Litio
Elisa D’ Silvestre
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“Permanecer en tinieblas es mi mejor remedio…” Santiago “La Máquina” Godoy solía ser dulce… solía ser normal. Ya no más. La esencia que desprendía de adolescente se ha ido, dejando sólo un rastro de frialdad. Antes era capaz de ver a los ojos de las otras personas con amabilidad, hoy sólo puede declararse como un sociópata. Solía usar sus manos para acariciar y crear, ahora sólo se mueven con un único objetivo: matar. Y se ha vuelto tan bueno en ello que, simplemente, es como respirar.
“El control está sobrevalorado…” Adela Echavarría ha sido engañada, encerrada y olvidada por su único hermano mayor desde la muerte de sus padres. No tiene a donde ir ni qué comer a pesar de que existe una enorme fortuna que sólo le pertenece a ella. Hundida por completo en el barro, decide volver a su ciudad natal, ignorando las explícitas advertencias. Aunque sea sólo para mirar de lejos la mansión donde solía vivir. Está perdida en la ruina y sin nadie con quien poder contar. Hasta que ese oscuro hombre la sacude brutalmente y la obliga a alejarse del borde del puente. Es en ese entonces que, por primera vez, cree que quizás sí existe alguien lo suficientemente fuerte para sostenerla con toda su miseria. ADVERTENCIA: Esta historia es sólo apta para mayores de 18 años. Contiene lenguaje adulto y escenas violentas que pueden resultar perturbadoras. Sensibles a abstenerse.
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1 Adela Me gusta el color negro porque logra hacerme pasar desapercibida entre la gente, y más en un ambiente como este. Sin embargo, hoy no parece ser mi día de suerte. Ese gordo bigotudo de la última mesa llena de imbéciles está sacándome fuera de mis casillas con una rapidez que rompe récords. Tengo que cerrar los ojos y suspirar una, dos, hasta tres malditas veces para no reventar una botella de cerveza en su cabeza con forma de piñata. Bufo mientras cargo la bandeja con los platos de hamburguesas que debo llevarles. Éste es mi tercer trabajo en dos semanas, realmente estoy haciendo un esfuerzo por mantenerme a raya. Tranquila, no dejes que el interruptor se mueva, mantené la estática donde tiene que estar. Muy, muy en el fondo. Termino, pero antes de avanzar hasta el rincón del bar, voy a la cocina y me tomo un vaso lleno de agua. Estoy sudando, y mi olor a comida frita me hace querer vomitar, pero lo aguanto. Lo hago porque no tengo más opciones. Tomo la bandeja firmemente y camino con la espalda recta, mi rostro convertido en granito. He aprendido a no sonreír demasiado porque los hombres interpretan de muy mala manera las sonrisas amables por estos lados. Me detengo frente a los tres miserables y dejo cada plato frente a ellos, sin siquiera mirarlos. El cabeza de piñata a punto de reventar me palmea la cadera y habla con su odiosa voz. —Cambia esa cara si no querés que me queje con el jefe…—ronronea, un poco borracho ya—. Se supone que las meseras deben ser hospitalarias. Clavo mis ojos turquesas en los suyos, no me muevo, ni siquiera mis labios tiemblan cuando pronuncio las palabras. —Saca esas apestosas manos de mí—si las miradas asesinaran… Él entrecierra los ojos y parece que va a replicar, pero sólo se enfrasca en su hamburguesa grasienta que parece volverse mucho más interesante que mi huesudo culo.
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Me alejo de la mesa y vuelvo a entrar en la calurosa cocina. Alguna de mis dos compañeras ha dejado en la mesada un plato que algún cliente abandonó sin terminar antes de irse, son algunas papas fritas y casi la mitad de un lomo al plato con huevo frito. Trago saliva y me estremezco al oír mi pobre estómago brincar. Me quedo hipnotizada un momento y después rebusco con la mirada por si hay moros en la costa. Con los dedos, corto un pedazo de carne y huevo y me lo meto en la boca, ronroneando. Creo que hasta mis ojos se espesan por ese pedazo de comida helada y ajena. Trago, y vuelvo a cortar otro, esta vez me lo como con algunas papas. Realmente, a estas alturas, no me interesa ni una mínima parte que alguien más haya tocado y manoseado esta comida. Cuando Silvia se acerca trayendo más utensilios sucios, me alejo de golpe del plato que dejé casi vacío y vuelvo a adentrarme detrás de la barra de tragos. — ¿Estás teniendo problemas con tu mesa hoy?—pregunta Nora, mi otra compañera, algo más joven que yo. Me encojo de hombros, nunca me quejo. Jamás. Debería agradecer este trabajo y cuidarlo como oro. —Si molestan sólo tenés que decirle a Javier—aclara. Claro. Porque el tipo se preocupa mucho por sus empleados. Lo único que le interesa es la plata que hacemos al final de la jornada para ir a jugársela toda al casino. Le importa una mierda si sus chicas son acosadas, él nunca echaría a ningún cliente. Sí, ya sé todo eso en menos de tres días que llevo aquí. El gordo acosador levanta una mano para llamarme la atención y, poniendo los ojos en blanco, me acerco a la mesa. — ¿Señores?—me hago la amable. Por dentro estoy apuñalándolos a los tres, especialmente destripando todos esos quilos de grasa que cuelgan de la cintura del pantalón del gordo piñata. Que, justamente ahora mismo, me apresa de la muñeca he intenta sentarme en su regazo. —Quisiéramos la cuenta… preciosura—ahora está del todo borracho. Me zafo de sus dedos roñosos y me dirijo directo al cuaderno de cuentas. Al mismo tiempo que reviso, me repito a mí misma que debo mantenerme en calma. Pero nunca me he llevado bien con el control. El control apesta.
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Vuelvo y, de mala gana, recito el monto. El tipo me retiene de nuevo, ésta vez con más fuerza y logra tambalearme y hacerme caer justo donde me quiso toda la puta noche. Gruño con desagrado y me retuerzo para salir de inmediato de ese colchón gelatinoso que simula ser una barriga. Su olor está a punto de descomponerme. — ¿No hay descuento para tus clientes favoritos?—escupe dentro de mi oído. Disparo mi codo hacia atrás y le golpeo en la nariz, justo cuando el alarido de dolor corta el aire del bar me pongo sobre mis pies, furia ciega nublando mi mente. Adiós control. Hago lo que estuve deseando toda la noche, tomo la botella de cerveza a medio terminar en la mesa y la parto contra su cráneo, el tipo rueda hasta el suelo y gimotea casi inconsciente. No me doy cuenta de que estoy gritando imparables locuras hasta que Silvia me toca el hombro y me doy la vuelta para mirarla. Todo el bar está observándome con los ojos muy abiertos. Pestañeo, trago saliva, suelto el pico de la botella que aún tengo en la mano y me tambaleo hacia la cocina. Mis compañeras escoltándome. —Mierda…—chifla Nora—. ¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer? Me duele aceptarlo, pero sí. Sé bien lo que acabo de hacer. De hecho, lo he hecho ya varias veces. Agredir clientes. Por eso he perdido todos mis empleos anteriores. Me muerdo el labio y doblo mis brazos en mi pecho. No quedan dudas de que perderé éste también. Javier viene soltando humo por los orejas, para confirmarlo. Agarra tan fuerte mi brazo que seguro en un rato saldrán moretones. Me empuja hacia la vereda delante de toda la gente sentada en las mesas y me echa a patadas del lugar como si sólo fuera basura desechable. Tomo fuerzas para levantarme del piso y acercarme a él, poniendo mi mejor cara arrepentida, odio rogar. —Por favor, Javier… no volverá a pasar… Me llevo las manos enlazadas debajo del mentón, por poco rezándole de rodillas. —Tenés rotundamente prohibida la entrada a mi local desde ahora mismo, hija de puta…—me empuja lejos. Trago duramente, se siente como alambres de púas cortando mi garganta.
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—Entonces, sólo págame lo que he hecho estos tres días… Su cara se arruga tanto con asco que espero un puño en medio de mi cara, pero sólo me empuja de nuevo. —Andate… no querés que llame a la policía, ¿verdad? Entra de nuevo y me deja allí, bajo la leve llovizna que arrasa la noche de la ciudad. Me abrazo a mí misma y cierro los ojos, derrotada. Llego al apartamento que tengo que desalojar en cuarenta y ocho horas por la deuda del alquiler de los últimos dos meses. Realmente no hay nada ahí que tenga que sacar, sólo un mísero colchón y un edredón, lo demás ha sido vendido en mis momentos más profundos de necesidad. Observo el oscuro lugar sintiéndome hundida, ni siquiera tengo luz. Ni gas. Deslizo mi espalda hacia abajo en la pared, me quedo sentada en el suelo helado, sin darle importancia a la ropa mojada que entumece mis huesos. Esta vez he tocado fondo, verdaderamente. De todas las maneras posibles. “No te hundas”, habla esa voz que siempre me acompaña, “No te permitas hacerlo, porque sabes que jamás saldrás”. Se sintió tan bien. Me tapo el rostro y sonrío. Fue bonita la forma en la que la botella se partió en su hueco cráneo. Cómo cayó al suelo gimiendo, la cara de sus dos amigos en estado de shock. Las carcajadas comienzan, retumban en la habitación vacía, el eco llena mis oídos. Suenan descabelladas. Mis ojos lloran porque no puedo parar, enredo mis manos en mi pelo, clavando las uñas en mi cuero cabelludo. Sigo riendo con desenfreno. Tanto, que termino recostada en el suelo, revolcándome y rodando, hasta quedarme sin aire. Entonces tomo una bocanada y vuelve el silencio. “No tenés nada para comer”, cuchichea otra voz más dañina invitándose a sí misma sin ser llamada. “Mírate, seguro ya se te notan las costillas. Y pronto serás una sin techo, tendrás que vivir en la calle. Tendrás que empezar a prostituirte hasta enfermar gravemente de sida y morir”. Gimo sintiendo dolor, me tapo los oídos inútilmente. “Jodidamente te mereces esto por ser una perra inútil que no sabe controlarse. ¡Vamos! Quiero escucharte reír ahora”.
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Chillo para callarla, para que deje de entrometerse donde no la quieren. Deseo que me deje en paz, porque sin ella soy mejor, no necesito a negatividad acobardándome a cada rato. Grito, grito, y grito hasta hacerla desaparecer. Esa es mi mejor manera de combatirla últimamente. Gritando, hablando más fuerte que ella. Hundiéndola donde pertenece. —Álvaro—siseo en el teléfono público en una esquina—. Si realmente no querés que vuelva, vas a tener que mandarme dinero… Tiemblo. Odio lo que estoy haciendo, es la quinta llamada en un mes y no he recibido nada de su parte, si siquiera una breve contestación. —Hermano… de verdad, necesito efectivo…—mi voz se oye inestable porque me estoy muriendo de frío, hoy no ha parado de llover—. Me desalojaron del edificio, Álvaro… he perdido mis empleos… envíame dinero, sabes dónde vivía, estaré por la zona si decides hacerlo… No me pierdo que mantiene estricta vigilancia en mí, esto que estoy haciendo es innecesario porque sé que no recibiré nada de su parte, él está al tanto muy bien de las condiciones en las que me encuentro y no ha hecho nunca nada. Cuelgo el teléfono con los ojos cerrados, mis pestañas rociando gotas de lluvia en mis mejillas. Hijo de puta, la mitad de la fortuna de nuestros padres es mía. Pedazo de mierda. Rebusco en mis bolsillos del vaquero por otra moneda, furiosa. He tenido que pedirle algunas al señor que estaba antes de mí en la fila para llamar. ¿Cuánto más abajo puedo caer? El tipo fue generoso, tuve suerte. Creo que le agradecí unas cien veces por minuto. Se escucha un tono y después soy enviada al buzón de voz. —Mierda, Álvaro… Pedazo de imbécil, vas a enviarme dinero…—mi tono se eleva—. ¡VAS A ENVIARME LA PUTA PLATA! Te juro que voy a presentarme en la puerta de tu casa—tomo una bocanada, la llamada se corta, pero ni siquiera lo noto—. PARTE DE ESE DINERO ES MÍO, SINVERGÜENZA… ¡Lo necesito, mierda! Te odio, te odio, vas a pagar por esto. ¡HIJO DE PUTA! La señora que espera el turno se echa un paso atrás, cautelosa. Alejo el aparato de mí y lo encajo para colgar. Una, dos, tres, cuatro veces. Lo
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golpeo con fuerza tantas veces que la señora termina por irse, asustada de recibir una paliza de mi parte. Pierdo el control, destrozo el teléfono público mientras la gente pasa. Entonces la sirena de la policía se oye en las calles a lo lejos y dejo lo que estoy haciendo, corro a esconderme y salir de la vista de la gente. Un callejón parece la mejor opción, tengo suerte de que ya no llueva tan torrencialmente. Me hago un ovillo contra la mohosa pared y me salgo del mundo por un rato. Entierro mi rostro en el hueco vacío entre mis brazos y rodillas dobladas. No entiendo qué le he hecho a ese tipo para que me abandone de esta forma. Todo empezó cuando mamá y papá murieron en un accidente, yo era muy niña. Él no dudó en enviarme a vivir con la abuela, aunque no tuve demasiado tiempo con ella porque murió unos años después y a los doce volví a vivir con él, en la casona. Sí, fui una adolescente problemática para un hombre que me lleva más de quince años. Pero, mierda, no creo que mereciera todo lo que vino cuando cumplí los catorce. Él es mi única familia, y me ha dado la espalda. Tomo aire para darme envión y me pongo de pie para salir del agujero, ha oscurecido ya. Me siento en la parada de un colectivo sólo para descansar. Mi piel erizada por el frío y mis temblores castañeando mis dientes. Un tipo trajeado se sienta en la punta opuesta del banco y se enciende un cigarro, mi boca se seca deseando uno. — ¿Po-podrías—mierda, ¿qué estoy haciendo?—¿Podrías convidarme uno? Mi orgullo ha caído en picada drásticamente. Él asiente, me enciende uno y me lo pasa. —Muchas gracias—sueno sincera a más no poder. — ¿Nada a cambio?—pregunta. Y con la pitada al cigarro me llegan las arcadas de disgusto. Seguro me veo así de desesperada. Lo miro, sus ojos castaños brillan, es bastante mayor, quizás unos cuarenta, aunque no desagradable. — ¿Por un cigarro?—chasqueo, lo miro de arriba abajo. Se encoje de hombros y me da una sonrisa torcida, seductora. Seguro el hombre es casado, adicto a los encuentros fortuitos. Busco sus manos y, efectivamente, ahí está el anillo.
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—Puede ser muchísimo más que un cigarro—sus palabras se han vuelto muy roncas. Trago, nerviosa. Pero hay algo rondándome la mente. Suelto el humo, cruzada de brazos intentando parecer mayor de diecinueve y más segura. —No soy barata… Quizás con eso él se vaya. Sin embargo, arrastra su culo por la longitud del banco hasta quedar muy cerca de mí. —Y yo no soy pobre…—ronronea. Lo miro fijamente a los ojos, terminando el cigarro. Mi estómago se retuerce porque mi mente no racionaliza la idea como mala.
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2 Santiago —Lo llaman “La Máquina” porque es como un maldito robot—aclara Max, rodeando a la Serpiente—. Sin corazón, cero emociones, nada de clemencia… Por lo tanto, llorar y rogarle no servirá de nada. Se ríe salvajemente y me mira antes de salir del garaje. ¿Es necesario que siempre se le ocurra hacer ese tipo de presentaciones cuando me dispongo a torturar? Dejé de ser el novato mucho antes que cualquier otro porque se dieron cuenta de que era demasiado valioso para dejarme hacer sólo recados de mierda. Me pudrí de ser el mequetrefe de los mandados estúpidos, yo era bueno en esto. Suerte que lo notaron a tiempo. Me agacho para estar a la altura de la sucia Serpiente, arrodillada en el suelo con las manos atadas. Mis ojos le dan miedo, no se esfuerza en ocultarlo. Hay algo que se activa en mí cuando siento a las personas temerme, algo grandioso. Algo que llena mis venas de adrenalina. Flexiono mis dedos con ganas de empezar. Me inclino para tomar sus ataduras, el marica se echa hacia atrás siseando de terror. No me esfuerzo para no sonreír y mostrarle los dientes. Lo desato, entonces el miedo se transforma en duda. —No te esperances… Nosotros no perdonamos a las ratas que se infiltran para derrocarnos… Y yo… nunca…dejo…ir…a… las ratas. Al menos, no con todas sus partes… Me alzo y camino por el lugar, completamente cerrado, él no tiene ninguna posibilidad de escapar. Estiro mi cuello a cada costado, haciéndolo resonar, me cruzo de brazos, despreocupado. —De pie—ordeno, haciendo señas con los dedos. Lo hace, y parece a punto de mearse. ¿Por qué alguien tan cobarde como él aceptó infiltrarse en el club enemigo lleno de amenazas? Sabía que si llegaba a ser descubierto, no habría nada que lo salvara de la muerte. —Vamos a hacer esto…—doy un aplauso—. Si logras golpearme al menos dos veces, no morirás esta noche…
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La idea parece tranquilizarlo, pero que me parta un rayo si voy a dejar que me golpee. Quiero reírme. Lástima que ya olvidé cómo hacerlo. Me encanta ver ese brillo de esperanza en los ojos de mis víctimas, después convertido en real derrota y resignación. Embiste primero, siempre los dejo dar el paso. Y justo en el instante que está a punto de plantar su puño en mi cara, me deslizo hacia un lado y pasa de largo con violencia, al fin doy un paso hacia él y fijo mis dedos en su nuca sudorosa para chocar su rostro en la pared. Su nariz recibe el peor de los destinos. Los alaridos cortan el aire, él se deja caer en el suelo. No espero a que se levante lo tomo del cuello de su camiseta y lo pongo sobre sus pies, de frente a mí. No despego mis ojos de los suyos, llorosos. —Estoy esperando… Aprieta los dientes y se llena de determinación. Intenta encararme de nuevo, no lo dejo acercarse mucho, le doy un puñetazo justo en el hueso roto, éste vuelve a chasquear y se corre de su lugar. No me freno a continuación, sigo golpeando hasta que caen sus dientes y su cara es una masa de piel y sangre irreconocible. Paro porque no quiero que se quede inconsciente, es que lo que viene no puede perdérselo. Levanto mi bota y asesto un único pisotón en el lugar correcto, sus vértebras lumbares trinan creando un dulce eco. El tipo lloriquea, y noto enseguida cómo pierde la sensibilidad de la cintura para abajo. Lo levanto de sus ropas y lo apoyo en una silla, a duras penas se mantiene estable. —He cambiado de parecer… no vas a morir hoy—sonrío. Camino por el lugar haciendo sonar mis dedos, me clavo frente al equipo de música y coloco la radio, bien alta. Conozco la canción, es algún clásico donde Aretha Franklin habla sobre alguien que la hace sentir como una mujer natural. Lo que sea. Me encojo de hombros, sin darle importancia a que el tema romántico no de la talla con la situación. Alto, muy alto, la mujer que canta ocupa todo el espacio. —No… n-no siento mis piernas—llora la Serpiente. Cierro los ojos, inclino mi cabeza hacia un costado y levantando el índice señalando el techo. Finjo escuchar la canción con sentimiento.
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—Escucha… escucha…—me inclino muy cerca de su cara roñosa—. Es muy buena, su voz es poderosa… Él baja el rostro y sigue gimiendo, su cuerpo se desliza fuera de la silla y me apresuro a acomodarlo. Susurra algo que suena como que soy un rayado, y estoy loco. Claro que sí, la gente les tiene pavor a los locos. —No sentís las piernas, nunca más vas a sentirlas de nuevo… entraste a este club caminando y saldrás arrastrándote…—le palmeo el hombro. La canción termina, empieza otra, pero ya estoy con la cabeza en llevar a cabo mi siguiente movimiento. Me dirijo a una estantería y me armo con una cuchilla de cocina. Me gustan porque son más aterradoras que los cuchillos o las navajas. —Verás…—me siento frente a él apoyando mis codos en la mesita—. Me gusta mucho jugar a los rompecabezas, me entretienen…—palmeo la madera—. Las manitos, vamos… Así…—le muestro como y él lo hace, por más que se imagina el final que le espera—. Pero… mi manera de jugar es muy particular… me entretengo mejor… fraccionando, no uniendo… Bajo el filo, tal como una guillotina, tres dedos se separan limpiamente de su mano abierta y sus ojos se abren desmesuradamente, en estado de parálisis. —Me alegro de que te prestes para jugar conmigo…—sonrío, atraigo más hacia mí su mano ensangrentada y corto los dos dedos que le quedan. Comienza a temblar y gritar, escupe saliva y sangre, y me deja ver el hueco vacío de los dientes que arranqué antes. —Sabes… si voy a dejarte ir no voy a correr el riesgo de que cuentes nuestros secretos a esas víboras venenosas de mierda para las que trabajas. Prosigo con los cinco que quedan en la otra mano, y después, muy tranquilamente me hago con una cuchara y un encendedor. Realmente sus gritos y convulsiones no me espantan, es más, ni siquiera entran por mis tímpanos. He desarrollado esa destreza especial de cerrarme a los sonidos, no dejar que me lleguen de ninguna forma. Como una especie de manto aislante, no hay nada que me ablande cuando me propongo a hacer atrocidades como estas. Caliento con el fuego la base de la cuchara para cerrar las heridas de los dedos ya ausentes, si le dolió cuando se los separé, la quemadura lo hará revolcarse por los suelos de la miseria. A mitad de trabajo, su cuerpo ya inútil
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de la cintura para abajo, se vuelve a resbalar de la silla y tengo que volver a colocarlo en su lugar. A continuación, sigo hasta cerrar todos los cortes. A estas alturas ya se encuentra a medio desmayarse, así que me paro frente a él y le abro la boca con fuerza, ignorando su desesperación por soltarse, tomo su lengua y la retuerzo con mis dedos para arrancarla después, no tarda en caer inconsciente. Bien. Ya no podrá ni hablar, ni escribir. Me aseguro, por las dudas de quebrarle ambas muñecas para tachar todas las posibilidades. Max entra mientras me lavo las manos y chifla al ver al pobre tipo diseccionado y sangrante. Me seco y le lanzo el trapo a la cara. —Listo para entregar… en una silla de ruedas si es posible… Abre la boca para replicar, lo corto de entrada. —Será un claro mensaje de que los descubrimos, y… de todos modos ellos van a matarlo cuando se den cuenta de que no puede comunicar nada de lo que escuchó… si es que realmente escuchó algo que nos comprometiera… cosa que no creo…—arrugo la cara. Lo esquivo y camino pausadamente a la puerta para irme. Busco mi moto entre la larga fila que rodea el patio delantero del bar y salgo pitando de ahí. Me gustan los paseos nocturnos. El día no es para mí, los colores y el sol me irritan. La noche es mi compañera, pega con mi estado de ánimo y la opacidad que yace en mi interior. Alzo los ojos y encuentro la luna. Ella entiende, porque vive rodeada de negrura y se mantiene brillando, no le teme a su entorno. Y cuando la luz viene, acabando con la noche, ella muere también. Y sabe que fui normal una vez, que fui amable, familiar, entregado y cariñoso. Pero que ahora me gusta mucho más lo que soy y en lo que me he convertido. Ya no soy el chico que lloró cuando se vio encerrado entre cuatro paredes y se quebró frente a los cuatro hombres que hicieron lo que quisieron con él. Sin embargo, no puedo culparlo por ser débil, porque antes de ser fuerte se es blando. Una metamorfosis que te exige llegar al punto que más temes, y al que, luego, terminas aferrándote porque no quieres ser otra cosa menos que eso.
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Fui frágil pero nunca tanto como para romperme, sino para fortalecerme. Por eso me gusta la oscuridad, porque define lo que soy ahora mismo, y entierra la luz que alguna vez significó mi ser. La negrura me alimenta. Permanecer en tinieblas es mi mejor remedio…
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3 Adela No sé a quién estoy pidiéndole perdón ahora mismo. Tal vez a esa pequeñita parte dentro de mí que tenía la esperanza de seguir manteniéndose pura y limpia. El resto de mi ser ya lo sabía, no hay nada inocente en mí. Nada para salvar. Y en un momento de debilidad, porque tu vida se fue al carajo tan espectacularmente, no hay tiempo para lamentarse por las decisiones desesperadas. Sí, me fui a un hotel con el tipo rico. Tuve sexo por dinero. Cierro los ojos porque todavía punza ese dolor que no sé de donde viene. Un sentimiento repleto de remordimientos y odio hacia mí misma. Me acomodo en la butaca del avión y me ato el cinturón. Estoy volviendo a casa. Y lo estoy haciendo gracias a la nueva mancha que tiene mi alma. De hecho, tuve una comida potente y una caliente ducha después de no sé cuántos meses gracias a ella. Logré comprarme un abrigo, no muy grueso pero que al menos me protege un poco más que mi simple camiseta negra de mangas largas. Y pude, al fin, subirme a un maldito avión para volver a recuperar el lugar que me pertenece. Álvaro no podrá negarse, no mirándome directo a los ojos. Ese pensamiento me hace retroceder unos años, revivir ese horrible día. Me meto en el pasado, teniendo catorce años, otra vez. —No vas a ir a esa fiesta, Adela—ruge él—. Vas a dejar de ensuciar el nombre de ésta familia de una vez por todas. Aprieto mis dientes y me salgo de la mesa. Clavándome en el suelo como una estaca, tan tensa y furiosa, con mis brazos a los lados. —No sos mi padre…—doy una fuerte palmada a la mesa, los cubiertos saltan junto a los platos—. Voy a hacer lo que yo quiera. Las comidas entre los dos son cada vez más irritables, últimamente ninguna ha terminado sin una explosión al final. Él clava sus ojos turquesas en los míos, y estira el brazo para conseguir su línea de whisky. El duelo de miradas entre los dos parece ser capaz de incendiar la casona.
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Álvaro es alcohólico, nadie tiene el atrevimiento de decirlo, de todas maneras todo el mundo lo sabe. Hacer mención a su problema es como un pecado capital en esta casa para los empleados y los que convivimos con él. Todo porque algún día quiere llegar a ser un político de renombre. Un auténtico ejemplo para la ciudad. Que nos lleve el diablo a todos, si realmente eso llega a pasar. Me doy la vuelta y salgo del comedor, ese inmenso con una mesa interminable en el centro, que Álvaro se empecina en usar sin importar que seamos sólo dos. Es como si quisiera tenerme lo más lejos posible aun para cenar, porque toda la vida nos sentamos uno en cada punta, separados por una larga extensión de madera tallada cubierta con manteles de seda. Separados por muchos años y un mundo de diferencias irreconciliables. Me apresuro con pasos pesados a mi cuarto, en el primer piso, típico de adolescente caprichosa. No siento a mi hermano venir por la espalda hasta que me da la vuelta de golpe y estrella un puño en mi pómulo tirándome al suelo. El impacto me deja grogui y gimoteo, tocándome la zona golpeada. —Es tu culpa—lloriquea para hacerme creer que es la víctima—. Siempre te empeñas en llevarme la contraria, siempre… ¿Cuándo me darás un respiro, Adela? —El día que dejes de manejarme la vida… me importa una mierda lo que digan de esta familia o si te avergüenzo… ya no existimos, ya no queda nada… Mamá y papá no están, deja de llamarnos así. Se tambalea dándome la espalda, baja las escaleras manteniendo en equilibrio contra la pared. Con los ojos llorosos entro en mi habitación y me lavo la cara en el baño. Me cubro bien con base de maquillaje, delineo mis ojos, pinto mis labios color rojo cereza y corro a cambiarme. Voy a salir. Nadie va a impedirlo. Ni siquiera el alcohólico de allá abajo. Esa noche en el boliche me paso con la cerveza y mezclo ron y tequila hasta que veo doble. Beso a varios chicos desconocidos y pierdo mi virginidad con uno de ellos en el asiento trasero de su coche, luego permito que me abandone en la puerta de rejas que rodea mi casa y se va. Estoy tan borracha que no siento cómo late mi centro irritado, sólo camino en zigzag e intento llegar lo antes posible adentro. En el camino de piedra blanca que lleva a la puerta principal me tropiezo con mis zapatos de tacón y caigo de rodillas, rasgando mi piel. Gimo y con mi último aliento vomito toda la mierda fuera. Me desmayo sobre el vómito.
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Lo siguiente que sé es que Clarita, la cocinera, me levanta con lamento en los ojos y me lleva con cuidado a mi cuarto. Me da un largo baño con agua fría y me pone el pijama. Sabe que si Álvaro se entera de este numerito mío se caerá en cielo, y ella siempre me cuidó de la ira del joven señor. Me despierto al mediodía, con un dolor de cabeza martilleando en mis sienes y un gusto horrible en la boca. Bajo las escaleras una vez que logro estar lo más presentable posible y estoy a punto de ingresar en la cocina cuando oigo la conversación. Me freno, y me mantengo fuera de la mirada de ellos. —No podés hacer eso, Álvaro…—ruega Clarita—. Ella es tu única familia, no podés abandonarla de esa forma tan cruel… necesita afecto, ella no tiene a nadie que la apoye y la entienda… Seguramente se refiere a la idea que ha estado desarrollando él, de meterme en un internado religioso de alto control. Soy una chica desviada, y necesito que me devuelvan al buen camino. Mi hermano bufa, de mal humor. —Es una mocosa problemática que no sabe hacer otra cosa que complicar mi vida… Me muerdo el labio con fuerza con tal de no entrometerme y gritarles mierda a los dos. —Ella ha perdido a sus padres de muy chica, al contrario de vos, no pudo disfrutarlos… No seas egoísta y cruel, Álvaro… deberías entenderla mejor que nadie, no marginarla todo el tiempo… Álvaro la corta. —No te metas, Clara… no tenés derecho a darme consejos sobre cómo sobrellevar a mi hermana menor… Ella se calla porque lo respeta y jamás faltaría a su palabra, salvo cuando me encuentra en graves problemas y me cubre a sus espaldas. ¿Qué sería de mí si yo no tuviera a Clarita? Cuando logro estar segura de que mi hermano se marchó, entro al fin, en busca de alguna sobra del almuerzo y mucha, mucha agua fresca. La cocinera esquiva mi mirada y evita entablar conversación conmigo. Lo entiendo. Demasiado hizo ya con ayudarme esta mañana. —No deberías haberme ayudado…—suelto, mi tono suena raro. Entonces siento una fuerte ola de energía que me vuelve imparable.
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Tomo la pila de platos que tiene pensado llevar al aparador, los arranco de sus manos sin ningún motivo y los lanzo contra la pared. Clarita grita y sale corriendo llamando a mi hermano. Ciega, me dirijo a los demás utensilios que están en la mesada, uno a uno se estrellan contra el suelo. Mis manos tiemblan cuando los agarro y los destrozo. Álvaro aparece frente a mí, pero me quedo fija en Clarita que se mantiene escondida tras él. Levanto las palmas abiertas delante de mí. —Está bien—sonrío, mis ojos nublados—. Está bien… lo entiendo, Clari… lo entiendo… Ella se estremece, quiero acercarme y abrazarla pero Álvaro me envuelve con sus brazos y me lleva a la sala de estar, se encierra conmigo dentro. —No estás bien…—murmura, sus ojos brillando—. No estás bien, Adela… Camino de un lado a otro, abrazándome a mí misma, mis ojos parecen buscar algo con manía en la habitación, no paran. Realmente no sé qué. Siseo cuando él me toma del brazo, y me obliga a mirarle a los ojos. —Estoy bien—me rio. Es una única carcajada que le da la bienvenida a las demás, secas, roncas y completamente fuera de lugar. Álvaro me observa con los ojos entrecerrados, apretando la mandíbula. — ¡No es gracioso, Adela!—me zamarrea, intentando detener mi risa—. Rompiste los platos favoritos de mamá… No puedo parar, de hecho sólo quiero reírme, saltar, correr. Nada de quedarme quieta escuchando las estupideces de mi hermano. Me suelto y corro hasta mi habitación para cambiarme el pijama y salir al patio. Me visto tan rápido como puedo y me voy por la puerta balcón de la planta baja que lleva a la piscina, en el jardín trasero. Es allí donde vuelve a encontrarme él, enfrascada en mi entorno ausente en mi mente pero también en el lugar. Perdida. Me obliga a levantarme sobre mis pies y me pide que lo acompañe a hacer unos mandados. Lo sigo, porque estoy de ánimo para un paseo y no me lo ha pedido de mala manera. En el camino, me enfrasco viendo pasar los árboles por la ventanilla del coche caro. No caigo en la cuenta de en dónde se estaciona y me pide apearme. Lo hago, metiendo las manos en mis bolsillos con tranquilidad, entrecerrando los ojos por el débil sol que se cuela entre las nubes, el viento quitando los risos oscuros y largos de mi rostro.
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Entramos en el enorme edificio y dos mujeres con delantales blancos nos reciben, una sonrisa pintada en la cara, les devuelvo el gesto. —Adela… ellas…—Álvaro se frena, sin saber cómo seguir—. Tenés que quedarte con ellas para que te chequeen… Lo miro muy fijamente, quedando sólo la sombra de mi antiguo estado de ánimo. Todo se va al carajo cuando leo las letras azules en el cartel colgado en la pared. Instituto Psiquiátrico. Gimo, como si hubiese recibido una cachetada en el mismo lugar donde tengo el moretón de su puñetazo. — ¿Álvaro?—pregunto, ambas mujeres se enganchan a mis dos brazos—. ¿Álvaro, qué estás haciendo? Él pánico se oye en mi voz, y mi garganta se cierra cuando él se da la vuelta y me deja, dándome la espalda. — ¡Álvaro!—lo llamo mientras ellas me llevan más adentro. Intento zafarme y correr, grito el nombre de mi hermano como una súplica desesperada. “¿Qué me estás haciendo?”, pregunta una voz derrotada en mi cabeza. Pataleo, lloro, y golpeo a las mujeres tanto, que necesitan refuerzos. — ¡NO!—aúllo, al ver venir a dos hombres vestidos igual que ellas—. ¡Déjenme! Tengo que ir a casa… ¡ÁLVARO! ¡Álvaroooo! Me atraganto con mis lágrimas y dejo de llamarlo porque ya no me queda voz, sólo un chillido ronco que destroza mi garganta. Después de largas semanas; en las cuales me mantuvieron esposada a una cama y completamente inmovilizada a causa de mis ataques de ira e intentos de escapar; sin derecho a visitas y sólo permitiéndome la miserable actividad de mirar el techo blanco impersonal de la habitación día tras día, me diagnosticaron Trastorno Bipolar de tipo I. Y hoy, se cumplen cinco largos meses desde que abandoné la medicación por falta de dinero para comprarla. La inestabilidad es la principal protagonista en mi vida. En todos los sentidos imaginables que puedan existir.
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4 Santiago De día pocas veces salgo del apartamento que comparto con Max. Generalmente descanso y recupero mis horas de sueño por las noches en vela o me meto en el bar a pasar el tiempo con el resto de los Leones. Y cuando el presidente no está, me encargo en su oficina de las cuentas y el papeleo legal… o ilegal. Y junto con Max somos los dos que nos llevamos mejor con las matemáticas. Hoy sería uno de mis días libres si no hubiese prometido pasar la tarde jugando a la niñera. No es que me moleste, sólo que… es raro. En mi época de chico normal mi vida era fácil y productiva en muchos sentidos. Había terminado la escuela con uno de los más altos promedios, y se podía ver un futuro brillante en la universidad. Y tenía una novia. Una dulce, hermosa y perfecta novia. Lucía Fuentes fue, sin dudas, mi primer amor. Nos conocíamos desde siempre porque nuestros padres eran socios de toda la vida. Comenzamos a salir de muy chicos, ella apenas llegaba a los catorce y yo ya tenía los dieciséis, pero todo era color de rosa entre nosotros y ya existían planes a largo plazo para nuestra relación. Hasta que descubrí el secreto sucio de nuestros padres y todo se desmoronó. Lucía no era verdaderamente la hija de Fuentes, sino la principal parte de un experimento macabro que él había estado llevando a cabo durante años. Con mi padre como cómplice directo. La chica no viviría más allá de sus dieciocho años, ellos lo decidieron así. Mi amor era demasiado grande para frenarlo como quiso hacer mi padre tantas veces, me resistí. Quise salvarla de ese cruel destino, pero me enviaron lejos para impedirme arruinar el proyecto. Terminé en el peor lugar que alguien podría imaginar. Me mantuvieron encerrado por más de dos malditos años, intentando doblegarme a través de torturas y situaciones inhumanas. Campo de creación, así lo llamaban. Allí creaban a los peores asesinos que pueden poblar la tierra. No hay dudas de que hicieron bien el trabajo conmigo.
