516

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  • Pages: 4
516

C

uando el tiempo está detenido, el cielo se muestra gris y difuso, sin trazas algodonosas, como un techo permanente de humo. Alrededor, las estructuras se hallan sumidas en el silencio y la soledad más angustiosa, entretejidas con una luz insustancial que les da una perspectiva fría y apagada. Espectral. Todo es calma por las avenidas, que muestran sus pasillos inacabados al amparo de oscuros ventanales, formando extensas hileras de colmenas desprovistas de vida. La ciudad fantasmal es para mí lo mismo que yo para ella, y una vez cansado de vagar mi desdicha por calles que paren más calles —simétricas y despojadas de sentido y dirección—, circunscribo mis pasos a la misma plaza, que se abre como un gran ojo ciego entre los edificios. Allí descansan unos columpios que mecen su asiento desnudo entre los dedos invisibles de la brisa, mientras pasa fugaz silbando sus tenebrosas confidencias. Y a su vera, como único testigo, yace un descolorido tobogán que se extiende en soledad desde lo alto de la escalera hasta el suelo. Estos son los únicos elementos que me insinúan sus formas materiales con claridad, dándome certeza con su presencia tangible de que mi estado es real, a pesar de todo. Puedo pasear mi mano por las frías y ligeramente húmedas formas, asir las cadenas que sostienen el vaivén del columpio y apreciar la marca de herrumbre que depositan en mis dedos al soltarlas.

Vivo un mal sueño que no parece tener fin, y mi consciencia se sostiene entre percepciones nebulosas, despojada de recuerdos. Pero ya no tengo duda de que mis pasos errantes pertenecen al caminar de un difunto, atrapado en un plano que debe responder a los recuerdos que aún retiene el alma de forma refleja. Por algún motivo desconocido permanezco solo y abandonado, inmerso en una especie de borrador entre la realidad y la nada. Y hasta ahora no he logrado encontrar puerta alguna que muestre un camino de salida a este laberíntico submundo. Solo he hecho caminar más y más por este angustioso escenario, paseando mis desvaríos mientras investigo entre sombras transparentes que se me insinúan furtivas por las esquinas jugando con mi ofuscada percepción. Cuándo es ayer y cuándo es mañana, no lo se aún. Hoy es un todo que se extiende indefinidamente, aprisionándome entre sus imprecisos barrotes para ahogar toda esperanza de escape. De nada sirve llorar, o gritar, la rabia y la desesperación. Los ecos resuenan vacíos de respuestas a las súplicas que mi garganta deposita en el aire de cuando en cuando. Alguien ideó este teatro de sombras para retener las culpas. Un gigantesco tramoyista que nunca se deja ver. Y ahora soy yo y mi soledad quien ocupa este vasto escenario. Tengo tanto tiempo para pensar que ya ni siquiera pienso en nada. Aunque... tal vez no sea ese el propósito de este juego despiadado. Quizá deba fijar mis reflexiones en este punto concreto, centrarme en los dos objetos que se me muestran tan claros y nítidos, y olvidarme de la difuminada e interminable estampa que me sirve de horizonte permanente. Si, eso es. Empiezo a entender… o eso creo. Todo está diseñado para no distraer mi atención de este preciso lugar, porque sin duda, tiene algo que decirme. Algo que pudiera servirme como pista de la cual fiarme para llegar a adivinar ese porqué que tanto se resiste. Algo que quizá sea trascendental en el transcurrir de los acontecimientos, que me aleje de este lugar o que me suma en él para siempre. Encajo mi trasero en el columpio y confirmo que mi peso es real, que tensa las cadenas y que éstas, aún pueden soportarlo. Inicio un suave vaivén descolgando los pies en el aire. Y cierro los ojos mientras voy cogiendo más y más impulso, sintiendo el frescor del aire arremolinado en mi cara. Me siento vivo otra vez, aunque tal vez no lo esté. Mis sentidos reaccionan devolviéndome olvidadas percepciones, solamente en este preciso lugar, sólo en estos columpios, como si fuera un oasis inserto en esta especie de limbo olvidado. Las cadenas chirrían y crujen lastimosamente al cobrar vida tras un largo tiempo de inactividad, y el óxido va desprendiéndose a cada balanceo dejando brillar el metal. El inconfundible sonido se esparce por la plaza, creando un eco vivo que se reparte por las calles hasta perderse en su profundidad. Ahora no tengo otra misión que no sea columpiarme más y más alto, sin parar, no importa cuanto rato, cada vez más arriba, dejando que todo mi ser se inunde de aquellas sensaciones que una vez formaron parte de un ser humano.

