Aquella nostalgia tenı́a una gracia conmovedora, tratá ndose de una muchacha que preferı́a morir que regresar al mundo de la impureza. Se volvió pá lida, se transformó y adelgazó . La superiora redujo sus tareas y la tomó bajo su custodia para interrogarla. Esther era feliz, se sentı́a muy a gusto entre sus compañ eras; no se sentı́a atacada en ninguna parte vital, pero su vitalidad estaba esencialmente en peligro. No echaba nada de menos ni deseaba nada. La superiora, sorprendida por las respuestas de la pensionista, no sabı́a qué pensar al verla poseı́da de aquella devoradora languidez. Se llamó al mé dico cuando pareció que el estado de la joven era grave, pero aquel mé dico desconocı́a la vida anterior de

Esther y no podı́a sospecharla; halló por todas partes la vida, el sufrimiento no aparecía por ningún lado. Las respuestas de la enferma desarticulaban todas las hipó tesis. Quedaba aú n una manera de aclarar las dudas del sabio, que habı́a concebido una idea horrible y persistı́a en ella; pero Esther se negó obstinadamente a prestarse al examen del mé dico. Ante este peligro, la superiora apeló al padre Herrera. El español llegó, advirtió la gravedad del estado en que se hallaba Esther y conversó un rato a solas con el doctor. Despué s de aquella con idencia, el hombre de ciencia declaró al hombre de fe que el ú nico remedio era un viaje a Italia. El padre no quiso que Esther emprendiera el viaje antes de su bautismo y su primera comunión. —¿Cuánto tiempo falta? —preguntó el médico. —Un mes —contestó la superiora. —Ya habrá muerto —repuso el doctor. —Sı́, pero en estado de gracia, y se salvará —dijo el sacerdote.

Lo religioso domina en Españ a a lo polı́tico, lo civil y lo vital; el mé dico, pues, no contestó nada al españ ol y se volvió hacia la superiora; pero el terrible clé rigo le cogió entonces por el brazo para detenerle. —¡Ni una palabra, caballero! —dijo. El mé dico, aun cuando era religioso y moná rquico, dirigió a Esther una mirada llena de piedad y ternura. Aquella muchacha era hermosa como un lirio inclinado sobre su tallo. —¡Sea pues lo que Dios quiera! —exclamó al salir. El mismo dı́a de esta consulta, Esther fue conducida por su protector al Rocher de Cané ale, ya que el deseo de salvarla habı́a sugerido al sacerdote los má s insó litos expedientes; hizo la prueba de dos maneras: con una cena excelente que pudiera recordar a la muchacha alguna de sus orgı́as, y con la Opera, que le ofrecerı́a algunas imá genes mundanas. Fue precisa su aplastante autoridad para decidir a la joven santa a tamañ as profanaciones. Herrera se disfrazó de militar, de un modo tan

completo que Esther apenas le reconocı́a; tuvo la precaució n de hacer que su acompañ ante se pusiera un velo, y la llevó a un palco donde pudiera permanecer oculta a las miradas. Este paliativo, que no entrañ aba ningú n peligro para una inocencia recuperada de un modo tan completo, pronto se mostró insu iciente. La pensionista sintió repugnancia por las cenas de su protector y una aversión religiosa por el teatro, y se sumió de nuevo en la melancolı́a. "Se muere de amor por Lucien", se dijo Herrera, que quiso medir la profundidad de su alma para saber todo cuanto podı́a exigı́rsele. Llegó un momento en que aquella pobre muchacha só lo se aguantaba por una fuerza moral, y el cuerpo estaba a punto de ceder. El sacerdote calibró este momento con la horrenda sagacidad prá ctica que antañ o ponı́an en obra los verdugos en su trabajo. Encontró a su pupila en el jardı́n, sentada en un banco, a lo largo de un emparrado que recibı́a las caricias del sol de abril; parecı́a tener frı́o y buscar allí un poco de calor; sus compañeras contemplaban con interé s su palidez de hierba marchitada, su mirada de gacela agonizante y su postura melancó lica. Esther se levantó y fue hacia el españ ol

con un movimiento que mostraba cuá n poca vida quedaba en ella y tambié n cuá n poco gusto por la vida. Aquella pobre gitana, aquella salvaje golondrina herida despertó por segunda vez la piedad de Carlos Herrera. El sombrı́o ministro de Dios, a quien é ste no debı́a de utilizar má s que para la realizació n de sus venganzas, acogió a la enferma con una sonrisa que expresaba tanto la tristeza como la dulzura, tanto la venganza como la caridad. Esther, que durante su período de vida casi monacal se habı́a acostumbrado a la meditació n y a replegarse en sı́ misma, experimentó por segunda vez un sentimiento de descon ianza hacia su protector; pero, como la vez anterior, la palabra de éste la tranquilizó. —Dı́game, hija mı́a —le decı́a el sacerdote—, ¿por qué no me ha hablado jamás de Lucien? —Le habı́a prometido a usted —respondió , estremecié ndose de pies a cabeza con un movimiento convulsivo—, le habı́a jurado que no volvería a pronunciar este nombre.

—Sin embargo, no ha dejado de pensar en él. —Esta ha sido mi ú nica falta, padre. Pienso en é l a todas horas, y cuando usted ha aparecido hace un momento estaba pronunciando interiormente este nombre. —¿Es su ausencia lo que la abate? Esther no contestó y se limitó a inclinar la cabeza como hacen los enfermos que sienten ya el aire del sepulcro. —¿Volverle a ver?... —dijo él. —Sería volver a vivir —respondió. —¿Piensa usted en él sólo en espíritu? —¡Ah, padre, el amor no admite esta separación! —¡Hija de raza maldita! Lo he hecho todo para salvarte; ahora voy a devolverte a tu destino: le volverás a ver. —¿Por que ofende usted mi felicidad? ¿Acaso no

puedo amar a Lucien y practicar la virtud, a la que quiero tanto como a é l? ¿No estoy dispuesta a morir aquı́ por ella, como estarı́a dispuesta a morir por é l? ¿No estoy a punto de morir por ambos fanatismos, por la virtud qué me hace digna de é l que me ha echado en brazos de la virtud? Sı́, estoy dispuesta a morir sin volverle a ver y a vivir en cuanto le vea. Dios me juzgará. Habı́a recuperado sus colores, su palidez habı́a adquirido un matiz dorado. Esther volvió a resplandecer por unos momentos. —En cuanto haya sido lavada en las aguas del bautismo, al dı́a siguiente, volverá a ver a Lucien; y si se cree usted capaz de vivir virtuosamente viviendo para él, no se separarán ya más. El sacerdote tuvo que sostener a Esther, porque sus rodillas se doblaron. La pobre muchacha se desplomaba como si la tierra cediera bajo sus pies. El clé rigo la sentó sobre el banco; cuando recuperó el habla, le dijo: —¿Por qué no hoy mismo?

—¿Quiere sustraer a Monseñ or el triunfo de su bautismo y de su conversió n? Está demasiado cerca de Lucien para no estar lejos de Dios. —¡Sí, ya no pensaba en nada! —Nunca será de ninguna religió n —dijo el sacerdote con un gesto de profuna ironía. —Dios es bueno —repuso ella— y lee en mi corazón. Vencido por la deliciosa ingenuidad que estallaba en la voz, en la mirada, en los ademanes y en la actitud de Esther, Herrera le besó la frente por vez primera. —Los libertinos te habı́an aplicado un cali icativo adecuado: tú seducirá s a Dios Padre. Todavı́a algunos dı́as, es preciso; despué s seré is libres los dos. —¡Los dos! —repitió la muchacha en un arrobamiento de alegría.

Esta escena sorprendió a las pensionistas y a las superioras, que la habı́an contemplado desde lejos, y les hizo creer que habı́an asistido a alguna operació n má gica al comparar a la Esther de entonces con la de antes. La joven, transformada, del todo, vivı́a de nuevo. Volvió a mostrarse en su auté ntica naturaleza de amor, amable, coqueta, zalamera y alegre; en definitiva, pareció resucitar. Herrera vivı́a en la calle Cassette, cerca de la iglesia de Saint-Sulpice, a la que se hallaba adscrito. Esta iglesia, de estilo duro y seco, cuadraba a este españ ol, cuya religiosidad se emparentaba con la de los dominicos. Era una vı́ctima de la astuta polı́tica de Fernando VII; atentaba contra la causa constitucional, sabiendo que esta entrega só lo podrı́a ser recompensada cuando fuera restablecido el Rey netto. Carlos Herrera se habı́a dado en cuerpo y alma a la camarilla en el momento en que las Cortes parecı́a que no iban a ser derrocadas. Aquel comportamiento anunciaba, segú n la gente, un alma superior. La expedició n del duque de Angulema habı́a tenido ya lugar, reinaba de nuevo Fernando VII, pero Carlos Herrera no iba

a reclamar el pago a sus servicios a Madrid. Protegido de la curiosidad por un silencio diplomá tico, dio como justi icació n de su estancia en Parı́s su gran afecto hacia Lucien de Rubempré , el cual habı́a ya conseguido, gracias a este afecto, el decreto real referente a su cambio de apellido. Herrera vivı́a desuna manera muy oscura, como suelen hacerlo tradicionalmente los sacerdotes dedicados a misiones secretas. Cumplı́a sus deberes religiosos en Saint-Sulpice y no salı́a má s que para sus ocupaciones, siempre de noche y fé n algú n vehı́culo. Le ocupaba una gran parte de su jornada la siesta españ ola, que sitú a el descanso entre las dos comidas, llenando ası́ las horas en que Parı́s está activo y tumultuoso. El cigarro españ ol desempeñ aba tambié n su papel, consumiendo tanto tiempo como tabaco. La pereza es una careta ¿en igual medida que la gravedad, que tambié n es pereza. Herrera vivı́a en un ala del edi icio, en el segundo piso, y Lucien ocupaba la otra ala. Las dos viviendas estaban a la vez separadas y unidas por una gran sala de recepció n, cuya magni icencia y cuyo estilo antiguo se adecuaban tanto al grave clé rigo como al joven poeta. El patio de la casa era

sombrı́o. Le daban sombra unos á rboles altos y espesos. El silencio y la discreció n se dan cita en las habitaciones elegidas por los sacerdotes. La de Herrera puede describirse en dos palabras: era una celda. La de Lucien, resplandeciente de lujo y provista de muchas comodidades, reunı́a todo cuanto exige la vida elegante de un dandy, poeta, escritor, ambicioso, vicioso, lleno a la vez de orgullo y de vanidad, descuidado pero amante del orden, ejemplo de uno de esos genios incompletos que tienen cierta potencia para desear y para concebir —que quizá s es lo mismo—, pero carecen de fuerza para hacer. Lucien y Herrera formaban, entre los dos, un polı́tico. Ahı́ radicaba, seguramente, el secreto de su unió n. Los viejos, en los que la actividad vital se ha desplazado para trasladarse a la esfera de los intereses, sienten a menudo necesidad de una bonita má quina, de un actor joven y apasionado, para realizar sus proyectos. Richelieu buscó demasiado tarde alguna hermosa y blanca igura con bigotes para echarla a las mujeres a quienes debı́a divertir. Se vio obligado a desterrar a la madre de su señ or y a espantar a la reina, tras

haber intentado hacerse querer por ambas inú tilmente, ya que no es de los que gustan a las reinas. En una vida ambiciosa, se haga lo que se haga, es obligado tropezar con una mujer en el momento en que menos se espera un tal encuentro. Por po— ¡deroso que sea un gran polı́tico, necesita una mujer para oponer a la mujer, como los holandeses desgastan el diamante con el diamante. Roma, en su é poca de esplendor, obedecı́a a esta necesidad. Obsé rvese tambié n có mo la vida de Mazarino, cardenal italiano, tuvo un cará cter de dominació n muy otro que la de Richelieu, cardenal francé s. Richelieu halló una oposició n entre los grandes señ ores, y contra ella empleó el hacha; falleció en la lor de su poder, desgastado por este duelo para el cual só lo contaba con un capuchino como ayudante. Mazarino fue rechazado por la Burguesı́a y por la Nobleza unidas, armadas, a veces victoriosas, que hicieron huir a la realeza; pero el servidor de Ana de Austria no cortó ninguna cabeza, supo vencer a Francia entera y formó a Luis XIV, que completó la obra de Richelieu ahogando a la nobleza con cordones dorados en el gran serrallo de Versalles. Una vez muerta la señ ora de

Pompadour, Choiseul estuvo perdido. ¿Se habı́a empapado Herrera de estas elevadas doctrinas? ¿Se habı́a hecho a sı́ mismo justicia antes de lo que lo hiciera Richelieu? ¿Habı́a hallado en Lucien un CinqMars, aunque un Cinq-Mars iel? Nadie podı́a responder a tales preguntas ni medir la ambició n de aquel españ ol, como tampoco podı́a preverse su in. Estas preguntas, que se hacı́an los que pudieron echar una mirada sobre aquella unió n, mantenida tanto tiempo en secreto, apuntaban a un misterio horrible que Lucien só lo conocı́a desde hacı́a unos pocos dı́as. Carlos era ambicioso por dos: esto era lo que mostraba su conducta a la gente que le conocı́a, y que creı́a que Lucien era el hijo natural del sacerdote. Quince meses despué s de su aparició n en la Opera, que le lanzó demasiado pronto en medio de un mundo en el que el clé rigo no querı́a verle antes de haber terminado de armarlo contra el mundo, Lucien tenı́a tres hermosos caballos en su caballeriza, una berlina para las noches, un cabriolé y un til— buri para las mañ anas. Comı́a fuera de casa. Las previsiones de Herrera se habı́an

cumplido: la disipació n se habı́a apoderado de su pupilo; pero habı́a creı́do necesario desviarle del insensato amor que el joven guardaba en su corazón por Esther. Después de haber gastado unos cuarenta mil francos aproximadamente, cada locura habı́a devuelto a Lucien má s ansiosamente a la Torpille, y la buscaba con obstinació n; al no encontrarla, era para é l, cada vez má s, lo que es la presa para el cazador. ¿Podı́a Herrera comprender lo que es el amor de un poeta? Cuando este sentimiento se ha apoderado, en uno de estos grandes hombres pequeñ os, de la cabeza, cuando ha in lamado el corazó n y penetrado los sentidos, el poeta se hace tan superior a la humanidad por el amor como lo era ya por la potencia de su fantası́a. Debe a un capricho del engendramiento intelectual la rara facultad de expresar la naturaleza por medio de imá genes en las que imprime a la vez el sentimiento y la idea, y con iere a su amor las alas de su espı́ritu: siente y retrata, actú a y medita, multiplica sus sensaciones con el pensamiento, triplica la felicidad presente mediante la aspiració n al futuro y la memoria del pasado; y mezcla en todo ello los exquisitos goces del alma que lo convierten

en el prı́ncipe de los artistas. La pasió n de un poeta se transforma entonces en un gran poema que muchas veces rebasa las proporciones humanas. ¿No sitú a entonces el poeta a su amante a una altura en que las mujeres habitualmente no quieren verse situadas? Convierte a una rú stica moza en princesa, como el sublime caballero de la Mancha. Emplea para sı́ mismo la varita con la que transforma en seres maravillosos todas las cosas, y engrandece ası́ la voluptuosidad mediante el majestuoso mundo del ideal. Por esto un tal amor es un modelo de pasió n: tiene un exceso de todo, en sus esperanzas, en sus desesperanzas, en sus có leras, en sus melancolı́as, en sus alegrı́as; vuela, salta, se desliza, y no se parece a ninguna de las agitaciones que experimentan los comunes mortales; frente al amor burgué s es como el torrente eterno de los Alpes comparado con los riachuelos de ¡as llanuras. Estos bellos genios son tan a menudo incomprendidos, que se consumen en falsas esperanzas; se desgastan en busca de sus amantes ideales, y mueren casi siempre como hermosos insectos engalanados para las iestas del

amor por la má s poé tica de las naturalezas, y que terminan aplastados, vı́rgenes aú n, bajo la planta de algú n caminante; pero hay otro peligro: cuando encuentran la forma que responde a su espı́ritu, que a menudo es una panadera, hacen como Rafael, < hacen como el hermoso insecto, mueren junto a la Fornarina. Lucien estaba en este estadio. Su natural poé tico, necesariamente extremoso en todo, tanto en lo bueno como en lo malo, habı́a adivinado al á ngel que habı́a en el interior de aquella muchacha, restregada de corrupció n má s que corrompida: siempre la veı́a blanca, alada, pura y misteriosa, tal como ella se habı́a hecho para é l, adivinando que é l la quería así. Hacia inales del mes de mayo de 1825, Lucien habı́a perdido toda su vivacidad; no salı́a, cenaba con Herrera, estaba meditabundo, trabajaba, leı́a la colecció n de tratados diplomá ticos, se quedaba sentado a la turca en un divá n y fumaba tres o cuatro huká s cada dı́a. Su groom se pasaba má s tiempo limpiando los tubos de este bonito instrumento y perfumá ndolos, que cepillando el pelo de los caballos y enjaezá ndolos con rosas para

los paseos por el Bosque de Bolonia. El dı́a en que el españ ol se dio cuenta de la palidez de la frente de Lucien, en que advirtió las huellas de la enfermedad en las locuras del amor reprimido, deseó ir hasta el fondo de aquel corazó n de hombre sobre el cual había asentado su existencia. Un bello atardecer en que Lucien, sentado en una butaca, contemplaba maquinalmente la puesta del sol a travé s de los á rboles del jardı́n, corriendo sobre ella el velo del humo perfumado de su tabaco en exhalaciones regulares y prolongadas, como suelen hacer los fumadores preocupados, sus ensueñ os se disiparon al oı́r un profundo suspiro. Se volvió y vio al sacerdote de pie, con los brazos cruzados. —¿Estabas ahí? —dijo el poeta. —Desde hace un buen rato —respondió el clé rigo —. Mis pensamientos han seguido la extensió n de los tuyos... Lucien comprendió.

—Nunca me he tenido por una naturaleza de bronce, como la tuya. La vida es para mı́, alternativamente, un paraı́so y un in ierno; pero cuando, por casualidad, no es ni una cosa ni otra, me aburre, y yo me aburro... —¿Có mo puede uno aburrirse teniendo unas esperanzas tan magníficas delante de sí? —Cuando no se cree en tales esperanzas, o cuando están demasiado veladas... —¡No digas tonterı́as!... —dijo el sacerdote—. Es mucho má s propio de tu dignidad y de la mı́a que me abras tu corazó n. Hay entre nosotros algo que jamá s debiera haber: ¡un secreto! Este secreto dura desde hace dieciséis meses. Amas a una mujer. —¿Qué más...? —Una muchacha inmunda, llamada la Torpille... —Sí, ¿y qué? —Hijo mı́o, te habı́a permitido que tomaras una amante, pero una mujer de la corte, joven, hermosa,

in luyente, por lo menos condesa. Habı́a elegido para ti a la señ ora de Espard, para hacer de ella sin escrú pulos un instrumento de fortuna; porque nunca te habrı́a pervertido el corazó n, te lo habrı́a dejado libre... Amar a una prostituta de la má s baja ralea cuando no se tiene, como tienen los reyes, poder para ennoblecerla, es un error muy grave. —¿Soy acaso el primero que ha renunciado a la ambició n para seguir la pendiente de un amor desenfrenado? —¡Bien! —exclamó el sacerdote mientras recogía el bocchetino del houka, que Lucien habı́a dejado caer, y se lo devolvı́a—. Comprendo adonde quieres ir a parar. ¿No se pueden conciliar la ambició n y el amor? Hijo mı́o, tienes en el viejo Herrera a una madre cuya entrega es total y absoluta... —Lo sé, amigo mío —dijo Lucien, dándole la mano. —Has deseado los juguetes de la riqueza, y ya los tienes. Has querido brillar, y te he llevado por el camino del poder; beso manos muy sucias para hacerte medrar, y medrará s. Dentro de un tiempo

ya no te faltará nada de lo que gusta a los hombres y a las mujeres. Aunque viril por tu espı́ritu, eres afeminado por tus caprichos: he pensado cualquier cosa de ti, y te lo perdono todo. No tienes má s que hablar para satisfacer tus pasiones de un dı́a. He engrandecido tu vida poniendo en ella lo que produce la adoració n de la mayorı́a, el sello de la polı́tica y del poder. Llegará s a ser tan grande como ahora eres pequeñ o; pero no hay que romper el volante con el que acuñ amos la moneda. Te lo permito todo menos las faltas que frustrarı́an tu porvenir. Si bien te abro las puertas de los salones del faubourg Saint-Germain, te prohibo que te revuelques en los arroyos. Lucien, seré como una barra de hierro en interé s tuyo, sufriré cualquier cosa de ti y para ti. Ası́ pues, he convertido tu falta de tacto para el juego de la vida en un re inamiento de jugador habilidoso... —Lucien alzó la cabeza con un movimiento brusco y furioso—. ¡Me he llevado a la Torpille! —¿Tú? —exclamó Lucien. En un arranque de ira animal, el poeta se levantó ,

tiró a la cara del sacerdote el bocchetino de oro y piedras preciosas, y le empujó con la su iciente brusquedad para hacer caer a aquel atleta. —Yo —dijo el españ ol, levantá ndose, sin perder su terrible gravedad. Se le habı́a caı́do la peluca negra. Un crá neo pulido como la cabeza de un muerto hizo recuperar a aquel hombre su auté ntica isonomı́a: era espantosa. Lucien permaneció en el divá n, con los brazos colgantes, abrumado y mirando al clé rigo con un aire estúpido. —Me la he llevado —siguió el sacerdote. —¿Qué has hecho con ella? Te la llevaste el dı́a siguiente al baile de máscaras... —Sı́, el dı́a despué s de haber visto có mo insultaban a un ser que te pertenecı́a unos tipos que no quisiera que... —Unos tipos —dijo Lucien, interrumpié ndole—, di mejor unos monstruos; comparados con ellos, los

que van a la guillotina son unos á ngeles. ¿Sabes lo que la pobre Torpille ha hecho por tres de ellos? Uno fue durante dos meses su amante: ella era pobre y se buscaba su sustento en el arroyo; é l no tenı́a ni un cé ntimo, estaba en una situació n parecida a la mı́a cuando me encontraste; el individuo en cuestió n se levantaba por la noche, se iba al armario donde ella guardaba los restos de su cena, y se los comı́a. Esther acabó descubriendo este tejemaneje; se mostró comprensiva con lo que tenı́a aquello de humillante, y tenı́a buen cuidado de dejarle unos restos copiosos; se sentı́a dichosa al hacerlo; esto só lo me lo ha revelado a mı́, en su coche de punto, al regreso de la Opera. El segundo habı́a robado, y antes de que se descubriera el robo, ella le prestó la cantidad, que pudo restituir, sin acordarse luego nunca má s de devolverla a la pobre muchacha. En cuanto al tercero, le hizo hacer fortuna prestá ndose a una farsa propia del genio de Fı́garo; simuló ser su esposa y se hizo amante de un personaje todopoderoso, a quien hizo creer que era la má s candida de las burguesas. A uno la vida, al otro el honor, al ú ltimo la fortuna, y ¡qué queda hoy de todo esto! Y mira de qué manera le pagan.

—¿Quieres que mueran? —dijo Herrera con los ojos humedecidos. —¡Vamos, en seguida con ésas! Te conozco... —No, has de saberlo todo, furioso poeta —dijo el sacerdote—. La Torpille ya no existe... Lucien se abalanzó con tal ı́mpetu sobre Herrera para agarrarle por la garganta, que de haber sido otro le habrı́a derribado; pero el brazo del españ ol retuvo al poeta. —Escú chame —dijo frı́amente—. He hecho de ella una mujer casta, pura, bien educada, religiosa, una mujer respetable, en suma; la he puesto en el camino de la instrucció n; puede, debe convertirse, bajo el imperio de tu amor, en una Ninó n, una Marion de Lorme o una Dubarry, como decı́a aquel periodista en la Opera. La reconocerá s como tu amante o permanecerá s tras el velo de tu creació n, lo cual serı́a má s prudente. Cualquiera de estas dos alternativas te proporcionará provecho y orgullo, placer y progreso; pero si llegas a ser tan gran

polı́tico como eres gran poeta, Esther no ha de ser para ti má s que una amante, pues má s tarde puede sacarnos de apuro: vale su peso en oro. Bebe, pero no te embriagues. Si yo no hubiera tomado las riendas de tu pasió n, ¿en qué situació n te halları́as hoy? Habrı́as rodado, junto a la Torpille, en el fango de las miserias de las que te saqué . Toma, lee —dijo Herrera con la misma sencillez de Talma en Manlio, que él jamás había leído. ""Un papel cayó sobre las rodillas del poeta, sacá ndole del extá tico estado de sorpresa en que le habı́a sumido esta aterradora respuesta; lo cogió y leyó la primera carta escrita por la señorita Esther.

AL REVERENDO PADRE CARLOS HERRERA "Apreciado protector: Puede usted apreciar có mo antepongo el agradecimiento al amor, viendo que utilizo la facultad de expresar mis pensamientos, por vez primera, para atestiguarle mi gratitud, en lugar de dedicarla a describir un amor que Lucien

quizá s haya olvidado. Pero a usted, ser divino, le diré lo que no me atreverı́a a decirle a é l, que, para mi dicha, sigue todavı́a ligado a la tierra. La ceremonia de ayer infundió en mı́ los tesoros de la gracia, de modo que dejo entre sus manos mi destino. Aunque tenga que morir permaneciendo lejos de mi amado, moriré puri icada como la Magdalena, y mi alma será para é l la rival de su á ngel de la guarda. ¿Podré alguna vez olvidar la iesta de ayer? ¿Có mo podrı́a desear abandonar el trono glorioso al que ascendı́? Ayer lavé todas mis lacras en el agua del bautismo, y recibı́ el cuerpo sagrado de nuestro Salvador; me convertı́ en uno de sus taberná culos. En aquel momento oı́ los cantos de los á ngeles, no era má s que una mujer, nacı́a a una vida de luminosidad, en medio de las aclamaciones de la tierra, admirada por el mundo, en una nube de incienso y de plegarias que embargaba, y engalanada como una virgen para un esposo celestial. Sintié ndome digna de Lucien, cosa que jamá s esperaba, he abjurado de todo amor impuro y no quiero seguir má s camino que el de la virtud. Si mi cuerpo es má s dé bil que mi espı́ritu, que perezca. Sea usted el arbitro de mis destinos, y

si muero, diga a Lucien que he muerto por é l naciendo a Dios. "Hoy, domingo por la noche." Lucien alzó sus ojos llenos de lá grimas, hacia el clérigo. —Ya conoces el piso de la gruesa Carolina Bellefeuille, en la calle Taitbout —siguió el españ ol —. Esta muchacha, a quien acababa de abandonar su magistrado, se hallaba en un espantoso estado de miseria, podı́an detenerla; he mandado comprar su domicilio, en bloque, y ella se ha ido con sus trapitos a otra parte. Esther, ese á ngel que querı́a subir al cielo, está allí y te espera. En aquel momento Lucien oyó piafar a sus caballos en el patio, y no se sintió con fuerzas para expresar su admiración por una abnegación que sólo él podía apreciar; se echó en brazos del hombre al que acababa de ultrajar, y le dio reparació n con una simple mirada y con la muda efusió n de sus sentimientos; a continuació n bajó las escaleras, dio a su tigre la direcció n de Esther, y los caballos

partieron como si la pasió n de su amo animara sus extremidades. A la mañ ana siguiente, un hombre que por su indumentaria podı́a ser confundido con un policı́a disfrazado, se paseaba por la calle Taitbout, delante de una casa, como si esperase que alguien saliera; su modo de andar revelaba su agitació n. Es frecuente encontrarse en Parı́s con paseantes apasionados como aqué l, auté nticos gendarmes que vigilan a algú n guardia nacional refractario, agentes que toman sus medidas para proceder a un arresto, acreedores pensando qué infamia pueden desencadenar contra un deudor suyo que se ha encerrado en su casa, amantes o maridos celosos o suspicaces, amigos apostados al servicio de amigos; pero no es frecuente hallar un rostro iluminado por los salvajes y á speros pensamientos que se adivinaban en el del sombrı́o atleta que deambulaba bajo las ventanas de la señ orita Esther, con la pensativa precipitació n de un oso enjaulado. Hacia mediodı́a se abrió una ventana por la que se vio salir la mano de una criada, que abrió las persianas rellenas de cojines. Unos instantes má s tarde, Esther

se asomó en dé shabillé para respirar el aire fresco, apoyada en Lucien; quien los viera podı́a tomarlos por el original de una dulzona viñ eta inglesa. Esther vio en seguida los ojos.de basilisco del sacerdote españ ol, y la pobre muchacha dio un grito de espanto, como si la hubiera herido una bala. —Ahı́ está el terrible mostrándoselo a Lucien.

sacerdote

—dijo,

—¡El! —dijo é ste con una sonrisa—. Es tan sacerdote como tú... —¿Qué es, pues? —dijo ella, asustada. —Es un viejo barbiá n que só lo cree en el diablo — dijo Lucien. Si se hubiera tratado de un ser menos entregado que Esther, esta claridad que Lucien acababa de proyectar sobre los secretos del falso clé rigo hubiera podido ser la perdició n del joven. Al trasladarse de la ventana de su habitació n hacia el comedor, donde acababan de servirles el desayuno, los dos amantes encontraron a Carlos Herrera.

—¿Qué vienes a hacer aquı́? —le preguntó Lucien con brusquedad. —Vengo a bendeciros —contestó el audaz personaje, deteniendo a la pareja y obligá ndola a permanecer en el saloncito del piso—. Escuchadme, amiguitos. Divertı́os bien, sed felices, está muy bien. La felicidad a cualquier precio, é sta es mi doctrina. Pero tú —dijo a Esther—, tú a quien he sacado del fango, a quien he enjabonado el cuerpo y el alma, no tengas la pretensió n de interponerte en el camino de Lucien... En cuanto a ti, pequeñ o —siguió tras una pausa, mirando a Lucien—, ya no eres tan poeta como para abandonarte a otra Coralie. Ahora estamos haciendo prosa. ¿Qué puede llegar a ser el amante de Esther? Nada. ¿Puede Esther convertirse en la señ ora de Rubempré ? No. Ası́ pues, pequeñ a —dijo, poniendo su mano sobre la de Esther, que se estremeció como si la hubiera tocado alguna serpiente—, el mundo ha de ignorar que usted existe; el mundo ha de ignorar sobre todo que una cierta señ orita Esther ama a Lucien y que Lucien está prendado de ella... Este piso será su prisió n, pequeñ a. Si quiere salir (cosa que exigirá su salud),

se paseará durante la noche, durante las horas en que no pueda ser vista, porque la belleza, la juventud y la distinció n que ha adquirido en el convento serı́an advertidas en seguida en Parı́s. Si un dı́a alguien, sea quien sea —dijo con acento terrible unido a una terrible mirada—, llegara a saber que Lucien es su amante o que usted es la amante de é l, ese dı́a serı́a el penú ltimo de su vida. Se ha logrado para este jovencito una ordenanza que le permite llevar el nombre y las armas de sus antepasados maternos. ¡Pero esto no es todo! El tı́tulo de marqué s no se nos ha restituido; y para recuperarlo, tiene que casarse con la hija de alguna buena familia, en cuyo bene icio el rey nos otorgará esta gracia. Esta unió n abrirá a Lucien las puertas de la corte. Este niñ o, de quien he sabido hacer un hombre, será primero secretario de embajada; má s tarde será ministro en alguna pequeñ a corte de Alemania, y con la ayuda de Dios, o con la mı́a (que es má s e icaz), irá a ocupar algú n dı́a un puesto en los bancos de los pares... —O en los jergones de los presidiarios... —dijo Lucien, interrumpiéndole.

—¡Cá llate! —exclamó Carlos, tapando con su gran mano la boca de Lucien—. ¡Un secreto como é ste a una mujer!... —le murmuró al oído. —¿Esther, una mujer?... —exclamó el autor de Las Margaritas. —Ya vuelves a salir con sonetos —dijo el españ ol —. ¡O con pamplinas! Todos los á ngeles de esta especie vuelven a ser mujeres, tarde o temprano; y la mujer pasa siempre por momentos en que es a la vez simio y niñ o: dos seres que nos matan cuando quieren reı́r. Esther, cariñ o —dijo a la pobre pensionista asustada—, le he encontrado como criada un ser que me pertenece como si fuera hija mı́a. Como cocinera tendrá a una mulata, lo cual da tono a una casa. Con Europa y Asia podrá vivir aquı́ con un billete de mil francos al mes para todos los gastos, como una reina... de teatro. Europa ha sido costurera, modista y comparsa. Asia ha servido a un milord goloso. Estas dos criaturas será n para usted como dos hadas.

Al ver a Lucien tan amilanado ante aquel personaje, que por lo menos era culpable de un sacrilegio, aquella mujer, consagrada por su amor, sintió entonces un terror profundo en el fondo de su corazó n. Sin contestar, arrastró a Lucien hacia la habitación, y le dijo: —¿Es acaso el diablo? —¡Es algo mucho peor... para mı́! —dijo con viveza —. Pero si me quieres, procura imitar la abnegació n de este hombre y obedécele, bajo pena de muerte... —¿De muerte?... —dijo con un espanto creciente. —De muerte —repitió Lucien—. ¡Ah, pequeñ a! Ninguna muerte serı́a comparable a la que me esperaría si... Esther palideció al oı́r estas palabras, y se sintió desfallecer. —¿Qué pasa? —les dijo gritando aquel falsario sacrilego—. ¿Todavı́a no habé is deshojado todas vuestras margaritas?

Esther y Lucien volvieron, y la pobre muchacha dijo, sin atreverse a mirar al hombre misterioso: —Será usted obedecido como se obedece a Dios. —¡Bien! —respondió —. Podrá ser muy feliz durante algú n tiempo, y... no necesitará má s que la ropa interior y algú n traje de noche, resultará muy económico. Los dos amantes se dirigieron hacia el comedor; pero el protector de Lucien hizo un ademá n para detener a la hermosa pareja, que se detuvo. —Le acabo de hablar de su servidumbre, voy a presentársela. El españ ol tocó dos veces la campanilla. Aparecieron las dos mujeres, a las que é l denominaba Europa y Asia, y entonces se adivinó fácilmente el motivo de tales apodos. Asia, que parecı́a haber nacido en la isla de Java, ofrecı́a el espantoso espectá culo de uno de esos rostros cobrizos peculiares de los malayos,

aplanado como una tabla, en el que la nariz parece haber sido hundida por una presió n violenta. La extrañ a disposició n de los huesos maxilares daba a la parte inferior de su cara una cierta semejanza con el rostro de los monos superiores. La frente, aunque deprimida, no carecı́a de una cierta inteligencia producida por el há bito de la astucia. Sus dos ojuelos ardientes conservaban la tranquilidad de los ojos de los tigres, pero nunca miraban cara a cara. Asia parecı́a temer que su aspecto asustara a los que la rodeaban. Sus labios, de un azul pá lido, dejaban entrever unos dientes de blancura resplandeciente, aunque entrecruzados. Aquella ñ sonomı́a animal expresaba, en conjunto, la ruindad. Los cabellos, relucientes y grasientos, como la piel de la cara, formaban dos franjas negras rodeadas por un pañ uelo exó tico. Las orejas, demasiado bonitas, llevaban como adorno dos enormes perlas oscuras. Asia, con su igura pequeñ a, corta y rechoncha, recordaba las sombras borrosas que los chinos se dedican a proyectar en sus pantallas, o quizá , mejor, esos ı́dolos hindú es cuyo modelo parece que no ha de existir y que sin embargo los viajeros acaban encontrando. Viendo a

aquel monstruo con un delantal blanco encima de un vestido de pañ o, Esther sintió un estremecimiento. —¡Asia! —dijo el españ ol; la mujer levantó la cabeza hacia é l con un movimiento só lo comparable al de un perro al mirar a su amo—. Esta es tu señora... Y señ aló a Esther, en bata, con el dedo. Asia contempló a la joven hada con una expresió n casi dolorosa; pero al mismo tiempo dirigió a Lucien un resplandor casi apagado por entre sus apretadas pestañ as, como la chispa de un incendio; el muchacho, que llevaba una magnı́ ica bata abierta, una camisa de frisa y unos pantalones rojos, y en la cabeza un gorro turco, ofrecı́a una imagen divina. El genio italiano puede inventar a Otelo, y el genio inglé s puede llevarlo a escena, pero só lo la naturaleza tiene el derecho de ser en una ú nica mirada má s esplendorosa y má s completa que Inglaterra e Italia en la expresió n de los celos. Esther, que captó esta mirada, cogió al españ ol por el brazo y le clavó las uñ as como hiciera un gato

que temiese caer en un precipicio sin fondo. El españ ol dijo tres o cuatro palabras en lengua desconocida a aquel monstruo asiá tico, que se arrodilló arrastrá ndose hasta los pies de Esther, y los besó. —No es una cocinera —dijo el españ ol a Esther—, sino un cocinero que harı́a enloquecer de envidia a Careme. Asia sabe hacer de todo en cuanto a cocinar. Le preparará un simple plato de judı́as que le hará dudar si no han bajado los á ngeles para condimentarlas con hierbas del cielo. Irá todas las mañ anas ella misma al mercado y se peleará como el demonio que es para conseguir las cosas al mejor precio; agotará a los curiosos por su discreció n. Como habrá que ingir que usted ha estado en la India, Asia le ayudará mucho a hacer verosı́mil esta historia, porque es una de estas parisienses que nacen para ser del país del que quieren ser; pero no creo que deba usted pasar por extranjera... —Europa, ¿tú qué dices?... Europa formaba un perfecto contraste con Asia, ya

que era la doncella má s amable que onrose hubiera podido jamá s desear como adversario en el teatro. Europa era esbelta, tenı́a un aire aturdido, una carita de comadreja y la nariz retorcida; ofrecı́a a la mirada una igura cansada por las corrupciones parisienses, la igura descolorida de una muchacha alimentada con manzanas crudas, linfá tica y correosa, blanda y tenaz. Avanzando uno de sus pies y con las manos en los bolsillos de su delantal, se agitaba aun permaneciendo inmó vil, tan grande era su animació n. Era a un tiempo modistilla y comparsa, y, pese a su juventud, debı́a haber hecho ya muchos o icios. Su perversió n no tenı́a lı́mites: podı́a haber robado a sus propios padres y haber rozado los banquillos de la policı́a correccional. Asia inspiraba un gran temor; pero se la adivinaba en un instante de pies a cabeza, descendı́a en lı́nea directa de Locusta. Europa, por el contrario, inspiraba una inquietud que no podı́a por menos de aumentar a medida que se utilizaban sus servicios; su corrupció n parecı́a no tener lı́mites; como dice el pueblo, era una de ésas que "la saben muy larga". —La señ ora podrı́a ser de Valenciennes —dijo

Europa con una vocecita cortante—; yo soy de allı́. ¡Querrá el señ or —dijo en tono pedante a Lucien— decirnos qué nombre piensa dar a la señora? —Señ ora Van Bogseck —respondió el españ ol, dando en seguida la vuelta al nombre de Esther—. La señ ora es una judı́a procedente de Holanda, viuda de un negociante y afectada por una enfermedad del hı́gado contraı́da en Java... Sin demasiada fortuna, para no excitar la curiosidad.. —Tiene tan só lo con qué vivir, seis mil francos de renta, y nos quejaremos de su tacañ erı́a —dijo Europa. —Esto es —dijo el españ ol, inclinando la cabeza—. ¡Endiabladas farsantes! —siguió , con una voz terrible, al sorprender en ambas unas miradas que no le gustaron—. ¿Sabé is lo que os he dicho? Vais a servir a una reina, le debé is el respeto debido a una reina, la cuidaré is como se cuida una venganza, y le tendré is tanta abnegació n como a mı́. Nadie en el mundo, ni el portero, ni los vecinos, ni el dueñ o, han de saber lo que pasa aquı́. A vosotras os toca

neutralizar todas las curiosidades, si llegan a despertarse. Y la señ ora —añ adió , poniendo su ancha mano velluda sobre el brazo de Esther—, la señ ora no ha de cometer ni la má s ligera imprudencia; si fuera preciso se lo impedirı́ais, aunque... siempre con el mayor respeto. Europa, tú estará s en contacto con el exterior para el guardarropa de la señ ora, y cuidará s de no gastar demasiado. En in, que nadie, ni siquiera la gente má s insigni icante, ponga los pies en el piso. Entre las dos tenéis que conseguirlo. —Mi pequeñ a joya —dijo a Esther—, cuando desee salir por la noche en coche, se lo dirá a Europa, que sabe adonde ha de ir a buscar a su gente, pues tendrá para usted un criado, y a mi estilo, como estas dos esclavas. Esther y Lucien no sabı́an qué decir, escuchando al españ ol y miraban a las dos extrañ as mujeres a las que daba ó rdenes. ¿A qué secreto debı́a la sumisió n y la entrega grabadas en aquellos dos rostros, el uno tan traviesamente picaro y el otro tan profundamente cruel? Adivinó los pensamientos de

Esther y Lucien, que parecı́an embotados como lo habrı́an estado seguramente Pablo y Virginia ante la visió n de dos horribles serpientes, y les dijo con su buena voz al oído: —Podé is contar con ellas como conmigo mismo; no tengá is secretos con ellas, esto las halagará . Vete a servir, mi querida Asia —dijo a la cocinera—; y tú , preciosa, pon un cubierto de má s —le dijo a Europa —; lo menos que puede hacer esta pareja es dar de comer a papá. Cuando las dos mujeres hubieron cerrado la puerta, y en cuanto el españ ol oyó como Europa andaba de un lado para otro, dijo a Lucien y a la joven, abriendo su ancha mano: —¡Las tengo cogidas! Las palabras y el ademán hacían estremecer. —¿Dónde las has encontrado? —exclamó Lucien. —¡Ah, diablo! —respondió el hombre—. No he ido a buscarlas a los pies de un trono. Europa ha salido

del fango y tiene miedo de volver a él... Amenazadlas con el señ or cura cuando no os den satisfacció n, y las veré is temblar como ratones que oyen hablar de un gato. Soy un domador de ieras —añ adió sonriendo. —¡Me da usted la impresió n de ser un demonio! — exclamó graciosamente Esther, apretá ndose contra Lucien. —Hija mı́a, intenté darla al cielo; pero la pecadora arrepentida será siempre una mixti icació n para la Iglesia; si apareciera alguna, volverı́a a convertirse en cortesana en el paraı́so... Con todo esto ha conseguido hacerse olvidar y convertirse en una mujer respetable; porque allı́ ha aprendido lo que nunca habrı́a podido aprender en el mundo infame en que vivı́a... No me debe nada —dijo al observar en el rostro de Esther una expresió n deliciosa de agradecimiento—, lo he hecho todo por é l... — Señ aló a Lucien.— Es usted cortesana, seguirá siendo cortesana y morirá siendo cortesana; porque, pese a las cautivadoras teorı́as de los criadores de animales, uno no puede llegar a ser,

aquı́ abajo, má s que lo que ya es. Tiene razó n el hombre de los bultos en la cabeza1; tú tienes el bulto del amor. El españ ol era, como puede verse, fatalista, como Napo" leó n, Mahoma y muchos grandes polı́ticos. Es extrañ o que casi todos los hombres de acció n se inclinen hacia la Fatalidad, ası́ como la mayorı́a de pensadores se inclinan hacia la Providencia. —No sé lo que soy, verdaderamente —respondió Esther con una dulzura angelical—; pero amo a Lucien y moriré adorándole. —Venga a comer —dijo bruscamente el españ ol—, y niegue a Dios que Lucien no se case demasiado pronto, porque entonces ya no lo vería nunca más. —Su casamiento sería mi muerte —dijo ella. Dejó pasar primero al falso sacerdote, para poderse alzar hasta el oído de Lucien sin ser vista. —¿Es voluntad tuya —preguntó — que permanezca bajo el poder de este hombre, que me hace guardar

por esas dos hienas? Lucien inclinó la cabeza. La pobre muchacha reprimió su tristeza y pareció alegre; pero se sintió terriblemente oprimida. Fue preciso má s de un añ o de cuidados constantes y abnegados para que llegara a acostumbrarse a aquellas dos horribles criaturas, a las que Carlos Herrera llamaba los dos perros guardianes. La conducta de Lucien desde su regreso a Parı́s estuvo marcada por el cuñ o de una polı́tica tan profunda que debı́a excitar, y efectivamente excitó , la envidia de todos sus antiguos amigos, contra los cuales no ejerció má s venganza que la de hacerles rabiar con sus é xitos, con su porte irreprochable y por su manera de distanciarse de la gente. Aquel poeta tan expansivo, tan comunicativo, pasó a ser frı́o y reservado. De Marsay, a quien la juventud parisiense habia adoptado como prototipo, no mostraba ni en su manera de hablar ni en sus acciones mayor mesura que la que mostraba Lucien. En cuanto al ingenio, el periodista ya habı́a

hecho sus demostraciones en otro tiempo. De Marsay, a quien mucha gente se complacı́a en comparar con Lucien, dando preferencia al poeta, tuvo la mezquindad de molestarse por ello. Lucien, que gozaba del favor de quienes ejercı́an secretamente el poder, abandonó hasta tal punto toda ambició n de gloria literaria, que permaneció indiferente al é xito de su novela, publicada de nuevo bajo el verdadero tı́tulo de El arquero de Carlos IX, y al revuelo que produjo su colecció n de sonetos titulada Las Margaritas, que Dauriat vendió en sólo una semana. —Se trata de un é xito pó stumo —contestó riendo a la señorita Des Touches, que lo elogiaba. El terrible españ ol mantenı́a con brazo de hierro a su protegido en la senda que lleva a los polı́ticos pacientes, a la larga, a cosechar los honores y las ventajas de la victoria.

Luicen tomó un piso de soltero en Beaudenord, en

el muelle Malaquais, con objeto de estar má s cerca de la calle Taitbout, y su consejero se instaló en tres habitaciones de la misma casa, en el cuarto piso. Lucien no tenı́a má s que un caballo de silla y de cabriolé , un criado y un palafrenero. Cuando no estaba invitado, cenaba en casa de Esther. Carlos Herrera vigilaba tan bien al personal en el muelle Malaquais, que Lucien no llegaba a gastar en total diez mil francos al añ o. A Esther le bastaban diez mil francos, gracias a la entrega constante e inexplicable de Europa y Asia. Lucien tomaba, por otra parte, las mayores precauciones para ir a la calle Taitbout o para salir de allı́. Iba siempre en coche de punto, con las cortinas corridas, y hacı́a entrar siempre el coche. Ni su pasió n por Esther ni la existencia de la casa de la calle Taitbout, totalmente ignoradas por el mundo, fueron obstá culos para ninguna de sus relaciones o empresas; jamá s se le escapó ninguna palabra indiscreta sobre este asunto delicado. Los errores de esta clase que habı́a cometido con Coralie, con ocasión de su primera estancia en París, le habı́an dado experiencia. Su vida adoptó esa regularidad de buen tono bajo la cual pueden ocultarse tantos misterios: frecuentaba la alta

sociedad cada noche, hasta la una; se le podı́a encontrar en su casa todas las mañ anas de diez a una; luego se iba al Bosque de Bolonia y de visitas hasta las cinco. Pocas veces se le veı́a ir a pie, de este modo evitaba encontrarse con sus antiguos conocidos. Cuando le saludaba algú n periodista o alguno de sus antiguos compañ eros, respondı́a inclinando corté smente la cabeza, de manera que fuese imposible ofenderse, pero dejando entrever un profundo desprecio que cercenaba la familiaridad francesa. Así se libró en poco tiempo de la gente a quien no deseaba haber conocido. Debido a viejos rencores, no gustaba de ir a visitar a la señ ora de Espard, que le habı́a invitado varias veces a su casa; si se encontraba con ella en casa de la duquesa de Maufrigneuse o de la señ orita Des Touches, en casa de la condesa de Montcornet o en otra parte, manifestaba hacia ella una cortesı́a exquisita. Este rencor, compartido por la señ ora de Espard, obligaba a Lucien a ser prudente, pues ya se verá como el joven lo habı́a avivado al permitirse una venganza que, por lo demá s, le valió una fuerte reprimenda de parte de Carlos Herrera.

—No eres aú n bastante poderoso para vengarte de quien quieras —le habı́a dicho el españ ol—. Cuando se está de camino, bajo un sol ardiente, uno no se puede parar para coger la flor más bonita... Habı́a demasiado porvenir y demasiada superioridad auté ntica en Lucien para que los jó venes, ofendidos o resentidos por la inexplicable fortuna que habı́a tenido a su regreso a Parı́s, no estuvieran deseosos de hacerle cualquier mala pasada. Lucien, que no ignoraba que tenı́a muchos enemigos, tampoco desconocı́a las malas disposiciones que abrigaban muchos de sus amigos. Por esto el sacerdote ponı́a en guardia, de un modo tan admirable, a su hijo adoptivo contra lo traicionero del mundo y contra las imprudencias fatales tan propias de la juventud. Lucien tenı́a la obligació n de explicar cada noche al clé rigo los acontecimientos má s insigni icantes del dı́a, y cada noche lo hacı́a. Gracias a los consejos de aquel mentor, esquivaba la curiosidad del mundo, que es la má s há bil. Protegido por una seriedad britá nica y acuartelado tras los reductos que alza la circunspecció n de los diplomá ticos, no dejaba que

nadie se tomara el derecho ni la oportunidad de echar una mirada a sus asuntos. Su hermosa y joven igura habı́a terminado siendo, en el mundo, impasible como la de una princesa en una ceremonia. Hacia mediados del añ o 1829, se trató de su boda con la hija mayor de la duquesa de Grandlieu, que entonces tenı́a nada menos que cuatro hijas para situar. Nadie dudaba de que el rey, con ocasió n de tal enlace, concederı́a a Lucien el favor de darle el tı́tulo de marqué s. Esta boda iba a decidir la suerte polı́tica de Lucien, quien seguramente serı́a nombrado ministro en alguna corte de Alemania. Sobre todo desde hacı́a tres añ os, la vida de Lucien habı́a sido de una honestidad inatacable; De Marsay habı́a dicho acerca de él estas singulares palabras: —Este muchacho ha de tener detrá s suyo a alguien muy poderoso. Lucien se habı́a convertido en casi un personaje. Su pasió n por Esther le habı́a ayudado en gran medida a desempeñ ar su papel de persona seria. Una costumbre de esta especie protege a los ambiciosos

de muchas tonterı́as; al no estar atraı́dos por ninguna mujer, no dejan que prevalezca lo fı́sico sobre lo moral. Respecto a la felicidad de que gozaba Lucien, era la realizació n misma de los sueñ os de los poetas bohemios, en ayunas y sin un cé ntimo. Esther, el ideal de la cortesana enamorada, le recordaba a Coralie, la actriz con la que habı́a vivido durante un añ o, pero al mismo tiempo la superaba plenamente. Todas las mujeres enamoradas y entregadas prometen la reclusió n, el incó gnito, la vida de la perla en el fondo del mar; pero en la mayorı́a de ellas se trata de uno de esos encantadores caprichos que constituyen el tema de una conversació n, una prueba de amor que sueñ an en dar, pero que nunca dan; Esther, en cambio, que acababa siempre de vivir su primera felicidad, que a cada instante se sentı́a bajo la primera mirada ardiente de Lucien, no tuvo a lo largo de cuatro añ os ni un solo impulso de curiosidad. Empleaba toda su mente en adaptarse a los té rminos del programa trazado por la mano fatal del españ ol. Es má s, incluso en la cima de las má s embriagadoras delicias, nunca abusó del poder ilimitado que adquieren las mujeres amadas cuando renace el

deseo en el amante, para hacer preguntas sobre Herrera, el cual, por otra parte, seguı́a producié ndole espanto: no se atrevı́a a pensar en é l. Los bene icios de aquel inexplicable personaje, a quien sin duda alguna Esther debı́a tanto su gracia de pensionista como sus maneras de mujer respetable y su regeneració n, parecı́an a la pobre muchacha el preludio de la condenació n. "Algú n dı́a pagaré todo esto", se decı́a con terror. Durante las noches de buen tiempo, salı́a en un coche de alquiler. Con una celeridad que seguramente le habı́a impuesto el sacerdote, iba a pasear por alguno de esos encantadores bosques que rodean Parı́s, al de Bolonia, al de Vincennes, Romainville o Ville-d’Avray, a menudo con Lucien y a veces sola con Europa. Se paseaba sin ningú n miedo porque iba acompañ ada, cuando iba sin Lucien, por un fornido lacayo que vestı́a como el má s elegante de los lacayos, que iba armado con un auté ntico puñ al y cuya fisonomía y vigorosa musculatura eran las de un temible atleta. Este guardiá n estaba provisto, segú n la moda inglesa, de un bastó n muy largo con el que se puede hacer frente a varios atacantes a la

vez. De acuerdo con una urden dada por el clé rigo. Esther nunca habı́a dicho una palabra a este lacayo. Cuando la señ ora querı́a regresar, Europa daba un grito; el cazador daba un silbido al cochero, que siempre permanecı́a a una distancia conveniente. Cuando Lucien se paseaba con Esther, Europa y el lacayo se quedaban a cien pasos de distancia, como los pajes infernales de que hablan Las mil y 0 una noches, y que un encantador da a sus protegidos. Los parisiense, y sobre todo las parisienses, ignoran los encantos de un paseo por el bosque en plena noche cuando el tiempo es bueno. El silencio, los efectos de la luna y la soledad producen el mismo efecto sedante que los bañ os. Habitualmente Esther salı́a a las diez, se paseaba de doce a una y regresaba a las dos y media. Nunca se levantaba antes de las once. Se bañ aba y procedı́a a esa toilette minuciosa que desconocen la mayor parte de mujeres de Parı́s, porque exige demasiado tiempo, y que só lo practican las cortesanas, las mujeres galantes y las grandes señ oras, las cuales pueden disponer para sı́ del dı́a entero. Siempre acababa de arreglarse cuando llegaba Lucien, y se ofrecı́a cada vez a sus miradas como una lor recié n

abierta. Su ú nica preocupació n era la felicidad de su poeta; era suya como una cosa suya, es decir, le dejaba la má s completa libertad. Nunca dirigı́a ninguna mirada má s allá de la esfera que ella irradiaba; el cura se lo habı́a recomendado especialmente, porque, segú n el plan de aquel profundo polı́tico, Lucien debı́a desenvolverse a su gusto. La felicidad no tiene historia, y los cuentistas de todos los paı́ses lo han comprendido tan bien, que terminan todas las aventuras de amor con esta simple frase: Y vivieron felices. Por esto, só lo es posible explicar las condiciones materiales de aquella felicidad realmente fabulosa que se desarrollaba en pleno Parı́s. Fue la felicidad en su forma má s hermosa, un poema, una sinfonı́a de cuatro añ os. Las mujeres dirá n: "¡Es mucho!" Pero ni Esther ni Lucien dijeron: "¡Es demasiado!" Por ú ltimo, la fó rmula Y vivieron felices fue en su caso aú n má s explı́cita que en los cuentos de hadas, ya que no tuvieron hijos. Ası́, Lucien pudo galantear por el mundo, abandonarse a sus caprichos de poeta y, hay que decirlo tambié n, a las necesidades de su posició n. Durante el perı́odo en que se abrı́a

lentamente camino, prestó algunos servicios secretos a ciertos polı́ticos cooperando en sus actividades. En esto actuó con una gran discreció n. Cultivó mucho el ambiente de la señ ora de Sé rizy, con la cual, segú n se comentaba en los salones, estaba en los mejores té rminos. La señ ora de Sé rizy habı́a quitado Lucien a la duquesa de Maufrigneuse, de quien se decı́a que habı́a perdido su a ició n por é l... expresió n mediante la cual las mujeres se vengan de una felicidad envidiada. Lucien estaba, por ası́ decirlo, bajo el amparo del arzobispado y en la intimidad de algunas mujeres amigas del arzobispo de Parı́s. Era modesto y discreto, y esperaba pacientemente. Puede decirse, pues, que la exclamació n de De Marsay, que se habı́a casado entonces y obligaba a su mujer a llevar la vida que llevaba Esther, contenı́a má s que una mera observació n. Pero los peligros subterrá neos de la postura de Lucien se pondrá n de mani iesto suficientemente en el curso de esta historia. En estas circunstancias, una hermosa noche de agosto, el baró n de Nucingen regresaba a Parı́s de la inca de un banquero extranjero establecido en

Francia, en cuya casa habı́a cenado. La inca está a ocho leguas de Parı́s, en plena regió n de Brie1. Como que el cochero del baró n se habı́a jactado de poder llevar allı́ a su amo y de llevarle tambié n de regreso con sus caballos, se tomó la libertad de ir lentamente cuando cayó la noche. Al entrar en el Bosque de Bolonia la situación de los animales, de la servidumbre y del amo era la siguiente. El cochero, que habı́a sido abrevado con liberalidad en é l cuarto de servicio del ilustre autó crata del Cambio, estaba completamente borracho y dormı́a, sosteniendo sin embargo las riendas, como si quisiera engañ ar a los transeú ntes. El criado, que iba detrá s sentado, roncaba como un trompo de Alemania, que es el paı́s de las pequeñ as iguras de madera tallada, de los grandes Reinganum y de los trompos. El baró n querı́a pensar; pero a partir del puente de Gournay le habı́a cerrado los ojos la suave somnolencia de la digestió n. Por la soltura de las riendas, los caballos comprendieron cuá l era el estado del cochero; oyeron el sonido continuo de bajo que emitı́a el criado, que iba detrá s, de vigı́a, y se vieron convertidos en dueñ os. Aprovecharon aquel rato de libertad para andar a su antojo. Como

si fueran esclavos inteligentes, dieron oportunidad a los ladrones de asaltar a uno de los capitalistas má s ricos de Francia, al má s há bil de los que se ha dado en llamar, con gran energı́a, los Lobos Cervales. Finalmente, convertidos ya en dueñ os y atraı́dos por esta curiosidad que todo el mundo ha podido observar en los caballos domé sticos, se detuvieron en un claro cualquiera del bosque, delante de otros caballos, a los que dijeron seguramente, en el lenguaje de los caballos: "¿A quié n pertenecé is? ¿Qué hacé is? ¿Sois dichosos?" Cuando la calesa dejó de moverse, el baró n, adormecido, despertó . De momento creyó que no habı́a abandonado aú n el parque de su colega; pero en seguida fue sorprendido por una visió n celestial que le halló desprovisto de su arma habitual, el cá lculo. Hacı́a un claro de luna tan esplé ndido, que se podı́a leer cualquier cosa, incluso un perió dico de la tarde. En el silencio del bosque y en aquella nı́tida claridad, el baró n vio a una mujer sola que contemplaba el singular espectá culo que ofrecı́a la calesa adormecida, mientras subı́a a un coche de alquiler. Al ver a aquel á ngel, el baró n de Nucingen se sintió

como iluminado por una luz interior. Al sentirse admirada, la joven bajó su velo con un ademá n de espanto. El lacayo pro irió un grito ronco cuyo signi icado comprendió muy bien el cochero, ya que el coche partió como una lecha. El viejo banquero sintió una terrible emoció n: la sangre, que le subı́a de los pies, llenaba de fuego su cabeza, y su cabeza devolvı́a llamas a su corazó n; se le oprimió la garganta. El pobre temió una indigestió n, pero, pese a tal aprensión, se puso bruscamente en pie. —¡A doto calobe! ¡Maltido gochero, no de tuermas! —chilló—. ¡Cien vrangos si algansas esde goche! Al oı́r aquellas palabras, cien francos, el cochero se despertó , y el criado de atrá s las oyó seguramente en medio de sus sueños. El barón repitió la orden, el cochero puso los caballos a todo galope, y consiguió alcanzar, a la altura de la barrera del Tró ne, un coche parecido al que Nucingen habı́a visto con la divina desconocida, pero en cuyo interior se repantigaba el encargado de alguna tienda importante, junto a una mujer decente de la calle Vivienne1. Esta equivocació n dejó consternado al

barón. —5"» hupiera draito a Chorche —pronuncı́ese George— en lugar te di, betaso te prudo, é l hupiera sapito algansar esta muquer —dijo al criado mientras los consumeros registraban el coche. —¡Eh, señ or baró n! El diablo estaba detrá s, lo jurarı́a, en forma de lacayo, y me ha cambiado este coche por el suyo. —El tiaplo no exisde —dijo el barón. El baró n de Nucingen aparentaba entonces sesenta añ os, las mujeres le eran ya totalmente indiferentes, y, con mayor motivo, la suya propia. Se vanagloriaba de no haber conocido jamá s el amor que hace cometer locuras. Consideraba una suerte haber acabado ya con las mujeres, de las que decı́a, sin ¡miramiento alguno, que la má s angelical de todas no valı́a lo que costaba, aun cuando se entregara gratis. Se ingı́a tan ¡totalmente hastiado, que habı́a dejado de comprar, por un par de billetes de mil francos al mes, el placer de dejarse engañ ar. Desde su palco de la Opera, su mirada frı́a se

sumergı́a tranquilamente en el cuerpo de baile. De aquel temible enjambre de muchachas viejas y de ancianas jó venes, la lor y nata de los placeres parisienses, no partı́a ninguna mirada en direcció n al palco donde estaba el capitalista. Amor natural, amor postizo y amor propio, amor de decoro y de vanidad; amor-gusto, amor decente y conyugal, amor excé ntrico, el baró n lo habı́a comprado todo, lo había conocido todo, salvo el auténtico amor. Este amor acababa de abatirse sobre é l como un á guila sobre su presa, como é l mismo se abatı́a sobre Gentz, el con idente de S. A. el prı́ncipe de Metternich. Son de sobra conocidas las tonterı́as que aquel viejo diplomá tico hizo por Fanny Elssler, cuyos ensayos le tenı́an má s ocupado que los altos intereses europeos. La mujer que acababa de trastornar a aquella caja reforzada de hierro, cuyo nombre era Nucingen, se le habı́a aparecido ,; como una de esas mujeres ú nicas en una generació n. No es seguro que la amante del Ticiano, que la Monna Lisa de Leonardo da Vinci o la Fornarina de Rafael fuesen tan hermosas como la sublime Esther, en cuya persona ni siquiera el ojo má s adiestrado del parisiense má s observador hubiera podido

reconocer el menor vestigio que recordara a la cortesana. Por esto impresionó al baró n principalmente el aire de mujer noble e importante que tenı́a Esther en el má s alto grado, ella que vivı́a envuelta en el lujo, la elegancia y el amor. El amor dichoso es el santo ó leo de las mujeres: todas se hacen entonces altivas como emperatrices. Durante ocho noches seguidas, el baró n fue al bosque de Vincennes, luego al de Bolonia, luego a los de Villed'Avray, despué s al bosque de Meudon, y inalmente por todos los alrededores de Parı́s, sin poder encontrar a Esther. Aquella sublime igura judı́a, de la que decı́a que era una vicitra te la Piplia, estaba siempre presente ante sus ojos. A los quince dı́as, perdió el apetito. Delphine de Nucingen y su hija Augusta, a quien la baronesa empezaba a mostrar en pú blico, al principio no se dieron cuenta del cambio operado en el baró n. La madre y la hija só lo veı́an al señ or de Nucingen por la mañ ana, durante el desayuno, y por la noche durante la cena, cuando todos cenaban en casa, lo cual ú nicamente ocurrı́a los dı́as en que Delphine tenı́a invitados. Pero al cabo de dos meses, poseı́do por una iebre

de impaciencia y por un estado parecido al que provoca la nostalgia, el baró n, sorprendido por la impotencia de los millones, adelgazó y pareció tan gravemente afectado que Delphine empezó a abrigar la secreta esperanza de enviudar. Se puso a compadecer con bastante hipocresı́a a su marido con preguntas; é l contestó como lo hacen los ingleses enfermos de spleen: apenas contestó nada. Delphine de Nucingen ofrecı́a una gran cena cada domingo. Habı́a adoptado aquel dı́a para la recepció n despué s de observar que, en el gran mundo, nadie iba a los espectá culos, de modo que resultaba un dı́a sin ocupació n. La invasió n de las clases mercantiles o burguesas ha hecho que el domingo sea tan estú pido en Parı́s como es aburrido en Londres. La baronesa invitó [ pues al ilustre Desplein a cenar, para poderle hacer una consulta sin que lo supiera el enfermo, puesto que Nucingen a irmaba que se encontraba perfectamente. Keller, Rastignac, De Marsay, Du Tillet, todos los amigos de la casa, habı́an hecho comprender a la baronesa que un hombre como Nucingen no debı́a morir de improviso; sus inmensos negocios reclamaban ciertas

precauciones, era absolutamente necesario saber a qué atenerse. Se rogó a estos señores que asistieran a la cena, ası́ como al conde de Gondreville, el suegro de Francpis Keller, el caballero de Espard, Des Lupeaulx, el doctor Bianchon, el discı́pulo má s querido de Desplein, Beaudenord y su esposa, el conde y la condesa de Montcornet, Blondet, la señ orita Des Touches y Conti; por ú ltimo, Lucien de Rubempré , por quien Rastignac, desde hacı́a cinco añ os, habı́a concebido la má s irme amistad; pero por orden, como se dice en los bandos. —No nos libraremos fá cilmente de é se —dijo Blondet a Rastignac cuando vio entrar en el saló n a Lucien, má s apuesto que nunca y vestido de un modo encantador. —Vale má s hacerse amigo de é l, es de temer —dijo Rastignac. —¿El? —dijo De Marsay—. No considero de temer má s que a la gente cuya situació n está clara, y la suya no es que— sea inatacable: hasta ahora ha estado, simplemente, inatacada. ¡Vamos a ver! ¿De

qué vive? ¿De dó nde procede su fortuna? Estoy seguro de que tendrá por los sesenta mil francos de deudas. —Ha encontrado en un sacerdote españ ol un protector muy rico que le ayuda mucho — respondió Rastignac. —Se casa con la señ orita de Grandlieu, la mayor — dijo la señorita Des Touches. —Sı́ —añ adió el caballero de Espard—, pero le piden que adquiera una inca con una renta de treinta mil francos para asegurar la fortuna que ha de reconocer a su futura esposa, para lo cual necesita un milló n, y esto no se encuentra a los pies de ningún español. —Es caro, porque Clotilde es muy fea —dijo la baronesa. La señ ora de Nucingen se daba tono llamando por su nombre de pila a la señ orita de Grandlieu, como si ella, que se apellidaba Goriot, frecuentara aquella sociedad. —No —replicó Du Tillet—, la hija de una duquesa

nunca es fea para nosotros, sobre todo si aporta el titulo de marqué s y un cargo diplomá tico; pero el mayor obstá culo para este enlace es el amor desenfrenado de la señ ora dé Sé rizy por Lucien, a quien debe dar mucho dinero. —No me extrañ a ver a Lucien tan serio; la señ ora de Sé rizy no le dará precisamente un milló n para que se case con la señ orita de Grandlieu. Seguramente no debe saber có mo salir del apuro — prosiguió De Marsay. —Sı́, pero la señ orita de Grandlieu le adora —dijo la condesa de Montcornet—, y con la ayuda de esta jovencita quizá logre mejores condiciones. —¿Qué hará con su hermana y con su cuñ ado de Angulema? —preguntó el caballero de Espard. —Su hermana es rica —contestó Rastignac—, y é l siempre la llama señora Séchard de Marsac. —Tendrá muchas di icultades, pero la verdad es que es un guapo mozo —dijo Bianchon, mientras se levantaba para saludar a Lucien.

—Hola, mi querido amigo —dijo Rastignac, dando a Lucien un cálido apretón de manos. De Marsay saludó frı́amente, despué s de haberle saludado Lucien primero. Antes de la cena, Desplein y Bianchon, que examinaban al baró n de Nucingen mientras bromeaban con é l, se dieron cuenta de que su enfermedad tenı́a causas enteramente morales; pero nadie pudo sospecharlas, de tan imposible como parecı́a que pudiera estar enamorado aquel profundo polı́tico de la Bolsa. Cuando Bianchon, a quien sólo en el amor le parecía posible hallar una explicació n del estado patoló gico del banquero, lo comunicó brevemente a Delphine de Nucingen, é sta sonrió , expresando en su sonrisa la seguridad de la esposa que desde hace tiempo sabe muy bien a qué atenerse respecto a su marido. No obstante, despué s de la cena, los ı́ntimos de la casa rodearon al banquero y quisieron dilucidar aquel caso extraordinario en cuanto oyeron a Bianchon decir que Nucingen debı́a de estar enamorado. —¿Sabe usted, baró n —le dijo De Marsay—, que ha

adelgazado considerablemente? Se sospecha que ha violado usted las leyes de la naturaleza financiera. —¡Nunga! —dijo el barón. —Sı́, hombre —repuso De Marsay—. Hay quien se atreve a insinuar que está usted enamorado. —Es fertat —contestó lastimosamente Nucingen—. Esdoy susbiranto bor aleo tesgonotsito. —¿Usted enamorado, usted?... ¡Es un presuntuoso! —dijo el caballero de Espard. —Esdar enamorato a mi etat, ya sé gue es lo má s ritı́-gulo gue buete oı́rtse; bero, jgué guieren usdetesf Es tsierdo! —¿Es de alguna dama del gran mundo? —preguntó Lucien. —El baró n —dijo De Marsay— tan só lo puede adelgazar ası́ si se trata de algú n amor sin esperanza, puesto que tiene dinero su iciente para comprar a todas las mujeres que quieran o puedan

venderse. —No la gonozgo en apsoludo —respondió el baró n —. Y se lo bueto tecir, ahora gue la señ ora te Nutsinken esdá en el saló n. Hasda ahora nunga he sapito gué es el amor. ¿El amor? Greo gue ess atelcatsar. —¿Dó nde encontró usted a esta joven inocente? — preguntó Rastignac. —En goche, a metianoche, en el posgue te Finsennes. —¿Su descripción? —dijo De Marsay. —Un tsomprero te casa planga, un pesdito rossa, un chal plango, un pelo dampié n plango... ¡una vicura realmende pı́-pliga! Unos ocos te vueco, una dez oriendal. —¡Usted soñaba! —dijo Lucien, sonriendo. —Es fertat, tormı́a gomo un drongo... gomo un drongo —dijo, como si volviera en sı́ —, bor gue era polpiento te señar en la vinga te mi amico...

—¿Estaba sola? —dijo Du Tillet, interrumpiendo al lince. —Sı́ —dijo el baró n con un tono doliente—, salpo gon un griato tedrás tel goche y una sirpienda... —Lucien parece conocerla —exclamó Rastignac al observar que el amante de Esther sonreía. —¿Quié n no conoce a las mujeres capaces de ir, a medianoche, a una cita con Nucingen? —dijo Lucien, haciendo una pirueta verbal. —No era ninguna mujer de las que frecuentan el gran mundo —dijo el caballero de Espard—, porque el barón hubiera reconocido al criado. —No la he pisdo en nincú n lato —repuso el baró n —, y hase guarenda tı́as gue la manto pusgar bor la bolitsia, gue no gonsigne hallarla. —Vale má s que le cueste algunos centenares de miles de francos que la vida, y a su edad una pasió n sin alimento es peligrosa —dijo Desplein—, puede costar la vida.

—Sı́ —respodió Nucingen a Desplein—, lo gue yo gomo no me abropecha, el aire me barese mordal. ¡Poy al posgue te Finzmnes, a per el lucar tonte la i!... ¡Sı́, é sda es mi ita! No he botito ogubarme tel ú ldimo embré sdido: me he remv-dito a mis golé eos gue dienen bietat te mı́... Tarı́a un milló n bara gonotser a esda muquer; saltrı́a cananto, borgue ahora ya no poy a la Polsa... Brecunten a Di Düet. —Sı́ —respondió Du Tillet—, no tiene ninguna a ició n por los negocios, está transformá ndose, esto es señal de muerte. —Señ al te amor —corrigió Nucingen—; bara mı́ es lo mismo. La ingenuidad del anciano, que habı́a dejado de ser Lobo Cerval, y que por primera vez en su vida percibı́a algo má s santo y má s sagrado que el oro, conmovió a aquella hueste de gente que estaba de vuelta de todo; unos intercambiaron sonrisas, otros contemplaron a Nucingen expresando con ¿su isonomı́a esta misma idea: "¡Que un hombre tan fuerte llegue a este extremo!"... Luego todos

regresaron al saló n hablando del acontecimiento. Era, efectivamente, un acontecimiento capaz de producir la mayor sensació n. La señ ora de Nucingen se puso a reı́r cuando Lucien le hizo saber el secreto del banquero; pero al oı́r las burlas de su mujer, el baró n la cogió por el brazo y se la llevó hasta el marco de una ventana. —Señ ora —le dijo en voz baja—, ¿agaso he denito camas una sola balapra te purla hacia sus basiones, bara gue ahora se purle ası́ te las mı́as? Una puena esbosa ayutarı́a a su marito a salir te aburos, en lucar te parlarse te él, gomo hase usdet... Por la descripció n del viejo banquero, Lucien habı́a reconocido a su Esther. Se habı́a molestado porqué su sonrisa no habı́a pasado inadvertida; aprovechó el momento de conversació n general que se produce mientras se sirve el café para desaparecer. —¿Qué se ha hecho del señ or de Rubempré ? —dijo la baronesa de Nucingen. —Es iel a su lema: Quid me continebit? — respondió Rastignac.

—Que signi ica: ¿Qué puede retenerme? O tambié n: Soy indomable, como pre ieran —añ adió De Marsay. —Cuando el señ or baró n hablaba de su desconocida, Lucien ha dejado escapar una sonrisa que me inclina a creer que no le es desconocida — dijo Horace Bianchon, sin saber el peligro de una observación tan anodina. "¡Pien!", se dijo a sí mismo el Lobo Cerval. Como todos los enfermos desesperados, aceptaba cualquier cosa que pareciera abrirle una esperanza, y se prometió hacer vigilar a Lucien por gente que no fuera la de Louchard, el má s há bil de todos los Guardias del Comercio de Parı́s, a quien se habı́a dirigido desde hacía quince días.

Antes de ir a casa de Esther, Lucien tenı́a que ir a la mansió n de los Grandlieu, a pasar un par de horas; aquellos ratos hacı́an de la señ orita Clotilde-

Fré dé rique de Grandlieu la muchacha má s feliz del faubourg Saint-Germain. La prudencia que caracterizaba la conducta del ambicioso joven le aconsejó que informara en seguida a Carlos Herrera del efecto producido por la sonrisa que se habı́a dibujado en su rostro al oı́r la descripció n de Esther hecha por el baró n de Nucingen. El amor del barón por Esther y su iniciativa de lanzar a la policía en busca de su desconocida eran, por otra parte, acontecimientos de su iciente importancia para que se los comunicara cuanto antes a quien habı́a buscado bajo la sotana el asilo que antañ o los criminales hallaban en el interior de las iglesias. Entre la calle de Saint-Lazare, donde vivı́a en aquel tiempo el banquero, y la calle de Saint-Dominique, donde está la casa de los Grandlieu, se situaba aproximadamente su domicilio del muelle Malaquais. Lucien encontró a su terrible amigo entretenido con su breviario, es decir, curando una pipa antes de acostarse. Aquel personaje, extrañ o má s que extranjero, habı́a acabado renunciando a los cigarros españ oles, por parecerle demasiado suaves.

—Esto se pone serio —contestó el españ ol cuando Lucien se lo hubo contado todo —. El baró n, que se sirve ya de Louchard para buscar a la pequeñ a, tendrá sin duda la ocurrencia de mandar a un sabueso que siga tus pasos; todo se descubrirı́a. Entre esta noche y mañ ana por la mañ ana quizá no tendré tiempo para preparar las barajas para la partida que voy a jugar contra ese baró n. Ante todo voy a demostrarle la impotencia de la policı́a. Cuando nuestro Lobo Cerval haya perdido toda esperanza de encontrar a su oveja, me encargaré de vendérsela, al precio que vale para él... —¿Vender a Esther?... —exclamó Lucien, cuyo primer impulso era siempre excelente. —¿Acaso olvidas nuestra situació n? —exclamó Carlos Herrera. Lucien bajó la cabeza. —¡Sin dinero —siguió el españ ol— y con una deuda de sesenta mil francos! Si quieres casarte con Clotilde de Grand-lieu, tienes que comprar una inca de un milló n para asegurar la viudedad de aquel

adefesio. ¡Perfectamente! Esther es una presa tras la cual voy a hacer correr a ese Lovo Cerval para aligerarlo de un milló n. Esto me atañ e a mı́... — Esther no querrá jamá s... —Esto me atañ e a mı́. —Se va a morir... —Esto atañ e a las pompas fú nebres. Y en de initiva, ¿qué ?... —gritó aquel salvaje, cortando en seco las elegı́as de Lucien con el ademá n que adoptó —. ¿Cuá ntos generales ¡no murieron en la lor de la edad por el emperador Napoleó n? —preguntó a Lucien tras un momento de silencio—. ¡Mujeres hay muchas! En 1821, para ti Coralie no tenı́a igual, y sin embargo má s tarde encontraste a Esther. Despué s de esta muchacha, vendrá ... ¿sabes quié n?... ¡La mujer desconocida! De todas las mujeres, la rilas hermosa, y la buscará s en la capital donde el yerno del duque de Grandlieu sea ministro y representante del rey de Francia... Y ademá s, dime, caballerete, ¿va a morir Esther por eso? ¿Acaso el marido de la señ orita de Grandlieu va a poder conservar a Esther? Dé jame hacer a mı́, no tienes por qué preocuparte de todo: me atañ e a mı́. De momento prescindirá s de Esther por una o dos

semanas, y no te acercará s en absoluto a la calle Taitbout. Venga, vete a arrullar a tu tabla de salvació n y juega bien tu papel; pá sale a Clotilde la carta incendiaria que has escrito esta mañ ana y trá eme de su parte alguna respuesta cá lida. Esta muchacha se desahoga de sus privaciones mediante la escritura: ¡eso me va! A Esther la encontrará s algo triste, pero dile que obedezca. Se trata de nuestra librea de virtud, nuestra casaca de honestidad, la mampara detrá s de la cual los grandes ocultan todas sus infamias... Se trata de mi hermoso yo, de ti, que debes quedar siempre por encima de toda sospecha. El azar nos ha hecho mejor servicio que mi imaginació n, que, desde hacı́a un par de meses, trabajaba en el vacío. Mientras lanzaba estas terribles a irmaciones, una tras otra, como pistoletazos, Carlos Herrera se iba vistiendo y se disponía a salir. —Tu alegrı́a es patente —exclamó Lucien—, nunca has querido a la pobre Esther, y ahora ves llegar con fruición el instante en que te librarás de ella.

—Nunca te has cansado de amarla, ¿no es cierto?... Pues bien, yo nunca me he cansado de execrarla. Pero, ¿no he obrado siempre como si sintiera un sincero afecto por esta muchacha? ¿No he tenido su vida entre mis manos, a travé s de Asia? Unas cuantas setas malas en un guisado, y todo estaba terminado... Sin embargo, la señ orita Esther existe todavı́a... ¡y es feliz!... ¿Sabes por qué ? ¡Porque la quieres! No seas niñ o. Hace cuatro añ os que esperamos una casualidad, a nuestro favor o en contra nuestra. Ahora, pues, hemos de desplegar algo má s que talento para mondar el fruto que nos echa el azar. Esta suerte de ruleta tiene, como todo, su parte buena y su parte mala. ¿Sabes en qué estaba pensando cuando has entrado? —No... —Pensaba en convertirme, como hice ya en Barcelona, en el heredero de alguna vieja beata, con la ayuda de Asia... —¿Un crimen?... —No tenı́a otro recurso para asegurar tu felicidad.

Los acreedores se agitan. ¿Qué habrı́a sido de ti, perseguido por alguaciles, y expulsado de la mansió n de los Grandlieu? Habrı́a llegado para ti el plazo de vencimiento del diablo. Carlos Herrera describió con un ademá n el suicidio de un hombre que se tira al agua, y a continuació n ijó en Lucien su mirada, una de esas miradas ijas y penetrantes que hacen entrar la voluntad de los hombres fuertes en el alma de los dé biles. Aquella mirada fascinadora, que relajó todo residuo de resistencia, anunciaba el establecimiento entre Lucien y su consejero no só lo de ciertos secretos de vida y muerte, sino tambié n ciertos sentimientos que se elevaban tan por encima de los sentimientos ordinarios como se elevaba aquel hombre por encima de la bajeza de su posición. Aquel personaje a la vez vil y poderoso, oscuro y cé lebre, obligado a vivir fuera del mundo, donde la ley le impedı́a volver a entrar nunca má s, agotado por el vicio y por furiosos refrenamientos, aunque provisto de una fuerza de espı́ritu que le roı́a por dentro; aquel personaje, consumido principalmente

por un ansia febril de vivir, revivı́a en el cuerpo elegante de Lucien, cuya alma habı́a llegado a ser la suya. Se hacı́a representar en la vida social por aquel poeta, a quien comunicaba su irmeza y su voluntad fé rrea. Para é l Lucien era má s que un hijo, má s que una mujer amada, má s que una familia y más que su propia vida: era su venganza; y como las almas fuertes sienten má s apego a un sentimiento que a la vida, lo habı́a unido a sı́ con lazos indisolubles. Tras haber comprado la vida de Lucien en el instante en que el poeta desesperado estaba a punto de suicidarse le propuso uno de esos pactos infernales que só lo se ven en las novelas, pero que son del todo posibles, como lo han demostrado en la audiencia tantos y tantos famosos dramas judiciales. Proporcionando a Lucien todos los placeres de la vida parisiense y demostrá ndole que aú n podı́a forjarse un porvenir brillante, le habı́a convertido en objeto suyo. Por otra parte, cuanto tuviera que ver con su segundo yo no le costaba ningú n sacri icio a aquel extrañ o ser. Pese a su fuerza, era tan dé bil frente a los caprichos de su

protegido, que habı́a acabado con iá ndole sus secretos. Quizá la complicidad puramente moral era un lazo má s entre ambos. Desde el dı́a en que fue ocultada la Torpille, Lucien sabı́a sobre qué base horrible descansaba su felicidad. La sotana de sacerdote españ ol ocultaba a Jacques Collin, una de las celebridades del mundo del presidio, que diez añ os antes vivı́a, con el respetable y burgué s nombre de Vautrin, en la Casa Vauquer, donde habı́an vivido como pensionistas Rastignac y Bianchon. Jacques Collin, apodado el Engañamuertes, se escapó del presidio de Rochefort al poco de ingresar en é l, y siguió el ejemplo dado por el famoso conde de Sainte-Hé lè ne, aunque modi icando todo lo que podı́a tener de vicioso la audaz acció n de Coignard1. Hacerse pasar por persona honrada y seguir viviendo como un presidiario es una conjunció n demasiado contradictoria para que no se produzca un desenlace fatal, sobre todo en Parı́s; situá ndose en el seno de una familia, el peligro se multiplica. Ademá s, para estar realmente a salvo de toda investigació n, ¿no hay que situarse a una altura

mayor que la que ocupan los asuntos ordinarios de la vida? Un hombre de mundo está sometido a ciertos riesgos que casi nunca pesan sobre quienes no tienen contacto con el mundo. Por esto la sotana es el disfraz má s seguro, si puede ir acompañ ado de una vida ejemplar, solitaria y sin acción. "Ası́ pues, seré cura", se dijo a sı́ mismo aquel muerto civil, que querı́a revivir bajo una forma social y satisfacer unas pasiones tan extrañ as como su propia persona. La guerra civil que la constitució n de 1812 provocó en Españ a, donde se hallaba aquel ené rgico ser, le ofreció la oportunidad de matar secretamente en una emboscada al auté ntico Carlos Herrera. Este sacerdote, bastardo de un gran señ or, que no sabı́a qué mujer le habı́a dado a luz y que habı́a sido abandonado por su padre, debı́a ir a Francia a realizar una misió n polı́tica encomendada por el rey Fernando VII, bajo la recomendació n de algú n obispo. Este obispo, ú nica persona interesada por Carlos Herrera, murió durante el viaje que llevaba a é ste hijo pró digo de la Iglesia de Cá diz a Francia, pasando por Madrid, Jacques Collin, satisfecho de haber encontrado al

personaje buscado, en las condiciones oportunas, se hizo algunas heridas en la espalda para borrar la marca fatal que llevaba, y cambió su rostro mediante reactivos quı́micos. Transformá ndose ası́ ante el propio cadá ver del sacerdote antes de destruirlo, pudo incluso darse una cierta semejanza con su sosias. Para completar la metamorfosis, que era casi tan maravillosa como la de aquel cuento á rabe en que el derviche ha conseguido el poder de entrar, é l que ya es viejo, en el cuerpo de un joven mediante unas palabras má gicas, el presidiario, que ya sabı́a hablar españ ol, aprendió todo el latı́n que puede saber un sacerdote andaluz. Collin, que habı́a sido banquero en los tres presidios en que habı́a estado, se habı́a llevado la suma con iada a su conocida probidad y forzada honradez, ya que entre socios de esta ralea los errores se pagan a navajazos. Añ adió a este dinero la suma entregada por el obispo a Carlos Herrera. Antes de salir de Españ a, se apoderó del tesoro de una beata de Barcelona, a quien dio la absolució n prometié ndole que restituirı́a la parte de su fortuna que provenı́a de un asesinato cometido por ella. Jacques Collin, provisto de importantes recomendaciones para

desempeñ ar una misió n secreta en Parı́s, transformado en cura y resuelto a no echar a perder este nuevo cará cter que habı́a revestido, se estaba abandonando a la suerte de su nueva existencia, cuando he aquı́ que encuentra a Lucien en el camino de Angulema a Parı́s. Le pareció al falso sacerdote que el muchacho podrı́a ser un maravilloso instrumento de poder; le salvó del suicidio dicié ndole: " Entregú ese a un hombre de Dios como se entrega uno al diablo, y tendrá usted oportunidad de forjarse un nuevo destino. Vivirá como en un sueñ o, y su peor pesadilla será esa muerte a cuyo encuentro iba usted tan decididamente..." La alianza de aquellos dos seres, que habı́an de fundirse en uno solo, se estableció sobre este só lido razonamiento, que Carlos Herrera se encargó , ademá s, de consolidar mediante una complicidad há bilmente administrada. Era un genio de la corrupció n, y destruyó la honradez de Lucien sumergié ndole en crueles necesidades de las cuales le libraba a cambio de su consentimiento tá cito a toda una serie de infamias que cometı́a el sacerdote y que permitı́an que Lucien apareciera siempre

puro, leal y noble ante los ojos del mundo. Lucien representaba el brillo social a cuya sombra querı́a vivir el falsario. "Yo soy el autor, y tú será s el drama; si tú fracasas, me silbará n a mı́", le dijo el dı́a en que le reveló el sacrilegio de su disfraz. Carlos le fue confesando paulatinamente sus secretos, de manera que. la infamia de sus con idencias guardara proporció n con los progresos y con las necesidades de Lucien. Siguiendo esta pauta, Engañ amuertes no reveló su ú ltimo secreto hasta que el há bito de los placeres parisienses, los é xitos y la vanidad satisfecha no hubieron puesto del todo bajo sus garras, en cuerpo y alma, al há bil poeta. Mientras l|ue Rastignac, tentado hacı́a tiempo por aquel demonio, se habı́a resistido, Lucien sucumbió porque se vio envuelto en má s há biles maniobras, má s comprometido, y vencido, principalmente, por la dicha de haber conquistado una eminente situació n social. El Mal, cuya con iguració n poé tica se llama Diablo, empleó con aquel hombre medio mujer sus artimañ as má s seductoras, y M al comienzo le exigió poco dá ndole mucho. El principal argumento de Carlos fue el secreto eterno, el secreto prometido por Tartufo a Elmire. Las

pruebas reiteradas de una absoluta abnegació n, parecida a la de Zaida por Mahoma, llevaron a su culminació n aquella inmunda operació n, la conquista de Lucien por un Jacques Collin. En aquel momento, no só lo Esther y Lucien se habı́an gastado todos los fondos con iados a la honradez del banquero de presidio, que se exponı́a por ellos a terribles represalias, sino que ademá s el dandy, el falsario y la cortesana tenı́an deudas. En el instante en que Lucien estaba a punto de alcanzar el é xito, el má s pequeñ o guijarro en medio del camino podı́a hacer demoronarse el fabuloso edi icio de aquella fortuna construida con tanta audacia. En el baile de la Opera, Rastignac habı́a reconocido al Vautrin de la Casa Vauquer, pero sabı́a que corrı́a peligro de muerte en caso de indiscreció n; por eso en las miradas que dirigı́a el amante de la señ ora de Nucingen a Lucien el miedo se mezclaba con las expresiones de amistad. En el instante de peligro, Rastignac habrı́a proporcionado con la mayor alegrı́a un coche para llevar a Engañ amnertes al patı́bulo. Puede ahora adivinarse la sombria satisfacció n que sintió Carlos al enterarse del

enamoramiento del baró n de Nucingen y al intuir repentinamente el partido que podı́a sacar de la pobre Esther un hombre de su temple. —Venga —dijo a Lucien—, el diablo protege a su capellán. —Estás fumando sobre un polvorín. —Incedo per ignes —respondió Carlos, sonriendo —. Es mi oficio.

La casa de Grandlieu se dividió en dos ramas a mediados del pasado siglo: por un lado la casa ducal, condenada a extinguirse porque el actual duque no ha tenido má s que hijas; por otro los vizcondes de Grandlieu, que han de heredar el tı́tulo y las armas de la rama principal. Las armas de la rama ducal son de gules, con tres hachas de oro formando un haz, con el famoso lema CAVEO NON TIMEO, que resume toda la historia de esta casa. El escudo de los vizcondes está cuartelado con el

de Navarreins, que es de gules, con el has almenado de oro, y la divisa GRANDS FAITS, GRAND LIEU (grandes hechos, gran lugar) inscrita sobre el casco de caballero. La actual vizcondesa, viuda desde 1813, tiene un hijo y una hija. Pese a que regresó de la emigració n casi en la ruina, pudo recuperar una considerable fortuna gracias a la idelidad de un procurador, de Derville. A su vuelta en 1804, el duque y la duquesa de Grandlieu fueron objeto de ciertas lisonjas por parte del Emperador; Napoleó n, que los tuvo en su corte, les devolvió todo lo que habı́a pertenecido a la casa de Grandlieu, que representaba una renta de cerca de cuarenta mil libras. De todos los grandes señ ores del faubourg Saint-Germain que se dejaron seducir por Napoleó n, el duque y la duquesa (una Ajuda de la rama primogé nita, emparentada con los Braganza) fueron los ú nicos que no renegaron del Emperador ni de sus bene icios. Luis XVIII mostró deferencia hacia una tal idelidad en los momentos en que todo el faubourg Saint-Germain se lo echaba en cara a los Grandlieu; pero con esto quizá Luis XVIII quisiera tan só lo molestar a MONSIEUR. Se

juzgaba probable la boda del joven vizconde de Grandlieu con Marie-Athé nais, la hija menor del duque, que entonces tenı́a nueve añ os de edad. Sabine, la penú ltima de sus hijas, casó con el baró n Du Gué nic despué s de la Revolució n de Julio. José phine, la tercera, se convirtió en la señ ora de Ajuda-Pinto cuando el marqué s perdió a su primera esposa, la señ orita de Roche ide (alias Rochegude). La mayor se habı́a hecho monja en 1822. La segunda, la señ orita Clotilde-Fré dé rique, estaba en aquellos momentos, a la edad de veintisiete añ os, profundamente enamorada de Lucien de Rubempré. No es preciso preguntarse si la mansió n del duque de Grandlieu, una de las má s bellas de la calle de Saint-Dominique, ejercı́a o no fascinació n sobre la mente de Lucien; cada vez que se abrı́a su inmensa puerta para dar paso a su cabriolé , experimentaba aquella sensació n de vanidad satisfecha de la que habló Mirabeau. "Aunque mi padre no haya sido má s que un boticario del Houmeau, yo tengo acceso a esta casa..." Esto era lo que pensaba. Sin duda, habrı́a cometido muchos má s crı́menes que los

inducidos por su alianza con el falsario, só lo para conservar el derecho a subir por las gradas de la escalinata, y oı́r có mo le anunciaban en el gran saló n al estilo de Luis XIV sobre el modelo de los de Versalles, donde se reunı́a la é lite, la crema de Parı́s: " ¡El señor de Rubempré!" La noble portuguesa, que era una de las mujeres menos a icionadas a salir de su casa, vivı́a rodeada casi a todas horas por sus vecinos los Chaulieu, los Navarreins, los Lenoncourt. A menudo iban a visitarla, yendo o viniendo de la Opera, la atractiva baronesa de Macumer (de la casa de Chaulieu), la duquesa de Maufrigneuse, la señ ora de Espard, la señ ora de Camps y la señ orita Des Touches, emparentada con los Grandlieu de Bretañ a. El vizconde de Grandlieu, el duque de Rhé toré , el marqué s de Chaulieu, el que habı́a de ser algú n dı́a duque de Lenoncourt-Chaulieu, su esposa Madeleine de Mortsauf, nieta del duque de Lenoncourt, el marqué s de Ajuda-Pinto, el prı́ncipe de Blamont-Chauvry, el marqué s de Beausé ant, el vidamo de Pamiers, los Vandenesse, el viejo prı́ncipe de Cadignan y su hijo el duque de

Maufrigneuse eran los asiduos de aquel saló n inmenso donde se respiraban los aires de la corte, donde las maneras, el tono y el ingenio armonizaban con la nobleza de los dueñ os, cuyo gran porte aristocrá tico habı́a hecho inalmente olvidar su servidumbre napoleónica. La vieja duquesa de Uxelles, madre de la duquesa de Maufrigneuse, era el orá culo del saló n, en el cual la señ ora de Sé rizy nunca habı́a conseguido hacerse admitir, pese a que pertenecı́a a la familia de Ronquerolles. Lucien habı́a sido introducido en aquel ambiente por la señ ora de Maufrigneuse, que habı́a hecho actuar con este propó sito a su madre, la cual anduvo loca durante un par de añ os por é l, y el seductor poeta se mantenı́a allı́ gracias a la in luencia del Arzobispado de Parı́s. Sin embargo, no fue admitido antes de haber logrado la disposició n que le devolvió el nombre y las armas de la casa de Rubempré . El duque de Rhé toré , el caballero de Espard y otros, envidiosos de Lucien, indisponı́an perió dicamente contra é l al duque de

Grandlieu, contá ndole ané cdotas de su vida anterior; pero le sostuvieron la devota duquesa, que estaba rodeada ya por las cumbres de la Iglesia, y Clotilde de Grandlieu. Lucien atribuı́a estas enemistades a su aventura con la prima de la señ ora de Espard, la señ ora de Bargeton, que llegó a ser condesa Châ telet. Luego sintió la necesidad de hacerse adoptar por una familia tan poderosa como aqué lla y, empujado por su consejero ı́ntimo a seducir a Clotilde, Lucien desplegó la valentı́a de los nuevos ricos: acudió allı́ cinco de los siete dı́as de la semana, se tragó sin pestañ ear las culebras de la envidia, sostuvo las miradas impertinentes y respondió con agudezas a las burlas. Su asiduidad, el encanto de sus maneras y su complacencia acabaron neutralizando los escrú pulos y reduciendo los obstáculos. Lucien seguía en óptimas relaciones con la duquesa de Maufrigneuse, cuyas ardientes cartas, escritas en los momentos de su apasionamiento por el joven, guardaba cuidadosamente Carlos Herrera; era el ı́dolo de la señ ora de Sé rizy y gozaba de la simpatı́a de la señorita Des Touches. Satisfecho por verse admitido en estas tres casas, aprendió de su protector a

guardar la má s estricta discreció n en cuanto a sus relaciones. —Uno no puede dedicarse a varias casas a la vez — le decı́a su consejero ı́ntimo—. Quien va a todas partes no despierta interé s en ningú n sitio. Los grandes no protegen má s que a los que rivalizan con sus muebles, a quienes ven cada dı́a y saben convertirse en algo necesario para ellos, como el diván sobre el cual se sienta uno. Acostumbrado a ver en el saló n de los Grandlieu su campo de batalla, Lucien reservaba su ingenio, sus ocurrencias, las noticias y sus gracias de cortesano para los ratos que pasaba allı́ por las noches. Se mostraba insinuante y cariñ oso, y advertido por Clotilde de los escollos que debı́a evitar, halagaba las pequeñ as pasiones del señ or de Grandlieu. Tras un perı́odo en que habı́a envidiado la felicidad de la duquesa de Maufrigneuse, Clotilde se enamoró perdidamente de Lucien. Comprendiendo las ventajas que podı́a tener una aliaza como aqué lla, Lucien desempeñ ó su papel de

enamorado como lo hubiera hecho Armand, el ú ltimo de los jó venes grandes inté rpretes de la Comedia Francesa. Escribı́a a Clotilde unas cartas que, sin ninguna duda, eran obras maestras de primer orden en el aspecto literario, y ella le contestaba poniendo todos sus esfuerzos en la expresió n sobre el papel de su apasionado amor, ya que ú nicamente podı́a amar de aquella manera. Lucien iba a misa a Santo Tomá s de Aquino cada domingo, se hacı́a pasar por un ferviente cató lico y se entregaba a pré dicas moná rquicas o religiosas que causaban un excelente.efecto. Escribı́a, por otra parte, artı́culos excesivamente notables en los perió dicos afectos a la Congregació n, sin querer recibir por ellos ningú n pago y poniendo como irma una simple L. Hizo folletos polı́ticos, a petició n del rey Carlos X o del Arzobispado, sin exigir la menor recompensa. "El rey —decı́a— ha hecho ya tanto por mı́, que le debo mi sangre." En relació n con ello, hacı́a unos dı́as queestaba en trá mite la propuesta de introducir a Lucien en el gabinete del primer ministro en calidad de secretario particular; pero la señ ora de Espard movilizó a tanta gente en contra de Lucien, que el dó cil instrumento de Carlos

X1 dudaba antes de tomar esta decisió n. No só lo no estaba clara la posició n de Lucien e incierta la fuente de sus ingresos; ocurrı́a ademá s que tanto la curiosidad bené vola como la maliciosa iban inquiriendo má s y má s y descubriendo mayor nú mero de puntos dé biles en la coraza de aquel ambicioso. Clotilde de Grandlieu servı́a de espı́a inocente a su padre y a su madre. Unos dı́as antes, habı́a cogido a Lucien para hablar con é l junto al marco de una ventana y participarle las objeciones de su familia. "Tenga usted una inca de un milló n, y de este modo obtendrá mi mano; é sta ha sido la respuesta de mi madre", le había dicho Clotilde. —¡Má s adelante te preguntará n de dó nde procede tu dinero! —le habı́a advertido Carlos a Lucien, cuando éste le transmitió aquellas palabras. —Mi cuñ ado debe de haber hecho fortuna —habı́a hecho notar Lucien—; tendremos en é l a un editor responsable. —Ya só lo nos falta el milló n —habı́a exclamado Carlos—; lo pensaré.

Para explicar adecuadamente la posició n de Lucien en la mansió n, de los Grandlieu, hay que señ alar que jamá s habı́a cenado allı́. Ni Clotilde, ni la duquesa de Uxelles, ni la señ ora de Maufrigneuse, que se mostró siempre muy bien dispuesta hacia Lucien, pudieron arrancar al anciano duque aquel favor, tal era la descon ianza que conservaba el noble por el que é l llamaba señ or de Rubempré . Este matiz, advertido por toda la sociedad de aquel saló n, herı́a muy sensiblemente el amor propio de Lucien, que se sentı́a ú nicamente tolerado. El mundo tiene derecho a ser exigente: ¡se le engañ a tan a menudo! Ser en Parı́s una igura destacada sin poseer ni una fortuna ni una actividad reconocidas, es una posició n que, por muchos arti icios que se empleen, no puede sostenerse mucho tiempo. Lucien, al elevar su rango, iba dando una significación cada vez más apremiante a la pregunta: "¿De qué vive?" se habı́a visto obligado a decir en casa de la señ ora de Sé rizy, a quien debı́a el apoyo del procurador general Grandville y el de un ministro de Estado, el conde Octave de Bauvan, presidente de un tribunal soberano: "Me estoy endeudando considerablemente."

Cuando entraba en el patio de la mansió n donde se hallaba la legitimació n de sus vanidades, se decı́a a sı́ mismo amargamente, pensando en las re lexiones de Engañ amuertes: "¡Siento que todo cruje bajo mis pies!" ¡Amaba a Esther y querı́a por mujer a la señ orita de Grandlieu! ¡Qué extrañ a situació n! Había que vender a una para tener a la otra. Sólo un hombre podı́a realizar aquella transacció n sin que se viera afectado el honor de Lucien, y este hombre era el falso españ ol: ¿no era cierto que se debı́an recı́procamente discreció n, tanto el uno como el otro? No es frecuente hallarse ligado a pactos de esta especie, en los que uno es a la vez el dominador y el dominado. Lucien ahuyentó las nubes que oscurecı́an su frente, y entró alegre y radiante en los salones de la mansió n de los Grandlieu. En aquel momento las ventanas estabas abiertas, la fragancia del jardı́n llenaba el saló n y la jardinera colocada en su centro ofrecı́a el espectá culo de una hermosa pirá mide de flores. La duquesa, sentada en un rincón, en un sofá, conversaba con la duquesa de Chaulieu. Varias

mujeres componı́an un conjunto notable por la diversidad de expresiones con la que manifestaban ingidos sufrimientos. En el mundo nadie se interesa por una desgracia o un sufrimiento, todo queda en palabras. Los hombres se paseaban por el saló n o por el jardı́n. Clotilde y José phine estaban atareadas alrededor de la mesa del té . El vidamo de Pamiers, el duque de Grandlieu, el marqué s de Ajuda-Pinto y el duque de Maufrigneuse jugaban el whist en un rincó n. Cuando fue anunciado Lucien, é ste cruzó el saló n, fue a saludar a la duquesa, y se interesó por la aflicción que se leía en su rostro. —La señ ora de Chaulieu acaba de recibir una horrible noticia: su yerno el baró n de Macumer, el exduque de Soria, acaba de morir. El joven duque de Soria y su esposa, que habı́an ido a Chantepleurs a cuidar a su hermano, han contado por carta esta triste noticia. Louı́se se encuentra en un estado lastimoso. —Una mujer no suele encontrar a dos personas en la vida que la quieran como la querı́a su marido — dijo Madeleine de Mortsauf.

—Será una viuda rica —repuso la duquesa de Uxelles, mirando a Lucien, cuyo rostro permaneció impasible. —Pobre Louise —dijo la señ ora de Espard—, la compadezco. La marquesa de Espard adoptó el aire re lexivo de las mujeres rebosantes de alma y de corazó n. Aunque Sabine de Grandlieu tuviera só lo diez añ os, alzó hacia su madre una mirada inteligente, casi burlona, que su madre fustigó con la expresió n fulminante de su rostro. Esto es lo que se dice educar bien a los hijos. —Si mi hija resiste este golpe —dijo la señ ora de Chaulieu con un tono altamente maternal—, su porvenir me preocupará . Louise es muy imaginativa. —No sé de dó nde han sacado nuestras hijas esta manera de ser —dijo la anciana duquesa de Uxelles. —Es difı́cil conciliar hoy en dı́a el corazó n y los intereses —replicó un viejo cardenal.

Lucien, que no tenı́a nada que decir, se dirigió hacia la mesa del té para cumplimentar a las señ oritas de Grandlieu. Cuando el poeta estuvo a pocos pasos del grupo de mujeres, la marquesa se inclinó para poder hablar al oído de la duquesa de Grandlieu. —¿Cree entonces que este muchacho quiere mucho a su Clotilde? —le preguntó. No puede apreciarse la per idia que presuponı́a aquella pregunta sin haber hecho antes un retrato de Clotilde. Esta joven, de veintisiete añ os de edad, estaba en aquellos momentos de pie. Su postura permitı́a a la marquesa de Espard abrazar con la mirada el talle seco y delgado de Clotilde, que semejaba un espá rrago. El busto de la pobre muchacha era tan liso que ni siquiera admitı́a la utilizació n de lo que las modistas llaman "el truco". Clotilde, que, por añ adidura, sabı́a que su nombre tenı́a anzuelo su iciente, lejos de molestarse en disimular aquel defecto, lo subrayaba heroicamente. Con sus vestidos muy ceñ idos lograba reproducir el efecto del trazo rı́gido y neto que los escultores

de la Edad Media intentaron imprimir en las estatuillas cuyo per il destaca sobre el fondo oscuro de las hornacinas, en las catedrales. Clotilde medı́a cinco pies y cuatro pulgadas. Puede decirse, si se acepta una expresió n familiar que por lo menos resulta grá ica, que era toda piernas. Una desproporció n como aqué lla daba a su busto un cierto aspecto de deformidad. Con su tez morena, sus cabellos negros y gruesos, las cejas muy pobladas, los ojos ardientes y enmarcados en ó rbitas sombreadas que los resaltaban y con su cara arqueada como un cuarto creciente y dominada por una frente prominente, era como la caricatura de su madre, una de las mujeres má s hermosas de Portugal. La naturaleza se complace en estos juegos. En muchas familias se encuentra a alguna hermana de sorprendente belleza cuyos rasgos, en el hermano, son de una fealdad total, aunque los dos se parezcan. En su boca, excesivamente hundida, Clotilde tenía una expresión estereotipada de desdé n. Por esta razó n sus labios, má s que cualquier otra parte de su rostro, denunciaban los secretos anhelos de su corazó n, porque los sentimientos les imprimı́an una

expresió n encantadora, tanto má s notable cuanto que sus mejillas, demasiado oscuras para sonrojarse, y sus ojos negros, siempre duros, nunca expresaban nada. Pese a tantas desventajas, pese a su prestancia de tabla, debı́a a su educació n y a su raza un cierto aire de grandeza, un porte altivo, en una palabra, eso que se llama tan acertadamente el no sé qué , quizá s a causa de la franqueza de su manera de vestir, que delataba en ella a la hija de buena casa. Sacaba partido de sus cabellos, cuya fuerza, cuya abundancia y cuya longitud eran una prenda de hermosura. Su voz, cultivada por ella, tenı́a encanto. Cantaba maravillosamente. Clotilde era exactamente la persona de quien se dice: "Tiene unos bonitos ojos", o bien: "Tiene un cará cter muy agradable." En cierta ocasió n le respondió a alguien que le llamó "Su Gracia", siguiendo la costumbre inglesa: "Llámeme usted Su Delgadez." —¿Por qué no habrı́an de amar a mi pobre Clotilde? —contestó la duquesa a la marquesa—. ¿Sabe usted lo que me decı́a ayer? "Si me aman por ambició n, me encargaré de que me amen por mı́ misma." Tiene talento y es ambiciosa, y hay hombres

a quienes gustan estas cualidades. En cuanto a é l, mi querida amiga, es hermoso como un sueñ o; y si puede recuperar las tierras de Rubempré , el rey le devolverá , en atenció n a nosotros, el tı́tulo de marqué s... Despué s de todo, su madre es la ú ltima Rubempré... —Pobre muchacho, ¿de dó nde sacará un milló n? — dijo la marquesa. —Esto no nos incumbe —replicó la duquesa—; pero lo cierto es que es incapaz de robarlo... Y ni que decir tiene que jamás entregaríamos a Clotilde a un intrigante o a una mala persona, aunque fuera muy guapo, aunque fuera poeta y joven como el señor de Rubempré. —Llega usted tarde —dijo Clotilde a Lucien, sonriendo con gracia infinita. —Sí, estaba invitado a cenar. —Frecuenta usted mucho los ambientes mundanos desde hace unos dı́as —dijo, ocultando bajo una sonrisa sus celos y sus inquietudes.

—¿Los ambientes mundanos?... —replicó Lucien—. ¡Oh, no! Simplemente, por el má s puro azar he estado cenando toda la semana en casa de algú n banquero, hoy con los Nucingen, ayer con Du Tillet y anteayer con los Keller... Lucien, como puede verse, habı́a sabido adquirir el tono de impertinencia ingeniosa caracterı́stico de los grandes señores. —Tiene usted muchos enemigos —le dijo Clotilde, ofrecié ndole (¡y con qué gracia!) una taza de té —. Han venido a decir a mi padre que tiene usted una deuda de sesenta mil francos, y que dentro de poco se irá a Sainte-Pé lagie a pasar unas vacaciones. Y si supiera lo que para mı́ representan todas estas calumnias... Todo esto recae sobre mí. No me refiero a lo que yo misma sufro (mi padre me lanza miradas que me cruci ican), sino de lo que usted sufriría si hubiera un ápice de cierto en ello... —No se preocupe en absoluto de estas necedades, á meme como yo la amo y dé me un plazo de algunos meses—, respondió Lucien, dejando su taza vacía en

la bandeja de plata cincelada. —No se acerque a mi padre, le dirı́a alguna impertinencia; y como usted no la tolerarı́a, estarı́amos perdidos... Esa pé r ida marquesa de Espard le ha dicho que la madre de usted habı́a hecho de comadrona y que su hermana era planchadora... —Hemos vivido en la má s profunda miseria — contestó Lucien, cuyos ojos se humedecieron—. Esto no son calumnias, sino murmuraciones de buena ley. Hoy en dı́a mi hermana es má s que millonaria, y mi madre murió hace un par de añ os... Estas informaciones estaban reservadas para el momento en que estuviera a punto de alcanzar el éxito. —Pero, ¿qué le ha hecho a la señora de Espard? —Cometı́ la imprudencia de contar, en casa de la señ ora de Sé rizy y delante de los señ ores de Bauvan y de Grandville, la historia del proceso que habı́a iniciado para lograr la incapacitació n de su marido el marqué s de Espard, que yo sabı́a por

Bianchon. La presió n del señ or de Grandville, apoyado por Bauvan y Sé rizy, hizo cambiar de opinió n al ministro de Justicia. Uno y otro se echaron atrá s ante la Gaceta de los Tribunales, ante el escá ndafo, y la marquesa se pilló los dedos respecto al juicio que puso té rmino a aquel terrible asunto. Si por un lado el señ or de Sé rizy cometió una indiscreció n que ha hecho de la marquesa una enemiga mortal mı́a, por otro he ganado con ello su protecció n, la del procurador general y la del conde Octave de Bauvan, a quien la señ ora de Sé rizy advirtió el peligro en que me habı́an implicado al dejar traslucir la fuente de donde procedı́an sus informaciones. El señ or marqué s de Espard cometió la torpeza de ir a visitarme, considerando que aquel infame proceso se había ganado gracias a mí. —Voy a conseguir que nos veamos libres de la señora de Espard —dijo Clotilde. —¿Y de qué manera? —exclamó Lucien. —Mi madre invitará a sus hijos, que son encantadores y que ya está n ahora bastante

crecidos. El padre y los dos hijos cantará n las alabanzas de usted, y estamos seguros de no ver nunca más a su madre... —¡Oh, Clotilde, es usted adorable! Si no la quisiera por usted misma la querría por su ingenio. —No es ingenio —dijo, concentrando todo su amor en sus labios—. Adió s. Esté algunos dı́as sin venir. Cuando me vea en Santo Tomá s de Aquino con un pañ uelo rosa, será que mi padre habrá cambiado de humor. En el respaldo de la butaca donde está usted sentado encontrará una respuesta, que quizá le consuele de nuestra separació n... Ponga en mi pañuelo la carta que trae para mí... Aquella joven tenı́a obviamente má s de veintisiete añ os. Lucien tomó un coche de punto en la calle de la Planche, lo dejó en los bulevares, tomó otro en la Madeleine y le indicó la calle Taitbout, mandá ndole entrar en el patio interior. Al entrar en la casa de Esther, a las once, la encontró bañ ada en lá grimas, aunque ataviada como siempre para recibirle. Esperaba a su Lucien tendida en el divá n de raso

blanco bordado con lores amarillas, vestida con una deliciosa bata de muselina de Indias, con nudos de lazos de color cereza, sin corsé , con los cabellos sencillamente recogidos sobre su cabeza y, en los pies, unas bonitas zapatillas de terciopelo forradas de raso rojo; las velas estaban encendidas y el narguilé preparado, pero ella no habı́a fumado del suyo, que quedaba sin encender, constituyendo ası́ un indicio de su situació n. Al oı́r que se abrı́an las puertas, se secó las lá grimas, saltó como una gacela y rodeó a Lucien con sus brazos como una tela empujada por el viento se enreda en las ramas de un árbol. —Separados —dijo ella—, ¿es cierto?... —¡Bah! Só lo por algunos dı́as —respondió Lucien. Esther soltó a Lucien y se desplomó sobre el divá n como si estuviera muerta. En tales situaciones la mayorı́a de mujeres parlotean como loros. ¡Ah, os quieren!... Despué s de cinco añ os, parecen estar en el primer dı́a de su felicidad, no pueden abandonaros, está n sublimes de indignació n, de desespero, de amor, de rabia, de enojo, de terror, de pena, de ¡presentimiento... En suma, se muestran tan

hermosas como luna escena de Shakespeare. Pero, sabedlo bien, estas mujeres no aman de verdad. Cuando está n tal como dicen estar, cuando decididamente aman de verdad, hacen lo que hizo Esther, lo que hacen los niñ os, lo que hace el auté ntico amor; Esther no decı́a una sola palabra, sino que estaba tendida con el rostro hundido en los cojinetes, y lloraba a lá grima viva. Lucien, por su parte, se esforzaba por levantar a Esther y le hablaba. —Pero, pequeñ a, no estamos separados... ¿Ası́ es como te tomas una ausencia, despué s de cuatro añ os de felicidad? —"¿Qué habré hecho yo a todas estas muchachas?", se dijo a sı́ mismo, acordá ndose de que Coralie tambié n le habı́a amado con una pasión como aquélla. —¡Ay, señorito, es usted muy guapo! —dijo Europa. Los sentidos tienen su hermoso ideal. Cuando a aquella hermosura tan seductora se unen la dulzura de cará cter y la poesı́a que distinguı́an a Lucien, puede concebirse la loca pasió n de estos seres tan

altamente sensibles a los dones naturales externos y tan ingenuos en su admiració n. Esther sollozaba suavemente; se habı́a quedado en una actitud que dejaba traslucir un extremado dolor. —Vamos, tonta —dijo Lucien—, ¿no te han dicho que se trata de mi vida?... Al oı́r aquellas palabras, pronunciadas a propó sito por Lucien, Esther se alzó como un animal salvaje, y sus cabellos sueltos enmarcaron su rostro sublime a modo de follaje. Fijó su mirada en Lucien. —¡De tu vida!... —exclamó , levantando los brazos y dejá ndolos caer con un gesto propio de las muchachas cuando está n en peligro—. Sı́, es cierto, la carta de aquel salvaje habla de cosas graves. Sacó de su cintura un papel muy basto, pero vio a Europa y le dijo: "Dé janos, anda." Cuando Europa hubo cerrado la puerta, prosiguió: —Toma, esto es lo que me ha escrito —y tendió a Lucien una carta que Carlos acababa de mandarle y que Lucien leyó en voz alta.

"Se irá mañ ana a las cinco de la mañ ana, la conducirá n a la casa de un guarda forestal, en lo má s hondo del bosque de Saint-Germain, donde ocupará una habitació n que está en el primer piso. No salga de esta habitació n hasta que yo se lo permita; no le faltará nada. El guarda y su mujer son gente segura. No escriba a Lucien. No se asome a la ventana durante el dı́a; por la noche, en cambio, podrá pasearse en compañ ı́a del guarda si es que tiene ganas de estirar las piernas. Durante el trayecto lleve las cortinas cerradas: se trata de la vida de Lucien. "Lucien irá esta noche a despedirse: queme este papel delante de él..." Lucien quemó inmediatamente la carta con la llama de una vela. —Escucha, Lucien mı́o —dijo Esther tras haber oı́do la lectura de la carta como un criminal su sentencia de muerte—, no te diré que te amo, serı́a una tonterı́a... Hace ahora cinco añ os que me parece que amarte es tan natural como respirar, como

vivir... El mismo dı́a en que comenzó mi felicidad bajo la protecció n de este ser inexplicable, que me colocó aquı́ como una bestezuela curiosa en una jaula, supe que tenı́as que casarte algú n dı́a. El matrimonio es un elemento necesario de tu destino, y Dios me guarde de obstaculizar los caminos de tu fortuna. Este enlace es mi muerte. Pero no te molestaré ; no haré como las grisetas que se suicidan con un hornillo de carbó n; tuve bastante con una vez, y una vez y no má s, como Santo Tomá s. No, me iré muy lejos, fuera de Francia. Asia conoce algunos secretos de su paı́s, y me ha prometido que me enseñ arı́a a morir tranquilamente. Basta con pincharse, y ¡todo listo! No te pido má s que una cosa, á ngel mı́o adorado: que no me engañ es. La vida me ha dado lo que me podı́a dar: desde el dı́a en que te vi por vez primera, en 1824, hasta hoy, he tenido má s felicidad que la que cabe en diez vidas juntas de diez mujeres felices. De modo que debes tomarme como lo que soy: una mujer tan fuerte como dé bil. Dime: "Me caso." No te pido má s que un adió s muy tierno, y nunca má s volverá s a oı́r hablar de mı́... Se produjo un momento de silencio despué s de esta declaració n, cuya sinceridad só lo era

comparable con la ingenuidad de los ademanes y del tono que la acompañaban. —¿Se trata de tu boda? —dijo, hundiendo una de sus miradas fascinadoras y brillantes como la hoja de un puñal en los ojos azules de Lucien. —Hace dieciocho meses que nos ocupamos de mi boda y todavı́a no está acordada —respondió Lucien—, ni sé cuá ndo podrá acordarse; pero no se trata de esto, cariñ o... Se trata del padre, de mı́, de ti..., estamos seriamente amenazados... Nucingen te ha visto... —Sí —dijo ella—, en Vincennes, ¿me reconoció?... —No —contestó Lucien—, pero ha perdido el tino por ti. Despué s de la cena, cuando te describı́a al hablar de vuestro encuentro, dejé escapar involuntariamente una sonrisa imprudente, porque estoy en medio del mundo como un salvaje en medio de las trampas de una tribu enemiga. Carlos, que siempre me alivia de la molestia de pensar, considera que esta situació n es peligrosa; se encarga de desviar a Nucingen en caso de que é ste

decida hacernos espiar, y es muy capaz de hacerlo. Habló ya de la impotencia de la policı́a. Has provocado un incendio en una vieja chimenea llena de hollín... —¿Y qué quiere hacer tu españ ol? —dijo Esther con mucha dulzura. —No lo sé , me ha dicho que duerma con los ojos abiertos —respondió Lucien, sin atreverse a mirar a Esther. —Si es ası́, obedezco con la sumisió n canina de siempre —dijo Esther, cogiendo a Lucien por el brazo y llevá ndole hacia su habitació n, mientras le decı́a—: ¿Cenaste bien en casa de ese infame Nucingen, Lucien mío? —El arte culinario de Asia me impide apreciar ninguna otra comida, por famoso que sea el cocinero de la casa donde cene; pero Caré me habı́a hecho la cena como todos los domingos. Lucien comparaba involuntariamente a Esther con Clotilde. La amante era tan hermosa, tan

perennemente encantadora, que no habı́a permitido todavı́a que se le acercara el monstruo que devora a los amores má s robustos: ¡la saciedad! "¡Qué lá stima —pensaba—, encontrar a la mujer de uno en dos tomos!; por un lado, la poesı́a, la voluptuosidad, el amor, la entrega, la belleza, la gracia..." Esther isgaba como lo hacen las mujeres antes de acostarse, iba de un lado para otro, mariposeaba cantando. Daba la impresió n de un colibrí. "...¡por otro, la nobleza del nombre, la raza, los honores, el rango, la ciencia mundana!... ¡Y no hay manera de retiñ irı́as en una sola persona!", exclamó Lucien. Al dı́a siguiente, a las siete, al despertarse en aquella encantadora habitació n ro.sa y blanca, el poeta vio que estaba solo. Llamó , y en seguida acudió la sorprendente Europa. —¿Qué quiere el señor? —¡Esther! —La señ ora se ha marchado a las cinco menos

cuarto. De acuerdo con las ó rdenes del señ or cura, he recibido un nuevo rostro, con los portes pagados. —¿Una mujer?... —No, señ or, una inglesa... una de esas mujeres que van de camino, por la noche, y tenemos ó rdenes de tratarla como si fuera la señ ora; ¿qué quiere hacer el señ or con este adefesio?... Pobre señ ora, có mo ha llorado al subir al coche... En fin, "¡hay que hacerlo!... (ha dicho). He dejado a mi pobre gatito durmiendo (me ha dicho, secá ndose las lá grimas); Europa, si me hubiera mirado o si hubiera pronunciado mi nombre, me habría quedado, aunque hubiera tenido que morir con é l..." Mire, señ or, tengo tanto cariñ o por la señ ora que no el he enseñ ado a su sustituı́a; muchas camareras lo hubieran hecho, só lo para ponerla triste. —¿Está bien? —Está todo lo bien que puede estar una mujer de ocasió n, pero no tendrá di icultad en desempeñ ar su papel, si el señor pone de su parte lo que debe — dijo Europa mientras iba a buscar a la falsa Esther. La noche anterior, antes de acostarse, el

todopoderoso banquero habı́a dado a su ayuda de cá mara las ó rdenes oportunas, y é ste, a las siete de la mañ ana, introducı́a al cé lebre Louchard, el má s habilidoso de todos los guardias de comercio, en un pequeñ o saló n, adonde acudió el baró n en bata y zapatillas... —¿Se ha purlado usdet te mı́? —dijo a modo de respuesta a los saludos del guardia. —No podı́a ir de otra manera, señ or baró n. Tengo apego a mi cargo, y tuve ya el honor de decirle que no podı́a mezclarme con un asunto ajeno a mis funciones. ¿Qué le prometı́? Ponerle en relació n con el que me parece el má s capaz de todos mis agentes para servirle a usted. Pero el señ or baró n conoce muy bien las demarcaciones que existen entre los individuos de los diversos o icios... Cuando se edi ica una casa, no se puede encargar a un carpintero lo que corresponde a un cerrajero. Pues bien, hay dos policı́as: la Policı́a Polı́J£f tica y la Policı́a Judicial. Los agentes de la Policia Judicial} nunca se mezclan con los asuntos de la Policı́a Polı́tica, y viceversa. Si se dirigiera usted al jefe de la

Policı́a Polı́tica, é ste necesitarı́a una autorizació n del ministro para tomar el asunto de usted entre sus manos, y seguramente no se atreverı́a usted a referirlo al director general de la Policı́a del Reino. Cualquier agente que investigara por su cuenta, correrı́a el riesgo de perder su puesto. Ahora bien, la Policı́a Judicial es tan circunspecta como la Policı́a Polı́tica. Y nadie, ni en el Ministerio del Interior ni en la prefectura, actú a má s que en interé s del Estado o en interés de la Justicia. Trátese de una conspiración o de un crimen, ¡ah, Dios mı́o!, todos los jefes van a ponerse en tal caso en seguida a las ó rdenes de usted; pero comprenda, señ or baró n, que tiene muchas otras cosas que hacer antes que ocuparse de los cincuenta mil amorı́os que hay en Parı́s. Por lo que a nosotros respecta, nuestra ú nica misió n es la detenció n de los deudores; en cuanto se trata de alguna otra cosa, nos exponemos tremendamente en caso de burlar la tranquilidad de quienquiera que sea. Le he mandado a uno dejos mı́os, pero dicié ndole que no respondı́a de é l; le ha mandado buscar a una mujer en Parı́s, y Contenson le ha birlado a usted un billete de mil sin molestarse siquiera. Buscar en Parı́s a una mujer de quien se

sospecha que va al bosque de Vincennes y cuyas señ as se parecen a las de todas las bellas mujeres de la ciudad, es algo ası́ como buscar una aguja en un pajar. —¿Gondanson (Contenson) —dijo el baró n— no botía tecirme la fertat en lucar te pirlarme un pillede te mil vrangos? —Escú cheme, señ or baró n —dijo Louchard—, dé me usted mil escudos y voy a darle... a venderle un consejo. —¿Mil esgutos bor un gonsejo? —Yo no me dejo engañ ar, señ or baró n — respondió Louchard—. Usted está enamorado, quiere descubrir el objeto de su pasió n, por el cual está usted adelgazando como un bacalao al sol. Me ha dicho su ayuda de cá mara que ayer vinieron a verle dos mé dicos y le hallaron en muy grave estado; yo soy el ú nico que puede colocarle entre las manos de un hombre há bil... ¿Demonio! ¡Có mo si su vida no valiera mil escudos!... —¡Tı́came el nompre te esde hompre há pil, y güende gon mi generositat!

Louchard cogió su sombrero, saludó y se dirigió hacia la puerta. —¡Tiaplo te hompre! —exclamó Nucingen—. ¡Fenca... denca!... —Tenga en cuenta —dijo Louchard antes de tomar el dinero— que le vendo pura y simplemente una informació n. Le daré el nombre y la direcció n del ú nico hombre capaz de servirle, pero es un maestro... —¡Fede a baseo! —exclamó Nucingen—. Só lo el nompre te Varschild jale mil esgutos, y aun, guanto esdá irmato al bie te un pillede... ¡Ovrezgo mil vrangos! Louchard, que era bajito y socarró n, y que nunca habı́a podido conseguir ningú n cargo de procurador, de notario, de ujier ni de procurador, miró de soslayo al baró n de una manera significativa. —Para usted, son mil escudos o nada; los recuperará en pocos segundos en la Bolsa —le dijo.

—¡Ovrezgo mil vrangos!... —repitió el baró n. — ¡Usted regatearı́a hasta una mina de oro! —dijo Louchard mientras saludaba y se retiraba. —Dentré la tireksió n bor un pillede te guiniendos vrangos —gritó el baró n, y mandó seguidamente a su ayuda de cámara que llamara a su secretario. Turcaret ya no existe. Hoy en dı́a tanto el má s grande como el má s pequeñ o de los banqueros ejerce su astucia en las cosas má s ı́n imas: regatea las obras de arte, la bene icencia y el amor, y regatearı́a incluso una absolució n al papa. Oyendo hablar a Louchard, Nucingen habı́a pensado en un destello que Contenson, siendo como era el brazo derecho de Louchard, deberı́a conocer tambié n la direcció n de aquel maestro del espionaje. Contenson soltarı́a por quinientos francos lo que Louchard querı́a vender por mil escudos. Esta rápida maniobra demuestra con todo vigor que, aun cuando el corazó n de aquel hombre habı́a sido invadido por el amor, su cabeza seguı́a siendo la de un Lobo Cerval.

—Faya usdet mismo —dijo el baró n a su secretario — a gasa te Gondanson, el esbı́a te Luchart, el cuartia tel gomercio, bero faya en gabriolé , tebrisa, y drá icalo en sequita. ¡Le esbero! Base bor la buerda tel cartı́n. Aguı́ diene la Ilafe; es mecor gue natie fea a esde hompre en mi gasa. Há calo endrar en el begueñ o bapelló n tel cartı́n. Brogure hacer doto esdo gon hapilitat. Recibió varias visitas de gente que iba a hablarle de negocios; pero esperaba a Contenson y soñ aba con Esther, pensando que dentro de poco volverı́a a ver a la mujer a quien debı́a el haber vivido unas emociones inesperadas. Los despidió a todos con expresiones vagas, con promesas ambiguas. Contenson le parecı́a el personaje má s importante de Parı́s, y miraba al jardı́n constantemente. Por ú ltimo, despué s de dar la orden de cerrar su puerta, mandó que le sirvieran el desayuno en el pabelló n que se hallaba en uno de los á ngulos del jardı́n. La conducta y los titubeos del banquero má s taimado, má s clarividente y má s polı́tico de Parı́s parecı́an inexplicables a sus empleados.

—¿Qué tendrá el patró n? —decı́a un agente de cambio a uno de sus oficinistas. —No se sabe, parece que su estado de salud es inquietante; ayer la señ ora baronesa reunió a los doctores Desplein y Bianchon... Un dı́a unos extranjeros fueron a ver a Newton en el momento mismo en que estaba atareado curando a uno de sus perros, una perra llamada Beauty, que le echó a perder, como es sabido, un trabajo inmenso; no le dijo má s que: "¡Ah, Beauty, no sabes lo que acabas de destruir...!" Los extranjeros se fueron, respetando los trabajos del gran hombre. En todas las vidas de grandes personajes se encuentra alguna perra Beauty. Cuando el mariscal de Richelieu fue a saludar a Luis XVTdespué s de la toma de Mahó n, uno de los hechos de armas má s importantes del siglo dieciocho, el rey le dijo: "¿Sabe ya la gran noticia?... ¡El pobre Lansmatt ha muerto!" Lansmatt era un portero que estaba al corriente de las intrigas del rey. Los banqueros de Parı́s no supieron nunca lo que debieron a Contenson. Este espı́a fue el causante de que Nucingen dejara sin

concluir un asunto importantı́simo, que quedó de esta manera en manos de los demá s banqueros. Cada dı́a el Lobo Cerval podı́a encañ onar una fortuna con la artillerı́a de la Especulació n, pero el Hombre que habı́a en é l estaba a las ó rdenes de la Felicidad. El famoso banquero estaba tomando el té , y mordisqueaba unas tostadas con mantequilla, con muy escaso apetito, cuando oyó que un coche se paraba ante la pequeñ a puerta de su jardı́n. Poco despué s el secretario de Nucingen le presentó a Contenson,. a quien habı́a encontrado, tras laboriosas bú squedas, en un café cerca de SaintePé lagie, donde el agente desayunaba con la propina proveniente de un deudor que se hallaba en la cá rcel, bene iciá ndose de ciertas deferencias que cuestan dinero. Contenson, como se ve, era todo un poema, un poema parisiense. Por su aspecto hubierais visto en seguida que el Fı́garo de Beaumarchais, el Mascarille de Moliè re, los Frontı́n de Marivaux y los La leur de Dancourt, todas estas expresiones de la audacia picaresca, de la astucia al acecho y de la estratagema que renace de sus

propias cenizas, no eran má s que mediocridades al lado de aquel coloso del ingenio y de la miseria. Cuando se encuentra en Parı́s a un tipo, no es simplemente un hombre, ¡es todo un espectá culo! Si se pone tres veces a cocer en un horno un busto de yeso, se obtiene algo con apariencia de bronce florentino; pues bien, los chispazos de innumerables desgracias y las presiones de la necesidad habı́an bronceado el rostro de Contenson como si hubiera estado tres veces al calor de un horno. Sus arrugas, apretadı́simas, no podı́an ya desfruncirse, formaban pliegues eternos, de fondo blanco. Aquella igura amarilla era toda arrugas. Su crá neo, parecido al de Voltaire, tenı́a la insensibilidad de la cabeza de un muerto, y, de no ser por algunos cabellos que tenı́a por atrá s, podı́a dudarse de si se trataba de un hombre vivo. Bajo una frente inmó vil se agitaban unos ojos de chino, inexpresivos, parecidos a los que se exponen, envueltos en cristal, en algunas tiendas orientales; eran unos ojos arti iciales que se hacı́an pasar por vivos, y cuya expresió n era inmutable. Su nariz, roma como la de la muerte, desa iaba el destino, y su boca, apretada como la de un avaro, siempre estaba abierta y sin embargo era

discreta, como la hendidura de un buzó n de cartas. Contenson, aquel hombrecillo delgado y enjutó , era apacible como un salvaje, sus manos eran curtidas, y mantenı́a una actitud diogé nica de descuido que jamá s es capaz de plegarse a las formas del respeto, Qué comentarios de su vida y de sus costumbres estaban grabados en sus ropas, para quienes saben leer y descifrar un atuendo! ¡Qué pantalones, sobre todo!... Eran unos pantalones negros y relucientes como la tela con la que está n hechas las togas de los abogados... Su chaleco era del Temple, de lana y con bordados. El traje era de un negro rojizo. Todo estaba cepillado, casi limpio. Llevaba un reloj de cadena. Se le veı́a una camisa de percal amarillo, plisada, con una aguja prendida que llevaba un diamante falso. El cuello de terciopelo parecı́a un collar sobre el que rebosaban los pliegues rojizos de una carne cobriza. Su sombrero de seda relucı́a como el raso, pero se habrı́a podido sacar de é l grasa para un par de farolillos si se hubiera puesto a hervir. No basta con enumerar los accesorios, habrı́a que saber describir la pretensió n excesiva que Contenson sabı́a imprimirles. Habı́a una cierta

coqueterı́a en el cuello del traje y en el brillo reciente de sus botas, cuyas suelas estaban medio abiertas, que no puede describirse exactamente con ninguna expresió n. Puede decirse, por ú ltimo, para describir de algú n modo aquella mescolanza de tonos diversos, que una persona de mediana inteligencia habrı́a podido comprender que, si en lugar de tratarse de un sopló n hubiera sido un ladró n, todos sus andrajos, en lugar de provocar la sonrisa, habrı́an hecho estremecer de horror. Viendo el traje, un observador cualquiera habrı́a dicho: "He aquı́ a un nombre indeseable; bebe, juega, tiene vicios, pero no se emborracha, no hace trampa, no es ladró n ni asesino." Contenson era efectivamente inde inible hasta que acudı́a a la mente la palabra "espı́a" Aquel hombre habı́a ejercido tantos o icios desconocidos cuantos pueda haber conocido. La ina sonrisa de sus pá lidos labios, el parpadeo de sus ojos verdosos y la ligera mueca de su nariz achatada revelaban la agudeza de su ingenio. Tenı́a una cara de hojalata, y su alma debı́a de ser como la cara. Los gestos de su isonomı́a eran muecas motivadas por la correcció n en los modales, má s que expresió n de sus

movimientos interiores. Su aspecto serı́a temible si no fuera có mico. Contenson, que era uno de los productos má s curiosos de la espuma que sobrenada a los borboteos de la tina parisiense, en la que todo está en fermentació n, alardeaba sobre todo de ser iló sofo. Decı́a, sin amargura: "¡Tengo mucho talento, pero es como si nada, es como si fuera cretino!" Y se condenaba a sı́ mismo en lugar de acusar a los demá s. Es difı́cil encontrar a muchos espı́as que tengan menos hié l que Contenson. "Las circunstancias está n en contra nuestra —repetı́a a sus jefes—; podrı́amos ser cristal de roca y no somos má s que granos de arena, eso es todo." Su cinismo en el vestir tenı́a un sentido, puesto que tenı́a por su atuendo habitual el apego que puede tener un actor teatral por el suyo; tenı́a una gran habilidad para disfrazarse y maquillarse; hubiera podido dar lecciones a Fré dé rick Lemaı̂tre, ya que podı́a hacerse el dandy cuando querı́a. En otros tiempos, durante su juventud, debió de pertenecer a la sociedad poco re inada de las personas de origen humilde. Mostraba una profunda antipatı́a por la Policı́a Judicial, debido a que habı́a pertenecido

durante el Imperio a la policı́a de Fouché , a quien consideraba un gran hombre. Desde que fue suprimido el ministerio de la Policı́a, se habı́a dedicado, como mal menor, a la delincuencia comercial; pero su reconocida capacidad y su inura hacı́an de é l un instrumento precioso, y los jefes, desconocidos, de la Policı́a Polı́tica habı́an conservado su nombre en sus listas. Contenson, igual que sus compañ eros, no era má s que uno de los comparsas del drama cuyos papeles principales pertenecı́an a sus jefes cuando se trataba de algú n trabajo político. —Redı́rese —dijo Nucingen a su secretario con un gesto. "¿Por qué este hombre está en una mansió n y yo en un cuartucho...? —se preguntaba Contenson—. Ha engañ ado tres veces a sus acreedores, ha robado... Yo en cambio jamá s he tomado un céntimo... Tengo más talento que él... —Gondanson, begueñ o —dijo el baró n—, me ha ropato usdet un pillede te mil vrangos...

—Mi parienta debía dinero a Dios y al diablo... —¿Dienes una guerita? —exclamó Nucingen, mirando a Contenson con admiració n y envidia a la vez. —No tengo má s que sesenta y seis añ os —contestó Contenson, a quien el vicio, para fatal ejemplo, habı́a conservado joven. —¿Y gué haze? —Me ayuda —dijo Contenson—. Cuando uno es ladró n y le quiere una mujer honrada, o ella se hace ladrona o uno se vuelve honrado. Yo he seguido haciendo de chivato. —¿Necesidas tinero? —preguntó Nucingen. —Siempre —respondió Contenson con una sonrisa —; mi estado natural es desear dinero, como el de usted es ganarlo; podemos llegar a un acuerdo: recoja usted dinero para mı́, que yo me encargaré de gastarlo. Usted será el pozo y yo seré el cubo... —¿Guieres cañar un pillede te guiniendos vrangos?