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Los primeros meses me opuse, luché, lloriqueé y me derrumbé. Pero la semilla que me daba fortaleza seguía plantada en mi mente. Todo en lo que yo pensaba era Lucía, y en volver para sacarla del infierno. Después, cuando todo se volvió más negro y duro de soportar, no sólo fue ella mi fortaleza, sino que también mi deseo de venganza. Pude escapar y volver, aunque mi alma se encontraba irreversiblemente dañada y ya no era el mismo de antes. Me encontré con una chica rota, completamente devorada por el amor de otra persona. Ese sería mi hermano mayor: Lucas Giovanni. El bastardo, así lo llamé por casi toda mi vida porque fue producto de una relación ilícita que mi padre tuvo con una italiana, unos años antes de casarse con mi madre. Papá lo odiaba y, por ende, me hizo odiarlo también. Así que volver y enterarme de que él había tocado a mi novia no me sentó demasiado bien. Por un tiempo creí que la quería de vuelta, me convencí totalmente de que lo que necesitaba en mi vida era ella. Pero estaba muy equivocado. Lucía era la indicada para el chico que fui antaño, no para el hombre que soy ahora. Entonces la dejé ir, ella merecía otra vida. Y recuperó a Lucas, pasando a través de pesados obstáculos. Hoy en día, verlos juntos es muy raro. Sobre todo porque mi hermano era muy parecido a lo que yo soy. Oscuro, problemático, frío. Lucía lo cambió, ambos se fusionaron de una forma increíble, y no se puede negar que son el uno para el otro, en todos los sentidos imaginables. Hice las paces con la idea de ellos dos juntos, porque todavía le tengo cierto cariño a la chica de mirada dulce que amé en la adolescencia y porque él se ganó una alta estima de mi parte. Los dos sufrieron lo indecible para poder lograr la felicidad y me alegra que hayan podido seguir adelante. Ahora esperan su primer bebé. Esta mañana Lucas llamó para pedirme un favor. Tiene un trabajo imposible de posponer y necesita que alguien se quede con Lucía por un par de horas. Nunca, jamás la deja sola, después de todo, no se supera el miedo de manera total. No pude negarme, aunque hace meses que no veo a ninguno. Por más raro que se sienta, iré y velaré por ella porque sé que le sientan mal mis desapariciones y falta de contacto. Me quito el chaleco de cuero y me coloco un abrigo negro con capucha. Me dirijo a pie hasta la parada de taxis. Cada vez que alguno de los
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integrantes del clan va de visita a la casa de los Giovanni no debe mostrarse con la insignia de los Leones, ni las motocicletas. Nada de llamar la atención. Lucas y Lucía quieren una vida normal y la hermandad sólo es capaz de atraer problemas, vayamos a donde vayamos. El viaje de una hora es tranquilo, me mantengo fijo en la carretera con la mirada sombría. El taxista habla de vez en cuando pero sólo respondo con monosílabos y eso le hace entender que no soy de la clase habladora. Es decir, sólo entrego bocado si tengo algo interesante que decir, y justo ahora no hay nada en mi cabeza. Se me cruza, graciosamente, que quizás deba recitarle la forma en la que despedacé a esa serpiente la otra noche, pero se escandalizaría y yo tendría que matarlo para callarlo. Lo miro desde el asiento trasero con evaluación, podría empezar por desgarrar la piel de su calva, raspar hasta ver el hueso. Después procedería a arrancarle los ojos castaños que miran con desconfianza a través del espejo retrovisor. Niego dentro de mí. No mato personas inocentes. “Tal vez no es tan inocente como se lo ve”, aclara una voz tranquila en mi cabeza, “puede que sea violento en su casa y maltrate a su esposa, o un compañero abusivo en el trabajo… quizás hasta sea un psicópata igual que vos”. Hago una mueca de duda y le quito importancia. Las apariencias son engañadoras, uno nunca sabe lo que flota en la superficie de la mente de las personas. Incluso hasta de las más conocidas. Sin embargo, ahora mismo sé que el viejo me está juzgando por cómo me veo. Evaluando los tatuajes en los dorsos de mis manos y cuello, la ropa negra que me queda bastante suelta y mi rostro sombrío y calculador. Puede que se encuentre ahora mismo rezando en su interior para que no le robe o lo asesine y tire su cuerpo en un descampado. No me molesta que me juzguen aunque entiendo que para las personas normales sea injusto y molesto. Los pensamientos de la gente me tienen sin cuidado, será porque todo lo que cruza en sus cabezas cuando me ven sea, de cierta forma, cierto. Tiendo a sembrar los miedos más tenebrosos en el resto. Y eso, más allá de disgustarme, me conforta. Soy un asesino, un depredador. El hecho de que lo sea sólo en mi círculo y mate a gente detestable no cambia nada. Lo soy, lo disfruto, y no deseo ser mejor que esto. Me acepto a mí mismo y estoy conforme.
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Llegamos a la puerta de la casa y le pago al taxista, hasta le dejo que se quede con el cambio, y seguro como la mierda de que cuando me apeo suspira aliviado. Pobre tipo. Levanto la vista para encontrarme con una casita de barrio de clase media, con un jardín delantero cuidado y un maldito sofá hamaca en la galería. Cada vez que vengo me cuesta hacerme a la idea de que Lucas Giovanni, uno de los más temidos asesinos de sangre fría de aquel submundo, viva en este lugar y mantenga una familia a base de trabajo de construcción. La puerta se abre incluso mucho antes de que llegue a ella y una pequeña chica de cabello oscuro, ojos verde esmeralda y vientre abultado se me acerca con apuro y me abraza. Trato de no arrugar mi cara, no me gustan los abrazos. Se lo devuelvo de forma muy torpe, dando un par de palmaditas en su espalda. — ¡Viniste!—me dirige hacia adentro. Carajo, por dentro la casa es incluso más cálida. Hasta hay un par de fotos de la pareja encuadradas, pero se debe reconocer que la cara de Lucas no se ve muy simpática. De igual manera, creo junto a todos los que han conocido a estos dos antes, que Lucía ha obrado magia y envió al infierno al Giovanni escalofriante dejando a un hombre suave irreconocible, dispuesto a tener una vida normal. Al contrario de lo que pueda parecer, no lo culpo, creo que lo que él hizo es admirable. Y esta chica frente a mí no puede verse más feliz. Lucía me invita a sentarme en el sofá de la sala de estar, me acompaña un segundo después, mirándome muy fijamente con los ojos muy grandes. Me aclaro la garganta, siempre hace eso, hasta puedo ver cómo se altera su mente al querer compararme con el chico que fue su primer novio. — ¿Cuánto falta?—señalo con el mentón la panza redonda. Sonríe y se lleva las manos a la cima. —Un par de meses… Miro para todos lados. —Y ya saben qué es… Lucía no borra esa soñadora sonrisa de su cara. —Preferimos no saber hasta que salga… Me aclaro a garganta y me quedo mirando muy atentamente la redondez. Estudiándola. —Será varón…—suelto.
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Ella abre la boca asombrada y enseguida toma un almohadón y me lo lanza a la cabeza. Lo esquivo y pongo mi mejor cara de póker. —Ya lo sabes, no lo niegues… querés que sea una sorpresa para él, pero lo descubriste enseguida. Presiona los labios y abre los ojos muy grandes, tratando de verse lo más inocente posible. —No me hice ninguna prueba y el truco que estás usando es un viejo mito… Chasqueo la lengua. —Es un viejo método, no un mito… será varón… punto final—alzo una ceja con arrogancia. Nos quedamos los dos en silencio un buen rato, ella sigue viéndome con esa rara expresión, pero no dice nada. Sé que repasa la tinta de mi cuerpo muy atentamente. —Lucas podrá enseñarle a jugar al fútbol… o a usar la navaja… Enseguida sé que mi comentario es inapropiado, mucho antes de que Lucía detenga el aliento y empalidezca. Trago y me amaso el cabello. Carajo, yo no debería haber venido, no sé cómo hacer esto. —Eso no fue gracioso…—murmura ella. Asiento. —No era un puto chiste…—digo por lo bajo—. Sólo un comentario fuera de lugar… Asiente con la mirada triste. —Deberías venir más seguido, Santiago…—se atreve a decir—. Has olvidado cómo congeniar con la gente, estás hermético… sabes que en esta parte de la ciudad hay amigos también… Ya, no tengo ganas de escucharla decir esas cosas con esa voz temblorosa, lamentándose. — ¿Sabes? No todos queremos normalidad, Lucía… Estoy bien así como soy, no cambiaré… Traga saliva y concuerda con la cabeza y estoy seguro de que no volverá a hablar del tema. Ella tiene a Lucas, una vida llena de luz y felicidad, y me alegra. Pero este no es el lugar en el que quiero moverme. El timbre suena rompiendo el momento de tensión, sobresaltando a la chica y retumbando en las habitaciones. Justo cuando ella está a punto de levantarse para atender, le gano y le hago señas para que se quede.
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—Yo voy—me sonríe con gratitud. Camino por el pasillo hasta la puerta y la abro, sólo una rendija por si acaso. No es necesario, no hay amenaza alguna, entrecierro los ojos sabiendo lo que viene. — ¡SORPRESA!—grita la recién llegada con voz aguda. Una ola de cabello rubio casi alvino vuela hasta mí y me abraza para dejarme ir antes de que responda también. De inmediato vienen más chillidos desde el interior de la casa. Las dos mujeres se abrazan y lloran de emoción una en los brazos de la otra. “Ya estamos todos”, me digo. Y lucho con una leve sonrisa que intenta posarse en mis labios.
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5 Adela Me tomo mi tiempo para recorrer la ciudad que me vio crecer, rehuyendo la mirada de las personas que conocen mi historia. Nadie pasa desapercibido el encierro de alguien en el loquero, y mucho menos si es la hija de una de las familias más ricas de la zona. Seguro toman nota de mi estado deplorable, la ropa negra y sucia, que me queda demasiado grande, mi palidez, mi mirada perdida, el pelo cubriendo mi cara. El abrigo nuevo me ayuda, pero no tanto. Mi vaquero está tan desgastado que en cualquier momento va a rasgarse por todos lados, y ni hablar de mis zapatillas. Nunca fui una chica que pasa desapercibida, tanto por mi comportamiento escandaloso o por mi apariencia. Tengo los ojos turquesas, claros como espejos y el pelo oscuro con risos estirados y brillantes. Antes de la adolescencia escuché varias veces que podría llegar a tener un futuro grandioso como modelo. No les escupí en la cara porque intentaba mantenerme a raya. Ahora mismo, nada en mí está cerca de ser una modelo de pasarelas. Mi cuerpo perdió toda curva existente antes, mi palidez más que atractiva parece enfermiza y las ojeras violetas bajos los ojos les quitan todo el encanto. Pero me sostengo a mí misma, mi apariencia nunca me importó. Y ahora tengo cosas mucho más importantes en mi cabeza. Vuelvo porque voy a exigir respuestas, también recuperar el lugar que me pertenece y hacer uso de mi dinero. Para estar mejor. Álvaro no va a ganar esta vez, claro que no. He estado todos estos años reprimida por él, bajo su ala de desprotección. Ya soy una adulta, tengo los mismos derechos que él. Llego al barrio de alta seguridad y camino las calles ocupada en llegar lo más rápido posible a la casona. Cuando la veo me embebo con la imagen, tan hermosa y elegante como la recuerdo. Hasta me dan ganas de llorar, hace más de dos años que no estoy cerca. Cuando al fin pude irme de la institución mental, Álvaro me envió a terminar la escuela en un internado, fui sin rechistar completamente
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bloqueada por mis medicamentos. Luego terminé en la universidad, y poco a poco él dejó de ayudarme económicamente, tuve que abandonar las clases y trabajar. Y así es como llego hasta acá. Observo por largo rato las rejas blancas y busco en mis bolsillos la llave. Obviamente, como esperaba, ya no se abre de esta forma sino con una tarjeta de bloqueo que, claramente no tengo. Trago saliva, intentando no ponerme a patear cosas y llamar la atención de la seguridad en la garita. Toco timbre. Una mujer atiende, su voz es tranquila y de bajo tono. Le explico que soy Adela y ella, de inmediato me deja entrar, abriendo las rejas desde adentro. Camino, intentando no correr desesperada cuando se abre la puerta y no es Clarita la que está esperándome, sino una chica joven. Está vestida con un vestido blanco precioso de encaje y unos pendientes brillantes de oro. Luce espectacular, pero enseguida encuentro sus ojos y opino lo contrario. Ella me sonríe dulce, pero su mirada está rota, insensible. —Bienvenida, Adela—me abraza, ni siquiera ha mirado con atención la forma en la que estoy vestida—. Tu hermano va a ponerse muy contento con esta sorpresa. “Mentirosa”, grito por dentro. No digo nada, sólo asiento y le doy una dudosa sonrisa. — ¿Él no está en casa?—pregunto. Niega. —Negocios, pero no tardará en llegar… Por lo visto, mi hermano se ha casado y unido fuerzas a otra familia poderosa, los Abbal. Francesca es la hija pequeña de la rica familia, la recuerdo un poco del pasado. Le doy cerca de unos veintiséis años, es esbelta, rellena en los lugares correctos, su pelo castaño oscuro ondulado está brillante y lo lleva suelto por la espalda y sus ojos almendrados transmiten demasiada amabilidad. Ella es paz, y no entiendo qué hace con mi hermano. —Me sentí muy triste cuando Álvaro dijo que no podrías venir a la boda…—lo dice tan sinceramente que me descoloca. Hace tiempo que la gente no es amable conmigo. Sí, supongo que no fui invitada oficialmente a casamiento de mi hermano. No me ofende ni tampoco sorprende el hecho de que no me haya tomado en cuenta. Estoy acostumbrada a sus desaires.
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—En realidad, no sabía que se había casado… No me invitó… La boca de ella se abre formando una O perfecta, está alarmada por esa información. —Yo… yo no sé qué decir… de verdad estabas en la lista de invitados, me encargué yo misma de mandar las invitaciones…—sus ojos se espesan. Antes de que demuestre más lamento y me mire con lástima, le aprieto el hombro y me excuso. Le pregunto si puedo subir a mi habitación a darme un baño y cambiarme, y ella me mira como si no entendiera lo que le estoy pidiendo. Sí, supongo que no necesito pedir permiso. Al menos no a ella. Sin dudar entro en la gigante sala de estar para subir las escaleras, pero me quedo helada al cruzarme con un niño moviéndose por allí en un andador. Lo miro fijamente, entendiendo, a través de sus ojos turquesas que es el hijo de Álvaro y Francesca. No debe tener más de un año. El niño se frena y se me queda mirando, sin poner reparos en sonreírme después con esa inocencia tan característica de los bebés. Le devuelvo la sonrisa sin saber qué hacer. Francesca aparece a mi espalda y lo recoge, se acerca con él para presentármelo. —Él es tu sobrino, Abel—lo acerca tanto a mí que quiero quitarme de un tirón y salir corriendo. El bebé levanta una manito hacia mí con admiración, con cuidado se la tomo y la beso, sintiéndome nerviosa. Sin decir una palabra más me marcho, subiendo las escaleras y entrando en la que era mi habitación. Para mi sorpresa, sigue igual que siempre, con todas mis pertenencias dentro. Me alivia saberlo, porque quiero tirar a la basura esta ropa que llevo puesta. El baño me sienta de maravilla, le devuelve color a mis mejillas y mi piel se siente bien otra vez. Después de acostarme con el tipo rico, él se fue dejándome sola por el resto de la noche en el cuarto ya pago. Corrí a bañarme de nuevo y me pasé bajo la ducha cerca de una hora, fregando una y otra vez mi cuerpo para quitar cualquier sensación que él dejó en mí. Su olor, su roce y respiración. Todo.
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Me sentí sucia. Todavía me siento sucia, pero voy tomándolo mejor y viviendo con ello. Dentro de un tiempo será sólo un recuerdo desagradable y nada más. Me visto con mis ropas de antes, encontrando los colores más oscuros del closet. Después sólo me tiro sobre mi cama y pienso por un rato, entonces el cansancio hace mella en mí y termino durmiéndome. *** Francesca golpea mi puerta muy despacio dos horas después, avisándome que mi hermano ya está en la casa y se ha encerrado en su despacho. Intento ponerme presentable, peinando mi pelo y lavando los restos de sueño de mi cara. No es por él, es sólo que no quiero verme mal delante suyo y mostrar algún signo de debilidad. Salgo para sonreírle a mi cuñada y darle las gracias, me lleva debajo de nuevo y vamos más allá de la sala de estar, hasta una solitaria puerta de madera tallada en el rincón. Después, discretamente ella me deja y golpeo. No espero la orden de entrada, sólo paso y me planto delante del escritorio. Álvaro se ve muy bien en sus treinta y cinco años, apenas un salpicado de canas en sus sienes y unas arruguitas alrededor de sus ojos. Siempre fue un hombre atractivo y elegante, las mujeres nunca lo pasaban desapercibido. Al cabo de un momento leyendo unos papeles él alza sus ojos iguales a los míos y me ve. Su reacción me hace saltar sobre mis pies. Se levanta de golpe, sorprendido pero enseguida furioso, se apresura para ponerle la traba a la puerta, dejándome encerrada con él. Procuro que eso no afecte mis nervios. — ¿Qué haces acá?—escupe. Ignorando su pobre bienvenida me siento en el sofá de visitante. — ¿Qué hago acá? Esta es mi maldita casa también, hermano—hablo, llena de veneno—. Y te dejé bien claro que me presentaría si me seguías ignorando. Aprieta la mandíbula con rabia. —No te quiero acá, Adela—me apuñala. Trago y aprieto mis dientes haciéndolos chasquear. — ¿Por qué? Este es mi lugar, también. Se agacha para estar a mi nivel y susurra.
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—Porque no quiero a una loca viviendo con mi familia— enganchamos nuestras miradas—. Ahora sí tengo una familia, no voy a dejar que la arruines… tendrás que vivir en otro lugar. Mi nariz pica, pero pestañeo varias veces y esa sensación de reciente llanto se hunde muy al fondo. A cambio, sostengo su atención, entorno mis párpados logrando parecer desafectada. —Entonces dame el dinero que me pertenece… Me iré… Se estira sobre su estatura y, poniéndose las manos en los bolsillos, vuelve despreocupado a su silla, detrás del escritorio. Sus ojos letales, pegados en mí. —Tengo entendido que faltan cerca de dos años para que cumplas los veintiuno, ¿estoy equivocado? No corro mi observación de él. Mi corazón late muy fuerte, retumbando en mis oídos. —Aun así tenés que pasarme una manutención… Me has descuidado todo este tiempo, habíamos llegado a un acuerdo de que pagarías la universidad hasta que terminara… he estado muriendo de hambre, Álvaro. Levanta las manos al cielo. —Ese no es mi problema… Adela, trabaja… gana dinero, te hace falta endurecerte un poco, dejar de ser una niña rica. Mierda, voy a matarlo. Si sigue diciendo esas idioteces voy a clavar ese pincha papeles que estoy viendo sobre el escritorio justo ahora en su garganta. —Te dije que conseguí algunos trabajos, pero… —Los perdiste a todos, ¿no, Adela? No respondo, quiere hacerme perder el control. —Los perdiste porque abandonaste la medicación… Hermana no podés ser tan irresponsable, sabes lo peligroso que es dejarla de lado… — ¡Tuve que dejarla porque no me enviabas dinero, tarado!—me levanto de un golpe y le grito—. He vendido todas las pertenencias que había en el apartamento para poder comprarlas, aun si me estaba muriendo de hambre, me preocupaba… Llegó un momento en el que tenía que elegir entre la comida o las pastillas, y mi estómago ganó la batalla. —Te envié dinero, Adela… deja de mentirme en la cara, ¿qué hiciste con él? ¿Compraste drogas, te emborrachaste, saliste de fiesta?
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Resoplo, muy cerca del final de mi control. — ¿Cuándo lo enviaste? ¿Hace medio año atrás? Me mira muy fijamente, como colándose en mi cabeza, y a continuación esboza una media sonrisa arrogante que me hiela la sangre. —Hace unos días, hermana—esto parece divertido para él— ¿No lo recibiste? Niego, cerrando los ojos frustrada. Se burla de mí, me marea con sus diabólicas intenciones. Siento como si quisiera volver a encerrarme en el loquero. Un par de golpes resuenan en la puerta y él se levanta a destrabar y abrir. Yo vuelvo a poner mi culo en el sillón, sintiéndome acabada. — ¡Manuel!—recibe al recién llegado con energía, escucho que lo abraza—. Carajo, hermano, hace tiempo no te pasabas por acá. No levanto la vista porque no quiero verme como una asesina a punto de apuñalar a ese bastardo hijo de puta. Siento que no puedo refrenar mis impulsos. — ¿Adela?—me llama, lo miro de reojo—. Te presento a mi mejor amigo, Manuel. Me pongo de pie y al fin llevo mi atención al tipo para no ser una maleducada. Sin embargo, lo único que quiero al reconocerlo es salir corriendo y esconderme en un agujero para no salir jamás. Me estremezco y siento náuseas. —Pero creo que ya lo conoces, fue él a quien envié para darte el dinero. Álvaro parece a punto de estallar en risas, completamente encantado con mi expresión de tristeza, resignación y eterno bochorno. Manuel, a su vez, me mira de arriba abajo y estoy segura de que está recordando la noche del hotel. Yo, en cambio, lloro por dentro y deseo morirme.
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6 Santiago Me despierto a la tardecita y me ducho para ir un rato al bar. Aunque sé que será una pérdida de noche. No es ni cerca de las nueve y Max ya está borracho, el maldito infeliz. Odio los excesos, las adicciones. El alcohol me pone de un humor de mil carajos. Ni hablar de otras sustancias. Y lo primero que hago en el día es venir a encontrarme con la mitad de estos idiotas puestos hasta el último gramo de sus miserables culos. Sus hígados no aguantaran mucho si siguen haciendo esto noche tras noche. Me siento de mala gana en una de las mesas y los observo tambalearse alrededor de una mesa de billar. Pedazos de mierdas. León se acerca sonriente, como siempre. ¿Ese tipo quiere verse duro o inofensivo? Que se decida, porque esa barba trenzada y esos cueros parecen un ridículo disfraz de Halloween si los acompaña con esa expresión de angelito en sus ojos azules. De igual modo, él me cae bien. Viene a acompañarme, y agradezco que no esté tomado como los demás. —Acertaste…—es lo primero que dice. Lo miro y alzo las cejas sin entender a qué se refiere. —Las Serpientes mataron al infiltrado, no les servía de nada el pobre… Lo destrozaste… —En pedacitos—agrego. Flexiono mis dedos, la verdad, es que necesito que me traigan otra lacra para descargarme. Me hace falta ver salir sangre y destrozar huesos, a pesar de que no me gusten las adicciones, esa sed de derramamiento es la mía. Sin duda. —Me hubiese gustado ver las caras de las malditas cuando abrieron la bolsa de supermercado que él desgraciado llevaba en regazo como regalo— suelta una carcajada estallando en todo el lugar, sobrepasando la música. En la bolsa estaban todas las partes del rompecabezas que desarmé. — ¿Necesitas otro, Máquina?—él lee mi expresión. —Como la mierda que sí…—ronroneo casi inaudible.
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Se encoje de hombros, lamentándose. —No hay nada por ahora, hay paz alrededor—me mira fijamente e inclina la cabeza hacia un lado, entrecerrando los párpados—. Podrías probar con alguna de esas, ya sabes… un descargo… buen sexo. Pestañeo una vez y dirijo la mirada a las minas que se amontonan en la barra, barriendo el lugar con mirada de perras en celo. Seh, las probé a todas, ninguna tiene nada que me llame verdaderamente la atención. Podría repetir, sin dudas, una de las morenas no para de seguirme a todos lados. Lo que no me gusta de las mujeres es que se apegan con facilidad, les das una noche y después pretenden tener todas las que siguen también. Hubo un tiempo en el que le di todo a una sola mujer, pero como dije ya varias veces, no soy el mismo y no estoy dispuesto a dar más de una sola noche. A menos que la chica tenga algo que me llame la atención lo suficiente como para quedarme un poco más. Pero, de seguro, sostener mi mirada ahora es bastante imposible. —Hay una nueva… detrás de la barra… La busco, veo a una rubia de pelo corto alzarse y tratar de servir unos tragos que tres de los Leones le están pidiendo. Entrecierro los ojos, cuando ella se fija en mí. — ¿La contrataste? León niega. —Sabes que acá, cualquiera entra y se sirve…—voy a replicar y chasquea los dientes—. Sí, sé que es desorganizado, ya pondré a alguien que se encargue de eso… pero ninguna gata busca hombres… nada de eso… Despelotan el lugar, los hombres no piensan bien cuando hay chicas como estas atendiendo en lugar. —Éstos no piensan bien cuando ven a cualquier chica…—le corrijo, mientras me levanto y camino directo a la barra. No quito los ojos de la rubia a medida que avanzo, ella alterna los ojos entre la bebida que prepara y yo. Como un puto robot me acerco. — ¿Qué te preparo?—pone pico de pato. Niego, intentando arduamente de no poner mis ojos en blanco. —Puerta trasera. Pestañea unas cuántas veces hasta que le entra la información debidamente en la cabeza. No la espero, me doy la vuelta y salgo. Si va a usar la boca para algo, que sea algo bueno. Al rato ella se me une y me apoyo
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contra la pared. Se cruza de brazos, lleva un top tan minúsculo que no sería raro que se congele en su lugar como una estatua de hielo. Mientras tiembla, espera. Sin sacar mi escrutinio de su cara llevo mis manos al botón del vaquero y lo desabrocho, bajando después el cierre. Veo el brillo en sus ojos cuando me ve hacerlo, se encuentra dispuesta a todo, sea lo que sea que le pida. —Arrodíllate y chúpalo—ordeno. Y ella hace exactamente eso. No se asusta cuando ve el apadravya cruzando a través del glande, de hecho va primero hacia él, alargando la lengua. Permanezco impasible mientras lo hace, no necesito decirle de qué manera quiero que avance, ella parece saberlo bien. Tampoco sube los ojos a los míos, en ningún momento. Se mantiene abajo, compenetrada en lo que está haciendo. Supongo que ha tenido unas charlas con el grupo de las otras minas. No soy exigente pero tampoco fácil. No me gusta que me miren y profundicen en mis pupilas. No me involucro más allá. Me interna más adentro hasta que me siento enterrado en su garganta, el piercing le rosa la campanilla y se atraganta, aunque eso no la afecta en nada. Sigue, nunca se detiene, se ve muy ansiosa por hacerme llegar a la cima. Por un momento se siente desconcertada, porque de mi parte no se oye nada, ni siquiera una respiración acelerada. Eso la vuelve insegura y quiere verme, entierro mis dedos en su pelo y la fuerzo a no levantar el rostro. Lo entiende, y reanuda. Estoy excitado, y me gusta lo que hace, sin embargo, siempre me veo incapacitado para demostrarlo del todo. Cierro los ojos con la oleada de electricidad que viene después, dejo salir un único gruñido y no la dejo retirarse. Ella va a tragárselo, y después limpiarlo todo con la lengua. Cuando terminamos, la mujer sólo se pone de pie y me echa un último vistazo con expresión rara en los ojos antes de irse de nuevo adentro. Agradezco que no hablara, todas parecen querer entablar conversación después de la acción. Pongo los pantalones de nuevo en su lugar y los aseguro. Después camino sin prisa hasta mi Harley en el patio delantero y dejo atrás el bar por un rato. Es hora del paseo.
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7 Adela No me toma ni dos segundos salir por la puerta del despacho y escurrirme fuera de la casa, dejando atrás las rejas blancas. Realmente no quiero derrumbarme, necesito mantenerme en mis cabales. Corro desesperada lo más lejos posible de ese lugar lleno de víboras. Mi hermano me tendió una cruel trampa, hizo que me prostituyera con su amigo, para conseguir dinero. Un dinero que iba dirigido a mí y que de todas formas era mío. Oh, Dios. Siento muchas ganas de vomitar. La noche me rodea, siendo testigo de mi próximo ataque. Trago, trago y trago porque no voy a dejar que las lágrimas salgan. Nunca me permito llorar porque una vez que se comienza, no se puede parar. He pasado a través de muchas cosas y no he soltado ni una sola gota. Ni una. Mi hermano me abandonó por meses interminables en un loquero, dejó que me amarraran a una cama y me rodearan de desconocidos. No dejó que nadie me visitara y ni siquiera él mismo lo hizo. Después no dejó que volviera a casa, sólo saqué un pie de una cárcel para entrar inmediatamente en otra, una vez más sola y con gente ajena a mí que sabía sobre mi enfermedad y me trató como si fuera una leprosa. La universidad fue un poco mejor, pero sólo por un año hasta que todo empezó a desmoronarse. Álvaro dejó de enviar dinero un poco menos cada vez, y de pronto ya no alcanzó para nada. Yo no soy una derrochadora, no me interesan las cosas caras. Sólo alquilaba un apartamento mono ambiente en una zona, más o menos, segura. Me vestía con baratas imitaciones de marcas, y comía alimentos que entraran en mi presupuesto, nada de darme lujos, como por ejemplo pedir asqueroso sushi. Lavaba mi ropa todas las semanas en un lavadero con descuentos para estudiantes, a unas cuadras de casa. Nunca hice una vida de niña rica, nunca. Y no me importaba hacerla, sólo me bastaba con que me alcanzara. Y sé que podría haberme quejado para que la mensualidad fuera más abultada, porque mi hermano tenía el dinero para enviarme.
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¡Somos unos malditos millonarios! Jamás debería haberme retorcido en el suelo con fuertes retorcijones de hambre. Jamás debería haberle pedido monedas a alguien para poder llamar a casa. Y… nunca debería haberme acostado por dinero que, incluso, ya era mío. Camino agitada directo al lugar que siempre estuvo ahí para que me detuviera a pensar y tranquilizarme. El puente es una de las atracciones que tiene la ciudad por su diseño. Es hermoso, y el ruido del agua corriendo debajo me llena de paz y me adormece por dentro. Trato de olvidarme lo que acaba de pasar, cerrar los ojos y sentirlo, después de dos años que no me acerco. “¿Qué vas a hacer ahora, Adela? Estás en la ruina, sola, no hay nadie que pueda ayudarte”. Hago una mueca y aprieto mis pestañas con fuerza, esa clase de pensamientos pesimistas intentan hundirme en mis momentos más contradictorios y difíciles. Trato de apagar la voz, ahogarla para que jamás intente arrastrarme por el mal camino de nuevo. “Hay una solución”, aclaro en mi cabeza, “siempre hay opciones”. Respiro lentamente, llenando mis pulmones y vaciándolos muy despacio. Tomando el control. “¿Qué opciones, niña? ¿Prostituirte otra vez?” Niego y me cubro el rostro con vergüenza y suciedad al recordar la forma en la que Manuel me observaba. No fue realmente mala la noche en el hotel, fue un sexo normal y lo disfruté de a momentos, sólo cuando lograba esconder de mí misma el hecho de que estaba haciéndolo con un desconocido sólo por plata. Por desesperación. —Tengo que conseguir un abogado—suspiro a la noche. Es lo que debo hacer, lo que tendría que haber hecho antes. Asesorarme, obtener ayuda de alguien que sepa. Mi hermano tiene que cederme mi parte. Tengo que obligarlo a ello, de alguna forma. “¿Dónde? ¿En esta ciudad? Sos más inteligente que eso, chica…” gruño para mí misma con derrota. Álvaro se mueve en los lugares correctos, tiene los amigos más influyentes de la zona, y seguramente del país. ¿De dónde sacaré un abogado dispuesto a ayudarme? Nadie querrá ponerse en contra de alguien tan poderoso y rico. Álvaro es capaz de comprar a cualquiera con dinero. Incluso a mí misma. Me obligó, indirectamente, a venderme por una puta limosna.
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Me acerco al borde, soy atacada por una ola de frío que me golpea en la cara y el pecho, tiemblo. Otra vez estoy en la intemperie si ningún abrigo, sólo una camiseta. Me abrazo a mí misma, intento buscar la respuesta a mis problemas. “Lanzarte del puente sería una buena solución”. Aprieto los dientes, tengo que parar esos pensamientos destructivos. No debo dejar que me convenzan de lo erróneo. Ya pasé por esto antes, y pude contra ellos. Es una batalla constante, entre elegir la peor opción ante cualquier sufrimiento. —Necesito la medicación…—murmuro al agua negra corriendo abajo—. Y tiene que ser ya… Paso las piernas por las barandas y me balanceo, un resbalón sería el fin. Pero no es mi intención hacerlo, nada es más lejos de la realidad. Siempre me gustó sentirme en peligro, notar cómo el pulso se me altera y la presión retuerce mis nervios. Saber que con sólo una falla todo se iría a la mierda. Otro soplo de aire helado hace bailar mi pelo en la noche, brilla a través de las luces que rodean el puente. Sigo balanceándome adelante y atrás, aspirando, agarrotando mi garganta. Suelto una nube de aliento frente a mi cara. Y sin querer, casi sin darme cuenta, una lágrima cae por el rabillo de mi ojo derecho. Me quedo muy quieta, enojada con ella. Pero entonces vienen más, sin parar, y con estas se me escapa un cortante sollozo. —No…—trago e intento mantenerlo dentro—. No… no. Pero el cuerpo no me responde, porque él sabe muy bien cuándo ya no se puede retener nada más dentro. Simplemente explota cuando no hay más lugar. Siempre hay una gota que rebalsa el vaso. Las lágrimas me molestan, mojan mi cara y junto con el viento me hacen sentir como si mis mejillas se estuvieran escarchando. Tampoco me dejan ver abajo, a la negrura helada. Intento limpiarme, quitando una mano de la baranda, y es en ese momento que me resbalo y el aire abandona de un golpe seco mis pulmones. No grito, todo pasa tan rápido que me sorprende, ahora sólo estoy sujeta con una sola mano y se está aflojando, quedándose sin fuerzas. “Quizás la voz pesimista tenía razón, es posible que cayendo todo se termine.” Me muerdo el labio manteniendo el ímpetu para seguir aferrada. “Suéltate, Adela. Todo será mucho mejor si lo haces”, voy a negarle en voz alta, gritarle que se calle y me deje en paz, pero una mano ajena aparece ante
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mis ojos y se engancha a mi brazo. Soy levantada y lanzada al suelo como si sólo fuera una insignificante muñeca de trapo. Tomo aire sintiéndome extraña, mis latidos sonando muy fuertes en mis oídos. No tengo tiempo a recuperarme del todo, porque el extraño cae sobre mí y engancha ambas manos alrededor de mi cuello. Mi nuca chasquea contra el asfalto y mis conductos de oxígeno se obstruyen. — ¿Querés morir?—habla una voz plana, con un leve tono ronco. Obviamente no puedo responder y con mi desesperación clavo mis uñas en sus muñecas para que me suelte. Está a horcajadas sobre mí, impidiendo que pueda patearlo y defenderme, lo único que tengo son mis manos y están tan entumecidas que no consigo zafarme. Su enganche es como acero. Subo mis ojos nublados a su rostro, lleva una capucha negra, sólo puedo ver una mandíbula fuerte y los labios afinados en una línea recta por el efecto de sus dientes apretados. Le ruego con la mirada que me deje ir, intento gritar y él aprieta más. Puedo sentir la manera en la que mi rostro de calienta, volviéndose rojo. Mi vista comienza a nublarse cada vez más y en mis oídos se mezclan los sonidos de mis bocanadas y los latidos tronantes de mi corazón a punto de colapsar. Gracias a una de las luces y el cambio de ángulo en su posición puedo distinguir sus ojos en penumbras. No sé de qué color son, sólo demuestran un brillo con furia desmedida. En ese momento lo sé. Él va a matarme. Y no estoy dispuesta a que le sea demasiado fácil. Con el último vestigio de energía que me queda, desentierro mis uñas de su piel y estiro mi brazo, rasguñando en un único latigazo su mejilla izquierda. Noto enseguida cómo su sangre se cuela en mis uñas, al igual que en su muñeca. Al contrario de lo que suponía, él tipo no se detiene ni afloja su agarre. —Si querés morir, yo puedo ayudar—carraspea y me sacude, haciendo resonar mis huesos. Empiezo a notar una pesadez en el medio del pecho y caigo en la cuenta de que estoy a punto de quedarme inconsciente. Mis ojos tironean para dar la vuelta hacia atrás, y esa parece ser la milagrosa señal que obliga al extraño a frenar. Me suelta violentamente y se pone de pie a mi lado, sin dejar de fulminarme con esos ojos insensibles.
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Toso, toso y toso, como si fuera a terminar expulsando mi faringe por la boca. No me puedo mover, estoy allí a sus pies convulsionando, intentando hacer llegar el aire a mis pulmones por mis apretados conductos, lágrimas se despiden de mis párpados, hasta permitirme ver un poco mejor. El tipo sólo me observa fijamente por unos interminables minutos, como si estuviera esperando a que yo me recupere. “Enfermo”, aúllo en mi cabeza, si pudiera hablar se lo escupiría a la cara sin importar qué tan demente se vea él. En el instante en que mi respiración se acompasa da unos pasos hacia atrás, luego toma media vuelta para irse. —Es-espera—le murmuro como puedo, sin embargo me ignora. Me quedo viendo, allí en el suelo, mientras se marcha como si nada hubiese pasado. Una nube espesa comienza a crecer a mi alrededor, engulléndome, y lo último que veo antes de desmayarme es su espalda oscura borroneándose.