En este momento me olvido de todo, incluso de este fantasmagórico lugar. No pienso en nada, simplemente me dejo llevar por la inercia y disfruto de este paseo, balanceándome plácidamente aún manteniendo los ojos bien prietos. No quiero abrirlos y despertar de nuevo en este maldito lugar. Y así permanezco durante largas horas. Pero el columpio va perdiendo velocidad. Lentamente, poco a poco, me voy parando. Se acaba el juego. Debe terminarse. Me detengo. Tengo que abrirlos, comprobar que este viaje ha sido la respuesta, que me despierto en otro lugar, en otro mundo, que se abre una puerta cualesquiera frente a mí. Soy valiente, y aunque sigo sin oír nada, voy a mirar. Tengo fe, sé que algo ha cambiado tras este momento.

***

Los muertos pueden llorar, ya lo creo que sí. El eterno paisaje que me acompaña se me muestra igual que antes, devolviéndome a la desesperada y terrible irrealidad que forma esta ciudad carente de sustancia y vida...pero oh! ...un diminuto punto de color surge de la boca de la niebla y me apunta descarado sus exiguas formas desde esa lejana perspectiva, que se agranda poco a poco a cada paso que da hacia mí. Mis manos tiemblan aferradas a las cadenas del columpio. Estoy paralizado por la emoción. Es un pequeño niño que se acerca tímidamente hacia este parque en que me hallo. El chirriar de los columpios ha sido el reclamo. Tal vez estaba terriblemente perdido en esta ciudad de humo, al igual que yo. Se acerca algo receloso, sin mediar palabra, y me mira curioso al pasar por mi lado con los ojos muy abiertos. Yo le sigo fijamente con la atención puesta en su rostro infantil, no quiero perderle de vista ni un instante temiendo que aún pueda esfumarse en el aire. Se agarra a la escalera del tobogán y sube a lo alto. Y desciende rápido hasta el suelo, sin dejar de mirarme. Da un rodeo y repite la operación. Y una vez más. Yo me columpio de nuevo mientras el niño sube y baja por la descolorida rampa. Y así, sin decirnos nada, permanecemos jugando mucho rato. Nos miramos mutuamente y sonreímos. Ya no me es necesario cerrar los ojos mientras me impulso hacia arriba. Ya no estoy solo. Ahora parece sentir suficiente confianza y se acerca. Yo continúo sentado observándolo desde el reposo del columpio. Me siento feliz de estar acompañado, pero aún no me atrevo a decirle o preguntarle nada por miedo a perderle. Esperaré que sea él quien me ilumine con su inocencia.

Después de tanto rato, ya no tengo dudas. Su rostro me es tan familiar como mis manos, porque ha formado parte de mí tanto como yo de él. Ese niño son mis recuerdos, mi infancia. Ese niño soy yo. Y ha venido a buscarme, a rescatarme de este lugar, a transportarme lejos de aquí tras tanto tiempo de estar perdido, que no muerto. Me sonríe cogiéndome la mano y yo me levanto del columpio para acompañarle. Su pequeña mano me guía suavemente pero con determinación, en un agradable paseo por una de las frías y desdibujadas avenidas que se adentran en la ciudad imaginaria. Yo me detengo sólo un momento para echar la vista atrás, deseando saber si aquello formaba parte de un sueño que ahora se desvanecía. Pero todo persiste aún tal y como estaba, y allá, a lo lejos, el columpio y el tobogán de nuestro reencuentro permanecen. El niño salvador tira un poco más de mi mano. Debemos seguir, continuar hacia la puerta y ya no mirar nunca más hacia atrás. Jamás deberé dejar que ese niño que fue mi infancia caiga otra vez en el olvido.

***

—¡Doctor! ¡Venga por favor! ¡El paciente de la 516… ha despertado!

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