—¡Bonita pregunta! Pero, ¡alto ahı́!... Seguramente que no va usted a ofrecé rmelos simplemente para compensar la injusticia que la fortuna ha cometido en contra mía... —Mira, lo añ ato al pillede te mil gue me has pirlato, gon lo gue serán mil guiniendos los gue de toy. —Bueno, me da los mil francos que he cogido y añade otros quinientos francos... —Eksagdamende —dijo Nucingen, moviendo la cabeza. —Lo cual signi ica que siguen siendo tan só lo quinientos francos —dijo Contenson imperturbablemente. —¿Guiniendos vrangos gue tar?... —dijo el barón. —¡Quinientos francos que tomar! Bien, y ¿a cambio de qué el señor barón piensa darme este dinero? —Me han ticho gue hay en Barı́s un hompre gapaz te tesguprir a la muguer gue yo guiero, y gue dú

sapes su tireksió n... Es tecir, un maesdro en esbionague. —Es cierto. —¡Pien! Bues tame la tireksió n y de toy los guiniendos vrangos. —¿A verlos? —respondió rápidamente Contenson. —Aguı́ los dienes —contestó el baró n sacando un billete de su bolsillo. —Pues dé melos —dijo Contenson, tendiendo la mano. —Fenca, fenca, jamos a fer al hompre, y de lo toy, borgue ası́ botrias fenferme muchas tireksiones a esde brecio. Contenson se echó a reír. —Por cierto que tiene usted derceho a pensar esto de mı́ —dijo con un tono de autoacusació n—. Cuanto má s canallesco es nuestro estado, tanta má s probidad nos es necesaria. Pero, ve usted, señ or

baró n, ponga seiscientos francos y le daré un buen consejo. —Tame, y gonfía en mi guenerositat... —Me expongo —dijo Contenson—, pero voy a jugar fuerte. En punto a policı́a, hay que irse bajo tierra. Usted dice: vamos, ¡adelante!... Usted es rico y cree que todo se inclina ante el dinero. El dinero, efectivamente, es algo. Pero con Do dinero, como dicen los dos o tres hombres fuertes de nuestra partida, no se logran má s que hombres. ¡Y hay cosas en las que no se suele pensar y que no pueden comprarse!... A la > suerte no se la puede sobornar. Por eso en buena ley no se procede de esta manera. ¿Quiere usted que no le vean conmigo en un coche? Alguien nos verı́a. La suerte igual puede estar en favor que en contra de uno. —¿Es cierdo? —dijo el barón. —¡Y tanto, señ or! Fue una herradura encontrada por la calle lo que permitió al prefecto de policı́a descubrir la má quina infernal. A lo que iba: si fuéramos en coche de punto esta noche a la casa del

señ or de Saint-Germain, lo mismo que podrı́a importarle a usted que le vieran yendo hacia allı́, le importarı́a a é l que le vieran entrar a usted en su casa. —Es fertat —dijo el barón. —¡Ah! Es el fuerte entre los fuertes, el segundo del cé lebre Corentin, el brazo derecho de Fouché , de quien algunos dicen que es hijo natural, de cuando era cura; pero eso son (tonterı́as: Fouché sabı́a ser cura, como supo ser ministro. Pues a este hombre, ve usted, no le hará trabajar por menos de diez billetes de mil francos... pié nseselo... Eso sı́, el trabajo se lo hará , y bien hecho. Ni visto ni oı́do, como se suele decir. Tendré que avisar al señ or de Saint-Germain, y é l le dará una cita en algú n lugar donde nadie pueda ver ni oı́r nada, porque investigando por cuenta de particulares se arriesga mucho. Pero, ¿qué le vamos a hacer?... Es muy buen hombre, una joya, que ha sido objeto de importantes persecuciones, y ademá s ¡por haber salvado a Francia!... ¡Como yo, y corno todos los que la han salvado!

—¡Pueno! Esgrı́peme guando y tó nde bodré fer a esda joya —dijo el barón, sonriendo. —Entonces... ¿no me unta el carro el señ or baró n? —dijo Contenson en un tono a la vez humilde y amenazador. —Jean —gritó el baró n a su jardinero—, fede a betir feinde vrangos a Cor que y algánsamelos... —Si el señ or baró n no tiene má s informaciones que las que me dijo, dudo sin embargo de que el maestro pueda serle de utilidad. —¡Denco odras! —respondió el baró n en un tono astuto. —Tengo el honor de despedirme del señ or baró n —dijo Contenson, tomando la moneda de veinte francos—, y tendré el honor de venir a decir a Georges en qué lugar deberá personarse el señ or esta noche, porque es mejor no escribir nunca nada. —"Es gurioso lo lisdos gue son esdos inti ituos — pensó el baró n—; en los atsundos te la bolicı́a

ogurre lo mismo gue gon doto lo temas. Al dejar al baró n, Contenson se dirigió tranquilamente de la calle Saint-Lazare a la calle Saint-Honoré , hasta el café David; miró a travé s de los cristales y vio a un anciano conocido allı́ por el tío Canquoèlle. El café David, sito en la esquina de la calle de la Monnaie con la de Saint-Honoré , gozó durante los primeros treinta añ os del siglo de una especie de celebridad, circunscrita al barrio llamado de los Bourdonnais. En é l.se reunı́an los viejos negociantes retirados o los grandes comerciantes aú n en activo: los Camusot, los Lebas, los Pillerault, los Popinot y algunos propietarios como el viejo Molineux. De vez en cuando se veı́a al tı́o Guillaume, que iba hasta allı́ desde la calle del Colombier. Se hablaba de polı́tica, pero con discreció n, porque el café David era de tendencia liberal. Se contaban las habladurı́as del barrio; es muy grande la necesidad que sienten los hombres de burlarse unos de otros. Aquel café , como cualquier café , tenı́a un personaje original, el tı́o Canquoè lle, que concurrı́a a é l desde el añ o

1811, y que parecı́a armonizar tan bien con la gente respetable que allı́ se reunı́a, que todo el mundo hablaba tranquilamente de polı́tica en su presencia. Algunas veces aquel buen hombre, que era motivo de frecuentes bromas por parte de los asiduos al establecimiento, desaparecı́a por un mes o dos; pero sus ausencias se atribuı́an siempre a sus achaques o a su vejez, ya que desde 1811 parecı́a haber rebasado los sesenta añ os, y no extrañ aban a nadie. —¿Qué se ha hecho del tı́o Canquoè lle? — preguntaba la gente a la mujer del mostrador. —Siempre pienso —contestaba— que un buen dı́a nos enteraremos de su muerte por los PetitesAffiches. Con su manera de pronunciar, el tı́o Canquoè lle certi icaba constantemente su origen. Su nombre provenı́a de una pequeñ a propiedad situada en el departamento de Vaucluse, que era su lugar de origen, y que se llamaba Les Canquoè lles, palabra que signi ica abejorro en algunas provincias. Se

habı́a acabado diciendo Canquoè lle en lugar de De Canquoè lles, sin que el hombre se ofendiera por ello, ya que decı́a que la nobleza habı́a muerto en 1793; por otra parte, el feudo de Les Canquoè lles no le pertenecı́a, porque era el hijo menor de una rama segundona. Hoy en dı́a el atuendo del tı́o Canquoè lle parecerı́a muy extrañ o, pero entre 1811 y 1820 no sorprendı́a a nadie. Aquel viejo llevaba unos zapatos con hebillas de acero, medias de seda con rayas circulares blancas y azules alternadas, unos calzones de tela de seda sin lustre, con hebillas ovaladas semejantes a las de los zapatos por su hechura. Completaban su vestimenta un chaleco blanco con bordados, un viejo traje de una tela verdosa y castañ a, con botones metá licos, y una camisa con chorrera. En medio de la chorrera brillaba un medalló n de oro que llevaba un pequeñ o templo hecho con cabellos, una de esas encantadoras pequeneces sentimentales que tranquilizan a los hombres, de un modo parecido a como un espantapá jaros ahuyenta a los gorriones. La mayorı́a de los hombres, como los animales, se asustan y se tranquilizan por cosas nimias. El calzó n del tı́o Canquoè lle se aguantaba mediante una

hebilla que lo mantenı́a apretado por encima del abdomen, siguiendo la moda del pasado siglo. Del cinturó n colgaban paralelamente dos cadenas de acero compuestas por varias cadenillas y con una serie de colgantes en su extremo. Su corbata blanca se aguantaba por detrá s mediante una pequeñ a hebilla de oro. Por ú ltimo, su cabeza blanca y empolvada iba adornada, todavı́a en 1816, con el tricornio municipal que llevaba tambié n el señ or Try, presidente del Tribunal. El tı́o Canquoè lle habı́a cambiado no hacı́a mucho aquel sombrero, al que tenı́a tanto aprecio (creyó deber aquel sacri icio a su tiempo), por ese innoble sombrero redondo contra el cual nadie se atreve a reaccionar. En la espalda del traje, una pequeñ a coleta con un lazo dejaba una marca circular en la que la mugre desaparecı́a bajo una ina capa de polvo. Atendiendo al rasgo distintivo de su cara, constituido por una nariz bulbosa y encarnada, digna de igurar en un plato de trufas, podı́a suponerse que aquel viejo papa-moscas tenı́a un cará cter fá cil, simple y bonachó n; pero esta suposició n era erró nea, y habı́a caı́do en la trampa

todo el café David, cuyos clientes nunca habı́an examinado la frente observadora, la boca sardó nica y la mirada frı́a de aquel viejo mecido por los vicios y tranquilo como un Vitelio cuyo vientre imperial reapareciera, por ası́ decirlo, palingené sicamente. En 1816 un joven viajante de comercio llamado Gaudissart, asiduo del café David, se emborrachó de once a doce de la noche con un o icial de media paga. Tuvo la imprudencia de hablar de una conspiració n tramada contra los Borbones, que parecı́a muy importante y que estaba a punto de estallar. En el café no se veı́a má s que al tı́o Canquoè lle, que parecı́a dormir, dos camareros medio dormidos y la mujer del mostrador. Antes de veinticuatro horas Gaudissart fue detenido: la conspiració n se habı́a descubierto. Dos hombres murieron en el patı́bulo. Ni Gaudissart ni nadie sospechó jamá s que el bueno de Canquoè lle hubiera dado el soplo. Los dos mozos fueron despedidos, todos se vigilaron recı́procamente durante un añ o, y creció el temor general por la policı́a, incluso por parte del tı́o Canquoè lle, el cual decı́a que iba a abandonar el café David, tal era el horror que le inspiraba la policia. Contenson entró

en el café y pidió una copa de aguardiente; no miró al tı́o Canquoè lle, que estaba leyendo los perió dicos; cuando hubo bebido la copa de aguardiente, tomó la moneda del baró n y llamó al mozo dando tres golpes secos sobre la mesa. La mujer del mostrador y el camarero examinaron la moneda con un cuidado que a Contenson se le antojaba injurioso; pero su descon ianza estaba justi icada por la sorpresa que causaba a todos los asiduos el aspecto de Contenson. "¿Este oro es producto de un robo o de un asesinato?..." Esta era la pregunta que se hacı́an algunas mentes só lidas y clarividentes que miraban a Contenson por debajo de sus gafas, ingiendo que leı́an el perió dico. Contenson, que lo veı́a todo y jamá s se sorprendı́a de nada, se limpió desdeñ osamente los labios con un pañ uelo que só lo tenı́a tres zurcidos, cogió el cambio y se lo metió en el bolsillo, cuyo forro, que habı́a sido blanco en otro tiempo, entonces era tan negro como la tela del pantaló n, tras lo cual se marchó sin dejar ni un céntimo para el camarero. —¡Vaya carne de horca! —dijo el tı́o Canquoè lle a su vecino el señor Pillerault.

—¡Bah! —respondió , dirigié ndose a todos el señ or Camusot, el ú nico que no habı́a mostrado la má s mı́nima sorpresa—. Es Contenson, el brazo derecho de Louchard, nuestro guardia del comercio. Estará n buscando a alguien del barrio... Un cuarto de hora má s tarde el tı́o Canquoè lle se levantó , cogió su paraguas y se marchó tranquilamente. Sin duda alguna, es necesario explicar qué terrible y profundo personaje se ocultaba bajo el vestido del tı́o Canquoè lle, como el padre Carols disimulaba a Vautrin. Este meridional, nacido en Canquoè lle, la ú nica propiedad de su familia, la cual, por cierto, era bastante respetable, se llamaba Peyrade. Pertenecı́a efectivamente a la rama segundona de la casa de La Peyrade, una familia antigua, aunque pobre, del Comtat, que posee aú n la pequeñ a propiedad de La Peyrade. Era el sé ptimo hijo y se fue a pie a Parı́s, con dos escudos de seis libras en el bolsillo, en 1772, a la edad de diesiete añ os, impulsado por los vicios de un temperamento fogoso, por el deseo brutal de mejorar de posició n que atrae a

tantı́simos meridionales hacia la capital en cuanto comprenden que la casa paterna no podrá jamá s proporcionarles las rentas que necesitan para satisfacer sus pasiones. Toda la juventud de Peyrade se resume en el hecho de que en 1782 era el con idente, el hé roe, de la jefatura superior de Policı́a, donde gozó de un gran aprecio por parte de los señ ores Lenoir y D'Albert, los dos ú ltimos tenientes generales. La Revolució n no tuvo policı́a, no la necesitó . El espionaje, que se convirtió en una actividad muy generalizada, se llamó entonces civismo. El Directorio, que fue un gobierno algo má s regular que el del Comité de Salvació n Pú blica, se vio obligado a reorganizar una policı́a, y el Primer Có nsul completó su reconstitució n mediante la prefectura de policı́a y el ministerio de la Policı́a general. Peyrade, el hombre de las tradiciones, eligió y organizó el personal con la colaboració n de un individuo llamado Corentin, mucho má s há bil que el propio Peyrade, aunque má s joven, que no puso de mani iesto su genialidad má s que en los só tanos de la comisarı́a. En 1808 los enormes servicios que

prestó Peyrade fueron recompensados con el nombramiento para el alto cargo de comisario general de la policı́a de Amberes. La idea de Napoleó n era que aquella especie de prefectura equivalı́a a un ministerio de la policı́a encargado de vigilar Holanda. A la vuelta de la campañ a de 1809, Peyrade fue destituido de su cargo en Amberes por una orden del gabinete del Emperador, fue llevado en diligencia a Parı́s entre dos gendarmes y encerrado en la Force. Dos meses má s tarde salió de la cá rcel bajo la ianza de su amigo Corentin, tras haber sufrido, sin embargo, tres interrogatorios de seis horas cada uno en la prefectura de policı́a. ¿Debı́a acaso Peyrade su caı́da en desgracia a la actividad milagrosa con la que secundó a Fouché en la defensa de las costas francesas cuando fueron atacadas por lo que se dio en llamar la expedició n de Walcheren, y en la que el duque de Otranto desplegó una pericia que alarmó al Emperador? En aquellos momentos se consideró plausible esta explicació n; hoy en dı́a, que todo el mundo sabe lo que pasó en el Consejo de ministros convocado por Cambacé ré s, es cosa cierta. Fulminados por la noticia de la intentona inglesa, como ré plica a la

expedició n de Boulogne llevada a cabo por Napoleó n, y sorprendidos en ausencia del amo, que estaba entonces replegado en la isla de Lobau, donde toda Europa lo creı́a perdido, los ministros no supieron qué decisió n tomar. El sentir general se inclinaba por enviar un correo al Emperador; Fouché fue el ú nico que se atrevió a trazar un plan de campañ a que, ademá s, puso en ejecució n. "Actú e como le parezca —le dijo Carrı́bacé ré s—; por mi parte, como tengo apego a mi vida, voy a mandarle un informe al Emperador." Ya se sabe a qué absurdo pretexto se acogió el Emperador, a su regreso, en pleno Consejo de Estado, para hacer caer a su ministro y castigarle por haber salvado a Francia sin é l. Desde aquel dı́a Napoleó n añ adió a la enemistad que le profesaba el prı́ncipe de Talleyrand la del duque de Otranto, iguras que eran los dos ú nicos grandes polı́ticos debidos a la Revolució n y que quizá s hubieran podido salvar al Emperador en 1813. Para apartar a Peyrade se empleó el vulgar pretexto de la concusió n: habı́a favorecido el contrabando repartié ndose algunos bene icios con algunos

grandes comerciantes. Aquel trato era duro para quien habı́a recibido el bastó n de comisario general a cambio de importantes servicios. Aquel hombre, que habı́a madurado en el ejercicio de los negocios, poseı́a los secretos de todos los gobiernos desde el añ o 1775, añ o de su ingreso en la jefatura superior de Policı́a. El Emperador, que se creı́a lo bastante há bil como para formar a la gente en funció n de sus necesidades, no tuvo en cuenta ninguna de las recomendaciqnes que se le hicieron má s tarde a favor de un hombre que era considerado como uno de los má s seguros, há biles e inteligentes de entre esos genios desconocidos que está n encargados de velar por la seguridad de los estados. Creyó que podrı́a substituir a Peyrade por Contenson; pero Contenson estaba entonces absorbido por Corentin en provecho suyo. Peyrade, que era un libertino glotó n, se sintió tanto má s afectado cuanto que con relació n a las mujeres estaba en la situació n de un pastelero a quien le gustaran los pasteles. Sus há bitos viciosos se habı́an convertido en é l en su propia naturaleza: ya no podı́a prescindir de buenos á gapes, del juego, de esa vida de gran señ or sin fastos a la que se entregan todos los individuos

de gran vitalidad, los cuales suelen convertir en necesidad ciertas exorbitantes diversiones. Luego habı́a vivido a lo grande, sin tener que igurar, puesto que nadie contaba nunca con é l ni con Corentin, su amigo. Era un cı́nico ingenioso que, vivı́a a gusto de esta manera; era un iló sofo. En de initiva, ningú n espı́a, cualquiera que sea el nivel que ocupe en la maquinaria policı́aca, puede dedicarse a ninguna de las profesiones que se dicen honradas o liberales; en esto es igual que un presidiario. Una vez marcados, una vez matriculados, los espı́as y los condenados tienen un cará cter indeleble, como los diá conos. Hay seres a quienes el estado social imprime fatales destinos. Para desgracia suya, Peyrade se habı́a enamoricado de una linda muchachita, una niñ a de la que é l estaba convencido que era una hija que le habı́a dado una famosa actriz, a la cual prestó un servicio por el que le estuvo reconocida durante tres meses. Peyrade, que hizo regresar a su niña de Amberes, se encontró pues sin recursos en Parı́s, con una ayuda anual de mil doscientos francos otorgada por la prefectura de policı́a al antiguo alumno de Lenoir.

Se fue a vivir a la calle de los Moineaux, en un cuarto piso, en una pequeñ a vivienda de cinco habitaciones que le costaba doscientos cincuenta francos. Si hay hombre capaz de sentir la utilidad y la dulzura de la amistad, ¿no será acaso el leproso moral al que la muchedumbre llama espı́a, el pueblo chivato y la administració n agente? Peyrade y Corentin eran amigos como Orestes y Pı́lades. Peyrade habı́a formado a Corentin como Vien formó a David; pero el alumno superó pronto al maestro. Juntos habı́an hecho má s de una expedició n. (Vé ase UN ASUNTO TENEBROSO.) Peyrade, feliz por haber intuido la capacidad de Corentin, le habı́a lanzado al ejercicio de la carrera prepará ndole un triunfo. Obligó a su alumno a servirse de una amante que le desdeñ aba, a modo de anzuelo para pescar a un hombre. (Vé ase Los CHUANES.) Y Corentin tenı́a entonces apenas veinticinco añ os... Corentin, que seguı́a en aquel puesto de general cuyo capitá n general es el ministro de la policı́a, habı́a conservado durante el mandato del duque de Rovigo el puesto eminente

que habı́a ocupado en tiempos del dque de Otranto. En aquella é poca tanto daba la Policı́a general como la Policı́a judicial. Con motivo de cualquier asunto importante, los presupuestos se ijaban con ayuda de los tres, cuatro o cinco agentes de talla. El ministro, en cuanto se enteraba de alguna conspiració n, en cuanto se le advertı́a que se estaba fraguando alguna maquinació n, fuera como fuera, decı́a a uno de los coroneles de la policı́a: "¿Qué necesitan para llegar a tal resultado?" Corentin o Contenson respondı́an, tras un meditado examen: "Veinte, treinta, cuarenta mil francos." Luego, una vez dada la orden de emprender aquel asunto, los medios y los hombres necesarios eran elegidos por Corentin o por el agente de quien se tratara. La Policı́a judicial actuaba tambié n ası́ para descubrir los crímenes con el famoso Vidocq. La Policı́a polı́tica, ası́ como la Policı́a judicial, escogı́a a sus hombres primordialmente entre los agentes conocidos, matriculados, entre los habituales, que son como soldados de una fuerza secreta que es imprescindible para los gobiernos, pese a las declamaciones de los ilá ntropos y de los

moralistas miopes. El exceso de con ianza que se daba a los dos o tres generales del temple de Peyrade y de Corentin implicaba en ellos el derecho a emplear a personas desconocidas, con la condició n, sin embargo, de rendir cuentas al ministro en los casos graves. La experiencia y la penetració n de Peyrade tenı́an un enorme valor a los ojos de Corentin, el cual, una vez hubo pasado la tormenta del 1810, hizo uso de su viejo amigo, le consultó siempre y subvino con prodigalidad a sus necesidades. Corentin halló la manera de entregar cerca de mil francos mensuales a Peyrade. Este, por su parte, prestó grandes servicios a Corentin. En 1816, a propó sito del descubrimiento de la conspiració n en la que habı́a de tomar parte el bonapartista Gaudissart, Corentin probó de hacer que fuera reintegrado Peyrade a la Policı́a General del Reino; pero alguna in luencia desconocida mantuvo apartado a Peyrade. He aquı́ la razó n de ello. Por su afá n de hacerse imprescindibles, Peyrade, Corentin y Contenson, instigados por el duque de Otranto, habı́an organizado por cuenta de Luis XVIII una Contrapolicı́a, en la que trabajaron Contenson y los agentes de primera talla. Luis XVIII

falleció , llevá ndose unos secretos que seguirá n siendo secretos hasta para los historiadores mejor informados. La pugna de la Policı́a General del Reino y la Contrapolicı́a del Rey dio lugar a ciertos terribles asuntos cuyos secretos a veces permanecieron ocultos por obra del cadalso. No es é ste lugar indicado ni ocasió n oportuna para entrar en detalles a este respecto, porque las Escenas de la vida parisiense no son Escenas de la vida polı́tica; basta con indicar cuá les eran los medios de subsistencia del llamado tı́o Canqué olle del café David y por qué hilos estaba unido al poder terrible y enigmá tico de la policı́a. Entre 1817 y 1822, a Corentin, Contenson, Peyrade y sus agentes se les encargó a menudo la misió n de espiar al propio ministro. Esto puede explicar la razó n por la cual el ministerio se negó a emplear a Peyrade y a Contenson, sobre los cuales Corentin, sin que ellos lo supieran, dirigió las sospechas de los ministros, con objeto de utilizar a su amigo cuando su reintegració n le pareció imposible. Los ministros entonces sintieron má s con ianza por Corentin, y le encargaron que vigilara a Pyrade, lo cual hizo reı́r a

Luis XVIII. Corentin y Peyrade quedaban entonces convertidos en los dueñ os del terreno. Contenson, que habı́a estado durante mucho— tiempo ligado a Peyrade, seguı́a a su servicio. Se habı́a puesto al servicio de los guardias del comercio por orden de Corentin y de Peyrade. En efecto, a consecuencia de esa suerte de pasió n que inspira toda profesió n que se ejerce con amor, estos dos generales gustaban de situar a sus má s há biles soldados en todos los puntos en que pudieran abundar las informaciones. Por otra parte, los vicios de Contenson, sus depravadas costumbres, que le habı́an hecho caer má s bajo que sus dos amigos, exigı́an tanto dinero que necesitaba trabajar mucho. Sin cometer ninguna indiscreció n, Contenson habı́a dicho a Louchard que conocı́a al ú nico hombre capaz de dar satisfacció n al baró n de Nucingen. Peyrade era, en efecto, el ú nico agente que podı́a investigar impunemente por cuenta de un particular. Una vez muerto Luis XVIII, Peyrade perdió no só lo su importancia, sino tambié n las ventajas de su posició n de Espı́a Ordinario de Su Majestad. Se creyó indispensable y continuó con el mismo tren de vida. Las mujeres, las comilonas y el Cı́rculo de

Extranjeros habı́an mantenido alejado de todo espı́ritu de ahorro a un individuo que gozaba, como todos los hombres hechos para el vicio, de una constitució n de hierro. Pero entre 1826 y 1829, cerca ya de los setenta y cuatro añ os, empezaba a encasquillarse, como é l decı́a. De añ o en añ o sus ingresos habı́an ido disminuyendo. Asistı́a a los funerales de la policı́a, veı́a con lá stima como el gobierno de Carlos X abandonaba las buenas tradiciones. La Cá mara, sesió n tras sesió n, iba recortando los subsidios necesarios para la existencia de la policı́a, por odio hacia tal medio de gobierno y por el prejuicio de moralizar a dicha institució n. "Es como querer cocinar con guantes blancos", decı́a Pey-rade a Corentin. Corentin y Peyrade preveı́an 1830 desde 1822. Conocı́an el profundo rencor que Luis XVIII abrigaba contra su sucesor, lo cual explica su abandono con respecto a la rama segundona, sin la que su reinado y su política serían un enigma completo. Al hacerse má s viejo, habı́a crecido el amor de Peyrade hacia su hija natural. Por ella adoptó cierto tono burgué s, pues quiso casar a su Lydie con algú n

hombre respetable. Por eso, desde hacı́a sobre todo tres añ os, querı́a colocarse en la prefectura de policı́a o en la Direcció n de la policı́a general del Reino, es decir, en algú n cargo ostensible, confesable. Habı́a inalmente inventado un puesto cuya necesidad se echarı́a de ver má s tarde o má s temprano,.segú n decı́a a Corentin. Se trataba de crear, en la prefectura de policı́a, una o icina llamada de informació n, que serı́a un intermediario entre la policı́a de Parı́s propiamente dicha, la Policı́a judicial y la Policı́a del Reino, y cuyo objeto serı́a dar a la Direcció n general los medios para sacar provecho de todas estas fuerzas diseminadas. Peyrade era el ú nico que podı́a ser, a su edad, despué s de cincuenta y nueve añ os de discreció n, el eslabó n que unirı́a las tres policı́as, una especie de archivero a quien pudieran dirigirse la Polı́tica y la Justicia para aclarar ciertos casos. Peyrade esperaba encontrar ası́, con la ayuda de Corentin, la ocasió n de descubrir alguna dote y algú n marido para su pequeñ a Lydie. Corentin habı́a hablado ya de este asunto con el director general de la policı́a del Reino, sin mencionar a Peyrade, y el director general, un meridional, consideraba necesario que

la proposición llegara de la prefectura. Cuando Contenson dio tres golpes con su moneda de oro sobre el velador del café —señ al que signi icaba: "Tengo que hablar con usted"—, el decano de los sabuesos de la policı́a estaba meditando el siguiente problema: "¿Qué persona podrı́a in luir sobre el actual prefecto de la policı́a? ¿Qué interé s podrı́a moverle?" Y tenı́a el aspecto de un imbé cil mientras parecı́a estudiar su Courrier français. "¡Nuestro pobre Fouché —pensaba mientras iba caminando por la calle Saint-Honoré —, aquel gran hombre, ha muerto! ¡Nuestros intermediarios con Luis XVIII han caı́do en desgracia! Por otra parte, como me decı́a ayer Corentin, ya nadie confı́a en la agilidad e inteligencia de un septuagenario... ¡Ah! ¿Por qué me he dado a cenar en el restaurante de Cé ry, a beber vinos exquisitos... a agasajar a la vieja Godichon... y a jugar en cuanto tengo algú n dinero? Para garantizarse una posició n, no basta con ser ingenioso, como dice Corentin, hay que tener tambié n cierto comedimiento. El bueno del señ or

Lenoir acertó cuá l serı́a mi suerte cuando me predijo, a propó sito del asunto del collar: "¡Nunca llegará a ninguna parte!", cuando supo que no me había quedado bajo la cama de Oliva." Si bien el venerable tı́o Canquoè lle (le llamaban tı́o Canquoè lle en su casa) habı́a permanecido en la calle de los Moineaux, en el cuarto piso, cierto es que habı́a encontrado en la disposició n del local algunas singularidades que favorecı́an el ejercicio de sus terribles funciones. Su casa, situada en la esquina de la calle Saint-Roch, no lindaba por uno de los lados con ninguna casa vecina. Como estaba dividida en dos partes por medio de la escalera, habı́a en cada piso dos habitaciones completamente aisladas. Estas dos habitaciones daban a la calle Saint-Roch. Encima del cuarto piso habı́a las buhardillas, una de las cuales servı́a de cocina y la otra era la habitació n de la ú nica sirvienta del tı́o Canquoè lle, una lamenca llamada Katt, que habı́a criado a Lydie. El tı́o Canquoè lle habı́a instalado su dormitorio en la primera de las dos habitaciones separadas, y su gabinete en la segunda. Un grueso tabique aislaba dicho gabinete por la parte del

fondo. La ventana, que daba a la calle de los Moineaux, estaba frente a una pared de rinconera sin ningú n vano. Como les separaba de la escalera toda la anchura de la habitació n de Peyrade, los dos amigos no temı́an ser vistos ni oı́dos mientras hablaban de sus negocios en aquel gabinete hecho a propó sito para su horrible o icio. Por precaució n, Peyrade habı́a colocado un grueso de paja y una alfombra muy espesa en la habitació n de la lamenca, con el pretexto de contentar al ama de crı́a de su pequeñ a. Ademá s, habı́a condenado la chimenea a la inactividad, y utilizaba una estufa cuya tuberı́a daba, por la pared exterior, a la calle SaintRoch. Por ú ltimo, habı́a puesto en el suelo del cuarto varias alfombras con objeto de que no llegara ningú n sonido a los inquilinos del piso de abajo. Mostrando su pericia en cuestiones de espionaje, sondeaba cada semana el tabique, el techo y el suelo, y les daba un repaso como si quisiera terminar con todos los chinches que pudieran ocultarse en ellos. La certidumbre de no tener allı́ ningú n testigo, ni visual ni auditivo, habı́a movido a Corentin a elegir aquel gabinete como sala de deliberació n, cuando no deliberaba en su propia

casa. Nadie conocı́a el domicilio de Corentin, salvo el director general de la Policı́a del Reino y Peyrade, y en é l recibı́a a las personas elegidas por el ministerio o por palacio como intermediarios en circunstancias graves; en cambio nunca iba a su casa ningú n agente ni ningú n subordinado, y las combinaciones del o icio las fraguaba en casa de Peyrade. En aquel cuarto de aspecto trivial se tramaron ciertos planes y se tomaron resoluciones que proporcionarı́an datos para elaborar extrañ os anales o insó litos dramas si las paredes hablaran. Entre 1816 y 1826 fueron sometidos a la criba del aná lisis enormes intereses. Allı́ se descubrieron en sus gé rmenes los acontecimientos que habı́an de pesar sobre la nació n. Allı́ Peyrade y Corentin, tan previsores como Belart, el procurador general, pero má s instruidos que é l, comentaban ya entre sı́ a partir de 1819: "Si Luis XVIII no quiere descargar tal golpe o tal otro, ni deshacerse de tal prı́ncipe, ¿será que odia a su hermano? ¿Querrá legarle una revolución?" La puerta de Peyrade tenı́a una pizarra en la que a veces se veı́an extrañ as marcas y cifras escritas con

tiza. Aquella suerte de á lgebra infernal tenı́a signi icados muy claros para los iniciados. Frente a la mezquindad de las habitaciones de Peyrade, la parte de la casa destinada a Lydie se componı́a de una antesala, de un pequeñ o saló n, de un dormitorio y de un tocador... La puerta de Lydie, como la de la habitació n de Peyrade, se componı́a de una chapa de cuá druple espesor, colocada entre dos fuertes tableros de roble, y estaba provista de unas cerraduras y de un sistema de goznes tales que resultaba tan resistente como la puerta de una cá rcel. Por eso, aunque la casa fuera de pasadizo y careciera de portero, Lydie podı́a vivir allı́ sin tener nada que temer. El comedor, el saloncito y la habitació n, cuyas ventanas tenı́an todas jardines aé reos, exhibı́an una pulcritud lamenca y lujosa. La nodriza lamenca habı́a estado siempre junto a Lydie, a quien llamaba hija suya. Las dos iban a la iglesia con regularidad, gracias a lo cual se habı́a forjado una opinió n excelente sobre el tı́o Canquoè lle el dueñ o de la tienda de comestibles de la esquina de la calle de los Moineaux y de la calle Neuve-Saint-Roch, que era moná rquico; su familia y sus mozos, junto con la cocina de la casa, ocupaban

el primer piso y el entresuelo. En el segundo piso vivı́a el propietario, y el tercero estaba arrendado a un lapidario desde hacı́a veinte añ os. Cada uno de los inquilinos tenı́a la llave de la puerta de la escalera. La tendera recibı́a muy complacida las cartas y paquetes dirigidos a las tres familias, ya que la tienda estaba provista de un buzó n. Sin estos detalles, los extranjeros y los que conocen Parı́s no habrı́an podido comprender el misterio y la tranquilidad, el abandono y la seguridad que convertı́an aquella casa en una excepció n dentro de la ciudad. Pasada la medianoche, el tı́o Canquoè lle podı́a urdir todas las maquinaciones que quisiera, recibir a espı́as y ministros, mujeres y jó venes, sin que se enterara absolutamente nadie. Peyrade era considerado el mejor de los hombres; la lamenca le habı́a dicho a la cocinera del tendero: " ¡Serı́a incapaz de matar una mosca!" No escatimaba nada a su hija, la cual, despué s de haber aprendido mú sica con Schmuke, era capaz de componer. Sabı́a utilizar la sepia, pintar al gouache y a la acuarela. Peyrade cenaba todos los domingos con su hija. Este dı́a el hombre hacı́a exclusivamente de padre. Lydie, que

era religiosa sin ser beata, cumplı́a el precepto pascual y confesaba una vez al mes. No obstante, se permitı́a ir de vez en cuando a algú n espectá culo. Se paseaba por las Tullerías cuando hacía buen tiempo. Estos eran todos su placeres, ya que su vida era de lo má s sedentaria. Lydie, que adoraba a su padre, ignoraba sus siniestras habilidades y la ocupació n tenebrosa a la que se dedicaba. Ningú n deseo habı́a enturbiado la vida pura de aquella niñ a tan pura. Era esbelta y hermosa como su madre, tenı́a una voz deliciosa y una cara s inı́sima enmarcada por preciosos cabellos rubios, y se parecı́a a aquellos á ngeles má s mı́sticos que reales que algunos ¡pintores primitivos colocaron en el fondo de sus Sagradas ¡Familias. Cuando favorecı́a a alguien con una mirada de sus ojos azules, parecı́a verter sobre é l un rayo del cielo. Su casta manera de vestir, sin las exageraciones de ninguna moda, desprendı́a un encantador perfume de burguesı́a. Imaginaos a un viejo Sataná s padre de un á ngel, refrescá ndose con su divino contacto, y os haré is una idea de Peyrade y su hija. Si alguno hubiera ensuciado aquel diamante, el padre, para hundirlo, se hubiera inventado una de esas trampas formidables en las

que se vieron cogidos durante la Restauració n algunos desgraciados que pagaron con su cabeza. Mil escudos anuales bastaban a Lydie y a Katt, a quien ella llamaba su doncella. Al entrar por la parte alta de la calle de los Moineaux, Peyrade vio a Contenson; pasó delante de é l, subió primero, oyendo las pisadas de su agente en la escalera, y le hizo pasar antes de que la lamenca se asomara a la puerta de la cocina. Una campanilla que partı́a de una puerta con claraboya situada en el tercer piso, donde vivı́a el lapidario, permitı́a avisar a los inquilinos del tercero y del cuarto cuando subı́a alguien que iba a sus casas. No hace falta decir que, a partir de medianoche, Peyrade acolchaba el badajo de la campanilla. —¿Qué es lo que corre tanta prisa, Filósofo? Filó sofo era el sobrenombre que Peyrade daba merecidamente a Contenson, aquel Epicteto de los soplones. El nombre de Contenson disimulaba, por desgracia, uno de los nombres de má s solera de la feudalidad normanda. (Vé ase LOS HERMANOS DE

LA CONSOLACIÓN.) —Algo hay; como unos diez mil. —¿De qué se trata? ¿De polı́tica? —No, ¡una tonterı́a! El baró n de Nucingen, sabe usted, aquel viejo ladró n patentado, relincha tras una mujer que vio en el bosque de Vincennes, y si no se la encontramos se va a morir de amor... Ayer varios mé dicos tuvieron una consulta, segú n me ha dicho su ayuda de cá mara... Ya le he sustraı́do mil francos, bajo el pretexto de buscar a la princesita. Y Contenson contó el encuentro de Nucingen con Esther, añ adiendo que el baró n tenı́a algunas informaciones nuevas. —Bien —dijo Peyrade—, encontraremos a esta Dulcinea; dile al baró n que vaya en coche esta misma noche a los Campos Elı́seos, a la avenida Gabriel esquina calle Marigny. Peyrade despidió a Contenson y llamó a la puerta de su hija del modo convenido para que le abriera. Entró alegremente, puesto que la suerte acababa de concederle un medio para obtener por fin el cargo que deseaba. Se

hundió en una magnı́ ica butaca "a lo Voltaire" tras haber besado a Lydie en la frente, y le dijo: —¿Me tocarás alguna cosa? Lydie tocó una pieza de piano escrita por Beethoven. —Lo has hecho muy bien, hijita —dijo, cogiendo á su hija entre sus rodillas—. ¿Sabes que tenemos ya veintiú n añ os? Hay que casarse, porque nuestro padre tiene ya más de setenta... —Soy feliz aquí —contestó. —¿No quieres a nadie má s que a mı́, que soy tan feo y tan viejo? —preguntó Peyrade. —Pero, ¿a quié n quiere que ame? —Hoy comeré contigo, guapa, dı́selo a Katt. Pienso que deberı́amos establecernos, yo deberı́a tomar algú n cargo y buscarte un marido digno de ti... Algú n joven bueno, de talento, de quien algú n dı́a puedas sentirte orgullosa... —Hasta ahora só lo he visto a uno que me haya

gustado como marido. —¿Has visto a uno?... —Sı́, en las Tullerı́as —repuso Lydie—; paseaba dá ndole el brazo a la condesa de Sé rizy. —¿Có mo se llama? —¡Lucien de Rubempré !... Estaba sentada bajo un tilo con Katt, sin pensar en nada. A mi lado habı́a dos señ oras que dijeron: "Ahı́ viene la señ ora de Sé rizy con el guapo Lucien de Rubempré ." Yo miré entonces la pareja de la que hablaban aquellas dos damas. "¡Ay, querida (dijo entonces la otra), hay mujeres que son muy dichosas! A é sta le toleran cualquier cosa porque es una Ronquerolles y porque su marido tiene el poder." "Sı́, pero, amiga mı́a (contestó la otra señ ora), Lucien le cuesta caro..." ¿Qué quiere decir esto, papá? —Son tonterı́as de las que dice la gente de mundo —respondió Peyrade a su hija, con un aire bondadoso—. Quizá s hacı́an alusió n a algú n hecho político.

—En in, usted me ha preguntado y yo le respondo. Si quiere usted casarme, bú squeme un marido que se parezca a aquel joven... —Mira, niñ a —respondió el padre—, la belleza, entre los hombres, no es siempre un signo de bondad. Los jó venes con un fı́sico agradable no encuentran ninguna di icultad al comienzo de su vida, y por esto no desarrollan ninguno de sus talentos, se corrompen con los anticipos que el mundo les da y má s tarde hay que pagarles los intereses de sus cualidades... Quisiera encontrar para, ti lo que los burgueses, los ricos y los imbéciles dejan sin recursos ni protección... —¿Quién sería, padre? —Un hombre de talento desconocido... Pero, bueno, hija mı́a, tengo la posibilidad de rebuscar por todos los desvanes de Parı́s y dar satisfacció n a tu programa ofreciendo a tu elecció n algú n hombre tan hermoso como el pillo de quien me hablas, pero con un porvenir, uno de esos hombres destinados a la gloria y a la fortuna... ¡Ya no pensaba que debo

tener un rebañ o de sobrinos, y entre tantos puede que haya alguno digno de ti!... ¡Voy a escribir o hacer escribir a Provenza! Cosa curiosa: en aquel mismo instante, un joven, muerto de hambre y de cansancio, un sobrino del tı́o Canquoè lle, llegaba a Parı́s por la Barriere de Italie en busca de su tı́o, procedente del departamento de Vaucluse, de donde habı́a llegado andando. Segú n los sueñ os de la familia, para la cual el destino de aquel tı́o era un enigma, Peyrade ofrecı́a muchas esperanzas: ¡creı́an que habı́a regresado de las Indias con varios millones! Estimulado por aquellas fantası́as, este resobrino, llamado Thé odose, habı́a emprendido un viaje de circunnavegación en busca del tío mitológico. Despué s de haber saboreado las delicias de su paternidad durante algunas horas, Peyrade, con el cabello lavado y teñ ido (los polvos formaban parte de su disfraz), vestido con una gruesa levita de tela abotonada hasta el cuello, cubierto con una capa negra, calzando gruesas botas de suela resistente y provisto de una tarjeta particular, caminaba

lentamente por la avenida Gabriel, donde Contenson, disfrazado de vieja vendedora ambulante, se encontró con é l delante de los jardines del Elíseo-Bourbon. —Señ or Saint-Germain —le dijo Contenson, llamando a su antiguo jefe por su nombre de guerra —, me ha dado usted a ganar quinientas leandras; pero estoy aquı́ para advertirle que el condenado baró n, antes de dá rmelas, se fue a recoger informaciones a la casa (la prefectura). —Seguramente te necesitaré —contestó Peyrade—. Mı́rame los nú meros 7, 10 y 21, podremos emplear a esos hombres sin que nadie lo advierta, ni la policía ni la prefectura. Contenson volvió a colocarse cerca del coche en el que el señor de Nucingen esperaba a Peyrade. —Soy el señ or de Saint-Germain —dijo el meridional al baró n, alzá ndose hasta la altura de la portezuela. —¡Bues, supa aguı́ gonmico! —respondió el baró n,

dando al cochero la orden de ir hacia el Arco de Triunfo de la Estrella. —¿Ha ido usted a la prefectura, señ or baró n? Esto no está nada bien... ¿Puede saberse lo que ha dicho al señ or prefecto, y lo que é l le ha respondido? — preguntó Peyrade. —Andes te tar guiniendos vrangos a un billo gomo Gondanson, gü eñ a esdar securo te gue los hapı́a canato... He ticho simblemende al brevegdo te bolicı́a gue teseapa emblear a un aquende llamato Beyrat en el eksdranquero bara una misió n teligata, y si botı́a boner en é l una gonviansa ilimidata... El brevegdo me ha goudesdato gue usdet ess uno te los hompres má s há piles y má s honratos. Esdo es doto. —¿Querrá decirme el señ or baró n de qué se trata, ahora que ya sabe mi verdadero nombre?... Despué s de explicar con gran extensió n y palabrerı́a, en una horrenda jerga de judı́o polaco, su encuentro con Esther, el grito del criado que se hallaba tras el coche y sus inú tiles esfuerzos por

encontrarla, terminó contando lo que habı́a ocurrido la noche antes en su casa: la sonrisa que escapó a Lucien de Rubempfé y la sospecha abrigada por Bianchon y algunos dandys de que pudiera haber alguna relació n entre la desconocida y aquel joven. —Escuche, señor barón, primero me entregará diez mil francos por adelantado para los gastos, ya que para usted, en este asunto, lo importante es vivir; y como que su vida es una fábrica de negocios, no hay que descuidar nada que nos pueda llevar hasta esta mujer. ¡Ah, está bien cogido! —Sí, esdoy goquito... —Si se necesita má s, señ or baró n, ya se lo diré ; confı́e en mı́ —siguió Peyrade—. No soy un espı́a, como podrı́a usted creer... En 1807 era comisario general de la policı́a de Amberes, y ahora que Luis XVIII ha muerto, puedo decirle que durante siete añ os he dirigido su contrapolicı́a... Por eso, conmigo no se regatea. Comprenda usted, señ or baró n, que no se puede hacer el presupuesto de las conciencias que hay que comprar antes de haber estudiado el asunto. No se preocupe, conseguiré lo que usted

quiere. No crea que me dará satisfacció n con una cantidad cualquiera, quiero algo má s como recompensa... —¡Gon dal te gue no sea un reino!... —dijo el baró n. —Para usted es una nimiedad. —¡Esdo me va! — ¿Conoce usted a los Keller? —Los gonosgo mucho. —Frangois Keller es el yerno del conde de Gondreville, y el conde de Gondreville cenó ayer en casa de usted con su yerno. —Guien tiaplo buete haperle ticho... —exclamó el barón—. Será Corque, gue siembre hapla. Peyrade se echó a reı́r. El banquero concibió entonces extrañ as sospechas sobre su criado al observar aquella risa. —El conde de Gondreville está en muy buena posició n para conseguirme un puesto que deseo en la prefectura de policı́a, y sobre cuya creació n llegará a manos del prefecto una memoria en menos de cuarenta y ocho horas —prosiguió Peyrade—. Pida para mı́ este puesto, haga que el

conde de Gondreville se ocupe de este asunto con interé s, y me sentiré recompensado por el servicio que voy a prestarle. No quiero má s que su palabra, ya que si faltara a ella, llegarı́a usted a maldecir el día en que nació... palabra de Peyrade... —Le toy mi balapra te honor te hacer doto lo bosiple... —Si yo por usted no hiciera má s que lo posible, no bas—. taría. —¡Pien! Bues akduaré gon vranguesa. —Con franqueza... Eso es lo que quiero —dijo Peyrade—, y la franqueza es el ú nico regalo algo nuevo que podamos hacernos entre nosotros. —Gon vranguesa —repitió el baró n—. ¿Tó nte guiere usdet gue le teje? —Al otro lado del puente de Luis XVI. —Al bumde te la Gá mara —dijo el baró n a su lacayo, que se acercó a la portezuela.

"Bor in poy a dener a la tesgonocita...", se dijo a sı́ mismo el barón mientras se alejaba. "Qué cosa tan curiosa —pensaba Peyrade mientras regresaba andando al Palacio Real, donde se proponı́a triplicar los diez mil francos para reunir una dote para Lydie—. Hete aquı́ que me veo obligado a meter la nariz en los asuntillos del joven cuya mirada ha embrujado a mi hija. Seguramente será uno de estos individuos a quienes las mujeres se les dan fá ciles", pensó para sı́, empleando una expresió n del lenguaje particular que se habı́a fraguado para su propio uso, y en la que sus observaciones se resumı́an mediante palabras en las que era violada frecuentemente la gramá tica, pero que, por eso mismo, resultaban ené rgicas y pintorescas. Al volver a su casa, el baró n de Nucingen no se parecı́a al que era antes; sorprendió a su mujer y a todos mostrá ndoles una cara colorada y alegre; estaba animado. —¡Qué vayan con cuidado nuestros accionistas! —

dijo Du Tillet a Rastignac. En aquel momento se estaba sirviendo el té en el saloncito de Delphine de Nucingen, al regreso de la Ópera. —Sı́ —replicó sonriendo el baró n, que habı́a captado la broma de su colega—, siendo canas te hacer necosios... —¿Has visto acaso a tu desconocida? —preguntó la señora de Nucingen. —No —contestó —, no denco má s gue la esberansa te engondrarla. —¿Alguna vez la esposa es objeto de tanto amor?... —exclamó la señora de Nucingen, sintiendo un poco de celos o fingiendo sentirlos. —Cuando la tenga usted —dijo Du Tillet al barón—, llé venos a cenar algú n dı́a con ella, pues tengo gran curiosidad por examinar a la belleza que ha sido capaz de rejuvenecerle en tal medida. —Es una opra maesdra te la greaciá n —respondió

el viejo banquero. —Va a dar ocasió n de que le agarren como si fuera un chiquillo —dijo Rastignac al oído de Delphine. —¡Bah! Gana bastante dinero para... —Para restituir una parte, ¿no es eso?... —dijo Du Tillet, interrumpiendo a la baronesa. Nucingen se paseaba por el saló n como si sus piernas le molestaran. —Este es el momento de hacerle pagar sus ú ltimas deudas —dijo Rastignac a la baronesa, al oído. En aquel mismo instante, Carlos, que se habı́a personado en la calle Taitbout para dar sus ú ltimas ó rdenes a Europa, que tenı́a que desempeñ ar el principal papel de la farsa ideada para engañ ar al baró n de Nucingen, se marchaba de allı́ henchido de esperanza. Lucien le acompañ ó hasta el bulevar; el joven estaba inquieto de ver a aquel medio demonio disfrazado con tal perfecció n que só lo le habı́a reconocido por la voz.

—¿Dó nde diablo has encontrado a una mujer má s bella que Esther? —preguntó a su corruptor. —Hijo mı́o, esto no se encuentra en Parı́s. Una tez de esta clase no se fabrica en Francia. —Aú n estoy algo aturdido... ¡Ni siquiera la Venus Calipigia está tan bien hecha! Uno harı́a cualquier cosa por ella... Pero, ¿de dónde la has sacado? —Es la muchacha má s guapa de Londres. En un rapto de celos, y bajo los efectos de la ginebra... mató a su amante. El amante era un indeseable cuya muerte alivió a la policı́a de Londres, y han mandado a la chica a Parı́s por algú n tiempo para que el asunto caiga en el olvido... La pá jara tiene muy buena educación. Es hija de un ministro y habla el francé s como si fuera su lengua materna; no sabe lo que hace aquı́, ni podrá jamá s saberlo. Le han dicho que si te gustaba podrı́a chuparte muchos millones, pero que eras celoso como un moro; se le ha asignado el plan de vida de Esther. No sabe tu nombre. —¿Y si a Nucingen le gustara más ella que Esther?...

—¡Vaya, por in has venido a lo mı́o!... —exclamó Carlos—. ¡Ahora tienes miedo de que no se cumpla lo que hace un tiempo tanto te espantaba! Está te tranquilo. Esta chica rubia y blanca tiene ojos azules; es todo lo contrario de la hermosa judı́a, y só lo los ojos de Esther pueden causar impacto en un viejo tan podrido como Nucingen. Y si se tratara de un adefesio, no tendrı́a sentido que la ocultaras, ¡qué demonios! Cuando esta muñ eca haya cumplido su misió n, la enviaré , en compañ ı́a de alguna persona segura, a Roma o a Madrid, a que desate pasiones. —Ya que la tenemos por poco tiempo —dijo Lucien —, me vuelvo con ella... —Ve, hijo mı́o, divié rtete... Mañ ana tendrá s un dı́a má s. Yo espero a alguien a quien he encargado de enterarse de lo que ocurre en casa del baró n de Nucingen. —¿Quién? —La amante de su ayuda de cá mara; porque, claro,

hay que saber en todo momento lo que ocurre en casa del enemigo. A medianoche, Paccard, el criado de Esther, se encontró con Carlos en el puente des Arts, el lugar de Parı́s má s indicado para hablar sin que se entere nadie. Mientras hablaban, el criado miraba hacia un lado y su amo hacia el otro. —El baró n ha ido esta mañ ana a la prefectura de policı́a, entre las cuatro y las cinco —dijo el criado —, y esta tarde se ha jactado de encontrar a la mujer a quien vio en el bosque de Vincenes, se la han prometido... —¡Nos espiarán! —dijo Carlos—. Pero ¿quién? —Han utilizado ya a Louchard, el guardia del comercio. —Serı́a un juego de niñ os —repuso Carlos—. No tenemos que temer má s que la brigada de seguridad y la policı́a judicial; ¡y mientras é sta no se ponga en acció n, nosotros sı́ que podemos ponernos manos a la obra!...

—¡Hay algo más! —¿Qué? —Los amigos del prado... Ayer vi a La Pouraille... Dejó iambres a un matrimonio y tiene diez mil machacantes de cinco leandras... ¡de oro! —Le cogerá n —dijo Jacques Collin—; se trata del asesinato de la calle Boucher. —¿Qué ó rdenes hay? —dijo Paccard, con el mismo aire respetuoso que debı́a de tener un mariscal recibiendo las consignas de boca del propio Luis XVIII. —Saldré is todas las noches a las diez —respondió Carlos—, iré is a buena marcha hasta el bosque de Vincennes y a lor Meudon y de Ville-d'Avray; si alguien os observa o va tras de vosotros, dé jale, hazte el encontradizo, mué strate hablador y corruptible. Habla de los celos de Rubempré , que está loco por la señ ora y que, sobre todo, no quiere que se sepa en el mundo que existe una mujer de esta clase...

—¡Bien! ¿Hace falta ir armado?... —¡Nunca! —dijo Carlos prestamente—. ¿Un arma? ¿De qué iba a servir má s que para hacer desgracias? No hagas uso en ningú n caso de tu puñ al de caza. Cuando se pueden quebrar las piernas de un hombre, por fuerte que sea, con la llave que te enseñ é ... cuando puede uno hacer frente a tres cabos de varas armados con la certeza de haber derribado a dos de ellos antes de que hayan apresado el arma, ¿qué hay que temer? ¿Acaso no tienes tu bastón?... —Cierto —dijo el lacayo. A Paccard le atribuı́an los cali icativos de Vieja Guardia, de Perillá n, el hombre de corva de hierro, de brazo de acero, de patillas italianas, de melenas de artista, con barba de zapador, de cara pá lida e impasible como la de Contenson; su fogosidad no se manifestaba al exterior, y tenı́a una apostura de tambor mayor que alejaba toda sospecha. Los evadidos de Poissy o de Melun no tienen aquella fatuidad seria y aquella convicció n de su propio

valer. Giafar del Arum-al-Raschild del Presidio, le manifestaba la misma admiració n amistosa que Peyrade sentı́a por Corentin. Aquel coloso, lleno de cicatrices, sin demasiado pecho y sin demasiada carne sobre los huesos, andaba con paso grave con sus largas piernas. La derecha nunca se movı́a sin que el ojo derecho hubiera examinado las circunstancias externas con esa plá cida rapidez que caracteriza al ladró n y al espı́a. El ojo izquierdo imitaba al derecho. ¡Un paso, una mirada! Paccard, por su delgadez y agilidad, y por estar siempre dispuesto a todo, habrı́a sido perfecto, segú n Jacques, de no ser por el ı́ntimo enemigo que para é l era el licor de los fuertes; poseı́a la pericia indispensable para el hombre que está en guerra contra la sociedad. El amo, sin embargo, habı́a logrado convencer al esclavo de que debı́a mantener cierta compostura, bebiendo ú nicamente de noche. Al volver a casa, Paccard absorbı́a el oro lı́quido que le escanciaba en pequeñ as dosis una muchacha pecosa y de voluminoso vientre, procedente de Dantzick. —Estaremos ojo avizor —dijo Paccard, volvié ndose

a poner su esplé ndido sombrero de plumas, tras haber saludado al que llamaba su confesor. Estos fueron los hechos que llevaron a tres hombres, a Jacques Collin, Peyrade y Corentin, cada uno de los cuales era, en su propio terreno, invencible, a enfrentarse en un mismo campo de batalla y a desplegar su ingenio en una lucha en la que cada cual combatı́a por su propia pasió n o por sus intereses. Fue uno de esos combates inadvertidos pero terribles, en los que el gasto de talento, de odio, de irritaciones, de avances y retrocesos, y de astucia, es tan considerable como el que se precisa para reunir una fortuna. Todo se mantuvo en secreto, tanto los hombres como los medios, por parte de Peyrade, que fue secundado por su amigo Corentin en esta expedició n, que representaba una nimiedad para ellos. La historia, pues, no nos cuenta nada de este asunto, como tampoco nos cuenta nada de las verdaderas causas de muchas revoluciones. Pero he aquı́ los resultados. Cinco dı́as despué s de la entrevista del señ or de

Nucingen con Peyrade en los Campos Elı́seos, una mañ ana, un hombre de unos cincuenta añ os, con un rostro de ese color de albayalde que con iere la vida mundana a la tez de los diplomá ticos, vestido con un traje de pañ o azul, de cierta elegancia, que le daba casi el aspecto de un ministro de Estado, se apeó de un esplé ndido cabriolé dejando las riendas a su criado. Preguntó si podı́a ver al baró n de Nucingen al criado que estaba sentado en el banquillo del peristilo, el cual le abrió respetuosamente la magnífica puerta de espejos. —¿El nombre del señor?... —dijo el criado. —Dı́gale al señ or baró n que vengo de la avenida Gabriel —contestó Corentin—. Si está con gente, guá rdese mucho de decir este nombre en voz alta, a menos que quiera correr el riesgo de ser despedido de esta casa. Un minuto má s tarde volvió el lacayo, que condujo a Corentin al gabinete del baró n, pasando por las habitaciones interiores. Corentin y el baró n intercambiaron sendas miradas

impenetrables, y se saludaron con toda corrección. —Señor barón —dijo Corentin—, vengo en nombre de Peyrade... —Pien —dijo el baró n mientras iba a cerrar los cerrojos de las dos puertas. —La amante del señ or de Rubempré vive en la calle Taitbout, en el antiguo piso de la señ orita de Bellefeuille, la examante del señ or de Grandville, el procurador general. —¡Ah, dan cerga te gasa! —exclamó el baró n—. ¡Qué gurioso! —Se comprende muy bien que haya perdido usted la cabeza por esta esplé ndida mujer, me ha dado mucho gusto verla —prosiguió Corentin—. Lucien está tan celoso de ella, que le prohibe dejarse ver; y ella le quiere mucho, ya que en los cuatro añ os que lleva viviendo con el mobiliario de la Bellefeuille y en sus mismas condiciones, jamá s los vecinos, los porteros, ni los inquilinos de la casa han podido verla en absoluto. Só lo se pasea por las noches.

Cuando sale, el coche lleva las cortinas tiradas y la señ ora el velo puesto. Lucien tiene, ademá s de los celos, otras razones para ocultar a esta mujer: tiene que casarse con Clotilde de Grandlieu, y es en este momento el favorito ı́ntimo de la señ ora de Sé rizy. Como es natural, quiere conservar tanto a su amante suntuaria como a su prometida. De modo que es usted dueñ o de la situació n, porque Lucien sacri icará su placer a sus intereses y a su vanidad. Usted es rico, y se trata probablemente de su postrera felicidad: sea usted generoso. Conseguirá lo que desea por mediació n de la criada. Dé le usted diez mil francos y le esconderá en la habitació n de su ama; por lo que conseguirá, ¡bien lo vale! Ninguna igura retó rica puede describir la dicció n brusca, tajante y absoluta de Corentin; el baró n lo acusaba con un gesto de asombro expresió n que desde hacı́a tiempo no se dibujaba nunca sobre su rostro impasible. —Vengo a pedirle cinco mil francos para mi amigo, que ha perdido cinco de los billetes que usted le dio... ¡un ligero contratiempo! —prosiguió Corentin,

en el tono del que da una orden—. Peyrade conoce Parı́s demasiado bien, y para no ponerse en evidencia no era cuestió n de escatimar: ha contado con usted. Pero esto no es lo má s importante —dijo Corentin, dominá ndose, con objeto de quitar toda gravedad a la petició n de dinero—. Si no quiere ser desgraciado en sus ú ltimos dı́as, consı́gale a Peyrade el puesto que le pidió , que usted puede conseguir con facilidad. El director general de la policı́a del Reino debió de recibir ayer una nota a este respecto. Ahora basta con hacer que Gondreville hable de ello con el prefecto de policı́a. Pues bien, dı́gale a Malin, conde de Gondreville, que se trata de complacer a uno de los que le libraron de los Simeuse, y se moverá... —Aguı́ diene, señ or —dijo el baró n, tomando cinco billetes de mil francos y entregándolos a Corentin. —La camarera se entiende con un criado que se llama Paccard y vive en la calle de Provence, en casa de un carrocero, y que se alquila como servidor para los que quieren dá rselas de prı́ncipes. Puede usted llegar hasta la camarera de la señ ora Van-

Bogseck a travé s de Paccard, un tuno piamonté s que tiene mucha afición al vermouth. Esta con idencia, que Corentin soltó con elegancia a modo de postdata, era obviamente el precio de los cinco mil francos. El baró n intentaba descubrir a qué raza pertenecı́a Corentin, que a su mirada perspicaz má s que un espı́a parecı́a el director de algú n servicio de espionaje; pero el sabueso siguió siendo para é l como una inscripció n a la que falten por lo menos los tres cuartos de las letras para un arqueólogo. —¿Gomo se llama la gamarera? —preguntó. —Eugé nie —contestó Corentin, que saludó al barón y se fue. El baró n de Nucingen, henchido de alegrı́a, abandonó sus negocios y sus despachos y subió a sus habitaciones con el estado de á nimo de un muchacho de veinte añ os ante la inminencia de una primera cita con una primera amante. El baró n cogió todos los billetes de mil francos de su caja particular, que representaban una cantidad —

¡cincuenta y cinco mil francos!— con la que hubiera podido hacer la felicidad de todo un pueblo, y se los puso en el bolsillo de su traje para tenerlos a mano. Pero la prodigalidad de los millonarios só lo puede compararse con su avidez por la ganancia. En cuanto se trata de un capricho o una pasió n, el dinero ya no es nada para los Cresos: efectivamente, es má s difı́cil para ellos tener caprichos que tener oro. Un placer es la mayor rareza de tales vidas ahitas, colmadas por las emociones que proporcionan las grandes operaciones de la especulació n, que tienen embotados sus corazones. Ejemplo. Uno de los mayores capitalistas de Parı́s, conocido ya por sus extravagancias, se cruza cierto dı́a en los bulevares con una muchachı́ta obrera excesivamente bonita. Esta griseta, que iba en compañ ı́a de su madre, daba el brazo a un joven, de indumentaria bastante ambigua, que meneaba las caderas con mucha fanfarronerı́a. En el primer encuentro, el millonario se enamora de la parisiense; la sigue hasta su casa, y entra; hace que le cuenten aquella vida, mezcla de bailes en el Mabile, de dı́as sin pan, de espectá culos y de trabajo; se toma interé s por ella y deja cinco

billetes de mil francos bajo una moneda de cinco francos: una generosidad deshonrada. Al dı́a siguiente, un cé lebre tapicero llamado Braschon se pone a las ó rdenes de la griseta, le amuebla un piso que ella elige y en el que se gasta unos veinte mil francos. La obrera se entrega a fabulosas esperanzas: hace vestir adecuadamente a su madre y alardea de poder colocar a su exnovio en las o icinas de una compañ ı́a de seguros. Espera... un dı́a, dos...; luego... una semana, dos... Se considera obligada a ser iel, contrae deudas. El capitalista, mientras, habı́a tenido que irse a Holanda y habı́a olvidado a la obrera; ni una sola vez fue al Paraı́so que habı́a hecho construir para ella, y la muchacha cayó en lo má s bajo que es posible caer en Parı́s. Nucingen no jugaba, Nucingen no protegı́a las artes, Nucingen no tenı́a ninguna clase de caprichos; por eso quiso satisfacer su pasió n por Esther con una ceguera con la que Carlos Herrera contaba. Despué s del desayuno, el baró n mandó llamar a Georges, su ayuda de cá mara, y le ordenó que fuera a la calle Taitbout a rogar a la señ orita Eugé nie, la camarera de la señ ora Van-Bogseck, que pasara por

su despacho para un asunto importante. —La jiquilará s —añ adió — y la hará s supir a mi hapidación ticiéntole gue ha hecho vorduna. Georges tuvo grandes di icultades para lograr que Europa-Eugé nie se decidiera a ir. La señ ora, le dijo, jamá s le permitı́a que saliera; podı́a ser despedida, etc. Ası́ que Georges destacó sus propios mé ritos al oído del barón, quien le dio diez luises. —Si la señ ora sale esta noche sin ella —dijo Georges a su amo, cuyos ojos brillaban como carbones ardiendo—, vendrá aquí sobre las diez. —¡Pı́en! Fentras a jesdirme a las nuefe... y a beinarme; guiero esdar lo mejor bosiple... Greo gue brondo esdaré gon mi amata, si no, el tinero no sería ya el Uñero... Entre las doce y la una el baró n se hizo teñ ir los cabellos y las patillas. A las nueve el baró n, que habı́a tomado un bañ o antes de la comida, se acicaló como un novio, se perfumó y se puso hecho un Adonis. La señ ora de Nucingen, que fue informada

de tal metamorfosis, se dio el gusto de ver a su marido. —¡Dios mı́o —dijo—, será s ridı́culo!... Ponte una corbata de raso negro en lugar de esa corbata blanca que destaca aú n má s la dureza de tus patillas; ademá s, hace Imperio, hace vejestorio, parece que te des el aire de un antiguo consejero del Parlamento. Quı́tate esos botones de diamantes, que valen cada uno cien mil francos; esa mona te los pedirı́a y no serı́as capaz de negá rselos; y para darlos a una cualquiera, má s vale que me los ponga yo de pendientes. El pobre inanciero, vencido por la justeza de las observaciones que le hacı́a su mujer, le obedecı́a rezongando. —¡Ritı́gulo, ritı́gulo!... Yo nunga te he icho gue esdujieras ritı́gula guanto de gombonı́as lo mecor gue botías bara du señorido te Rasdiñag. —¡Claro que nunca has podido encontrarme ridı́cula! ¿Acaso soy mujer que haga semejantes faltas de ortografı́a en cuanto al vestir? ¡Vamos a ver, date la vuelta!... Abró chate el traje hasta arriba,

como el duque de Maufrigneuse, dejando los dos ú ltimos ojales de arriba. En in, procura rejuvenecerte algo. —Señ or —dijo Georges—, aquı́ está la señ orita Eugénie. —Atiós... —exclamó el banquero. Acompañ ó a su mujer hasta pasados los lı́mites de sus respectivas habitaciones, para estar seguro de que no escucharía la conversación. Al regresar cogió a Europa por la mano y la llevó hasta su habitació n con una especie de respeto irónico: —Paya, hica mı́a, es usdet muy velı́s bor esdar al serjisio te la muquer má s hermosa tel uniferso... Dentrá lo gue usdet guiera si guiere haplar en mi japor y tefenter mis indereses. —Eso no lo harı́a ni por diez mil francos —exclamó Europa—. Comprenda usted, señ or baró n, ante todo soy una muchacha honrada...

—Sı́. Ya giiendo gon bacar su honratet. Eso es lo gue en el munio tel gomercio se llama la guriositat. —Y es no es todo —dijo Europa—. Si el señ or no gusta a la señ ora, y hay razones para que ası́ sea, se enfada, me despide, y resulta que mi trabajo me da mil francos al año. —El gabidal te mil vrangos ess te feinde mil vrangos; si se los toy, no Vierte usdet nata. —A fe mı́a, si se lo toma usted de esta manera, compadre —dijo Europa—, la cosa cambia mucho. ¿Dónde están?...

—Aguı́ esdá n —respondió el baró n, enseñ ando uno a uno los billetes de banco. Contempló el fulgor que cada uno de los billetes hacı́a saltar de los ojos de Europa, que revelaba la concupiscencia que él había imaginado. —Me paga usted el puesto; pero, y la honradez y la

conciencia?... —dijo Europa, levantando su semblante astuto y lanzando al baró n una mirada a la vez seria y burlona. —La gonciensia no jale dando gomo el buesdo; bero, boncamos cingo mil vrangos má s —dijo el barón, y añadió cinco billetes de mil francos. —No, veinte mil francos por la conciencia y cinco mil por el puesto; si lo pierdo... —Gomo usdet guiera... —dijo mientras añ adı́a los cinco billetes—. Bero, bara canarios, dienes gue esgonterme en el guardo te du ama turande la noche, guanto esdará sola... —Si me garantiza que nunca dirá usted quié n le ha introducido, lo acepto. Pero le advierto una cosa: la señ ora es fuerte como un toro, quiere al señ or de Rubempré con locura, y aunque le diera usted un milló n al contado no le harı́a cometer una in idelidad... Será una tonterı́a, pero es ası́ cuando le da por querer a uno, es peor que una mujer honrada. Cuando se va de paseo con el señ or por el bosque, el señ or no suele quedarse en casa al

regreso; esta noche ha salido, de modo que puedo esconderle en mi cuarto. Si la señ ora regresa sola, iré a buscarle a usted; usted se quedará en el saló n y yo no cerraré la puerta de la habitació n; lo demás... ¡lo demás es cosa suya!... ¡Prepárese! —De taré los feinticingo mil vrangos en el saló n... gondandes y sonandes. —¡Vaya! —dijo Europa—. ¡Qué poco descon iado es usted!... Usted lo pase bien... —Dentrá s muchas ogasiones Llecaremos a gonocernos pien...

te

sisarme...

—Bien, venga usted a Ja calle Taitbout a medianoche; pero lleve usted treinta mil francos. La honradez de una camarera, como los coches de punto, resulta má s cara despué s de las doce de la noche. —Bor bruténcia de taré un pono tel Pango... —No, no —dijo Europa—, han de ser billetes; si no, las cosas no van...

A la una de la mañ ana el baró n de Nucingen, escondido en la buhardilla donde dormı́a Europa, era presa de la ansiedad que siente un hombre afortunado. Vivı́a; la sangre parecı́a hervirle en los dedos de los pies y su cabeza iba a estallar como una máquina de vapor demasiado calentada. " ¡Moralmende cozapa bor má s te cien mil esgustos!", le decı́a luego a Du Tillet, cuando le contaba esta aventura. Escuchaba los má s ligeros ruidos que venı́an de la calle, y a las dos de la mañana oyó el coche de su amante desde el bulevar. Cuando la enorme puerta giró sobre sus goznes, su corazón palpitaba con tal fuerza que parecía que iba a alzar la seda del chaleco: por in iba a ver de nuevo la celestial y ardiente cara de Esther. Su corazó n acusó el ruido del estribo y el de la portezuela al cerrarse. La espera del supremo instante le producı́a mayor agitació n que si estuviera en juego su fortuna entera. —¡Ahı́ —exclamó —, ¡esdo es ji ir! Es ingluso ijir temasiato, no foy a ser gabás te haser nata te nata.

—La señ ora está sola, baje usted —djo Europa dejá ndose ver—. ¡Sobre todo, no haga ruido, pedazo de elefante! —¡Petazo te elevande! —repitió el baró n, riendo y andando como si estuviera descalzo sobre barras de hierro al rojo vivo. Europa iba delante, con una palmatoria en la mano. —Doma, gü é ndalos —dijo el baró n, entregando a Europa los billetes cuando llegaron al salón. Europa tomó los treinta billetes con seriedad y salió, dejando encerrado al banquero. Nucingen se fue derecho a la habitació n, donde halló a la hermosa inglesa, que le dijo: —¿Eres tú, Lucien?... —No, cuaba —exclamó Nucingen, sin ser capaz de terminar la frase. Se quedó helado al ver a una mujer que era absolutamente lo contrario de Esther: rubia en

lugar de morena, dé bil en lugar de la fuerza que é l habı́a admirado, una suave noche de Bretañ a en vez del resplandor del sol de Arabia.

—¿Qué es eso, de dó nde viene usted?... ¿Quié n es usted?... ¿Qué quiere? —exclamó la inglesa, tocando la campanilla sin que la campanilla sonara. —He inudilizato las gambanillas, bero no denca mieto... foy a marcharme —dijo—. ¡Dreinda mil vrangos echatos a berter! ¿Es usdet realmente la amande tel señor Lisien te Ripembré? —Hay algo de eso, sobrinito mı́o —dijo la inglesa, que hablaba bien el francé s—. Bero, guien eres dú ? —preguntó , imitando el modo de pronunciar de Nucingen. —¡Un hompre lastimosamente.

encanasto!...

—contestó

—¿Encañ ato bor dener una muquer ponida? — prosiguió ella en tono burlón.

—Bermı́dame gue mañ ana le mante un recalo, en regüerto tel paran te Nitsinguen. —¡No denco el cusdo!... —dijo la mujer, desternillá ndose de risa—. Pero tu regalo será bien recibido, mi querido allanador de morada. —¿Ya lo gonocerá ? Atió s, señ ora. Es usdet poggado ti gartenale; bero no soy má ss gue un bopre panguero te má s te sesenda añ os, y usdet me ha hecho gombrenter el boter gue diene sopre mi la muquer a guien guiero, buesdo gue su pelleza soprehumana no ha botito hacérmela olpitar... —Garampa, ser bonido lo gue me esdá ticiendo — respondió la inglesa. —Aún no lo es dando gomo la gue me lo insbira... —Hablaba usted de dreinda mil francos... ¿A quié n se los ha dado usted? —A la sinjerqüenza te su gamarera... La inglesa tocó la campanilla; Europa no estaba muy lejos.

—¡Oh! —exclamó Europa—. ¡Un hombre en la habitació n de la señ ora, y no es el señ or!... ¡Qué horror! —¿Es cierto que le ha dado a usted treinta mil francos para que lo introdujera? —No, señora; entre las dos no los valemos... Y Europa se puso a dar gritos de alarma con tanta fuerza que el banquero, asustado, se fue a la puerta, desde donde Europa le echó escaleras abajo. —¡Granuja —le echó en cara—, denunciarme a mi ama! ¡Al ladrón!... ¡Al ladrón! El enamorado baró n, al borde de la desesperació n, pudo llegar sin má s afrentas hasta su coche, que le aguardaba en el bulevar; pero ya no sabı́a a qué espía encomendarse. —¿Acaso la señ ora quiere arrebatarme mis ganancias?... —dijo Europa, volviendo hecha una furia al cuarto

de la inglesa. —No conozco las costumbres de Francia —dijo ésta. —Pues, si quiero, no tengo más que decirle al señor dos palabras y mañ ana mismo está usted de patitas en la calle —contestó Europa con insolencia. —Esde temonio te gomar era —dijo el baró n a Georges al preguntarle é ste si estaba contento— me ha pirlato drexuda mil vrangos..., ¡bero es gulba mı́a, nata más gue mía!... —Ası́ que no le ha servido de nada ponerse hecho un pimpollo. ¡Demonio! No le aconsejo al señ or que se tome las pastillas para nada... —Chorch, me muero te tesesberació n... Denco vrı́o... denco el gorasó n helato... Nata te Esder, amico mío. Georges era siempre el amigo de su señ or en las grandes ocasiones. Dos dı́as despué s de esta escena, que contada por

la joven Europa resultaba aú n má s có mica gracias a su mímica, Carlos comía a solas con Lucien. —Es preciso, hijo mı́o, que ni la policı́a ni nadie meta las narices en nuestros asuntos —le dijo en voz baja mientras encendı́a su cigarro con el de Lucien—. Es peligroso. He encontrado un medio audaz pero infalible de hacer que el baró n y sus agentes se estén quietos. Vas a ir a casa de la señora de Sé rizy, y será s complaciente con ella. En el curso de la conversació n le dirá s que para hacer un favor a Rastignac, el cual está harto desde hace tiempo de la señ ora de Nucingen, consientes en servirle de tapadera para ocultar a una amante. El señ or de Nucingen, que se ha enamorado perdidamente de la mujer que Rastignac oculta (esto la hará reı́r), te hace espiar por la policı́a; con eso, tú , que eres inocente de las marrullerı́as de tu compatriota, corres el peligro de comprometer tus intereses ante los Grandlieu. Rogará s a la condesa que obtenga el apoyo de su marido, que es ministro de Estado, para ir a la prefectura de policı́a. Cuando esté s allı́, delante del señ or prefecto, presé ntale tus agravios, pero con el tono del polı́tico que pronto ha de

entrar a formar parte en la inmensa maquinaria del gobierno para ser una de sus principales piezas. Será s comprensivo con la policı́a, como buen estadista, y mostrará s tu admiració n por ella y por el prefecto. Ya se sabe que incluso las máquinas más perfectas manchan de grasa y sufren ligeros contratiempos. Enfá date só lo en la medida justa. Naturalmente, no tienes nada contra el señ or prefecto; pero compromé telo a que vigile a su gente y compadé celo por tener que reprender a sus subordinados. Cuanto má s suave y untuoso seas, tanto má s duro será el pretexto contra sus agentes. Entonces estaremos tranquilos y podremos hacer volver a Esther, que debe de estar bramando como los ciervos en el bosque. El prefecto de entonces era un antiguo magistrado. Los antiguos magistrados resultan demasiado jó venes como prefectos de policı́a. Imbuidos de Derecho y a horcajadas sobre la legalidad, su mano no suele tener esa ligereza para la arbitrariedad que requieren a menudo las circunstancias crı́ticas, en las que la actuació n de la prefectura tiene que parecerse a la de un bombero encargado de apagar

un incendio. En presencia del vicepresidente del Consejo de Estado, el prefecto reconoció que la policı́a tiene má s incovenientes que los que de verdad tiene, lamentó sus abusos, y se acordó entonces de la visita que le habı́a hecho el baró n de Nucingen y de la informació n que habı́a solicitado a propó sito de Peyrade. El prefecto, tras prometer que reprimirı́a los excesos a los que se entregaban sus agentes, agradeció a Lucien que se hubiera dirigido directamente a é l, le prometió guardar el secreto y dio muestras de comprender toda aquella intriga. El ministro de Estado y el prefecto cambiaron hermosas frases sobre la libertad individual, sobre la inviolabilidad del domicilio, y el señ or de Sé rzy hizo observar al prefecto que, si bien los altos intereses del reino exigı́an a veces la prá ctica de ilegalidades secretas, el crimen, a su vez, comenzaba con la aplicació n de los resortes del Estado en aras del interé s privado. Al dı́a siguiente, cuando Peyrade se dirigı́a hacia su entrañ able café David, donde disfrutaba del espectá culo de los burgueses del mismo modo que un artista viendo có mo crecen las lores, un gendarme vestido de paisano se acercó a él por la calle.

—Iba a su casa —le dijo al oı́do—, tengo orden de llevarle a la prefectura. Peyrade cogió un coche de punto junto con el gendarme, sin hacer la más mínima observación. El prefecto de policı́a trató a Peyrade como si hubiera sido el ú ltimo de los cabos de varas de un presidio, paseá ndose por la avenida del jardincillo de la prefectura de policı́a que, en aquel entonces, estaba situada junto al muelle de los Orfévres. —No sin razó n fue usted apartado de la administració n en 1809, señ or mı́o... ¿No sabe usted a qué nos está usted exponiendo y a qué se expone usted mismo?... La reprimenda terminó con una fulminació n. El prefecto anunció in lexiblemente al pobre Peyrade que no só lo quedaba suprimido su subsidio anual, sino que ademá s é l serı́a objeto de una vigilancia especial. El anciano recibió esta ducha de agua frı́a con la mayor tranqulidad del mundo. No hay nada tan inmó vil e impasible como un ser fulminado.

Peyrade habı́a perdido todo su dinero jugando. El padre de Lydie, que contaba con su puesto, se veı́a sin má s recursos que las limosnas de su amigo Corentin. —He sido yo tambié n prefecto de policı́a y le doy toda la razó n —dijo con calma el anciano al funcionario, que habı́a adoptado una postura propia de su majestad judicial, y que tuvo entonces un signi icativo sobresalto—. Pero permı́tame, sin que quiera excusarme con ello, que le haga observar que no me conoce en absoluto — prosiguió Peyrade, echando una sutil mirada al prefecto—. Sus palabras, si se dirigen al antiguo comisario general de policı́a de Holanda, son demasiado duras; y si van destinadas a un simple sabueso, no son bastante severas. Só lo le pido, señ or prefecto —añ adió Peyrade tras una pausa, viendo que el prefecto guardaba silencio—, que recuerde lo que voy a tener el honor de decirle. Sin mezclarme en nada de su actuació n ni de mi justi icació n, tendrá usted ocasió n de comprobar que en este asunto se está engañ ando a alguien; en estos momentos el engañ ado es un servidor de

usted; más adelante será usted mismo. Se despidió del prefecto, que habı́a adoptado un aire meditabundo para ocultar su sorpresa. Volvió a su casa con los miembros deshechos y embargado por una ira profunda contra el baró n de Nucingen. Só lo aquel burdo inanciero podı́a haber descubierto un secreto que estaba encerrado en las cabezas de Contenson, Peyrade y Corentin. El anciano acusó al banquero de querer eximirse del pago convenido, una vez alcanzado su objetivo. Una ú nica entrevista le habı́a bastado para adivinar las astucias del má s astuto de los banqueros. "Liquida con todo el mundo, incluso con nosotros, pero me vengaré ", se decı́a a sı́ mismo el pobre hombre. "Nunca he pedido nada a Corentin, pero ahora voy a pedirle que me ayude a vengarme de este zopenco. ¡Maldito baró n! Verá s có mo las gasto cuando te encuentres, un dı́a, con tu hija deshonrada... Pero, ¿sentirá algú n amor por su hija?" El mismo dı́a en que se produjo aquella catá strofe que hacı́a derrumbarse sus esperanzas, el anciano

parecı́a haber envejecido diez añ os. Hablando con su amigo Corentin, unı́a a sus agravios las lá grimas que le producı́a la perspectiva del sombrı́o porvenir que dejaba a su hija, que era su ı́dolo, su perla, su ofrenda a Dios. —Seguiremos este asunto —le decı́a Corentin—. Hay que saber primero si el baró n es tu delator. ¿Fuimos prudentes apoyá ndonos en Gondrevı́lle?... Este viejo Sabelotodo nos debe demasiadas cosas para que no intente hundirnos; por eso hago vigilar a su yerno Keller, que no sabe ni palabra de polı́tica, y que es muy capaz de meterse en cualquier conspiració n que pretenda derrocar a la rama primogé nita en provecho de la secundona... Mañ ana sabré lo que ocurre con Nucingen, si ha visto ya a su amante y de dó nde procede este golpe bajo... No te desesperes. Para empezar, el prefecto no aguantará mucho en su puesto... El momento está preñ ado de revoluciones, y las revoluciones son nuestras aguas turbias. Se oyó un silbido peculiar, procedente de la calle.

—Es Contenson —dijo Peyrade, colocando una luz en la ventana— que tiene algo de interé s personal para mí. Un momento despué s comparecı́a el iel Contenson ante los dos gnomos de la policı́a, reverenciados por él como dos genios. —¿Qué hay? —dijo Corentin. —¡Hay novedades! Salı́a del 1131, donde lo habı́a perdido todo. ¿A quié n veo bajo las arcadas?... ¡A Georges! El baró n acababa de despedirle por sospechar que se había ido de la lengua. —Eso es el efecto de una sonrisa que se me escapó —dijo Peyrade. —¡Vaya! ¡Cuá ntos desastres motivados por sonrisas!... —exclamó Corentin. —Sin contar los que provocan los golpes de lá tigo —dijo Peyrade, aludiendo al asunto Simeuse (vé ase UN ASUNTO TENEBROSO)—. Pero, vamos a ver, Contenson, ¿qué es lo que ocurre?

—Esto es lo que ocurre —repuso Contenson—. He hecho cantar a Georges llená ndolo de vasos de todos colores hasta dejarlo borracho perdido; por lo que a mı́ respecta, debo de ser una especie de alambique. Nuestro baró n fue a la calle Taitbout despué s de atiborrarse de pastillas afrodisı́acas. Allı́ ha encontrado a la mujer que ya sabé is. Pero ahı́ está la broma: ¡la inglesa no es su tesconocita!... Y se gastó treinta mil francos para sobornar a la camarera. Se cree grande porque hace pequeñ eces con grandes capitales; dadle la vuelta a la frase y encontraré is el planteamiento del problema que resuelve el genio. El baró n regresó en un estado lamentable. Al dı́a siguiente, Georges, para hacer mé ritos, dijo a su amo: "¿Por qué utiliza el señ or gente de tan baja ralea? Si el señ or quisiera poner su con ianza en mı́, encontrarı́a a su desconocida; la descripció n que el señ or me ha hecho de ella me basta, pondré todo Parı́s patas arriba." "¡Ve (dijo el baró n), te recompensaré si lo consigues!" Georges me ha contado todo esto mezclado con detalles de lo má s descabellado. Pero... ¡ya estamos acostumbrados a oı́r cualquier cosa! Al dı́a siguiente el baró n recibió una carta anó nima que decı́a algo

ası́: "El señ or de Nucingen se muere de amor por una desconocida y se ha gastado ya mucho dinero inú tilmente; si se aviene a presentarse esta misma noche, a las doce, al extremo del puente de Neuilly, y subir al coche detrá s del cual estará el criado del bosque de Vincennes, dejá ndose tapar los ojos con un pañ uelo, podrá ver a la que ama... Como su fortuna puede infundirle sospechas acerca de la pureza de intenciones de los que ası́ proceden, el señ or baró n puede llevar consigo a su iel Georges. No habrá, por otra parte, nadie dentro del coche." El barón se presenta al lugar indicado con Georges, sin decirle nada. Los dos se dejan tapar los ojos y se dejan cubrir la cabeza con un velo. El baró n reconoce al criado. Dos horas má s tarde, el coche, que parecı́a de los del tiempo de Luis XVIII (¡qué Dios le tenga en su gloria!, ¡é l sı́ que entendı́a en asuntos de policía!), se para en medio de un bosque. El baró n, a quien alguien quitó el pañ uelo, vio a su desconocida en el interior de un coche parado, el cual... ¡zas!... desapareció en seguida. El coche en que iba (estilo Luis XVIII) le llevó de regreso a Neuilly, donde le esperaba el suyo. En la mano de

Georges habı́an dejado un billete que decı́a: "¿Cuá ntos billetes de mil francos está dispuesto a soltar el baró n para que le pongan en relació n con la desconocida?" Georges entrega el billete a su amo, y el baró n, convencido de que Georges se entiende conmigo o con usted, señ or Peyrade, con el in de explotarle a é l, pone a Georges de patitas en la calle. ¡Vaya un banquero imbé cil! No tenı́a que despedir a Georges antes de haberse agosdato gon la tesconocita. —¿Ha visto Georges a la mujer?... —dijo Corentin. —Sí —dijo Contenson. —¿Y cómo es? —exclamó Peyrade. —¡Oh! —replicó Contenson—. No me ha dicho má s que eso: ¡una hermosura resplandeciente!... —Nos está n dando el esquinazo unos tı́os má s há biles que nosotros —exclamó Peyrade—. Esos pá jaros van a venderle esta mujer muy cara al barón.

—¡Ya, mein Herr!1 —contestó Contenson—. Por eso, al saber que le habı́an dado un rapapolvo en la prefectura, he hecho cantar a Georges. —Quisiera saber quié n me la ha jugado —exclamó Pey-rade—. ¡Mediríamos nuestras fuerzas! —Hay que estar al acecho —dijo Contenson. —Tiene razó n —dijo Peyrade—; deslicé monos por todos los agujeros, escuchemos, esperemos... —Vamos a estudiar esta versió n —exclamó Corentin—; por de pronto, no tengo nada que hacer. ¡Pó rtate bien, tú , Peyrade! Siempre hay que obedecer al señor prefecto... —El señ or de Nucingen es fá cil de desangrar — hizo observar Contenson—, tiene demasiados billetes de mil francos en las venas... —¡Y pensar que tenı́a la dote de Lydie al alcance de la mano! —dijo Peyrade al oído de Corentin. —Contenson, vamonos, dejemos dormir a nuestro tío Peyrade... ¡Hasta mañana!

—Señ or mı́o —dijo Contenson a Corentin en el umbral—, ¡qué curioso intercambio iba a hacer este hombre!... ¡Vaya! ¡Casar a su hija con el precio de...! Vamos, con este argumento podrı́a hacerse una bonita obra dramá tica, moral incluso, que se titularía La dote de una joven. —¡Ah, qué bien organizados está is vosotros!... ¡Qué orejas tienes!... —dijo Corentin a Contenson—. Decididamente, la Naturaleza Social provee a todas las especies de las cualidades necesarias para los servicios que espera de ellas. ¡La Sociedad es una segunda Naturaleza! —Es muy ilosó ico lo que está usted diciendo — exclamó Contenson—; seguro que un profesor sacaría de ello una teoría. —Procura estar al corriente —repuso Corentin, sonriendo mientras caminaba con el espı́a por las calles— de todo cuanto ocurra en casa del baró n de Nucingen, a propó sito de la desconocida... sin entrar en detalles... no cometas trapacerías...

—¡Se mira si sale humo por las chimeneas! —dijo Contenson. —Un hombre como el baró n de Nucingen no puede ser feliz de incó gnito —repuso Corentin—. Y por otra parte, nosotros, que jugamos con los seres humanos, ¡no debemos nunca convertirnos en sus juguetes! —¡Diablo! Serı́a como si el reo se entretuviera cortando el cuello del verdugo —exclamó Contenson. —Siempre tienes un chiste a punto —respondió Corentin, dejando escapar una sonrisa que formó unas ligeras arrugas en su máscara de yeso. El asunto era excesivamente importante por sı́ mismo, al margen de sus resultados. Si é l baró n no habı́a traicionado a Peyrade, ¿quié n habı́a tenido interé s en ver al prefecto de policı́a? Para Corentin se trataba de saber si entre los suyos no habı́a algú n traidor. Al acostarse pensaba lo mismo que Peyrade: "¿Quié n habrá ido a quejarse al prefecto?... ¿A quié n pertenece esa mujer?" De este modo, pese

a ignorarse mutuamente, Jacques Collin, Peyrade y Corentin se iban aproximando entre sí sin saberlo; y la pobre Esther, Nucingen y Lucien iban a verse necesariamente envueltos en la lucha que habı́a comenzado ya y que iba a ser terrible debido al amor propio que caracteriza a los hombres de la policía. Gracias a la habilidad de Europa, pudo saldarse la parte má s amenazadora de la deuda de sesenta mil francos que pesaba sobre Esther y sobre Lucien. La con ianza de los acreedores no se resintió siquiera. Lucien y su corruptor pudieron respirar por unos instantes. Como dos ieras acosadas que beben furtivamente de alguna charca, pudieron seguir bordeando los precipicios cerca de los cuales el hombre fuerte conducı́a al dé bil, ya fuera a la horca o a la fortuna. —Ahora —dijo Carlos a su protegido— nos jugamos el todo por el todo; afortunadamente, las cartas las tenemos marcadas, y los jugadores son muy jóvenes.

Durante algú n tiempo Lucien frecuentó asiduamente a la señ ora de Sé rizy, por orden de su terrible mentor. Efectivamente, habı́a que evitar la sospecha de que Lucien mantuviera a alguna amante. Por otra parte, encontró una compensació n en el gozo de sentirse objeto de amor y en la animació n de una vida mundana. Obediente a la señ orita Clotilde de Grand-lieu, no la veı́a má s que en el Bosque de Bolonia o en los Campos Elíseos. La mañ ana siguiente del dı́a en que Esther fue encerrada en la casa del guarda, el personaje terrible y para ella problemá tico que la amedrentaba fue a proponerle que irmara en blanco tres papeles sellados en los que iguraban las siguientes comprometedoras palabras: Aceptado por sesenta mil francos en el primero; Aceptado por ciento veinte mil francos en el segundo, y Aceptado por ciento veinte mil francos en el tercero. En total, trescientos mil francos en letras. Poniendo. vale por, no hacé is má s que un simple billete. La palabra aceptado constituye la letra de cambio y os somete a la prisió n por deudas. Esta palabra hace incurrir a quien la irma imprudentemente en la pena de cinco

añ os de cá rcel, pena que el tribunal correccional no dicta casi nunca y que la audiencia aplica a los criminales. La ley de prisió n por deudas es un recibo de los tiempos de la barbarie que reú ne en sı́ la estupidez y el mé rito inestimable de ser inú til, puesto que jamá s afecta a los granujas. (Vé ase ILUSIONES PERDIDAS.) —Se trata de sacar de apuros a Lucien —dijo el españ ol a Esther—. Tenemos una deuda de sesenta mil francos, y con estos trescientos mil quizá nos libremos de ella. Tras haber antedatado en seis meses las letras de cambio, Carlos las hizo extender a nombre de Esther por un hombre incomprendido por parte de la policı́a correccional, cuyas aventuras, pese al escá ndalo que provocaron, cayeron pronto en el olvido, se perdieron y fueron cubiertas por el alboroto de la gran sinfonía de julio de 1830. Este joven, que es uno de los má s audaces caballeros de industria, e hijo de un escribano de Boulogne, cerca de Parı́s, se llama Georges-Marie

Destourny. Su padre, obligado por las circunstancias poco pró speras a vender su cargo, dejó a su hijo, hacia 1824, sin ningú n recurso, tras haberle dado una brillante educació n, ese delirio que cometen tantos pequeñ os burgueses con sus hijos. A los veintitré s añ os, el joven y brillante alumno de derecho habı́a renegado ya de su padre escribiendo así su nombre en sus tarjetas:

GÉORGIS D'ESTOURNY

Estas tarjetas daban al personaje un olor de aristocracia. Este lechuguino tuvo la audacia de adquirir un tı́lburi, un groom y de frecuentar los clubs. Todo se aclara con pocas palabras: hacı́a negocios en la Bolsa con el dinero de las mujeres mantenidas de las cuales era el con idente. Por ú ltimo sucumbió ante la policı́a correccional, ante la que compareció acusado de jugar con cartas demasiado afortunadas. Tenı́a có mplices: jó venes

corrompidos por é l, secuaces suyos ligados a é l por la gratitud y muchachos que compartı́an su elegancia y sus cré ditos. Al verse obligado a huir, desdeñ ó el pago de sus diferencias en la Bolsa. Todo Parı́s, el Parı́s de los Lobos Cervales y de los clubs, de los bulevares y de los industriales, se estremecía aún con aquel asunto. En su é poca de esplendor, Georges d'Estourny, que era guapo y sobre todo muy cordial, generoso como el jefe de una banda de bandoleros, habı́a protegido a la Torpille durante algunos meses. El falso españ ol basó sus especulaciones en el trato que habı́a tenido. Esther con este famoso estafador; el trato con tales individuos es frecuente entre las mujeres de su especie. Georges d'Estourny, cuya ambició n se habı́a enardecido con el é xito, habı́a tomado bajo su protecció n a un hombre llegado a Parı́s desde una lejana provincia en busca de negocios, a quien el partido liberal querı́a indemnizar de las condenas arrostradas valerosamente en el curso de la lucha de la prensa contra el gobierno de Carlos X, cuya

persecució n se habı́a frenado en los tiempos del ministerio Martig-nac. En aquella ocasió n se habı́a indultado al caballero Cé rizet, aquel gerente responsable apodado Valiente-Cérizet. Cé rizet, bajo el patrocinio formal de las lumbreras de la Izquierda, fundó una casa que a la vez participaba de una agencia de negocios, de un Banco y de una gestorı́a. Era una de estas casas que constituyen el equivalente, en el comercio, de esas criadas para todo que se anuncian en los perió dicos. Cé rizet estuvo muy contento de relacionarse con Georges d'Estourny, que lo educó. Esther, en virtud de la ané cdota acerca de Ninon, podı́a hacerse pasar por la iel depositarı́a de una porció n de la fortuna de Georges d'Estourny. Carlos Herrera se hizo dueñ o de los valores que habı́a creado gracias a un endoso en blanco irmado Georges d'Estourny. Este papel falso no ofrecı́a ningú n peligro, dado que o bien la señ orita Esther o bien otra persona a cuenta suya podı́a o debı́a pagarlo. Informado acerca de la casa Cé rizet, Carlos adivinó en é l a uno de esos oscuros personajes

decididos a hacer fortuna, aunque... legalmente. Cé rizet, el auté ntico depositario de D'Estourny, estaba provisto de cantidades importantes, invertidas entonces en la Bolsa, en valores que estaban en alza, lo cual permitı́a a Cé rizet dá rselas de banquero. Todo esto se hace en Parı́s: se desprecia a un hombre, pero no su dinero. Carlos se personó en casa de Cé rizet con la intenció n de trabajarlo a su manera, ya que por casualidad resultaba ser dueñ o de todos los secretos del digno socio de D'Estourny. Valiente-Cé rizet vivı́a en un entresuelo de la calle Gros-Chenet, y Carlos, que se hizo anunciar misteriosamente como alguien que iba de parte de Georges d'Estourny, sorprendió en el rostro del supuesto banquero la palidez producida por dicha presentació n. Carlos vio, en un modesto gabinete, a un hombrecillo de escasos cabellos rubios, en quien reconoció al Judas de David Sé chard, segú n la descripción que del mismo le había hecho Lucien. —¿Podemos hablar aquı́ sin miedo a que nos

escuchen? —dijo el españ ol, que se habı́a transformado sú bitamente en inglé s pelirrojo, con gafas azules, limpio y pulido como un puritano yendo a la iglesia. —¿Por qué razó n, caballero? —dijo Cé rizet—. ¿Quién es usted? —El señ or William Barker, acreedor del señ or D'Estourny; y voy a demostrarle la necesidad de cerrar las puertas, ya que usted lo desea. Sabemos, señ or mı́o, cuá les han sido sus relaciones con los Petit-Claud, los Cointet y los Séchard de Angulema... Al oı́r aquellas palabras, Cé rizet se precipitó hacia la puerta para cerrarla, volvió a otra puerta que daba a un dormitorio y corrió el cerrojo; a continuación dijo al desconocido: —¡Má s bajo, caballero! —Examinó al falso inglé s, diciéndole—: ¿Qué quiere usted de mí?... —¡Dios mı́o! —repuso William Barker—, en este mundo cada uno va a la suya. Usted tiene los fondos del bueno de D'Estourny... Tranquilı́cese, no vengo a

pedı́rselos; pero, despué s de mucho apremiarle, este granuja (que, dicho sea entre nosotros, merecerı́a ir al patı́bulo) me entregó estos valores diciendo que podı́a haber alguna posibilidad de hacerlos efectivos; y como yo no quiero demandarle en mi nombre, me dijo que usted no me negarı́a el suyo. Cérizet miró la letra de cambio y dijo: —Pero si ya no está en Francfort... —Lo sé —respondió Barker—, pero podı́a haber estado allí todavía en la fecha de esta operación... —Pero es que yo no quiero hacerme responsable... —dijo Cérizet. —No le pido este sacri icio —contestó Barker—; usted puede encargarse de recibirlos, los salda, y yo me encargaré del cobro. —Me sorprende que D'Estourny tenga tan poca confianza en mí —añadió Cérizet. —En su caso —respondió Barker— no se le puede

acusar de haber puesto sus huevos en muchos nidos distintos. —¿Acaso cree usted...? —preguntó el pequeñ o negociante, devolviendo al falso inglé s las letras de cambio aceptadas y en regla. —...¿Si creo que conservará bien sus fondos? —dijo Barker—. ¡Ya lo creo! ¡Está n ya sobre el tapete verde de la Bolsa...! —Mi interés estriba en... —En perderlos ostensiblemente —dijo Barker. —¡Caballero...! —exclamó Cérizet. —Mire usted, querido señ or Cé rizet —dijo frı́amente Barker, interrumpiendo a Cé rizet—, me harı́a usted un favor si me facilitara este cobro. Tenga la amabilidad de escribirme una carta en la que diga que usted me entrega estos valores aceptados a cuenta de D'Estourny, y que el demandante tendrá que considerar al portador de la letra como a su propietario.

—¿Hará el favor de decirme sus nombres? —¡Nada de nombres! —respondió el capitalista inglé s—. Ponga: El portador de esta letra y de los valores... Recibirá usted buen pago por este, favor... —¿Y de qué manera?... —dijo Cé rizet. —Con só lo una palabra. Permanecerá usted en Francia, ¿verdad? —Sí, señor. —¡Pues bien! Georges d'Estourny nunca regresará . —¿Y por qué? —Hay por lo menos cinco personas, que yo sepa, que le asesinarían, y él lo sabe muy bien. —Ası́ no me extrañ a que me pida lo que le haria falta para irse a las Indias —exclamó Cé rizet—. Por desgracia me obligó a invertirlo todo en los fondos pú blicos. Ya estamos en deuda con la casa Du Tillet. Yo vivo al dı́a. —¡Saque usted, pues, sus cartas del juego! —¡Ah, si lo hubiera sabido antes! —exclamó Cérizet—. Me ha fallado la suerte...

—Una ú ltima palabra —dijo Barker—: ¡discreció n! De esto es usted perfectamente capaz; pero tambié n se necesita idelidad, y esto ya no es quizá tan seguro. Nos volveremos a ver, y haré que se enriquezca. Despué s de haber introducido en aquella alma de fango una esperanza que tenı́a que asegurar su discreció n durante mucho tiempo, Carlos, caracterizado de nuevo como Barker, fue a ver a un escribano con quié n podı́a contar, para encargarle que lograra un enjuiciamiento de initivo en contra de Esther. —Esto se pagará bien —dijo al escribano—, es un asunto de honor y se quiere que todo esté en regla. Barker hizo que un abogado representara a la señ orita Esther ante el Tribunal del Comercio, para que los enjuiciamientos fueran contradictorios. El escribano, a quien se habı́a pedido que obrara con dilicadeza, puso en sobre cerrado todas las actas del sumario y fue é l mismo a embargar el mobiliario, en la calle Taitbout, donde le recibió Europa. Una vez

hecha la denuncia, Esther cayó mani iestamente bajo la amenaza de prisió n por deudas por la cantidad declarada de má s de trescientos mil francos. En esto Carlos no tuvo que hacer ningú n gran esfuerzo de inventiva. Un tal vodevil de deudas falsas se representa muy a menudo en París. Existen ciertos sub-Gobstck, ciertos Gigonnet que, a cambio de una recompensa, se prestan a estos retrué canos, ya que aú n bromean a propó sito de tan horrendas maniobras. En Francia todo se hace en son de burla, incluso los crı́menes. De modo que se pone precio, ya sea a parientes recalcitrantes, ya sea a ciertas pasiones dispuestas a regatear pero que, ante una lagrante necesidad o por miedo a un supuesto deshonor, sueltan en seguida la pasta. Má xime de Trailles habı́a empleado este sistema muchas veces, remedando las comedias del antiguo repertorio. Carlos Herrera, esta vez, queriendo salvar el honor de su há bito y el de Lucien, habı́a recurrido sin exponerse a un documento falsi icado, aunque por aquel entonces la costumbre de emplear falsi icaciones se habı́a generalizado tanto que la

Justicia habı́a llegado a conmoverse. Dicen que en los alrededores del Palacio Real existe una Bolsa de falsi icaciones donde, por tres francos, puede adquirirse una firma. Antes de iniciar el asunto de aquellos cien mil escudos destinados a servir de centinelas en la puerta del dormitorio, Carlos se propuso hacer pagar otros cien mil francos al señ or de Nucingen. He aquí de qué manera. Siguiendo sus ó rdenes, Asia se hizo pasar ante el enamorado baró n por una vieja que estaba al corriente de los asuntos de la hermosa desconocida. Hasta la fecha, los autores costumbristas han descrito a muchos usureros; pero han olvidado a las usureras, a las madame La Ressource, de hoy, a esos tan curiosos personajes que actualmente reciben la decente denominació n de prenderas, y cuyo papel podı́a representar la feroz Asia, que tenı́a dos establecimientos, uno en el Temple y el otro en la calle Saint-Marc, ambos regentados por mujeres de su confianza.

—Te meterá s en la envoltura de la señ ora de SaintEstè ve —le dijo, y quiso examinarla una vez disfrazada. La falsa alcahueta se presentó con un vestido de tela adamascada, estampada con lores, que parecı́a la de una cortina arrancada de algú n camarı́n; se cubrı́a con un chal de cachemira viejo y gastado, invendible, de esos que agotan su existencia sobre los hombros de mujeres como la que representaba. Llevaba un cuello con puntas preciosas, pero deshilachadas, y un sombrero horrible; llevaba zapatos de piel de Irlanda, a cuyos bordes la carne de sus pies hacı́a el efecto de unos burletes de seda negra. —¡Y la hebilla del cinturó n! —dijo, mostrando una pieza de orfebrerı́a muy sospechosa que comprimı́a su vientre de cocinera—. ¡Eh, vaya estilo! Y la cintura... ¡con qué gracia me afea! ¡Oh, mama Rorro me ha vestido muy lindamente! —Primero has de ser melosa —le dijo Carlos—, casi temerosa, y descon iada como una gatita; sobre

todo, haz que el baró n se avergü ence de haber echado mano de la policı́a sin que é sta te haya molestado a ti para nada. Por ú ltimo, dale a entender, en la prá ctica, en té rminos má s o menos claros, que desafı́as a todas las policı́as del mundo a que descubran dó nde está su belleza. Oculta bien tus trazas... Cuando el baró n te conceda la libertad de darle palmadas en la barriga llamá ndole "¡Depravadote!", entonces adopta una actitud insolente y trátale como a un lacayo. Nucingen, amenazado con no ver nunca má s a la mediadora si procedı́a a la má s leve vigilancia, tenı́a que ver a Asia yendo a pie hasta las inmediaciones de la Bolsa, misteriosamente, a un entresuelo miserable de la calle Neuve-Saint-Marc. ¡Cuá ntas veces han sido holladas aquellas calles mugrientas por enamorados millonarios, y con qué fruició n! Las piedras lo saben. La señ ora de Saint-Estè ve, llevando al baró n de esperanza en desesperanza, en dosis sabiamente estudiadas, logró , que é ste deseara enterarse de cuanto concernı́a a la desconocida a cualquier precio...

Entretanto el escribano proseguı́a sus gestiones a buena marcha, puesto que, al no toparse con ninguna resistencia por parte de Esther, actuaba de acuerdo con los plazos legales sin perder un solo día. Lucien, acompañ ado por su consejero, visitó cinco o seis veces a la prisionera en Saint-Germain. El feroz cerebro de estas maquinaciones habı́a considerado necesarios tales encuentros para impedir que Esther desmejorara, ya que su belleza se habı́a convertido en capital. En el momento de marchar de la casa del guarda, llevó a Lucien y a la pobre cortesana al borde de un camino desierto, a un lugar desde donde se veı́a Parı́s y donde nadie podı́a oı́rles. Los tres se sentaron, de cara al sol naciente, bajo el tronco de un á lamo derribado, ante aquel paisaje, que es uno de los más espléndidos del mundo y abarca el lecho del Sena, Montmartre, París, Saint-Denis. —Hijos mı́os, vuestro sueñ o ha terminado —dijo Herrera—. Tú , pequeñ a, nunca má s verá s a Lucien; y si lo ves, lo habrá s conocido hate cinco añ os, só lo

durante unos días. —Mi muerte ha llegado ya —dijo Esther sin derramar una sola lágrima. —Bueno, hace cinco añ os que está s enferma — repuso Herrera—. Suponte que está s tı́sica y mué rete sin aburrirnos con tus elegı́as. Pero ahora verá s que aú n puedes vivir, ¡y muy bien!... Dé janos, Lucien, ve a coger sonetos —le dijo, señ alá ndole un campo a algunos pasos de distancia. Lucien dirigió a Esther una mirada mendigante, una de esas miradas propias de los hombres dé biles y á vidos que tienen mucha ternura en el corazó n y mucha cobardı́a en el á nimo. Esther le contestó con un movimiento de cabeza que signi icaba: "Voy a escuchar al verdugo para saber có mo he de poner el cuello bajo el ilo del hacha, y tendré la valentı́a de morir bien." El gesto fue tan dulce y al mismo tiempo apuntaba tales horrores, que el poeta lloró ; Esther corrió hacia é l, lo apretó entre sus brazos, bebió sus lágrimas y le dijo: —¡Tranquilízate!

Fue una de esas palabras que se expresan con el gesto, con la mirada y con la voz del delirio. Carlos se puso a explicar claramente, sin ambigü edades, y muchas veces con expresiones terriblemente descarnadas, la crı́tica situació n de Lucien, su posició n en la casa de Grand-lieu, la esplé ndida vida que le esperaba en caso de triunfar y, por ú ltimo, la necesidad por parte de Esther de sacrificarse a tan maravilloso porvenir. —¿Qué hay que hacer? —exclamó la muchacha, fanatizada. —Obedecerme ciegamente —dijo Carlos—. ¿De qué puede usted quejarse? De usted misma dependerá el labrarse un futuro dichoso. Va a convertirse usted en lo que ahora son Tullı́a, Florine, Mariette y la Val Noble, sus antiguas amigas, es decir, en la querida de un hombre rico por quien no sentirá ningú n amor. Una vez liquidados nuestros asuntos, su enamorado es lo bastante rico para hacerla feliz... —¡Feliz!... —dijo levantando los ojos al cielo.

—Ha gozado usted de cuatro añ os de paraı́so — prosiguió —. ¿Acaso no puede vivirse con semejantes recuerdos?... —Le obedeceré —contestó Esther, secá ndose una lá grima—. ¡No se inquiete por lo demá s! Usted lo ha dicho, mi amor es una enfermedad mortal. —Aú n no he terminado —repuso Carlos—; debe conservarse hermosa. A los veintidó s añ os y medio, está usted en el punto culminante de su belleza gracias a su felicidad. En in, vuelva a ser de nuevo la Torpille. Sea usted traviesa, malgastadora y astuta, no tenga piedad con el millonario del que le hago entrega. ¡Escú cheme!... Este individuo es un ladró n de grandes Bolsas, no ha tenido piedad por mucha gente, ha engordado con los dineros de la viuda y del hué rfano; ¡usted será la Venganza de sus vı́ctimas!... Asia vendrá a recogerla en un coche de punto, y esta misma noche estará de nuevo en Parı́s. Si deja usted entrever la relació n que ha tenido con Lucien durante cuatro años, será como si le disparara un tiro en la cabeza. Le pregur.cará n dó nde ha estado; contestará que se la llevó de viaje

un inglé s exageradamente celoso. En otros tiempos demostró usted mucho ingenio para bromear, procure recuperar todo aquel ingenio... ¿Habé is visto alguna vez una cometa radiante, una de esas mariposas gigantes de la infancia, recubierta de papel dorado, planeando por el cielo?... Los niños se distraen un momento, alguien corta el hilo y el meteoro cae con una espantosa velocidad. Lo mismo le ocurrió a Esther oyendo a Carlos.

SEGUNDA PARTE LO QUE EL AMOR CUESTA A LOS VIEJOS

Desde hacı́a ocho dı́as Nucingen iba, casi a diario, a regatear la entrega de su amada a la tienda de la calle Neuve-Saint-Marc. Allı́ Asia, a veces bajo el nombre de Saint-Estè ve y a veces bajo el de señ ora Rorro, presumı́a entre los má s hermosos atavı́os que han llegado a aquella horrible situació n en que

los vestidos ya no son vestidos, pero no son todavı́a andrajos. El marco estaba en armonı́a con el aspecto que aquella mujer adoptaba, ya que tales tiendas son una de las má s siniestras peculiaridades de Parı́s. Allı́ pueden verse los despojos que la Muerte ha dejado con sus manos descarnadas, y puede oı́rse el estertor de un pecho atacado por la tisis; se adivina tambié n la agonı́a de la miseria bajo un traje de brocado de oro. Las horrendas disputas entre el Lujo y el Hambre está n allı́ escritas sobre ligeros encajes. Uno puede encontrar la isonomı́a de una reina bajo un turbante con plumas cuya postura recuerda —restablece casi— el rostro ausente. ¡Es lo repugnante dentro de lo hermoso! El lá tigo de Juvenal, agitado por las manos o iciales del perito tasador, desparrama los manguitos gastados, la peleterı́a mustia de las cortesanas arruinadas. Es un estercolero de lores en el cual destacan, acá y allá , algunas rosas recié n cogidas y pronto desechadas, y sobre el cual está siempre acurrucada una vieja, la prima hermana de la Usura, la Ocasió n que pintan calva, desdentada y dispuesta a vender el contenido, pues el continente está ya acostumbrada a comprarlo: compra o vende tanto a

la mujer sin el vestido como el vestido sin la mujer. Asia se encontraba en su elemento, como el cabo de varas en el presidio o como el buitre, con el pico ensangrentado, sobre un cadá ver; su aspecto era má s espantoso que el de los salvajes horrores que hacen estremecerse a los transeú ntes cuando a veces encuentran sorprendidos alguno de sus má s remotos y sentidos recuerdos expuesto en algú n sucio escaparate, tras el cual hace muecas alguna auténtica Saint-Estève retirada. De irritació n en irritació n, de diez mil francos en diez mil francos, el banquero habı́a llegado a ofrecer sesenta mil francos a la señ ora de SaintEstè ve, que le respondió con una mueca de repulsa que hubiera hecho perder la paciencia a un macaco. Despué s de una noche agitada, despué s de haber reconocido cuá nto desorden habı́a introducido Esther en su mente y tras haber conseguido unas ganancias inesperadas en la Bolsa, se presentó una mañ ana con la intenció n de soltar los cien mil francos que Asia le pedı́a; pero antes querı́a sonsacarle muchísimas informaciones.

—¿Por in te decides, chungó n? —le dijo Asia, dándole palmadas en el hombro. La familiaridad má s deshonrosa es el primer tributo que esta clase de mujeres imponen a las pasiones desenfrenadas o a las desgracias que se entregan en sus manos; nunca se alzan a la altura del cliente, sino que le obligan a sentarse junto a ellas sobre su montó n de basura. Como puede observarse, Asia obedecı́a admirablemente a su dueño. —Pien lo jale —dijo Nucingen. —Y no sales perdiendo —respondió Asia—. Ha habido mujeres que se han vendido má s caras que é sta, relativamente. ¡Es que hay mujeres y mujeres! De Marsay dio por Coralie sesenta mil francos. La que tú quieres ha costado cien! mil francos de primera mano; pero para ti, te das cuenta, viejo verde, es un asunto de conveniencia. —Bero, ¿tónte esdá? —¡Oh, ya la verá s! Tú y yo somos iguales: ¡dadme,

dadme!... ¡Ah, amiguito, tu pasió n ha cometido locuras! Esta clase de jovencitas no son nada razonables. La princesa es ahora lo que decimos un dondiego de noche... —Un tontieco... —Vamos, no te hagas el babieca... Tiene a Louchard sobre su pista; yo le he prestado cincuenta mil francos... —Feindicingo, serán —exclamó el banquero. —Demonio, veinticinco por cincuenta, esto cae por su propio peso —respondió Asia—. Seamos justos, ¡esta mujer es la honradez misma! Ya no le quedaba má s que su persona, y me dijo: "Querida señ ora Saint-Estè ve, estoy en apuros y só lo usted puede hacerme este favor.; pré steme veinte mil francos, se los hipotecaré sobre mi corazó n..." ¡Oh, tiene corazó n noble!... Só lo yo sé dó nde está . Una indiscreció n me costarı́a los veinte mil francos... Antes vivı́a en la calle Taitbout. Antes de irse de allı́... (Sus muebles fueron embargados... ya se sabe, los gastos. ¡Esos golfos de los alguaciles!... ¡Ya lo sabe

usted, que entiende mucho en Bolsa y cosas ası́!) Pues no fue tonta, alquiló por un par de meses su piso a una inglesa, una esplé ndida mujer que tenı́a de amante a Rubempré, y él tenía tantos celos que la sacaba de paseo por las noches... Pero como iban a llevarse los muebles, la inglesa se marchó ; ademá s era muy cara para un pipiólo como Lucien... —Hace usdet te pango —dijo Nucingen. —En especie —dijo Asia—. Hago pré stamos a las mujeres guapas; y esto rinde, porque se cuenta con dos valores a la vez. Asia gustaba de acentuar el papel de esas mujeres, que son muy á speras, pero má s zalameras y dulces que la malaya, y que justi ican su comercio con motivos de gran elevació n. Asia ingı́a haber perdido todas sus ilusiones, decı́a que habı́a perdido a sus cinco amantes y a sus hijos; se lamentaba de ser vı́ctima de todo el mundo, a pesar de su experiencia. De vez en cuando enseñ aba papeletas del Monte de Piedad como prueba de lo mal que iba su negocio. Fingió estar en apuros y con deudas. En suma, actuó con tanta ingenuidad que el

baró n acabó por creer en el personaje que representaba. —¡Pueno! Si sueldo los cien mil, tó nte la jeré ? —dijo con el tono del que está dispuesto a cualquier sacrificio. —Verá s, gordo, vas a venir hoy, al anochecer, en tu coche por ejemplo, ante el Gimnasio. Aqué l es el camino —dijo Asia—. Te parará s en la esquina de la calle Sainte-Barbe. Yo estaré allı́ de guardia; nos iremos en busca de mi hipoteca de pelo negro... ¡Oh, tiene unos cabellos preciosos mi hipoteca! Cuando se quita la peineta, Esther queda a cubierto como si estuviera bajo un pabelló n. Pero me parece que aunque entiendas de nú meros, de todo lo demá s está s hecho un babieca; te aconsejo que escondas bien a la pequeñ a, porque te la meten en SaintePé lagie, sin chistar, al dı́a siguiente, si la encuentran... y... la están buscando. —¿No se botrı́an reguberar las ledras? —dijo el incorregible Lobo Cerval. —Las tiene el alguacil... pero no hay tu tı́a. La chiquilla duvo una pasió n y se gastó todo un fondo

que ahora le reclaman. ¡Maldita sea! Un corazó n de veintidós años es muy juguetón. —Pien, pien, yo arreciaré eso —dijo Nucingen, adop tando un aire de lince—. No hace vá ida tecir gue seré su brodegdor. —¡Oye, tontaina! Te advierto que es cosa tuya hacerte querer por ella, y tienes bastante dinero para comprar un amor ingido que valga lo que uno verdadero. Yo te pongo a tu princesa entre las manos; lo demá s ya no es asunto mı́o... Eso sı́, está acostumbrada al lujo y a las mayores atenciones. ¡Ah, hijo mı́o! Es una mujer bien... De no ser ası́, ¿crees que le habría dado quince mil francos? —¡Muy pien! Ticho esdá. ¡Hasda la noche! El baró n volvió a proceder al acicalamiento nupcial que ya una vez habı́a llevado a cabo; pero esta vez la certeza del é xito le hizo duplicar la dosis de las pildoras. A las nueve encontró a la mujer en la cita y la hizo subir a su coche.

—¿Atonte? —dijo el barón. —¿Adonde? —dijo Asia—. A la calle de la Perle, en el Marais, que es una direcció n muy oportuna, porque tu perla está en el charco1, pero tú vas a lavarla. Al llegar allı́, la falsa señ ora Saint-Estè ve dijo a Nucingen con una desagradable sonrisa: —Vamos a caminar un poco, no soy tan tonta como para haber dado la verdadera dirección. —Biensas en doto —respondió Nucingen. —Es mi oficio —replicó la mujer. Asia llevó a Nucingen a la calle Barbette, donde fue introducido en el cuarto piso de una casa amueblada, propiedad de un tapicero del barrio. Al ver a Esther con ropas de trabajadora y haciendo un bordado, en una habitació n pobremente amueblada, el millonario palideció . Al cabo de un cuarto de hora, durante el cual Asia pareció cuchichear con Esther, el anciano apenas podı́a hablar aún.

—Señ orida —dijo por in a la pobre muchacha—, ¿dentro usdet la pontat te acebdarme gomo brodegdor?... —Es preciso que ası́ sea, señ or —dijo Esther, de cuyos ojos brotaron dos gruesas lágrimas. —No llore. Guiero hacerla la má s velı́s te las maqueres... Téjese únigamende amar bor mí, jera. —Hija mı́a, el señ or es razonable, sabe muy bien que tiene má s de sesenta y seis añ os, y será indulgente. En in, á ngel mı́o, es un padre lo que te he encontrado... —Hay que hablarle ası́ —dijo Asia al oı́do del banquero, descontento ante aquellas palabras—. No se cogen las golondrinas disparando con la pistola. Venga por aquı́ —añ adió , llevá ndose a Nucingen al cuarto de al lado—. Ya sabe cuá les son nuestros acuerdos, angelito. Nucingen sacó del bolsillo de su traje una cartera y corito los cien mil francos, que Carlos esperaba con gran impaciencia, oculto en un gabinete, donde la

cocinera se los llevó en seguida. —Aquı́ tenemos cien mil francos que nuestro hombre invierte en Asia, ahora vamos a hacerle invertir en Europa —dijo Carlos a su con idente cuando estuvieron en el rellano. Desapareció tras haber dado instrucciones a la malaya, que regresó al piso donde Esther lloraba derramando abundantes lá grimas. La joven, como un criminal condenado a muerte, se había hecho la ilusión de un desenlace novelesco y, sin embargo, habı́a llegado la hora fatal. —Hijos mı́os —dijo Asia—, ¿adonde vais a ir?... Porque el barón de Nucingen... Esther miró al famoso banquero con un gesto de asombro perfectamente fingido. —Sí, mi be güeña, soy el paran te Nisinquen... —El baró n de Nucingen no puede, no debe permanecer en una pocilga como é sta. ¡Escúcheme!... Su antigua doncella Eugénie...

—¡Eché nie! Te la galle Daidboud... —exclamó el barón. —Pues sı́, la encargada del mobiliario —repuso Asia— que alquiló la casa a la inglesa... —¡Ah, gombrenio! —dijo el barón. —La antigua doncella de la señ ora —prosiguió respetuosamente Asia, señ alando a Esther— les recibirá muy bien esta noche, y jamá s se le ocurrirá al guardia del comercio ir a buscarla a su antiguo piso y del que se fue hace tres meses... —¡Bervegdo, bervegdo! —exclamó el baró n—. Atemá ss, yo gonosgo a los cuartias tel gomercio, y sé lo gué hay gue tecirles bara gue tesabarezgan... —Con Eugé nie tendrá una buena pieza —dijo Asia —, yo fui quien se la proporcionó a la señora... —Ya la gonosgo —exclamó el millonario, riendo—. Echenle me pirló dreinda mil vrangos... —Esther dio tal muestra de horror, que cualquier hombre de corazó n le habrı́a con iado su fortuna—. ¡Oh, vué

gulba mı́a! —añ adió el baró n—. Ipa dras te usdet... —Y contó el equı́voco a que habı́a dado lugar el alquiler del piso a una inglesa. —¡Vaya! ¿Ve usted, señ ora? —dijo Asia—. Eugé nie no le ha dicho nada de todo esto, ¡la muy astuta! Pero la señ ora ya está acostumbrada a esa muchacha —dijo al baró n—; consé rvela usted, a pesar de todo. —Asia volvió a tomar a Nucingen aparte y le dijo—: Con quinientos francos mensuales para Eugé nie, que sabe muy bien lo que se hace, estará usted enterado de todo lo que haga la señ ora, dé sela usted de doncella. Eugé nie estará tanto má s de su parte cuanto que ya le ha sableado a usted... No hay nada que ate tanto una mujer a un hombre como el hecho de haberle sableado. Pero téngala bien cogida: lo hace todo por dinero, aquella muchacha, ¡es de alivio!... —¿Y dú? —Yo —dijo Asia —recupero mi dinero. Nucingen, aquel ser tan penetrante, tenı́a una venda sobre los ojos; se dejó llevar como un niñ o. La visió n de

aquella candida y adorable Esther, secá ndose los ojos y pasando los puntos de su labor con el aire de respetabilidad de una joven virgen, evocaba en el anciano enamorado las sensaciones que habı́a experimentado en el bosque de Vincennes: ¡habrı́a dado entonces la llave de su caja fuerte! Se sentı́a joven, su corazó n rebosaba adoració n, y esperaba que Asia se marchara para poder postrarse de hinojos ante aquella madonna de Rafael. Un tal estallido sú bito de la infancia en el corazó n de un Lobo Cerval, de un anciano, es un fenó meno social de los que la isiologı́a puede explicar má s fá cilmente, la adolescencia y sus ilusiones sublimes, comprimida bajo el peso de los negocios, ahogada por continuos cá lculos y por las continuas preocupaciones que impone el afá n por los millones, reaparece, brota y lorece como una semilla olvidada cuyos efectos, cuya esplendorosa germinació n obedece al azar, a un sol que surge, que brilla tardı́amente. El baró n, que a los doce añ os era ya empleado en la antigua casa de Aldrigger en Estrasburgo, no habı́a puesto jamá s los pies en el mundo de los sentimientos. Por eso permanecı́a ante su ı́dolo sintiendo que en su

cerebro se entrechocaban centenares de palabras, sin que sus labios pudieran pronunciar ninguna. Entonces obedeció a un deseo brutal en el que reaparecía el hombre de sesenta y seis años. —¿Guiere usdet jenir a la galle Daidboud?... —dijo. —Donde usted quiera, señ or —contestó Esther, levantándose. —¡Tonte usdet guiera! —repitió entusiasmado—. Ess usdet un á nquel fenito tel cielo, a guien guiero como si vuera un covencido, aungue en realitat denco gopellos crises... —Bien puede decir blancos, son de un negro demasiado bonito para no ser má s que grises —dijo Asia. —¡Fede, asguerosa fente tora te garne humana! ¡Ya dienes du tinero, no papees má s sopre esda vlor te amor! —gritó el banquero, desquitá ndose mediante este salvaje dicterio de todas las insolencias que había tenido que soportar.

—¡Viejo sinvergü enza! ¡Me pagará s este insulto!... —le dijo Asia, amenazá ndole con un ademá n de pescadera que le hizo encogerse de hombros—. Entre la boca de la botella y la del bebedor, hay espacio para una vı́bora: ¡ahı́ estaré yo!... gritó , excitada por el desprecio de Nucingen. Los millonarios, cuyo dinero guarda el Banco de Francia, cuyas mansiones de ienden escuadras de lacayos y cuya persona goza, en las calles, de la protecció n de un veloz coche con caballos ingleses, no temen ninguna desgracia; por eso el baró n miró frı́amente de reojo a Asia, con la expresió n de quien acaba de entregar cien mil francos. Su aplomo tuvo un efecto inmediato. Asia inició su retirada, refunfuñ ando hasta la escalera; su lenguaje era demasiado revolucionario: ¡hablaba incluso de patíbulo! —¿Qué le ha dicho usted?... —preguntó la virgen del bordado—; es una buena mujer. —La ha fentito a usdet, le ha ropato... —Cuando una está en la miseria —respondió con

un aire capaz de partir el corazó n a un diplomá tico —, ¿quién tiene dinero o atenciones para una?... —¡Bopre begueñ a! —dijo Nucingen—. ¡No se esdé ni un minudo más aguí! Nucingen ofreció su brazo a Esther, se la llevó tal como iba y la hizo subir al coche, quizá con má s respeto que habrı́a podido mostrar por la hermosa duquesa de Maufrigneuse. —Dentrá usdet un pello jesduario, el má s ponido te Baris —le decı́a Nucingen por el camino—. Le roteará el luco má ss maravilloso... Nincuna reina será má s riga gue usdet. Será resbedata gomo una no ia en Alemania: guiero gue sea lipre... No llore. Esgú cheme... La guiero realmende gon un amor buró . Gata una te sus lacrimas me barde el gorazón... —¿Se puede amar con verdadero amor a una mujer a quien se compra?... —preguntó la muchacha con una voz deliciosa. —Cose pien vue fentito bor sus hermanos a gausa

te su quendilesa. Esdo esdá en la Piplia. A temas, en Oriende se gombra a las muqueres lequídimas. Una vez en la calle Taitbout, Esther no pudo volver a ver el marco de su felicidad sin ser afectada por recuerdos muy dolorosos. Se quedó sobre un divá n, inmó vil, secando sus lá grimas una a una, sin oı́r ni una sola de las tonterı́as que le farfullaba el banquero, que se habı́a arrodillado; le dejó que siguiera en aquella postura, le abandonaba las manos cuando é l se las cogı́a, aunque ignorando, por así decir, de qué sexo era el ser que le calentaba los pies, pues Nucingen los habı́a encontrado frı́os. Esta escena de lá grimas ardientes derramadas sobre la cabeza del baró n, y de pies helados que é l le calentaba, duró desde la doce de la noche hasta las dos de la madrugada. —Eché nie —dijo inalmente el baró n, llamando a Europa—, mire usdet te gue su ama se agüesde... —¡No! —exclamó Esther, ponié ndose bruscamente de pie como un caballo espantado—. ¡Aquı́ de ningún modo!...

—Mire, señ or, conozco a la señ ora, es dulce y buena como un cordero —dijo Europa al banquero —; pero no hay que contrariarla; hay que cogerla siempre al sesgo... ¡Ha sido tan desgraciada aquı́! ¿Ve usted?... El mobiliario está muy usado. Dé jele hacer su voluntad. Sea bueno y pó ngale una casa bien bonita. Quizá cuando lo vea todo nuevo a su alrededor se sienta desorientada, y a lo mejor le encontrará a usted mejor de lo que es y mostrará una dulzura angelical. ¡Oh, no hay otra como la señ ora! Puede estar orgulloso de su magnı́ ica adquisició n: un buen corazó n, una gran amabilidad, un ino empeine, una piel de rosa... ¡Ah!, y un ingenio con el que harı́a reı́r a un condenado a muerte... Es fá cil sentir apego por la señ ora... ¡Y qué bien sabe vestirse!... En de initiva, aunque sea cara, bien lo vale. Aquı́ todos sus vestidos han sido embargados, de modo que su guardarropa está anticuado de tres meses. ¡La señ ora es tan buena, ve usted, que yo la quiero, es mi ama! Pero sea usted justo: ¡que una mujer como ella tenga que verse entre muebles embargados!... ¿Y a causa de quié n? A causa de un sinvergü enza que la ha hundido... ¡Pobre señora! Ya no es la misma.

—Esder, Esder... —decı́a el baró n—, agü esdese, á nquel mı́o. Si soy yo guien le ta mieto, me guetaré en esde ganá bé ... —exclamó el baró n, enardecido por el má s puro amor, viendo que Esther no paraba de llorar. —Bueno —contestó Esther, cogiendo la mano del baró n y besá ndosela con un sentimiento de gratitud que puso en los ojos de aquel Lobo Cerval algo muy parecido a una lá grima—, se lo agradeceré en el alma... Y se apresuró hacia su habitació n, donde se encerró. "Hay aleo ineksbligable en doto esdo... —decı́a para sı́ el baró n, agitado por las pildoras—. ¿Gué tiran en mi gasa?... —Se levantó y miró por la ventana—: Mi goche sique esdanto ahı́... ¡Brondo será te tı́a!... —Se paseó por la habitació n—: ¡Te gué moto se purları́a te mı́ la señ ora te Nuchinquen si llecara a saper gomo he basato la noche!... —Incomodado por lo ridı́culo de su situació n, fue a pegar la oreja a la puerta de la habitació n—: ¡Esder!... —Ninguna

respuesta—. ¡Tios mı́o! Aú n llora...", dijo para sı́, volviendo a acostarse al canapé. Unos diez minutos despué s del alba, el baró n de Nucingen, que habı́a podido inalmente conciliar un mal sueñ o en una postura incó moda sobre el divá n, despertó sobresaltado a las voces de Europa, en medio de uno de esos sueñ os cuyas rá pidas complicaciones constituyen uno de los problemas sin solució n de la isiologı́a mé dica. —¡Ay, Dios mı́o, señora! —gritó Europa—. ¡Señora! ¡Los soldados, la policía, la Justicia! Quieren detenerla... En el instante en que Esther abrió la puerta y apareció , medio envuelta en su bata, en zapatillas, con el pelo desordenado, capaz de llevar a la condenació n, por su belleza; al arcá ngel Rafael, la puerta del saló n dio paso a un alud de basura humana que se precipitó , sobre sus diez patas, hacia aquella celestial muchacha que parecı́a un á ngel de alguna ¡pintura religiosa lamenca. Se destacó un hombre. Contenson, el horrible Contenson, puso su mano sobre el hombro húmedo de Esther.

—¿Es usted la señorita Esther Van...? —dijo. Europa con un buen revé s en la mejilla de Contenson y un golpe seco en las piernas, derribó al agente. —¡Atrás! —gritó—. ¡Nadie toca a mí ama! —¡Me ha roto la pierna! —gritaba Contenson al levantarse—. ¡Me las pagarán...! De aquella masa de cinco esbirros vestidos de esbirros, que no se habı́an quitado los horrendos sombreros que llevaban sobre sus cabezas, má s horrendas aú n, y que exhibı́an unas caras venosas de madera de caoba con ojos bizqueantes y bocas retorcidas, se destacó Louchard, que vestı́a con má s decoro que sus hombres, aunque conservaba tambié n su sombrero puesto, y que mostraba una cara dulzona y chispeante. —Señ orita, queda usted detenida —dijo a Esther—. En cuanto a usted, hija mı́a —dijo a Europa—, toda rebeldı́a recibirá su castigo y toda resistencia es inútil.

Estas palabras fueron reforzadas por el ruido de los fusiles, cuyas culatas golpearon las baldosas del comedor y de la antesala, anunciando ası́ que la guardia acompañaba y apoyaba al guardia. —¿Y por qué me detienen? —preguntó Esther con toda inocencia. —¿Y sus pequeñas deudas?... —contestó Louchard. —¡Ah, es cierto! —exclamó Esther—. Dé jenme vestir. —Desgraciadamente, señ orita, debo cercionarme de si tiene usted algú n medio de evasió n en su habitación —dijo Louchard. Todo esto ocurrió tan de prisa, que el baró n no había tenido todavía tiempo de intervenir. —¡Gué ! ¡Soy ahora una fentetora te garne humana, paran te Nichinquen!... —exclamó la terrible Asia, deslizá ndose por entre los esbirros hasta el divá n, donde fingió descubrir al banquero. —¡Invame! —exclamó el baró n, irguié ndose con

toda su majestad financiera. Se interpuso entre Esther y Louchard, el cual se descubrió al oír la exclamación de Contenson: —¡El señor barón de Nucingen!... A un gesto de Louchard, los esbirros salieron del piso mientras se descubrı́an todos con respeto. Só lo se quedó Contenson. —¿Va a pagar el señ or baró n?... —preguntó el guardia, con el sombrero en la mano. —Foy a bacar —contestó —, bero denco gue saper te gué se drada. —Trescientos doce mil francos y algunos cé ntimos, con todos los gastos liquidados; pero la detenció n no está incluida. —¡Dresciendos mil vrangos! — exclamó el baró n—. Ess un tesperdar temasiato garó bara un hompre gue ha pasato la noche sopre un ganabé —añadió al oído de Europa. —¿Es este hombre el baró n de Nucingen? —dijo Europa a Louchard, acompañ ando su expresió n de

duda con un gesto que le habrı́a envidiado la señ orita Dupont, la ú ltima con identa del Thé âtreFrançais. —Sı́, señ orita —dijo Louchard. —Sı́ — contestó Contenson. —Resbonto te ella —dijo el baró n, cuyo pundonor habı́a herido la duda de Europa—, té jenme tecirle unas balapras. Esther y su viejo enamorado entraron en la habitació n, y Louchard creyó necesario pegar el oído a la cerradura. —La guiero má s gue a mi ita, Esder; bero ¿bor gué tar a sus agreetores un tinero gue esdarı́a mecor en el polsillo te usdet? Faya a la gá rcel: le carandizo gue reguberaré los sien mil esgutos gon cien mil vrangos, y guetará n bara usdet tosciendos mil vrangos... —Este sistema es inú til —le gritó Louchard—. El acreedor no está , como usted, enamorado de la señorita... ¿comprende usted? Lo quiere todo, y más, desde que sabe que está usted prendado de ella. —¡Impé cil! —dijo Nucingen a Louchard, abriendo la puerta e introducié ndole en la habitació n—, no

sapes lo gue tices. A di de toy el feinde bor ciendo, si acebdas el necocio... —Imposible, señor barón. —¡Có mo, señ or! ¿Tendrı́a usted estó mago—dijo Europa, terciando— para dejar que mi ama fuera a la cá rcel?... Pero, ¿quiere usted mis prendas, mis ahorros? Tó melos, señ ora, tengo cuarenta mil francos. —¡Ay, pobre amiga mı́a! —exclamó Esther—, no te conocı́a —dijo apretá ndola entre sus brazos. Europa estalló en sollozos. —Focaré —dijo lastimosamente el baró n, sacando un carnet del cual extrajo uno de esos papelitos cuadrados e impresos que los bancos dan a los banqueros y que basta rellenar con cifras y letras para convertir en talones al portador. —No se moleste, señ or baró n —dijo Louchard—; tengo ó rdenes de no recibir el pago si no es en oro o en plata. Siendo usted, me contentaré con billetes de banco. —¡Enséñatme los dídulos! —exclamó el barón.

Contenson le presentó tres carpetas forradas de azul; el baró n las cogió , mirando a Contenson, y dijo a é ste al oı́do: "Haprı́as só lito cananto si me hupieras atferdito." —¿Acaso sabı́a que estaba usted aquı́, señ or barón? —contestó el espı́a, sin preocuparse de si Louchard le oirı́a o no—. Ha salido usted perdiendo al retirarme su confianza. Le está n sableando —añ adió aquel profundo filósofo, encogiéndose de hombros. "Es jertat", dijo el barón para sí. —¡Ah, mi begueñ a —exclamó al ver las letras de cambio y dirigié ndose a Esther—, es usdet fı́gdima te un faliende sinvergüenza, te un esdavator! —¡Sı́, por desgracia! —dijo la pobre Esther—. Pero me quería mucho... —Si lo hupiera sapito, hupiese inderbuesto regurso.