Santiago Acabé dejando mi moto a un lado del camino y avancé a pie directo al puente. La mayoría de las veces terminaba por estas zonas, sobre todo porque estaba alejada de la ciudad y uno no se encontraba gente dando vueltas por la noche. Pero hoy fue la excepción. No hice más que subir la elevada loma del camino de piedra que la vi, balanceándose adelante y atrás al otro lado de la baranda. Mi primera reacción fue quedarme muy quieto, apenas respirando, tratando de entender qué era lo que ella tenía en mente. Podía ver desde allí la manera en la que su pelo oscuro con ondas suaves danzaba con el viento, las luces del puente lo hacían brillar. La escuché sollozar y no me perdí el momento en el que su pie se resbaló de la gruesa baranda y ella desapareció de mi vista. Mi segunda y peor reacción vino después, cuando la imagen de la sombría chica se esfumó y pude pensar con claridad otra vez. Avancé enfurecido hacia ella, que todavía se aferraba para no caer. No podía detener mi ira, las ganas irrefrenables de lastimarla porque estaba menospreciando su propia vida. Ningún problema es lo
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suficientemente malo como para llevar a alguien a cometer este acto de miserable cobardía. Lo vi todo rojo, me paré en su lugar y con una mano la elevé tomándola del brazo, lanzándola luego contra el asfalto sin ninguna consideración. No me importó que esos enormes ojos espejados me vieran con extravío y miedo. No dudé en abatir sobre ella y apretar muy fuerte el cuello pálido de cisne que sostenía una cabeza tan inestable que la llevaba a balancearse al borde de la muerte por nada. Si deseaba morir, entonces que me diera el placer de hacerlo por ella. No me importó que sepultara tan hondo sus uñas en la piel de mis muñecas, porque no sentí absolutamente nada. Estaba bloqueado, completamente empecinado en sujetar de manera correcta mis dedos. De dejar tan secos sus pulmones hasta que ya no funcionaran más. Pero ella, aún desesperada por quitarme de encima y sin tener apenas fuerza, se las arregló para luchar. Levantó un brazo tan rápido y araño justo en medio de mi mejilla, tan profundo que sentí cómo las gotas de sangre descendían de las heridas. De alguna forma, eso me hizo replantearme todo y al notar que ya estaba a punto de caer en el pozo, la solté y salté lejos de ella como si quemara. Me quedé viéndola revolcarse y boquear en busca de aire. Tosió hasta que su garganta sonó casi como si fuera a dejar salir sus tripas afuera. El color, poco a poco, fue volviendo en su semblante y me sorprendió el repente pensamiento de que se veía bastante atractiva con ese rubor en las mejillas y la nariz a causa del frío. Fruncí el ceño ante eso, porque fue inesperado y muy fuera de lugar. Me apresuré a darme la vuelta y salir de su vista, lo mejor que podía hacer era dejarla sola. De algún modo, evidentemente me detuve. Ahora mismo me encuentro agachado junto a su flaco cuerpo inconsciente despatarrado en el asfalto. Creí, cuando escuché que se había desmayado, que de verdad estaba muerta. Pero ahora la oigo respirar, débil, pero viva. Me sorprende creer que si la chica no hubiera sobrevivido a mi ataque, estaría sintiendo remordimientos justo ahora. Sobre todo, porque yo no asesino inocentes y ella, a pesar de que desencajó toda mi mierda por querer suicidarse, es una inocente.
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Distingo una constante agitación de su cuerpo acompañado por un castañeo de dientes. Entonces caigo en la cuenta de cómo va vestida y aprieto los dientes con enojo. —Como la mierda que querías morir hoy—suspiro de mal humor. Quito mi chaleco y lo dejo a un lado mientras saco mi abrigo con capucha por encima de mi cabeza. Maniobro el liviano cuerpo con cuidado, intentando no golpearla más de lo que ya está, le coloco el buzo. Después el chaleco de cuero vuelve a estar en su lugar. Me pongo de pie enseguida cuando la oigo suspirar, a punto de despertarse, me alejo apresuradamente para que no me encuentre cerca al abrir los ojos. Ya hice lo que pude, fui en contra de todos mis oscuros instintos esta noche, no puedo hacer nada más que dejarla y que vuelva a casa como pueda. O, tal vez, se lance de una vez por el maldito puente.
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8 Adela Abro los ojos y siento como si mi cuerpo hubiese muerto, me duele cada centímetro de músculo y hueso. Me siento como puedo en el asfalto e intento ponerme de pie con mucho esfuerzo. Me tambaleo un momento hasta que la estabilidad llega. Me abrazo a mí misma temblando y me encuentro con que llevo puesto algo mucho más grueso que mi fina camiseta, me miro a mí misma sin poder creerlo. ¿De verdad intentó estrangularme y después me cubrió con su abrigo? ¿Quién haría algo así? Un loco, evidentemente. ¿Qué debo hacer? ¿Darle las gracias? Trago y gimo con dolor, mi garganta estrujada y maltratada apenas responde. Duele demasiado, incluso respirar se hace difícil. Agitándome, tensa como una vara, decido volver a la casona a buscar algunas de mis cosas. En el camino me acurruco más en el gigante buzo y no puedo evitar olerlo, voy rodeada con el aroma del demente y me pateo mentalmente por creer que es adictivo. Como una mezcla de bosque, colonia suave y frío. Le pega al extraño totalmente. A medida que avanzo voy pensando en todo lo que pasó en el puente, la manera en la que él cayó sobre mí y aferro mi fino cuello entre sus dos manos. Los ojos brillantes con determinación que me hicieron pensar que me mataría, realmente. ¿Qué fue lo que le hizo parar? O, ¿verdaderamente tenía en mente matarme? Frunzo el ceño, descolocada. Creo que quiso mostrarme un punto. Intentó hacerme entender que yo no quería morir hoy, no esta noche. Luché contra él, me aterró la idea de que me quitara la vida. Yo… no quise suicidarme, claro que no. “Deja de engañarte, niña. Lo quisiste, muy en el fondo deseaste soltarte de la baranda y terminar con todo”. Me estremezco, y se me llena de humedad la vista. No quiero reconocerlo, no, pero he tocado fondo una vez más. He vuelto a ser débil y he deseado, sólo por un par de segundos que si me moría todo mejoraría. Todo. Sin embargo, eso significaría perder todas mis batallas.
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Con mi enfermedad mental, con mi hermano, con mi vida. Todas esas guerras tienen que ser libradas, y sólo yo soy la responsable de hacerlo. Así que, ¿tengo que agradecerle a ese extraño por detenerme y hacerme entender que la muerte no es una solución? “Mierda, te quejas de su locura, y vos estás peor que él. ¿Acaso no te viste el cuello?” En realidad no lo vi, pero noto el dolor y sé que cuando lo haga quedaré horrorizada, seguramente por las resaltantes marcas moradas que quedaron. De todos modos, igual siento como si le debiera algo. Rodeo las rejas de la casona hasta encontrar la entrada, sabiendo que, de nuevo, tendré que tocar el timbre. Eso me hace sentir tan agotada que me dan ganas de tirarme al suelo, hacerme un ovillo y dormir por años. Aprieto el botón y enseguida Francesca me deleita con su suave voz, temblorosamente le pido entrar, sólo para tomar mis cosas, aclaro. Voy a darle el gusto a mi hermano, una vez más, no por él sino por su familia. Si hay algo en lo que lleva razón es en que yo no puedo convivir con ellos, al menos no mientras siga sin mi medicación. La puerta de la casa se abre de golpe y distingo, bajo las luces elegantes de la calzada, cómo mi hermano se acerca hecho una furia hacia donde estoy. Le grita a Francesca que se quede dentro de la casa y la amenaza diciendo que, si se asoma sólo un poco, lo pagará caro. La forma en la que le habla me pone los pelos de punta, y me hace entender lo abusivo que debe de ser con ella. Ojalá pudiera ayudarle de alguna forma, obligarla a salir de allí. Nadie más que yo entiende la situación como realmente es. No me alejo ni un mínimo paso de él, ni siquiera cuando abre las rejas y arremete contra mí, empujándome lejos. Gimo dolorida y toso intentando hablar. —Sólo vengo a buscar mis cosas, voy a irme, lo juro—carraspeo, apenas puedo pronunciarlas con tono decidido. Me mira con el rostro desencajado de rabia. —Vas a desaparecer Adela, ya te dije que no te quiero cerca de esta casa… Tomo un respiro y mi pecho truena horriblemente. Asiento. Pero algo punza en mi cabeza y, sin filtro alguno, sale por mi boca como lava derramándose hacia él. —No me querés cerca porque estoy loca, eso lo tengo claro… Lo entiendo… Pero… ¿qué pasa con vos? Está claro que sos peor amenaza que
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yo para tu familia—arma puños a sus lados y da un paso hacia mí, eso no me detiene—. ¿Cuántas veces la golpeaste, Álvaro? ¿Empezaste antes o después de la boda? No, seguramente ella se casó enamorada de tu atractiva y repulsiva máscara… y después descubrió el monstruo que puede llegar a ser el verdadero Álvaro Echavarría… No me permite seguir escupiendo mierda contra él, nunca retiene el control cuando le digo las verdades horribles en su cara. Estrella uno de sus puños en mi cara y caigo al suelo. No respondo de inmediato, todo me da vueltas. Objetivamente creí que esta noche no podía terminar peor. ¡Que equivocada estaba! Me levanta del suelo tomando un puñado de mi cabello, tironeando mi cuero cabelludo tanto que me hace jadear, aun cuando odio demostrar dolor delante de él. —Aléjate de mi vida, Adela—me suelta y me impulsa fuera de su camino—. Nunca deberías haber nacido… Se da la vuelta y me deja sola allí, camina dentro y asegura las rejas. —Vas a pagar por esto, Álvaro… Tarde o temprano uno siempre paga las cuentas pendientes… Se da la vuelta y me mira, escupe en el suelo a mis pies y corre para volver dentro de su casa. No, error, nuestra casa. El lugar que él me robó. Ni siquiera dejó que sacara algo de ropa, ni dinero. Nada. Pateo el suelo y grito, mi corazón cada vez más lleno de veneno. Quiero vencerlo, de verdad lo deseo con toda mi alma. Y me frustra no tener la certeza de cómo. No puedo hacer nada contra él, a los ojos de los demás no estoy sana mentalmente y él es el típico rico por el cual el resto se arrastra lamiendo el rastro de sus zapatos. No sé cuánto tiempo me quedo allí de pie, poco a poco las luces del interior se van apagando y la ciudad entera cae dormida. Con los hombros caídos apoyo mi espalda en las rejas y me deslizo hasta el suelo, me abrazo a mí misma y cierro los ojos. No sé a dónde ir, ni dónde terminaré. Mi mente vuelve al extraño, a sus manos envueltas en mi cuello. La parte impulsiva de mí quiere volver a verlo, bien de cerca y preguntarle por qué lo hizo, saber algo de él. Sí, estoy bastante loca justo ahora. Además, tengo la imagen de la insignia de su chaleco grabada a fuego en mi mente, la he visto muchas veces antes. Puede que sea una pista de dónde puede encontrarse.
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Algo me toca el hombro casi imperceptiblemente y me doy la vuelta asustada para encontrarme con una Francesca aferrada a una mochila, vestida con una largo desabillé blanco, temblando de frío. —Tómala—me dice, pasa las cosas por entre las rejas, toda hecha un manojo de nervios, mirando continuamente hacia la casa con terror en los ojos—. Hay dos mudas de ropa limpia en la mochila, y en uno de los bolsillos hay dinero, no es mucho… es todo lo que pude sacar sin que se diera cuenta… Su voz tiembla, y toda ella se sacude. Cuando sus ojos se posan en los míos algo dentro de mí resuena como si se tratara de una rama seca quebrándose. —Gra-gracias—tartamudeo, completamente sin habla a causa del nudo que atraviesa mis cuerdas vocales. Ella me sonríe tristemente, parece a punto de llorar. —Siento mucho todo esto, Adela—se abraza a sí misma y se frota los brazos—. Yo… quisiera ayudarte… pe-pero… Asiento y la hago callar. —Me ayudas, de verdad—cuelgo la mochila en mi hombro—. Esto es de inmensa ayuda. Gracias, Francesca… Muchas gracias… esto vale mucho para mí. Entiendo muy bien por qué no puede ayudarme más que esto, Álvaro la mataría. Estoy segura. —No dejes que te haga daño…—susurro, traspaso la mano por entre los finos barrotes para encontrar la suya como saludo—. Pedí ayuda, búscame por si acaso… Asiente y se aleja unos pasos. Antes de que se vaya más allá, termina por entrar la idea en mi cabeza y me apresuro a llamarla en susurros. —U-una insignia de león…—murmuro, eléctrica—. Chaleco de cuero bordado…—la miro buscando respuesta. Viene a mí de vuelta y me mira fijamente, entendiendo. —De verdad, no quieres ir ahí, Adela, ¿cierto?—me observa preocupada. Suspiro, y me froto los ojos. Le digo la verdad, asiento. Voy a ir allí, tengo que ir, algo me impulsa a hacerlo.
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—Tienen un bar en un pequeño pueblo… a media hora de la ciudad… he escuchado que se llama “La Guarida”… pero, Adela, no es un buen lugar para una chica sola y… Levanto mi palma y la detengo. —Está bien… yo… tengo un amigo que puede ayudarme…—le miento porque no tengo intensión de que se quede preocupada por mí. He pasado por cosas peores, no creo que sea tan malo. Nos saludamos de nuevo, y me quedo allí hasta que entra otra vez en la casa, detengo el aliento tratando de escuchar o ver si alguna luz se vuelve a encender, pero sólo me queda un enorme alivio cuando nada de eso pasa. Emprendo mi camino hasta alguna parada de taxis y al subir al coche le digo al tipo que me lleve a La Guarida. No necesito explicarme más, todo el mundo sabe de qué se trata cuando se nombra la insignia de Los Leones.
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9 Santiago No vuelvo al bar por el resto de la noche, sólo me interno en el apartamento, me quito la ropa en mi habitación y me dirijo al baño a limpiar los rasguños. Sólo son marcas superficiales, pero no hay dudas de que prevalecerán por algunos días. Al igual que la imagen de la chica balanceándose contra el viento. Si no se hubiese resbalado, habría sido una escena que me sentaría a mirar por horas sin cansarme. Me aclaro la garganta y sofoco todo lo que tenga que ver con esta noche. Mientras me lavo la cara escucho el portazo, siguiéndole después la torpeza de mi compañero, chocando con los muebles. Impaciente, abro la puerta del baño de un tirón y camino directo hacia Max, que ahora está apoyado contra la pared, miserablemente. Es un tipo atormentado, de esos que han hecho cosas malas y después no pueden vivir con la culpa que eso les ocasiona. No puedes estar en una hermandad como esta y ser débil. De todos modos, algo me dice que antes de llegar a los Leones su vida fue una mierda, y que nada de lo que ha hecho estos últimos años le ha hundido. Es algo que viene de un pasado muy lejano, quizás su adolescencia. Por algo dejó ir a Lucrecia, la hermana de Giovanni. La conoció con quince años, enferma de leucemia. Algo en esa época hizo clic en su ser y todavía no puede escapar de eso. Ha estado perdiendo el camino desde entonces, siempre fue un hombre descuidado, pero estos últimos cinco años han sido los peores, según me han dicho. Observo una de las pruebas, la larga cicatriz que cruza su mejilla izquierda, la obtuvo hace tres años luchando sin armas contra una de las Serpientes. Hay un odio desenfrenado en Max contra el otro clan, que lo vuelve inestable. El tipo abre los ojos desgastados y muertos por el alcohol y me mira. Se limpia como puede el sudor con la manga de su abrigo andrajoso. Me acerco, poniendo los ojos en blanco y lo sostengo del brazo para llevarlo a su cuarto. Dejo que caiga boca abajo en el colchón y gima con descompostura.
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Sin más paciencia, doy un paso atrás con intenciones de ir ya a mi cama, aunque seguro no pueda dormirme hasta que amanezca. Max comienza a balbucear y lloriquear como un niño de dos años. —Tuve que matarla… ¿entiendes?—respira con dificultad y se retuerce—. Después de ver todo lo que le hicieron, tuve que hacerlo… no podía verla a los ojos… Carajo, este tipo está trastornado. No sé si más que yo, pero lo está. Sigo caminando hasta salir de la habitación y cruzar el pasillo hasta la mía. En un momento me parece oírlo pronunciar el nombre de Lucrecia, pero no me interesa. No tengo tiempo para estar pendiente de un tipo borracho lleno de remordimientos. Tarde o temprano esa culpa va a matarlo. *** A pesar de que creí que no me dormiría por la noche, lo hago y ese no puede ser un error más grande. Abro los ojos y todo está oscuro, no puedo ver nada de lo que me rodea, el eco de mi respiración me indica que estoy en un lugar pequeño y vacío. La frialdad del suelo se cuela entre mis ropas. Siento mi cabeza bombear sin parar, a punto de explotar. Papá me hizo esto. Me drogó para que no pudiera salvar a Lucía, para que ninguno pudiera escapar. Y váyase a saber qué le harán mientras me encuentro acá encerrado sin poder ayudarla. Me siento en el suelo y me arrastro hasta encontrar una pared, me restriego el rostro. —Dejaron órdenes… éste es intocable—dice una voz con tono español e inmediatamente se abre una puerta. Entrecierro los ojos, encandilado por la luz y me cubro, antes de tratar de verles la cara a los dos hombres que están entrando. —Me importa una mierda… si fue ingresado, será tratado igual que los demás…—responde el otro. No puedo distinguir con claridad, sólo se ve que son gigantes. Una luz se enciende al fin y me encuentro a los pies de ellos. Ambos me fulminan con la mirada. —De pie, niño bonito—me ordena el calvo. De a poco, tambaleante lo hago y me doy cuenta de que sólo les llego a la altura de los hombros, sin contar mi cuerpo largo y desgarbado. El tipo que me habló
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antes me mira fijamente y yo le sostengo la mirada. Tiene un ojo de vidrio, la nariz torcida y muestra los dientes de una forma aterradora. —Quítate toda la ropa—me dice el otro, apretando la voz. Trago y me quedo anclado en el suelo sin saber qué hacer realmente. El calvo levanta un brazo y estrella su puño cerrado en mi mejilla, el grueso anillo que lleva puesto rasga mi piel y gotas de sangre caen al suelo mientras gimo con dolor insoportable. —La ropa—grita. Ignoro el golpe y la herida en mi cara como puedo, con manos temblorosas empiezo a desvestirme, me lleva cierto tiempo porque no puedo manejar a la perfección mi cuerpo. Jamás me habían golpeado, siempre fui un chico que no se mete con nadie, ni en la calle, ni la escuela. Nada. Este es mi primer puñetazo y es gracias a mi padre. Me quedo en bolas delante de ellos mirando el suelo, soy inteligente de no intentar cubrirme, sé que empeoraría las cosas. —Ahora, date la vuelta y apoya las palmas de las manos en la pared. Quiero replicar, negarme, pero no quiero provocar de nuevo la furia de ellos. —Si las despegas de la pared, vas a rogar que te perdonemos, niño bonito— avisa el otro tipo. No puedo negar que el que más miedo me da es el calvo, él parece capaz de cualquier cosa. Me pregunto qué es lo que harán, y la respuesta llega mucho antes de lo que pensaba. Algo tirante silva en el aire y obtengo el primer corte, mi piel se quema. Cometo el error de gritar más por sorpresa que por otra cosa, estoy demasiado entumecido como para que me duela. Giro un poco mi cabeza para verlos, y caigo en la cuenta de que el calvo es el que lleva el látigo. Comienza a asestarlo contra la piel sana de mi espalda hasta que ya no siento nada y termino desmayado en el suelo. Con una bocanada de aire salgo de la cama como un rayo y me apoyo contra la pared, sudoroso y agarrotado. Esto es lo que pasa cuando decido cerrar los ojos en la noche, los recuerdos vienen como oleadas de marea revuelta e inundan mi mente. Y sucede porque me esfuerzo mucho en enterrarlos cuando estoy consciente, me pasan factura al intentar conciliar el sueño en la oscuridad.
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Fui llamado muchas veces niño bonito hasta que ellos mismos enterraron eso, y dieron lugar al monstruo. Hasta que yo mismo empecé a odiar quien era antes y amar lo que soy ahora. Dos años enteros ahí dentro se llevaron todo lo que la gente que me rodeaba de chico consideraba bueno de mí. Perdonar fue una de esas cosas que ya no sé lo que significan. Me quedo deambulando y mirando por la ventana hasta que el sol asoma las narices al amanecer, es ahí donde vuelvo a la cama y cierro los ojos para dormir en paz. *** Cerca de las seis de la tarde me aseo y termino entrando en el bar, como todos los días. Ni bien pasar la puerta, veo que algo ha cambiado, los hermanos cuchichean entre ellos y no parecen estar tomando tanto alcohol. León está sentado en la barra con la espalda y los brazos abiertos apoyados en ella, como el puto amo del lugar. Tiene una sonrisa de lado y parece contento. No hace más que verme que posa sus ojos en los rasguños de mi mejilla, su expresión se vuelve aún más divertida que antes. — ¿Anoche encontraste una gatita para jugar? ¿Eh, Máquina? Sabía que alguno iba a reaccionar de esta forma, sólo respondo encogiéndome de hombros y apoyándome en la barra. — ¿Por qué todos estos apestosos de mierda no están en pedo ya?—le pregunto a cambio. Su sonrisa se completa y me envía un primer plano de su cara de póker. —Adivina—parece un niño pequeño queriendo jugar al “veo, veo”. Hago una mueca de impaciencia y recorro el lugar con mis ojos, a ver qué es lo que atrae tanto misterio. Los Leones se amontonan en una mesa de billar, como todos los días y ninguno de ellos está tomando nada. Max se ve en un rincón, bastante malhumorado, mira hacia la barra con expresión de deseos de asesinato. —Bueno… ¿vas a decirme o no? No veo nada raro, sólo que no hay alcohol en sus manos… —Ajá.
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Mierda, me cansan muy rápido los jueguitos, me doy la vuelta y entro en la barra por mi cuenta para encontrar agua mineral. Abro una de las heladeras y me hago con ella, dándome la vuelta para salir. No llego lejos, alguien se para delante de mí y me encara. Levanto los ojos y los cruzo con otro par más claro, de un color turquesa espejado. Enseguida la sangre me hierve, una mezcla de sorpresa y furia. — ¿Qué mierda estás haciendo detrás de mi barra?—pregunta ella, cruzada de brazos como la maldita reina de la oscuridad. Le frunzo el ceño tanto, mi vena de la frente a punto de estallar. Reconozco el momento justo en el que se fija en las heridas de mi mejilla izquierda y sus ojos se abren más grandes de lo que ya son. Su boca acompaña, su mandíbula cerca de desencajarse y caer a sus pies. León se cuela, acercándose a nosotros y pasa un brazo por los hombros huesudos de la chica. —Máquina… te presento a Adela, nuestra nueva bartender—él sonríe. Paso mis ojos de uno al otro y lo primero que cruza mi cabeza es: ¡¿QUÉ-CARAJO?!
Adela Encontrar esta hermandad es como un maldito milagro para mí. Fue sólo poner un pie dentro que me sentí como en casa, sin importar el ejército de hombres oscuros amontonados ahí dentro. El primero que se me acercó al ver mi cara nueva fue León. Confieso que el tipo con su grandeza y vestimenta me hizo dar un paso atrás, pero cuando sonrió todo el miedo se escapó por la ventana. Sus ojos contaban una historia diferente y no tan ruda. Estiró el brazo para darme la mano y acepté el saludo. — ¿Qué trae por acá a una chica tan sola a esta hora tan tardía? Eran las dos de la mañana, estaba muerta de frío y hambre, y desesperada para que me aceptaran aquí porque no me quedaba otra opción. —Soy Adela… me pregunto si están necesitando empleada… Él entrecierra los ojos, mirándome de arriba abajo. Después mira cómo cada uno de los hombres entra y sale de detrás de la barra, rompen botellas y derraman más alcohol del que ingieren.
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— ¿Hay alguno de mis chicos que te haya atraído hasta acá?— pregunta, un comienzo de sospecha en su expresión. Me muerdo el labio, ¿qué decirle? Opto por la verdad, porque efectivamente, mi atacante me envió derechito a este lugar en el medio de la nada. —En realidad, sí—confieso. Asiente con desencanto añadido. —Lo siento mucho, Adela, pero no quiero a nadie que esté detrás de mis chicos cerca, no necesitamos problemas de cama… —No estoy detrás de tu chico para acostarme con él…—aprieto los dientes, algo enojada—. Ni siquiera lo conozco—bajo el cuello del buzo para que vea mi cuello—. Él me hizo esto esta noche… León abre tanto los ojos que parecen a punto de saltar fuera. Horrorizado. — ¡Ahora menos vas a entrar en este lugar!—me toma del brazo, firme pero amable y me lleva afuera. Comienzo a perder el control, y no quiero empezar a rogar tan rápidamente. —Él me salvó, yo… yo estaba al borde del puente y… y me resbalé… él me ayudó… Se cruza de brazos perdiendo un poco la paciencia. —Te ayudó estrangulándote, ¿eso es lo que querés decir? ¿Me ves cara de estúpido?—se señala el rostro con el dedo índice. Asiento, asiento y asiento sin parar. Él suspira y empieza a negar. Veo que no he hecho las cosas bien esta vez, de hecho, nunca las hago correctamente. Uno de los tipos borrachos sale por la puerta tambaleándose y se apoya de mis hombros, casi derribándome. — ¿De dónde ha salio sejante, hersura?—se le traba la lengua mientras quiere atraerme más contra él. Con asco lo empujo fuera y no se suelta, entonces sólo le doy un puñetazo en la nariz que lo deja noqueado en el suelo. Quiero patearlo mientras yace inconsciente pero no sería justo. Levanto los ojos hacia León y él me está mirando de manera diferente ahora. —Juro que estoy diciendo la verdad… él sólo quiso ayudarme hoy… no estaría acá si hubiese sido de otra forma… Él se rasca la barba un largo momento, sin quitar su escrutinio de mí.
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—Estás contratada—suelta y tengo que obligarlo a repetirlo porque no creo que haya escuchado bien. Así fue que entré con él y me mostró el lugar, de inmediato, sin siquiera pedirme un DNI ni nada. Me llevó detrás de la barra y me indicó cada lugar de cada cosa. Me comprometí a establecer el orden que en ese momento estaba faltando y agregué una norma al lugar. No serviría nada con alcohol antes de las nueve de la noche. Ni una sola gota. En los bares anteriores donde estuve trabajando, solíamos tener problemas con borrachos por servir tan temprano, y no llevar un control de cada uno de ellos. Se lo comenté a León y me miró como si yo hubiese caído del cielo. No era que estos tipos fueran alcohólicos, sólo que no tenían control alguno y les encantaba perderse. Nada parecido a mi hermano mayor. Después de que establecimos un acuerdo él me llevó a una mesa alejada de todos y me preguntó si había comido. Yo no soy tonta, supe que me veía pálida, ojerosa y casi desnutrida y, por lo visto él sabe leer bien a las personas, se dio cuenta del hambre que provocaba los retorcijones en mi estómago vacío. Me trajo una enorme hamburguesa y una botella de agua mineral, la puso frente a mí y se sentó para acompañarme. Su forma de cuidarme me pareció muy paternal y estuve a punto de dejar ir un par de lágrimas por eso. No recuerdo la última vez que fui tan cuidada, y mucho menos por un desconocido. Me abrí con él, le conté la verdad sobre lo que pasó en el puente, sobre todo porque me parecía injusto que estuviera dispuesto a contratarme sin saberlo todo. Cuando terminé mi relato él sólo se quedó en silencio, pensativo. —Hace algo de cinco años que conozco al chico—nunca me dijo su nombre, él sólo lo reconoció porque le describí las dos rosas negras sangrantes que tenía tatuadas en los dorsos de sus manos—. Él no es violento, es retraído y apenas se integra… es como una sombra… oscuro y silencioso… Me estremecí en ese instante, porque yo lo habría representado de igual forma. La manera en la que se movía bajo las luces del puente se vinieron a mi mente. Tan lento y controlado, pero a la vez destilando una esencia salvaje. Realmente me interesaba saber más de él.
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—Creo que podés llegar a tener razón… quizás sólo quiso demostrarte un punto… pero… ¿no crees que se pasó un poco?—el llevó la mirada hasta las marcas verdosas de mi cuello. Me encogí entre mis hombros, sin darle verdadera importancia. —La verdad, creo que sólo reaccionó así y no pudo refrenarse del todo. Si llegamos a hablar alguna vez, estoy dispuesta a perdonarlo… Entonces León soltó una seca carcajada, negando un poco divertido. —No creo que él necesite tu perdón… tampoco que lo quiera… Pero va a ser divertido ver cómo reacciona a tu cercanía… Fruncí mi entrecejo, extrañada. — ¿Tan raro es?—me atreví a preguntar. Él me sonrió y se levantó, sin responder. A cambio, me preguntó si tenía dónde quedarme y me ruboricé demasiado al reconocer que no, que estaba completamente en la calle. Él sólo me hizo señas y me llevó a un completo de departamentos, justo al lado del bar. —Éste está vacío, es pequeño, pero para una sola persona es perfecto—aseguró y me dejó pasar. Quise hablar sobre el tema del alquiler y él sólo dijo que lo veríamos más adelante. Me costó no sentirme abrumada por eso, por tanta amabilidad. — ¿Por qué estás ayudándome?—tuve que preguntar. —Porque sé reconocer a una persona que vale la pena con solo verla, Adela… Se fue, dejándome sola en el pequeño comedor con una mesa y dos sillas de madera. Dejé caer mi mochila como en estado de shock y corrí al baño, abrí la ducha y me metí dentro con desesperación después de enrollar la ropa en un rincón. El agua caliente golpeó mi coronilla y el ruido de ésta tapó mi llanto de alivio y gratitud. Esto parecía un sueño, más me valía hacerlo durar.
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10 Adela Llevo sólo una hora trabajando y los Leones están que rasguñan las paredes. Lo primero que hice al llegar fue limpiar el desorden que quedó de la noche anterior. Algunos me pidieron algo de tomar, y me negué a servir, y cuando intentaron pasar detrás de la barra casi se arma una guerra, por suerte estos hombres respetan a las mujeres y no se pusieron muy violentos conmigo. No es que yo les tenga miedo, es sólo que son demasiados y ni siquiera en mis peores ataques de violencia podría derribarlos. Tengo el control y León les ha comunicado las nuevas reglas. Unos pocos se ven resentidos conmigo, pero tendrán que acostumbrarse. Prefiero mantener a raya unos pocos tipos sobrios malhumorados que toda una manada de borrachos. Todo está limpio sobre las seis de la tarde y entro en la pequeña cocina del fondo para dejar los últimos vasos sucios que recogí por el lugar junto con el montón, para poder lavarlos todos en una tanda. Uno de los chicos entra por la puerta trasera y me sonríe. Él se ve amable y, además, está fuertísimo. Tiene esos ojos de perro siberiano que matan a quien sea. Como un lobo. Y cuando mira fijamente puede hacer a cualquiera temblar. Lleva el cabello corto en los laterales y la nuca, y suaves mechones rubios oscuros caen sobre su frente. Si no le hubiese prometido a León que mantendría mis manos en mis bolsillos no podría negarme a buscar una probadita. El Perro, así le llaman, se ofrece a ayudarme y no me niego, prefiero terminar a tiempo y tener los vasos listos para las nueve. Salgo en busca de unos trapos limpios que vi antes en los estantes bajos de la barra y me encuentro con uno de los hermanos rebuscando en la heladera recién abastecida. Aprieto los dientes y voy derechito a él, hecha una furia. Me detengo justo detrás de su espalda ancha y me cruzo de brazos, pareciendo lo más ruda posible. Van a respetarme, y lo harán más rápido que tarde. — ¿Qué mierda estás haciendo detrás de mi barra?—le suelto. El tipo se da la vuelta con un agua mineral en la mano y me desconcierta un poco, subo la vista muy despacio y me topo con un cuello
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grueso completamente cubierto de tatuajes. Mi corazón empieza a latir desenfrenado incluso antes de que llegue a su rostro y mis ojos se estacionen en los suyos. Son de un azul medianoche tan intenso que enseguida me veo succionada por su mirada. Enseguida reparo en los tres claros rasguños en su mejilla izquierda y el suelo debajo de mis zapatillas comienza a sacudirse. Trago saliva sin necesidad, porque mi boca se seca instantáneamente y se abre con asombro. No sé qué esperaba de mi atacante, realmente. Sólo vi ese par de esferas brillando con ensañamiento, y al resto de él sólo había estado imaginándolo todas estas horas. Nunca, pero nunca habría creado en mi mente semejante muestra de hombre. Oscuro, ardiente, duro y completamente irresistible. Aunque frío desde todos los aspectos posibles, eso se nota a leguas de distancia. León se nos acerca con un brillo de complicidad en su perfil y me presenta. Lo llama “Máquina” y empiezo a entender un poco más sobre el hombre. Él no parece ser hablador, sólo clava en mi rostro su pesado escrutinio, que tiene el poder de hacer sentir mi pecho pesado y agitado, y se mantiene fijo. Tan fijo que comienza a hacerme sentir nerviosa. Es como si estuviera mirando muy dentro de mi alma. Y no es fácil poner nerviosa a Adela Echavarría, no señor. Me convenzo de que eso se debe a que él estuvo a punto de matarme con sus propias manos. Ahora que estoy más atenta, puedo ver las rosas negras que recubren sus dorsos. La forma en la que flexiona sus dedos como si estuviera pensando en volver a engancharlos en mi cuello. Pestañeo y retiro la mirada, me excuso para volver a la cocina con los trapos apretados en mi pecho y una vez fuera de su seria observación, suelto un suspiro dejando ir la rigidez, mis párpados cerrados con alivio. Me olvido de que El Perro se encuentra ahí también y abro los ojos para encontrarlo viéndome con una expresión divertida y a la vez intrigada, pero no pregunta y le agradezco mucho en mi fuero interno. Termina con los vasos y abre la puerta que da al patio trasero para apoyarse en el vano y encender un cigarrillo. Intento no dejar entrar en mis pensamientos la última vez que pedí que me convidaran uno y me arriesgo. Sin decir una palabra él me lo da, ya encendido. —Muchas gracias—le agradezco.
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Asiente y sigue con lo suyo, yo me lanzo unos minutos a disfrutar la nicotina entrando en mi sistema. No soy dependiente, pero de vez en cuando afloja mis nervios, y justo ahora necesito esto como nada. —Me gusta el orden que estás imponiendo allá adentro—me comenta, soplando el humo hacia el frío—. Hacía falta algo de eso en este bar, León es muy bueno en todo, menos en imponer respeto cuando se trata de alcohol y mujeres… Me rio y aún con el cigarro entre mis labios me apresuro a secar los vasos que él lavó. —Anoche eso era justamente un caos absoluto—le digo, sonriendo. Sí, esto se siente demasiado perfecto, hace demasiado tiempo que no me siento así de tranquila, como en un lugar familiar. El Perro suelta una carcajada y da una última pitada, asintiendo. Se despide cerrando la puerta y luego pasando a la parte delantera del bar, a través de la barra. Las nueve llegan en un abrir y cerrar de ojos y me encuentro sirviendo tragos completamente acaparada por docenas de gigantes demandantes. La noche se pone entretenida y me gusta la forma en la que todos se desparraman, juegan al billar y se divierten. No hay nadie borracho, ni lo habrá, esa es una meta alta para mi primera noche pero nada imposible. Lo que me mantiene eléctrica y completamente fuera de mi comodidad personal es el tipo sentado en una de las mesas del rincón con esos ojos azules como la medianoche directos en mí. Es como un animal a punto de atacar, quieto, a la espera de que cometa el error de hacer un movimiento en falso. Si hay algo de mí que le intriga simplemente podría acercarse y hablar. Pero no, él sólo está allí. Y podría dejar pasar su intensidad, si tan sólo dejara de estar tan pendiente de él. El tal Max se acerca a la barra, y se posa justo frente a mí cortando mi atención. Él ya ha tenido suficiente por hoy, sabe que no obtendrá más de mi parte. Sus ojos verde-dorados deberían ser más brillantes y vivos, sin embargo están opacos y parece que su portador ha perdido la totalidad de su alma. Cada vez que lo miro me da pena, y hasta me siento culpable por negarle una salida a su dolor, pero no voy a dejar que se arruine la vida, al menos no bajo este techo. Sus compañeros no eran lo suficientemente pacientes para ayudarlo, yo sí lo seré. León se acerca para pedirme uno de esos tragos complicados donde se mezclan distintas clases de alcohol, lo hago con ayuda de El Perro, que está
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sentado justo a mi lado y ha sido de gran ayuda esta noche. Parece que tengo un pequeño ejército cuidando mis espaldas, eso me hace sentir muy animada. Voy dejando cada una de las botellas sobre la barra mientras preparo el trago, concentrada en no pasarme con ninguna sustancia. Justo cuando lo termino y lo revuelvo, veo a Max estirar la mano para robarse una de las botellas. El impulso es demasiado fuerte como para pensar en lo que voy a hacer, sólo tomo el cuchillo en el estante de abajo y de un solo movimiento limpio lo clavo entre sus dedos y la botella de vodca. No quita la mano como reflejo, sólo la deja apoyada y sus ojos vacíos buscan los míos. A mi lado León y El Perro detienen el aliento. Sí, sé que fue peligroso y podría haberle hecho daño pero de alguna forma tiene que parar. —Max…—pronuncio su nombre por primera vez, a él no parece gustarle—. Lo que necesitas ahora es ir a dormir, despejar tu cabeza… No está borracho y, por lo visto, hacía demasiado tiempo que sus compañeros no le veían así de fresco. —No perjudicaré el ambiente si es eso lo que temes—carraspea, se frota los ojos como si le dolieran—. Sólo dame una botella y me iré, no crearé disturbios, nunca lo hice, no empezaré ahora. No desvío mi mirada de la suya. —No es por perjudicar el lugar… no dejaré que te arruines, no bajo mi control… — ¿Quién carajo te crees que sos? ¿Dios? ¿Bajo mi control? ¿Qué mierda es eso?—da un paso lejos y camina enfurecido hacia la puerta—. ¿A quién carajo metiste en el bar, León?—le grita al jefe, luego desaparece de la vista de todos. León me guiña un ojo, conforme con mi conducta. Todo vuelve a la normalidad anterior y nadie intenta ponerme a prueba otra vez, tratando de hacerse con otra botella. Mientras el tiempo avanza sigo buscando a través de los leones la mirada fija de la Máquina, siempre encontrándolo sobre mí. Como una estatua en el mismo lugar, con la misma posición y expresión inescrutable en su rostro. ¿Cómo es capaz de mantenerse así de quieto por tanto tiempo? En una oportunidad de tantas, enlazamos nuestras contemplaciones y pruebo con ser simpática, enviándole una leve sonrisa, sólo para terminar desconcertada cuando responde frunciendo más el entrecejo y apretando la mandíbula.
