ASOCIAR CON LAS LECTURAS LOS TIPOS DE NARRADORES Y TIPOS DE PERSONAJES
Desde la infancia me distinguía por la docilidad y humanidad de mi carácter. La ternura de mi corazón era incluso tan evidente, que me convertía en objeto de burla para mis compañeros. Sobre todo, sentía un gran afecto por los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba la mayor parte de mi tiempo con ellos y nunca me sentía tan feliz como cuando les daba de comer y los acariciaba.
Pluto - Tal era el nombre del gato- era mi predilecto y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me acompañaba en casa por todas partes. Incluso me resultaba difícil impedir que me siguiera por las calles. Nuestra amistad duró, así, varios años, en el transcurso de los cuales mi temperamento y mi carácter, por medio del demonio y la intolerancia (y enrojezco al confesarlo), habían empeorado radicalmente. Día a día me fui volviendo más irritable, malhumorado e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Me permitía usar palabras duras con mi mujer. Por fin, incluso llegué a infligirle violencias personales. Mis animales, por supuesto, sintieron también el cambio de mi carácter
Una noche, al regresar a casa, lo agarré y, asustado por mi violencia, me mordió levemente en la mano. Al instante se apoderó de mí la furia de un demonio. Ya no me reconocía a mí mismo. Mi alma original pareció volar de pronto de mi cuerpo; y una malevolencia, más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí, sujeté a la pobre bestia por la garganta y ¡deliberadamente le saqué un ojo! Siento vergüenza, me abraso, tiemblo mientras escribo de aquella condenable atrocidad. Cuando con la mañana mi razón retornó, cuando con el sueño se habían pasado los vapores de la orgía nocturna, experimenté un sentimiento de horror mezclado con remordimiento ante el crimen del que era culpable,
–Buenos días –dijo el zorro. –Buenos días –respondió cortésmente el Principito, que se dio vuelta, pero no vio nada.
Estoy acá, –dijo la voz –bajo el manzano... –¿Quién eres? –dijo el Principito–. Eres muy lindo...
–Soy un zorro –dijo el zorro.
- Ven a jugar conmigo –le propuso el Principito–. ¡Estoy tan triste!... –No puedo jugar contigo –dijo el zorro–. No estoy domesticado. –¡Ah! Perdón – dijo el Principito. Pero después de reflexionar agregó: –¿Qué significa “domesticar”? –No eres de aquí –dijo el zorro–. ¿qué buscas? –Busco a los hombres –dijo el Principito–.
–Es una cosa ya olvidada –dijo el zorro–, significa “crear lazos”. –¿Crear lazos? –Si –dijo el zorro–. Para mi no eres todavía más que un muchachito semejante a cien mil muchachitos. No te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo.
–Empiezo
a comprender –dijo el Principito– –¡Por favor... domestícame! –dijo.. –¿Qué hay que hacer? –dijo el Principito–. Hay que ser muy paciente
Así el Principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida: –¡Ah!... –dijo el zorro–. Voy a llorar.
–Tuya es la culpa –dijo el Principito–. No deseaba hacerte mal pero quisiste que te domesticara.
“LA MARISCADORA”
Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el hambre, Cipriana, con los ojos húmedos y brillantes por la excitación de la marcha, abarcó de una ojeada la líquida llanura del mar. Por algunos instantes olvidó la penosa travesía de los arenales ante el mágico panorama que se desenvolvía ante su vista. Las aguas, en las que se reflejaba la celeste bóveda, eran de un azul profundo. La tranquilidad del aire y la quietud de la bajamar daban al océano la apariencia de un vasto estanque diáfano e inmóvil.
Cipriana, tras un breve descanso, se puso de pie. Aún tenía que recorrer un largo trecho para llegar al sitio donde se dirigía. La primera diligencia de la madre fue buscar un sitio al abrigo de los rayos del sol donde colocar la criatura, lo que encontró bien pronto
Muy desarrollado para sus diez meses, el niño era blanco y rollizo, con ojos velados 3 en ese instante por sus párpados de rosa finos y transparentes. La madre permaneció algunos minutos como en éxtasis, devorando con la mirada aquel bello y gracioso semblante.
Cipriana se descalzó los gruesos zapatos, suspendió en torno de la cintura la falda de percal descolorido, y cogiendo la cesta, atravesó la enjuta playa y avanzó por encima de las peñas húmedas y resbaladizas.
El tiempo pasaba, la marea subía lentamente. Se detuvo y miró con atención dentro de una hendidura. Lo que cautivaba su atención obligándola a volver atrás era la concha de un caracol. Cipriana se puso de rodillas e introdujo la diestra en el hueco, pero sin éxito, pues la rendija era demasiado estrecha Retiró la mano y tuvo otro segundo de vacilación, mas el recuerdo de su hijo le sugirió el pensamiento de 5 que sería aquello un lindo juguete para el chico y no le costaría nada
Trató de retirar la mano y no pudo conseguirlo. En balde hizo vigorosos esfuerzos para zafarse. Todos resultaban inútiles: estaba cogida en una trampa. En un principio, Cipriana sólo experimentó una leve contrariedad, que se fue transformando en una cólera sorda a medida que transcurría el tiempo en infructuosos esfuerzos. Luego, una angustia vaga, una inquietud fue apoderándose de su ánimo. El corazón precipitó sus latidos y un sudor helado le humedeció las sienes. De pronto la sangre se paralizó en sus venas, las pupilas se agrandaron y un temblor nervioso sacudió sus miembros.
Con ojos y rostro desencajados por el espanto había visto delante de ella una línea blanca, movible, que avanzó un corto trecho sobre la playa y retrocedió luego con rapidez: era la espuma de una ola. Y la aterradora imagen de su hijo arrastrado y envuelto en el flujo de la marea se presentó clara y nítida a su imaginación. Lanzó un penetrante alarido que devolvieron los ecos de la quebrada, resbaló sobre las aguas y se desvaneció mar adentro en la líquida inmensidad.