—Pierde usted la cabeza, señ or baró n —dijo Louchard—; hay un tercer portador. —Sı́ —asintió —, hay un dercer bordator... ¡Serisé ! ¡Un hompre te la obositión! —¿Tendrá la bondad el señ or baró n de escribir una nota a su cajero? —dijo Louchard, sonriendo—; voy a mandar allı́ a Contenson y despediré a mi gente. El tiempo pasa, y pronto todo el mundo sabría... —¡Fede, Gondanson.... —gritó Nucingen—. Mi gajero ife en la esguina te la galle te Madurins y te l'Argate. Aguı́ dienen una nodo boro gue faya a fer a Ti Dilet o a los Keller en gaso te gue no dencamos los mil esgutos, ya gue nuesdro tinero esdá doto en el pango... Fı́sdase usdet, á nquel mı́o —dijo a Esther —, esdá usdet lipre. Las piejos son má ss belicrosas gue las cófenes... —exclamó mirando a Asia. —Voy a dar de reı́r al acreedor —le dijo Asia—, y me dará con qué entretenerme hoy. Sin rengor, señ or pará n... —añ adió la Saint-Estè ve con una

desagradable reverencia. Louchard tomó los tı́tulos de manos del baró n y se quedó a solas con é l en el saló n, adonde llegó media hora má s tarde, el cajero acompañ ado de Contenson. Esther salió con un atuendo encantador, aunque improvisado. Cuando Louchard hubo contado la suma, el baró n quiso examinar los tı́tulos; pero Esther se apoderó de ellos con un ademán felino y los llevó a su escritorio. —¿Qué da usted para la canalla?... —dijo Contenson a Nucingen. —No han denito usdetes muchos miramiendos — dijo el barón. —¡Y mi pierna!... —exclamó Contenson. —Luchart, le tará usdet cien vrangos a Gondanson tel gampio tel pillede te mil... —¡Es una muquer muy hermosa! —decı́a el cajero al baró n de Nucingen al salir de la calle Taitbout—, bero güesda muy gara al señor parón.

—Cuá rteme el segredo —dijo el baró n, que habı́a pedido tambié n a Contenson y a Louchard que le guardaran el secreto. Louchard se marchó seguido por Contenson; pero en el bulevar, Asia, que los vigilaba, detuvo al guardia del comercio. El escribano y el acreedor está ahı́ en un coche, está n sedientos —le dijo— ¡y tienen con qué untar el carro! Mientras Louchard contaba el dinero, Contenson pudo examinar a los clientes. Vio los ojos de Carlos, distinguió la con iguració n de la frente bajo su peluca, y la peluca le pareció sospechosa; tomó el nú mero del coche de punto, mostrá ndose totalmente ajeno a lo que pasaba; Asia y Europa le tenı́an muy intrigado. Pensaba que el baró n era vı́ctima de gente extraordinariamente há bil, tanto má s cuanto que Louchard, al pedirle ayuda, habı́a mostrado una discreció n extrañ a. La zancadilla de Europa, por otra parte, no habı́a afectado a Contenson ú nicamente en la tibia. "Este golpe no me

augura nada bueno", había pensado al levantarse. Carlos despidió al escribano despué s de recompensarle generosamente, y gritó al cochero: —¡A las escaleras del Palacio Real! "¡Vaya con el tunante! —dijo para sı́ Contenson al oír la orden—. ¡Aquí hay gato encerrado!... Carlos llegó al Palacio Real con una rapidez que no hacı́a temer que le siguieran. Cruzó de prisa las galerı́as y tomó otro coche de punto en la plaza del Château-d'Eau, diciendo: —Pasaje de la Ópera, por la parte de la calle Pinon. Un cuarto de hora má s tarde entraba en la calle Taitbout. Al verle, Esther le dijo: —¡Aquí están estos endiablados papeles! Carlos tomó los tı́tulos y los examinó ; a continuación fue a quemarlos en la cocina.

—¡Ya hemos dado el golpe! —exclamó , enseñ á ndole el paquete de los trescientos diez mil francos que sacó del bolsillo de su levita—. Esto y los cien mil francos sonsacados por Asia nos permiten ya actuar. —¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó la pobre Esther. —Pero, imbé cil —dijo el feroz calculador—, convié rtete ostensiblemente en la querida de Nucingen y podrá s ver a Lucien, que es amigo de Lucingen; ¡no te prohibo que tengas una pasió n por él! Esther vislumbró una dé bil claridad en su tenebrosa vida, y dio un respiro. —Europa, hija mı́a —dijo Carlos, llevá ndose a esta mujer a un rincó n del gabinete en que nadie podı́a escuchar la conversació n—. Europa, estoy contento de ti. Europa levantó la cabeza y miró al hombre con una expresió n que transformó de tal manera su rostro ajado, que Asia, que presenciaba la escena desde la

puerta, llegó a preguntarse si el interé s por el cual Carlos tenı́a cogida a Europa serı́a superior en profundidad al interé s por el cual ella misma se sentía ligada a él. —Esto no es todo, hija mı́a. Cuatrocientos mil francos no son nada para mı́... Paccard te entregará la factura de una vajilla de plata que asciende a treinta mil francos, y sobre la cual se han cobrado algunos anticipos; pero nuestro orfebre Biddin ha hecho algunos gastos. El mobiliario que nos embargó será puesto a subasta seguramente mañ ana. Vete a ver a Biddin, que vive en la calle de LArbre-Sec, te dará recibos del Monte de Piedad por valor de diez mil francos. ¿Comprendes? Esther ha encargado una vajilla de plata y no la ha pagado, ha dejado la liquidació n pendiente, de modo que le presentará n una pequeñ a denuncia por estafa. Entonces habrá que dar treinta mil francos al orfebre y diez mil francos al Monte de Piedad para recuperar la cuberterı́a. Total: cuarenta y tres mil francos, gastos incluidos. Esta cuberterı́a no es de plata de ley, por lo que el baró n se la renovará y por este lado podremos sablearle algunos billetes

má s de mil francos. ¿A cuá nto pueden subir los gastos de modista por dos años? —A seis mil francos —respondió Europa. —Pues bien, si la señ ora Auguste quiere cobrar y conservar el ejercicio, tendrá que hacer una cuenta de treinta mil francos desde hace cuatro añ os. Haremos el mismo acuerdo con la dueñ a de la tienda de modas. El joyero Samuel Frisch, el judı́o de la calle Saint-Avoie, te prestará recibos, tenemos que deberle veinticinco mil francos, y habremos sacado seis mil francos por nuestras joyas del Monte de Piedad. Devolveremos las joyas al joyero, de las cuales la mitad será n piedras falsas; de todos modos el baró n no las mirará . Por ú ltimo, le hará s escupir ciento cincuenta mil francos a nuestro primo en el plazo de ocho días. —La señ ora tendrı́a que ayudarme un poco — respondió Europa—; dı́gale usted algo, porque se queda como atontada y me obliga a desplegar má s ingenio que tres autores para una sola obra. —Si Esther cae en la gazmoñ erı́a, avı́same —dijo

Carlos—. Nucingen le debe un coche con sus caballos, y ella querrá elegirlo y comprarlo todo ella misma. Iré is a la tienda del vendedor de caballos y del carrocero de la casa donde vive Paccard. Allí hay unos caballos admirables, muy caros, que cojeará n al cabo de un mes, y entonces los cambiaremos. —Podrı́amos sacar seis mil francos mediante una cuenta de perfumista —dijo Europa. —¡Oh! —dijo, moviendo la cabeza—, hay que ir despacio, de concesió n en concesió n. Por ahora Nucingen só lo ha introducido el brazo en el asunto y tenemos que conseguir hacerle meter la cabeza. Necesito, ademá s de todo esto, quinientos mil francos. —Podrá conseguirlos —contestó Europa—. Al llegar a los seiscientos mil, la señ ora se enternecerá por ese gordo imbé cil, y le pedirá cuatrocientos mil para quererle adecuadamente. —Escucha esto, hija mı́a —dijo Carlos—. El dı́a en que yo recoja los ú ltimos cien mil francos, tú recibirás veinte mil.

—¿De qué podrá n servirme? —exclamó Europa, dejando caer sus brazos con el ademá n de la gente a quienes la existencia les parece imposible. —Podrá s volver a Valenciennes, comprarte una hermosa tienda y convertirte en una mujer honrada, si quieres; hay gustos para todo, y Paccard sueñ a en algo ası́, a veces. El no tiene nada en el bolsillo y casi nada sobre la conciencia, de modo que podréis llegar a un arreglo —contestó Carlos. —¡Volver a Valenciennes!... ¡Ni pensarlo, señ or! — exclamó Europa, asustada. Europa, que habı́a nacido en Valenciennes y era hija de unos tejedores muy pobres, empezó a trabajar a los siete añ os en una fá brica de hilados en la que la Industria moderna habı́a abusado de sus fuerzas fı́sicas y el Vicio la habı́a depravado antes de tiempo. A los doce añ os estaba ya corrompida y a los trece era madre, y mantenı́a relaciones con seres profundamente degradados. Con ocasió n de un asesinato, habı́a comparecido como testigo ante la sala de lo criminal. Vencida por

un residuo de probidad y por el terror que produce la Justicia (tenı́a en aquel entonces diecisé is añ os), hizo que con su testimonio condenaran al acusado a veinte añ os de trabajos forzados. El criminal, que era uno de esos reincidentes cuyas organizaciones se fundan en el temor a tremendas represalias, habı́a dicho en plena Audiencia a la muchacha: "Dentro de diez añ os, Prudence (Europa se llamaba Prudence Servien), volveré para ajustarte las cuentas, aun a riesgo de que me apiolen." El presidente de la Audiencia procuró tranquilizar a Prudence Servien prometié ndole el apoyo y el interé s de la justicia; sin embargo, la pobre muchacha fue presa de un terror tan grande, que enfermó y tuvo que permanecer en un hospital durante cerca de un añ o. La Justicia es un ente de razó n encarnado por una serie de individuos que se renuevan sin cesar y cuyas buenas intenciones y recuerdos son, igual que ellos, excesivamente efı́meros. Las iscalı́as y los tribunales no pueden prevenir nada en cuestión de crímenes: su misión es aceptarlos una vez consumados. En este contexto una policı́a preventiva serı́a un bene icio para cualquier paı́s; pero la palabra policı́a asusta

actualmente a los legisladores, que ya no saben distinguir entre estos té rminos: gobernar, administrar, legislar. El legislador tiende; a absorberlo todo en el Estado, como si pudiera actuar. El condenado no iba a dejar de pensar en. su vı́ctima, y consumarı́a su venganza cuando ya la Justicia no se acordarı́a del uno ni de la otra. Prudence, que instintivamente comprendió el peligro que corrı́a, aun sin hacerse de é l una idea demasiado precisa, se marchó de Valenciennes y se fue a Parı́s, a la edad de diecisiete añ os, para esconderse. Tuvo cuatro o icios, el mejor de los cuatro fue el de comparsa en un pequeñ o teatro. Paccard se encontró con ello, y a é l le contó sus desgracias. Paccard, el brazo derecho de Jacques Collin, habló de Prudence a su amo; y cuando el amo tuvo necesidad de un esclavo, dijo a Prudence: " Si te avienes a servirme como se servirı́a al diablo, te libraré de Durut." Durut era el presidiario, la espada de Damocles colgada sobre la cabeza de Prudence Servien. Sin conocer estos detalles, muchos crı́ticos habrı́an considerado algo desorbitada la idelidad de Europa, y nadie habrı́a

podido comprender el impacto espectacular que provocaron las subsiguientes palabras de Carlos. —Sı́, hija mı́a, podrá s volver a Valenciennes... Toma, lee. —Y le dio el perió dico del dı́a anterior, señ alá ndole con el dedo el artı́culo siguiente: TOULON—. Ayer tuvo lugar la ejecució n de JeanFrancois Durut... Desde primera hora de la mañ ana, la guarnición, etc. Prudence dejó caer el perió dico; sus piernas no resistieron el peso de su cuerpo; tras leer aquello recobraba la vida, ya que, segú n decı́a, ni siquiera podı́a apreciar el gusto, del pan desde que habı́a recibido la amenaza de Durut. —Ya lo ves, he cumplido mi palabra. Han hecho falta cuatro años para hacer caer la cabeza de Durut atrayé ndole a una trampa... Pues bien, ayú dame a redondear mi obra y te verá s dueñ a de una pequeñ a tienda en tu tierra, con veinte mil francos en la mano y desposada con Paccard, que tiene mi autorizació n para adoptar la virtud como paga del retiro.

Europa volvió a coger el perió dico y leyó con mirada fulgurante todos los detalles que suelen dar los perió dicos sobre la ejecució n de los condenados desde hace veinte añ os, sin saciarse: el marco impresionante, el sacerdote que siempre logra convertir al reo, el viejo criminal que exhorta a sus antiguos compinches, los fusiles apuntando, los condenados! de rodillas; y a continuació n, las triviales re lexiones que no cambian nada del ré gimen de los presidios, donde hormiguean los crímenes por millares. —Hay que hacer volver a Asia a casa —dijo Carlos. Asia se adelantó , sin comprender nada de la comedia que parecía representar Europa. —Para hacerla volver aquı́ de cocinera, empezaré is por servir al baró n una cena tal que jamá s haya probado otra igual —añ adió —; luego le diré is que Asia ha perdido todo su dinero en el juego y que ha vuelto a su trabajo. No necesitaremos recadero: Paccard será cochero, porque los cocheros no se

mueven de su asiento, de modo que son menos accesibles y no será un objetivo tan fá cil para los espı́as. La señ ora le hará llevar una peluca empolvada y un tricornio de ieltro galoneado; con esto ya cambiará bastante, y ademá s lo haré maquillar. —¿Vamos a tener criados con nosotros? — preguntó Asia desconfiadamente. —Tendremos a gente honrada —respondió Carlos. —¡Gente sin carácter! —replicó la mulata. —Si el baró n alquila una mansió n, Paccard tiene un amigo que puede hacer de portero —prosiguió Carlos—. No necesitaremos má s que un lacayo y una pinche: a dos extraños podréis vigilarlos bien... En el momento en que Carlos iba a salir, apareció Paccard. —Qué dese aquı́, hay gente en la calle —dijo el criado. Estas palabras tan sencillas provocaron el espanto.

Carlos subió a la habitació n de Europa y se quedó allı́ hasta que Paccard volvió a buscarle con un coche de alquiler que entró en la casa. Carlos corrió las cortinas y el coche partió a toda velocidad, sin que fuera posible de ningú n modo que lo persiguieran. Una vez llegado al faubourg SaintAntoine, se apeó a unos pocos pasos de una parada de coches de punto, hasta donde fue andando, y volvió al muelle Malaquais, librá ndose ası́ de la mirada de los curiosos. —Toma, muchacho —dijo a Lucien, enseñ á ndole cuatrocientos billetes de mil francos—; aquı́ tienes, espero, un anticipo sobre el precio de las tierras de Rubempré . Vamos a arriesgar cien mil, Acaban de lanzar los ó mnibus, y los parisienses se volverá n locos con esta novedad, de modo que hablemos triplicado los fondos dentro de tres meses. Ya conozco el truco: van a dar unos dividendos esplé ndidos sobre el capital para in lar las acciones. Es la repetició n de una idea de Nucingen. Al recuperar la tierra de Rubempré no lo pagaremos todo al contado. Irá s a ver a Des Lupeaulx y le rogará s que te recomiende é l mismo a un

procurador muy astuto llamado Desroches, a quien irá s a visitar a su estudio; le dirá s que vaya a Rubempré a estudiar el terreno, y le prometerá s veinte mil francos de honorarios si consigue constituirte treinta mil libras de renta comprando tierras por valor de ochocientos mil francos alrededor del castillo. —¡Tú siempre adelante, adelante! —¡Siempre! Nada de bromas ahora. Vete a invertir cien mil escudos en tı́tulos del Tesoro, para no desperdiciar los intereses; puedes dejá rselos a Desroches, es tan honrado como taimado... Una vez hecho esto, corre a Angulema y logra que tu hermana y tu cuñ ado acepten hacer suya una pequeñ a mentira o iciosa. Tus familiares pueden decir que te han dado seiscientos mil francos para facilitar tu boda con Clotilde de Grandlieu, eso no es deshonroso. —¡Estamos salvados! deslumbrado.

—exclamó

Lucien,

—¡Tú sı́! —repuso Carlos—. Aunque no debes

cantar victoria hasta que salgas de Santo Tomá s de Aquino con Clotilde por esposa... —¿Qué es lo que temes? —dijo Lucien, lleno de un aparente interés por su consejero. —Tengo a algunos curiosos tras mis huellas... Tengo que adoptar el aire de un auté ntico cura, lo cual es muy molesto. Y el demonio ya no seguirá protegié ndome por el mero hecho de verme con un breviario bajo el brazo. En este mismo momento el baró n de Nucingen, que se iba del brazo de su cajero, franqueaba la puerta de su residencia. —Denco mucho mieto —dijo al entrar— te haper hecho un necocio muy malo... ¡Pah, ya nos reguberaremos! —Lo malo bara el señ or paran es gue se ha gorrito la jos —respondió el bueno del teutó n, preocupado sólo del decoro. —Sı́, mi amande didular tepe te esdar en una

siduació n tigna te mı́ —respondió este Luis XIV de los negocios. Seguro de conseguir a Esther tarde o temprano, el baró n volvió a ser el gran inanciero que era antes. Hasta tal punto volvió a coger las riendas de sus negocios, que su cajero, al encontrarle la mañ ana siguiente a las seis en su despacho comprobando unos valores, se frotó las manos. —Tecititamendet el señ or paró n ha reguberado la noche basata —dijo con una sonrisa de alemá n, medio avispada y medio necia. Aun cuando la gente rica al estilo del baró n de Nucingen tiene má s ocasió n que los demá s de perder dinero, tiene tambien má s ocasiones de ganarlo, incluso cuando está n entregá ndose a sus desvarı́os. Aunque la polı́tica inanciera de la Casa Nucingen se explica en otra parte, no es baldı́o hacer notar que fortunas tan considerables como la suya no se consiguen, no se constituyen, no se amplı́an y no se conservan, en el torbellino de las revoluciones comerciales, polı́ticas e industriales de

nuestra é poca, sin que se produzcan enormes pé rdidas de capitales o, si se quiere, fuertes imposiciones que repercuten sobre las fortunas particulares. Son muy escasos los nuevos valores que se añ aden al tesoro comú n de la tierra. Todo nuevo acaparamiento representa una nueva desigualdad en el reparto general. El estado devuelve lo que pide; en cambio, lo que una casa Nucingen coge, se lo queda para sı́. Estos golpes de mano escabullen las leyes por la misma razó n que habrı́a hecho de Federico II un Jacques Collin, un bandolero, si en lugar de operar mediante batallas para conquistar provincias enteras, hubiera trabajado en el contrabando o sobre valores mobiliarios. Forzar a los estados europeos a tomar empré stitos al veinte o al diez por ciento, hacerse con este diez o veinte por ciento con los capitales del pú blico, sangrar las industrias apoderá ndose de las materias primas y tender al fundador de una empresa una cuerda para mantenerlo a lote hasta haber recuperado su negocio que hacı́a agua, en suma, todas estas batallas del franco son lo que constituye la alta polı́tica del dinero. Es cierto que el banquero, como el conquistador, corre sus riesgos;

pero hay tan poca gente en condiciones de librar tales combates, que las ovejas no intervienen en ellos para nada. Estas grandes gestas se libran entre pastores. Ademá s, como que los ejecutados (té rmino corriente en la jerga de la Bolsa) son culpables de haber querido ganar demasiado, suscitan generalmente muy escaso interé s las desgracias provocadas por las combinaciones de los Nucingen. Que un especulador se salte la tapa de los sesos, que un agente de cambio ponga los pies en polvorosa, que un notario se lleve los ahorros de cien familias; —lo cual es má s grave que matar a un hombre— o que un banquero haga liquidació n, son catá strofes que en Parı́s se olvidan en pocos meses y que pronto quedan sumergidas por la agitació n casi oceá nica de esta gran urbe. Las colosales fortunas de los Jacques Coeur, de los Mé dicis, de los Ango de Dieppe, de los Auffredi de La Rochelle, de los Fugger, de los Tié polo o de los Có rner fueron antañ o lealmente conquistadas mediante privilegios cuya existencia se debı́a al hecho de ignorar el origen de todos los productos exó ticos; pero actualmente los conocimientos geográ icos han

penetrado tanto en las masas y la competencia ha limitado tanto los bene icios, ¡que las fortunas se acumulan rá pidamente: o bien son consecuencia de un azar y de un descubrimiento, o resultado de un robo legal. El pequeñ o comercio, pervertido por ejemplos escandalosos, ha respondido, sobre todo en los ú ltimos diez añ os, a la per idia de las concepciones del gran comercio mediante odiosos atentados a las materias primas. Donde se practica la quı́mica, ya no se bebe vino; de ahı́ que la industria vinı́cola esté sucumbiendo. Se vende sal falsi icada para burlar al isco. Los tribunales está n alarmados ante esta falta general de probidad. Por ú ltimo, el comercio francé s despierta las sospechas de todo el mundo, y la propia Inglaterra se desmoraliza tambié n. En nuestro paı́s el mal viene de la ley polı́tica. La Carta ha proclamado el reinado del dinero, de modo que el é xito se convierte entonces en la razón suprema de un mundo ateo. La corrupció n de las altas esferas, pese a sus resultados resplandecientes con el oro y sus sustanciosas justi icaciones, es mucho má s repugnante que las corrupciones viles y casi personales de las esferas inferiores, de las que

algunos detalles sirven de elemento có mico — aunque terrible, si se quiere— de este episodio. El gobierno, que se asusta ante toda idea nueva, ha desterrado del escenario teatral todos los elementos de la comicidad actual. La burguesı́a, menos liberal que Luis XIV, tiembla ante la perspectiva de ver sus Bodas de Fı́garo, prohibe la representació n del Tartufo polı́tico y seguramente no dejarı́a que actualmente se representara Turcaret, porque Turcaret se ha convertido en el soberano. Ası́ pues, la comedia se narra y el libro se convierte en el arma, menos rá pida pero má s segura, de los poetas. Durante aquella mañ ana, en medio de las idas y venidas de las audiencias, de las ó rdenes dictadas y de las entrevistas de unos pocos minutos, que hacen que el despacho de Nucingen se asemeje a una especie de sala de los Pasos Perdidos inanciera, uno de sus agentes de cambio le anunció la desaparición de un miembro de la compañía, uno de los má s há biles y má s ricos, Jacques Falleix, hermano de Martin Falleix y sucesor de Jules Desmarets. Jacques Falleix era el agente de cambio

titular de la casa Nucingen. De acuerdo con Du Tillet y con los Keller, el baró n habı́a tramado la ruina de este hombre tan frı́amente como si se tratara de matar un cordero pascual. —No botı́a acuandar —dijo tranquilamente el barón. Jacques Falleix habı́a prestado muy grandes servicios al agiotaje. Durante una crisis, algunos meses antes, habı́a salvado la nave maniobrando con audacia. Pero pedir gratitud a los Lobos Cervales, ¿no es acaso como querer enternecer en pleno invierno a los lobos de Ucrania? —Pobre hombre —contestó el agente de cambio—; se esperaba tan poco este desenlace, que le habı́a puesto en la calle Saint-Georges una casita a su querida; se ha gastado ciento cincuenta mil francos en pinturas y mobiliario. ¡Querı́a tanto a la señ ora de Val-Noble!... Y ahora la mujer tendrá que dejar todo eso... —¡Pı́en, pien! —exclamó Nucingen—. Es gü esdió n te rebarar las bé rtitas te esda noche... ¿No ha bacato

nata? —preguntó al agente de cambio. —¡Vamos! —respondió el agente—. ¿Cuá l de entre los comerciantes habrı́a sido tan grosero có mo para no iar a Jacques Falleix? Parece ser que tiene una bodega maravillosa. A propó sito, la casa está en venta, é l pensaba comprarla. El arrendamiento está a su nombre. ¡Qué barbaridad! La cuberterı́a, el mobiliario, los vinos, el coche y los caballos, todo recibirá un valor de subasta, y ¿qué van a cobrar los acreedores? —Fenca mañ ana —dijo Nucingen—, hapré ito a jer doto esdo, y si no se teglara la guiepra, gue se arrecie el asunr do amisdosamende; le engarcaré a usdet gue bonca un brecio razonaple a esde mobiliario, domanto el arriento... —Esto es muy factible—;dijo el agente de cambio —. Vaya allı́ esta mañ ana y enontrará a uno de los socios de Falleix con los proveedores, que quieren conseguir un privilegio; pero la Val-Noble tiene sus facturas a nombre de Falleix. El baró n de Nucingen mandó inmediatamente a

uno de sus empleados al notario; Jacques Falleix le habı́a hablado de esta casa, que a lo sumo valı́a sesenta mil francos, y querı́a ser inmediatamente su propietario, para ejercer el privilegio sobre los alquileres. El cajero (hombre honrado) fue a enterarse de si su amo perdía algo con la quiebra de Falleix. —Al gondrario, mi puen Volfgang, joy a reguberar cien mil vrangos. —¡Ah! ¿Y cómo? —Bues, me guetaré gon la gasida gue ese bopre tiaplo te Valleix le brebarapa a su guerita teste hace un añ o. Lo gonsequiré doto ovreciento cingü enda mil vrangos a los agreetores, y mi nodario Gardot va a recipir insdruksiones bara la gasa, ya gue el brobiedario esdá en aburos... Yo ya esdapa al gorriende, bero ú ldimamende no sé tó nte denı́a la gapesa. Brondo mi ti ina Esder i irá en un balado... Valleix me llevó una ves: ess una maravilla, y esdá muy cerga te aguí. Me va gomo anillo al teto.

La quiebra de Falleix obligaba al baró n a ir a la Bolsa; pero le fue imposible irse de la calle SaintLazare sin pasar por la calle Taitbout; ya sufrı́a por no haber visto a Esther desde hacı́a algunas horas, le habrı́a gustado tenerla junto a sı́. El bene icio que pensaba sacar de los despojos de su agente de cambio le resarcirı́a de la pé rdida de los cuatrocientos mil francos que llevaba ya gastados. Feliz de poder anunciar a su á nquel el traslado de la calle Taitbout a la calle Saint-Georges, donde le esperaba un fertatero balado, donde sus recuerdos no se opondrı́an ya a su felicidad, Nucingen caminaba rejuvenecido, abrigando sueñ os de juventud, y el pavimento le parecı́a suave bajo sus pies. A la vuelta de la calle de Trois-Frères, en medio de sus ensueñ os y en medio de la calzada, el baró n vio acercá rsele a Europa con una expresió n de trastorno. —¡Atonte fas? —dijo. —¡Ah, señ or! Iba a su casa... Tenı́a usted mucha razó n ayer. Ahora me doy cuenta de que la pobre señ ora deberı́a dejarse encerrar en la cá rcel por

algunos dı́as. Pero, ¿qué entienden las mujeres de inanzas? Cuando los acreedores de la señ ora supieron que habı́a vuelto a su casa, se abalanzaron sobre nosotros como sobre una presa... Ayer por la tarde, a las siete, señ or, colocaron unos horribles anuncios que dicen que el sá bado su mobiliario se pondrá a la venta... Pero eso no es todo... La señ ora, que es toda corazó n, ha querido entretanto hacer un favor a aquel monstruo, ya sabe usted. —¿Gué monsdruo? —Pues aquel a quien amaba, a ese D'Estourny. ¡Oh, era encantador! Le gustaba jugar, ya está todo dicho. —Jucapa gon las gardas margatas... —¿Y usted, qué ?... —dijo Europa—. ¿Qué hace usted en la Bolsa? Un dı́a, para evitar que Georges se saltara la tapa de los sesos (¡vaya usted a creer!), llevó al Monte de Piedad toda su cuberterı́a y sus joyas, que aú n no estaban pagadas. Al enterarse de que habı́a entregado algo a un acreedor, todos fueron y le cantaron las cuarenta... La amenazaban

con la cá rcel... Imagı́nese usted a su á ngel en un trago como é ste... ¿No hay acaso como para que se le pongan los pelos de punta? Rompió en sollozos y habló incluso de que se echarı́a al rı́o... ¡Y es muy capaz de ir! —¡Si ahora foy a feria, atió s Polsa! —exclamó Nucingen—. Y es imbosiple gue no joya, borgtie allı́ cañ aré mucho tinero para ella... pede a galmarla: bacará sus teutas; iré a feria a las guadro. Pero Ichénie, tile gue me ame un bogo... —¡Có mo un poco! ¡Mucho le ama a usted!... Mire, señ or, no hay como la generosidad para ganarse el corazó n de una mujer... Seguramente que se ahorrarı́a usted quizá s unos cien mil francos dejando que se la llevaran a la cá rcel. Pero nunca habrı́a logrado usted su corazó n... ¿Sabe usted lo que me decı́a? "Eugé nie, se ha portado maravillosamente, con toda generosidad... ¡Es una persona excelente!" —¿Ha ticho eso, Ichénie? —exclamó el barón. —Sí, señor, a una servidora.

—Doma, aguí dienes tiez luises... —Gracias... Pero en estos momentos está llorando desde ayer todo lo que santa Magdalena hubiera llorado durante un mes... La que usted ama está al borde de la desesperació n, y a causa de unas deudas que no son suyas, por añ adidura. ¡Oh, los hombres! Engañ an tanto a las mujeres como é stas engañan a los viejos, ¡vamos! —Dotas son icual!... ¡Gombromederse!... Nunga hay gue gombromederse... Gue no irme nata má s. Esda fez baco, bero si fuelfe a boner su irma en á lcú n sidio... me... —¿Qué harı́a usted? —dijo Europa en actitud de desafío. —¡Dios mı́o! No denco nincú n boter sopre ella... Foy a liprarla te dotas sus goncojas... Pede, fede a gonsolarla, y a tecirle gue tendro te un mes i irá en un begueño balado. —Señ or baró n, ha hecho usted unas inversiones que rinden muchos intereses en el corazó n de una

mujer. Mire usted, le encuentro rejuvenecido, yo que no soy má s que sirvienta, y que he visto a menudo este mismo fenó meno... Es la felicidad... y la felicidad se re leja de un modo u otro... Si tiene algunos gastos, no lo lamente... ya verá lo que rinde. Ademá s, ya se lo he dicho a la señ ora: serı́a la peor de las peores, una arrastrada, si no le mostrara a usted amor, porque la está usted salvando de un verdadero in ierno... Cuando ya no tenga preocupaciones, se dará usted cuenta de quié n es. Entre nosotros, ahora puedo contá rselo, aquella noche que lloraba tanto... ¡qué quiere usted!... siempre se siente apego por el hombre que va a mantenerla a una... y no se atrevı́a a decirle todo esto... quería huir. —¡Huir! —exclamó el baró n, asustado por la idea —. ¡Lá sdima te Polsa! Fede, no foy a endrar... Bero haz gue se asome a la fendana... su imaquen me tara ánimos... Esther sonrió al señ or de Nucingen cuando é ste pasó por delante de la casa; se marchó de allı́ pesadamente, dicié ndose a sı́ mismo: "¿Es un

ánquel!" Obsé rvese de qué manera habı́a procedido Europa para lograr este resultado inverosı́mil. Hacia las dos y media Esther se acababa de vestir como cuando esperaba a Lucien, estaba deliciosa; vié ndola ası́, Prudence le dijo, mirando a la ventana: "¡Ahı́ está el señ or!" La pobre muchacha se abalanzó creyendo que vería a Lucien, y se encontró con Nucingen. —¡Oh, qué dañ o me haces! —dijo ella. —No habı́a otra manera de lograr que hiciera usted como si se tomara interé s por un pobre anciano que va a pagar sus deudas —respondió Europa—, porque por fin las pagará todas. —¿Qué deudas? —exclamó la muchacha, que no pensaba má s que en retener a su amor, arrancado de su lado por unas manos terribles. —Las que el señ or Carlos le hizo a la señ ora. — ¡Có mo! ¡Pero si eran ya cerca de cuatrocientos cincuenta mil francos! —exclamó Esther. —Todavı́a quedan ciento cincuenta mil francos;

pero el baró n se lo ha tomado muy bien... va a sacarla de aquı́ y a instalarla en un begueñ o balado... ¡La verdad, no puede usted quejarse!... Si yo estuviera en el lugar de usted, dado que lo tiene usted muy bien ogido, despué s de haber dado satisfacció n a Carlos, intentarı́a conseguir del viejo una casa y algunas rentas. La señ ora es sin ninguna duda la mujer má s hermosa que jamá s haya visto, y la má s atractiva; pero ¡la fealdad llega tan de prisa! Yo tuve belleza y lozanı́a, y ahora ya lo ve... Tengo veintitré s añ os, casi la misma edad que la señ ora y parezco diez añ os má s vieja. Basta una enfermedad... A lo que iba: cuando se posee una casa en Parı́s y una renta, no hay miedo a terminar en la calle. Esther ya no escuchaba a Europa-Eugé niePrudence Servien. La voluntad de un hombre poseı́do por el genio de la corrupció n estaba hundiendo en el fuego a Esther con la misma fuerza con que la habı́a sacado de é l. Los que conocen el amor en su dimensió n in inita saben que no se pueden experimentar sus goces sin aceptar el peso de sus virtudes. Despué s de la escena del tugurio de

la calle Langlade, Esther habı́a olvidado por completo su vida anterior. Hasta entonces habı́a vivido muy virtuosamente, enclaustrada en su pasió n. El há bil corruptor, para no hallar obstá culos, tenı́a el talento de disponerlo todo dé tal manera que la pobre muchacha, movida por su abnegació n, no tuviera má s remedio que dar su consentimiento a las bribonadas que le proponı́a. Esta habilidad, reveladora de la superioridad del corruptor, explicaba el é xito con que habı́a sometido a Lucien. El procedimiento consistı́a en crear terribles necesidades, cavar la mina, rellenarla de pó lvora, y, en el momento crı́tico, decir al có mplice: "Haz un signo con la cabeza y todo saltará ." En otro tiempo Esther, imbuida de la moral propia de las cortesanas, consideraba tan naturales todos esos agasajos, que valoraba a sus rivales en proporció n" al gasto al que eran capaces de obligar a un hombre. Las fortunas derrochadas son los distintivos de estas mujeres. Carlos no se habı́a equivocado al contar con los recuerdos de Esther. Aquellas astucias y estratagemas, empleadas una y mil veces tanto por parte de esas mujeres como por parte de los corruptores, no impresionaban a

Esther. Só lo afectaba a la pobre muchacha la degradació n en que iba a caer. Amaba a Lucien y se convertı́a en la querida titular del baró n de Nucingen: ahı́ radicaba para ella todo el asunto. Que el falso españ ol se embolsara el dinero conseguido con sus prendas, que Lucien edi icara su fortuna con las piedras del sepulcro de Esther, que una sola noche de placer costara má s o menos billetes de mil francos al anciano banquero o que Europa consiguiera de é ste algunos centenares de miles de francos empleando trucos má s o menos ingeniosos, nada de todo esto preocupaba a la enamorada muchacha. Otro era el cá ncer que le roı́a el corazó n. Durante cinco añ os se habı́a mantenido pura como un á ngel. Amaba, era feliz y no habı́a cometido la menor in idelidad. Este amor hermoso y puro iba a ser manchado. En su mente no se formaba el contraste entre su hermosa vida pasada y su futuro inmundo. No habı́a en ella cá lculo ni poesı́a, sino que se limitaba a experimentar un sentimiento inde inible pero in initamente poderoso: de blanca, pasaba a ser negra; de pura, pasaba a ser impura; de noble, pasaba a ser vil. Su propia voluntad la

habı́a llevado a tener que asumir aquella contradicció n, pero no le parecı́a soportable la mancha moral. Por eso, cuando el baró n la habı́a. amenazado con su amor, se le habı́a ocurrido la idea de echarse por la ventana. En suma, amaba a Lucien de un modo absoluto, de un modo tal que es muy poco frecuente en el amor que las mujeres tributan a los hombres. Las mujeres que dicen querer, y que a menudo creen querer muchı́simo, bailan y coquetean con otros hombres, se engalanan para los demá s y van en busca de miradas codiciosas; en cambio, Esther habı́a llevado a efecto los milagros del amor sin ningú n sacri icio. Habı́a amado a Lucien durante seis añ os del modo como aman las actrices y cortesanas que, despué s de revolcarse en el fango y en la impureza, ansian la nobleza y la abnegació n del amor verdadero, y son capaces entonces de vivirlo en exclusividad (¿no habrı́a que inventarse alguna palabra para designar una actitud como é sta, que tan raramente se pone en prá ctica?). Los pueblos de la Antigü edad, como Grecia, Roma y el Oriente han se— w cuestrado siempre a la mujer; la mujer que ama tendrı́a que secuestrarse siempre a sı́ misma. Es fá cil

comprender que al abandonar el palacio fantá stico en que se habı́a desarrollado aquella iesta, aquel poema, para penetrar en el begueñ o balado de un frı́o anciano, Esther se sintiera sobrecogida por una especie de enfermedad moral. Como habı́a sido empujada por una mano de hierro, se habı́a ido sumergiendo en —la infamia hasta medio cuerpo antes de poder re lexionar; pero desde hacı́a un par de dı́as se habı́a dado a re lexionar y sentı́a en su corazón un frío mortal. Al oı́r aquellas palabras: "terminar en la calle", se levantó bruscamente y dijo: —¿Terminar en la calle?... No, antes acabar en el Sena... —¿En el Sena?... ¿Y el señ or Lucien?... —dijo Europa. Bastaron estas palabras para que Esther volviera a sentarse en su silló n, donde permaneció con la mirada ija en una roseta de la alfombra, conteniendo el llanto.

A las cuatro, el baró n de Nucingen encontró a su á ngel sumido en ese mar de re lexiones y de resoluciones sobre el que lotan los espı́ritus hembras y del cual só lo emergen mediante ciertos balbuceos incomprensibles para quienes no han navegado sobre sus olas. —T esfrunza el ceñ o..., hermosa mı́a —le dijo el baró n, sentá ndose a su lado—. Ya no dentrá má s teutas..., me arreclaré gon Iché nie y tendro te un mes se marchará usdet te esde biso y se insaculará en un begueñ o balacio... ¡Oh, gué mano dan hermosa! Té jemela goquer. —Esther dejó que le cogiera la mano como perro que da su patita—. ¡Ahı́, me ta usdet la mano, bero no el gorazó n, y es el gorazón lo que yo guiero... Lo dijo con tal autenticidad de expresió n, que la pobre Esther volvió su mirada hacia el anciano con una expresión ide piedad que casi le volvió loco. Los enamorados, como los má rtires, se sienten hermanados en los suplicios. No hay nada en el mundo mejor para entenderse que dos dolores semejantes.

—¡Pobre hombre! —dijo Esther—. Me ama. Al oı́r estas palabras, que interpretó mal, el baró n palideció , su sangre chispeó en sus venas; le parecı́a respirar el aire celestial. A su edad, los millonarios pagan una sensació n como aqué lla con todo el oro que les pueda pedir una mujer. —La guiero dando gomo a mi hija... —dijo—, y siendo aguı́ —prosiguió , ponié ndose la mano en el corazón— gue lo únigo gue guiero es feria veliz. —Si no quisiera usted ser má s que un padre para mı́, le querrı́a a usted mucho, jamá s le abandonarı́a, y podrı́a darse cuenta de que no soy una mujer mala, ni venal, ni interesada, como aparento en estos momentos... —Ha gomedito usdet begueñ as loguras —repuso el barón— gomo dotas las muqueres hermosas, eso es doto. No haplemos má s te esdo. Mi o icio es cañ ar tinero bara usdet... Sea veliz: gonsiendo en ser su batre turande alcunos tı́as, ya endiento gue diene usdet gue agosdumprarse a mi bopre osamenda.

—¿De veras? —exclamó , levantá ndose y sentá ndose sobre las rodillas de Nucingen, pasá ndole el brazo tras el cuello y apretá ndose contra él. —Te feras —contestó él, esforzándose por sonreír. Le besó en la frente y creyó en una transacció n imposible: permanecer pura y ver a Lucien... Acarició con tanta destreza al banquero, que reapareció en ella la Torpille. Embrujó al viejo, que le prometió seguir comportá ndose como un padre durante cuarenta dı́as. Estos cuarenta dı́as eran necesarios para la adquisició n y el arreglo de la casa de la calle Saint-Georges. Cuando estaba ya en la calle, de vuelta hacia su casa, el baró n pensaba: "¡Soy un papiega!" Efectivamente, mientras que en su presencia se achicaba como un niñ o, al alejarse de ella se revestı́a de nuevo su piel de Lobo Cerval, igual como el jugador que volvı́a a amar a Angé lica cuando se quedaba sin un chavo. "Metió milló n y esdar dotafı́a gon é sdas, eso es ser muy dondo; suerde gue natie saprá nata", se decı́a

veinte días después. Y tomaba muy irmes resoluciones respecto a una mujer que le habı́a costado tan cara; pero cuando volvı́a a estar en presencia de Esther, dedicaba todo el tiempo que pasaba con ella a restañ ar la brutalidad de sus primeros gestos. Al cabo de un mes le decía: —No bueto ser el Batre Ederno. Hacia inales del mes de diciembre de 1829, justo antes de instalar a Esther en la pequeñ a mansió n de la calle de Saint-Georges, el baró n rogó a Du Tillet que llevara allı́ a Florine para que comprobara si todo estaba de acuerdo con la fortuna de Nucingen, y si los artistas encargados de hacer que la pajarera resultara digna del ave que tenı́a que cobijar habı́an cumplido con su cometido. Todos los hallazgos del lujo anteriores a la revolució n de 1830 se daban cita en aquella casa hasta hacer de ella un prototipo de buen gusto. El arquitecto Grindot consideraba que era su obra maestra como decorador. La escalinata de má rmol, los estucos, los tapizados y

los dorados, distribuidos con sobriedad, los menores detalles y los grandes efectos superaban todo cuanto se conserva en Parı́s del siglo de Luis XV. —Este es mi sueñ o: ¡esto y la virtud! —dijo Florine, sonriendo—. Y ¿para quié n haces todo este gasto? —preguntó a Nucingen—. ¿Se trata de alguna virgen que ha caído del cielo? —Es una muquer gue juelje a supir al cielo — respondió el barón. —Es una manera, para ti, de hacerte el Jú piter — repuso la actriz—. Y ¿cuándo se la podrá ver? —¡Oh! El dı́a en que se celebre el estreno de la casa —dijo Du Tillet. —Teste hueco, no será andes te ese tı́a... —dijo el barón. —Habrá que cepillarse, pulirse, engalanarse — prosiguió Florine—. ¡Vaya! ¡Todas las mujeres se pondrá n muy exigentes con sus modistas y

peluqueros para esa velada!... ¿Y cuándo será?... —Yo no soy el tueño. —¡Vaya una mujer!... —exclamó Florine—. ¡Cuá nto me gustaría conocerla!... —Y a mí —añadió ingenuamente el barón. —¿Así que casa, mujer y muebles, todo será nuevo? —Tambié n lo será el banquero —dijo Du Tillet—; mi querido amigo me parece muy rejuvenecido. —Le hará falta volver a sus veinte añ os, al menos por unos instantes —dijo Florine. Durante los primeros dı́as de 1830 todo el mundo en Parı́s hablaba de la pasió n de Nucingen y del lujo desenfrenado de su casa. El pobre baró n, puesto en evidencia y ridı́culizado, fue presa de una ira fá cil de comprender y concibió una voluntad de inanciero que se armonizaba con la furiosa pasió n que abrigaba en el corazó n. Deseaba, con ocasió n del estreno de la casa, poder desprenderse de sus ropas de padre noble y cobrar el precio de tantos

sacri icios. Como la Torpille siempre le vencı́a, decidió tratar el asunto de su casamiento por correspondencia, con objeto de obtener por parte de ella un compromiso quiró grafo. Los banqueros no creen má s que en las letras de cambio. Ası́ pues, el Lobo Cerval se levantó un dı́a muy temprano, a comienzos del mencionado añ o, se encerró en su despacho y se puso a escribir la siguiente carta, escrita en buen francé s, ya que, aun cuando lo pronunciara mal, lo escribía muy bien. "Estimada Esther, lor de mis pensamientos y ú nica felicidad de mi vida, cuando le dije que la amaba como a mi hija, la engañ aba a usted y me engañ aba a mı́ mismo. Só lo querı́a expresarle la santidad de mis sentimientos, que no se parecen a los que suelen experimentar los hombres, primeramente porque soy ya un anciano y luego porque jamá s habı́a vivido el amor. La quiero tanto, que aunque me costara mi fortuna entera, no por ello dejarı́a de amarla. Sea usted justa. La mayorı́a de los hombres no habrı́an visto en usted a un á ngel, como he visto yo: jamá s he tenido en cuenta su pasado. La amo a la vez como a mi hija Augusta, que es mi ú nica hija, y

como querrı́a a mi mujer si ella hubiera sido capaz de amarme. Suponiendo que la felicidad sea la ú nica absolució n de un anciano enamorado, piense por un momento en el ridı́culo papel que estoy desempeñ ando. La he convertido a usted en el consuelo y en la alegrı́a de mis ú ltimos dı́as. Ya sabe que hasta el dı́a de mi muerte será usted todo lo feliz que pueda serlo una mujer, y que despué s de mi muerte será lo bastante rica como para despertar la envidia de muchas mujeres. De todos los negocios que hago desde que tuve la dicha de hablarle, una parte es para usted, tiene usted una cuenta abierta en la casa Nucingen. Dentro de unos pocos dı́as va a entrar usted en una mansió n que será suya, tarde o temprano, si es de su agrado. ¿Seguirá viendo en mı́ a su padre cuando me reciba en ella, o seré por in feliz?... Perdó neme que le escriba con tanta claridad; pero cuando estoy cerca de usted, pierdo el valor y siento con demasiada fuerza que es usted mi dueñ a y señ ora. No tengo intenció n de ofenderla, só lo quiero decirle cuá nto sufro y lo cruel que resulta, a mi edad, la espera, cuando cada dı́a que pasa me arrebata algunas esperanzas y algunos placeres má s. La delicadeza

de mi comportamiento es, por otra parte, una garantı́a de la sinceridad de mis intenciones. ¿He actuado alguna vez como un acreedor? Usted es como una ciudadela, y yo ya no soy ningú n joven. A mis quejas responde usted que se trata de su vida misma, y me lo hace creer cuando la escucho; pero luego quedo sumido en un profundo pesar y en unas dudas que nos deshonran a ambos. Siempre me ha parecido usted tan buena y cá ndida como hermosa; pero parece empeñ arse en destruir mis convicciones. Juzgú elo usted misma. Me dice que tiene una pasió n en el alma, una pasió n despiadada, y se niega a darme el nombre de aquel a quien ama... ¿Le parece natural? Ha convertido a un hombre bastante fuerte en un hombre de una debilidad inaudita... ¿Se da cuenta hasta dó nde he llegado? ¿Verme obligado a preguntarle qué porvenir le reserva usted a mi pasió n despué s de cinco meses? Aú n tengo que saber qué papel me tocará desempeñ ar en la inauguració n de su palacete. El dinero no es nada para mı́ cuando se trata de usted; no voy a hacer la tonterı́a de exhibir ante usted tal desprecio para destacar el mé rito que

representa; pero, si bien mi amor no tiene lı́mites, mi fortuna sı́ los tiene, y mi ú nico interé s por ella radica en usted. Pues bien, si dá ndole todo cuanto poseo pudiera lograr su afecto, preferirı́a tener su amor, aunque fuera pobre, que ser rico pero desdeñ ado por usted. Me ha transformado tanto, mi querida Esther, que nadie me reconoce: he pagado diez mil francos por un cuadro de Joseph Bridau, porque usted me dijo que era un talento incomprendido. En in, a todos los pobres a quienes encuentro les doy cinco francos en nombre de usted. Pues bien, ¿qué pide el pobre anciano que se siente deudor de usted cada vez que le hace usted el honor de aceptar la má s pequeñ a nimiedad?... Tan só lo quiere una esperanza, ¡y qué esperanza, Dios mı́o! ¿No es acaso la certeza de no recibir de usted má s que lo que mi pasió n reclamará ? El fuego de mi corazó n fomenta sus crueles engañ os. Heme aquı́ dispuesto a aceptar todas las condiciones que pueda usted poner a mi felicidad, a mis escasos placeres; pero por lo menos dı́game que el dı́a en que tome posesió n de su casa, aceptará usted el corazó n y la servidumbre del que, para el resto de sus días, se considerará su esclavo.

"Fréderic de Nucingen." —¡Oh, ya estoy harta de ese saco de billetes! — exclamó Esther, que volvía a ser cortesana.

Cogió papel de carta y escribió tantas veces como cabı́a en é l la famosa frase: Qué dese con mi oso, que se ha hecho proverbial en honor de Scribe. Un cuarto de hora despué s, llena de remordimiento, Esther escribió la siguiente carta:

"Señor barón: "No dé ninguna importancia a la carta que le he mandado y que era fruto de un retorno momentá neo a mi loca juventud; perdone, pues, a una muchacha que debiera ser una esclava. Nunca habı́a sentido tanto la bajeza de mi condició n como desde el dı́a en que fui entregada a usted. Usted ha

pagado, me debo a usted. No hay nada tan sagrado como las deudas del deshonor. No tengo derecho a liquidar echá ndome al Sena. Siempre se puede pagar una deuda en esta repugnante moneda que só lo es buena por un lado, de modo que me hallará usted a sus ó rdenes. Quiero pagar en una sola noche todas las sumas que está n hipotecadas sobre aquel instante fatal, y tengo la certidumbre de que una hora conmigo vale millones, con tanto mayor motivo cuanto que será la ú nica, y la ú ltima. Despué s ya habré cumplido y podré abandonar la vida. Una mujer honesta tiene alguna posibilidad de recuperarse tras una caı́da; nosotras, en cambio, caemos demasiado bajo. De modo que mi decisió n está tomada con tal irmeza, que le ruego conserve esta carta como testimonio de los motivos de la muerte de la que, por un día, se reconoce "Su humilde servidora, "Esther."

Despué s de mandar esta carta, Esther sintió haberla escrito. Diez minutos má s tarde, escribı́a una tercera carta, cuyo texto era el siguiente:

"Perdó neme, estimado baró n, vuelvo a ser yo. No quise burlarme de usted ni herirle; só lo quiero que re lexione en esta cosa tan sencilla: si seguimos juntos manteniendo las relaciones de padre a hija, tendrá usted un goce tenue, pero duradero; en cambio, si exige la ejecució n del contrato, tendrá que llorarme. No quiero molestarle ya más: el día en que usted elija el placer en lugar de la felicidad, será el último de mi vida. "Su hija, "Esther."

Al recibir la primera carta, el baró n fue presa de una de esas iras frı́as que pueden dar al traste con los millonarios; se miró a un espejo y tocó el timbre.

—¡Un pañ o te bies!... —dijo a su nuevo ayuda de cámara. Mientras estaba tomá ndose el bañ o de pies, llegó la segunda carta; la leyó y perdió el conocimiento. Lo llevaron a su cama. Cuando el inanciero volvió en sı́, la señ ora de Nucingen estaba sentada a los pies de la cama. —¡Esta muchacha tiene razón! —le dijo—. ¿Por qué quieres comprar el amor?... ¿Acaso es una mercancı́a que pueda encontrarse en el mercado? A ver la carta que le has mandado. El baró n le dio varios borradores que habı́a hecho, y la señ ora de Nucingen los leyó sonriendo. Llegó la tercera carta. —¡Es una muchacha sorprendente! —exclamó la baronesa tras haber leído esta última carta. —¿Gué tepo hacer? —preguntó el baró n a su esposa. —Esperar.

—¡Esberar!—replicó —. Za naduraleza es imblagaple... —Mira, amigo mı́o —dijo la baronesa —, me está s resultando una excelente persona y voy a darte un buen consejo. —¡Eres una puena muquer! —dijo—. Gó mprate lo gue guieras, ya de lo bacará... —Lo que te ha ocurrido al recibir las cartas emociona má s a una mujer que todos los millones que se pueda uno gastar en ellas, o que todas las cartas que se le puedan enviar, por hermosas que sean; procura que se entere indirectamente de ello, y... ¡probablemente la consigas! Y... no tengas ningú n escrú pulo, que no se morirá por eso —dijo, mirando de arriba abajo a su marido. La señ ora de Nucingen ignoraba por completo lo que es una muchacha de la vida. "¡Gué inquenio diene la señ ora te Nisinquen!", pensó el barón al quedarse solo. Pero cuanto má s admiraba la inura del consejo que le acababa de dar la baronesa, tanto má s difı́cil

le parecı́a llevarlo a la prá ctica; no só lo se sentı́a estúpido, sino que se lo repetía a sí mismo. La estupidez de la gente de dinero, aunque sea casi pro verbial, no es, sin embargo, má s que relativa. Con las facultades de nuestro espı́ritu ocurre lo que con las aptitudes del cuerpo. La fuerza del baiları́n reside en sus pies, la del herrero en el brazo; el mozo de cuerda se ejercita para llevar paquetes, el cantante adiestra su laringe y el pianista se refuerza la muñ eca. El banquero se acostumbra a combinar los negocios, a examinarlos, a mover unos y otros intereses —como un sainetista que mueve y combina las diferentes situaciones y personajes—. Ası́ como al matemá tico no se le puede exigir la imaginació n del poeta, tampoco al baró n de Nucingen se le puede pedir ingenio en la conversació n. ¿Cuá ntos poetas pueden contarse en cada é poca que sean prosistas o que sepan desenvolverse en los asuntos de la vida, ¡como la señ ora Cornuel? Buffon era torpe. Newton no co— noció el amor, Byron só lo conoció el amor de sı́ mismo, Rousseau fue taciturno y casi loco, La Fontaine era un distraı́do. Cuando está repartida

uniformemente, la energı́a humana engendra la estupidez o la mediocridad en todas partes; cuando no lo está , da lugar a esos seres deformes a los que se llama genios, cuyos mé ritos, si fueran visibles, parecerı́an deformidades. El cuerpo se rige por la misma ley: la perfecta belleza va casi siempre acompañ ada de frialdad o estupidez. El hecho de que Pascal fuera a la vez un gran geó metra y un gran escritor, que Beaumarchais fuera un gran hombre de negocios y Zamet un cortesano de profunda inteligencia, constituyen raras excepciones que con irman el principio de la peculiaridad de las inteligencias. En la esfera de los cá lculos especulativos, el banquero despliega, pues, tanto ingenio, tanta habilidad, tanta agudeza y tantas cualidades como las que puede mostrar un diplomá tico en la de los intereses nacionales. Si una vez fuera de su despacho el banquero siguiera mostrando talento, serı́a entonces un gran hombre. Nucingen multiplicado por el prı́ncipe de Lig-ne, por Mazarino o por Diderot es una fórmula humana casi imposible, y que, sin embargo, se ha dado, bajo los nombres de Pericles, Aristó teles, Voltaire y Napoleó n. La irradiació n del sol imperial no ha de

ocultar al hombre privado; el emperador tenı́a su encanto, era instruido e ingenioso. El señ or de Nucingen, meramente banquero, carente de toda imaginació n para lo que no fueran sus cá lculos — como la mayor parte de los banqueros—, no creı́a má s que en los valores ciertos. En cuestiones de arte tenı́a el buen sentido de recurrir, dinero en mano, a los expertos en cada cosa particular; recurrir al mejor arquitecto, al mejor cirujano, al mejor conocedor de cuadros o esculturas o al abogado má s e icaz en cuanto se trataba de edi icar una casa, de cuidar por la salud o de adquirir alguna antigü edad o alguna inca. Pero como que no existen peritos en intrigas, ni expertos en pasiones, los banqueros está n en mala situació n cuando aman, y se ven muy apurados en el manejo de las mujeres. Nucingen no descubrió nada nuevo y siguió haciendo lo de siempre: dar dinero a un Frontı́n cualquiera, macho o hembra, para que actuara y pensara en su lugar. La señ ora SaintEstè ve era la ú nica que podı́a explotar el medio ideado por la baronesa. El banquero sintió profundamente haberse enfadado con la odiosa

vendedora. No obstante, con iando en el magnetismo de su caja fuerte y en los calmantes que llevan la irma de Garati, llamó a su ayuda de cá mara y le ordenó que preguntara en la calle Neuve-Saint-Marc por aquella horrenda vieja, y le rogara que acudiera a su casa. En Parı́s, los extremos se tocan gracias a las pasiones. El vicio reú ne perpetuamente al rico con el pobre, al grande con el pequeñ o. La emperatriz consulta a la señ orita Lenormand. Por ú ltimo, el gran señ or encuentra siempre algún Ramponneau, de siglo en siglo. El nuevo ayuda de cá mara regresó un par de horas después. —Señ or baró n —dijo—, la señ ora Saint-Estè ve está en la ruina. —¡Mecor gue mecor! —exclamó alegremente el barón—. Así la dentré goquita... —La buena señ ora, por lo que parece, es algo a icionada al juego —prosiguió el servidor—. Ademá s, está bajo la fé rula de un comediante, sin demasiada importancia, de los teatros de las

afueras, al que hace pasar por su ahijado, para guardar las formas. Parece ser que se trata de una excelente cocinera y busca colocación. "Esdos temonios te quenios supaldernos dienen dotos mil maneras te cañ ar tinero y tiez mil te casdarlo", pensó el baró n, sin sospechar que coincidía con Panurge. Volvió a mandar a su criado en busca de la señ ora Saint-Estè ve, que no compareció hasta la mañ ana siguiente. Al ser interrogado por Asia, el nuevo ayuda de cá mara comunicó a este espı́a hembra los terribles resultados de las cartas escritas por la amante del señor barón. —El señ or debe de querer muchı́simo a esta mujer —dijo el criado para terminar—, porque estuvo a punto de morir. Yo le aconsejo que no vuelva con ella, que le engatusará . ¡Una mujer que, segú n dicen, ya ha costado al baró n quinientos mil francos, sin contar lo que se acaba de gastar en la casa de la calle Saint-Georges!... Esa mujer lo que quiere es dinero y nada má s que dinero. Cuando salı́a de la

habitació n del señ or, la señ ora baronesa decı́a riendo: "Si esto continú a, esta muchacha va a dejarme viuda." —¡Demonio! —respondió Asia—. ¡No hay que matar nunca a la gallina de los huevos de oro! —El señ or baró n ya no confı́a má s que en usted — dijo el ayuda de cámara. —¡Oh, es que yo sé muy bien có mo hay que tratar a las mujeres!... —Vamos, entre usted —dijo el ayuda de cá mara, inclinándose ante aquella potencia oculta. —¿Qué hay? —dijo la falsa Saint-Estè ve, entrando humildemente en el cuarto del enfermo—. ¿El señ or baró n tiene alguna pequeñ a contrariedad? ¡Qué le vamos a hacer! Todo el mundo tiene su punto dé bil. Yo tambié n he pasado desgracias. En dos meses la rueda de la fortuna ha girado muchı́simo para mi: ahı́ me tiene buscando una ocupació n... Ni el uno ni el otro hemos sido razonables. Si el señ or baró n quisiera colocarme como cocinera en casa de la

señ ora Esther, tendrı́a en mı́ a la má s abnegada de las abnegadas, y podrı́a serle de utilidad para vigilar á Eugénie y a la señora. —No se drada te esdo —dijo el baró n—. No gonsico tominar la siduació n, y me hace tar fueldas gomo... —Como a una peonza —añ adió Asia—. Usted ha hecho bailar a los demá s, ahora es ella la que le tiene a usted cogido y le está zurrando... ¡El cielo hace justicia! —¿Custicia? —dijo el baró n—. No la he hecho fenir bara oír tiscursos te moral... —¡Vamos, hijo mı́o, un poco de moral no hace ningú n dañ o! Para nosotros es la sal de la vida, como el vicio para los devotos. Veamos, ¿ha sido usted generoso? ¿Ha pagado sus deudas...? —Sí —dijo el barón lastimosamente. —Está bien. Ha desembargado sus cosas: mejor aú n; pero reconozca que no es bastante: no le da de

que reír, y a estas muchachas les gusta inflamarse... —Le esdoy brebanto una sorbresa, en la galle Sainte-Chorche... Ella lo sape... —dijo el baró n—. Bero no guiero ser un belele. —Pues déjela correr... —Denco miedo te gue no guiera saper ya nata gonmico —exclamó el barón. —Y queremos que el dinero nos rinda, ¿verdad hijo mío? —respondió Asia—. Escú cheme. ¡Hemos exprimido muchos millones de la gente, amiguito! Dicen que tiene usted veinticinco. —El baró n no pudo reprimir una sonrisa—. ¡Pues bien! Tiene que soltar uno... —Lo soldarı́a gon cusdo —respondió el baró n—, bero dan brondo lo haya tato, me betirán odro. —Sı́, ya lo entiendo —contestó Asia—, no quiere decir B por miedo a llegar hasta la Z. Sin embargo,

Esther es una muchacha honrada... —¡Muy honrata! —exclamó el banquero—. Asebda gumblir lo bromedito, bero gomo el gue baca una teuta. —En suma, que no quiere ser su querida, que le repugna. Y lo comprendo, la chica siempre ha obrado segú n sus caprichos. Cuando no se ha conocido má s que a jó venes encantadores, una no presta demasiada atenció n a un anciano... Y usted no es una belleza, que digamos; está tan gordo como Luis XVIII, y algo atontado, como todos los que se ocupan de dinero.en lugar de ocuparse de mujeres. En in, si para usted no tienen importancia seiscientos mil francos —dijo Asia—, yo me encargo de que sea para usted todo lo que quiere que sea. —iSeistsiendos mil vrangos!... —exclamó el baró n con un ligero sobresalto—. ¡Esder me esdá gosdanto ya un millón. —La felicidad bien vale seiscientos mil francos, mi gran vicioso. En estos tiempos se conocen hombres que se han gastado probablemente má s de uno y de

dos millones con sus queridas. Sé incluso de mujeres que han costado la vida a sus amantes y que los han llevado al patı́bulo... ¿Recuerda a aquel mé dico que envenenó a un amigo?... Querı́a apoderarse de su fortuna para hacer feliz a una mujer. —Sı́, ya lo sé , bero aungue esdé enamorato, no soy dondo, aguı́ bor lo menos, borgue guanta esdoy cundo a ella le endrecaria dotas mis riguezas... —Escú cheme, señ or baró n —dijo Asia, adoptando una pose de Semı́ramis—, ya le han exprimido a usted bastante. Tan cierto como que me llamo SaintEstè ve (en el comercio, se entiende), que me paso a su bando. —¡Pient... De regombensaré... —Ya lo creo, porque le he mostrado ya que sé vengarme. Ademá s, sé palo usted bien, papaı́to — dijo, echá ndole una mirada espantosa—, tengo medios para soplarle a la señ ora Esther có mo se apaga una vela. ¡Y conozco a la mujer! Cuando le haya dado la felicidad, le será a usted aú n má s

necesaria de lo que es ahora. Usted me ha pagado, hubo que sacárselo con pinzas, pero por fin aflojó el dinero. Yo, por mi parte, cumplı́ mis compromisos, ¿verdad? Pues bien, mire, voy a proponerle un arreglo. —Featnos. —Me coloca usted de cocinera en casa de la señora, me contrata por diez añ os, con un sueldo de mil francos, me paga los cinco primeros añ os por anticipado (para usted, una menudencia). Una vez en casa de la señ ora, lograré de ella las siguientes concesiones. Por ejemplo, le manda usted un vestido delicioso de la tienda de la señ ora Auguste, que conoce los gustos y las costumbres de la señ ora, y ordena usted que el obsequio llegue a las cuatro de la tarde. Al volver de la Bolsa, sube usted a su casa y se van los dos a dar un paseo por el Bosque de Bolonia. ¡Pues bien! Esta mujer declara de esta manera que es la amante de usted, se compromete ante toda la opinió n de Parı́s... Cien mil francos... Entonces cena usted con ella (sé có mo se preparan estas cenas); luego la lleva usted a algú n

espectá culo, al Varieté s, a un primer palco, y todo Parı́s dice entonces: "Ahı́ está ese viejo pillo de Nucingen con su querida..." No me diga que no es halagü eñ o hacer creer eso. Todo esto va comprendido en los primeros cien mil francos, y se lo pongo a buen precio... En ocho dı́as, siguiendo esta pauta, habrá avanzado usted mucho. —¡Hapré bacato cien mil vrahgos!... —Durante la segunda semana —prosiguió Asia, sin que pareciera haber oı́do aquella lastimosa frase— la señ ora, movida por aquel preá mbulo, se decidirá a dejar su pequeñ o piso y a instalarse en el palacio que usted le ofrece. ¡Su querida Esther habrá vuelto a ver el mundo, habrá encontrado a sus antiguas amigas, querrá brillar y hará los honores de su palacio! Es lo ló gico... ¡Otros cien mil francos! Usted está en su casa, Esther está comprometida... es para usted. No queda má s que una bagatela, que usted convierte en lo principal, ¡viejo elefante! (¡Có mo abre los ojos, el monstruo!) Pues bien, de esto me encargo yo. Cuatrocientos mil... ¡Ah!, y no te preocupes, el dinero no lo sueltas hasta el dı́a

siguiente... ¿No es eso probidad?... Tengo yo má s confianza en ti

que tú en mı́. Si convenzo a la señ ora para que se muestre en público como amante de usted, para que se comprometa y para que acepte todo cuanto usted le ofrezca, y quizá s hoy mismo lo consiga, espero que me crea usted capaz de conseguir que le franquee el paso del Gran San Bernardo. ¡Y que no es fá cil!... Hacer pasar su artillerı́a es empresa tan ardua como la de Napoleón cruzando los Alpes. —¿Y bor gué? —Porque tiene el corazó n rebosante de amor, gratis, como decı́s vosotros, los que sabé is latı́n — repuso Asia—. Cree ser una reina de Saba porque se ha lavado con los sacri icios que ha tributado a su amante... ¡tonterías que se meten esas mujeres en la cabeza! ¡Ay, hijo mı́o, hay que ser justo, qué hermoso! Esta cuentista serı́a capaz de morirse de pena si le perteneciera a usted, no me extrañ arı́a;

pero lo que a mí me da cierta esperanza, y se lo digo para animarle, es que hay en ella un buen fondo de cortesana. —Dienes el quenio te la gorrubció n —dijo el baró n, que escuchaba a Asia con un profundo silencio y con admiración—, gomo yo el te las vinansas. —¿Trato hecho, cariño? —repuso Asia. —¡Acebdo cingü enda mil mangos en lucar te cien mil!... Y endrecaré guiniendos mil el tı́a tesbué s te mi driunvo. —Bien, voy a ponerme manos a la obra —contestó Asia—. ¡Oh, ya puede venir! —añ adió respetuosamente—. El SENOR hallará a la SENORA suave como el lomo de una gata, y dispuesta quizá s a darle satisfacción. —Fe, fe, muquer —dijo el banquero, frotá ndose las manos. Y despué s de sonreı́r a la repugnante mulata, dijo para sus adentros: "¡Guá nda razó n denco en dener dando tinero!"

Se levantó de la cama, se fue a su despacho y reemprendió las tareas de sus negocios con el ánimo alegre. Nada podı́a ser tan funesto para Esther como la resolució n de Nucingen. La pobre cortesana defendı́a su vida defendié ndose contra la in idelidad. Carlos llamaba mojigaterı́a a una defensa tan natural como é sta. Asia, con las precauciones que requerı́a el caso, fue a contar a Carlos la entrevista que acababa de tener con el baró n y todo el partido que habı́a sacado de ella. La ira de aquel personaje fue terrible como su cará cter; inmediatamente se trasladó , con las cortinas corridas, a casa de Esther, haciendo entrar el coche en su interior. El falsario por partida doble, que aú n estaba pá lido cuando subió , se presentó ante la muchacha; é sta estaba de pie y, al mirarlo, se desplomó sobre un silló n como si le hubieran quebrado las piernas. —¿Qué le pasa, señ or? —preguntó , temblando de pies a cabeza.

—Déjenos solos, Europa —dijo a la camarera. Esther miró a la mujer con la mirada que un niñ o dirigirı́a a su madre al verse separado de ella por un asesino que se dispusiera a matarlo. —¿Sabe adonde va usted a mandar a Lucien? — dijo Carlos cuando estuvo a solas con Esther. —¿Adonde?... —preguntó con voz aventurándose a mirar a su verdugo.

dé bil,

—Al lugar de dónde yo vengo, preciosidad. Mirando a aquel hombre, se le subió la sangre a la cabeza. —A galeras —añadió en voz baja. Esther cerró los ojos, estiró las piernas, los brazos le quedaron colgando y quedó blanca como el papel. El hombre llamó y acudió Prudence. —Haz que vuelva en sı́ —dijo frı́amente—, aú n no he terminado.

Mientras esperaba, se paseó por el saló n. Prudence-Europe se vio obligada a pedir al señ or que llevara a Esther a la cama; la cogió con una faciildad que ponı́a de mani iesto su fuerza atlé tica. Hubo que ir a buscar un medicamento muy ené rgico para devolver el sentido a Esther. Una hora má s tarde, Esther estaba en condiciones para escuchar a aquel ser de pesadilla, que estaba sentado al pie de la cama, con unos ojos de mirada ija y deslumbrante como dos surtidores de plomo fundido. —Dulce corazoncito —siguió diciendo—, Lucien se halla entre una vida esplendorosa, llena de honores, digna y feliz, y el foso lleno de agua, fango y piedras en que iba a tirarse cuando yo me lo encontré . La casa de Grandlieu exige al muchacho una inca de un milló n como condició n para conseguirle el tı́tulo de marqué s y para cederle esa gran percha que se llama Clotilde, con cuya ayuda subirá al poder. Gracias a nosotros dos, Lucien acaba de adquirir la casa solariega materna, el viejo palacio de Rubempré , que no ha costado demasiado, só lo treinta mil francos; pero su procurador, gracias a

algunas afortunadas negociaciones, ha conseguido añ adir a aquel terreno propiedades por valor de un milló n por las que hemos pagado trescientos mil francos. El palacio, los gastos y las recompensas que hemos tenido que dar a los que se han prestado para disfrazar la operació n ante la gente del lugar, se han llevado todo lo demá s. Es cierto que tenemos invertidos cien mil francos, que dentro de unos meses valdrá n de dos a trescientos mil francos; pero seguirá quedando una deuda de cuatrocientos mil francos... Dentro de tres dı́as, Lucien regresa de Angulema, adonde ha ido para que no se sospeche que ha hallado su fortuna cardando sus colchones... —¡Oh, no! —exclamó ella, alzando sus ojos con un movimiento sublime. —Ahora le pregunto: ¿es é ste el momento de asustar al baró n? —dijo con toda tranquilidad—; ¡estuvo usted a punto de matarlo anteayer! Se desmayó como una mujer al leer su segunda carta. Tiene usted un estilo muy gallardo, y le felicito por ello. Si se hubiera muerto el baró n, ¿qué habrı́a sido de nosotros? Cuando Lucien salga de Saint-Thomas-

d’Aquin siendo yerno del duque de Grandlieu, si quiere usted echarse al Sena... le ofreceré incluso la mano, querida mı́a, para que hagamos juntos el chapuzó n. Es una manera como otra de acabar. Pero re lexione un poco. ¿No serı́a mejor vivir, pensando en todo momento: "Toda esta esplendorosa fortuna, toda esta feliz familia...?" Porque tendrá hijos, ¡hijos!... (¿ha pensado alguna vez en el placer de acariciar los cabellos de sus hijos?) Esther cerró los ojos y se estremeció suavemente. —Pues bien, viendo el edi icio de esta felicidad, podrá decirse a sí misma: "¡Es obra mía!" Se produjo una pausa, durante la cual aquellos dos seres se miraron. —Esto es lo que he pretendido hacer con un desesperado que se echaba al agua —siguió Carlos —. ¿Soy un egoı́sta? ¡Ası́ es como se ama! Esta abnegació n só lo se ofrece a los reyes; pero yo ¡he hecho rey a mi Lucien! Aunque me encadenaran para el resto de mis dı́as en mi antiguo presidio, me

quedarı́a tranquilo pensando: " Está en el baile, está en la corte." ¡Mi alma y mi pensamiento triunfarı́an, mientras que mis despojos caerı́an bajo las garras de algú n cabo de vara! ¡Es usted una hembra miserable, ama usted como una hembra! ¡Pero el amor, en una cortesana, tendrı́a que ser, como en todas las demá s criaturas degradadas, un medio de convertirse en madre, un medio de superar la infecundidad impuesta por la naturaleza! Si alguna vez se descubriera que bajo el manto del padre Carlos Herrera se oculta el proscrito que yo era antes, ¿sabe lo que harı́a para no comprometer a Lucien? Esther esperó la respuesta con una especie de ansiedad. —Pues —añ adió tras, una breve pausa—, morirı́a como los negros, tragá ndome la lengua. Y usted, con sus remilgos, me está poniendo al descubierto. ¿Qué le habı́a pedido?... Que volviera a ponerse los vestidos de la Torpille por seis meses, por seis semanas, y que hiciera uso de ellos para sablear un milló n... ¡Lucien jamá s la olvidará ! Los nombres no

olvidan al ser cuyo recuerdo es evocado por la felicidad de que se goza todas las mañ anas al despertarse en medio de las riquezas, Lucien vale má s que usted... Empezó queriendo a Coralie, y ella muere, bien; no tenı́a con qué pagarle el entierro, pero no hizo lo que ha hecho usted hace un momento, no se desmayó , aunque es un poeta; escribió seis alegres canciones, de las que sacó trescientos francos, que le permitieron pagar el entierro de Coralie. Tengo estas canciones, me las sé de memoria. Pues, ¡vamos! ¡Componga usted sus canciones, pó ngase alegre y caprichosa, sea irresistible e insaciable!... ¿Me ha oı́do? No me obligue a seguir hablando... Dé le un beso a papá . Adiós... Cuando Europa, media hora despué s, entró en la habitació n de su ama, la halló arrodillada ante un cruci ijo, en la postura que el má s religioso de todos los pintores atribuyó a Moisé s ante la tumba de Horeb, para expresar su profunda y absoluta adoració n a Jehová . Tras haber rezado sus ú ltimas oraciones, Esther renunciaba a su hermosa vida, al honor que se habı́a creado, a su gloria, a sus

virtudes y a su amor. Se levantó. —¡Oh, señ ora, nunca volverá a estar como ahora! —exclamó Prudence Servien, estupefacta ante la sublime belleza de su ama, y colocó el espejo de manera que Esther pudiera contemplarse. Sus ojos retenı́an aú n algo del alma que huı́a hacia el cielo. Su faz de judı́a estaba resplandeciente. Sus cejas, empapadas de lá grimas que habı́a absorbido el fuego de la oració n, parecı́an un follaje tras una lluvia de verano; el sol del amor puro las hacı́a brillar por ú ltima vez. Los labios conservaban como una expresió n de sus ú ltimas invocaciones a los á ngeles; sin duda se habı́a hecho acreedora de la palma del martirio ofrecié ndoles su vida sin má cula. En in, tenı́a la majestad que debió de brillar en el rostro de Marı́a Estuardo «v3 en el momento en que dijo adiós a su corona, a la tierra y al amor. —Me hubiera gustado que Lucien me viera ası́ — dijo, exhalando un suspiro contenido—. Ahora — añ adió con una voz vibrante—, vamos a hacer comedia...

Al oı́r aquellas palabras, Europa quedó boquiabierta, como si hubiera oı́do blasfemar a un ángel. —¿Qué pasa? ¿Por qué me miras como si tuviera capullos en la boca en lugar de dientes? Ya no soy má s que una criatura infame e inmunda, una ladrona, una mujer de la vida, y espero al caballero. De modo que pon agua a calentar y prepá rame el bañ o. Son cerca de las doce, el baró n vendrá seguramente despué s de la Bolsa, mandaré decirle que le espero y encargaré a Asia que le prepare una comida de primera, quiero volver loco a ese hombre... Venga, vamos, vamos, mujer... Vamos a reírnos, es decir, vamos a trabajar. Se sentó a su mesa y escribió la siguiente carta: "Amigo mı́o, si la cocinera que me ha mandado usted no hubiera estado nunca a mi servicio, habrı́a creı́do que la intenció n de usted era hacerme saber cuá ntas veces se desvaneció anteayer al recibir mis tres billetes. (¿Cómo decírselo? Estaba muy nerviosa aquel dı́a porque estuve recordando los detalles de

mi lamentable existencia.) Pero conozco la sinceridad de Asia. Ası́ pues, ya no me arrepiento de haberle causado alguna pena, ya que ha servido para convencerme hasta qué punto me ama usted. Ası́ somos nosotras, pobres muchachas despreciadas: un afecto de verdad nos llega mucho má s al alma que el vernos agasajadas con enormes riquezas. Siempre he tenido miedo de ser para usted la percha donde pretendı́a exhibir sus vanidades. Me molestaba no ser para usted má s que esto. Sı́, a pesar de sus protestas, tenı́a la impresió n de que me tomaba usted por una mujer comprada. Pues bien, a partir de ahora siempre seré buena con usted, con la condición de que me obedezca siempre un poco. Prué beme usted que esta carta puede sustituir las recetas de los mé dicos vinié ndome a ver a la salida de la Bolsa. Encontrará usted engalanada con todos sus obsequios a la que se declara, para toda su vida, su máquina de placer, "Esther." En la Bolsa, el baró n de Nucingen estuvo tan animado, tan alegre y tan complaciente, se permitió

tantas bromas, que Du Tillet y Keller, que allı́ estaban, no pudieron reprimir los deseos de preguntar la razón de su hilaridad.. —Me ama... Brondo inaucuramos la gasa —dijo a Du Tillet. —¿A cuá nto le resulta eso? —le espetó bruscamente Franepis Keller, a quien la señ ora Colleville, segú n decı́an, le costaba veinticinco mil francos al año. —Esda muquer, gue es un ó nquel, camas me ha betito nata. —Esto no se hace nunca —le contestó Du Tillet—. Es para no tener que pedir nunca nada por lo que se atribuyen muchas tías o madres. Desde la Bolsa hasta la calle Taitbout, el baró n dijo siete veces al cochero: —¡Temasiato tesbacio, hostique más al gapallo!... Subió á gilmente la escalera y encontró por vez primera a su amante con aquella hermosura que

caracteriza a las muchachas cuya ú nica ocupació n es el cuidado del cuerpo y del vestir. Recié n salida del bañ o, la lor estaba fresca y perfumada de tal modo que habrı́a despertado el deseo de Robert d'Arbrissel. Esther se habı́a vestido deliciosamente. Llevaba una levita negra, adornada con pasamanerı́a de seda rosa, sobre una falda gris de raso, es decir, el traje que habı́a de llevar má s adelante la hermosa Amigo en I Puritani. Una toquilla de punto inglé s le caı́a sobre los hombros jugueteando. Las mangas del vestido fruncidas por trencillas, segú n la nueva moda que habı́a sustituido a las antiguas mangas de jamó n que habı́an llegado a ser monstruosas. Esther se había apuntado con un al iler sobre sus magnı́ icos cabellos un bonete de encaje, que parecı́a a punto de caé rsele y que daba a su peinado un cierto aire de desorden, si bien se veı́an perfectamente las rayas blancas de su cabecita entre los surcos de sus cabellos. —¿No es una lá stima ver a la señ ora tan hermosa en un saló n tan anticuado como é ste? —dijo Europa al barón al abrirse la puerta del salón.

—Bues, fé ngase a la galle Sainte-Chorche —dijo el baró n, quedá ndose inmó vil como un perro de caza ante una perdiz—. El dicmbo es macnı́ igo, nos bascaremos bor los Gampos Elı́seos, y la señ ora Saint-Esté je e Iché nie llejará n dotos sus jesditos, las gosas tel dogator y la gomita a la galle SaintChorche. —Haré todo lo que usted quiera —dijo Esther—, si me hace el favor de llamar Asia a mi cocinera y Europa a Eugé nie—. Son los sobrenombres que he puesto a todas las mujeres que me han servido, desde las dos primeras que tuve, y no me gustan los cambios... —Asia, Euroba... —repitió el baró n, riendo—. Gué tijerdita es usdet... gué maquinació n... Yo haprı́a gomito muchas gomitas andes te tar a una gocinera el nompre te Asia. —Nuestro o icio es ser divertidas —dijo Esther—. Vamos a ver, ¿acaso no puede una muchacha hacerse alimentar por Asia y hacerse vestir por Europa, cuando ocurre que usted vive a costa de

todo el mundo? ¡Es un mito, vaya! Hay mujeres que se comerı́an toda la tierra, mientras que a mı́ me basta con la mitad. ¡Eso es lo que pasa! "¡Gué muquer, esda señ ora Saind-Esté fe!", pensó el baró n admirando el cambio operado en las maneras de Esther. —Europa, me hace falta un sombrero —dijo Esther —. Tengo que tener una capa de raso negro forrada de rosa y adornada con puntillas. —La señ ora Thomas no la ha mandado... ¡Vamos, baró n, de prisa! ¡Arriba! ¡Comience con su papel de lá stima, es decir, de alegrı́a! ¡Qué dura es la felicidad!... Ahı́ abajo tiene usted un cabriolé : vaya a casa de la señ ora Thomas —dijo Europa al baró n— y ordene a su criado que vaya a buscar la capa de la señ ora Van Bogseck... Y sobre todo, trá igale el ramo de lores má s bonito que haya en Parı́s. Ya que estamos en invierno, procure encontrar lores tropicales.

El barón bajó y le dijo a su criado: —A gasa te la señora Domas. El criado llevó a su amo a una famosa pastelería. —Es una dienta te motas, dondaina, y no una basdelerı́a —dijo el baró n, que se apresuró hacia el Palacio Real, a la tienda de la señ ora Pré vó t, donde se hizo preparar un ramo de cinco luises, mientras que su criado iba a casa de la famosa modista. Paseando por Parı́s, un observador super icial se preguntarı́a quié nes son los locos que van a comprar las lores fabulosas que adornan la tienda de la ilustre vendedora y las novedades del europeo Chevet, el ú nico, junto con el Rocher de Cancale, que ofrece una deliciosa y auté ntica Revue des Deux Mondes... Cada dı́a estallan en Parı́s ciento y pico de pasiones al estilo de la de Nucingen, que se rati ican con rarezas que ni siquiera las reinas se atreven a codiciar, y que los amantes ofrecen de rodillas a muchachas que gustan de in lamarse, segú n la expresió n de Asia. Sin este pequeñ o detalle las honradas mujeres burguesas no comprendrı́an de

qué manera se esfuman las fortunas entre las manos de esos seres, cuya funció n social en el sistema fourierista consistirı́a quizá s en compensar los dañ os de la Avaricia y de la Codicia. Tales despilfarros son probablemente para el Cuerpo Social algo parecido a una sangrı́a para un organismo pletó rico. En dos meses Nucingen habı́a irrigado el comercio con má s de doscientos mil francos. Cuando volvió el anciano enamorado, caı́a ya la noche y el ramo era ya inú til. En invierno la hora de paseo es de dos a cuatro. Sin embargo, el coche sirvió para que Esther se trasladara de la calle Taitbout a la calle Saint-Georges, donde tomó posesió n del begueñ o balacio. Hay que decir que jamá s habı́a sido Esther objeto de un culto tal ni de semejantes profusiones, que le sorprendieron; pero se guardó mucho de manifestar el má s mı́nimo asombro, siguiendo la pauta de todas esas solemnes ingratas. Cuando se entra en San Pedro de Roma, para hacer apreciar debidamente la extensió n y altura de la reina de las catedrales, se enseñ a a los visitantes el meñique de una estatua, que tiene no sé

qué longitud y que parece al observador que tenga un tamañ o natural. Pues bien, se han criticado tanto las descripciones, tan necesarias no obstante para la historia de nuestras costumbres, que habrá que imitar en este caso al cicerone romano. Al entrar en el comedor, el baró n no pudo reprimir el deseo de hacer apreciar a Esther la tela de las cortinas del ventanal, con una abundancia de pliegues digna de la de un monarca, forrada de moaré blanco y adornada con una pasamanerı́a digna del corpiñ o de alguna princesa portuguesa. Aquella tela era una seda comprada en Cantó n, donde la paciencia china habı́a sido capaz de pintar las aves asiá ticas con una perfecció n que só lo puede encontrarse en las vitelas de la Edad Media o en el misal de Carlos V, orgullo de la biblioteca imperial de Viena. —Ha gosdato tos mil vrangos el ana a un milort gue la ha draíto te las Intias... —Muy bien. ¡Es encantador! ¡Qué gusto dará beber aquı́ champañ a! —dijo Esther—. La espuma no se derramará sobre baldosas.

—¡Oh, señ ora! —dijo Europa—. Fı́jese usted en la alfombra... —Gomo gue hapı́an tiseñ ato la alvompra bara mi amico el tugue Dorlonia, gue lo engondró temasiato garo, me lo gueté yo bara usdet, gue es una reina — dijo Nucingen. Por casualidad los dibujos de esta alfombra, debidos a uno de los má s ingeniosos de nuestros dibujantes, se combinaban con los caprichos de la tela china. Las paredes, pintadas por Schinner y Leó n de Lora, representaban escenas voluptuosas, con relieves de é bano tallado comprados a precio de oro en la tienda de Du Sommerard, y que formaban unos paneles en los que unos simples iletes dorados atraı́an sobriamente la luz. Ahora se puede imaginar lo demás. —Ha hecho usted bien en traerme aquı́ —dijo Esther—; necesitaré por lo menos ocho dı́as para acostumbrarme a mi casa y no tener el aire de una advenediza... —¡Mi gasa! —repitió exaltado el baró n—. ¿Acebda

usdet, buesf... —¡Pues claro que sı́, mil veces sı́, so bobo —dijo ella, sonriendo. —Pasdapa gon lo te popo... —Es para halagarte —dijo, mirándole. El pobre Lobo Cerval cogió la mano de Esther y se la llevó al corazó n: era bastante animal para sentir, pero demasiado tonto para hallar la palabra adecuada. —Mire gomo balbida... ¡gon una simble balapra te dernura!... —repuso—. Y llevó a su diosa (tiosa) a la habitación. —¡Oh, señ ora! —dijo Eugé nie—. ¡Yo no puedo quedarme aquı́! Le entran a una demasiadas ganas de meterse en la cama. —Pues mira —dijo Esther—, quiero pagarte todo esto de golpe... Despué s de la cena, elefantito mı́o, iremos juntos al teatro. Me muero por ir al teatro.

Hacı́a exactamente cinco añ os que Esther no habı́a ido al teatro. Todo Parı́s iba en aquel entonces a la Porte-Saint-Martin a ver una de esas obras que cobran una terrible expresió n de realidad gracias al talento de los actores, y que se llamaba Richard d'Arlington. Como todos los seres ingenuos, Esther gustaba tanto de experimentar los estremecimientos del miedo como de dar rienda suelta al llanto de la ternura. —Iremos a ver a Fré dé rick-Lemaı̂tre —dijo—, ¡me encanta este actor! —Es un trama salfaje —dijo Nucingen, que se vio obligado repentinamente a ponerse en evidencia. El baró n mandó a su criado a buscar uno de los dos palcos de proscenio. ¡He aqui otra originalidad parisiense! Cuando el Exito de pies de barro produce el lleno en algú n teatro, siempre está disponible, diez minutos antes de que suba el teló n, algú n palco de proscenio; los directores se lo reservan para sı́ si no se presenta ninguna pasió n al estilo de Nucingen. Como las novedades de Chevet,

este palco es el tributo que se hace pagar a las fantasías del Olimpo de París. No hace falta hablar de la vajilla. Nucingen habı́a acumulado tres vajillas: la pequeñ a, la mediana y la grande. Los platos y bandejas de la vajilla grande eran todos de plata sobredorada y con relieves. El banquero, para no parecer que amontonaba sobre la mesa un cú mulo de valores de oro y plata, habı́a comprado, ademá s de todas estas vajillas, otra de porcelana de Sajonia, frá gil y hermosı́sima, que costaba má s que toda una cuberterı́á. En cuanto a las mantelerías, las telas de Sajonia, de Inglaterra, de Flandes y de Francia rivalizaban en perfecció n con sus flores adamascadas. Durante la cena, fue el baró n el sorprendido al gustar los guisos de Asia. —Gombrento —dijo— la razó n bor la gue la llama usdet Asia: es una gocina realmende asiádiga. —¡Vaya! Comienzo a pensar que me quiere —dijo Esther a Europa—, acaba de decir algo que se parece a una frase de ingenio.

—Las balapras no gombrometen, las virmas si — dijo él. —¡Caramba! ¡Es aú n má s Turcaret de lo que la gente |« dice! —exclamó riendo la cortesana ante aquella respuesta digna de igurar entre las ingenuidades célebres dichas por el banquero. La cena habı́a sido condimentada de tal modo que se le indigestara al banquero y para que se marchara a su casa temprano; ası́ pues, esto es todo lo que obtuvo de su primera entrevista con Esther en cuanto a placer. Durante el espectá culo, se vio obligado a beber innumerables vasos de agua azucarada, dejando sola a Esther en los entreactos. Tullı́a, Mariette y la señ ora Du Val-Noble, reunidas seguramente de un modo no casual, se hallaban aquel dı́a en la sala. Richard d'Arlington fue uno de esos é xitos desmesurados —é xito merecido, por otra parte— de los que só lo se dan en Parı́s. Viendo aquel drama, todos los hombres concebı́an que se pudiera echar por la ventana a la mujer legı́tima, y todas las mujeres gustaban de verse injustamente oprimidas. Las mujeres pensaban: "Es demasiado,

nos tratan a golpes... ¡y esto nos ocurre muchas veces!... Un ser de la belleza de Esther y arreglada como iba Esther, no podı́a in lamarse impunemente en el proscenio de la Porte-Saint-Martin. Por eso, a partir del segundo acto se produjo en el palco de las dos bailarinas una especie de revolució n al comprobarse que la hermosa desconocida era la Torpille. —¡Caramba! ¿De dó nde sale? —dijo Mariette a la señ ora Du Val-Noble. ¿Creı́a que habı́a muerto ahogada!... —¿Seguro que es ella? Me parece treinta y siete veces más joven y hermosa que hace seis años. —Quizá se ha conservado dentro del hielo, como la señ ora de Espard y la señ ora Zayonschek —dijo el conde de Brambourg, que habı́a acompañ ado a las tres mujeres al espectá culo, a un palco de platea—. ¿No es el rat que querı́a usted mandarme para engatusar a mi tío? —dijo a Tullia. —Precisamente —contestó la balarina—. Du Bruel, acé r—.quese a la orquesta para comprobar si es

ella. —¡Có mo se las da! —exclamó la señ ora Du ValNoble, expresá ndose en el lenguaje propio de las cortesanas. —¡Oh! —exclamó el conde de Brambourg—, tiene derecho a hacerlo, puesto que está con mi amigo el barón de Nucingen. Voy a ver. —¿Será acaso esa supuesta Juana de Arco que ha conquistado a Nucingen y con la que nos está n dando la lata desde hace tres meses?... —preguntó Mariette. —Buenas noches, mi querido baró n —dijo Philippe Bridau, entrando en el palco de Nucingen—. ¿Casado con la señ orita Esther?... Señ orita, soy un pobre o icial a quien libró usted en cierta ocasió n de un trance apurado, en Issoudun... Philippe Bridau... —No tengo el gusto —dijo Esther, enfocando sus gemelos hacia la sala.

—La señ orida —contestó el baró n— ya no se llama Esder a segas; se llama señ ora te Jamby (Champy), te una be güeña brobietat gue te he gombrato... —Si usted hace bien las cosas —dijo el conde—, aquellas señ oras dicen que en cambio la señ ora de Champy se las da demasiado... Si no quiere acordarse de mı́, dı́gnese reconocer a Mariette, a Tullia y a la señ ora de Val-Noble —dijo aquel advenedizo, que habı́a logrado el favor del Delfı́n gracias al duque de Maufrigneuse. —Si estas señ oras se portan bien conmigo, estoy dispuesta a ser agradable con ellas —contestó secamente la señora de Champy. —¡Portarse bien! —dijo Philippe—. Pero si son excelentes, la llaman a usted Juana de Arco. —Si esdas tamas guieren hacerle gombañ ia —dijo Nucingen—, la tejaré sola, borgue he gomito temasiato. Su goche j'entra a regoquerla, gon dota su queride... ¡Temonio te Asia!... —¡Y me dejarı́a usted sola por vez primera! —dijo

Esther—. ¡Vamos! Hay que saber morir sin abandonar el barco. Necesito a mi hombre para salir. Si me insultan, ¿de qué servirían mis voces?... El egoı́smo del anciano millonario tuvo que inclinarse ante las obligaciones del enamorado. El baró n aguantó sus molestias y se quedó . Esther tenı́a sus razones para no dejar que su hombre se marchara. Si recibı́a a sus antiguas conocidas, no iba a ser interrogada tan a fondo si estaba con alguien má s, que si estaba sola. Philippe Bridau volvió en seguida al palco de las bailarinas y les informó sobre el estado de cosas. —¡Vaya! ¡Es ella la que hereda mi casa de la calle Saint-Georges! —dijo con amargura la señ ora Du Val-Noble. —Probablemente —contestó el coronel—. Du Tillet me ha dicho que el baró n se ha gastado tres veces más que el pobre de Falleix. —¿Vamos a verla? —dijo Tullia. —¡Ah, no! —contestó Mariette—. Es demasiado

hermosa, iré a verla a su casa. —Yo me encuentro lo bastante bien como para arriesgarme —contestó Tullia. La valerosa primera bailarina aprovechó el primer entreacto para volver a tomar contacto con Esther, que mantuvo la conversació n a un nivel de generalidades. —¿Y de dó nde vienes, hija mı́a? —preguntó la balarina, que no resistía ya más la curiosidad. —¡Oh!, he estado durante cinco añ os en una casa de los Alpes con un inglé s celoso como un tigre, un verdadero nabab; yo le llamaba un nabot, porque no era tan alto como el bailı́o de Ferrette. Y vuelvo a estar con un banquero, de Sı́laba a Caritis, como dice Florine. Y ahora que vuelvo a estar en Parı́s, tengo tantas ganas de divertirme que voy a pasarme un auté ntico carnaval. Tendré casa puesta. ¡Ay!, tengo que recuperarme de cinco añ os de soledad, y ya he empezado a resarcirme. Cinco añ os con un inglé s es demasiado; de acuerdo con los anuncios, no hay que estar con ellos más de seis semanas.

—¿Ha sido el barón quien te ha dado este encaje? —No, es un residuo de nabab... ¡Seré desgraciada! Estaba tan amarillo que parecı́a la risa de un amigo ante un triunfo, y creı́ que se morirı́a en un plazo de diez meses. Pero estaba más fuerte que un roble. No hay que iarse de los que dicen que está n enfermos del hı́gado... Ya no quiero oı́r hablar del hı́gado. He tenido demasiada fe... en los proverbios... El nabab me robó, murió sin hacer testamento, y la familia me echó como si tuviera la peste. Por eso le dije a este gordo que pagara por dos. Tené is mucha razó n en llamarme Juana de Arco: he perdido Inglaterra y quizá moriré quemada. —¡De amor! —dijo Tullia. —¡Y viva! —respondió Esther, que quedó pensativa a causa de aquellas palabras. El baró n se reı́a con todas aquellas simplezas, pero no las comprendı́a siempre en seguida, de modo que su risa se parecı́a a aquellos cohetes olvidados que se disparan cuando los fuegon arti iciales se

han terminado ya hace un rato. Todos vivimos dentro de una esfera cualquiera, y los habitantes de cada esfera está n provistos de una misma dosis de curiosidad. Al dı́a siguiente, en la Opera, la aventura del regreso de Esther corrió entre los bastidores. Por la tarde, entre las dos y las cuatro, todo el Parı́s de los Campos Elı́seos se habı́a enterado de la reaparició n de la Torpille y sabı́a por in cuá l era el objeto de la pasió n del baró n de Nucingen. i. Renacuajo, persona de corta estatura. 2. De Scila a Caribdis.

—¿Sabe usted —decı́a Blondet a De Marsay en el saló n de la Opera— que la Torpille desapareció justo despué s de que la reconocié ramos como la amante del joven Rubempré? En Parı́s, igual que en provincias, se sabe todo. La policı́a de la calle de Jé rusalem no está tan bien montada como la de los ambientes mundanos, en

los que todos se vigilan entre sı́ sin saberlo. Por eso Carlos sabı́a cuá l era el peligro que implicaba la situació n de Lucien durante el tiempo en que estuvo yendo a la calle Taitbout y también después. No hay ninguna situació n má s terrible que aquella en que se encontraba la señ ora Du Val-Noble, y que retrata muy adecuadamente la expresió n estar apeada. La despreocupació n y la prodigalidad de esas mujeres les impiden pensar en el futuro. En este mundo excepcional, mucho má s có mico y con má s ingenio de lo que puede creerse, las mujeres que carecen de esa belleza positiva, casi inalterable y fá cil de reconocer, las mujeres que só lo por un capricho pueden ser amadas, son las ú nicas que piensan en su vejez y reú nen una fortuna: cuanto má s hermosas son, má s imprevisoras se muestran. "Veo que empiezas a acumular rentas: ¿acaso temes volverte fea?" Estas palabras de Florine a Mariette ayudan a comprender las causas de esta prodigalidad. Cuando están unidas a un especulador que se suicida o a un pró digo que apura sus reservas, esas mujeres caen con una rapidez pasmosa de lo alto de una insolente opulencia a una

miseria profunda. Entonces se echan en brazos de la vendedora de ropa usada, venden a cualquier precio unas joyas valiosı́simas y se endeudan, con el principal propó sito de conservar un lujo aparente que les permita recuperar lo que acaban de perder: una caja de dó nde sacar dinero. Estos altibajos de su vida explican bien el valor que dan a cualquier unió n, que procuran preservar siempre, como hacı́a Asia atrapando (otra palabra de su vocabulario) a Nucingen con Esther. Los que conocen bien Parı́s saben a qué atenerse cuando en los Campos Elı́seos, ese bazar movedizo y tumultuoso, se encuentran con tal a cual mujer en coche de alquiler, mientras que un añ o o seis meses antes iba en un carruaje de un lujo sorprendente y con un vestido hermosı́simo. "Cuando uno cae hasta llegar a Sainte-Pé lagie, hay que saber saltar hasta el Bosque de Bolonia", decı́a Florine, riendo con Blondet, del pequeñ o vizconde de Portendué re. Algunas mujeres há biles no se arriesgan nunca a verse ası́ en boca de las gentes. Permanecen enterradas en horribles cuartuchos de fonda, donde purgan sus despilfarros con privaciones comparables a las que sufren los viajeros extraviados en un Sahara cualquiera; pero

no por eso conciben la menor veleidad de ahorro. Se aventuran en los bailes de má scaras, hacen algú n viaje fuera de la capital y, en los dı́as soleados, se exhiben muy elegantes por los bulevares. Por otra parte, se mani iestan entre sı́ ese espı́ritu de ayuda mutua propio de las clases proscritas. Los socorros otorgados le cuestan poco a la que está en buena posició n, y que piensa: "Yo puedo encontrarme en la misma situació n dentro de poco." Sin embargo, la protecció n má s e icaz es la que da la vendedora de ropa usada. Cuando esta usurera es acreedora, remueve todos los corazones de ancianos a favor de su hipoteca de borceguı́es y sombreros. La señ ora Du Val-Noble, incapaz de prever la quiebra de uno de los agentes de cambio má s ricos y há biles, se vio cogida en pleno desorden. Empleaba el dinero de Falleix para sus caprichos, y se remitı́a a é l para las cosas ú tiles y para su porvenir. "¿Có mo podı́a esperarse una cosa ası́ por parte de un hombre que parecı́a tan buena persona?", decı́a a Mariette. En casi todas las clases de la sociedad, la buena persona es el que tiene magnanimidad, que presta algú n di iero por aquı́ y por allá sin

reclamarlo luego, que siempre se comporta segú n las reglas de una cierta delicadeza, al margen de la moralidad obligada y vulgar. Ciertos individuos supuestamente virtuosos, que al igual que Nucingen han arruinado a sus propios benefactores, y ciertos individuos salidos de los establecimientos correccionales, son a los ojos de algunas mujeres de una probidad muy ingeniosa. La virtud completa, el sueñ o de Moliè re encarnado en Alcestes, es excesivamente poco frecuente; sin embargo, se la encuentra por todas partes¡incluso en Parı́s. La buena persona es el resultado de una cierta gracia de cará cter que no prueba nada. Los hombres ası́ son como los gatos, suaves al tacto, o como una zapatilla que se amolda agradablemente al pie. Asi pues, segú n el concepto de buena persona que tienen las mujeres mantenidas, Falleix tenı́a que haber avisado a su amante de la quiebra y tenı́a que haberle dejado con qué vivir. D'Estourny, el galante estafador, era buena persona; hacı́a trampas en el juego, pero habı́a puesto de lado treinta mil francos para su amante. De modo que en las cenas de carnaval, las mujeres respondı́an a sus acusadores: "¡Es IGUAL!... Por mucho que usted diga, Georges

era una buena persona, tenı́a un trato muy agradable; ¡merecı́a mejor suerte!" Las muchachas se rı́en de las leyes, les encanta un poco de delicadeza; saben venderse, como Esther, por un hermoso ideal secreto, que es la religió n a la que dan culto. Tras haber salvado con penas y trabajos algunas joyas del naufragio, la señ ora Du Val-Noble sucumbı́a bajo el peso terrible de esta acusació n: "¡Ha arruinado a Falleix!" Se acercaba a la edad de treinta añ os, y aunque se hallara en pleno apogeo de su belleza, era fá cil que fuera considerada una mujer mayor, sobre todo si se tiene en cuenta que en tales crisis toda mujer, ve enfrentársele todas sus rivales. Mariette, Florine y Tullı́a invitaban a cenar a su amiga y le ofrecı́an una cierta ayuda; pero como que no conocı́an la suma de sus deudas, no se atrevı́an a sondear la profundidad de aquel abismo. El intervalo de seis añ os constituı́a una distancia demasiado grande en las luctuaciones del océ ano parisiense entre la Torpille y la señora Du Val-Noble para que la mujer apeada dirigiera la palabra a la mujer que iba en coche; pero la Val-Noble sabı́a que Esther era su icientemente generosa como para no

dejar de pensar alguna vez que, segú n sus propias palabras, habı́a heredado de ella, y como para no acudir a ella en alguna ocasió n que pareciera fortuita, pero que en realidad habrı́a sido prevista. Para favorecer este azar, la señ ora Du Val-Noble, ataviada como una mujer respetable, se paseaba todos los dı́as por los Campos Elı́seos del brazo de Thé odore Gaillard, que habı́a acabado casá ndose con ella, y que en aquel momento difı́cil se portaba muy bien con su antigua amante, la llevaba a los palcos y hacı́a que la invitaran a todas las partidas. Esperaba que algú n dı́a de buen tiempo Esther saldrı́a de paseo y que se encontrarı́an cara a cara. Paccard era el cochero de Esther, ya que su casa estuvo organizada en cinco dı́as por Asia, por Europa y por Paccard, segú n las instrucciones de Carlos, de tal modo que la calle de Saint-Georges se convirtió en una fortaleza inatacable. Por su parte, Peyrade, movido por un odio profundo, por un deseo de venganza y sobre todo por el deseo de establecer a su querida Lydie, decidió ir tambié n a pasearse a los Campos Elı́seos en cuanto Contenson le dijo que allı́ podrı́a ver a la amante del señ or de Nucingen. Peyrade sabı́a caracterizarse

perfectamente como subdito inglé s y sabı́a imitar los susurros con que los ingleses pronuncian el francé s; hablaba el inglé s con tanta perfecció n y conocı́a tan bien los asuntos de este paı́s, al que la policı́a le habı́a mandado en tres ocasiones, en los añ os 1779 y 1786, que desempeñ ó su papel de subdito inglé s en las embajadas y en Londres sin despertar ninguna sospecha. Peyrade, que se parecı́a mucho a Musson, el cé lebre mixti icador, sabı́a disfrazarse con tanto arte, que un dı́a Contenson no le reconoció . En compañ ı́a de Contensó n, que iba disfrazado de mulato, Peyrade observaba a Esther y a sus acompañ antes con una de esas miradas que no parecen estar atentas, pero que no pierden detalle. Aconteció pues que se hallaba en la calle lateral, allı́ donde se pasea la gente que lleva sé quito en los dı́as de buen tiempo, el dı́a en que Esther se encontró con la señ ora Du Val-Noble. Peyrade, con su mulato en librea a la zaga, anduvo sin afectació n, con el aire de un verdadero nabab que sólo piensa en sí mismo, cerca de las dos mujeres, para tratar de coger al vuelo algunas palabras de su conversación.

—Ven a verme —decı́a Esther a la señ ora Du ValNoble—. Nucingen no puede dejar sin un cé ntimo a la amante de su agente de cambio... —Má xime cuando dicen que é l mismo lo arruinó — dijo Thé odore Gaillard—, y que bien podrı́amos hacerle cantar... —Mañ ana cenará conmigo, ven tú tambié n, querida —le dijo Esther. Y añ adió al oı́do: "Hago con é l lo que quiero, ¡todavı́a no ha hecho ni un tanto ası́!" Y poniendo una de sus uñ as enguantadas bajo uno de sus dientes, hizo ese conocido y ené rgico gesto que significa: ¡nada de nada! —Lo tienes cogido... —Querida, no ha hecho má s que pagar mis deudas... —¡Será agarrado! —exclamó Suzanne du ValNoble. —¡Oh! —repuso Esther—, tenı́a tal cantidad de deudas como para asustar a un ministro de

Hacienda. Ahora quiero treinta mil francos de renta antes de la primera campanada de medianoche. ¡Oh, es encantador, no tengo de qué quejarme!... Va bien. Dentro de ocho dı́as vamos a inaugurar la casa, te esperamos... Por la mañ ana tiene que entregarme el contrato de la casa de la calle Saint-Georges. No se puede vivir decentemente en semejante casa sin tener treinta mil francos de renta propia, para recobrarlos en caso de ocurrir alguna desgracia. Ya conocı́ la miseria, y me bastó . Hay ciertos conocidos de los que una se hastía en seguida. —Tú que decı́as: "¡La fortuna soy yo!", ¡có mo has cambiado! —exclamó Suzanne. —Es el aire de Suiza, allı́ una se hace ahorradora... Mira, ¿por qué no te vas allı́, querida? Echate un suizo, y quizá lo conviertas en tu marido, porque todavı́a no saben lo que son las mujeres como nosotras. En cualquier caso regresarı́as con el amor de las rentas en el Gran Libro, que es un amor honesto y delicado. Adiós. Esther subió a su hermoso carruaje, con los má s

hermosos caballos tordos que podı́an encontrarse entonces en Parı́s. —La mujer que sube al coche está bien —dijo entonces Peyrade a Contenson en inglé s—, pero pre iero a la que sigue paseá ndose; sigúela y entérate de quién es. —¿Sabe lo que acaba de decir este inglé s en su lengua? —dijo Thé odore Gaillard. Y repitió a continuació n a la señ ora Du Val-Noble la frase de Peyrade. Antes de arriesgarse a hablar inglé s, Peyrade habı́a dicho en esta lengua unas palabras que provocaron en el rostro de Thé odore Gaillard un gesto que revelaba que el periodista sabı́a inglé s. La señ ora Du Val-Noble se fue entonces muy poco a poco hacia su casa, en la calle Louis-le-Grand, a una casa amueblada decente, mirando al soslayo para ver si le seguı́a el mulato. La casa pertenecı́a a una tal señ ora Gé rard, con la cual la señ ora Du Val-Noble, en sus dı́as de esplendor, habı́a tenido ciertas atenciones, y que entonces le mostraba su gratitud proporcioná ndole un alojamiento adecuado. Aquella buena mujer, honrada burguesa llena de

virtudes, incluso piadosa, aceptaba a la cortesana como si se tratara de una mujer de orden superior; siempre la veı́a rodeada de su lujo y la tomaba por una reina caı́da en desgracia; le con iaba sus hijas, y la cortesana —y eso es má s natural de lo que pudiera creerse— era escrupulosa como una madre cuando las llevaba a un espectá culo.pú blico; las dos señ oritas Gé rard la querı́an. Aquella buena y digna mujer se parecı́a a esos sacerdotes sublimes que aú n ven en esas mujeres puestas fuera de la ley un alma que salvar y que amar. La señ ora Du ValNoble respetaba aquella honestidad, y a veces la echaba de menos cuando por la noche conversaban, y lamentaba sus desgracias. "Todavía es usted joven, puede usted tener un buen in", decı́a la señ ora Gé rard. Por otra parte, la señ ora Du Val-Noble habı́a venido a menos só lo relativamente. El guardarropa de esta mujer, tan dispendiosa y elegante, estaba aú n lo bastante bien provisto como para que pudiera exhibirse de vez en cuando, como el dı́a de Richard d'Arlington en la Porte-SaintMartin, con todo su esplendor. La señ ora Gé rard pagaba ademá s con mucha afabilidad los coches que necesitaba la mujer apeada para ir a cenar a la

ciudad o para ir al teatro y volver. —¡Mi querida señ ora Gé rard! —dijo a la honrada madre de familia—, mi suerte va a cambiar, creo... —Vaya, señ ora, lo celebro; pero pó rtese bien, piense en el mañ ana... No se endeude má s. ¡Me cuesta tanto sacarme de encima a los que la persiguen!... —¡Oh!, no se preocupe por esos perros, todos han ganado bonitas sumas conmigo. Tenga, ahı́ tiene unas entradas de Varieté s para sus hijas, un buen palco en el segundo. Si alguien pregunta por mı́ esta noche y aú n no he vuelto, dé jenle subir de todas formas. Arriba estará Adé le, mi antigua camarera; voy a mandársela. La señ ora Du Val-Noble, que no tenı́a tı́a ni madre, estaba obligada a recurrir a su doncella (¡tambié n apeada!) para hacerle desempeñ ar el papel de Saint-Estè ve cerca del desconocido con cuya conquista iba a poder remontar su rango. Fue a cenar con Thé odore Gaillard, que aquel dı́a tenı́a una partida, es decir, una cena que ofrecı́a Nathan

por haber perdido una apuesta, una de esas juergas en las que se dice a los invitados: "Habrá mujeres." Peyrade tenı́a poderosas razones para enredarse personalmente en aquella intriga. No obstante, su curiosidad, como la de Contenson, estaba tan excitada que, aun sin razones, se fwO habrı́a mezclado gustosamente en el drama. En aquellos momentos la polı́tica de Carlos X habı́a terminado su ú ltima evolució n. Tras haber dejado el timó n de sus asuntos a ministros de su con ianza, el rey preparaba la conquista de Argelia para utilizar el triunfo como salvoconducto para lo que luego se llamó su golpe de estado. En el interior ya nadie conspiraba, y Carlos X creı́a no tener ningú n enemigo. En la polı́tica, como en el mar, hay bonanzas engañ osas. Corentin se veı́a, pues, reducido a una inactividad absoluta. En tales ocasiones, a jaita de pan, buenas son tortas. Domiciano mataba moscas cuando no tenı́a cristianos. Contenson, que habı́a asistido a la detención de Esther, había juzgado el hecho con una gran perspicacia, gracias a su exquisita sensibilidad de espı́a. Como ya se ha visto, el individuo no se

habia tomado la molestia de noti icar su opinió n al baró n de Nucingen. "¿En provecho de quié n se hace pagar un tributo a la pasió n del banquero?", fue la primera pregunta que se hicieron los dos amigos. Tras haber reconocido que Asia era uno de los personajes del drama, Contenson habia abrigado la esperanza de llegar, a travé s de ella, hasta el autor; pero se le escurrió entre las manos durante algú n tiempo, ocultá ndose como una anguila en la cié naga de Parı́s, y cuando supo que se habı́a colocado de cocinera en casa de Esther, la colaboració n de aquella mujer le pareció inexplicable. Por vez primera los dos artistas del espionaje se hallaban ante un texto indescifrable, que les hacı́a sospechar algú n tenebroso asunto. Despué s de tres asaltos sucesivos y valerosos a la casa de la calle Taitbout, Contenson chocó con el má s obstinado de los silencios. Mientras Esther vivió allı́, el portero pareció estar dominado por un terror profundo. Quizá Asia le hubiera asegurado que en caso de indiscreció n tendrı́an albó ndigas envenenadas é l ysu familia. Al dia siguiente de marcharse Esther, Contenson encontró al portero mucho má s razonable; dijo que echarı́a mucho de menos a

aquella damita que, segú n decı́a, le alimentaba con los restos de sus comidas. Contenson, disfrazado de corredor de comercio, regateaba la casa y escuchaba las quejas del portero burlá ndose de é l y manifestando sus dudas sobre lo que decı́a con constantes "¿Es verdad?"... "Sı́, señ or, esta damita ha vivido cinco añ os aquı́ sin salir ni una sola vez, y su amante, que era muy celoso aunque ella no le diera el má s mı́nimo motivo, tomaba las mayores precauciones para venir, entrar y salir. Era un señor muy joven y agraciado." Lucien estaba todavı́a en Marsac, en casa de su hermana la señ ora Sé chard; en cuanto estuvo de vuelta, Contenson mandó al portero al muelle Malaquais para preguntar al señ or de Rubempré si consentı́a en vender los muebles de la vivienda dejada por la señ ora Van Bogseck. El portero identi icó a Lucien como el amante misterioso de la joven viuda, y Contenson no querı́a saber má s. Juzgú ese qué profunda, aunque contenida, sorpresa tuvieron Lucien y Carlos, que aparentaron creer que el portero estaba loco, e intentaron persuadirle de tal cosa. En veinticuatro horas Carlos organizó una contra-

policı́a, que sorprendió a Contenson en lagrante delito de espionaje. Contenson, que iba disfrazado de mozo del mercado central, habı́a llevado ya dos veces los artı́culos alimenticios que Asia habı́a comprado por la mañana, y había entrado dos veces en el pequeñ o palacio de la calle Saint-Georges. Corentin, por su parte, se movı́a; pero la realidad del personaje de Carlos Herrera le detuvo en seco, porque pronto supo que aquel sacerdote habı́a llegado a Parı́s a inales de 1823 como enviado secreto de Fernando VII. No obstante, Corentin tuvo que examinar las razones por las cuales el españ ol protegı́a a Lucien de Rubempré . Pronto comprobó Corentin que Lucien habı́a tenido durante cinco añ os a Esther por amante. De modo que la sustitució n de Esther por la inglesa habı́a sido en interé s del dandy. Ahora bien, Lucien no tenı́a ningú n medio de subsistencia, le negaban por esposa a la señ orita de Grandlieu y acababa de comprar por un milló n las tierras de Rubempré . Corentin, con gran habilidad, hizo que se moviera el director general de la Policı́a del Reino, que supo por boca del prefecto de Policı́a, a propó sito de Peyrade, que los denunciantes eran el conde de

Sé rizy y Lucien de Rubempré . "¡Ya los tenemos!", habı́an exclamado Peyrade y Corentin. En breves instantes los dos amigos trazaron un plan. "Esta muchacha (dijo Corentin), ha tenido muchas relaciones, y tendrá alguna amiga. Entre sus amigas no es posible que ninguna haya caı́do en desgracia; uno de nosotros tiene que hacer el papel de un extranjero rico que va a mantenerla; haremos que se vean entre sı́. Siempre tienen necesidad las unas de las otras para hablar de los respectivos amantes, y entonces habremos penetrado ya en la fortaleza." Peyrade pensó muy ló gicamente que le correspondı́a hacer el papel del inglé s. Le atraı́a la vida licenciosa que llevarı́a durante el tiempo necesario para descubrir la conspiració n de que habı́a sido vı́ctima, mientras que a Corentin, enclenque y envejecido por su laboriosa existencia, esta posibilidad no le seducı́a. Contenson, disfrazado de mulato, se escabulló en seguida de la contra-policı́a de Carlos. Tres dı́as antes del encuentro de Peyrade y de la señ ora Du Val-Noble en los Campos Elı́seos, el ú ltimo de los agentes de los señ ores Sartine y Lenoir, provisto de un

pasaporte completamente en regla, y procedente de las colonias, pasando por El Havre, se apeó en la calle de la Paix, en el hotel Mirabeau, de una pequeñ a calesa tan salpicada de barro que parecı́a venir de El Havre, cuando en realidad só lo habı́a hecho el trayecto de Saint-Denis a París. Carlos Herrera, por su parte, se hizo poner el visado en el pasaporte en la embajada española, y lo dispuso todo en el muelle Malaquais para un viaje a Madrid. La razó n era la siguiente: A los pocos dı́as Esther iba a ser propietaria de la casa de la calle Saint-Georges e iba a conseguir un asiento de treinta mil francos de renta; Europa y Asia tenı́an la su iciente astucia para hacé rsela vender y entregar secretamente la suma a Lucien. Lucien, supuestamente rico por la liberalidad de su hermana, acabarı́a ası́ de pagar la inca de Rubempré . Nadie tenı́a por qué fallar en este tejemaneje. Esther era la ú nica que podı́a ser indiscreta, y preferirı́a morir antes que dejar escapar un solo gesto comprometedor. Clotilde acababa de lucir un pañ uelo rosa é n su cuello de cigü eñ a, de modo que la partida estaba ganada en la

casa de los Gradlieu. Las acciones de los ó mnibus rendı́an ya al tres por uno. Carlos, al desaparecer por algunos dı́as, intentaba esquivar toda sospecha. La prudencia humana lo habı́a previsto todo, y no era posible ningú n error. El falso españ ol debı́a marchar el dı́a despué s de la tarde en que Peyrade se encontrara en los Campos Elı́seos con la señ ora Du Val-Noble. Pero aquella misma noche, a las dos de la madrugada, Asia llegó en coche de punto al muelle Malaquais, donde halló al artı́ ice de todo el asunto fumando en su habitació n y meditando en todo lo que se acaba de referir en breves palabras, como un autor que repasara una hoja de su obra para descubrir las posibles faltas que hubieran de corregirse. Un hombre como aquel no estaba dispuesto a cometer por segunda vez un olvido comparable al del portero de la calle Taitbout. —Paccard —dijo Asia al oı́do de su amo— ha reconocido esta misma tarde, a las dos y media, en los Campos Elı́seos, a Contenson disfrazado de mulato y haciendo de criado de un inglé s que desde hace tres dı́as se pasea por los Campos Elı́seos para observar a Esther. Le ha reconocido por sus ojos,

como me ocurrió a mı́ cuando iba disfrazado de mozo de cuerda. Paccard procura no perder de vista al pá jaro. Está en el hotel Mirabeau, y se han cruzado tales signos de inteligencia con el inglé s, que, segú n Paccard, es imposible que el inglé s sea un inglés. —Tenemos un tá bano encima —dijo Carlos—. No me marcharé hasta pasado mañ ana. Este Contenson es el que por ahora le ha tirado de la lengua al portero de la calle Taitbout; necesitamos saber si el falso inglés es nuestro enemigo. Al mediodı́a el mulato del señ or Samuel Johnson servı́a con toda seriedad a su amo, que siempre comı́a demasiado bien, segú n cá lculos. Peyrade querı́a hacerse pasar por un inglé s de la clase de los bebedores; bebı́a antes y despué s de los paseos. Llevaba polainas de tela negra que le llegaban hasta la rodilla y que estaban rellenas con objeto de aparentar unas piernas má s gruesas; sus pantalones estaban forrados de fustá n; llevaba un chaleco abrochado hasta el cuello; la corbata azul le rodeaba el cuello hasta las mejillas; llevaba una

peluca pelirroja que le ocultaba la mitad de la frente; su altura habı́a aumentado aproximadamente en tres pulgadas; ni siquiera los má s asiduos al café David lo habrı́an reconocido. Por su traje ancho, negro y limpio como un traje inglé s, cualquiera que lo viera lo habrı́a tomado por un millonario inglé s. Contenson mostraba la frı́a insolencia propia del criado de con ianza de un nabab; era silencioso, altanero y poco comunicativo, y se permitı́a hacer gestos extrañ os y emitir gritos agresivos. Peyrade estaba terminando una segunda botella cuando uno de los criados del hotel introdujo en su habitació n, sin preá mbulos, a un hombre que Peyrade y Contenson identi icaron como algún policía de paisano. —Señ or Peyrade —dijo el gendarme, dirigié ndose al nabab y hablá ndole al oı́do—, tengo orden de llevarle a la prefectura. —Peyrade se levantó sin el menor comentario y buscó su sombrero—. Encontrará un coche de punto ante la puerta —le dijo el gendarme en la escalera—. El prefecto querı́a hacerle detener, pero se ha limitado a pedirle explicaciones sobre su conducta a travé s del agente

que le espera en el coche. —¿Debo quedarme con ustedes? —preguntó el policı́a al agente, despué s de que Peyrade hubo subido al vehículo. —No —respondió el agente—. Dı́gale discretamente al cochero que nos lleve a la prefectura. Peyrade y Carlos iban juntos en el mismo coche. Carlos llevaba un estilete al alcance de la mano. Conducı́a el coche un cochero de con ianza, que era capaz de dejar salir a Carlos sin darse cuenta y capaz de asombrarse de encontrar un cadá ver en el coche al llegar a alguna plaza. Jamá s se reclama a ningú n espı́a. La justicia suele dejar casi siempre sin castigar tales crímenes, en los que resulta muy difícil aclarar algo. Peyrade lanzó una mirada de espı́a al magistrado que le mandaba el prefecto de policı́a. Carlos ofrecı́a un aspecto satisfactorio: un crá neo pelado, con arrugas en la nuca, cabellos empolvados; ante sus ojos enrojecidos y delicados, llevaba unas gafas de oro muy ligeras y muy

burocrá ticas, con cristales dobles de color verde. Aquellos ojos mostraban huellas de achaques indecorosos. Una camisa de percal con chorrera plisada, un chaleco de raso negro usado, unos pantalones de picapleitos, unas medias negras y unos zapatos atados con lazos, una larga levita negra, unos guantes de cuatro chavos, negros, comprados diez dı́as antes, y una cadena de reloj dorada. Ni má s ni menos era el retrato perfecto del magistrado inferior que se denomina, con un claro contrasentido, oficial de pos. —Querido señ or Peyrade, siento que una persona como usted sea objeto de vigilancia, y que ademá s dé usted pie a ella. Su disfraz no es del gusto del señ or prefecto. Si cree que ası́ va a esquivar nuestra vigilancia, se equivoca. Probablemente tomó usted la carretera de Inglaterra en Beaumont-sur-Oise... —En Beaumont-sur-Oise —contestó Peyrade. —¿O quizá s en Saint-Denis? —repuso el falso magistrado. Peyrade quedó turbado. Aquella nueva pregunta

pedı́a una respuesta. Pero toda respuesta era peligrosa. Decir que sı́ resultaba una burla; y si decı́a que no, en caso de que aquel hombre supiera la verdad, salı́a perdiendo Peyrade. "¡Vaya habilidad!", dijo para sus adentros. Intentó mirar al o icial de paz sonriendo, y le respondió con aquella sonrisa. La sonrisa fue aceptada sin protesto. —¿Con qué objeto se ha disfrazado usted y ha tomado una habitació n en el hotel Mirabeau, haciendo disfrazar a Contenson de mulato? — preguntó el oficial de paz. —El señ or prefecto hará de mı́ lo que quiera, pero no debo rendir cuentas de mis acciones má s que a mis jefes —dijo Peyrade con dignidad. —Si pretende darme a entender que actú a por cuenta de la Policı́a general del reino —dijo secamente el falso agente—, vamos a cambiar de rumbo: iremos a la calle Grenelle en lugar de ir a la calle de Jé rusalem. Tengo ó rdenes estrictas a propó sito de usted. Pero, vaya con cuidado: por ahora no hay nada especialmente grave contra

usted, y si miente puede agravar su situació n... Por lo que a mı́ respecta, no le deseo ningú n mal... Pero, vamos... ¡dígame la verdad! —¿La verdad? Aquı́ la tiene —dijo Peyrade; echando una mirada astuta a los ojos de su cancerbero. La cara del supuesto magistrado permaneció muda e impasible; hacı́a su trabajo y daba la sensació n de atribuir todo aquello a algú n capricho del prefecto. A veces los prefectos tienen antojos. —Me he enamorado locamente de una mujer, la amante de ese agente de cambio que viaja por gusto suyo o para disgusto de sus acreedors, y que se llama Falleix. —¿La señora Du Val-Noble? —dijo el oficial de paz. —Sı́ —repuso Peyrade—. Para poderla mantener durante un mes, lo cual no me costará mucho má s de mil escudos, me he hecho pasar por un nabab y he tomado a Contenson como criado. Esto es tan verdad, caballero, que si quiere que me quede en el

coche esperá ndole, puede usted subir al hotel a interrogar a Contenson, palabra de un excomisario general de la policı́a. Y no só lo Contenson le con irmará lo que tengo el honor de decirle, sino que podrá usted ver llegar a la doncella de la señ ora Du Val-Noble, que ha de venir esta misma mañ ana a comunicarnos la aceptació n de mis proposiciones o las condiciones que impone su señ ora. Soy perro viejo y conozco el pañ o: le he ofrecido mil francos al mes y un coche, que son mil quinientos; quinientos de regalos, otro tanto en algunas iestas, en cenas y en espectá culos; como ve usted, no me equivoco en un solo cé ntimo dicié ndole mil escudos. Y un hombre de mi edad bien puede gastarse mil escudos en un ú ltimo capricho. —¡Vaya, papá Peyrade! ¿Todavı́a tiene usted tanta a ició n a las mujeres como para... En eso me gana; yo tengo sesenta añ os y me paso perfectamente sin ellas... Si es cierto lo que usted dice, comprendo que para satisfacer este capricho haya tenido que adoptar el aspecto de un extranjero.

—Ya comprenderá que Peyrade o el tı́o Canquoè lle de la calle des Moineaux... —Sı́, ni uno ni otro habrı́an sido del agrado de la señ ora Du Val-Noble —repuso Carlos, encantado de haberse enterado del domicilio del tı́o Canqué lle—. Antes de la Revolució n —dijo— tuve relaciones con una mujer que habı́a sido la amante del verdugo. Un dı́a, en el teatro, se pinchó con un al iler y exclamó : "¡Ay, verdugo!", empleando esta exclamació n que entonces estaba de moda. "¿Es alguna reminiscencia?", le dijo su acompañ ante... Pues fı́jese, querido Peyrade, no pudo soportar má s a aquel hombre a causa de esas palabras. Comprendo que no quiera exponerse usted a una tal afrenta... La señ ora Du Val-Noblé es una mujer para gente de buena posició n; la vi un dı́a en la Opera y me pareció muy hermosa... Haga volver al cochero a la calle de la Paix, querido Peyrade; subiré con usted a su habitació n para comprobarlo todo personalmente. Seguramente un informe oral bastará al comisario. Carlos sacó del bolsillo una petaca de cartó n negro

forrada de rojo, la abrió y ofreció tabaco, a Peyrade con un gesto de gran amabilidad. Peyrade pensó : "¡Vaya unos agentes!... ¡Dios mı́o! Si el señ or Lenoir o el señ or de Sartine volvieran al mundo, ¿qué dirían?" —Hasta aquı́ me ha contado usted sin duda alguna una parte de la verdad, pero eso no es todo, querido amigo —dijo el falso o icial de paz despué s de aspirar su pellizco de rapé —. Se ha inmiscuido usted en los asuntos sentimentales del baró n de Nucingen, y seguramente quiere atraparlo con algú n nudo corredizo; le ha fallado el tiro de pistola y ahora quiere darle a cañonazos. La señora Du ValNoble es amiga de la señora de Champy... "¡Demonio! ¡Habrá que ir con cautela! —se dijo Peyrade—. Puede má s de lo que pensaba. Me está enredando, dice que va a soltarme y sigue tirándome de la lengua." —¿Qué hay, pues, de eso? —dijo Carlos con un aire de firme autoridad. —Caballero, es cierto que cometı́ el error de

indagar por cuenta del baró n de Nucingen el paradero de una mujer de la que se habı́a enamorado perdidamente. Esta fue la causa de que cayera en desgracia, ya que segú n parece interferı́ sin saberlo con ciertos intereses muy altos—. El magistrado subalterno permaneció impasible—. Pero como conozco lo bastante a la policı́a despué s de cincuenta y dos añ os de servicio —siguió Peyrade—, me he abstenido de toda ulterior indagació n despué s del rapapolvo que me echó el señor prefecto, que sin duda alguna tenía razón... —¿Renunciarı́a, pues, a su capricho si se lo pidiera el señ or prefecto? Creo que serı́a la mejor prueba que podrı́a usted dar de la sinceridad de lo que me dice. "¡Có mo tira, Dios mı́o, có mo tira! —se decı́a Peyrade para sus adentros—. ¡Caramba! Los agentes de hoy en dı́a son de la misma valı́a que los del señor Lenoir." —¿Renunciar? "—dijo Peyrade—. Esperaré las ó rdenes del señ or prefecto... Pero, si quiere usted

subir, ya hemos llegado al hotel. —¿De dó nde saca usted el dinero? —le preguntó Carlos, con un aire sagaz y a quemarropa. —Caballero, tengo un amigo...—dijo Peyrade. —¿Dirı́a usted esto a un juez de instrucció n? — añadió Carlos. Esta atrevida escena era, por lo que a Carlos respecta, una de esas combinaciones cuya simplicidad só lo podı́a provenir de un personaje de su temple. Habı́a enviado a Lucien muy temprano a casa de la condesa de Sé rizy. Lucien rogó al secretario particular del conde que fuera a pedir al prefecto informes acerca del agente empleado por el baró n de Nucingen. El secretario habı́a regresado con unas observaciones sobre Peyrade, copia del sumario que figuraba en su expediente: Miembro de la policı́a desde 1778; llegado a Parı́s procedente de Aviñón dos años antes. Sin fortuna y sin moralidad; depositario de secretos

de Estado. Domiciliado en la calle des Moineaux con el nombre de Canquoelle, nombre de la pequeñ a inca en la que reside su familia, en el departamento de Vaucluse; familia honorable. Reclamado recientemente por uno de sus sobrinosnietos, llamado Thé odose de la Peyrade. (Ver informe de un agente, número $7 del archivo.) —Debe ser el inglé s a quien Contenson hace de mulato —habı́a exclamado Carlos al recibir de Lucien las informaciones de viva voz, ademá s de la nota escrita. En el espacio de tres horas aquel hombre, que desplegaba una actividad de general en jefe, habı́a hallado a travé s de Paccard a un có mplice inocente que podı́a desempeñ ar el papel de gendarme vestido de paisano, y se habı́a disfrazado de o icial de paz. Habı́a estado a punto de matar a Peyrade en el interior del coche en tres ocasiones; pero se había propuesto no cometer jamás ningún asesinato por su propia mano, y decidió deshacerse a tiempo

de Peyrade dando a entender a algunos reclusos recién liberados que se trataba de un millonario. 233Peyrade y su Mentor oyeron la voz de Contenso, que hablaba con la doncella de la señ ora Du Val-Noble. Peyrade hizo entonces señ al a Carlos de que se quedara en la primera habitació n, como si quisiera decirle: "Ahora podrá usted juzgar acerca de mi sinceridad." —La señ ora consiente en todo —decı́a Adé le—. La señ ora está en estos momentos en casa de una de sus amigas, la señ ora de Champy, que tiene, todavı́a por un añ o, un piso enteramente amueblado en la calle Taitbout, y que seguramente se lo cederá . La señ ora podrá recibir mejor allı́ al señ or Johnson, puesto que los muebles está n aú n en muy buen estado, y el señ or podrá comprá rselos a lá señ ora entendiéndose con la señora de Champy. —Bien, hija mı́a. Si no es un nabo, será n sus hojas —dijo el mulato a la muchacha, que quedó estupefacta—; ya nos lo partiremos... —¡Vaya con el mulato! —exclamó la señ orita Adé le

—. Si su nabab es un verdadero nabab, bien puede regalar los muebles a la señ ora. El arriendo termina en abril en 1830, su nabab podrá renovarlo si está en condiciones. —¡Yo estar moy content! —contestó Peyrade, que entró y dio unas palmaditas en el hombro de la doncella. Hizo a Carlos un gesto de entendimiento, y é ste respondió con un gesto de asentimiento, comprendiendo que el nabab tenı́a que ser iel a su papel. Pero el cuadro cambió sú bitamente al entrar un personaje sobre el cual ni Carlos ni el prefecto de policı́a tenı́an ningú n poder. Corentin apareció de pronto. Habı́a encontrado la puerta abierta y se acercaba a ver có mo el viejo Peyrade desempeñ aba su papel de nabab. —¡El prefecto siempre me pilla! —le dijo Peyrade a Corentin, al oı́do—. Me ha descubierto bajo el disfraz de nabab. —Haremos caer al prefecto —contestó Corentin al oído de su amigo.

Luego, tras haber saludado frı́amente, se puso a examinar disimuladamente al magistrado. —Espé rese aquı́ hasta mi regreso; me voy a la prefectura —dijo Carlos—. Si no regreso, esto indicará que puede usted seguir adelante con su capricho.

Despué s de haber dicho estas palabras al oı́do de Peyrade para no desprestigiar al personaje a los ojos de la doncella, Carlos salió , pues no tenı́a ningunas ganas de permanecer bajo la mirada del recié n llegado, en quien reconoció a uno de esos individuos rubios y de ojos azules que son terribles en frío. —Es el o icial de paz que me ha enviado el prefecto —dijo Peyrade a Corentin. —¡Ese! —dijo Corentin—. Te has dejado enredar. Este hombre lleva tres juegos de cartas en los zapatos; eso se advierte por la posició n del pie en el

zapato; ademá s, un o icial de paz no tiene por qué disfrazarse. Corentin bajó rá pidamente para aclarar sus dudas. Carlos iba a subir al coche. —¡Eh, señor cura!... —llamó Corentin. Carlos volvió la cabeza, vio a Corentin y subió al coche. Sin embargo, Corentin tuvo tiempo de decirle, a través de la ventanilla: —Eso es todo cuanto querı́a saber. ¡Al muelle Malaquais! —gritó Corentin al cochero, imprimiendo a su acento y a su mirada una sorna infernal. "Vaya —se dijo a sı́ mismo Jacques Collin—, voy listo, ya los tengo a la zaga; hay que ganarlos por pies y, sobre todo, averiguar qué quieren de nosotros. Corentin habı́a visto cinco o seis veces al padre Carlos Herrera, y la mirada de aquel hombre no

podı́a olvidarse. Corentin habı́a reconocido primero la corpulencia de sus espaldas, luego la hinchazó n de la cara y la trampa de las tres pulgadas de estatura logradas mediante un talón interior. —¡Vamos, amigo mı́o, te han tomado el nú mero! — dijo Corentin, al ver que en la habitació n no habı́a más que Peyrade y Contenson. —¿Quién es? —exclamó Peyrade, con una vibración metá lica en la voz—. Emplearé los ú ltimos dı́as de mi vida en darle vueltas y má s vueltas sobre una parrilla. —Es el padre Carlos Herrera, probablemente el Corentin de Españ a. Todo se explica. El españ ol es un vicioso de grandes vuelos que ha querido hacer la fortuna de ese jovencito batiendo moneda con la almohada de una muchacha bonita... Allá tú si quieres enfrentarte con un diplomá tico que me parece estará recibiendo muchos palos. —¡Ah! —exclamó Contenson—. ¡El recogió los trescientos mil francos el dı́a de la detenció n de Esther, estaba en el coche de punto! Me acuerdo de

esos ojos, de esa frente, de esas señales de viruela. —¡Qué dote habrı́a tenido mi pobre Lydiet — exclamó Peyrade. —Puedes seguir haciendo de nabab —dijo Corentin —. Hay que ligar con la Val-Noble para tener acceso al domicilio de Esther: ella era la auté ntica querida de Lucien de Rubempré. —Ya le han birlado má s de quinientos mil francos al Nucingen —dijo Contenson. —Y aú n les falta otro tanto —repuso Corentin—, puesto que la inca de Rubempré cuesta un milló n. Papá —dijo, dando unas palmadas al hombro de Peyrade—, podrá s disponer de má s de cien mil francos para casar a Lydie. —No me digas eso, Corentin. Si tu plan fallara, no sé de qué sería capaz... —¡Quizá los tenga mañ ana! El cura, querido amigo, es muy listo, hay que inclinarse ante é l, es un diablo superior; pero le tengo cogido: pese a su ingenio,

tendrá que capitular. Procura ser tan tonto como un nabab, y no temas nada más. El mismo dı́a en que los verdaderos adversarios se habı́an encontrado cara a cara y en terreno llano, Lucien fue a pasar la velada en la casa de los Grandlieu. La asistencia era nutrida. Ante la mirada de todos los invitados, la duquesa retuvo a Lucien junto a ella durante un rato, mostrá ndosele muy obsequiosa. —¿Ha ido a hacer un corto viaje? —le dijo. —Sı́, señ ora duquesa. Mi hermana, deseosa de facilitar mi boda, ha hecho grandes sacri icios, de modo que he podido adquirir las tierras de Rubempré y recomponerlas enteramente. Mi procurador de Parı́s es hombre há bil, ha sabido esquivar las pretensiones que los detentadores de los bienes habrı́an manifestado de haber sabido el nombre del comprador.