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Bien, creo que deberíamos aclarar algunas cositas, ya que no pienso irme y él parece no querer aceptarme. No sea cosa que el psicópata quiera matarme otra vez alguna noche mientras duermo. La estancia se va vaciando y, cerca de las cinco de la mañana todo se transforma en silencio y hombres soñolientos. Mi grupo de guardaespaldas me da una mano para juntar aunque sea lo más revoltoso y me permiten dejar algunas cosas para mañana, antes de abrir. Lo agradezco porque mis pies ya no dan más y mis párpados se pusieron pesados a estas alturas. Apagamos las luces y cada cual se va a casa. Emprendo camino sola hasta el complejo mientras los demás se desvían alrededor, aprieto mi abrigo contra mi cuello para protegerme del viento helado. No pasa mucho tiempo hasta que lo siento seguirme, no importa lo silencioso u oscuro que sea, mis nervios parecen alertarme sobre él todo el maldito tiempo. Freno mis pasos y sin siquiera darme la vuelta le hablo. —No estarás pensando en volver a atacarme, ¿no es así? No responde, y por eso me doy la vuelta y lo enfrento. Acabamos tan cerca que nuestras narices podrían rosarse si se inclina sólo un centímetro. Mi piel se eriza al instante, y no es a causa del frío, los saltos que da mi corazón golpean contra la base de mi garganta. Sostengo su mirada por interminables minutos, esperando a que diga algo. — ¿Qué estás haciendo acá?—termina preguntando. Su tono de voz hace que me muerda el labio con fuerza, evito llevar mis ojos hacia atrás con excitación. No es novedad que el peligro me excite. —Vos me trajiste hasta acá, Máquina—ronroneo, soltando mi aliento contra su cara. Puede que sea un intento mío de que gire el rostro y se rinda, pero fallo considerablemente. —Estás loca por hacer todo esto—él apenas susurra, como si fuera tímido, pero los dos sabemos que nada es más lejos que eso de lo real. — ¿Y por casa cómo andamos?—le suelto, y me acerco más. Hay algo tremendamente placentero en desafiarlo, enfrentar esos ojos oscuros y densos y acercarse a ese imponente y fuerte cuerpo. El aire entre los dos se espesa y calienta, el frío ya se siente como historia. No responde y gano el duelo cuando da un paso al costado y sigue su camino, rosando mi brazo. Doy un suspiro, dejando ir el apretado nudo en mi bajo vientre y me doy la vuelta para detenerlo. Realmente no estoy pensando
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claro cuando lo retengo del brazo. Él responde tensándose y se alza en toda su estatura, le veo bajar la mirada hasta el lugar donde le rodean mis dedos con una expresión dura. No sé muy bien cómo definirla, pero se podría interpretar como si una serpiente venenosa se hubiese enroscado en su brazo, arrastrándose para llegar a su cara. Aflojo mi agarre pero no lo dejo ir. —No te di las gracias… por…por—la forma en la que mira mi mano me altera un poco—. Por ayudarme… no creo que hayas querido matarme de verdad, supongo que quisiste… demostrar que yo no quería morir de verdad esa noche…—no tengo idea de si lo que estoy diciendo tiene algún sentido. Trago saliva y lo suelto despacio, mi palma pica por el deseo de seguir enganchada a él, sin embargo sólo formo un puño y mantengo su calor dentro. —Gracias—susurro. Barre perezosamente su observación hacia arriba para toparse con mis pupilas, lo retengo sin pestañear. Le dejo que succione lo que sea que quiera de mí dentro de sus irises. Y entonces, de repente, ya no está, se ha ido, desapareciendo a través de la puerta de uno de los departamentos sin siquiera darme tiempo a decir las buenas noches. Me quedo clavada allí, rodeada de frío tratando de entender su silencio, segura de que alguna cosa debe de pensar sobre esto, pero está tan hermético que no consigo ver nada más allá de su máscara. Me abrazo a mí misma, perdida en mi cabeza, y sigo mi camino unas puertas más allá, entro en mi mono ambiente y cierro con llave. Mientras me desvisto y me ducho, no puedo quitar su imagen de mi mente, y me quedo completamente segura de que tardaré en dormirme sólo a causa de él.
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11 Santiago Esa chica está malditamente loca. Loca de remate. Intenté estrangularla hace apenas dos noches y reacciona viniendo a este lugar, colándose en mi vida diaria como si fuéramos amigos o algo por el estilo. Está loca y yo lo estoy más por pensar que es valiente, decidida y dura como la mierda. Niego con la cabeza en la soledad de mi habitación. ¿Qué es lo que la hizo venir? Seguro que no mi forma de estrangular y dejarla inconsciente. Realmente cree que le hice un favor esa noche en el puente, que la agredí para ayudarla. Tal vez lo hice, pero al principio, cuando la vi desaparecer de las barandas lo único que quería era matarla. Porque no estaba valorando su vida, y odio cuando las personas se rinden. Sin embargo, algo en su forma de defenderse y devolverme el golpe me hizo parar. No creo que haya querido ayudarla, ella está equivocada. Quise matarla, lo deseé, y sus ojos espejados nublados por la interrupción de oxígeno me detuvieron. Y la forma en la que rogó con ellos para que la dejara ir. Supuse que, después de todo, ella quería vivir. Si hubiera sabido que se colaría de esa forma en mi vida la habría terminado. Si hubiese sabido que crearía en mí una especie de obsesión, habría acabado lo que empecé para después tirar su cuerpo al rio. Sin embargo no lo hice y ella está aquí, pero no hay nada que me haga quererla cerca. Nada. Espero sentado en la cama hasta que amanece, mi cerebro lleno de Adela y mi cabeza gacha, sopesando las posibilidades. Justo antes de meterme en la cama concuerdo en que me mantendré alejado, cueste lo que cueste. Pero mi promesa a mí mismo dura muy poco, porque a la tarde siguiente ella está en su nuevo lugar, detrás de la barra limpiando y controlando todo con los ojos, y mi atracción hacia ella crece y funciona como un imán. Nuestras miradas se entrelazan enseguida, como si intuyera mi presencia y me buscara para verme sólo a mí. La mayoría de la gente no logra mantenerme mucho rato la mirada, porque sostener los ojos en los míos los pone nerviosos como la mierda. Me había acostumbrado a eso, y ahora tengo que mentalizarme de que sí existe
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alguien lo suficientemente segura para aguantarla el tiempo que sea. Y encima, sonreírme. Las personas nunca me sonríen, es tanta la tensión de estar cerca de mí que lo único que desean es escapar. Correr. Y lo bien que hacen. Lo que ella hace está mal, no debería estar intentando acercarse demasiado. Me siento en la misma mesa de anoche y me quedo anclado en ella, una manera segura de estar cerca pero a la vez lejos, sin interacción alguna. Sabe que la observo, y no es porque quiera o esté pensando cosas malas para hacerle, lo hago porque no puedo evitarlo. Su forma de moverse, de mirar fijamente a cada uno de los hombres con enojo cuando la acosan, o de barrer los ojos directos a los míos la mayoría del tiempo que se encuentra desocupada. Puedo definirlo como una soga invisible tirando de mí a ella. Pero soy fuerte por quedarme en mi lugar y no ir a donde la corriente desea arrastrarme. En un momento tranquilo de la noche, la chica deja a León detrás de la barra y camina directo hasta mi mesa. Sin decir ni una palabra como permiso, se sienta en la silla frente a mí y me observa sin disimulo alguno. —Tengo dos teorías…—cruza sus brazos y sus piernas—. O sos un fóbico social, o estás aquí sentado solo en un rincón armando un plan macabro para explotar el lugar en pedacitos…—inclina su cabeza a un costado, sonriendo con un brillo extraño en los ojos espejados. »A la tercera tuve que descartarla anoche, no te comieron la lengua los ratones, porque me hablaste… Finge estar sorprendida y como no sonrío ni demuestro estar escuchándola con atención se vuelve a quedar seria. Sopla un mechón de flequillo que cae por su frente. —Nunca vi a alguien más raro… ¿Nunca tienes nada para decir?—se estira apoyando los codos en la mesa, sus ojos estudiando mi cara. Me inclino, muy, muy lentamente hasta estar muy cerca de su perfil, hasta que siento su respiración golpear contra la mía. —Yo-nunca-hablo-si-no-hay-nada-útil-que-decir—murmuro, mi voz algo apretada y ronca. Una vez que termino ella no se corre y yo tampoco, será porque me agrada la forma en la que su respiración se agita y saca la punta de la legua
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para lamerse el labio superior. Siento como si me atragantara por eso, pero lo disimulo bien. —Tenés problemas…—susurra. Se separa un poco e intenta arrastrar sus codos lejos, sin embargo mi mano sale disparada y aprieto su fina muñeca entre mi índice y pulgar, el resto de las yemas de mis dedos apoyados en el pulso de sus venas azules. —Tenés problemas…—repito. Porque considero que ella tiene los suyos, sino no habría querido saltar del puente. ¿Cuál de los dos más demente? Asiente, y me da una media sonrisa diabólica. —Quizás tengamos que solucionarlos juntos. Se suelta en mi momento de desconcierto y mientras se levanta me sopla un beso, después vuelve con tranquilidad a su zona de trabajo y yo me mantengo estable en mi silla. Esa noche rompo mi récord y la contemplo por mucho más tiempo que la anterior, ella lo nota y se ve encantada por eso.
Adela Las noches se convierten en un tira y afloja entre la Máquina y yo. Y eso no puede erizarme más. Mi trabajo no sería ni de cerca tan entretenido si el hombre no se sentara en la mesa del rincón sólo para aspirarme con sus ojos. Todavía no he descubierto mucho sobre él, sólo lo poco que algunos de los chicos me cuentan. Que es casi nada. Dos semanas pasan y estoy empezando a sentirme mejor, tanto física como mentalmente. He ganado peso y no ha habido ni siquiera un solo principio de ataque. No he caído en depresión, ni he estado eufórica por mucho tiempo, aunque no puedo negar que la adrenalina se me dispara cuando estoy cerca él. Sin embargo sé que debo conseguir mis medicaciones, urgente. León parece notar que me hace falta dinero, aunque trato de que nadie se dé cuenta de ello, él me da un pequeño adelanto y sin saberlo me brinda la ayuda que necesito. Lo primero que hago al día siguiente es un viaje de veinte minutos a la ciudad y caer en mi proveedora del pasado. La mujer me reconoce y me mira fijamente de reojo, algo nerviosa y sorprendida al entrar. No pierdo
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tiempo y le muestro las recetas que, por suerte, no he perdido en todos estos años. Retiro las cajas y salgo para volver subir a la SUV que uno de los Leones conduce. Él me mira entrecerrando los ojos con sospecha, me alivia que evite preguntar. Supongo que no todo el mundo conoce mi pasado tormentoso y eso me gustaría que quede enterrado el mayor tiempo posible. Después de las compras estoy encantada de volver al recinto y prepararme para una nueva jornada en el bar. Así que entro en el mono ambiente y meto los medicamentos en el cajón de la mesa de noche junto a la cama, después me tomo una ducha. Al salir me seco el pelo, lo ato en la nuca en forma de una larga y ondulada cola de caballo oscura y me maquillo sólo un poco. Sí, también me di el lujo de comprar maquillaje, sólo lo esencial, porque hace demasiado tiempo que me privo de ello. Me encantaba pintarme los labios de rojo y estirar mis pestañas con rímel. Lo hago, y me satisface saber que esta vez no habrá nadie que me atosigue con críticas y me grite que parezco una puta que ensucia el apellido de la familia. Me coloco un par de vaqueros que ahora estoy empezando a rellenar muy bien y una camiseta negra algo escotada, ya que las marcas de mi cuello desaparecieron por completo. Concuerdo frente al espejo que me veo bastante bien y que ya la palidez de mi rostro no se ve enfermiza, sino atractiva. Opino que mis ojos jamás brillaron así en mi vida. Tan limpios, saludables y decididos. Esa noche mientras sirvo algunos tragos y limpio las marcas de agua de la superficie de la barra, me concentro sólo en el chico del rincón. El que, seguramente sin querer, acapara toda mi atención hora tras hora. Me intriga, me atrae y me vuelve loca de muchas maneras. Mucho más de lo que soy naturalmente. De nuevo no puedo resistirme a acercarme e intentar entablar una conversación, por más sola que él me deje hacerlo. No habla, pero me gusta dirigirme a él, porque sé que me escucha y remuevo sus reflexiones un poco. Le gusto. Lo noto porque sus pupilas se agrandan y se comen todo el azul medianoche de sus irises cuando estamos cerca el uno del otro. — ¿Jamás vas a decirme tu verdadero nombre?—es lo primero que digo. En vez de sentarme en la silla frente a él, me quedo de pie con mis nalgas apoyadas levemente en la mesa. Él tiene que levantar la vista para
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verme a la cara. Se encoje de hombros y mi corazón late porque parece que va a soltar la lengua, pero la ilusión dura sólo unos insignificantes segundos. —A ver… ¿por qué tanto secreto?—mi tono suena un poco insistente—. ¿Tan feo es? Dobla sus brazos en su pecho y apoya la espalda en el respaldo de su silla, una pose de lo más despreocupada y seductora. Sus bíceps estiran la tela de su camiseta gris oscuro de una manera que lleva a mi mente a invadirse de historias calientes. — ¿Es un nombre de abuelo?—no quito mis ojos de los suyos. Intento no reír cuando comienza a verse impaciente. — ¿Y los tatuajes?—presiono—. ¿Qué significan? Aprieta la mandíbula y las venas de su cuello se inflan, ahora está mirándome con exasperación. — ¿Por qué tanta curiosidad por el hombre que quiso matarte en el puente?—suelta. Su tono de voz bajo y ronco hace que trague saliva y me remoje los labios con la lengua. Ojalá no hubiese preguntado eso, su voz se escucharía más ardiente si dijera cosas sucias en mi oído. Me jode que él quiera profundizar en esa mierda otra vez. Suspiro y demuestro que me irrita su pregunta. ¿Por qué no se olvida de eso? Saco mi culo de la mesa y me agacho, sosteniéndome con los codos en la mesa, mi mentón en la palma de mi mano. Lo observo muy fijamente. — ¿Por qué tanto interés en la chica que quisiste matar esa noche en el puente, Máquina?—hago mi jugada. Porque yo seré curiosa con respecto a él, pero que ni se le ocurra negar que le intereso. Si fuera al contrario, no se sentaría cada puta noche de principio a fin en esta mesa y me seguiría con sus ojos sin quitarlos un solo segundo. — ¿Sabes, Máquina? Estoy empezando a pensar que…—me acerco a su oreja—estás obsesionado conmigo… Él no se mueve, y prosigo. —Estoy empezando a pensar que me deseas… que te morís por abrirme de piernas en cualquier maldito lugar de este bar… ¿en el suelo? ¿en esta misma mesa?... ¿en el baño? Mi corazón se acelera porque estoy empezando a imaginarlo y no quiero frenar ni una de las imágenes que atraviesan la bruma de mi mente.
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Levanto una mano y la apoyo detrás de su cuello, donde comienza la nuca, está más tenso que un jodido robot, y la textura de su piel me hace desear lamerla. Quizás algún día se quite toda esta tirantez y me deje jugar con él. — ¿Sobre la barra? No dice nada, y tampoco espero a que lo haga. Me alzo, le sonrío fingiendo inocencia, con las manos en mis caderas, entonces después me retiro para retomar mi trabajo. Creo que voy a necesitar mucho alcohol de acá en adelante y nicotina, de alguna manera tengo que calmar esta interminable ansiedad.
Santiago La chica está jugando con fuego. Realmente no tiene ni idea del peligro que conlleva hacerlo cuando el contrincante es un hombre al que llaman “La Máquina” por su frialdad y barbarie a la hora de matar. Ella lo vivió, sintió mis grandes y heladas manos intentar arrancarle el alma del cuerpo. Y sabe muy bien que disfruté hacerlo. Sin embargo aquí está, intentando sacarme del círculo de control, sin saber de lo que soy capaz de hacer cuando me salgo de la carretera. Adela es una joven descontrolada, con sólo verla a los ojos uno se da cuenta de que ha vivido muchas cosas a lo largo de su corta edad, y eso la hace distinta. Su valentía de pararse frente a mí e insinuarse de forma tan espectacular demuestra su fortaleza, su insensibilidad al miedo. Y su incapacidad de distinguir el peligro cuando anda cerca. No quiero lastimarla, no obstante, todo mi ser lo desea tanto que las venas me pican y el pecho me estalla de adrenalina. Adela quiere un revolcón sobre esa misma barra, yo ansío arrastrarla por el mismísimo infierno hasta que no le quede ni un ápice de fuerza para sostenerse. Hasta que yo haya drenado todo lo que tiene para darme, y la deje por completo vacía. Quiero eso, como nunca antes quise nada más. Y al mismo tiempo sé que no está bien, que durante el proceso lo disfrutaré y que al final no podría verla tan muerta en vida a causa de mí. Entonces tendría que matarla, antes de que intente volver al borde del puente y saltar.
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Algo en mi oscuro interior se niega a hacerlo. Se opuso aquella noche helada en el puente y lo hace ahora, mientras la devoro con los ojos y tomo nota de su energía. “Tal vez sí es lo suficientemente fuerte para no permitir que la dejes vacía…”, insiste un pensamiento que últimamente se ha vuelto recurrente. No lo es, nadie es lo bastante estable como para aguantar el peso de un hombre insensible sin alma y corazón sin quebrarse. Es por eso que debo dejarla en paz, atisbarla desde lejos y mantenerla dentro de su descontrol. Yo permaneceré bajo mi control.
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12 Adela Hace más de una semana que los medicamentos descansan intactos en el cajón, cada vez que abro la bolsa para tomar la primera pastilla algo me detiene. Me hace sentir culpable, pero me siento de maravilla y no quiero apagarme, porque sé que si comienzo dejaré de ser yo misma, haré que sólo la sombra de mi personalidad perdure. Y después de tantos meses, hecha una furia imparable, me siento sana, en paz y conforme con mi vida. Es como si no necesitara medicarme. Así que cierro el cajón y los mantengo en el olvido, por más segura que esté de que pronto los necesitaré. Esa noche el bar está de lo más tranquilo, y eso me permite estar más concentrada en La Máquina, aunque parece que algo entre nosotros se ha desconectado. No me mira por tanto rato como antes y cada vez que logro echarle un vistazo se encuentra acaparado por León o con la cabeza gacha mirándose las manos, perdido en su cabeza. Me gustaría acercarme y sonsacar todo lo que se electrocuta allí adentro, pero de verdad prefiero quedarme aquí y mirarlo mientras él no lo nota. A veces exponemos más de nosotros mismos cuando estamos relajados y no tan pendientes del resto. De todos modos, el sólo se deja ver siempre de la misma manera: solo, cerrado y demasiado serio. Sus ojos cuentan miles de historias oscuras que me muero por saber y su forma de moverse me provoca una marea constante de deseos que hace demasiado tiempo no he tenido la oportunidad de sentir. Ansío todo de él, todo. Cada mínima parte de su tenebroso ser. Cada uno de sus secretos guardados, cada evento que marcó su vida y lo llevó por el camino a convertirse en la clase de hombre que es ahora. Y quiero que él me posea también. ¿Y qué sí estuvo a punto de quitarme la vida aquella noche, un mes atrás? ¿Y qué si cuando me mira veo sólo promesas de sangre y peligro incluido? No le temo. Quiero probarlo, porque sé que puedo. Porque sé que tengo algo que darle y él a mí. Ambos podemos intercambiar miles de sensaciones. Estoy segura de que si alguna vez llego a tenerlo, jamás lo dejaré ir.
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Me sonrío mientras entro en la cocina llevando una tanda de copas usadas. Realmente me agrada este nuevo tipo de seguridad en mí misma, esta aspiración a enroscarme con alguien complejo, hermoso y único. Estoy plenamente convencida de que no existe otro hombre como La Máquina. Lavo sin apresurarme los utensilios, sabiendo que El Perro está vigilando el bar. Últimamente él se ha convertido en un buen amigo, hablamos mucho, no es una persona cerrada y es demasiado fácil entablar amistad con él. Es la clase de chico pacífico, pero a la vez, duro cuando tiene que serlo. Sus ojos demuestran mucha historia también. Me alegra haberlo encontrado, a él y a León, ambos son hombres que valen oro. Dejando de lado sus actividades fuera de la ley y la violencia en la que subsisten. Me quedo con la mirada fija en los azulejos negros que recubren la pared de la mesada mientras seco las copas para guardarlas otra vez en su lugar. Al otro lado se escucha que uno de los hermanos levanta la voz, enojado porque ha perdido dinero en una jugada al billar, me río en mis adentros por eso. Si bien el arco en mi boca se borra enseguida cuando siento que ya no estoy sola. Sé que él está detrás de mí, puedo notar el calor de su repaso en el punto exacto detrás de mi nuca. Me doy la vuelta sintiendo el aleteo desenfrenado de mi corazón y un nudo estremecedor debajo de mi ombligo. Trago saliva esperando, pero no me preparo para encontrarlo tan cerca de mi cuerpo, por eso me sobresalto y la copa de vidrio fino se me resbala de los dedos y va derechito al suelo para estrellarse y romperse en un millar de pequeños pedacitos. El eco que provoca me hace saltar de nuevo, aun sosteniendo los ojos azul medianoche en los míos. Consigo sentir la respiración de él chocar contra mi sien y cierro los ojos extasiada, temblorosa y a la espera de que haga el ansiado primer movimiento, sea cual sea. Estaré preparada para lo que venga. Sin embargo nada es empezado, sólo estamos allí sin rosarnos pero a la vez sintiendo el calor que emanan nuestras pieles. Me desilusiono cuando da un paso atrás y mira el suelo donde yacen los restos de cristales inservibles. —Mierda—susurro, y me agacho de rodillas instantáneamente frente a él para juntarlos.
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Me esfuerzo por ignorar que mi rostro se encuentra a la misma altura que la bragueta hinchada de su vaquero. Carajo, está duro. ¿Lo está sólo por mí? ¿Aún sin siquiera tocarme un pelo? Con manos inestables, gracias a las fantasías eróticas que explotan en mi mente como un volcán y se derraman por toda ella como lava, logrando que mi cuerpo se vuelva errático e inútil, comienzo a juntar sin cuidado alguno los vidrios. Siseo cuando corto las yemas de mis dedos índice y medio y, sin siquiera considerarlo, sigo allí limpiando el suelo. La Máquina se cierne sobre mi cabeza, tomándome firmemente de los brazos me alza sobre mis pies y hace correr el agua de la canilla para limpiar los restos de sangre en mi mano. No estoy ni la mitad consciente de mi entorno, todo lo acapara él y su agarre en mi muñeca. La forma en la que no despega sus pupilas dilatadas de las mías. En mi estómago crece una pelota de fuego y es tanto el nivel de calor que levanta mi sistema, que el cuello, la nuca y el valle entre mis senos no paran se sudar. Automáticamente él cierra la canilla y envuelve mis dedos con una servilleta de papel. Aprieta para frenar el sangrado. Me quedo hipnotizada por las venas de su cuello, y la forma en la que el hueso de su mandíbula se marca al oprimirla. Se resiste, lo noto, su tensión lo delata. Y no quiero que lo haga más, sólo debería abrirse y dejarme entrar. Estoy como en otra dimensión, recorriendo cada facción de su rostro desprovisto de cualquier expresión de suavidad, por eso apenas noto cuando tira la servilleta al tacho de la basura y baja la vista a mis pequeñas heridas superficiales, algo en su semblante se activa al hacerlo. Eso me hace descender mi atención a mis dedos, que aun dejan salir pequeñas gotitas de sangre. Detengo el aliento, a punto de desmayarme, cuando inclina la cabeza y se los lleva a la boca. Jadeo cuando los chupa, los acaricia levemente con la lengua y se traga mi sangre, sin quitar esa mirada tan intensa de la mía. Me escucha jadear y tragar, sabe que estoy sudando y que mis bragas están cada segundo que pasa más empapadas por él. Y sólo porque está lamiendo las yemas de mis dedos. Los desliza fuera de su boca después, pero no lo veo porque acabo de cerrar los ojos con deleite, lo siento apoyar la punta de la nariz en el hueco entre el ángulo de mi mandíbula y mi cuello, aspira contra mi piel y gimo, agarrando un puño de su camisa con mi mano sana.
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— ¿Qu-qué fue eso?—mi voz es inestable y rota. Traza un camino mientras respira mi olor como si fuera un adicto a la cocaína. Al segundo siguiente saca la lengua y me lame dejando una línea de humedad caliente que hace que pegue mis muslos con fuerza, aunque sea para sentir cierta presión allí abajo, en el rincón que más está necesitando ese mismo avance. —Quería probarte—ronronea y mi sangre se altera mucho más. Mojo mis labios y muerdo el inferior con fuerza para no gemir como si un orgasmo estuviera en puerta. — ¿P-probarme?—me las arreglo para preguntar. Respira contra mi oído. —Probarte—susurra, casi imperceptible. Asiento, todas mis neuronas en un coma inducido justo ahora, completamente incapacitadas para conectar entre ellas y devolverme mis facultades. Deseo rogarle que me tome aquí mismo sin importar quién pueda entrar por esa puerta. Sin embargo, no tengo tiempo, un ensordecedor estruendo viene desde la parte delantera del bar y me sobresalto, completamente despierta, con los nervios activos a flor de piel. Él se aleja tan de golpe que siento el frío poblar la parte delantera de mi torso y me hace estremecer. Los Leones gritan maldiciones por todo el lugar y otra explosión hace temblar el suelo. —Quédate acá—me ordena La Máquina, apresurándose a salir. Entrecierro los ojos con incredulidad y furia cuando me doy cuenta de que cierra la puerta y le hecha llave para que no pueda salir. Sea lo que sea que esté pasando allí afuera puedo manejarlo. “Maldito seas”, le insulto en mi mente. “Maldito seas por subestimarme”.
Santiago — ¡Explotaron las malditas SUV!—grita El Perro, indignado. Salgo de la cocina dejando encerrada ahí dentro a Adela y me encuentro con que la mitad de los Leones están afuera, viendo los dos vehículos convertidos en bolas de fuego. Una S con pintura verde neón recién pintada en el asfalto de entrada al recinto. La insignia de las Serpientes. Hijas de puta.
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Aprieto la mandíbula y flexiono los diez dedos de mis manos, rebusco con la mirada en los alrededores, con deseos de entrar una y tener para divertirme esta noche, pero parece que han desaparecido. ¿O no? Doy media vuelta para volver a la cocina, tan rápido como puedo. León lee mis pensamientos. — ¡Atrás!—comienza a vociferar—. Las puertas traseras. Eso fue una trampa para que vayamos todos como unos ineptos a ver qué carajo produjo la explosión mientras las sucias víboras venenosas se arrastran dentro del bar para llevarse algo. Y ese algo, puede ser la chica que dejé encerrada en la maldita cocina. Pensé que sería seguro que se quedara dentro, y ahora resulta que yo mismo la puse en peligro. Abro la puerta en lo que dura un pestañeo y veo a un tipo en el suelo con chaleco enemigo, está gimiendo y se agarra la cara con insoportable dolor. De sus ojos salen imparables gotas de sangre. León me empuja para pasar y empieza a gritar con pánico. — ¡Adela!—no hay respuesta—. ¿Dónde estás, chica? Mi corazón empieza a galopar fuertemente, con algo muy parecido al miedo. Veo la puerta trasera de la cocina forzada y entre abierta, me apresuro hacia ella, mientras dos de los demás asegura a la Serpiente para que no se escape, aunque dudo que se encuentre en condiciones, el tipo está ciego. No hago más que salir al patio trasero que alguien más pequeño y liviano se choca contra mi pecho y da un chillido sobresaltado. Bajo la mirada para encontrarme a una Adela despeinada, ensangrentada y con los ojos muy abiertos, mitad pánico mitad euforia. Está jadeando y temblando y se aferra con saña a mi camisa. —El o-otro… el otro est…—se atraganta y me mira, algo perdida—. Lo maté…—me susurra. No hay lágrimas, ni estado de shock, ni culpa. Sólo… nada. —Mierda…—dice con voz ronca. La separo un poco de mí y la recorro con las manos y los ojos para corroborar si está sana. Lo está, ni un rasguño en su delicada y blanca piel. La sangre es de los tipos. León viene y la envuelve en sus enormes brazos como si fuera su maldito padre, la dejo con él y voy a ver a la otra serpiente inmóvil en el suelo.
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Está boca abajo, así que lo pateo para darlo vuelta y verlo. Tiene el mango roto de la copa de cristal en el costado de su garganta, Adela le cortó la yugular insertándolo. Carajo, esta chica está llena de sorpresas. Dos de los chicos vienen y se llevan el muerto, yo me decido volver adentro del bar mientras el mini ejército se pone en guardia, rodeando el recinto, ya con sus armas preparadas por si viene otro ataque. Adela está en una silla, rodeada, mientras la revisan con atención, León la observa preocupado y El Perro se sonríe a sí mismo. Como orgulloso. Sí, la maldita chica se enfrentó sola a dos malditos asesinos violadores que se la habrían llevado sin dudar y habrían hecho lo inimaginable con su cuerpo. Trago saliva y me siento en la mesa, junto a ella. La observo fijamente sin perderme la circunferencia de pestañas que rodean sus redondos ojos espejados. Está frenética pero no de la manera normal en una chica que acaba de asesinar a una persona, sino que está orgullosa de sí misma por vencer a dos gorilas. Por salvarse. Deja de hablar con León y clava los ojos en los míos, entonces todo su semblante cambia y se vuelve furia pura y caliente. Se pone de pie y me da una cachetada que retumba en todo el lugar. Los Leones llaman al silencio, horrorizados y sorprendidos, miran de uno al otro con nerviosismo. — ¡Maldito bastardo!—aúlla desquiciada—. ¡Me dejaste encerrada ahí adentro!—frunce los labios con rabia. Los demás tragan saliva e intentan alejarla de mí, creyendo que se viene la verdadera tormenta. Me cruzo de brazos, me apoyo contra el respaldo de la silla demostrando pereza y despreocupación. Todos detienen el aliento. Yo, en cambio, sonrío. Sonrío. Por primera vez en años, muestro mis dientes y no de manera siniestra, sino con verdadera diversión.
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13 Adela Los siguientes dos días “La Máquina” se reporta desaparecido. No hay rastros de él por ningún maldito lado, y el no tenerlo en el rincón habitual, comiendo mi ser con la mirada, me pone los pelos de punta. Ni hablar del grupito de putas que remolinean de acá para allá tratando de llamar la atención de los hombres. Son cinco, y al llegar y encontrarse con que otra mujer estaba encargada de la barra se vieron resentidas. Supongo que quieren acaparar toda la atención sólo para ellas, y les molesta mi familiaridad con el clan. Desde que maté a esa serpiente en el patio trasero cualquier tipo de rencor y duda sobre mi presencia aquí se esfumó, todos me respetan. Incluso Max, que ya no se ve molesto porque sólo le sirva dos veces por noche. Fue terrorífico escuchar cómo la puerta de la cocina que da al patio trasero era pateada, los dos tipos gigantes con chalecos horrorosos se precipitaron hacia adentro y lo primero que hice fue lanzarle al primero los pedacitos de vidrios que había estado juntando antes con rabia, porque La Máquina me había encerrado sola. La serpiente se echó hacia atrás como si la hubiese quemado con aceite hirviendo, sus ojos se inundaron de sangre y cayó al suelo, ciego y en pánico. El compañero pudo luchar un poco más, me tomó por la cola de cabello y tironeó de mí hacia afuera, quería llevarme lejos del recinto. Sin embargo me activé y me di cuenta, entre la niebla de miedo que espesaba mi mente, que llevaba el mango de la copa rota en la mano, tan apretado y que debía defenderme. Me costó zafarme del agarre de acero del tipo, y cuando al fin lo hice, caí de espaldas en el césped con él encima de mi cuerpo, intentando reducirme. Fue cuando sonrió, mostrándome esos apestosos dientes sucios y hediondos, que todo en mí hizo click. Como un interruptor. No esperé más y clavé el mango con todas mis fuerzas en su cuello. La sangre saltó y manchó mi rostro y mis ropas, sin embargo no me importó, sólo salí de debajo de él y corrí hacia adentro de nuevo. Allí fue, en la puerta, que me choqué con La Máquina y mi corazón sintió alivio.
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Aunque un rato después, todo lo que me invadió fue bronca hacia él, por dejarme encerrada allí como si yo fuera una débil chica que tiene que ser protegida de cada maldita cosa que pase afuera. Me alcé sobre mis pies y le di una cachetada con mi palma abierta que dejó a todo el clan enmudecido. La piel de mi mano picó como el infierno y me sentí satisfecha porque su mejilla debía de estar igual. Todo el mundo se quedó esperando su reacción, y yo misma supe que él podía llegar a hacer cualquier locura estando enojado. Sin embargo, pasó algo que nos dejó a todos sorprendidos: él sonrió. Me sonrió. Y fue muy raro verlo así, porque nunca lo había hecho antes y su rostro se vio, si puede ser, más salvaje que nunca. Después sólo se levantó de su silla y caminó con letargo hacia la puerta de entrada, desapareció de nuestras vistas. Yo no lo he visto desde entonces. —Sírveme una de tequila—se presenta ante mí una de las putas. Su top es tan ajustado que sus tetas parecen estar a un solo tirón de salirse por arriba del escote. —Lo siento—para nada sueno amable—. No se sirve nada hasta las nueve. Ella me clava una mirada de párpados entornados y ceño fruncido. Arruga la nariz con enojo. Sería más bonita sin tanto maquillaje y ropa menos ajustada. Lleva el cabello rubio corto y despeinado, sus ojos son negros y grandes, muy atractivos cuando mira fijamente. Aunque ahora mismo no se ve linda fulminándome con ellos. —Puta—sisea con los dientes apretados y se da media vuelta para alejarse y volver con sus amigas. Me sonrío por eso, la verdad, lo que ella piense de mí me tiene sin cuidado. En realidad, no me importa lo más mínimo lo que el mundo tenga para decirme. Dos horas pasan antes de que se abra la barra y son las nueve en punto cuando el grupito de gatas en celo se acerca a pedir sus bebidas, incluso los Leones les dejan pedir primero. Mi sangre comienza a hervir, porque odio que sean tan exquisitas para pedir una puta bebida. Que “no le eches demasiado limón”, “ojo con la cantidad de licor”, “quiero que a mi bebida le pongas Cola light” o “esto está fuertísimo, quiero otro”. Pedazos de mierda.
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Les dejo los tragos perfectamente hechos a sus medidas y ellas, en vez de marcharse, se quedan a un costado y comienzan a hablar de los Leones que—Dios me ayude—se comieron en cada una de sus visitas. Se encargan de nombrarlos uno por uno, a ver si yo reacciono con los nombres. Ellas, obviamente, piensan que yo estoy aquí porque me acosté con alguno o algunos de ellos. Como es evidente, no me interesa nada de los malditos penes que ellas hayan chupado en este clan. Por mí, pueden pudrirse de sífilis o sida. Sin embargo no pienso igual cuando las oigo nombrar a Máquina. El bastardo hijo de puta tuvo el nefasto gusto de montar a este grupo de perras baratas. Mi sangre comienza a bullir, como a fuego lento, y sólo me centro en bajar los niveles de violencia. Cierro los ojos y suspiro llamando a la tranquilidad. Él no es mío, no es de nadie, tiene derecho a acostarse con quien sea. No es mío. No-es-mío. De todos modos, ¿cómo carajo puedo hacer para sacarme estos celos de encima? Son fuertes y vienen a mí en fuertes oleadas. Quiero destripar a las putas. Una por una. —Hace un tiempo se la chupé… y lleva un piercing… ¡Oh, Dios! Fue tan perfecto…—trago, e intento ignorar a la rubia cabello de erizo. Parece que no es la única que pudo pasar su lengua por su enorme y perfecto pene con piercing incluido. El maldito robot tuvo el paquete completo de putas para disfrutar. La verdad, no sé por qué esto me descoloca tanto y me pone tan rabiosa. No sé por qué, ni tengo derecho a sentirme de este modo. —Es frío, no quiso mirarme a los ojos ni una sola vez, sólo me obligó a mantener la cabeza abajo… igual, eso no le quita lo excitante… La rubia no para de hablar y quiero romper esta botella de vodka en su hueca cabeza. Maldita desgraciada, se ha dado cuenta de que me afecta lo que dice. Se da la vuelta y me enfrenta cara a cara. — ¿Y vos? ¿No te montaste a la Máquina? ¿No se la pudiste chupar todavía?—sus ojos oscuros brillan con saña, me mira de arriba abajo estudiando mi atuendo sencillo de color negro—. Um. Él no es tan exigente… podría ignorar la poca gracia que tenés y llamarte algún día de estos… él sólo vendrá y te dirá una única palabra que…
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No la dejo seguir, sacudo la botella con fuerza y la rocío en toda la cara, el escote y el estómago con tequila. Mientras se ve indignada y sorprendida, boqueando y escupiendo el líquido fuerte que le entró por la boca y la nariz, me hago con un encendedor debajo, en el estante. Rodeo la barra, me acerco a ella, y lo enciendo a pocos centímetros de su rostro. La rubia comienza a gritar y sus amigas le acompañan. Llaman la atención de los Leones que hay dentro, que sólo se dignan a observar. Ninguno se acerca. — ¡Si no sales por esa maldita puerta justo ahora, voy encender tu repugnante cara llena de Botox barato y derretir ese par deforme de senos plastificados!—le grito por encima de la indignación del grupo de putas necesitadas. La rubia da unos dificultosos pasos hacia atrás con sus interminables tacones y, poco a poco, la voy acechando hasta que estamos fuera del bar. Escandalizada comienza a caminar lejos, con sus perras falderas detrás. Me sonrío al ver la cólera con la que se van, llevando el rabo entre esas piernas que tanto han abierto en este lugar. —Sublime—dice una voz que, a pesar de no haberla escuchado mucho, la reconozco bien. Miro hacia mi derecha y me encuentro a La Máquina con el hombro apoyado en la pared y sus manos metidas en los bolsillos de sus vaqueros. Me observa con un brillo extraño en los ojos, pero mantiene en su lugar su expresión de aburrimiento. Todo él se ve duro como el granito. —Chúpamela—le escupo, completamente ahogada en mi ira. Doy media vuelta y entro en el bar, a seguir con mi trabajo. Mi paz interior disfrutando de nuevo, sin interrupciones.
Santiago He estado divirtiéndome con la Serpiente ciega estas dos últimas noches, sólo abandonaba el garaje de tortura para ir a dormir, al amanecer. Y despertaba en la tarde para retomar mi trabajo. Necesitaba esto, derramar sangre entre mis dedos. Ver partes del rompecabezas separarse. Huesos quebrarse. Y lo hice, bebí de esa satisfacción salvaje que llena mi cuerpo de energía y adrenalina.
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Sin embargo, sigo inquieto. Aun cuando acabé decapitando al tipo, seguía faltándome algo. Una sensación extraña, que he estado sintiendo desde esa noche que descubrí a Adela en el borde del puente, balanceándose al borde de la muerte. Coqueteando con ella como si fuera otro simple mortal, y nada tan poderoso. Mis palpitaciones se excitan cuando arranco las vidas de las mierdas que lo merecen por jodernos. Esta vez quería que mi victima sufriera más porque había intentado tocarla y hacerle daño a ella. Esta nueva forma de sentir no me está gustando nada. Por eso he estado evitando el bar, porque tengo la necesidad de ser fuerte y al lado de Adela no puedo serlo, cada vez me cuesta más estar mucho tiempo fuera de su camino. Porque mi deseo es romperla, nada más. Y sé que si lo hago tendré que matarla después. Y no quiero hacerlo, no seré yo quien la entregue a los brazos de la muerte. Mi teléfono suena mientras me estoy preparando para salir a mi paseo nocturno, ya que hace muchísimo tiempo que he dejado eso de lado para permanecer dentro del bar acechando a la chica de la barra. No hago más que ponerlo en mi oreja que alguien grita. — ¡Nació Lucio!—es Lucrecia y está llorando de emoción. Mi columna vertebral se estira de golpe, resonando los huesos. Así que Lucía y Lucas ya son padres, oficialmente. No me lo esperaba tan rápido. —El parto se adelantó, tiene que estar en incubadora por unas semanas, pero está sanito y… es hermoso… hermoso—sigue lloriqueando. —Me alegra saberlo…—no sé cómo reaccionar. —Tenés que venir a conocerlo…—la oigo sorber por la nariz. Niego aunque sé que ella no me ve. —No ahora…—respondo, no quiero sonar desinteresado—. Iré cuando esté ya en su casa… odio los hospitales… Ella se queda en silencio un momento. Vaya a saber lo que está pensando. —Está bien…—no suena convencida. No quiero ir ahora a conocer el bebé, ¿qué problema hay con eso? —Quiero ir al recinto a visitar a los chicos—, ella cambia de tema—. Quizás en estos días, estate atento, quiero pasar tiempo con todos, hace mucho que no los veo juntos y los extrañé… muchísimo…
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—Siempre serás bienvenida, lo sabes—le digo. León le ha tomado cariño, al igual con todos, si hubiese sido por él serían miembros del clan hoy en día. Una enorme familia. Pero ellos ya son una familia, siempre lo fueron. Unidos y dedicados, dispuestos a compartir lo que sea con sus seres queridos. Lucas y Lucía tienen lo que merecen, y Lucrecia no puede estar más feliz al lado de ellos. Tienen paz, algo que en esta parte de la vida no existe. Y está bien que ellos decidieran huir y asentarse normalmente. —Sí… ¿Te das cuenta de que ahora somos tíos?—puedo imaginarla saltar como una niña de cinco años yendo a comprar juguetes. Trago. No me considero merecedor de esa etiqueta. El niño no va a conocerme, al menos no lo suficiente. Ni él, ni sus padres pertenecen a este mundo, y sí. —Sé lo que estás pensando…—suspira ella—. Santiago, él tiene tu sangre también… quieras o no quieras acercarte, sos su tío… No le respondo, sólo deseo que corte la llamada. —Lucía y Lucas estarían encantados de que te acercaras… lo sabes. Sin dar más charla ni tiempo que yo conteste ella corta y todo queda en silencio. No es enojo lo que siento, tampoco envidia. Sólo que se me viene a la cabeza que hace unos ocho años yo había pensado y planeado tener esa vida. Y el destino me convirtió en esto, y me llevó por un camino oscuro, del cual sé que jamás querré salir.
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14 Santiago No soy la clase de hombre que se fija en los detalles y alaba a las mujeres que se arreglan. Por eso me sorprendo a mí mismo al fijarme en los labios rojos de Adela cada vez que me la cruzo, que se ven como un enorme cartel de neón que pide: “bésame”. Malditamente mal. Y yo nunca beso. Nunca. La última vez que besé los labios de una chica tenía diecisiete. Besé a Lucía hace cinco años en un momento de desesperación por recuperarla, pero no cuenta como un beso, sino como una súplica. Creía que si ella volvía a mí, mi alma también lo haría. Estaba confundido, no sabía si deseaba volver a ser normal o seguir caminando en las tinieblas. No tardé mucho en descubrir que mi nuevo yo era mucho mejor que el anterior. He tenido relaciones sexuales desde que salí de esa cárcel en aquel país tan lejano y he besado cada punto de cada cuerpo femenino que disfruté, sin embargo, no he vuelto a besar otra boca. Y ahora aparece ésta chica con todo ese descontrol acechándola vaya donde vaya; esos ojos del color del cielo en los días de verano que se espejan cuando se llenan de deseo o furia; esa boca llena que pinta de rojo todas las noches y ese temperamento de los mil demonios… Quiero besarla. Por primera vez en años ansío besarla. Besarla hasta que pierda el sentido. Besarla hasta que le duelan los labios. Hasta que se dañen y sangren. He vuelto al punto de partida, a la mesa del rincón, a mis noches de inmovilidad absoluta y mi escrutinio incansable. Y puedo ver cómo mi presencia la enciende de maneras distintas. La conexión de nuestras miradas no necesita de palabras, y eso es lo que más parece gustarme. Se suponía que debía quedarme en mi molde, en mi lado de la línea. Pero necesito algo que hacer en las noches, y ya no hay cabezas para arrancar. Y la sed de ella no se detiene. Me pregunto hasta cuándo resistiré. El lugar está tranquilo hoy porque León se llevó a más de la mitad de los chicos a un negocio que se tenía pendiente. Generalmente yo estoy entre los elegidos, porque le gusta tenerme a su lado, mi reputación incomoda a los
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clientes e impide problemas de cualquier tipo. Pero esta vez me pidió que me quedara, junto con El Perro, para cuidar el recinto. No tenemos que descuidarnos ya que las Serpientes parecen estar planeando alguna emboscada o cosa rara. Ellos no van a rendirse, quieren esta zona para ellos porque es más accesible para ciertas actividades fuera de la ley. Desde mi posición en la mesa del rincón veo a Adela sonreír mientras habla con El Perro detrás de la barra, no hay nadie pidiendo, hoy se ve que tiene bastante tiempo de sobra. Su zona de trabajo siempre está limpia y ordenada y su responsabilidad es una de las cosas que más le gustan a León. Su temperamento y valentía entre ellas, también. En un momento él asiente a algo que dice y ella le palmea el hombro amistosamente antes de salir y caminar hacia la puerta delantera para salir de la estancia. Me quedo un rato sentado, El Perro se me acerca y se sienta frente a mí, hablamos sobre el mensaje que León nos envió a los dos, diciendo que el negocio va bien y tienen pensado volver antes de tiempo. Después uno de los chicos lo llama para que le sirva alguna copa y yo salgo de mi lugar para ir afuera. A buscarla. De verdad, ya parezco un maldito perro faldero y maricón. La encuentro metida en su abrigo negro, cruzada de brazos y con la espalda apoyada en la pared, está ensimismada en algo dentro de su cabeza con la vista al frente. No me doy cuenta de que está fumando hasta que la tengo lo suficientemente cerca para distinguir el cigarro entre sus dedos. Levanta los ojos y estudia mi acercamiento con los párpados entornados de manera despreocupada. Parece ser el único ser humano que no se pone en alerta al tenerme cerca. Y eso que intenté matarla una vez. — ¿Me extrañabas ya?—pregunta soltando un poco de humo entre nosotros. Clavo mis ojos en los suyos sin abrir mi boca, sabe que no hablaré si no tengo nada interesante que decir y menos responderé a algo como eso. —Me enferma que seas un hombre de pocas palabras…—suspira, exasperada. Doy un paso más cerca y me decido a hablar. —No podés estar acá afuera sola después de lo que pasó la otra noche…—le aviso, por si no se había enterado—. Y eso… es lo que verdaderamente te enferma…—señalo el humeante cigarrillo.
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Da una orgullosa pitada y después se acerca para soplarme el humo en la cara con desafío. Sostengo mi mentón en alto y mi atención fija en ella. Me da una media sonrisa que me despierta el deseo de ponerla sobre mi hombro y apartarla de todo para hacer con ella lo que yo quiera. Estoy al tanto de que no se negaría, Adela ya ha puesto las cartas sobre la mesa hace bastante tiempo. Y yo, todavía, no he querido jugar mi mano. —Otra vez me subestimas…—comenta, sus ojos brillan—. No necesito un jodido guardaespaldas, gracias… Y esto—muestra el cigarro—, me relaja, deberías probar uno ya que siempre vas tan tenso por ahí… Se ríe secamente, sarcástica. Y sigue consumiendo de su nicotina, sin ninguna preocupación. Me aproximo más, casi soldando mi pecho con el de ella, y levanto una mano para sacar el cigarro de sus labios. Sin dejar sus ojos, lo suelto y cae al suelo, a continuación lo aplasto con mi bota para apagarlo. Adela sólo me mira, me mira… y me mira. No se muestra tan ofendida o furiosa como creí que se pondría por meterme con ella. Alza ambas manos y engancha sus puños en mi ropa, de un solo tirón me pega a ella, su boca a sólo un centímetro de la mía. —Tendrás que darme algo que lo reemplace…—murmura con esa caliente voz ronca que he escuchado antes. Su aliento golpea contra mis labios ya que tiene la boca entre abierta y no me pierdo cómo la punta de su lengua se asoma para lamer su labio superior. Sus irises espejados suplican que no me resista. Me mantengo inmóvil mientras suelta un de sus puños y su mano abierta transita lentamente hasta la piel libre de mi cuello. Cada mínimo poro que recubre mi cuerpo se eriza al sentir el toque, las frías yemas de sus dedos en la parte baja de mi nuca. Entrega algo de fuerza para inclinarme más abajo, así sus labios rojos entran en contacto con mi garganta, justo donde mi pulso late y se desenfrena. Me besa, muy, muy sutilmente, la siento olerme y apretarse más contra mí. Sé que está reparando en mi maldita erección, que por más que mi mente se niegue, ella sólo responde sin peros ni resistencia. Adela tiembla y acelera sus aspiraciones contra mi piel, asciende sus labios, dejando una guía de besos hasta mi mandíbula. Me doy cuenta del lugar al que quiere llegar y me quedo. La dejo, sólo hasta que se frena en la comisura de mis labios con claras intenciones de seguir. Se separa, me mira a los ojos buscando alguna negativa, cree no encontrar nada y dirige sus labios a los míos. Y es en
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mismísimo instante en el que apenas los rosa que me alejo de un tirón hacia atrás, como si me hubiese quemado. Adela se queda algo sorprendida, clavada en el suelo, sus manos colgando a sus lados. Aprieta los dientes y me fulmina con la mirada. Da un paso en dirección a la puerta. —Como quieras…—suspira, y me estremece escuchar el tono de la resignación—. Algún día no vas a poder escapar… Me da la espalda y sigue su camino, mentón en alto y espalda recta. Sin darme otra ojeada entra y me despide con un portazo. Sí, supongo que resquebrajé una pequeñita parte de su orgullo esta noche.
Adela Elegí encapricharme con el hombre equivocado. Lo que acaba de hacerme ahí afuera no tiene nombre. Maldito desgraciado. Es la clase de tipo que le muestra la bolsa entera de caramelos a un niño y luego lo guarda todo para él. Estoy cansada de jugar al tira y afloja, ¿qué se cree? Cada vez que damos un paso hacia delante a la par, él termina dando uno para atrás, acobardándose. Es un maldito cobarde. No sé por qué la gente le tiene miedo, es sólo un bicho raro. Un tipo que perdió su alma y vaga por ahí sin emociones. No tiene nada para darme, es hora de terminar con esta demente obsesión. El resto de la noche persisto tan tranquila que El Perro me pregunta varias veces si me encuentro bien. Es muy inusual en mí que ni siquiera me niegue a entregar más de tres bebidas a los chicos, sólo las sirvo sin chistar. “Reconócelo, Adela… él acaba de lastimarte”. Niego para mí misma, esa maldita voz no puede volver a aparecer. Necesito positividad, es lo único saludable para mi vida. Él no me lastimó, no soy la clase de chica a la que lastiman. “Tenés orgullo, niña. Claro que cualquiera puede lastimarte” Muérete. Muérete de una maldita vez, hija de puta. Se suponía que la negatividad se había ido para siempre. Carajo. Ahora aparece. Ahora que
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estoy estable y no hay problemas. Es la señal. Necesito empezar los medicamentos. Ya. No puedo quebrarme, tengo que permanecer cuerda y dejar fuera la depresión. Comienzo a temblar en pánico, siento terror de que me aprese otra ola de oscuridad. Necesito estar a la misma altura que la superficie, no es el mejor momento para hundirme. Encontré una familia, me respeta, hasta hice amigos, no puedo perder esto. A nada le tengo miedo, eso me digo todo el tiempo, sin embargo, todos tememos a algo. Y me aterra caer, caer significa muchísimo tiempo de dolor y ahogamiento. Me aterra perderme allí y no volver a salir. El Perro me toca el hombro, preocupado y me sobresalto. — ¿Estas segura?—sus ojos gris claro recorren mi rostro con atención—. No te ves bien… Trago. —Sólo es un dolor de cabeza…—le quito importancia. Él me quita la botella que sostengo en mis manos y va en busca de mi abrigo. —Volvé a casa, yo cierro esta noche. Comienzo a negar pero él sólo me abriga y me empuja fuera de la barra. Lo acepto. Porque hay un miedo peor a quebrarme y es que pase delante de alguien. Salgo y suspiro aliviada cuando no veo a La Máquina por ningún lado, corro a mi mono ambiente y caigo de rodillas frente a la mesita de noche. Con manos temblorosas quito la bolsa blanca del cajón y la derramo sobre la cama. Mi respiración está acelerada y mis ojos pican. Me muerdo el labio inferior para no dejarme ir a mí misma. Abro uno de los frascos prescritos y estaciono una pequeña pastilla blanca en la palma de mi mano. La aprieto en un puño por un largo tiempo hasta que logro tranquilizarme. Entonces, de a poco, todo se detiene y mi corazón late con normalidad. No hay llanto, ni sentimientos miserables ni ganas de acurrucarme sobre mí misma y dormir por años. Nada de eso. Sorprendida dejo caer la pastilla al suelo, con ojos muy abiertos. Creí que me quebraría, que necesitaría empezar de una vez mi medicación si no quería terminar sola en la calle de nuevo. No obstante, mi pie se adelanta, aplasta y convierte en polvo la moneda blanca. No es el momento, no ahora. Estoy bien. Estoy perfectamente.
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15 Santiago León y el batallón no han vuelto todavía, así que no me queda otra opción que internarme en el bar y vigilar el ambiente. Además hay cuentas que resolver, ya que hace más de dos días que el jefe no está, no querrá llegar y ver el desorden de papeles justo encima de su escritorio. Su humor se oscurecería y León no es un tipo que se pueda aguantar por mucho tiempo en ese estado. No hago más que abrir la puerta que veo al grupo de perras con sus atuendos ajustados, amontonadas en un rincón mirando de reojo a una enfurecida Adela, atendiendo a Los Leones. Después de que la ruda chica las echara como perros pulgosos se atreven a volver, seguro alguna de ellas quiere salir herida de aquí esta noche. Al menos la rubia de pelo corto no está entre ellas, esa seguro entendió bien el mensaje. Las esquivo como puedo y camino con despreocupación directo a las escaleras que llevan a las oficinas de arriba. No puedo evitar que una de ellas me alcance, más exactamente la morena que siempre está pendiente de mí y se cuelgue de mi cuello tratando de llamar mi atención. Se frota con la intención de encenderme y no funciona en absoluto. ¿Cómo mierda va a funcionar si no me gusta que malditamente me toquen sin mi consentimiento? Encierro sus muñecas con mis dedos y la separo de mí, arrugando el entrecejo y la nariz. La derribo con la mirada, y ella se aleja un poco dolida, entendiendo perfectamente el mensaje. Es hora de que sepa que no obtendrá nada más de mí. Subo las escaleras sin siquiera volver la vista al bar, ni a la barra. Sólo haré lo que tengo que hacer y después dejaré al Perro a cargo. Hoy guardaré mi momento para dar mi paseo.
Adela No me he vuelto a acercar a La Máquina desde anoche, no lo he visto, ni buscado con los ojos. Ni he sentido su presencia. Quizás ya se ha dado
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cuenta de que me he dejado de joder con él, por eso esta noche no se encuentra en su lugar habitual. Y estoy tranquila, no me ha vuelto a atacar ese pánico que me provoca el creer que estoy a punto de hundirme. Después de pisar la pastilla anoche, sólo me desvestí, desmaquillé y caí aniquilada en la cama. Normal. Y me aferro con todo lo que tengo a la normalidad, porque sin ella no soy nada. Soy una chica descontrolada por naturaleza, nunca sé cómo enfrentar mis intensos deseos y pensamientos, sólo concuerdo en que el control no me agrada. Por eso evito mi medicación porque ella hace que el control caiga sobre mi cuello como el filo de una guillotina. Y necesito el descontrol, porque es mi verdadera esencia. Mi personalidad. Por el rabillo del ojo veo abrirse la puerta y mi sangre comienza a correr rápido en mis venas cuando distingo el grupo de putas meterse y recorrer el terreno con ojos hambrientos. Supongo que sí quieren morir a causa de mis propias manos. El hecho de que la rubia con pelo de erizo no esté entre ellas no me calma ni un poquito, las quiero fuera. ¡Y ya! Comienzo a respirar con descontrol y a pisar el suelo con energía al caminar, mientras atiendo a los chicos. Ellas sacan lo peor de mí. No puedo ocultar mi odio. Por suerte se quedan alejadas, viéndome de reojo con cautela. No me puedo resistir y les muestro el dedo medio, ellas se ven ofendidas al instante. Eso me llena un poquito de satisfacción. La puerta vuelve a abrirse y me tenso, olvidándome de las putas, completamente perdida en el aura que desprende La Máquina y su forma de mezclarse entre la gente que lo hace tan especial. Los ojos al frente, seguridad plena en sí mismo, pasos pausados y letárgicos. Por Dios, él me pone a mil y ni siquiera me ha echado un solo vistazo. In Bloom de Nirvana comienza a sonar a todo volumen y el ritmo le pega totalmente. Mis bragas se hacen agua. Y yo que quiero dejar de obsesionarme con él. Ni siquiera me puedo dominar cuando lo veo. Me sorprende que en vez de sentarse en su mesa, siga de largo, esquivando a las putas, directo a algún lugar distinto en el bar. No puedo quitar mi vista de él y su avance, entonces una de las morenas lo persigue como perra en celo y se le cuelga del cuello. Le sonríe admirada, hipnotizada por su áspera y oscura belleza. No consigo ver su cara, ya que se ha quedado de espaldas a mí, así que no sé qué expresión le da a la chica, tampoco si es
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amable o desconsiderado al quitársela de encima. Eso me frustra y me hace pensar que quizás, después, él decida llevársela a algún lugar apartado. Ese pensamiento me hace sudar y mi humor se endurece. Un par de Leones me distrae en ese momento y me preocupo por servirles las bebidas, cuando vuelvo a desocuparme ya no lo veo por ningún lado. Y la morena… no. La morena también se ha ido. Quiero gruñir, aullar de ira y romper todo lo que se interponga en mi camino. Entro hecha un huracán en la cocina y desordeno todo en busca de mi atado de cigarrillos, enciendo uno con dedos temblorosos y me apoyo en el vano de la puerta que da al patio trasero. Ya han reemplazado la que las serpientes rompieron hace unas noches atrás. Lo consumo en sólo tres pitadas profundas. —Él no se ha ido con ella…—El Perro dice, asomándose desde la barra. Lo miro, algo descolocada, tan envuelta en mis pensamientos que ni siquiera lo oí venir. — ¿Qué?—mis ojos lo encuentran, perdidos en la bruma del rencor. Se cruza de brazos, apoyándose en la pared, de frente a mí. Sus ojos me observan muy conocedores de las molestias que crecen justo ahora dentro de mí. Odio estar así de exaltada por un hombre tan complicado y frío. —La Máquina… Lo observo muy callada, pestañeando desorientada. —Él subió a las oficinas… Asiento, entendiendo todo y lo que viene después de eso es una enorme vergüenza. Me sonrojo y bajo el rostro al suelo, tan abochornada de mi ira injustificada. Él sólo me sonríe y viene a frotarme la espalda amistosamente, luego desaparece de nuevo dentro del bar. Cierro los ojos y los froto con reciente frustración hacia mí misma. Entro de nuevo en mi zona de trabajo, ya con mi interior apaciguado, sólo para sentir cómo ruge de nuevo la sangre en mis oídos. Lo veo todo rojo cuando me doy cuenta de que una de las putas de ha colado detrás de la barra y se está sirviendo a sí misma como si estuviera en su propia casa. Esta vez, no me puedo controlar, la tomo del cabello rojo teñido y la saco arrastrando lejos. Ésta vez las amigas no se acurrucan entre ellas y miran cómo agredo a una de las suyas, sino que se acercan y me atacan con sus filosas uñas, unos cuántos puños se enredan en mi cola de caballo y termino en el suelo
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mientras me arañan e insultan, eso hace que me salga completamente de mis casillas. Alguien tiene que parar a estas perras de entrometerse en mi camino. ¡Ahora! Me levanto y las empujo lejos como puedo, una de ellas tironea tanto de mi ropa que rasga mi camisa negra desde el escote a la altura del ombligo dejando a la vista mi sujetador del mismo color. Le doy un fuerte puñetazo en la nariz que la derriba fuera de juego, noqueada en el suelo. No me quedo a ver cómo las estúpidas la rodean para socorrerla, cruzo el bar gritando groserías y cada uno de los Leones, que antes había estado viendo la pelea con excitación, se corre para despejarme el camino. Voy directo a las escaleras convertida en un ciclón de violencia y descontrol. Alguien tiene que responder ante mí, y parece que él es el único que está a cargo. Llego a la primera puerta, suponiendo que esa es la oficina principal e irrumpo con total libertad, haciendo chasquear la puerta contra la pared. — ¡Quiero a esas malditas putas fuera del bar! ¡AHORA!—. Le grito a La Máquina, completamente desquiciada. Él levanta la vista de los papeles que está leyendo y clava sus oscuros ojos en los míos, para nada se ve impresionado por mi arrebato. Estoy al tanto de lo que tiene en frente, de lo que está viendo justo ahora. Una chica rasguñada, despeinada, con la ropa rasgada, el sujetador al aire y la mirada desequilibrada. Y sé por qué sus pupilas brillan al tomar nota de ello. —Lo siento—suelta, su voz pastosa, ronca y dominada, como siempre—. No puedo hacer eso. Suelto un espantoso gruñido. — ¿Y por qué carajo no?—le pregunto, fulminándolo con mis ojos. Me pongo las manos en las caderas e intento no romper nada. —Porque ellas vienen desde mucho antes de que entraras aquí…— abro la boca para maldecirlo y no me da tiempo—. Y algunos de los chicos quieren tenerlas cerca para más facilidad de vaciar sus huevos. Se pone de pie, suelta los papeles y rodea el escritorio para estar más cerca de mí mientras discutimos. Me cruzo de brazos y aprieto los dientes con fuerza, tanto que crujen. —Esto no es un maldito prostíbulo…—intento mantener mi voz controlada y baja. Él levanta las manos al aire tratando de verse inocente. —Ese no es mi problema—murmura, encantado con hacerme perder.
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Lo miro, lo miro y lo miro, tratando de cazar en mi cabeza alguna forma de ganar esta guerra de voluntades. —Las quiero fuera, y ya—digo por lo bajo, siseando. Niega, sus párpados algo entornados casi demostrando aburrimiento. —Sácalas—insisto—. Sólo por hoy. —No lo haré…—se mantiene firme—. Tema resuelto. Mi respiración se altera por tanta rabia acumulada. Avanzo un paso sobre él y un impulso me asalta, levanto un brazo como un látigo e intento darle una cachetada. Se la merece por todo lo que ha hecho, por amenazar mi orgullo y negarme el pedido de quitarme de encima a esas perras que lo único que hacen es meterse en mi camino mientras trabajo. Sin embargo, mi palma nunca termina golpeando su mejilla, él encierra mi muñeca con su mano, atajándome, y tironea de mí, más cerca. Jadeo cuando me retuerce el brazo, en un ángulo extraño, haciéndolo resonar. Abro muy grandes mis ojos porque a continuación siento su puño enredarse en mi largo cabello despeinado, tira hacia atrás para dejar mi garganta a la vista. No puedo evitar atragantarme al percibir sus dientes en ella, se aprietan tanto en mi piel que me deja segura de que tendré una marca después. Se aleja un poco de mí, aún bien sujeto a mi pelo, con un solo movimiento impetuoso me estampa contra el escritorio, mi mejilla pegada a la superficie fría de la madera. Las palmas de mis manos se humedecen y resbalan por ella. Trago saliva y comienzo a gemir repetidas veces, sin poder parar. — ¿Quién no va a poder escapar al final?—ronronea, su voz suena como si él estuviese haciendo algún esfuerzo. Chillo al sentir que, de una única maniobra, me baja los vaqueros sin siquiera desprenderlos, junto con mis bragas empapadas. Me hace daño, la tela raspa mis muslos, pero eso no hace más que llevarme hasta el límite. Pelear con él me estimula, y no puedo negar que estaba mojada mucho antes de esto. Da un tirón y deja mis nalgas al aire libre, con la mano libre las abre y amasa, yo lucho por no venirme tan rápido. Me pongo en puntas de pie para frotarme contra él, me arqueo en busca de más contacto. Ni siquiera rosa con los dedos la entrada de mi vagina, sólo le escucho bajarse la cremallera y abrir sus pantalones, al segundo siguiente la enorme cabeza de su pene amenaza con irrumpir en mi entrada. Clavo las uñas en la
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madera negra, mi boca seca y los jadeos interminables. Se queda inmóvil, la mano que no está metida en mi cabello asciende por mi espalda levantando mi desgarrada camiseta, descubriéndome y recorriendo mi piel, dejando un largo y lento camino de fuego que hace palpitar mis paredes internas. Se estaciona en mi hombro, en el ángulo entre éste y mi cuello. Todo queda en silencio, lo único que se oye es mi acelerada respiración, los gemidos que le suplican. Hace palanca en mi hombro y entra entero de una sola estocada. Es enorme y puedo sentir el piercing marcar a fuego los bordes de mi vagina. Grito, grito y grito hasta que me quedo sin aire. Sale casi entero, bien hasta estancarse entre mis labios externos, sólo para volver a empujarse, tan violento que el escritorio arrastra en el suelo. —Oh… por Dios—aúllo como una maniática. Su puño estira más mi cabello, siento mi cuero cabelludo picar insoportablemente y eso provoca que me mueva para encontrar la liberación. Se desliza y vuelve a entrometerse de una sola vez, me sujeto del borde de la madera, mi mejilla quema en la superficie cada vez que me embute contra el escritorio. —Mierda—siseo, mi cuerpo bañado en sudor—Mierda… Me atraganto y cierro mis ojos al sentir la primera oleada de mi orgasmo. Tan rápido, letal, sólo con un par de envites logra hacerme venir. Vuelve a tirar de mi pelo y entra hasta la empuñadura, se queda quieto para sentir cómo mi rincón lo succiona y aprieta mientras me vengo. Acaricia mi espalda, pero apenas puedo sentirlo porque estoy como en otra dimensión. Justo cuando me derramo sin fuerzas sobre el pupitre comienza a moverse de nuevo, nunca rápido y a medias, siempre se retira casi entero y entra con la intensidad de un solo empujón de caderas. Saco la lengua para lamer mis labios y el gusto de mi sudor se impregna en mis papilas gustativas. Con la siguiente invasión de su pene en mi jugoso interior siento otro latigazo de dolor en la zona de mi nuca a causa de otro estirón de cabello. —Ah…—comienzo a gemir de nuevo sintiendo otro orgasmo venir—. Mierda… ¡Más rápido!—me sostengo del borde. Él responde con otro puñado de pelo casi arrancado de mi cabeza, y un pellizco en la parte baja de mi espalda. —No me des órdenes—respira, inclinándose justo en mi oído.
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Un golpe más de cadera y cae sobre mí el segundo orgasmo, arrasa contra todo lo que me queda. Ni siquiera puedo volver a gritar, se come mi garganta y mis ojos se dan vuelta para echar un vistazo a mi cerebro frito, extasiado. Todo mi cuerpo se tensa de pies a cabeza, y un gruñido lastima mis cuerdas vocales. —Esto es lo que querías de mí, ¿no es cierto?—empuja, se retira y empuja con más energía—. Lo ansiabas, ¿verdad? Te morías por esto. Ni siquiera tiene la voz estropeada, su respiración sólo se nota una mínima más trabajosa. Esto no le afecta tanto como a mí. Asiento débilmente. Pierdo mis fuerzas, mis rodillas a punto de ceder, pero él sigue hundiéndose en mí, apretando la piel de mis muslos contra el filoso borde del escritorio. Quiero hablar, pero sólo jadeo y lamo las gotas de transpiración que caen de mis mejillas hasta la comisura de mis labios. Pellizca una de mis nalgas y después golpea con su palma abierta en el mismo lugar. Rasguño la madera y chillo, sobresaltándome. —No puedo más—susurro, adormecida. Parece que eso es lo que necesita para acelerar el ritmo. Ni una sola vez a medias, siempre entero y con precisión. Mientras que yo ya he perdido todas mis energías, él parece tener más y golpea tan bruscamente contra mí que el ruido del choque de carnes retumba en el lugar. Escucho la puerta abrirse, alguien maldice y se disculpa, vuelve a salir con un portazo avergonzado. No me importa, sólo estoy compenetrada en su pene resbalando dentro de mí, llenándome como nunca nadie lo hizo antes. —Sí, podés—su tono eriza cada pequeño poro que recubre mi piel—. Quiero verte explotar una vez más, vamos… Incrusta los dedos en mi hombro y vuelve a sostenerme para hacer palanca, el escritorio se desliza más allá, de nuevo, con el bestial impulso. —No…—me quedo sin oxígeno cada vez que golpea contra mi culo— . No puedooo. Me quejo y lloriqueo, sin más energías. Entonces quita su puño del pelo de mi nuca y se arrastra más abajo. Interna un pulgar entre mis nalgas y me tenso al sentirlo escarbar en mi ano. Recoge humedad de los abiertos labios de mi vagina y lubrica la zona. Gimoteo, me retuerzo para acercar mi culo más contra él, como una gata, curveando mi columna. Mis muros se contraen a su alrededor, mucho más intensamente que las veces anteriores, al
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sentir la punta del dedo entrar. Imita sus propios movimientos de cadera, cada vez que su erección entra en mi conducto, el pulgar se interna más allá también. El tercer orgasmo es tan eléctrico y devastador que me deja fuera de combate, aspira todas mis voluntades. Termino casi inconsciente sobre la tabla de madera. Entonces él se saca a sí mismo de mi interior y prosigue masturbándose, hasta llegar a la cumbre. Su explosión de semen sale en un interminable disparo, derramándose en mis nalgas y espalda, dejándome pegajosa y satisfecha. Sus gruñidos animales suenan como música en mis oídos. Dios, fue épico. Sabía que lo sería. Él se retira, despacio acomoda sus ropas mientras me entre duermo sobre el escritorio con mi culo al aire y mi abertura goteando. Lo siento caminar y rebuscar entre los estantes y después se para a mi lado para limpiarme con servilletas descartables. Acomoda mi ropa lo mejor que puede y me ayuda a erguirme sobre mis temblorosos pies. En el instante en que al fin lo miro a la cara creo que podría tener otro pequeño orgasmo si no estuviera tan vacía. Arregla mi cabello esquivando mis ojos. —Máquina…—me las arreglo para decir. —Santiago—él me interrumpe. Le sonrío, encantada con saber, de una vez por todas, su nombre. Me tropiezo torpemente contra él y entierro mi rostro en el hueco de su cuello, oliendo su esencia. Sexo, masculinidad e irresistible intensidad. Sonrío contra su piel como si estuviera drogada. Puede que ya no me queden reservas para volver abajo y trabajar el resto de la noche.