—¿Hay algú n palacio? —preguntó

Clotilde,

sonriendo demasiado. —Hay algo que se asemeja a un palacio; pero lo má s sensato será emplearlo como material para edificar una casa moderna. Los ojos de Clotilde despedı́an llamaradas de felicidad a través de sus sonrisas de satisfacción. —Esta noche tendrá usted una entrevista con mi padre —le dijo en voz muy baja—. Espero que dentro de quince días le inviten a cenar. —Bueno, querido amigo —dijo el duque de Gradlieu—; ha comprado usted, segú n dicen, la tierra de Rubempré ; le felicito. Es una buena respuesta a los que le andaban atribuyendo deudas. Nosotros podemos tener una Deuda Pú blica, como Francia o Inglaterra; en cambio, la gente sin bienes, los comerciantes, no pueden darse este tono... —¡Oh!, señ or duque, todavı́a debo quinientos mil francos de esta adquisición. —Pues habrá que casarse con una muchacha que

se los proporcione, y es difı́cil que encuentre un partido de tanta fortuna en este barrio, donde las muchachas reciben muy poca dote. —Les basta con su apellido —contestó Lucien. —Só lo somos tres para jugar al whist, Maufrigneuse, de Espard y yo —dijo el duque—; ¿quiere usted ser el cuarto? —dijo a Lucien, mostrándole la mesa de juego. Clotilde se acercó a la mesa de juego para ver jugar a su padre. —Quiere que me quede esto para mı́ —dijo el duque, dando palmaditas en las manos de su hija y mirando de reojo a Lucien, que permaneció en silencio. Lucien, el compañ ero del señ or de Espard, perdió veinte luises. —Querida mamá —fue a decirle Clotilde a la duquesa—, ha tenido la habilidad de dejarse ganar. A las once, tras intercambiar algunas palabras de

amor con la señ orita de Grandlieu, Lucien volvió a su casa y se metió en la cama, pensando en el triunfo completo que habı́a de obtener al cabo de un mes, ya que no dudaba de que serı́a aceptado como pretendiente de Clotilde y de que se casarı́a antes de la cuaresma de 1830. Al dı́a siguiente, a la hora en que Lucien fumaba algunos cigarros despué s de comer, en compañ ı́a de Carlos, que estaba muy preocupado, les anunciaron la visita del señ or de Saint-Estè ve (¡vaya broma!), que deseaba hablar con el padre Carlos Herrera o con el señor Lucien de Rubempré. —¿Le ha dicho, abajo, que estoy fuera? —exclamó el cura. —Sí, señor —contestó el groom. —Recibe tú , pues, a este hombre —dijo a Lucien— pero no digas ni una sola palabra comprometedora, no dejes escapar ni un solo gesto de sorpresa: se trata del enemigo. —Ahora vas a oírme —dijo Lucien.

Carlos se ocultó en la habitació n de al lado, y por la rendija de la puerta vio entrar a Corentin, al que no reconoció má s que en la voz, tal era el talento que aquel gran desconocido poseı́a para transformarse. En aquel momento Corentin parecı́a un viejo jefe de división de las finanzas. —No tengo el honor de que me conozca usted, caballero —dijo Corentin—, pero... —Perdone que le interrumpa, caballero —dijo Lucien—, pero... —Pero se trata de su casamiento con la señ orita Clotilde de Grandlieu, que no se efectuará —dijo con viveza Corentin. Lucien se sentó y no contestó nada. —Está usted entre las manos de un hombre que tiene el poder, la voluntad y todas las facilidades para demostrar al duque de Gradlieu que las tierras de Rubempré se pagará n con el precio que ha recibido usted de un tonto a cambio de su querida, la señ orita Esther —prosiguió Corentin—. Se

pueden encontrar fá cilmente las minutas de los procesos en virtud de los cuales la señ orita Esther ha sido perseguida por la justicia, y hay medios de hacer hablar a D'Estorny. Se expondrá n a la luz del dı́a las maniobras habilı́simas utilizadas contra el baró n de Nucingen... En estos momentos todo puede arreglarse. Entregue usted la suma de cien mil francos y se le dejará a usted tranquilo... Esto no me incumbe en absoluto. Simplemente soy el encargado de negocios de los que proceden a este chantaje. Corentin habrı́a podido hablar una hora seguida: Lucien seguı́a fumá ndose el cigarrillo con toda tranquilidad. —Caballero —contestó —, no quiero saber quié n es usted, porque la gente que se encarga de llevar recados de esta ı́ndole no tiene nombre, al menos para mı́. Le he dejado hablar tranquilamente, estoy en mi casa. Me parece usted una persona de sentido común, creo que puede comprender mi dilema. Se produjo una pausa, durante la cual se

enfrentaron la mirada felina de Corentin con una mirada gélida por parte de Lucien. —O bien se apoya usted en hechos enteramente falsos, que no deben preocuparme —añ adió Lucien —, o bien tiene usted razó n, y en tal caso, dá ndole cien mil francos, le concederı́a a usted el derecho de reclamarme otros cien mil tantas veces como el que le manda pudiera encontrar otros Saint-Estè ve para enviarme... En in, para acabar de una vez con su apreciable negociació n, sepa que yo, Lucien de Rubempré , no le temo a nadie. No estoy metido en absoluto en los chanchullos de que me habla. Si los Grandlieu ponen muchos reparos, quedan muchas otras jó venes de la nobleza con quienes casarse. Y en de initiva, no serı́a ninguna afrenta para mı́ quedarme soltero, especialmente si me dedico, como usted parece creer, a la trata de blancas con tamaños beneficios. —Si el padre Carlos Herrera... —Caballero —dijo Lucien, interrumpiendo a Corentin—, el padre Carlos Herrera está en estos

momentos en camino hacia Españ a; no tiene nada que ver con mi casamiento, ni con mis intereses. Este estadista ha tenido a bien ayudarme con sus consejos durante algú n tiempo, pero tiene cuentas que rendir a Su Majestad el rey de Españ a; si quiere usted hablar con é l, pó ngase en camino hacia Madrid. —Caballero —dijo Corentin con toda nitidez—, jamá s será usted el marido de la señ orita Clotilde de Gradlieu. —Peor para ella —respondió Lucien, empujando impacientemente a Corentin hacia la puerta. —¿Ha re lexionado usted bien? —dijo frı́amente Corentin. —Caballero, no tiene usted derecho a mezclarse en mis asuntos, ni siquiera a hacerme desperdiciar un solo cigarrillo —dijo Lucien, tirando su cigarro apagado. —Adió s —dijo Corentin—. No nos volveremos a ver... pero algú n momento habrá en su vida en que

estará dispuesto a dar la mitad de su fortuna a cambio de haber tenido en este momento la ocurrencia de llamarme antes de que salga de esta casa. En respuesta a esta amenaza, Carlos hizo con la mano gesto de degollarlo. —¡Manos a la obra, en seguida! —exclamó mirando a Lucien, que se habı́a quedado pá lido despué s de aquella horrible entrevista. Si entre el restringido nú mero de lectores que atienden a la parte moral y ilosó ica de un libro hubiera uno solo capaz de creer en la satisfacció n del baró n de Nucingen, demostrarı́a con ello la di icultad que hay en someter el corazó n de una muchacha a cualquier clase de má xima isioló gica. Esther habı́a decidido hacer pagar caro al pobre millonario lo que é l llamaba su tı́a te driunfo. Ası́ pues, a primeros de febrero de 1830 todavı́a no se habı́a celebrado la inauguració n del begueñ o balado. —Voy a abrir por Carnaval —dijo Esther

con idencialmente a sus amigas, que lo transmitieron al baró n—, y voy a hacerle feliz como un gallo de vitrina. Aquella expresió n se hizo proverbial en el mundillo de las cortesanas. El baró n se deshacı́a en in inidad de lamentaciones. Al igual que los casados, hacı́a bastante el ridı́culo: empezaba a quejarse delante de sus ı́ntimos, y se traslucı́a su descontento. A pesar de todo, Esther continuaba concienzudamente en su papel de Pompadour del prı́ncipe de la Especulació n. Habı́a dado ya dos o tres veladas tan só lo para introducir a Lucien en la casa. Lousteau, Rastignac, Du Tillet, Bixiou, Nathan y el conde de Bramboü rg, la lor de los calaveras, fueron los asiduos de la casa. Por ú ltimo, Esther aceptó como actrices de la comedia que representaba a Tullia, Florentine, FannyBeaupré y Florine, dos actrices y dos bailarinas, y, ademá s, a la señ ora Du Val-Noble. No hay nada tan triste como la casa de una cortesana sin la sal de la rivalidad y sin la diversidad en el vestir y en las isonomı́as. En seis semanas Esther se convirtió en

la má s ingeniosa, en la má s amena, en la má s hermosa y elegante de las mujeres de esa casta de parias que constituyen las entretenidas. Desde su merecido pedestal saboreaba cuantos goces de la vanidad seducen a las mujeres ordinarias, pero a la vez abrigaba un sentimiento secreto de superioridad sobre su casta. Tenı́a en su interior una imagen de sı́ misma que la hacı́a avergonzarse a la vez que la enaltecı́a, puesto que el momento de su abdicació n nunca dejaba de estar presente en su conciencia; ası́ pues, vivı́a una especie de doble vida sintiendo lá stima por su personaje. Sus sarcasmos re lejaban el profundo desprecio que el á ngel de amor encerrado en el alma de la cortesana sentı́a hacia el papel infame y odioso que representaba su cuerpo. Esther, espectadora y actriz, juez y reo a un tiempo, encarnaba la admirable icció n de los cuentos á rabes, en los que casi siempre aparece un ser sublime bajo la igura de un ser degradado, y cuyo prototipo se encuentra, con el nombre de Nabucodonosor, en el libro de los libros, en la Biblia. Habié ndose concedido un plazo de vida hasta el dı́a siguiente a la in idelidad, la vı́ctima podı́a divertirse un poco a costa del verdugo. Por otra

parte, las informaciones recogidas por Esther acerca de los medios solapadamente vergonzosos a los que el barón debía su colosal fortuna, la libraron de todo escrú pulo, y se complació en representar el papel de la diosa Até , la Venganza, de acuerdo con las palabras de Carlos. Se hacı́a unas veces encantadora y otras aborrecible a aquel millonario, que só lo vivı́a para ella. Cuando el baró n llegaba a un grado de sufrimiento en que deseaba bandonar a Esther, é sta se lo ganaba de nuevo con una escena de ternura. Herrera, cuya partida hacia Españ a habı́a sido muy ostentosa, habı́a llegado hasta Tours. Habı́a mandado que su coche prosiguiera hasta Burdeos, dejando en é l a un criado encargado de hacer el papel del amo y de esperarle en una fonda de Burdeos. Luego, tras regresar en diligencia vestido de viajante de comercio, se habı́a instalado en casa de Esther, desde donde, por mediació n de Asia, de Europa y de Paccard, dirigı́a cuidadosamente sus maquinaciones vigilá ndolo todo, y en particular a Peyrade.

Unos quince dı́as antes del elegido para celebrar la iesta, y que tenı́a que ser el dı́a despué s del primer baile de la Opera, la cortesana, cuyas agudezas empezaban a causar temor, se hallaba en los Italianos, en el fondo de un palco que el baró n, obligado a ofrecerle un palco, habı́a conseguido para ella en la platea, con objeto de ocultar a su amante y no mostrarse con ella en pú blico, y que estaba a pocos pasos de la señ ora de Nucingen. Esther habı́a elegido su palco de tal manera que pudiera contemplar el de la señ ora de Sé rizy, a quien Lucien casi siempre acompañ aba. La pobre cortesana ponı́a ilusió n en contemplar a Lucien los martes, jueves y sá bados, junto a la señ ora de Sé rizy. Esther vio entonces, hacia las nueve y media, que Lucien entraba en el palco de la condesa muy inquieto, pá lido y con la cara casi descompuesta. Estas señ ales de a licció n interior só lo eran visibles para Esther. Para una mujer que ama, el rostro de un hombre es como el mar para un marinero. "¡Dios mı́o! ¿Qué le ocurrirá ?... ¿qué habrá pasado? ¿Necesitará hablar con ese á ngel infernal, que para é l es á ngel de la guarda, y que ahora está en una buhardilla entre las de Europa y Asia?" Torturada

por tan crueles pensamientos, Esther apenas oı́a la mú sica. De modo que no es difı́cil creer que no escuchaba en absoluto al baró n, que entre sus manos guardaba una mano de su á nqael hablá ndole en su jerga de judı́o polaco, cuyas curiosas desinencias no son má s fá ciles de entender para el que las lee que para el que las oye. —Esder —dijo, soltá ndole la mano y rechazá ndola con un ligero gesto de enfado—; ¡no me esgucha en apsoludo! —Oiga, baró n, chapurrea usted el amor igual que lo hace con el francés. —¡Gué gruel! —Aquı́ no estoy en mi tocador, estoy en los Italianos. Si no fuera usted una de esas cajas fuertes fabricadas por Huret o por Fichet, transformada en hombre por un prodigio de la naturaleza, no harı́a tanto ruido en el palco de una mujer á quien le gusta la mú sica. ¡Naturalmente que no le escucho! Está ahı́, molestá ndome con mi vestido como un abejorro sobre un papel, y me hace reı́r de

compasió n. Me dice usted: "Es ponida, esdá gomo bara gomé rsela..." ¡Viejo presuntuoso! Y si le contestara: " Me disgusta usted menos esta noche que ayer, volvamos a casa." Pues bien, por la manera como le veo suspirar (ya que aunque no le escuche, le huelo), me doy cuenta de que ha cenado usted tremendamente, y que empieza ahora a hacer la digestió n. Aprenda de mı́ (¡le salgo lo bastante cara como para que reciba de vez en cuando un consejo de mi parte a cambio de su dinero!); sepa usted, querido amigo, que cuando uno tiene digestiones pesadas como le ocurre a usted, no le está permitido decir a su amante indiscriminadamente y a horas inoportunas: "Es usdet ponida..." Un soldado murió de una fatuidad de este tipo, en los brazos de la Religió n, segú n ha dicho Blondet... Son las diez, y terminó usted de cenar a las nueve en casa Du Tillet, con su pichó n el conde de Brambourg, y tiene muchos millones y trufas que digerir; ¡vuelva mañana a las diez! —¡Gué gruel es usdet!... —exclamó el baró n, que reconocı́a la profunda justeza de aquel argumento médico.

—¿Cruel?... —dijo Estehr, que seguı́a mirando a Lucien—. No ha consultado usted a Bianchon, Desplein, al viejo Haudry... Desde que está entreviendo el alba de su felicidad, ¿sabe de qué me hace usted el efecto?... —¿Te gué? —De un hombrecito envuelto en una manta que a cada hora se va del silló n al ventanal para saber si el termó metro ha llegado al artı́culo gusanos de seda, a la temperatura que le manda su médico... —¡Famos, es usdet una incrada! —exclamó el baró n al oı́r una melodı́a que los ancianos enamorados suelen escuchar con frecuencia en los Italianos. —¡Ingrata! —dijo Esther—. ¿Pues qué me ha dado usted hasta ahora?... Muchos sinsabores. Vamos, papá , ¿puedo estar orgullosa de usted? Usted sı́ que está orgulloso de mı́; yo llevo bien sus galones y su librea. ¡Ha pagado mis deudas!... Cierto. Pero ha birlado los millones su icientes... (y no haga muecas,

que me lo dijo usted mismo) para no tener que ir con miramientos. Y é ste es el mejor de sus tı́tulos de gloria... Una ramera y un ladró n, no hay pareja que armonice mejor. Ha construido usted una jaula magnı́ ica para un loro que le gusta... Vaya a preguntarle a algú n guacamayo del Brasil si le debe agradecimiento alguno al que le ha metido en la jaula de oro... No me mire ası́, se parece a un bonzo... Y exhibe su guacamayo rojo y blanco ante todo Parı́s. Y dice: "¿Hay alguien en Parı́s que posea un loro como é ste?... ¡Hay que ver có mo parlotea, có mo sabe encontrar las palabras adecuadas! Cuando entra Du Tillet, le dice: <Buenos dı́as, sinvergü enza...»" Pero es usted feliz como un holandé s que posee un tulipá n ú nico, como un antiguo nabab residente en Asia por cuenta de Inglaterra que le ha comprado a un viajante de comercio la primera tabaquera suiza que toca tres oberturas. ¡Quiere mi corazó n! Pues mire, voy a proporcionarle los medios de tenerlo. —Tica, tica... haré gualguier gosa bor usdet... ¡Me cusda gue usdet me dome el helo.

—¡Sea usted joven y guapo, sea como Lucien de Rubempré , que está allı́ con su mujer, y conseguirá gratis lo que jamá s podrá usted comprar con todos sus millones!... —¡ha tejo borgue, realmende, esdá usdet exegraple esda noche! —dijo el Lobo Cerval con una cara larga. —Bien, pues, ¡buenas noches! —contestó Esther—. Recomié ndele a Chorche que le ponga la cabeza bien alta, en la cama, y los pies hacia abajo, qué esta noche pone cara de apoplé tico... No me dirá que no me tomo interés por su salud. El baró n estaba de pie, con la mano en el pomo de la puerta. —¡Aquı́, Nucingen!... —dijo Esther, llamá ndole con expresión altanera. El baró n se inclinó ante ella con una servilidad perruna. —¿Quiere que sea buena con usted y que le dé , en

mi casa, unos vasos de agua azucarada y le mime un poco, monstruo...? —Me esdá guepranto el gorazón... —¡Quebranto lleva una cu y no una ge! —dijo ella, burlá ndose de la pronunciació n del baró n—. Mire, trá igame a Lucien, invı́telo a nuestro banquete de Baltasar y tenga la seguridad de que no faltará . Si tienes é xito en esta pequeñ a negociació n, te diré tan bien que te amo, Fré dé ric mı́o, que te lo vas a creer... —Ess usdet engandatora —dijo el baró n, besando el guante de Esther—. Estoy tisbuesdo a esguchar una hora te insuldos si al final denco una garicia... —Vamos, si no obedeces... —dijo, amenazando al baró n con el dedo, como si se tratara de un niñ o pequeño. El baró n movió la cabeza como un "pá jaro cogido en una trampa y que implora al cazador. "¡Dios mı́o! ¿Qué tiene Lucien? —se dijo a sı́ misma

cuando se quedó sola, sin retener ya má s sus lá grimas, que asomaron a sus ojos—. ¡Nunca ha estado tan triste!" Veamos lo que aquella misma noche había ocurrido a Lucien. A las nueve, como cada noche, Lucien habı́a salido en su berlina para ir a la casa de Gradlieu. Reservaba su caballo de silla y su caballo de cabriolé para las mañ anas, como suelen hacer los jó venes; para las noches de invierno habı́a tomado una berlina y habı́a alquilado al principal propietario de carrozas una de las má s esplé ndidas, equipada con magnı́ icos caballos. Desde hacı́a un mes todo le sonreı́a: habı́a cenado tres veces en la casa Grandlieu y el duque se mostraba amabilı́simo con é l; la venta de sus acciones de la empresa de los ó mnibus al precio de trescientos mil francos le habı́an permitido pagar un tercio del valor de la tierra; Clotilde de Gradlieu, que se arreglaba deliciosamente, llevaba diez botes de cremas en la cara cuando é l entraba en el saló n, y confesaba en voz alta su pasió n hacia é l. Algunas personas situadas muy arriba hablaban del casamiento de Lucien con la señ orita de Gradlieu como de algo

probable. El duque de Chaulieu, exembajador en Españ a y exministro de Asuntos Extranjeros, habı́a prometido a la duquesa de Grandlieu que pedirı́a al rey el tı́tulo de marqué s para Lucien. Despué s de cenar en casa de la señ ora de Sé rizy, Lucien habı́a ido aquella noche desde la Chaussé e-d'Antin al faubourg Saint-Germain para efectuar la visita de cada dı́a. Al llegar, el cochero da una voz, la puerta se abre y el coche se detiene ante la escalinata. Lucien, al bajar del coche, ve que hay cuatro carruajes en el patio. Uno de los criados que abren y cierran la puerta del peristilo, al ver al señ or de Rubempré , se adelanta, se coloca en la escalinata y se pone ante la puerta como un centinela que vuelve a su puesto. "¡Su Señ orı́a no está !", dice. "La señ ora duquesa tambié n recibe", hace notar Lucien al criado. "La señ ora duquesa ha salido", contesta gravemente el criado. "La señ orita Clotilde..." "No creo que la señ orita Clotilde reciba al señ or en ausencia de la señ ora duquesa." "Pero ahı́ hay gente", añ ade Lucien, fulminado. "No lo sé , señ or", contesta el criado, tratando de ser a la vez tonto y respetuoso. No hay nada má s terrible que la etiqueta para quienes la admiten como la ley má s

poderosa de la sociedad. Lucien adivinó fá cilmente el sentido de aquella escena atroz para é l: el duque y la duquesa no querı́an recibirle; sintió que la mé dula espinal se le helaba entre los anillos de la columna vertebral, y le aparecieron algunos gotas de sudor frı́o en la frente. Este coloquio se estaba desarrollando ante su ayuda de cá mara, que aguantaba la empuñ adura de la portezuela y no se decidı́a a cerrarla; Lucien le hizo signo para volver a marchar; pero al subir de nuevo al coche oyó ei ruido que hace la gente al bajar por una escalera, y el criado anunció sucesivamente: "¡El coche del señ or duque de Chaulieu!"; " ¡El coche de la señ ora vizcondesa de Grandlieu!" Lucien no dijo má s que una palabra al criado: "¡De prisa, a los Italianos!..." Pese a su presteza, el desafortunado dandy no pudo evitar al duque de Chaulieu y a su hijo el duque de Ré thoré , con quienes se vio obligado a intercambiar sendos saludos, ya que ellos no le dijeron una palabra. En la corte las grandes catá strofes, la caı́da de un temible favorito, se consuma a veces en el umbral de un despacho mediante la palabra de un ujier con cara de cera. "¿Có mo le haré saber este

desastre a mi consejero ahora mismo?", se preguntaba Lucien mientras se dirigı́a hacia los Italianos. "¿Qué estará ocurriendo?"... Se perdı́a en conjeturas. He aquı́ lo que acababa de pasar. Aquella misma mañ ana, a las once, el duque de Gradlieu, al entrar en el pequeñ o saló n donde desayunaba en familia, habı́a dicho a Clotilde tras haberla besado: "Hija mı́a, hasta nueva orden no atiendas má s al señ or de Rubempré ." Despué s habı́a cogido a la duquesa de la mano y se la habı́a llevado al hueco de un ventanal para decirle algunas palabras en voz baja que hicieron mudar de color a la pobre Clotilde. La señ orita de Gradlieu observaba có mo su madre escuchaba al duque, y vio que sobre su rostro se dibujaba una fuerte sorpresa. "Jean —habı́a dicho el duque a uno de sus criados—, tenga, lleve esta nota al señ or duque de Chaulieu, y pı́dale que le dé respuesta con un sı́ o un no." "Le invito a que venga a cenar con nosotros hoy", dijo a su mujer. El desayuno habı́a sido profundamente triste. La duquesa parecı́a pensativa, el duque parecı́a estar enfadado contra sı́ mismo y Clotilde necesitó un

gran esfuerzo para retener el llanto. "Hija mia, tu padre tiene razó n, obedé cele —le habı́a dicho con voz conmovida la madre a la hija—. No puedo decirte, como ha hecho é l: "¡No pienses en Lucien!" No, comprendo tu dolor. —Clotilde besó la mano de su madre—. Pero te diré algo má s, á ngel mı́o: ¡Espera sin dar un solo paso, sufre en silencio, ya que le amas, y confı́a en la solicitud de tus padres! Las grandes damas, hija mı́a, son grandes porque siempre saben cumplir con su deber en toda ocasió n, y con nobleza." "¿De qué se trata?...", habı́a preguntado Clotilde, pá lida como un lirio. "De algo demasiado grave para que se te pueda decir, cariñ o —habı́a respondido la duquesa—; si es falso, tu mente quedaría inútilmente manchada, y si es cierto, debes ignorarlo." A las seis, el duque de Chaulieu habı́a ido a ver al duque de Grandlieu, que le esperaba en su despacho. "Oyeme, Henri... —Estos dos duques se tuteaban y se llamaban por sus nombres de pila. Es uno de esos matices ideados para indicar los grados de intimidad, para contener los excesos de la familiaridad francesa y para humillar el amor propio—. Oyeme, Henri, me encuentro en un apuro tal que no puedo seguir el

consejo má s que de un viejo amigo que esté bien enterado de todo, y tú cumples estas condiciones. Mi hija Clotilde quiere, como ya sabes, a ese Rubempré , a quien casi me han obligado a prometerle por marido. Siempre he estado en contra de esta boda; pero, en in, la señ ora de Grandlieu no ha sabido resistirse al amor de Clotilde. En cuanto el muchacho hubo adquirido la tierra y en cuanto hubo pagado las tres cuartas partes de su importe, no ha habido ya ninguna objeció n por mi parte. Pero anoche recibı́ una carta anó nima (ya sabes qué caso hay que hacer de ellas), en la que me a irman que la fortuna dé este muchacho tiene un origen impuro, y que nos miente al decirnos que su hermana le da los fondos necesarios para tales adquisiciones. Me requieren, en nombre de la felicidad de mi hija y de la consideració n de nuestra familia, a que recoja informaciones, indicá ndome la manera de hacerlo. Toma, lé elo primero." "Comparto tu opinió n sobre las cartas anó nimas, querido Ferdinand —habı́a respondido el duque de Chaulieu tras haber leı́do la carta—; pero aun despreciá ndolas, hay que servirse

de ellas. Con estas cartas pasa igual que con los espı́as. Cierra la puerta al muchacho y procuremos recoger informaciones... ¡Ya sé lo que has de hacer! Tienes como procurador a Derville, un hombre de nuestra plena con ianza; guarda el secreto de muchas familias, tambié n puede guardar este otro. Es un hombre probo, un hombre que pesa, un hombre de honor; es há bil y astuto, pero só lo para los negocios: no debes emplearlo má s que como testigo. En el Ministerio de Asuntos Extranjeros, por la Policı́a del reino, tenemos a un hombre ú nico para descubrir los secretos de Estado, a quien mandamos a menudo en misió n. Advierte a Derville que para este asunto podrá contar con un lugarteniente. Nuestro espı́a es un señ or que se presentará condecorado con la Legió n de Honor y con aspecto de diplomá tico. Este será el cazador, y Derville se limitará a asistir a la caza. Tu procurador te dirá si el parto de la montañ a es un rató n o si tienes que romper con Rubempré . Dentro de ocho dı́as sabrá s a qué atenerte." "El joven no es aú n bastante marqué s como para ofenderse por no encontrarme en casa durante ocho dı́as", habı́a dicho el duque de Grandlieu. "Sobre todo si le das tu

hija —habı́a contestado el exministro—. Si la carta anó nima tiene razó n, ¿qué má s te da? Puedes mandar de viaje a Clotilde con mi nuera Madeleine, que quiere irse a Italia..." "¡Me sacas de un apuro! Aunque todavı́a no sé si tengo que agradecé rtelo..." "Esperemos el acontecimiento." ¿Y cuá l es el nombre de este caballero? —habı́a exclamado el duque de Grandlieu—; hay que decírselo a Derville... Má ndamelo mañ ana hacia las cuatro; Derville estará aquı́ y les pondré en contacto." "Su verdadero nombre es, segú n creo, Corentin... (es un nombre que seguramente no habrá s oı́do), pero este caballero vendrá a tu casa armado con su nombre de ministro. Se hace llamar señ or de Saint-algo... ¡Ah, Saint-Yves, o Sainte-Valere, uno de é stos! Puedes con iar en é l, Luis XVIII le tenı́a una confianza absoluta." Despué s de aquella entrevista, el mayordomo recibió la orden de cerrar la puerta al señ or de Rubempré, como acababa de producirse. Lucien se paseaba por el saló n de los Italianos como un borracho. Le parecı́a ser ya objeto de las

murmuraciones de todo Parı́s. Tenı́a en el duque de Rhé toré a uno de esos enemigos implacables a los que hay que sonreı́r y de los que es imposible vengarse porque sus golpes siguen las leyes del mundo. El duque de Rhé toré conocı́a lo que acababa de pasar ante la escalinata de la casa de los Grandlieu. Lucien, que sentı́a la necesidad de informar de aquel sú bito desastre a su consejeroprivado-ı́ntimo-actual, temió comprometerse si iba a casa de Esther, donde quizá s habrı́a gente. Olvidaba que Esther estaba allı́, tan confusas eran sus ideas; en medio de tanta perplejidad, se vio obligado a conversar con Rastignac, el cual, desconocedor todavı́a de la noticia, le felicitaba por su pró xima boda. En aquel momento Nucingen se acercó sonriendo a Lucien y le dijo: —Guiere usdet hacerme el fafor te fenir a jer a la señ ora te Jamby, gue guiere in idarle a usdet bersonalmende a la inaucuración te nuesdra gasa... —Con mucho gusto, baró n —contestó Lucien, a cuyos ojos el inanciero se transformó en á ngel salvador.

—Dé jenos —dijo Esther al señ or de Nucingen, al verle entrar con Lucien—; vaya a ver a la señ ora Du Val-Noble, veo que está en un palco del tercero con su nabab... Crecen muchos nababs en las Indias — añ adió , dirigiendo a Lucien una mirada de complicidad. —Y é ste —dijo Lucien, sonriendo— se parece terriblemente al de usted. —Trá igamela usted con su nabab —dijo Esther, respondiendo a Lucien con otra señ al de complicidad mientras seguı́a dirigié ndose al baró n —; tiene muchas ganas de conocerle a usted, dicen que es extraordinariamente rico. La pobre mujer me ha entonado ya no sé cuá ntas elegı́as, se queja de que este nabab no va; si le quitara usted su lastre, quizás iría más ligero. —¿Nos doma usdet agaso bor latrones? —dijo el barón. —¿Qué tienes, Lucien mı́o?... —dijo al oı́do de su amado, rozá ndole la oreja con sus labios en cuanto se hubo cerrado la puerta del palco.

—¡Estoy perdido! Acaban de negarme la entrada en la casa de los Grandlieu con el pretexto de que no habı́a nadie, cuando en realidad estaban el duque y la duquesa, y en el patio habı́a cinco coches con sus caballos piafando... —¡Có mo, quizá no haya boda! —dijo Esther con voz emocionada, entreviendo ya el paraíso. —Todavı́a no sé lo que se está tramando contra mí... —Lucien mı́o —le contestó con una voz encantadora y acariciante—, ¿por qué entristecerse? Hará s un casamiento aú n má s hermoso má s adelante... Te conseguiré el doble de tierras... —Organiza una cena para esta noche para que pueda hablar secretamente con Carlos, y sobre todo invita al falso inglé s y a la Val-Noble. Este nabab ha producido mi ruina; lo cogeremos y lo... Pero Lucien se paró de pronto, haciendo un gesto de desespero.

—¿Qué pasa? —preguntó la pobre muchacha, a quien le parecía estar sobre un brasero. —¡Oh, me está viendo la señ ora de Sé rizy! — exclamó Lucien—. Y para colmo está con ella el duque de Rhé toré , uno de los testigos del chasco de esta tarde. Efectivamente, en aquel mismo instante el duque de Rhétoré jugaba con el dolor de la condesa de Sérizy. —¿Deja usted que Lucien se deje ver en el palco de la señ orita Esther? —decı́a el joven duque, señ alando el palco y a Lucien—. Usted, que se toma interé s por é l, deberı́a advertirle que eso no se hace. Uno puede cenar en su casa, incluso puede... pero, la verdad, no me extrañ a la descon ianza de los Grandlieu hacia este muchacho; acabo de ver cómo le negaban la entrada, en la escalinata... —Estas mujeres son muy peligrosas —dijo la señ ora de Sé rizy, enfocando sus gemelos hacia el palco de Esther.

—Sı́ —dijo el duque—, tanto por lo que pueden como por lo que quieren... —¡Le arruinará n! —dijo la señ ora de Sé rizy—. Ya que, segú n me han dicho, cuestan tanto cuando se las paga como cuando no se las paga. —¡Este no es su caso!... —contestó el joven duque, sorprendido—. No es fá cil que le cuesten dinero; má s bien serı́an ellas quienes se lo darı́an si fuera preciso, puesto que todas corren tras de él. La condesa hizo con la boca un ligero movimiento nervioso que no podı́a incluirse en la categorı́a de sus sonrisas. —Bien —dijo Esther—, ven a cenar a medianoche. Trá ete a Blondet y a Rastignac, para que tengamos a dos individuos divertidos, y que no seamos má s de nueve. —Habrı́a que hallar algú n medio para mandar buscar a Europa de parte del baró n, bajo el pretexto de avisar a la cocinera, y le dirı́as lo que acaba de ocurrirme, para que Carlos lo sepa antes

de tener al nabab a su alcance. —Así se hará —dijo Esther. Ası́ pues, Peyrade iba probablemente a encontrarse, sin saberlo, bajo el mismo techo de su adversario. El tigre iba al antro del leó n, y de un león acompañado por sus guardianes. Cuando Lucien regresó al palco de la señ ora de Sé rizy, é sta, en lugar de girar hacia é l la cabeza, de sonreı́rle y de recogerse el vestido para dejarle sitio al lado de ella, simuló no hacer el menor caso al que entraba y siguió escrutando la sala; pero Lucien se dio cuenta, por el temblor de sus gemelos, de que la condesa era presa de una de esas agitaciones tremendas con las que se purgan los placeres ilı́citos. No por eso dejó de bajar hasta la parte delantera del palco, a su lado, y se plantó en el á ngulo opuesto, dejando entre é l y la condesa un pequeñ o espacio vacı́o; se apoyó en la barandilla del palco con el codo derecho, con la barbilla sobre su mano enguantada; luego se puso de travé s, esperando que ella le dirigiera la palabra. A mitad

del acto, la condesa no le habı́a dicho nada todavı́a y no le había siquiera mirado. —No sé —le dijo ella— por qué está usted aquı́; su sitio está en el palco de la señorita Esther... —Allı́ voy —dijo Lucien, saliendo sin mirar a la condesa. —¡Ah, querida! —dijo la señ ora Du Val-Noble, entrando en el palco de Esther con Peyrade, a quien el baró n de Nucingen no reconoció —, estoy encantada de presentarte al señ or Samuel Johnson; es un admirador del talento del señor de Nucingen. —¿De verdad, caballero? —dijo Esther, sonriendo a Peyrade. —Oh, yes, miucho —contestó Peyrade. —Pues bien, baró n, ahı́ tiene un francé s que se parece un poco al que usted habla, aproximadamente como el bajo bretó n se parece al dialecto borgoñ ó n. Me va a divertir mucho oı́rles hablar de inanzas... ¿Sabe usted lo que le exijo, señ or Nabab, para que conozca usted a mi barón? —dijo Esther, sonriendo.

—¡Oh... minchas grasias! Me presenderá al siñ or baronet. —Sı́ —repuso ella—. Tiene que hacer el favor de venir a cenar a casa... No hay lazo que sea tan fuerte como la cera de una botella de champañ a para unir a los hombres; precinta todos los negocios, sobre todo aquellos en los que uno se hunde. Vengan esta noche y encontrará n a unos muchachos estupendos. En cuanto a ti, Fré dé ric mı́o —le dijo al baró n al oı́do—, coja el coche, vaya a la calle SaintGeorges y trá igame a Europa; tengo que decirle algunas cosas para la cena... He invitado a Lucien, que nos traerá a dos personajes divertidos... ¡Nos reiremos del inglé s! —dijo al oı́do de la señ ora Du Val-Noble. Peyrade y el baró n dejaron solas a las dos mujeres. —¡Ay, querida, si lo consigues con ese gordo infame, es que tienes mucho ingenio! —dijo la ValNoble. —Si fuera imposible, me lo prestarı́as ocho dı́as — contestó Esther, riendo.

—No, no lo resistirı́as ni medio dı́a —respondió la señ ora Du Val-Noble—; es como un pan demasiado duro, se me quiebran tos dientes. En toda mi vida ya no querré encargarme nunca má s de dar placer a ningú n inglé s... Son todos unos frı́os egoı́stas, unos puercos que llevan vestido... —¿Qué ocurre? ¿No tiene miramientos? —dijo Esther, sonriendo. —Al contrario, querida, ese monstruo todavı́a no me ha llamado de tú. —¿En ninguna situación? —dijo Esther. —El muy miserable, siempre me llama señ ora, y conserva la mayor sangre frı́a en los momentos en que todos los hombres son má s o menos cariñ osos... Yo dirı́a que hacer el amor, para é l, es algo ası́ como afeitarse. Limpia la navaja, la guarda en el estuche, se mira al espejo y parece decir, en su fuero interno: "No me he cortado." Ademá s, me trata con un respeto capaz de enloquecer a cualquier mujer. Ese infame milord Carne-de-cocido se divierte, por añ adidura, haciendo esconder al

pobre de Thé odore y dejá ndole de pie en mi cuarto de aseo durante horas y horas. Por ú ltimo, se dedica a contrariarme en todo. Y es avaro... como Gobseck y Gigonnet juntos... Cuando me lleva a cenar y no llevo mi coche, nunca me paga el de vuelta. —¿Y qué te da por este servicio? —dijo Esther. — Pues, querida, absolutamente nada; quinientos francos pelados, cada mes, má s el vehı́culo. Pero, ¿sabes lo que es?... Un coche como esos que alquilan los tenderos el dı́a de su boda para ir al ayuntamiento, a la iglesia y al Cadran-Bleu... Me abruma con el respeto. Si intento estar mal de los nervios o mal dispuesta, no se enfada, sino que me dice: Yo querer que milé idi haga su pequeñ o deseo, porque nada es má s hó -rribel, proprio de nou gentleman, que desir a una gentil señ ora: "Es usted un bala de algotó n, una mercansı́a!..." He, he, es usted con un member of society de sobriedad y antiesclavitud! Y el tı́o ese se queda pá lido, yerto y frı́o, dá ndome a entender ası́ que tiene por mı́ el mismo respeto que tendrı́a por un negro, y que eso no atañ e a su corazó n, sino a sus ideas de

abolicionista. —Es imposible ser má s infame —dijo Esther—. ¡Yo arruinaría a esta especie de chino! —¿Arruinarle? —dijo la señ ora Du Val-Noble—. Antes harı́a falta que me quisiera... Ni tú misma querrı́as pedirle cuatro chavos. Te escucharı́a gravemente y con esa cortesı́a britá nica que hace que las bofetadas mismas sean agradables, te dirı́a que ya te paga bastante por la pequeñ a cosa que sido lo amor en su trist existence. —Y pensar que podamos, en nuestra condició n, encontrar a individuos como éste —exclamó Esther. —¡Ah, querida tú sı́ has tenido suerte!... Cuida bien a tu Nucingen. —¿Acaso va con alguna segunda intenció n, tu nabab? —Esto es lo que me dice Adé le —respondió la señora Du Val-Noble. —Mira, querida, é ste habrá hecho la apuesta de

hacerse odiar por una mujer y de no durar con ella más que un tiempo determinado —dijo Esther. —O bien quiere hacer negocios con Nucingen y me ha tomado a mı́ porque sabe que nosotras nos relacionamos: eso es lo que cree Adé le —contestó la señ ora Du Val-Noble—. Por eso te lo presento esta noche. ¡Ah, si pudiera enterarme de sus proyectos, qué bien me entenderı́a contigo y con Nucingen! —No te esfuerces —dijo Esther—. ¿Y no le cantas las cuarenta de vez en cuando? —Aunque tú lo probaras, tú que sabes tanto... pues, pese a todos tus mimos, te matarı́a con sus sonrisas heladas. Te contestarı́a: Yo ser antiesclavitud, y osté ser libre... Ya podrı́as decirle las cosas má s descabelladas, que te mirarı́a y te dirı́a: ¡Very gó od!, y te darı́as cuenta de que a sus ojos no eres má s que un polichinela. —¿Y la ira? —¡Igual! Serı́a un espectá culo para é l. Podrı́an operarle bajo el pecho izquierdo, y no le harı́an el menor dañ o; sus entrañ as deben de ser de hojalata.

Se lo dije una vez. Me contestó : Yo estar muy contento de este disposisió n fı́sical... Y siempre bien educado. Querida, tiene un alma enguantada... Seguiré resistiendo este martirio durante algunos dı́as para satisfacer mi curiosidad. De no ser ası́, ya habrı́a hecho abofetear a milord por Philippe, que no tiene rival con la espada; no hay otro remedio... —¡Ahora iba a decı́rtelo! —exclamó Esther—. Pero antes tendrı́as que enterarte si sabe boxear, porque estos viejos ingleses, querida, guardan a veces un fondo de malicia.

—¡Como é ste no hay otro igual!... ¡Oh, no! Si lo vieras pidié ndome que le dé ó rdenes, y a qué hora puede presentarse para sorprenderme (¡naturalmente!), y desplegando las fó rmulas de respeto de los gentlemen, segú n parece, dirı́as: "A esa mujer la adora"; y no habrı́a mujer que dijera menos... —¡Y nos tienen envidia, querida! —dijo Esther.

—¡Por supuesto!... —exclamó la señ ora Du ValNoble—. Mira, todas hemos ido descubriendo má s o menos, a lo largo de nuestra vida, el poco caso que hacen de nosotras; pero, hija mı́a, nunca me habı́a sentido tan cruel, profunda y completamente despreciada por la brutalidad como lo soy ahora por el respeto de este enorme odre lleno de vino de Oporto. Cuando está achispado, se va para no ser disgrada ble como le dice a Adé le, y para no dejarse llevar por dos potensias a la vez, la mujer y el vino. Abusa de mi coche de punto, lo emplea má s que yo... Ojalá pudié ramos dejarlo borracho esta noche... pero se bebe diez botellas y só lo se pone achispado; la mirada se le pone turbia, pero sigue viendo claro. —Es como esa gente cuyas ventanas está n sucias por fuera —dijo Esther— y que desde dentro ven lo que pasa fuera... Ya conozco esta propiedad de algunos hombres; Du Tillet la posee en grado superlativo. —¡Ojalá Du Tillet y Nucingen lo enredaran en alguna de sus combinaciones! ¡Al menos me sentirı́a vengada!... Le reducirı́an a la mendicidad... ¡Ay,

querida, ir a pasar a manos de un protestante hipó crita, despué s de ir con aquel pobre Falleix, que era tan divertido, tan guasó n y tan agradable!... ¡Si supieras có mo nos reı́amos!... Dicen que los agentes de cambio son todos tontos... Pues lo que es a é ste, nunca le faltó ingenio... —Cuando te dejó sin un chavo, eso te abrió los ojos sobre los sinsabores del placer. Europa, enviada por el señ or de Nucingen, asomó su cabeza de vı́bora por la puerta; y tras haber escuchado algunas palabras que le dijo su ama al oído, desapareció. A las once y media de la noche habı́a estacionados cinco coches en la calle Saint-Georges, a la puerta de la ilustre cortesana; eran el de Lucien, que fue acompañ ado de Rastignac, Blondet y Bixiou, el de Du Tillet, el del baró n de Nucingen, el del Nabab y el de Florine. El triple cierre de las ventanas quedaba oculto por los pliegues de las magnı́ icas cortinas de China. La cena tenı́a que servirse a la una, las velas estaban encendidas, el saloncito y el comedor

desplegaban toda su suntuosidad. Todos esperaban pasar una de esas noches de juerga que só lo pueden resistir aquellas tres mujeres y aquellos hombres. Empezaron por el juego, ya que habı́a que esperar aproximadamente un par de horas. —¿Juega usted, milord?... —dijo Du Tillet a Peyrade. —lo he jiugado con O'Connell, Pitt, Fox, Canning, lort Brougham, lorU.. —Diga usted ahora mismo una in inidad de lords —le dijo Bixiou. —Lort Fits-William, lort Ellenborough, lort Hertford, lort... Bixiou miró los zapatos de Peyrade y se agachó. —¿Qué buscas?... —le preguntó Blondet. —¡Diablos! Busca la palanca que hay que accionar para hacer parar esta máquina —contestó Florine. —Juega usted a veinte francos la icha?... —dijo Lucien.

—to jiuego todo lo que osté quiera pierder... —Lo hace muy bien... —dijo Esther a Lucien—; todos lo toman por un inglés. Du Tillet, Nucingen, Peyrade y Rastignac se sentaron a una mesa de juego. Florine, la señ ora Du Val-Noble, Esther, Blondet y Bixiou se quedaron charlando junto al fuego. Lucien se dedicó a hojear una magnífica obra llena de grabados. —La señ ora está servida —dijo Paccard, vestido con un espléndido uniforme. Peyrade fue colocado a la izquierda de Florine y lanqueado por Bixiou, a quien Esther habı́a recomendado que hiciera beber má s de la cuenta al nabab, desa iá ndolo. Nunca en la vida habı́a visto Peyrade tal esplendor, nunca habı́a probado una comida como aqué lla ni habı́a visto mujeres tan hermosas. " Esta velada me compensa los mil escudos que me ha costado ya la Val-Noble —pensó —, y por otra parte acabo de ganarles mil francos."

—Ahı́ tiene usted un ejemplo para seguir —le dijo en alta voz la señ ora Du Val-Noble, que estaba al lado de Lucien y que le señ aló con un ademá n las magnificencias del salón. Esther habı́a colocado a Lucien a su lado y le cogı́a uno de sus pies entre los suyos bajo la mesa. —¿Lo oye usted? —dijo la Val-Noble, mirando a Peyrade, que se hacı́a el ciego—. ¡Ası́ es como tendrı́a que arreglarse usted una casa! Cuando se vuelve de las Indias con millones y se quieren hacer negocios con gente como Nucingen, uno se pone a su nivel. —lo soy member de society of temperante... —Entonces va usted a beber de lo lindo —dijo Bixiou—, porque hace mucho calor en las Indias, ¿no es cierto?... Durante la cena la broma de Bixiou consistió en tratar a Peyrade como si fuera uno de sus tı́os de regreso de las Indias.

—La señ ora Ti Fal-Nople me ha ticho gue denı́a usdet cierdOs brobó sidos... —apuntó Nucingen, examinando a Peyrade. —Eso es lo que yo querı́a oı́r —dijo Du Tillet a Rastignac, los dos chapurreando a la vez. —Ya verá usted có mo acaban entendié ndose —dijo Bixiou, que adivinó lo que Du Tillet acababa de decir a Rastignac. —Sir baronet, ı́o ho pensado un pequeñ o speculasió n, oh, very comportable... muy mucho provechoso, y rich of benefisios... —Ya verá —dijo Blondet a Du Tillet— que no hablará n má s de un minuto sin que salga el parlamento y el gobierno inglés. —Esto ser en el China, por el opio... —Sı́, ya sé —dijo en seguida Nucingen, mostrando ası́ que estaba al corriente de la actualidad comercial en el mundo—, bero el go ierno inclé s denı́a un metió te aksió n gon el obio bara aprirse

las buertas te la China, y no nos bermidvría... —Nucingen le ha tomado la palabra sobre el gobierno —dijo Du Tillet a Blondet. —¡Ah!, ha comerciado usted con opio —exclamó la señ ora Du Val-Noble—. Ahora comprendo por qué es usted tan estupefaciente, le ha quedado algo en el corazón... —¡Faya! —exclamó el baró n, dirigié ndose al supuesto comerciante de opio y señ alá ndole la señ ora Du Val-Noble—, le basa lo mismo gue a mı́: los millonarios nunga gonsiquen hacerse guerer te las muqueres. —lo amado mocho y mochas veses, milé idi — contestó Peyrade. —Siempre a causa de la templanza —dijo Bixiou, que acababa de vaciar en la copa de Peyrade la tercera botella de vino de Burdeos, y que le hizo descorchar una botella de vino de Oporto. —¡Oh! —exclamó Peyrade—, it is very vine de

Portugal of Ingleterra. Blondet, Du Tillet y Bixiou cambiaron una sonrisa. Peyrade tenı́a la capacidad de parodiarlo todo, incluso el ingenio. Hay pocos ingleses que no sostengan que el oro y la plata son mejores en Inglaterra que en cualquier otra parte. Los pollos y huevos procedentes de Normandı́a que llegan al mercado de Londres autorizan a los ingleses a sostener que los pollos y los huevos de Londres son mejores (very fines) que los de París, que vienen del mismo sitio. Esther y Lucien quedaron estupefactos ante aquella perfecció n en el vestir, en el habla y en la audacia. Se bebía y se comía tanto y con tal placer, entre conversaciones y risas, que pronto fueron las cuatro de la madrugada. Bixiou creyó haber logrado una de esas victorias descritas con tanta gracia por Brillat-Savarin. Pero en el mismo momento en que pensaba, ofreciendo má s vino a su tı́o: "¡He vencido a Inglaterra!...", Peyrade dijo a aquel temible bromista: —¡Echa más, muchacho!

Sólo Bixiou oyó estas palabras. —¡Eh, amigos! ¡Es tan inglé s como yo!... ¡Mi tı́o es un gascón! ¡No podía ser de otra manera! Bixiou estaba solo con Peyrade, de modo que nadie oyó esta revelació n. Peyrade se cayó de la silla al suelo. Paccard cogió en seguida a Peyrade y lo subió a una buhardilla, donde se durmió profundamente. A las seis de la tarde el nabab se despertó al sentir el contacto de un trapo hú medo con el que le lavaban la cara, y se encontró sobre un mal catre; frente a é l, a Asia enmascarada y disfrazada con un dominó negro. —¡Vaya, tío Peyrade, ya somos dos! —dijo ella. —¿Dónde estoy?... —dijo mirando a su alrededor. —Escuche lo que voy a decirle y se le pasará la borrachera —contestó Asia—. Aunque no quiera usted a la señ ora Du Val-Noble, a su hija sı́ la quiere, ¿verdad? —¿Mi hija? —exclamó Peyrade con un rugido.

—Sí, la señorita Lydie... —¿Qué pasa? —Que ya no está en la calle de los Moineaux, está secuestrada. Peyrade dio un suspiro parecido al que dan los soldados que mueren, heridos repentinamente en el campo de batalla. —Mientras que usted ingı́a ser un inglé s, otro ingı́a ser Peyrade. Su pequeñ a Lydie creyó que seguı́a a su padre, y ahora está en lugar seguro... ¡Oh, no la encontrarı́a usted nunca! A menos que repare el daño que ha hecho... —¿Qué daño? —Ayer negaron la entrada en casa del duque de Grandlieu al señ or Lucien de Rubempré . Este resultado se debe a tus intrigas y al hombre que nos has destinado. Ni una palabra. ¡Escucha! —dijo Asia, viendo que Peyrade iba a abrir la boca—. No tendrá s a tu hija, pura y sin mancilla —prosiguió

Asia, recalcando con é nfasis cada palabra—, má s que el dı́a en que el señ or Lucien de Rubempré salga de Saint-Thomas-d'Aquin casado con la señ orita Clotilde. Si dentro de diez dı́as Lucien de Rubempré no vuelve a ser admitido como antes a la casa de Grandlieu, primero morirá s de muerte violenta, sin que haya nada que pueda preservarte del golpe que te amenaza... Luego, cuando ya te sientas herido de muerte, te dejará n algú n tiempo, antes de morir, para que medites sobre esto: "¡Mi hija es una prostituta para el resto de sus dı́as!..." Aunque hayas sido tan tonto de dejar esta presa al alcance de nuestras garras, todavı́a te queda la.su iciente inteligencia para meditar sobre este mensaje de nuestro gobierno. No ladres, no digas una sola palabra, ve a cambiarte de ropa a casa de Contenson,. vuelve a tu casa y Katt te dirá que tu pequeñ a Lydie, siguiendo lá orden de un billete que tú mandaste, bajó de casa y no han vuelto a verla. Si te quejas, si das el menor paso, se empezará por donde te he dicho que se terminarı́a con tu hija: ya está prometida a De Marsay. Con el tı́o Canquoè lle no hay que emplear frases bonitas ni guantes de lana, ¿no es ası́?... Vete y procura no meter la nariz

en nuestros asuntos. Asia dejó a Peyrade en un estado lastimoso; cada palabra fue para é l como un mazazo. El espı́a tenı́a dos lá grimas en los ojos y otras dos en la parte inferior de sus mejillas, unidas por sendos regueros húmedos. —Esperan al señ or Johson para la comida —dijo Europa, asomando la cabeza, un instante después. Peyrade no respondió , bajó y caminó , por las calles hasta una parada de coches, fue a cambiarse a casa de Contenson sin decirle una palabra, volvió a vestirse como tio Canquoè lle, y a las ocho llegó a su casa. Subió las escaleras con el corazó n palpitando. Cuando la lamenca oyó a su amo, le preguntó con tanta ingenuidad por su hija, que el viejo espı́a tuvo que apoyarse. El golpe rebasó sus fuerzas. Entró en las habitaciones de su hija y llegó a perder el sentido a causa del dolor al encontrar vacı́o el piso y al escuchar la narració n de Katt, que le contó las circunstancias de un rapto montado con tanta habilidad como si fuera é l mismo quien lo hubiera

ideado. "Bueno —dijo para sı́—, hay que ceder, me vengaré má s tarde, vamos a ver a Corentin... Es la primera vez que encontramos adversarios. Corentin dejará que ese pimpollo se case con emperatrices, ¡si lo quiere!... ¡Ah!, comprendo que mi hija se haya enamorado de é l la primera vez que le vio... ¡Oh!, el cura españ ol sabe hacer las cosas... ¡Valor, tı́o Peyrade, deja libre a tu presa!" El pobre padre no preveía el horrible golpe que le esperaba. Una vez en casa de Corentin, Bruno, el criado de confianza; que conocía a Peyrade, le dijo: —El señor se ha marchado... —¿Por mucho tiempo? —¡Por diez días!... —¿Adonde?

—¡No lo sé !... "¡Oh, Dios mı́o, me estoy volviendo estú pido! Pregunto adonde... como si se lo

dijéramos", pensó.. Unas horas antes de que Peyrade fuera despertado en la buhardilla de la calle Saint-Georges, Corentin, que venı́a de su inca de Passy, se presentaba en casa del duque de Grandlieu vestido de ayuda de cá mara de casa rica. En uno de los ojales de su traje negro llevaba la cinta de la Legió n de Honor. Se habı́a puesto, maquillá ndose, una cara de anciano, con el cabello empolvado, pá lida y llena de arrugas. Sus ojos estaban velados por unas gafas de concha. Tenı́a el aspecto, en suma, de un anciano jefe de o icina. Cuando hubo dado su nombre (señ or de Saint-Denis), fue conducido al despacho del duque de Grandlieu, donde halló a Derville leyendo la carta que habı́a dictado é l mismo a uno de sus agentes, el Nú mero encargado de las Escrituras. El duque cogió aparte a Corentin para explicarle todo lo que sabı́a Corentin. El señ or de Saint-Denis escuchó frı́amente, respetuosamente, entretenié ndose en estudiar a aquel gran señ or, en penetrarlo hasta el meollo, en poner al descubierto aquella vida ocupada, entonces y siempre, en el whist y en la fama de la casa de Grandlieu. Los grandes señ ores son tan

ingenuos con sus inferiores, que Corentin no necesitó hacer humildemente demasiadas preguntas al señ or de Grandlieu para que brotaran impertinencias. —Si quiere usted hacerme caso, caballero —dijo Corentin a Derville, tras haber sido presentado al procurador con todos los requisitos—, saldremos esta misma tarde hacia Angulema con la diligencia de Burdeos, que va tan de prisa como el coche correo, y no necesitaremos estar má s de seis horas para reunir las informaciones que desea el señ or duque. Si he comprendido bien a Su Señ orı́a, basta con saber si la hermana y el cuñ ado del señ or de Rubempré han podido darle un milló n doscientos mil francos, ¿no es así?... —dijo, mirando al duque. —Lo ha comprendido perfectamente —contestó el par de Francia. —Podemos estar de vuelta dentro de cuatro dı́as —repuso Corentiri, mirando a Derville—, y ası́ ni el uno ni el otro habremos abandonado nuestros negocios por un espacio de tiempo tal que se vean

afectados. —Es la ú nica objeció n que tenı́a que hacer a Su Señ orı́a —dijo Derville—. Son las cuatro, vuelvo a mi casa a dar unas instrucciones a mi primer pasante; despué s de la cena estaré a las ocho... Pero, ¿tendremos plazas? —dijo al señ or dé Saint-Denis, interrumpiéndose. —Respondo de ello —contestó Corentin—; le espero a las ocho en el patio de las Mensajerı́as de la O icina Principal. Si no hay plazas, haré que las haya: ası́ es como hay que servir a Su Señ orı́a el duque de Grandlieu. —Señ ores —dijo el duque con in inita gracia— todavía no les doy las gracias... Corentin y el procurador, que tomaron estas palabras como señ al de despido, saludaron y salieron. En el momento en que Peyrade estaba interrogando al criado de Corentin, el señ or de Saint-Denis y Derville, instalados en la berlina de la diligencia de Burdeos, se observaban mutuamente en silencio a la salida de Parı́s. Al dı́a siguiente,

yendo de Orlé ans a Tours, Derville, que se aburrı́a, se puso a charlar, y Corentin se avino a entretenerle, aunque guardando las distancias; le hizo creer que pertenecı́a a la diplomacia y que esperaba llegar a ser có nsul general con la protecció n del duque de Grandlieu. Dos dı́as despué s de su salida de Parı́s, Corentin y Derville se detenı́an en Mansle, con gran sorpresa por parte del procurador, que creía dirigirse a Angulema. —En esta pequeñ a ciudad —dijo Corentin a Derville —conseguiremos informaciones positivas sobre la señora Séchard. —¿La conoce usted, pues? —preguntó Derville, sorprendido de ver que Corentin estaba tan bien informado. —He hecho hablar al conductor al darme cuenta de que es de Angulema, y me ha dicho que la señ ora Sé chard vive en Marsac, que no está má s que a una legua de Mansle. He pensado que aquı́ estaremos en mejores condiciones que en Angulema para desentrañar la verdad.

"Por lo demá s —pensó Derville—, segú n me ha dicho el señ or duque, yo no soy má s que el testigo de las indagaciones que haga este hombre de confianza..." La posada de Mansle, llamada La Belle Etoile, tenı́a por dueñ o a uno de esos hombres gruesos a los que se teme siempre no volver a encontrar a la vuelta y que, en cambio, vuelven a estar al cabo de diez añ os en el umbral de la puerta con la misma cantidad de carne, el mismo gorro de algodó n, el mismo delantal, el mismo cuchillo, los mismos cabellos grasientos y la misma triple papada, y que aparecen estereotipados en las obras de todos los grandes novelistas, desde el inmortal Cervantes hasta el inmortal Walter Scott. ¿Acaso no ocurre que todos tienen grandes pretensiones acerca de su arte culinario, que dicen estar todos al entero servicio del cliente y que acaban todos sirviendo un pollo descarnado y unas legumbres aderezadas con mantequilla rancia? Todos ponderan sus vinos y le obligan a uno a consumir los vinos de la regió n. Pero desde temprana edad Corentin habı́a aprendido a obtener de los posaderos cosas má s

importantes que un plato dudoso o un vino apó crifo. Por eso se presentó como un hombre muy fá cil de contentar y que se abandonaba por completo a la discreció n del mejor cocinero de Mansle, según dijo a aquel hombre. —No me cuesta mucho ser el mejor, puesto que soy el único —respondió el posadero. —Sı́rvanos en la sala de al lado —dijo Corentin, haciendo un guiñ o a Derville—, y sobre todo no tenga a mal poner mucho fuego en la chimenea, tenemos los dedos entumecidos. —No hacı́a precisamente calor en la berlina —dijo Derville. —¿Está muy lejos Marsac? —preguntó Corentin a la mujer del posadero, que habı́a bajado de las regiones superiores al saber que en la diligencia habían llegado viajeros que se quedaban a dormir. —¿Va usted a Marsac, caballero? —preguntó la posadera.

—No lo sé —contestó con una ligera sequedad—. ¿Es muy grande la distancia de aquı́ a Marsac? — volvió a preguntar Corentin, tras haber dejado a la dueña tiempo suficiente para que viera su cinta roja. —En cabriolé es cuestió n de una media hora corta —dijo la mujer del posadero. —¿Cree usted que estará n ahora en invierno el señor y la señora Séchard?... —Sin duda alguna: pasan allí todo el año... —Son las cinco; no se habrá n acostado a las nueve, ¿verdad? —¡Oh, y hasta las diez pueden encontrarlos! Todas las noches reciben visitas, el cura, el señ or Marron, el médico. —¡Son buena gente! —dijo Derville. —La lor y nata, caballero —contestó la mujer del posadero—; son unas personas dignas y honradas... ¡y que no tienen nada de ambició n! El señ or Sé chard, aunque lleva una existencia acomodada, tendrı́a millones,

segú n dicen, si no se hubiera dejado arrebatar un invento sobre la fabricació n de papel del que se han aprovechado los hermanos Cointet. —¡Ah, sí, los hermanos Cointet! —dijo Corentin. —Cá llate —dijo el posadero—. ¿Qué les importa a estos señ ores que el señ or Sé chard tenga o no tenga derecho a una patente de un mé todo para fabricar papel? Estos señ ores no comercian con papel... Si piensan pasar la noche en casa, en La Belle Etoile —dijo el posadero, dirigié ndose a los dos viajeros—, aquı́ tienen el libro, les ruego que se inscriban. Tenemos un sargento que no tiene nada que hacer y que se pasa el tiempo molestándonos... —Demonio, demonio, yo creı́a que los Sé chard eran muy ricos —dijo Corentin, mientras, Derville escribı́a su nombre y su calidad de procurador en el Tribunal de Primera Instancia del departamento del Sena. —Hay quien dice que son millonarios —respondió el posadero—, pero querer evitar que se muevan las lenguas es como proponerse evitar que luya el

rı́o. Sé chard padre dejó doscientos mil francos en bienes, y eso es ya mucho para un hombre que habı́a empezado siendo obrero. Pues bien, tenı́a quizá s otro tanto de ahorros... ya que acabó sacando de diez a doce mil francos de sus bienes. Pues supongamos que haya sido lo bastante tonto como para no invertir su dinero durante diez añ os, y nos salen las cuentas. Pero pongamos trescientos francos, si practicó la usura como se sospecha, y tenemos todo el asunto. Quinientos mil francos está muy lejos de un milló n. Me conformarı́a con la diferencia; si la tuviera no seguirı́a estando en La Belle Étoile. —¡Có mo! —dijo Corentin—. ¿El señ or David Sé chard y su esposa no tienen una fortuna de dos o tres millones?... —Eso es lo que les atribuyen a los señ ores Cointet, que le arrebataron el invento —exclamó la mujer del posadero—, y no sacó de ellos má s de veinte mil francos... ¿De dó nde quiere usted que esa buena gente sacaran millones? Vivı́an con lo justo en vida de su padre. De no ser por Kolb, su administrador, y

por la señ ora Kolb, que les era tan iel como su marido, habrı́atl vivido con grandes di icultades. ¿Qué tenı́an con la Verberie?... ¡Mil escudos de renta!... Corentin tomó a Derville aparte y le dijo: —In vino ventas! La verdad se halla en el zumo de la vid. Por mi parte, veo en las posadas los auté nticos registros civiles de las regiones; los notarios no está n mejor informados que los posaderos de todo lo que pasa en los lugarejos. Ya lo ve: se supone que conocemos a los Cointet, a Kolb, etc. Un posadero es el repertorio viviente de todas las aventuras, hace de policı́a sin darse cuenta. Un gobierno cualquiera ha de mantener a lo sumo a doscientos espı́as, puesto que en un paı́s como Francia hay diez millones de soplones honrados. Pero no estamos obligados a iarnos de esta informació n, aunque en este pequeñ o pueblo podrı́amos ya enterarnos de algo acerca del milló n doscientos mil francos que desaparecieron para pagar las tierras de Rubempré ... No nos quedaremos mucho tiempo aquí...

—Así lo espero —dijo Derville. —Ahora le diré por qué —repuso Corentin—. He encontrado la manera má s natural de sacarles la verdad a los esposos Sé chard. Cuento con usted para que apoye, con su autoridad de procurador, la pequeñ a astucia que emplearé para lograr unas cuentas claras y precisas acerca de su fortuna. Despué s de cenar iremos a casa del señ or Sé chard —dijo Corentin a la mujer del posadero—, prepá renos usted las camas; queremos una habitació n para cada uno. En La Belle Etoile tiene que haber sitio. —Hemos acertado con el nombre —dijo la mujer —, ¿verdad, caballero? —¡Oh!, este juego de palabras se da en todos los departamentos —dijo Corentin—; ustedes no tienen el monopolio. —Están servidos, caballeros —dijo el posadero. —Pues, ¿de dó nde diablos habrı́a sacado el dinero ese joven?... ¿Será verdad lo que dice la carta

anó nima? ¿Será el precio de alguna muchacha bonita? —dijo Derville a Corentin, sentá ndose a la mesa para cenar. —¡Oh!, eso serı́a el objeto de otra investigació n — dijo Corentin—. Lucien de Rubempré vive, según me ha dicho el duque de Chaulieu, con una judı́a conversa que se hacı́a pasar por holandesa y cuyo nombre es Esther Van-Bogseck. —¡Qué curiosa coincidencia! —dijo el procurador —. Estoy buscando a la heredera de un holandé s llamado Gob-seck; se trata del mismo nombre con un cambio de consonantes... —En Parı́s —dijo Corentin—, a mi regreso, le conseguiré informaciones sobre su filiación. Una hora despué s los dos encargados de negocios de la casa de Grandlieu partı́an para la Verberie, la casa del señ or y la señ ora Sé chard. Lucien no habı́a tenido jamá s emociones tan profundas como las que sintió en la Verberie comparando su destino con el de su cuñ ado. Los dos parisienses iban a encontrar el mismo espectá culo que unos dı́as antes

habı́a impresionado a Lucien. Allı́ todo respiraba tranquilidad y abundancia. Cuando los dos forasteros estaban por llegar, habı́a cinco personas en el saló n de la Verberie: el cura de Marsac, joven sacerdote de veinticuatro añ os que, a instancias de la señ ora Sé chard, se habı́a hecho preceptor de su hijo Lucien; el mé dico del lugar, llamado señ or Marron; el alcalde del municipio, y un viejo coronel retirado que se dedicaba al cultivo de rosas en una pequeñ a propiedad situada frente a la Verberie, al otro lado de la carretera. Estas personas, en invierno, iban cada tarde a jugar al inocente juego del bostó n, a un cé ntimo cada icha, a coger los perió dicos o a devolver los que ya habı́an leı́do. Cuando el señ or y la señ ora Sé chard compraron la Verberie, hermosa casa de piedra caliza cubierta de pizarra, sus dependencias de recreo consistı́an en un pequeño jardín. Con el tiempo, y dedicando a ello sus ahorros, la hermosa señ ora Sé chard amplió su jardı́n hasta un riachuelo, sacri icando los viñ edos que adquirió y convirtié ndolos en cé spedes y macizos. En aquel momento, la Verberie, rodeada de un pequeñ o parque de unos diecisé is arpents rodeados por muros, era considerada la inca má s

importante de la regió n. La casa del difunto Sé chard y sus dependencias no servı́an má s que para la explotació n de algunos arpents de viñ edo dejados por é l, ademá s de cinco alquerı́as que producı́an cerca de seis mil francos, y ocho arpents de prados. situados al otro lado del riachuelo, justo delante del parque de la Verberie; la señ ora Sé chard tenı́a el propó sito de incluirlos en el parque al añ o siguiente. En los alrededores ya se le daba a la Verberie el nombre de mansión señorial, y llamaban a Eve Sé chard la señ ora de Marsac. Al satisfacer su vanidad, Lucien no habı́a hecho sino imitar a los campesinos y a los cultivadores de viñ edos. Se rumoreaba que Courtois, el propietario de un molino situado a algunos tiros de fusil de los prados de la Verberie, estaba en tratos con la señ ora Sé chard a propó sito de este molino. Aquella adquisició n probable acabarı́a de dar a la Verberie el aire de una inca de primer orden en el departamento. La señ ora Sé chard, que prodigaba muchos favores con tanto discernimiento como grandeza, era muy estimada y querida. Su magnı́ ica belleza habı́a alcanzado entonces su má ximo

despliegue. Aunque tenı́a cerca de veintisé is añ os, conservaba el frescor de la juventud gracias al reposo y a la abundancia que proporciona la vida del campo. No habı́a dejado de sentir amor por su marido y respetaba en é l al hombre de talento su icientemente modesto para renunciar a las pompas de la gloria; por ú ltimo, para acabar de retratarla, basta quizá con decir que durante toda su vida no habı́a tenido un solo latido de corazó n que no hubiera sido suscitado por sus hijos 0 por su marido. El tributo que este matrimonio pagaba a la infelicidad era, como es fá cil de adivinar, la profunda tristeza que causaba la vida de Lucien, en la que Eve Sé chard presentı́a muchos misterios que le producı́an un gran temor, abonado por el hecho de que Lucien, durante su ú ltima visita, cortó secamente todas las preguntas de su hermana dı́cié ndole que los ambiciosos no responden de los medios que emplean má s que ante sı́ mismos. A lo largo de seis añ os Lucien habı́a visto tres veces a su hermana y no le habı́a escrito má s de seis cartas. Su primera visita a la Verberie tuvo lugar con ocasió n de la muerte de sü madre, y la ú ltima habı́a tenido por objeto pedir el favor de aquella mentira tan

necesaria para su polı́tica. Esto fue motivo de una escena muy grave entre el señ or y la señ ora Sé chard y su hermano, escena que dejó dudas atroces grabadas en el interior de aquella existencia noble y apacible. El interior de la casa, que estaba transformado igual que el exterior, resultaba confortable sin ofrecer ningú n lujo. Esto podrá apreciarse dando una rá pida mirada al saló n donde en aquel momento estaba la gente reunida. Una hermosa alfombra de Aubusson, algunos tapices de tela asargada de algodó n gris adornados con trencillas de seda verde, unas pinturas imitando madera de Spa, un mueble de caoba esculpida, adornado con cachemira gris y pasamanerı́a verde, y unas jardineras llenas de lores, pese a la é poca del añ o en que se hallaban, ofrecían un conjunto acariciador a la mirada. Las cortinas de seda verde de las ventanas, los adornos de la chimenea, el marco de los espejos, no caı́an en ese mal gusto provinciano que todo lo estropea. Por ú ltimo, los detalles má s nimios, limpios y elegantes, todo daba sensació n de reposo debido a esa especie de poesı́a que toda

mujer enamorada y con talento puede y debe introducir en su hogar. La señ ora Sé chard, que aú n guardaba luto por su padre, trabajaba junto al fuego en una labor de tapicerı́a con la ayuda de la señ ora Kolb, el ama de llaves, a cuyos cuidados dejaba todos los detalles de la casa. En cuanto el cabriolé llegó a la altura de las primeras casas de Marsac, a los visitantes habituales de la Verberie habı́a que añ adir la presencia de Courtois, el molinero, viudo de su esposa, que querı́a retirarse de los negocios y que esperaba vender bien su propiedad, que parecía interesar a la señora Éve, y Courtois sabía por qué. —¡Un cabriolé que se detiene aquı́! —dijo Courtois al oı́r en la puerta el ruido del coche—. Por el ruido de chatarra es presumible que sea del país...

—Será n seguramente Postel y su mujer, que vienen a verme —añadió el médico. —No —repuso Courtois—, el cabriolé viene del

lado de Mansle. —Señ ora —dijo Kolb (un alsaciano alto y gordo)—, hay un brogurator te Barı́s gue guiere haplar gon el señ or. —¡Un procurador!... —exclamó Sé chard—. Esta palabra me produce cólico. —Gracias —dijo el alcalde de Marsac, llamado Cachan, procurador durante veinte añ os en Angulema, y que en otro tiempo habı́a recibido el encargo de demandar a Séchard. —Mi pobre David no cambiará nunca, siempre será un distraído —dijo Éve, sonriendo. —Un procurador de Parı́s —exclamó Courtois—. ¿Tiene acaso negocios en París? —No —dijo Éve. —Tiene un hermano —explicó Courtois, sonriendo. -Ojo que no sea a causa de la herencia del tı́o Sé chard —dijo Cachan—. Habı́a hecho negocios turbios, aquel buen hombre... Corentin y Derville entraron y, tras haber saludado a los presentes y anunciado sus nombres, pidieron

si podı́an hablar particularmente con la señ ora Séchard y su esposo. —Con mucho gusto —dijo Sé chard—. Pero, ¿se trata de negocios? —Se trata tan só lo de la herencia de su señ or padre —respondió Corentin. —Permitan ustedes, pues, que asista a la entrevista el señ or alcalde, que es un exprocurador de Angulema. —¿Es usted el señ or Derville?... —dijo Cachan, mirando a Corentin. —No, señ or, es este caballero —contestó Corentin señalando al procurador, que hizo un saludo. —Pero si estamos en familia —dijo Sé chard—, no tenemos nada que esconder a nuestros vecinos; no hace falta que vayamos a mi despacho, donde no hay fuego... Nuestra vida transcurre a la vista de todos... —La de su padre —dijo Corentin— tuvo algunos

misterios que quizá le incomodarı́a que se publicasen. —¿Se trata de algo que nos pueda hacer enrojecer?... —dijo Éve, alarmada. —¡Oh, no, es un mero devaneo de juventud! —dijo Corentin, tendiendo con la mayor sangre frı́a una de sus innumerables trampas—. Su padre le dejó a usted un hermano mayor... —¡Vaya con el viejo zorro! —exclamó Courtois—. No le querı́a a usted demasiado, señ or Sé chard, y le guardó é sta, el cazurro... Ahora entiendo lo que querı́a decir cuando me decı́a: "¡Las verá de todos los colores cuando esté enterrado!" —¡Oh, tranquilı́cese usted, caballero! —dijo Corentin a Séchard, mirando a Éve de soslayo. —¡Un hermano! —exclamó el mé dico—. Pero, ¡eso significa que la herencia deberá repartirse! Derville ingı́a contemplar los hermosos grabados antiguos que estaban expuestos en los paneles del

salón. —¡Oh, tranquilı́cese, señ ora! —dijo Corentin al ver la sorpresa pintada en el rostro de la hermosa señ ora Sé chard—, no se trata má s que de un hijo natural. Los derechos de los hijos naturales no son los de los hijos legı́timos. Este hijo está en la miseria má s profunda, y tiene derecho a una suma proporcionada a la importancia de la herencia... Los millones dejados por su padre... Al oı́rse aquella palabra, millones, se produjo un grito uná nime en el saló n. En aquel instante Derville dejó de contemplar los grabados. —¿El tı́o Sé chard millones?... —dijo el grueso Courtois—. ¿Quié n le ha dicho eso? Algú n campesino. —Caballero —dijo Cachan—, no pertenece usted al isco; de modo que podemos decirle lo que hay en realidad... —Esté usted tranquilo, le doy palabra de honor de que no soy ningún funcionario de Hacienda.

Cachan, que acababa de hacerles a todos señ al de que se callaran, dejó escapar un gesto de satisfacción. —Señ or mı́o —añ adió Corentin—, aunque no hubiera má s que un milló n, la parte del hijo natural seria aú n sustanciosa. No venimos a hacer ningú n proceso, al contrario, venimos a proponerle que nos dé cien mil francos y nos vamos en seguida.

—¡Cien mil francos!... —exclamó Cachan, interrumpiendo a Corentin—. Pero, caballero, si el tı́o Sé chard dejó diecisé is arpents de viñ edos, cinco pequeñ as alquerı́as, ocho arpents de prados en Marsac y ni un céntimo... —Por nada del mundo quisiera decir una mentira, señ or Cachan —exclamó David Sé chard, interviniendo—; y en asuntos de intereses, menos aú n que en otras cosas... Caballero —dijo a Corentin y a Derville—, mi padre nos ha dejado, ademá s de estos bienes... —por mucho que Courtois y Cachan

se esforzaran en hacer signos a Sé chard, é ste continuó —, trescientos mil francos, con lo cual la herencia se eleva aproximadamente a quinientos mil francos. —Señ or Cachan —dijo Eve Sé chard—, ¿cuá l es la parte que la ley atribuye al hijo natural?... —Señ ora —dijo Corentin—, no somos unos saqueadores, só lo le pedimos que nos jure delante de estos señ ores que no reunieron má s de cien mil escudos de plata de la herencia de su suegro, y nos entenderemos bien... —Antes —dijo el exprocurador de Angulema a Derville—, dé usted su palabra de honor de que es procurador. —Aquı́ tiene mi certi icado —dijo Derville a Cachan, tendié ndole un papel doblado en cuatro—, y el caballero no es ningú n inspector general de Hacienda, como ustedes podrı́an creer, tranquilícense —añadió Derville— Sólo teníamos un gran interé s por saber la verdad sobre la herencia Sé chard, y ya la sabemos... —Derville cogió a la

señora Éve de la mano y la llevó muy cortésmente al extremo del saló n—. Señ ora —le dijo en voz baja—, si no estuvieran en juego el honor y el porvenir de la casa de Grandlieu en este asunto, no me habrı́a prestado a esta estratagema ideada por este caballero condecorado; excú sele usted, se trataba de descubrir la mentira gracias a la cual el hermano de usted ha sorprendido la fuena fe de tan noble familia. Guárdese bien ahora de intentar hacer creer que le ha dado un milló n doscientos mil francos para comprar las tierras de Rubempré... —¡Un milló n doscientos mil francos! —exclamó la señ ora Sé chard, palideciendo—. ¿Y de dó nde los habrá sacado, el desgraciado?... —¡Ahı́ está ! —dijo Derville—. Me temo que el origen de esa fortuna sea muy impuro. A Eve se le llenaron de lá grimas los ojos, como advirtieron sus vecinos. —Quizá le hayamos prestado un gran servicio —le dijo Derville— impidié ndole caer en una mentira cuyas consecuencias pueden ser muy peligrosas.

Derville dejó a la señ ora Sé chard sentada, pá lida, con lá grimas en las mejillas, y saludó a los presentes. —¡A Mansle! —dijo Corentin al muchacho que conducía el cabriolé. La diligencia de Burdeos a Parı́s, que pasó por la noche, tenı́a una sola plaza libre; Derville rogó a Corentin que le dejara marchar a é l primero, alegando negocios; en el fondo no se iaba de su compañ ero de viaje, cuya habilidad diplomá tica y cuya sangre frı́a le parecieron responder a un há bito. Corentin se quedó en Mansle tres dı́as, sin hallar ocasió n para marchar; se vio obligado a escribir a Burdeos para reservar una plaza hasta Parı́s, de modo que no pudo estar de vuelta hasta nueve días después de su partida. Durante aquel tiempo, Peyrade iba todas las mañ anas a casa de Corentin, a Passy o a Parı́s, para saber si ya habı́a vuelto. El octavo dı́a dejó en ambos domicilios una carta cifrada segú n el có digo convenido entre ambos, en la que explicaba a su

amigo la clase de muerte con la que le amenazaban, el secuestro de Lydie y la horrible suerte a la que la destinaban. Vié ndose atacado de un modo aná logo a como él solía atacar, Peyrade, privado de Corentin, pero con la ayuda de Contenson, siguió llevando su disfraz de nabab. Aunque lo hubieran descubierto sus invisibles enemigos, pensaba muy sensatamente que podrı́a recoger ciertas informaciones permaneciendo en el mismo campo de batalla. Contenson habı́a puesto en marcha a todos sus conocidos en busca de Lydie, y esperaba descubrir la casa en que estaba escondida; pero la imposibilidad, dı́a a dı́a con irmada, de descubrir el menor rastro, fue incrementando paulatinamente el desespero de Peyrade. El viejo espı́a se rodeó de una guardia de doce o quince agentes de los má s diestros. Vigilaban los alrededores de la calle de los Moineaux y de la calle Taitbout, donde vivı́a, en su papel de nabab, con la señ ora Du Val-Noble. Durante los tres ú ltimos dı́as del plazo fatal dado por Asia para restablecer la buena fama de Lucien en la casa de Grandlieu, Contenson no abandonó al veterano de la antigua direcció n general de policı́a. Ası́ pues, la poesı́a de terror que difunden las tribus

guerreras enemigas con sus estratagemas en el seno de los bosques de Amé rica, y de la que se valió Cooper, se desprendı́a de los má s nimios detalles de la vida parisiense. Los transeú ntes, las tiendas, los coches de punto, una persona de pie en una encrucijada, todo ofrecı́a a los hombres-nú mero encargados de la defensa de la vida del viejo Peyrade el enorme interé s que en las novelas de Cooper ofrecen un tronco de á rbol, una guarida de castores, una roca, una piel de bisonte, una canoa inmóvil o un follaje a flor de agua. —Si el españ ol se ha marchado, no tiene usted nada que temer —decı́a Contenson a Peyrade, hacié ndole notar la profunda tranquilidad de que gozaban. —¿Y si no se ha marchado? —contestaba Peyrade. —Se fue con uno de mis hombres detrá s de su calesa; pero al llegar a Blois, mi agente tuvo que bajar y no pudo volver a coger el coche. Cinco dı́as despué s del regreso de Derpille, Lucien recibió una mañana la visita de Rastignac.

—Querido amigo, estoy desesperado de tener que comunicarte algo que se me ha encargado, debido a nuestra ı́ntima amistad. Tu casamiento está roto, sin que te quepa la menor esperanza de recomponerlo. No vuelvas a poner los pies en la casa de Grandlieu. Para casarte con Clotilde tendrı́as que esperar la muerte de su padre, y se ha vuelto demasiado egoı́sta para morirse pronto. Los viejos jugadores de whist aguantan mucho... Clotilde se marchará a Italia con Madeleine de Lenoncourt-Chaulieu. La pobre muchacha te quiere tanto, amigo mı́o, que ha sido preciso vigilarla; querı́a venir a verte, y ya habı́a concebido su pequeñ o proyecto de evasió n... Es un consuelo, dentro de tu desgracia. Lucien no contestaba, miraba a Rastignac. —Despué s de todo, ¿es realmente una desgracia?... —le dijo su compatriota—. ¡Muy fá cilmente encontrará s a otra muchacha tan noble y má s hermosa que Clotilde!....La señ ora de Sé rizy te casará para vengarse; no puede soportar a los Grandlieu, que jamá s han querido recibirla; tiene una sobrina, la pequeña Clémence du Rouvre...

—Mi querido amigo, desde nuestra ú ltima cena no estoy en buenas relaciones con la señ ora de Sé rizy; me vio en el palco de Esther y me hizo una escena, así que la dejé correr. —Una mujer de má s de cuarenta añ os no se enfada por mucho tiempo con un muchacho tan guapo como tú —dijo Rastignac—. Yo sé algo de estas puestas de sol... que duran diez minutos en el horizonte y diez años en el corazón de una mujer. —Hace ocho días que espero carta suya. —¡Ve a verla! —Ahora será preciso. —¿Vendrá s al menos a casa de la Val-Noble? Su nabab corresponde con una cena a Nucingen por la invitación del otro día. —Iré —dijo Lucien con gravedad. El dı́a despué s de la con irmació n de su desgracia, de la que Carlos fue inmediatamente informado,

Lucien fue con Rastignac y Nucingen a casa del falso nabab. A medianoche el antiguo comedor de Esther reunı́a a casi todos los personajes de aquel drama, cuyos hilos, ocultos bajo el lecho mismo de aquellas torrenciales existencias, só lo eran conocidos por Esther, Lucien, Peyrade, el mulato Contenson y Paccard, que fue a servir a su ama. La señ ora Du Val-Noble, sin que se enteraran Peyrade ni Contenson, habı́a pedido a Asia que fuera a ayudar a su cocinera. Al sentarse a la mesa, Peyrade, que habı́a dado quinientos francos a la señ ora Du ValNoble para que se hicieran bien las cosas, encontró en su servilleta un papel en el que leyó estas palabras escritas en lá piz: Los diez dı́as expiran en el mismo momento en que usted se sienta a la mesa. Peyrade pasó el papel a Contenson, que estaba detrá s suyo, y le dijo en inglé s: —¿Eres tú el que ha puesto aquı́ mi nombre? Contenson leyó a ı́a luz de las velas aquel Mane, Tecel, Fares y se guardó el papel en el bolsillo, pero sabı́a lo difı́cil que es reconocer al autor de una escritura en lápiz, y sobre todo una frase escrita en mayú sculas, es decir, con

unos trazos, por ası́ decirlo, matemá ticos, ya que las mayú sculas se componen ú nicamente de curvas y rectas, en las que es imposible reconocer los há bitos de la mano, a diferencia de la escritura llamada cursiva. La cena se desarrolló sin ninguna alegrı́a. Peyrade era presa de una preocupació n visible. De los jó venes calaveras que saben alegrar las cenas, no habı́a má s que Lucien y Rastignac. Lucien estaba muy triste y meditando. Rastignac, que acababa de perder dos mil francos antes de la cena, bebı́a y comı́a con la idea de recuperarlos despué s de la comida. Las tres mujeres, impresionadas por aquella frialdad, se miraron. El aburrimiento hizo perder sabor a la comida. Con las cenas ocurre como con las obras de teatro y con los libros, tienen sus dı́as. Al terminarse la cena, sirvieron helados en forma piramidal, con pequeñ os frutos con itados colocados encima del helado, y servidos en pequeñ os vasos. La señ ora Du Val-Noble habı́a encargado estos helados en la casa Tortoni, cuyo famoso establecimiento se halla en el cruce de la calle Taitbout con el bulevar. La cocinera mandó

llamar al mulato para pagar la cuenta del heladero. Contenson, que consideró que la exigencia del mozo no era natural, bajó y le espetó lo siguiente: "¿No viene de la casa Tortoni?..." Y volvió a subir en seguida. Pero Paccard habı́a aprovechado esta ausencia para repartir los helados entre los invitados. Cuando el mulato llegaba a la puerta del piso uno de los agentes que vigilaban la calle de los Moineaux gritó en la escalera: —¡Número veintisiete! —¿Qué pasa? —preguntó Contenson, volviendo a bajar rápidamente la escalera. —Dı́gale al papá que su hija ha vuelto, y ¡en qué estado, Dios mı́o! Que venga en seguida, que se muere. En el instante en que Contenson volvió a entrar en el comedor, el viejo Peyrade, que habı́a bebido considerablemente, estaba ingiriendo la guinda de su helado. Brindando a la salud de la señ ora Du ValNoble, el nabab llenó su copa de un vino llamado de Constance y la vació de un trago. Pese a la turbació n

que llenaba a Contenson al pensar en la noticia que iba a tener que dar a Peyrade, le chocó , al entrar de nuevo, la profunda atenció n con la que Paccard miraba al nabab. Los ojos del criado de la señ ora de Champy parecı́an dos llamas ijas. Esta observació n, a pesar de su trascendencia, no detuvo sin embargo al mulato, que se inclinó hacia su amo en el instante en que Peyrade dejaba su copa vacía sobre la mesa. —Lydie está en casa —dijo Contenson—, y en un estado muy triste. Peyrade soltó la má s francesa de todas las palabrotas francesas con un acento meridional tan pronunciado, que en las caras de todos los invitados se grabó la más profunda de las sorpresas. Dándose cuenta, de su falta, Peyrade descubrió su disfraz diciendo en perfecto francés a Contenson: —¡Tráeme un coche!... Me largo de aquí. Todos se levantaron de la mesa. —¿Quién es usted? —exclamó Lucien.

—¡Sí!... —dijo el barón. —Bixiou me habı́a asegurado que sabı́a usted imitar a los ingleses mejor que é l, y no querı́a creérmelo —dijo Rastignac. —Es alguno que ha hecho bancarrota —dijo Du Tillet en voz alta—. ¡Me lo sospechaba!... —¡Qué lugar tan singular es Parı́s!... —dijo la señ ora Du Val-Noble—. Despué s de haber ido a la quiebra en su barrio, un negociante hace impunemente su aparició n en los Campos Elı́seos disfrazado de nabab o de dandy... Qué suerte la mı́a; siempre me afecta la misma infección: ¡la quiebra! —Dicen que todas las lores tienen uno u otro bicho —dijo Esther, con calma—; el mı́o se parece al de Cleopatra, el áspid. —¡Que quié n soy yo!... —dijo Peyrade desde la puerta— ¡Ya lo sabré is, porque si muero saldré de mi tumba para venir a tiraros de los pies cada noche!...

Al decir estas ú ltimas palabras, miraba a Esther y a Lucien; a continuació n aprovechó el asombro general para marcharse con una gran agilidad, ya que quiso ir corriendo a su casa sin esperar el coche. En la calle, Asia, envuelta en un mantó n negro de los que llevaban las mujeres para salir del baile, detuvo al espı́a por el brazo, en el umbral de la puerta cochera. —Manda a buscar los sacramentos, papá Peyrade —le dijo la misma voz con que le habı́a profetizado la desgracia. Allı́ habı́a un coche, al que subió Asia, y que desapareció como si se lo hubiera llevado el viento. Habı́a cinco coches, de modo que los hombres de Peyrade no pudieron enterarse de nada. Al llegar a su casa de campo, situada en una de las plazas má s apartadas y má s risueñ as de la pequeñ a ciudad de Passy, en la calle de las Vignes, Corentin, que aparentaba ser un negociante apasionado por la jardinerı́a, halló el mensaje de su amigo Peyrade. En vez de descansar, volvió a subir al coche que le

habı́a llevado y mandó que le condujera a la calle de los Moineaux, donde halló a Katt sola. Por la lamenca, se informó de la desaparició n de Lydie y quedó sorprendido de la falta de previsió n que tanto Peyrade como él habían tenido. "Todavı́a no me conocen —dijo para sus adentros —. Esa gente es capaz de cualquier cosa; vamos a ver si matan a Peyrade, pues en tal caso ya no me exhibiré más..." Cuanto má s infame es una vida, má s apego tiene el hombre por ella; entonces se convierte en una protesta, en una venganza de cada instante. Corentin bajó y fue a su casa a disfrazarse de anciano enfermizo, con una pequeñ a levita verdosa y una peluca de grama, y volvió a pie, iel a su amistad por Peyrade. Querı́a dar ó rdenes a los má s leales y há biles de entre sus nú meros. Cuando iba de la plaza Vendó me a la calle Saint-Roch por la calle Saint-Honoré , caminaba delante de é l una muchacha en zapatillas y vestida con la ropa de cama que llevan las mujeres. La muchacha, que llevaba una camisa de dormir blanca y en la cabeza

un gorro de noche, dejaba escapar de vez en cuando algunos sollozos mezclados con involuntarios quejidos; Corentin la adelantó algunos pasos y reconoció a Lydie. —Soy el amigo de su padre, el señ or Canquoè lle — dijo con su voz natural. —¡Ah, por in encuentro a alguien de quien pueda fiarme!... —dijo la muchacha. —Haga como que no me conoce —repuso Corentin —, nos persiguen unos enemigos implacables; yo he tenido que disfrazarme. Cué nteme lo que le ha pasado... —¡Oh, caballero! —dijo la pobre muchacha—, eso no se dice ni se cuenta... ¡Estoy deshonrada y perdida, sin poder explicarme de qué manera!... —¿De dónde viene usted?... —¡No lo sé , caballero! Me he marchado con tanta precipitació n, he andado por tantas calles, dando tantas vueltas, porque creı́a que me seguı́an...

Cuando encontraba a alguna persona honrada, le preguntaba el camino para ir a los bulevares, para llegar a la calle de la Paix. En in, despué s de haber andado durante... ¿Qué hora es? —Las once y media —dijo Corentin. —¡Me he escapado a la caı́da de la tarde, de modo que hace ya cinco horas que estoy andando!... — exclamó Lydie. —Vamos, vayase a descansar, encontrará en casa a su buena Katt.,. —¡Oh, señ or, ya no habrá má s reposo para mı́! No quiero má s reposo que el de la tumba; y me iré a esperarlo en un convento, si me juzgan digna de entrar en él... —¡Pobre pequeña! ¿Se resistió usted? —Sı́, señ or. ¡Oh! Si supiera en medio de qué abyectos seres me metieron... —Seguramente la adormecieron...

—Quizá —dijo la pobre Lydie—. Un poco má s de esfuerzo y llegaré hasta la casa. Me siento desfallecer y mis ideas no son muy claras... Hace un rato me creía en un jardín... Corentin cogió a Lydie entre sus brazos, donde perdió el sentido, y la subió por las escaleras. —¡Katt! —gritó. Katt apareció dando gritos de alegría. —¡No se regocije tan de prisa! —dijo Corentin sentenciosamente—. Esta muchacha está muy enferma. Cuando Lydie fue depositada sobre su cama y a la luz de las dos velas encendidas por Katt reconoció su habitació n, empezó a delirar. Alternativamente cantaba estribillos de graciosas melodı́as y vociferaba ciertas horribles expresiones que habı́a oı́do. Su hermoso rostro estaba salpicado de manchas violá ceas. En su mente se entremezclaban los recuerdos de su vida tan pura con los de aquellos diez días de infamia. Katt

lloraba. Corentin se paseaba por la habitació n, parándose de vez en cuando para examinar a Lydie. —¡Está pagando por su padre! —dijo—. ¿Existirá alguna Providencia? ¡Oh! Cuá nta razó n tengo de no tener familia... ¡Un hijo! Es, palabra de honor, como ha dicho no sé qué filósofo, un rehén que se entrega a la desgracia... —¡Ay! —dijo la pobre muchacha, sentá ndose y dejando sueltos sus hermosos cabellos—. En lugar de estar acostada aquı́, Katt, tendrı́a que estar acostada en la arena del fondo del Sena... —Katt, en lugar de llorar y de contemplar a la niñ a, con lo que no se curará , deberı́a ir a buscar a algú n mé dico, primero al del Ayuntamiento, y luego a los señ ores Desplein y Bianchon... Hay que salvar a esta criatura inocente... Y Corentin anotó las direcciones de los dos famosos doctores. En aquel instante subió por la escalera un hombre acostumbrado a sus peldañ os;

se abrió la puerta. Peyrade, empapado de sudor, con el rostro violá ceo y los ojos casi ensangrentados, resoplando como una marsopa, se abalanzó desde la puerta del piso a la habitació n de Lydie, exclamando: —¿Dónde está mi hija?... Vio que Corentin movı́a tristemente el brazo, y su mirada siguió la indicació n. El estado é n que se hallaba Lydie só lo era comparable al de una lor amorosamente cultivada por un botá nico y que, despué s de ser arrancada de su tallo, hubiera sido aplastada por las fuertes botas de un campesino. Traslá dese esta imagen al corazó n mismo de la Paternidad, y se comprenderá el impacto que recibió Peyrade, cuyos ojos se inundaron de lágrimas. —Alguien llora, es mi padre —dijo la muchacha. Lydie aú n pudo reconocer a su padre; se levantó y fue a ponerse en el regazo de su padre en cuanto éste se hubo hundido en un sillón.

—¡Perdó n, papá !... —dijo con una voz que atravesó el corazó n de Peyrade, en el mismo momento en que sintió como si le descargaran un mazazo sobre la cabeza. —Me muero... ¡canallas! —fueron sus ú ltimas palabras. Corentin fue a socorrer a su amigo, y recogió su último suspiro. "¡Muerto envenenado!... —pensó Corentin—. Bien, aquı́ está el mé dico —exclamó al oı́r el ruido de un coche. Contenson, que se habı́a quitado su maquillaje de mulato, hizo su aparició n y se quedó inmó vil como una estatua al oír que Lydie decía: —¿No me lo perdonas, padre mı́o?... ¡No ha sido culpa mía! —No se daba cuenta de que su padre estaba muerto. —¡Oh! ¿Con qué ojos me mira!... —dijo la pobre

demente... —Hay que cerrá rselos —dijo Contenson, que colocó al difunto Peyrade sobre la cama. —Estamos cometiendo una tontería —dijo Corentin —; llevé mosle a sus habitaciones; su hija está medio loca, y se volverı́a loca del todo si se diera cuenta de su muerte, creería haberlo matado ella. Al ver que se llevaban a su padre Lydie quedó como atontada. —¡He aquı́ a mi ú nico amigo!... —dijo Corentin, que parecı́a conmovido cuando Peyrade fue depositado sobre la cama de su habitació n—. ¡En toda su vida só lo una vez se dejó llevar por la codicia, y fue pensando en su hija!... Que esto te sirva de lecció n, Contenson. Cada estado tiene su có digo de honor. Peyrade ha hecho mal entrometié ndose en asuntos privados; en cuanto a nosotros, no tenemos má s que limitarnos a los asuntos pú blicos. Pero, ocurra lo que ocurra, juro —dijo con un tono, una mirada y un gesto que llenaron de temor a Contenson—, ¡juro que vengaré a mi pobre Peyrade! ¡Descubriré

a los autores de su muerte y a los de la deshonra de su hija!... ¡Por mi propio egoı́smo, por los pocos dı́as de vida que me quedan y que pongo en juego con esta venganza, toda esta gente acabará n sus dı́as a las cuatro de la tarde, en buena salud y bien afeitados, en la plaza de la Greve!... —¡Y yo le ayudaré! —dijo Contenson, emocionado. Efectivamente, no hay nada má s conmovedor que el espectá culo de la pasió n en un hombre frı́o, acompasado, metó dico, en el cual nadie, desde hacı́a veinte añ os, habı́a advertido el menor asomo de sensibilidad. Es como una barra de hierro en estado de fusió n, que hace fundir todo lo que encuentra. Por eso a Contenson se le revolvieron las entrañas. —¡Pobre tı́o Canquoè lle! —agregó mirando a Corentin—, me habı́a obsequiado tantas veces... A menudo (eso só lo sabe hacerlo la gente viciosa) me daba diez francos para ir a jugar... Despué s de esta oració n fú nebre, los dos vengadores de Peyrade fueron a las habitaciones de Lydie al oı́r que Katt y el mé dico de guardia subı́an

por la escalera. —Vete a la comisarı́a de policı́a —dijo Corentin—. El procurador del rey no encontrarı́a en esto elementos para ninguna investigació n; pero vamos a hacer un informe a la prefectura, quizá pueda servir de algo. Caballero —dijo Corentin al mé dico de guardia—, encontrará usted en esta habitació n a un hombre muerto; no creo que haya muerto de muerte natural, hará usted su autopsia en presencia del señ or comisario de policı́a, que va a venir ahora a petició n mı́a. Mire de descubrir el rastro del veneno; dentro de un rato podrá contar con la ayuda de los señ ores Desplein y Bianchon, a quienes he avisado para que examinen a la hija de mi mejor amigo, que está en un estado peor que el del padre, aunque éste haya muerto... —No necesito a esos señ ores para desempeñ ar mi cometido... —dijo el médico del Ayuntamiento. "¡Ah, bien!", pensó Corentin. —Evitemos los roces, caballero —repuso Corentin —. En pocas palabras, he aquı́ mi opinió n. Los que

acaban de matar al padre han deshonrado tambié n a la hija. Al alba, Lydie acabó sucumbiendo al cansancio; dormı́a cuando llegaron el ilustre cirujano y el joven mé dico. El mé dico encargado de registrar la defunció n habı́a abierto entonces el cadá ver de Peyrade y buscaba las causas de la muerte. —En espera de que se despierte a la enferma — dijo Corentin a los dos famosos mé dicos—, ¿querrı́an ustedes ayudar a uno de sus colegas en una indagació n que seguramente tendrá para ustedes interé s? Su opinió n no estará de má s en el atestado. —Su pariente ha muerto de apoplejı́a —dijo el mé dico—; hay pruebas de una congestió n cerebral espantosa... —Examínenlo, señores —dijo Corentin—, y piensen si en la toxicologı́a no hay venenos que produzcan el mismo efecto. —El estó mago —dijo el mé dico— estaba lleno de

materias; pero, a no ser que sean analizadas con el instrumental quı́mico adecuado, no hallo ninguna huella de veneno. —Si está n plenamente reconocidos los caracteres de la congestió n cerebral, hay ahı́, dada la edad del sujeto, una causa su iciente de defunció n —dijo Desplein, mostrando la enorme cantidad de alimentos... —¿Ha comido aquí? —preguntó Bianchon. —No —dijo Corentin—; ha venido aquı́ rá pidamente desde el bulevar y se ha encontrado con su hija violada. —Ahı́ tenemos el verdadero veneno, si querı́a a su hija —dijo Bianchon. —¿Qué veneno podrı́a producir un tal efecto? — preguntó Corentin, sin apearse de su idea. —No hay má s que uno —dijo Desplein, tras haberlo examinado todo cuidadosamente—. Es un veneno del archipié lago de Java, procedente de

ciertos arbustos aú n bastante poco conocidos, del gé nero de los Strychnos, y que se emplean para envenenar esas armas tan peligrosas... los kris malayos... Eso dicen, por lo menos... Llegó el comisario de policı́a, a quien Corentin comunicó sus sospechas y le pidió que redactara un informe, dicié ndole en qué casa y con qué gente habı́a cenado Peyrade; luego le informó acerca de la conjura contra la vida de Peyrade y de las causas del estado en que se hallaba Lydie. Luego, Corentin se trasladó a las habitaciones de la pobre muchacha, donde Desplein y Bianchon examinaban a la enferma; pero se encontró con ellos en el umbral de la puerta. —¿Qué hay, caballeros? —preguntó Corentin. —Lleven a esta joven a un sanatorio, y si no recupera la razó n al dar a luz, suponiendo que quede embarazada, conservará durante toda su vida una demencia manı́aco-depresiva. Para curarse no tiene má s recurso que el sentimiento maternal, si llega a brotar... Corentin dio cuarenta francos, en oro, a cada doctor, y se volvió hacia el comisario de policı́a, que

le tiraba de la manga. —El mé dico a irma que la muerte es natural —dijo el funcionario—, y no puedo hacer ningú n informe tratá ndose del tı́o Canquoè lle; se entrometerı́a en muchos asuntos y no sabemos con quié n nos enfrentarı́amos... Esta gente, a veces, muere por orden... —Yo me llamo Corentin —dijo Corentin al oı́do del comisario de policía. —Ası́ pues, haga una nota —añ adió Corentin—; será muy ú til má s adelante, y no la mande má s que a tı́tulo de informaciones con idenciales. El crimen no es demostrable y sé que las diligencias serı́an cortadas a los primeros pasos... Pero algú n dı́a entregaré a los culpables, voy a vigilarlos y a cogerlos en flagrante delito. El comisario de policı́a saludó a Corentin y se marchó. —Señ or —dijo Katt—, la señ orita no hace má s que cantar y bailar. ¿Qué hay que hacer?...

—Pero, ¿ha ocurrido algo?... —Se ha enterado de que su padre acababa de morirse... —Mé tala en un coche de punto y llé vela al sanatorio de Charenton; voy a escribir una nota al director general de la Policı́a del reino para que reciba un trato adecuado. La hija a Charenton y el padre a la fosa comú n —dijo Corentin—. Contenson, manda venir la carreta de los pobres... Y ahora, don Carlos Herrera, ¡estamos frente a frente!... —¡Carlos! —exclamó Contenso—. Está en España. —¡Está en Parı́s! —dijo Corentin en un tono que no admitı́a ré plica—. Es un genio españ ol al estilo de Felipe II, pero tengo trampas para todo el mundo, incluso para los reyes. Cinco dı́as despué s de la desaparició n del nabab, la señ ora Du Val-Noble estaba sentada, a las nueve de la mañ ana, a la cabecera de la cama de Esther, llorando, porque se sentı́a en una de las pendientes

que llevan a la miseria. —¡Si por lo menos tuviera cien luises de renta! Con esto, amiga mı́a, una puede retirarse a cualquier pequeña ciudad y encuentra con quien casarse... —Puedo conseguírtelos —dijo Esther. —¿Y de qué manera? —exclamó la señ ora Du ValNoble. —¡Oh, es muy sencillo! Escucha. Hará s como que deseas matarte, haz bien la comedia; llamará s a Asia y le propondrá s diez mil francos a cambio de dos perlas negras de cristal muy ino, que contienen un veneno que mata en un segundo; entonces me las traes y yo te doy cincuenta mil francos... —¿Y por qué no las pides tú misma? —dijo la señora Du Val-Noble. —Asia no me las vendería. —¿No será n para ti?... —dijo la señ ora Du ValNoble, —Quizá.

—¡Tú, que vives en medio de la alegría, del lujo y en casa propia! ¡Y en vı́speras de una iesta de la que se hablará durante diez años, y que le costará veinte mil francos a Nucmgen! Dicen que se comerá n fresas en el mes de febrero, espá rragos, uvas... melones... En las salas habrá lores por valor de mil escudos. —¿Qué dices? Hay mil escudos de rosas só lo en la escalera. —Dicen que tus vestidos y adornos cuestan diez mil francos. —Sı́, mi vestido es de punto de Bruselas, y Delphine, su esposa, está furiosa. Pero he querido tener un disfraz de novia. —¿Dó nde está n los diez mil francos? —dijo la señora Du Val-Noble. —Es todo el dinero que llevo encima —dijo Esther, sonriendo—. Abre mi tocador, está n debajo de mis papillotes...

—Cuando se habla de morir, uno no se mata —dijo la señora Du Val-Noble—. Si fuera para cometer... —Un crimen, ¡vamos, mujer! —dijo Esther completando la idea de su amiga, que estaba dudando—. Puedes estar tranquila —añ adió Esther —, no quiero matar a nadie. Tenı́a una amiga, una mujer muy dichosa, que se murió ; yo la seguiré , eso es todo. —¡Serás tonta!... —Qué quieres que le haga, nos lo habı́amos prometido. ¡ —Deja que te protesten esta letra —dijo sonriendo su amiga. —Haz lo que te digo, y vete. Oigo llegar un coche, es Nucingen; ¡se va a volver loco de felicidad! Este me quiere... ¿Por qué no querer a los que nos quieren? Ya que, en de initiva, hacen cualquier cosa para darnos gusto... —Sı́ —dijo la señ ora Du Val-Noble—, es la historia

del arenque, que es el má s intrigante de todos los peces. —¿Por qué?... —Pues, precisamente, nunca se ha sabido por qué. —¡Vamos, querida, vete ahora! Tengo que pedirle tus cincuenta mil francos. —Bueno, adiós... Desde hacı́a tres dı́as el comportamiento de Esther hacia el baró n de Nucingen habı́a cambiado por completo. El mono se habı́a transformado en gata, y la gata se estaba volviendo mujer. Esther derramaba sobre el anciano sus tesoros de afecto y se mostraba encantadora. Sus palabras, libres de malicia y de acritud, llenas de tiernas insinuaciones, habı́an llevado la convicció n al espı́ritu del pesado banquero, le llamaba Fritz y él creía que le amaba. —Mi pobre Fritz, te he puesto a prueba —decı́a—, te he atormentado, has mostrado una paciencia sin lı́mites; me amas, lo veo, y te recompensaré . Ahora

me gustas, no sé lo que ha ocurrido, pero te preferirı́a a ti antes que a cualquier hombre joven. Quizá sea resultado de la experiencia. A la larga uno acaba dá ndose cuenta de que el placer es la fortuna del alma, y no es má s lisonjero ser amado por el placer que serlo por el dinero... Ademá s, los jó venes son demasiado egoı́stas, piensan má s en sı́ mismos que en nosotras; en cambio tú só lo piensas en mı́. Soy toda tu vida. De modo que no quiero nada má s de ti, quiero demostrarte hasta qué punto soy desinteresada. —Yo no le he tato nata —contestó el baró n, encantado—, y bienso draerle mañ ana dreinta mil vrangos te renda... es mi recalo te potas... Esther besó tan cariñ osamente a Nucingen, que le hizo palidecer sin necesidad de pildoras. —¡Oh! —dijo ella—, no vaya a creer que es por sus treinta mil francos de renta por lo que estoy ası́; es porque ahora...te quiero, Frédéric mío... —¡Oh, Tı́os mı́o! Por gué haperme buesdo a bruepa... haprı́a sito dan velı́s teste hace dres

meses... —¿Es al tres, o al cinco por ciento, cariñ ito? —le dije Esther, pasando las manos por los cabellos de Nucingen arreglándoselos a su capricho. —Al dres... El baró n traı́a, pues, aquella mañ ana los papeles de la donació n; venı́a a desayunar con su querida niñ a y a recibir las ó rdenes para el dı́a siguiente, para el famoso sábado, ¡el gran día! —Denca, muquercida mı́a, ú niga muquer mı́a —dijo el banquero, con la cara radiante de alegrı́a—, aguı́ diene gon gué bacar sus casdos te gocina bara el resdo te sus tías... Esther tomó el papel sin la menor emoció n, lo dobló y lo guardó en su tocador. —Está usted muy contento, monstruo de iniquidad —le dijo, dá ndole una palmadita en la mejilla—, viendo que por in acepto algo de usted. Ya no puedo decirle má s las verdades, porque comparto

el fruto de lo que usted llama sus trabajos... Esto no es un regalo, pobre amigo mı́o, sino una restitució n... Vamos, no ponga usted esta cara de Bolsa. Sabes muy bien que te quiero. —Mi pella Esder, á nquel mı́o te amor —dijo el banquero—, no me haple má s ası́... mire... me tarta lo mismo gue el munto endero me domara bor un latró n, gon dal gue ande sus ocos vuera una bersona honrata... La guiero gata jes más. —Entra en mi plan —dijo Esther—. Por eso ya no te diré nunca má s nada que te entristezca, cachorrito de elefante, porque te has vuelto cá ndido como un niñ o... ¡Granuja! Nunca has tenido inocencia, ya hacı́a falta que la que recibiste al venir al mundo reapareciera a la super icie; lá stima que estuviera tan hundida que no ha vuelto má s que a los setenta y pico... y gracias al gancho del amor. Esto ocurre en los muy viejos... Esa es la razó n por la que he acabado; querié ndote, eres joven, muy joven... Só lo yo habré conocido a este Fré dé ric... ¡yo sola!... Porque tú ya eras banquero a los quince añ os... En el colegio debı́as de prestar una bola con

la condició n de que te devolvieran dos... —Se sentó en sus rodillas al verle reı́r—. ¡Bien! ¡Pues haz lo que quieras! Por Dios, roba a la gente... ¡te ayudaré a hacerlo! A la gente no vale la pena quererla, Napoleó n los mataba como moscas. Que los franceses te paguen los impuestos a ti o que los paguen a la Hacienda, ¿qué má s les da?... No se hace el amor con la Hacienda, y la verdad... Mira, me lo he pensado bien, tienes razó n, esquila las ovejas; lo dice el Evangelio, segú n Bé ranger... Da un beso a tu Esder... ¡Ah! Oyeme, le vas a dar a esa pobre ValNoble todos los muebles del piso de la calle Taitbout. Y ademá s, mañ ana, le regalas cincuenta mil francos... esto te dará mucho prestigio, te das cuenta, ricura. Has matado a Falleix y empiezan a hablar mal de ti... Este rasgo de generosidad parecerá babiló nica... y todas las mujeres hablará n de ti. ¡Oh! En Parı́s no habrá nadie que sea grande, nadie que sea noble, má s que tú , y la gente de mundo es de tal manera que Falleix caerá en el olvido. ¡De modo que, despué s de todo, será un dinero bien invertido!... —Dienes rosó n, á nquel mı́o, gonoces el munto —

contestó—, serás mi gonsequera. —¡Có mo! —repuso ella—. Ya ves como pienso en los negocios de mi hombre, en su fama, en su honor... Vamos, ve a buscarme los cincuenta mil francos... Querı́a librarse del señ or de Nucingen para hacer venir a un agente de cambio y vender aquella misma noche en la Bolsa los valores de la donación. —¿Y bor gué en séquito?... —preguntó. —Hombre, cariñ o, tienes que entregá rselos en un pequeñ o estuche de raso que contenga un abanico. Y le dices: "Aquı́ tiene, señ ora, un abanico que espero sea de su agrado..." ¡Creen que no eres má s que un Turcaret, y vas a convertirte en un Beaujon! —¡Esdubento, esdubento! —exclamó el baró n—. ¡Ahora ingluso dentré inquenio!... Sı́, rebediré tus balapras... En el momento en que la pobre Esther se sentaba, agotada por el esfuerzo que le representaba

desempeñar su papel, entró Europa. —Señ ora —dijo—, ahı́ está un mozo que viene del muelle Malaquais de parte de Cé lestin, el ayuda de cámara de Lucien... —¡Qué entre!... No, ya voy yo a la antesala. —Trae una carta de Célestin para la señora. Esther corrió hacia la antesala, miró al recadero, y vio en él al recadero de pura sangre. —¡Dile que baje!... —dijo Esther con voz dé bil, dejá ndose caer sobre una silla tras haber leı́do la carta—. Lucien quiere matarse... —añ adió al oı́do de Europa—. Enséñale también la carta. Carlos Herrera, que seguı́a vestido de viajante de comercio, bajó en seguida, y su mirada se dirigió automá ticamente hacia el mozo al advertir la presencia de un extraño en la antesala. —Me habı́as dicho que no habia nadie —dijo a Europa al oído.

En un exceso de prudencia se trasladó inmediatamente al saló n, tras haber examinado al mozo. Engañ amuertes no sabı́a que desde hacı́a algú n tiempo el famoso jefe del servicio de seguridad, que le habı́a detenido en la Casa Vauquer, tenı́a un rival en quien se pensaba para sustituirle. El mozo era este rival. —Es cierto —dijo el ingido mozo a Contenson, que le esperaba en la calle—. El que usted me ha descrito está en la casa; pero no es ningú n españ ol, y pondrı́a la mano en el fuego de que hay carne de horca bajo esa sotana. —Éste no es ni cura ni español —dijo Contenson. —Estoy seguro de ello —repuso el agente de la brigada de seguridad. —¡Oh! ¡Si Contenson.

tuvié ramos

razó n!...

—exclamó

Lucien habı́a estado efectivamente dos dı́as fuera, y habı́an aprovechado aquella ausencia para tender una trampa; pero regresó aquella misma noche y la

inquietud de Esther se apaciguó. A la mañana siguiente, a la hora en que la cortesana salió del baño y volvió a la cama, llegó su amiga. —¡Tengo las dos perlas! —dijo la Val-Noble. —¿A ver? —dijo Esther, incorporá ndose y hundiendo su hermoso codo en una almohada llena de encajes. La señ ora Du Val-Noble dio a su amiga dos bolas con aspecto de grosellas negras. El baró n habı́a regalado a Esther dos de esas galgas, de cierta raza famosa, que acabará n llevando el nombre del gran poeta contemporáneo que las ha puesto de moda; la cortesana, que se sentı́a muy orgullosa de haberlas obtenido, les habı́a conservado los nombres de sus antepasados, Romeo y Julieta. No es menester hablar de la ¡n0 simpatı́a, de la blancura y de la gracia de esos animales, adaptados a vivir en pisos, y cuyos há bitos tienen algo de la discreció n inglesa. Esther llamó a Romeo, y Romeo acudió , con sus patas tan lexibles y inas, tan irmes y nervudas que parecı́an varillas de acero, y miró a su ama. Esther

hizo ademá n de tirar una de las dos perlas para despertar su atención. —¡Su nombre le predestina a morir ası́! —dijo Esther tirando la perla, que Romeo quebró entre sus dientes. El perro no exhaló el menor quejido, sino que só lo giró sobre sı́ mismo y cayó muerto. El asunto quedó despachado al recitar Esther la oración fúnebre. —¡Dios mío! —exclamó la señora Du Val-Noble. —Tienes un coche de punto, llé vate a Romeo —dijo Esther—; su muerte aquı́ serı́a un escá ndalo, yo te lo habré dado y tú lo habrá s perdido, puedes poner un anuncio. Vamos, apresú rate, esta noche tendrá s tus cincuenta mil francos. Lo dijo con tanta tranquilidad y con una insensibilidad tan perfecta de cortesana, que la señora Du Val-Noble exclamó: —¡Eres sin ninguna duda nuestra reina! —Ponte guapa y ven temprano...

A las cinco de la tarde Esther se puso galas de novia. Se puso el vestido de encajes encima de una falda de raso blanco, una faja blanca, zapatos de raso blanco, y sobre sus hermosos hombros un chal de punto inglé s. En la cabeza llevaba camelias blancas naturales, imitando el tocado de una joven virgen. Sobre su pecho exhibı́a un collar de perlas de treinta mil francos, obsequio de Nucingen. Aunque a las seis ya estaba arreglada, cerró la puerta a todo el mundo, incluso a Nucingen. Europa sabı́a que Lucien tenı́a que ser introducido en el dormitorio. Lucien llegó sobre las siete, y Europa halló la manera de hacerle entrar en la habitació n de la señ ora sin que nadie se diera cuenta de su llegada. Lucien, al ver a Esther, dijo para sus adentros: "¡Por qué no ir a vivir con ella a Rubempré , lejos del mundo, sin regresar jamá s a Parı́s!... ¡Tengo cinco añ os de arras sobre esta vida, y esta encantadora criatura no se echará atrá s!... Ademá s, ¿dó nde encontrar una obra maestra como é sta?" —Amigo mı́o, de quien he hecho un dios —dijo Esther,

doblando una rodilla sobre una almohada delante de Lucien—, déme su bendición. Lucien quiso alzar a Esther y besarla, dicié ndole: — ¿Qué broma es é sta, amor mı́o? Y trató de coger a Esther por el talle; pero ella se separó con un ademán que expresaba a la vez respeto y horror. —Ya no soy digna de ti, Lucien —dijo, derramando algunas lá grimas—. Te lo suplico, bendı́ceme y jú rame que establecerá s en el hospital una fundació n de dos camas..., porque con plegarias en la iglesia Dios nunca me perdonará má s que a mı́ misma... Te he querido demasiado, amor mı́o. En in; dime que te he hecho feliz y que pensará s en mı́ alguna vez, dímelo... Lucien advirtió tanta y tan solemne buena fe en Esther, que permaneció pensativo. —¡Quieres matarte! —dijo inalmente, en un tono de voz que denotaba una profunda meditación. —No, querido, pero hoy, te das cuenta, es la muerte de la mujer pura, casta y amante que tú tuviste... Y

me temo mucho que la pena acabe conmigo. —¡Espera! —dijo Lucien—. Desde hace un par de dı́as he estado haciendo muchos esfuerzos y he podido llegar hasta Clotilde. —¡Siempre Clotilde!... —dijo Esther con un tono de ira concentrada. —Sı́ —repuso é l—, nos escribimos... El martes por la mañ ana se va, pero tendré una entrevista con ella camino de Italia, en Fontainebleau... —¡Vamos! ¿Qué es lo que queré is, vosotros, por mujeres?... ¡Unas tablas!... —exclamó la pobre Esther —. ¿Qué , si yo tuviera siete u ocho millones, no te casarías conmigo?... —¡Esther! Iba a decirte que si todo ha terminado para mí, no querré a otra mujer más que a ti... Esther inclinó la cabeza para ocultar la sú bita palidez que le sobrecogió y las lágrimas que enjugó. —¿Me quieres?... —dijo, mirando a Lucien con un profundo dolor—. Pues tienes mi bendició n. No te

comprometas, vete por la puerta falsa y haz como si llegaras al saló n desde la antesala. Bé same en la frente —dijo. Cogió a Lucien, lo apretó con rabia contra su pecho y le dijo—: ¡Sal!... Sal o seguiré viviendo. Cuando la agonizante apareció en el saló n, provocó un grito de admiració n. Los ojos de Esther re lejaban el in inito en el cual se hundı́a el alma al contemplarla. El negro azulado de su ina cabellera hacı́a destacar las camelias. En suma, se lograron todos los efectos que aquella muchacha sublime había pretendido dar. No tuvo ninguna rival. Parecía la expresió n culminante del lujo desenfrenado que la rodeaba. Ademá s, mostró un ingenio chispeante. Dirigió la orgı́a con la misma energı́a frı́a y tranquila que despliega Habeneck en el Conservatorio en esos conciertos en que los mú sicos má s destacados de Europa alcanzan la sublimidad de la ejecució n interpretando a Mozart y a Beethoven. Sin embargo, observaba con terror que Nucingen comı́a poco, no bebı́a y hacı́a el papel de dueñ o de la casa. Llegada la medianoche, nadie conservaba sus cabales. Se rompieron las copas para que nunca má s volvieran

a ser usadas. Fueron rotas dos cortinas de pekı́n pintado. Fue la ú nica vez en su vida que Bixiou se emborrachó . Como nadie se sostenı́a de pie y las mujeres estaban dormidas por los divanes, los invitados no pudieron llevar a cabo la broma, concertada entre ellos anteriormente, de acompañ ar a Esther y a Nucingen al dormitorio, puestos en dos hileras, con candelabros en la mano y cantando el Buona sera del Barbero de Sevilla; Nucingen só lo dio la mano a Esther; Bixiou, que los vio, pese a su borrachera, tuvo aú n fuerzas para decir, como Rivarol a propó sito del ú ltimo casamiento del duque de Richelieu: —Habrı́a que avisar al comisario de policı́a... Aquı́ va a producirse algo malo... El bromista creía bromear y estaba profetizando. El señ or de Nucingen no llegó a su casa má s que el lunes hacia mediodı́a; pero a la una su agente de cambio le informó de que la señ orita Esther VanGobseck habı́a hecho vender los valores cuya renta era de treinta mil francos y que acababa de cobrar

su importe. —Pero, señ or baró n —dijo—, el primer pasante de Derville ha llegado a mi casa en el instante en que hablaba de esta transferencia, y, tras haber visto los verdaderos nombres y apellidos de la señ orita Esther, me ha dicho que heredaba una fortuna de siete millones. —¡Pah! —Sı́, a lo que parece, es la ú nica heredera del viejo negociante Gobseck... Derville ha ido a veri icar los hechos. Sı́ la madre de su amante es la Bella Holandesa, ella hereda... —Ya lo sé —dijo el banquero—, me ha gondato su ita... Foy a esgripirle una nada a Terfile!... El baró n se sentó a su despacho, escribió una pequeñ a nota a Derville y la mandó a por uno de sus criados. Luego, despué s de la Bolsa, volvió sobre las tres a casa de Esther. —La señ ora ha prohibido que la despierten bajo ningún pretexto, se ha acostado, duerme...

—¡Ah, tiaplos! —exclamó el baró n—. Euroba, no greo gue se enfate guanto se endere gue se fuelfe riguı́sima... Hereta siede millones. El piejo Copseck ha muerdo y teja esdos siede millones, y du ama es la ú niga heretera, buesdo gue su. matre era la soprina te Copseck, guien, bor odra barde, ha hecho desdamendo. Yo no botı́a bensar gue un millonario gomo él— tejara a Esder en la miseria... —¡Perfecto! ¡Entonces su reino ya se ha terminado, viejo saltimbanqui! —le dijo Europa, mirando al baró n con el descaro propio de un criado de alguna comedia de Moliè re—. ¡Arre, viejo cuervo alsaciano!... ¡Le quiere a usted má s o menos como se quiere a la peste!... ¡Dios de Dios! ¡Millones!... ¡Pero si ası́ podrá casarse con su amante! ¡Qué contenta va a estar! Y Prudence Servien dejó al baró n de Nucingen literalmente fulminado para ir a anunciar a su ama aquel golpe de fortuna. El anciano, ebrio de sobrehumana voluptuosidad y creyendo en la felicidad, acababa de recibir una ducha de agua frı́a sobre su amor en el momento en que alcanzaba su

más alto grado de incandescencia. —¡Me encañ apa! —exclamó con lá grimas en los ojos—. ¡Me encañ apa!... o Esder... o mi ita... ¡Gué dondo soy! Vlores gomo ésda no grecen nunga bara los ancianos... ¡Y lo bueto gombrar doto menos la jufendut!... ¡0 Tios mı́o!... ¿Gué hacer? ¿Atonte iré a barar? ¿Diene razó n la gruel te Euroba? Siento riga, Esder se me esgdbará ... ¿dentré gue golearme? ¿Gué será la ita sin la llama ti ina tel blaser gue he bropato?... Tios mío... Y el Lobo Cerval se arrancó la peluca que desde hacı́a tres meses llevaba para completar sus escasos cabellos grises. Un penetrante chillido proferido por Europa hizo estremecer a Nucingen hasta las entrañ as. El pobre banquero se levantó y caminó con un andar que traslucı́a la ebriedad producida por la copa de Desengañ o que acababa de beber, porque no hay nada que emborrache tanto como el vino de la desgracia. Desde la puerta de la habitació n vio a Esther yerta sobre su cama, amoratada por el veneno, ¡muerta!... Fue hasta la cama y cayó de rodillas.

—¡Dienes razó n, lo hapı́a ticho!... Se ha muerdo te mí... Paccard, Asia y todo el personal acudió . Fue un espectá culo, una sorpresa, y no una desolació n. Se produjo una cierta vacilació n entre los presentes. El baró n volvió a ser banquero, tuvo una sospecha y cometió la imprudencia de preguntar dó nde estaban los setecientos cincuenta mil francos de la renta. Paccard, Asia y Europa se miraron de un modo tan extrañ o, que el señ or de Nucingen salió en seguida, convencido de que se trataba de un robo y un asesinato. Europa, que vio un paquete por cuyo tacto advirtió la presencia de los billetes de banco, bajo la almohada de su ama, se puso a componer su cadáver, según dijo. —¡Vete a avisar al señ or, Asia!... ¡Morir antes de saber que tenı́a siete millones! ¡Gobseck era el tı́o de la difunta señora!... —exclamó. Paccard se dio cuenta de la maniobra de Europa. En cuanto Asia hubo salido, Europa abrió el paquete, sobre el cual la pobre cortesana habı́a

escrito: Para entregar al señor Lucien de Rubempré. Setecientos cincuenta billetes de mil francos relucieron ante los ojos de Prudence Servien, que exclamó: —¡Aquı́ hay para ser feliz y honrado durante el resto de la vida!... Paccard no respondió nada, su naturaleza de ladró n prevaleció sobre su lealtad a Engañamuertes. —Durut ha muerto —contestó , cogiendo el dinero —; má s vale pá jaro en mano que ciento volando; huyamos juntos, repá rtamenos la suma para no poner todos los huevos en un mismo cesto, y casémonos. —Pero, ¿dó nde nos esconderemos? Prudence. —En París —contestó Paccard.

—dijo

Prudence y Paccard bajaron en seguida, con la rapidez de dos personas honradas que acaban de cometer un hurto.

—Hija mı́a —dijo Engañ amuertes a la malaya en cuanto é sta le hubo dicho las primeras palabras—, bú scame una carta de Esther mientras que yo escribo un testamento en la debida forma, y le llevará s a Girard el modelo de testamento y la carta; pero que se apresure, porque hay que deslizar el testamento bajo la almohada de Ester antes de que precinten la casa. Y compuso el testamento siguiente: "No habiendo querido jamá s en el mundo a otra persona fuera del señ or Lucien Chardon de Rubempré , y habiendo decidido poner in a mi vida antes que recaer en el vicio y en la vida infame de los cuales su benevolencia me libró , entrego y cedo al susodicho Lucien Chardon de Rubempré todo lo que poseo en el dı́a de mi defunció n, con la condició n de que establezca una fundació n de una misa a perpetuidad en la parroquia de Saint-Roch por el reposo de la que se lo ha dado todo, incluso sus últimos pensamientos. "Esther Gobseck."

"Es bastante su estilo", pensó Engañamuertes. A las siete de la noche, el testamento, escrito y puesto en un sobre cerrado, fue colocado por Asia bajo la cabecera de Esther. —Jacques —dijo, subiendo precipitadamente—, en el instante en que yo salı́a de la habitació n llegaba la Justicia... —Quieres decir el juez de paz... —No, hijo mío; el juez de paz, efectivamente, estaba, pero acompañ ado de gendarmes. Tambié n está n el procurador del rey y el juez de instrucció n, y las puertas están guardadas. —La noticia de esta muerte se ha corrido muy de prisa —dijo Collin. —Por cierto, a Europa y a Paccard no se les ha vuelto a ver el pelo; me temo que se hayan llevado los setecientos cincuenta mil francos —le dijo Asia. —¡Ah, los canallas!... —dijo Engañ amuertes—. ¡Con este robo nos llevan a la perdición!... La justicia humana y la justicia de Parı́s, es decir, la

má s descon iada, la má s ingeniosa, la má s há bil y la má s instruida de todas las justicias, demasiado ingeniosa incluso, puesto que interpreta la ley a cada instante, dejaba caer inalmente su garra sobre los directores de esta horrible intriga. El baró n de Nucingen, al reconocer los efectos del veneno y al no encontrar los setecientos cincuenta mil francos, pensó que alguno de aquellos odiosos personajes que le disgustaban tanto, Paccard o Europa, serı́a el culpable del crimen. En un primer arranque de furor fue a la prefectura de la Policı́a. Fue un redoble de campanas que reagrupó a todos los nú meros de Corentin. Todo fue alertado: la prefectura, el ministerio pú blico, el comisario de policı́a, el juez de paz y el juez de instrucció n. A las nueve de la noche tres mé dicos autorizados asistı́an a una autopsia de la pobre Esther, y daban comienzo las indagaciones. Engañ amuertes, advertido por Asia, exclamó: —¡No saben que estoy aquí, puedo esfumarme! Se irguió por el bastidor de la ventana de la buhardilla y, con una agilidad sin igual, se colocó en

pie sobre el tejado, desde donde se puso a estudiar los alrededores con la sangre fría de un tejador. "Bueno —pensó , viendo cinco casas má s allá , en la calle de Provence, un jardı́n—; ¡allı́ hay lo que necesito!..." —¡Está s listo, Engañ amuertes! —le contestó Contenson, que salió de detrá s de un tubo de chimenea—. Ya le contará s al señ or Camusot qué misa vas a decir en los tejados, señ or cura, pero sobre todo por qué razón huías... —Tengo enemigos en Españ a —dijo Carlos Herrera. —Vamos allá por tu buhardilla —le dijo Contenson. El falso españ ol hizo como que se entregaba; pero, tomando apoyo en el marco de la ventana, cogió a Contenson y lo lanzó con tanta fuerza que el espı́a cayó en el arroyo de la calle Saint-Georges. Contenson murió en su campo de honor. Jac-ques Collin volvió tranquilamente a su buhardilla y se puso eri la cama.

—Dame algo que me ponga muy enfermo, sin matarme —dijo a Asia—, porque tengo que estar agonizante para poder negarme a responder a los curiosos. No temas nada, soy sacerdote y seguiré sié ndolo. Acabo de deshacerme, y con toda naturalidad, de uno de los que podı́an desenmascararme. A las siete de la tarde, la vı́spera, Lucien se habı́a marchado en su cabriolé con un pasaje tomado la misma mañana para Fontainebleau, donde se acostó en la ú ltima posada de la parte de Nemours. Hacia las seis de la mañ ana del dı́a siguiente se fue solo, a pie, al bosque, donde caminó hasta Bouron. "Es ahı́ —pensó , sentá ndose sobre una de las rocas desde la que se divisa el bello paisaje de Bouron— el lugar fatal en donde Napoleó n tuvo aú n la esperanza de realizar un gigantesco esfuerzo, dos días antes de su abdicación." Al alba oyó el ruido de un coche de correo y vio pasar un vehı́culo donde iban los servidores de la joven duquesa de Lenoncourt-Chaulieu y la

camarera de Clotilde de Grandlieu. "Aquı́ está n —se dijo Lucien—; vamos, interpretemos bien esta comedia y estaré salvado, seré el yerno del duque a pesar suyo." Una hora despué s la berlina en que iban las dos mujeres dejó oı́r ese ruido tan fá cil de reconocer que hacen los coches de viaje elegantes. Las dos damas habı́an pedido que el coche se detuviera en la bajada de Bouron, y el camarero que iba detrá s mandó parar la berlina. En aquel instante Lucien avanzó. —¡Clotilde! —llamó, golpeando el cristal. —No —dijo la joven duquesa a su amiga—, no subirá al coche ni estaremos a solas con é l, querida. Consiento en que tenga una ú ltima entrevista con é l, pero será en la carretera, por donde iremos andando, seguidas de Baptiste... El dı́a es hermoso y vamos bien abrigadas, de modo que no hemos de temer el frío. El coche nos seguirá... Las dos mujeres se apearon.

—Baptiste —dijo la joven duquesa—, que vaya despacio el cochero; queremos hacer un trecho del camino andando y usted nos acompañará. Madeleine de Mortsauf tomó a Clotilde por el brazo y dejó que Lucien le hablara. Fueron juntos ası́ hasta el pequeñ o pueblo de Grez. Eran entonces las ocho, y Clotilde despidió a Lucien. —Pues bien, querido amigo —dijo Clotilde, clausurando solemnemente aquella larga entrevista —, no me casaré má s que con usted. Pre iero creer en usted que en los hombres, en mi padre y en mi madre... Nunca se habrá dado tan alta prueba de cariñ o, ¿verdad?... Ahora, procure disipar las desdichadas sospechas que pesan sobre usted... Se oyó entonces el galope de varios caballos, y la gendarmerı́a, con gran sorpresa por parte de aquellas dos damas, rodeó al pequeño grupo. —¿Qué quieren ustedes?... —dijo Lucien con la arrogancia de un dandy. —¿Es usted el señ or Lucien Chardon de

Rubempré ? —dijo el procurador del rey en Fontainebleau. —Sí, así es. —Esta noche la pasará usted en la Force — contestó —; tengo una orden de arresto contra usted. —¿Quié nes son estas señ oras?... —exclamó el sargento. —¡Ah, sı́! Perdó n, señ oras, ¿sus pasaportes?... Porque el señ or Lucien tiene tratos, segú n mis informes, con mujeres que por él son capaces de... —¿Acaso toma usted a la duquesa de LenoncourtChaulieu por una cortesana? —dijo Madeleine, dirigiendo una mirada de duquesa al procurador del rey. —Es usted lo bastante hermosa como para ello — replicó hábilmente el magistrado. —Baptiste, muestre nuestros pasaportes — contestó la joven duquesa, sonriendo.

—¿Y de qué crimen se acusa al señ or? —dijo Clotilde, a quien la duquesa querı́a hacer subir de nuevo al coche. —De complicidad de un robo y asesinato — contestó el sargento de la gendarmería. Baptiste subió a la señ orita de Grandlieu, completamente desmayada, en la berlina. A medianoche Lucien ingresaba en la Force, prisió n situada en las calles Payenne y de los Ballets, y quedaba incomunicado en una celda; el padre Carlos Herrera estaba allí desde su detención. París, junio de 1843.

TERCERA PARTE ADONDE LLEVAN LOS MALOS CAMINOS

Al dı́a siguiente, a las seis, dos coches celulares de los que el pueblo llama, con expresió n ené rgica, escurrideras para lechuga salieron de la Force en dirección a la Conserjería, al Palacio de Justicia. Habrá pocos caminantes ociosos que jamá s hayan encontrado por las calles este calabozo ambulante; pero aunque la mayor parte de los libros se escriban ú nicamente para los parisienses, los forasteros estará n seguramente satisfechos de hallar aquı́ una descripció n del aparato formidable de nuestra justicia criminal. ¡Quié n sabe! Quizá las policı́as rusa, alemana o austrı́aca, las magistraturas de los paı́ses que carecen de estos coches celulares, se bene iciará n de ello; y en varios paı́ses extranjeros la imitación de este medio de transporte sería seguramente una mejora para los presos. Este horrendo vehı́culo de caja amarilla, montado sobre dos ruedas y reforzado con plancha metá lica, está dividido en dos compartimientos. Delante hay un banquillo tapizado en cuero y ante el cual se alza un tablero. Es la parte libre del vehı́culo, y en ella se colocan un alguacil y un gendarme. Una fuerte reja

de hierro con teja metá lica separa, a todo lo alto y a todo lo ancho del coche, esta especie de cabriolé del segundo compartimiento, donde hay dos bancos de madera colocados, como en los ó mnibus, a ambos lados de la caja y en los que se sientan los presos; é stos son introducidos en su interior por medio de un estribo y por una portezuela sin abertura alguna que se halla al fondo del coche. Su sobrenombre de "escurridera para lechuga" viene de que primitivamente, al ser el vehı́culo enrejado por todos lados, los presos iban zarandeados de un lado para otro. Para mayor seguridad, y en previsió n de algú n accidente, un gendarme a caballo sigue al coche, sobre todo cuando conduce a condenados a muerte al lugar de la ejecució n. Ası́ la evasió n es imposible. El coche, reforzado por una plancha metá lica, está a prueba de cualquier herramienta. Los presos, que son escrupulosamente cacheados en el momento de su detenció n o de su encarcelamiento, só lo pueden, a lo sumo, llevar engranajes de reloj que permiten aserrar barrotes, pero que resultan impotentes ante super icies planas. Por eso, la "escurridera de lechuga", perfeccionada por el genio de la Policı́a de Parı́s, ha

acabado sirviendo de modelo para el coche celular que conduce a los condenados a presidio y que sustituye a la horrible carreta de antañ o, vergü enza de las civilizaciones anteriores, aunque Manon Lescaut la haya ilustrado. Primero mandan en el coche celular a los presos preventivos de las diversas cá rceles de la capital al Palacio de Justicia para ser interrogados por el magistrado instructor. En la jerga carcelaria a esto se le llama ir a la instrucció n. Luego mandan a los acusados de estas mismas prisiones al Palacio de Justicia para ser juzgados, si se trata de casos de justicia correccional. Cuando es asunto, en la terminologı́a del Palacio de Justicia, de la Sala de lo Criminal, se los traslada de las cá rceles a la Conserjerı́a, que es la Sala de Justicia del departamento del Sena. Finalmente, los condenados a muerte son conducidos en uno de estos coches celulares desde Bicê tre a la barrera de Saint-Jacques, lugar destinado a las ejecuciones desde la revolució n de Julio. Gracias a la ilantropı́a, estos desdichados ya no soportan el suplicio que representaba el antiguo trayecto desde la Consejerı́a a la plaza de Gré ve en

una carreta absolutamente semejante a las que usan los vendedores de madera. Esta carreta está reservada actualmente al transporte del cadalso. Sin estas explicaciones no se comprenderı́a el comentario que hizo un ilustre condenado a muerte a su có mplice al subir al coche celular: "Ahora es asunto de los caballos." Es imposible ir al patı́bulo má s có modamente de lo que se va ahora en Parı́s. En aquel momento dos coches que salieron tan de mañ ana servı́an excepcionalmente para conducir a dos presos preventivos de la prisió n de la Force a la Consejerı́a; cada uno de estos presos ocupaba por sí solo un vehículo. Las nueve dé cimas partes de los lectores y las nueve dé cimas partes de la ú ltima dé cima parte ignoran probablemente las diferencias considerables que separan estas palabras: inculpado, preso preventivo, acusado, detenido, prisió n, sala de justicia; seguramente se sorprenderá n al saber que se trata de todo nuestro Derecho Penal, cuya explicació n clara y sucinta se les dará dentro de poco, tanto para su propia instrucció n como para que puedan comprender con

claridad el desenlace de esta historia. Ademá s, en cuanto se sepa que el primer coche llevaba a Jacques Collin y el segundo a Lucien, el cual en pocas horas acababa de pasar de la cumbre de la grandeza social al fondo de un calabozo, la curiosidad estará ya su icientemente excitada. La actitud de los dos có mplices era caracterı́stica de cada uno de ellos. Lucien de Rubempré se escondı́a para evitar las miradas que los viandantes dirigı́an hacia el enrejado del siniestro y fatal vehı́culo a su paso por la calle Saint-Antoine en direcció n al rı́o, a travé s de la calle du Martroi y de la arcada de SaintJean, bajo la cual se pasaba entonces para cruzar la plaza del Ayuntamiento. Hoy en dı́a esta arcada constituye la puerta de acceso a la residencia del prefecto del Sena, en el vasto palacio municipal. El audaz presidiario, en cambio, pegaba su rostro a la reja de su coche, entre el alguacil y el gendarme, quienes charlaban entre sı́, con iados en la seguridad del vehículo celular. Las jornadas de Julio de 1830 y su formidable tempestad hasta tal punto cubrieron con su estruendo los acontecimientos anteriores, y el

interé s polı́tico absorbió tanto a Francia durante los seis ú ltimos meses de aquel añ o, que hoy ya nadie se acuerda, o apenas se acuerda, de aquellas catá strofes privadas, judiciales o inancieras, por insó litas que fueran, que constituyen el consumo anual de la curiosidad de Parı́s y que no escasearon en los seis primeros meses de aquel añ o. Es necesario, pues, hacer notar cuá n agitado estuvo entonces Parı́s por la noticia de la detenció n de un sacerdote españ ol hallado en la casa de una cortesana y por la del elegante Lucien de Rubempré , el futuro de la señ orita de Grandlieu, arrestado en la carretera de Italia, en el pueblecito de Grez, acusados ambos de un asesinato cuyo fruto subı́a a los siete millones. El escá ndalo de este proceso superó durante algunos dı́as el enorme interé s despertado por las ú ltimas elecciones realizadas en tiempos de Carlos X. En primer lugar, este proceso criminal sé debı́a en parte a una denuncia hecha por el baró n de Nucingen. Ademá s, la detenció n de Lucien, en vı́speras de convertirse en secretario ı́ntimo del primer ministro, removı́a a la sociedad parisiense

de má s alto rango. En todos los salones de Parı́s má s de un joven se acordó de haber sentido envidia hacia Lucien por haber sido distinguido por la bella duquesa de Maufrigneuse, y todas las mujeres sabı́an que despertaba en aquellos momentos el interé s de la señ ora de Sé rizy, esposa de uno de los principales personajes del Estado. Por ú ltimo, la hermosura de la vı́ctima gozaba de una singular celebridad en los diversos mundos que componen Parı́s: en el gran mundo, en el mundo de la juventud y en el mundo literario. Desde hacı́a dos dı́as todo el mundo en Parı́s hablaba, pues, de estas dos detenciones. El juez de instrucció n a quien correspondió el asunto, el señ or Camusot, vio en é l una oportunidad de ascenso; y para actuar con la má xima rapidez posible, habı́a ordenado que los dos inculpados fueran transferidos de la Force a la Conserjerı́a en cuanto Lucien de Rubempré hubiera llegado de Fontainebleau. Puesto que el padre Carlos no pasó en la Force má s que doce horas y Lucien la mitad de una noche, no es preciso describir esta cá rcel que, desde entonces, ha sido enteramente modi icada; en cuanto a las particularidades del encarcelamiento, serı́a una

repetición de lo que iba a ocurrir en la Conserjería. Pero antes de entrar en el terrible drama de una instrucció n criminal, es imprescindible, como acaba de decirse, explicar la marcha normal de un proceso de esta clase; en primer lugar, se comprenderá mejor, tanto en Francia como en el extranjero, la diversidad de fases de que se compone; ademá s, los que la desconocen podrá n apreciar la economı́a del derecho penal tal como lo concibieron los legisladores en tiempos de Napoleó n. Y esto es tanto má s importante cuanto que esta grande y hermosa obra corre en estos momentos el peligro de ser destruida por el sistema llamado penitenciario. Se comete un crimen: si hay lagrancia, los inculpados son conducidos al cuerpo de guardia má s pró ximo y metidos en esa celda que el pueblo denomina violı́n, seguramente por la mú sica que de ella sale: allí se grita o se llora. De allí, los inculpados comparecen ante el comisario de policı́a, que procede a un comienzo de instrucció n, y que puede soltarlos si ha habido error; por ú ltimo, los

inculpados son trasladados al depó sito de la Prefectura, donde la policı́a los guarda a disposició n del procurador del rey y del juez de instrucció n, que, segú n la gravedad de los casos, avisados con mayor o menor prontitud, llegan e interrogan a los individuos en situació n de arresto preventivo. Segú n la naturaleza de las sospechas, el juez de instrucció n irma una orden de depó sito y manda encarcelar a los inculpados. En Parı́s hay tres prisiones: Sainte-Pé lagie, la Force y Les Madelonnettes. Obsé rvese la expresió n de inculpados. Nuestro có digo ha establecido tres distinciones esenciales para los procedimientos penales: la inculpació n, la prevenció n y la acusació n. Mientras no se haya irmado ninguna orden de arresto, los supuestos autores de un crimen o de un delito grave son inculpados; bajo el peso de una orden de arresto, se convierten en presos preventivos, y quedan pura y simplemente en prisió n preventiva mientras sigue la instrucció n. Al terminarse la instrucció n, una vez el tribunal ha dictaminado que los presos preventivos tienen que ser trasladados a la audiencia, pasan a

ser acusados, cuando la audiencia real ha juzgado, a instancias del procurador general, que hay cargos su icientes para pasarlos a la sala de lo criminal. Ası́ pues, los sospechosos de crimen pasan por tres estados distintos, por tres blancos, antes de comparecer ante lo que se llama la justicia del paı́s. En « primer estado, los inocentes tienen muchos medios de justi icació n: el pú blico, la guardia, la policı́a. En el segundo estado comparecen ante un magistrado, son confrontados con los testigos y juzgados por la sala de un tribunal en Parı́s o por todo un tribunal en los departamentos. En el tercero comparecen ante doce consejeros y, en caso de error o de defecto de forma, los acusados pueden apelar al Tribunal Supremo. Los jurados, cuando absuelven a un acusado, no saben a cuá ntas autoridades populares, administrativas y judiciales abofetean. Por eso, a nuestro juicio, es muy difı́cil que en Parı́s (no hablamos aquı́ de otras jurisdicciones) un inocente llegue jamá s a sentarse en el banquillo de la sala de lo criminal. El detenido equivale al condenado. Nuestro Derecho Penal ha creado establecimientos

penitenciarios que corresponden a las tres categorı́as de preso preventivo, de acusado y de condenado. El encarcelamiento supone una pena ligera, es el castigo de un delito mı́nimo; la detenció n es ya una pena a lictiva, y en ciertos casos infamante. Los que actualmente proponen el sistema penitenciario pretenden, pues, acabar con un admirable derecho penal en el cual las penas estaban graduadas, y ası́ propugnan que se castiguen las faltas leves casi con tanta severidad como los mayores crı́menes. Por otra parte, pueden compararse en las ESCENAS DE LA VIDA POLITICA (Vé ase Un asunto tenebroso) las extrañ as diferencias que existieron entre el derecho penal del có digo de Brumario del añ o IV y el del có digo de Napoleón que lo sustituyó. En la mayorı́a de los grandes procesos, como en este caso, los inculpados pasan en seguida a prisió n preventiva. La justicia lanza inmediatamente la orden de depósito o de detención. Efectivamente, en casi todos los casos, los inculpados, o bien se han dado a la fuga, o bien han

sido sorprendidos al instante. Como ya se ha visto, la policı́a, que no es má s que el medio de ejecució n, y la justicia, habı́an llegado con la presteza del rayo al domicilio de Esther. Aun cuando no hubiera habido motivos de venganza, que movieron a Corentin a informar a la policı́a judicial, habı́a la denuncia de un robo de setecientos cincuenta mil francos puesta por el barón de Nucingen. En el instante en que el primer coche, que llevaba a Jac-ques Collin, llegó a la arcada de Saint-Jean, pasaje estrecho y sombrı́o, algú n estorbo obligó al cochero a parar bajo la arcada. Los ojos del detenido brillaban a travé s de la reja como dos carbunclos, pese a su má scara de moribundo que el dı́a antes habı́a convencido al director de la Force de la necesidad de llamar al mé dico. Aquellos ojos fulgurantes, libres en aquel momento porque ni el gendarme ni el alguacil se volvı́an para ver a su custodiado, hablaban un lenguaje tan claro, que cualquier juez instructor há bil, como el señ or Popinot, por ejemplo, habrı́a reconocido al presidiario cometiendo un sacrilegio. Efectivamente, Jacques Collin, desde que el coche celular, habı́a

franqueado la puerta de la Force, lo examinaba todo a su paso. Pese a la rapidez de la carrera, abrazaba con una mirada á vida y exhaustiva las casas desde el ú ltimo piso hasta la planta baja. Veı́a a todos los viandantes y los examinaba. Dios no capta su creació n en sus medios y en su in mejor de lo que aquel hombre podía captar los más nimios detalles en las cosas y en las personas. Armado de una esperanza, como lo estuvo el ú ltimo de los Horacios de ¡su espada, esperaba socorro. Para cualquiera que no fuera aquel Maquiavelo del presidio, tal esperanza habrı́a parecido} tan irrealizable que se habrı́a dejado ver maquinalmente, como hacen casi todos los culpables. Ninguno de ellos piensa en resistir, dada la situació n en que la justicia y la policı́a de Parı́s colocan a los acusados, especialmente a los incomunicados, como era el caso de Lucien y el de Jacques Collin. UnoN. no se imagina el sú bito aislamiento en que se encuentra un preso preventivo: los gendarmes que lo detienen, el comisario que lo interroga, los que lo llevan a la cá rcel, los guardianes que lo conducen a lo que literalmente se llama calabozo, los que lo cogen por

debajo de los brazos para hacerlo subir a un coche celular, en de initiva, todos los seres que le rodean desde el momento de su arresto, permanecen mudos o registran sus palabras para repetirlas ante la policı́a o ante el juez. Esta separació n absoluta entre el mundo entero y el detenido, lograda con tanta facilidad, produce un descalabro completo de sus facultades y una asombrosa postració n del espı́ritu, sobre todo cuando se trata de alguien que no esté familiarizado por sus antecedentes con la acció n de la justicia. El duelo entre el culpable y el juez es, pues, tanto má s terrible cuanto que la justicia cuenta con el silencio de los muros y la incorruptible indiferencia de sus agentes. No obstante, Jacques Colhn o Carlos Herrera (hay que darle uno u otro nombre de acuerdo con las necesidades de la situació n) conocı́a desde hacı́a tiempo las costumbres de la policı́a, de los carceleros y de la justicia. Por eso aquel gigante de la astucia y de la corrupció n habı́a empleado todas las fuerzas de su espı́ritu y los recursos de su mı́mica para ingir la sorpresa y la ingenuidad de un inocente, mientras representaba ante los

magistrados la comedia de su agonı́a. Como se vio, Asia, esa sabia Locusta, le habı́a hecho tomar un veneno mitigado para producirle los sı́ntomas de una enfermedad mortal. La acció n del señ or Camusot, la del comisario de policı́a y la actividad interrogante del procurador real habı́an sido, pues, anuladas por la acción de una apoplejía fulgurante. —Se ha envenenado —habı́a exclamado el señ or Camusot, horrorizado por los sufrimientos del supuesto sacerdote cuando lo habı́an bajado de la buhardilla presa de horribles convulsiones. Les habı́a costado mucho esfuerzo a cuatro agentes escoltar al padre Carlos por la escalera hasta la habitació n de Esther, donde estaban reunidos todos los magistrados y gendarmes. —Es lo mejor que podı́a hacer si es culpable — había contestado el procurador del rey. —¿Creen ustedes que está enfermo?... —habı́a preguntado el comisario de policía. La policı́a siempre duda de todo. Los tres

magistrados habı́an hablado entonces entre sı́ y, como se supone, al oı́do, pero Jacques Collin habı́a adivinado por sus isonomı́as el tema de sus con idencias, y lo habı́a aprovechado para imposibilitar el interrogatorio sumario que se hace en el momento de la detenció n, o para hacerlo por lo menos totalmente irrelevante; habı́a balbuceado algunas frases en las que el españ ol y el francé s se combinaban de tal forma que resultaban sin sentido. En la Force aquella comedia habı́a tenido primeramente un é xito completo porque el jefe de la Seguridad (abreviació n de "jefe de la brigada de la policı́a de Seguridad"), Bibi-Lupin, que antañ o habı́a detenido a Jacques Collin en la pensió n de la señ ora Lauquer, estaba de servicio en provincias, y le sustituı́a un agente considerado el probable sucesor de Bibi-Lupin, que no conocía al presidiario. Bibi-Lupin, expresidiario y compañ ero de presidio de Jacques Collin, era enemigo personal suyo. Esta enemistad arrancaba de las reyertas en las que Jacques Collin habı́a triunfado siempre, y en la

supremacı́a ejercida por Engañ amuertes sobre sus compañ eros. Por ú ltimo, Jacques Collin habı́a sido durante diez añ os la Providencia de los reos liberados, su jefe y consejero en Parı́s, su tesorero, y, por consiguiente, el antagonista de Bibi-Lupin. Ası́ pues, aunque incomunicado, contaba con la idelidad inteligente y absoluta de Asia, su brazo derecho, y quizá con Paccard, su brazo izquierdo, a quien esperaba volver a tener a sus ó rdenes una vez puestos a salvo por el cuidadoso lugarteniente los setecientos cincuenta mil francos robados. Esta era la razó n de la sobrehumana atenció n con la que su vista lo abarcaba todo por el camino. ¡Extrañ a cosa! Su esperanza iba a ser plenamente satisfecha. Las dos gruesas paredes de la arcada de Saint-Jean estaban cubiertas hasta una altura de seis pies por una capa permanente de barro producida por las salpicaduras del arroyo; los viandantes, para protegerse del pasó incesante de coches y de sus posibles golpes, no contaban má s que con mojones, deshechos desde hacı́a tiempo por los cubos de las ruedas. Má s de una vez la carreta de un cantero

habı́a aplastado a algú n peató n desprevenido. Ası́ fue París durante mucho tiempo y en muchos de sus barrios. Este detalle puede hacer comprender la estrechez de la arcada de Saint-Jean y lo fá cil que era obstruirla. Bastaba que un coche de punto entrara por la plaza de Gré ve, mientras que una vendedora ambulante empujando su carro cargado de manzanas llegaba por la calle du Martroi, para que un tercer coche produjera un atasco. Los peatones huı́an asustados, buscando un mojó n que pudiera preservarles del golpe de los antiguos cubos, cuya longitud era tan desmesurada que hizo falta una ley para acortarlos. Cuando el coche celular llegó , la arcada estaba obstruida por una de esas vendedoras ambulantes tan caracterı́sticas, de las que aú n quedan algunas en Parı́s, pese al creciente nú mero de tiendas de fruta. Era un ejemplar tan caracterı́stico de vendedora ambulante, que cualquier guarda municipal, si esta institució n hubiera existido entonces, la habrı́a dejado circular sin pedirle que le enseñ ara el permiso, pese a su siniestro aspecto, que exhalaba olor a crimen. Su cabeza, cubierta por un feo pañ uelo de algodó n a cuadros hecho harapos,

estaba erizada de mechones rebeldes de cabellos que parecı́an cerdas de jabalı́. Su cuello colorado y lleno de arrugas era sobrecogedor, y la toquilla dejaba un poco al descubierto una piel curtida por el sol, el polvo y el barro. El vestido se parecı́a a una alfombra. Los zapatos parecı́an hacer muecas, como si se burlaran de la cara de la vieja, que tenı́a tantos agujeros como el vestido. ¡Y qué porquerı́a?... Un emplasto llevarı́a menos suciedad. Aquel harapo ambulante y fétido debía afectar el olfato de la gente delicada desde una distancia de diez pasos. Sus manos habrı́an hecho un centenar de siega». Aquella mujer, o bien volvı́a de algú n aquelarre alemá n, o salı́a de un asilo de mendicidad. Pero, ¡qué miradas!... qué audaz inteligencia y qué contenida energı́a habı́a en los rayos magné ticos de su mirada cuando se cruzaron con la de Jacques Collin para intercambiar una idea. —¡Apá rtate, viejo criadero de piojos!... —gritó el cochero con una voz ronca. —No irá s a aplastarme, hú sar de la guillotina — contestó la mujer—; tu mercancı́a no vale lo que la

mía. Y tratando de arrinconarse entre dos mojones para abrir paso, la vendedora obstruyó el paso el tiempo necesario para el cumplimiento de su proyecto. "¡Oh, Asia! —dijo para sus adentros Jacques Collin, que reconoció inmediatamente a, su có mplice—. Todo marcha." El cochero seguı́a intercambiando bellas palabras con Asia, y se acumulaban los vehı́culos en la calle du Martroi. —Ahé !... pé cairé jermati. Souni la. Vedrem!... — exclamó la vieja Asia con esas modulaciones propias de las vendedoras ambulantes que deforman de tal manera sus palabras que se convierten en onomatopeyas inteligibles ú nicamente a los parisienses.

En medio de la algarabı́a de la calle y de los gritos de todos los cocheros allı́ reunidos, nadie podı́a

ijarse en aquel grito salvaje que parecı́a ser el de la vendedora. Pero este clamor, audible para Jacques Collin, le transmitı́a en una jerga convencional, con mezcla de italiano y de provenzal corrompidos, este terrible mensaje: Tu pobre pequeñ o está detenido; pero aquı́ estoy para velar por vosotros. Me volverás a ver... En medio de la in inita alegrı́a que le causaba su triunfo sobre la justicia, puesto que esperaba poder mantener comunicaciones con el exterior, Jacques Collin encajó un golpe que habrı́a bastado para matar a cualquier otra persona. "¡Lucien detenido!...", pensó . Y estuvo a punto de desmayarse. Aquella noticia era para é l má s espantosa que la denegació n de un recurso de gracia para un condenado a muerte. Ahora que los dos coches celulares corren junto al rı́o, el interé s de esta historia exige que se digan unas palabras sobre la Conserjerı́a, aprovechando el rato que tardará n en llegar a ella. La Conserjerı́a, nombre histó rico, palabra terrible y edi icio má s

terrible aú n, está mezclada con las revoluciones de Francia y con las de Parı́s sobre todo. Ha contemplado a la mayoría de los grandes criminales. Aunque sea el má s interesante de todos los monumentos de Parı́s, es tambié n el menos conocido…, por la gente que pertenece a las clases superiores de la sociedad; pero a pesar del gran interé s que tiene esta digresió n histó rica, será tan rápida como la carrera de los dos coches celulares. ¿Cuá l es el parisiense, el extranjero o el provinciano que, aunque só lo se haya detenido un par de dı́as en Parı́s, ha dejado dé advertir las murallas negras lanqueadas por tres gruesas torres con atalayas, dos de las cuales está n casi acopladas, y que constituyen un ornato sombrı́o y misterioso del muelle de las Lunettes? Este muelle empieza en el Pont au Change y se extiende hasta el Pont-Neuf. Una torre cuadrada, llamada la torre del Reloj, desde donde se dio la señ al para la matanza de la Noche de San Bartolomé , y que es casi tan alta como la de Saint-Jacques-Ia-Boucherie, señ ala el lugar del Palacio de Justicia y el á ngulo de este muelle. Las cuatro torres y las murallas está n

revestidas por el sudario negruzco que tienen en Parı́s todas las fachadas que miran al Norte. Hacia la mitad del muelle, a la altura de una arcada desierta, empiezan las construcciones privadas que se edi icaron durante el reinado de Enrique IV, al mismo tiempo que el Pont-Neuf. La plaza Royale fue la ré plica de la plaza Dauphine. Es el mismo estilo arquitectó nico, a base de ladrillo enmarcado con festones de piedra tallada. Esta arcada y la calle de Harlay señ alan los lı́mites occidentales del Palacio de Justicia. En otro tiempo la prefectura de la policı́a y la residencia de los primeros presidentes del Parlamento dependı́an del Palacio. El tribunal de cuentas y el tribunal de contribuciones completaban la justicia suprema, que era la del soberano. Como puede verse, antes de la Revolució n el Palacio de Justicia gozaba del aislamiento que se le pretende dar hoy en día. Este cuadrilá tero, esta isla de casas y de monumentos donde se halla la Sainte-Chapelle, la alhaja má s preciosa del joyero de San Luis, este espacio es el santuario de Parı́s; es su plaza sacrosanta y su arca sagrada. Al principio este

espacio constituyó la primera ciudad; donde ahora está la plaza Dauphine habı́a un prado dependiente de los dominios reales, donde se hallaba una ceca para acuñ ar monedas. De ahı́ el nombre de la calle de la Moneda dado a la que lleva al Pont-Neuf. De ahı́ tambié n el nombre de una de las tres torres redondas, la segunda, que se llama la torre de la Plata, lo cual parece aludir a que primitivamente se batı́a en ella moneda. El famoso molino, que puede verse en los antiguos planqs de Parı́s, es seguramente posterior al tiempo en que se acuñ aba la moneda en el propio Palacio, y se debió probablemente a algún perfeccionamiento en el arte de la acuñ ació n. La primera torre, casi adyacente a la torre de la Plata, se llama la torre de Montgommery. La tercera, que es la má s pequeñ a, pero la mejor conservada de las tres, puesto que aú n tiene almenas, lleva el nombre de torre Bonbec. La Sainte-Chapelle y estas cuatro torres (incluida la torre del Reloj) determinan perfectamente el recinto del palacio —o el perı́metro, como dirı́a un empleado del catastro—, desde los merovingios hasta la primera dinastı́a de Valois; pero para nosotros, y como resultado de estas

transformaciones, este palacio representa má s propiamente la época de san Luis. Carlos V fue el primero en trasladar el Palacio al Parlamento, institució n recientemente cerrada, y, bajo la protecció n de la Bastilla, fue a vivir en la famosa mansió n de Sant-Pol, a la que adosaron má s adelante el palacio Des Tournelles. Luego, en tiempo de los ú ltimos Valois, la realeza dejó la fortaleza de la Bastilla para regresar al Louvre, que habı́a sido su primitiva fortaleza. La primera residencia de los reyes de Francia, el palacio de san Luis, que ha conservado el apelativo de Palacio a secas —como para designar al que es el palacio por excelencia—, está enteramente enterrado bajo el palacio de Justicia, del cual constituye los só tanos, porque estaba edi icado en el Sena, como la catedral, y habı́a sido construido tan cuidadosamente que cuando el rı́o se sale de madre, sus aguas apenas llegaban a los primeros escalones. El muelle del Reloj sobrepasa en unos veinte pies estos edi icios diez veces seculares. Los coches circulan a la altura del capitel de las só lidas columnas de estas tres torres, cuya elevació n debı́a de estar antes en

armonı́a con la elegancia del palacio y debı́a de producir un efecto pintoresco sobre el agua, puesto que hoy estas torres aú n rivalizan en altura con los monumentos má s elevados de Parı́s. Cuando se contempla esta gran capital desde lo alto de la cú pula del Panteó n, el Palacio, con la SainteChapelle, aú n es lo que parece má s monumental en medio de tantos monumentos. Este palacio de nuestros reyes, sobre el que se camina cuando se recorre la inmensa sala de los Pasos Perdidos, era una maravilla arquitectó nica, y lo es todavı́a para la mirada inteligente del poeta que se acerca para estudiarla al examinar la Conserjerı́a. Por desgracia la Conserjerı́a ha invadido el palacio real. Sangra el corazó n al ver có mo se han construido calabozos, reductos, pasillos, habitaciones y salas sin luz ni aire en esta magnı́ ica composició n en la que los estilos bizantino, romá nico y gó tico, estas tres caras del arte antiguo, fueron sintetizadas por la arquitectura del siglo XII. Este palacio es, para la historia monumental de la Francia de los primeros tiempos, lo que el palacio de Blois para la historia monumental de los segundos tiempos. Igual que en Blois (Vé ase Estudio sobre Catalina de Mé dicis,

ESTUDIOS FILOSOFICOS), donde en un mismo patio pueden admirarse las mansiones de los condes de Blois, de Luis XII, de Francisco y de Gastó n, en la Conserjerı́a se agrupan en un mismo recinto el espı́ritu de las primeras razas, y, en la SainteChapelle, la arquitectura de san Luis. Consejeros municipales: si otorgá is millones, ¡poned junto a los arquitectos a uno o dos poetas, si queré is salvar la cuna de Parı́s, la cuna de los reyes, procediendo a dotar a Parı́s y al tribunal real de un palacio digno de Francia! Es un asunto que todavı́a debe estudiarse durante varios añ os antes de emprender nada. Si se construyen una o dos cá rceles como la de la Roquette, el palacio de san Luis se salvará. Actualmente muchas lacras afectan a este gigantesco monumento, hundido bajo el palacio y bajo el muelle, igual que uno de esos animales antediluvianos que hay en los yesos de Montmartre; pero la mayor de todas es la Conserjerı́a. El Nv t té rmino se comprende. En los primeros tiempos de la monarquı́a, los grandes delincuentes, a saber, los propietarios de feudos grandes o pequeñ os, ya que los villanos y los burgueses pertenecı́an a las

jurisdicciones señ oriales o urbanas, eran conducidos ante el rey y custodiados en la Conserjerı́a. Como habı́a pocos reos de esta categorı́a, la Conserjerı́a bastaba para la justicia real. Es difı́cil establecer exactamente qué lugar ocupaba la primitiva Conserjerı́a. Sin embargo, como aú n existen las cocinas de san Luis, constituyendo hoy lo que se denomina la Ratonera, es presumible que la primitiva Conserjerı́a estuviera situada en el lugar donde se hallaba la Conserjerı́a judicial del Parlamenjo antes de 1825, bajo la arcada de la derecha de la gran escalinata exterior que lleva a la audiencia real. Hasta 1825 los condenados salı́an de allı́ para ir al patı́bulo. De allı́ salieron todos los grandes criminales, todas las vı́ctimas de la polı́tica, tanto la marı́scala de Ancre como la reina de Francia, tanto Semblanqay como Malesherbes, tanto Damien como Danton o Desrues como Castaing. El despacho de Fouquier-Tinville, que actualmente es el del procurador del rey, estaba situado de tal modo que el acusador pú blico pudiera ver des ilar en sus carretas a las personas a quienes acababa de condenar el tribunal revolucionario. Aquel ser convertido en espada

podı́a de esta manera dar una ú ltima ojeada a sus hornadas. A partir de 1825, bajo el ministerio del señ or de Peyronnet, tuvo lugar un gran cambio en el Palacio. El viejo rastrillo de la Conserjerı́a, donde tenı́an lugar las ceremonias del encarcelamiento y el cacheo, fue cerrado y trasladado adonde se encuentra hoy, entre la torre del Reloj y la torre Mont-gommery, en un patio interior señ alado por una arcada. A la izquierda se halla la Ratonera y a la derecha el rastrillo. Los coches celulares entran en aquel patio bastante irregular, donde pueden permanecer y maniobrar con facilidad, y, en caso de motı́n, quedan protegidos frente a cualquier ataque por la só lida reja de la arcada, mientras que antañ o no tenı́an la menor facilidad para maniobrar en el estrecho espacio que separa la gran escalinata exterior del ala derecha del Palacio. Hoy en dı́a la Conserjerı́a, que apenas basta para los acusados (se necesitarı́a lugar para dos o trescientas personas, entre hombres y mujeres), ya no recibe ni presos preventivos ni detenidos, salvo en raras excepciones, como era el caso de Jacques Collin y de

Lucien. Todos los que está n presos en ella han de comparecer ante la sala de lo criminal. Excepcionalmente, la magistratura admite a los culpables de la alta sociedad, quienes, bastante deshonrados ya por la comparecencia ante la sala de lo criminal, recibirá n un castigo excesivo si tuvieran que cumplir su pena en Melun o Poissy. Ouvrard pre irió la estancia en la Conserjerı́a antes que en Sainte-Pé lagie. En este momento, el notario Lehon y el prı́ncipe de Bergues está n allı́ detenidos en virtud de una tolerancia arbitraria, aunque muy humanitaria. Generalmente los presos preventivos, ya sea para ir a la instrucció n (como se dice en la jerga carcelaria), ya sea para comparecer ante la policı́a correccional, son depositados por los coches celulares directamente en la Ratonera, situada enfrente del rastrillo, que se compone de una serie de celdas practicadas en las cocinas de San Luis, en las que los presos preventivos sacados de sus respectivas prisiones esperan la hora de la sesió n del tribunal o la llegada de su juez de instrucció n. La Ratonera limita al norte con el muelle, al este con el

cuerpo de guardia de la guardia municipal, al oeste con el patio de la Conserjerı́a y al sur con una inmensa sala abovedada (probablemente la antigua sala de festines), aún sin ninguna función. Encima de la Ratonera hay un cuerpo de guardia interior, con una ventana que da al patio de la Conserjerı́a, que está ocupado por la gendarmerı́a departamental y al que conduce la escalinata. Cuando llega la hora del juicio, los alguaciles van a llamar a los presos, y los gendarmes, en nú mero igual al de los presos, bajan y cogen cada uno a un preso por debajo el brazo; acoplados de esta manera, suben por la escaleras, atraviesan el cuerpo de guardia y llegan, a travé s de unos pasillos, a una habitació n contigua a la sala donde se reú ne la famosa Cá mara Sexta del tribunal, a la que se adjudica la audiencia de la policı́a correccional. Este camino es tambié n el que toman los acusados para ir de la Conserjerı́a a la sala de lo criminal y volver. En la sala de los Pasos Perdidos, entre la puerta de la Primera Cá mara del Tribunal de primera instancia y la escalinata que lleva a la Sexta, se observa inmediatamente, cuando uno se pasea por

allı́ por vez primera, una entrada sin puerta y sin decoració n arquitectó nica alguna, un ori icio cuadrado realmente desagradable. Por allı́ es por donde los jueces y los abogados entran en esos pasillos, en el cuerpo de guardia, y bajan a la Ratonera y a la taquilla de la Conserjerı́a. Todos los despachos de los jueces de instrucció n está n situados en diversos pisos en esta parte del Palacio. Se llega a ellos por horribles escaleras, que constituyen un laberinto en el que se pierden casi siempre aquellos que desconocen el Palacio. Las ventanas de estos despachos dan las unas sobre el rı́o y las otras sobre el patio de la Conserjerı́a. En 1830 los despachos de algunos jueces de instrucción daban sobre la calle de la Barillerie. Ası́ pues, cuando un coche celular gira hacia la izquierda en el patio de la Conserjerı́a, lleva presos a la Ratonera; cuando va hacia la derecha, lleva acusados a la Conserjerı́a. El coche que llevaba a Jacques Collin se dirigió hacia este lado, para depositarle en el rastrillo. No hay nada tan impresionante como el rastrillo. Los reos o las visitas advierten dos rejas de hierro forjado

separadas por un espacio de cerca de seis pies, que se abren siempre una tras otra, y a travé s de las cuales todo se observa tan escrupulosamente que las personas a quienes se otorga el permiso de visita atraviesan aquel espacio a travé s de la reja antes de que la llave rechine en la cerradura. Los magistrados instructores y los propios miembros del ministerio fiscal no pueden entrar sin haber sido reconocidos. Si se menciona la posibilidad de comunicar o de evadirse... se dibujará una sonrisa en los labios del director de la Conserjerı́a que desvanecerá toda duda de la mente del novelista má s audaz en empresas contrarias a la verosimilitud. En los anales de la Conserjerı́a só lo se recuerda la evasió n de Lavalette; pero la certeza de una complicidad de alto rango, actualmente demostrada, disminuyó el peligro de un fracaso. Juzgando sobre el terreno acerca de la naturaleza de los obstá culos, la gente má s a icionada a la fantası́a habrı́a de reconocer que siempre estos obstá culos fueron tan invencibles como lo son ahora. No hay expresió n que pueda describir la fuerza de las paredes y de las bó vedas, hay que verlas. Aunque el nivel del pavimento del patio sea

má s alto que el del muelle, cuando se atraviesa el rastrillo hay que bajar aú n varios escalones para llegar a una inmensa sala abovedada, cuyas só lidas murallas está n adornadas por magnı́ icas columnas y lanqueadas por la torre Montgommery, que actualmente forma parte de la residencia del director de la Conserjerı́a y de la torre de la Plata, que sirve de dormitorio a los vigilantes o guardianes. El nú mero de tales empleados no es tan considerable como pudiera imaginarse (son veinte); ni su dormitorio ni sus catres di ieren mucho del que se llama de la Pistola. Este nombre proviene seguramente de que antañ o los presos daban una pistola1 a la semana a cambio de este alojamiento, cuya desnudez recuerda las frı́as buhardillas donde van a vivir los grandes hombres sin fortuna que llegan por vez primera a Parı́s. A la izquierda, en esta gran sala de ingreso, se halla la escribanı́a de la Conserjerı́a, una especie de despacho con vidrieras donde está n el director y su escribano y donde se guardan los registros de encarcelamiento. Allı́ el preso preventivo y el acusado son inscritos y cacheados. Allı́ se decide la cuestió n del alojamiento,

cuya solució n depende de la bolsa del detenido. Frente al rastrillo de esta sala se ve una puerta vidriera, que es la de un locutorio en el que los parientes y abogados comunican con los acusados por un vano con doble reja de madera. El locutorio recibe la luz del patio, que constituye el lugar de paseo interior donde los acusados respiran a sus anchas y hacen ejercicio a determinadas horas. Esta gran sala iluminada por la luz dudosa de estas dos taquillas, ya que la única ventana que da al patio de entrada está en la escribanı́a, ofrece a la mirada una atmó sfera y una luminosidad en perfecta armonı́a con las imá genes preconcebidas por la imaginació n. Su aspecto es tanto má s sobrecogedor cuanto que, paralelamente a las torres de la Plata y de Montgommery, se ven esas criptas misteriosas, abovedadas, formidables y en penumbra que rodean el locutorio y conducen a los calabozos de la reina, de la señ ora Elisabeth, y a las celdas llamadas de incomunicació n. Este laberinto de piedra tallada se ha convertido en el só tano del Palacio de Justicia, despué s de haber asistido a las iestas de la realeza. Entre 1825 y 1832, en esta inmensa sala se hacı́a la

operació n del afeitado, entre— una gran estufa y la primera de las dos rejas. Todavı́a hoy no pasa uno sin estremecerse por encima de esas baldosas que han recibido el impacto y las con idencias de tantas últimas miradas. Para apearse de su horrendo vehı́culo el moribundo necesitó la ayuda de dos gendarmes que lo cogieron cada uno por debajo de un brazo, lo aguantaron y lo llevaron a la escribanía, de tal modo que parecı́a haber perdido el sentido. El agonizante, arrastrado de esta manera, alzaba los ojos al cielo para parecerse al Redentor bajando de la cruz. Ciertamente, en ningú n cuadro ofrece Jesú s una cara má s cadavé rica y má s descompuesta que la que mostraba el falso españ ol, que parecı́a a punto de exhalar el ú ltimo suspiro. Cuando lo sentaron en la escribanı́a, repitió con voz desfalleciente las palabras que dirigı́a a todo el mundo desde el momento de su detención: —Apelo a su excelencia el embajador de Españ a... —Le dirá usted esto al señ or juez de instrucció n — contestó el director.

—¡Ay, Jesú s! —repuso Jacques Collin, suspirando —. ¿No podrı́a tener un breviario?... ¿Seguirá n negá ndome un mé dico?... No me quedan ni siquiera dos horas de vida. Como Carlos Herrera tenı́a que estar incomunicado, fue inú til pedirle si querı́a las ventajas de la Pistola, es decir, el derecho a vivir en una de esas celdas en las que se goza de la ú nica comodidad permitida por la Justicia. Estas celdas está n situadas al extremo del patiq del que se hablará má s adelante. El alguacil y el escribano, simultá nea y lemá ticamente, efectuaron las formalidades del encarcelamiento. —Señ or director —dijo Jacques Collin, chapurreando el francé s—, me estoy muriendo, ya lo ve usted. Si puede usted hacerlo, dı́gale lo má s pronto posible al señ or juez que solicito como un favor lo que un criminal deberı́a temer má s: comparecer ante é l en cuanto llegue; porque mis sufrimientos son realmente intolerables, y en cuanto lo vea terminará todo error...

La regla general es que todos los criminales hablen de error. Vayase a los presidios, pregú ntese a los condenados, casi todos son vı́ctima de algú n error de la justicia. Por eso esta palabra hace sonreı́r imperceptiblemente a todos los que está n en contacto con presos preventivos, con acusados o con condenados. —Puedo hablar de su reclamació n al juez instructor —contestó el director. —¡Tendrá mi bendició n, caballero!... —replicó el español, alzando los ojos al cielo. Una vez realizadas las formalidades, dos guardias municipales, acompañ ados por un vigilante a quien el director indicó en cuá l de las celdas tenı́a que ser encerrado el preso, cogieron a Carlos Herrera cada uno por un brazo y le condujeron a travé s del laberinto subterrá neo de la Conserjerı́a a una habitació n muy sana, por mucho que digan ciertos filántropos, pero totalmente incomunicada. En cuanto hubo desaparecido, los vigilantes, el director de la cá rcel, su escribano, el propio alguacil

y los gendarmes se miraron como pidié ndose unos a otros su opinió n, y en todos los rostros se dibujó la duda; pero ante la vista del otro preso preventivo, todos los espectadores volvieron a su habitual incertidumbre, encubierta bajo un aire de indiferencia. Salvo en circunstancias extraordinarias, los empleados de la Conserjerı́a son poco curiosos, siendo para ellos los criminales lo mismo que una peluca para un peluquero. Todas las formalidades que sobrecogen a la imaginació n se efectú an con mayor sencillez que los asuntos de dinero entre los banqueros, y muchas veces con mayor cortesı́a. Lucien ofre cı́a el aspecto del culpable abatido: no oponı́a resistencias, s abandonaba maquinalmente. Desde Fontainebleau, el poel contemplaba su ruina y se decı́a a sı́ mismo que habı́a llegad la hora de la expiació n. Estaba pá lido y deshecho, ignoraba todo cuanto habı́a ocurrido durante su ausencia en casa d Esther y sabı́a que era el compañ ero ı́ntimo de un presidiario evadido; tal situació n bastaba para hacerle imaginar catas trofes peores que las de la muerte. El ú nico proyecto que con cebı́a su mente era el suicidio. Querı́a escapar a todo preci de las

ignominias que adivinaba, a modo de fantası́as de un inquietante pesadilla: Jacques Collin, considerado el má s peligroso de ambo detenidos, fue colocado en una celda totalmente de piedr tallada, con luz procedente de uno de esos pequeñ os patio interiores que hay diseminados por el recinto del palacio,; situada en el ala en que tiene su despacho el procurador g-neral. Este pequeñ o patio sirve de patio de paseo para la sec ció n de mujeres. Segú n ó rdenes del juez de instrucció n,: director tuvo cierta consideració n por Lucien, de modo qu fue conducido, por el mismo camino, a una celda vecina d las Pistolas. Por lo general, la gente que nunca tendrá altercados co la justicia concibe las má s negras ideas sobre la incomunica ció n. La idea de justicia criminal suele Ir asociada con la viejas ideas sobre la antigua tortura, sobre la insalubridad d las cá rceles, la frialdad de los muros de piedras rezumand humedad, la brutalidad de los carceleros y la mala alimenta ció n, que constituyen accesorios obligados en los dramas; pero no es inútil decir aquí

que tales exageraciones no existen má que en el teatro, y hacen sonreı́r a los magistrados, a lo abogados y a los que visitan por curiosidad las prisiones o va a observarlas. Durante mucho tiempo, é stas estuvieron en condiciones terribles. Es cierto que los acusados, bajo el antiguo Parlamento, en los siglos de Luis XIII y de Luis XIV, eran amontonados confusamente en una especie de entresue lo situado encima del antiguo rastrillo. Los encarcelamientos fueron uno de los crı́menes de la revolució n de 1789, y basta con ver el calabozo de la reina y el de la señ ora Elizabeth para sentir un profundo horror por las antiguas formas judiciales. Pero actualmente, aun cuando la ilantropı́a haya causado dañ os incalculables a la sociedad, ha traı́do en cambio algunos alivios para los individuos. Debemos a Napoleón el Código penal, que es uno de los monumentos má s importantes de este reinado tan breve, má s aú n que el Có digo civil, cuya reforma en algunos puntos es urgente. Este nuevo Có digo penal colmó un verdadero abismo de sufrimientos. Ası́ pues, puede a irmarse que, dejando aparte las horribles torturas morales a las que se ven sometidas las personas de las clases superiores al

caer bajo el imperio de la Justicia, la acció n de este poder es de una enorme dulzura y simplicidad, que por inesperadas resultan aú n má s sensibles. El inculpado y el preso preventivo no está n alojados, ciertamente, como en su casa; pero en las prisiones de Parı́s se halla lo necesario. Por otra parte, la gravedad de los sentimientos que a uno le abruman quita a los accesorios de la vida su signi icado ha bitual. Nunca es el cuerpo el que sufre. El espı́ritu se halla en una situació n tan violenta, que puede soportarse fá cilmente todo malestar o toda brutalidad, en caso de que se produzcan. Hay que admitir que, sobre todo en Parı́s, el inocente es puesto pronto en libertad. Lucien, al entrar en su celda, halló , pues, una iel imagen de la primera habitació n que habı́a ocupado en Parı́s, en el hotel Cluny. Una cama parecida a la de las fondas má s pobres del Barrio Latino, algunas sillas oscuras de paja, una mesa y algunos utensilios componı́an el mobiliario de una de estas habitaciones, donde a menudo se ponen juntos dos acusados cuando su comportamiento es tranquilo y sus crı́menes tranquilizadores, como la falsi icació n

de moneda o la bancarrota. Este parecido entre su punto de partida, lleno de inocencia, y el punto de llegada, ú ltimo peldañ o de la vergü enza y del envilecimiento, hizo vibrar en un ú ltimo esfuerzo su ibra poé tica, y el desdichado rompió a llorar. Lloro durante cuatro horas, aparentemente insensible como una igura de piedra, pero sufriendo por el hundimiento de todas sus esperanzas, abrumado por el aplastamiento de todas sus vanidades sociales, por la aniquilació n de su orgullo, herido en su egocentrismo de ambicioso, de amante, de afortunado, de dandy, de parisiense, de poeta, de voluptuoso y de privilegiado. Todo se habı́a roto en él debido a esta caída propia t de un Icaro. Carlos Herrera, por su parte, empezó a dar vueltas por su celda en cuanto le dejaron solo, como el oso blanco del zooló gico dentro de su jaula. Examinó cuidadosamente la puerta y comprobó que no tenı́a má s agujero que la mirilla. Sondeó todas las paredes, miró por el cué vano por el que penetraba una dé bil luz, y pensó : "¡No hay peligro!" Fue a sentarse a un á ngulo en el cual no pudiera verle el vigilante mirando por la mirilla. A continuació n se

quitó la peluca y despegó rá pidamente un papel que se hallaba en el fondo de la misma. El lado del papel que estaba en comunicació n con la cabeza tan mugriento que parecı́a ser el tegumento de la peluca. Si a Bibi-Lupin se le hubiera ocurrido quitarle aquella peluca para veri icar la identidad del españ ol con Jacques Collin, no habrı́a advertido el papel, que parecı́a formar parte de la obra del peluquero. La otra cara del papel estaba aú n lo bastante blanca y limpia para permitir que se escribieran algunas lı́neas. La difı́cil y minuciosa operació n de la despegadura habı́a comenzado en la Force, puesto que dos horas no habrı́an bastado. La vı́spera habı́a empleado ya la mitad del dı́a para este trabajo. El preso empezó recortando aquel precioso papel hasta conseguir una tira de una anchura de cuatro o cinco lı́neas, y la partió en varios pedazos; luego devolvió al insó lito depó sito su reserva de papel, tras haber humedecido la capa de goma ará biga gracias a la cual podı́a restablecer la adherencia. Buscó en un mechó n de cabellos uno de esos lá pices delgados como al ileres, cuya fabricació n, debida a Susse, era reciente, y que estaba ijado a la peluca con cola; tomó un pedazo

bastante grande para escribir y lo su icientemente pequeñ o para disimularlo en su oreja. Una vez terminados estos preparativos con la rapidez y con la seguridad propia de los viejos presidiarios, cuya destreza es increı́ble, Jacques Collin se sentó al borde de su cama y se puso a estudiar las instrucciones que tenı́a que dar a Asia, con la certidumbre de hallarla en su camino, tanta era la confianza que tenía en el genio de aquella mujer. "En mi interrogatorio sumario —pensaba— he ingido ser españ ol y hablar mal el francé s, he apelado al embajador, alegando los privilegios diplomá ticos y ingiendo no comprender nada de lo que me preguntaban, todo bien salpicado de debilidades, silencios y suspiros; en suma, de todas las pamplinas de un agonizante. Mantengá monos en este mismo terreno. Mis papeles está n en regla. Asia y yo podremos con el señ or Camusot, que no es demasiado há bil. El problema es Lucien, se trata de devolverle la moral, hay que llegar hasta este muchacho a cualquier precio, y señ alarle una pauta de conducta; si no se va a entregar é l mismo y me va a entregar a mı́, y lo echará todo a rodar... Antes

de su interrogatorio tiene que ser adiestrado. Y ademá s necesito testigos que con irmen mi condición sacerdotal!" Tal era la situació n moral y fı́sica de los dos presos preventivos, cuya suerte dependı́a en aquellos momentos del señ or Camusot, juez de instrucció n del Tribunal de primera instancia del Sena, supremo arbitro, durante el espacio de tiempo que le daba el có digo penal, de los má s nimios detalles de su existencia, puesto que é l era el ú nico que podı́a autorizar que el capellá n, el mé dico de la Conserjerı́a o quienquiera que fuese se comunicara con ellos. No hay poder humano, ni rey, ni ministro de Justicia, ni primer ministro, que pueda inmiscuirse en el poder de un juez instructor; no hay nada que le detenga, ni nada que le dirija. Es un soberano sometido ú nicamente a su conciencia y a la ley. En este momento en que iló sofos, ilá ntropos y publicistas no cejan en sus esfuerzos por recortar todos los poderes sociales, el derecho conferido por nuestras leyes a los jueces de instrucció n se ha

convertido en blanco de muchos ataques terribles, que hallan su justi icació n en lo desorbitante de este derecho. No obstante, para todo hombre razonable este poder debe seguir siendo inviolable; en ciertos casos se puede suavizar su ejercicio mediante un extenso uso de las garantı́as; pero la sociedad, conmovida ya por la falta de inteligencia y por la debilidad del jurado (magistratura suprema que só lo debiera atribuirse a personalidades notables electas), se verı́a amenazada de ruina si se rompiera esta columna que sostiene todo nuestro derecho penal. La detenció n preventiva es una de esas facultades terribles y necesarias cuyo peligro social está compensado por su propia grandeza, por otra parte; descon iar de la magistratura es un comienzo de disolució n social. Destruyase la institució n, reconstituyase sobre otras bases; pı́dase, como antes de la Revolució n, enormes garantı́as de fortuna para la magistratura; pero que no se pierda la fe en ella que no la convierta en imagen de la sociedad, con todo lo que é sta tiene de condenable. Hoy en dı́a el magistrado, retribuido como un funcionario, pobre la mayor parte de veces, ha trocado su dignidad de antañ o por una altanerı́a

que parece intolerable a todos los que se han hecho sus iguales; porque la altanerı́a es una dignidad sin base de sustentació n. En eso radica el vicio de la institució n actual. Si Francia estuviera dividida en diez jurisdicciones, se podrı́a elevar el rango de la magistratura exigiendo grandes fortunas, lo cual resulta imposible con veintisé is jurisdicciones. La ú nica mejora real que puede reclamarse en el ejercicio del poder atribuido al juez de instrucció n es la rehabilitació n de la prisió n preventiva. El estado preventivo no deberı́a signi icar ningú n cambio en las costumbres de los individuos. Las prisiones preventivas de Parı́s deberı́an construirse, amueblarse y disponerse de tal forma que se modi icaran profundamente las ideas de la gente acerca de la situació n de los presos preventivos. La ley es buena y necesaria, pero su ejecució n es mala, y la opinió n pú blica juzga las leyes segú n la manera de proceder. La opinió n pú blica en Francia condena a los presos preventivos y rehabilita a los acusados por una contradicció n explicable. Quizá sea el resultado del espı́ritu esencialmente criticó n del francé s. Esta inconsecuencia del pú blico parisiense

fue uno de los motivos que contribuyeron a la catá strofe de este drama; como ya se verá , fue incluso uno de los má s poderosos. Para comprender adecuadamente las terribles escenas que se desarrollan en los despachos de los jueces de instrucció n, para conocer bien la situació n respectiva de las dos partes beligerantes, los detenidos y la Justicia, cuya lucha tiene por objeto el secreto que ambos preservan de la curiosidad del juez —tan justamente llamado el curioso en la jerga carcelaria—, nunca debe olvidarse que los presos preventivos encerrados en estado de incomunicació n desconocen todo lo que dicen los siete u ocho públicos particulares que constituyen el pú blico en general, todo lo que saben la policı́a, la justicia y lo poco que publican los perió dicos de las circunstancias del crimen. Por esta razó n, dar a un preso una noticia como la que Jacques Collin acababa de recibir de Asia sobre la detenció n de Lucien, es como echar una cuerda a un hombre que se ahoga. Se verá có mo fracasa un intento que, de no haber sido por aquella comunicació n, el presidiario no habrı́a podido realizar. Una vez planteados los té rminos del problema, la gente

menos impresionable va a asustarse de los resultados de estas tres causas de terror: el secuestro, el silencio y el remordimiento. El señ or Camusot, yerno de uno de los escribanos del gabinete real, su icientemente conocido ya para explicar sus alianzas y su posició n, se hallaba en aquellos momentos en un estado de perplejidad casi idé ntico al de Carlos Herrera respecto a la instrucció n que se le habı́a con iado. En otro tiempo habı́a sido presidente de un tribunal de apelació n y habı́a sido llamado para ocupar un puesto de juez en Parı́s, una de las plazas má s codiciadas de la magistratura, gracias a la protecció n de la cé lebre duquesa de Maufrigneuse, cuyo esposo, infante del Delfı́n y coronel de uno de los regimientos de caballerı́a de la guardia real, gozaba del favor del rey, ası́ como ella del de la reina. Por un favor insigni icante, aunque importantı́simo para la duquesa, con ocasió n de la falsa denuncia contra el joven conde de Esgrignon puesta por un banquero de Alençon (vé ase en las ESCENAS DE LA VIDA DE PROVINCIAS, El gabinete de antigü edades), de simple juez de provincias habı́a ascendido a

presidente y de presidente a juez instructor en Parı́s. Desde hacı́a dieciocho meses formaba parte del tribunal má s importante del reino, y habı́a podido, bajo la recomendació n de la duquesa de Maufrigneuse, prestarse a los propó sitos de una gran dama no menos poderosa, la marquesa de Espard; pero habı́a fracasado. (Vé ase La interdicció n.) Como se ha dicho al comienzo de esta obra, Lucien, para vengarse de la señ ora de Espard, que querı́a incapacitar a su marido, pudo restablecer la verdad de los hechos a los ojos del procurador general y del conde de Sé rizy. Cuando estas dos altas potencias estuvieron alineadas junto a los amigos del marqué s de Espard, la esposa só lo se libró de la acusació n del tribunal gracias a la clemencia del esposo. El dı́a antes la marquesa de Espard, al enterarse de la detenció n de Lucien, habı́a enviado a su cuñ ado el caballero de Espard a casa de la señ ora Camusot. La señ ora Camusot se habı́a ido inmediatamente a visitar a la ilustre marquesa. En el momento de la cena, al volver a su casa, habı́a cogido a su esposo aparte en su dormitorio.

—Si puedes mandar al presuntuoso Lucien de Rubempré a la sala de lo criminal y lograr una condena contra é l —le dijo al oı́do—, será s consejero en el Tribunal Real... —¿Y de qué manera? —La señ ora de Espard quisiera ver caer la cabeza de este pobre muchacho. Sentı́a escalofrı́os oyendo cómo hablaba el odio de una mujer hermosa. —No te mezcles en los asuntos del Palacio de Justicia —contestó Camusot a su mujer. —¿Yo mezclarme? —repuso ella—. Cualquiera hubiera podido escucharnos: no habrı́a sabido de qué hablá bamos. La marquesa y yo hemos estado la una con la otra tan deliciosamente hipó critas como lo está s siendo tú conmigo en estos momentos. Querı́a agradecerme tus buenos o icios en su asunto, dicié ndome que, pese a la falta de é xito, te está muy reconocida. Me ha hablado de la terrible misió n que la ley os atribuye. "Es horrible tener que mandar a un hombre al patı́bulo, pero en este caso... ¡sı́ que es hacer justicia!, etc." Ha lamentado que un

joven tan guapo, traı́do a Parı́s por su prima, la señ ora Du Châ telet, haya llegado tan bajo. "¡Ahı́ es adonde las malas mujeres, como una Coralie o una Esther (decı́a), llevan a los jó venes lo bastante corrompidos como para repartirse con ellas unas ganancias envilecedoras!" Y luego unos hermosos discursos sobre la caridad y sobre la religió n... La señ ora Du Châ telet le habı́a dicho que Lucien merecı́a mil veces la muerte, por haber estado a punto de matar a su hermana y a su madre. Ha hablado de una vacante en el Tribunal Real, de — que conocı́a al ministro de Justicia. "¡Su esposo, señ ora, tiene una gran ocasió n para distinguirse!", dijo para terminar. Y eso es todo. —Nos distinguimos cada dı́a, haciendo nuestro deber —dijo Camusot. —Irá s lejos si eres magistrado en todas partes, incluso con tu mujer —exclamó la señ ora Camusot —. Vaya, te creía bobo; hoy en cambio te admiro... Sobre los labios del magistrado se dibujó una de estas sonrisas que son exclusivas de los jueces,

como la sonrisa de las bailarinas, que tambié n es exclusiva de ellas. —Señ ora, ¿puedo entrar? — preguntó la camarera. —¿Qué quiere de mı́? —le dijo su ama. —Señ ora, la primera doncella de la señ ora duquesa de Maufrigneuse ha venido aquı́ durante la ausencia de la señ ora, y ruega a la señ ora, de parte de su ama, que vaya en seguida y sin falta al palacio de Cadignan. —Que aplacen la cena —dijo la mujer del juez, pensando que el conductor del coche de punto que la había llevado estaría esperando el pago. Se volvió a poner el sombrero, subió al coche de punto, y a los veinte minutos estuvo en el palacio Cadignan. La señ ora Camusot, que fue introducida por una puerta lateral, esperó durante unos diez minutos sola en un gabinete adyacente al dormitorio de la duquesa, que se presentó con un aspecto resplandeciente, puesto que partı́a para Saint-Cloud, donde la reclamaba una invitació n en la corte. —Hija mía, entre nosotras, bastan dos palabras.

—Sí, señora duquesa. —Lucien de Rubempré está detenido, su esposo instruye el sumario; yo garantizo la inocencia de este pobre muchacho: que esté libre antes de las veinticuatro horas. Esto no es todo. Alguien quiere ver a Lucien mañ ana, en secreto, en su celda; su esposo, si quiere, podrá estar presente, con tal que no se deje ver... Soy iel para con los que me sirven, ya lo sabe usted. El rey espera mucho del valor de sus magistrados en las graves circunstancias en que va a encontrarse pronto; yo haré progresar a su marido, le recomendaré como a una persona leal al rey, aun a riesgo de su cabeza. Nuestro Camusot será primero consejero, luego primer presidente donde sea... Adió s..., me esperan; me perdona usted, ¿verdad? No só lo complacerá al procurador general que, en esta cuestió n, no puede pronunciarse, sino que ademá s salva la vida a una mujer que agoniza, a la señ ora de Sé rizy. De modo que no le faltará n apoyos... Vamos, ya ve mi con ianza, no es menester que le recomiende... ¡ya sabe! Se puso el ı́ndice sobre los labios y se marchó . "¡Y no poderle decir que la marquesa de Espard quiere ver a Lucien en

el patı́bulo!...", pensaba la mujer del magistrado volviendo a su coche. Llegó en un tal estado de ansiedad, que al verla el juez le dijo: —Amélie, ¿qué tienes?... —Estamos entre dos fuegos... Contó a su esposo la entrevista que acababa de tener con la duquesa hablá ndole al oı́do, tal era su temor de que la sirvienta escuchara tras la puerta. —¿Cuá l de las dos es má s poderosa? —dijo al terminar—. La marquesa estuvo a punto de comprometerte con el estú pido asunto de la interdicció n de su marido, mientras que a la duquesa se lo debemos todo. Una me ha hecho promesas vagas, mientras que la otra ha dicho: Primero será consejero y luego primer presidente... Dios me libre de darte ningú n consejo, jamá s me entrometeré en los asuntos del Palacio de Justicia; pero tenía que transmitirte con toda fidelidad lo que se dice en la corte y lo que allí se prepara...

—¿No sabes, Amé lie, lo que me ha mandado el prefecto de policı́a y a travé s de qué persona? A travé s de uno de los hombres má s importantes de la policı́a general del reino, el Bibi-Lupin de la polı́tica, el cual me ha dicho que el Estado tiene ciertos intereses secretos ligados con este asunto. Cenemos y vayamos al Varieté s... Ya hablaremos esta noche de todo esto, en el despacho, donde estaremos má s tranquilos; necesitaré tu inteligencia, ya que la del juez quizá no baste... Nueve de cada diez magistrados negará n la in luencia de la mujer sobre el marido en ocasió n semejante; pero, aunque se trate de una de las excepciones sociales má s importantes, puede hacerse notar que es cierta, aun cuando accidental. El magistrado é s como el sacerdote, sobre todo en Parı́s, donde se halla la é lite de la magistratura: raramente habla de los asuntos del Palacio, y só lo lo hace cuando se trata de casos ya sentenciados. Las esposas de los magistrados no só lo ingen no saber nunca nada, sino que ademá s tienen todas el su iciente sentido de las conveniencias para adivinar que molestarı́an a sus maridos si, cuando

está n enteradas de algú n secreto, lo dieran a entender. No obstante, en las grandes ocasiones en las que está en juego un ascenso, muchas esposas asisten, como Amé lie, a la deliberació n del magistrado. Estas excepciones, que siempre son dudosas por ser desconocidas, dependen por completo de la manera en que la lucha entre los dos caracteres se ha desarrollado en el seno del matrimonio. La señ ora Camusot dominaba enteramente a su esposo. Cuando todos dormı́an en la casa, el magistrado y su esposa se sentaron en el despacho, sobre el cual el juez habı́a ordenado ya todos los documentos del caso. —He aquı́ las notas que me ha remitido el prefecto de policı́a, a petició n mı́a, por otra parte —dijo Camusot.

EL PADRE CARLOS HERRERA

"Este individuo es seguramente el llamado Jacques Collin, apodado Engañ amuertes, cuya ú ltima detenció n se remonta al añ o 1819 y tuvo lugar en el domicilio de una tal señ ora Vauquer, casa de hué spedes de la calle Neuve-Sainte-Genevié ve, donde permanecı́a escondido bajo el nombre de Vautrin." En el margen estaba escrito, de puñ o y letra del prefecto de policía: "Se ha dado, orden por telé grafo a Bibi-Lupin, jefe de la policı́a de seguridad, de que vuelva inmediatamente para facilitar su identi icació n, puesto que conoce personalmente a Jacques Collin, a quien hizo detener en 1819 con la ayuda de una tal señorita Michonneau. "Los hué spedes que se alojaban en la casa Vauquer viven todavı́a y pueden ser citados para establecer la identidad. "El supuesto Carlos Herrera es el amigo ı́ntimo y consejero del señ or de Rubempré , al que, durante tres añ os, ha estado proporcionando sumas

considerables, provenientes sin ninguna duda de robos. "Esta solidaridad, si llega a establecerse la identidad del supuesto españ ol y de Jacques Collin, es motivo su iciente de condena para el señ or Lucien de Rubempré. "La sú bita muerte del agente Peyrade se debió a un envenenamiento provocado por Jacques Collin, por Rubempré o por alguno de sus secuaces. El motivo de este asesinato estriba en que dicho agente andaba desde hacı́a tiempo tras las huellas de estos dos hábiles criminales." El magistrado señ aló la siguiente frase, escrita en el margen por el propio prefecto de policía: "Todo esto es de mi informació n personal, y tengo la certeza de que el señ or Lucien de Rubempré se ha burlado indignamente de Su Señ orı́a el conde de Sérizy y del señor procurador general." —¿Qué te parece, Amélie?

—¡Es espantoso!... —contestó la mujer del juez—. A ver, terminemos. "La sustitució n del sacerdote españ ol Carlos Herrera por el presidiario Collin es el producto de algú n crimen má s há bil que aquel por el cual Cogniard se convirtió en conde de Sainte-Hélène." "Lucien Chardon, hijo de un farmacé utico de Angulema y cuya madre era señ ora de Rubempré , debe a una ordenanza real el derecho a llevar el apellido de Rubempré . Esta ordenanza fue concedida a petició n de la señ ora duquesa de Maufrigneuse y del señor conde de Sérizy. "En 182..., este joven llegó a Parı́s sin ningú n medio de existencia, con la ayuda de la señ ora condesa Sixte du Chá -telet, que entonces llevaba el nombre de señ ora de Bargeton, prima de la señ ora de Espard. "Faltó a la gratitud debida a la señ ora de Bargeton y vivió maritalmente con una tal señ orita Coralie, actriz del Gymnase; actualmente difunta, que, para vivir con é l, abandonó al señ or Camusot,

propietario de una tienda de sedas de la calle de Bourdonnais. "Pronto se hundió en la miseria por la insu iciencia de la ayuda que le daba la actriz y comprometió gravemente a su honorable cuñ ado, impresor de Angulema, poniendo en circulació n letras falsas, para cuyo pago David Sé chard fue detenido durante una breve estancia del susodicho Lucien en Angulema. "Este asunto determinó la huida de Rubempré , que reapareció repentinamente en Parı́s en compañ ı́a del padre Carlos Herrera. "Sin medios de vida conocidos, el señ or Lucien ha gastado durante los tres primeros añ os de su segunda estancia en Parı́s un promedio de trescientos mil francos, aproximadamente, que só lo podı́a lograr de parte del supuesto sacerdote Carlos Herrera; pero, ¿a título de qué? "Ademá s, ha gastado recientemente má s de un milló n en la compra de la inca de Rubempré para cumplir una condición estipulada para hacer posible

su enlace con la señ orita Clotilde de Grandlieu. La ruptura de este casamiento se debe a que la familia de Grandlieu, a la que Lucien habı́a dicho que tal cantidad provenı́a de su cuñ ado y de su hermana, mandó pedir informació n a los respetables esposos Sé chard, en particular a travé s del procurador Dervı́lle, con lo que se comprobó que no só lo ignoraban dichas adquisiciones, sino que ademá s creían que Lucien estaba muy endeudado. "La herencia recibida por los esposos Sé chard consiste en inmuebles, y el dinero en metá lico, segú n su declaració n, apenas ascendı́a a doscientos mil francos. "Lucien vivı́a secretamente con Esther Gobseck, y no hay duda de que todos los obsequios del baró n de Nucingen, protector de esta señ orita, han pasado a manos de Lucien. "Lucien y su compañ ero el presidiario han podido aguantarse má s tiempo que Cogniard ante la opinió n pú blica sacando sus recursos de la prostitució n de la susodicha Esther, que habı́a sido

en otro tiempo ramera sumisa". Pese a la repetició n ociosa que representan estas notas en el curso de la narració n, era necesario detallarlas textualmente para hacer comprender el papel de la policı́a en Parı́s. Como pudo verse ya a propó sito del informe pedido acerca de Peyrade, la policı́a tiene unos icheros casi siempre exactos sobre todas las familias y sobre todos los individuos cuya vida es sospechosa o cuyas acciones son reprensibles. No desconoce nada de cualquier desviació n. Esta agenda universal, este registro de conciencias, está tan al dı́a como el registro de fortunas hecho por el Banco de Francia. Ası́ como el Banco señ ala los má s ligeros retrasos en asunto de pagos, sopesa todos los cré ditos, valora a los capitalistas y vigila todas sus operaciones, la policı́a procede igual respecto a la honradez de los ciudadanos. En esto, igual que en el Palacio de Justicia, la inocencia no tiene nada que temer, la acció n só lo se ejerce sobre las faltas. Por alta que esté situada una familia no puede escapar a esta providencia social. La discreció n de este poder, por otra parte, es tan grande como su extensió n. Esta

enorme cantidad de atestados de los comisarios de policı́a, de informes, de observaciones, de ichas, este océ ano de informaciones duerme inmó vil, profundo y tranquilo como el mar. En cuanto ocurre un accidente, en cuanto apuntan el delito o el crimen, la justicia apela a la policı́a; y en seguida, en caso de que exista una icha sobre los inculpados, el juez se informa de ella. Estos icheros en los que son analizados los antecedentes, son informaciones que mueren entre las paredes del Palacio de Justicia; la justicia no puede hacer de ellos ningú n uso legal, sino que se limita a utilizarlos para aclarar las situaciones. Estos pedazos de cartó n proporcionan de algú n modo el envé s del alfombrado de los crı́menes, sus causas primeras y casi siempre inéditas. Ningún jurado les daría fe, y el paı́s entero se alzarı́a de indignació n si se alegara su testimonio en el proceso oral en la sala de lo criminal. Es la verdad condenada a quedarse en sui pozo, como en todas partes y siempre. No hay magistrado que, despué s de doce añ os de prá ctica en Parı́s, no sepa que la sala de lo criminal y la policı́a correccional ocultan la mitad de esas infamias, que son como el lecho sobre el cual

durante mucho tiempo se ha estado incubando el crimen; no hay magistrado que, ademá s, no con iese que la Justicia deja sin castigo la mitad de los delitos que se cometen. Si la gente pudiera saber hasta dó nde llega la discreció n de los empleados de la policı́a que tienen memoria, sentirı́a por esta buena gente la misma reverencia que por Cheverus. Abunda la creencia de que la policı́a es astuta y maquiavé lica, cuando de hecho su benignidad es excesiva; de hecho se limita a escuchar las pasiones en su paroxismo, a recibir delaciones y a guardar todas sus observaciones. No es temible má s que por un lado. Lo que hace por la Justicia, lo hace tambié n por la polı́tica. Pero en polı́tica es tan cruel y tan parcial como la antigua Inquisición. —Dejemos esto —dijo el juez, poniendo los papeles en el archivo—; esto es un secreto entre la policı́a y la justicia, el juez ya comprobará qué grado de validez tiene todo esto; el señ or y la señ ora Camusot ignoran que existe. —¿Qué necesidad tienes de repetirme esto? —dijo la señora Camusot.

—Lucien es culpable —repuso el juez—; pero, ¿de qué? —Un hombre a quien aman la duquesa de Maufrigneuse, la condesa de Sé rizy y Clotilde de Grandlieu no es culpable —respondió Amé lie—; otro tiene que haberlo hecho todo. —¡Pero Lucien es có mplice suyo! —exclamó Camusot. —¿Quieres seguir mi consejo?... —dijo Amé lie—. Devuelve el cura al mundo diplomá tico, al que sirve de hermosı́simo adorno, declara inocente a ese pobre desventurado y busca otros culpables... —¡Có mo te lanzas! —respondió el juez, sonriendo —. Las mujeres tienden a la meta a travé s de las leyes, como los pá jaros, a los que nada detiene en el aire. —Mira —repuso Amé lie—, ya sea un diplomá tico o un presidiario, el padre Carlos te indicará alguno que pueda sacarte del atolladero.

—Yo no soy má s que un gorro y tú eres la cabeza —dijo Camusot a su esposa. —¡Bien! La deliberació n se ha terminado; ven a dar un beso a tu Mélie, ya es la una... Y la señ ora Camusot fue a acostarse, dejando que su marido ordenara sus papeles y sus ideas pensando en los interrogatorios a que tenı́a que someter a los dos presos preventivos el dı́a siguiente. Ası́ pues, mientras los coches celulares conducı́an a Jac-ques Collin y a Lucien a la Conserjerı́a, el juez de instrucció n, despué s del desayuno, cruzaba Parı́s a pie, de acuerdo con la modestia caracterı́stica de los magistrados de la ciudad, para dirigirse a su despacho, adonde habı́an llegado ya todos los documentos del caso. A continuació n se verá de qué manera. Todos los jueces de instrucció n tienen a su servicio a un escribano, a una especie de secretario judicial jurado, cuya raza se perpetú a sin primas y sin estı́mulos, produciendo siempre excelentes especı́menes cuyo mutismo es espontá neo y

absoluto. En el palacio, desde los orı́genes de los parlamentos hasta hoy, se desconoce cualquier caso de indiscreció n respecto a las instrucciones judiciales que hayan cometido los escribanos. Gentil vendió el recibo dado a Semblanay por Luisa de Saboya, un funcionario de la Defensa vendió a Czernicheff el plan de la campañ a de Rusia; todos estos traidores eran má s o menos ricos. La perspectiva de un empleo en el Palacio —el de una escribanı́a— y la conciencia profesional bastan para convertir al escribano de un juez de instrucció n en aventajado rival de las tumbas, ya que las tumbas han perdido su discreció n debido a los avances de la quı́mica. Estos empleados son la pluma en persona del juez. Mucha gente comprende que se pueda ser el eje de una má quina y en cambio se preguntan có mo puede uno conformarse siendo una de sus tuercas; lo cierto es que una tuerca puede sentirse feliz de serlo, y es posible que tenga miedo de la má quina. El escribano de Camusot, muchacho de veintidó s añ os llamado Coquart, habı́a pasado por la mañ ana a recoger todos los documentos y observaciones del juez, y lo habı́a preparado todo en su despacho cuando el

magistrado aú n vagando junto a las orillas del rı́o, mirando antigü edades en las tiendas y preguntá ndose en su fuero interno: "¿Có mo habé rselas con un tipo tan há bil como Jacques Collin, suponiendo que se trate de é l? El jefe de la policı́a de seguridad reconocerá , yo tengo que dar la sensació n de estar cumpliendo con mi profesió n, aunque só lo sea de cara a la policı́a. Veo tantas di icultades, que pienso que lo mejor será convencer a la marquesa y a la duquesa enseñ á ndoles las ichas de la policı́a, y vengaré a mi padre de la afrenta que le hizo Lucien quitá ndole a Coralie... Si logro desenmascarar a unos criminales tan abyectos, adquiriré un gran prestigio y pronto todos los amigos de Lucien renegará n de é l. Vamos, el interrogatorio lo decidirá." Entró en una tienda de antigü edades, atraı́do por un reloj de Boule. "Ni mentir a mi conciencia ni dejar de servir a dos grandes damas, eso es una obra maestra de habilidad", se decía para sus adentros.

—Vaya, usted tambié n aquı́, señ or procurador general —dijo Camusot en alta voz—. ¿Está buscando medallas? —Es una a ició n que tenemos casi todos los leguleyos —contestó riendo el conde Grandville—, ¡a causa de los reversos! Y, tras haber mirado la tienda durante algunos instantes, como si pusiera té rmino a su examen, se llevó a Camusot a lo largo del rı́o, sin que Camusot dejara de pensar que aquel encuentro respondı́a a una casualidad. —Esta mañ ana va a interrogar usted al señ or de Rubempré —dijo el procurador general—. Pobre muchacho, cómo le quería... —Hay muchos cargos contra él —dijo Camusot. —Sı́, ya he visto los informes de la policı́a; pero en parte provienen de un agente que no depende de la prefectura, del famoso Corentin, un hombre que ha hecho cortar el cuello a má s inocentes que culpables pueda usted mandar al patı́bulo, v—. Pero

este individuo está fuera de nuestro alcance. Sin querer in luir sobre la conciencia de un magistrado como usted, no puedo dejar de hacerle observar que si llegara usted a la convicció n del desconocimiento por parte de Lucien del testamento de aquella muchacha, se desprenderı́a de ello que 150 tenı́a ningú n interé s en que muriera, puesto que le proporcionaba unas sumas prodigiosas de dinero... —Se tiene la seguridad de que estaba ausente durante el envenenamiento de la tal Esther —dijo Camusot—. Estaba en Fontainebleau, esperando entrevistarse con la señ orita de Grandlieu y la duquesa de Lenoncourt. —¡Oh! —repuso el procurador general—, conservaba tantas esperanzas acerca de su matrimonio con la señ orita de Grandlieu (lo sé por boca de la propia duquesa de Grandlieu), que no es posible suponer que un joven de tanto ingenio lo comprometa todo con un crimen inútil. —Sı́ —dijo Camusot—, sobre todo si es cierto que

esta Esther le daba todo cuanto ganaba... —Derville y Nucingen dicen que murió sin saber nada de la herencia que le habı́a correspondido desde hacia tiempo —añadió el procurador general. —Pero, ¿qué piensa usted entonces? —preguntó Camusot—. Porque algo hay... —Pienso en un crimen cometido por los criados — contestó el procurador general. —Por desgracia —hizo observar Camusot—, es muy coherente con la manera de actuar de Jacques Collin (puesto que el sacerdote españ ol es con toda seguridad este presidiario evadido) quedarse con los setecientos mil francos conseguidos con la venta de los valores al tres por ciento donados por Nucingen. —Pé selo bien todo, querido Camusot, tenga prudencia. El padre Carlos Herrera pertenece al cuerpo diplomá tico... pero... un embajador que comete un crimen deja de estar protegido por su estatuto. La cuestió n má s importante es si se trata o

no del padre Carlos Herrera... Y el señ or de Grandville se despidió , saludando sin esperar respuesta. "¿Ası́ que tambié n é l quiere salvar a Lucien?", pensó Camusot, siguiendo por el muelle de las Lunettes, mientras el procurador general entraba en el Palacio de Justicia por el patio de Harlay. Una vez en el patio de la Conserjerı́a, Camusot entró en el despacho del director de la cá rcel y condujo a é ste al centro del patio, para poder hablar sin miedo a ser oído. —Querido amigo, há game el favor de ir a la Force a enterarse de si su colega guarda en estos momentos algú n recluso que haya estado en el presidio de Toulon entre 1810 y 1815; mire tambié n si usted mismo tiene alguno. Haremos trasladar aquı́ a los de la Force por algunos dı́as, y me dirá usted si el supuesto cura españ ol es identi icado por ellos con Jacques Collin, llamado Engañamuertes. —Bien, señ or Camusot; pero Bibi-Lupin ha

regresado... —¡Ah! ¿Ya está aquí? —exclamó el juez. —Estaba en Melun. Le han dicho que se trataba de Engañ amuertes y ha sonreı́do de contento; espera sus órdenes... —Mándemelo. El director de la Conserjerı́a tuvo entonces ocasió n de transmitir al juez instructor la demanda de Jacques Collin, cuyo deplorable estado refirió. —Tenı́a ya la intenció n de interrogarle el primero —respondió el magistrado—, pero no a causa de su salud. Esta mañ ana he recibido una nota del director de la Force. Resulta que este individuo, que pretende estar agonizando desde hace veinticuatro horas, durmió tan bien, que entraron en su celda de la Force sin que oyera al mé dico, a quien el director habı́a mandado buscar; el mé dico ni siquiera le cogió el pulso, sino que le dejó dormir; lo cual prueba que su salud es tan buena como su conciencia. Só lo creeré en esta enfermedad para

estudiar el juego que está llevando —dijo con una sonrisa el señor Camusot. —Cada dı́a se aprende algo con los preventivos y los acusados —hizo notar el director de la Conserjería. La prefectura de policı́a comunica con la Conserjerı́a, y los magistrados, ası́ como el director de la prisió n, conocedores de tales pasillos subterrá neos, pueden personarse en ella con toda rapidez. Ası́ se explica la milagrosa facilidad con que el ministerio iscal y los presidentes de la sala de lo criminal pueden conseguir ciertas informaciones sin abandonar las sesiones. Cuando el señ or Camusot llegó a lo alto de la escalera que lleva a su gabinete, se encontró con Bibi-Lupin, que habia llegado de la sala de los Pasos Perdidos. —¡Cuá nto celo! —le dijo el juez, sonriendo. —¡Oh! Es que si es é l —contestó el jefe de la policı́a de seguridad—, se armará una zarabanda terrible en el patio de la cá rcel, por pocos que sean los reincidentes que se encentren allí.

—¿Y por qué razón? —Engañ amuertes se ha alzado con sus fondos, y sé que ellos han jurado exterminarlo. Ellos eran los reclusos cuyos fondos, dejados bajo la custodia de Engañ amuertes, habı́an sido disipados para ayudar a Lucien, como ya es sabido. —¿Podrı́a usted encontrar testigos de su ú ltima detención? —Dé me usted dos citaciones de testigos, y se los traeré hoy mismo. —Coquart —dijo el juez, quitá ndose los guantes y de jando su bastó n y su sombrero en un rincó n—, rellene dos citaciones de acuerdo con lo que le diga el señor agente. Se miró en un espejo situado sobre el marco de la chimenea, en el cual había una jofaina y una jarra de agua. A un lado habı́a un garrafó n lleno de agua y un vaso, y al otro una lá mpara. El juez tocó el

timbre. El ujier se presentó a los pocos minutos. —¿Hay alguien que me espere?—preguntó al ujier encargado de recibir a los testigos, veri icar sus citaciones y colocarlos de acuerdo con su orden de llegada. —Sí, señor. —Tome los nombres de las personas que han venido y tráigame la lista. Los jueces de instrucció n, avaros de tiempo, está n obligados a veces a llevar varias instrucciones a la vez. Ésta es la causa de las largas esperas que deben hacer los testigos convocados en la sala donde está n los ujieres y donde suenan los timbres de los jueces de instrucción. —Despué s —dijo Camusot a su ujier— irá a buscar padre Carlos Herrera. —¡Vaya! ¿Se hace pasar por españ ol? Finge ser sacerdote, segú n me han dicho. ¡Bah! Se lo ha copiado de Collet, señ or Camusot —exclamó el jefe

de la policía de seguridad! —No hay nada nuevo —contestó Camusot. Y el juez irmó dos de esas impresionantes citaciones que turban a todo el mundo, incluso a los testigos má s inocentes, a quienes la justicia ordena comparecer, bajo la amenaza de graves penas en caso de que se nieguen a obedecer. En aquel instante Jacques Collin hacı́a media hora que habı́a terminado su profunda deliberació n, y estaba sobre las armas. Nada mejor que las pocas lı́neas que habı́a escrito sobre sus grasientos papeles puede acabar de per ilar a esta igura del pueblo en rebeldía contra las leyes. El sentido del primero era el siguiente, porque estaba escrito en el lenguaje convenido entre Asia y é l, que era la jerga de la jerga o la cifra aplicada a la idea. "Ve a casa de la duquesa de Maufrigneuse o a casa de la señ ora de Sé rizy, que una u otra vea a Lucien antes de su interrogatorio y le dé a leer el papel que

te adjunto. Luego hay que encontrar a ese par de ladrones de Europa y Pac-card para que se pongan a mi disposició n y se dispongan a desempeñ ar el papel que les indicaré. "Apresú rate a ver a Rastignac y dile, de parte de aquel a quien encontró en el baile de la Opera, que venga a atestiguar que el padre Carlos Herrera no se parece en nada al Jacques Collin detenido en casa de la Vauquer. "Hay que lograr lo mismo del doctor Bianchon. "Hay que hacer trabajar a las dos mujeres de Lucien para este mismo fin." En el papel adjunto, decía, en buen francés: "Lucien, no con ieses nada respecto a mı́. Para ti tengo que ser el padre Carlos Herrera. No se trata só lo de tu justi icació n, sino que con un poco de compostura logrará s siete millones y tener el honor a salvo." El preso pegó los dos papeles por el lado de la

escritura, de tal manera que pareciera que se trataba de un fragmento de la misma hoja, e hizo con ellos una bola, con una destreza que es propia de los que han estado soñ ando en un presidio sobre los medios de lograr la Ubertad. El papel adquirió la lorma y la consistencia de una bolita mugrienta, parecida a los pegotes de cera con los que las mujeres ahorradoras reparan las agujas de coser cuando se les rompe el ojo. Si voy yo primero a la instrucció n, estamos salvados; pero si interrogan primero al muchacho, todo está perdido", pensó mientras esperaba. El momento era tan cruel que, a pesar de su temple, se le cubrió la cara de un sudor blanco. Aquel hombre prodigioso daba en el blanco en su esfera de crimen, como Moliè re en la ¡esfera de la poesı́a dramá tica y Cuvier con las especies desaparecidas. El genio, en todos los campos, consiste en una intuició n. Por debajo de este fenó meno, las restantes obras notables se deben al talento. En esto consiste la diferencia que separa a la gente del primer orden de la gente del segundo. El crimen

tiene sus iguras geniales. Jacques Collin al acecho se encontraba con la ambiciosa señ ora Camusot y con la señ ora de Sé rizy, cuyo amor habı́a rebrotado bajo el impacto de la terrible catá strofe en que se hundı́a Lucien. Ası́ procedı́a el postrer esfuerzo de la inteligencia humana contra la armadura de acero de la Justicia. Al oı́r el ruido de la pesada chatarra de cerraduras y cerrojos de su puerta, Jacques Collin volvió a ponerse su má scara de agonizante; le ayudó a ello la embriagadora sensació n de placer que le produjo el ruido de las botas del vigilante en el pasillo. No sabı́a por qué medios llegarı́a Asia hasta é l; pero esperaba encontrá rsela a su paso, sobre todo despué s de la promesa que ella le habı́a hecho en la arcada de Saint-Jean. Despué s de aquel afortunado encuentro, Asia habı́a bajado hasta la plaza de la Grè ve. Antes de 1830 el nombre de la Grè ve tenı́a un sentido que hoy se ha perdido. Toda la parte de la orilla del rı́o que iba desde el puente de Arcô le hasta el puente LouisPhilippe estaba entonces tal como la habı́a hecho la

naturaleza, con excepció n de la calzada pavimentada, que estaba dispuesta en talud. Por eso cuando el rı́o se salı́a de madre se podı́a ir en barca bordeando las casas y por las calles inclinadas que descendı́an al rı́o. En esta orilla, las plantas bajas estaban casi todas un poco elevadas. Cuando el agua llegaba al pie de las casas, los coches cogı́an la espantosa calle de la Mortellerie, que actualmente ya no existe porque su espacio ha pasado a formar parte del recinto del Ayuntamiento. De modo que resultó fá cil a la falsa vendedora empujar el pequeñ o carro hasta la parte baja de la orilla y ocultarlo allı́ hasta que la verdadera vendedora, que estaba bebié ndose el precio de la venta en una de las viles tabernas de la calle de la Cortellerie, fuera a recogerlo en el lugar en que Asia habı́a prometido dejá rselo. En aquellos dı́as se estaba terminando la ampliación del muelle Pelletier, la entrada de la obra estaba custodiada por un invá lido y la carretilla dejada a su vigilancia no corría ningún riesgo. Asia cogió en seguida un coche de punto en la plaza del Ayuntamiento, y dijo al cochero:

—¡Al Temple, y de prisa, habrá buena propina! Con el atuendo de Asia, cualquier mujer podı́a perderse, sin despertar la menor curiosidad, en la enorme nave en la que se amontonan todos los harapos de Parı́s, donde hormiguean muchı́simos vendedores ambulantes, donde chacharean centenares de revendedoras. Apenas acababan de ser encarcelados los dos presos preventivos, cuando ya Asia estaba hacié ndose vestir en el interior de un pequeñ o entresuelo hú medo y bajo situado en una de esas horribles tiendas en las que se venden todos los retales robados por las modistas o por los sastres, y regentada por una vieja solterona llamada la Romette, porque su nombre de pila era Jé romette. La Romette era para las vendedoras de ropa lo mismo que las señ oras La Ressource son para las mujeres que está n en un aprieto: una usurera al ciento por ciento. —¡Hija mı́a! —dijo Asia—, me tienes que cambiar de pies a cabeza. Por lo menos tengo que ser una baronesa del faubourg Saint-Germain. Y hay que hacerlo a toda velocidad —añ adió —, tengo los pies

hirviendo. Tú ya sabes qué vestidos me van bien. Adelante con los maquillajes, y bú scame unos encajes que sean un primor. Dame las chucherı́as má s resplandecientes que tengas... Manda a la pequeñ a a buscar un coche de punto y que lo haga esperar en la puerta de atrás. —Sı́, señ ora —dijo la vieja, con la sumisió n y la solicitud propias de una sirvienta en presencia de su ama. Si hubiera habido algú n testigo en aqué lla casa, se habrı́a dado cuenta de que la mujer que se ocultaba bajo el nombre de Asia se hallaba en su casa. —¡Me han ofrecido unos diamantes!... —dijo la Romette, mientras le hacía el tocado a Asia. —¿Son robados?... —Creo que sí... —Bien, pues sea cual sea la ganancia, hija mı́a, hay que prescindir de ellos. Durante algú n tiempo tendremos que guardarnos muy bien de los

curiosos. Asi se comprenderá que Asia pudiera hallarse en la sala de los Pasos Perdidos del Palacio de Justicia, con una citació n en la mano, hacié ndose guiar por los pasillos y escaleras que conducen hacia los jueces de instrucció n y preguntando por el señ or Camusot, aproximadamente un cuarto de hora antes de la llegada del juez. Asia no se parecı́a ya en nada a sı́ misma. Despué s de haberse quitado su maquillaje de anciana, como una actriz, y de haberse puesto colorete, se habı́a envuelto la cabeza con una admirable peluca rubia. Ataviada exactamente como una dama del faubourg Saint-Germain que busca un perrito extraviado, parecı́a tener cuarenta añ os; se ocultaba el rostro bajo un magnı́ ico velo de encaje negro. Su talle de cocinera era realzado por un corsé muy reforzado. Iba muy bien enguantada, su falda llevaba un ahuecador muy rı́gido y toda su persona desprendı́a un fuerte olor a perfume. Jugueteando con un bolso de montura de oro, repartı́a su interé s entre las paredes del Palacio, en el cual era sin duda

alguna la primera vez que entraba, y la correa de un hermoso king's dog. La població n de traje negro de la sala de los Pasos Perdidos pronto advirtió la presencia de semejante viuda de calidad. Ademá s de los abogados sin causa que barren esta sala con los bajos de sus togas y que mencionan a los grandes abogados por sus nombres de pila, como hacen los grandes aristó cratas entre ellos, para hacer creer que pertenecen a la aristocracia de la Orden, se ven a menudo en ella a algunos pacientes jó venes, a disposició n de los abogados, que esperan a propó sito de alguna causa retenida en inal de lista, pero susceptible de ser litigada si los abogados de las causas retenidas al comienzo de lista se hicieran esperar. Resultarı́a curiosa una descripció n de las diferencias entre cada una de las togas que se pasean por esta inmensa sala de tres en tres, a veces de cuatro en cuatro, dando lugar con sus charlas al amplio zumbido que resuena entre las paredes de esta sala de nombre tan adecuado, porque los pasos gastan a los abogados tanto como la prodigalidad de la palabra; una tal descripció n, sin embargo, tendrá lugar en el estudio

destinado a retratar a los abogados de Parı́s. Asia contaba ya con los paseantes del Palacio, se reı́a para sus adentros de algunas bromas que oı́a y acabó por atraer la atenció n de Massol, un joven pasante má s absorbido por la Gazette des Tribunaux que por sus clientes, que se puso a disposició n de una mujer tan bien perfumada y tan ricamente vestida. Asia adoptó una vocecita especial para explicar a este amable caballero que se presentaba a la citación de un juez llamado Camusot... —¡Ah, por el asunto Rubempré! ¡El proceso estaba ya bautizado! —¡Oh!, no se trata de mı́, se trata de mi camarera, una muchacha apodada Europa, que he tenido durante veinticuatro horas y que ha huido al ver que mi lacayo me traía este papel sellado. Luego, como toda mujer de edad cuya vida transcurre en charlas junto al fuego, incitada por Massol, hizo muchos incisos y contó sus desgracias

con su primer marido, uno de los tres directores de la caja territorial. Consultó al joven abogado acerca de si tenia que iniciar un proceso contra su yerno, el conde de Gross-Narp, que hacia muy infeliz a su hija, y si la ley le permitı́a disponer de su fortuna. Massol, pese a sus esfuerzos, no conseguı́a adivinar si la citació n iba dirigida a la señ ora o a la criada. Al principio se habı́a contentado con lanzar alguna mirada hacia aquel documento judicial cuyos ejemplares son bien conocidos, ya que, para facilitar los trá mites, está n impresos de tal modo que los escribanos de los jueces instructores no tienen má s que rellenar los espacios en blanco destinados a poner los nombres y domicilio de los testigos, la hora de comparecencia, etc. Asia le hacı́a explicar al abogado có mo era el Palacio, que ella conocı́a mucho mejor que é l; al inal acabó preguntá ndole a que hora llegaba aquel señor Camusot. —Por regla general los jueces de instrucció n empiezan sus interrogatorios hacia las diez. —Son las diez menos cuarto —dijo mirando un bonito pequeñ o reloj, auté ntica obra maestra de

joyerı́a, que hizo pensar a Massol: "¡Hay que ver adonde va a parar la fortuna!..." En aquel momento Asia habı́a llegado a la sala oscura que da al patio de la Conserjerı́a y en la que está n los ujieres. Al ver la taquilla a travé s de la ventana, exclamó: —¿Qué son estas enormes paredes? —Es la Conserjería. —¡Ah! Esta es la Conserjerı́a, donde nuestra pobre reina... ¡Oh, cuánto me gustaría ver su celda!... —Es imposible, señ ora baronesa —respondió el abogado, que llevaba a la viuda del brazo—; se necesita un permiso que es muy difícil de conseguir. —Me han dicho —repuso Asia— que Luis XVIII habı́a grabado, en latı́n, la inscripció n que se halla en la celda de María Antonieta. —Sí, señora baronesa. —Quisiera saber latı́n para entender las palabras

de esta inscripció n —replicó ella—. ¿Cree usted que el señor Camusot puede darme una autorización?... —No es de su incumbencia; pero puede acompañarla... —¿Y sus interrogatorios? —dijo ella. —¡Oh! —contestó Massol—, los preventivos pueden esperar. —¡Vaya, son preventivos, es cierto! —repuso ingenuamente Asia—. Yo conozco al señ or de Grandville, su procurador general... Esta exclamació n tuvo un efecto má gico sobre los ujieres y sobre el abogado. —¡Ah! Conoce usted al señ or procurador general —dijo Massol, que tenı́a la intenció n de pedir el nombre y la direcció n de la dienta que el azar le proporcionaba. —Lo veo a menudo en casa del señ or de Sé rizy, su amigo. La señ ora de Sé rizy es parienta mı́a, por los Ronquerolles...

—Si la señ ora quiere bajar a la Conserjerı́a —dijo un ujier—, no tiene más que... —Sí —dijo Massol. Y los ujieres dejaron bajar al abogado y a la baronesa, que pronto se encontraron en el pequeño cuerpo de guardia al que desemboca la escalera de la Ratonera, local muy conocido de Asia y que constituye, como se ha visto ya, una especie de puesto de observació n entre la Ratonera y la Cá mara sexta, por el cual todo el mundo se ve obligado a pasar. —Pregunte a estos señ ores si ya ha llegado el señ or Camusot —dijo ella, mirando a los gendarmes que jugaban a las cartas. —Sí, señora, acaba de subir de la Ratonera... —¡La Ratonera! —dijo—. ¿Qué es esto?... ¡Oh!, qué tonta soy, no haberme dirigido directamente al conde de Grandville... Pero ahora no tengo tiempo... Llé veme, caballero, a hablar con el señ or Camusot antes de que esté ocupado.

—¡Oh, señ ora! —dijo Massol—, tiene usted todo el tiempo que quiera para hablar con el señ or Camusot. Si le hace llegar su tarjeta de visita, le ahorrará a usted la molestia de estar esperando en la antesala con los demá s testigos... En el Palacio de Justicia se tienen muchas atenciones hacia las mujeres como usted... Tiene usted tarjetas... En aquel momento Asia y su abogado se hallaban precisamente ante la ventana del cuerpo de guardia, desde la cual los gendarmes pueden ver el movimiento del rastrillo de la Conserjerı́a. Los gendarmes, educados segú n el respeto que se debe a las viudas y hué rfanos, sabı́an ademá s cuá les eran las prerrogativas de la toga, y por esto toleraron durante algunos instantes la presencia de una baronesa acompañ ada por un abogado. Asia dejaba que el joven abogado le contara todo lo que puede contar de espantoso un joven abogado acerca del rastrillo. La mujer se negaba a creer que afeitaran a los condenados a muerte tras las rejas que le mostraban; pero el sargento se lo confirmó.

—¡Cuánto me gustaría ver esto!... —dijo. Se quedó allı́, coqueteando con el sargento y con su abogado, hasta que vio a Jacques Collin, sostenido por dos gendarmes y precedido por el ujier del señor Camusot, que salía del rastrillo. —¡Ah! Aquı́ está el capellá n de la prisió n, que seguramente acaba de confesar a algú n desdichado... —No, no, señ ora baronesa —contestó el gendarme —. Es un preso preventivo que va a la instrucción. —¿Y de qué le acusan? —Está implicado envenenamiento.

en

este

asunto

de

—¡Oh! Me gustaría mucho verlo... —No se puede quedar usted aquı́ —dijo el sargento—, porque está incomunicado y tiene que atravesar este cuerpo de guardia. Mire, señ ora, esta puerta da a la escalera...

—Gracias, señ or o icial —dijo la baronesa, dirigié ndose hacia la puerta para precipitarse a la escalera, donde exclamó—: Pero, ¿dónde estoy? Su estentó rea exclamació n llegó a oı́dos de Jacques Collin, a quien querı́a advertir de esta manera de su presencia. El sargento se dirigió corriendo hacia la señ ora baronesa, la cogió por la cintura y la depositó como una pluma en medio de cinco gendarmes que se habı́an erguido como un solo hombre; porque en este cuerpo de guardia se desconfı́a de todo. Era una arbitrariedad, pero una arbitrariedad necesaria. El propio abogado habı́a exclamado por dos veces consecutivas: "¡Señ ora! ¡Señ ora!", lleno de espanto, pues temı́a mucho comprometerse. El padre Carlos Herrera, casi desmayado, se dejó caer en Una silla en el cuerpo de guardia. —¡Pobre hombre! —dijo la baronesa—. ¿Es de verdad culpable? Estas palabras, aunque fueron emitidas al oı́do del joven abogado, fueron oı́das por todo el mundo,

porque en aquel horrible cuerpo de guardia reinaba un silencio mortal. Algunas personas privilegiadas consiguen a veces permiso para ver a criminales cé lebres a su paso por este cuerpo de guardia, de modo que ni el ujier ni los gendarmes encargados de conducir al padre Carlos Herrera hicieron observació n alguna. Por otra parte, gracias a la solicitud del sargento que habı́a agarrado a la baronesa para impedir toda comunicació n entre el preso incomunicado y los forasteros, quedaba entre ellos un espacio tranquilizador. —¡Vamos! —dijo Jacques Collin, haciendo un esfuerzo para levantarse. En aquel mismo instante la bolita cayó de su manga, y la baronesa, cuyos ojos quedaban disimulados por el velo, advirtió el lugar en el que se habı́a detenido. Debido a que era hú meda y grasienta, la bolita no llegó a rodar: todos estos detalles, en apariencia indiferentes, habı́an sido calculados por Jacques Collin para lograr un é xito completo. Cuando el preso fue conducido a la parte superior de la escalera, Asia dejó caer su bolso con toda

naturalidad y lo recogió á gilmente; pero al agacharse habı́a cogido la bola que, debido a que su color coincidı́a con el color de polvo y barro del suelo, pasaba inadvertida a los ojos de los demás. —¡Ay! —dijo—, me ha oprimido el corazó n... está agonizando... —O lo aparenta —replicó el sargento. —Caballero —dijo Asia al abogado—, llé veme en seguida al despacho del señ or Camusot; vengo por este asunto... y quizá le sea de alguna utilidad verme a mí antes de interrogar a este pobre sacerdote... El abogado y la baronesa abandonaron el cuerpo de guardia, con sus paredes oleaginosas y fuliginosas; pero cuando estuvieron en lo alto de la escalera, Asia, inesperadamente, exclamó: —¿Y mi perrito?... ¡Oh, caballero, mi pobre perrito! Y se abalanzó como una loca hacia la sala de los Pasos Perdidos, preguntando por su perro a todo el mundo. Alcanzó la galerı́a del fondo y se precipitó

hacia una escalera, diciendo: —¡Aquí está!... Aquella escalera era la que conducı́a al patio de Harlay, por el cual, una vez representada la pantomima, Asia se metió en un coche de punto de los que tienen la parada en el muelle de los Orfé vres, y desapareció con la citació n enviada a Europa, cuyos verdaderos nombres eran aú n desconocidos por la policía y por la justicia. —¡Calle Neuve-Saint-Marc! —gritó al cochero. Asia podı́a contar con la discreció n inquebrantable de una vendedora de vestidos llamada señ ora Rorro, conocida tambié n por el nombre de señ ora Saint-Estè ve, que no só lo le Prestaba su identidad, sino tambié n su tienda, que era el lugar donde Nucingen había contratado la entrega de Esther. Asia estaba allı́ como en su casa, puesto que ocupaba una habitació n en el alojamiento de la señ ora Rorro. Pagó el coche y subió a su habitació n, tras haber saludado a la señ ora Rorro dá ndole a

entender que no tenı́a tiempo de cambiar ni siquiera dos palabras. Una vez lejos de toda acechanza, Asia se puso a desdoblar los papeles con el cuidado que ponen los sabios para desdoblar los palimpsestos. Tras haber leı́do las instrucciones, juzgó necesario transcribir sobre papel de escribir las lı́neas destinadas a Lucien; luego bajó a la vivienda de la señ ora Rorro, a la que hizo hablar mientras una empleada de la tienda iba en busca de un coche de punto al bulevar de los Italianos. Asia consiguió ası́ las direcciones de la duquesa de Maufrigneuse y de la señ ora de Sé rizy, que la señ ora Rorro conocı́a gracias a sus relaciones con la servidumbre de una y otra. Estos viajes y estas minuciosas tareas duraron má s de dos horas. La señ ora duquesa de Maufrigneuse, que vivı́a en la parte alta del Faubourg SaintHonoré , hizo esperar a la señ ora de Saint-Estè ve una hora, pese a que su camarera le habı́a entregado a travé s de la puerta de su tocador, despué s de llamar, una tarjeta de la señ ora SaintEstè ve en la que Asia habı́a puesto: "El propó sito de

la visita es una gestión urgente relativa a Lucien." A la primera mirada que dirigió al rostro de la duquesa, Asia comprendió cuá n intempestiva era su visita; por eso pidió excusas por haber turbado el reposo de la señ ora duquesa a causa del peligro en que se hallaba Lucien... —¿Quié n es usted?... —preguntó la duquesa sin la menor fó rmula de cortesı́a, mirando a Asia de arriba abajo, que bien podía ser confundida con una baronesa por el abogado Massol en la sala de los Pasos Perdidos, pero que pisando las alfombras del saloncito de la casa de Cadignan daba la misma sensació n que una mancha de aceite negruzco sobre un vestido de raso blanco. —Soy una vendedora de vestidos, señ ora duquesa; porque en circunstancias como é sta se acude a mujeres cuya pro« fesió n descansa en una discreció n absoluta. Jamá s he traicionado a nadie, y Dios sabe cuá ntas grandes señ oras han depositado en mis manos sus diamantes por un mes, pidié ndome alhajas falsas absolutamente iguales

que las suyas... —¿Tiene usted otro nombre? —dijo la duquesa, sonriendo por un recuerdo que suscitaba en su mente aquella respuesta. —Sı́, señ ora duquesa; soy la señ ora Saint-Estè ve en las grandes circunstancias, pero en el trato cotidiano me llamo señora Rorro. —Bueno, bueno... —respondió con viveza la duquesa, cambiando de tono. —Puedo prestar servicios muy importantes — prosiguió diciendo Asia—, porque nosotras poseemos tanto los secretos de los maridos como los de la esposas. He hecho muchos negocios con el señor De Marsay, a quien la señora duquesa... —¡Basta, basta!... —exclamó Vayamos a por lo de Lucien.

la

duquesa—.

—Si la señ ora duquesa quiere salvarlo, tendrı́a que tener el valor de no perder tiempo en vestirse; por otra parte, la señ ora duquesa difı́cilmente podrı́a

estar má s hermosa que en estos momentos, Está usted guapa a rabiar, ¡palabra de vieja que entiende de esto! En in, señ ora, no mande que le preparen el coche: véngase en mi coche de punto... Vamos a casa de la señ ora de Sé rizy si quiere evitar desgracias mayores que la simple muerte de este querubín... —¡Vamos, la sigo! —dijo entonces la duquesa, tras unos instantes de duda—. Entre las dos infundiremos ánimo a Léontine... Pese a la actividad verdaderamente infernal de aquella 5°.rine del presidio, tocaban las dos cuando entraba con la; duquesa de Maufrigneuse en casa de la señ ora de Sé rizy, que vivı́a en la calle de la Chaussé e-d'Antin. Pero allı́, gracias a la duquesa, no se perdió ni un instante. Ambas fueron introducidas junto a la condesa, a quien encontraron acostada en un divá n, dentro de un chalet en miniatura situado en el centro del jardı́n lleno de la fragancia de las lores má s exó ticas... Está bien —dijo Asia, mirando a su alrededor—; nadie podrá escucharnos. -¡Ay, querida, me muero! A ver, Diane, ¿qué has

hecho.... —exclamó la condesa, que dio un salto de corza y cogió a la duquesa por los hombros, estallando en sollozos. —Vamos, Lé ontine, hay ocasiones en que las mujeres como nosotras no deben llorar, sino actuar —dijo la duquesa, obligando a la condesa a sentarse junto a ella sobre el canapé. Asia examinó a la condesa con esa mirada peculiar de las viejas muy bregadas que se deslizan sobre el alma de una mu—, jer con la rapidez del bisturı́ de un cirujano curando una llaga. La compañ era de Jacques Cozin descubrió entonces los rastros del menos frecuente de todos los sentimientos que abrigan las mujeres de mundo: ¡el dolor auté ntico!... Este dolor que deja surcos imborrables en los corazones y en los rostros. No habı́a la menor coqueterı́a en su vestir. La condesa contaba entonces cuarenta y cinco primaveras, y su bata de muselina estampada y arrugada dejaba entrever su corpino sin ningún aderezo, y sin siquiera corsé. Sus ojos rodeados de profundas orejas y sus mejillas veteadas atestiguaban un llanto amargo. No llevaba

cinturó n en la bata. Los bordados de la falda de debajo y de la camisa estaban ajados. Los cabellos, recogidos bajo un gorro de encaje y sin haber sido peinados desde hacı́a veinticuatro horas, mostraban en toda su pobreza una corta y delgada trenza y algunos mechones rizados. Lé ontine se habı́a olvidado de ponerse sus falsas trenzas. —Usted ama por primera vez en su vida... —le dijo Asia en tono sentencioso. Lé ontine advirtió entonces a Asia e hizo un gesto d espanto. —¿Quié n es, querida Diane? —dijo a la duquesa d Maufrigneuse. —¿A quié n quieres que te traiga, que no sea una mujo leal a Lucien y dispuesta a servirnos? Asia había adivinado la verdad. La señora de Sérizy, que era considerada como una de las mujeres de mundo má s frı́ volas, habı́a sentido por el marqué s de Aiglemont un afect que duró diez añ os. Desde la partida del marqué s hacia colonias, se habı́a vuelto

loca por Lucien, y lo habı́a separ do de la duquesa de Maufrigneuse, sin saber —nadie en Parı́s lo sabı́a, por otra parte— el amor de Lucien por Esther. Entre la gente de mundo un afecto comprobado es má s comprometedor para la reputació n de una mujer que diez aventuras secretas, y con mayor razó n dos afectos— seguidos. Sin embargo, como nadie contaba con la señora de Sérizy, el historiador no podrı́a garantizar su virtud doblemente desportillada. Era una rubia de altura media, conservada como una rubia de las que se conservan, es decir, con el aspecto de tenar unos treinta añ os, delgada sin exageració n, de piel blanca y pelo ceniciento; sus pies, sus manos y su cuerpo tenı́an una inura aristocrá tica; tenı́a el ingenio de una Ronquerolles, y era, por consiguiente, tan mala para las mujeres como buena para con los hombres. Gracias a su gran fortuna, a la elevada posició n de su marido y a la de su hermano el marqué s de Ronquerolles, siempre se habı́a visto preservada de los sinsabores que hubieran afectado a cualquier otra mujer. Tenı́a un gran mé rito: era franca en su

depravació n, confesaba su culto por las costumbres de la Regencia. Pero a la edad de cuarenta y dos añ os, esta mujer, para la que los hombres habı́an sido hasta aquel momento unos agradables juguetes a los que, extrañ amente, habı́a entregado mucho porque no veı́a en el amor má s que la necesidad de soportar ciertos sacri icios para dominarles mejor, habı́a sido arrebatada, al ver a Lucien, por un amor semejante al del baró n de Nucingen por Esther. Entonces habı́a amado por primera vez en su vida, como acababa de decirle Asia. Tales trastrueques de juventud son má s frecuentes de lo que se cree entre las parisienses, entre las mujeres de alcurnia, y son motivo de caı́das inexplicables en algunas mujeres virtuosas en d momento en que alcanzan los cuarenta. La duquesa de Maufrigneuse era la ú nica con idente de aquella pasió n terrible y absoluta, cuyos placeres, desde las sensaciones juveniles del amor primerizo hasta las desaforadas locuras de la voluptuosidad, enloquecı́an a Lé ontine y la volvı́an insaciable. El auté ntico amor, como es sabido, es implacable. Al descubrimiento de Esther habı́a seguido una de

esas rupturas colé ricas que en las mujeres puede llevar hasta el borde del sesmato; luego habı́a llegado el perı́odo de cobardı́a al que amor sincero se abandona con deleite. Desde hacı́a un mes, a condesa habrı́a dado diez añ os de su vida para volver a Lucien durante ocho dı́as. Habı́a llegado por ú ltimo a aceptar la rivalidad de Esther en el momento en que, en medio de semejante paroxismo de ternura, habı́a resonado, como una trompeta del juicio final, la noticia de la detención del ser querido. La condesa habı́a estado a punto de morir, y su raa" rido la habı́a depositado é l mismo sobre su cama por temor a las revelaciones que podı́a provocarle el delirio; desde hacı́al veinticuatro horas, vivı́a con un puñ al en el corazó n. En medio de su calentura, decía a su marido: —¡Libera a Lucien y no viviré más que para ti! —No se trata de poner ojos de buey degollado, como dice la señ ora duquesa —exclamó la terrible Asia, cogiendo a la condesa por el brazo y sacudié ndola—. Si quiere usted salvarı́e, no hay un minuto que perder. Es inocente, ¡lo juro porl los

huesos de mi madre! —¡Oh, sı́! ¿Verdad que sı́?... —exclamó la condesa, mirando bondadosamente a la espantosa comadre. —Pero si el señ or Camusot le interroga mal — prosiguió diciendo Asia—, con un par de frases puede hacer de é l unı́ culpable; si tiene usted el poder de hacer que le abran las! puertas de la Conserjerı́a y de hablar con é l, vaya inmediatamente y entregú ele este papel... Mañ ana estará libre, se lol aseguro... Sá quelo de allı́, puesto que en de initiva es usted! misma quien le ha metido... —¿Yo?... —¡Sı́, usted!... Ustedes las grandes señ oras nunca tienen un cé ntimo, aun cuando se ahoguen en millones. Cuando yol me daba el lujo de tener chiquillos, sabı́a que iban a tener loa bolsillos rebosantes de dinero. ¡Cuá nto disfrutaba de su felicidad! ¡Es tan hermoso ser a la vez madre y amante! Vosotras dejá is que se mueran de hambre las personas a quienes queré is sin preguntar por sus asuntos. Esther, en cambio, no hacı́a

aspavientos, sino que a costa de la perdició n de su cuerpo y de su alma entregó el milló n que pedı́an a Lucien, y esto es lo que le ha llevado a la situació n en que sel encuentra... —¡Pobre muchacha! ¿Con qué hizo esto? ¡La quiero!.. —dijo Léontine. —¡Ah, ahora! —dijo Asia con una ironía glacial. —Era muy hermosa, pero ahora, á ngel mı́o, tú eres mucho má s guapa que ella... y el casamiento de Lucien con Clotilde está tan de initivamente roto que ya nada puede remendarlo —dijo en voz muy baja la duquesa de Léontine. El efecto que tuvo esta consideració n sobre el á nimo de la condesa fue tal, que dejó de sufrir; se pasó las manos por la frente y se sintió rejuvenecida. —Vamos, hija mía, arriba ese ánimo, y ¡a moverse!... —dijo Asia, advirtiendo aquella mutació n y comprendiendo sus motivos.

—Si lo primero es impedir que el señ or Camusot interrogue a Lucien —dijo la señ ora de Maufrigneuse—, podemos conseguirlo mandá ndole una nota, que le podemos enviar al Palacio a travé s de alguno de sus criados, Léontine. —Vayamos a mi casa —dijo la señ ora de Sé rizy. He aquı́ lo que estaba ocurriendo en el palacio mientras que las protectoras de Lucien obedecı́an al plan trazado por Jacques Collin. Los gendarmes llevaron al moribundo hasta una silla situada frente a la ventana del despacho del señ or Camusot, el cual estaba sentado en su butaca delante de su escritorio. Coquart, con la pluma en la mano, se sentaba a una pequeñ a mesa a pocos pasos del juez. La disposició n de los despachos de los jueces de instrucció n no es indiferente, y, si no es fruto de la intenció n, hay que confesar en tal caso que el Azar está concorde con la Justicia. Estos magistrados son como pintores, necesitan una luz septentrional, uniforme y pura, porque el rostro de sus criminales

es como un cuadro que hay que examinar con atenció n vigilante. Por eso casi todos los jueces de instrucció n disponen sus despachos tal como estaba dispuesto el de Camusot, de manera que ellos esté n de espalda a la luz y, por consiguiente, que el rostro de los interrogados quede bien expuesto a ella. No hay uno solo que, al cabo de seis meses de ejercicio, no deje de adoptar un aire distraı́do e indiferente, si es que no lleva gafas, en el curso del interrogatorio. Fue un cambio brusco de expresió n observado de esta manera y mojado por una pregunta hecha a quemarropa lo que permitió descubrir el crimen cometido por Castaing en los momentos en que, tras una larga deliberació n con el procurador general, el juez iba a dejar en libertad a este criminal por falta de pruebas. Este insigni icante detalle basta para hacer comprender a cualquiera cuá n viva, interesante, dramá tica, apasionante y terrible es la lucha que se libra en la instrucció n de un caso criminal, lucha sin testigos, pero de la que siempre queda constancia. Dios sabe lo que queda registrado en el papel de la má s glacialmente ardiente de esas escenas, en las que las miradas, el acento, un estremecimiento de los mú sculos faciales

o la má s ligera pincelada de rubor provocada por algú n sentimiento, todo, en suma, entrañ a un peligro, como entre salvajes que se observan mutuamente, dispuestos a agredir y a matar. El atestado, pues, no constituye má s que el residuo de cenizas de un incendio. —¿Cuá les son sus verdaderos nombres? — preguntó Camusot a Jacques Collin. —Don Carlos Herrera, canó nigo del cabildo real de Toledo, enviado secreto de Su Majestad Fernando VII. Hay que hacer notar aquı́ que Jacques Collin hablaba el francé s muy incorrectamente y con un marcado acento españ ol, chapurreando de tal manera que sus respuestas resultaban casi ininteligibles y tenı́a que repetirlas a instancias de sus auditores. Los germanismos del señ or de Nucingen han salpicado ya bá stante esta obra para que ahora reproduzcamos otras frases de difı́cil lectura que entorpecerı́an la maM cha hacia el desenlace.

—¿Tiene usted documentos que certi iquen los cargos que ha mencionado usted? —preguntó el juez. —Sı́, señ or; un pasaporte, y una carta de Su Cató lica Majestad por la que se autoriza mi misió n... Ademá s, ahori mismo puede usted mandar a la embajada españ ola una nota que voy a escribir delante de usted, y en seguida me recial mará n. Luego, si necesita otras pruebas, puedo escribir a SI Eminencia el Primado de Francia, que enviarı́a en seguida visitarme a su secretario particular. —¿Pretende seguir estando agonizante? —dijo CamUl sot—. Si de verdad hubiera usted experimentado los dol<« res de los que se ha estado quejando desde que fue arrestada deberı́a estar ya muerto —repuso el juez con ironía. —¡Está usted haciendo el proceso del valor de un inocente y de la fuerza de su temperamento! — contestó con dulzura el preso. —¡Coquart, toque el timbre! Mande venir al mé dico de la Conserjerı́a y a un enfermero. Vamos a vernos

obligados a quitarle la levita para proceder a la veri icació n de la señ al que lleva en la espalda... — repuso Camusot. —Caballero, estoy en sus manos. El detenido preguntó si el juez tendrı́a la bondad de explicarle qué era aquella señ al y por qué razó n tendrı́a que llevarla en la espalda. El juez esperaba aquella pregunta. —Se tiene la sospecha de que es usted Jacques Collin, presidiario evadido, cuya audacia no retrocede delante de nada, ni siquiera delante del sacrilegio... —dijo con viveza el juez, ijando su mirada en los ojos del preso. Jacques Collin no se estremeció ni se sonrojó ; se quedó tranquiló y adoptó un aire de ingenua curiosidad mirando a Camusot. —¿Yo, caballero, un presidiario?... ¡Qué la orden a la que pertenezco y Dios le perdonen tamañ a equivocació n! Dı́game qué tengo que hacer para que no siga usted manteniendo una injuria tan

grave contra el derecho de gentes, contra la Iglesia y contra el rey mi señor. El juez explicó , sin contestar al detenido, que si habı́a sido marcado con el hierro, tal como solı́a hacerse entonces con los reos de trabajos forzados, golpeá ndole la espalda la marca reaparecerı́a en seguida. —¡Ah, señ or! —dijo Jacques Collin—, serı́a muy triste que mi entrega a la causa del rey me resultara ahora funesta. —Expliqú ese —dijo el juez—, está aquı́ para eso. Quiero decir, caballero, que debo tener muchas cicatrices en la espalda, puesto que, por haber permanecido iel a mi monarca, fui fusilado por la espalda, como traidor a mi paı́s, P°r los constitucionales, que me dejaron por muerto. " ¿Qué fue usted fusilado y sigue con vida?... —dijo Camusot. Contaba con la complicidad de algunos soldados que habı́an recibido dinero de ciertas personas

piadosas, y me colocaron tan lejos que só lo recibı́ en la espalda algunos proyectiles casi muertos, ya que los soldados apuntaban a la espalda. Se trata de un hecho que Su Excelencia el señ or embajador podrá ratificarle. "Este diablo de hombre tiene respuesta para todo. Mejor que mejor", se decı́a a sı́ mismo Camusot, cuya aparente severidad só lo estaba destinada a satisfacer las exigencias de la Justicia y de la Policía. —¡Có mo un hombre de su condició n fue a parar a casa de la amante del baró n de Nucingen, y vaya una amante, una antigua cortesana!... —He aquı́ por qué me encontraron en la casa de una cortesana, caballero —contestó Jacques Collin —. Pero antes de decirle el motivo que me llevaba allı́, tengo que hacerle notar que en cuanto pisé el primer escaló n sentı́ como me invadı́a sú bitamente la enfermedad, de modo que no tuve ocasió n de hablar con la muchacha. Habı́a llegado a mis oı́dos el propó sito que abrigaba la señ orita Esther de suicidarse, y como estaban en juego los intereses

del joven Lucien de Rubempré , por quien siento un particular afecto cuyos motivos son sagrados, me disponı́a a apartar a la pobre criatura de la! senda por la que le encaminaba la desesperació n: querı́a decirle que Lucien iba a fracasar en su ú ltimo intento cerca de la señ orita Clotilde; y comunicá ndole que heredaba siete millones, esperaba hacerle recuperar los deseos de vivir. Tengo la certidumbre, señ or, juez, de haber sido vı́ctima de los secretos que se me con iaron. Por la manera súbita con que me sentí fulminado, creo que aquella misma mañ ana me habı́an envenenado; afortunadamente, mi vigor corporal me salvó . Sé que desde hace tiempo me persigue un agente de la policı́a polı́tica, tratando de implicarme en algú n asunto sucio. Si en el momento de mi detenció n se hubiera hecho caso de mi petició n y se hubiera mandado llamar a algú n mé dico, tendrı́a usted la prueba de lo que le estoy diciendo acerca de mi e l tado de salud. Cré ame, señ or, hay ciertas personas, que está n má s arriba de nosotros, que tienen gran interé s por confundirme con algú n sirvergü enza para tener un pretexto y li brarse de mı́. Cuando se está al servicio de un rey, no todo gloria; só lo la

Iglesia es perfecta. Es imposible re lejar con palabras el juego de la isonomı́a de Jacques Collin, que tardó intencionadamente diez minutos en soltar esta parrafada, muy pausadamente; todo era tan verosı́mil, sobre todo la alusió n a Corentin, que el juez quedó impresionado. —Puede usted facilitarme los motivos de su afecto hacia el señor Lucien de Rubempré... —¿No los adivina usted? Tengo sesenta añ os, caballero... Se lo suplico, no escriba esto... Es... ¿hace falta que lo diga? —En interé s de usted, y sobre todo de Lucien de Rubempré , es mejor que lo diga todo —respondió el juez. —Pues, se trata de... ¡oh, Dios mı́o!... ¡de mi hijo! — añadió en un murmullo. Y se desvaneció. —No escriba esto, Coquart —dijo Camusot en voz

muy baja. Coquart se levantó para ir a buscar un frasquito de sales. "¡Si es Jacques Collin, es un actor prodigioso!", pensaba Camusot. Coquart hizo aspirar las sales al viejo recluso, a quien el juez examinaba con una agudeza de lince y de magistrado a vez. —Hay que hacerle quitar la peluca —dijo Camusot, esperando que Jacques Collin recobrara el sentido. El viejo presidiario oyó esta frase y se estremeció de miedo, porque sabı́a el horrible aspecto que tomaba entonces su fisonomía. —Si usted no tiene fuerza para quitarse la peluca... Sı́, Coquart, quı́tesela usted —dijo el juez a su escribano. Jacques Collin inclinó la cabeza hacia el escribano con admirable resignació n, pero al ser despojada su cabeza de aquel tocado, quedó al descubierto su

verdadero aspecto, que producı́a espanto. Aquella visió n sumió a Camusot en una profunda incertidumbre. En espera del mé dico y del enfermero, se puso a clasi icar y a examinar todos los papeles y objetos recogidos en el domicilio de Lucien. Despué s de haber actuado en la calle SaintGeorges, en casa de la señ orita Esther, la justicia habı́a bajado al muelle Malaquais para proceder a un registro. —Tiene usted en sus manos las cartas de la señ ora condesa de Sé rizy —dijo Carlos Herrera—; pero no me explico por qué tiene usted casi todos los papeles de Lucien —añ adió con una sonrisa fulminante de ironía para el juez. Camusot, captando aquella sonrisa, comprendió el alcance de la palabra casi. —Lucien de Rubempré , presunto có mplice suyo, está detenido —contestó , con el propó sito de mirar qué efecto produciría aquella noticia en su detenido. —rHan cometido otra gran desgracia, porque es tan inocente como yo —contestó el falso español sin

mostrar la menor emoción. —Ya veremos; por ahora estamos todavı́a con la identi icació n de usted —repuso Camusot, sorprendido por la tranquilidad del detenido—. Si usted es realmente don Carlos Herrera, esto cambiará inmediatamente la situació n de Lucien Chardon. —Sı́, fue con la señ ora Chardon, ¡la señ orita de Rubempré ! —dijo Carlos, murmurando—. ¡Ah, fue uno de los mayores pecados de mi vida! Alzó la mirada al cielo y, por la manera como movió los labios, pareció recitar una fervorosa plegaria. —En cambio, si es usted Jacques Collin, si é l ha sido conscientemente có mplice de un presidiario evadido y de un sacrilego, todos los crı́menes de los que la justicia tiene sospechas se hacen má s que probables. Carlos Herrera se mantuvo inmó vil como una estatua al oı́r esta frase pronunciada con gran habilidad por el juez, y como ú nica respuesta a

aquellas palabras, conscientemente, presidiario evadido, alzó las manos con un noble ademá n de dolor. —Reverendo padre —añ adió el juez con una cortesı́a desbordante—, si es usted don Carlos Herrera, espero que sabrá perdonarnos todo cuanto nos estamos viendo obligados a hacer en interés de la justicia y de la verdad... Jacques Collin adivinó la trampa que se encerraba en las palabras de reverendo padre en cuanto advirtió el tono de la voz del juez, y guardó la misma compostura que antes. Camusot esperaba algú n gesto de alegrı́a, que habrı́a constituido un primer indicio de la condició n de presidiario del interrogado, debido a la satisfacció n inefable que produce en el criminal el hecho de haber engañ ado al juez; pero chocó con un hé roe de la reclusió n provisto de las armas del má s maquiavé lico de los disimulos. —Soy diplomá tico y pertenezco a una Orden en la que se hacen votos muy austeros —respondió

Jacques Collin con una dulzura apostó lica—; lo comprendo todo y estoy acostumbrado al sufrimiento. Ya estarı́a en libertad si hubieran descubierto en mi casa el escondite donde está n mis papeles, porque veo que no se llevaron má s que documentos insignificantes... Fue un golpe de gracia para Camusot; Jacques Collin, con su soltura y su sencillez, habı́a contrarrestado ya todas las sospechas provocadas por la visión de su cabeza. —¿Dónde están esos papeles?... —Le diré el lugar si me garantiza que su delegado irá acompañ ado por un secretario de legació n de la embajada de Españ a, que los recogerá y ante el cual usted responderá , porque se trata de mi estado, de documentos diplomá ticos y de secretos comprometedores para el difunto rey Luis XVIII. ¡Ah, caballero! Má s valdrı́a... Pero, en in, es usted magistrado... Ademá s, el embajador a quien me remito para todo este asunto, ya juzgará. En aquel mismo momento entraron el mé dico y el

enfermero, tras haber sido anunciados por el ujier. —Buenos dı́as, señ or Lebrun —dijo Camusot al mé dico—; le requiero para que compruebe el estado en que se halla el preso preventivo aquı́ presente. Dice que ha sido envenenado y pretende estar a punto de morir desde anteayer; dı́game si tiene algú n peligro que lo desnudemos para verificar la existencia de la marca... El doctor Lebrun tomó la mano de Jacques Collin, le tomó el pulso, le hizo enseñ ar la lengua y le examinó con mucha atenció n. Este examen duró aproximadamente diez minutos. —El detenido ha sufrido mucho —contestó el mé dico—, pero en estos momentos goza de una fuerza extraordinaria... —Esta energı́a aparente se debe, caballero, a la excitació n —contestó Jacques Collin con la dignidad de un obispo. —Es posible —dijo el señor Lebrun.

A una señ al del juez, el detenido fue despojado de su ropa; se lo quitaron todo, incluso la camisa, y le dejaron ú nicamente los pantalones; los presentes pudieron admirar entonces un torso velludo de un vigor cicló peo. Era como el Hé rcules Farnesio de Nápoles, sin su colosal exageración. —¿Cuá l es el destino que marca la naturaleza para hombres de esta constitució n?... —dijo el mé dico a Camusot. El ujier volvió con uno de esos mazos de é bano que, desde tiempo inmemorial, constituyen la insignia de su funció n y que se llama verga; dio varios golpes en el lugar donde el verdugo habı́a marcado la inscripción fatal. Entonces se echaron de ver diecisiete agujeros, repartidos caprichosamente; pero pese al cuidado con que examinaron la espalda, no descubrieron ninguna forma de letra. Só lo el ujier hizo notar que el palo de la T era indicado por dos agujeros cuya distancia era la misma que la que habı́a entre las dos rayitas terminales del palo, y que otro ori icio señ alaba el extremo inferior del trazo vertical de la letra.

—No obstante, es muy vago —dijo Camusot, viendo que la duda se dibujaba en el rostro del mé dico de la Conserjería. Carlos pidió que le hicieran la misma operació n al otro lado y en el centro de la espalda. Aparecieron entonces aproximadamente otras quince cicatrices, que el doctor observó a instancias del españ ol, y declaró que la espalda habı́a sido tan profundamente afectada por las llagas que la señ al no podrı́a reaparecer aunque hubiera sido efectivamente marcado con el hierro. En aquel momento entró un mozo de la prefectura de policı́a, entregó un pliego al señ or Camusot y pidió la respuesta. Tras haberlo leı́do, el magistrado fue a hablar a Coquart, pero le habló tan al oı́do que nadie pudo oı́r nada. Só lo Jacques Collin, por una mirada de Camusot, adivinó que acababan de transmitirle de la prefectura de policı́a una información sobre él. "Sigo teniendo al amigo de Peyrade tras mis huellas —pensó Jacques Collin—; si supiera quié n es, me

librarı́a de é l como hice con Contenson. ¿Podré ver alguna otra vez a Asia?..." Despué s de irmar el papel escrito por Coquart, el juez lo metió en un sobre y lo dio al mozo de las Delegaciones. La o icina de las Delegaciones es un auxiliar indispensable de la Justicia. Esta o icina, presidida por un comisario de policı́a ad hoc, está compuesta por un equipo de o iciales de paz que ejecutan, con la ayuda de los comisarios de policı́a de cada sector, las ó rdenes de registro e incluso de arresto cerca de las personas sospechosas de complicidad en los crı́menes o en los delitos. Estos delegados de la autoridad judicial ahorran un tiempo precioso a los magistrados encargados de la instrucció n de los procesos. El señ or Lebrun y el enfermero se retiraron, ası́ como el ujier, tras haber vestido al detenido por indicació n del juez. Camusot se sentó a su despacho y se puso a jugar con su pluma. —Usted tiene una tı́a —dijo bruscamente Camusot

a Jacques Collin. —¡Una tı́a! —respondió con sorpresa don Carlos Herrera—. Pero, caballero, si no tengo ningú n familiar, soy un hijo no reconocido del difunto duque de Osuna. Mientras tanto, en su fuero interno decı́a: ¡Está n quemá ndose!, aludiendo al juego del escondite, imagen por cierto muy infantil de la terrible lucha que se estaba librando entre la justicia y el criminal. —¡Bah! —dijo Camusot—. Vamos, todavı́a vive su tı́a, la señ orita Jacqueline Collin, a quien colocó usted con el extrañ o nombre de Asia al servicio de la señorita Esther. Jacques Collin hizo un despreocupado movimiento de hombros que estaba perfectamente en armonı́a con el aire de curiosidad con el que acogı́a las palabras del juez, que le estaba examinando con una atención maliciosa. —Vaya con cuidado Escúcheme bien.

—repuso

Camusot—.

—Le escucho, caballero. —Su tı́a es vendedora en el Temple; su tienda está bajo la direcció n de una tal señ orita Paccard, hermana de un presidiario, muy honrada, por otra parte, a la que llaman la Romette. La justicia está tras las huellas de su tı́a y dentro de unas pocas horas tendremos pruebas de initivas. Esta mujer le es muy fiel... —Continú e, señ or juez —dijo tranquilamente Jacques Collin como respuesta a una pausa de Camusot—, le estoy escuchando. —Su tı́a, que cuenta aproximadamente cinco añ os má s que usted, fue la amante de Marat, de indigna memoria. De esta fuente ensangrentada proviene el nú cleo de la fortuna que posee... Segú n los informes que recibo, es una encubridora muy há bil, puesto que aú n no se han reunido pruebas contra ella. Despué s de muerto Marat, parece que perteneció , segú n los informes que tengo entre mis manos, a un quı́mico que fue condenado a muerte en el añ o XII por delito de falsi icació n de moneda. Ella

compareció como testigo en el proceso. En compañ ı́a de aquel hombre debió de adquirir ciertos conocimientos de toxicologı́a. Ha tenido una tienda de ropa desde el añ o XII hasta 1810. Ha estado dos añ os en la cá rcel, en 1812 y en 1816, por perversió n de menores... Usted ya estaba condenado por falsi icació n, habı́a dejado ya de trabajar en el banco donde su tı́a le habı́a colocado como empleado, gracias a la educació n recibida y a las protecciones de las que gozaba su tı́a por parte de los personajes que recibı́an de ella a las vı́ctimas de su depravació n... Todo esto, señ or detenido, se parece muy poco a la grandeza de los duques de Osuna... ¿Persiste usted en sus declaraciones?... Jacques Collin escuchaba al señ or Camusot pensando en su infancia feliz en el Colegio de los oratorianos, de donde habı́a salido, y esta meditació n le daba un aspecto de auté ntica sorpresa. Pese a la habilidad de su interrogatorio, Camusot no consiguió provocar ni un solo gesto de extrañeza en aquella plácida fisonomía. —Si ha recogido ielmente la explicació n que le he

dado al comienzo, puede usted releerla —contestó Jacques Co llin—; yo no puedo cambiarla... Yo no habı́a ido a casa de la cortesana; ¿có mo iba a saber, pues, a quié n tenı́a de cocinera? Soy totalmente ajeno a las personas de las que usted me habla. —Vamos a proceder, a pesar de sus denegaciones, a ciertas confrontaciones que pueden debilitar su aplomo.

—Un hombre fusilado ya una vez está acostumbrado a t0¿0 —contestó Jacques Collin con dulzura. Camusot volvió a examinar los documentos esperando el regreso del jefe de la policı́a de seguridad, que llegó con gran prontitud, puesto que eran las once y media —el interrogatorio habı́a comenzado hacia las diez y media— cuando el ujier fue a anunciar al juez en voz baja la llegada de BibiLupin. —¡Que entre! —contestó el señor Camusot.

Al entrar, Bibi-Lupin, de quien se esperaba un rotundo "¡Es é l!", quedó sorprendido. No reconocı́a el rostro de su antiguo conocido en una cara acribillada por la viruela. Esta duda chocó al juez. —Su altura y su corpulencia son las mismas —dijo el agente—. ¡Ah, eres tú , Jacques Collin! —añ adió , examiná ndole los ojos, la frente, las orejas—. Hay cosas que no pueden ocultarse... Es é l, sin ninguna duda, señ or Camusot... Jacques tiene una cicatriz, de una cuchillada, en el brazo izquierdo; hágale sacarse la levita y la verá... Jacques Collin se vio obligado a quitarse la levita otra vez; Bibi-Lupin le arremangó la manga de la camisa y mostró la mencionada cicatriz. —Es una bala —respondió Carlos Herrera—; aquı́ tengo muchas otras cicatrices. —¡Ah, la voz es exactamente la suya! —exclamó Bibi-Lupin. —Su certidumbre —dijo el juez— es un mero dato, no es ninguna prueba.

Ya lo sé —respondió humildemente Bibi-Lupin—; pero le encontraré varios testigos. Aquı́ está ya una de las pensionistas de la casa Vauquer... —dijo mirando a Collin. La placidez que exhibía Collin no se inmutó. —Hagan entrar a esta persona —dijo perentoriamente el señ or Camusot, dejando traslucir su descontento pese a su aparente indiferencia. Jacques Collin advirtió el sentimiento del juez; contaba poco con la simpatía del juez de instrucción, y quedó sumido en la apatı́a a causa de la intensa meditació n a la que se entregó para hallar el motivo de aquel hecho. El ujier hizo entrar a la señ ora Poiret, cuya inesperada presencia dio lugar a que el presidiario se estremeciera, pero el juez, que parecı́a tener una opinió n formada de antemano, no advirtió este; estremecimiento. —¿Có mo se llama usted? —preguntó el juez,

procediendo al cumplimiento de las formalidades con las que se inician todas las declaraciones y todos los interrogatorios. La señ ora Poiret, viejecita canosa y arrugada como un pergamino, que llevaba un vestido de seda azul, declaró que se llamaba Christine-Michelle Michonneau, que estaba desposada con el señ or Poiret, que tenı́a cincuenta y un añ os de edad, que habı́a nacido en Parı́s, que vivı́a en la calle des Poules, esquina calle des Postes, y que su profesió n era la de fondista. —Usted vivió , señ ora —dijo el juez—, en una pensió n propiedad de una tal señ ora Vauquer, en 1818 y 1819. —Sı́, señ or, allı́ fue donde conocı́ al señ or Poiret, un antiguo funcionario retirado con quien me casé y que desde hace un añ o guarda cama... ¡pobre hombre, está muy enfermo! Por eso no puedo estar demasiado rato fuera de casa... —¿Estaba entonces en aquella pensió n un cierto Vautrin...? —preguntó el juez.

—¡Oh, señ or! Es toda una historia, era un galeote horroroso... —Usted contribuyó a que lo arrestaran. —Es falso, caballero... —¡Está usted ante la Justicia, tenga cuidado!... — dijo con severidad el señor Camusot. La señora Poiret guardó silencio. —Procure acordarse —agregó Camusot—. ¿Se acuerda usted bien de aquel hombre?... ¿Lo reconocería? —Creo que sí. —¿Es este hombre que hay aquí?... —dijo el juez. La señ ora Poiret se puso las gafas y miró al padre Carlos Herrera. —Tiene la misma estatura, la misma corpulencia, pero... no... sı́... Señ or juez —repuso la mujer—, si pudiera ver su pecho desnudo lo reconocerı́a en

seguida (Véase Papá Goriot). El juez y el escribano no pudieron contener la risa, pese a la gravedad de sus funciones; Jacques Collin compartió su hilaridad, pero comedidamente. El preso no se habı́a vuelto a poner la levita que le acababa de sacar Bibi-Lupin, y a una señ al del juez se abrió complacientemente la camisa. —Es efectivamente su misma pelambrera; pero se ha vuelto gris, señ or Vautrin —exclamó la señ ora Poiret. —¿Qué responde usted a esto? —preguntó el juez. —Que se trata de una loca —dijo Jacques Collin. —¡Ay, Dios mı́o! Por si me quedaba alguna duda, porque su cara ha cambiado, bastarı́a con esta voz; é l es efectivamente quien me amenazó ... ¡Sı́, es su misma mirada! —El agente de la policı́a judicial y esta mujer — repuso el juez, dirigié ndose a Jacques Collin— no han podido ponerse de acuerdo para decir de usted

las mismas cosas, porque ni el uno ni la otra le habían visto antes; ¿cómo explica usted esto? —La justicia ha cometido errores aú n mayores que el error a que darı́a lugar el testimonio de una mujer que reconoce a un hombre por el pelo de su pecho, y las sospechas de un agente de la policı́a — respondió Jacques Collin—. Encuentran en mı́ ciertas semejanzas en la voz, la mirada y la estatura con un gran criminal; de por sı́ esto es ya muy vago. Por lo que respecta al recuerdo de la señ ora, que demostrarı́a que entre ella y mi sosias hubo ciertas relaciones de las cuales ella no se sonroja..., a usted mismo le ha hecho reı́r. En ı́nteres de la verdad, que yo deseo desvelar por lo que a mı́ atañ e má s de prisa de lo que usted pueda desear por cuenta de la justicia, quiere usted, señ or, preguntarle a la señora... Foi... —Poiret... Poret... (¡Perdone!, soy españ ol), si se acuerda de las personas que vivı́an en aquella... ¿Cómo llaman ustedes la casa?... —Una pensión —dijo la señora Poiret.