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16 Adela Santiago me da su abrigo para que pueda salir y volver a casa para cambiarme. Él me acompaña, silencioso, parece que no hay nada que decir después de ese momento de tanta intensidad que compartimos. Y yo me concentro en colocar un pie delante del otro con estabilidad, como si estuviese borracha, incapaz de avanzar con claridad. Mi cerebro sigue electrizado con flashbacks de la situación anterior. Y mi cuerpo está lleno de secuelas. Estoy adolorida, erizada, agitada, adormecida. Todo al mismo tiempo. Quiero entrar en la ducha, pero a la vez no. Esto no es como la última vez que tuve sexo, no me siento sucia. Me siento completa. Como piezas perdidas del rompecabezas al fin unidas, sellando cada rincón vacío. No exaltarme, ni formar una película en mi cabeza. Lo que tenga que ser, será. Nos detenemos en mi puerta, él mete sus manos en los bolsillos de sus vaqueros y no hace ningún movimiento para entrar. No digo nada, sólo abro y me interno más allá en busca de ropa limpia, dejo la puerta entornada como una sutil invitación, aunque no la acepta. No hago más que meterme en el baño que me horrorizo con mi imagen en el espejo. El rímel se ha corrido por todos lados, dejándome enormes manchas de mapache, distingo leves arañazos en mi cuello y brazos, y la mordedura en mi garganta es apenas una mancha rojiza. Uso desmaquillante para limpiarme la cara y aseo mi cuerpo lo mejor que puedo sin tardar demasiado. La noche es joven y me queda trabajo por hacer. Cuando salgo él sigue de pie junto a la puerta y me escolta de nuevo al bar. Parece muy encerrado en su cabeza, quizás dándole vueltas a todo lo que acaba de pasar. Me freno de preguntarle o decirle alguna cosa, entiendo que esté tan callado. Al fin y al cabo, me encuentro taciturna también. Por primera vez en mucho tiempo no estoy segura de qué decir. Nos damos cuenta, al entrar, que el gran grupo ha vuelto de la expedición y distingo a León de pie tras la barra, observando los alrededores con ojos cansados. En el mismísimo instante en que nos ve, sus ojos brillan y
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entiendo de inmediato la clase de expresión que intenta esconder. Él ha sido el que irrumpió mientras La Máquina estaba enterrado profundamente en mí desde atrás. Enseguida cruza por mi cabeza la escena que ha tenido que enfrentar y me sonrojo de pies a cabeza. Bajo la vista al suelo, avergonzada. Se suponía que yo no debía interactuar de esa forma con ninguno de los chicos del clan. Yo misma aseguré que no me interesaba hacerlo. Y ahora, se pasa por mi mente que tal vez mentí en ese entonces, porque La Máquina me había hipnotizado desde el principio. Siempre sentí una atracción especial por él. Le fallé a León, una vez más puse en peligro mi trabajo. Camino derechita a mi zona, corriendo lo más lejos posible de Santiago. Mi jefe me sonríe dulcemente cuando me ve y me encierra en un abrazo de oso que me tranquiliza un poco. Él no se ve enojado conmigo, aunque… cada vez que su mirada estaciona en La Máquina, su expresión se pone seria. Quizás con un deje agregado de preocupación. Me obligo a olvidar todo eso por un rato y prosigo a servir bebidas a todos los exhaustos chicos recién llegados. De a poco, cada uno de ellos se va marchando a dormir y llega un momento en el que no quedan más de diez personas dentro. Comienzo a juntar las cosas y limpiar mientras pongo mis ojos cautelosos y expectantes en la conversación que parecen estar teniendo León y Santiago en el rincón. Entro en la cocina tragando mi nerviosismo, convenciéndome a mí misma que no acabo de arruinar mi vida de nuevo por acostarme con uno de los hermanos. Cuando vuelvo a delante León se encuentra solo en la mesa y no hay ni un solo rastro de La Máquina. Me pregunto si tuvieron alguna discusión fuerte o algo por el estilo. Y no puedo evitar sentirme culpable al respecto.
Santiago Mientras acompaño a Adela a arreglarse trato de convencerme a mí mismo de que lo que acaba de pasar es sólo una alucinación. Que no he cometido el terrible error de someterla a mí en las oficinas. Pero con sólo echarle un vistazo a su miserable estado mi corazón late al confirmarlo, y mi pene semi erecto no ayuda a mi desesperada negación.
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Yo no soy así, no doblo a una chica sobre una mesa y la monto de esa forma tan desenfrenada. He perdido todo mi oscuro control cuando la he visto furiosa con toda esa ropa rasgada, y que me llevara el diablo si no podía hacerla mía en ese instante. Es su temperamento, la forma en la que sus ojos brillan con ansias de pelea, la línea fina de sus labios apretados cuando algo no le agrada. Y quiso darme órdenes, quiso doblegarme también, que me parta un rayo en mil pedazos si le permito hacerlo. Quizás fue un error, quizás no. Sólo estoy seguro de que jamás me he sentido tan bien en las profundidades de una mujer. Nunca me habían gustado tanto los lloriqueos, la forma de arquearse y rogar sin palabras de una mujer. Hasta hoy. Hasta que profundicé en ella y mi cerebro dejó de conectar debidamente. Estoy tan metido dentro de mis pensamientos que ni siquiera me doy cuenta de lo lleno que se encuentra el bar por la esperada vuelta del batallón. Sólo me percato del alejamiento de Adela, de vuelta a su trabajo y lo tensa que se ve su espalda al caminar. Me siento en el mismo lugar de siempre, tratando de olvidar cómo se veían sus blancas nalgas siendo golpeadas por mis avances. La noche se va alargando hasta que todo empieza a vaciarse, cerca de las cinco de la mañana. León viene a sentarse conmigo y por su expresión seria me doy cuenta de que tiene algo que decirme. —No quiero que lastimes a la chica, Máquina—es lo primero que me larga, sin rodeos. No demuestro ninguna reacción a sus palabras, sólo lo observo con mi rostro en blanco. Como siempre. Pero, por dentro, arden nuevos deseos de levantarme junto a él y arrancarle la cabeza. —Ella no es como las otras… Inclino ni cabeza a un costado y lo observo, muy, muy fijamente. Tanto que logro ponerlo nervioso, porque sabe que estoy pensando muchísimos procedimientos para hacerle daño. — ¿Has visto sus ojos? Ella es fuerte, pero no se sabe bien hasta qué punto… siento como si hubiese algo en su cabeza que no está en su lugar correcto la mayor parte del tiempo…
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Levanto una ceja. También lo he visto, y quiero hacer click en ella para que salte como un interruptor. Adela tiene alguna pieza semi suelta, sólo quiero desencajarla del todo. —Hace más de cinco años que estás entre nosotros, y nos agradas, pero ni siquiera te conocemos bien, no estamos del todo seguros de lo que sos capaz de hacer… Lo freno. — ¿No están del todo seguros? Me han visto decapitar personas, y ¿no están seguros de lo que soy capaz de hacer?—me pongo de pie y me inclino sobre él—. Lo han visto todo, eso es lo que soy… si te preocupa que vaya a asesinarla, tené por seguro que eso no va a pasar… Asiente, un poco más tranquilo. Supongo que cree mucho en mi palabra. Doy un paso atrás y justo cuando me decido a salir por la puerta algo rompe paredes en mi cabeza. Me vuelvo y me doblo más sobre su posición. —Pero voy a cogérmela todas las putas veces que quiera… y a eso nadie va a poder detenerlo… Después de dejar bien claro los puntos importantes me voy, sin mirar atrás. Sabiendo que acabo de encender una leve chispa dentro de mí, y que lo único que me interesa es convertirla en un fuego imparable. Seguramente para probar ese mismo punto, justo antes del amanecer, me cuelo de la forma más fácil en el departamento de Adela sólo para verla dormida profundamente. Su cabello húmedo me indica que se ha duchado antes de entrar bajo las sábanas, el olor a coco y vainilla llena la diminuta habitación y me digo a mí mismo que esa esencia tan dulce no pega en absoluto con ella. Al mismo tiempo que dejo caer mi observación en ella, como un halcón, comienzo a sacarme la ropa. Y al quedar al completo desnudo, con la montaña de ropa abandonada en el suelo, la descubro. Me encuentro con unas mini braguitas blancas y una musculosa de tiras finas, rosa. Sí, mierda, parece otra chica, lejos de la sombría aura que reparte por ahí. Y me excita de todas las malditas formas posibles. Suspira en sueños cuando comienzo a subir su camiseta hasta dejar sus pechos al aire, de inmediato sus pezones rosados se arrugan y dejan a mi pene a punto de estallar. Ella despierta cuando paso por su cabeza la prenda y
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voy directo a sus bragas, sus ojos me miran, al principio, asustados después confundidos al reconocerme. — ¿Cómo… No le doy tiempo a preguntar nada, sólo entierro mi boca en los labios externos de su rincón, el que he querido chupar desde temprano, al verlo todo resbaladizo por mí. Se tensa, sólo aflojándose cuando transito mi lengua de abajo hacia arriba. Comienza a inquietarse, sus piernas tiemblan y los dedos de sus pies se arrugan sobre las sábanas. Juego, me tomo todo mi jodido tiempo para hinchar su clítoris hasta que no da para más. Después la penetro con mi lengua y su entrada se aprieta y comienza a latir. En sólo una noche he descubierto que esta chica se viene en tiempo récord. Me pone desquiciado que jadee, se retuerza y se le escapen retumbantes chillidos cuando lo hace, sus firmes senos bailan mientras la atraviesa el clímax. No me interesa esperar a que se recupere, me voy sobre sus pezones y los muerdo uno a uno con todo lo que tengo, me deleito al oir cómo retiene el aire por el dolor. Levanta una mano y entierra firmemente sus uñas en mi cuero cabelludo para devolver el efecto. Adela nunca se quedaría atrás. Inserto tres dedos medios en ella y grita sin esperarlo, no le doy tregua, creo un ritmo y lo intensifico con rapidez, sintiendo sus resbalosos jugos entre mis dedos. Presiono con vigor, las venas de mi antebrazo tatuado tensándose, sobresaliendo. —Santiago…—grita en el segundo round de sacudidas. Entonces mi columna vertebral se tensa de un tirón y mis ojos se espesan, peligrosos. Algo en su manera de pronunciar mi nombre me pone a jadear como un loco. La sangre en mis venas se pone violenta y aprieto mis muelas con fuerza. La ruedo sobre su estómago bruscamente, haciéndola resollar con asombro, algo en mi interior ruge con la idea de hacerle daño. Pero freno mis impulsos y me entierro desde detrás tan duro como mi cuerpo me lo permite. Aúlla y eleva sus caderas del colchón para darme acceso a enterrarme más profundo, pero no hay nada más que quede por entrar, estoy enteramente enfundado. Apoyo el torso sobre su espalda, aplastándola. —Silencio—siseo en su oído. Quiero desafiarla a hacerlo, porque sé que va a perder. Sé que la haré gritar tanto que tendrá que pagar. Bombeo con fuerza dentro y fuera, no hago
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pausas o detengo los avances, sólo golpeo con todo el ímpetu del que soy capaz. Aún más violento que en las oficinas, la llevo a retener el aliento y empieza a sollozar. Resbalo la palma de mi mano por la película de sudor en a lo largo de su espalda. No aguanta más mi clase de invasión, y entierra el rostro en la almohada para acallar sus gritos. Sin embargo, eso sólo me estimula más. La oprimo más en la espumosa superficie con mi palma en su nuca, no la quito ni siquiera cuando hace ademán de querer separarse. Me sorprende que no entre en pánico por la falta de aire, sin embargo, eso me hace querer llevarla al límite. Hundo más su cabeza, sus manos buscan la mía y se sujetan a mi muñeca, me rasguñan para que la suelte. Insisto. Entonces, sin aviso alguno, se corre de nuevo, las paredes de su vagina me estrujan y succionan con tanta vehemencia que me llevan por el mismo camino. Dejo de sofocarla para sostenerme por encima de ella, la escucho encontrar su primera intensa respiración al borde de convulsionar a causa del orgasmo y su desesperación por conseguir aire. Y tengo que salir de ella antes de perder el control y llenarla con mis semillas, termino vaciándome contra su culo y espalda, como la primera vez. A continuación vienen los minutos donde todo vuelve a ser pacífico. Su hermoso y pálido cuerpo apenas se mueve y me apresuro a quitar el montón de cabello oscuro que esconde su rostro, para asegurarme de que se encuentra bien. Al instante en que mis ojos encuentran los suyos ella me envía una lenta y cansada sonrisa. Un arco perfecto de labios llenos. No me queda otra opción que convencerme de que esta chica es malditamente perfecta.
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17 Adela Entre Santiago y yo se ha forjado una extraña relación. Nada normal. Sólo nos mantenemos en nuestros lugares, estamos pendientes el uno del otro, aunque no vamos más allá emocionalmente. Apenas hablamos, sólo colisionamos nuestros cuerpos en la oscuridad escondidos de todo y todos. Pocas veces compartimos charlas, él nunca me habla cuando nos cruzamos en el camino del otro en mis noches de trabajo. Su rutina de descansar en la misma mesa del rincón no ha parado, de hecho, se ha intensificado más. Y cuando sabe que tendré algún momento de tranquilidad, lo acapara entero, encerrándome en el cuarto donde guardamos los artículos de limpieza o en el baño, o las mismísimas oficinas de arriba. Generalmente, León hace ojos ciegos en cuando a esto que está pasando entre uno de sus chicos y yo. Ignora las veces que nos ha visto escaparnos para tener sexo desenfrenado en alguna parte. Es como si no pudiésemos esperar a que mi noche termine e ir juntos a la cama. Santiago sólo entró un par de veces a mi casa, tomó todo de mí y fue de la misma forma en la que apareció , como si nunca hubiese estado allí. Disfruto todo lo que él está dispuesto a darme, pero estaría mintiendo si dijera que no quiero más que esto. Quiero que deje de penetrarme desde atrás, que termine de esquivar mis ojos, y que al fin me permita besarlo en la boca como una pareja teniendo sexo normalmente. Anhelo eso de él, aunque lo escondo bien. No demuestro ningunas de las cosas que deseo y faltan entre nosotros. Ha cedido mucho de él, según lo que he estado escuchando de los chicos o las putas que vienen de vez en cuando, Santiago nunca da más de una noche a una chica. Y hemos estado haciéndolo desde la semana pasada. Cada maldita noche. A causa de ello comienzo mis jornadas dolorida, marcada y exhausta. Y no me importa nada más que pasar a través del día para al fin llegar a la noche nuevamente sólo para verlo, abrir mis piernas y dejarlo entrar. Cada vez que gimo su nombre mientras me hace llegar a los múltiples orgasmos se pone algo violento, cambia su forma de actuar e intenta provocarme alguna clase de dolor físico. Lo bueno de todo eso es que aquello
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mezclado con el placer me lleva al límite del éxtasis y amo la forma en la que combustiono gracias al combinado. Si quiere asustarme y alejarme, no le está funcionando. Y, si realmente lo hace porque le gusta, es bienvenido para mí. Estamos a mitad de semana, y por eso me encuentro viajando a la ciudad para hacer los pedidos de bebidas que están escaseando, antes lo hacía El Perro, pero ya que me estoy encargando de la barra, prefiero hacerlo yo a mi estilo. Llevo la lista prolija y me dedico espléndidamente a esto. Realmente hacía falta control en ese bar. Mi actual conductor designado es uno de los novatos, él rodea la manzana al volante de la SUV y se estaciona perfectamente frente a la proveedora de la ciudad que venimos habitualmente. Es una hermosa zona, rodeada de comercios, con la escuela principal al final de la calle y una placita de juegos para niños concurrida y alegre. Entro en las oficinas y recito el pedido a la recepcionista, mientras espero a que lo remarque en la computadora, recorro el lugar con ojos distraídos, perdida dentro de mi apabullante cabeza. En el mismo momento en que el papel del detallado comienza a imprimirse veo a una mujer de largo cabello del color del chocolate entrar en la placita con un bebé en brazos, ellos se dirigen a una de las hamacas y comienzan a balancearse felizmente en una de ellas. Sonrío y apenas hago caso a la chica cuando me tiende la factura. —Acá tenés para controlar cuando lleguen las cajas—me asegura. Tomo la hoja impresa y asiento. —Muchas gracias—saludo y salgo corriendo fuera. No dudo en cruzar la calle, directo a la placita para saludar a Francesca y ver a mi sobrino de nuevo. Ella le está cantando una canción infantil y Abel está sonriendo mientras me acerco. Me paro frente a ellos y cuando la mujer alza la vista, deja de cantar y se tensa entera. Completamente seria. Eso me hace dudar y doy un pequeño paso hacia atrás, sintiéndome de sobra en la escena. —Adela—dice, sorprendida. Enseguida se levanta y viene a abrazarme, aunque mira para todos lados completamente paranoica. Intento sonreír y hacer de cuenta que su rara forma de actuar no me afecta. Tomo la manito del niño y la beso con cuidado. — ¿Cómo estás, Francesca?—la miro a los ojos, demostrando enorme sinceridad en mis pretensiones.
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Ella abraza el bebé como si fuera un escudo, sus ojos pestañean lejanos. —Estoy bien… estamos bien—se oye agitada. No se ve bien. Reconozco debilidad, quiebra de espíritu y adormecimiento en toda ella. Quiero obligarla a que me hable, que no se resista a darme la verdad, a liberarse. Yo no sé mucho sobre cómo ayudarla, pero quiero hacerlo, si ella me dijera que su vida junto a mi hermano es miserable, ambas podríamos ayudarnos a salir adelante mutuamente. —Deberías irte, Adela—su tono sale tembloroso. Cuando escavo en sus ojos almendrados en busca de alguna señal, veo culpa por tener que alejarme. Y tristeza, interminable tristeza. — ¿Por qué?—me atrevo a preguntar. Ella empieza a entrar en pánico, su forma de actuar se me hace paranoica. No me responde. — ¿Álvaro te hizo daño?—insisto. Ella traga y mira el suelo, sumisa. — ¿Sabes? No necesito que me lo confirmes para saberlo bien, Francesca—me acerco y le murmuro amablemente, intento ignorar la forma en la que tiembla—. No tengo un número de teléfono al que puedas llamarme y encontrarme siempre, pero dame el tuyo… cualquiera que sea y yo te llamaré de vez en cuando para hablar, si es lo que querés… Abel presiente el malestar de su mamá y empieza a lloriquear. Francesca, instantáneamente, empieza a balancearlo y le besa la frente para calmarlo. —E-está bien—suspira, aterrorizada y me dicta el número, me lo aprendo de memoria—. Él… él nunca se encuentra en casa entre las cuatro y las siete de la tarde, generalmente. Asiento, y decido alejarme porque me lo vuelve a pedir con terror grabado en sus facciones. Antes de irme del todo, salgo disparada hacia adelante y le doy un beso a ambos en la mejilla. El segundo anterior al que decido darme la vuelta y mostrarles mi espalda me parece encontrar un leve deje de esperanza en los ojos de Francesca, que hace acelerar mi respiración y latir con fuerza mi corazón. Sé bien que Álvaro es violento y mucho más cuando se pasa con la bebida. Lo he tenido sobre mis huesos unas pocas veces, cuando no había nadie allí que fuera testigo del monstruo en el que se convertía.
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Generalmente, la presencia de Clarita lo mantenía a raya conmigo, aunque nunca pasé desapercibida la forma en la que sus ojos se espesaban con odio violento cada vez que yo hacía algo que no le gustaba. En la actualidad, en esa casa, ya no hay nadie más que ellos, Clarita no está más para actuar como barrera. Y puedo presentir la clase de infierno que mi cuñada podría estar pasando. “Tengo que salvarla”, me digo a mi misma mientras subo de nuevo en la SUV. “Ellos me necesitan”. Una vez que llego al recinto mi mente vuelve a estar un poco mejor, menos alterada por el encuentro con Francesca. Además no se me da más tiempo para pensar, porque una chica, distinta a cualquier puta que frecuenta el lugar, entra por la puerta como si fuera su casa. Sonriendo como una maldita modelo de pasarela. Me quedo tensa tras la barra cuando va directo a León y se cuelga de su cuello con indiscutible cariño, él le sonríe emocionado con verla y la envuelve paternalmente. Se quedan abrazados por mucho tiempo. Su cabello es hermoso. Me deja hipnotizada. Largo, muy largo, fino y lacio, lo tiene controlado con una larga trenza espiga que le pasa por el hombro y cae hasta la altura del vientre. Es tan rubio que se parece más a un color blanco, cerca de ser alvino. Me quedo con la boca abierta mirándola, como cada uno de los Leones anclados en sus lugares. Sigo pasando el trapo húmedo sobre la superficie de la barra sin dejar de echarle el ojo. Mis venas se alborotan un poco cuando ella corre hasta Santiago y se le cuelga como un koala de los hombros, envolviéndolo con sus piernas en la cintura. Él no sonríe, sólo la sostiene y la aprieta contra él, aunque se ve tenso y contrariado, puedo ver que tiene estimación por esa hermosa chica. “Mierda…no ahora.” Me susurro a mí misma. No ahora que es mío, que lo tengo exclusivamente para mí. No quiero perderlo. No podría soportar que se enganche a ella. La chica apoya de nuevo los pies en el suelo y comienza a hablar con él, sin parar. No distingo lo que dice, es muy rápido y parece estar emocionada. Mientras lo hace, acaricia el frente de la camisa de él como si estuviera arrugada. Quiero romper algo, la docena de copas descansando en los aparadores parece una buena opción ante mis ojos. Sin embargo freno mis
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impulsos destructivos y dejo mi mirada sobre ellos como un halcón, a la espera de la oportunidad de poder bajar en picada sobre sus cabezas y arrancarlas. Cuando la dulce chica se aleja de él y comienza a caminar en mi dirección, no puedo frenar mi lengua venenosa. — ¿La jodida Rapunzel se escapó del cuento, o qué?—suelto de mala manera con los dientes apretados. Ella lo escucha y mi forma de decirlo no le afecta en nada, de hecho, hace todo lo contrario a enojarse, se echa a reír como si yo acaba de recitar un maldito chiste. Alzo los ojos y los inserto en su rostro. Trago sintiendo que no tengo nada que hacer a su lado, al ver que es incluso más preciosa de cerca. Grandes ojos azules se comen su cara, su pequeña nariz está salpicada de pecas diminutas y la hacen verse aún más dulce de lo que ya es, sus labios parece que fueron creados para sonreír y sonreír… Y malditamente sonreír. Su jovialidad me cae pesada. —Soy Lucrecia… me agrada ver a una chica nueva en este lugar… que no sea una puta barata…—agrega, secamente al final. Abro la boca cuando ese insulto sale de la de ella, no imaginaba a esta chica decir nada como eso. Se ve como un ángel caído del cielo. —Adela—le digo. Asiente y se sienta en una de las butacas, viéndome trabajar. — ¿Necesitas ayuda? Voy a quedarme un buen rato. Niego e intento con todas mis fuerzas sonreírle, creo que sale algo más parecido a una mueca agria. Me va a costar adaptarme a esta chica que parece ser tan querida en el recinto y, además, tan cercana a Santiago. Entro en la cocina y dejo el trapo en la mesada, enseguida procedo a abrir las nuevas cajas de licores que acaban de llegar. Tomo dos de cada clase y entro en el aparador de adelante para acomodarlas a la vista. Escucho a Lucrecia carraspear y maldecir. —Hablando de Roma…—murmura, disgustada. Me doy la vuelta para saber a qué se refiere y me encuentro de frente con la altanera entrada del grupo de putas. Hoy son tres solamente, parecen reducir cada vez más el número. Gruño y vuelvo a entrar en la cocina, haciendo resonar mis zapatillas. Lucrecia me sigue, y por alguna razón no me altera el humor que ella se filtre en mi zona.
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Sin decir una palabra ni pedir permiso me ayuda a llevar más botellas, al armario. Sin siquiera darnos cuenta terminamos convirtiéndonos en aliadas. Aunque no olvido que ella es muy cercana a La Máquina.
Santiago Me alegra que Lucrecia esté de vuelta, se ve bien. Sana, brillante y con muchas ganas de disfrutar la vida. Ella no ha parado de hablar desde que llegó, va y viene por todo el bar. Un rato brindando ayuda a una Adela sombría que evita mis ojos o tomando unos tragos con León y El Perro o trayéndose la copa a mi mesa para charlar conmigo aunque yo apenas hable. Está eléctrica y feliz de estar con nosotros nuevamente, y lo mejor de todo, sin una pizca de cáncer en ella. Es libre, después de años luchando, desde hace cinco años lo es y puede hacer con su vida lo que se le venga en gana. La noche avanza y enseguida noto cuándo ha tenido suficiente con el alcohol, así que le quito la copa de las manos. Está desenfrenada porque nada de esto lo pudo hacer en la adolescencia. Me mira con ojos brillosos y me sonríe completamente perdida en la nube que el licor formó en su cerebro. —Entendí el mensaje, hermanito—me llama así en broma. Siempre tuve el presentimiento de que ella no era de mi misma sangre, algo había en su ser que me impedía creerlo del todo. Y estuve en lo cierto, la basura de mi padre no podía engendrar algo tan puro, delicado y dulce como Lucrecia. Sin embargo otro monstruo lo hizo, no está muy lejos de la calaña de mi propio padre. Con Lucas me pasó lo contrario, lo sentí como hermano en la primera mirada, un vínculo invisible que sólo se sentía, ya que a la vista no éramos en absoluto parecidos. Él tuvo la suerte de parecerse más a su madre, yo no. Soy un clon andante de mi padre, cada vez que me miro al espejo lo veo observándome con crítica. Jamás podré quitármelo de encima. Otra única cosa que Lucas y yo tenemos en común es que, a la hora de matar, no dudamos. Sin embargo, Lucas nunca estuvo bien con ser esa clase de hombre, siempre buscó la redención para poder después desprenderse. Y la encontró en Lucía. Yo, en cambio, estoy perfectamente bien con lo que soy y mi forma de ser. Es algo que no cambiaré jamás.
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Por eso no puedo dejar que nadie se apegue tanto a mí. No soy la clase de hombre hecho para cosas simples, ni blandas. Me transformé en esto, y no quiero imponerle a nadie la clase de sed que me invade día tras día. Nunca seré comprendido, a los ojos de las personas soy sólo un loco. Un psicópata. Nada por lo que valga la pena arriesgarse. Y estoy en paz con eso. Es parte de muchas de las cosas que me gustan de mí mismo. Sin cadenas. Por todo eso estoy seguro de que lo que tengo con Adela no durará, porque ella querrá más y cuando sepa de las cosas que soy capaz de hacer saldrá corriendo. No obstante, aunque sepa que tengo que dejarla de una vez por todas, ella sigue siendo mi maldito anzuelo, y yo soy como un pez mordiendo, siempre cayendo en la misma trampa una y otra vez. Porque caer se siente tan bien, que no importa qué tan catastrófico sea el final. Lucre se levanta, tambaleándose y me pongo de pie para ayudarla, no quiero que se caiga redondita al suelo y se haga algún daño. —No voy a romperme, hermanito—me sonríe como una chica drogada. Se tambalea de nuevo y se ríe, para después poner una sonrisa soñadora y apoyarse contra mí. Descansa su mejilla en mi pecho, y la dejo porque no me gusta ser brusco con ella y, además, Lucas acaba de llegar para buscarla. Veo el coche estacionándose en las afuera del recinto. León también lo ve y viene con el abrigo de la chica semidormida, la ayuda a meterse en él y después me deja para acompañarla afuera. —Me siento tan bien—me murmura riendo mientras adelantamos. Lucas se da cuenta del estado de su hermana y enseguida se baja del coche para venir a socorrerla. Él, más que nadie, la trata como si fuera de cristal delicado. Apenas nos miramos, él sólo toma a Lucre y la acuesta en el asiento trasero del coche. Después, cuando se asegura de que está bien, viene a tenderme la mano. — ¿Cómo estás, Máquina?—le divierte el sobrenombre que los Leones me pusieron, lo veo en sus ojos grises brillantes. Me encojo de hombros, susurrando una pequeña respuesta. —Bien…—me meto las manos en los bolsillos—. ¿Cómo están Lucía y el bebé? Enseguida se pinta una media sonrisa en su cara cuando los nombro. El hombre está jodidamente enamorado de su familia.
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—Perfectos, gracias por preguntar. Asiento y lo veo sacar un cigarro y encenderlo, no me pierdo la forma en la que lo disfruta con ganas. —Prometí no fumar dentro de casa y, a veces, necesito aunque sea uno—se ríe—. En realidad debería dejarlo, pero de vez en cuando me hace sentir bien. Me quedo viendo la oscuridad de los árboles, más allá de nosotros. Estamos muy cerca del claro. Él sólo pita su cigarro, apreciando el silencio al igual que yo. No es incómodo, ni raro. Sólo estamos allí, tranquilos. No hay mucho que decir pero tampoco tenemos esa necesidad de rellenar el hueco. —Deberías venir algún domingo de éstos—tuerce el cuello para mirarme a la cara—. Cuando el bebé esté al fin en casa… te llamaré… sólo un sencillo almuerzo… —Bueno…—sólo digo. Podría ir. No sería la muerte de nadie pasar un almuerzo con ellos. Sólo me irrita la normalidad en la que ellos viven ahora, no aguanto estar tanto tiempo en una casa de familia. — ¿Qué estás haciendo?—llama Lucre a su hermano—. Llévame a casa, quiero dormir—gime, seguramente una jaqueca comiéndose su cabeza. Lucas se ríe y lanza la colilla de cigarro al suelo para después pisarla. Nos despedimos con otro apretón de manos, y quedamos en que nos veremos en estos días. No vuelvo adentro hasta que enciende el coche y se largan, desapareciendo a lo lejos en la carretera. Al entrar de nuevo en el bar noto que está tranquilo y Adela tiene un descanso, se encuentra en la mesa de León, empinándose un tequila. Merodeo por allí, mi sangre poniéndose líquida en mis venas. Ella presiente mi acercamiento y se da la vuelta para verme a la cara. Sabe lo que mi mirada transmite y se sonroja un poco, esquivando la atención del jefe. Me muevo a lo largo del bar, paso la barra directo a la cocina. Ella me sigue, pero se queda de pie en la puerta con los brazos cruzados sin ir más allá. La observo atentamente. —Necesito un respiro esta noche—dice, y sé qué es lo que la lleva a darme esta negativa. Malditos celos.
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Estuvo toda la maldita noche rumiando el contacto entre Lucre y yo. Y no está en mi naturaleza explicarle y sacarla del error. Que se ahogue en innecesarios celos, me importa bien poco. —Perfecto—respondo y me encojo de hombros como si no me importara. Como si mi erección no hubiese crecido de golpe al verla tan fastidiada. Por un momento se ve sorprendida por mi fácil docilidad, después veo cómo sus ojos se espejan con enojo. Si cree que voy a rogar por un revolcón es porque todavía no me ha conocido bien en todo este tiempo.
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18 Adela Le echo llave a la puerta del bar y camino a casa sintiendo un vacío. Acurrucada en mi abrigo, con la cabeza confundida y distraída. Después de hacerme la difícil con Santiago esta noche, negándonos el contacto al que nos habíamos acostumbrado tanto, él sólo se fue, como si no le importara una mierda si me tenía o no. Y eso fue como un baldazo de agua helada en mi cara. ¿Qué esperaba de su parte? Bueno, que… que me preguntara por qué decía que no. Que le preocupara mi negativa. Eso sería una buena señal de que se estaba encariñando conmigo de la misma manera que yo. Pero no. Las Máquinas no tienen sentimientos. Entro en el ambiente oscuro que significa mi amado hogar y enciendo las luces, suspirando. Otra vez, mis ojos caen en el cajón de la mesita de noche, donde sé que están mis pastillas. Es una lucha interna. No sé cuántas veces al día mis ojos van hacia allí, y una voz en mi cabeza grita que las comience de una vez. Pero siempre hay algo que me lo impide, que me echa para atrás, que me asegura que me encuentro fantástica y que no las necesito. Me siento en la cama, mis ojos en la nada, mis hombros caídos. Desde que La Máquina apareció en mi vida no he tenido la necesidad de medicarme. Es como si su presencia fuera el mismísimo Litio. Como si su cercanía acabara con la locura punzante en mi cabeza, logrando que el interruptor se trabe y no se mueva. Me da miedo el hecho de preguntarme cuándo mi verdadera esencia activará el aterrador click, porque hacerlo es como tentarla a revivir. Me pongo de pie, dándome cuenta de que sigo con el abrigo puesto, me miro a mí misma y, en vez de sacármelo y colgarlo, permanezco quieta, sopesando las posibilidades. Sabiendo que si me quedo hoy en esta cama, sola, enterrada en el silencio, sin una pequeña dosis de tacto rudo y desesperación animal, no podré dormir y éste vació crecerá. Quizás todo terminaría siendo un desencadenante. ¿Acaso la verdadera Adela se quedaría aquí sin luchar, sabiendo que pueden existir oportunidades de obtener lo que quiere allá a fuera? Tal vez,
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hay algo que pueda conseguir en todo esto. Quizás si demuestro de una vez qué es lo que de verdad ansío lo obtenga sin más idas y vueltas. Me permito tener fe, estiro mi espalda y alzo mi mentón con desafío. Salgo de mi casa, volviendo a cerrar y camino con seguridad, pasando a través de todos los departamentos con luces apagadas. Llego a la puerta correcta y golpeo sin vacilar. Si Santiago puede tener todo de mí sin siquiera pedirlo y encima exigirme más, entonces también tendrá que ceder. Si yo lo hago, él lo hará. Porque es el verdadero egoísta en esta historia, no yo. Max abre la puerta y me deja anonadada al verlo arreglado por primera vez. Se ha afeitado, sus ojos están limpios y ya parece un ser humano normal y no un pobre cascarón destrozado. Me da una media sonrisa que hace que la cicatriz en su mejilla se hunda en un pozo, me deja entrar. Me quedo mirándolo fijamente, entonces caigo en la cuenta de que él ni pisó el bar esta noche. — ¿Qué has estado haciendo hoy, Max?—le pregunto, sin que me preocupe lo entrometida que estoy siendo. Mete las manos en los bolsillos y se encoge de hombros. Por primera vez desde que lo conozco se cruza por mi cabeza lo atractivo que es, incluso con esa terrible cicatriz que traza su mejilla izquierda. —Sólo… encendí la tele y me cociné un omelette…—se rasca la sien, despeinándose un poco—. Me quedé solo, intentando pensar… supongo. Tartamudea y esquiva mi mirada, eso me dice que se siente presionado con mi pregunta. Le sonrío, sintiéndome un poco orgullosa de él. De que no hubiese ido al bar a emborracharse y ser malhumorado con todos. —Mmm—carraspeo, ahora avergonzándome un poco—. Vengo a… a ver a… Asiente un poco divertido con mi dificultad de decir las cosas claras. Él señala el pasillo con paciencia, sonriéndome por primera vez. Me hace especular que tiene la sonrisa más bonita y aniñada que he visto en mi vida. —La puerta de la izquierda—me indica. Le doy una mirada cautelosa y le agradezco, sonrosándome, antes de adentrarme más allá y, justo antes de que golpee, él se aclara la garganta para decirme algo. —Él… nunca duerme antes del amanecer… así que seguro está despierto.
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Asiento y trato de no analizar tanto lo raro que eso suena. ¿Por qué no duerme antes del amanecer? No espero más, me decido a evitar golpear, sólo entro sin avisar y adapto mis ojos a la habitación en tinieblas. Me encuentro con la luz de la luna derramándose sobre el torso desnudo de Santiago, sus antebrazos descansando debajo de su cuello. Enseguida sus ojos buscan mi silueta y trago al distinguir su infaltable intensidad. Sin dejar de vigilarlo, me quito el saco y lo dejo apoyado en el respaldo de la silla que hay en el rincón. No permito que esta primera vez en su habitación me intimide ni que su inmovilidad me vuelva insegura. Sigo con cada una de mis prendas hasta quedar completamente desnuda, de pie al final de la cama. Mi boca se seca al tiempo que me recorre entera, tomando nota de mis apenas abultados pechos pálidos y mi entrepierna depilada. Entierro mis rodillas en el colchón y gateo hasta quedar encima de él, a horcajadas. Bajo mi cabeza, comienzo a besar su vientre, ascendiendo lentamente a sus pectorales, sus pezones, su clavícula, sus hombros, su cuello. Encierro entre mis dientes, levemente, la piel de su mandíbula. —Se suponía que necesitabas un respiro… —sisea, cuando paso mi lengua por su cuello hasta su oreja. —Mentí—respondo. Sus manos se elevan y acarician mis nalgas, las amasa, luego clava sus dedos en ellas dejándome marcas. Mi respiración se altera. Toma un momento para acomodarse, apoyando su espalda en el respaldo, mirando mi rostro con una pisca de interés. Estoy segura de que sabe por qué mentí. Busco sus ojos, bebo de ellos con los míos. —Estabas celosa…—lo dice como una acusación. Interna sus dedos en mis escondites, rosa mi entrada trasera, y después se dirige hasta mis labios vaginales, curioseando. Me atraganto. —Sí…—mi respuesta sale como un suspiro cansado. Aleja su toque, traza una ruta desde mi espalda baja hasta mis hombros. —No hay motivo—carraspea entre la molestia y la excitación. Niego, con los ojos cerrados, respirando por mi boca cuando se inclina y muerde mis pezones, luego calma el dolor lamiéndolos con una lentitud tortuosa. El sonido que hace con la boca en mi piel electriza mis terminaciones nerviosas, erizándolas. —Lo hay…—no me desvío de la lenta conversación.