—¡No sé lo que es! —respondió Jacques Collin. —Es una casa en la que se come y se cena mediante un abono. —Tiene usted razó n —exclamó Camusot, haciendo con la cabeza una señ al favorable a Jacques Collin, sorprendida por la buena fe con que le proporcionaba los medios para llegar a un resultado—. Trate usted de recordar a los abonados que se hallaban en la pensió n cuando fue arrestado Jacques Collin. —Estaba el señ or de Rastignac, el doctor Bianchon, el tío Goriot... la señorita Taillefer... —Bien —dijo el juez, que no habı́a dejado de observar a Jacques Collin, cuyo rostro habı́a premanecido impasible—. ¿Qué hay de este tı́o Goriot?... —Murió —dijo la señora Poiret. —Caballero —dijo Jacques Collin—, me he encontrado varias veces en casa de Lucien a un tal

señ or de Rastignac, que tiene relaciones, segú n creo, con la señ ora de Nucingen; y si se trata de é l, jamás me ha tomado por el presidiario con el que se me intenta ahora identificar... —El señ or de Rastignac y el doctor Bianchon —dijo el juez— ocupan ambos una posició n social su icientemente digna para que su testimonio, en caso de serle a usted favorable, baste para liberarle. Coquart, prepare sus citaciones. En pocos minutos quedaron listas las formalidades de la declaració n de la señ ora Poiret; Coquart le releyó el atestado de la entrevista que acaba de tener lugar y ella lo irmó ; el detenido, en cambio, se negó a irmar, fundá ndose en el hecho de que ignoraba las formas de la justicia francesa. —Basta pues por hoy —repuso el señ or Camusot —; tendrá usted que tomar algunos alimentos, voy a mandar que lfl lleven a la Conserjería. —Por desgracia, sufro demasiado para comer — dijo Jacques Collin.

Camusot querı́a hacer coincidir el regreso de Jacques Collin con la hora de paseo de los acusados en el patio; peral querı́a tener la respuesta del director de la Conserjerı́a a la orden que le habı́an dado por la mañ ana, y tocó la campanilla para mandar al ujier. El ujier entró y le dijo que la portera de la casa del muelle Malaquais tenı́a para entregarle un documento importante relativo al señ or Lucien de Rubempré . Este anuncio le impresionó tanto, que le hizo olvidar su anterior propósito. —¡Que entre! —dijo Camusot. —Perdó n, dispense, señ or —rdijo la portera, saludando al juez y al padre Carlos sucesivamente —. Las dos veces que ha venido la Justicia a casa, nos hemos quedado tan turbados, mi marido y yo, que nos hemos olvidado en la có moda una carta dirigida al señ or Lucien, y por la que nos han hecho pagar diez sueldos, aunque venga del mismo Parı́s, por el peso que tiene. ¿Me reintegrará usted el importe? Dios sabe cuá ndo volveremos a ver a nuestros inquilinos.

—¿Ha sido el cartero el que les ha remitido esta carta? —preguntó Camusot tras haber examinado muy cuidadosamente el sobre. —Sí, señor. —Coquard, tome usted nota de esta declaració n. ¡Vamos, buena mujer! Diga usted su nombre y apellidos, su profesión... Camusot hizo prestar juramento a la portera, y a continuación dictó el atestado. Mientras se cumplı́an estas formalidades, veri icaba el matasellos, que indicaba las horas de recogida y de distribució n y la fecha del dı́a. Aquella carta, que llegó a casa de Lucien al dı́a siguiente de la muerte de Esther, habı́a sido sin duda escrita y franqueada el mismo día de la catástrofe. Ahora podrá apreciarse la sorpresa que debió de sentir el señ or Camusot al leer aquella carta, escrita y irmada P°r la persona a quien la Justicia creı́a víctima de un crimen.

DE ESTHER A LUCIEN Lunes, 13 de mayo de 1830. (El último día de mi vida, a las diez de la mañana) Querido Lucien, no me queda ni siquiera una hora de vida. A las once habré muerto, y lo habré hecho sin el menor dolor. A cambio de cincuenta mil francos he conseguido una hermosa grosella negra que contiene un veneno que mata con la rapidez del rayo. De modo, cariñ o, que podrá s pensar: «Mi pequeñ a Esther no ha sufrido...» Sı́, só lo habrá sufrido escribiéndote estas páginas. "Nucingen, este monstruo que me ha comprado con tanto dinero, sabiendo que el dı́a en que me entregarı́a a é l serı́a para mı́ el ú ltimo, acaba de marcharse borracho como un? cuba. Por primera y ú ltima vez en mi vida, pude comparan mi antiguo o icio de prostituta con la vida del amor, ljg ternura que se despliega hasta el in inito con el horror del deber que quisiera aniquilarse a sı́ mismo para no

dar pasa al abrazo. Hacı́a falta experimentar este asco para encontrad la muerte deseable... Me tomé un bañ o, y hubiera querido; hacer venir al confesor del convento donde recibı́ el bautismo para confesarme, para lavar mi alma. Pero ya basta así de prostitució n, serı́a profanar un sacramento, y por otra? parte me siento sumergida en un sincero arrepentimiento. Que Dios haga de mí lo que desee. "Dejé monos de lloriqueos, quiero ser para ti tu Esther hasta el ú ltimo momento, no quiero molestarte con mi muer—; te, con el futuro y con Dios, que no serı́a bueno si me atoH mentara en la otra vida habiendo sufrido tanto en ésta... "Tengo ante mı́ tu delicioso retrato, obra de la señ ora de Mirbel. Esta hoja de mar il me ha consolado de tu auseiw cia, y la contemplo embriagada mientras te escribo mis ú ltH mos pensamientos y te describo los ú ltimos latidos de mi coi razó n. Te pondré el retrato dentro del sobre, pues no quiera que lo roben ni que lo vendan. Me repugna pensar que esto, qt«l me ha dado tantos momentos de felicidad, pueda ir a confuiH dirse, en

el escaparate de alguna tienda, con grabados de tienrt pos del Imperio o con chucherı́as orientales. Te pido qtl l destruyas este retrato, cariñ o, que no se lo des a nadie... menos que un regalo como é ste te devuelva el corazó n de esı́ tabla ambulante y con ropas llamada Clotilde de Grandlieta que te hará cardenales durmiendo con esos huesos tan s3| lientes que tiene... Consiento a ello, ası́ podré serte aú n di alguna utilidad, igual que cuando he estado en vida. ¡Ohi para darte gusto, o simplemente, si esto te hubiera hecho gral cia, hubiera sido capaz de asarte una manzana en un brasil ro aguantá ndola con la boca! Ası́ que mi muerte todavl l puede serte útil... Yo habría entorpecido tu matrimonio..! Oh no puedo comprender a esa Clotilde! Poder ser tu mujer, llevar tu nombre, no abandonarte de dı́a ni de noche, y andar con remilgos... hay que ser del faubourg Saint-Germain para hacer eso, y má s cuando no se tiene má s de diez libras de carne sobre los huesos... "Pobre Lucien, ambicioso frustrado, pienso en tu porvenir. Má s de una vez echará s de menos a tu

pobre perro iel, a esta buena muchacha que robaba para ti, que se hubiera dejado llevar ante la sala de lo criminal para asegurar tu felicidad, cuya ú nica ocupació n era soñ ar en tus placeres, inventarte otros nuevos, que rezumaba amor por ti por los cabellos, los pies, las orejas; en in, tu ballerina, cuyas miradas eran otras tantas bendiciones; que durante seis añ os no ha dejado de pensar en ti, que fue tan completamente tuya que le parecı́a no ser má s que una emanació n de tu alma como la luz es emanació n del sol. Pero en in, desprovista como estoy de dinero y de honor, no puedo ser tu mujer... Siempre pensé en tu porvenir dá ndote todo cuanto tengo... En cuanto recibas esta carta, ven a mi casa y coge lo que estará bajo mi almohada, porque no me fı́o de los criados de la casa... "¿Te das cuenta? Quiero estar bonita cuando me muera; me acostaré en la cama, en una palabra, posaré . Y luego aplastaré la grosella contra el velo del paladar, y moriré sin quedar des igurada por ninguna convulsión ni por ninguna postura ridícula.

"Sé que la señ ora de Sé rizy se ha enfadado contigo a causa mı́a; pero cuando sepa que estoy muerta, te perdonara; podrá s seguir cultivá ndola y te conseguirá un buen matrimonio, en caso de que los Grandlieu persistan en su negativa. Amor mı́o, no quiero que hagas grandes aspavientos al enterarte de mi muerte. En primer lugar debo decirte que lo que va a ocurrir el lunes 13 de mayo, a las once, no será má s que el té rmino de una larga enfermedad que comenzó el dı́a en que, estando en la terraza de Saint-Germain, decidisteis devolverme a mi antigua profesió n... El alma duele igual que el cuerpo. Pero el alma no puede resignarse tontamente a sufrir como el cuerpo, el cuerpo no aguanta al alma como el alma aguanta al cuerpo, y el alma tiene medios para curarse recurriendo a medios expeditivos. Anteayer me diste una vida entera dicié ndome que si Clotilde te rechazaba de nuevo, te casarı́as conmigo. Pero habrı́a sido para los dos una gran desdicha, yo me habrı́a muerto aú n má s, por decirlo ası́; porque hay muertes má s o menos amargas. El mundo jamá s nos habría aceptado.

"Hace dos meses que pienso en muchas cosas. Una pobre muchacha vive en la cié naga, como me ocurrı́a a mı́ antes de entrar en el convento; los hombres la encuentran hermosa, la utilizan para sus placeres y la hacen volver a pie despué s que fueron a buscarla en coche; si no le escupen en la cara, es porque su belleza la preserva de tal ofensa; pero en realidad, moralmente, lo que hacen es peor. Pues bien, supongamos que esta muchacha hereda entre cinco y seis millones: entonces los prı́ncipes irá n a agasajarla, la saludará n con respeto cuando pase en su coche y ella podrá elegir entre los blasones má s antiguos de Francia y de Navarra. Este es el mundillo que desprecia a una hermosa pareja unida y feliz, y en cambio acoge a una señ ora de Staé l, a pesar de sus novelas, por el mero hecho de tener cien mil libras de renta. Este mundo, que se doblega ante el dinero o la gloria, no quiere inclinarse ante la felicidad ni ante la virtud. Porque yo habrı́a podido hacer mucho bien... ¡Cuántas lágrimas habría podido yo enjugar!... Creo que tantas como he vertido. Sı́, hubiera querido vivir só lo por ti y por la caridad.

"Estas son las consideraciones que me hacen desear la muerte. De modo que no debes empezar con lamentaciones, amor mı́o. Repı́tete de vez en cuando que ha habido dos muchachas buenas, dos hermosas criaturas que han muerto por ti, sin ningú n rencor,-que te adoraban; ija en tu corazó n el recuerdo de Coralie y de Esther, y sigue luego tu camino. ¿Te acuerdas del dı́a en que me enseñ aste a una anciana arrugadita, cubierta con un capote de color verde lleno de manchas de grasa negra, que habı́a sido amante de un poeta de antes de la Revolució n, que apenas lograba calentarse al sol, a pesar de que se habı́a colocado en las Tullerı́as al abrigo de un muro y que estaba pendiente de un perro horrible? Antes habı́a tenido coches, lacayos, una mansió n... Entonces te dije: «¡Má s vale morir a los treinta!» Aquel dı́a me encontrabas meditabunda, y te dedicaste a hacer mil tonterı́as para distraerme; y entre dos besos te dije, ademá s: «¡Cada dı́a las mujeres hermosas salen del espectá culo antes del inal!...» Pues bien, yo no quiero ver el último acto, eso es todo..... "Debes de encontrarme muy parlanchina, es mi

ultimo chismorreo. Te escribo de la misma manera que te hablaba, y quiero hablarte alegremente. Siempre me han disgustado las modistas que se pasan el dı́a lamentá ndose; bien sabes que en una ocasió n habı́a sido ya capaz de morir bien, a mi regreso de aquel baile fatal de la Opera en el que te dijeron que había sido cortesana. "¡Oh, no, cariñ o mı́o, no des jamá s este retrato! Si supieras con cuá nto amor acabo de sumergirme en tus ojos mirá ndolos embriagada durante una pausa que he hecho..., recogiendo el amor que he intentado incrustar en este mar il, creerı́as que el alma de tu gatita querida está aquí. "Resulta algo irrisoria una muerta que pide limosna... Vamos, hay que saber guardar la compostura en el sepulcro. "No sabes lo heroica que les parecerı́a mi muerte a los imbé ciles si supieran que esta noche Nucingen me ha ofrecido dos millones si querı́a amarle como te he amado a ti. ¡Có mo se pondrá cuando se entere de que he mantenido mi palabra murié ndome de é l!

Lo he intentado todo para continuar respirando el aire que tú respiras. Le dije a aquel obeso ladró n: «¿Quiere que le ame del modo que me pide? Me comprometeré incluso a no volver a ver jamá s a Lucien...» «¿Qué debo hacer?...», preguntó . «Dé me dos millones para é l...» ¡Oh, si hubieras visto la mueca que hizo!... Me hubiera puesto a reı́r si no hubiera sido todo tan trá gico para mı́. «¿Acaso teme usted un desaire?», le dije. «Ya lo veo, le interesan má s los dos millones que yo.» «Siempre es bueno para una mujer saber lo que vale», añ adı́, volviéndole la espalda. "Ese viejo granuja sabrá dentro de unas horas que no estaba bromeando. "¿Quié n te hará como yo te hacı́a la raya en los cabellos? ¡Bah!, ya no quiero pensar en nada de esta vida, no me quedan má s que cinco minutos y los voy a dar a Dios; no tengas celos, á ngel mı́o, quiero hablarle de ti, pedirle tu felicidad a cambio de mi muerte y de los castigos que me esperan en el otro mundo. Me entristece ir al in ierno, hubiera querido ver a los á ngeles para saber si se te

parecen... "¡Adió s, amor mı́o, adió s! Te bendigo con toda mi desgracia. Seré tuya hasta en la tumba, "Esther..." "Está n dando las once. Acabo de rezar mi ú ltima oració n, voy a acostarme para morir. Una vez má s, ¡adió s! Quisiera dejar en la palma de mi mano mi alma, igual que el beso que para ti dejo en ella, y por ú ltima vez quiero decirte cariñ o, aunque seas el causante de la muerte de tu "Esther." Un sentimiento de celos oprimió el corazó n del juez al terminar la lectura de la ú nica carta que jamá s hubiera leı́do de un suicida escrita con una alegrı́a tan grande, aunque fuera una alegrı́a febril y el postrer esfuerzo de una ternura ciega. "¡Qué tendrá de particular para que le amen ası́!...", pensó , repitiendo lo que dicen todos los hombres que carecen del don de gustar a las mujeres. —Si es capaz de probar no só lo que no es usted Jacques Collin, presidiario evadido, sino que ademá s es usted realmente don Carlos Herrera, canó nigo de

Toledo y enviado secreto de Su Majestad Fernando VII —dijo el juez a Jacques Collin—, quedará usted en libertad, porque la imparcialidad que exige mi ministerio me obliga a decirle que acabo de recibir una carta de la señ orita Esther Gobseck en la que con iesa su intenció n de suicidarse, y en la que formula acerca de sus criados ciertas sospechas que parecen acusarlos de ser los autores del robo de los setecientos cincuenta mil francos. Mientras iba hablando, el señ or Camusot cotejaba la letra de la carta con la del testamento, y quedó convencido de que la carta habı́a sido escrita por la misma persona que había hecho el testamento. —Caballero, se ha apresurado usted demasiado en pensar que habı́a habido crimen; que no le pase ahora igual a propósito de un supuesto robo. —¡Vaya!... —dijo Camusot, echando una mirada de juez sobre el detenido. —No crea que me comprometo diciendo que esta suma puede recuperarse —repuso Jacques Collin, dando a entender al juez que comprendı́a sus

sospechas—. La pobre muchacha era muy querida por su servidumbre; si yo estuviera en libertad, me encargarı́a de buscar un dinero que ahora pertenece al ser a quien má s quiero en el mundo, a Lucien... ¿Tendrı́a usted la bondad de permitirme que lea esta carta? No tardaré mucho... es la prueba de la inocencia de mi pobre criatura... no tema que la destruya... ni que hable de ella a nadie, puesto que estoy incomunicado... —¡Incomunicado!... —exclamó el magistrado—. Dejará usted de estarlo... Soy yo quien le pide que demuestre lo antes posibJe su condició n; recurra a su embajada, si así lo desea... Y entregó la carta a Jacques Collin. Camusot estaba satisfecho de salir del atolladero, de poder satisfacer al procurador general y a las señ oras de Maufrigneuse y de Sérizy. Sin embargo, examinó frı́a y atentamente el rostro de su interrogado mientras é ste leı́a la carta de la cortesana; y pese a la sinceridad de los sentimientos que en él se reflejaban, decía para sus adentros: "No

obstante, ¡hay que ver qué cara de presidiario!" —¡Ya ve usted có mo le aman!... —dijo Jacques Collin, devolviendo la carta. Y mostró a Camusot un rostro bañ ado en lá grimas—. ¡Si lo conociera usted; —siguió —. Es un alma tan joven, tan fresca, una belleza tan magnı́ ica, un niñ o, un poeta... Se siente irresistiblemente la necesidad de sacri icarse por é l, de colmar sus menores deseos. ¡Es tan encantador mi querido Lucien cuando se muestra cariñoso!... —Vamos —dijo el magistrado, haciendo todavı́a un esfuerzo por descubrir la verdad—, usted no puede ser Jacques Collin... —No, señor... —respondió el recluso. Y Jacques Collin fue má s que nunca don Carlos Herrera. En su afá n de coronar su obra, se adelantó hacia el juez, lo llevó al hueco de la ventana y adoptó el aire de un prı́ncipe de la Iglesia dando a sus palabras un tono con idencial. —Amo tanto a esta criatura, caballero, que si tuviera que pasar por el criminal con quien se me confunde para evitar cualquier perjuicio a este ı́dolo de mi corazó n, me

acusarı́a a mı́ mismo —dijo en voz baja—. Imitarı́a a la pobre muchacha que se ha dado muerte por é l. Por eso, caballero, le suplicó un favor, que ponga inmediatamente en libertad a Lucien... —Mi deber me lo impide —dijo Camusot con un aire bondadoso—; pero si lo que me pide es algú n arreglo, la Justicia sabe actuar consideradamente, y si puede usted darme buenas razones... Hable con tranquilidad, esto no figurará en el atestado... —Pues mire —repuso Jacques Collin, engañado por el aspecto bondadoso de Camusot—, sé todo lo que debe estar sufriendo en estos momentos el pobre muchacho; es capaz de atentar contra su vida viéndose detenido... —¡Oh! Por este lado... —dijo Camusot, estremeciéndose. —No sabe usted a quién complace complacié ndome a mı́ —añ adió Jacques Collin, queriendo hacer vibrar otras cuerdas—. Hace usted un servicio a una orden má s poderosa que las condesas de Sé rizy y que las duquesas de Maufrigneuse, quienes nunca le perdonará n que haya

tenido entre sus manos su cartas de amor... —dijo, señ alando dos paquetes de cartas perfumadas—. Mi orden tiene buena memoria... —¡Caballero! —dijo Camusot—. Ya basta. Busque otra clase de razones. Yo me debo tanto al detenido como a la vindicta pública. —Pues mire, cré ame, conozco a Lucien, tiene un alma de mujer, de poeta, de meridional, sin consistencia ni voluntad —repuso Jacques Collin, que creyó haber adivinado por in que el juez estaba de su parte—. Usted está seguro de la inocencia de este joven, no lo atormente, no le interrogue; entregú ele esta carta, anuncı́ele que ha heredado de Esther y devuélvale la libertad... Si hace otra cosa, se desesperará usted; mientras que si lo deja marchar, pura y simplemente, yo le explicaré (guá rdeme usted el secreto), mañ ana, o esta misma tarde, todo cuanto pueda parecerle misterioso en este asunto, y las razones de la encarnizada persecució n de la que soy objeto; arriesgaré mi vida, porque desde hace cinco añ os van a por mı́... Una vez Lucien sea libre, rico y esposo de Clotilde de Grandlieu, mi misió n aquı́ habrá terminado, ya

no defenderé má s mi pellejo... Mi perseguidor es un espía de su último rey... —¡Ah, Corentin! —¡Ah!, se llama Corentin... Se lo agradezco... ¿Qué me dice, pues? ¿Me prometerá usted hacer lo que le pido?... —Un juez no puede ni debe prometer nada. ¡Coquart! Dı́gale al ujier y a los guardias que acompañ en de nuevo al preso a la Conserjerı́a... Daré órdenes para que esta misma noche esté usted en la Pistola —añ adió con afabilidad, saludando al detenido con la cabeza. Extrañ ado por la petició n que Jacques Collin acababa de hacerle, y recordando la insistencia con la que habı́a pedido que le interrogaran a é l primero, alegando su estado de enfermedad, Camusot recobró toda su anterior suspicacia. Pensando en estas vagas sospechas, se dio cuenta de que el supuesto agonizante andaba como un Hé rcules y que ya no hacı́a ninguna de las pantomimas que tan hábilmente había representado

al entrar. —¿Caballero?... Jacques Collin se volvió. —Mi escribano, pese a su negativa a irmarlo, va a leerle el atestado de su interrogatorio. El interrogado gozaba de una salud admirable, y la agilidad con que fue a sentarse cerca del escribano constituyó para el juez un último rayo de luz. —Se ha curado usted muy pronto —dijo Camusot. Estoy cogido", dijo Jacques Collin en su fuero interno. Luego contestó en voz alta: —La alegrı́a, señ or, es la ú nica panacea que existe... Esta carta, la prueba de una inocencia de la que nunca he dudado... éste es el gran remedio. El juez siguió al preso con una mirada meditativa cuando el ujier y los gendarmes le rodearon; luego hizo el gesto de un hombre que despierta, y echó la carta de Esther sobre la mesa de su escribano.

—¡Coquart, copie esta carta!... Si es natural en, el hombre descon iar de lo que le suplican que haga cuando lo suplicado va contra sus intereses o contra su deber, incluso, muchas veces, cuando le es indiferente, en el juez de instrucció n esta descon ianza es ley. Cuanto má s negras fueron las tintas con que el detenido, cuya situació n no estaba aún determinada, describió el posible interrogatorio de Lucien, tanto má s necesario le pareció a Camusot aquel interrogatorio. Tal formalidad no era indispensable, segú n el có digo y las costumbres, pero resultaba imprescindible para la identi icació n del padre Carlos Herrera. En todas las profesiones hay una conciencia profesional. Aun cuando no hubiera sentido ninguna curiosidad, Camusot habría interrogado a Lucien por dignidad de juez, de la misma manera como acababa de interrogar a Jacques Collin, es decir, empleando la astucia que se permite cualquier magistrado, incluso el má s ı́ntegro. El servicio que se le habı́a pedido y su ascenso, para Camusot, se subordinaban al deseo de conocer la verdad, de adivinarla, aunque luego decidiera silenciarla. Repicaba con los dedos en el cristal, abandoná ndose al lujo de sus conjeturas,

porque en tales casos el pensamiento es como un rı́o que recorre mil regiones diversas. Por su amor a la verdad, los magistrados son como mujeres celosas, que se entregan a toda clase de conjeturas y las hurgan con el cuchillo de la sospecha, igual que hacı́an los antiguos sacerdotes al sacri icar las vı́ctimas abrié ndoles las entrañ as; luego se detienen no en la verdad, sino en la probabilidad, y acaban entreviendo la verdad. Las mujeres interrogan a los hombres amados como el juez interroga al criminal. Bajo tal estado de ánimo, cualquier chispa, cualquier palabra, cualquier in lexió n de voz o cualquier duda bastan para apuntar al hecho, a la traició n o al crimen ocultos. —El modo con que acaba de describir su abnegació n hacia su hijo (si se trata de su hijo) me inducirı́a a pensar que estaba en casa de la muchacha para velar por sus intereses; y como no sabı́a que bajo la almohada de la muerta se ocultaba un testamento, debió de coger para su hijo los setecientos cincuenta mil francos, por si acaso... Esta serı́a la razó n de su promesa de hallar la suma. El señ or de Rubempré tiene el doble deber, hacia sı́

mismo y hacia la Justicia, de desvelar cuá l es la identidad de su padre... ¡Y prometerme la protecció n de su orden (¡su orden!) si no interrogo a Lucien!... Se quedó meditando sobre esta idea. Como acaba de verse, un juez instructor dirige un interrogatorio a su voluntad. De é l depende orientarlo hábilmente o no. Un interrogatorio puede no ser nada, y serlo todo. Ahı́ está lo ventajoso del mismo. Camusot tocó la campanilla; el ujier ya habı́a vuelto. Dio la orden de ir a buscar inmediatamente al señ or Lucien de Rubempré , con la recomendació n de que ñ o se comunicara con nadie durante el trayecto. Eran entonces las dos de la tarde. "Hay algú n secreto —dijo el juez para sus adentros —, y este secreto debe ser muy importante. El razonamiento de mi an ibio, que no es ni clé rigo ni seglar, ni presidiario ni españ ol, pero que no quiere que se le escape ninguna palabra comprometedora a su protegido, es el siguiente: "El poeta es dé bil, es

una mujerzuela; no es como yo, que soy el Hé rcules de la diplomacia, ¡y usted le arrancará fá cilmente nuestro secreto!" Pues bien, ¡lo vamos a saber todo gracias al inocente!... Y siguió golpeando el borde de su mesa con su cortaplumas de mar il, mientras que su escribano copiaba la carta de Esther. ¡Qué cosas tan raras ocurren en el ejercicio de nuestras facultades! Camusot suponı́a que cualquier crimen habı́a sido posible, y olvidaba el ú nico que el detenido habı́a cometido: la falsi icació n del testamento a favor de Lucien. Que piensen un poco, los que sienten envidia por la posició n que ocupan los magistrados, en lo que es esta vida que transcurre en continuas sospechas, en esas torturas que los criminales imponen a su espı́ritu, porque las causas civiles no son menos tortuosas que las criminales, y caerá n en la cuenta de que los arneses del cura y los del magistrado son igualmente pesados, igualmente erizados de puntas por dentro. Por otra parte, toda profesión tiene sus cilicios y sus rompecabezas. Hacia las dos, el señ or Camusot vio entrar a Lucien

de Rubempré , pá lido, deshecho, con los ojos enrojecidos e hinchados, en suma, en tal estado de postració n que le fue fá cil comparar la naturaleza con el arte, el moribundo auté ntico con el moribundo de teatro. El trayecto desde la Conserjerı́a hasta el despacho del juez, entre dos gendarmes precedidos por un ujier, llevó a su culminación el desespero de Lucien. Es propio del espı́ritu de los poetas preferir el suplicio antes que un juicio. Al ver a aquella naturaleza enteramente desprovista de ese valor moral caracterı́stico del juez y que acababa de manifestarse tan poderosamente en el otro detenido, el señ or Camusot sintió lá stima por aquella victoria fá cil, este desprecio le permitió asestar golpes decisivos, dejando campo abierto a esa horrible libertad de espı́ritu que distingue al tirador que se dispone a disparar sobre simples muñecos. —Repó ngase, señ or de Rubempré ; está usted en presencia de un magistrado que está ansioso por reparar el dañ o que la justicia hace a veces

involuntariamente procediendo a un arresto preventivo, cuando la acusació n carece de fundamento. Le creo a usted inocente, y va usted a quedar libre inmediatamente. He aquı́ la prueba de su inocencia. Se trata de una carta que guardó su portera en ausencia suya y que acaba de traer aquı́. Debido al nerviosismo que le produjo la comparecencia en su casa de la justicia y la noticia de su detenció n en Fontainebleau, aquella mujer olvidó esta carta, que viene de la señ orita Esther Gobseck... Lea. Lucien cogió la carta, la leyó y estalló en sollozos. Lloró sin poder articular una sola palabra. Despué s de un cuarto de hora, tiempo durante el cual costó mucho a Lucien recobrar sus fuerzas, el escribano le presentó la copia de la carta y le rogó que firmara aquella copia conforme al original, para presentar al primer requerimiento mientras dure la instrucció n del proceso, invitá ndole a cotejar ambos escritos; Lucien, naturalmente, se remitió a la palabra de Camusot en lo que atañe a la fidelidad de la copia. —Caballero —dijo el juez con un aire muy

bondadoso—, nos es sin embargo difı́cil dejarle en libertad sin haber cumplido las formalidades pertinentes y sin haberle hecho algunas preguntas... Le insto a que me conteste casi en calidad de testigo. Creo que a un hombre como usted es casi super luo hacerle observar que el juramento de decir toda la verdad no es só lo, en este caso, una llamada a la conciencia, sino tambié n una necesidad para su interé s propio, ya que su posició n ha sido ambigua durante algunos momentos. La verdad no puede nada contra usted, sea cual sea; en cambio, la mentira le llevarı́a ante los tribunales y me obligarı́a a hacerle regresar a la Conserjerı́a. Si contesta con franqueza a mis preguntas, esta noche podrá acostarse en su casa, y será rehabilitado por la noticia que publicará n los perió dicos, que será del tenor siguiente: "El señ or de Rubempré , detenido ayer en Fontainebleau, ha sido inmediatamente liberado tras un interrogatorio muy breve." Esta alocució n produjo una fuerte impresió n sobre Lucien, y advirtiendo las disposiciones de su interrogado, el juez añadió:

—Se lo repito, recaı́a sobre usted la sospecha de complicidad en un asesinato por envenenamiento, el de la señ orita Esther; ahora tenemos la prueba de su suicidio, y ya está todo dicho; pero ha desaparecido una suma de setecientos cincuenta mil francos que forma parte de la herencia, y usted es heredero; ahı́ sı́ que hay, por desgracia, un crimen. Este crimen se perpetró antes de que se descubriera el testamento. Pues bien, la justicia tiene razones para creer que una persona que le quiere a usted tanto como pudiera quererle esta señ orita Esther, se ha permitido este crimen en provecho de usted... No me interrumpa —dijo Camusot, imponiendo silencio con un gesto a Lucien, que hizo ademá n de intervenir—, todavı́a no le estoy interrogando. Quiero hacerle comprender la medida en que su honor está interesado en este asunto. Abandone usted el pundonor falso y despreciable que une a dos cómplices y dígame toda la verdad. Ya se habrá observado la exagerada desproporción de armas en toda lucha que enfrente a un preso preventivo con un juez de instrucció n. Es cierto que

la negació n, empleada con habilidad, tiene en favor suyo el cará cter absoluto de su formulació n, y basta para la defensa del criminal; pero en cierto modo es una especie de panoplia que se vuelve aplastante en cuanto el estilete del interrogatorio penetra por alguna grieta. En cuanto la denegació n se muestra insu iciente r«ite a cierto hechos evidentes, el detenido se ve completamente a merced del juez. Supó ngase ahora el caso de un semicriminal, como Lucien, que, salvado de un primer naufragio de su virtud, podrı́a enmendarse y hacerse ú til para su paı́s; pues bien, un ser ası́ ha de sucumbir en las emboscadas de la instrucció n. El juez redacta un atestado muy seco, un iel aná lisis de las preguntas y respuestas; pero de sus discursos insidiosamente paternalistas y de sus capciosas amonestaciones del tipo de la citada anteriormente, no queda nada. Los jueces de la jurisdicció n superiores y los jurados vé n los resultados sin conocer los medios. Por esta razó n, segú n ciertos buenos espı́ritus, el jurado serı́a el instrumento adecuado, como en Inglaterra, para proceder a la instrucció n. Francia gozó de este sistema durante algú n tiempo. Bajo el có digo de Brumario del añ o IV, esta institució n se llamaba

jurado de acusació n, por contraposició n al jurado de sentencia. En cuanto al proceso de initivo, si se volviera a los jurados de acusació n, deberı́a ser atribuido a los tribunales reales, sin el concurso de los jurados. —Ahora —dijo Camusot tras una pausa—, ¿có mo se llama usted? Señ or Coquart, ponga usted atención... —dijo al escribano. —Lucien Chardon, de Rubempré. —¿Nació? —En Angulema... Lucien indicó el día, el mes y el año. —¿No tuvo usted patrimonio? —No. —Sin embargo, durante una primera estancia suya en Parı́s, hizo usted unos gastos considerables si los comparamos con su escasa fortuna...

—Sı́, señ or; pero en aquella é poca hallé en la señ orita Coralie una amiga muy abnegada que tuve la desgracia de perder. Fue la tristeza producida por su muerte lo que me hizo regresar a mi tierra. —Bien, caballero —dijo Camusot—. Le felicito por su franqueza, es algo que se tendrá en cuenta. Lucien avanzaba, como se está viendo, por la senda de una confesión general. —Tuvo usted gastos aú n má s importantes a su regreso de Angulema a Parı́s —prosiguió Camusot —; ha estado usted viviendo como una persona provista de una renta de cerca de sesenta mil francos. —Sí, señor... —¿Quién le proporcionaba este dinero? —Mi protector, el padre Carlos Herrera. —¿Dónde le conoció usted? —Me lo encontré en la carretera general, en el

momento en que iba a quitarme la vida... —¿No habı́a oido jamá s hablar de é l en el seno de su familia, a su madre?... —Nunca. —¿Le habló su madre alguna vez de que hubiera conocido a algún español? —Nunca. —¿Puede usted recordar el mes y el añ o en que empezó a relacionarse con la señorita Esther? —Hacia inales de 1823, en un pequeñ o teatro del bulevar. —¿Le costó algún dinero al principio? —Sí, señor. —Últimamente, movido por el deseo de casarse con la señ orita de Grandlieu, se compró usted los restos del castillo de Rubempré , añ adié ndoles tierras por valor de un milló n; dijo usted a la familia Grandlieu

que su hermana y su cuñ ado acababan de cobrar una importante herencia y que usted debı́a aquellas cantidades a su generosidad... Eso fue lo que le dijo usted a la familia Grandlieu, ¿no es verdad? —Sí, señor. ¿Ignora usted el motivo de la cancelació n de su matrimonio? Lo ignoro por completo. Pues escú cheme. La familia de Grandlieu mandó a casa oe su cuñ ado a uno de los procuradores má s respetables de París para recoger informaciones. En Angulema este procurador, segú n propia confesió n de su hermana y de su cuñ ado, 5 enteró no só lo de que le habı́an prestado a usted una candad muy pequeñ a, sino tambié n de que su herencia, aunque incluı́a bienes inmobiliarios de cierta importancia, apenas se elevaba a doscientos mil francos en dinero lı́quido... No debe usted considerar extrañ o que una familia como la de Grandlieu retroceda ante una fortuna cuyos orı́genes no logran justi icarse... Ya ve usted, caballero, adonde le ha

llevado una mentira... Lucien quedó helado ante esta revelació n, y la escasa presencia de á nimo que le quedaba le abandonó. —La policı́a y la justicia se enteran de todo lo que quieren —dijo Camusot—, medite bien esto. Ahora —añ adió , pensando en que Jacques Collin se habı́a hecho pasar por sui padre—, ¿sabe usted quié n es ese supuesto Carlos Herrera?? —Sí señor, pero lo supe demasiado tarde... —¿Cómo, demasiado tarde? ¡Expliqúese usted! —No es un sacerdote, ni un español; es... —Un presidiario prontamente.

evadido

—dijo

el

juez

—Sı́ —respondió Lucien—: Cuando me enteré del horrible secreto, me tenı́a cogido con muchas deudas y obligaciones; creı́a habé rmelas con un respetable clérigo...

—Jacques Collin... —dijo el juez, iniciando una frase. —Sı́, Jacques Collin —repitió Lucien—, é se es su nombre. —Bien. Jacques Collin ha sido identi icado hace poco por un testigo —repuso el señ or Camusot—; y si sigue negando su identidad, lo hace, segú n creo, en interé s de usted. Per le preguntaba si sabı́a quié n es este hombre con objeto d determinar otra impostura de Jacques Collin. Lucien sintió como si le introdujeran un hierro al rojo en las entrañ as al oı́r la terrible observació n del juez. —¿Ignora usted —prosiguió diciendo el juez— que pretende ser su padre para justi icar el extraordinario afecto del que usted es objeto por su parte? —¡Él, mi padre!... ¡Oh, caballero!... ¡eso ha dicho! —¿Sospecha usted de dó nde provenı́an las sumas que le entregaba a usted? Porque, si hay que dar

cré dito a la carta, que ahora tiene entre las manos, la señ orita Esther, esa pobre muchacha, le habrı́a hecho a usted los mismos favores que antes la señ orita Coralie; pero, como acaba usted mismo de decir, ha estado viviendo varios añ os, y viviendo muy espléndidamente, sin recibir nada de ella. —¡Es a usted, caballero, a quien tengo que preguntar! —exclamó Lucien— de dó nde sacan el dinero los presidiarios... ¡Un Jacques Collin mi padre!... ¡Oh, mi pobre madre!... Y estalló en sollozos. Escribano, dé usted lectura al detenido de la parte del interrogatorio del supuesto Carlos Herrera en la que declara ser el padre de Lucien de Rubempré... El poeta escuchó la lectura con un silencio y una compostura que le daban un aspecto lastimoso. —¡Estoy perdido! —exclamó. —Nadie se pierde por el camino del honor y de la verdad —dijo el juez.

—¿Mandará usted a Jacques Collin ante la sala de lo criminal? —preguntó Lucien. —Por supuesto —respondió Camusot, que querı́a seguir haciendo hablar a Lucien—. Acabe de exponer lo que piensa. Pero pese a los esfuerzos y a las amonestaciones del juez, Lucien no respondió nada má s. La re lexió n le llegó demasiado tarde, como a todos los hombres que son esclavos de las sensaciones. En eso radica la diferencia entre el poeta y el hombre de acció n: el primero se abandona al sentimiento para reproducirlo en imá genes intensas, y no re lexiona hasta el inal, mientras que el otro siente y re lexiona a la vez. Lucien quedó sombrı́o y pá lido; se veı́a a sı́ mismo en el fondo del precipicio al que le habı́a hecho caer el juez instructor, por cuyo aspecto bonachó n é l, el poeta, se habı́a dejado engañ ar. Acababa de traicionar no a su bienhechor, si no a su có mplice, el cual, por su parte, habı́a defendido la posició n de ambos con un valor de león y con la habilidad de un hombre entero. Lo que Jacques Collin habı́a salvado con su audacia, el

ingenioso Lucien lo habı́a echado a perder con su falta de inteligencia y de re lexió n. Aquella infame mentira que le servı́a para justi icarse de una verdad aú n má s infame. Lucien parecı́a un animal en el matadero: estaba confundido por la sutileza del juez, asustado por su cruel habilidad y por la rapidez de los golpes que le habı́a asestado valié ndose de los pecados de su vida a modo de gar ios para hurgarle la conciencia. Era libre e inocente al entrar en aquel despacho, y en unos instantes se veı́a convertido en criminal por sus propias confesiones. Por ú ltimo, y para mayor escarnio, el juez, frı́o y tranquilo, hacı́a notar a Lucien que sus revelaciones eran el fruto de un equı́voco. Camusot pensaba en la calidad de padre que se habı́a arrogado Jacques Collin, mientras que Lucien, llevado enteramente por el temor de que se hiciera pú blica su alianza con un presidiario evadido, habı́a repetido la cé lebre inadvertencia de los asesinos de Ibico. Una de las glorias de RoyerCollard es haber proclamado el triunfo ininterrumpido de los sentimientos naturales por encima de los sentimientos impuestos, haber sostenido la causa de la anterioridad de los

juramentos pretendiendo que la ley de la hospitalidad, por ejemplo, debı́a obligar hasta el punto de anular la virtud del juramento judicial. Proclamó esta teorı́a a la faz del mundo, ante la tribuna francesa; elogió valientemente a los conspiradores, demostró que era humano obedecer antes a la amistad que a unas leyes tiránicas sacadas de un arsenal social a propó sito para tal o cual circunstancia. En de initiva, el Derecho natural tiene unas leyes que jamá s han sido promulgadas y que son má s e icaces y mejor conocidas que las que la Sociedad promulga. Lucien acababa de ignorar, y en perjuicio suyo, la ley de solidaridad que le obligaba a callarse y a dejar que Jacques Collin se defendiera; y aú n peor: le habı́a añ atlido otros cargos. En interé s suyo propio, aquel hombre tenı́a que ser siempre para él Carlos Herrera. El señ or Camusot saboreaba su triunfo: tenı́a a dos culpables; había abatido, con la mano de la justicia, a uno de los favoritos de la moda, y habı́a encontrado al inasible Jacques Collin. Iban a proclamarle uno de los jueces de instrucció n má s há biles. Habı́a dejado trnnqiilo a su interrogado; pero examinaba aquel

silencio consrsrnndo. veı́a como las gotas de sudor iban aumentando de Voltfmen sobre su cara descompuesta hasta caer por ú ltimo confundidas con dos hilillos de lágrimas. —¿Por qué llorar, señ or de Rubernpré ? Como ya le he dicho, es usted el heredero de la señ orita Esther, que no tiene herederos, ni colaterales ni director, y su herencia se eleva a cerca de ocho millones, si se logra encontrar los setecientos cincuenta mil francos desaparecidos. Aqué l fue el ú ltimo golpe para el culpable. Bastaba con haber mantenido diez minutos de firmeza, como se lo aconsejaba Jacques Collin en su nota, y Lucien habrı́a alcanzado la meta de todos sus deseos. Entonces habrı́a saldado sus deudas con Jacques Collin, se habrı́a separado de é l y, una vez rico, se habrı́a casado con la señ orita de Grandlieu. No hay nada que demuestre con tanta elocuencia como esta escena el poder de que están provistos los jueces de instrucció n gracias al aislamiento o a la separació n de los presos preventivos, y el enorme valor que puede tener una comunicació n como la que Asia

habia hecho llegar a Jacques Collin. —¡Ah, caballero! —respondió Lucien con la amargura y la ironı́a del hombre que se yergue sobre el pedestal de su desgracia ya inevitable, haciendo de necesidad virtud—. ¡qué justo es decir, como se dice en el lenguaje de ustedes, sufrir un interrogatorio!... Entre la tortura fı́sica de antañ o y la tortura moral de hoy, no tendrı́a ninguna duda por lo que a mı́ respecta; preferirı́a los sufrimientos que infligían antes los verdugos. ¿Qué más quiere de mı́? —añ adió altivamente. —Aquı́, caballero —dijo el magistrado, ponié ndose socarró n y arrogante como ré plica a la altanerı́a del poeta—, yo soy el único que tiene derecho a hacer preguntas. —Y yo tenı́a el derecho de no contestar —dijo murmurando el pobre Lucien, que habı́a recuperado su inteligencia con toda nitidez. —Escribano, lea al detenido su interrogatorio... "¡Vuelvo a ser un detenido!", pensó Lucien. Mientras el empleado leı́a, Lucien tomó una decisió n que le obligaba a tratar consideradamente al señ or

Camusot. Cuando terminó el murmullo de la voz de Coquart, el poeta se estremeció sorprendido por el silencio, como ocurre cuando uno se duerme en medio de un ruido al que los sentidos se acostumbran y que, al cesar, interrumpe el sueño. —Tiene que irmar el atestado de su interrogatorio —dijo el juez. —¿Y me deja usted en libertad? —preguntó Lucien, con ironía también. —Todavı́a no —respondió Camusot—; pero mañ ana, despué s de IU careo con Jacques Collin, seguramente quedará usted en libertad. La Justicia ha de saber ahora si es o no es usted có mplice de los crı́menes que puede haber cometido este individuo despué s de su fuga, que tuvo lugar en 1820. Sin embargo, deja de estar incomunicado.-Voy a escribir al director para que le ponga en la mejor habitació n de la Pistola. —¿Encontraré allı́ todo lo que hace falta para escribir?... —Le proporcionará n todo cuanto pida, haré dar la orden por el ujier que le acompañará.

Lucien irmó maquinalmente el atestado y rubricó todas las llamadas, obedeciendo las indicaciones de Coquart con la dulzura de una vı́ctima resignada. Un ú nico detalle describe mejor el estado en que se hallaba que el má s minucioso de los retratos. El anuncio de su careo con Jacques Collin había secado las gotitas de sudor que bañ aban su rostro, y sus ojos secos brillaban con un destello insoportable. En un instante, con la rapidez del rayo, se convirtió en lo que era Jacques Collin, en un hombre de bronce. En las personas del cará cter de Lucien, y que Jacques Collin habı́a analizado tan a fondo, estas transiciones sú bitas desde un estado de completa desmoralizació n a un estado casi metá lico, debido a la tensió n de todas sus fuerzas, son los fenó menos má s vibrantes de la vida de las ideas. La voluntad reaparece, como el agua de un manantial que hubiera desaparecido; se infunde en el aparato que se halla dispuesto para el funcionamiento de su ignota substancia constitutiva; y entonces el cadá ver se hace hombre, y el hombre se lanza lleno de energía a realizar luchas decisivas.

Lucien guardó en su pecho la carta de Esther con el retrato que le habı́a mandado. Luego saludó desdeñ osamente al señ or Camusot, y caminó con paso firme por los pasillos entre dos gendarmes. —¡Vaya sinvergü enza! —dijo el juez a su escribano, para vengarse del aplastante desprecio que el poeta acababa de mostrar hacia é l—. Ha creı́do que se salvaría entregando a su cómplice. —De los dos —dijo tı́midamente Coquart—, el presidiario es el que tiene más agallas... —Le dejo en libertad por hoy, Coquart —dijo el juez—. Con eso basta. Diga a la gente que espera que pueden marcharse y que vuelvan mañ ana. ¡Ah!, y vaya en seguida a ver si el señ or procurador general está todavı́a en su despacho; si está , pı́dale una breve audiencia para mı́. ¡Oh, aú n estará ! — añ adió tras haber echado una ojeada a un horrible reloj de madera pintado de verde con ribetes dorados—. Son las tres y cuarto. Estos interrogatorios, pese a que se leen con tanta

rapidez una vez registrados por escrito las preguntas y las respuestas, ocupan un tiempo enorme. Esta es una de las causas de la lentitud de las instrucciones criminales y de la duració n de las detenciones preventivas. Para los pequeñ os es la ruina, y para los ricos es una vergü enza; para todos una liberació n inmediata compensa —en la medida en que puede ser compensado— el perjuicio que supone un arresto. Esta es la razó n por la que las dos escenas que se acaban de reproducir ielmente habı́an durado el mismo tiempo que Asia habı́a necesitado para descifrar las ó rdenes de su amo, para hacer salir a una duquesa de su tocador y para infundir ánimos a la señora de Sérizy. En aquellos momentos Camusot, que querı́a sacar partido de su habilidad, cogió los dos interrogatorios, los releyó y se propuso enseñ arlos al procurador general y pedirle su opinió n. Mientras estaba deliberando de esta manera, volvió el ujier para decirle que un criado de la señ ora condesa de Sé rizy querı́a hablar urgentemente con é l. A una señ al de Camusot, un ayuda de cá mara que iba vestido como un señ or, entró , miró uno tras

otro al ujier y al magistrado, y dijo: —¿Es al señor Camusot a quien tengo el honor...? —Sí —contestaron el juez y el ujier. Camusot tomó una.carta que le entregó el criado, y leyó lo siguiente: "A causa de muchos intereses que puede usted comprender, apreciado Camusot, no interrogue usted al señ or de Rubempré ; tenemos pruebas de su inocencia para que sea liberado inmediatamente. "D. de Maufrigneuse, L. de Sé risy. "P.S. Destruya esta carta." Camusot comprendió que habı́a cometido un grave error tendiendo aquellas trampas a Lucien, y empezó á obedecer a las dos grandes damas. Encendió una vela y destruyó la carta escrita por la duquesa. El criado saludó respetuosamente. —¿Viene entonces la señora de Sérizy? —preguntó. —Estaban enganchando el coche —contestó el

criado. En aquel mismo instante, llegó Coquart y dijo al señ or Camusot que el procurador general le esperaba. Sintiendo el peso del error que habı́a cometido en detrimento de su interé s personal y en provecho de la justicia, el juez, en quien siete añ os de prá ctica habı́an desarrollado la sutilidad que poseen los hombres de leyes que han tenido que habé rselas con grisetas en el curso de su ejercicio, quiso proveerse de armas contra el resentimiento de las dos grandes damas. La vela con la que habı́a quemado la carta estaba todavı́a encendida, y se sirvió de ella para precintar las treinta cartas de la duquesa de Maufrigneuse a Lucien, ası́ como la correspondencia bastante voluminosa de la señ ora de Sé rizy. Luego se personó en el despacho del procurador general. El Palacio de Justicia es un amasijo confuso de construcciones superpuestas las unas sobre las otras, algunas de ellas grandiosas, otras en cambio

mezquinas, y que se perjudican entre sı́ por falta de unidad. La sala de los Pasos Perdidos es la mayor de las salas conocidas, pero su desnudez produce horror y ofrece un espectá culo deprimente. Esta enorme catedral de los pleitos aplasta bajo su enormidad el patio real. Por ú ltimo, la galerı́a comercial lleva a dos cloacas. En esta galerı́a puede verse una escalera de doble rampa, un poco mayor que la de la policı́a correccional, y bajo la que se abre una gran puerta de dos batientes. La escalera conduce a la sala de lo criminal, y la puerta inferior a una segunda sala de lo criminal. Ha habido momentos en que los crı́menes cometidos en el departamento del Sena han exigido dos sesiones. Por esta parte es donde se hallan la iscalı́a del procurador general, la sala de los abogados, su biblioteca, los despachos de los abogados generales y los de los sustitutos del procurador general. Todos estos locales, ya que hay que emplear algú n té rmino gené rico, está n unidos por pequeñ as escaleras de caracol y por sombrı́os pasillos que son la vergü enza de la arquitectura, de la ciudad de París y de toda Francia. En sus interiores, la primera de nuestras sedes de la justicia soberana supera a

las cá rceles en fealdad. El escritor costumbrista se inhibirı́a ante la necesidad de describir el repugnante pasillo de un metro de ancho en el que permanecen los testigos, en la sala de lo criminal de arriba. En cuanto a la estufa que sirve para calentar la sala de sesiones, deshonrarı́a incluso a cualquier café del bulevar Montparnasse. El despacho del procurador general está situado en un pabelló n octogonal que lanquea el cuerpo de la galerı́a comercial, es de construcció n reciente, en relació n a la antigü edad del palacio, y ocupa una parte del terreno del patio correspondiente al sector de mujeres. Toda esta parte del Palacio de Justicia está a la sombra de las altas y magnı́ icas construcciones de la Sainte-Chapelle. Por esta razó n es sombría y silenciosa. El señ or de Grandville, digno sucesor de los grandes magistrados del antiguo Parlamento, no habı́a querido abandonar el Palacio sin resolver el asunto de Lucien. Esperaba noticias de Camusot, y el mensaje del juez le sumió en esa especie de ensoñ ació n involuntaria que la espera provoca

incluso en los espı́ritus má s irmes. Estaba sentado en el hueco de la ventana de su gabinete; se levantó y se puso a andar de un extremo a otro de la habitació n, porque estaba preocupado; sentı́a una inquietud inconcreta, debido a su intencionado encuentro de la mañ ana con Camusot, que se habı́a mostrado muy poco comprensivo. He aquı́ el motivo de su inquietud: por una parte, la dignidad de sus funciones le impedı́a atentar a la independencia absoluta del magistrado inferior, mientras que por otra parte en aquel proceso estaba en juego el honor y la consideració n de su mejor amigo, uno de sus má s entrañ ables protectores, el conde de Sé rizy, ministro de Estado, miembro del consejo privado, vicepresidente del Consejo de Estado y futuro canciller de Francia en caso de defunció n del noble anciano que desempeñ aba tan augusta funció n. El señ or de Sé rizy tenia la desgracia de adorar a su esposa, a la que, pese a todo, cubrı́a siempre con su protecció n. Y el procurador general sabı́a muy bien el horrible escá ndalo que en los ambientes mundanos y en la corte iba a provocar la culpabilidad de un hombre cuyo nombre habı́a sido tantas veces relacionado maliciosamente con de la

condesa. "¡Ah! —se decı́a a sı́ mismo, cruzá ndose de brazos —, el poder real tenı́a en otros tiempos el recurso de las avocaciones... Nuestra manı́a de igualdad será la muerte de este mundo de hoy..." Aquel digno magistrado conocı́a el atractivo y las desgracias de las uniones ilı́citas. Como ya se vio, Esther y Lucien habı́an ocupado la casa donde el conde de Grandville habı́a vivido maritalmente y en secreto con la señ orita de Bellefeuille, y de donde un dı́a se habı́a marchado, raptada por un miserable. (Vé ase Una doble familia, ESCENAS DE LA VIDA PRIVADA.) En el mismo instante en que el procurador general pensaba: "¡Camusot habrá hecho alguna tonterı́a!", el juez de instrucció n llamó a la puerta de su despacho. —¡Qué hay, mi querido Camusot! ¿Có mo va el asunto del que le hablaba esta mañana? —Mal, señ or conde; lea y juzgue usted mismo.

Entregó los dos atestados de los interrogatorios al señ or de Grandville, que cogió sus lentes y se fue a leer al hueco de la ventana. Hizo una lectura rápida. —Ha cumplido usted su deber —dijo el procurador general con voz emocionada—. Todo está dicho, la Justicia seguirá su curso... Ha dado pruebas de demasiada habilidad para que se prescinda de un juez de instrucción como usted... Si el señ or de Grandville hubiera dicho a Camusot: "¡Seguirá usted siendo durante toda su vida juez de instrucció n!...", no habrı́a sido má s explı́cito que con esta frase de cumplido. Camusot se sintió recorrido por un escalofrío. —La señ ora duquesa de Maufrigneuse, a quien debo mucho, me había rogado... —¡Ah, la duquesa de Maufrigneuse! —dijo Grandville, interrumpiendo al juez—. Es verdad, es la amiga de la señ ora de Sé rizy. Ya veo que no ha cedido usted a ninguna in luencia. Ha hecho muy bien, caballero, será usted un gran magistrado...

En aquel momento el conde Octave de Bauvan abrió sin llamar y dijo al conde de Grandville: —Amigo mı́o, aquı́ te traigo a una hermosa mujer que ya no sabı́a adonde dirigirse, que se habı́a extraviado en vuestro laberinto... El conde Octave daba la mano a la condesa de Sé rizy, que llevaba un cuarto de hora dando vueltas por el Palacio de Justicia. —¡Usted aquı́, señ ora! —exclamó el procurador general, ofrecié ndole su propio silló n—. ¡En qué momento ha venido!... He aquı́ al señ or Camusot, señ ora —continuó , señ alando al juez—. Bauvan — añ adió , dirigié ndose al ilustre orador ministerial de la Restauració n—, espé reme en el despacho del primer presidente, todavı́a estará allı́; voy en seguida. El conde Octave de Bauvan comprendió no só lo que sobraba, sino que el procurador general querı́a tener alguna justi icació n para abandonar su gabinete.

La señ ora de Sé rizy no habı́a cometido el error de ir al palacio en su magnı́ ica berlina forrada de azul y con blasones, con su cochero uniformado y sus dos lacayos con calza corta y medias de seda blanca. En el momento de la salida, Asia habı́a hecho comprender a las dos damas que debı́an tomar el coche de punto en el que ella y la duquesa habı́an venido; tambié n habı́a obligado a la amante de Lucien a ponerse aquellas ropas que llevaba y que, para las mujeres, es como lo que el manto color pared era antañ o para los hombres. La condesa llevaba una levita parda, un viejo chal negro y un sombrero de terciopelo, cuyas lores habı́an sido quitadas y sustituidas por un velo de encaje negro muy tupido. —Ha recibido usted nuestra carta... —dijo a Camusot, cuyo atontamiento consideró una prueba de respeto admirativo. — Demasiado tarde, por desgracia, señ ora condesa —respondió el juez, que só lo tenı́a tacto y presencia de espı́ritu en su gabinete y frente a sus interrogados.

—¿Cómo, demasiado tarde?... Miró al señ or de Grandville y vio como en su rostro se mostraba la consternación. —No puede ser, no debe ser aú n demasiado tarde —añadió con un tono despótico. Las mujeres, las mujeres hermosas y presuntuosas como la señ ora de Sé rizy, son los niñ os mimados de la civilizació n francesa. Si las mujeres de los demá s paı́ses supieran lo que es en Parı́s una mujer al dı́a, con riquezas y blasones, querrı́an todas venir a gozar de esta magnı́ ica majestad. Las mujeres, sometidas ú nicamente a los lazos de su bien parecer, a esa serie de leyes pequeñ as, mencionadas ya muchas veces a lo largo de la COMEDIA HUMANA, a saber, el có digo Hembra, se burlan de las leyes que han hecho los hombres. Lo dicen todo, y no retroceden ante ninguna falta, ante ninguna tonterı́a; porque todas «Has han comprendido admirablemente que no son responsables de nada en la vida, salvo de su honor femenino y de sus hijos. Dicen riendo las mayores

enormidades. A propósito de cualquier cosa, repiten esa misma frase que dijo a su marido la bonita señ ora de Bauvan en los primeros tiempos de su matrimonio, un dı́a que fue a buscarle al Palacio: "¡Acaba de juzgar de prisa y ven conmigo!" —Señ ora —dijo el procurador general—, el señ or Lucien de Rubempré no es culpable de robo ni de envenenamiento; pero el señ or Camusot le ha hecho confesar un crimen mayor que éstos... —¿Cuál? —preguntó ella. —Ha reconocido —le dijo al oı́do el procurador general— ser amigo y discı́pulo de un presidiario fugado. El padre Carlos Herrera, ese españ ol que vivı́a con é l desde hace aproximadamente siete años, parece ser nuestro famoso Jac-ques Collin... La señora de Sérizy parecía encajar las palabras del magistrado como si cada una de ellas fuera un golpe con una barra de hierro; pero este famoso nombre fue el golpe de gracia. —¿Y la conclusió n de todo eso?... —dijo con voz

desfalleciente.

—Es que el presidiario irá a la sala de lo criminal — repuso el señ or de Grandville, enlazando con la frase de la duquesa y hablando en voz baja—, y que si Lucien no comparece al lado suyo como bene iciario consciente de los crı́menes de este hombre, tendrá por lo menos que comparecer como testigo gravemente comprometido... —¡Ah, eso jamá s!... —exclamó la mujer, muy alto y con una irmeza increı́ble—. Por lo que a mı́ respecta, no dudarı́a entre la muerte y la perspectiva de ver a un hombre de quien todo el mundo sabı́a que era mi mejor amigo, proclamado judicialmente có mplice de un presidiario... El rey quiere mucho a mi marido. —Señ ora —dijo con una sonrisa y en voz alta el procurador general—, el rey no tiene el menor poder sobre el má s insigni icante de los jueces de instrucció n del reino, ni sobre los debates de una

audiencia. Ahı́ radica la grandeza de nues tras instituciones. Yo mismo acabo de felicitar al señ or Camusot por su habilidad... —Por su torpeza —replicó vivamente la condesa, que se preocupaba mucho menos del trato de Lucien con un bandido que de su unión con Esther. —Si leyera usted los interrogatorios en los que el señ or Camusot ha sometido a los dos detenidos, podría ver que todo depende de él... Despué s de esta frase, la ú nica que el procurador general podı́a permitirse, y tras lanzar una mirada de una agudeza femenina o, si se quiere, judicial, se dirigió hacia la puerta de su despacho. Al llegar al umbral, añadió, volviéndose: —Perdó neme, señ ora, tengo algo que decirle a Bauvan... Esto, en el lenguaje mundano, signi icaba para la condesa: "No quiero ser testigo de lo que va a ocurrir entre usted y Camusot."

—¿Qué es eso de los interrogatorios? —dijo entonces Lé ontine, con dulzura, a Camusot, que habı́a quedado muy avergonzado ante la esposa de uno de los personajes más importantes del Estado. —Señ ora —contestó Camusot—, un escribano consigna por escrito las preguntas del juez y las respuestas de los detenidos, y el atestado es irmado por el escribano, el juez y los detenidos. Estos atestados constituyen los elementos del sumario, y determinan el procesamiento y la comparecencia de los acusados ante la sala de lo criminal. —¿Y si se suprimen estos interrogatorios? — repuso "la condesa. —¡Ah, señ ora! Seria un crimen que ningú n magistrado puede cometer, un crimen social. —Es un crimen mucho mayor contra mı́ el haberlos escrito; pero en estos momentos son la ú nica prueba contra Lucien. Veamos, lé ame su interrogatorio para ver si queda alguna manera de salvarnos a todos. Dios mı́o, no se trata ú nicamente

de mı́, yo me darı́a muerte frı́amente a mı́ misma; se trata también de la felicidad del señor de Sérizy. —Señ ora —dijo Camusot—, no crea que haya olvidado las atenciones que le debı́a. Si el señ or Popinot hubiera sido el encargado de esta instrucció n, habrı́a sido usted má s infeliz de lo que es conmigo; no habrı́a venido a consultar al procurador general. No se sabrı́a nada. Fı́jese, señ ora, lo han cogido todo de casa del señ or Lucien, incluso sus cartas... —¡Oh, mis cartas! —Ahi están, precintadas... —dijo el magistrado. La condesa, turbada, tocó la campanilla como si hubiera estado en su casa, y entró el mozo de oficina del procurador general. —¡Luz! —dijo ella. El mozo encendió una vela y la puso sobre la chimenea, mientras la condesa reconocı́a sus cartas, las contaba, las arrugaba y las iba tirando a la

chimenea. A continuació n, la condesa prendió fuego a aquel montó n de papeles sirvié ndose de la ú ltima carta, arrollada, a modo de antorcha. Camusot miraba có mo ardı́an los papeles con un aire bastante torpe, con ambos atestados en la mano. La condesa, que parecı́a ocupada ú nicamente en destruir las pruebas de su amor, observaba al juez con el rabillo del ojo. Midió el tiempo, calculó sus movimientos y, con una agilidad felina, le arrebató los dos atestados y los echó al fuego; Camusot los recuperó , la condesa se abalanzó sobre el juez y recuperó los papeles en llamas. Siguió una lucha durante la cual Camusot gritaba: —¡Señ ora, señ ora! Está usted atentando contra la... ¡Señora...! Un hombre se abalanzó en el despacho, y la condesa no pudo contener una exclamació n al reconocer al conde de Sé rizy, seguido por los señ ores de Grandville y de Bauvan. Sin embargo, Lé ontine, que querı́a salvar a Lucien a cualquier precio, no soltaba los terribles papeles sellados que tenı́a cogidos como con tenazas, aunque la llama

hubiera producido ya algunas quemaduras en su delicada piel. Finalmente Camusot, cuyos dedos habı́an sido afectados tambié n por el fuego, pareció avergonzarse de la situació n y soltó los papeles; no quedaba má s que la parte que habı́a quedado aprisionada en las manos de ambos luchadores, ú nica parte que el fuego no habı́a podido consumir. La escena habı́a durado menos tiempo que el necesario para leer su relato. —¿Qué es lo que ha provocado esta lucha entre usted y la señ ora de Sé rizy? —preguntó el ministro de Estado a Camusot. Antes de que el juez contestara, la condesa fue a prender fuego a los papeles y los echó sobre los fragmentos de sus cartas que el fuego no habı́a consumido todavía. —Tendré que presentar una denuncia contra la señora condesa —dijo Camusot. —¿Qué ha hecho, pues? —preguntó el procurador general, mirando alternativamente a la condesa y al juez.

—He quemado los interrogatorios —contestó riendo la mujer al dı́a, que estaba tan satisfecha de su hazañ a que ni siquiera sentı́a sus quemaduras—. Si es un crimen, ¡qué le vamos a hacer! Que el caballero vuelva a empezar con sus garabatos. —Es la verdad —repuso Camusot, tratando de recuperar su dignidad. —Muy bien, todo va perfecto —dijo el procurador general—. Pero mi querida condesa, no hay que tomarse demasiadas veces tales libertades con la magistratura; podrı́a llegar a ser necesario olvidar quien es usted. —El señ or Camusot resistı́a valientemente a una mujer a la que no hay nada que resista; ¡el honor de la toga está a salvo! —dijo riendo el conde de Bauvan. —¡Caramba! ¿Resistı́a el señ or Camusot?... —dijo riendo el procurador general—; tiene mucho valor, yo no me atrevería a resistir a la condesa. En aquel momento el grave atentado se convirtió

en la roma de una mujer bonita, de la que el propio Camusot se reía. El procurador general vio entonces a un hombre que no reı́a. Asustado con razó n por la actitud y la isonomı́a del conde de Sé rizy, el señ or de Grandville le cogió aparte. —Amigo mı́o —le dijo al oı́do—, tu dolor me decide a transigir por primera y ú nica vez en mi vida con mis deberes. El magistrado tocó la campanilla y acudió su mozo de oficina. —Diga al señ or de Chargeboeuf que venga a verme. El señ or de Chargeboeuf, abogado joven en perı́odo de pruebas, era el secretario del procurador general. —Mı́ querido amigo —dijo el procurador general, llevando a Camusot hacia el hueco de la ventana—, vayase a su despacho y vuelva a redactar con un

escribano el interrogatorio del padre Carlos Herrera, que, por no haber sido irmado por é l, puede repetirse sin ningú n inconveniente. Mañ ana puede usted carear a este diplomá tico españ ol con los señ ores de Rastignac y Bianchon, que no reconocerá n en su persona a nuestro Jacques Collin. Al estar seguro de ser puesto en libertad, irmará los interrogatorios. En cuanto a Lucien de Rubempré , dé jele en libertad esta noche misma, porque no es é l quien va a hablar de un interrogatorio cuyo atestado ha sido suprimido... La Gaceta de los Tribunales anunciará mañ ana la inmediata liberació n del joven. Veamos si la justicia resulta afectada por tales medidas. Si el españ ol es el presidiario, tenemos mil maneras de volverle a detener y de procesarle, puesto que vamos a investigar por vı́a diplomá tica su conducta en Españ a; Corentin, el jefe de la contrapolicı́a, nos lo vigilará , no le quitaremos el ojo de encima; de modo que trá telo bien, nada de incomunicació n, há gale pasar la noche en la Pistola. ¿Acaso podemos matar al conde y a la condesa de Sé rizy y a Lucien por un robo de setecientos cincuenta mil francos que aú n es hipoté tico y que, por otra parte, se ha cometido

en perjuicio de Lucien? ¿No vale má s dejar que pierda esta suma que echar a perder su reputació n...? Este joven es una manzana macada, no haga usted que se pudra... Todo esto es cuestió n de media hora. Vaya, le esperamos. Son las tres y media, aú n encontrará usted jueces, avı́seme si puede tener un juicio de sobreseimiento en regla... En caso contrario, Lucien esperará hasta mañ ana por la mañana. Camusot salió tras haber saludado; pero la señ ora de Sérizy, que sentía entonces intensamente el dolor de las quemaduras, no le devolvió el saludo. El señ or de Sé rizy, que habı́a salido precipitamente del despacho mientras el procurador general estaba hablando con el juez, regresó entonces con un pequeñ o tarro de cera virgen y untó con ella las manos de su esposa, diciéndole al oído: —Lé ontine, ¿por qué haber venido aquı́ sin avisarme? —¡Pobre querido! —le contestó ella al oı́do—. Perdó name, parezco una loca; pero se trataba tanto

de ti como de mí. —Admito que ames a ese joven, si la fatalidad ası́ lo dispone; pero no mani iestes tan abiertamente tu pasió n ante todo el mundo —contestó el pobre marido. —Vamos, querida condesa —dijo el señ or de Grandville tras haber hablado unos instantes con el conde Octave—, espero que invitará usted al señ or de Rubempré a cenar hoy en su casa. Esta promesa produjo tal reacció n sobre la señ ora de Sérizy, que rompió a llorar. —Creı́a que ya no tenı́a lá grimas —dijo, sonriendo —. ¿No podrı́a usted conseguir que el señ or de Rubempré se esperara aquí? —añadió. —Voy a tratar de encontrar a algú n ujier para que nos lo traiga, para evitar que venga acompañ ado de la guardia —respondió el señor de Grandville. —¡Es usted bueno como el mismo Dios! — respondió la condesa al procurador general, con

una efusión que convirtió su voz en música celestial. "¡Siempre son las mujeres ası́ las que resultan deliciosas, irresistibles!...", pensó el conde Octave. Y tuvo un acceso de melancolı́a pensando en su mujer. (Vé ase Honorine, ESCENAS DE LA VIDA PRIVADA.) Al salir, el señ or de Grandville se encontró con el joven Chargeboeuf, con quien intercambió algunas palabras para darle instrucciones sobre lo que tenı́a que decir a Massol, uno de los redactores de la Gaceta de los Tribunales. Mientras que mujeres bonitas, ministros y magistrados conspiraban para salvar a Lucien, he aquı́ cuá l era su comportamiento en la Conserjerı́a. Al pasar por el rastrillo Lucien habı́a dicho al secretario que el señor Camusot le permitía escribir, y pidió plumas, tinta y papel. El ujier de Camusot dijo unas palabras al oído del director, y un vigilante recibió la orden de llevar al detenido todo lo que pedı́a. Durante el rato que tardó el vigilante en ir a buscar y en subir a Lucien lo que esperaba, el pobre

muchacho, que no resistı́a la idea de su careo con Jacques Collin, quedó sumido en una fatal re lexió n sobre el suicidio, tentació n a la que habı́a sucumbido ya una vez sin poder llevarla a té rmino, y que entonces se estaba convirtiendo en una obsesió n. Segú n ciertos grandes mé dicos alienistas, el suicidio, para determinados organismos, es la culminació n de una alienació n mental; desde el momento de su detenció n se habı́a convertido para Lucien en una idea obsesiva. La carta de Esther, que releyó varias veces, aumentó la intensidad de su deseo de morir al recordarle el desenlace de Romeo yendo a reunirse con Julieta. He aquı́ lo que escribió:

ÉSTE ES MI TESTAMENTO La Conserjería, a quince de mayo de 1830. "Entrego a los hijos de mi hermana, la señ ora Eve Chardon, esposa de David Sé chard, antiguo impresor de Angulema, y del señ or David Sé chard,

la totalidad de bienes muebles e inmuebles que me pertenezcan el dı́a de mi muerte, tras deducció n de los pagos y legados que ruego a mi albacea lleve a cabo. "Ruego al señ or de Sé rizy que acepte el cargo de ser mi albacea.

"Se pagará n: i.° la suma de trescientos mil francos al reverendo padre Carlos Herrera, y 2.0 al señ or baró n de Nucingen la de un milló n cuatrocientos mil francos, disminuida en setecientos cincuenta mil francos, si se hallan las sumas sustraı́das de casa de la señorita Esther. "Entrego, como heredero de la señ orita Esther Gobseck, una suma de setecientos sesenta mil francos a los hospicios de París para fundar un asilo dedicado especialmente a las prostitutas que quieran dejar su oficio de corrupción. "Ademá s, entrego a los hospicios la suma necesaria para establecer una renta de treinta mil francos al

cinco por ciento. Los intereses anuales se empleará n, semestralmente, para la liberació n de presos por deudas, cuyas deudas suban hasta un má ximo de dos mil francos. Los administradores de los hospicios elegirá n entre los presos aquellos que hayan mostrado un comportamiento más digno. "Ruego al señ or de Sé rizy que dedique la suma de cuarenta mil francos para la construcció n de un monumento en el cementerio del Este a la señ orita Esther, y pido que yo sea inhumado junto a ella. Esta tumba será como los antiguos sepulcros, de planta cuadrada; nuestras dos iguras, de má rmol blanco, estará n acostadas en su parte superior, con las cabezas apoyadas sobre cojines y con las manos unidas y alzadas hacia el cielo. No habrá ninguna inscripción en el sepulcro. ''Ruego al señ or conde de Sé rizy que entregue al señ or Eugé ne de Rastignac las alhajas de oro que se hallan en mi casa, como recuerdo mío. "Por ú ltimo, ruego a mi albacea que, como tal, acepte el obseqi de mi biblioteca.

"Lucien Churdón de Rubempré." Este testamento fue envuelto en ura carta dirigida al señ or conde de Grandville, procurador general de la audiencia real de Parı́s, redactada en los siguientes términos: "Señor conde: "Pongo mi testamento entre sus manos. Cuando desdoble usted esta carta ya no estaré con vida. Debido al deseo de recobrar mi libertad, he respondido tan cobardemente a unas preguntas capciosas del señ or Camusot, que, pese a mi inocencia, podrı́a verme implicado en un proceso infamante. Aun cuando resultara absuelto y sin inculpació n, la vida me parecerı́a insoportable, teniendo en cuenta las susceptibilidades de los ambientes mundanos. "Le ruego que remita la carta que adjunto al reverendo Carlos Herrera, sin abrirla, y haga llegar al señ or Camusot la retractació n formal que adjunto también en este mismo envío.

"Espero que nadie se atreva a violar un paquete dirigido a usted. Con iando en ello, me despido de usted ofrecié ndole por ú ltima vez mis respetos y rogá ndole que me crea cuando le digo que al escribirle en esta ocasió n le doy una prueba de mi agradecimiento por todos los favores con que ha colmado usted a su difunto servidor. "Lucien de R." AL REVERENDO PADRE CAREOS HERRERA "Mi querido padre, no he recibido má s que favores de usted, y ahora acabo de traicionarle. Esta ingratitud involuntaria me mata, y cuando lea estas lı́neas ya no existiré ; ya no tendrá usted ocasió n alguna de salvarme. "Usted me habı́a dejado el pleno derecho a perderle, tirá ndole al suelo como una colilla, si de ello sacaba alguna ventaja; pero lo que he hecho ha sido disponer de usted tontamente. Para librarme del atolladero y engañ ado por una há bil pregunta del juez de instrucció n, su hijo espiritual, el hijo al que usted habı́a adoptado, se ha pasado a las ilas

de los que quieren perderle a cualquier precio, queriendo a irmar la identi icació n —que yo sé que es imposible— entre usted y un criminal francé s. Ya está todo dicho. "Entre un hombre de su poder y yo, de quien quiso usted hacer un personaje má s grande de lo que mis capacidades permitı́an, serı́a improcedente andar con. nimiedades en el momento de la separació n de initiva. Ha querido usted hacerme poderoso y llevarme a la gloria, y en realidad me ha precipitado al abismo del suicidio; eso es lo que ha ocurrido. Hace tiempo que veı́a como la desgracia estaba a punto de abatirse sobre mí. "Hay la posteridad de Caı́n y la de Abel, como usted de— ¡cı́a a veces. Caı́n, en el gran drama de la humanidad, es la! oposició n. Usted desciende de Adá n por esta lı́nea, en la cual el diablo ha seguido insu lando aquel fuego cuya primera ¡chispa habı́a dirigido a Eva. Entre los demonios de esta progenie, de vez en cuando, hay algunos terribles, que establecen unas amplias organizaciones que resumen todas las fuerzas humanas y que se

parecen a esos animales febriles de los desiertos cuya vida exige el marco de los espacios inmensos que en ellos encuentran. Estos individuos son peligrosos en la Sociedad, como lo serı́an unos leones en plena Normandı́a: necesitan un pasto, devoran a ¡os hombres vulgares y se comen los escudos de los memos; su juego es tan peligroso que acaban matando al perro humilde que han convertido en compañ ero suyo y en ı́dolo: Cuando Dios ası́ lo quiere, esos seres misteriosos llegan a ser Moisé s, Atila, Carlomagno, Mahoma o Napoleó n; pero cuando deja que tales instrumentos gigantéseos se cubran de herrumbre en el fondo del océ ano de una generació n, no pasan entonces de ser Pugachev, Robespierre, Louvel y el padre Carlos Herrera. Dotados de un enorme ¡poder sobre las almas tiernas, las atraen y las trituran. Tiene una cierta grandeza y hermosura, a su manera. Es como la planta venenosa de brillantes colores que fascina a los niñ os en el bosque. Es la poesı́a del mal. Hombres como vosotros han de vivir en antros y no salir jamá s de ellos. Me has hecho participar de esa vida gigantesca, y la vida me ha dado ya de sı́ cuanto podı́a darme. De modo que puedo apartar mi

cabeza de los nudos gordianos de tu polı́tica para entregarla al nudo corredizo de mi corbata. "Para reparar mi falta, transmito al procurador general una retractació n de mi interrogatorio. Trate de sacar partido de este documento. En virtud de un testamento en debida forma, le devolverá n, reverendo padre, las sumas pertenecientes a su Orden que empleó usted con gran imprudencia a mi favor, movido por la paternal ternura que hacia mı́ ha mostrado. "Adió s, pues, adió s, estatua grandiosa del mal y de la corrupció n; adió s a usted, que, de haber seguido la senda del bien, habría sido más que Cisneros, más que Richelieu; ha mantenido sus promesas: vuelvo a ser lo que era al borde del Charente, con la diferencia de que hoy le debo los encantamientos de un sueñ o; pero, por desgracia, ya no se trata del rı́o de mi pueblo, donde iba a ahogar los devaneas de juventud; ahora es el Sena, y mi madriguera es una celda de la Conserjería. "No lo lamente: mi desprecio por usted igualaba a

mi admiración. "Lucien."

DECLARACIÓN "Declaro retractarme enteramente de lo que contiene el interrogatorio al que me ha sometido hoy el señor Camusot. "El reverendo Carlos Herrera, habitualmente, decı́a ser mi padre espiritual, y he debido de equivocarme a propó sito de estas palabras tomadas por el juez en otro sentido, seguramente por error. "Sé que con una inalidad polı́tica, y para aniquilar ciertos secretos relativos a los gabinetes de Españ a y de las Tunerı́as, algunos agentes secretos de la diplomacia tratan de identi icar al padre Carlos Herrera con un presidiario llamado Jacques Collin; sin embargo, el padre Carlos Herrera só lo me ha hablado, a este respecto, de sus esfuerzos por conseguir las pruebas de la muerte o de la

existencia del susodicho Jacques Collin. "En la Conserjería, a 15 de mayo 1830. "Lucien de Rubempré." La iebre del suicidio daba a Lucien una gran clarividencia, le conferı́a esa activa fecundidad que experimentan todos los autores que se hallan bajo el estado febril que provoca la creació n. Su empuje era tan grande, que escribió los cuatro documentos en media hora; hizo con ellos un paquete, lo lacró y, con la fuerza que da el delirio, imprimió en la cera el sello que llevaba en un dedo con sus armas; lo colocó muy visiblemente en el suelo, en mitad de la habitació n. Seguramente era difı́cil concluir con mayor dignidad aquella falsa situació n en la que se habı́a sumido Lucien con tanta infamia: ası́ libraba su memoria de todo oprobio y reparaba el dañ o in lingido a su có mplice en la medida en que el á nimo del dandy podı́a anular los efectos de la irreflexividad del poeta. Si Lucien hubiera estado en una de las celdas de incomunicació n, se habrı́a visto en la imposibilidad

de cumplir su propó sito, porque esas cajas de piedra tallada só lo tienen como mobiliario una especie de catre y un balde para satisfacer necesidades imperiosas. En ellas no se encuentra ni un clavo, ni una silla, ni siquiera un taburete. El catre está empotrado tan só lidamente que es imposible moverlo sin hacer un esfuerzo que serı́a fá cilmente advertido por el vigilante, puesto que la mirilla de hierro está siempre abierta. Ademá s, cuando el preso preventivo da que temer, se pone a un gendarme o a un agente para vigilarlo. En las habitaciones de la Pistola, y en la que Lucien ocupaba gracias a las atenciones que el juez habı́a querido prodigar a un joven perteneciente a la alta sociedad de Parı́s, el lecho movible, la mesa y la silla podı́an servir para un suicidio, sin que por ello resultara fá cil. Lucien llevaba una larga corbata azul de seda; ya mientras volvı́a del interrogatorio pensaba en la manera como Pichegru, de un modo má s o menos voluntario, se habı́a dado muerte. Mas para ahorcarse hay que hallar un punto de apoyo y un espacio suficiente entre el cuerpo y el suelo, para que los pies no encuentren ningú n sustento. La ventana de su celda, que daba sobre el patio, no

tenı́a falleba alguna, y los barrotes de hierro, colocados en la parte exterior, al estar separados de Lucien por el espesor del muro, no le permitı́an tomar ningún punto de apoyo. He aquı́ el plan que le sugirió rá pidamente su inventiva para llevar a efecto el suicidio. Un paquete de ropa colocado en el cué vano de la ventana, ademá s de privar a Lucien de la vista del patio, impedı́a tambié n a los vigilantes ver lo que ocurrı́a en la celda; si bien en la parte inferior de la ventana los cristales habı́an sido sustituidos por dos só lidas tablas, la parte superior, en cambio, conservaba, en cada mitad, unos pequeñ os cristales separados y mantenidos por las traviesas que los enmarcan. Encaramá ndose a su mesa, Lucien podı́a alcanzar la parte alta de la ventana, desprender dos cristales o romperlos, y encontrar ası́ en el á ngulo de la primera traviesa un punto de apoyo só lido. Se proponı́a atar allı́ su corbata, dar una vuelta sobre sı́ mismo para apretarla en torno a su cuello, tras haberla anudado bien, y apartar con el pie la mesa bien lejos.

Ası́ pues, acercó la mesa a la ventana sin hacer ningú n ruido, se quitó la levita y el chaleco, y se subió sobre la mesa sin ninguna vacilació n para hacer sendos ori icios en el cristal, uno por encima y otro por debajo de la primera traviesa. Cuando estuvo sobre la mesa pudo echar una mirada al patio, espectá culo má gico que vio por vez primera. El director de la Conserjerı́a, siguiendo la recomendació n del señ or Camusot de que tuviera para con Lucien las má ximas atenciones, lo habı́a hecho conducir, como ya se vio, por los pasadizos interiores de la Conserjerı́a, cuyo acceso se halla en el subterrá neo oscuro que está enfrente de la torre de la Plata, para evitar ası́ que el elegante joven se viera sometido a las miradas de la muchedumbre de presos que se pasean por el patio. Juzgú ese por lo que sigue si el aspecto de aquel patio no habı́a de sobrecoger intensamente el alma de un poeta. El patio de la Conserjerı́a está limitado, en la parte del rı́o, por la torre de la Plata y la torre Bonbec; el espacio que las separa indica perfectamente por fuera cuál es la anchura del patio. La galería llamada de San Luis, que conduce de la galerı́a comercial al

tribunal de casació n y a la torre Bonbec, donde se halla tambié n, segú n dicen, el gabinete de san Luis, puede dar a los curiosos la medida de la longitud del patio, puesto que coincide con la suya. Las celdas de incomunicació n y las Pistolas se hallan, pues, debajo de la galerı́a comercial. La reina Marı́a Antonieta, cuya celda se hallaba bajo las que hoy sirven para la incomunicació n, iba al tribunal revolucionario, que celebraba sus sesiones en el local de la audiencia solemne del tribunal de casació n, por una majestuosa escalera que atravesaba uno de los espesos muros que sostienen la galerı́a comercial y que hoy está condenada a desaparecer. Uno de los lancos del patio, el que corresponde a la galerı́a de San Luis, ofrece a las miradas una hilera de columnas gó ticas entre las cuales los arquitectos de no sé qué é poca construyeron dos pisos de celdas para alojar al mayor nú mero posible de acusados, empastando de yeso, barrotes y empotramientos los capiteles, las ojivas y los fustes de aquella magnı́ ica galerı́a. Bajo el llamado gabinete de San Luis, en la torre Bonbec, se halla una escalera de caracol que conduce a dichas celdas. Tal prostitució n de los recuerdos má s

valiosos de Francia produce un efecto repugnante. Desde la altura en que se encontraba Lucien, su mirada captaba de re iló n esta galerı́a ası́ como los detalles del cuerpo de edi icio que une la torre de la Plata con la torre Bonbec; veı́a los techos en punta de las dos torres. Quedó boquiabierto, y el suicidio se retrasó debido a su admiració n. Actualmente los fenó menos alucinatorios son hechos admitidos por la medicina, de modo que tales espejismos de los sentidos, esta extrañ a facultad de nuestro espı́ritu, ha dejado de ser objeto de discusió n. Bajo el peso de un sentimiento convertido en monomanía debido a su intensidad, el hombre se halla a veces en el mismo estado en que le sumen el opio, el hachich y el protó xido de nitró geno. Entonces aparecen espectros y fantasmas, los sueñ os toman cuerpo, y las cosas destruidas vuelven a vivir entonces bajo sus condiciones primigenias. Lo que en el cerebro no era má s que una idea se transforma en un ser animado o en una creació n viviente. La ciencia tiende a creer actualmente que, bajo el esfuerzo de las pasiones llevadas al paroxismo, el cerebro se inyecta de sangre, y que esta congestió n produce en

estado de vigilia las ¡espantosas visiones del ensueñ o; tal es la repugnancia que se tiene a considerar que el pensamiento sea una fuerza viva y generatriz. (Vé ase Louis Lambert, ESTUDIOS FILOSOFICOS), Lucien vio el Palacio en toda su primitiva belleza. La columnata se le apareció en su esbeltez, juventud y frescor. El alojamiento de San Luis reapareció tal como habı́a sido, y pudo admirar sus babiló nicas proporciones y sus fantası́as orientales. Aceptó aquella visió n sublime como un poé tico adió s de la creació n civilizadora. Mientras hacı́a sus preparativos para morir, se preguntaba como podı́a existir aquella maravilla desconocida en Parı́s. Era dos Lucien a la vez, un Lucien poeta paseá ndose por la Edad Media, bajo las arcadas y atalayas de San Luis, y otro Lucien que se aprestaba para el suicidio. En el instante en que el señ or de Grandville acababa de dar las instrucciones a su joven secretario, se presentó el director de la Conserjerı́a, con tal expresió n en el rostro, que el procurador general tuvo el presentimiento de una desgracia.

—¿Ha visto usted al señor Camusot? —le dijo. —No, señ or —respondió el director—; su escribano Coquart me ha dicho que levantara la incomunicació n del padre Carlos Herrera y que diera la libertad al señ or de Rubempré , pero es demasiado tarde... —¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido? —Aquı́ tiene, señ or —dijo el director—, un paquete de cartas para usted que le hará comprender la catá strofe. El vigilante del patio ha oı́do un ruido de vidrios rotos, en la Pistola, y el vecino del señ or Lucien se ha puesto a chillar intensamente, porque oı́a los estertores de la agonı́a del pobre muchacho. El vigilante se ha puesto pá lido ante el espectá culo que se ha ofrecido a su mirada: ha visto al detenido ahorcado de la ventana por medio de su corbata... Aunque el director hablara en voz baja, el grito terrible que pro irió la señ ora de Sé rizy mostró có mo en circunstancias decisivas nuestros ó rganos despliegan una potencia insospechada. La condesa oyó o adivinó , y antes de que el señ or de Grandville

se hubiera vuelto, sin que ni el señ or de Sé rizy ni el señ or de Bauvan pudieran oponerse a tan rá pido movimiento, salió como una lecha por la puerta y alcanzó la galerı́a comercial, de donde corrió hasta la escalera que lleva a la calle de la Barillerie. Un abogado estaba depositando su toga en la puerta de uno de esos tenduchos que durante mucho tiempo se acumularon en esta galerı́a y en los que se vendı́an zapatos y se alquilaban togas y birretes. La condesa preguntó cuá l era el camino de la Conserjería. —Baje y gire a la izquierda; la entrada está en el muelle del Reloj, en la primera arcada. —Esta mujer está loca... —dijo la tendera—, habrı́a que seguirla. Nadie habrı́a podido seguir a Lé ontine, porque volaba. Un mé dico podrı́a explicar có mo esas mujeres de mundo, cuyas energı́as carecen de aplicació n alguna, logran exteriorizar tales recursos en los momentos crı́ticos de sus vidas. La condesa se abalanzó a travé s de la arcada hacia la taquilla,

con tanta rapidez, que el gendarme que estaba de guardia no la vio pasar. Como una pluma empujada por un vendaval, se abatió sobre la reja, cuyos barrotes agitó con tal furor que logró arrancar el que habı́a cogido. Se hundió en el pecho los dos trozos hasta hacerse sangre, y se desplomó gritando: "¡Abran! ¡Abran!", con una voz que dejó helados a los vigilantes. Acudió el llavero. —¡Abran! Me manda el procurador general, ¡para salvar al muerto!... Mientras la condesa daba la vuelta por la calle de la Barillerie y por el muelle del Reloj, el señ or de Grandville y el señ or de Sé rizy bajaban a la Conserjerı́a por el interior del Palacio, intuyendo las intenciones de la condesa; pero a pesar de su apresuramiento, llegaron en el instante en que se desplomaba sin sentido junto a la primera reja y en que la alzaban los gendarmes que habı́an bajado de su cuerpo de guardia. Al ver al director de la Conserjerı́a, abrieron el rastrillo, y trasladaron a la

condesa a la escribanı́a; pero inmediatamente se puso en pie y se postró de rodillas, juntando las manos. —¡Verle!... ¡Verle!... ¡Oh, caballeros, no haré ningú n dañ o! Pero si no quieren ver có mo me muero aquı́... dé jenme ver a Lucien, vivo o muerto... ¡Ah!, está s aquı́, querido, elige entre mi muerte y... —Se desplomó —. Eres bueno —prosiguió la condesa—. ¡Te querré!... —¿Nos la llevamos?... —dijo el señor de Bauvan. —¡No, vamos a la celda donde está Lucien! —dijo el señ or de Grandville, leyendo en los ojos extraviados del señor de Sérizy sus intenciones. Cogió a la condesa, la alzó y la tomó por un brazo, mientras que el señ or de Bauvan la cogı́a por el otro. —¡Caballero! —dijo el señ or de Sé rizy al director —, un silencio de muerte sobre todo esto. —Puede estar tranquilo —contestó el director—.

Hacen ustedes bien. Esta señora... —Es mi esposa... —¡Ah! Perdó n, señ or. Iba a decirle que seguramente se desvanecerá en cuanto vea al joven, y aprovechando su desmayo podrá n llevá rsela en algún coche. —Es lo que yo he pensado —dijo el conde—. Mande a alguno de sus hombres al patio de Harlay, donde está n mis criados, para decirles que vengan al rastrillo, allí no hay más que mi coche... —Podemos salvarle —decı́a la condesa, andando con un valor y una fuerza que sorprendieron a sus guardias—. Hay medios para devolver la vida... —Y arrastraba a los dos magistrados, gritando al vigilante—: Vamos, vaya má s de prisa, ¡un segundo equivale a la vida de tres personas! Cuando se abrió la puerta de la celda y la condesa vio a Lucien ahorcado, parecié ndole ver sus vestidos colgados de una percha, primero dio un salto hacia é l para abrazarlo y cogerlo; pero se

desplomó con la cara contra el suelo de la celda, pro iriendo gritos ahogados por una especie de estertor. Cinco minutos despué s el coche del conde se la llevaba hacia su casa; la habı́an tendido sobre cojines y su esposo iba arrodillado delante de ella. El coche de Bauvan habı́a ido a buscar a un mé dico para prestar los primeros auxilios a la condesa. El director de la Conserjerı́a examinaba la reja exterior del rastrillo y decía a su secretario: —¡No se escatimó nada! Los barrotes de hierro son forjados, habı́an sido sometidos a prueba y todo ello costó muy caro. ¿Qué ha pasado, pues, con este barrote?... El procurador general, de regreso a su despacho, tuvo que dar otras instrucciones a su secretario. Por suerte, Massol no había llegado todavía. Al poco rato de la salida del señ or de Grandville, que se apresuró a ir a casa del señ or de Sé rizy, Massol fue a entrevistarse con su colega Chargeboeuf en el gabinete del procurador general.

—Querido amigo —le dijo el joven secretario—, si quiere hacerme un favor, ponga lo que voy a dictarle en el nú mero de mañ ana de su Gaceta, en la secció n de noticias judiciales; ponga usted mismo el encabezamiento del artículo. Escriba. Y le dictó lo siguiente:

"Se ha comprobado que la señ orita Esther se dio muerte voluntariamente. "Hay que deplorar la detenció n del señ or Lucien de Rubempré , no só lo por haberse demostrado la veracidad de su coartada y su inocencia, sino porque, ademá s, en el momento en que el juez de instrucció n daba orden de ponerle en libertad, dicho joven murió súbitamente."

—No hace falta que le aconseje la má xima

discreció n, mi querido amigo —dijo el joven abogado a Massol—, en torno al pequeñ o servicio que se le pide. —Ya que me concede el honor de depositar en mı́ su con ianza, me tomaré la libertad —dijo Massol— de hacerle una observació n. Esta noticia provocará comentarios injuriosos sobre la justicia... —La justicia es bastante fuerte para soportarlos — replicó el joven agregado de la iscalı́a, con el orgullo de un futuro magistrado educado por el señor de Grandville. —Permı́tame usted, querido colega; con un par de frases se puede evitar esta desgracia. Y el abogado escribió lo siguiente: "Las formalidades de la justicia son totalmente ajenas a este funesto acontecimiento. La autopsia a la que se procedió inmediatamente demostró que esta muerte habı́a sido debida a la ruptura de un aneurisma en una fase muy avanzada. Si el señ or Lucien de Rubempré hubiera sido afectado por su

arresto, la muerte se— habrı́a producido mucho antes. En cambio, creemos poder a irmar que, lejos de sentirse a ligido por su detenció n, el malogrado joven se reı́a de ella y decı́a a los que lo acompañ aron de Fontainebleau a Parı́s que en cuanto se personara ante el juez su inocencia serı́a reconocida." —¿No cree usted que ası́ se salva todo?... — preguntó el abogado-periodista. —Tiene usted razón, mi querido colega. —El procurador general se lo agradecerá mañ ana —replicó Mi ol con finura. Ası́, como pi le verse lo mayores acontecimientos de la vida se traducen en breves n jticias de mayor o menor veracidad. Eso mismo ocurre con muchas cosas mucho más solemnes que las referidas. Una vez llegados aquı́, tanto para la gran mayorı́a como para la gente electa, quizá no parezca que este estudio esté totalmente concluido con la muerte de Esther y de Lucien; quizá Jacques Collin, Asia,

Europa y Paccard, pese a la infamia de sus vidas, despienen el su iciente interé s como para desear saber cuá l fue su in. Este ú ltimo acto del drama puede, por otra parte, completar el cuadro de costumbres que incluye este estudio y describı́ desenlace de los distintos intereses dejados en suspenso, que se habı́an visto entremezclados de un modo tan singular, lendo con luir a algunas de las iguras má s viles del mundo de los presidios con personajes de la más elevada posición. París, marzo de 1846.

CUARTA PARTE LA ÚLTIMA ENCARNACIÓN DE VAUTRIN

—¿Qué ocurre, Madeleine? —dijo la señ ora Camusot al ver entrar en su cuarto a su camarera con la expresió n que suele adoptar la gente en las circunstancias críticas.

—Señ ora —respondió Madeleine—, el señ or acaba de volver del Palacio; pero su rostro re leja tanto la consternació n, y se halla en tal estado, que quizá seria preferible que la señ ora fuera a verle a su despacho. —¿Ha dicho alguna cosa? —preguntó la señ ora Camusot. —No, señ ora; pero nunca habı́amos visto al señ or con tan mala cara, parece que esté al borde de una enfermedad; está pálido, parece indispuesto, y... Sin esperar el inal de la frase, la señ ora Camusot se abalanzó fuera de su habitació n y corrió al cuarto de su marido. Vio al juez de instrucció n sentado en un silló n, con las piernas extendidas, la cabeza apoyada en el respaldo, las manos colgando, la cara pá lida y los ojos extraviados, exactamente como si estuviera a punto de desmayarse. —¿Qué te pasa, querido? —dijo la joven esposa, asustada. —¡Ay, mı́ pobre Amé lie! Ha ocurrido algo funesto...

Todavı́a sigo temblando de pensarlo. Imagı́nate que el procurador general... No, que la señ ora de Sérizy... que... No sé por dónde empezar. —¡Empieza por el final!... —dijo la señora Camusot. —Pues, en el mismo momento en que, en la cá mara del consejo de la Primera, el señ or Popinot acababa de estampar su irma, la ú ltima irma necesaria al pie de la declaració n de sobreseimiento resultante de mi informe, y que dejaba en libertad a Lucien de Rubempré ... En suma, cuando todo estaba ya terminado, el escribano se llevaba al chupatintas yo iba a quedar libre de esta historia... he aquı́ que aparee el presidente del tribunal y, tras examinar la declaración, dice: "—¡Pone usted en libertad a un muerto! —Su expresió n era frı́amente sarcá stica, y añ adió —: Este joven se ha ido a presentar, segú n la fó rmula del señ or de Bonald, delante de su juez natural. Ha muerto de apoplejía fulminante... "Esto me tranquilizó , pues creı́ que habı́a sido un accidente.

"—Si no le entiendo mal, señ or presidente —dijo el señ or Popinot—, se trata de la apoplejı́a de Pichegru. —Caballeros —repuso el presidente con su gesto grave—, sepan que, para todo el mundo, el joven Lucien de Rupembré habrá muerto de la ruptura de un aneurisma. "Nos miramos todos unos a otros. "—Algunos personajes de alta posició n está n mezclados en este deplorable asunto —dijo el presidente—. ¡Dios quiera, y en interé s suyo, señ or Camusot, aunque usted no haya hecho má s que su deber, que la señ ora de Sé rizy no se vuelva loca del golpe que ha sufrido! Se la acaban de llevar casi muerta. Acabo de encontrar a nuestro procurador general en tal estado de desesperació n, que me ha conmocionado. ¡Ha dado usted demasiado a la izquierda, querido Camusot! —me ha dicho al oído. "Ay, querida mı́a, al salir apenas podı́a andar. Mis piernas me temblaban tanto que no me he atrevido

a salir a la calle, y he ido a reponerme a mi despacho. Coquart, que estaba guardando el expediente de esa maldita instrucció n, me ha contado que una mujer hermosa habı́a tomado la Conserjerı́a por asalto, que habı́a querido salvar la vida de Lucien, por quien está loca, y que se habı́a desmayado al verle ahorcado con su corbata de una ventana de la Pistola. La idea de que la manera como he interrogado a ese desgraciado joven, que, por otra parte, y entre nosotros, era perfectamente culpable, haya podido ser la causa de su suicidio, me ha venido atormentando desde que he salido del Palacio, y sigo estando a punto de desvanecerme... —Vamos, no vas a pensar que eres un asesino porque un preso se ahorca en su celda en el momento en que ibas a dejarlo en libertad, ¿verdad?... —exclamó la señ ora Camusot—. Un juez de instrucció n es en estos casos como un general montado a caballo al que le matan el caballo... Eso es todo. —Comparaciones de este estilo, querida, só lo sirven para bromear, y no estamos.ahora para

bromas. El muerto se lleva al vivo, en este caso. Lucien se lleva nuestras esperanzas a la tumba. —¿Tú crees?... —dijo la señora Camusot con ironía. —Sı́, mi carrera ha tocado a su in. Seguiré siendo toda mi vida un simple juez del tribunal del Sena. El señ or de Grandville, ya antes de ese trá gico inal, estaba muy descontento del giro que tomaba la instrucció n; pero las palabras que le ha dicho a nuestro presidente confirman que mientras el señor de Grandville sea procurador general, jamá s ascenderé. ¡Ascender! He aquı́ la palabra terrible, la idea que, en nuestros dı́as, transforma al magistrado en funcionario. Antes, el magistrado era en seguida todo lo que debı́a ser. Los tres o cuatro birretes de las presidencias de cá mara bastaban en cada parlamento para los ambiciosos. Un cargo de consejero contentaba tanto a un De Brosses como a un Mole, y tanto en Dijon como en Parı́s. Este cargo, que era ya de por sı́ una fortuna, requerı́a otra

fortuna previa para desempeñ arlo bien. En Parı́s, fuera del parlamento, la gente de leyes só lo podı́a aspirar a tres formas de vida superiores: la de inspector general, la de ministro de Justicia y la de canciller. Por debajo de los parlamentos, en la esfera inferior, un lugarteniente del Tribunal de Apelaciones era un personaje de su iciente importancia para que se contentara con permanecer durante toda su vida en su puesto. Compá rese la posició n de un consejero de la audiencia real de Parı́s, cuya fortuna se limita, en 1829, a sus emolumentos, con la de un consejero del parlamento en 1729. La diferencia es considerable. Actualmente, en una é poca en que el dinero es la garantı́a social universal, se exime a los magistrados de poseer grandes fortunas contrariamente a lo que hacı́a antañ o; por eso se hacen diputados y pares de Francia, y acumulan una magistratura tras otra; por eso son a la vez jueces y legisladores y van a buscar el prestigio en posiciones que no son precisamente las que debieran conferirles todo su esplendor. Por ú ltimo, los magistrados aspiran a distinguirse

para ascender, como ocurre en el ejé rcito y en la administración. Esta aspiració n, si bien no altera la independencia del magistrado, es demasiado conocida y demasiado natural, y sus efectos demasiado visibles, para que la magistratura no pierda algo de su majestad ante la opinió n pú blica. El sueldo pagado por el Estado convierte al sacerdote y al magistrado en empleados. Los puestos a escalar desarrollan la ambició n; la ambició n engendra complacencia hacia el poder; por ú ltimo, la igualdad moderna coloca al reo y al juez al mismo nivel social. Ası́ pues, las dos columnas de todo orden social, la Religió n y la Justicia, se han visto disminuidas en el siglo diecinueve, cuando se pretende haber progresado en todos los terrenos. —¿Y por qué no habrı́as de ascender? —dijo Amélie Camusot. Miró a su marido con gesto burló n, sintiendo la necesidad de infundir fuerza al hombre portador de su ambició n propia, y al que hacı́a bailar al son que

quería. —¿Por qué desesperarse? —prosiguió , con un ademá n que puso claramente de mani iesto su despreocupació n por la muerte del detenido—. Este suicidio va a hacer felices a las dos enemigas de Lucien, la señ ora de Espard y su prima, la condesa Châ telet. La señ ora de Espard está en muy buenas relaciones con el ministro de Justicia, y a travé s de ella puedes conseguir una audiencia con Su Excelencia para contarle los secretos del caso. Y si el ministro de Justicia está de tu parte, ¿qué tienes que temer de tu presidente y del procurador general?...

—Pero, ¿y el señ or y la señ ora de Sé rizy?... — exclamó el pobre juez—. ¡La señ ora de Sé rizy, te lo repito, se ha vuelto loca! ¡Y loca por mi culpa, dicen! —¡Precisamente, juez sin juicio! —exclamó la señ ora Camusot, riendo—, si está loca ya no podrá molestarte. Veamos, cué ntame todos los detalles de la jornada.

—Dios mío —respondió Camusot—, en el momento en que acababa de hacer confesar al desdichado muchacho, y en que acababa de declarar que el supuesto sacerdote españ ol es efectivamente Jacques Collin, recibí de la duquesa de Maufrigneuse y de la señ ora de Sé rizy, por un criado suyo, una pequeñ a nota en la que me rogaban que no le interrogara. Todo estaba ya consumado... —¡Pero perdiste la cabeza! —dijo Amé lie—. Con la con ianza que te merece tu escribano, podı́as hacer volver a Lucien, tranquilizarle há bilmente y corregir el interrogatorio. —Tú eres como la señ ora de Sé rizy, ¡te burlas de la Justicia! —exclamó Camusot, incapaz de ofender su profesió n—. ¡La señ ora de Sé rizy me cogió los atestados y los echó al fuego! —¡Eso es una mujer de verdad! ¡Bien hecho! — exclamó ¡a señora Camusot. —La señ ora de Sé rizy me dijo que harı́a saltar el Palacio por los aires antes que permitir que un joven que habı́a gozado tanto del favor de la

duquesa de Maufrigneuse como del suyo propio fuera a parar al banquillo de la sala de lo criminal junto con un presidiario. —Pero, Camusot —dijo Amé lie, sin poder reprimir una sonrisa de superioridad—, tu posició n es magnífica... —¡Oh, sí soberbia! —Has cumplido con tu deber... —Pero con unos resultados muy poco felices, y a pesar del consejo jesuítico del señor de Grandville, a quien encontré en el muelle Malaquais... —¿Esta mañana? —Sí, esta mañana. —¿A qué hora? —A las nueve. —¡Ay, Camusot! —dijo Amé lie, juntando sus manos y retorcié ndoselas—. Y yo que no paro de repetirte

que te ijes en todo... ¡Dios mı́o, no es un hombre eso que llevo a cuestas, es un pedazo de carne con ojos!... Pero, Camusot, tu procurador general te ha salido al paso, y ha debido hacerte algunas recomendaciones... —Sí, claro. —¡Y tú no les has comprendido! Si eres sordo, será s toda tu vida juez de instrucció n, y sin ninguna instrucció n, por añ adidura. ¡A ver si aciertas a escucharme! —añ adió , haciendo callar a su marido que querı́a decir algo—. ¿Crees que el asunto está terminado? —dijo Amélie. Camusot miró a su mujer con la cara que ponen los campesinos oyendo hablar a un charlatán de feria. —Si la duquesa de Maufrigneuse y la condesa de Sé rizy está n comprometidas, has de tenerlas a ambas de protectoras —siguió Amé lie—. A ver, la señ ora de Espard te conseguirá una audiencia con el ministro de Justicia, en la que le contará s el secreto del caso; é l irá a entretener al rey contá ndoselo, puesto que todos los reyes gustan de

conocer el envé s de las alfombras y de saber los verdaderos motivos de los acontecimientos que el pú blico contempla boquiabierto. A partir de este momento, ni el procurador general ni el señ or de Sérizy serán ya de temer... —¡Qué tesoro, una mujer como tú ! —exclamó el juez, recobrando valor—. Despué s de todo he recuperado&& a Jac-ques Collin; ahora voy a mandarle a la sala de lo criminal a que le ajusten las cuentas, voy a poner todos sus crı́menes al descubierto. En la vida profesional de un juez instructor un proceso semejante es toda una victoria... —Camusot —repuso Amé lie, viendo complacida que su marido se habı́a recuperado de la postració n moral y fı́sica en que le habı́a sumido el suicidio de Lucien de Rubempré —, el presidente te ha dicho antes que habı́as golpeado demasiado a la izquierda; ahora, en cambio; estás dando demasiado a la derecha... ¡Te vuelves a desviar, amigo mío! El juez de instrucción se quedó de pie, mirando a su

mujer con una especie de asombro. —El rey y el ministro de Justicia podrá n estar muy satisfechos de enterarse del secreto de este caso, pero tambié n pueden molestarse al ver que los abogados de ideas liberales hacen comparecer ante el tribunal de la opinió n pú blica y ante el de la sala de lo criminal, con sus alegatos, a personajes tan importantes como los Sé rizy, los Maufrigneuse y los Grandlieu, y en de initiva a todos los que, directa o indirectamente, se hallan mezclados con el proceso. —¡Todos está n liados en el asunto!... ¡Los tengo cogidos! —exclamó Camusot. El juez se levantó y caminó por su despacho como Sganarelle cuando trata de salir de algún atolladero. —¡Escucha, Amé lie! —prosiguió , plantá ndose delante de su mujer—. Ahora recuerdo un detalle aparentemente sin ninguna importancia, pero que en la situació n en que me hallo cobra un interé s decisivo. Imagı́nate, querida, que este Jacques Collin es un campeó n c|e la astucia, del disimulo y del é hgañ o... es de una profundidad... Es... ¿có mo

decirlo?... ¡El Cromwell del presidio?... Jamá s habı́a encontrado a ningú n sinvergü enza como é l; ¡por poco me engañ a! Pero en cualquier instrucció n criminal el extremo de un hilo que aparece casualmente permite desenredar la madeja con la que uno se paseaba por los entresijos de las conciencias má s tenebrosas o de los hechos má s oscuros. Cuando Jacques Collin me ha visto hojear las cartas recogidas en el domicilio de Lucien de Rubempré , ha echado una ojeada como si quisiera asegurarse de que no habı́a otro paquete, y luego ha dejado entrever visiblemente su satisfacció n. Aquella mirada de ladró n que evalú a un tesoro, aquel ademá n del reo que piensa que le queda algú n arma, me han hecho comprender un montó n de cosas. Só lo vosotras las mujeres sois capaces de concentrar en una simple mirada, como hacemos nosotros los jueces y como hacen los interrogados, complejı́simas situaciones en las que se deslizan engañ os tan complicados como cerrojos de seguridad. En un segundo se intercambian enormes cantidades de sospechas. Es espantoso, en una sola mirada la vida y la muerte está n en juego. En seguida he pensado que aquel individuo debı́a de

tener otras cartas escondidas. Pero luego los otros innumerables detalles del caso han exigido toda mi atenció n. He postergado este incidente Porque creı́a que tendrı́a que confrontar má s tarde a los dos detenidos y que entonces ya podrı́a aclarar este punto de la instrucció n. Tengamos pues por cierto que Jacques Collin, siguiendo la costumbre de toda esa chusma, ha guardado en lugar seguro las cartas má s comprometedoras de la correspondencia del hermoso joven ídolo de tantas... —¿Y de qué tienes miedo, Camusot? ¡Será s presidente de tribunal en la audiencia real mucho antes de lo que esperabas!... —exclamó la señ ora Camusot con el rostro radiante—. ¡Veamos! ¡Tienes que actuar de modo que satisfagas a todo el mundo, porque el caso se está poniendo tan serio que bien podrı́a ser que nos lo ROBARAN!... ¿Acaso no le quitaron a Popinot de las manos, para dá rtelo a ti, el sumario del proceso de interdicció n intentado por la señ ora de Espard contra su marido? —dijo, replicando al gesto de sorpresa que hizo Camusot —. ¿No podrı́a, pues, el procurador general, que demuestra tanto interé s por el honor del señ or y la

señ ora de Sé rizy, llevar el asunto a la audiencia real y lograr que alguno de sus consejeros se hiciera con el sumario para instruirlo de nuevo?... —¡Pero, querida! ¿Dó nde has estudiado derecho penal? —exclamó Camusot—. Lo sabes todo, eres mi maestro... —¡Pues qué ! ¿Crees que mañ ana por la mañ ana el señ or de Grandville no estará asustado ante la probable defensa de un abogado que ese Jacques Collin se encargará de buscar? ¡Porque es seguro que irá n a ofrecerle dinero para que sea su defensor!... Esas señ oras saben el peligro en que se hallan tanto como tú , por no decir mejor; se lo dirá n al procurador general, el cual, a estas horas, debe de estar ya imaginando a todas esas familias muy cerca del banquillo de los acusados a consecuencia de la relació n del presidiario con Lucien de Rubempré , prometido de la señ orita de Grandlieu, con Lucien, amante de Esther, examante de la duquesa de Maufrigneuse y querido de la señ ora de Sé rizy. De modo que tienes que maniobrar de tal manera que consigas atraerte las simpatı́as de tu

procurador general y el reconocimiento del señ or de Sé rizy, de la marquesa de Espard y de la condesa de Châ telet, y de manera que logres añ adir a la protecció n de la señ ora de Maufrigneuse la de la casa de Grandlieu, y que tu presidente te felicite. Yo me encargo de las señ oras de Espard, de Maufrigneuse y de Grandlieu. Tú tienes que ir mañ ana por la mañ ana a ver al procurador general. El señ or de Grandville es un hombre que vive separado de su esposa; durante diez añ os tuvo por amante a una tal señ orita de Bellefeuille, que le dio varios hijos adulterinos, ¿no es ası́? De modo que este magistrado tampoco es un santo, es un hombre como cualquier otro; se le puede seducir, por algú n sitio se le podrá atacar: hay que descubrir su punto laco y halagarle; pı́dele consejos, hazle advertir los peligros del caso; en in, procura comprometerle contigo, así estarás... —¡Tendrı́a que besar las huellas de tus pies! —dijo Camusot interrumpiendo a su mujer, cogiéndola por la cintura y estrechá ndola contra su pecho—. ¡Amélie, eres mi salvación!

—He sido yo quien te he remolcado de Alençon a Mantes y de Mantes al tribunal del Sena —contestó Amé lie—. ¡Pues bien! ¡No pases cuidado!... Quiero que dentro de cinco añ os me llamen señ ora presidenta; pero, cariñ o, medita siempre un buen rato antes de tomar una decisió n. El o icio de juez no es el de bombero, no tené is que apagar incendios, tené is tiempo de sobra para re lexionar; por eso las tonterı́as son imperdonables en vuestro caso... —La fuerza de mi situació n radica enteramente en la identidad de Jacques Collin —repuso el juez tras una larga pausa—. Cuando dicha identidad esté bien establecida, aunque la audiencia real me quite la instrucció n del caso, será de todos modos un hecho irmemente probado, del cual no podrá prescindir ningú n magistrado, juez ni consejero. Habré hecho como los niñ os cuando atan una lata al rabo de un gato: dondequiera que vaya a parar la causa para su instrucció n, hará sonar la hojalata de Jacques Collin. —¡Muy bien! —dijo Amélie.

—Y el procurador general preferirá habé rselas conmigo que con cualquier otro, porque yo seré el ú nico capaz de quitar esta espada de Damocles suspendida sobre el corazó n mismo del faubourg Saint-Germain... Pero ¡no sabes lo difı́cil que es lograr este esplé ndido resultado!... Hace un rato, el procurador general y yo, en su gabinete, hemos convenido admitir la identidad que Jacques Collin se atribuye, es decir, la de Carlos Herrera, un canó nigo del cabildo de Toledo; hemos convenido aceptar su condició n de enviado diplomá tico y dejar que lo reclame la embajada de Españ a. "Una ve establecido este plan, es cuando he irmado el informe qué dejaba en libertad a Lucien de Rubempré y he rehecho los interrogatorios de mis dos interrogados, dejá ndolos má s blancos que la nieve. Mañ ana, los señ ores de Rastignac, Bianchon y no sé quié n má s tienen que ser careados con el supuesto canó nigo del cabildo real de Toledo; no lo identi icará n con Jacques Collin, que fue arrestado en presencia suya, hace diez añ os, en una casa de hué spedes donde le conocieron bajo el nombre de Vautrin.

Se produjo un momento de silencio, durante el cual estuvo reflexionando la señora Camusot. —¿Está s seguro de que tu preso preventivo es Jacques Collin? —preguntó. —Seguro —contestó el juez—, y el procurador general también. —Entonces procura provocar un escá ndalo en el Palacio de Justicia sin dejarte ver. Si tu pá jaro está aú n incomunicado, vete a ver al director de la Conserjerı́a y haz que identi iquen pú blicamente al presidiario. En lugar de imitar a los niños, imita a los ministros de gobernació n de los regı́menes absolutistas, que inventan conspiraciones contra el soberano para atribuirse el mé rito de haberlas hecho fracasar, puesto que ası́ se hacen indispensables; pon en peligro a tres familias para tener luego la gloria de haberlas salvado. —¡Caramba, qué suerte! —exclamó Camusot—. Tengo la cabeza tan embrollada que ya no me acordaba de este detalle. Coquart ha llevado al señ or Gault, el director de la Conserjerı́a, la orden

de trasladar a Jacques Collin a la Pistola. Ahora bien, gracias a las gestiones de Bibi-Lupin, que es enemigo de Jacques Collin, han llevado de la Force a la! Conserjerı́a a tres criminales que le conocen; si mañ ana por la mañ ana baja al patio, es de esperar que se produzcan escenas terribles... —¿Por qué? —Porque Jacques Collin, querida, era el depositario de los fondos del presidio, que alcanzaban cifras considerables, y, segú n se dice, los dilapidó para sostener la vida de lujo del difunto Lucien; ahora van a pedirle cuentas. Bibi-Lupin me ha dicho que será una matanza que requerirá la intervenció n de los vigilantes, y ası́ el secreto se pondrá de mani iesto. Está en juego la vida de Jacques Collin. Si voy al Palacio temprano, podré hacer atestado referente a su identificación. —¡Ojalá sus comitentes te libraran de é l! ¡Tu prestigio aumentarı́a! No vayas a casa del señ or de Grandville, espé rale en su gabinete con esta arma tremenda. Es un cañ ó n cargado que apunta a las

tres familias má s importantes de la corte y de los pares. Sé valiente, propon al señ or de Grandville que os libré is de Jacques Collin trans irié ndole a la Force, donde los presos saben có mo eliminar a los soplones. Por mi parte, iré a ver a la duquesa de Maufrigneuse, que me acompañ ará a casa de los Grandlieu. Quizá vea tambié n al señ or de Sé rizy. Confı́a en mı́ para dar la alarma en todas partes. Sobre todo, má ndame una breve nota para que sepa si el cura españ ol es reconocido judicialmente como Jacques Collin. Arré glatelas para salir del Palacio a las dos, pues te habré conseguido una audiencia particular del ministro de Justicia: quizá s estará en casa de la marquesa de Espard. Camusot seguı́a plantado, con un gesto de admiración que hizo sonreír a la hábil Amélie. —Vamos, ven a cenar y ponte alegre —dijo para terminar—. ¡Fı́jate! Só lo hace dos añ os que estamos en Parı́s y ahı́ tienes la oportunidad de llegar a consejero antes de in de añ o. De ahı́ a la presidencia de algú n tribunal de la audiencia, cariñ o, no habrá má s distancia que algú n que otro

servicio prestado en algún asunto político. Esta secreta deliberació n muestra hasta qué punto los actos y las palabras má s insigni icantes de Jacques Collin, ultimo personaje de este estudio, afectaban al honor de las familias entre las cuales había introducido a su difunto pupilo. La muerte de Lucien y la invasió n de la Conserjerı́a por la condesa de Sé rizy acababan de promover tal perturbació n en los engranajes de la má quina, que el director habı́a olvidado sacar al cura españ ol de su incomunicación. Aunque haya má s de un caso en los anales judiciales, la muerte de un preso preventivo durante la instrucció n de un proceso es un acontecimiento su icientemente insó lito para que vigilantes, escribano y director hubieran perdido la tranquilidad en que se desarrollan habitualmente sus vidas. No obstante, para ellos el mayor acontecimiento no era aquel guapo mozo transformado tan rá pidamente en cadá ver, sino la ruptura del barrote de hierro forjado de la primera

reja del rastrillo por obra de las manos delicadas de una mujer de mundo. El director, el escribano y los vigilantes, en cuanto el procurador general y el conde Octave de Bauvan se hubieron marchado en el coche del conde de Sé rizy llevá ndose a su esposa desmayada, se agruparon en el rastrillo y acompañ aron a la salida al señ or Lebrun, el mé dico de la cá rcel, llamado para comprobar la muerte de Lucien y para deliberar acerca del caso con el forense del barrio donde vivía el desdichado joven. En Parı́s llaman mé dico de los muertos al forense encargado, en cada alcaldı́a, de ir a veri icar las defunciones y examinar sus causas. Con la rá pida intuició n que le caracterizaba, el señ or de Grandville habı́a creı́do necesario, para el honor de las familias comprometidas, hacer redactar el acta de defunció n de Lucien en la alcaldı́a de la que depende el muelle Malaquais, donde vivı́a el difunto, y conducirlo de su domicilio a la iglesia de Saint-Germain-des-Prè s, donde iba a celebrarse el funeral. El señ or de Grandville mandó llamar a su secretario el señ or de Chargebceuf y le

dio ó rdenes al respecto. El traslado de Lucien debı́a llevarse a cabo durante la noche. El joven secretario estaba encargado de entenderse directamente con la alcaldı́a, la parroquia y la administració n de pompas fú nebres. De esta manera, para la gente de mundo, Lucien habrı́a muerto ya libre y en su casa, su fé retro partirı́a de su domicilio y sus amigos serían convocados allí mismo para la ceremonia. Así pues, en el instante en que Camusot, apaciguado el á nimo, se sentaba a la mesa con su ambiciosa media naranja, el director de la Conserjerı́a y el señ or Lebrun, mé dico de la cá rcel, estaban en la parte exterior del rastrillo lamentando la fragilidad de los barrotes de hierro y la fuerza de las mujeres enamoradas.

—¡No se tiene idea del enorme poder nervioso que hay en el hombre sobreexcitado por la pasió n! — decı́a el doctor al señ or Gault—. La diná mica y las matemá ticas carecen de signos y cá lculos para describir esta fuerza. Mire, ayer fui testigo de algo

que me estremeció y que explica la terrible potencia fı́sica desplegada hace un rato por aquella mujercita. —Cué ntemelo —dijo el señ or Gault—; tengo una cierta debilidad por el magnetismo, sin creer en é l: me intriga. —Un mé dico magnetizador, porque los hay en nuestra profesió n que creen en el magnetismo — repuso el doctor Lebrun,—, me propuso que experimentara sobre mı́ mismo un fenó meno que me estaba describiendo y del cual yo dudaba: Yo consentı́, movido por la curiosidad de comprobar por mı́ mismo una de esas extrañ as crisis nerviosas con las que se prueba la existencia del magnetismo. He aquı́ los hechos. Quisiera saber lo que dirı́a nuestra Academia de Medicina si sus miembros, uno tras otro, fueran sometidos a esta acció n que no deja la menor escapatoria a la incredulidad. Mi viejo amigo... "Este mé dico —dijo el doctor Lebrun, abriendo un paré ntesis— es un anciano perseguido por la

Facultad a causa de sus opiniones, desde los tiempos de Mesmer; tiene setenta[r o setenta y dos añ os y se llama Bouvard. Actualmente es el patriarca de la doctrina del magnetismo animal. Soy como un hijo para este hombre, y le debo mi actual situació n. El anciano y respetable Bouvard me proponı́a que atendiera a la prueba de que la fuerza nerviosa puesta en marcha por el magnetizador era no in inita, puesto que el hombre está sometido a leyes determinadas, pero que operaba como aquellas fuerzas de la naturaleza cuyos principios absolutos escapan a nuestros cálculos. "—Ası́ —me dijo—, si quieres dejar tu muñ eca en la mano de una soná mbula que en estado de vigilia no podrı́a apretá rtela má s allá de una determinada fuerza, tendrá s que reconocer que, en el estado que tan tontamente se llama de sonambulismo, sus dedos tienen la facultad de apretar como unas tenazas en manos de un cerrajero. "Pues bien, caballero, cuando hube dejado mi muñ eca en manos de la mujer, no dormida, pues Bouvard rechaza esta expresió n, sino aislada, y

cuando el anciano le hubo ordenado que me apretara con toda su fuerza e inde inidamente la muñ eca, tuve que rogar que parara al sentir que la sangre iba a brotarme de la punta de los dedos. ¡Mire! ¡Fı́jese en el brazalete que voy a llevar durante más de tres meses!" —¡Demonio! —dijo el señ or Cault, mirando una equimosis circular parecida a la que hubiera podido producir una quemadura. > —Mi apreciado Gault —repuso el mé dico—, si me hubiera cogido la muñ eca con un aro de hierro, apretá ndolo un cerrajero con un torniquete, no habrı́a sentido un dolor tan intenso como con los dedos de aquella mujer; su muñ eca era de acero in lexible, y tengo la seguridad de que habrı́a podido quebrarme los huesos y separarme la mano del brazo. La presió n, que empezó de un modo insensible, fue aumentando ininterrumpidamente, añ adiendo en cada momento una nueva fuerza a la fuerza de la anterior presió n; un torniquete no habrı́a hecho mejor trabajo que aquella mano, convertida en instrumento de tortura. Me parece,

pues, demostrado que, bajo el imperio de la pasió n, que es lá voluntad concentrada en un punto y que alcanza cantidades de energı́a animal incalculables (como las diferentes clases de potencias elé ctricas), el hombre puede reunir su entera vitalidad en tal o cual ó rgano suyo, ya sea para el ataque o para la defensa... Aquella mujer, bajo la presió n de su desespero, habı́a concentrado su potencia vital en sus puños. i —Hace falta mucha para romper un barrote de hierro forjado... —dijo el jefe de los vigilantes, moviendo la cabeza. —¡Habı́a un corte!... —hizo notar el señ or Gault. —Yo ya no me atrevo a poner lı́mites a la fuerza nerviosa —añ adió el mé dico—. Por otra parte, es así como las madres, para salvar a sus hijos, magnetizan leones, se introducen en edi icios incendiados, caminan por cornisas en las que apenas podrı́a aguantarse un gato y soportan las torturas de ciertos partos. Ahı́ está el secreto de los intentos de los prisioneros y de los presidiarios para recobrar la libertad... Todavı́a no conocemos el

alcance de las fuerzas vitales: ¡parecen proceder del poder mismo de la Naturaleza y las extraemos de ¡depósitos desconocidos! —Señ or —dijo un vigilante, en voz baja, al oı́do del director que acompañ aba al doctor Lebrun a la verja de la Conserjerı́a—, el incomunicado nú mero dos dice estar enfermo y reclama al mé dico; a irma que se está muriendo —añadió el vigilante. —¿De verdad? —dijo el director. —¡Está con el estertor! —replicó el vigilante. —Son las cinco —dijo el doctor—; todavı́a no he comido... Pero ya que estoy aquí, vamos a ver... —El incomunicado nú mero dos es precisamente el cura españ ol de quien se sospecha que es Jacques Collin —dijo el señ or Gault al mé dico—, y es uno de los presos preventivos destinados al proceso en el cual estaba implicado aquel pobre muchacho... —Ya lo he visto esta mañ ana —respondió el doctor —. El señ or Camusot me mandó llamar para

examinar el estado de salud de este individuo, que, dicho sea entre nosotros, se encuentra perfectamente y que, ademá s, tendrı́a un é xito asegurado si se ofreciera como Hércules a cualquier compañía de saltimbanquis. —Puede que quiera tambié n suicidarse —dijo el señ or Gault—. Vayamos los dos a las celdas de incomunicació n, porque yo tambié n tengo que estar allı́, aunque só lo sea para transferirlo a la Pistola. El señ or Camusot ha levantado la incomunicació n a este curioso anónimo... Jacques Collin, apodado Engañ amuertes en el mundo carcelario, y al que a partir de ahora no puede darse ya otro nombre que no sea el suyo, desde el momento de su regreso a la celda por orden de Camusot había sido presa de una ansiedad como jamá s la habı́a conocido a lo largo de su vida marcada por tantos crı́menes, por tres fugas y por dos condenas de la sala de lo criminal. Este hombre, en cuya persona se resume la vida, las fuerzas, el espíritu y las pasiones del mundo del presidio, y que ofrece la má s alta expresió n del mismo, ¿no ofrece

acaso una monstruosa belleza por su abnegació n canina hacia aquel al que habı́a convertido en su amigo? Pese a ser condenable, infame y horrible por tan diversos motivos, aquella abnegació n absoluta hacia su ı́dolo le hace objeto de un interé s tal, que este Estudio, que tiene ya una extensió n considerable, parecerı́a inacabado y acortado si no contuviera el desenlace de esa vida criminal junto al in de Lucien de Rubempré . Una vez muerto el pequeñ o podenco, cabe preguntarse si seguirá viviendo su terrible compañ ero el leó n. En la vida real, en la sociedad, los hechos se encadenan tan inexorablemente unos con otros, que nunca van aislados. El agua de los rı́os forma una especie de suelo lı́quido; no hay ola, por rebelde que sea y por mucho que se eleve, cuyo chorro potente no se borre bajo la masa de las aguas, má s fuerte por la rapidez de su curso que las simas rebeldes que se forman en su super icie. Ası́ como se contempla el paso del agua viendo en su curso confusas imá genes, quizá se desee medir la presió n del poder social sobre aquel torbellino llamado Vautrin, ver a qué distancia irá a abismarse la oleada rebelde, có mo terminará la trayectoria de aquel hombre

auté nticamente diabó lico, aunque unido a la humanidad por el amor. ¡Cuan difı́cilmente muere este principio celestial incluso en los corazones má s gangrenados! Si se ha penetrado debidamente en aquel corazó n de bronce, se habrá advertido que Jacques Collin, el vil presidiario, materializando el sueñ o acariciado por tantos poetas, por Moore, por lord Byron, por Mathurin, por Canalis (un demonio apropiá ndose de un á ngel y llevá ndolo a su in ierno para refrescarlo con el rocı́o hurtado del paraı́so), habı́a renunciado a sı́ mismo desde hacı́a siete añ os. Sus poderosas facultades, centradas en Lucien, no actuaban má s que para Lucien: se recreaba en sus progresos, en sus amores y en su ambició n. Para é l, Lucien era su alma visible. Engañ amuertes cenaba en casa de los Grandlieu, se deslizaba en el tocador de las grandes señ oras y amaba a Esther por poderes. Contemplaba en Lucien a un Jacques Collin guapo, joven y noble, ascendiendo al cargo de embajador.

Engañ amuertes habı́a encarnado la superstició n alemana del DOBLE mediante un fenó meno de paternidad moral que comprenderá n fá cilmente las mujeres que hayan amado verdaderamente alguna vez en la vida, que hayan sentido su alma transferida al hombre amado, que han compartido su vida, en lo que haya tenido de noble o de infame, de feliz o desgraciada, de oscura o gloriosa; que han sentido, pese a la distancia, dolor en su pierna si é l recibı́a una herida, que han intuido que se batı́a en duelo y que, por decirlo en dos palabras, no han tenido necesidad de enterarse de una in idelidad para saber que se había producido. Cuando le devolvı́an a su celda, Jacques Collin decı́a para sus adentros: "¡Van a interrogar al pequeño!" Y se estremecı́a, é l, para quien matar es como para un trabajador echar un trago. "¿Habrá podido ver a sus amantes? —se preguntaba—. ¿Habrá encontrado mi tı́a a esas malditas hembras? Esas duquesas y condesas, ¿habrá n dado algú n paso, habrá n impedido

el.interrogatorio?... ¿Habrá recibido Lucien mis instrucciones?... Y si tenemos la fatalidad de que le interroguen ¿có mo se comportará ? ¡Pobre muchacho, he sido yo el que le ha llevado hasta ahı́! El bandido de Paccard y la isgona de Europa son los que han armado todo este lı́o birlando los setecientos cincuenta mil francos entregados por Nucingen a Esther. Esos dos nos han hecho tropezar en el ú ltimo momento; ¡pero van a pagar cara esta broma! Un solo dı́a má s, y Lucien era rico; habrı́a podido casarse con su Clotilde de Grandlieu. Ademá s, Esther dejaba de estorbar. Lucien amaba demasiado a esa chica, y en cambio jamá s habrı́a querido a esa tabla de salvació n, a Clotilde... ¡El muchacho habrı́a sido entonces todo mı́o! Y pensar que nuestra suerte depende de una mirada, de un ligero rubor de Lucien delante de Camusot, que lo ve todo, que tiene esta sutilidad caracterı́stica de todos los jueces. Cuando me ha mostrado las cartas, hemos cambiado una mirada con la que nos hemos sondeado mutuamente, y ha adivinado que yo puedo someter a un chantaje a las queridas de Lucien..."

Este monó logo duró tres horas. La angustia fue tan grande, que dio cuenta de aquel organismo de hierro y de vitriolo. Jacques Collin, cuyo cerebro enloquecido pareció incendiarse, sintió una sed tan devoradora que, sin darse cuenta, agotó toda la provisió n de agua contenida en uno de los dos baldes que, junto con la cama de madera, constituyen todo el mobiliario de una celda de incomunicación. "¿Qué le ocurrirá si pierde la cabeza? ¡Porque este pobre hijo mı́o no tiene la fuerza de Thé odore!...", se preguntaba al acostarse en su camastro, parecido a los que había en el cuerpo de guardia. Unas palabras acerca de este Thé odore, del que se acordaba Jacques Collin en aquel decisivo instante. Thé odore Calvi, joven corso condenado a perpetuidad por once asesinatos a la edad de dieciocho añ os, gracias a ciertas protecciones compradas a precio de oro, habı́a sido el compañ ero de cadenas de Jacques Collin de i8ioa 1820. La ú ltima evasió n de Jacques Collin, que habı́a sido una de sus mejores combinaciones (habı́a

salido disfrazado de gendarme, llevando a Thé odore Calvi a su lado como presidiario, como si lo acompañ ara a la comisarı́a), aquella soberbia fuga habı́a tenido lugar en el puerto de Rochefort, donde mueren los presos en cantidad y donde se esperaba que verı́an el in esos dos peligrosos personajes. Aunque se evadieran juntos, se habı́an visto obligados a separarse por las circunstancias de la huida. Thé odore habı́a sido capturado y devuelto a la prisió n. Tras haber marchado a Españ a y haberse convertido en Carlos Herrera, Jacques Collin se dirigı́a a Rochefort a buscar a su corso cuando encontró a Lucien a orillas del Charente. El hé roe de los bandidos y de los bosques, del que Engañ amuertes debı́a haber aprendido italiano, fue sacri icado naturalmente a este nuevo ídolo. La vida con Lucien, muchacho limpio de toda condena y al que só lo podı́an atribuirse ciertos devaneos, se ofrecı́a ademá s bella y magnı́ ica como el sol de un dı́a de verano, mientras que con Thé odore no veı́a Jacques Collin má s perspectiva que el cadalso, tras una serie de crı́menes

indispensables. La idea de que podı́a sobrevenir una desgracia a causa de la debilidad de Lucien, que habı́a de perder la cabeza a causa del ré gimen de incomunicació n, adquirió proporciones enormes en la mente de Jacques Collin; al concebir la posibilidad de una catá strofe, el desgraciado sintió que sus ojos se le bañ aban en lá grimas, fenó meno que desde su infancia no se había producido en él ni una sola vez. "Debo tener una iebre de caballo —pensó —, y quizá si hago venir al mé dico y le ofrezco una suma considerable me pondrá en contacto con Lucien." En aquel momento el carcelero llevó la comida al preso. —Es inú til, muchacho, no puedo comer. Diga al señ or director de esta prisió n que me mande el mé dico; me encuentro tan mal, que pienso que ha llegado mi última hora. Al oı́r los ruidos guturales del estertor que acompañ aron a las palabras del presidiario, el vigilante inclinó la cabeza y salió . Jacques Collin se aferró con furia a esta esperanza; pero cuando vio

entrar en su celda al doctor en compañ ı́a del director, comprendió que su tentativa habı́a abortado, y esperó frı́amente el efecto de la visita ofreciendo su muñeca al médico. —El señ or tiene iebre —dijo el doctor al señ or Gault—; pero se trata de la iebre que cogen casi todos los presos preventivos, y que —añ adió al oı́do del falso españ ol— es siempre para mı́ la prueba de una criminalidad cualquiera. En aquel momento el director, a quien el procurador general habı́a entregado la carta escrita por Lucien a Jacques Collin para que se la diera a é ste, dejó al doctor y al preso bajo la guardia del vigilante y fue a buscar dicha carta. —Caballero —dijo Jacques Collin al doctor, viendo que el vigilante estaba en la puerta y sin explicarse la ausencia del director—, ofrecerı́a treinta mil francos para poder hacer llegar unas lı́neas a Lucien de Rubempré. —No quiero robarle su dinero —dijo el doctor Lebrun—, ya nadie en el mundo puede comunicarse

con él. —¿Nadie? —dijo Jacques Collin, estupefacto—. ¿Y por qué? —Porque se ha ahorcado... Jamá s tigre alguno, viendo que le han arrebatado sus cachorros, habrá proferido en las selvas de la India un grito tan terrible como el que lanzó Jacques Collin, que se alzó igual que un tigre irguié ndose sobre sus patas; lanzó sobre el doctor una mirada ardiente como un relá mpago, y a continuació n se desmoronó sobre su camastro, diciendo: —¡Oh, hijo mío!... —¡Pobre hombre! —exclamó el médico, conmovido ante aquel terrible esfuerzo de la naturaleza. Efectivamente, a aquella explosió n siguió un tal estado de debilidad, que las ú ltimas palabras pronunciadas por el preso fueron como un murmullo. —¿Tambié n se nos va a quedar entre las manos

éste? —preguntó el vigilante. —¡No, no es posible! —repuso Jacques Collin, levantá ndose y mirando a los dos testigos de la escena con una mirada apagada y frı́a—. ¡Se equivocan, no es é l! No lo han visto bien. Uno no puede ahorcarse estando incomunicado. ¡Fı́jense! ¿Có mo podrı́a ahorcarme yo aquı́? ¡Parı́s entero responde ante mí de esta vida! ¡Dios me la debe! El vigilante y el mé dico estaban a su vez sorprendidos, ellos que difı́cilmente podı́an sorprenderse por nada desde hacı́a tiempo. El señ or Gault entró con la carta de Lucien en la mano. Al ver al director, Jacques Collin, abatido por la propia violencia de su explosió n de dolor, pareció tranquilizarse. —He aquı́ una carta que me ha encargado de entregarle el señ or procurador general, permitié ndole que llegara a us ted sin abrir —hizo notar el señor Gault. —Es de Lucien... —dijo Jacques Collin.

—Sí, señor. —¿Es cierto, caballero, que este joven...? —Ha muerto —repuso el director—. Aun cuando el doctor hubiera estado aquı́, habrı́a llegado tarde, por desgracia... Este joven ha muerto allı́... en una de las Pistolas... —¿Puedo verlo con mis propios ojos? —preguntó tı́midamente Jacques Collin—; ¿dejará n a un padre la libertad para ir a llorar a su hijo? —Si usted quiere, puede tomar su habitació n, puesto que tengo orden de trasladarle a una de las habitaciones de la Pistola. La incomunicació n le ha sido levantada, caballero. La mirada del detenido, sin calor y sin vida, iba lentamente del director al mé dico; Jacques Collin los miraba inquisitivamente, temı́a alguna trampa y dudaba en salir. —Sı́ quiere usted ver el cadá ver —le dijo el mé dico —no tiene tiempo que perder; se lo van a llevar esta

noche. —Si tienen ustedes hijos, señ ores, comprenderá n mi atontamiento —dijo Jacques Collin—; apenas veo nada... Este golpe es para mı́ peor que la muerte, pero no pueden comprender lo que estoy diciendo... Si son ustedes padres, no lo son má s que de una manera...; yo, ¡tambié n soy madre!... Estoy... estoy loco... me doy cuenta. Si se pasa por determinados corredores cuyas puertas só lo se abren al paso del director, se tarda poco en ir de las celdas de incomunicació n a las de la Pistola. Estas dos hileras de habitaciones está n separadas por un corredor subterrá neo formado por dos gruesos muros que sostienen la bó veda sobre la que reposa la galerı́a del Palacio de Justicia, que recibe el nombre de galerı́a mercante. Por eso Jacques Collin, acompañ ado por el vigilante que lo cogió por el brazo, precedido por el director y seguido por el mé dico, llegó en pocos minutos a la celda en que yacı́a Lucien, al que habı́an colocado sobre la cama.

Al verlo, cayó sobre su cuerpo y se pegó a é l en un abrazo desesperado, cuya fuerza y cuyo apasionamiento hicieron estremecerse a los tres testigos de la escena. —Aquı́ tiene —dijo el doctor al director— un ejemplo de lo que le decı́a. ¡Fı́jese!... Este hombre va a moldear este cuerpo, y no sabe usted lo que es un cadáver: ¡es como la piedra!... —¡Dé jenme aquı́!... —dijo Jacques Collin con voz apagada—. No me queda mucho tiempo para verlo, me lo van a quitar para... Se detuvo ante la palabra enterrar. —¡Permı́tanme conservar algo de mi querido hijo!... Tenga la bondad de cortar usted mismo, caballero —dijo al doctor Lebrun—, algunos mechones de su cabellos, porque yo no puedo... —¡No hay duda de que es su hijo! —dijo el médico. —¿Cree usted? —respondió el director, con un aire profundo que hizo meditar unos instantes al

médico. El director dijo al vigilante que dejara al preso en aquella celda y que cortara algunos mechones de cabello de la cabeza del joven para el presunto padre antes de que fueran a llevarse el cadáver. En el mes de mayo, a las cinco y media, se puede leer fá cilmente una carta en la Conserjerı́a, pese a los barrotes de las rejas y las mallas de alambre que hay en sus ventanas. Jacques Collin deletreó , pues, aquella terrible carta cogiendo la mano de Lucien. No hay quien pueda guardar un pedazo de hielo en la palma de la mano apretá ndolo con fuerza durante diez minutos. La frialdad se transmite a las fuentes de la vida con una rapidez mortal. Pero el efecto de este frı́o terrible y activo como un veneno apenas puede compararse con el que produce la mano yerta y glacial de un muerto sostenida ası́, apretada ası́. La Muerte se pone entonces a hablar con la Vida, le comunica sus oscuros secretos, capaces de aniquilar muchos sentimientos; porque en lo que a los sentimientos respecta, cambiar ¿no

equivale a aniquilarse? Si se vuelve a leer con Jacques Collin la carta de Lucien, este postrer escrito aparecerá tal como le apareció a aquel hombre: como una copa de veneno.

AL REVERENDO PADRE CARLOS HERRERA

"Mi querido padre, no he recibido má s que favores de usted, y ahora acabo de traicionarle. Esta ingratitud involuntaria me mata, y cuando lea estas lı́neas ya no existiré ; ya no tendrá usted ocasió n alguna de salvarme. "Usted que me habı́a dejado el pleno derecho a perderle, tirá ndole al suelo como una colilla, si de ello sacaba alguna ventaja; pero lo que he hecho ha sido disponer de usted tontamente. Para librarme del atolladero y engañ ado por una há bil pregunta del juez de instrucció n, su hijo espiritual, el hijo que

usted habı́a adoptado, se ha pasado a las ilas de los que quieren perderle a cualquier precio, queriendo a irmar la identi icació n —que yo sé que es imposible— entre usted y un criminal francé s. Ya está todo dicho. "Entre un hombre de su poder y yo, de quien quiso usted hacer un personaje má s grande de lo que mis capacidades permitı́an, serı́a improcedente andar con nimiedades en el momentó de la separació n de initiva. Ha querido usted hacerme poderoso y llevarme a la gloria, y en realidad me ha precipitado al abismo del suicidio, eso es lo que ha ocurrido. Hace tiempo que veı́a como la desgracia estaba a punto de abatirse sobre mí. "Hay la posteridad de Caı́n y la de Abel, como usted decı́a a veces. Caı́n, en el gran drama de la humanidad, es la oposició n. Usted desciende de Adá n por esta lı́nea en la cual el diablo ha seguido insu lando aquel fuego cuya primera chispa habı́a dirigido a Eva. Entre los demonios de esta progenie, de vez en cuando, hay algunos terribles, que establecen unas amplias organizaciones que

resumen todas las fuerzas humanas y que se parecen a esos animales febriles de los desiertos cuya vida exige el marco de los espacios inmensos que en ellos se encuentran. Estos individuos son peligrosos para la Sociedad, como lo serı́an unos leones en plena Normandı́a: necesitan un pasto, devoran a los hombres vulgares y se comen los escudos de los memos; su juego es tan peligroso que acaban matando al perro humilde que han convertido en compañ ero suyo y en ı́dolo. Cuando Dios ası́ lo quiere, esos seres misteriosos llegan a ser Moisé s, Atila, Carlomagno, Mahoma o Napoleó n; pero cuando deja que tales instrumentos gigantescos se cubran de herrumbre en el fondo, no pasan entonces de ser Pugachev, Robespierre, Louvel y el padre Carlos Herrera. Dotados de un enorme poder sobre las almas tiernas, las atraen y las trituran. Tiene una cierta grandeza y hermosura, a su manera. Es como la planta venenosa de brillantes colores que fascina a los niñ os en el bosque. Es la poesı́a del mal. Hombres como vosotros han de vivir en antros y no salir jamá s de ellos. Me has hecho participar de esa vida gigantesca, y la vida me ha dado ya de sı́ cuanto

podı́a darme. De modo que puedo apartar mi cabeza de los nudos gordianos de tu polı́tica para entregarla al nudo corredizo de mi corbata. "Para reparar mi falta, transmito al procurador general una retractació n de mi interrogatorio. Trate de sacar partido de este documento. En virtud de un testamento en debida forma, le devolverá n, reverendo padre, las sumas pertenecientes a su Orden que empleó usted con gran imprudencia a mi favor, movido por la paternal ternura que hacia mı́ ha mostrado. "Adió s, pues, adió s, estatua grandiosa del mal y de la corrupció n; adió s a usted que, de haber seguido la senda del bien, habría sido más que Cisneros, más que Richelieu; ha mantenido sus promesas: vuelvo a ser lo que era al borde del Charante, con la diferencia de que hoy le debo los encantamientos de un sueñ o; pero por desgracia, ya no se trata del rı́o de mi pueblo donde iba a ahogar los devaneos de juventud; ahora es el Sena, y mi madriguera es una celda de la Conserjería.

"No lo lamente: mi desprecio por usted igualaba a mi admiración. "Lucien."

Antes de la una de la madrugada, cuando fueron a buscar el cadá ver, encontraron a Jacques Collin arrodillado junto a la cama, con esta carta en el suelo, soltada seguramente como la pistola que deja caer el suicida despué s de morir; pero el desdichado seguı́a cogiendo con sus dos manos la mano de Lucien y rezaba. Al ver a aquel hombre los mozos se detuvieron un momento porque parecı́a una de esas iguras de piedra puestas de rodillas toda la eternidad sobre los sepulcros medievales. por obra del genio de los imagineros. El falso sacerdote, con los ojos claros como los tigres y con una inmó vil rigidez sobrenatural, impresionó tanto a aquella gente, que le pidieron con dulzura que se levantara. —¿Por qué? —preguntó tímidamente.

El audaz Engañamuertes se había vuelto débil como un niño. El director mostró la escena al señ or de Chargeboeuf, el cual, sobrecogido de respeto ante tal dolor y convencido de la condició n de padre que Jacques Collin se atribuı́a, explicó cuá les eran las ó rdenes del señ or de Grandville referentes al o icio de difuntos y al cortejo fú nebre de Lucien, a quien habı́a que trasladar sin falta a su domicilio del muelle Malaquais, donde le esperaban unos clé rigos que iban a velar por él durante el resto de la noche. —En este gesto reconozco el alma generosa de este magistrado —exclamó con voz triste el presidiario —. Dı́gale, caballero, que puede contar con mi reconocimiento... Sı́, yo puedo hacerle grandes favores... No olvide estas palabras, para é l son muy importantes. ¡Ah, caballero! Se producen cambios muy extrañ os en el corazó n de un hombre cuando pasa siete horas llorando.junto a un muchacho como éste... ¡Ya no le veré más!... Tras haber contemplado a Lucien afectuosamente,

con la mirada de una madre a quien arrebatan el cuerpo del hijo, Jacques Collin se desplomó . Al ver có mo cogı́an el cuerpo de Lucien, exhaló un gemido que estimuló a los mozos a apresurarse. El secretario del procurador general y el director de la cá rcel no habı́an querido asistir a este espectáculo. ¿Qué se habı́a hecho de aquella naturaleza de bronce en la que la decisió n igualaba en rapidez a la mirada, en la que el pensamiento y la acció n brotaban como un mismo rayo, cuyos nervios, aguerridos por tres evasiones y por tres encarcelamientos, habı́an alcanzado la solidez metá lica de los nervios del salvaje? El hierro, sometido a una percusió n reiterada o a presió n, se rompe; sus molé culas impenetrables, puri icadas y homogeneizadas por el hombre, se disgregan, y, sin necesidad de estar en fusió n, el metal ya no tiene la misma capacidad de resistencia. Los herradores, los cerrajeros y los herreros de corte, todos los obreros que trabajan constantemente este metal usan un tecnicismo propio para expresar este

estado: "El hierro está enriado", dicen, apropiá ndose de una palabra que se aplica propiamente só lo al cá ñamo, al lino o al esparto, cuya maceració n se prepara con el enriamiento. El alma humana, o si se pre iere, la triple energı́a del cuerpo, el corazó n y el espı́ritu, llega a una situació n aná loga a la del hierro tras una serie de repetidos golpes. Ocurre entonces con los hombres igual que con el hierro o con el cá ñamo: quedan enriados. La ciencia, la justicia y la opinió n pú blica investigan las causas de las terribles catá strofes producidas en las lı́neas de ferrocarriles por la ruptura de alguna barra de hierro; uno de los casos má s espantosos es el de Bellevue. Pero nadie ha consultado a los entendidos de verdad, a los herreros, que han dicho todos exactamente lo mismo: "¡El hierro estaba enriado!" El peligro era imprevisible, porque tanto el metal reblandecido como el resistente tienen el mismo aspecto. Los confesores y los jueces de instrucció n hallan a los grandes criminales a menudo en este estado. Las fuertes impresiones que reciben en la sala de lo criminal y en el corte de cabello producen casi

siempre, incluso en las personas má s resistentes, una dislocación del aparato nervioso. Las bocas más fuertemente cerradas dan entonces paso a las confesiones; los corazones má s duros se quiebran; y extrañ amente esto ocurre cuando ya las confesiones son inú tiles, cuando:¡esta postrera debilidad arranca la má scara de inocencia con la que el reo inquietaba a la justicia, que siempre conserva un rescoldo de intranquilidad cuando el reo muere sin confesar su crimen. Napoleó n supo lo que era esta disolució n de todas las ¡fuerzas humanas en el campo dé batalla de Waterloo. A las ocho de la mañ ana, cuando el vigilante de la Pistola entró en la habitació n donde se hallaba Jacques Collin, vio que estaba pá lido y tranquilo como si hubiera recuperado su fortaleza gracias a un violento esfuerzo de la voluntad. —Es la hora del paseo —dijo el llavero—, lleva usted tres dı́as encerrado; puede ir a tomar el aire y a estirar las piernas, si lo desea.

Jacques Collin, entregado por completo a sus absorbentes re lexiones, sin ningú n interé s por sı́ mismo, era como un despojo, como una vestidura sin cuerpo a sus propios ojos; por esto no sospechó la trampa que le tendı́a Bibi-Lupin, ni la importancia de su salida al patio. El desdichado salió maquinalmente y se alejó por el pasillo que corre a lo largo de las celdas construidas en las cornisas de las esplé ndidas arcadas del palacio de los reyes de Francia, sobre las que se sostiene la galerı́a llamada de San Luis, que conduce actualmente a las distintas dependencias del tribunal de casació n. Este pasillo comunica con el de la Pistola; un detalle digno de ser tenido en cuenta es que la celda en que estuvo detenido Louvel, uno de los regicidas má s cé lebres, es la que está situada en el á ngulo recto que forman los dos pasillos. Debajo del bonito gabinete que se halla en la torre Bonbec está una escalera de caracol a la que va a parar aquel oscuro pasillo y por donde pasan los presos alojados en la Pistola o en las celdas para ir al patio y volver. Todos los detenidos, los acusados que han de comparecer ante la sala de lo criminal y los que ya

han comparecido, los preventivos que ya no está n incomunicados, en suma, todos los presos de la Conserjería se pasean por este espacio estre— j

cho, totalmente pavimentado, durante algunas horas al día, especialmente por la mañana temprano en verano. Este patio lleva por un extremo al patı́bulo o a presidio, es su antesala; por el otro extremo está unido a la sociedad a travé s del gendarme, del despacho del juez de instrucció n o de la sala de lo criminal. Por eso ofrece un aspecto aú n má s glacial que el patı́bulo. El patı́bulo puede convertirse en pedestal para ir al cielo; el patio, en cambio, es el conjunto de todas las infamias de la tierra agrupadas y sin salida. No importa que se trate del patio de la Force o del de Poissy, de los Melun o Sainte-Pé lagie: un patio es siempre un patio. Los mismos hechos se reproducen exactamente en unos y en otros, con la ú nica diferencia del color de los muros, de su altura o del espacio. Ası́ pues, los ESTUDIOS DE

COSTUMBRES no serı́an ieles a su tı́tulo si no se hiciera aquı́ una descripció n exacta de este pandemónium parisiense. Bajo las só lidas bó vedas que sostienen la sala de audiencias del tribunal de casació n, hay junto a la cuarta arcada una piedra que utilizaba San Luis, segú n se dice, para repartir sus limosnas, y que actualmente sirve de mostrador para la venta de algunos comestibles a los presos. En cuanto se les da acceso al patio, todos van a agruparse en torno a aquella piedra de golosina para presos: aguardiente, ron, etc. Las dos primeras arcadas del lado de acá del patio, que está enfrente de la magnı́ ica galerı́a bizantina, ú nico vestigio de la elegancia del palacio de San Luis, está n ocupadas por un locutorio en el que se entrevistan los abogados con los acusados; é stos ú ltimos acceden a é l a travé s de un rastrillo formidable compuesto por un doble corredor marcado por hileras de enormes barrotes y situado en el espacio de la tercera arcada. Aquel doble corredor se parece a esas calles que se establecen a

la puerta de los teatros mediante barreras para facilitar las colas que hace el pú blico en las sesiones de gran é xito. En este locutorio, que está situado al extremo de la inmensa sala del actual rastrillo de la Conserjerı́a e iluminado por la luz del patio que llega a travé s de cué vanos, se han construido bastidores con vidrieras del lado del rastrillo, de manera que se puede vigilar a los abogados mientras hablan con sus clientes. Esta innovació n ha sido requerida por la excesiva seducció n que ejercı́an algunas hermosas mujeres sobre sus defensores. Ya no se sabe dó nde se detendrá la moral... Tales precauciones parecen esos exá menes de conciencia ya preparados, en los que las imaginaciones puras se pervierten pensando en monstruosidades ignoradas. En este locutorio tienen tambié n lugar las entrevistas de los parientes y amigos a los que la policı́a da permiso para ver a los presos, acusados o detenidos. Ahora puede comprenderse lo que es el patio para los doscientos presos de la Conserjerı́a; es su jardı́n, un jardı́n sin á rboles, ni tierra, ni lores; un patio, en suma. Los anexos del locutorio y de la piedra de San

Luis, desde la cual se distribuyen los comestibles y los lı́quidos autorizados, constituyen la ú nica comunicació n posible con el mundo exterior. Los ratos que se pasan en el patio son los ú nicos durante los cuales el preso está al aire libre y acompañ ado; en las otras prisiones los presos está n agrupados en los talleres de trabajo; en cambio en la Conserjerı́a uno no puede dedicarse a ninguna ocupació n, a menos que esté en la Pistola. Allı́ el drama de la sala de lo criminal preocupa a todos, puesto que los que está n allı́ han ido ú nicamente para comparecer ante el juez de instrucció n o ante el tribunal. El patio ofrece un espectá culo espantoso; es imposible imaginarlo, hay que verlo o haberlo visto. En primer lugar, el centenar de acusados o de presos preventivos que se agolpan en un espacio de cuarenta metros de largo por treinta de ancho no constituye la é lite de la sociedad. Estos desgraciados, que en su mayor parte pertenecen a (las clases má s bajas, van mal vestidos; sus isonomı́as son feas o repugnantes; los criminales procedentes de esferas sociales superiores

constituyen excepciones, afortunadamente bastante poco frecuentes. La concusió n, la falsi icació n de moneda o la quiebra fraudulenta, ú nicos crı́menes que pueden llevar a la cá rcel a la gente respetable, gozan por otra parte del privilegio de la Pistola, y en tales casos el preso no suele salir casi nunca de su celda. Aquel lugar de paseo, enmarcado por hermosos e imponentes muros negruzcos, por una columnata repleta de celdas, por unas forti icaciones del lado del muelle y por las celdas enrejadas de la Pistola al norte, guardado ademá s por atentos vigilantes y ocupado por un rebañ o de criminales viles que desconfı́an los unos de los otros, ofrece ya un aspecto desolador a causa de la propia distribució n de sus partes; pero la desolació n se convierte en temor cuando uno se halla situado en el punto de convergencia de todas esas miradas llenas de odio, de curiosidad y de desesperació n, frente a esos seres deshonrados. No hay ninguna alegrı́a, todo es sombrı́o, tanto el lugar como los hombres. Todo está mudo, las paredes y las conciencias. Todo es peligroso para esos desdichados; salvo cuando se

anuda alguna amistad que es tan siniestra como el presidio que la ha dado a luz, no se atreven a iarse los unos de los otros. La policı́a, que lota por encima de ellos, les envenena la atmó sfera y lo corrompe todo, hasta el apretó n de manos de dos amigos culpables. El criminal que se encuentra allı́ con su mejor compañ ero ignora si é ste se ha arrepentido, si ha confesado algo en interé s de su propia vida. Esta falta de seguridad, este temor al cordero acaba de estropear la libertad ya de por sı́ engañ osa del patio de la prisió n. En la jerga carcelaria, el cordero es un sopló n que parece estar metido en un asunto muy comprometido y cuya habilidad proverbial consiste en hacerse pasar por amigo. La palabra amigo, en la jerga, signi ica ladró n notable, es el ladró n consumado que ha roto desde hace tiempo con la sociedad, que quiere seguir siendo ladró n toda su vida, y que permanece iel, a pesar de todo, a las leyes del hampa. El crimen y la locura tienen cierta semejanza. Es lo mismo ver a los presos de la Conserjerı́a en el patio que ver a los locos en el jardı́n de un manicomio. Unos y otros se pasean esquivá ndose, intercambian

miradas que a lo sumo son muy singulares, y a menudo atroces, segú n las ideas que abrigan en aquel momento, pero que jamá s son alegres ni serias; porque se conocen o se temen. La espera de una condena, los remordimientos, las ansiedades, dan a los paseantes del patio el aspecto inquieto y hurañ o de los locos. Só lo los criminales consumados tienen un aplomo que se asemeja a la tranquilidad de una vida honrada, a la sinceridad de una conciencia pura. Como la gente de las clases medias es allı́ la excepció n, y dado que la vergü enza retiene en sus celdas a los pocos que hay, los paseantes habituales del patio llevan generalmente ropas de obreros. Predominan las blusas y las chaquetas de pana. La ropa, basta y sucia, acorde con las isonomı́as vulgares o siniestras y con la brutalidad de los ademanes, algo contenidos, sin embargo, por las tristes ideas que abrigan los presos; todo, incluso el silencio del lugar, contribuye a llenar de terror o de asco a los escasos visitantes que, gracias a elevadas recomendaciones, han conseguido el privilegio poco común de ver la Conserjería.

Ası́ como el espectá culo de un laboratorio de anatomı́a, con sus iguras de cera representando deshonrosas enfermedades, estimula la castidad e inspira amores santos y nobles al joven que lo visita, la vista de la Conserjerı́a y del patio, decorado con aquellos hué spedes destinados al presidio, al patı́bulo o a cualquier pena infamante, suscita el temor a la justicia humana en quienes pudieran no temer la justicia divina, cuya voz habla tan fuerte a la conciencia; salen de allı́ honrados por mucho tiempo. Puesto que los paseantes que se hallaban en el patio cuando bajó Jacques Collin han de ser los actores de una escena decisiva en la vida de Engañ amuertes, no está de má s describir a algunas de las principales figuras de esa terrible asamblea. Igual que en todas partes donde se reú nen algunos hombres, igual que en la escuela, allı́ reinan a la vez la fuerza fı́sica y la fuerza moral. En la Conserjerı́a, como en los presidios, la criminalidad es el signo de aristocracia. Aquel cuya cabeza está en juego es el que tiene mayor ascendiente. El patio, como es de

suponer, constituye una escuela de derecho penal; allı́ se profesa mucho mejor que en la plaza del Panteó n. La broma perió dica consiste en repetir el drama de la sala de lo criminal, en elegir un presidente, un jurado, un iscal, un abogado, y en juzgar el proceso. Esta desagradable farsa se representa casi siempre con ocasió n de los crı́menes famosos. En aquella é poca estaba al orden del dı́a una importante causa criminal, el horrible asesinato del señ or y de la señ ora Crottat, antiguos campesinos y padres del notario, que tenı́an en su casa, como lo probaron las indagaciones policı́acas, ochocientos mil francos en oro. Uno de los autores de este doble asesinato era el cé lebre Dannepont, llamado La Pouraille, expresidiario, que durante cinco añ os habı́a burlado las activı́simas pesquisas de la policı́a al amparo de siete u ocho nombres distintos. Los disfraces de este sinvergü enza eran tan perfectos, que habı́a estado dos añ os en la cá rcel con el nombre de Delsouq, uno de sus discı́pulos, famoso ladró n cuyos robos jamá s superaban la competencia del tribunal correccional. Desde su salida de presidio, La Pouraille habı́a cometido tres asesinatos. Tanto la certeza de que

iba a ser condenado a muerte como su presunta fortuna —puesto que no se habı́a encontrado un solo cé ntimo de la suma robada—, hacı́an de aquel preso objeto del terror y de la admiració n de los demá s. Todavı́a se recuerda, pese a los acontecimientos de Julio de 1830, el espanto que provocó en París aquel golpe tan audaz, comparable en importancia con el robo de las medallas de la Biblioteca, porque la desdichada tendencia de nuestra é poca a reducirlo todo a cifras hace que un asesinato sea tanto má s impresionante cuanto mayor es la suma sustraída. La Pouraille, hombre delgado y de baja estatura, con cara de huró n, de cuarenta y cinco añ os de edad, era una de las celebridades de los tres penales, en los que habı́a vivido sucesivamente desde la edad de diecinueve añ os; conocı́a íntimamente a Jacques Collin, ahora se sabrá cómo y por qué . Otros dos presidiarios que habı́an sido transferidos de la Force a la Conserjerı́a desde veinticuatro horas antes, junto con Louraille, habı́an reconocido inmediatamente y habı́an dado a conocer a todo el patio la realeza siniestra del

amigo destinado al patı́bulo. Uno de estos presos, un reincidente llamado Sé lerier, apodado el Auverné s, el tı́o Ralleau y el Lioso, y que en la sociedad que en los penales se llama la alta hampa, recibı́a el apodo de Hilo de Seda, debido a la habilidad con que se escabullı́a de los peligros del o icio, era uno de los antiguos hombres de con ianza de Engañ amuertes. Engañ amuertes tenı́a tales sospechas de que Hilo de Seda desempeñ ara un doble papel, de que fuera a la vez uno de los miembros de la alta hampa y un con idente de la policı́a, que le habı́a atribuido (vé ase Papá Goriot) su detenció n en la casa Vauquer en 1819. Sé lerier, a quien es preciso llamar Hilo de Seda, ası́ como a Dannepont con su apodo de La Pouraille, habı́a infringido ya una orden de destierro y estaba implicado en varios robos cuali icados, sin derramamiento de sangre, que habı́an de hacerle volver al penal al menos para veinte añ os. El otro presidiario, llamado Riganson, formaba con su concubina, llamada la Infanterı́a, una de las má s temibles parejas de la alta hampa. Riganson, que habı́a tenido que vé rselas con la justicia desde su má s tierna infancia, llevaba el apodo de el Infantero.

El Infantero era el macho de la Infanterı́a, puesto que no hay nada sagrado para el mundo del hampa. Estos salvajes no respetan la ley ni la religió n, no respetan nada, ni siquiera la historia natural, cuya santa nomenclatura, como puede verse, llegan a parodiar. Aquı́ se hace necesaria una digresió n. La entrada de Jacques Collin en el patio, su aparició n entre sus enemigos, tan cuidadosamente preparada por BibiLupin y por el juez de instrucció n, y las extrañ as escenas que iban a resultar de ello, todo resultarı́a inadmisible e incomprensible sin algunas explicaciones sobre el mundo de los ladrones y de los penales, sobre sus leyes, sus costumbres y, sobre todo, su lenguaje, cuya repugnante poesı́a es indispensable en esta parte de la narració n. Digamos pues, ante todo, unas palabras sobre la lengua de los delincuentes, de los rateros, de los asesinos, que en los ú ltimos tiempos ha pasado a la literatura con tanto é xito, que má s de una palabra de este extrañ o vocabulario ha manchado los rosados labios de alguna dama, se ha pronunciado en suntuosas moradas y ha divertido a los

prı́ncipes. Para asombro, quizá , de mucha gente, no hay lengua má s ené rgica y cromá tica que la de este mundo subterrá neo que se agita, desde que existen grandes centros urbanos, en los só tanos, en las sentinas y en los terceros fosos de las sociedades, si se nos permite esta expresiva imagen tomada del arte dramá tico. ¿No es el mundo, en de initiva, un teatro? Los terceros fosos son el ú ltimo de los só tanos que está bajo las tablas de la ó pera y donde se hallan los artefactos mecá nicos, los que los manejan, las candilejas, las apariciones, los demonios azules que vomita el infierno, etc. Todas las palabras de este lenguaje son imá genes brutales, a veces ingeniosas, a veces terribles. Unos pantalones son unos alares. En esta jerga no se duerme, sino que se soma. Advié rtase con qué energı́a este verbo expresa el sueñ o caracterı́stico de esta bestia perseguida, fatigada, acechante, que se llama Ladró n y que, en cuanto se siente a salvo, cae y rueda por los abismos de un sueñ o profundo y necesario bajo las potentes alas de la Sospecha, planeando siempre por encima de ella. Es un dormir espantoso, parecido al del animal salvaje que,

mientras duerme y emite ronquidos, mantiene sin embargo las orejas erguidas y atentas. Todo es feroz en este idioma. Las sı́labas del comienzo o del inal de las palabras son á speras y producen un singular asombro. Una mujer es una ja. ¡Y qué poesı́a! La paja es pluma de La Mancha. Para indicar la medianoche se recurre a la siguiente perı́frasis: son las doce de la capa. Limpiar un piltro signi ica desvalijar una habitació n. ¿Qué es la expresió n acostarse comparada con la de pellejarse, o sea, revestir otra piel? ¡Qué viveza de imá genes! Jugar al dominó quiere decir comer; ¿de qué modo comen las personas perseguidas? La jerga, por otra parte, progresa sin cesar, sigue la civilizació n de cerca y se enriquece con nuevas expresiones a cada nuevo invento. La patata, creada y descubierta por Luis XVI y Parmentier, recibe el apelativo de naranja porcina. Cuando se inventaron los billetes de banco, la carne de presidio los bautizó en seguida como papiros garateados, con el nombre de Garat, el cajero que los irmaba. ¡Papiro! ¿No parece escucharse el ruido del papel de los

billetes al arrugarse? El billete de mil francos es un papiro macho, y el de quinientos un papiro hembra. Seguro que los presidiarios bautizará n algú n dı́a los billetes de cien o de doscientos francos con algú n extraño nombre. En 1790 Guillotin descubrió , para servicio de la humanidad, el artefacto expeditivo que resuelve todos los problemas suscitados por el suplicio de la pena de muerte. Inmediatamente, los forzados, los exgaleotes, examinaron este mecanismo situado en los con ines moná rquicos del antiguo sistema y junto a las fronteras de la nueva justicia y la llamaron de repente la Ermita de Sube de Malagana. Examinaron el á ngulo descrito por la cuchilla de acero, y para describir su acció n hallaron el verbo oportuno: segar. Si se piensa que el presidio recibe el nombre de banasto, quienes se ocupan de lingü ı́stica deben realmente admirar la creació n de tales espantosos vocablos, como hubiera dicho Charles Nodier. Hay que reconocerle a la jerga carcelaria, por lo demá s, una remota antigü edad. Una dé cima parte de sus palabras procede de la lengua romá nica y otra dé cima parte de las lenguas

prerromá nicas autó ctonas. Las palabras chapitel (cabeza), calcorros (zapatos), embuciar (comer), sorni (oro), beyes (naipes), y cica (bolsa) pertenecen a la lengua de muchos siglos atrás. Por lo menos un centenar de palabras de esta jerga pertenecen a la lengua de PANURGE, que, en la obra de Rabelais, simboliza al pueblo, ya que este nombre se compone de dos palabras griegas que significan: El que lo hace todo. El nombre que se da a la cabeza cuando aú n está en su sitio —el chapitel— indica el antiguo origen de esta lengua, que aparece en la obra de los novelistas má s antiguos, como Cervantes o el Aretino. En todas las é pocas, efectivamente, la ramera, heroı́na de tantas novelas antiguas, ha sido la protectora, la compañ era y el consuelo del ru iá n, del ladrón, del ratero y del estafador. La prostitució n y el robo son dos protestas vivientes, macho y hembra, del estado natural contra el estado social. Por eso los iló sofos, los actuales novadores, los humanitaristas, que traen

por sé quito a los comunistas y fourieristas, llegan sin sospecharlo a estas dos conclusiones: la prostitució n y el robo. El ladró n no pone en tela de juicio, en las pá ginas de libros sofı́sticos, la propiedad, la herencia y las garantı́as sociales, sino que las suprime por las buenas. Para é l robar es regresar a su lugar propio. No polemiza contra el matrimonio, ni lo acusa de nada, y tampoco se dedica a reclamar en utopı́as impresas ese consentimiento mutuo y esa estrecha alianza de las almas que es imposible generalizar, sino que se aparea con una violencia cuyos eslabones son constantemente estrechados por el martillo de la necesidad. Los modernos novadores escriben teorı́as pastosas, enrevesadas y nebulosas, o novelas ilantró picas; el ladró n prá ctico, en cambio, es claro como un hecho, es ló gico como un puñetazo. ¡Y qué estilo tiene!... Otra observació n. El mundo de las prostitutas, de los ladrones y de los asesinos, las cá rceles y los penales, tienen una població n aproximada de sesenta a ochenta mil individuos, entre varones y hembras. Este mundo no puede ser desdeñado en la

descripció n de nuestras costumbres, en la reproducció n literal de nuestro estado social. La justicia, la gendarmerı́a y la policı́a poseen un nú mero de funcionarios casi igual: ¿no es esto extrañ o? Este antagonismo de gente que se busca y que se esquiva mutuamente constituye un duelo de enormes proporciones, eminentemente dramático, y que ha sido esbozado en este estudio. Con el latrocinio y el comercio de mujeres pú blicas ocurre como en el teatro, la policı́a, el clero y la gendarmerı́a. En cada una de está s seis condiciones el individuo adquiere un cará cter indeleble. No puede ser má s que lo que es. Los estigmas del divino sacerdocio son inmutables, igual que los del militar. Asimismo sucede con los otros estados, que constituyen otros tantos antagonismos, otros tantos contrarios en la civilizació n. Estos diagnó sticos violentos, extrañ os, singulares, sui generis, hacen que la prostituta, el ladró n, el asesino y el expresidiario sean tan fá cilmente reconocibles, que para sus enemigos el sopló n y el gendarme son como la presa para el cazador: tienen determinados andares, ciertos ademanes, un color de la piel, una mirada, un color, un olor determinados, en suma,

unas propiedades infalibles. De ahı́ que las grandes iguras de los presidios posean esta profunda ciencia del disfraz. Digamos aú n unas palabras sobre la constitució n de este mundo, que se está haciendo tan amenazador por la supresió n de la marca con el hierro, por la suavizació n de las penalidades y la estú pida indulgencia de los jurados. Efectivamente, dentro de veinte añ os, Parı́s se verá cercado por un ejercito de cuarenta mil expresidiarios, puesto que el departamento del Sena, con sus ciento cincuenta mil habitantes, es el ú nico punto de Francia donde pueden ocultarse estos desechados. Parı́s, para ellos, es como la selva virgen para las bestias feroces. La alta hampa, que para estos ambientes es su faubourg Saint-Germain, su aristocracia, se habı́a reagrupado en 1816 a consecuencia de una paz que ponı́a en tela de juicio a tantas existencias, en una asociació n llamada de los Grandes Cofrades, que reunió a los má s famosos jefes de bandas y a algunos audaces que carecı́an entonces de medios

de subsistencia. En su jerga, la palabra cofrade quiere decir a la vez amigo, hermano y compañ ero. Todos los ladrones, los |M sidiarios y los presos son cofrades. Los Grandes Cofrades, la lor y nata de la alta hampa, fueron durante veintitantos añ os el tribunal de casació n, el instituto y la cá mara de los pares de aquel pueblo. Los grandes Cofrades tuvieron todos una fortuna particular, unos capitales en comú n y unas costumbres aparte. Se conocı́an todos y se debı́an ayuda y socorro en caso de di icultad. Pasando por encima de las astucias y de los intentos de corrupció n de la policı́a, todos tuvieron su constitució n.particular y su santo y seña. Estos duques y pares del presidio habı́an constituido, entre 1815 y 1819, la cé lebre sociedad de los Diez Mil (vé ase Papá Goriot), llamada ası́ por el convenio en virtud del cual jamá s se podrı́a emprender ningú n asunto en el que hubiera menos de diez mil francos que ganar. Por aquel tiempo, en 1829 y 1830, se estaban publicando unas memorias por parte de una famosa igura de la policı́a judicial en las que se indicaban el estado de fuerzas de esta

sociedad y los nombres de sus miembros. En ellas podı́a leerse con espanto la lista de un ejé rcito de genios, tanto hombres como mujeres, ejé rcito tan potente, tan há bil y tan frecuentemente vencedor, que en é l se contaban ladrones como los Levy, los Pastourel, los Collonge y los Chimaux, cuyas edades oscilaban entre los cincuenta y los sesenta añ os y cuya rebeldı́a contra la sociedad dura desde su infancia... ¡Qué señ al de impotencia para la justicia representa la existencia de ladrones tan viejos! Jacques Collin era el cajero, no só lo de la Sociedad de los Diez Mil, sino tambié n de los Grandes Cofrades, los hé roes del presidio. Como han reconocido las autoridades competentes, los presidios siempre han tenido capitales. Es fá cil comprender este hecho aparentemente extrañ o. Salvo en casos excepcionales, no se suele encontrar la suma robada. Los condenados, como no pueden llevarse nada consigo al penal, se ven obligados a recurrir a la con ianza y al talento, tienen que con iar sus fondos, aná logamente a como la gente de la sociedad confía su dinero a un banco.

Primitivamente Bibi-Lupin, jefe de la policı́a de seguridad desde hacı́a diez añ os, habı́a formado parte de la aristocracia de los Grandes Cofrades. Su traició n provino de una herida que sufrió en su amor propio; siempre se habı́a visto relegado ante la elevada inteligencia y la prodigiosa fuerza de Engañ amuertes. De ahı́ el permanente encarnizamiento que mostraba aquel célebre jefe de la policı́a de seguridad contra Jacques Collin. De ahı́ derivaban tambié n ciertos compromisos entre BibiLupin y sus antiguos compañ eros que empezaban a preocupar a los magistrados. Ası́ pues, en su deseo de venganza, al que el juez de instrucció n habı́a dado vı́a libre empujado por la necesidad de establecer la identidad de Jacques Collin, el jefe de la policı́a de seguridad habı́a elegido muy há bilmente a sus auxiliares echando sobre el falso españ ol a La Ponraille, Hilo de Seda y el Infantero, puesto que La Ponraille pertenecı́a a los Diez Mil, igual que Hilo de Seda, y el Infantero era un Gran Cofrade. La Infanterı́a, la temible ja del Infantero, que sigue

escabullá ndose de todas las persecuciones de la policı́a gracias a sus disfraces de mujer respetable, estaba en libertad. Esta mujer, que sabe ingirse admirablemente marquesa o baronesa, tiene coche y criados. Esta especie de Jacques Collin con faldas es la ú nica mujer comparable con Asia, el brazo derecho de Jacques Collin. Cada uno de los hé roes de presidio, efectivamente, tiene a alguna mujer abnegada. Los fastos judiciales y la cró nica secreta del Palacio lo proclaman: ninguna pasió n de mujer honesta, ni siquiera la de la beata por su director espiritual, supera la fuerza de los lazos que unen a la coima que comparte los peligros de los grandes criminales. Entre esta gente, la pasió n es casi siempre la razó n primitiva de sus audaces empresas, de sus asesinatos. El amor excesivo que los arrastra hacia la mujer, constitucionalmente segú n dicen los mé dicos, absorbe todas las fuerzas morjtı́ les y fı́sicas de esos ené rgicos hombres. De ahı́ viene la ociosidad que domina su existencia, porque los excesos en el amo| exigen reposo y comida reparadores. De ahı́ el odio haci¿todo trabajo, que

obliga a esta gente a recurrir a medio? rá pidos para lograr dinero. Sin embargo, la necesidad de vW vir, y de vivir bien, de por sı́ ya bastante violenta, es poca cosa comparada con las prodigalidades reclamadas por las compañ eras, a las que esos generosos Medoros quieren obsequiar con joyas y vestidos, y que se muestran siempre golosas y gustan de comer bien. La compañ era desea un chai, el amante lo roba y la mujer ve en este acto una prueba de amor. Ası́ es como se dirigen hacia el hurto, el cual, si sé examina con lupa el corazó n humano, se reconoce como seiri timiento casi natural en el hombre. El hurto lleva al asesinato, y el asesinato lleva al amante de peldañ o en peldañ o hasta el patı́bulo. El amor fı́sico desenfrenado de tales hombres serı́a, pues, si se acepta la explicació n que da la Facultad de Medicina, el origen de las siete dé cimas partes de los crı́menes. Cuando se hace la autopsia de un ejecutado siempre se halla, por otra parte, la prueba de esta a irmació n de un modo palpable ei impresionante. Ası́ se ganan esos monstruosos amantes, esos espantajos de la sociedad, la adoració n de sus queridas. Esta abnegació n de hembra ielmente acurrucada a la

puerta de las prisiones, dedicada constantemente a contrarrestar las astucias de la instrucció n y guardia incorruptible de los má s oscuros secretos, es lo que hace impenetrables e irresolubles tantos procesos. Ahı́ radica la fuerza, pero tambié n la debilidad de los criminales. En la jerga de estas mujeres, tener probidad equivale a no faltar a ninguna de las leyes de esta unió n, equivale a dar todo su dinero al hombre enchironado, es velar por su bienestar, guardarle idelidad en todos los sentidos y hacer cualquier cosa por é l. La injuria má s cruel que puede lanzar una prostituta a la cara de otra deshonrada es acusarla de in idelidad hacia un amante apiolado (encarcelado). En tales casos se considera que es una mujer sin corazón. La Pouraille amaba con pasió n a una mujer, como se verá . Hilo de Seda, iló sofo egoı́sta que robaba para hacerse una fortuna, se parecı́a mucho a Paccard, el secuaz de Jacques Collin, que habı́a huido con Prudence Servien y con la fortuna de setecientos cincuenta mil francos. No estaba unido con nadie, no le gustaban las mujeres y no amaba má s que a Hilo de Seda. En cuanto al Infantero,

como ya es sabido, debı́a su apodo a su unió n con la Infanterı́a. Pues bien, estas tres iguras de la alta hampa tenı́an cuentas que pedirle a Jacques Collin, y unas cuentas bastante difíciles de establecer. El cajero era el ú nico que sabı́a cuá ntos asociados sobrevivı́an y cuá l era la fortuna de cada uno de ellos. Cuando decidió alzarse con los fondos en provecho de Lucien, Engañ amuertes habı́a tenido en cuenta en sus cá lculos la especial mortalidad de sus mandatarios. Burlando la vigilancia de sus compañ eros y de la policı́a durante nueve añ os, Jacques Collin tenı́a casi la certeza de heredar, segú n la carta de los Grandes Cofrades, la fortuna de los dos tercios de sus comitentes. ¿Acaso no podı́a, ademá s, alegar pagos realizados a cofrades liquidados? Por ú ltimo, este jefe de los Grandes Cofrades no estaba sometido a ningú n control. Los demá s depositaban en é l una con ianza absoluta por necesidad, ya que la vida de iera que llevan los presidiarios exige la mayor delicadeza entre la gente respetable de aquel mundo feroz. Sobre los cien mil escudos del delito, Jacques Collin podı́a librarse entonces, quizá , con unos cien mil francos.

En aquellos momentos, como se ha visto, a La Pouraille, uno de los acreedores de Jacques Collin, no le quedaban más que noventa días de vida. Como ademá s poseı́a una suma superior a la que le guardaba su jefe, La Pouraille habı́a de mostrarse bastante acomodaticio. Uno de los diagnó sticos infalibles que permiten a los directores de prisió n y a sus agentes, a la policı́a y a sus auxiliares e incluso a los jueces instructores, reconocer a los perros viejos, es decir, a los que ya han comido muchas alubias, es la familiaridad con que se desenvuelven en las prisiones; los reincidentes conocen naturalmente sus usos, está n en su casa y no se sorprenden de nada. Jacques Collin, alerta contra sı́ mismo, habı́a desempeñ ado admirablemente hasta entonces su papel de extranjera y de inocente, tanto en la Force como en la Conserjerı́a. Pero abatido por el dolor y aplastado por su doble muerte —porque durante aquella noche fatal habı́a muerto dos veces— volvió a ser Jacques Collin. El vigilante quedó estupefacto al ver que no tenı́a que indicar al sacerdote españ ol

por dó nde se iba al patio. Aquel actor tan perfecto olvidó su papel y bajá por la escalera de la torre Bonbec como si fuera asiduo de la Conserjería. "Bibi-Lupin tiene razó n —dijo el vigilante para sus adentros—; é ste es un perro viejo, es Jacques Collin." En el instante en que Engañ amuertes apareció en la puerta de la atalaya, que enmarcó su igura, los presos, que acababan de realizar sus adquisiciones en la mesa de piedra llamada de San Luis, se estaban dispersando por el patio, siempre demasiado angosto para ellos: todos a un tiempo vieroa al nuevo detenido, sin tardar, puesto que no hay nada que! iguale la certera mirada de los presos, que, en el patio, parecen una arañ a situada en el centro de su telarañ a. Esta comparació n es de una exactitud matemá tica, puesto que al estar la vista limitada por todas partes por unas murallas! altas y negruzcas, los detenidos ven constantemente, sin necesidad de ijarse, la puerta que da acceso a los vigilantes, las ventanas del locutorio y las de la escalera de la torre Bonbec,:

ú nicas salidas del patio. Debido al profundo aislamiento en que se encuentra, todo despierta la atenció n y la curiosidad del preso; su aburrimiento, comparable al del tigre enjaulado del zooló gico, multiplica su poder de atenció n. No está l de má s hacer notar que Jacques Collin, sin someterse rı́gidamente al há bito eclesiá stico, llevaba unos pantalones negros, medias negras, zapatos con hebillas plateadas, chaleco negro y una especie de levita de color marró n, de corte claramente sacerdotal, completado por el peculiar corte de peloil Jacques Collin llevaba una peluca superlativamente eclesiá stica y de una gran naturalidad. —¡Vaya, vaya! —dijo La Pouraille al Infantero—. ¡Mala señ al! ¡Un cuervol ¿Por qué habrá uno de esos pon aquí? —Es alguno de sus tinglados, algú n sopló n de nueva planta —contestó Hilo de Seda—. Es algú n vendedor de cintas (la gendarmerı́a de antañ o) disfrazado que viene a por sus negocios.

El gendarme tiene diversos nombres en la jerga: cuando persigue al ladró n es el vendedor de cintas; cuando lo conduce detenido es una golondrina, y cuando lo lleva al patı́bulo es el hú sar de la guillotina. Para concluir la descripció n del patio quizá sea necesario retratar en pocas palabras a los otros dos cofrades. Sé lerier, llamado el Auverné s, llamado el tı́o Ralleau, llamado el Lioso y llamado por ú ltimo Hilo de seda, tenı́a treinta nombres y otros tantos pasaportes; de ahora en adelante se le nombrará ú nicamente con este ú ltimo sobrenombre, el ú nico que recibı́a de la alta hampa. Este profundo iló sofo, que creı́a que el supuesto cura era un gendarme, era un individuo de cinco pies y cuatro pulgadas, y sus mú sculos ofrecı́an extrañ os salientes. Bajo su enorme cabeza lanzaban destellos unos pequeñ os ojos cubiertos, igual que los de las aves de presa, por unos pá rpados grises, mates y duros. A primera vista parecı́a un lobo por la anchura de sus mandı́bulas de trazo vigoroso y pronunciado; pero todo cuanto dicho parecido implicaba en cuanto a crueldad e incluso a ferocidad, era contrapesado

por la astucia y vivacidad de sus rasgos, pese a las huellas de viruela que conservaban. El borde de cada cicatriz parecı́a re lejar su ingenio. En ellas se leı́a la sorna. La vida de los criminales, con sus secuelas de hambre y sed, de noches al raso pasadas en muelles, en taludes, en la calle o bajo puentes, de orgı́as con bebidas fuertes para celebrar los triunfos, habı́a impreso sobre su cara como una capa de barniz. Cualquier agente de policı́a, cualquier gendarme, habrı́a reconocido su presa a treinta pasos de distancia si Hilo de Seda se hubiera mostrado al natural; pero competı́a con Jacques Collin en el arte del maquillaje y del disfraz. En aquella ocasió n "»o de Seda, desaliñ ado como un gran actor que no se cuida de su vestido más que en el teatro, llevaba una especie oe chaqueta sin botones, cuyos ojales deshilachados dejaban yw el forro blanco; llevaba tambié n unas feas zapatillas verdes, unos pantalones de algodó n amarillo que se habı́an vuelto grises, y en la cabeza una gorra sin visera, por debajo de la cual sobresalı́an las puntas de un viejo pedazo de madras deshilacliado y roto. El Infantero contrastaba plenamente con Hilo de

Seda. Aquel cé lebre ladró n, de pequeñ a estatura, grueso y fornida á gil, de tez pá lida, de ojos negros y hundidos, vestido cotilo un cocinero y con unas piernas muy arqueadas, asustaba poe ¡su isonomı́a en la que predominaban todos— los sı́ntomas da Ua organización propia de los animales carnívoros. Hilo de Seda y el Infantero hacı́an la corte a La Pouraille, el cual no conservaba ninguna esperanza. Este asesina reincidente sabı́a que iba a ser juzgado, condenado y ejecutado antes que pasaran cuatro meses. Por eso Hilo de Sedé y el Infantero, amigos de La Pouraille, no dejaban de llamarle el Canó nigo, es decir, el canó nigo de la ermita de Sube de Malagana. Es fá cil imaginar por qué Hilo de Seda y el Infantero cortejaban a La Pouraille. La Pouraille habı́a eiH terrado doscientos cincuenta mil francos de oro, la parte que le correspondı́a del botı́n recogido en casa de los esposod Crottat. ¡Qué magnı́ ica herencia para dejarla a dos cofrades, aunque estos dos expresidiarios tuvieran que volver a los pocos dı́as al penal! El Infantero e Hilo de Seda iban a ser condenados a quince añ os por robos cali icados (es decir, que reunı́an

circunstancias agravantes), al margen de los diez añ os de una condena anterior que se habı́an tomado la libertad de interrumpir. Ası́ pues,— aunque tuvieran por delante veintidó s añ os el uno y veintisé is el otro de trabajos forzados, esperaban ambos evadirse e ir a buscar el montó nde oro de La Pouraille. Pero el miembro de los Diez Mil; guardaba su secreto; no le parecı́a ú til transmitirlo mientra no le hubieran condenado. Como pertenecía a la alta sociedad del mundo del presidio, no habı́a revelado nada acerca de sus; có mplices. Su personalidad era conocida; el señ or Popinot, instructor de aquel espantoso caso, no pudo sacar nada de él. El terrible triunvirato estaba en lo alto del patio, es decir, debajo de la Pistola. Hilo de Seda estaba terminando la instrucció n de un muchacho que no habı́a dado má s que un golpe y que, convencido de que serı́a condenado a diez añ oS: de trabajos forzados, se informaba acerca de los diversos penales. —Mira, muchacho —le decía sentenciosamente Hilo

de Seda en el instante en que apareció Jacques Collin—, he aquı́ la diferencia que hay entre Brest, Toulon y Rochefort. —Dime, veterano —dijo el joven, con la curiosidad de un novicio. Este detenido, hijo de buena familia y acusado de falsi icació n, habı́a bajado de la celda contigua a la de Lucien. —Hijo mı́o —prosiguió Hilo de Seda—, en Brest, hundiendo la cuchara en el plato, sacará s alubias a la tercera cucharada; en Toulon no sacará s hasta la quinta, y en Rochefort nunca sacará s, a menos que seas un veterano. Una vez dicho esto, el profundo iló sofo se unió a La Pouraille y al Infantero, los cuales, intrigados por el cuervo, se pusieron a bajar por el patio al tiempo que Jacques Collin, quebrantado por el dolor, subı́a en sentido contrario. Engañ amuertes, entregado a terribles re lexiones, las propias de un emperador destronado, no imaginaba ser centro de todas las miradas y objeto de la atenció n general, y andaba

lentamente, mirando la ventana fatal en la que Lucien de Rubempré se había ahorcado. Ninguno de los presos conocı́a el acontecimiento, ya que el vecino de Lucien, el joven falsi icador, no habı́a dicho una palabra por los motivos que pronto se dirá n. Los tres cofrades se colocaron de tal modo que cortaran el paso al sacerdote. —No es un cuervo —dijo La Pouraille a Hilo de Seda—, es un perro viejo. ¡Fı́jate có mo tira la derecha! Como que no todos los lectores habrá n tenido la ocurrencia de visitar un presidio, es necesario explicar aquı́ que todo presidiario está unido con otro mediante una cadena (siempre un joven y un viejo juntos). El peso de esta cadena, que está roblada a una anilla que rodea la parte superior de la espinilla, es tan grande que al cabo de un añ o con iere al presidiario un há bito incorregible en la manera de andar. El condenado, al tener que enviar a una pierna má s fuerza que a la otra para tirar de estos antojos —tal es el nombre que se da en los penales a dicho herraje—, adopta inevitablemente

el há bito de este esfuerzo. Má s adelante, cuando ya no lleva cadena, ocurre con este aparejo como con las piernas amputadas, que siguen produciendo dolor; el forzado sigue sintiendo sus antojos y jamás puede librarse de aquel vicio en su caminar. En la jerga de la policı́a se dice que tira la derecha. Este diagnó stico, que conocen tanto los presidiarios como los policı́as, aun cuando no ayuda a reconocer a un compañ ero, completa por lo menos su identificación. En Engañ amuertes el há bito se habı́a debilitado mucho, puesto que se habı́a evadido hacı́a ya ocho añ os; pero a consecuencia de su meditació n absorbente, andaba con un paso tan lento y solemne que, por dé bil que fuera aquel vicio en el andar, tenı́a que llamar la atenció n de un individuo tan bregado como La Pouraille. Se comprende fá cilmente, por lo demá s, que los presidiarios hayan estudiado tanto sus propias isonomı́as y que conozcan ciertas costumbres que deben de escapar a sus enemigos sistemá ticos los soplones, gendarmes y comisarios de policı́a, ya que en los penales está n siempre en presencia los unos de los

otros y no tienen a nadie má s que observar. Debido a ciertos tirones de los mú sculos maxilares de la mejilla izquierda, un presidiario que asistió a un des ile militar de la legió n del Sena reconoció al teniente coronel de aquel cuerpo, el famoso Ooignard, y dio lugar a su detenció n; pese a la certeza de Bibi-Lupin, la policı́a no se atrevı́a a creer en la identidad del conde Pontis de Sainte-Hé lè ne con Coignard. —¡Si es nuestro jefe!... —dijo Hilo de Seda al recibir de Jacques Collin una de esas miradas distraı́das que dirige la persona hundida en la desesperació n sobre todo cuanto le rodea. —Es verdad, es Engañ amuertes —dijo el Infantero, frotá ndose las manos—. Tiene su misma estatura, su misma corpulencia. Pero, ¿qué habrá hecho? No se parece a lo que era. —¡Ah, ya entiendo! —dijo Hilo de Seda—. Debe tener un plan, vendrá a ver a su tı́a, que han de ejecutar dentro de poco. Para dar una vaga idea del personaje al que los

reclusos, los cabos de vara y los vigilantes llaman tía, bastará reproducir la brillante respuesta que dio el director de uno de los establecimientos penales al malogrado lord Durham, que visitó todas las cá rceles durante su estancia en Parı́s. Este lord, deseoso de conocer todos los detalles de la justicia francesa hizo montar al difunto verdugo Sansó n la guillotina, y solicitó que se ejecutara a una ternera viva para darse cuenta claramente del funcionamiento de la má quina que se hizo famosa con la Revolución francesa. El director, tras haber mostrado toda la cá rcel, los patios, los talleres, los calabozos, etc., señ aló con el dedo un local, con un gesto de asco. "No llevo a Su Señ orı́a a aquel local —dijo—, porque es el barrio de las tı́as..." "¡Hao! —exclamó lord Durham—. Y ¿qué es eso?" "Es el tercer sexo, milord." —¡Van a bochar a Thé odore! —dijo La Pouraille—. ¡Vaya chico simpá tico! ¡Qué habilidad, qué caradura! ¡Será una pérdida para la sociedad! —Sı́, Thé odore Calvi está rosando (comiendo) sus

ú ltimos bocados —dijo el Infantero—. ¡Sus jas deben de estar llorando a lá grima viva, pues le querían mucho a ese trápala! —¿Qué haces por aquı́, amigo? —dijo La Pouraille a Jacques Collin. Y junto con sus dos acó litos, con los que iba cogido del brazo, cortó el paso al recién llegado. —¡Oh, jefe! ¿Te has hecho cuervo? —añ adió La Pouraille. —Dicen que has murciado nuestros papiros (robado nuestro dinero) —dijo el Infantero con aire amenazador. —¿Vas a darnos sonague? (vas a darnos dinero) — preguntó Hilo de Seda. Estas tres preguntas salieron como tres disparos. —No bromeé is con un pobre sacerdote encerrado aquı́ por error —contestó maquinalmente Jacques Collin, que reconoció en seguida a sus tres compañeros.

—El sonido del cascabel es el mismo, aunque el palmito (la cara) esté algo cambiado —dijo La Pouraille, poniendo su mano sobre el hombro de Jacques Collin. Aquel ademá n y la vista de sus tres compañ eros sacaron violentamente al jefe de su postració n y le devolvieron a la vida real, porque durante aquella noche fatal se habı́a despeñ ado por los mundos espirituales e in initos de los sentimientos buscando en ellos un camino nuevo. —No despiertes sospechas sobre tu jefe —dijo en voz baja Jacques Collin, con un tono profundo y amenazador bastante parecido al rugir de un leó n —. La bo ia (policı́a) está ahı́, deja que caiga en la red. Estoy haciendo la comedia por un cofrade que está a punto de ir a la balanza (a la horca). Estas palabras fueron pronunciadas con la unció n de un saci—.dote que intenta convertir a unos desdichados, y Jacques Collin, a continuació n, abarcó el patio entero con una mirada, vio a los vigilantes bajo las arcadas y se los enseñó con sorna

a sus tres compañeros. —¿No hay vientos (soplones) por aquı́? ¡Abrid bien los columbres (los ojos) y ijaos! Haced como que no me conocéis, seamos prudentes y tratadme como a un cuervo, que si no os hundo a todos, a vosotros, vuestras jas y vuestro sonague (a vuestras mujeres y vuestro dinero). —¿Acaso no te fı́as de nosotros? —dijo Hilo de Seda—. Vienes a salvar a tu tía. —Madeleine está listo para la balanza —añ adió La Pouraille. —¡Thé odore! —dijo Jacques Collin, reprimiendo un movimiento y una exclamación. Jacques Collin desfalleció , sus piernas no le aguantaban, y tuvo que ser sostenido por sus compañ eros. Tuvo la presencia de espı́ritu de unir sus manos adoptando un aire de compunció n. La Pouraille y el Infantero sostuvieron respetuosamente al sacrilego Engañ amuertes, mientras que Hilo de Seda corrı́a hacia el vigilante

que estaba de guardia en la puerta del rastrillo que conduce al locutorio. —Aquel venerable sacerdote quisiera sentarse, déme una silla para él. Ası́ pues, el golpe montado por Bibi-Lupin fracasaba. Engañ amuertes, igual que Napoleó n al ser reconocido por sus soldados, lograba la sumisió n y el respeto de los tres forzados. Habı́an bastado dos palabras. Estas dos palabras eran: vuestras jas y vuestro sonague, vuestras mujeres y vuestro dinero, el resumen de todos los afectos verdaderos del hombre. Aquella amenaza fue para los tres presidiarios indicio del poder supremo, de que el jefe seguı́a con la fortuna de los tres entre sus manos. El jefe, que al exterior era todopoderoso, no les habı́a traicionado, como decı́an algunos falsos hermanos. Ademá s, la enorme fama de destreza y habilidad de su jefe estimuló la curiosidad de los tres forzados, ya que en la cá rcel la curiosidad es el ú nico aguijó n de esas almas marchitas. La audacia de Jacques Collin, que conservaba su disfraz incluso tras los cerrojos de la

Conserjería, tenía aturdidos a los tres criminales. —Estaba incomunicado desde hacı́a cuatro dı́as y no sabı́a que Thé odore estuviera tan cerca de la Ermita.y —dijo Jacques Collin—. Habı́a venido a salvar a un pobre muchacho que ayer se ahorcó , a las cuatro, y me encuentro con otra desgracia. ¡Ya no me quedan triunfos en esta baraja!... —¡Pobre jefe! —dijo Hilo de Seda. —¡Ay! ¡El panadero (el diablo) me abandona! — exclamó Jacques Collin, desprendié ndose del sosté n de sus dos compañ eros e irguié ndose con un aire imponente—. ¡Hay momentos en que el mundo puede má s que nosotros! La Cigü eñ a (el Palacio de Justicia) acaba tragándoselo todo. El director de la Conserjerı́a, al noti icá rsele el desfallecimiento del sacerdote españ ol, fue personalmente al patio para espiarle; mandó que lo sentaran en una silla, al sol, y se puso a examinarlo todo con su temible perspicacia, que aumenta dı́a a dı́a debido al ejercicio de tales funciones y que se oculta tras una aparente indiferencia.

—¡Ay, Dios mı́o! —dijo Jacques Collin—. Verse metido en medio de esta gente que es la escoria de la sociedad, entre criminales y asesinos... Pero Dios no abandonará a su servidor. Querido señ or director, señ alaré mi paso por aquı́ con actos de caridad cuya memoria perdurará . Convertiré a esos desdichados, aprenderá n que tienen un alma, que les espera la vida eterna, y que, aunque lo hayan perdido todo sobre la tierra, todavı́a les queda un cielo por conquistar, un cielo que les puede pertenecer a cambio de un arrepentimiento sincero y auténtico. Unos veinte o treinta presos habı́an acudido y se habı́an agrupado detrá s de los tres terribles forzados, cuyas feroces miradas habı́an logrado mantener a los curiosos a tres pies de distancia, y habı́an escuchado aquella plá tica pronunciada con unción evangélica. —A é ste, señ or Gault —dijo La Pouraille—, le prestaríamos atención... —Me han dicho —siguió Jacques Collin, que tenı́a

cerca al señ or Gault— que en esta cá rcel hay un condenado a muerte. —En estos momentos le está n leyendo la denegació n de su recurso de gracia —dijo el señ or Gault. —No sé lo que esto signi ica —dijo ingenuamente Jacques Collin, mirando a su alrededor. —¡Dios, qué palomo (simple) es! —dijo el jovencito que habı́a estado consultando a Hilo de Seda acerca de las alubias. —Pues hoy mismo o mañ ana lo apiolan —dijo un detenido. —¿Apiolar? —preguntó Jacques Collin, cuyo simulacro de inocencia e ignorancia dejó admirados a sus tres cofrades. —En su jerga —contestó el director— eso quiere decir la ejecució n de la pena de muerte. Si el escribano le está leyendo la denegació n del recurso, seguramente el verdugo recibirá pronto la orden de ejecució n. Este desgraciado ha rechazado persistentemente los

auxilios de la religión... —¡Ah, señ or director, es un alma que hay que salvar!... —exclamó Jacques Collin. El sacrilego unió las manos con una expresió n de amor desesperado que re lejaba un fervor divino, según creyó observar el atento director. —¡Ay, caballero! —siguió Engañ amuertes—. ¡Deje que le pruebe lo que soy y lo que puedo hacer permitié ndome que haga despuntar el arrepentimiento en ese corazó n endurecido! Dios me ha dado la facultad de decir ciertas palabras que producen unos grandes cambios. Yo quiebro los corazones, los abro... ¿Qué teme usted? Que me acompañ en gendarmes, guardianes o quien usted crea oportuno... —Ya miraré si el capellá n de la prisió n permite que le substituya usted —dijo el señor Gault. Y el director se marchó , impresionado por el aire totalmente indiferente, aunque curioso, con que los forzados y demá s presos contemplaban a aquel

sacerdote, cuya voz evangé lica daba un peculiar encanto a su chapurreo de francés y español.

—¿Có mo se halla usted aquı́, señ or cura? — preguntó el joven interlocutor de Hilo de Seda a Jacques Collin. —¡Oh, por un error! —contestó Jacques Collin, mirando de arriba abajo al hijo de buena familia—. Me han encontrado en la casa de una cortesana que acababa de ser objeto de un robo despué s de muerta. Se ha comprobado que se habı́a suicidado; y los autores del robo, que son seguramente los criados, todavía no han sido detenidos. —¿Y es a causa de ese robo por lo que se ahorcó aquel joven?... —Aquel pobre muchacho seguramente no habrá podido soportar la idea de verse injuriado por un encarcelamiento injusto —respondió Engañamuertes, alzando los ojos al cielo.

—Sı́ —dijo el joven—, acababan de ponerlo en libertad cuando se suicidó. ¡Qué perra suerte! —Só lo los inocentes dejan correr asi la imaginació n —dijo Jacques Collin—. Observe usted que el robo iba en perjuicio suyo. —¿De qué cantidad se trata? —preguntó el sutil y profundo Hilo de Seda. —De setecientos cincuenta mil francos —respondió pausadamente Jacques Collin. Los tres presidiarios se miraron entre sı́ y se retiraron del grupo que formaban los presos alrededor del presunto eclesiástico. —¡El fue quien limpió el só tano de la muchacha! — dijo Hilo de Seda al oı́do del Infantero—. Querı́an meternos miedo por nuestros Juanes dorados (monedas de oro). —Nunca dejará de ser el jefe de los grandes cofrades —contestó La Pouraille—. Nuestro sonague no ha desaparecido.

La Pouraille, que buscaba a alguien de quien iarse, estaba interesado en que Jacques Collin fuera persona honrada. Y en la cá rcel es donde en mayor medida los deseos acaban convirtié ndose en convicciones. —Apuesto cualquier cosa a que va a hundir al jefe de la Cigü eñ a (el procurador general), y que va a salvar a su tía —dijo Hijo de Seda. —Si lo consigue —dijo el Infantero—, no es que vaya a creer que es el mismo coime del alto (Dios), pero sı́ pensaré que se ha fumado una pipa con el panadero (el diablo). —¡Has oı́do como gritaba: El panadero me abandona! —hizo notar Hilo de Seda. —¡Oh! —exclamó La Pouraille—, si quisiera salvarme la mechusa (la cabeza), ¡qué vida me echarı́a con mi parte de sonague (de dinero) y los Juanes dorados que acabo de sepultar (el oro que acabo de esconder)! —¡Haz lo que te ordene! —dijo Hilo de Seda.

—¿Bromeas, o qué ? —repuso La Pouraille, mirando a su cofrade. —¡Será s palomo (tonto)! Puedes estar seguro que te dará n la tristeza (la sentencia de muerte). De modo que no tienes má s remedio que recurrir a é l si quieres seguir sobre tus pirá mides (en vida), si quieres seguir rozando, piando y mariscando (comiendo, bebiendo y hurtando) —le replicó el Infantero. —¡Que quede bien claro! —dijo La Pouraille—. Que no lo traicione nadie, porque de lo contrario me llevo al traidor conmigo al otro mundo... —¡Sería capaz!...—exclamó Hilo de Seda. Incluso las personas menos inclinadas a sentir cualquier clase de simpatı́a por aquel extrañ o mundo pueden imaginar cuá l era el estado de á nimo de Jacques Collin, situado entre el cadá ver del ı́dolo al que habı́a adorado una noche durante cinco horas y la cercana muerte de su antiguo compañ ero, el futuro cadá ver del joven corso Thé odore. Solamente para ver a aquel desdichado

necesitaba desplegar una habilidad poco corriente; pero salvarlo, ¡era un milagro! Sin embargo, aquella idea estaba ya dando vueltas en su cabeza. Para entender lo que iba a intentar Jacques Collin, es preciso hacer notar aquı́ que los asesinos, los ladrones y todos los que pueblan los presidios no son temibles como se piensa. Salvo raras excepciones, estos individuos son todos cobardes, seguramente a causa del miedo perpetuo que les oprime el corazó n. Como sus facultades está n siempre centradas en el robo y la ejecució n de cualquier golpe, les exige el empleo de toda su fuerza vital, y les exige ademá s una agilidad mental concorde con sus aptitudes corporales y una atención abusiva, se vuelven estúpidos salvo cuando practican esos violentos actos de voluntad, por la misma razó n que una cantante o un baiları́n caen rendidos despué s de un paso agotador o despué s de cantar uno de esos tremendos dú os que in ligen al pú blico los compositores modernos. Efectivamente, los malhechores está n tan faltos de razó n o tan oprimidos por el temor, que adoptan un comportamiento absolutamente infantil. Se vuelven

extremadamente cré dulos y caen en las trampas má s elementales. Tras el é xito de un golpe quedan en tal estado de postració n, que se abandonan inmediatamente a excesos para ellos necesarios: se embriagan de vino, de licores y se entregan rabiosamente a los brazos de sus mujeres para recuperar su tranquilidad con el desgaste de sus fuerzas y para encontrar en el olvido de su razó n el olvido de su crimen. En tal situació n está n a merced de la policı́a. Una vez detenidos, quedan cegados, pierden la cabeza y tienen tanta necesidad de esperanza que creen en cualquier cosa; no hay cosa que no admitan, por absurda que sea. Un ejemplo aclarará hasta dó nde llega la estupidez del criminal enchironado. Bibi-Lupin habı́a logrado hacer confesar a un asesino de diecinueve añ os de edad convencié ndole de que jamá s se ejecutaba a los menores. Cuando trasladaron a este muchacho a la Conserjerı́a para el juicio, despué s de haberse rechazado el recurso, aquel agente terrible habı́a ido a verle. —¿Está s seguro de no tener veinte añ os?... —le preguntó.

—Sı́, no tengo má s que diecinueve añ os y medio — dijo el asesino con absoluta tranquilidad. —Pues puedes estar tranquilo —contestó BibiLupin—, jamás tendrás veinte años... —¿Por qué?... —Porque te ejecutará n dentro de tres dı́as — repuso el jefe de la segundad. El asesino, que seguı́a creyendo, incluso despué s del juicio, que no se ejecutaba a los menores de edad, se desmoronó como un castillo de naipes. Estos seres, que se muestran tan crueles debido a la nece— ¡sidad de suprimir testigos, ya que só lo asesinan para eliminar pruebas (é sta es una de las razones alegadas por los defensor de la abolició n de la pena de muerte); esos gigantes de d treza y habilidad, cuyos gestos, cuyas miradas y cuyos se tidos está n aguzados como entre los salvajes, só lo se compo tan como hé roes en el teatro de sus hazañ as. Una vez cometido el crimen, no só lo comienzan sus apuros, puesto que está n tan

aturdidos por la necesidad de ocultar el producto de su roi como oprimidos se hallaban por la miseria, sino que ademá s quedan debilitados como una mujer que acabara de dar a lu Aunque en sus proyectos despliegan una energı́a pavorosa despué s de la hazañ a se comportan como crios. En suma, se asemejan a las bestias salvajes, que son fá ciles de cazar cuando está n ahitas. En la cá rcel estos hombres singulares muestran su virilidad con su disimulo y discreció n, que só lo suele ceder en el ú ltimo instante, cuando ya está n quebrantados y deshechos por la duración del arresto. Ahora puede comprenderse por qué los tres presidiarios, en lugar de perjudicar a su jefe, quisieron servirle; le admiraron al sospechar que era el dueñ o de los setecientos cincuenta mil francos robados y al verle tan tranquilo tras las rejas de la Conserjerı́a, y creyeron que era capaz de tomarlos bajo s protección. En cuanto el señ or Gault hubo dejado al falso españ ol regresó por el locutorio a su escribanı́a y fue a reunirse con Bibi-Lupin, el cual, agazapado

contra una de las ventanas qu daban al patio, lo contemplaba todo por una mirilla desde hacı́a veinte minutos, desde que Jacques Collin habı́a bajado de su celda. —Ninguno de ellos le ha reconocido —dijo el señ or Gault—, y Napolitas, que los vigila a todos, no ha oı́do nada. El pobre clé rigo, en su postració n de esta noche, no ha dicho una sola palabra que pueda hacer pensar que bajo su sotana se oculta Jacques Collin. —Esto demuestra que conoce bien las cá rceles — contestó el jefe de la policía de seguridad. Napolitas, el secretario de Bibi-Lupin, al que no conocı́a ninguno de los detenidos en aquel momento en la Conserjerı́a, desempeñ aba el papel del hijo de buena familia acusado de falsificación. —Por ú ltimo solicita que se le permita confesar al condenado a muerte —repuso el director. —¡Ahı́ tenemos un ú ltimo recurso! —exclamó BibiLupin—. No había caído. Théodore Calvi, el corso, es

el que iba encadenado junto con Jacques Collin; segú n me dijeron, Jacques Collin le hacı́a en la cangrí unos pegotes muy bien hechos... Los presidiarios se fabrican una especie de tampones que se colocan bajo la anilla de hierro para amortiguar la presió n de los antojos sobre sus tobillos y empeines. Estos tampones, hechos de tela y estopa, reciben el nombre de pegotes en los penales. —¿Quié n vigila al condenado? —preguntó BibiLupin al señor Gault. —¡Coeur-la-Virole! —Bien, voy a disfrazarme de gendarme y presenciaré la entrevista; los escucharé , y respondo de todo. —¿No teme usted que, si es Jacques Collin, le reconozca e intente estrangularle? —preguntó el director de la Conserjería a Bibi-Lupin. —Si voy vestido de gendarme, llevaré un sable —

respondió el jefe—; ademá s, si es Jacques Collin, no hará nada por lo que puedan condenarle a muerte; y si es un cura, no tengo nada que temer. —No hay tiempo que perder —dijo entonces el señ or Gault—; son las ocho y media, el padre Sauteloup acaba de leerle la denegació n del recurso y el señ or Sansó n espera en la sala la orden del ministerio fiscal. —Sı́, es para hoy, ya está n a punto los hú sares de la viuda (otro nombre del espantoso mecanismo) — respondió Bibi-Lupin—. No obstante, comprendo que el procurador general este dudando; el muchacho siempre se ha declarado inocente, y a mi parecer jamá s se han reunido pruebas convincentes contra él. —Es un corso de verdad —repuso el señ or Gaul—; no ha dicho una sola palabra y lo ha resistido todo. Las ú ltimas palabras del director de la Conserjerı́a al jefe de la policı́a de seguridad resumı́an la sombrı́a historia de los condenados a muerte. Los hombres sustraı́dos por la justicia del mundo de los

vivos pertenecen al Ministerio iscal. El Ministerio iscal es soberano; no depende de nadie má s que su propia conciencia. La prisión pertenece al Ministerio isc: que es su dueñ o absoluto. La poesı́a se ha apoderado de es: tema social, muy propio para sobrecoger la imaginació n: el! condenado a muerte. La poesı́a se ha mostrado sublime; la prosa no tiene má s recurso que la realidad, pero en este caso la realidad es su icientemente terrible para poder competir con! el lirismo. La vida del condenado a muerte que no ha confesado sus crı́menes o que no ha entregado a sus có mplices queda entregada a horrendas torturas. No se trata de zapatos que dañ an los pies, ni de llenar el estó mago de agua, ni de estirar los miembros del reo mediante má quinas espantosas, sino de una tortura encubierta y, por ası́ decir, negativa. El Ministerio iscal abandona al condenado a sı́ mismo, lo deja en las tinieblas y el silencio, y con un compañ ero (un cordero) del que debe descon iar. La bondadosa ilantropı́a moderna cree haber adivinado la atrocidad del suplicio del aislamiento, pero se equivoca. Desde la abolició n de la tortura, el Ministerio iscal, movido por el deseo muy natural de tranquilizar las conciencias tan

delicadas de los jurados, se habı́a dado cuenta de los terribles recursos que ofrece la soledad a la justicia contra los remordimientos. La soledad es el vacı́o; la naturaleza moral del hombre la teme tanto como su naturaleza fı́sica. La soledad só lo es habitable por el genio, que la llena con sus ideas, hijas del mundo del espı́ritu, o por el contemplador de las obras divinas, que la ve iluminada por la luz del cielo, animada por el soplo y por la voz de Dios. Excepció n hecha de estos tipos de hombre, tan cercanos al paraı́so, la soledad es a la tortura como lo moral a lo fı́sico. Entre la soledad y la tortura hay la misma dife rencia que entre la enfermedad nerviosa y la enfermedad quirú rgica. Equivale al sufrimiento multiplicado por el in inito. El cuerpo se eleva al in inito mediante el sistema nervioso, igual que el espı́ritu mediante el pensamiento. Por eso, en los anales del Ministerio iscal de Parı́s se registran los criminales que no confiesan. Tal siniestra situació n, que toma unas proporciones enormes en determinados casos, como por ejemplo en polı́tica, cuando se trata de una dinastı́a o del Estado, será descrita oportunamente en la

COMEDIA HUMANA. Ahora la descripció n de la caja de piedra en la que, durante la Restauració n, el Ministerio iscal mantenı́a al condenado a muerte, quizá baste para dejar entrever el horror de los ú ltimos dı́as de un reo. En la Conserjerı́a, antes de la Revolució n de Julio, habı́a el cuarto del condenado a muerte, que sigue existiendo actualmente. Este cuarto, adosado a la escribanı́a, está separado de ella por una gruesa pared, toda de piedra tallada y lanqueada al otro extremo por el grueso muro de siete u ocho pies de espesor que sostiene una parte de la inmensa sala de los Pasos Perdidos. Se entra por la primera puerta que se halla en el largo pasillo oscuro en que se hunde la mirada cuando se está en el centro de la gran sala abovedada del rastrillo. El cuarto es iluminado por un tragaluz dotado de una formidable reja que apenas se advierte al entrar en la Conserjerı́a, porque está en el pequeñ o espacio que queda entre la ventana de la escribanı́a, al lado de la reja del rastrillo, y el alojamiento del escribano de la Conserjerı́a, adosado como un armario al fondo del patio de entrada. Esta colocación explica por qué este cuarto, enmarcado por cuatro gruesas paredes, se destinó

a tan siniestra y fú nebre utilizació n cuando se procedió a diversos cambios en la Conserjerı́a. Es imposible cualquier evasió n. El pasillo, que lleva a las celdas de incomunicació n y al sector de las mujeres, desemboca frente a la estufa, donde siempre está n agrupados gendarmes y vigilantes. El tragaluz, ú nica salida al exterior, situado a una altura de nueve pies por encima de las losas, da al primer patio, vigilado por los gendarmes de facció n en la puerta exterior de la Conserjerı́a. No hay fuerza humana que pueda quebrantar aquellas gruesas paredes. Ademá s, al criminal condenado a muerte le ponen en seguida una camisa de fuerza que, como es sabido, impide toda acció n con las manos; por un pie se le encadena a su litera; por ú ltimo, tiene a un cordero para servirle y guardarle. El suelo de la habitació n es de gruesas losas de piedra, y su iluminació n es tan dé bil que apenas se ve nada. Es imposible no sentirse helado hasta los huesos al entrar allí, incluso hoy en día, pese a que este cuarto haya quedado inutilizado desde hace diecisé is añ os a consecuencia de los cambios adoptados en Parı́s

en la ejecució n de las decisiones de la justicia. Conté mplese al criminal en compañ ı́a de sus remordimientos, en el silencio y las tinieblas, y dı́gase si no es para volverse loco. ¡Qué solidez han de tener los que resisten este ré gimen, agravado por la inacció n y la inmovilidad que produce la camisa de fuerza! Thé odore Calvi, aquel corso de veintisiete añ os, envuelto en los velos de una discreció n absoluta, resistı́a sin embargo, desde hacı́a un par de meses, la acció n de aquel calabozo y la chá chara capciosa del cordero. He aquı́ el singular proceso criminal en que el corso se habı́a ganado su condena a muerte. Aunque el caso sea sorprendente, el aná lisis será muy somero. No es posible hacer largas digresiones cerca del desenlace de esta escena, que ha alcanzado ya tal extensió n y que no ofrece má s interé s que el que rodea a Jacques Collin, especie de columna vertebral que mediante su horrenda in luencia sirve de hilo conductor, por ası́ decir, entre Papá Goriot e Ilusiones perdidas, y entre Ilusiones perdidas y este

Estudio. La imaginació n del lector puede completar, por otra parte, el incierto tema que tanta inquietud causaba en aquellos momentos a los jurados del juicio al que habı́a comparecido Thé odore Calvi. Por eso, desde que ocho dı́as antes el tribunal de casació n habı́a rechazado el recurso del criminal, el señ or de Grandville llevaba este asunto entre manos y suspendı́a dı́a tras dı́a la orden de ejecució n, por el afá n de tranquilizar a los jurados gracias a una confesió n del condenado en el umbral mismo de la muerte. Una pobre viuda de Nanterre, cuya casa estaba aislada y que se hallaba, como ya es sabido, en el centro de la esté ril llanura que se extiende entre el Mont-Valé rien, Saint-Germain y las lomas de Sartrouville y de Argenteuil, habı́a sido asesinada y desvalijada pocos días después de haber recibido su parte de una herencia inesperada. Esta parte subı́a a tres mil francos, una docena de cubiertos, una cadena, un reloj de oro y algo de ropa. En lugar de ingresar en Parı́s los tres mil francos, como se lo aconsejaba el notario del comerciante de vinos de quien los habı́a heredado, la anciana lo habı́a

querido guardar todo en su casa. En primer lugar, jamá s se habı́a visto con tanto dinero propio, y ademá s descon iaba de todo el mundo en toda clase de negocios, igual que la mayorı́a de gente del pueblo y que la mayorı́a de campesinos. Despué s de largas conversaciones con un comerciante de vinos de Nanterre, pariente suyo y del otro comerciante difunto, la viuda se habı́a decidido a invertir la suma en una renta vitalicia, a vender su casa de Nanterre y a irse a vivir a Saint-Germain. La casa en que vivı́a, que tenı́a un jardı́n cercado con una fea empalizada, era una de esas mı́seras viviendas que se construyen los pequeñ os cultivadores de los alrededores de París. El yeso y el mampuesto, muy abundantes en Nanterre, cuyo suelo está cubierto de canteras explotadas al aire libre, habı́an sido empleados apresuradamente y sin ninguna idea arquitectó nica, como suele verse por los alrededores de Parı́s. Casi siempre es algo ası́ como la choza del salvaje civilizado. La casa consistı́a en una planta baja y un primer piso, encima del cual había varias buhardillas.

El esposo de aquella mujer, cantero y constructor de aquella vivienda, había puesto barrotes de hierro muy só lidos en todas las ventanas. La puerta de entrada era de una solidez notable. El difunto sabı́a que allı́ estaba solo, en medio de un campo raso, y ¡vaya campo! Su clientela estaba constituida por los principales maestros de obras de Parı́s, y los materiales má s importantes de su casa, edi icada a quinientos metros de su cantera, los habı́a transportado con los carros cuando volvı́an vacı́os. En los derribos de Parı́s elegı́a lo que le convenı́a a muy bajo precio. Las ventanas, rejas, puertas, persianas, toda la carpinterı́a, procedı́a de depredaciones autorizadas, de obsequios bien escogidos, fruto de su trabajo. Si habı́a de elegir entre dos armazones, elegı́a el mejor. La casa, que tenı́a en su parte delantera un patio bastante grande donde se hallaban las cuadras, estaba protegida por muros en la parte que daba al camino. Una só lida reja servı́a de puerta. En la cuadra vivı́an algunos perros guardianes, y otro pequeñ o pasaba la noche en la casa. Detrá s de é sta había un jardín de una hectárea aproximadamente.

Una vez viuda y sin hijos, la mujer del cantero vivı́a en esta casa con una ú nica sirvienta. El precio de la venta de la cantera habı́a permitido liquidar las deudas del cantero, muerto dos añ os antes. El ú nico haber de la viuda fue esta casa desierta, donde criaba gallinas y vacas y vendı́a los huevos y la leche en Nanterre. Como ya no tenı́an ningú n mozo para la cuadra, ni carretero ni canteros asalariados, a los que el difunto encargaba toda clase de trabajos, el jardı́n ya no se cultivaba; la mujer se limitaba a cortar las escasas hierbas y legumbres que aquel suelo pedregoso dejaba crecer. Como el valor de la casa y el dinero de la herencia podı́an producir de siete a ocho mil francos, la mujer se sentı́a muy dichosa en Saint-Germain con los setecientos u ochocientos francos de rentas vitalicias que creı́a poder sacar de sus ocho mil francos. Habı́a tenido ya varias entrevistas con el notario de Saint-Germain, porque se negaba a entregar su dinero para la renta vitalicia al comerciante de vinos de Nanterre, que se lo pedı́a. En estas circunstancias, un dı́a dejaron de ver a la viuda Pigeau y a su sirvienta. La reja del patio, la

puerta de entrada de la casa y las persianas, todo estaba cerrado. Tres dı́as má s tarde, la justicia, advertida de la situació n, hizo una diligencia ocular. El señ or Popinot, juez instructor, llegó de Parı́s en compañ ı́a del procurador del rey, y he aquı́ lo que se halló. Ni la reja del patio ni la puerta de entrada de la casa tenı́an rastro alguno de fractura. La llave estaba en la cerradura de la puerta de entrada, por dentro. No habı́a sido forzado ni uno solo de los barrotes de hierro. Los cerrojos, las persianas y todos los cierres estaban intactos. Los muros no presentaban ninguna huella que permitiera adivinar la presencia de los malhechores. Las chimeneas de barro cocido no ofrecı́an ninguna salida practicable, de modo que era imposible que hubieran dado acceso a nadie. Por otra parte, los remates, enteros y sin estropear, no acusaban ninguna violencia. Al entrar en las habitaciones del primer piso, los magistrados, los gendarmes y BibiLupin encontraron a la viuda Pigeau estrangulada en su cama y a la sirvienta estrangulada en la suya,

ambas mediante sus respectivos pañ uelos. Los tres mil francos habı́an desaparecido, ası́ como los cubiertos y las joyas. Los dos cuerpos estaban en putrefacción, como también los del perro pequeño y de otro grande que guardaba el corral. Las empalizadas que rodeaban el jardı́n fueron examinadas: no habı́a nada estropeado. En el jardı́n los senderos no tenı́an ninguna huella de pasos. El juez de instrucció n juzgó probable que el asesino hubiera andado por la hierba para no dejar huellas, de haberse introducido por allı́; pero, ¿có mo habrı́a podido introducirse en la casa? En la parte del jardı́n, la puerta tenı́a un montante con tres barrotes de hierro intactos. Tambié n en esta parte la llave estaba en la cerradura, igual que en la puerta de entrada del lado del patio. Una vez comprobadas del todo estas imposibilidades por parte del señ or Popinot, de Bibi-Lupin, que se quedó durante un dı́a entero para vigilarlo todo, del propio procurador del rey y del sargento de la comisarı́a de Nanterre, aquel asesinato llegó a convertirse en un problema espantoso en el que tanto la polı́tica como la justicia

iban a salir perdiendo. El drama, publicado por la Gaceta de los Tribunales, habı́a ocurrido durante el invierno de 1828 a 1829; Dios sabe qué interé s y curiosidad suscitó aquella extrañ a aventura en Parı́s; pero Parı́s, que tiene cada mañ ana nuevos dramas para devorar, lo olvida todo. La policı́a, en cambio, no olvida nada. Tres meses despué s de aquellas infructuosas pesquisas, una prostituta que habı́a alertado a los— agentes de Bibi-Lupin con sus despilfarros y que era objeto de vigilancia debido a sus tratos con algunos ladrones, quiso que una amiga suya empeñ ara doce cubiertos, un reloj y una cadena de oro. La amiga se negó . El hecho llegó a oı́dos de Bibi-Lupin, que se acordó de los doce cubiertos, del reloj y de la cadena de oro robados en Nanterre. En seguida fueron puestos en guardia todos los comisionistas del Monte de Piedad y todos los encubridores de Parı́s, y Bibi-Lupin sometió a Manon la Rubia a un tremendo espionaje. Pronto se supo que Manon la Rubia estaba locamente enamorada de un joven al que no era

fá cil ver, porque parecı́a sordo a todas las pruebas de amor de la rubia Manon. Misterio tras misterio. Aquel joven fue sometido a la vigilancia de los espı́as, que lograron verle e identi icarle con un presidiario evadido, el cé lebre hé roe de las vendettas corsas, el guapo Thé odore Calvi, llamado Madeleine. Echaron sobre Thé odore a uno de esos encubridores de doble faz, que está n a la vez al servicio de la policı́a y de los ladrones, que prometió a Thé odore comprarle los cubiertos, el reloj y la cadena de oro. En el momento en que el chatarrero del patio Saint-Guillaume estaba contando el dinero d% Thé odore, que se habı́a disfrazado de mujer, a las diez y media de la noche, irrumpió la policı́a, detuvo a Thé odore y se incautó de los objetos. La instrucció n comenzó inmediatamente. Con tan pocos elementos, era imposible obtener una condena a muerte por parte del Ministerio iscal. Calvi jamá s se desmintió . Nunca se contradijo: dijo que una mujer del campo le habı́a vendido aquellos

objetos en Argenteuil y que, tras haberlos comprado, las noticias del asesinato cometido en Nanterre le hizo ver el peligro de poseer aquellos cubiertos, aquel reloj y aquellas joyas, los cuales resultaban ser los objetos robados, como pudo comprobarse al hacerse el inventario de bienes al morir el comerciante de vinos de Parı́s, que era tı́o de la viuda Pı́geau. Por ú ltimo, obligado por la miseria a vender aquellos objetos, decı́a, habı́a querido deshacerse de ellos mediante una persona no comprometida. No se pudo sacar nada má s del expresidiario, el cual, con su silencio y su irmeza, supo llegar a hacer creer a la justicia que el vendedor de vinos de Nanterre era quien habı́a cometido el crimen, y que la mujer que le habı́a proporcionado aquellos objetos tan comprometedores era la esposa del comerciante. El desdichado pariente de la viuda Pigeau y su esposa fueron detenidos; pero tras ocho dı́as de detenció n y de una investigació n escrupulosa, quedó establecido que ni el marido ni la mujer habı́an abandonado el establecimiento en la é poca del crimen. Ademá s, Calvi no reconoció a la

esposa del comerciante de vinos como la mujer que, según él, le vendió la cubertería y las joyas. Como la concubina de Calvi, implicada en el proceso, habı́a gastado, como se demostró , unos mil francos desde que se cometió el crimen hasta el momento en que Calvi quiso empeñ ar la cuberterı́a y las alhajas, estas pruebas parecieron su icientes para mandar a la sala de lo criminal al forzado y a su concubina. Como aquel asesinato era el decimoctavo cometido por Thé odore, fue condenado a muerte, puesto que pareció ser el autor de aquel crimen cometido con tanta habilidad. Si bien é l no reconoció a la vendedora de vinos de Nanterre, en cambio ella y su marido sı́ le reconocieron. La instrucció n habı́a establecido, gracias a numerosos testigos, que Thé odore habı́a estado en Nanterre durante un mes aproximadamente; habı́a trabajado de peó n albañ il, siempre iba sucio de yeso y mal vestido. En Nanterre todos suponı́an unos dieciocho añ os al muchacho, que debió de estar preparando el crimen durante un mes.

El iscal creı́a que existı́an có mplices. Se midió la anchura de los tubos, compará ndola con la del cuerpo de Manon la Rabia, para ver si habrı́a podido introducirse por las chimeneas; pero ni un niñ o de seis añ os habrı́a podido pasar por los tubos de barro cocido que sustituyen, en las construcciones modernas, las anchas chimeneas de antañ o. De no ser por aquel misterio singular e irritante, Thé odore habrı́a sido ejecutado una semana antes. El capellá n de la prisió n, como ya se ha indicado, había fracasado totalmente. Este asunto y el nombre de Calvi pasaron inadvertidos a Jacques Collin, que entonces estaba preocupado por su lucha con Contenson, Corentin y Peyrade. Engañ amuertes, por otra parte, trataba de olvidar en la medida de lo posible a los amigos y a todo lo que tenı́a alguna relació n con el Palacio de Justicia. Temı́a cualquier encuentro cara a cara con algú n cofrade que le habrı́a pedido cuentas imposibles de justificar. El director de la Conserjerı́a fue inmediatamente al gabinete del procurador general, donde halló al

primer abogado general charlando con el señ or de Grandville, con la orden de ejecució n en la mano. El señ or de Grandville, que acababa de pasar toda la noche en casa de los Sé rizy, aunque agobiado por la fatiga y los dolores, ya que los mé dicos no se atrevı́an todavı́a a a irmar que la condesa no perderı́a la razó n, se sentı́a obligado a estar algunas horas en su gabinete con motivo de aquella importante ejecució n. Tras hablar unos instantes con el director, el señ or de Grandville cogió la orden de ejecució n a su abogado general y se la entregó a Gault. —Que se proceda a la ejecució n —dijo—, a no ser que surjan circunstancias extraordinarias que usted mismo apreciará ; confı́o en su prudencia. Se puede retrasar el montaje del patı́bulo hasta las diez y media, de modo que le queda una hora. En una mañ ana como é sta, las horas valen siglos, y caben muchos acontecimientos en un siglo. No deje que crea en ninguna pró rroga má s. Que le corten el cabello si hace falta, y, si no hay confesió n, remita usted la orden a Sansó n a las nueve y media. ¡Que se espere!

En el momento en que el director de la prisió n abandonaba el despacho del procurador general, se cruzó bajo la bó veda del corredor que lleva a la galerı́a con el señ or Camusot, que se dirigı́a a ver al procurador general. Tuvo una rá pida conversació n con el juez; y, tras haberle informado de lo que estaba ocurriendo en la Conserjerı́a a propó sito de Jacques Collin, se fue a organizar el careo de Engañ amuertes con Madeleine; pero no permitió al supuesto eclesiá stico qué comunicara con el condenado a muerte hasta el momento en que BibiLupin, admirablemente disfrazado de gendarme, hubo sustituido al cordero que vigilaba al joven corso. Es imposible imaginarse la profunda sorpresa de los tres presidiarios al ver que un vigilante iba a buscar a Jacques Collin para llevarlo a la celda del condenado a muerte. De un salto, se acercaron los tres a un tiempo a la silla donde estaba sentado Jacques Collin. —Es para hoy, ¿verdad, señ or Julien? —dijo Hilo de Seda al vigilante.

—Sı́, Charlot está ahı́ —contestó el vigilante con total indiferencia. El pueblo y el mundillo de las cá rceles llaman ası́ al verdugo de Parı́s. Este sobrenombre viene de la Revolució n de 1789. Produjo una profunda impresió n, los presos se miraron unos a otros al oírlo pronunciar. —¡Se acabó ! —contestó el vigilante—. La orden de ejecució n ya le ha llegado al señ or Gault y se acaba de leer. —¿De modo que la bella Madeleine ha recibido todos los sacramentos? —repuso La Pouraille, respirando profundamente. —¡Pobre Thé odore!... —exclamó el Infantero—. Con lo simpá tico que es. Es una lá stima diñ arla a su edad... El vigilante se dirigı́a hacia el rastrillo, creyendo que le seguı́a Jacques Collin; pero el español iba despacio, y cuando vio que estaba a diez pasos de Julien, ingió desfallecer y pidió con un ademán a La Pouraille que le sostuviera.

—¡Es un asesino! —dijo Napolitas al cura, señalándole a La Pouraille y ofreciéndole su brazo. —¡No, para mı́ no es má s que un desgraciado!... — contestó Engañ amuertes con la presencia de espíritu y la unión del arzobispo de Cambrai. Y se separó de Napolitas, que le habı́a parecido muy sospechoso desde el primer momento. —Está en el primer peldañ o de la ermita de Sube de Malagana; pero ¡yo soy prior de esa ermita! Voy a demostrar como sé habé rmelas con la Cigü eñ a (el procurador general). Quiero quitarle esta mechusa de las anclas (esta cabeza de las manos). —¡Debido a sus alares (pantalones)! —dijo Hilo de Seda con una sonrisa. —¡Quiero ganar esta alma para el cielo! —contestó con devoció n Jacques Collin al ver que le rodeaban algunos presos. Y dio alcance al vigilante, que habı́a llegado ya al rastrillo.

—Ha venido a salvar a Madeleine —dijo Hilo de Seda—; habíamos acertado. ¡Vaya un jefe!... —¿Có mo? Pero si los hú sares de la guillotina ya está n ahı́, ni siquiera podrá verlo —repuso el Infantero. —¡El panadero está de su parte! —exclamó La Pouraille—. ¡Y que dijeran que murciaba nuestro sornil... Eso jamá s, quiere demasiado a los amigos... le hacemos demasiada falta. ¡Querı́an que lo traicioná ramos, pero nosotros no somos unos vientos! Si salva el chapitel de Madeleine, le daré mi secreto. Estas ú ltimas palabras incrementaron la abnegació n de los tres presidiarios hacia su dios, ya que en aquel momento el famoso jefe se convirtió en toda su esperanza. Jacques Collin, pese al peligro en que se hallaba Madeleine, representó bien su papel. Aquel hombre, que conocı́a tan bien la Conserjerı́a como los tres penales, equivocaba el camino con tanta naturalidad, que el vigilante estaba obligado a

decirle a cada momento: "¡Por aquı́!" "¡Por ahı́!", hasta que llegaron a la escribanı́a. Allı́ Jacques Collin vio en seguida a un hombre alto y corpulento apoyado a la estufa, cuyo rostro sanguı́neo y alargado no carecı́a de cierta distinció n, y reconoció a Sansón. —¿Es usted el capellá n? —dijo, dirigié ndose hacia él con un aire bondadoso. La equivocació n fue tan tremenda, que dejó a los presentes helados. —No, señ or —contestó Sansó n—; tengo otras funciones. Sansó n, padre del ú ltimo verdugo de este nombre, puesto! que ha sido destituido recientemente, era el hijo del que ejecuto a Luis XVI. Despué s de cuatrocientos añ os de ejercicio del cargo, el heredero de tantos verdugos habı́a intentado repudiar este cargo hereditario. Los Sansó n, verdugos en Ruá n durante dos siglos, antes de pasar a la capital del reino, ejecutaban de padres a hijos los dictá menes de la justicia desde el siglo trece. Son escasas las familias que puedan ofrecer el

ejemplo de un o icio o de un tı́tulo nobiliario conservado de padres a hijos durante seis siglos. En el momento en que este joven, nombrado capitán de caballerı́a, estaba a punto de iniciar una brillante carrera en las armas, su padre le exigió que fuera a asistirle para la ejecució n del Rey. Luego convirtió a su hijo en su ayudante, cuando, en 1793, se establecieron dos patı́bulos permanentes, uno en la barrera del Trono y otro en la plaza de la Gré ve. Aquel té trico funcionario, que contaba entonces cerca de sesenta añ os, destacaba por su impecable manera de vestir, por sus maneras pausadas y suaves, y por un gran desprecio por Bibi-Lupin y sus acó litos, los proveedores de la má quina. El ú nico indicio que traicionaba en este hombre la sangre de los viejos verdugos de la Edad Media era el espesor y anchura extraordinarios de sus manos. Aquel individuo alto y corpulento, que era bastante instruido, con un gran apego a su calidad de ciudadano y de elector y, segú n decı́an, apasionado por la jardinerı́a, se parecı́a mucho má s, debido a su porte tranquilo, a su natural silencioso y a su frente ancha y despoblada, a un miembro de la aristocracia inglesa que a un verdugo. De modo que

un canó nigo españ ol tenı́a que cometer ló gicamente elv error que cometió voluntariamente Jacques Collin. —No es ningú n presidiario —dijo el jefe de los vigilantes al director. "Empiezo a creerlo" pensó el señ or Gault, haciendo un gesto con la cabeza a su subordinado. Jacques Collin fue introducido en aquella especie de cueva en la que el joven Thé odore estaba sentado, con una camisa de fuerza, al borde del repugnante camastro de la celda. Engañ amuertes, gracias al rayo de luz que llegó momentá neamente del pasillo, reconoció inmediatamente a Bibi-Lupin bajo el disfraz del gendarme que estaba de pie apoyado en su sable. —lo sonó Gaba-Morto! Parla nostro italiano —dijo rá pidamente Jacques Collin—. Vengo ti salvar (soy Engañ amuertes, hablemos italiano, vengo a salvarte). Todo lo que iban a decirse los dos amigos habı́a de

resultar ininteligible para el presunto gendarme, y como Bibi-Lupin tenı́a que hacer como que guardaba al reo, no podı́a abandonar su puesto. Por esta razó n es imposible describir la có lera del jefe de la policía de seguridad. Thé odore Calvi, muchacho de tez pá lida y olivá cea, de cabello rubio, de ojos hundidos de un azul turbio, bien proporcionado y provisto de una prodigiosa fuerza muscular oculta bajo esa apariencia linfá tica que ofrecen a veces los meridionales, habrı́a tenido una isonomı́a encantadora de no ser por sus cejas arqueadas y su frente deprimida que le daban un aspecto siniestro, de no ser ademá s por sus labios rojos, de una crueldad salvaje, y por cierto movimiento muscular que re leja esa irritabilidad tan peculiar de los corsos, que les predispone tan fá cilmente al asesinato en cualquier súbita reyerta. Sorprendido por aquella voz, Thé odore alzó bruscamente la cabeza y creyó que estaba alucinado; pero como que estaba tamiliarizado, por su larga permanencia de dos meses, con la

profunda oscuridad de aquella caja de piedra tallada, miró al talso eclesiá stico y suspiró profundamente. No reconoció a Jacques Collin, cuyo rostro, lleno de las cicatrices producidas por el ácido sulfúrico, no le pareció ser el de su jefe. —Soy yo tu Jacques, voy vestido de cura y vengo a salvarte. No hagas la tonterı́a de identi icarme y haz como que te confiesas. Estas palabras fueron pronunciadas rápidamente. —Este muchacho está muy abatido, la muerte le asusta; y va a confesarlo todo —dijo Jacques Collin, dirigiéndose al gendarme. —Dime algo que me pruebe que tú eres é l, porque no tienes más que su voz. —¿Se da cuenta? Me dice, el pobre desdichado, que es inocente —repuso Jacques Collin, dirigié ndose al gendarme. Bibi-Lupin no se atrevió a hablar, por miedo a ser reconocido.

—¡Scmpremi! —respondió Jacques, volviendo hacia Thé odore y lanzá ndole esta palabra convenida al oído. —¡Sempreti! —dijo el muchacho, dando la respuesta convenida—. No hay duda de que es mi jefe... —¿Diste tú el golpe? —Sí. —Cué ntamelo todo para que pueda saber de qué manera puedo salvarte; ya es hora, Charlot está aquí. Inmediatamente el corso se arrodilló y pareció querer confesarse. Bibi-Lupin no sabı́a qué hacer, porque esta conversació n fue tan rá pida que duró apenas el tiempo que tarda en leerse. Thé odore contó brevemente las circunstancias ya conocidas de su crimen, que Jacques Collin desconocía. —Los jurados me han condenado sin pruebas — dijo al terminar.

—¡Pero, hijo! ¡Discutir cuando van a cortarte el cabello!... —Es que me habrı́an podido encargar solamente de vender las alhajas. ¡Ası́ es como se juzga, y en París, por añadidura!... —Pero, ¿có mo diste el golpe? —preguntó Engañamuertes. —Mira. Al poco tiempo de separarnos conocı́ a una muchachita corsa que encontré al llegar a Pantin (París). —¡Los hombres que son lo bastante tontos para querer a una mujer —exclamó Engañ amuertes— mueren siempre por ahı́!... Son como tigres en libertad, tigres que parlotean y se miran a los espejos... ¡No te portaste bien! —Es que... —¡Vamos a ver! ¿De qué te ha servido esa endiablada bruja? —Aquel encanto de criatura, alta como una percha, delgada como una anguila y há bil como un mono, pasó por la tuberı́a del horno y me abrió la puerta de la casa. Los perros habı́an

muerto gracias a algunas albó ndigas. Yo apiolé a las dos mujeres. Una vez cogido el dinero, Ginetta cerró de nuevo la puerta y salió por el horno otra vez. —Un invento tan bueno vale una vida —dijo Jacques Collin, admirando el estilo del crimen igual que un cincelador admirarı́a la hechura de una figurilla. —¡Pero cometı́ la tonterı́a de desplegar todo este talento por mil escudos!... —¡No, por una mujer! —repuso Jacques Collin—. ¡Cuando yo te decía que nos quitan la inteligencia!... Jacques Collin lanzó sobre Thé odore una mirada llena de desprecio. —¡Ya no estabas tú conmigo! —respondió el corso —. Estaba abandonado. —¿Y la quieres todavı́a, a esa pequeñ a? —preguntó Jacques Collin, sensible al reproche que contenı́a aquella respuesta. —¡Oh, si deseo vivir, ahora, es má s por ti que por

ella! —¡Tranquilı́zate! No me llaman Engañ amuertes porque sí. ¡Voy a encargarme de ti! —¡Qué ... vivir!... —exclamó el joven corso, alzando sus fajados brazos hacia la bó veda hú meda de la celda. —Mi pequeñ a Madeleine, prepá rate a volver al mundo de los vivos —añ adió Jacques Collin—. Eso sı́, no van a ponerte coronas de rosas... Si nos herraron en una ocasió n para llevarnos a Rochefort fue porque tratan de librarse de nosotros. Te haré llevar a Toulon, te fugará s y volverá s a Pantin, donde te prepararé algú n modus vivendi agradable... Se oyó un suspiro, cosa que raras veces sucede bajo aquella bó veda in lexible, un suspiro producido por la felicidad de la liberació n; la piedra re lejó aquella nota, sin equivalencia en mú sica, que dejó estupefacto a Bibi-Lupin. —Es el efecto de la absolució n que acabo de

prometerle a causa de sus revelaciones —dijo Jacques Collin al jefe de la policı́a de seguridad—. Estos corsos, señ or gendarme, rebosan fe. Pero es inocente como el Niñ o Jesú s, y voy a tratar de salvarle... —¡Dios le guarde, reverendo padre!... —dijo en francés Théodore. Engañ amuertes, má s Carlos Herrera, má s canó nigo que nunca, salió de la celda del condenado, se abalanzó hacia el pasillo y ingió estar horrorizado al presentarse ante el sefípr Gault. —¡Señ or director, este joven es inocente! ¡Me ha dicho quién es el culpable!... Iba a morir por un falso pundonor... ¡Es todo un corso! Vaya a pedir para mı́ —dijo— una au—diencia de cinco minutos con el señ or procurador general. El señ or de Grandville no se negará a escuchar inmediatamente a un sacerdote españ ol que está sufriendo tantos errores de la justicia francesa. —¡Voy en seguida! —contestó el señ or Gault, con gran sorpresa por parte de todos los que asistı́an a

aquella escena extraordinaria. —Mientras tanto —añ adió Jacques Collin—, mande que me acompañ en de nuevo al patio, pues tengo que redondear la conversació n de un criminal al que he tocado ya el corazó n... ¡Tienen un corazó n esta gente! Esta alocució n produjo un efecto impresionante entre todas las personas que se hallaban allı́ presentes. Los gendarmes, el escribano encargado de los encarcelamientos, Sanson, los vigilantes y el auxiliar del verdugo, que esperaban la orden para disponer el aparato, toda esta gente, sobre cuya piel suelen resbalar las emociones, fue agitada por una curiosidad muy comprensible. En aquel momento se oyó el estruendo de un carruaje de caballos de buena raza que se detenı́a ante la reja de la Conserjerı́a, en el muelle, de manera espectacular. Se abrió las portezuela y se dispuso el estribo con tanta rapidez, que todo el mundo creyó que habı́a llegado un personaje importante.

Al poco rato se presentó a la reja del rastrillo una dama, agitando un papel azul y seguida de un lacayo y un mensajero. Iba vestida toda de negro, con magni icencia, llevaba un sombrero cubierto con un velo y se secaba las lá grimas con un gran pañ uelo bordado. Jacques Collin reconoció en seguida a Asia, o mejor, a su tı́a Jacqueline Collin, para devolver a aquella mujer su verdadero nombre. Aquella atroz vieja, digna de su sobrino, que tenı́a todos sus pensamientos concentrados sobre el preso, y que lo defendı́a con una inteligencia y perspicacia por lo menos iguales en potencia a las de la justicia, tenı́a un permiso, irmado dı́as antes a nombre de la camarera de la duquesa de Maufrigneuse por recomendació n del señ or de Sé rizy, para comunicar con Lucien y con el padre Carlos Herrera en cuanto dejaran de estar incomunicados; el jefe de divisió n encargado de las cá rceles habı́a escrito unas palabras sobre aquel permiso. El color del papel implicaba ya unas recomendaciones poderosas, como en el teatro, donde las entradas especiales difieren por su forma y por su aspecto.

Ası́ pues, el llavero abrió el rastrillo, sobre todo cuando advirtió al mozo, con plumas en la cabeza y con un traje verde y dorado, rutilante como el de un general ruso, que anunciaba una visita aristocrá tica y unos blasones casi reales. —¡Oh, mi querido padre! —exclamó la supuesta gran dama, derramando un torrente de lá grimas al ver al eclesiá stico—. ¡Có mo han podido meter aquı́ dentro, ni siquiera por unas instantes, a una persona tan santa! El director cogió el permiso y leyó : Por recomendación de Su Excelencia el Conde de Sérizy. —¡Ay, señ ora de San-Esteban, señ ora marquesa — dijo Carlos Herrera—, qué admirable abnegación! —Señ ora, é sta no es forma de comunicar —dijo el bueno de Gault. Y detuvo é l mismo a aquella tonelada de moaré negro y de encajes. —Pero ¡a esa distancia! —repuso Jacques Collin—,

¿y delante de usted?... —añ adió , mirando en torno suyo a toda la concurrencia. La tı́a, cuyo atuendo debı́a de tener aturdidos a los escribanos, al director, a los vigilantes y a los gendarmes, despea dı́a un fuerte olor a almizcle. Ademá s de encajes por un valor de mil escudos, llevaba una cachemira negra de seis mil francos. Por ú ltimo, el mozo se exhibı́a por el patio de la Conserjerı́a con la insolencia propia de un lacayo que sabe que es indispensable a una princesa exigente. No hablaba con el otrd lacayo, que permanecı́a junto a la reja del muelle, que estaba? siempre abierta durante el día. —¿Qué quieres? ¿Qué tengo que hacer? —dijo la señ ora de San Esteban en la jerga convenida entre la tı́a y el sobrino.! Esta jerga consistı́a en des igurar las palabras francesas o de jerga, alargá ndolas mediante terminaciones en ar o eni or, en al o en i. Era la cifra de la diplomacia aplicada a| lenguaje. —Guarda todas las cartas en un lugar seguro, toma las má s comprometedoras para cada una de esas

señ oras, vuelve! disfrazada de ladrona a la sala de los Pasos Perdidos y espera mis órdenes. Asia o Jacqueline se arrodilló como para recibir la bendició n, y el falso sacerdote bendijo a su tı́a con una compunción evangélica. —¡Addio, marchesa! —dijo en alta voz—. Y localiza a Europa y a Paccard con los setecientos cincuenta mil francos que hicieron volar, nos van a hacer falta —añadió, utilizan—do su lenguaje convencional. —Paccard está ahı́ —respondió la piadosa marquesa, señ alando al mozo con lá grimas en los ojos. Aquella presteza no só lo provocó una sonrisa, sino tambié n un ademá n de sorpresa en aquel hombre que só lo podı́a ser sorprendido por su tı́a. La falsa marquesa se volvió hacia los presentes con los ademanes de una mujer acostumbrada a darse tono. —Está desesperado por no poder ir a los funerales de su pobre pequeñ o —dijo en mal francé s—,

porque esta terrible equivocació n de la Justicia ha dado a conocer el secreto de este santo varó n... Yo voy a asistir al o icio. Aquı́ tiene, caballero —dijo al señ or Gault, entregá ndole una bolsa llena de oro—, es para aliviar a los pobres presos...

—¡Qué jugada maestra! —le dijo al oı́do su sobrino, satisfecho. Jacques Collin siguió al vigilante que le llevaba al patio. Bibi-Lupin, exasperado, habı́a acabado haciendo señ as a un verdadero gendarme, al que, desde que Jacques Collin se habı́a marchado, habı́a estado dirigiendo signi icativos carraspeos, hasta que se dio cuenta y fue a sustituirle en la celda del condenado. Pero el enemigo de Engañ amuertes no pudo llegar a tiempo para ver a la gran dama, que desapareció con su brillante carruaje, y cuya voz, aunque disimulada, evocaba a sus oı́dos ciertos sonidos aguardentosos.

—¡Trescientas leandras para los detenidos!... — decı́a el jefe de los vigilantes, enseñ ando a BibiLupin la bolsa que el señ or Gault habı́a entregado a su escribano. —A ver, señor Jacomety —dijo Bibi-Lupin. El jefe de la policı́a secreta cogió la bolsa, tomó un puñado de monedas y las examinó atentamente. —¡Efectivamente es oro!... —dijo—. ¡Y la bolsa lleva unos blasones! El muy sirvergü enza, ¡qué habilidad tiene! ¡Y ni un solo fallo! ¡Nos está dando gato por liebre a todos, y a cada momento!... ¡Habrı́a que matarle como a un perro! —¿Qué ocurre? —preguntó el escribano al recoger la bolsa. —Ocurre que esa mujer debe de ser una ladrona... —exclamó Bibi-Lupni, dando un furioso puntapié contra la losa exterior del rastrillo. Estas palabras produjeron una fuerte impresió n entre los espectadores, agrupados a cierta distancia

del señ or Sansó n, que seguı́a de pie, con la espalda apoyada contra la enorme estufa, en el centro de aquella gran sala abovedada, esperando una orden para proceder al corte de pelo del criminal y para disponer el patíbulo en la plaza de la Gréve. Al regresar al patio, Jacques Collin se dirigió hacia sus amigos) andando como persona acostumbrada al presidio. ¿Y a ti qué te pasa? —le preguntó a La Pouraille. Estoy listo —replicó el asesino, a quien Jacques Collin se nabı́a llevado hacia un rincó n—. Ahora necesito a un amigo seguro. —¿Por qué? La Pouraille, tras haberle contado a su jefe todos sus crı́menes en jerga, le explicó detalladamente el asesinato y robo cometidos en casa de los esposos Crottat. —Cuentas con toda mi estima —le dijo Jacques Collin—. Es un buen trabajo; pero me parece que cometiste un error. —¿Cuál?

—Una vez liquidado el asunto, tenı́as que procurarte un pasaporte ruso, disfrazado de prı́ncipe ruso, comprar un hermoso coche con blasones, ir a depositar audazmente tu dinero en algú n banco, pidiendo una carta de cré dito para Hamburgo, y luego tomar el correo en compañ ı́a de un ayuda de cá mara, una camarera y de tu querida vestida de princesa; y una vez en Hamburgo, embarcarte para Mé jico. ¡Con doscientos ochenta mil francos en oro, un tı́o ingenioso ha del hacer lo que le dé la gana e irse adonde le dé la gana, bobo! —¡Ah! ¡A ti se te ocurren esas ideas porque eres el jefe!... ¡Tú nunca pierdes la cabeza! Pero yo... —En in, un buen consejo en tu caso es como una taza de caldo para un muerto —repuso Jacques Collin, lanzando una mirada fascinante a su cofrade. —Es verdad —dijo con gesto dudoso La Pouraille —. Dame la taza de caldo, sin embargo; si no me aprovecha, me lavaré los pies con ella... —Está s cogido por la Cigü eñ a, con cinco robos cali icados y tres asesinatos, de los cuales el má s

reciente es el de dos ricos burgueses. A los jurados no les gusta que se mate a los burgueses... Te llevará n al patı́bulo, no te queda la menor esperanza... —Todo el mundo me ha dicho lo mismo —repuso lasti mosamente La Pouraille. —Mi tı́a Jacqueline, con la que acabo de tener una breve conversació n, en plena escribanı́a, y que, como sabes, es madre de los Cofrades, me ha dicho que la Cigü eñ a querı́a deshacerse de ti porque le das mucho miedo. —Pero —dijo La Pouraille con una ingenuidad que prueba hasta qué punto los ladrones está n convencidos del derech. natural a robar— si ahora soy rico; ¿qué es lo que temen?

—No tenemos tiempo de hacer ilosofı́a —dijo Jacques Collin—. Volvamos a tu situación... —¿Qué quieres hacer de mı́? —preguntó La

Pouraille, interrumpiendo a su jefe. —¡Ahora verás! Un perro muerto aún vale algo. —¡Para los demás!... —dijo La Pouraille. —¡Te haré entrar en mi juego! —replicó Jacques Collin. —¡Algo es algo!... —dijo el asesino—. ¿Y qué más? —No te pregunto dó nde tienes tu dinero, pero sı́ lo que quieres hacer con él. La Pouraille observó la mirada impenetrable de su jefe, que añadió fríamente: —¿Tienes alguna ja, algú n chiquillo o algú n cofrade a quien proteger? Estaré fuera dentro de una hora y podré hacer lo que sea para los que tú deseas. La Pouraille dudaba aú n, seguı́a indeciso. Jacques Collin le dio entonces un último argumento. —Tu parte en nuestros fondos es de treinta mil francos: ¿la dejas a los cofrades, se la entregas a

alguien? Tu parte está en lugar seguro, y puedo entregarla esta misma noche a quien quieras. El asesino tuvo un gesto de satisfacció n. "¡Ya lo tengo cogido!", pensó Jacques Collin para sus adentros. —Pero no nos entretengamos, pié nsalo bien... — prosiguió , hablando al oı́do de La Pouraille—. No nos quedan ni siquiera diez minutos... El procurador general va a llamarme y tendré una entrevista con é l. ¡Tengo cogido a ese hombre, puedo retorcerle el cuello a la Cigü eñ al Estoy seguro de que salvaré a Madeleine. —Si salvas a Madeleine, jefecito, ya puedes... —No malgastemos nuestra saliva —dijo Jacques Collin perentoriamente—. Haz testamento. ¡Bueno! Quisiera entregar mi dinero a la Gonorc — contestó La Pouraille lastimosamente. ¡Vaya!... ¿Vives con la viuda de Moise, aquel judı́o que estaba a la cabeza de los liosos del sur? —

preguntó Jacques Collin. igual que los grandes generales, Engañ amuertes conocı́a admirablemente el personal de todas las tropas. —¡La misma! —dijo La Pouraille, orgulloso. —¡Hermosa mujer! —dijo Jacques Collin, que sabı́a muy bien cómo manejar aquellas terribles máquinas —. ¡La ja es cosa ina, sabe muchas cosas y tiene mucha probidad! Es una ladrona consumada... ¡Vaya, ası́ que te la diste con la Gonore! ¡Qué bobada, dejarse coger cuando se tiene a una ja como é sa! ¡Imbé cil! Tenı́as que haber adquirido un pequeñ o comercio honrado e ir tirando... ¿Y de qué vive ella? —Está establecida en la calle Sainte-Barbe, lleva una casa... —¿De modo que la declaras heredera tuya? Fı́jate, amigo mı́o, adonde nos llevan esas sinvergü enzas cuando se comete la tontería de amarlas...

—Sí, pero no le des nada antes de mi revolcón. —No pases cuidado —dijo Jacques Collin seriamente—. ¿No hay nada para los cofrades? —Nada, me han vendido rencorosamente La Pouraille.

—contestó

—¿Quié n te entregó ? ¿Quieres que te vengue? — preguntó con viveza Jacques Collin, tratando de avivar el ú ltimo sentimiento que puede hacer vibrar a esos corazones en los momentos graves—. ¿Quié n sabe, amigo mı́o, si vengá ndote no podrı́a reconciliarte con la Cigüeña?... Al oı́r aquello el asesino miró a su jefe con una alelada expresión de júbilo. —Ten en cuenta —respondió el jefe al ver aquella expresiva isonomı́a— que por ahora só lo hago la comedia por Thé odore. Despué s del é xito de este vodevil, muchacho, soy capaz de muchas cosas por ti, porque tú eres de los mı́os, eres uno de mis amigos...

—Aunque só lo consigas retrasar la ceremonia para el pobre Thé odore, mira, haré todo lo que tú quieras. —Pero si es cosa hecha, estoy seguro de librarle el pellejo de las manos de la Cigü eñ a. Para deschironarse, ya lo ves, La Pouraille, tenemos que darnos la mano los unos a los otros... No se puede hacer nada si se está solo... —¡Es cierto! —exclamó el asesino. Se habı́a establecido tanta con ianza, y su fe en el jefe era tan faná tica, que La Pouraille no dudó ya más.

La Pouraille entregó el secreto de sus có mplices, aquel secreto que habı́a guardado tan cuidadosamente hasta entonces. Eso era todo lo que Jacques Collin quería saber. —¡Ahı́ va el secreto! En el— golpe actuó conmigo y con Godet, Ruffart, el agente de Bibi-Lupin...

—¿Arrancalanas?... —exclamó Jacques Collin, dando a Ruffard su apodo de ladrón. . —Eso es. Los sirvergü enzas me vendieron porque yo conocı́a su escondrijo, mientras que ellos no conocían el mío. —¡Qué buen favor me haces, amor mı́o! —dijo Jacques Collin. —¿Qué? —Pues, ¡mira lo que se gana cuando se deposita en mı́ toda la con ianza! —dijo el jefe—. Ahora tu venganza va a ser una de las jugadas de la partida que estoy jugando... No te pido que me digas dó nde tienes el escondite, ya me lo dirá s en el ú ltimo momento; pero dime todo cuanto afecte a Ruffard y a Godet. —Tú eres y será s siempre nuestro jefe, no tendré secretos para ti —replicó La Pouraille—. Mi oro está en la bodega de la casa de la Gonore. —¿No temes nada de tu ja?

—¡Bueno, claro! Es que ella no sabe nada del chanchullo —repuso La Pouraille—. La puse trompa, aunque es una mujer que no dirı́a una palabra ni siquiera con el cuello bajo la cuchilla. Pero, ¡tanto oro!... —Sı́, hace agriar la leche de la má s pura de las conciencias... —replicó Jacques Collin. —De modo que pude trabajar sin ningú n dinero encima. Todas las aves dormı́an en el corral. El oro está enterrado a tres pies de profundidad, detrá s de las botellas de vino. Encima puse una capa de guijarros y de mortero. —Bien —dijo Jacques Collin—. ¿Y los escondrijos de los demás? —Ruffard tiene la pasta en casa de la Gonore, en el cuarto de la pobre mujer; así la tiene comprometida, porque la pueden acusar de encubrimiento y hacerle terminar sus días en Saint-Lazare. —¡El muy bribó n! ¡Hay que ver có mo la bo ia (la policı́a) misma forma a los propios ladrones!... —

dijo Jacques. —Godet dejó su pasta en casa de su hermana, una lavandera, una muchacha honrada a la que pueden caerle cinco añ os de chirona sin comerlo ni beberlo. El cofrade sacó las baldosas del suelo y luego las volvió a poner igual, y huyó. —¿Sabes lo que quiero de ti? —dijo entonces Jacques Collin, lanzando a La Pauraille una mirada magnética. —¿Qué? —Que asumas tú los cargos del asunto de Madeleine... La Pouraille tuvo un singular sobresalto; pero en seguida recuperó su postura de obediencia bajo la mirada fija de su jefe. —¿Qué pasa? ¿Ya te echas atrá s? No me entorpezcas el juego. ¡Vamos a ver! Entre cuatro asesinatos y tres, ¿hay mucha diferencia? —¡Quizá!

—Por el dios de los cofrades, ¡no tienes sangre en las venas! ¡Y yo que pensaba en salvarte!... —¿Y de qué manera? —Imbécil: si se promete devolver el oro a la familia, saldrá s con cadena perpetua. No darı́a ni un cé ntimo por tu cabeza si tuvieran la pasta; pero en este instante vales setecientos mil francos, ¡imbécil! —¡Jefe, jefe! —exclamó La Pouraille en el colmo de su alegría. —Y sin contar —añ adió Jacques Collin— que atribuiremos los asesinatos a Ruffard... Y de paso Bibi-Lupin queda destituido... ¡Ya lo tengo cogido! La Pouraille quedó ató nito ante aquella idea, sus ojos se agrandaron y permaneció inmó vil como una estatua. Hacı́a tres meses que le habı́an detenido, y poco antes de comparecer ante la sala de lo criminal, aconsejado por sus amigos de la Force, a los que no habı́a hablado de sus có mplices, parecı́a haber perdido hasta tal punto toda esperanza tras examinar sus crı́menes, que un plan como aqué l no

se le habı́a ocurrido a ninguno de aquellos ingenios enchironados. Por eso, aquella aparente esperanza lo dejó atontado. —¿Se han ido ya de jarana Ruffard y Godet? ¿Han sacado ya de sus escondrijos algunas de sus monedas? —preguntó Jacques Collin. —No se atreven —contestó La Pouraille—. Los sirvergü enzas esperan que me apiolen. Eso es lo que me ha mandado decir mi ja a travé s de la Infantería, cuando ésta vino a visitar al Infantero. —¡Pues tendremos su pasta dentro de veinticuatro horas!... —exclamó Jacques Collin—. Esos tı́os no podrá n restituir el dinero, como tú , que quedará s puro como la nieve, mientras que ellos quedará n sucios de sangre por todas partes. Gracias a mi intervenció n resultará s ser un honrado muchacho engañ ado por ellos. Con tu fortuna te podré poner coartadas en los demá s procesos, y una vez en el penal, porque vas a volver allí, procurarás evadirte... No será una vida demasiado agradable, pero vida al fin y al cabo...

Los ojos de La Pouraille anunciaban un jú bilo delirante. —¡Amigo! ¡Con setecientos mil francos se hacen muchas cosas! —decı́a Jacques Collin, dejando a su cofrade ebrio de esperanza. —¡Jefe, jefe! —Deslumhraré al ministro de Justicia... ¡Vaya! ¡Có mo se la haré bailar a Ruffard, es un trá pala al que hay que aplastar! Bibi-Lupin está listo. —¡Bien! ¡Dicho y hecho! —exclamó La Pouraille con una alegría salvaje—. Estoy a tus órdenes. Y apretó a Jacques Collin entre sus brazos, con lá grimas de dicha en los ojos al creer en la posibilidad de salvar su cabeza. —Eso no es todo —dijo Jacques Collin—. La Cigü eñ a tiene la digestió n difı́cil, sobre todo si se trata de la revelació n de algú n nuevo hecho como cargo. Ahora habrá que denunciar en falso a una mujer. —¿Có mo? ¿Para qué hacer eso? —preguntó el asesino. —¡Ayú dame! ¡Ya lo verá s!... —contestó

Engañamuertes. Jacques Collin reveló someramente a La Pouraille el secreto del crimen cometido en Nanterre y le hizo ver la necesidad de encontrar a una mujer que consistiera en desempeñ ar el papel que habı́a tenido la Ginetta. Luego se dirigió hacia el Infantero con La Pouraille, contento y feliz, al lado. —Sé có mo quieres a la Infanterı́a... —dijo Jacques Collin al Infantero. La mirada que lanzó el Infantero fue todo un poema. —¿Qué hará mientras estés en el penal? Los feroces ojos del Infantero se humedecieron. —¿Qué te parece si te la meto en la cangrı́&& de las jas (prisió n de mujeres, les Madelonnettes o SaintLazare) por un añ o, es decir, por lo que dure el juicio, la partida, la llegada al penal y tu evasión? —No puedes hacer este milagro, está libre de toda complicidad —contestó el amante de la Infantería.

—¡Ay, mi Infantero! —dijo La Pouraille—. Nuestro jefe es más poderoso que Dios... —¿Cuá l es tu consigna con ella? —preguntó Jacques Collin al Infantero, con la seguridad de un jefe que no espera toparse con ninguna negativa. —Capa en Pantin (noche en Parı́s). Con este santo y señ a sabe que van de mi parte, y si quieres que te obedezca, ensé ñale una moneda de duro y di esta palabra: ¡Tondif! —Será condenada en el juicio de La Pouraille, e indultada por confesió n despué s de estar un añ o en la sombra —dijo con aire sentencioso Jacques Collin, mirando a La Pouraille. La Pouraille comprendió cuá l era el plan de su jefe, y con una sola mirada le prometió que convencerı́a al Infantero para que participara, logrando que la Infanterı́a asumiera aquella supuesta complicidad en el crimen del cual iba a hacerse cargo. —Adió s, hijos mı́os; pronto os enteraré is de que he arrancado a mi pequeñ o de las manos de Charlot —

dijo Engañ amuertes—. Sı́, Charlot estaba ya en la escribanı́a con sus doncellas para cortar el pelo a Madeleine. Vaya, ya vienen a buscarme de parte del jefe de la Cigüeña (del procurador general). Efectivamente, un vigilante que salió del rastrillo hizo una señ al a aquel hombre extraordinario, que, a causa del peligro que corrı́a el joven corso, habı́a recuperado la potencia salvaje que empleaba para luchar contra la sociedad. No está de má s observar que en el momento en que le arrebataron el cuerpo de Lucien, Jacques Collin habı́a decidido intentar una ú ltima encarnació n, no ya con un ser humano, sino con una cosa. Habı́a tomado la decisió n de initiva que tomó Napoleó n a bordo de la lancha que le conducı́a al Belerofonte. Gracias a una insó lita convergencia de circunstancias, aquel genio del mal y de la corrupción se vio ayudado en su empresa. Ası́ pues, aunque sea al precio de que el inesperado desenlace de esta vida criminal pierda una parte de ese elemento maravilloso que en nuestra época sólo

se obtiene merced a inverosimilitudes inaceptables, es necesario, antes de entrar en compañ ı́a de Jacques Collin en el despacho del procurador general, que sigamos a la señ ora Camusot a casa de las personas que fue a visitar mientras ocurrı́an todos aquellos acontecimientos en la Conserjerı́a. Una de las obligaciones que jamá s ha de infringir el escritor costumbrista es no estropear la verdad en aras de situaciones aparentemente dramá ticas, sobre todo cuando la verdad se toma la molestia de ser novelesca. La naturaleza social, sobre todo en Parı́s, implica tales azares, tal enmarañ amiento de caprichosas conjeturas, que la imaginació n de los creadores se ve constantemente sobrepasada. La audacia de la verdad produce unas combinaciones que al arte no le son permitidas, a causa de su inverosimilitud o indecencia, a menos que el escritor proceda a suavizarlas, podarlas o castrarlas. La señ ora Camusot trató de ponerse un vestido de mañ ana casi de buen gusto, empresa bastante difı́cil para la mujer de un juez que habı́a vivido siempre en provincias desde hacı́a seis añ os. Se trataba de

no dar pá bulo a la crı́tica ni por parte de la marquesa de Espard ni de la duquesa de Maufrigneuse, yé ndolas a ver entre las ocho y las nueve de la mañ ana. Amé lie-Cé cile Camusot, forzoso es decirlo, só lo lo consiguió a medias. ¿No es eso equivocarse dos veces en materia de vestir?... Nadie se imagina la utilidad que tienen las mujeres en Parı́s para los ambiciosos de todas clases; son tan necesarias en el gran mundo como en el mundo de los ladrones, donde, como acaba de verse, desempeñ an un papel importantı́simo. Ası́ pues, imagı́nese a un hombre obligado a hablar en un tiempo dado, so pena de quedar rezagado, con ese personaje tan importante durante la Restauració n, que es el ministro de Justicia. Tó mese a un hombre en las condiciones má s favorables, a un juez, es decir, a un asiduo de la casa. El magistrado está obligado a ir a ver a un jefe de divisió n, al secretario particular o al secretario general, y demostrarles la necesidad de lograr una audiencia inmediata. ¿Es acaso visible alguna vez inmediatamente un ministro de Justicia? En mitad del dı́a, si no está en la Cá mara, está en el consejo de ministros, o

irmando o dando audiencias. Por la mañ ana, duerme no se sabe dó nde. Por la noche tiene sus obligaciones pú blicas y personales. Si todos los jueces pudieran reclamar audiencias bajo cualquier pretexto, el jefe de la justicia estarı́a asediado. El motivo de la audiencia, particular e inmediata, queda pues sometido a la apreciació n de una de esas potencias intermediarias que se convierten en un obstá culo, en una puerta que hay que abrir, en los casos en que no está ya en manos de un competidor. Una mujer, en cambio, va a ver a otra mujer; puede entrar directamente en su dormitorio, despertando la curiosidad de la dueñ a o de la camarera, sobre todo cuando la dueñ a siente un gran interé s o una necesidad perentoria. Supó ngase que la omnipotente mujer sea la marquesa de Espard, con la que cualquier ministro tenı́a que contar; esta mujer escribe una pequeñ a nota que su criado lleva al ayuda de cá mara del ministro. El ministro se encuentra con el billete en el momento de levantarse de la cama y lo lee en seguida. Si el ministro tiene algún asunto, está encantado de tener que ir a visitar a una de las reinas de Parı́s, una de las potencias del faubourg Saint-Germain, una de las

favoritas de la reina, de la infanta y del rey. Casimir Pé rier, el ú nico auté ntico primer ministro que tuvo la Revolució n de Julio, lo dejaba todo para ir a ver a un antiguo primer caballero del sé quito del rey Carlos X. Esta teorı́a explica el poder que tenı́an estas palabras: "Señ ora, ¡la señ ora Camusot, para un asunto muy importante y que la señ ora ya sabe!", que le dijo a la marquesa de Espard su camarera, creyendo que estaba despierta.

La marquesa ordenó que hicieran pasar inmediatamente a Amé lie. La mujer del juez tuvo un atento auditorio cuando comenzó con estas palabras: —Señ ora marquesa, estamos perdidos por haberla vengado... —¿Có mo dice usted, pequeñ a?... —respondió la marquesa, mirando a la señ ora Camusot en la penumbra que producı́a la puerta entreabierta—.

Está usted divina esta mañ ana con este sombrerito. ¿Dónde consigue estos modelos?... —Señ ora, es usted muy amable... Pero ya sabe que la manera como Camusot interrogó a Lucien de Rubempré llevó a este joven a la desesperació n, y que se ahorcó en su celda... —¿Qué va a pasarle a la señ ora de Sé rizy? — exclamó la marquesa, hacié ndose la ignorante para que se lo explicaran todo de nuevo. —¡Es terrible! La tienen por loca... —contestó Amé lie—. ¡Oh!, si pudiera usted lograr que Su Excelencia mandara llamar a mi esposo enviando una estafeta al Palacio, el ministro se enterará de muy extrañ os misterios, que seguramente transmitirá al Rey... Ası́ los enemigos de Camusot quedarán reducidos al silencio. —¿Quié nes son los enemigos de Camusot? — preguntó la marquesa. —Pues el procurador general, y ahora el señ or Sérizy, naturalmente...

—Está bien, hija mı́a —contestó la señ ora de Espard, que debı́a a los señ ores de Grandville y de Sé rizy su derrota en el vil proceso que habı́a iniciado contra su marido—. La defenderé ; yo no olvido a mis amigos ni a mis enemigos. Tocó la campanilla y mandó abrir las cortinas; la luz inundó la habitació n. Pidió su pupitre, y cuando su camarera se lo hubo traı́do, garabateó rá pidamente una breve nota. —Que Godard coja el caballo y lleve esta nota a la cancillerı́a, sin esperar respuesta —dijo a su camarera. La camarera salió con presteza, pero, pese a la orden, se quedó junto a la puerta durante unos minutos. —¿Ası́ que hay grandes misterios? —preguntó la señ ora de Espard—. Cué nteme todo esto, hija mı́a. ¿No está mezclada en todo este asunto Clotilde de Grandlieu? —La señ ora marquesa lo sabrá todo a travé s de Su

Excelencia, pues mi esposo no me ha dicho nada; só lo me ha advertido del peligro. Para nosotros serı́a mejor que la señ ora de Sé rizy muriera antes que quedarse loca. —¡Pobre mujer! —dijo la marquesa—. ¿Pero no lo estaba ya? Las mujeres de mundo, con sus cien maneras de pronunciar la misma frase, muestran a los observadores atentos la gama in inita de las modulaciones musicales. El alma se transmite entera a la voz ası́ como a la mirada, se imprime en la luz y en el aire, que son la materia prima de los ojos y de la laringe. Mediante la entonació n que dio a aquellas dos palabras: "¡Pobre mujer!", la marquesa dejó traslucir el gozo que le— producı́a la satisfacció n de su rencor, la alegrı́a del triunfo. ¡Cuá ntas desgracias no deseaba a la protectora de Lucien! La venganza insaciable, que sobrevive al objeto del odio, produce un gran espanto. La propia señ ora Camusot quedó aturdida, pese a su cará cter á spero, rencoroso y enredador. No halló nada que replicar, y se calló.