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—No—insiste, soltando el aliento en la zona húmeda con su saliva. Me estremezco, paso la lengua por mis labios resecos. Clavo mis ojos en los suyos porque quiero que entienda bien lo que voy a decirle. —Sí…—retengo su mentón entre mis dedos, para que no quite sus pupilas dilatadas de las mías—. Quiero que solamente seas mío… Mío y de nadie más… Es cuando arruga los párpados con peligrosidad que me doy cuenta de que acabo de activar algo salvaje en él. Mucho más oscuro que todo lo que haya podido conocer hasta ahora. Recorre la longitud de mi arqueada espalda hasta encontrar el inicio de mi larga cola de cabello oscuro, tira tan violentamente hacia atrás que se me escapa el aire de una sola vez y me hace creer que estuvo a punto de desnucarme. Clava de forma brusca sus dientes en mi garganta expuesta, esta vez, se queda allí, haciéndome daño y al mismo tiempo excitándome como nada en el mundo. Y sé que no sólo encontraré una insignificante marca rojiza allí después. Estoy loca por creer que sus dientes afilados apretando mi carne, marcándome, es algo sexy. Lo sé, sin embargo lo quiero tanto. Ansío tanto que me grabe así, y de todas las formas que quiera. Tensa mi pelo de nuevo, con más arrebato que antes y me obliga a arquearme más, baja por mi piel corroyendo cada centímetro con fuerza. Comienzo a gemir, sin poder retenerme, el dolor es demasiado intenso y el placer no se queda atrás. Me restriego contra la áspera tela de su vaquero, humedeciéndola con mis jugos, sintiendo el bulto de su pene hinchado. Sólo por mi efecto. Nada más. Me decido a soltarme por más que no le guste, me escabullo sólo un poco para poder sacar su masculinidad de sus pantalones dejarla altiva ante mí para hacer con ella lo que me venga en gana. Para mi sorpresa levanta las caderas para que pueda desnudarlo, y una vez que ya no hay ninguna barrera entre nosotros me lanzo como si fuera un banquete. Introduzco su grueso pene en mi boca, haciendo chasquear el metal del piercing contra mis dientes. Succiono, sabiendo que a él le gusta que vaya directo al grano. Voy más allá, respirando agitadamente por mi nariz a medida que voy metiéndolo. La pequeña bola de acero rosa mi campanilla y de inmediato provoca que mis ojos se llenen de lágrimas, sin embargo eso no me hace parar, lo llevo más y más hasta que ya no puedo. Intento retirarme
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para volver al inicio y él apoya una pesada mano en mi nuca impidiéndomelo, no parece importarle que me esté ahogando. Cuando creo que estoy a punto de desmayarme con su enorme pene incrustado en mi garganta, me deja ir y puedo respirar de nuevo para volver a empezar. Esta vez no soy yo la que baja para abarcarlo, sino él que sube de una estocada sus caderas y me obliga a tomarlo, incluso más hasta al fondo. Despierta mi temperamento, y mientras vuelvo a atragantarme y sentir caer lágrimas desde mis pestañas, marco tres profundos rasguños justo encima de sus abdominales, con un solo movimiento exacto. Santiago se afloja y sale poco a poco de mi boca. Tomo una aspiración profunda mientras mi vista se despeja y me limpio los labios llenos de saliva. Despacio, prosigo, lamiendo con letargo e intensidad, esta vez sin introducirlo dentro porque mi pobre garganta se ha revelado con sus exigencias. Levanto mi escrutinio hacia su cara y me encuentro con que tiene los párpados apretados, todo para no conectar mirada conmigo. Eso hace latir mi corazón con sed de venganza, por eso me retiro y, sin previo aviso, tomo su cabeza entre mis manos muy firmemente y llevo mis labios llenos de su propio sabor a los suyos. Le muerdo el labio inferior, reteniéndolo conmigo, y sin importar qué tan tenso se ha puesto, intento colar mi lengua en su boca. Lo único que recibo de su parte es un riguroso empujón que me expulsa duramente de la cama y me hace estrellar contra en frío suelo. De un solo movimiento se pone de pie y se eleva sobre mi cabeza, no me intimida, lo único que logra es empapar más mis entrepiernas. Me toma de los brazos, clavando lastimosamente sus dedos en mi carne y me alza. Estrella mi espalda contra la pared y mis dientes castañean, mi respiración se acelera cuando me encuentro con su semblante. Serio, letal, ensañado. Su enorme mano abarca mi mentón con rigidez y me arrastra hasta la cama, lanzándome de espaldas en las mantas. Lo veo meterse de rodillas entre mis piernas abiertas, sus dedos hacen daño a mí mandíbula pero no puedo evitar rogar con jadeos que me penetre como siempre hace. Duro, entero y de una sola vez. Tuerce mi cabeza antes de hacerlo, me obliga a mirar hacia un costado mientras me estaca en un solo meneo, forzándome a expulsar un alarido. Deseo verlo todo elevado sobre mí empujando violentamente contra mis paredes, estirándolas y exprimiéndolas con furia, y sólo me concentro en
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la impersonal pared blanca mientras me toma. La penetración se oye en toda la habitación y estoy segura de que también en el resto de la casa. Y no parece importarnos. Mantiene su agarre de acero obligándome a torcer mi cuello de manera dolorosa. Siento mis senos bailar arriba y abajo con cada avance de sus caderas. De pronto, inesperadamente, afloja su sujeción y suspiro con alivio, justo para sentir el clímax venirse en gigantes oleadas todo sobre mí. Bramo, me retuerzo y cierro mis ojos mientras la electricidad apresa mis extremidades y me convierte en una tensa y jadeante maza de carne. Santiago sigue con lo suyo, empujando en mi interior con brío, zamarreándome. Lo siguiente que sé es que se deja caer un poco sobre mí, sosteniéndose con sus manos a ambos lados de mi cabeza. Entiendo que debo evitar sus ojos, así que sólo los cierro y me arqueo buscando que su penetración sea más profunda y animal. Lo noto pasear su lengua por mis tetas sin detenerse, pasa a mi cuello y chupa el lóbulo de mi oreja. Le respondo arrastrando mis uñas por su tatuada espalda, directo a sus firmes nalgas para sepultar el filo allí, donde se atiesan con cada estocada en mis profundidades. Su aliento se cuela en el caracol de mi oído y me estremece. Luego procede con un extraño movimiento de caderas para que el piercing en la cabeza de su pene se trabe en un punto especial que me deja gritando incoherencias un largo rato mientras el próximo orgasmo se enrosca en mi bajo vientre. Lloriqueo, entierro más mis uñas en su piel y lo aprieto con mis piernas mientras me vengo. Duro. Me encuentro gimoteando a la deriva, perdida en las sensaciones cuando mis labios son aplastados suavemente. Al principio creo que es una de sus manos intentando acallarme, pero entonces algo sedoso, caliente y húmedo comienza a colarse dentro, gimo con entendimiento. Imparable satisfacción. Me abro para que me bese, invitando a entrar su lengua para así encontrar la mía. Lloriqueo en su boca, y Santiago se come todos mis jadeos. Una enorme bola se agranda en mi pecho y tengo una fuerte sensación, como si estuviera a un paso de llorar. Sin embargo ninguna lágrima viene, apreso su cuello en mis manos y le correspondo cada mordisqueo, cada rose de su lengua. No puedo evitar pensar en que al fin puedo besarlo, tomar algo más de él, mientras se entierra repetitivamente en mi rincón.
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Gruñe dentro de mis cavidades cuando succiono su lengua y él me devuelve el movimiento a continuación, al mismo instante en que pellizca uno de mis pezones para obligarme a exclamar. Se separa un poco, e introduce mi mentón entre sus dientes, comprimiéndolo, mientras lo siento hincharse en mi interior. En un pestañeo me encuentro vacía, el aire del cuarto refrescando mis labios privados empapados, Santiago se derrama sobre mi estómago, pegoteando mi piel ya sudorosa. Se queda un largo tiempo con el rostro encajado en mi cuello, recuperando el aliento. Al mismo tiempo, lo acuno entre mis piernas, le acaricio la espalda y planto besos en su hombro, compensada. Luego, sin señal alguna, el sueño aspira mi mente y me quedo dormida entre sus poderosos brazos.
Santiago Un enorme puño rompe mi mandíbula y me estrella contra la pared. Mis costillas partidas en pedacitos reciben el impacto y resuenan en mi torso como ramas quebrándose. No puedo evitar convertirme en una miserable bola, todo enroscado sobre mí en el suelo. El hombre calvo sigue golpeándome con todo lo que tiene y sigo recibiéndolo con los ojos cerrados, aguantando el insoportable dolor y sin soltar ni un solo quejido. Entonces como si nada, se va, abriendo la puerta para después cerrarla tras él. Me deja solo. Y es el único lujo que puedo tener en este oscuro lugar. Ya he dejado de llorar como un niño. Realmente no sé en qué momento comencé a aceptar la tortura sin soltar una sola lágrima. En mi cabeza siempre permanece la imagen de Lucía, aunque acompañada con un pequeño destello de deseo de venganza. Estoy cambiando, lo noto. Siento algo crecer dentro de mí, y no es precisamente algo bueno. No es perdón o entendimiento. Nunca fui un chico rencoroso, ni vengativo, ni siquiera me preocupaba demasiado cuando la gente me hacía daño en el pasado. Siempre tuve la creencia de que el karma era el mejor justiciero. ¿Pero ahora?
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Ahora, después de docenas de huesos rotos, incontables morados en mi piel, intensa degradación a mi ser, no creo en el karma. Creo en mis propias manos tomando lo que me pertenece: La peor muerte, la más dolorosa que puede existir. Ya terminé de gritar el nombre de la chica que amo y por la que me encuentro acá adentro hoy. Cada vez que lo hago uno de ellos viene y sigue trabajando sobre mí como si fuera un saco de boxeo. A estas alturas debe de estar muerta, ¿o no? No sé en qué fecha estamos. He perdido la percepción del tiempo. Trato de no pensar en eso, esto ya es una tortura inaguantable, no necesito pensar en si todavía está viva o no. La puerta vuelve a abrirse y el calvo vuelve a entrar, una luz blanca se enciende en el techo, sobre mí, creando un dolor insoportable a mis ojos. — ¿Sabes, niño bonito?—se agacha junto a mí—, tengo muchos planes contigo… y sé que no son parte de las reglas de este lugar… Tendría que hacerlo a escondidas de todos—lo miro a través de mis ojos hinchados y sangrantes, se relame los dientes—. Puedo saber que vales la pena cualquier sanción… Se ríe, se ríe tanto que retumba en todo el lugar, cuatro hombres entran después de eso. Los he visto miles de veces antes, son los doctores. Ellos me arreglarán, y una vez que esté sano de nuevo el calvo volverá con su acompañante y seguirán con su trabajo. Dejo que me curen, inmóvil mientras me suben en una camilla y atienen mis costillas fisuradas. Sé que tendré unas semanas de paz física, ninguno de ellos va a venir, no hasta que esté listo de nuevo para ser desgastado sin cruzar la línea de la muerte. Abro los ojos escuchando una violenta bocanada saliendo por mi boca. Lo primero que siento es el sudor cubriéndome, como una manta que intenta protegerme de los recuerdos. Pestañeo en la oscuridad, de nuevo sé que me dormí antes de que la luz cubriera mi cuarto. Doy un par de suspiros para controlar mi respiración y los latidos de mi corazón, y en ese momento me percato de un cuerpo cálido moviéndose debajo de mí. Me doy cuenta de que me quedé dormido sobre Adela, con mi rostro metido en el hueco entre su cuello y hombro. Busco su rostro y me encuentro con que está despierta, sus enormes ojos espejados atentos en mi expresión.
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—Fue una pesadilla—susurra, hace una mueca de dolor. En ese mismo instante noto que una de mis manos está apretando forzosamente la carne de su antebrazo, tanto que cuando la suelto se notan las marcas moradas de mis dedos en su piel. Me estremezco y busco su mirada, sintiéndome todavía un poco fuera de la realidad. —Está bien—dice contra mi oído. Su brazo sano acaricia mi espalda empapada, después sube a mi cuello y por último se detiene en mi mejilla. Despega su nuca del colchón y rompe la distancia entre nuestros labios. Le permito besarme aunque no respondo, todavía descompuesto. Se queda despierta en silencio, mirándome, acompañándome hasta que el amanecer ilumina débilmente mí alrededor, entonces los dos seguimos durmiendo, aun entrelazados.
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19 Adela A la mañana siguiente me salgo de las mantas de Santiago sin que éste se entere en absoluto. Está profundamente dormido y algo en su semblante pacífico hace crecer un gigantesco y latente nudo en mi pecho. Lo observo mientras me visto. Se encuentra boca abajo, su cuerpo cruzado en la mitad de la cama, los brazos abiertos. Dormir durante el día es su momento de paz interior. Es como un niño pequeño que le teme a la oscuridad, cerrar los ojos en la noche no es, ni de cerca, una opción. No pierdo los detalles del tatuaje que cubre su espalda completa. La calavera me mira, me sonríe y se siente como si estuviera deseando quitarme la vida. Todo lo que puedo ver en ese diseño es a la muerte. Cara a cara. Me duele de una forma extraña entender qué tan oscuro es este hombre. Sin embargo, lo quiero así, no lo cambiaría. Me meto en mi abrigo, y aunque me cueste irme, lo hago. Necesito una ducha caliente, un potente desayuno y quiero mentalizarme para llamar a Francesca, si es posible quiero obligarla a que salga de la casa y venga a quedarse conmigo. Creo que ese sería un buen comienzo, después veríamos el tema de la denuncia, porque esa es una opción que no se debería dejar de lado. Entro en mi apartamento y comienzo a quitarme la ropa con cuidado, mientras tomo una ducha analizo los moretones que Santiago dejó en mi antebrazo anoche, los roso con los dedos intentando no apretar tanto la piel porque todavía me duele. Después me seco y trato de ignorar las ojeras que resaltan en mi cara por la falta de sueño, tengo que correr a limpiar el bar, anoche me salteé esa parte. Y sé que si no lo hago nadie saltará a mí yugular por no cumplir con mi trabajo, pero soy exigente conmigo misma. Quiero merecerme cada centavo que gano. Me pongo mi ropa negra y sin siquiera peinarme empiezo a hacerme un café, rebusco en las alacenas encontrando un paquetes de tostadas empezado y estoy mordiendo una cuando por el rabillo del ojo veo a alguien acercarse a mis espaldas, no alcanzo a darme la vuelta con rapidez y siento un fuerte tirón de cabello mojado sin tiempo a reaccionar. Jadeo.
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—Te dejé muy en claro que no te acerques a mi familia, pendeja—la voz dura de mi hermano llena uno de mis oídos. Mis ojos se llenan de lágrimas por el dolor punzante. — ¿Por qué siempre me desobedeces, Adela? ¿Por qué siempre me obligas a hacerte daño? Le clavo el codo en el estómago y lloriqueo con alivio cuando se echa hacia atrás, soltándome. Me doy la vuelta para enfrentarlo cara a cara y me encuentro con sus ojos turquesa brillando con ansias de romperme. —Tengo derecho a ver a mi sobrino y a Francesca… ellos también son mi familia—le digo, mi voz bien firme, sin una pisca de miedo. Se ríe de mi discurso y da un paso hacia a delante, encerrándome entre su cuerpo y la mesada. —No tenés familia, Adela… Estás sola, porque estás loca… los locos son peligrosos, los locos deben estar encerrados… Lejos de las personas. No sé por qué esa clase de afirmaciones me lastiman viniendo de él, supongo que es porque nunca superé que me dejara abandonada en una institución. —No estoy loca…—niego con la cabeza, sintiéndome muy pequeña. Trago saliva, y no demuestro la forma en la que mi cascarón se rasga con cada palabra que suelta su venenosa boca. —Adela, ¿no has empezado la medicación?—sus ojos cambian, fingiendo preocupación. Cometo el error de echar un vistazo culpable al cajón de la mesita de noche. —Sabes que podrías acercarte, si estuvieras siendo una chica responsable que toma sus medicamentos… Bajo los ojos un segundo al suelo, luego con más determinación los subo a su rostro, desencajado de asco por mí. No me deja hablar, él sólo lo acapara todo. —Yo te quería, hermana—se acerca más—. Yo te quería con todo mi corazón—su tono se vuelve ronco—. Pero entonces tuviste que romper los platos preferidos de mamá… no pude evitar odiarte… No pude evitar que me desilusionaras… partiste mi corazón… lastimaste la memoria de mamá… seguro papá se revolcó en su tumba al saberlo… al ver lo que eras capaz de hacer… —Para… para—suplico.
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—Los defraudaste, Adela… y también lograste que tu único hermano te odiara… No me doy cuenta de que estoy llorando hasta que siento el millar de lágrimas caer al suelo desde mis mejillas, hasta que veo los ojos de mi hermano refulgir porque logró romperme como quería. —Sos cruel…—gimo. Quiero acurrucarme y que desaparezca de una vez. Me estoy volviendo loca de vergüenza por estar llorando frente a él, odio ver cómo esto le satisface. Tiemblo cuando encierra mi cara entre sus manos y la levanta para que no evite mirarlo. —No soy cruel, hermanita…—susurra—. Sólo soy sincero… sabes que estás loca, lo sabes bien… entiendes que sin esas pastillas destruirás tu vida… no puedo dejar que te acerques a mi Abel, ¿qué pasa si lo lastimas? Él es pequeñito, indefenso… sos peligrosa para nosotros… Acéptalo, Adela… Acéptalo… Me deja ir, en un abrir y cerrar de ojos sale de mi vista y escucho cerrarse la puerta de mi casa. Me atraganto con mi llanto y me siento en el suelo, con mi espalda apoyada en las puestas del bajo mesada. Llevo mis rodillas a mi pecho y me cubro la cara mientras más lágrimas se despiden de mis ojos. “…sabes que estás loca, lo sabes bien…”, mi corazón se parte al medio al recordar sus feas palabras. Se graban en mi mente, pinchan como púas marcándome, haciéndome sangrar desde dentro. “Estás sola, porque estás loca…” aprieto mis párpados con fuerza y tiro de mis cabellos con manía. Aúllo con rabia para intentar acallar mi mente quebrada. No sé por cuánto tiempo me quedo allí, llorando. Completamente derrotada. Un chiflido resuena en mis oídos y me sobresalta, alzo los ojos para ver a uno de los Leones apoyado en la barra intentando llamar mi atención. —Vas a servirme mi cerveza, ¿o no?—me dice, un poco malhumorado. Asiento, pestañeando lentamente. —Sí, lo siento—me disculpo por mi torpeza.
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Le doy su cerveza y él se marcha. Estoy completamente perdida en el día de hoy. Han pasado muchas cosas. Después de que mi hermano se fue esta mañana y terminar con mi ataque de llanto, me recuperé como pude, haciendo acopio de todas mis fuerzas. Me puse de pie, ordené mi lugar, peiné mi cabello ignorando mi propia mirada agónica en el espejo. Me salteé el almuerzo mientras limpiaba, completamente metida en mi trabajo, tratando de mantener mis oscuras emociones a raya. Cuando llegó la hora de llamar a Francesca, aclaré mi garganta para sonar normal y ser agradable con ella. Sin embargo recibí otro golpe de negatividad. —Adela, tenés que alejarte de nosotros—susurró ella desde su lado, con una voz temblorosa y culpable. Tragué el enorme nudo que creció en mi garganta y pestañeé para que mis ojos no se llenaran de humedad. —Sabes que es lo mejor—insistió. Cerré los ojos y negué con la cabeza, sintiéndome demolida en pedazos por su alejamiento repentino. Se suponía que ella quería que yo la llamara, que aceptara contactarse conmigo. “Estás sola, porque estás loca…” la bruma en mi cabeza dejó la puerta abierta para que entren esos horribles pensamientos. —Quiero ayudarte…—le susurré, con terror a que mi voz se quiebre. El silencio se coló entra nosotras, la escuché suspirar. —No necesito tu ayuda, Adela… sólo… sólo debes hacerle caso a Álvaro… mantente lejos… No me dio tiempo a replicar porque me colgó y me dejó suspendida en el tono cortante del teléfono. Eso fue mi último aviso, bajé el auricular del teléfono de las oficinas y caminé adormecida. Bajé las escaleras. La soledad del bar, ya limpio y a la espera de otra jornada, me golpeó en la cara. “Estás sola, porque estás loca…”. Recorrí el complejo como una clase de zombie, me metí en casa y no me detuve hasta la mesita de noche. Esta vez no aplasté la pastilla blanca con la suela de mis zapatillas, sólo la llevé a mis labios y la tragué en seco. Gotas de fracaso bajando por mis mejillas. Entro en la cocina respirando erráticamente, enojada conmigo misma por estar perdiendo el hilo de mis acciones. No se supone que tengo que estar así, tan desconectada. Me cuesta concentrarme y no podría imponer orden ni
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aunque me esforzara al cien por cien. Me froto los ojos y me doy la vuelta para volver, no llego muy lejos porque me choco contra León, que me estabiliza para que no me caiga de culo en suelo. Él me agarra del antebrazo y sin darme cuenta siseo de dolor, retirándolo de un tirón. Sus ojos azul claro se ponen peligrosos, y ni siquiera me pide permiso antes de tomar mi mano entre las suyas y subir la manga de mi camiseta. Primero detiene el aliento, luego una enorme tristeza se refleja en su expresión, se lamenta suspirando. Entonces echa una filosa maldición al aire, tan repentina que me sobresalta, y sale de la cocina como un guerrero vikingo, volando a través de las mesas, sillas y Leones. Lo persigo y grito horrorizada cuando veo hacia dónde se dirige. Santiago se levanta de su silla cuando lo ve venir, su expresión inescrutable, pero parece que sabe lo que le espera. León arremete contra él y de un único y poderoso puñetazo lo derriba al suelo. Mis manos tiemblan mientras me apresuro hacia ellos y me meto en medio, mientras Santiago se levanta del suelo con sus ojos brillantes de sed de sangre. Escupe una bola de sangre. Pongo mis palmas abiertas en cada uno de sus pechos inflados con violencia. León lo señala con el dedo índice, su rostro rojo de ira. —Estás malditamente fuera de este club, ¡ahora!—vocifera. Comienzo a negar mientras tiemblo, mi cuerpo empezando a sudar. —No… no fue él…—digo rogando con mis ojos al enorme tipo de barba trenzada—. No fue él, León… No fue él… Estoy mintiendo, pero, ¿qué puedo hacer? Santiago no me hizo daño a propósito, sólo se aferró a mí en medio de una fuerte pesadilla. Algo en mis ojos húmedos detiene la ensañada rabia de León, él me mira, lee mi miserable mueca de dolor. —Fue mi hermano, ¿está bien?—le digo—. Él… me agredió esta mañana… Suspira al cielo, intentando tranquilizarse. — ¿Quién carajo es tu hermano y por qué no nos dijiste nada sobre él?—me pregunta, perdiendo la paciencia. Trago y busco mantenerme cerca del calor de Santiago, que aparenta ya no estar tan enojado como hace unos segundos atrás. Puedo percibirlo mirándome con intensidad. —Álvaro Echavarría… es mi hermano—murmuro.
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Prácticamente todos los Leones se quedan en silencio, sorprendidos. León frunce el ceño y escupe: — ¿El jodido Álvaro Echavarría es tu hermano? Asiento, echándome hacia atrás. Creo que voy a vomitar. — ¿La puta mierda de gobernador?—rompe el silencio El Perro. Vuelvo a asentir, levanto mis ojos a Santiago y sin decirle nada él me entiende. Me toma del brazo y me aleja de todos, ordena a uno de los chicos que traigan mi abrigo. Todos en esta habitación saben que no me encuentro bien. León se acerca y, arrepentido, busca la mirada de Santiago a mi espalda. —Lo siento… de verdad, asumí que… —Ya veo—carraspea Santiago secamente en respuesta, sin dejarlo acabar. Entiendo que no debe ser bonito que los demás te crean capaz de lo peor. Me ayudan a abrigarme y después estoy fuera, yendo a casa en su compañía. Su presencia me resulta fortalecedora y me hace sentir menos pequeña y derribada.
Santiago Estuve toda la maldita noche imaginando lo peor, viendo lo muerta en vida que Adela se veía. Y cada vez que me acerqué a preguntar si se sentía bien me esquivó. Sus ojos opacos y su piel cenicienta me ponían violento de todas las formas imaginables. Quise zamarrearla hasta que me mirara directo a la cara y me dijera qué carajo le pasaba. Todos los chicos veían el cambio. Creí que me mantenía lejos por el daño que le hice anoche, el moratón que dejé en su brazo. De todas maneras, asumí que ella habría salido corriendo entonces y no ahora, un día entero después. Además sus ojos se veían raros como si hubiese tomado alguna cosa relajante, o… drogas. Pero si ella fuera adicta yo ya lo habría notado, todos lo habríamos hecho. Cuando León salió de la cocina como un rayo, directo en mi dirección con intenciones de cometer asesinato, lo supe: algo estaba mal y yo tenía mucho que ver con ello. Recibí el puñetazo en toda mi mandíbula y me derribó al suelo, el interior de mi boca se rasgó y sentí el gusto instantáneo
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de la sangre poblar mi lengua. Entonces Adela estuvo sobre mí, protegiéndome como si yo realmente no supiera cómo defenderme. No importaba qué tan grande fuera León, yo podía con cualquiera. Aunque realmente no quería pelear con él, es una de las pocas personas que me caen bien. Adela mintió, diciendo que el morado no era culpa mía, sino de su hermano. La maldita estúpida acababa de meter a su hermano en esto. Todo el mundo se quedó helado al escuchar el nombre, yo ni lo reconocí. En algún momento ella se vio sobrepasada y me rogó con los ojos que la alejara de todo. No lo dudé. Ahora mismo estamos de camino al completo, directo a su casa. Voy avanzando muy cerca de su cuerpo porque parece que ella está a punto de desmayarse. Llegamos a su puerta y tomo la llave de sus manos para abrirla yo mismo, entramos y enciende las luces. Permanezco de pie, muy tenso, reviso el lugar con ojos atentos, intentando encontrar algo que me explique su extraño estado. Lo único raro que veo en el ordenado lugar es una bolsa blanca sobre el edredón de su cama. Camino directo a ella con urgencia. Adela se me adelanta, viéndose asustada, e intenta llegar primero a la cama. No se lo permito, la separo a un lado y me hago con la bolsa primero. —Dámela—murmura, alterada. Aprieto los dientes y mis fosas nasales se abren con un sentimiento de descontrol que agarrota mis músculos. Rebusco en la bolsa y saco uno de los frascos de plásticos, leo la etiqueta. Carbonato de Litio. Al lado indica la cantidad mínima que contiene cada cápsula. Frunzo el ceño con cólera desenfrenada, mi sangre comienza a bullir en mis venas. Empujo a Adela lejos de mi camino, y me dirijo al baño. —Esto es pura mierda—gruño. Ella me mira con pánico instalado en sus ojos aturdidos. —No… ¿a dónde vas?—me pregunta, atragantándose—. ¿Qué vas a hacer? Me sigue, casi pisando mis talones. Horrorizada me ve entrar en el baño y comenzar a vaciar los frascos, uno por uno, en el inodoro. Comienza a lloriquear como una niña pequeña a la que le quitaron su bolsa de caramelos. —No…—aspira con fuerza—. ¡No me hagas esto!—empieza a gritar.
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Embiste contra mí, tratando de impedir que me deshaga de todas estas malditas pastillas. Su rostro empapado en lágrimas me sabe mal, tan mal que me obliga a tragar un enorme nudo bajo mi garganta. — ¡NO-NO-NO!—vuelve a colgarse de mí. La expulso, otra vez, sin parar de lanzar la mierda al agua. Ella pierde el equilibrio y cae al suelo sobre su culo. Su llanto devastador corta el aire, eso me hace enojar más. —Son mis medicamentos…—tartamudea allí tirada—. Estoy enferma, son mis medicamentos… Pierdo toda la paciencia, abandono lo que estoy haciendo para pisar fuerte en su dirección, la levanto del suelo con potencia y la aplasto contra la pared del pasillo. Adela se atraganta y sus enormes ojos tristes me miran soltando gruesas gotas saladas. —Soy bipolar—chilla, baja la vista al suelo, resignada. —No—le aseguro, negando con la cabeza. —Estoy enferma… estoy loca—susurra, insistiendo, sus dientes castañean. La agito con brusquedad, ella jadea cuando la asesto otra vez contra el duro yeso de la pared. — ¡NO-ESTÁS-ENFERMA!—Rujo a un centímetro de su cara. Ella se queda helada, muy quieta, será porque jamás me escuchó así de frenético. Nunca en mi vida he levantado la voz de esta manera y eso se nota. Nunca estuve más alterado como ahora. — ¡NO ESTAS JODIDAMENTE LOCA!—la aprieto más—. Ya deja de decir esa mierda, porque juro que te haré daño… Sus llenos labios tiemblan, y sigue llorando tratando de hacerlo en silencio. Cierro los ojos, haciendo un llamado a la paz interior, porque en vez de ayudarla la estoy lastimando más. Suelto sus hombros, y pienso que, seguramente, en ellos he dejado más marcas como la de su antebrazo. No tengo tiempo para lamentar eso. Con manos temblorosas encierro su rostro y la obligo a alzarlo para que me vea a los ojos. —Eso no es litio—le informo, mi voz de nuevo suave—. No sos bipolar, y esa mierda que tomaste no es lo que dice la etiqueta. Pestañea, perdida, no entiende del todo lo que digo.
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—El litio no te hace esto…—explico—. No te convierte en una persona muerta en vida, que camina como un zombie y parece a punto de caer inconsciente… Niega, intenta hablar pero realmente no sabe qué decirme. —Y no sos bipolar, yo lo habría notado… Sus hombros se sacuden, y quiere alejarse de mí pero no se lo permito. — ¿Cómo estás tan seguro?—sorbe por la nariz. —Mi madre es una de las psiquiatras más reconocidas del país—le aseguro. Toda ella se afloja y toma una bocanada de aliento. Agarrotada, cansada, vencida. Esto parece un duro golpe a su vida, lo sé por la forma en la que sus ojos se humedecen otra vez y la hacen ver perdida. Completamente confundida. Sea quien sea el que le mintió, ha estado ahogando la existencia de esta chica, haciéndola creer cosas horribles de sí misma y aplastándola en la miseria. Seguramente cada vez que lloraba o se sentía desganada lo atribuía a su bipolaridad, sin siquiera saber que no se encontraba enferma. Bajo ningún sentido. No sé por cuánto tiempo Adela se creyó enferma, sólo sé que le va a costar hacerse a la idea de que en realidad, está verdaderamente sana. Sus rodillas se aflojan y la sostengo antes de que caiga, la llevo a la cama y la recuesto, esforzándome, por primera vez en años, en ser blando. Y en el instante en el que ruega que me quede, asiento convencido. No tenía que hacerlo, porque pensaba quedarme de cualquier manera.
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20 Adela El otro lado de mi cama está vacío, lo sé incluso antes de despertar por completo. Y me hace sentir fría, quiero que todavía esté conmigo, ocupando casi toda la cama, que caliente las sábanas y me cubra con su calidez. Estoy dependiendo mucho de él. Con ese último pensamiento abro los ojos y me encuentro con el sol en lo alto, colándose por la ventana. Me obliga a entornar mis párpados porque empuja un pinchazo en mis sienes. Una vez que me acostumbro a la claridad me siento sobre el colchón, tratando de no ver el hueco que el cuerpo de Santiago dejó en forma de rastro a mi lado. —Buen día—una voz cantarina y refrescante me sobresalta. Alzo la vista para encontrar a Lucre, de pie al final de la cama con una mano en la cintura y otra sosteniendo en el aire una taza humeante. — ¿Qué… qué—trago para despejar mi garganta—. ¿Qué estás haciendo acá? No sueno malhumorada, sólo extrañada por su inesperada presencia en mi casa. —Mi hermanito me llamó—me sonríe, y sin pedir permiso se sienta en la cama a mi lado. Sus enormes ojos azules me observan fijamente. — ¿Quién es tu hermano?—le pregunto confundida. Mete la taza caliente entre mis manos riendo. Huelo y arrugo la nariz. —Chocolate…—me avisa—. Es como una broma… por un tiempo, Santiago y yo creímos que éramos hermanos, pero después descubrí que mi padre era otro tipo y blah, blah, blah… No somos nada pero sigue siendo como de mi familia… Le doy un sorbo al chocolate, sabiendo que mis celos de la otra noche eran incoherentes. “Estúpida”, suspiro en mi cabeza. Miro hacia otro lado, me imagino mis mejillas rojas de vergüenza por haber sido tan estúpida. —Es curioso, porque cuando lo conocí no me cayó para nada bien, de hecho, me daba un poco de miedo y desconfianza… la cosa empezó a andar
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mejor con el tiempo, y parecieron mejorar todavía más cuando supimos que no éramos de la misma sangre… No digo nada, la escucho, tratando de no perderme nada porque habla demasiado rápido y las expresiones de su cara cambian como las de un portarretrato digital. Si bajas la mirada sólo un segundo te perderías un montón de caras dulces. No creo que nadie quisiera perderse nada de Lucrecia. — ¿Dónde está él?—me animo a preguntarle. —Tenía trabajo… por eso me llamó—sonríe. Bien. Parece que me designaron una niñera. Me remuevo incómoda cuando ella sale de la cama y se interna en la cocina para dejar la taza vacía que le entregué. ¿Qué se supone que haga con ella? Lucrecia vuelve y da un aplauso de entusiasmo. —Estaba pensando… ya que estás mejor y la resaca ya se fue—abro la boca para decirle que no estaba borracha, pero me detengo, da igual lo que piense—que podemos ir de compras. Me da una deslumbrante sonrisa. — ¿Compras?—alzo las cejas, sorprendida. Asiente haciendo balancear la interminable trenza espiga que cuelga de su hombro. —Mmm… yo… yo no soy del tipo de chica que va… Resopla y sacude su mano en el aire para que no siga. — ¡Oh… vamos! Será divertido, lo prometo—insiste. Arrugo la nariz, disgustada. —No tengo dinero para eso…—y es la pura verdad. Pone cara de póker, y se lanza entera sobre la cama, haciendo rebotar los resortes. Apoya el mentón en sus manos, sus codos en colchón. Me mira con ojos brillantes. —Eso no es un problema… soy millonaria. Me rio, pensando que es broma, pero enseguida me freno cuando veo que ella no me sigue el juego. Sólo me observa, su rostro sonrojado, completamente en blanco. —Oh…—suelto, no sé qué decir. Ahora es el turno de Lucrecia comenzar a descostillarse de la risa por mi sentimiento de bochorno.
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—Sí…—se limpia las lágrimas—. Poca gente lo sabe, además yo no lo demuestro… pero tengo millones y millones para gastar, y sé que me voy a morir sin usarlos… por eso he estado haciendo donaciones de acá para allá… Asiento, completamente estupefacta por esta chica. —Ahora, vamos a ir… Vestite y… te llevaré de compras… Me quedo muy quieta en la cama, mirando cómo ella se pone de pie comienza a ordenar la habitación. —Mmm, está bien… pero sólo te ayudaré a elegir… no quiero nada para mí… Ella se detiene en seco, escaba en mis ojos y sabe que estoy siendo sincera. Que realmente no espero comprar nada. —Está bien…—abre mi armario y guarda algunas cosas—. Pero… te aviso que a mí me gustan los colores… no vas a elegirme nada tenebroso— avisa en broma, tomando nota de mis prendas negras dobladas en los estantes. Sonrío, haga lo que ella haga no hay escapatoria, te obliga a sonreír como boba. Aprovecho que ella se va a la cocina y empiezo a vestirme, para después correr al baño a asearme. Realmente odio las compras, pero se me hace que la compañía de esta chica matará cualquier aburrimiento.
Santiago Me recosté junto a Adela pero no dormí hasta que el sol comenzó a asomarse. La miré dormir por un largo rato, reteniendo en mis pupilas su piel pálida y sus pestañas mojadas. Y la forma en la que se enroscaba en sí misma, en una apretada posición fetal. A medida que el tiempo pasaba ella iba aflojando sus nervios metida en el sueño, poco a poco, inconscientemente buscando mi calor, cada vez más cerca de mi lado de la cama. Me puso algo inquieto que ella se aferrara tanto a mí después de la crisis. Me aterró la forma en la que me miró antes de caer dormida, como si yo fuera su mundo entero. Cuando al fin pude dormirme, sólo descansé un par de horas, porque alguien golpeó la puerta despacio, buscándome. Abrí para encontrarme a Max, sus ojos frescos, su imagen pulcra. Me habló por debajo de su abrigo.
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—Tenés trabajo—murmuró—. Encontraron a un extraño merodeando por nuestro territorio… Asentí, de inmediato sintiendo una descarga de adrenalina. El cansancio pasó a segundo plano en sólo un pestañeo. —Aguanten un rato—digo, miro hacia la cama—. Tengo que dejarla con alguien. Ninguno de los Leones era una opción, ellos dormían hasta la tarde. León y El Perro estarían con el intruso y Max no se quedaría como niñera. Él aceptó y se dio la vuelta para irse. Me senté en la cama y marqué desde mi celular la única opción que se me ocurrió. Lucrecia. Ni siquiera lo dudó, le encantó la idea de venir y estar con Adela, sin importar qué tan dura pudiera ser ella al despertar. Esperé cerca de media hora hasta que llegó. Adela ni se enteró del momento en que me fui. Llego al garaje en el patio trasero del bar, escondido entre los árboles y entro lleno de energía. Lo primero que veo es a un pobre tipo amarrado en mi silla de tortura. Con sólo echarle un único vistazo y oler el fuerte olor de su orina, me aseguro de que no pertenece a las Serpientes. El clan enemigo tiene de todo, pero nunca nadie que se vea de ese modo y se mee tan rápido en sus pantalones. — ¿Ya te mojaste?—camino hacia él, ya metido en mi papel. El tipo tiembla y evita levantar la cabeza para mirarme. Me encuentro contemplando una sudorosa calva. Carajo, odio a los malditos calvos. Sacan lo peor de mí. Chiflo y me agacho a su altura. —Pero si ni siquiera ha empezado la diversión—le murmuro, palmeo con fingida simpatía la superficie brillosa de su cabeza. Lo percibo temblar, y enseguida levanto la atención a los demás. Les hago una silenciosa señal para que se marchen, porque este es mi turno de jugar. Empiezo golpeando, intentando quebrarlo levemente, comprobando cómo de difícil será la cosa, si con poco hablará o tendré que ser el más cruel hijo de puta que habita la tierra. Generalmente prefiero que se resistan, que se crean fuertes y me aseguren que no podré sacarles ni una pisca de información, sólo para que, cerca del final se quiebren y terminen derramando la mierda fuera, sabiendo que no les queda ya nada, sólo aguantar más dolor. Paso horas pegándole, lanzándole tranquilas amenazas y llevando más allá al meón. Resulta que se resiste. Parece que sólo su vejiga ha sido la única
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débil en este juego. Tengo que reconocer que el calvo se las aguanta bien, pero eso es porque no sabe lo que se le viene encima. Conmigo hablan o hablan, sino pasarán días bajo tortura. Nadie muere sin abrir la puta boca.