—Diane me ha dicho, efectivamente, que Lé ontine habı́a ido a la cá rcel —siguió la señ ora de Espard—. La querida duquesa está d«sesperada por todo este escá ndalo, porque tiene la debilidad de querer mucho a la señ ora de Sé rizy; es comprensible, puesto que adoraron a ese imbé cil de Lucien casi al mismo tiempo, y no hay nada que una o separe tanto la dos mujeres como haber practicado sus devociones ante el ¡mismo altar. Por eso esta buena amiga mı́a se pasó ayer dos horas en la habitació n de Lé ontine. ¡Parece ser que la pobre condesa dice cosas horribles! ¡Me han dicho que es asqueroso!... ¡Una mujer respetable no deberı́a caer en semejantes excesos!... ¡Bah! Es una pasió n puramente fı́sica... La duquesa vino a verme pá lida como una muerta; ¡ha mostrado mucho valor! En este asunto hay cosas monstruosas... —Mi esposo lo dirá todo al ministro de Justicia para su propia justificación, porque querían salvar a Lucien y é l, señ ora marquesa, cumplió su deber. ¡Un juez de instrucció n debe interrogar siempre a los detenidos mientras está n incomunicados y en el espacio de tiempo señ alado por la ley!... Bien habı́a

que preguntarle algo a aquel desgraciado, que no comprendió que le interrogaban para seguir las formalidades y se puso en seguida a confesar... —¡Era un torpe y un impertinente! —dijo secamente la señora de Espard. La mujer del juez guardó silencio al oı́r aquel dictamen. —Si fui derrotada en el proceso de interdicció n del señ or de Espard, no fue por culpa de Camusot, ¡siempre lo recordaré ! —añ adió la marquesa tras una pausa—. Fueron Lucien y los señ ores de Sé rizy, Bauvan y de Grandville los que me hicieron fracasar. Con el tiempo Dios estará conmigo. Toda esta gente será infeliz. Puede estar tranquila, voy a mandar al señ or de Espard a ver al ministro de Justicia para que mande llamar en seguida a su esposo, si es de alguna utilidad... —¡Oh, señora!... —¡Escú cheme! —dijo la marquesa—. ¡Le prometo condecorarle con la Legió n de Honor

inmediatamente, mañ ana mismo! Será como un vibrante testimonio de satisfacció n por su conducta en este asunto. ¡Si, será una acusació n supletoria contra Lucien, será má s patente que ha sido culpable! Raras veces se ahorca alguien por gusto... ¡Bueno, adiós, amiga mía! La señ ora Camusot, diez minutos má s tarde, entraba en el dormitorio de la hermosa Diane de Maufrigneuse, que se habı́a acostado a la una y no había conseguido dormirse aún a las nueve. Por insensibles que sean las duquesas, esas mujeres cuyo corazó n es de estuco no pueden ver a una de sus amigas sumida en la demencia sin que este espectá culo les produzca una impresió n profundísima. Ademá s, las relaciones de Diane con Lucien, aunque estuvieran rotas desde hacı́a dieciocho meses, habı́an dejado bastantes recuerdos en la mente de la duquesa para que la triste muerte de aquel muchacho no le asestara tambié n a ella un golpe terrible. Diane habı́a estado viendo durante

toda la noche a aquel hermoso muchacho, tan encantador, tan poeta, que sabı́a amar tan bien, ahorcado y tal como lo describı́a Lé ontine en sus momentos de delirio con ademanes febriles. Conservaba de Lucien cartas elocuentes y embriagadoras, comparables a las que Mirabeau escribiera a Sophie, pero má s literarias, má s cuidadas, porque estas cartas habı́an sido dictadas por la má s violenta de todas las pasiones: ¡la vanidad! La dicha de poseer a la má s encantadora de todas las duquesas y de verla hacer locuras por é l, locuras secretas, naturalmente, le habı́a hecho perder la cabeza a Lucien. El orgullo del amante habı́a inspirado al poeta. La duquesa conservaba aquellas conmovedoras cartas como ciertos ancianos tienen grabados obscenos, a causa de los elogios hiperbó licos que se daba a lo que habı́a en ella menos propio de una duquesa. "¡Y ha muerto en una espantosa cá rcel!", pensaba, apretando las cartas con terror, cuando oyó a su camarera llamar suavemente a su puerta. —La señ ora Camusot, por un asunto de la má xima

gravedad que atañ e a la señ ora duquesa —dijo la camarera. Diane se puso en pie, muy asustada. —¡Oh! —exclamó mirando a Amé lie, que habı́a adoptado un aire de circunstancias—, ¡lo adivino todo! Se trata de mis cartas... ¡Ay, mis cartas!... ¡Mis cartas!...—Y se desplomó sobre un confidente. Entonces se acordó de haber contestado a Lucien en el mismo tono, movida por el impulso de la pasió n, de haber exaltado la poesı́a del hombre igual que é l cantaba las glorias de la mujer, ¡y con qué ditirambos! —¡Sı́, señ ora, por desgracia, vengo a salvarle má s que la vida! Se trata de su honor... Repó ngase, vı́stase y vayamos a casa de la duquesa de Grandlieu; porque, afortunadamente para usted, no es la única que está comprometida. —¡Pero si Lé ontine quemó ayer en el Palacio, segú n me han dicho, todas las cartas que cogieron en casa de nuestro pobre Lucien!

—Sı́, señ ora, ¡pero es que detrá s de Lucien estaba Jacques Collin! —exclamó la mujer del juez—. ¡Siempre olvidan esta atroz connivencia que, seguramente, es la ú nica causa de la muerte de aquel encantador y malogrado muchacho! ¡En cambio, aquel Maquiavelo del presidio jamá s ha perdido la cabeza, por su parte! El señ or Camusot tiene la certeza de que ese monstruo guarda en lugar seguro las cartas má s comprometedoras de las amantes de su... —De su amigo —dijo con presteza la duquesa—. Tiene razó n, amiga mı́a, hay que ir a discutir el asunto en casa de los Grandlieu. Todos estamos interesados en este asunto, y por fortuna Sé rizy nos echará una mano... Un peligro extremado, como se ha visto con ocasió n de las escenas de la Conserjerı́a, tierte sobre el alma una in luencia tan terrible como la de un fuerte reactivo sobre el cuerpo. Es como una pila de Volta moral. Quizá no esté muy lejos el dı́a en que se comprenda la manera como el sentimiento se condensa quı́micamente en un luido, semejante

quizás al de la electricidad. El mismo fenó meno se produjo en el presidiario y en la duquesa. Aquella mujer abatida, agonizante, que no habı́a dormido, aquella duquesa a quien tanto le costaba vestirse, recobró la fuerza de una leona al acecho y la presencia de espı́ritu de un general en medio del fuego de una batalla. Diane eligió ella misma sus vestidos y se arregló con la rapidez de una griseta que no tiene má s camarera que a sı́ misma. Fue tan maravillosamente, que la doncella se quedó ató nita e inmó vil por unos instantes, tal fue su sorpresa al ver a su ama en camisó n, dejando, probablemente con cierta complacencia, que la mujer del juez contemplara a travé s de la tenue niebla de lino su cuerpo blanco, perfecto como el de la Venus de Canova. Era como una alhaja bajo una envol— Jı́ tura de papel HeTseda. Diane adivinó repentinamente dó nde estaba el corsé que se abrocha por delante, que ahorra a las mujeres que tienen prisa el cansancio y la pé rdida de tiempo que signi ican los lazos. Ya habı́a dispuesto los encajes de su camisa y amasado convenientemente sus formas bajo el corpiñ o,

cuando la camarera le trajo la enagua y terminó la obra dá ndole el vestido. Mientras Amé lie, por indicació n de la camarera, le abrochaba el vestido por detrá s y ayudaba a la duquesa, la doncella fue a buscar unas medias de hilo de Escocia, borceguı́es de terciopelo, un chal y un sombrero. Amé lie y la camarera le calzaron una pierna cada una. —Es usted la mujer má s hermosa que he visto jamá s —dijo há bilmente Amé lie, besando la rodilla fina de Diane. —La señora no tiene igual —dijo la camarera. —Vamos, Josette, cá llese —replicó la duquesa—. ¿Tiene usted un vehı́culo? —preguntó a la señ ora Camusot—. Vamos, querida, hablaremos por el camino. Y la duquesa bajó la gran escalinata de la mansió n de Cadignan corriendo y ponié ndose los guantes, cosa que jamás se había visto. —¡Al palacio de los Grandlieu, y de prisa! —dijo a uno de sus criados, hacié ndole una señ al para que

subiera en la parte posterior del coche. El criado vaciló , porque aqué l era un coche de punto. —¡Ay, señ ora duquesa, usted no me habı́a dicho que aquel joven tenı́a cartas suyas! De haberlo sabido, Camusot habrı́a actuado de muy otra manera... —La situació n de Lé ontine me preocupó tanto, que lo olvidé por completo —dijo la duquesa—. La pobre mujer estaba anteayer al borde de la locura, imagı́nese qué descalabro puede haber producido en ella el fatal acontecimiento. ¡Oh, si supiera usted, hija mı́a, la mañ ana que tuvimos ayer!... ¡Oh, no!, es como para renunciar para siempre al amor. Ayer una vieja repugnante, una vendedora de ropa usada, nos arrastró a las dos, a Lé ontine y a mı́, a esa sentina maloliente y ensangrentada que llaman la Justicia; y yo le decı́a, llevá ndola al Palacio: "¿No hay como para caer de rodillas y gritar, igual que la señ ora de Nucingen cuando, camino de Ná poles, tuvo que soportar una de esas espantosas

tempestades que se producen en el Mediterrá neo: «¡Dios mı́o, sá lvame y nunca má s!» " Estos dos dı́as contará n en mi vida, sin ninguna duda. ¡Qué estú pidas somos de escribir!... ¡Pero una está enamorada, recibe unas pá ginas que queman el corazó n a travé s de los ojos, y todo arde! ¡La prudencia desaparece! Se coge papel y pluma y se contesta... —¡Por qué contestar cuando se puede actuar! — dijo la señora Camusot. —¡Es tan hermoso perderse!... —repuso orgullosamente la duquesa—. Es la voluptuosidad del alma. —A las mujeres hermosas —replicó modestamente la señ ora Camusot— se las puede perdonar; ¡tienen muchas más ocasiones que nosotras de sucumbir!

La duquesa sonrió. —Siempre somos demasiado generosas —repuso

Diane de Maufrigneuse—. Haré como esa pé r ida de la señora de Espard. —¿Qué es lo que hace? —preguntó intrigada la mujer del juez. —Ha escrito miles de cartas almibaradas... —¡Qué barbaridad!... —exclamó interrumpiendo a la duquesa.

la Camusot,

—Pues bien, amiga mı́a, no hay en ellas una sola línea que la comprometa... —Usted serı́a incapaz de conservar esta frialdad, este cuidado —contestó la señ ora Camusot—. Usted es mujer, es uno de esos á ngeles que no saben resistir al diablo... —Me he jurado a mı́ misma que no volveré a escribir. En toda mi vida no he escrito má s que a este desdichado de Lucien... ¡Conservaré sus cartas hasta la muerte! Hija mı́a, es como fuego, y a veces se necesita... —¡Si alguien las encontrara! —dijo la Camusot con

un ligero ademán de pudor. —¡Oh, dirı́a que son cartas de una novela que empecé una vez! ¡Porque las copié todas y quemé los originales, querida! —¡Señora! Déjemelas leer, como recompensa... —Quizá —dijo la duquesa—. ¡Podrá ver entonces, querida, que las que escribı́a a Lé ontine no eran como éstas! Estas ú ltimas palabras resumieron a toda mujer, a la mujer de todas las épocas y de todos los países. Igual que la rana de la fá bula de La Fontaine, la señ ora Camusot no cabı́a en su piel a causa de la satisfacció n que sentı́a de entrar en casa de los Grandlieu acompañ ando a la bella Diane de Maufrigneuse. Aquella mañ ana iba a anudar uno de aquellos lazos tan necesarios para la ambició n. Ya oı́a có mo la. llamaban: "¡La señ ora presidenta!" Sentı́a el gozo inefable de superar obstá culos inmensos, el principal de los cuales era la incapacidad de su esposo, incapacidad que todavı́a

no se habı́a hecho pú blica, pero que ella conocı́a muy bien. Hacer triunfar a un hombre mediocre era, para una mujer, como para un monarca, esa fuente de placer que seduce tanto a los grandes actores y que consiste en representar cien veces una lobra mala. ¡Es la embriaguez del egoı́smo! En in, es algo ası́ como las saturnales del poder. El poder só lo se demuestra a sı́ mismo su fuerza mediante el singular abuso de coronar con el laurel del é xito a alguna igura absurda, o insultando al genio, ú nica fuerza inalcanzable para el poder absoluto. La promoció n del caballo de Calcula, aquella famosa farsa imperial, ha tenido y tendrá siempre un gran número de imitaciones. En pocos minutos Diane y Amé lie se vieron transportadas del elegante desorden en que se hallaba el dormitorio de la bella Diane a la correcció n de un lujo grandioso y severo, en la mansión de la duquesa de Grandlieu. Esta portuguesa piadosı́sima se levantaba cada mañ ana a las ocho para ir a oı́r misa a la pequeñ a iglesia de Sainte-Valé re, sucursal de Santo Tomá s de

Aquino, que entonces estaba situada en la explanada de los Invá lidos. Esta capilla, hoy derribada, ha sido trasladada a la calle de Bourgogne, en espera de que se edi ique una iglesia gó tica que, segú n dicen, será dedicada a santa Clotilde. Al oı́r las primeras palabras que Diane de Maufrigneuse le dijo al oı́do, la piadosa duquesa de Grandlieu fue a buscar al señ or de Grandlieu y regresó con é l al poco rato. El duque dirigió a la señ ora Camusot una de esas miradas mediante las cuales los grandes señ ores captan toda una existencia, y a veces toda un alma. El modo de vestir de Amé lie contribuyó poderosamente a que el duque intuyera su vida burguesa, de Alengon a Mantés y de Mantés a París. Si la esposa del juez hubiera conocido este don de los duques, no habrı́a podido aguantar con tanta gracia aquella mirada corté smente iró nica, en la que só lo vio cortesı́a. La ignorancia comparte los privilegios de la elegancia.

—Es la señ ora Camusot, la hija de Thirion, uno de los escribanos del gabinete —dijo la duquesa a su marido. El duque saludó muy corté smente a la mujer, y su cara abandonó en parte su gravedad. El ayuda de cá mara del duque compareció , a la llamada de su amo. —Vaya a la calle Honoré -Chevalier, en coche. Una vez allı́, llame a una pequeñ a puerta, en el nú mero 10. Le dice al criado que le abrirá que le ruego a su señ or que pase por aquı́; si está en casa, vuelve usted con é l. Sı́rvase de mi nombre, eso le bastará para allanar todos los obstáculos. Procure no tardar más de un cuarto de hora. Otro mayordomo apareció , el de la duquesa, en cuanto se hubo marchado el del duque. —Vaya a ver de mi parte al duque de Chaulieu y entregúele esta tarjeta. El duque le dio su tarjeta, doblada de una determinada manera. Cuando estos dos amigos

ı́ntimos tenı́an necesidad de verse inmediatamente para cualquier asunto urgente y reservado, que no aconsejaba ninguna transmisió n por escrito, se avisaban así mutuamente. Advié rtase que en todas las clases de la sociedad los usos se asemejan, y no se distinguen má s que por las maneras, los ademanes y los matices. El gran mundo tiene su jerga. Pero esta jerga se llama estilo. —¿Está usted segura, señ ora, de la existencia de estas supuestas cartas escritas por la señ orita Clotilde de Grandlieu a aquel joven? —dijo el duque de Grandlieu. Y dirigió a la señ ora Camusot una mirada semejante a la sonda que lanza un marino. —Yo no las he visto, pero es de temer —respondió ella, temblando. —¡Mi hija no ha podido escribir nada que no sea confesable! —exclamó la duquesa. —"¡Pobre duquesa!", pensó Diane, dirigiendo una mirada al duque de Grandlieu que le hizo temblar.

—¿Qué te parece a ti, querida Diane? —dijo el duque al oı́do de la duquesa de Maufrigneuse, llevándosela al hueco de una ventana. —Clotilde está tan loca por Lucien, amigo mı́o, que le habı́a dado una cita antes de su partida. ¡Sin la pequeñ a Lenoncourt, quizá s habrı́a huido con é l por el bosque de Fontainebleau! Sé que Lucien escribı́a a Clotilde unas cartas como para ablandar a una santa. Somos tres las hijas de Eva envueltas por la serpiente de la correspondencia... El duque y Diane volvieron de la ventana hacia la duquesa y la señ ora Camusot, que hablaban en voz baja. Amé lie, siguiendo los consejos de la duquesa de Maufrigneuse, se hacı́a pasar por muy devota para ganarse el corazón de la altiva portuguesa. —¡Estamos a merced de un vil presidiario evadido! —dijo el duque, moviendo los hombros—. ¡He aquı́ adonde conduce el aceptar en casa a algunas personas de las que no se tienen plenas garantı́as! Antes de admitir a quienquiera que sea, hay que conocer bien su fortuna, su familia y todos sus

antecedentes... Esta frase es la moraleja del caso, desde el punto de vista aristocrático. —Ahora ya está hecho —dijo la duquesa de Maufrigneuse—. Pensemos en la manera de salvar a la pobre señora de Sérizy, a Clotilde y a mí... —Debemos esperar a Henri, lo he mandado llamar; pero todo depende de la persona que ha ido a buscar Gentil. ¡Dios quiera que esté en Parı́s! Señ ora —dijo, dirigié ndose a la señ ora Camusot—, le agradezco que haya pensado en nosotros... Era la forma de despedir a la señ ora Camusot. La hija del escribano del gabinete tuvo la su iciente inteligencia para comprender al duque, y se levantó ; pero la duquesa de Maufrigneuse, con esa encantadora gracia que le valı́a amistades y favores, cogió a Amé lie de la mano e hizo como si la presentara al duque y a la duquesa. —En atenció n a mı́, prescindiendo ahora de que se haya levantado de madrugada para salvarnos a

todos, le pido algo má s que un recuerdo para mi querida señ ora Camusot. Primeramente, me ha prestado ya algunos servicios de los que no se olvidan jamá s; ademá s, tanto ella como su esposo está n totalmente de nuestro lado. Prometı́ hacer ascender a su Camusot, y les ruego que le den una protección preferente, en atención a mí. —No necesita usted esta recomendació n —dijo el duque a la señ ora Camusot—. Los Grandlieu se acuerdan siempre de los servicios que se les presta. Los ieles al rey tendrá n pronto ocasió n de destacarse, se les pedirá abnegació n, su esposo estará en la brecha. La señ ora Camusot se retiró orgullosa y contenta, a punto de reventar. Volvió a su casa triunfante; se admiraba a sı́ misma y se burlaba de la enemistad del procurador general. Decı́a para sus adentros: "¡Ojalá pudié ramos hacer saltar al señ or de Grandville!" Ya era hora de que se retirara la señ ora Camusot. El duque de Chaulieu, uno de los favoritos del rey,

se cruzó en la escalera con ella. —Henri —exclamó el duque de Grandlieu cuando oyó anunciar a su amigo—, te ruego que vayas en seguida al palacio y trates de hablar con el rey; he aquí de lo que se trata. Y se llevó al duque al hueco de la ventana, donde había conversado con la ligera y graciosa Diane. De vez en cuando el duque de Chaulieu miraba a hurtadillas a la alocada duquesa, que, mientras conversaba con la piadosa duquesa, dejá ndose sermonear por ella devolvı́a las miradas al duque de Chaulieu. —Hija mı́a —dijo inalmente el duque de Grandlieu, al terminar su conversació n con el duque de Chaulieu—, sea usted prudente. Hay que guardar las formas —añ adió , cogiendo las manos de Diane —. ¡No se comprometa má s, no escriba nunca! Las cartas, amiga mı́a, han sido la causa tanto de desgracias particulares como de desastres pú blicos... Lo que podrı́a disculparse a una jovencita como Clotilde, que amaba por vez primera, no tiene

excusa para... —¡Para un viejo granadero que ha conocido ya el fuego de las batallas! —dijo la duquesa, ponié ndole hocico al duque. Aquel gesto y aquella broma suscitaron una sonrisa en los rostros afectados de los dos duques y en el de la propia duquesa pía. —¡Hace cuatro añ os que no escribo cartas amorosas!... ¿Estaremos salvadas? —preguntó Diane, que ocultaba sus ansiedades bajo estas chiquilladas. —¡Todavı́a no! —dijo el duque de Chaulieu—, porque no sabe usted lo difı́cil que es cometer actos arbitrarios. Para un rey constitucional es como una in idelidad para una mujer casada. Es algo ası́ como su adulterio. —¡Su debilidad! —dijo el duque de Grandlieu. —¡El fruto prohibido! —añ adió Diane con una sonrisa—. ¡Oh, cuá nto me gustarı́a ser el gobierno! Porque a mı́ ya no me queda de esta fruta, me lo he comido todo.

—¡Oh, querida, querida!... —dijo la piadosa duquesa—, va usted demasiado lejos... Los dos duques, al oı́r que se paraba un vehı́culo ante la puerta con el estruendo que hacen los caballos lanzados al galope, dejaron a las dos mujeres juntas, tras haberlas saludado, y se fueron al gabinete del duque de Grandlieu, en el que se introdujo al vecino de la calle Honoré -Chevalier; no era otro que el jefe de la contrapolicı́a del rey, de la policía política, el sombrío y poderoso Corentin. —Pase —dijo el duque de Grandlieu—, pase, señ or de Saint-Denis. Corentin, sorprendido al ver que el duque tenı́a tanta memoria, pasó primero, tras haber saludado con una profunda reverencia a los dos duques. —Vuelve a tratarse del mismo personaje, o de algo referido a é l, mi apreciado amigo —dijo el duque de Grandlieu. —Pero si ha muerto —dijo Corentin.

—Queda un compañ ero suyo —hizo notar el duque de Chaulieu—, un temible compañero suyo. —¡El presidiario Jacques Collin! —replicó Corentin. —Habla, Ferdinand —dijo el duque de Chaulieu al exembajador. —Este miserable es de temer —repuso el duque de Grandlieu— porque, para tener un rehé n, se apoderó de las cartas que las señ oras de Sé rizy y de Maufrigneuse habı́an escrito a ese Lucien Chardon, su protegido. Parece que este joven lograba arrancar sistemá ticamente unas cartas apasionadas a cambio de las suyas, pues la propia señ orita de Grandlieu escribió , segú n dicen, algunas; por lo menos eso se teme, aunque no podemos saber nada porque está de viaje... —¡Aquel jovenzuelo era incapaz de hacer tales cá lculos!... —respondió Corentin—. ¡Era una maniobra del padre Carlos Herrera! —Corentin se apoyó con el codo en el brazo del silló n donde estaba sentado y se puso la mano a la cabeza mientras re lexionaba—. ¡Dinero! Este hombre

tiene má s que nosotros —dijo—. Esther Gobseck le sirvió de cebo para pescar má s de dos millones en aquel estanque de monedas de oro llamado Nucingen... ¡Señ ores, hagan que me den plenos poderes quienes de derecho puedan dá rmelos, y les libraré de este hombre!... —¿Y... las cartas? —preguntó el duque de Grandlieu a Corentin. —Escuchen, caballeros —repuso Corentin, alzá ndose y mostrando su rostro de comadreja en estado de ebullició n; hundió sus manos en los bolsillos de sus pantalones negros. Este gran actor del drama histó rico de nuestra é poca só lo se habı́a puesto un chaleco y una levita; ni siquiera se habı́a cambiado los pantalones de estar por casa, porque sabı́a que los grandes agradecen la presteza en determinadas ocasiones. Se puso a andar con toda familiaridad por el gabinete, hablando en voz alta como si estuviera solo—. ¡Es un presidiario! Se le puede meter, sin proceso, en Bicé tre, incomunicado, y dejar que reviente... ¡Pero puede haber dado ya instrucciones a sus secuaces en previsió n de este

caso! —Sin embargo, estuvo incomunicado inmediatamente —dijo el duque de Grandlieu—, cuando fue detenido en casa de aquella muchacha de improviso. —Pero, ¿acaso hay incomunicaciones impenetrables para ese individuo? —contestó Corentin—. Es tan hábil como... ¡como yo! "¿Qué hacer?", se dijeron entre sı́ los dos duques con una mirada. —Podrı́amos reintegrar a este sujeto inmediatamente al presidio... a Rochefort; ¡dentro de seis meses estará muerto!... ¡Oh, no hace falta ningú n crimen! —dijo, respondiendo a un ademá n del duque de Grandlieu—. ¿Qué se cree usted? Un presidiario no resiste má s de seis meses, con un verano tó rrido, si se le obliga a trabajar de lo lindo en medio de las miasmas del Charente. Pero esto só lo vale para el caso en que nuestro hombre no haya tomado ya precauciones respecto a esas cartas. Si ha previsto la acció n de sus adversarios, lo

cual es probable, hay que descubrir cuá les son sus precauciones. Si el que guarda las cartas es pobre, se le puede sobornar... Se trata pues de hacer cantar a Jacques Collin... ¡Vaya duelo! ¡Saldré derrotado! ¡Lo mejor serı́a comprar estas cartas con otras cartas!... con cartas de indulto, y que este personaje pasara a trabajar en mi negocio. Jacques Collin es el ú nico individuo capaz para sucederme, al estar muertos el pobre Contenson y mi querido Peyrade. Jacques Collin me mató a estos dos espı́as incomparables como para hacerse un lugar para sı́. Como está n viendo, caballeros, tienen que darme carta blanca. Jacques Collin está en la Conserjerı́a. Iré a ver al señ or de Grandville a su despacho. Manden allı́ a alguna persona de con ianza para que se reú na conmigo; necesito o bien una carta para mostrarla al señ or de Grandville, que no sabe nada de mı́ (carta que, por otra parte, devolveré al presidente del consejo), o bien alguien de peso que me presente... Tienen ustedes media hora, porque necesito aproximadamente una media hora para vestirme, es decir, para convertirme en lo que debo ser a los ojos del señor procurador general.

—Caballero —dijo el duque de Chaulieu—, conozco su gran habilidad; no le pido más que un sí o un no... ¿Responde usted del éxito?... —Sı́, con la omnipotencia, y con la palabra de ustedes de que jamá s nadie me pedirá cuentas a propósito de esto. Mi plan está ya trazado. Aquella siniestra contestació n produjo un ligero estremecimiento en los dos grandes señores. —¡Bien, caballero! —dijo el duque de Chaulieu—. Las cuentas de este asunto incluyalas entre los demás asuntos que lleva usted entre manos. Corentin saludó a los dos grandes señ ores y salió . Henri de Lenoncourt, a quien Ferdinand de Grandlieu habı́a mandado preparar un coche, se traladó en seguida al palacio del rey, a quien podı́a visitar en cualquier ocasió n en virtud del privilegio de su cargo. Reunidos ası́ en un solo haz los intereses diversos de la sociedad, desde lo má s bajo hasta lo má s alto, iban a coincidir en el despacho del procurador

general, empujados todos ellos por la necesidad y representados por tres hombres: la justicia por el. señ or de Grandville, la familia por Corentin, y frente a ellos, el adversario terrible que significaba Jacques Collin, encarnació n del mal, dotado de una energı́a salvaje. ¡Qué singular duelo iban a librar la Justicia y la Arbitrariedad unidas contra el Presidio y la astucia! ¡El Presidio, sı́mbolo de la audacia que suprime el cá lculo y la re le— xió n, para el cual todos los medios son buenos, que no tiene la hipocresı́a de la arbitrariedad, que simboliza de modo repugnante el interé s del vientre á vido, la sangrienta y rauda! protesta del Hambre! ¿No se trataba acaso del ataque y la defensa, del robo y de la propiedad? ¿No se trataba de la pugna terrible del estado social contra el estado natural desarrollá ndose en el espacio má s estrecho posible? Por ú ltimo, era una imagen viva y funesta de esos compromisos antisociales que establecen los representantes demasiado dé biles del poder con ciertos salvajes amotinadores. Cuando anunciaron al procurador general la visita del señ or Camusot, hizo una señ a para que le

dejaran entrar. El señ or de Grandville, que presentı́a aquella visita, quiso entenderse con el juez acerca de la manera de liquidar el asunto Lucien. La conclusió n no podı́a ser ya la misma que habı́a decidido, conjuntamente con Camusot, el dı́a anterior, antes de la muerte del pobre poeta. —Sié ntese, señ or Camusot —dijo el señ or de Granville, desplomándose en su sillón. El magistrado, a solas con el juez, dejó traslucir el abatimiento en que se hallaba. Camusot miró al señ or de Grandville y advirtió en aquel rostro tan irme una palidez casi lı́vida y una tremenda fatiga, una postració n completa que denotaban unos sufrimientos quizá má s crueles que los del condenado a muerte a quien el escribano acaba de anunciar la denegació n de su recurso, aunque este anuncio signifique, según los hábitos de la justicia, lo siguiente: Prepá rate, han llegado ya tus ú ltimos momentos. —Volveré en otra ocasió n, señ or conde —dijo Camusot—, aunque el asunto sea urgente...

—Qué dese —contestó el procurador general dignamente—. Los auté nticos magistrados, caballero, han de aceptar sus angustias y saber ocultarlas. Ha sido un error de mi parte el haber dejado que advirtiera en mí la menor turbación... Camusot hizo un ademán. —¡Dios quiera que desconozca usted, señ or Camusot, estas exigencias extremas de nuestra vida! Hay quien sucumbirı́a por menos. Acabo de pasar la noche junto a uno de mis amigos má s ı́ntimos; yo no tengo má s que dos amigos, el conde Octave de Bauvan y el conde de Sé rizy. El señ or de Sé rizy, el conde Octave y yo hemos estado desde las seis de ayer tarde hasta las seis de esta mañ ana, yendo alternativamente del saló n al dormitorio de la señ ora de Sé rizy, temiendo cada vez hallarla muerta o para siempre demente. Desplein, Bianchon y Sinard no han abandonado la habitació n, con dos enfermeras. El conde adora a su mujer. Imagı́nese la noche que acabo de pasar entre una mujer loca de amor y mi amigo loco de desesperació n. ¡Y un estadista no se desespera de la misma manera que

un imbé cil cualquiera! Sé rizy, inmó vil como cuando está en su butaca del consejo de Estado, se retorcı́a interiormente en su silló n con objeto de mostrarnos un rostro tranquilo. El sudor coronaba aquella frente inclinada por tantos trabajos. He dormido de cinco a siete y media, vencido por el sueñ o, y tenı́a que estar ya aquı́ a las ocho y media para ordenar una ejecució n. Cré ame, señ or Camusot, cuando un magistrado ha estado hundié ndose durante toda una noche en los abismos del dolor, sintiendo el peso de la mano de Dios actuando sobre las cosas humanas y golpeando de lleno en unos nobles corazones, le resulta muy difı́cil sentarse aquı́, ante su despacho, y decir frı́amente: "¡Haced caer una cabeza a las cuatro de la tarde! Aniquilad una criatura de Dios llena de vida, de fuerza y de salud." Y sin embargo, ¡é ste es mi deber!... Pese a verme sumido en el dolor, he de dar la orden de disponer el patı́bulo... El condenado no sabe que el magistrado siente una angustia parecida a la suya. En tales momentos, unidos entre sı́ por una hoja de papel, yo, la sociedad que toma venganza, y é l, el crimen que debe pagar, somos las dos caras del mismo deber, somos dos existencias cosidas

durante un instante por el cuchillo de la ley. Estos sufrimientos tan hondos del magistrado, ¿quié n los lamenta?, ¿quié n los consuela?... ¡Nuestra gloria consiste en enterrarlos en el fondo de nuestro corazó n! El sacerdote entregando su vida a Dios, y el soldado con sus centenares de muertes ofrecidas en aras del paı́s, me parecen má s felices que el magistrado con sus dudas, sus temores y su terrible responsabilidad.

"¿Sabe usted a quié n tienen que ajusticiar? — prosiguió el procurador general—; a un joven de veintisiete añ os, hermoso como nuestro muerto de ayer, rubio como é l, del que se ha obtenido la cabeza a cambio de nuestra espera, puesto que no tiene má s cargo probado que el de encubrimiento. Despué s de condenado, el muchacho no ha confesado.. Desde hace setenta dı́as resiste todas las pruebas y sigue proclamá ndose inocente. ¡Desde hace dos meses tengo dos cabezas sobre mis espaldas! Pagarı́a su confesió n con un añ o de mi vida, puesto que hay que tranquilizar a los jurados...

Figú rese qué golpe representarı́a contra la justicia que algú n dı́a se descubriera que el crimen por el que va a morir fue cometido por otro. En Parı́s todo adquiere una gravedad terrible, los má s insigni icantes incidentes judiciales se convierten en políticos. "El jurado, esta institució n que los legisladores revolucionarios creyeron tan só lida, es un elemento de desintegració n social, puesto que no es iel a su misió n, no protege su icientemente a la Sociedad. El jurado juega con sus funciones. Los miembros del jurado se dividen en dos bandos, uno de los cuales está en contra de la pena de muerte, y de ello resulta un total desmoronamiento de la igualdad ante la ley. Un determinado crimen horrible, como el parricidio, logra en ciertos departamentos veredicto de no culpabilidad ("Hay en los presidios veintitré s PARRICIDAS a los que se ha reconocido la existencia de circunstancias atenuantes" (NOTA DE BALZAC)), mientras que en tal otro departamento un crimen ordinario, por ası́ decirlo, recibe una condena a muerte. ¿Qué ocurrirı́a si en nuestra jurisdicción, en París, se condenara a un inocente?

—Es un presidiario evadido —hizo notar tímidamente el señor Camusot. —¡En manos de la oposició n y de la prensa se transformarı́a en un cordero pascual! —exclamó el señ or de Grand-Ville—, y la oposició n tendrı́a el juego fá cil; ¡no le costarı́a mucho ensalzarlo tratá ndose de un.corso faná tico de las ideas de su tierra, donde los asesinatos son resultado de la vendetta... En aquella isla uno mata a su enemigo y piensa (y ha pensado siempre) que no hay en ello nada censurable... ¡Ay, los auté nticos magistrados son muy desdichados! Cré ame, tendrı́an que vivir separados de todo trato social, como los pontı́ ices de otros tiempos. La gente só lo los verı́a cuando saldrı́an de sus celdas a horas ijas, graves, ancianos y venerables; juzgarı́an como los grandes sacerdotes de las sociedades antiguas, que juntaban en sı́ el poder judicial y el poder sacerdotal. Só lo se nos encontrarı́a sentados en nuestros sillones... ¡Actualmente, en cambio, padecemos y nos divertimos como los demá s!... Se nos ve en los

salones, entre nuestros allegados, como unos ciudadanos má s, movidos por pasiones; y podemos llegar a ser grotescos en lugar de ser terribles... Aquel clamor tan radical, interrumpido por pausas y por interjecciones y acompañ ado por ademanes que le conferı́an una elocuencia que difı́cilmente puede traducirse en el papel, hizo estremecer a Camusot. —Yo, caballero —dijo Camusot—, comencé tambié n ayer el aprendizaje de los sufrimientos de nuestro estado... Estuve a punto de morir a causa de la muerte de aquel joven, que no comprendió mi parcialidad; el desdichado se clavó a sı́ mismo el arma mortal... —¡Es que no habı́a que interrogarle! —exclamó el señ or de Grandville—. ¡Es tan fá cil hacer un favor mediante una abstención!... —¿Y la ley? —respondió Camusot—. Estaba detenido desde hace dos días... —La desgracia está ya consumada —repuso el

procurador general—. He reparado en la medida de mis posibilidades lo que sin duda era irreparable. Mi coche y mis criados está n en el sé quito de este pobre y dé bil poeta. Sé rizy ha hecho lo mismo que yo; es má s, acepta la funció n que le ha dado el malogrado joven: es su albacea. Con esta promesa ha logrado que su mujer le dirigiera una mirada en la que brillaba la cordura, Por ú ltimo, el conde Octave asiste personalmente a sus funerales. —Bien, señ or conde —dijo Camusot—, llevemos nuestra obra a buen té rmino. Nos queda un preso muy peligroso. Es Jacques Collin, usted lo sabe tan bien como yo. Este miserable será reconocido como tal... —¡Estamos perdidos! —exclamó el señ or de Grandville. —En estos momentos estará junto a su condenado a muerte, que para é l fue hace añ os en el penal algo parecido a lo que ha sido Lucien en Parı́s..., ¡su protegido! Bibi-Lupin se ha disfrazado de gendarme para asistir a la entrevista.

—¿Por qué se inmiscuye la policı́a judicial? —dijo el procurador general—. ¡Só lo puede actuar bajo mis órdenes!... —Toda la Conserjerı́a sabrá que tenemos cogido a Jacques Collin... Pues bien, vengo a decirle que este peligroso y audaz criminal debe de tener las cartas má s peligrosas de la correspondencia de la señ ora de Sé rizy, de la duquesa de Maufrigneuse y de la señorita Clotilde de Grandlieu. —¿Está usted seguro de esto?... —preguntó el señ or de Grandville, manifestando en su rostro una dolorosa sorpresa. —Juzgue usted mismo, señ or conde, si tengo o no razó n para temer esta desgracia. Cuando deshice el paquete de cartas cogido en casa de aquel desdichado joven, Jacques Collin dirigió sobre ellas una mirada incisiva y dejó traslucir una sonrisa de satisfacció n, sobre cuyo signi icado no puede equivocarse ningú n juez de instrucció n. Un sirvergü enza tan redomado como Jacques Collin se guarda muy bien de soltar semejantes armas. ¿Qué

me dice usted de esos documentos en manos de un defensor que este asesino irá a buscar entre los enemigos del gobierno y de la aristocracia? Mi esposa, que goza de las simpatı́as de la duquesa de Maufrigneuse, ha ido a avisarla, y en estos momentos deben de estar en casa de los Grandlieu manteniendo un conciliábulo... —¡El proceso de este hombre es imposible! — exclamó el procurador general, levantá ndose y recorriendo a grandes zancadas su despacho arriba y abajo—. Habrá dejado las cartas en un lugar seguro... —Yo sé dónde —dijo Camusot. Con estas simples palabras, el juez de instrucció n disipó todas las prevenciones que el procurador general había abrigado en contra suya. —¡Veamos!... —dijo el señ or de Grandville, sentándose. —Viniendo hacia aquı́ desde mi casa, he re lexionado profundamente sobre este lamentable

asunto. Jacques Collin tiene una tı́a, una tı́a natural y no arti icial, una mujer acerca de la cual la policı́a polı́tica ha transmitido una nota a la prefectura. El es el alumno y el dios de esta mujer, que es hermana de su padre y se llama Jacqueline Collin. Esta mujer tiene una tienda de ropa usada, y gracias a las relaciones que se ha ido haciendo con el comercio, conoce muchos secretos familiares. Si Jacques Collin ha dejado sus papeles salvadores en manos de alguien, es en manos de esta mujer; deten gámosla... El procurador general dirigió a Camusot una sutil mirada que signi icaba: "Este hombre no es tan bobo como creı́a ayer; lo que ocurre es que todavı́a es joven, y no sabe manejar las riendas de la justicia." —Pero para tener é xito —prosiguió Camusot— hay que cambiar todas las medidas adoptadas por nosotros ayer, y yo venı́a precisamente a pedirle consejo, a pedirle órdenes... El procurador general cogió su cortaplumas y dio

con é l unos golpecitos al borde de la mesa, con uno de esos ademanes caracterı́sticos de todo pensador cuando se abandona por entero a la reflexión. —¡Tres grandes familias en peligro! —exclamó —. ¡No debemos meter la pata ni por un solo momento!... Tiene usted razó n, ante todo sigamos el axioma de Rouche: ¡Detengamos! Hay que incomunicar de nuevo e inmediatamente a Jacques Collin. —¡Pero ası́ descubrimos que es el presidiario! Echamos a perder la memoria de Lucien... —¡Qué asunto tan espantoso! —dijo el señ or de Grand-ville—. En todas partes está el peligro. En aquel momento entró el director de la Conserjerı́a, no sin haber llamado antes; pero un despacho como el del procurador general está tan bien guardado, que solamente las personas má s habituales y conocidas pueden llamar a la puerta. —Señ or conde —dijo el señ or Gault—, el preso llamado Carlos Herrera quiere hablarle.

—¿Ha comunicado con alguien? —preguntó el procurador general. —Con los detenidos, porque está en el patio desde las siete y media aproximadamente. Ha visto al condenado a muerte, que según dice le ha hablado. El señ or de Grandville, gracias a unas palabras del señ or Camusot que actuaron en é l como un rayo de luz, advirtió todo el partido que podı́a sacarse para obtener la entrega de las cartas de una confesió n de la intimidad de Jacques Collin con Thé odore Calvi. Satisfecho de tener una razó n para aplazar la ejecució n, el procurador general hizo un gesto al señor Gault para que se acercara. —Tengo la intenció n de aplazar la ejecució n hasta mañ ana; pero nadie en la Conserjerı́a ha de olfatear este retraso. Silencio absoluto. Haga que el verdugo parezca preparar el dispositivo. Má ndeme aquı́, con una buena guardia, a este sacerdote españ ol, nos lo reclama la embajada de Españ a. Que los gendarmes traigan al señ or Carlos por su escalera de comunicació n para que no pueda ver a nadie. Avise

a esos hombres para que lo cojan cada uno por un brazo, y para que no lo suelten hasta llegar a la puerta de mi despacho. ¿Está usted del todo seguro, señ or Gault, que este peligroso extranjero no ha podido comunicar más que con los presos? —¡Ah! En el momento en que salı́a de la celda del condenado a muerte, se ha presentado una dama para visitarle... Al oı́r aquello los dos magistrados intercambiaron una mirada, ¡y qué mirada! —¿Qué dama? —dijo Camusot. —Una de sus penitentes... una marquesa — respondió el señor Gault. —¡Esto va de mal en peor! —exclamó el señ or de Grandville, mirando a Camusot. —Les ha dado muchos quebraderos de cabeza a los gendarmes y a los vigilantes —repuso el señ or Gault, confuso. —No hay nada que sea indiferente en las funciones

de usted —dijo con severidad el procurador general—. La Conserjerı́a no tiene los muros que tiene por que sí. ¿Cómo ha entrado esta señora? —Con un permiso perfectamente en regla, señ or — replicó el director—.Esta señ ora, que iba muy bien vestida y acompañ ada por un lacayo y un mozo de a pie, ha venido en un coche muy lujoso para ver a su confesor antes de ir al entierro del desdichado joven al que usted mandó venir buscar... —Trá igame el permiso de la prefectura —dijo el señoi de Grandville. —Trae la recomendació n de Su Excelencia el conde d< Sérizy. —¿Có mo era esa mujer? —preguntó el procurador g& neral. —Nos pareció una dama respetable. —¿Vio usted su rostro? —Llevaba un velo negro.

—¿De qué han hablado? —¿Qué iba a decir una mujer devota... con un breviario?... Pidió la bendició n del cura, se arrodilló... —¿Estuvieron mucho rato juntos? —preguntó el juez. —Menos de cinco minutos; pero ninguno de nosotros comprendió nada de su conversació n, pues hablaban seguramente en español. —Dı́ganoslo todo, caballero —dijo el procurador general—. Se lo repito, el menor detalle es para nosotros de sumo interé s. ¡Qué esto le sirva de ejemplo! —Lloraba también. —¿Lloraba de verdad? —No podı́amos verlo, ocultaba su cara con su pañ uelo. Dejó trescientos francos en monedas de oro para los presos.

—¡No es ella! —exclamó Camusot. —Bibi-Lupin —repuso el señ or Gault— exclamó : "Es una ladrona." —Él conoce el paño —dijo el señor de Grandville—. Prepare usted la orden de arresto —añ adió , mirando a Camusot—, ¡y a precintar pronto su domicilio! Pero, ¿có mo habrá obtenido la recomendació n del señ or de Sé rizy? Trá igame el permiso de la prefectura... ¡Vamos, señ or Gault! Má ndeme pronto al sacerdote. Mientras esté aquı́, el peligro no puede agravarse, y en un par de horas de conversació n se anda mucho trecho dentro del alma de un hombre. —Sobre todo un procurador general como usted —dijo hábilmente el señor Camusot. —Seremos dos —respondió corté smente el procurador general. Y quedó de nuevo sumido en sus meditaciones. —En todos los locutorios de las cárceles habría que establecer un puesto de vigilante, que deberı́a

darse, con una buena retribució n, como plaza de retiro a los agentes de policı́a má s há biles y ieles — dijo tras una larga pausa—. Bibi-Lupin tendrı́a que terminar allı́ sus dı́as. Ası́ tendrı́amos un ojo y un oı́do en un lugar que requiere una vigilancia má s e icaz que la que tiene. El señ or Gault no ha sido capaz de decirnos nada decisivo. —Está demasiado ocupado —dijo Camusot—; pero entre las celdas de incomunicació n y nosotros hay una laguna que no deberı́a haber. Para venir de la Conserjerı́a a nuestros despachos, hay que pasar por pasillos, patios y escaleras. La atenció n de nuestros agentes no es perpetua, mientras que el preso está pensando sin cesar en su asunto. —Me han dicho que cuando Jacques Collin salió de su celda de incomunicació n, se encontró ya con una dama en su camino. La mujer llegó hasta el puesto de policı́a, en la parte alta de la pequeñ a escalera de la Ratonera; me lo han dicho los ujieres, y ya he recriminado a los gendarmes por este hecho. —¡Oh,

habrı́a

que

reconstruir

el

Palacio

enteramente! —dijo el señ or de Grandville—; pero es un gasto que representa unos veinte o treinta millones... ¡Y vaya usted a pedir treinta millones a las cámaras en beneficio de la Justicia! Se oyeron pasos de varias personas y ruido de armas. Debía ser Jacques Collin. El procurador general puso en su rostro una má scara de gravedad bajo la que desapareció el hombre. Camusot imitó al jefe del Ministerio fiscal. Efectivamente, el empleado del gabinete abrió la puerta y apareció Jacques Collin, tranquilo y sin sorpresa alguna. —Ha manifestado usted querer hablar conmigo — dijo el magistrado—; le escucho. —¡Señor conde, soy Jacques Collin, me rindo! Camusot se estremeció , el procurador general se mantuvo tranquilo. —Debe usted pensar que tengo motivos para actuar de esta manera —repuso Jacques Collin,

envolviendo a ambos magistrados con una mirada iró nica—. Debo ponerles en un grave aprieto, puesto que si siguiera siendo sacerdote españ ol les bastarı́a con hacerme llevar por la policı́a hasta la frontera de Bayona, donde las bayonetas españ olas les librarían. Los dos magistrados permanecieron impasibles y silenciosos. —Señ or conde —siguió el forzado—, las razones que me hacen actuar ası́ son aú n má s graves que é stas, aunque tengan un cará cter muy personal para mı́; no puedo decı́rselas má s que a usted... Si tiene usted miedo... —¿Miedo de quié n, de qué ? —dijo el conde de Grand-ville. La actitud, la isonomı́a, sus gestos, sus ademanes y su mirada hicieron en aquel momento de aquel gran procurador general la viva imagen de la magistratura, la cual debe ofrecer los más hermosos ejemplos de valor civil. En aquellos fugaces instantes, se mostró a la altura de los viejos

magistrados del antiguo parlamento, del tiempo de las luchas civiles, en que los presidentes se enfrentaban cara a cara con la muerte y sin embargo se mantenı́an irmes e incó lumes como las estatuas de mármol que luego se les erigió. —Pues, miedo de quedarse a solas con un presidiario evadido. —Dé jenos, señ or Camusot —dijo con viveza el procurador general. —Querı́a proponerle que me hiciera atar los pies y las manos —repuso frı́amente Jacques Collin, envolviendo a los dos magistrados con una mirada estremecedora. Hizo una pausa, y prosiguió gravemente—: Señ or conde, hasta ahora só lo tenı́a usted mi estima, pero ahora goza de toda mi admiración... —¿Tan temible se cree usted, entonces? — preguntó el magistrado, muy despreciativamente. —¿Si me creo temible? —dijo el presidiario—. ¿De qué iba a servirme? Lo soy, y sé que lo soy.

Jacques Collin cogió una silla y se sentó con la naturalidad de quien sabe que está a la altura de su adversario en un encuentro de igual a igual. En aquel momento, el señ or Camusot, que se hallaba en el umbral de la puerta, a punto de cerrarla, volvió a entrar, se acercó al señ or de Grandville y le entregó dos papeles doblados... —Mire —dijo el juez al procurador general, enseñándole uno de los papeles. —Llame usted al señ or Gault —dijo el conde de Grandville en cuanto hubo leı́do el nombre de la camarera de la señ ora de Maufrigneuse, a la que conocía. El director de la Conserjería compareció. —Descrı́bame a la mujer que fue a ver al detenido —le dijo el procurador general al oído. —Era baja, gruesa, rechoncha —respondió el señor Gault. —La persona para la que se irmó el permiso es

alta y delgada —dijo el señ or de Grandville—. ¿Qué edad tenía? —Sesenta años. —¿De qué se trata, caballeros? —dijo Jacques Collin—. Vamos —añ adió con aire bonachó n—, no hace falta que indaguen má s. Esa persona es mi tı́a, y, como tal, perfectamente verosı́mil: se trata de una mujer, de una anciana. Yo puedo ahorrarles muchos apuros... No encontrará n a mi tı́a má s que si yo lo deseo... Si nos embrollamos en estas cosas, no adelantaremos ni un centímetro. —El reverendo padre ya no habla el francé s con acento españ ol —dijo el señ or Gault—, ya no chapurrea. —¡Porque las cosas ya está n lo bastante embrolladas ası́, querido señ or Gault! —le contestó Jacques Collin con una sonrisa amarga y llamando al director por su nombre. En aquel momento el señ or Gault se abalanzó hacia el procurador general y le dijo al oído:

—¡Tenga cuidado, señ or conde, este hombre está enfurecido! El señ or de Grandville alzó pausadamente su mirada hacia Jacques Collin y le pareció que estaba tranquilo; pero pronto se dio cuenta de que era verdad lo que le decı́a el director. Aquella engañ osa actitud ocultaba la frı́a y terrible irritació n de los nervios del salvaje. En los ojos de Jacques Collin latı́a una erupció n volcá nica, sus puñ os estaban crispados. Parecı́a un tigre agazapado presto a saltar sobre su presa. —Dé jennos —dijo con gravedad el procurador general, dirigié ndose al director de la Conserjerı́a y al juez. —¡Ha hecho usted bien mandando salir al asesino de Lucien!... —dijo Jacques Collin, sin preocuparse de si Camusot podı́a oı́rle o no—. No lo aguantaba más, estaba a punto de estrangularle... El señ or de Grandville se estremeció . Nunca habı́a visto tanta sangre en los ojos de un hombre, tanta palidez en sus mejillas, tanto sudor en su frente y

una tal contracción de músculos. —¿Qué habrı́a sacado con este asesinato? — preguntó tranquilamente el procurador general al criminal. —Cada dı́a está usted vengando o creyendo vengar a la Sociedad, caballero; ¡y me pide ahora razó n de una venganza!... ¿Acaso no ha sentido jamá s en sus venas a la venganza agitando su oleaje?... ¿Acaso no sabe usted que es ese imbé cil de juez quien nos lo mató ? Usted querı́a a mi Lucien, y é l le querı́a a usted tambié n. Le conozco a usted perfectamente, caballero. Aquella encantadora criatura me lo contaba todo, por la noche, cuando regresaba a casa; lo metı́a en la cama como un ama de crı́a a su bebé , y se lo hacı́a contar todo... Me lo decı́a todo, hasta sus sensaciones má s insigni icantes... Ninguna madre ha amado jamá s a un hijo ú nico como yo amaba a aquel á ngel. ¡Si usted supiera! De aquel corazó n brotaba el bien como las lores en los prados. Era dé bil, é se era su ú nico defecto, dé bil como la cuerda de la lira, que es tan fuerte cuando está tensa... Esas son las almas má s hermosas: su

debilidad es una con la ternura, la admiració n, y con la facultad de lorecer bajo el sol del Arte, del Amor y de la belleza que Dios ha creado para el hombre bajo mil formas distintas... En suma, Lucien era como una mujer frustrada. ¡Ya sabe usted lo que dije a la bestia bruta que acaba de salir!... ¡Ay, señ or, en mi papel de preso ante un juez instructor hice lo que habrı́a hecho Dios para salvar a su hijo si, con el propó sito de salvarlo, le hubiera acompañ ado ante Poncio Pilato!... Un torrente de lá grimas brotó de los ojos claros y amarillos del presidiario, que antes llameaban como los de un lobo hambriento que se hubiera pasado seis meses en medio de la nieve en plena Ucrania. Prosiguió: —¡Ese cernı́calo no quiso escuchar nada y llevó al muchacho a la perdició n!... Señ or conde, yo lavé el cadá ver del muchacho con mi llanto, implorando a Aquel a quien tı́o conozco y que está por encima de nosotros; ¡yo que no creo en Dios!... (¡Si no fuera materialista, dejarı́a de ser yo mismo!) ¡En pocas palabras se lo he dicho todo! Usted no sabe, nadie

sabe lo que es el dolor; só lo yo lo sé . El fuego del dolor absorbı́a tanto mis lá grimas, que esta noche no he podido llorar. Ahora lloro porque siento que usted me comprende. Antes le he visto aquı́, como representante de la Justicia... ¡Ay!, caballero, que Dios... (¡empiezo a creer en El!), que Dios le guarde de ser como yo soy... Ese maldito juez me ha arrebatado el alma. ¡Señ or, señ or! ¡En estos momentos estará n enterrando a mi vida, a mi belleza, a mi virtud, a mi conciencia, a todo mi vigor! Imagine usted un perro a quien un quı́mico le quita toda la sangre... Pues bien, yo soy este perro... Ésa es la razón por la que he venido a decirle: "Soy Jacques Collin, ¡me rindo!..." Habı́a resuelto esto esta misma mañ ana, cuando vinieron a arrebatarme aquel cuerpo que yo besaba como un demente, como una madre, como la Virgen debió de besar a Jesú s en su sepulcro... Querı́a ponerme al servicio de la Justicia incondicionalmente... Ahora, en cambio, debo poner algunas condiciones, ya verá por qué... —¿Habla usted con el señ or de Grandville, o con el procurador general? —dijo el magistrado.

Los dos hombres, el CRIMEN y la JUSTICIA, se miraron. El presidiario habı́a conmovido al magistrado, que sintió una piedad religiosa por aquel desgraciado; comprendió su vida y sus sentimientos. El magistrado (un magistrado es siempre un magistrado), que desconocı́a la conducta de Jacques Collin desde su fuga, creyó que podrı́a adueñ arse de aquel criminal que, en definitiva, sólo era culpable de una falsificación. Y quiso intentar la generosidad con aquella naturaleza compuesta, como el bronce, de diversos metales, de bien y de mal. Ademá s, el señ or de Grandville, que habı́a alcanzado los cincuenta y tres añ os de edad sin haber sido capaz de inspirar amor, admiraba a las personas tiernas, como todos aquellos que nunca han sido amados. Quizá s aquel desespero, patrimonio de muchos hombres a quienes las mujeres no ofrecen má s que su aprecio o su amistad, era el secreto lazo que unı́a con tan profunda intimidad a los señ ores de Bauvan, de Grandville y de Sé rizy, puesto que una misma desgracia hace vibrar las almas al unísono, igual que una felicidad mutua. —¡Tiene usted un porvenir!...

—dijo el procurador general, dirigiendo una mirada inquisitiva sobre aquel bribó n que mostraba un gran abatimiento. El hombre hizo un ademá n con el que expresó la más profunda indiferencia hacia sí mismo. —Lucien ha hecho testamento y le ha legado trescientos mil francos... —¡Pobre! ¡Pobre pequeñ o! ¡Pobre pequeñ o! — exclamó Jacques Collin—. ¡Siempre ha sido demasiado honrado! ¡Yo reunı́a todos los sentimientos malos, é l era en cambio lo bueno, lo noble, lo bello y lo sublime! ¡Almas tan hermosas como la suya no se transforman fá cilmente! ¡De mı́ no había recogido más que mi dinero, caballero! Aquel completo y profundo abandono de la personalidad que el magistrado ya no podı́a revitalizar, era una demostración tan palpable de las palabras de aquel hombre, que el señ or de Grandville olvidó al criminal. ¿Qué iba a hacer el procurador general?

—Si ya nada le interesa —preguntó el señ or de Grandville—, ¿qué ha venido usted a decirme? —¿Le parece poco que haya venido a entregarme? Estaban ustedes quemá ndose, pero no lograban cogerme. Mi identidad, por otra parte, ¡es muy incó moda para ustedes!... "¡Vaya adversario!", pensó el procurador general. —Va usted a cortar la cabeza a un inocente, señ or procurador general, y yo he descubierto al verdadero culpable —añ adió gravemente Jacques Collin, secá ndose las lá grimas —. No estoy aquı́ por ellos, sino por usted. Venı́a a quitarle un remordimiento, porque amo a todos los que han tenido alguna clase de interé s por Lucien, igual que odio a todos los que le han impedido seguir viviendo... ¿Qué me importa a mı́ un presidiario? —añ adió tras una breve pausa—. Un presidiario, para mı́, apenas es lo que una hormiga para usted. Soy como los bandoleros de Italia (¡qué hombres tan valientes!): si el viajero asaltado les rinde algo má s que el valor del disparo de fusil, lo matan. Só lo he pensado en usted. He confesado a este muchacho, que ú nicamente podı́a iarse de mı́, puesto que fue compañ ero mı́o de grilletes.

Thé odore es un buen chico y creyó que hacı́a un favor a su amante encargá ndose de vender o de empeñ ar unos objetos robados; pero respecto al asunto de Nanterre, es tan culpable como lo pueda ser usted. Es de Có rcega, y entre aquella gente es costumbre vengarse y matarse unos a otros como moscas. En Italia y en Españ a no se respeta la vida del hombre. Muy sencillo: se cree que estamos provistos de un alma, de un algo, de una imagen nuestra que nos sobrevive y que perdura eternamente. ¡Vaya usted con tales pamplinas a nuestros analistas! Só lo los paı́ses de ateos o iló sofos hacen pagar cara la vida a los que la perturban, y tienen razó n, ya que no creen má s que en la materia, en el presente. Si Calvi les hubiera dicho quié n era la mujer de la que procedı́an los objetos robados, habrı́an encontrado no al verdadero culpable, ya que está entre sus propias manos, sino a un có mplice al que el pobre Thé odore no quiere perder, porque se trata de una mujer... ¿Qué quiere usted? Cada clase tiene su concepto del honor, tambié n lo tienen el mundo de los presos y de los delincuentes. Ahora sé quié n es el asesino de estas dos mujeres y los autores de aquel golpe tan

audaz y extrañ o; me lo han contado hasta en sus menores detalles. Suspenda la ejecució n de Calvi y se enterará de todo; pero dé me su palabra de devolverlo al presidio haciendo conmutar su pena... En el dolor en que estoy sumido, uno no se toma la molestia de mentir, ya que lo sabe usted. Lo que le digo es pura verdad... —Con usted, Jacques Collin, aunque sea en cierto modo rebajar a la justicia, que no debe hacer semejantes compromisos, creo que puedo a lojar el rigor de mis funciones. —¿Me otorga usted esta vida? —Es posible... —Caballero, le ruego que me dé usted su palabra, me bastará... El señ or de Grandville hizo un ademá n que reflejaba su orgullo herido. —Tengo entre mis manos el honor de tres familias, mientras que usted solamente cuenta con la vida de

tres presidiarios —dijo Jacques Collin—; estoy en mejor posición que usted. —Puede volver a la celda de incomunicació n; ¿y entonces qué va a hacer?... —preguntó el procurador general. —¿Ah, acepta el juego? —dijo. Jacques Collin—. Yo hablaba a la pata la llana, hablaba con el señ or de Grandville; pero si el que tengo delante es el procurador general, vuelvo a coger mis cartas y cargo con todo. ¡Yo que iba a devolverle las cartas escritas por la señ orita Clotilde de Grandlieu a Lucien si me hubiera dado usted su palabra! El acento, la sangre frı́a y la mirada que acompañ aron a estas palabras revelaron al señ or de Grandlieu a un adversario con el cual la falta má s insignificante era peligrosa. —¿Eso es todo lo que pide? —dijo el procurador general. —Voy a hablarle por mı́ —dijo Jacques Collin—. El honor de la familia Gradlieu paga la conmutació n de

la pena de Thé odore: eso es dar mucho y pagar muy poco. ¿Qué es un presidiario condenado a cadena perpetua?... Si se fuga, pueden deshacerse de é l muy fá cilmente; es como una letra de cambio para la guillotina. Ahora bien, como lo habı́an destinado con intenciones no muy buenas a Rochefort, debe prometerme que lo encaminará hacia Toulon, con la recomendació n de que sea bien tratado. Ahora, por mi parte, yo quiero má s; tengo el archivo de la señ ora de Sé rizy y el de la duquesa de Maufrigneuse, y qué cartas!... Mire, señ or conde, las mujeres de mala vida, cuando escriben, ponen mucho sentimiento y un gran estilo; pues bien, las grandes damas, que despliegan un gran estilo y unos grandes sentimientos todo el dı́a, escriben tal como actú an las prostitutas. La solució n de este rompecabezas, que la busquen los iló sofos; no tengo ningú n deseo especial de buscarla. La mujer es un ser inferior, que obedece demasiado a sus ó rganos. ¡Para mı́ la mujer só lo es hermosa cuando se parece a un hombre! Esas duquesas que son viriles por su cabeza han escrito obras maestras... ¡Oh!, es una delicia de cabo a rabo, como la famosa oda de Pirón...

—¿De verdad? —¿Quiere usted verlas?... —dijo Jacques Collin, sonriendo. El magistrado sintió vergüenza. —Puedo dejar que lea algunas; pero en eso, ¡nada de bromas! ¿Haremos juego limpio?... Me devolverá las cartas y prohibirá que se espı́e, que se siga y que se vigile a la persona que las traerá. —¿Llevará mucho tiempo?... —dijo el procurador general. —No, son las nueve y media... —repuso Jacques Collin, mirando el reloj—; pues bien, dentro de cuatro minutos tendremos una carta de cada una de estas damas, y en cuanto las haya leı́do usted anulará la orden de ejecució n. Si no fuera cierto todo esto, no estarı́a yo tan tranquilo. Ademá s, estas damas están ya advertidas... El señor de Grandville hizo un ademán de sorpresa.

—En estos momentos deben estar movié ndose mucho; van a poner en danza al ministro de Justicia, y a lo mejor llegará n incluso hasta el propio rey... Veamos, ¿me da usted palabra de no identi icar a la persona que venga, de no vigilarla ni hacerla vigilar durante una hora? —¡Se lo prometo! —¡Bien! Sé que usted no va a engañ ar a un presidiario evadido. Usted es de la misma madera que los Turenne, y es iel a su palabra tambié n para con los ladrones... Mire, en la sala de los Pasos Perdidos se encuentra en estos momentos una pordiosera harapienta, una anciana, en el centro de la sala. Debe de estar con alguno de los escribanos pú blicos de algú n proceso de pared medianera; mande usted a su mozo de o icina a buscarla. Que le diga estas palabras: Dabor ti mandona, y vendrá ... Pero no sea usted cruel inú tilmente... O acepta mis proposiciones o no se compromete usted con un presidiario... ¡Fı́jese en que no soy má s que un falsario!...

No deje que Calvi sufra la terrible angustia del corte de cabello... —La ejecució n ya ha sido suspendida... ¡No quiero que la justicia sea menos que usted! —dijo el señ or de Grand-ville a Jacques Collin. Jacques Collin miró al procurador general con asombro y vio que tiraba del cordó n de la campanilla. —¿Me hará usted el favor de no escaparse? Dé me su palabra, con ella me basta. Vaya a buscar a esa mujer... El mozo de oficina apareció. —Fé lix, mande a los gendarmes que se vayan... — dijo el señor de Grandville. Jacques Collin quedó derrotado. En aquel duelo con el magistrado, querı́a ser el má s magná nimo, el má s fuerte y el má s generoso, pero el magistrado habı́a acabado aplastá ndole. No obstante, el presidiario sintió su superioridad por el hecho de que engañ aba a la Justicia, de que la

persuadı́a de que el culpable era inocente y le disputaba victoriosamente una cabeza; pero aquella superioridad suya tenı́a que ser sorda, secreta y oculta, mientras que la Cigü eñ a le abrumaba abierta y majestuosamente. En el mismo momento en que Jacques Collin salı́a del despacho del señ or de Grandville, el secretario general de la presidencia del consejo, un diputado, el conde Des Lupeaulx, se presentó acompañ ado de un anciano enfermizo. El anciano, cubierto por una mullida esclavina, como si todavı́a reinara el invierno, con los cabellos empolvados, el rostro pá lido y frı́o, mostraba al andar el impedimento de la gota que le afectaba, inseguro de sus pies envueltos en gruesos zapatos de cuero, apoyado en un bastó n con pomo de oro, con la cabeza descubierta, el sombrero en la mano y en la botonera un pasador de siete cruces. —¿Qué hay, querido Des Lupeaulx? —preguntó el procurador general. —Me manda el prı́ncipe —dijo al oı́do del señ or de

Grandville—. Tiene usted carta blanca para recuperar las cartas de las señ oras de Sé rizy y de Maufrigneuse, ası́ como las de la señ orita Clotilde de Grandlieu. Puede usted negociar con este señor... —¿Quié n es? —preguntó el procurador general al oído de Des Lupeaulx. —No tengo secretos para usted, mi querido procurador general, se trata del cé lebre Corentin. Su Majestad manda decir que le informe usted personalmente de todas las circunstancias de este asunto y de las condiciones impuestas para lograr lo que se proponen. —Há game el favor de ir a decir al prı́ncipe que todo ha terminado —respondió el procurador general al oído de Des Lupeaulx—, que no he tenido necesidad de este caballero —añ adió , señ alando a Corentin—. Iré a recibir ó rdenes de Su Majestad respecto a la conclusió n del caso, que dependerá del ministro de Justicia, puesto que hay que otorgar dos conmutaciones de pena. —Ha

obrado

usted

muy

inteligentemente

adelantá ndose ası́ —dijo Des Lupeaulx, estrechando la mano del procurador general—. El rey no quiere que la nobleza, que algunas grandes familias se vean afrentadas a bombo y platillo, precisamente ahora, poco antes de intentarse una maniobra importante... Esto no es un mero asunto criminal, es una cuestión de Estado... —¡Dı́gale al prı́ncipe que cuando usted ha llegado todo estaba ya arreglado! —¿Es cierto? —Así lo creo. —Entonces será usted ministro de Justicia en cuanto el actual ministro sea nombrado canciller, amigo mío... —¡No tengo ambiciones!... procurador general.

—contestó

el

Des Lupeaulx salió riendo. —Rué guele al prı́ncipe que solicite diez minutos de audiencia al rey, para mı́, hacia las dos y media de la

tarde —añ adió el señ or de Grandville mientras acompañaba al conde Des Lupeaulx. —¡Y no es usted ambicioso! —dijo Des Lupeaulx, dirigiendo una sutil mirada al señor de Grandville—. Vamos, tiene usted dos hijos, y por lo menos quiere llegar a ser par de Francia... —Si el señ or procurador general tiene las cartas, mi intervenció n resulta inú til —hizo notar Corentin al hallarse solo con el señ or de Grandville, que lo contemplaba con una curiosidad muy comprensible. —Un hombre como usted no está nunca de má s en un asunto tan delicado como é ste —contestó el procurador general al ver que Corentin lo habı́a oído o lo había comprendido todo. Corentin saludó con un ligero movimiento de cabeza casi protector. —¿Conoce usted, caballero, al personaje de que se trata? —Sı́, señ or conde, se trata de Jacques Collin, el jefe

de la sociedad de los Diez Mil, el banquero de los penales, un presidiario que, desde hace tres añ os, ha sido capaz de ocultarse tras la sotana del padre Carlos Herrera. ¿Có mo se le encargó una misió n del rey de Españ a para el difunto rey? Será difı́cil sacar la luz de este asunto. Espero una respuesta de Madrid, adonde mandé unas cartas y a un hombre. Este presidiario tiene el secreto de dos monarcas... —¡Qué temple y qué vigor tiene este hombre! No nos queda má s que una de estas dos soluciones: o hacerlo nuestro o deshacernos de é l —dijo el procurador general. —Hemos tenido la misma idea, y es un gran honor para é l —replicó Corentin—. Estoy obligado a tener tantas ideas y para tanta gente, que entre tantos tengo que encontrarme con un individuo inteligente. Estas palabras fueron pronunciadas tan secamente y en un tono tan glacial, que el procurador general guardó silencio y se puso a tramitar ciertos asuntos urgentes. Cuando Jacques Collin apareció en la sala de los

Pasos Perdidos, puede imaginarse qué gran asombro experimentó la señ orita Jacqueline Collin. Se quedó plantada, con las manos en las caderas, ya que estaba disfrazada de vendedora ambulante. Por muy acostumbrada que estuviera a las hazañ as de su sobrino, aquélla las superaba todas. —¿Qué pasa? Si sigues contemplá ndome como a una curiosidad de museo —dijo Jacques Collin, cogiendo a su tı́a por el brazo y llevá ndola fuera de la sala de los Pasos Perdidos—, nos tomará n por dos curiosidades; quizá nos detendrı́an y perderı́amos tiempo. —Bajó la escalera de la galerı́a comercial que lleva a la calle de la Barillerie—. ¿Dónde está Paccard? —Me espera en casa de la Pelirroja y se está paseando por el muelle. —¿Y Prudence? —Está en su casa, como mi ahijada. —Vamos allá...

—Mira si nos siguen... La Pelirroja, una quincallera establecida en el muelle de las Flores era la viuda de un famoso asesino, de un Diez Mil. En 1819 Jacques Collin había entregado lealmente veintitantos mil francos a aquella muchacha de parte de su amante, despué s de su ejecució n. Engañ amuertes era el ú nico que sabı́a la intimidad que unı́a a aquella mujer, que entonces, era modista, con su cofrade. —Soy el jefe de tu hombre —le habı́a dicho en aquella ocasió n el inquilino de la señ ora Vauquer a la modista, a quien habı́a dado cita en el Parque Zooló gico—. El ha debido de hablarte de mı́. Todo el que me traiciona muere antes de que pase un añ o, mientras que todo el que me es leal nunca tiene nada que temer de mí. Soy amigo de los que mueren antes que decir una palabra que comprometa a aquellos a quienes tengo aprecio. Entré gate a mı́ como se entrega una alma al diablo y saldrá s favorecida. Prometı́ a tu pobre Auguste que serı́as feliz; é l querı́a dejarte en la opulencia, y lo han llevado a la balanza debido a ti. Ahora no llores.

Escú chame: nadie má s que yo sabe que eras la amante de un presidiario a quien han bochado el pasado sá bado; yo nunca diré nada. Tienes veintidó s añ os, eres guapa, ahı́ tienes una fortuna de veintisé is mil francos; olvida a Auguste, cá sate y convié rtete en una mujer honrada, si puedes. A cambio de esta tranquilidad, te pido que me ayudes, a mı́ y a todos los que te mande, pero sin la menor vacilació n. Nunca te pediré nada que sea comprometedor para ti, ni para tus pequeñ os ni para tu marido, si tienes uno, ni para tu familia. A menudo, con el o icio que tengo, me hace falta un lugar seguro para hablar o para esconderme. Necesito a una mujer discreta para llevar una carta o hacerse cargo de algú n recado. Será s uno de mis buzones de cartas, una de mis garitas de portero, uno de mis emisarios. Ni má s ni menos. Eres demasiado rubia; Auguste y yo te llamá bamos la Pelirroja; conservará s este mismo nombre. Mi tı́a, la vendedora del Temple, con quien te pondré en relació n, será la ú nica persona del mundo a quien tendrá s que obedecer; dile todo lo que te ocurra; ella te casará y te ayudará en todo.

Fue ası́ como se irmó uno de esos pactos diabó licos, parecido al que habı́a ligado a Prudence Servien durante tanto tiempo, y que jamá s Jacques Collin dejaba de seguir fortaleciendo; igual que el diablo, tenı́a la pasió n del proselitismo. Jacqueline Collin habia casado a la Pelirroja hacia 1821 con el primer empleado de un rico quincallero al mayor. Aquel primer empleado, gracias a unos tratos con la casa comercial de su patrono, estaba entonces en una fase de prosperidad; era padre de dos niñ os y adjunto del alcalde de su barrio. La Pelirroja, llamada desde su casamiento señ ora Pré lard, jamá s habı́a tenido ningú n motivo de queja ni contra Jacques Collin ni contra su tı́a; pero a cada favor que se le pedía, la señora Prélard se ponía a temblar de arriba abajo. Ası́ pues, se puso pá lida cuando vio entrar en su tienda a los dos terribles personajes. —Tenemos que hablar con usted de negocios, señora —dijo Jacques Collin. —Mi esposo está aquí. —Bueno, tampoco nos es del todo necesaria su

ayuda por ahora; no me gusta molestar sin necesidad a la gente. —Mande buscar un coche de punto, hija mı́a —le dijo Jacqueline Collin—, y diga a mi ahijada que baje; espero colocarla como sirvienta en casa de una gran señ ora, y el intendente de la casa quiere llevársela. Paccard, que parecı́a un gendarme vestido de civil, estaba hablando en aquellos momentos con el señ or Pré lard de una importante remesa de alambre para la construcción de un puente. Un empleado fue a buscar un coche de punto, y unos minutos má s tarde Europa, o, mejor, Prudence Servien —prescindiendo ya del sobrenombre con el que habı́a servido a Esther—, Paccard, Jacques Collin y su tı́a estaban reunidos en un coche de punto, con gran regocijo por parte de la Pelirroja, y Engañ amuertes dio la orden de ir a la barrera de Ivry. Prudence Servien y Paccard, temblorosos delante del jefe, parecı́an unas almas culpables ante la

presencia de Dios. —¿Dó nde está n los setecientos cincuenta mil francos? —les preguntó el jefe, hundiendo en ellos una de esas miradas ijas y claras que turbaban tan eficazmente la sangre de aquellas almas condenadas cuando las cogı́a en falta, que les parecı́a tener alfileres clavados en la cabeza en lugar de cabellos. —Los setecientos treinta mil francos —contestó Jacqueline Collin a su sobrino —está n en lugar seguro, se los he dado esta misma mañ ana a la Romette, en un paquete precintado... —Si no se los hubierais entregado a Jacqueline — dijo Engañ amuertes—, os ibais derechos ahı́... —dijo señ alando la plaza de la Gré ve, ante la cual se hallaba en aquel momento el coche. Prudence Servien, siguiendo las costumbres de su tierra, se santiguó como si hubiera visto un relámpago. —Os perdono —dijo el jefe— a condició n de que no volvá is a cometer ninguna falta, y de que seá is

para mı́, de ahora en adelante, lo mismo que estos dos dedos de la mano derecha —dijo, enseñ á ndoles el ı́ndice y el medio—, puesto que el pulgar es esta buena ja —dijo dando una palmada al hombro de su tı́a—. Escuchadme. A partir de ahora, tú , Paccard, ya no tendrá s nada que temer, y puedes seguir con la nariz metida en Pantin como gustes. Te autorizo a que te cases con Prudence. Paccard cogió la mano de Jacques Collin y se la besó respetuosamente. —¿Qué debo hacer? —preguntó. —Nada, y tendrá s dinero de las rentas y mujeres, sin contar la tuya, que tú , amigo, tienes costumbres muy estilo Regencia... ¡Ahı́ es adonde lleva el ser demasiado guapo! Paccard enrojeció al oı́r aquel iró nico elogio de boca de su sultán. —A ti, Prudence —añ adió Jacques Collin—, te hace falta una carrera, una situació n, un porvenir, y seguir a mi servicio. Escú chame bien. En la calle

Sainte-Barbe hay una muy buena casa que pertenece a la señ ora Saint-Estè ve, que presta su nombre a mi tı́a, a veces... Es una buena casa, bien abastecida, que da unos quince o veinte mil francos al añ o. La Saint-Estè ve deja esta tienda al cuidado de... —La Gonore —dijo Jacqueline. —La ja del pobre La Ponraille —dijo Paccard—. Allı́ fue adonde huı́ con Europa el dı́a de la muerte de la pobre señora Van Bogseck, nuestra ama... —¿Desde cuá ndo se me interrumpe cuando hablo? —dijo Jacques Collin. En el interior del coche se hizo el má s profundo silencio, y ni Prudence ni Paccard se atrevieron a volver a mirarse. —La casa está a cargo de la Gonore —siguió Jacques Collin—. Si fuiste a ocultarte allı́ con Prudence, ya veo, Paccard, que eres lo bastante listo para esquivar a la bojia (la policı́a), pero que no eres su icientemente sutil para habé rtelas con la coima... —dijo, acariciando la barbilla de su tı́a—. Ahora me doy cuenta de có mo

pudo encontrarte... es fá cil. Ahora vais a volver a casa de la Gonore... Sigo. Jacqueline hará tratos con la señ ora Rorro para la adquisició n de su tienda de la calle Sainte-Barbe, y allı́ podrá s hacer fortuna, ¡comportá ndote con compostura, hija mı́a! —dijo mirando a Prudence—. ¡Abadesa a tu edad! Ası́ acaba una muchacha en Francia —añ adió con tono mordaz. Prudence se abalanzó al cuello de Engañ amuertes y le abrazó , pero el jefe, con un golpe seco que demostraba su fuerza extraordinaria, la rechazó con tanta brusquedad que, de no haber sido por Paccard, la muchacha se habrı́a dado de cabeza contra el cristal del coche y lo habrı́a hecho pedazos. —¡Quita de ahı́! ¡No me gustan estas formas! —dijo secamente el jefe—. Eso es faltarme al respeto. —Tiene razó n, mujer —dijo Paccard—. Mira, es como si el jefe te diera cien mil francos. La tienda bien lo vale. Está en el bulevar, frente al Gymnase. Hay la salida del teatro...

—Aú n mejor, compraré tambié n la casa —dijo Engañamuertes. —¡En seis añ os seremos millonarios! —exclamó Paccard. Harto de que le interrumpieran, Engañ amuertes dio a Paccard un puntapié en la tibia que hubiera bastado para quebrá rsela si Paccard no tuviera los nervios de goma y los huesos de hojalata. —¡Ya basta, jefe! Nos callaremos —contestó. —¿Creé is que lo que digo son pamplinas? —dijo Engañ amuertes, que se dio cuenta entonces de que Paccard habı́a bebido algunos vasos de má s—. Escuchad. En la bodega de la casa hay doscientos cincuenta mil francos en oro... De nuevo se hizo un silencio profundo en el interior del vehículo. —Este oro está en un lugar muy difı́cil... Se trata de extraer esa suma, y no tendré is má s que tres noches para hacerlo. Jacqueline os ayudará ... Cien

mil francos servirá n para pagar el establecimiento, cincuenta mil para la compra de la casa, y dejá is el resto. —¿Dónde? —dijo Paccard. —¡En la bodega! —repitió Prudence. —¡Callaos! —dijo Jacqueline. —Sı́, pero para la transmisió n de esta suma, hará falta la aprobació n de la bojia (la policı́a) —dijo Paccard. —La tendremos —dijo secamente Engañ amuertes —. ¿Por qué te metes en lo que no te importa?... Jacqueline miró a su sobrino y le chocó lo alterado que estaba su rostro a travé s de la má scara impasible bajo la que habitualmente aquel ser tan pétreo ocultaba sus emociones. —Hija mı́a —dijo Jacques Collin a Prudence Servien —, mi tı́a va a entregarte los setecientos cincuenta mil francos.

—Setecientos treinta —dijo Paccard. —Bien, pues setecientos treinta —repuso Jacques Collin—. Esta noche tienes que volver, con el pretexto que sea, a casa de la señ ora Lucien. Subirá s al tejado, entrará s por la buhardilla y bajará s por la chimenea hasta el dormitorio de tu difunta ama; dejará s en el colchó n de su cama el paquete que ella había hecho... —¿Y por qué no por la puerta? —dijo Prudence Servien. —¡Imbé cil! ¿No sabes que todavı́a está n los precintos? —replicó Jacques Collin—. El inventario se hará dentro de algunos dı́as de modo que se os declarará inocentes del robo... —¡Viva el jefe! —exclamó Paccard—. ¡Qué maravilla! —¡Cochero, deténgase!... —gritó con su potente voz Jacques Collin. ,:. El vehı́culo se hallaba ante la parada de los coches

de punto del Parque Zoológico. —Apeaos, hijos mı́os, ¡y no hagá is tonterı́as! Pasad esta tarde, a las cinco, por el puente des Arts, y allı́ estará mi tı́a, que os dirá si hay contraorden. Hay que preverlo todo —dijo en voz baja a su tı́a—. Jacqueline os explicará mañ ana —añ adió —de qué manera hay que proceder para sacar sin peligro el oro de la bodega. Es una operación muy delicada... Prudence y Paccard saltaron a la calzada, contentos como un par de ladrones absueltos. —¡Qué buena persona es el jefe! —dijo Paccard. —Si no fuera tan despreciativo para con las mujeres, sería el rey de los hombres. —¡Es muy amable! —exclamó Paccard—. ¿Has visto qué puntapié s me ha dado? Merecı́amos que nos mandara a hacer gá rgaras, ya que, en de initiva, fuimos nosotros quienes le metimos en el lío... —Con tal que no nos entrometa en algú n crimen y nos mande al banasto... —dijo la aguda y lista

Prudence. —¡El! Si ası́ se le antojara, ya nos lo habrı́a dicho, ¡no le conoces aú n bastante! ¡Qué buen arreglo te ha hecho! Henos aquı́ convertidos en comerciantes. ¡Qué suerte! ¡Cuando este hombre quiere a alguien, no tiene rival en cuanto a bondad!... —¡Mi alma! —dijo Jacques Collin a su tı́a—. Encá rgate de la Gonore, hay que cloroformizarla; dentro de cinco dı́as será detenida y encontrará n en su habitació n ciento cincuenta mil francos de oro, resto de la suma sustraída con ocasión del asesinato de los viejos Grottat, los padres del notario... —La mandará n para cinco Madelonnettes —dijo Jacqueline.

añ os

a

las

—Má s o menos —contestó Jacques Collin—. Esta será una razó n para que la Rorro se desprenda de su casa; ella misma no puede administrarla, y no se encuentra a una administradora fá cilmente. De modo que podrá s arreglar este asunto muy bien.

Ahı́ tendremos ya un ojo... Pero las tres operaciones está n todas subordinadas a la negociació n que acabo de iniciar respecto a nuestras cartas. Descose tu vestido y dame las muestras de las mercancı́as. ¿Dónde están los tres paquetes? —¿Có mo? Pues en casa de la Pelirroja, naturalmente. —¡Cochero! —dijo Jacques Collin—, ¡regrese al Palacio de Justicia, y rá pido... Prometı́ que irı́a de prisa y hace ya media hora que estoy fuera; es demasiado. Qué date en casa de la Pelirroja y da los paquetes precintados al mozo de o icina que vaya por allı́ y pregunte por la señ ora de Saint-Estè ve. El de será la contraseñ a y tendrá que decirte: Señ ora, vengo de parte del señ or procurador general para lo que usted ya sabe. Qué date delante de la puerta de la Pelirroja, mirando lo que ocurre en el mercado de las lores, para no llamar demasiado la atenció n a Pré lard. En cuanto te hayas desprendido de las cartas, puedes hacer actuar a Paccard y a Prudence.

—Ya veo por dó nde vas —dijo Jacqueline—; quieres sustituir a Bibi-Lupin. ¡La muerte del muchacho te ha trastornado! —¿Y Thé odore, a quien iban ya a cortarle los cabellos para bocharlo esta tarde a las cuatro? — exclamó Jacques Collin. —¡En in, no está mal la idea! Acabaremos siendo gente honrada, unos buenos burgueses, viviendo en una hermosa finca y gozando del agradable clima de la Turena. —¿Qué iba a hacer? Lucien se ha llevado mi alma, toda la felicidad que podı́a darme la vida; me quedaban treinta añ os de aburrimiento, y no tengo á nimos para aguantarlo. En lugar de ser el jefe de los presidiarios, seré el Fı́garo de la Justicia y vengaré a Lucien. Solamente metido en la propia piel de la bojia es como puedo acabar con Corentin sin exponerme. Aú n tiene aliciente la vida cuando se tiene a alguien a quien destruir. Las cosas del mundo no son má s que apariencias; ¡lo ú nico real es la idea! —añ adió , golpeá ndose la frente—. ¿Qué

te queda ahora en nuestro tesoro? —Nada —dijo la tı́a, asustada por el acento y los gestos de su sobrino—. Lo di todo para tu pequeñ o. A la Romette no le quedan más de veinte mil francos para el negocio. Me llevé todo lo que guardaba la señ ora Rorro, que tenı́a aproximadamente sesenta mil francos suyos... ¡Sı́! Dormimos en unas sá banas que desde hace un añ o no se han lavado. El pequeñ o se tragó el sorni de los cofrades, nuestro tesoro y todo lo que tenı́a la Rorro. —¿A cuá nto subía? —Quinientos sesenta mil... —Ahora tendremos ciento cincuenta en oro, que nos deberá n Paccard y Prudence. Voy a decirte dó nde puedes hacerte con otros doscientos... Lo demás nos vendrá de la herencia de Esther. Hay que recompensar a la Rorro. Con Thé odore, Paccard, Prudence, la Rorro y tú pronto habré constituido el batalló n sagrado que me hace falta... Escucha, ya estamos cerca... —Aquı́ tienes las tres cartas —dijo Jacqueline, que en aquel momento acababa de dar el ú ltimo

tijeretazo al forro de su vestido. —Bien —respondió Jacques Collin, cogiendo los tres preciosos autó grafos, tres cartas de papel vitela que todavı́a conservaban el perfume—. Thé odore es el autor del golpe de Nanterre. —¡Ah, era él!... —Cá llate, que el tiempo es oro; quiso darle el dinero a un pajarillo de Có rcega llamado Ginetta... Haz que la Rorro salga en busca suya, te haré llegar las informaciones necesarias a travé s de una carta que te entregará Gault. Dentro de dos horas ven al rastrillo de la Conserjerı́a. Se trata de meter a la muchacha en la casa de una lavandera que es la hermana de Godet... Godet y Ruffard son los có mplices de La Pouraü le en el robo y el asesinato cometido en casa de los Crottat. Los cuatrocientos cincuenta mil francos está n intactos, un tercio en el sótano de la Gonore, que es la parte de La Pouraüle; el segundo tercio en la habitació n de la Gonore, la parte de Ruffard, y el otro está escondido en casa de la hermana de Godet. Espezaremos cogiendo

ciento cincuenta mil francos de la parte de La Pouraü le, cien de la de Godet y cien má s de la de Ruffard. Una vez apiolados Ruffard y Godet, parecerá que sean ellos los que hayan sustraı́do lo que falta de su parte. Haré creer a Godet que le hemos puesto de lado cien mil francos para é l, y a Ruffard y a La Pouraü le que la Gonore se lo tiene guardado... Prudence y Paccard van a trabajar en casa de la Gonore. Tú y Ginetta, que me parece una muchacha muy há bil, actuaré is en casa de la hermana de Godet. En cuanto a mí, para mi debut en la comedia, logro que la Cigü eñ a recupere cuatrocientos mil francos del caso Crottat y que detenga a los culpables; luego pongo al descubierto el caso del asesinato de Nanterre. ¡Ası́ recuperamos nuestro sorni y nos situamos en el meollo mismo de la bo ial Eramos la caza y nos convertimos en cazadores, eso es todo. Dale tres francos al cochero. El vehı́culo habı́a llegado al Palacio de Justicia. Jacqueline, estupefacta por lo que habı́a oı́do, pagó al cochero. Engañ amuertes subió la escalera para dirigirse al despacho del procurador general.

Un cambio total de vida constituye una crisis tan violenta que, pese a su decisió n, Jacques Collin subı́a pausadamente los peldañ os de la escalera que conduce desde la calle de la Barillerie hasta la galerı́a comercial, donde está , bajo el peristilo de la sala de lo criminal, la oscura entrada de la iscalı́a. Algú n asunto polı́tico habı́a provocado una aglomeració n al pie de la escalera doble que lleva a la sala de lo criminal, de manera que el presidiario, absorbido por sus re lexiones, quedó detenido durante unos instantes por la muchedumbre. A la izquierda de aquella doble escalera está , a modo de enorme pilar, uno de los contrafuertes del palacio, y en aquella mole inmensa se advierte una pequeñ a puerta. Aquella pequeñ a puerta da a una escalera de caracol que comunica con la Conserjerı́a. Por allı́ es por donde pueden ir y venir el procurador general, el director de la Conserjerı́a, los presidentes de la sala de lo criminal, los abogados generales y el jefe de la policı́a de seguridad. Por un ramal de aquella escalera, que hoy está tapiado, llevaban a Marı́a Antonieta. reina de Francia, a comparecer ante el tribunal revolucionario que celebraba sus sesiones, como es sabido, en la gran

sala de las audiencias solemnes del tribunal de casación. AI ver aquella espantosa escalera, se le oprime a uno el corazó n cuando piensa que por allı́ pasaba la hija de Marı́a Teresa, cuyo sé quito y cuyo vestuario llenaban por completo la gran escalinata de Versalles... Quizá s expiaba ası́ el crimen de su madre, el vergonzoso reparto de Polonia. Los soberanos que cometen tales crı́menes no piensan, naturalmente, en el castigo que la Providencia les deparará. En el instante en que Jacques Collin entraba bajo la bó veda de la escalera para dirigirse al despacho del procurador general, Bibi-Lupin salı́a por la puerta oculta en el muro. El jefe de la policı́a de seguridad venı́a de la Conserjerı́a y se dirigı́a tambié n al despacho del señ or de Grandville. Puede imaginarse cuá l serı́a la sorpresa de Bibi-Lupin al reconocer delante de é l la levita de Carlos Herrera, que habı́a estado examinando tan detenidamente aquella misma

mañ ana; acelero el paso para adelantarle. Jacques Collin se volvió . Los dos enemigos se hallaron uno en presencia del otro. Uno y otro permanecieron inmó viles, frente a frente, y de sus ojos, tan diferentes unos de otros, salió una misma mirada como dos tiros de pistola que en un duelo se disparan al mismo tiempo. —¡Esta vez está s cogido, bandido! —dijo el jefe de la policía de seguridad. —¡Ja, ja!... —contestó Jacques Collin irónicamente. Inmediatamente pensó que el señ or de Grandville le habı́a hecho seguir; y aunque parezca extrañ o, se entristeció de ver que aquel hombre no tenı́a la grandeza que él le había supuesto. Bibi-Lupin se abalanzó audazmente al cuello de Jacques Collin, el cual estaba alerta a los movimientos de su adversario y le disparó un golpe seco con el que lo derribó por los suelos, a tres pasos de distancia; a continuació n, Engañ amuertes se acercó tranquilamente a Bibi-Lupin y le tendió la mano para ayudarle a levantarse, igual que un

boxeador inglé s, seguro de su fuerza, está dispuesto a volver a empezar. Bibi-Lupin era demasiado fuerte para ponerse a gritar; pero se levantó , corrió a la entrada del pasillo e hizo una señ al a un gendarme para que se colocara allı́. Luego, con la rapidez del rayo, volvió adonde estaba su enemigo, el cual, por su parte, le estaba contemplando con una gran sangre frı́a. Jacques Collin habı́a estado deliberando en su fuero interno: "O bien el procurador general no ha guardado su palabra, o no ha puesto a Bibi-Lupin en antecedentes; tengo que aclarar esta situación." —¿Quieres detenerme? —preguntó Jacques Collin a su enemigo—. Dilo, y no hace falta que pongas acompañ amiento. ¿No sabré acaso que dentro de la Cigü eñ a tú puedes má s que yo? Si nos las tenemos en un cuerpo a cuerpo, podrı́a matarte, pero no podrı́a acabar con los gendarmes y todo lo demá s. No hagamos demasiado ruido; ¿adonde quieres llevarme? —Al señor Camusot.

—Vamos a ver al señ or Camusot —contestó Jacques Collin—. ¿Y por qué no al despacho del procurador general?... Está más cerca —añadió. Bibi-Lupin, que sabı́a que no estaba muy bien visto en las altas esferas del poder judicial, donde se sospechaba que habı́a hecho fortuna a expensas de los criminales y de sus vı́ctimas, estuvo muy contento de presentarse a la iscalı́a con una captura como aquélla. —Vamos —dijo—, ¡estoy de acuerdo! Pero, ya que te rindes, deja que te arregle, porque me dan miedo tus bofetadas! Y se sacó las esposas del bolsillo. Jacques Collin tendió sus manos y Bibi-Lupin le esposó las muñecas. —¡Vaya! Ya que eres tan buen chico —añ adió —, dime por dónde has salido de la Conserjería. —Pues por donde tú has salido tambié n, por la pequeña escalera. —¿Has empleado un nuevo truco con los

gendarmes? —No. El señ or de Grandville me ha dejado libre bajo palabra. —¿Bromea o qué? —¡Ya lo verá s!... Quizá sea a ti a quien pongan las esposas. En aquel mismo instante Corentin decı́a al procurador general: —Bueno, caballero, hace justo una hora que nuestro hombre se ha ido, ¿no teme que se haya burlado de usted?... Quizá s esté ya camino de Españ a, donde no lo encontraremos nunca má s, porque Españ a es un paı́s hecho de fantası́a. —O no entiendo nada de la gente, o volverá ; todos sus intereses le obligan a ello; es má s lo que espera recibir que lo que va a dar... En aquel momento apareció Bibi-Lupin. —Señ or conde —dijo—, tengo una buena noticia para usted: he capturado a Jacques Collin, que se

había escapado. —¡Ası́ es como ha mantenido usted su palabra! — exclamó Jacques Collin—. Pregú ntele a su agente de doble faz donde me ha encontrado. —¿Dónde? —dijo el procurador general. —A pocos pasos de la iscalı́a, bajo la bó veda — contestó Bibi-Lupin. —Quı́tele a este hombre las esposas —dijo con severidad el señ or de Grandville a Bibi-Lupin—. Y sepa usted que, mientras no le ordene que vuelva a detenerle, deberá usted dejar en paz a este hombre... ¡Y salga!... Está acostumbrado a actuar como si usted solo fuera la justicia y la policı́a, todo a la vez. El procurador general dio la espalda al jefe de la policı́a de seguridad, que se puso pá lido, sobre todo cuando vio la mirada que le dirigı́a Jacques Collin, por la cual se dio cuenta de su fin. —No he salido de mi despacho, le esperaba, y no

tenga usted la menor duda de que he mantenido mı́ palabra igual que usted la suya —dijo el señ or de Grandville a Jacques Collin. —En un primer momento sı́ he dudado de usted, caballero, y de haberse hallado en mi lugar quizá s hubiera usted pensado lo mismo que yo; pero al pensarlo mejor me he dado cuenta de que era injusto. Le traigo má s de lo que usted me da, de modo que no tenı́a usted interé s alguno en engañarme. El magistrado cambió una rá pida mirada con Corentin. Aquella mirada, que no pudo escarpá rsele a Engañ amuertes, cuya atenció n se centraba en el señ or de Grandville, le hizo advertir la presencia del extrañ o viejecito que estaba sentado en una butaca, en un rincó n. Inmediatamente, advertido por ese instinto tan rá pido y tan vivaz que señ ala la presencia de un enemigo, Jacques Collin examinó a aquel personaje; a la primera ojeada vio que los ojos no tenı́an la edad que representaba su aspecto general, y vio que se trataba de un disfraz. En unos segundos Jacques Collin se resarció de Corentin, de

la rapidez de observació n con la que Corentin le habı́a desenmascarado en casa de Peyrade. (Vé ase ESPLENDORES Y MISERIAS DE LAS CORTESANAS, IIa parte.) —¡No estamos solos!... —dijo Jacques Collin al señor de Grandville. —No —contestó secamente el procurador general. —Y el caballero —repuso el presidiario —es uno de mis mejores conocidos... me parece... Se adelantó un paso y reconoció a Corentin, el autor real y confeso de la caı́da de Lucien. Jacques Collin, cuyo rostro era de un color ladrillo, se puso pá lido, casi blanco, por un breve instante; toda su sangre se le agolpó en el corazó n, al sentir un deseo ardiente y frené tico de abalanzarse sobre aquella bestia peligrosa y aplastarla; pero reprimió aquel deseo brutal y lo rechazó con aquella fuerza que lo convertı́a en un ser tan terrible. Adoptó un tono amable, de afable cortesı́a, tono al que se habı́a acostumbrado desde que desempeñ aba el papel de eclesiástico de elevado rango, y saludó al anciano.

—Señ or Corentin —dijo—, ¿es una casualidad que tenga el placer de encontrarle aquı́, o seré tan dichoso de ser el objeto de su visita a la fiscalía?... El asombro del procurador general llegó a su culminació n, y no pudo evitar examinar a aquellos dos hombres frente a frente. Los ademanes de Jacques Collin y el tono que imprimió a sus palabras denotaban una crisis, y sintió curiosidad por dilucidar sus causas. Al verse tan sú bita y milagrosamente reconocido, Corentin se irguió como una serpiente a la que acaban de pisar la cola. —Sí, soy yo, mi apreciado padre Carlos Herrera. —¿Viene usted a interponerse entre el señ or procurador general y yo?... —le dijo Engañ amuertes —. ¿Tendré el gusto de ser el tema de una de esas negociaciones en las que brilla su talento con todo su fulgor? Tenga, señ or —dijo el presidiario, volvié ndose hacia el procurador general—, para no hacerle perder unos minutos tan preciosos como son los suyos; lea, aquı́ tiene la muestra de mis mercancı́as... —Y tendió al señ or de Grandville las

tres cartas que sacó del bolsillo lateral de su levita —. Mientras las va leyendo usted, yo conversaré , si me lo permite, con el caballero. —Es demasiado honor para mı́ —respondió Corentin, que no pudo evitar estremecerse. —Ha logrado usted, caballero, un éxito completo en su asunto —dijo Jacques Collin—, he sido derrotado... —dijo levemente y con el tono de un jugador que ha perdido su dinero—; pero ha dejado usted algunas vı́ctimas por el camino... Ha sido una victoria que ha costado cara... —Sı́ —contestó Corentin, aceptando la broma—; usted perdió su reina, pero yo perdí mis dos torres... —¡Oh! Contenson no era má s que un peó n — contestó iró nicamente Jacques Collin—. Se sustituye fá cilmente. Es usted (y permı́tame que le haga este elogio en su misma cara), es usted, palabra de

honor, un hombre prodigioso. —No, no, de ningú n modo; me inclino ante su superioridad —replicó Corentin, con el aspecto de un auté ntico comediante profesional que dijera: "Ya que quieres bromear, bromeemos"—. Fı́jese, yo dispongo de todos los medios, mientras que usted está , por ası́ decirlo, completamente solo... —¡Oh! — exclamó Jacques Collin. —Y ha estado a punto de triunfar —dijo Corentin, advirtiendo aquella exclamació n—, Es usted el hombre má s extraordinario que jamá s haya encontrado en mi vida, y he conocido a muchos extraordinarios, porque los hombres con los que me enfrento son todos asombrosos por su audacia y por la valentı́a de sus concepciones. Por desgracia, tuve una gran intimidad con el malogrado duque de Otranto1; trabajé para Luis XVIII, cuando reinaba y cuando estuvo en el exilio, para el Emperador y para el Directorio... Tiene usted el temple de Louvel, el mejor instrumento polı́tico a quien jamá s haya conocido; pero usted tiene la lexibilidad del prı́ncipe de los diplomá ticos. ¡Y que auxiliares!...

Darı́a muchas cabezas a la guillotina para tener a mi servicio a la cocinera de la pobre Esther... ¿Dó nde encuentra usted muchachas hermosas como la que hizo de doble de aquella hermosa judı́a durante algú n tiempo para el señ or de Nucingen?... Yo no sé de dónde sacarlas cuando me hacen falta... —Caballero, caballero —dijo Jacques Collin—, me está abrumando... Viniendo de usted, tales elogios harían perder la cabeza al más... —¡Son merecidos! Pero si llegó a engañ ar incluso a Pey-rade, que le tomó por un o icial de paz!... Si no hubiera tenido que defender a aquel imbé cil de jovenzuelo, nos habría hecho usted trizas... —¡Ay caballero, se olvida de Contenson vestido de mulato... y Peyrade de inglé s! Los actores pueden recurrir al teatro; pero para actuar con tal perfecció n y a la luz del dı́a, só lo son capaces de hacerlo usted y los suyos... —¡Bien! Pues veamos —dijo Corentin—, ambos estamos persuadidos de nuestro respectivo valor, de nuestros mé ritos. Aquı́ estamos los dos, solos; yo

sin mi viejo amigo y usted sin su joven protegido. De momento yo soy el má s fuerte; ¿por qué no ı́bamos a hacer como en La posada de los Adrets? Yo le tiendo la mano y le digo: Dé monos un abrazo, y que todo termine. Le ofrezco, en presencia del señ or procurador general, un indulto pleno y total, y pasa a ser usted uno de los mı́os, el primero despué s de mí, y quizá mi sucesor. —¿De modo que me ofrece usted una situació n?... —dijo Jacques Collin—. ¡Y una situació n envidiable! De la morena me paso a la rubia... —Estará usted en un lugar donde apreciará n su talento y lo recompensará n, y podrá usted actuar a su antojo. La policı́a polı́tica y gubernamental tiene sus peligros. Yo he estado ya, tal como me ve, dos veces en la cá rcel... y no por eso me siento especialmente afectado. Ademá s uno viaja, y puede ser todo lo que quiera ser... Se dirige la tramoya de los dramas polı́ticos y los grandes señ ores le tratan a uno corté smente... Pié nseselo, querido Jacques Collin, ¿le interesa esto?...

—¿Tiene usted ó rdenes a este respecto? —le dijo el presidiario. —Tengo plenos poderes... —contestó Corentin, satisfecho con aquella inspiración. —Estará usted bromeando; usted las sabe todas y espero que no le cueste admitir que uno pueda descon iar de usted... Ha vendido a má s de uno atá ndolo.dentro de un saco despué s de haberle hecho entrar por su propio pie... Conozco sus ¡mejores batallas, el caso Montauran, el caso Simeuse... ¡Oh., ¡son las victorias de Marengo del espionaje. —¡Bien! —dijo Corentin—, ¿Tiene usted con ianza en el señor procurador general? —Sı́ —dijo Jacques Collin, incliná ndose respetuosamente—; estoy admirado de la nobleza de su cará cter, de su irmeza, de su dignidad..., y darı́a mi vida para que fuera feliz. Por eso empezaré suprimiendo el peligro que pesa sobre la señ ora de Sérizy.

El procurador general hizo un ademán de contento. —¡Pues bien!, pregú ntele —repuso Corentin— si no tengo plenos poderes para librarle del vergonzoso estado en que se halla para ponerle a mi servicio. —Es cierto —dijo el señ or de Grandville, observando al presidiario. —¿De verdad? ¿Quedaré absuelto de todo mi pasado y con la promesa de sucederle si doy pruebas de mi habilidad? —Entre dos hombres como nosotros, no puede haber ningú n equı́voco contestó Corentin, con una magnanimidad que hubiera impresionado a cualquiera. —Y el precio de esta transacció n seguramente será la entrega de las tres correspondencias... —dijo Jacques Collin. —No me parecía que fuera necesario decírselo... —Querido señ or Corentin —dijo Engañ amuertes

con una ironı́a que no desmerecı́a ante la que constituyó el é xito de ¡I Talma en su papel de Nicomé de—, le doy las gracias, le estoy reconocido por haberme indicado cuá nto valgo y cuá l es la importancia que se da al hecho de privarme de estas armas... Jamá s lo olvidaré ... Estaré siempre al servicio de usted, y, en lugar de decir, como Robert Macaire: "Dé monos un abrazo!..,", yo le doy el abrazo sin más preámbulos. Cogió con tanta rapidez a Corentin por la cintura, que é ste no pudo evitar el abrazo; lo apretó contra su pecho como una muñ eca, le besó en ambas mejillas, lo levantó del suelo como si fuera una pluma, abrió la puerta del despacho y lo depositó fuera, con todos los huesos doloridos por aquella dura prueba. —Adió s, querido amigo —dı́jole en voz baja y al oı́do—. Estamos separados por una hilera triple de cadá veres; hemos medido nuestras espadas, y hemos visto que son del mismo temple, de la misma longitud... Respeté monos el uno al otro; pero yo quiero ser un igual para usted y no un

subordinado... Con las armas que usted tendrı́a en sus manos, me parece que serı́a un general demasiado peligroso para su lugarteniente. Dejaremos un foso entre los dos. ¡Y que no se le ocurra acercarse por mi terreno!... Usted se llama Estado, puesto que los lacayos toman siempre el nombre de su amo; yo quiero llamarme Justicia; nos veremos a menudo; sigamos tratá ndonos con toda dignidad y cortesı́a, ya que nunca dejaremos de ser unos... espantosos canallas —le dijo al oı́do—. Acabo de demostrárselo al abrazarle... Corentin se quedó atontado por primera vez en su vida, y dejó que su terrible adversario le estrechara la mano... —Si es ası́ —dijo—, creo que uno y otro tenemos interés en seguir siendo amigos... —Ası́ seremos má s poderosos cada uno por nuestro lado, y tambié n má s peligrosos —añ adió Jacques Collin en voz baja—. De modo, que permı́tame que mañ ana le pida una garantı́a para nuestro acuerdo...

—¿Qué má s quiere? —dijo Corentin con aire bonachó n—. Me quita usted su asunto para dá rselo al procurador general, y ası́ hará que lo asciendan; y no puedo dejar de decı́rselo, coge usted un buen partido... Bibi-Lupin es demasiado conocido, ya ha cumplido sus servicios; si consigue usted sustituirle, ocupará usted el ú nico puesto que le conviene; estoy encantado de ver que lo ocupa... palabra de honor. —Adiós, y hasta pronto —dijo Jacques Collin. Al volverse, Engañ amuertes encontró al procurador general sentado ante su despacho, con la cabeza entre las manos. —¿Entonces...? ¿Podrı́a usted evitar que la condesa de Sé rizy se volviera loca?... —preguntó el señ or de Grandville. —En cinco minutos —replicó Jacques Collin. —Y me puede entregar todas las cartas de estas señoras.

—¿Ha leído usted las tres?... —Sı́ —dijo con viveza el procurador general—; siento vergüenza por las que las escribieron... —¡Bien! Ahora estamos solos, de ienda usted su puerta y hagamos tratos —dijo Jacques Collin. —Permı́tame... la justicia, ante todo, tiene que cumplir con su deber, y el señ or Camusot tiene orden de mandar detener a su tía... —Jamás la encontrará —dijo Jacques Collin. —Van a hacer un registro en el Temple, en casa de una tal señorita Paccard, que regenta su tienda... —No encontrará n má s que harapos, vestidos, diamantes y uniformes. Sin embargo, hay que poner coto al celo del señor Camusot. El señ or de Grandville llamó con la campanilla al mozo de su despacho y le dijo que fuera a decirle al señ or Camusot que se personara a su gabinete para hablar con él.

—Veamos —dijo a Jacques Collin—, ¡acabemos ya con esto! Estoy impaciente por conocer la receta para curar a la condesa... —Señ or procurador general —dijo Jacques Collin, adoptando un aire de gravedad—, como usted sabe, me condenaron a cinco añ os de trabajos forzados por falsi icació n. ¡Me gusta la libertad!... Este amor por la libertad, como todos los amores, ha tenido para mı́ resultados contraproducentes, porque al querer adorarse en exceso, los amantes llegan a reñ ir. Despué s de fugarme y de ser detenido de nuevo cada vez, he hecho un total de siete añ os de presidio. Por consiguiente, só lo tiene que indultarme por las agravaciones de penas contraı́das en el banasto... perdó n, en el penal. En realidad, ya he cumplido mi pena, y mientras no me pillen en otro asunto sucio, y desafı́o a la justicia y al propio Corentin a que lo hagan, deberı́a recuperar mis derechos de ciudadano francé s. ¿Le parece a usted que es vida que me destierren de Parı́s y me sometan a la vigilancia policı́aca? ¿Adonde puedo ir? ¿Qué puedo hacer? Ya conoce usted mis capacidades... Ha visto có mo Corentin, este almacé n

de astucias y traiciones, se ponı́a pá lido de temor delante de mı́, haciendo ası́ justicia a mi talento... ¡Este hombre me lo ha arrebatado todo! Porque ha sido é l, é l solo, quien, no sé por qué intereses ni por qué medios, ha derribado el edificio de la fortuna de Lucien... Corentin y Camusot lo han hecho todo... —No se dedique a recriminar —dijo el señ or de Grandville—, y vaya al grano. —¡Vamos, pues, al grano! Esta noche, mientras tenı́a entre mis manos la mano gé lida del difunto muchacho, me he prometido a mı́ mismo renunciar a la insensata lucha que desde hace veinte añ os voy sosteniendo contra la sociedad entera. Espero que no me crea usted capaz de echar discursos pedestres despué s de lo que le dije de mis opiniones religiosas... ¡Pues bien! Desde hace veinte añ os he estado viendo al mundo por su envé s, por sus só tanos, y me he dado cuenta de que hay en el curso de las cosas una fuerza, la que!ustedes llaman Providencia, que yo llamaba azar y que mis compañ eros llaman suerte. Toda mala acció n es compensada por una u otra clase de venganza, sea

cual sea la habilidad con que se la sepa esquivar. En este o icio de luchador, cuan— do se tiene buen juego, as, rey, caballo y sota de triunfo en la mano, cae la vela y se prende fuego a las cartas, o el jugador tiene un ataque de apoplejı́a... Eso le ocurrió a Lucien. Aquel muchacho, aquel á ngel, no habı́a cometido ningú n crimen ni por asomo, sino que se abandonaba en mis manos y me dejaba actuar. Iba a casarse con la señ orita de Grandlieu, a ser nombrado marqué s, y tenı́a una fortuna; ¡pues fı́jese!, una muchacha se envenena y esconde el capital de una donació n, y el edi icio de aquella hermosa fortuna, tan trabajosamente construido, se derrumba en unos instantes. ¿Y quié n nos da el primer mazazo? Un ser cubierto de secretas infamias, un monstruo que en el á mbito de los intereses ha cometido tales crı́menes (Vé ase La casa Nucingen), que cada escudo de su fortuna está empapado con las lá grimas de una familia, por un Nucingen que ha sido el Jacques Collin legal, el Jacques Collin del mundo del dinero. En in, usted conoce tan bien ¡como yo las liquidaciones y las malas pasadas de este hombre. Todas mis acciones, incluso las má s virtuosas, llevará n siempre la señ al

de mis hierros. Ser una pelota entre dos raquetas, una de las cuales se llama presidio y la otra policı́a, es una vida en que el triunfo es un trabajo sin fin, en que la tranquilidad parece imposible. Jacques Collin está en estos momentos enterrado, señ or de Grandville, junto con Lucien, sobre el cual estará n ahora echando el agua bendita y que va a salir para el cementerio del Pè re-Lachaise. A mı́ me hace 5 falta un lugar adonde ir, no para vivir, sino para morir... En el actual estado de cosas, ustedes no han querido (ustedes, la justicia) preocuparse por el estado civil y social del presidiario liberado. Una vez satisfecha la ley, la sociedad no lo está todavı́a, sino que conserva sus descon ianzas y hace todo lo posible para justi icá rselas a sı́ misma; hace del presidiario liberado un ser imposible; tiene que devolverle todos sus derechos, pero le prohibe que viva en una determinada zona. La Sociedad dice al miserable: "¡Te estará prohibido vivir en Parı́s y en sus alrededores hasta tal lı́mite, aunque sea el ú nico lugar donde puedas ocultarte!..." Ademá s, le somete a la vigilancia de la policı́a. ¿Cree usted que es posible vivir en tales condiciones? Para vivir hay

que trabajar, puesto que no se sale de la cá rcel provisto de rentas. Se las arreglan para que el presidiario sea claramente identi icado, reconocido, se—.ñ alado con el dedo y acorralado, y creen que los ciudadanos tendrá n con ianza en é l cuando de hecho ni la sociedad, ni la justicia, cuando el.mundo que le rodea no tiene ninguna. Lo condenan al hambre o al crimen. No encuentra trabajo, y fatalmente se ve obligado a practicar su anterior o icio que, tarde o temprano, le llevará al patı́bulo. Ası́, cuando he querido renunciar a enfrentarme con la ley, no he hallado para mı́ ningú n lugar en el sol. Só lo una salida: convertirme en servidor de esta potencia que pesa sobre nosotros; y cuando se me ha ocurrido esta idea, la fuerza de la que le hablaba se ha manifestado claramente a mi alrededor. "Tengo a tres grand.es familias a mi disposició n. No crea que quiero hacerles chantaje... El chantaje es uno de los crı́menes má s viles. A mis ojos es un crimen de mayor vileza que el asesinato. El asesino necesita una valentı́a atroz. Yo rubrico mis palabras con hechos: las cartas que constituyen mi garantı́a y que me permiten hablarle ası́, que me colocan ante

usted de igual a igual (a mı́, que soy el crimen, con usted, que es la justicia), esas cartas está n a su disposición... "Su mozo puede ir a buscarlas de su parte, se las entregará n... no pido por ellas ningú n rescate, no las vendo... ¡Ay, señ or procurador general! Cuando las separé de las demá s para guardarlas, no pensaba en mı́, sino en el peligro en que podrı́a hallarse algú n dı́a Lucien. Si no satisface usted mi demanda, tengo má s valor y má s desprecio por la vida del que hace falta para pegarme yo mismo un tiro y librarle a usted de mı́... Puedo tambié n, con un pasaporte, irme a Amé rica y vivir en soledad; tengo todas las condiciones que de inen a un salvaje... Estos eran los pensamientos que me han estado asaltando esta noche. Su secretario ha debido de transmitirle unas palabras que le he encargado que le dijera... Al ver las precauciones que tomaba usted para salvaguardar la memoria de Lucien, le he entregado a usted mi vida..., ¡qué pobre obsequio! Ya no merecı́a ninguno de mis afanes, me parecı́a imposible sin la luz que la alumbraba, sin la felicidad que la animaba, sin aquellos pensamientos que le

daban un sentido, sin la prosperidad de aquel joven poeta, que era su luminaria, y que querı́a hacerle entrega de estos tres paquetes de cartas... El señor de Grandville inclinó la cabeza. —Al bajar al patio he descubierto a los autores del crimen cometido en Nanterre, y he sabido que mi compañ ero de cadena iba a subir al patı́bulo por una participació n involuntaria en aquel crimen — repuso Jacques Collin—. He descubierto que BibiLupin engaña a la justicia, que uno de sus agentes es el asesino de los Crottat; ¿no era eso, como ustedes dicen, providencial?... Ası́ pues, he entrevisto la posibilidad de hacer el bien, de emplear las cualidades de las que estoy dotado y las tristes cosas que he aprendido, al servicio de la sociedad, de ser ú til en lugar de ser dañ ino, y me he atrevido a contar con su inteligencia, con su bondad... El aspecto de bondad, ingenuidad y sencillez de aquel hombre al confesarse en té rminos desprovistos de su acostumbrada acritud, y de aquella ilosofı́a del vicio que hasta entonces hacı́an

que resultara tan terrible de escuchar, podı́an hacer pensar en una transformación. No era el mismo. —Creo en usted hasta tal punto, que quiero estar enteramente a su disposició n —añ adió con la humildad de un penitente—. Aquı́ me tiene usted ante tres posibilidades: el suicidio, Amé rica y la calle de Jé rusalem. Bibi-Lupin es rico, ha hecho su trabajo; es un funcionario de doble faz, y si me dejara actuar contra é l, en ocho dı́as le atraparı́a en lagrante delito. Si me da usted el puesto de este sinvergü enza, habrá prestado usted un gran servicio a la sociedad. No necesito ya nada (actuaré con probidad). Tengo todas las cualidades requeridas para el cargo. Tengo má s instrucció n que Bibi-Lupin; fui a la escuela hasta la clase de retó rica; no seré tan tonto como é l, y sé comportarme correctamente cuando quiero. No tengo má s ambició n que ser un elemento de orden y de represió n, en lugar de ser la corrupció n misma. No reclutaré a nadie má s para el gran ejé rcito del vicio. Cuando en una guerra se captura a un general enemigo, vamos, caballero, no se le fusila, sino que se le devuelve la espada y se le entrega una ciudad a

modo de prisió n; ¡pues bien!, yo soy el general del ejé rcito de los presidiarios, y me rindo... No ha sido la justicia, sino la muerte lo que me ha abatido... La esfera en que quiero actuar y vivir es la ú nica que me conviene, y en ella desarrollaré la potencia que siento tener... Decídase usted.i. Y Jacques Collin permaneció en una actitud sumisa y modesta. —¿Ha puesto usted estas cartas a mi disposició n?... —dijo el procurador general. —Puede usted mandar a que las recojan, las entregarán a la persona a quien usted envíe... —¿Y de qué manera? Jacques Collin leyó en el corazó n del procurador general y siguió con el mismo juego. —Me ha prometido usted la conmutació n de la pena de muerte para Thé odore Calvi en veinte añ os de trabajos forzados. ¡Oh!, no le recuerdo ahora esto para hacer un tratado —dijo prestamente, al ver que el procurador general hacia un ademá n—;

esta vida tiene que ser salvada por otros motivos: este muchacho es inocente... —¿Có mo puedo tener las cartas? —preguntó el procurador general—. Tengo el derecho y la obligació n de saber si es usted la persona que dice ser. Le quiero a usted sin condiciones... —Mande a un hombre de con ianza al muelle de las Flores; en los peldañ os de la tienda de un quincallero que lleva la enseñ a de El Escudo de Aquiles, verá a... —¿La casa del Escudo?... —Allı́ —dijo Jacques Collin con una sonrisa amarga — es donde está mi escudo. Su mensajero encontrará allı́ a una anciana vestida de la manera que yo le decı́a, de pescadera rica, con gruesos pendientes en las orejas y con un vestido de tendera acomodada; que pregunte por la señ ora de Saint-Esteve. No se olvide del de... Y que diga: Vengo de parte del señ or procurador general a buscar lo que usted ya sabe... Al momento tendrá usted tres paquetes lacrados...

—¿Está n allı́ todas las cartas? —dijo el señ or de Grandville. —¡Vaya, es usted há bil! No ha robado el cargo que ocupa —dijo Jacques Collin con una sonrisa—. Veo que me cree usted capaz de tantearle y de entregarle papeles en blanco... ¡Todavı́a no me conoce!... —añ adió —. Me fı́o de usted como un hijo de su padre... —Volverá usted a la Conserjerı́a —dijo el procurador general— y esperará allí la decisión que se adopte sobre su suerte. —El procurador general tocó la campanilla y apareció el mozo, al que dijo—: Ruegue al señ or Garnery que venga, si está en su despacho. Ademá s de los cuarenta y ocho comisarios de policı́a que velan sobre Parı́s como cuarenta y ocho providencias en pequeñ o, sin contar con la policı́a de seguridad —llamada por los delincuentes cuarto de ojo porque son cuatro por barrio—, hay aú n dos comisarios ligados a al vez con la policı́a y con la justicia para llevar a cabo las misiones delicadas,

incluso para sustituir a los jueces de instrucció n en muchos casos. El despacho de estos dos magistrados, ya que los comisarios de la policı́a son magistrados, se llama despacho de las delegaciones, porque efectivamente, se les delega cada vez y se les elige regularmente para efectuar registros o detenciones. Estos puestos exigen hombres maduros, de capacidad probada, de gran moralidad, de absoluta discreció n, y constituye un milagro que la Providencia efectú a a favor de Parı́s el hecho de que siempre se pueda encontrar gente de esta clase. La descripció n del Palacio quedarı́a incompleta sin la menció n de estas magistraturas preventivas, por decirlo ası́, que son los má s poderosos auxiliares de la justicia; porque si la justicia, por la fuerza de las cosas, ha perdido sus antiguas pompas y su antigua riqueza, hay que reconocer que ha progresado desde el punto de vista material. Sobre todo en Parı́s, el mecanismo ha llegado a un grado de perfección admirable. El señ or de Grandville habı́a mandado al señ or de Charleboeuf, su secretario, a los funerales de Lucien; para aquella misió n habı́a que sustituirlo

por un hombre seguro; y el señ or Garnery era uno de los dos comisarios de las delegaciones. —Señ or procurador general —dijo Jacques Collin —, ya le he dado pruebas deque tengo mi pundonor... Me ha dejado usted libre y he regresado... Pronto será n las once... se estará terminando el o icio por el alma de Lucien y pronto saldrá para el cementerio... En lugar de mandarme a la Conserjerı́a, permı́tame que acompañ e el cadá ver del muchacho hasta el Pè re-Lachaise; volveré a constituirme prisionero... —Vaya usted —dijo el señ or de Grandville con un tono de voz lleno de bondad. —Una ú ltima palabra, señ or procurador general. El dinero de aquella muchacha, de la amante de Lucien, no fue robado... Durante los escasos momentos de libertad que me ha dado usted, he podido interrogar a la gente... Tengo en ellos la misma con ianza que pueda usted tener en sus dos comisarios de las delegaciones. De modo que se encontrará el dinero de la señ orita Esther Gobseck

en su habitació n cuando se desprecinte la casa. La camarera me ha hecho notar que la difunta era, como suele decirse, amiga de tapujos y muy descon iada y debió de meter los billetes de banco dentro de su cama. Que registren la cama atentamente, que la desmonten, que abran los colchones, el somier, y encontrarán el dinero... —¿Está usted seguro?... —Estoy seguro de la probidad relativa de mis granujas, nunca se burlan de mı́... Tengo derecho de vida y muerte sobre ellos, yo juzgo y condeno, y ejecuto mis dictá menes sin todas sus formalidades. Ya ve usted los resultados de mis poderes. Yo recuperaré las cantidades robadas en casa de los Crottat; voy a coger en lagrante delito a uno de los agentes de Bibi-Lupin, su brazo derecho, y le revelaré el secreto del crimen cometido en Nanterre... ¡Esto son garantı́as!... Si me pone usted al servicio de la justicia y de la policı́a, dentro de un añ o se congratulará usted de haberlo hecho; seré lo que debo ser y sabré triunfar en todos los asuntos que me correspondan.

—No puedo prometerle má s que mis buenos o icios. Lo que pide usted no depende de mı́ solo. Unicamente al rey le corresponde conceder los indultos, según informes del ministro de Justicia, y el cargo al que usted aspira es nombrado por el señ or prefecto de policía. —El señ or Garnery —dijo el mozo de la o icina. A una señ al del procurador general, el comisario de las delegaciones entró y dirigió a Jacques Collin una mirada de experto; tuvo que reprimir su asombro al oír que el señor de Grandville decía a Jacques Collin: —¡Ya puede irse! —¿Me permitirı́a usted —contestó Jacques Collin— que no me marchara antes de que el señ or Garnery le haya traı́do a usted lo que me con iere toda mi fuerza, para que pueda llevarme de su parte un testimonio de satisfacción? Aquella humildad, aquella completa buena fe, conmovieron al procurador general. —¡Puede irse! —dijo el magistrado—. Estoy seguro de usted.

Jacques Collin saludó profundamente y con la entera sumisió n del inferior ante el superior. Diez minutos después, el señor de Grandville tenía en sus manos los tres paquetes de cartas, precintados e intactos. Pero la importancia del asunto y la confesió n de Jacques Collin le habı́an hecho olvidar la promesa de curación de la señora de Sérizy. Jacques Collin, cuando estuvo fuera, experimentó una increı́ble sensació n de bienestar. Se sintió libre y como nacido a una nueva vida nueva; se dirigió rá pidamente del Palacio de Justicia a la Iglesia de Saint-Germain-des-Pré s, donde la misa habı́a terminado. Estaban bendiciendo el ataú d y pudo llegar a tiempo para despedir con un saludo cristiano los despojos mortales de aquel muchacho al que habia amado con tanta ternura; luego subió a un coche y acompañ ó el cadá ver hasta el cementerio. En los entierros que tienen lugar en Parı́s, salvo circunstancias extraordinarias, o en los casos bastante poco frecuentes de defunció n de alguna celebridad, la muchedumbre que acude a la iglesia

disminuye a medida que el sé quito se aproxima al Pè re-Lachaise. La gente encuentra tiempo para hacer acto de presencia en la iglesia, pero cada uno tiene sus asuntos y se marcha cuanto antes. Por eso, de los diez coches de duelo, apenas se llenaron cuatro. Cuando la comitiva llegó al Père-Lachaise, no quedaban má s que una docena de personas, entre las que se contaba Rastignac. —Está bien que le guarde idelidad —dijo Jacques Collin a su antiguo conocido. Rastignac hizo un ademá n de sorpresa al ver allı́ a Vautrin. —LEsté usted tranquilo —le dijo el antiguo pensionista de la casa Vauquer—, tiene usted en mı́ a un esclavo, por el mero hecho de encontrarle hoy aquı́. Mi ayuda no es desdeñ able, porque soy o seré muy pronto más poderoso que nunca. Ha sido usted muy há bil, y ha ido a la suya; pero quizá tenga alguna vez necesidad de mis servicios: siempre estaré a su disposición. —Pero, ¿que va a ser usted?

—Proveedor de presidio, en lugar de inquilino — contestó Jacques Collin. Rastignac hizo una mueca de asco. —¡Oh! ¿Y si es usted víctima de algún robo?... Rastignac caminó má s de prisa para distanciarse de Jacques Collin. —No sabe en qué condiciones puede encontrarse. Habían llegado junto al foso excavado al lado del de Esther. —¡Dos seres que se amaron y que eran felices! — dijo Jacques Collin—; ahora se han reunido. Aú n hay una cierta dicha en pudrirse juntos. Yo me haré enterrar aquí. Cuando bajaron al foso el cadá ver de Lucien, Jacques Collin se desplomó desvanecido. Aquel hombre tan robusto no pudo resistir el leve ruido de la tierra que los enterrado—, res echan con sus palas sobre el ataú d antes de pasar a pedir propina.

En aquel mismo instante, dos agentes de la brigada de seguridad se presentaron, reconocieron a Jacques Collin, lo cogieron y lo metieron en un coche de punto. —¿De qué se trata esta vez?... —preguntó Jacques Collin cuando volvió en sı́, despué s de mirar a su alrededor en el interior del vehículo. Estaba entre dos agentes de la policı́a, uno de los cuales era precisamente Ruffard, a quien dirigió una mirada que sondeó el alma del asesino hasta las profundidades del secreto de la Gonore. —Se trata de que el procurador general ha preguntado por usted —contestó Ruffard—, de que hemos ido a todas partes y de que no le hemos encontrado hasta llegar al cementerio, donde ha estado usted a punto de caer de cabeza dentro del foso de aquel joven. Jacques Collin guardó silencio. —¿Es Bibi-Lupin quien me manda buscar? — preguntó al otro agente.

—No, es el señor Gárnery el que nos ha mandado. —¿No les ha dicho nada? Los dos agentes se miraron, consultá ndose mediante una mímica expresiva. —¡Vamos a ver! ¿De qué modo ha dado la orden? —Nos ha ordenado —respondió Ruffard— que le hallá ramos inmediatamente, dicié ndonos que estarı́a usted en la iglesia de Saint-Germain-desPré s; que si la comitiva habı́a abandonado el templo estaría usted en el cementerio. —¿Preguntaba por mí el procurador general?... —Quizá. —Eso es —replicó Jacques Collin—. ¡Me necesita!... Y se sumió de nuevo en el silencio, dejando muy intranquilos a los dos agentes. A las dos y media aproximadamente Jacques Collin entró en el despacho del señ or de Grandville y vio a un nuevo personaje, al predecesor del señ or de Grandville, el

conde Octave de Bauvan, uno de los presidentes del tribunal de casación. —Se ha olvidado usted del peligro en que se halla la señ ora de Sé rizy, a quien me prometió usted salvar. —Pregunte, señ or procurador general —dijo Jacques Collin, indicando a los dos agentes que entraron—, en qué estado me han hallado estos dos. —Habı́a perdido el sentido, señ or procurador general, junto al foso donde estaban enterrando al joven. —¡Salve a la señ ora de Sé rizy —dijo el señ or de Bauvan— y obtendrá todo lo que pide! —No pido nada —repuso Jacques Collin—; me he rendido sin condiciones, y el señ or procurador general ha debido de recibir... —¡Todas las cartas! —dijo el señor de Grandville—. Pero usted me ha prometido que salvarı́a el juicio

de la señ ora de Sé rizy. ¿Puede usted hacerlo? ¿Era acaso una bravata? —Espero poder hacerlo —contestó Jacques Collin modestamente. —¡Pues venga conmigo! —dijo el conde Octave. — No, caballero —dijo Jacques Collin—, no quiero ir en el mismo coche que usted... Todavı́a soy un recluso. Deseo seryir a la justicia y no voy a empezar deshonrá ndola... Vaya a casa de la señ ora condesa, yo llegaré poco despué s... Anuncı́ele la llegada del mejor amigo de Lucien, el padre Carlos Herrera... La espera de mi visita producirá necesariamente una cierta impresió n sobre ella y favorecerá la crisis. Perdó nenme que adopte una vez má s el engañ oso aspecto del canó nigo españ ol; el propósito lo justifica. —Le veré a usted allı́ sobre las cuatro —dijo el señ or de Grandville—, porque tengo que ir con el ministro de Justicia a ver al rey. Jacques Collin fue a reunirse con su tı́a, que le esperaba en el muelle de las Flores.

—¿Qué ? —dijo ella—. ¿Te has entregado a la Cigüeña? —Sí. —¡Vaya ventura! —Mira, le debı́a la vida a ese pobre Thé odore, que será indultado. —¿Y tú? —Yo seré lo que debo ser. ¡Haré temblar siempre a todo el mundo! Pero hay que ponerse manos a la obra. Ve a decir a Paccard que se ponga a trabajar a toda prisa, y a Europa que ejecute mis órdenes. —No hay cuidado, ¡ya sé como componé rmelas con la Gonorel... —dijo la terrible Jacqueline—. ¡No he perdido el tiempo pensando en las musarañas! —Hay que encontrar a la Ginetta, aquella muchacha corsa, para mañ ana sin falta —repuso Jacques Collin, sonriendo a su tía. —Habría que tener su pista... —La conseguirá s a travé s de Manon la Rubia —

contestó Jacques. —¡Pronto estará todo listo! —replicó la tı́a—. ¡Cuánta prisa tienes! ¿Es que hay pasta? —En mis primeros golpes quiero superar ya lo mejor que haya podido hacer Bibi-Lupin. He tenido una breve conversació n con el monstruo que mató a mi Lucien, y só lo vivo para vengarme de é l. Gracias a nuestras respectivas posiciones, estaremos armados y protegidos por igual. Necesitaré varios añ os para poderle alcanzar, pero recibirá el golpe en plena cara. —Te ha debido de prometer a ti lo mismo, por su parte —dijo la tı́a—, puesto que ha recogido en su casa a la hija de Peyrade, sabes, aquella muchacha que vendimos a la señora Rorro. —Lo primero que debemos proporcionarle un criado.

hacer

es

—Será difı́cil con é l, se las sabe todas —dijo Jacqueline.

—¡Vamos! El odio da vida. ¡Manos a la obra! Jacques Collin cogió un coche de punto y se fue inmediatamente al muelle Malaquais, a la pequeñ a habitació n donde é l vivı́a, que no dependı́a del piso de Lucien. El portero, muy sorprendido de volverlo a ver, quiso hablarle de todo lo que había ocurrido. —Lo sé todo —le dijo el sacerdote —. Me he visto complicado en el asunto, pese a mis há bitos; pero gracias a la intervenció n del embajador de Españ a, me han puesto en libertad. Y subió con presteza a su habitació n, donde sacó del forro de un breviario una carta que Lucien habı́a dirigido a la señ ora de Sé rizy cuando é sta se habı́a enemistado con é l al verle en el teatro con Esther. En medio de su desesperació n, Lucien se habı́a olvidado de mandar aquella carta, creyé ndose perdido para siempre; pero Jacques Collin habı́a leı́do aquella obra maestra y, como que todo lo que escribı́a Lucien era sagrado para é l, habı́a guardado la carta en su breviario a causa de las expresiones

poé ticas que le inspiraba aquel amor de vanidad. Cuando el señ or de Grandville le habı́a hablado del estado en que se hallaba la señ ora de Sé rizy, aquel ser tan inteligente habı́a pensado muy oportunamente que la desesperació n y la locura de la gran dama debı́a de proceder del enfado que ella habı́a dejado sin resolver entre ella y Lucien. Conocı́a tanto a las mujeres como los magistrados a los criminales, adivinaba los má s ı́ntimos sentimientos de su corazó n, y pensó en seguida que la condesa debı́a de atribuir en parte la muerte de Lucien a su rigor, y que se lo estarı́a reprochando a sı́ misma amargamente. Naturalmente, un hombre henchido de amor por ella no se habrı́a suicidado. Saber que Lucien habı́a seguido amá ndola a pesar de su rigor podía devolverle la razón. Dejando a un lado el hecho de que Jacques Collin fuera un gran general para los presidiarios, hay que confesar que era tambié n un gran mé dico de las almas. Fue a la vez vergonzoso y esperanzador esperar la llegada de aquel hombre en las habitaciones de la casa de Sé rizy. Varias personas, el conde, los mé dicos, estaban en un saloncito que

servı́a de antesala al dormitorio de la condesa; pero para evitar que fuera mancillado el honor de su alma, el conde de Bauvan hizo salir a todo el mundo y se quedó solo con su amigo. Fue un golpe fuerte para el vicepresidente del consejo de Estado, para un miembro del consejo privado, ver entrar a aquel sombrío y siniestro personaje. Jacques Collin se habı́a cambiado de traje. Se habı́a puesto unos pantalones y una levita negra, y su forma de andar, sus ademanes y sus miradas manifestaron una perfecta correcció n. Saludó a los dos estadistas y preguntó si podı́a entrar en la habitación de la condesa. —Le espera a usted con impaciencia —dijo el señor de Bauvan. —¿Con impaciencia?... Está salvada, pues —dijo aquel terrible fascinador. Efectivamente, tras una entrevista de media hora, Jacques Collin abrió la puerta y dijo: —Venga usted, señ or conde, ya no tiene que temer

ningún desenlace fatal. La condesa apretaba amorosamente la carta contra su corazó n; estaba tranquila y parecı́a reconciliada consigo misma. Al verla de esta manera, el conde dio señales de contento. "¡Helos ahı́, a esos que deciden nuestros destinos y los de nuestros pueblos! —pensó Jacques Collin, que se encogió de hombros en cuanto hubieron entrado los dos amigos—. ¡El suspiro de una hembra les hace dar la vuelta a la inteligencia como si fuera un guante! ¡Pierden la cabeza por una mirada! Basta que una falda esté un poco má s arriba o un poco má s abajo para que recorran todo Parı́s desesperados. ¡Los caprichos de una mujer hacen sentir sus efectos sobre la politica del Estado! ¡Cuá nta fuerza acumula un hombre cuando se sustrae, como yo, a esa tiranı́a de niñ o, a esas virtudes invertidas por la pasió n, a esas candidas travesuras y a esas astucias de salvaje! La mujer, con su inteligencia de verdugo y con su talento para la tortura, es y será siempre la perdició n del hombre. Procurador general, ministro, ahı́ está n

todos, cegados, retorcié ndolo todo por unas cartas de duquesa o de niñ a pequeñ a, o por la razó n de una mujer que será má s loca con su cordura que privada de ella. —Se puso a sonreı́r orgullosamente. — Y me creen —dijo para sus adentros—, obedecen a mis revelaciones y me dejarán en mi lugar. Seguiré reinando en este mundo, que me ha estado obedeciendo desde hace veinticinco años..." Jacques Collin habı́a empleado aquel poder tremendo que en otros tiempos habı́a ejercido sobre Esther; como se ha visto ya varias veces, poseı́a el don de la palabra, de la mirada y del gesto que amansa a los locos, y habı́a convencido a la condesa de que Lucien se habı́a llevado consigo un recuerdo enamorado de ella. Ninguna mujer resiste a la idea de ser amada de un modo exclusivo. —¡Ya no tiene usted ninguna rival! —fueron las ú ltimas palabras, frı́as y sarcá sticas, de Jacques Collin. Permaneció en aquel saló n, olvidado de los demá s,

durante una hora entera. Cuando llegó el señ or de Grandville, lo encontró de pie, taciturno y sumido en un ensueñ o propio de quien acaba de vivir un dieciocho de Brumario para su existencia. El procurador general fue hasta el umbral de la habitació n de la condesa y permaneció allı́ algunos instantes; luego se acercó a Jacques Collin y le dijo: —¿Conserva usted sus mismas intenciones? —Sí, señor. —¡Muy bien! Entonces, sustituirá usted a BibiLupin, y el reo Calvi tendrá conmutación de pena. —¿No irá a Rochefort? —Ni siquiera a Toulon, podrá emplearlo usted a su servicio; pero estos favores y su nombramiento dependen de la conducta que usted siga durante los seis meses en que será, adjunto de Bibi-Lupin. En el plazo de ocho dı́as, el adjunto de Bibi-Lupin hizo que la familia Crottat recuperara cuatrocientos mil francos e hizo detener a Ruffart y a Godet.

La cantidad de la donació n hecha a Esther Gobseck por Nucingen fue hallada en la cama de la cortesana, y el señ or de Sé rizy hizo entregar a Jacques Collin los trescientos mil francos que le correspondian segú n el testamento de Lucien de Rubempré. El monumento mandado construir por Lucien para Esther y para é l es considerado uno de los má s hermosos del cementerio del Pè re-Lachaise, y el terreno en que se halla pertenece a Jacques Collin. Tras haber ejercido sus funciones durante unos quince añ os aproximadamente, Jacques Collin se retiró hacia 1845. Diciembre de 1847.

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