Adela Arribamos el recinto un largo rato después de llenarnos el estómago con el mejor almuerzo que he tenido el privilegio de masticar en mi vida. Todo gracias a Lucrecia, que insistió en llevarme a comer a un lugar fantástico. La verdad es que no pude resistirme, a esa hora, la ciudad estaba atestada de olor a comida caliente que salía de los restaurantes, y mi estómago pedía a gritos algo potente y delicioso. Acepté, y esa vez fue porque realmente quería tener ese pequeño lujo. Sin embargo, a lo que sí me negué fue a aceptar regalos de ella, y descubrí, en sólo una hora, lo difícil que se volvía para alguien negarle algo a ese ángel rubio que rogaba y ponía enormes pucheros en sus labios. Ella era insistente, y no me quedó otra que volver a casa con un par de bolsas de ropa cara colgadas de mi brazo. Primero fue un vaquero azul claro, desgastado a la altura de los muslos y las nalgas, no puedo negar que mi boca se abrió al verlo en la vidriera. Lucrecia insistió en entrar para probármelo, le di el gusto sabiendo que me negaría rotundamente a dejar que lo compre para mí. Fue cuando salí del vestidor que su cara se iluminó y logró que me sonrojara. —Es perfecto para vos…—suspiró—. Apuesto a que nadie sabe que tenés un infierno de culo redondo y perfecto… La miré completamente descolocada por su observación. Sí, lo acepto, mis vaqueros me quedaban demasiado sueltos, pero no para tanto. Además, sí que hay alguien que sabe la clase de culo que tengo. No lo dije en voz alta, claro, Me metí de nuevo detrás de la cortina y sonreí por eso. Al salir Lucre estaba de pie con una bolsa vacía en las manos, la abrió y me miró, desafiante. —Mételo. Fruncí el ceño y, en vez de hacerle caso, doblé la prenda nueva e intenté dejársela a la chica de la tienda. Ella se negó.
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—Lo siento, ya está pago. Tragué saliva y miré a Lucre sacando humo por la nariz. Ella ni se inmutó por mi expresión, me quitó el vaquero de las manos y lo guardó, para después salir como una reina por la puerta. Fuimos discutiendo todo el tramo hasta el próximo negocio, donde ella se compró un par de vestidos y chaquetas. —Ya, por Dios…—se quejó cuando la cansé con mi enojo—. No se le puede hacer regalos a nadie ya. Soplé un mechón de pelo que se me vino a la cara, perdiendo la paciencia. —Ese es el punto—le dije y la perseguí cuando cruzó la calle hasta una zapatería—apenas me conoces, no podés hacerme regalos… eso es raro… —No es raro—replicó, abriendo la puerta de cristal—. Tengo el dinero, y me gusta hacer regalos porque puedo… Y ahora—sonrió con nuevos planes—elegiremos un par de zapatos. —Uff, por favor…—entré pisando fuerte en el local. Mientras ella se probaba zapatos de lo más sencillos, yo caminé con la mente llena de cosas, viendo con disgusto la zona de zapatos extremadamente altos, llenos de brillantes. Fue entonces que me di la vuelta con aburrimiento y mi atención se frenó en un par de botas de cuero negro. Altas pero no demasiado y totalmente de mi estilo. Enseguida me alejé de ellas para no tentarme, ya que no podía permitirme nada de esto, y fui a con Lucre que todavía estaba tratando de elegir. Mientras la chica se decidía y pagaba yo salí a la vereda y me quedé cruzada de brazos, metida en mi cabeza. Pensé en lo ridículo y curioso que esto era para mí. Siendo una chica millonaria que podría estar permitiéndose todo aquello sin pestañear, me encontraba allí esquivando un par de calzados porque malditamente no podía comprármelos. No podía, pero debería. Justo en el momento en que me dije a mí misma que no debía amargarme más, y menos por dinero, Lucre salió despampanante de adentro y al fin fuimos a comer. —Bien—suspira ella ahora, mientras bajamos de la SUV. Le sonrío y la sigo hasta el recinto. No falta mucho para que comience mi turno, así que decido ir a casa y darme una larga ducha relajante. Me doy
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la vuelta para mirarla y se encuentra compenetrada rebuscando algo en sus bolsas. — ¿Vas a quedarte para la noche?—le pregunto. Asiente bruscamente. —Ajá—sonríe—. Tenemos ropa que estrenar—canturrea. Entrecierro los ojos en su dirección. — ¡Ésta es!—dice, separa una gran bolsa de cartón y me la tiende—. Todo tuyo. Le envío una mirada de desconfianza. — ¿Qué es? Empuja la cosa contra mi pecho y me obliga a sostener para que no caiga al suelo. — ¡Tranquila! No es una bomba ni nada por el estilo—chilla, tratando de verse ofendida y fracasando totalmente. Empieza a caminar por el complejo dejándome atrás, preocupada le echo un vistazo a la bolsa y me quedo helada al ver que adentro está el par de botas que vi en la zapatería. Trago el nudo enorme que se forma en mi garganta y me encuentro dividida entre negarme recibirlas o aceptarlas de una vez por todas sin crear un drama con la chica. La miro, y la veo caminar toda llena de luz, alegría y determinación por vivir una vida emocionante. Su energía y vitalidad me hacen formar una especie de cariño por ella. Es que, ¿a quién realmente le caería mal esa chica? A nadie. Se frena y voltea para apurarme con una sonrisa. Estoy avanzando hacia ella cuando Max sale de su apartamento y me sonríe, Lucre se da la vuelta para seguir y termina chocando contra el pecho ancho de él, todas sus bolsas caen al suelo. Soy testigo de cómo ambas miradas se encajan como imanes y sus rostros empalidecen al mismo tiempo. En el de Lucre veo una expresión asustada, como si estuviese viendo un fantasma, y dolida. En el de él pasan demasiadas cosas, puedo distinguir anhelo, dolor, amor intenso y un montón de inhumano sufrimiento. Se ha puesto tan cadavérico que su cicatriz rojiza se nota mucho más en su mejilla y se mueve cuando aprieta los dientes. —Lucre—susurra. No lo escucho realmente, sólo le alcanzo a leer los labios, ya que me he quedado a distancia. La situación dejándonos a los tres muy tensos y afectados. Lucrecia no responde, baja la vista a sus cosas y se agacha para
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juntarlas, sus movimientos frenéticos. Max se inclina para ayudarla y yo me acerco unos pasos sólo para escuchar las duras palabras que ella le lanza. —No… ni se te ocurra tocar mis cosas con tus asquerosas manos—su voz dulce se ha muerto para dar lugar a una ronca y firme. Él se queda inmóvil, afectado con sus palabras, pero puedo saber desde mi posición que entiende a la chica, que las acepta, porque se cree merecedor de ellas. Lucre junta, como puede, las cosas y se alza sobre sus pies para correr lejos. Viene hacia mí. —Lo siento, no me quedaré esta noche… otra vez será—me comunica mientras me esquiva y se larga. No me deja tiempo ni para responderle. Me quedo clavada en el suelo viendo su desesperada huida. Encuentra al hermano que nos llevó antes a la ciudad y ambos suben otra vez en el vehículo. Max y yo nos quedamos fijos hasta que desaparece de la vista. Cuando al fin lo miro, sus ojos vuelven a estar muertos. — ¿Estás bien?—se me ocurre preguntarle. Realmente se ve mal, y no sé qué debo hacer con él. Parece como si necesitara una palabra de aliento. —Sí—sisea, y pestañea como despertando de una larga siesta—. Todo está bien… esto es lo mejor para todos…—lo último no parece ir dirigido a mí. Ni siquiera me mira cuando se da la vuelta y camina de nuevo adentro de su casa, como en medio de un trance. Cierra la puerta y me quedo con una sensación horrible en la boca del estómago.
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21 Adela Esta noche el bar está algo vacío y el ambiente se siente raro. Estrené mi ropa nueva con la idea de que Santiago estaría en el lugar de siempre para apreciarla, pero no ha aparecido y, cada vez que pregunto por él, León y El Perro cambian el tema, intentando ser disimulados. Son un desastre mintiendo. Al igual que mi humor cuando se dispara y deja de permanecer sosegado. Cerca de las tres de la madrugada estoy que exploto de furia y esquivo a los chicos, completamente encrespada porque me han estado engañando. León parece sentirse culpable, pero eso no me ayuda en nada. Necesito saber dónde está Santiago y qué pasa con él. Es como si me estuvieran protegiendo de algo en específico. Y a esyo, se le agrega otra cosa que me tiene fuera de las casillas: Max. Ha vuelto a beber, de hecho, llegó borracho al bar, se sentó en una mesa y miró al vacío por dos horas seguidas. He querido acercarme a él, hablarle, pero no me responde nada de lo que le digo y se ve como un maldito zombie. Su pelo despeinado, su barba sin afeitar, sus ojos tan hermosos estropeados por el alcohol. Estoy en la cocina pensando en ello justo en el momento en que León viene a rellenar un vaso con uno de los whiskies más caros que se encuentran escondidos de los demás hermanos. Le clavo la mirada y me atrevo a preguntar: —Es alcohólico, ¿verdad?—sueno enferma. Él me observa un rato y asiente, sus ojos cambian y se ven entristecidos. —Muchas veces intentamos curarlo, ¿sabes?… Desintoxicarlo y todo eso…pero—niega, con derrota—. Por momentos es como si no fuera un adicto… sin embargo, otras veces, parece como si no pudiera parar de beber… suponemos que le duele algo por dentro e intenta anestesiarlo con desesperación… Al contrario de mi hermano, que cuando está borracho se pone más violento de lo que es en estado fresco, Max sólo se enmudece, se aletarga y te
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lleva a creer que, si pasara una manada de elefantes a su alrededor, ni se vería afectado. —Entre Lucre y él hay historia—murmuro, muy segura de ello. Lo que pasó esta tarde me dejó tan descolocada que estuve horas sin poder sacarme de la cabeza la forma en la que ellos se miraron. ¿Tal vez todo tiene que ver con ella? —Entre Lucre y él hay un infierno de historia…—comenta, mirando el vaso que contiene líquido ambarino. Asiento, lavo algunos utensilios sucios, sin saber qué hacer realmente. —Yo no soy quien para contarla—me avisa. —Lo sé…—no es que fuera a pedirle que lo hiciera. — ¿Y tú historia, Adela?—pregunta, mi espalda se tensa—. ¿Cuál es tu verdadera historia? Me estremezco y aprieto mis párpados con dolor. He estado evitando toda esa mierda desde que desperté en la mañana. Porque, efectivamente, yo no sé quién soy. Se suponía que era Adela Echavarría, la pobre chica trastornada, la que encerraron en un loquero y vagó por ahí sin comida y techo. Ahora sigo siendo Adela Echavarría, pero supuestamente no estoy enferma. Y si no estoy enferma, ¿quién soy realmente? He permitido que mi enfermedad me definiera todos estos años, dejé que me manejara la vida. Que tomara cada pedazo de mí. Porque si no tomaba las medicaciones entonces estaría perdida, y si lo hacía, estaría hundida. El miedo a caer nunca me dejó vivir del todo. “¿Quién soy realmente?” No me doy cuenta de que lo digo en voz alta hasta que León me aprieta el hombro y replica. —No sos lo que otros dicen… Eso lo sabes… Acá podés ser cualquier persona que quieras… ésta es tu casa… Es hora de que empieces el camino de la verdadera Adela Echavarría… Me quedo viendo mis manos mojadas bajo el agua tibia saliendo de la canilla, la imagen se va borroneando porque sus palabras han llegado a lo profundo de mi corazón. Han cavado tan hondo, que, por primera vez en mi vida me doy la vuelta y dejo que me vean llorar. Permito que me abracen y me prometan que todo estará bien. Que no estoy sola. Y que no estoy loca.
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Una hora después me enciendo un cigarro en la puerta trasera de la cocina. Me apoyo en el vano y dejo que el frío golpee contra mi cara roja por las lágrimas que tuvieron mi permiso para salir un rato antes. Allí me despejo y me pregunto por qué me vuelvo tan desesperada cuando Santiago no está cerca. ¿Será que esto es obsesión? Supongo. ¿Amor? No lo sé, se dice que el amor es libertad. Y todo lo que yo quiero es mantenerlo para mí sola y no dejarlo ir jamás. Atarlo a mí, aferrarme a todo él con uñas y dientes. De todos modos, ¿Quién sabe lo que es el amor exactamente? ¿Quién tiene la verdadera definición? Lo llamamos amor, y decimos que es fiel, cariñoso, paciente, libre… ¿Quién le dio esas etiquetas? ¿Y si el amor es otra cosa? ¿Y si el amor es demencia, desenfreno, obsesión y perdición? ¿Y si es todas esas cosas juntas? Todo unido como una masa de sentimientos que se descarrilan y te cambian por dentro. Una metamorfosis explosiva que contiene desde un dulce cariño hasta el más horrible de los sufrimientos. Nadie sabe lo que es en verdad el amor, porque no todos sentimos igual. Es un sentimiento que se mete en tus venas, arrasa con tu corazón haciéndolo bombear más afanosamente y llena tu cabeza de entidades. Como una combustión. Un proceso químico. No todo el mundo reacciona de la misma manera ante las emociones y las sobrelleva de tal modo. Frunzo el ceño, intentando desenredar mi cabeza de divagaciones y clichés sobre el amor, termino el cigarro soltando la última nube de humo y lo lanzo al suelo para apagarlo con la suela de mi bota nueva. Así es que alzo la vista, antes de volver adentro, y distingo una luz, algunos metros más allá del bar. Nunca ha estado allí, parece que viene de una pequeña ventana. Me quedo inmóvil viéndola, con atención, tratando de distinguir movimientos en la zona, sonrío peligrosamente al instante en el que veo al Perro cruzar el patio trasero directo a ella. ¿Qué carajo hay ahí? No tarda en activarse mi vena curiosa. Y que me lleve el diablo si no voy a sucumbir a ella. Me fijo si alguien desde el bar está por venir y descubrir mi retirada, sólo veo a los chicos entretenidos con sus copas, riendo seguramente gracias a un chiste malo que alguno acaba de contar. Trago saliva con anticipación y salgo como un rayo de allí, tomo el camino marcado por pisadas frecuentes en
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el césped, me interno entre los árboles. Mi aliento se agita y forma una neblina constante frente a mis ojos. Mi piel se eriza, por el frío y por la intuición. Puedo afirmar que es en este maldito lugar donde ha estado metido todo este tiempo Santiago. Me encuentro ante una especie de galpón, o garaje. Todo pintado de negro, una pequeña ventanilla en lo alto es lo único que parece tener como ventilación, rodeo el lugar tropezándome con la tierra húmeda, procurando hacer el más mínimo ruido posible para que no noten mi presencia. Un débil lloriqueo se filtra por la entrada y me quedo congelada, agudizo mis oídos. Mis ojos enormes, intentando acaparar todo lo que me rodea, sin querer perderme nada. Le doy la vuelta al lugar hasta que me encuentro con la puerta de chapa gruesa, me quedo apoyada contra la pared y detengo mi respiración como si los que están adentro fueran a escucharla. Oigo los gimoteos más cercanos ahora, y suenan aterradores, hacen que mi piel se erice aún más has doler. Mis extremidades y mis labios tiemblan por la adrenalina que me provoca espiar, sea lo que sea que esté pasando dentro. Camino más cerca de la puerta y quiero saltar con victoria al darme cuenta de que está entornada. Me remojo los labios, completamente alucinada. ¿Por qué se siente tan bien experimentar lo prohibido? Seguramente así se sintió el gato antes de morir por ser curioso. Silenciosamente me asomo y, una vez que mi ojo derecho se detiene en la escena, no puedo apartarme. Toda mi piel se enfría de golpe y mi respiración se acelera en un inaudible jadeo, aún más cuando me vuelvo una testigo del horror que se está dando en este agujero negro. Santiago sostiene una enorme cuchilla de cocina en su mano y mira fieramente al hombre calvo que se encuentra amarrado a una extraña silla. Su expresión es de puro éxtasis, como si realmente amara tener el control y hacer nacer el terror en ese hombre. El Perro sólo permanece apoyado contra la pared, sus brazos cruzados y sus ojos fijos, disfrutando del espectáculo. Completamente hipnotizado por lo que Santiago está haciendo. Al igual que yo. Me mojo los labios resecos con la punta de mi lengua, mis ojos no dan lugar a pestañeos. —Sabes que lo has hecho es malo—la voz de Santiago retumba poderosa entre las gruesas paredes, creando un eco que me hace temblar—. Sabes que con pedir perdón no alcanza, nadie tiene el puto derecho de espiar a ninguno de nuestros miembros… NADIE…
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Se acerca tanto a la cara del pobre hombre que éste intenta hacerse un ovillo para protegerse de él. Puedo ver toda la sangre que ya ha perdido, su rostro está irreconocible por alguna paliza, supongo. Sus dedos cuelgan del apoya brazos, inertes, completamente desencajados. La calva del tipo apenas se puede ver bajo tanta sangre, y se ve como si hubiesen escrito cosas con navaja en ella. Un escalofrío me recorre entera y sofoco un quejido, algo en mí grita para que corra lejos, sin embargo, el resto sólo me obliga a quedarme allí como una estatua, a no perderme nada de esto. —Los Leones no perdonamos… el que comete errores los paga con su sangre… y has cometido uno muy grave al meterte con nosotros…—sigue diciendo, con el tono de voz completamente estable y poderoso. Santiago se para frente a él, su espalda derecha, movimientos gráciles y ojos brillantes con anticipación. Eleva el brazo que tiene la cuchilla y apoya suavemente la punta del filo en la piel arrugada de su frente. El pobre hombre tiembla, sus hombros suben y bajan con la respiración desesperada por el miedo, cierra los ojos hinchados y amoratados, esperando lo peor. La media sonrisa que su verdugo le brinda es diabólica y parece ser la señal para que su mano empiece a descender, la cuchilla dejando un camino carmesí por entre las cejas, encima de la nariz, la mitad de sus labios y su mentón, donde se detiene. Me muerdo el labio inferior haciendo una mueca, eso realmente tiene que doler. Pero supongo que el calvo está en shock, ya que apenas ha gritado. — ¿Qué tal si le enviamos un regalo a tu jefe?—pregunta, como si fuera la mejor idea que se le ha ocurrido en mucho tiempo. Busca los ojos del Perro con entusiasmo, éste se ríe y asiente, encantado. — ¿Qué será, Perro?— le cede la elección—. Decide… tenés el privilegio. El Perro se lleva el índice al mentón y finge estar pensando por unos segundos. Después sus ojos brillan, también, deseando lo peor para el calvo. —Supongo que al ser un espía… y bastante inepto, por cierto… podría ser un ojo—cuando sonríe, muestra los dientes. El calvo se sobresalta y comienza a rogar, llorando, pidiendo clemencia. Santiago se aleja, y busca algo en un cajón que descansa en una alacena, dentro resuenan como un montón de herramientas chocando.
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—Buena idea, Perro—dice, se da la vuelta y sonríe fríamente al calvo—. Esto puede servir… Me fijo en lo que lleva ahora en las manos y detengo el aliento. Una cuchara. Una maldita cuchara de té. Me llevo una mano a la boca en el momento en el que Santiago da un paso hacia adelante, cerniéndose sobre el tipo. Los gritos aturden mis tímpanos y me siento descompuesta por lo que va a seguir. Doy un paso hacia atrás y me tropiezo, mi tacón enterrado en la gramilla, doy un gritito de sorpresa y enseguida me tapo la boca, aterrorizada de que descubran mi presencia. Me estabilizo de inmediato y emprendo una carrera desesperada hasta la cocina nuevamente. Las ramas de los árboles se enganchan en mi cola de cabello y me despeinan, pero no paro de correr, mis botas clavándose en el césped, derrapando. Llego sin aire a la puerta trasera y entro en la cocina gimiendo, mis ojos aguados. Me llevo las manos al pecho, como si eso fuera a calmar los dispares latidos de mi corazón. No sé por cuánto tiempo me quedo allí de pie, mi atención fija en la nada misma. Mi piel helada, mis manos inquietas. Cuando caigo a la realidad nuevamente, me arreglo el pelo como puedo y tomo mi abrigo. Voy en busca de León para pedirle una salida temprana, atribuyéndome un dolor de cabeza inexistente. Preocupado, me deja ir y pide a uno de los novatos que me acompañe a casa. Lo acepto, y con pies inestables me marcho, sin saber con exactitud qué haré con la información que acabo de descubrir.
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22 Santiago El hijo de puta era un espía enviado por Echavarría para vigilar la vida que Adela lleva con nosotros. Juro que cuando soltó cada palabra quise destriparlo lentamente a él y al maldito gobernador nariz parada por las cosas que le hizo a su hermana. Porque no tengo dudas de que el tipo hizo que ella creyera tener una enfermedad. Él tiene la culpa de que Adela esté tan rota por dentro. Él tiene la culpa de que ella piense que está loca. Él va a pagar. Voy a hacerlo pagar, me importa una mierda su personaje político o qué tan rico sea. Voy a cortar su garganta, porque alguien que le hace eso a su propia sangre no es una buena persona. Es mierda y, como toda mierda, tiene que estar bajo tierra. Salgo del garaje furioso, después de cortarle la garganta al maldito espía y salpicarme gustosamente con su sangre. El Perro se encargó de meter los ojos del tipo en una bolsa, para después enviarlos en un sobre a la casa de Echavarría. La nota que escribió es corta, advierte que si no deja en paz a Adela, él será el siguiente en la lista. Doy pasos firmes por el claro que me lleva al bar, mis manos están manchadas de sangre seca, y mi rostro se salpicó cuando corté su garganta. No me lavé todavía, quiero ir directo a la ducha. Me cruzo a León a medio camino e ignoro su expresión de disgusto al mirar mi estado, soy un maldito carnicero y que me parta un rayo si no lo disfruto. —Adela tenía dolor de cabeza, hace un buen rato se fue a casa—me avisa. Doy una cabezada en agradecimiento por la información. Es mejor, no sería nada bueno que me viera en este estado. Todavía siento bullir la adrenalina en mis venas, no me vino el bajón aún. Supongo que me durará hasta que me duche y afloje los músculos, no sé cuántas horas he aguantado sin dormir. Me llevó demasiado tiempo hacer mover la lengua del calvo. Avanzo letárgicamente hasta el apartamento y no me sorprende para nada encontrar la puerta sin traba de llave, enseguida me hago a la idea de un Max tirado, borracho nuevamente, como casi todas las malditas noches.
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Entro y ni me preocupo en encender las luces, paso directo a mi habitación para buscar una toalla. Mi puerta, como siempre, está cerrada, así que abro y le doy al interruptor, la luz blanca del techo se enciende y no doy más que un paso hacia adelante, porque veo a Adela sentada en la silla del rincón, junto a la ventana. Me quedo clavado en el suelo, íntegramente atónito. Lleva puesta su ropa de dormir: la camiseta de breteles finos color rosa y la tanga blanca. Tiene las rodillas dobladas contra su pecho, las rodea con los brazos y su cabello oscuro suelto en risos suaves enmarca su pálido rostro. Los enormes ojos como espejos me observan muy seriamente, fijos en mi rostro. La sangre que llevo encima no parece hacerla reaccionar. Despacio, muy despacio, sale de su lugar y apoya los pies descalzos en el suelo. Lentos pasos la atraen hacia mí, tan pausados que me torturan. No tengo nada que decir, mi cerebro no reacciona, no cuando sus piernas largas y blancas se muestran desnudas ante mí. Se detiene de frente, sin quitar lejos su mirada de la mía. Sus labios tienen rastros de labial rojo, están hinchados como si los hubiese estado mordiendo por un rato. La suave tez de su rostro se ve luminosa y fresca, me mantiene atrapado. Dirige una mano hasta una de las mías y entrelaza nuestros dedos. Bajo los ojos hacia ellas, incrédulo, la suya es pequeña y muy limpia al lado de la mía. Ella también lo ve, no se pierde los rastros de sangre que cubren mis uñas, la piel de mis dedos, palma y dorso. Dando un suspiro se acerca más, su mano libre empieza a descender el cierre de mi abrigo, vuelve a insertar sus pupilas en las mías. —León dijo que te dolía la cabeza—me las arreglo para soltar. Adela sólo inclina la cabeza levemente hacia un costado y termina con lo que está haciendo, sube hasta mi cuello y lo acaricia con las yemas de sus dedos, logrando provocarme un pequeño estremecimiento. Niega y se inclina para decir: —No—susurra, su aliento choca contra mi mejilla—. En realidad me duele acá… Lleva nuestras manos entrelazadas hacia el rincón entre sus piernas, empuja la mía contra la tela de sus bragas y me obliga ahuecarla con firmeza. Se le escapa el aire temblorosamente y cierra sus ojos un insignificante segundo para volver a abrirlos y quedarse en los míos. Se eleva sobre las puntas de sus pies y cocha nuestros labios con energía, despega los míos con
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los dientes y me chupa el inferior con tanta fuerza que me hace gruñir y enterrar más mis dedos en la tela empapada que cubre sus labios externos. Jadea dentro de mi boca y sigue chupando hasta que me muerde y me desequilibra totalmente. Entierro mi mano libre en su pelo, empujando su nuca, devorando su boca con violencia, produciéndonos dolor. Y eso es lo que la lleva a empujar más mi toque entre sus piernas, excitada y en el límite. Desvío mi boca a su cuello y le clavo los dientes, como si realmente quisiera triturarla y comerla. Me desprendo de su agarre y la levanto del suelo, incrustando mis dedos en sus caderas, dejando que envuelva sus piernas a mí alrededor. Me doy la vuelta y la aplasto contra la pared sin dejar de quemarle la piel del cuello y clavícula con la lengua. La muerdo sobre el hueso y se sobresalta, deleitándome con un chillido ronco que hace calentar mis venas y circular mi sangre demasiado rápido. Se las arregla para colar las manos entre nosotros y desprender mis pantalones, la ayudo cuando está hecho dejándolos caer alrededor de mis pies, enseguida le siguen mi bóxer. Me quito las zapatillas y pateo todo lejos de mí. No pierdo tiempo en intentar bajar su ropa interior, sólo la rasgo en el lugar correcto, y de un solo envión estoy entero dentro de ella. Su nuca suena contra el yeso blanco y aprieta los párpados, su boca se abre gimoteando con incoherencia. Me gusta esto, hacerla perder el control, que me permita tomarla de la forma que quiero. Su pelo ya despeinado se pega en sus mejillas húmedas, yo sólo sigo asestándola con todo mi arrojo. Olvidando qué tan sucio estoy, cuánta sangre he derramado hoy con estas mismas manos que ahora tocan su piel y la sostienen mientras la penetro. —Oh… sí…—murmura, se queda sin aire detrás de cada expresión—. Más… más duro… con todo… por Diossss—su garganta se tensa cuando estira el cuello hacia atrás con éxtasis. Disfruto de verla completamente excedida con cada avance de mis caderas, y yo apenas me doy cuenta de que la estoy mirando a la cara, por más que ella no lo note. Algo en sus ojos cerrados y sus labios entreabiertos, silbando a mi ritmo, me hace sentir tenso y muy cerca del final. Adela se cuelga de mi cuello, sus uñas sepultándose en él, porque le gusta hacerme sentir dolor y sabe que me vuela la cabeza espectacularmente. Lo hace porque me entiende, me acepta como soy. Acaba de verme cubierto
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de la sangre de otra persona y me está dejando entrar entre sus piernas sin dudarlo siquiera. Ella es perfecta. Ella es mía. Lo fue desde esa noche en el puente, cuando quise matarla. Empujo más profundo y la hago saltar, otra vez su cabeza se golpea contra la pared y ni parece notarlo. O será que le gusta el contraste del dolor con el placer. Siento sus muros encogerse avisándome que está al borde del precipicio, a punto se saltar. No dejo de penetrarla profundamente hasta que grita y convulsiona, derramándose contra la pared, dejando que yo sostenga todo su peso. La beso en el punto exacto debajo de su oreja, lamo y después meto el lóbulo en mi boca para chuparlo, dejándome en la lengua el sabor de su perfume y sudor. Me alejo de la habitación todavía con su cuerpo en brazos, mi pene bien enterrado en sus cavidades, voy directo al baño. Nos interno a ambos en la ducha y dejo salir el agua caliente, cae toda sobre nosotros empapándonos. Tengo que salir de ella para poder terminar de desvestirme. Con el agua mojándola de pies a cabeza se ve incluso más deseable, ella sólo toma el jabón y me cubre con espuma, limpia la suciedad y sangre de mi cuerpo. El agua teñida de rojo se arremolina en el desagüe, justo a nuestros pies. Adela lava mi piel suavemente, con alabanza, delicadeza. Y cuando termina, la dejo besarme hasta que perdemos el sentido de todo lo que nos rodea. Encierra en sus manos mi rostro, y mete su lengua en la profundidad caliente de mi boca. Se despega para bajar a mi cuello, siguiendo una ruta aleatoria descendente, por mis pezones, mis abdominales. Entonces termina de rodillas y enfunda mi pene casi por completo en su caliente y sedosa boca. Cierro los ojos con un respiro brusco, apoyo una palma en la pared de azulejos y la otra termina enredada en su cabello empapado, formando un puño posesivo. Comienza a lamerme y enterrarme sucesivamente limitando su garganta, hasta que se ahoga y empieza desde cero otra vez. La escucho jadear, gemir devolviendo mis gruñidos debajo del sonido del agua golpeando el piso resbaloso. El baño se convierte en un agujero tapado de vapor, escondiéndonos del exterior. Permitiéndonos ser lo que queremos ser. Adela sigue chupando mi pene como si fuera la mejor cosa en la vida para ella. Lo succiona tan duramente que estoy seguro de que le duele, pero también sé que recibe satisfacción doble al ver todos mis músculos tensos y
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mis movimientos contraídos. Al sentir que estoy por explotar aprieto más mi puño en su pelo, la obligo a mantenerse allí, conmigo enterrado en su garganta. Adela se deja, sumisa aunque no tanto, acaricia mi culo y arrastra sus uñas en él. Entonces levanta sus ojos espejados a los míos, unimos nuestras contemplaciones embriagadas. Y me vengo. Estallo en su húmeda y tibia cavidad, llenando su garganta. Escucho sus gimoteos de gozo al probarme al mismo tiempo que mis gruñidos avivan ecos interminables entre la niebla de espeso vapor. Adela se para, un par de minutos después, y entierra su cara en mi cuello lamiéndolo suavemente, yo enjabono cada centímetro de piel una vez que acabo de recuperarme. Sentirla soldada a mí me ablanda tanto que me sorprende. Esta chica jamás dejará de tenerme atrapado.
Adela No creo del todo que yo no esté loca. Hay algo torcido en mí. No puedo explicar mi actitud y la forma de actuar en cuanto a Santiago. Fui testigo de cómo sus manos tomaban iniciativa al torturar a un hombre de la peor manera que existe. Sin embargo, en vez de horrorizarme, correr lejos e intentar quitarlo de mi vida, sólo me metí en casa y me miré en el espejo. Advertí mis dilatadas pupilas y mis mejillas sonrojadas. Escuché la respiración acelerada, mis pulmones intentando no colapsar. Y noté, increíble y sorprendentemente, qué tan mojada estaba mi ropa interior. Supe que estaba excitada. Excitada por verlo despedazar a otra persona. Por la manera de mover las manos al hacerlo, por la elegancia con la que controlaba su cuerpo antes de la puntada final. Por el brillo sádico en sus ojos de medianoche. Luché contra ello un momento, me senté en la tapa del inodoro escondí mi rostro avergonzado entre mis manos y lloré en silencio. No supe bien por qué. Quizás sólo estaba asustada por mis reacciones, asumí que algo en mí estaba muy mal. Me dije a mí misma que debía irme lejos, escapar. Que no podía amar tanto a alguien así.
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Y allí fue que mi mente hizo el click y al fin lo acepté. Estoy enamorada de él. Hasta los mismísimos huesos. ¿Por qué? Porque es la única persona que nunca quiso cambiarme, que no se avergonzó con cada cosa que yo hacía. Que sólo me tomó tal cual soy, con mis ataques de locura y mis terribles miedos de caer. Me levantó una noche fría y me empujó lejos del borde del puente para demostrarme que morir no era una buena opción, que me quedaba vida y que por ello debía estar agradecida. Me obligó a abrir los ojos, me llevó a amar los latidos de mi corazón otra vez. ¿Y qué si su método no fue amable? Acepté que no necesitaba seguir llorando allí en mi baño, sola, metiendo cosas feas en mi cabeza. Si yo quería estar con él, así sería. Si lo deseaba lo tomaría sin dudar. Ansío saber todo de él. ¿Por qué hace lo que hace? ¿Por qué es tan frío a la hora de mandar a las personas directo al otro lado? ¿Tiene eso que ver con sus pesadillas? Tal vez, para las personas normales yo necesito ser encerrada de nuevo en un loquero. Y él debería ser enviado a cárcel, a que le arranquen la cabeza por lo que hace. Sin embargo, estamos en otro mundo, en un clan que vive de esta forma y… estoy bien con ello. Encajo, por primera vez en mi vida. ¿Y qué si somos salvajes que no siguen las buenas reglas? Lo que hacen las personas es colocar etiquetas. Desde la adolescencia he sido llamada “La Loca” en la ciudad. La niña rica desequilibrada y peligrosa. La bipolar. Y nunca me importaron ellos, ya que sólo porque se creían buenas personas se adjudicaban el derecho de criticar a otros. Aquí es distinto, aquí aceptan y valoran, no hay etiquetas que valgan. Y, después de todo… ¿Qué define lo que está bien y lo que está mal? ¿Quién creó esa lista? Así fue que me puse de pie, tomé algunas de mis cosas, y fui derecho a lo que, para los ojos de los demás, es indudablemente lo incorrecto. Sin embargo para mis ojos, Santiago es todo lo que está bien en mi vida. —Tenemos problemas…—le susurro, mientras estamos recostados en su cama después de la caliente ducha. Él, con sus ojos pegados en el techo, encerrado en sí mismo, y yo, sin perderme ni un solo detalle de su duro perfil. La palma de mi mano descansa en su pecho, y me sorprende que no se atiese cada vez que mi pulgar va y viene, acariciándolo.
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—Los solucionaremos juntos…—murmura, aunque no me mira. Copiándose un poco de aquella pasada contestación mía. — ¿Y si no necesitamos soluciones?—apoyo mi nariz contra su mentón, suspiro contra la piel áspera por su barba naciente—. Quizás sólo tenemos que aceptarlos y vivir con ellos. Entonces Santiago clava de un solo golpe su mirada en la mía, un brillo nuevo relampagueando en sus pupilas. Trago saliva cuando pasa un brazo por debajo de mí y me envuelve por la espalda, sus dedos rosando mi hombro. Abrazándome por primera vez. —Hoy lo vi todo…—me animo a confesar—. ¿Mataste al calvo? Asiente sin esperar un solo segundo. — ¿Y por qué todavía estás acá?—pregunta, su voz volviéndose peligrosa. Bajo mi atención a mi pecho, recorro el contorno de sus músculos marcados, como una escultura. Mi corazón late tan fuerte que por un momento sólo soy capaz de concentrarme en los retumbos en mis oídos. —Porque te amo…—suelto, lo observo atentamente y detengo el aliento. Aleja la mirada y se concentra nuevamente en el yeso blanco encima de nuestras cabezas. Ni siquiera pestañea, ni parece sorprendido o alegrado por mis palabras. Por un momento me resigno, aunque me sienta triste porque no puede replicarme nada de vuelta. Sin embargo, inmediatamente después, la verdadera Adela sale a flote. Ella se alza sobre sus rodillas, se sube encima de él, sentándose a horcajadas y se interpone justo en medio de él y eso interesante que parece estar viendo. Coloca su vista en mis pechos desnudos. —Mírame—le ordeno, en voz baja. Froto levemente mi centro contra su pene semi erecto, no necesita demasiado para revivir. No levanta sus ojos. —Mírame—repito, un poco más alto. No espero que me diga las mismas palabras, sólo que me oiga decírselas en la cara, que las acepte. Mi respiración empieza a descomponerse mientras empiezo a humedecerme. Él sólo se concentra en el punto donde estamos soldados excitantemente.
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—Mírame—me ignora, levanto mi brazo como un látigo y asesto mi palma abierta en el costado de su rostro, la cachetada resuena en cada rincón de la habitación—. ¡Mírame!—grito. Lo hace, la medianoche se alza y busca mi mirada espejada, mitad furia mitad vacilación. —Te amo—mi voz se planta ante él, muy firme. Llevo mi mano hasta nuestros centros y tomo su pene ya preparado para encaminarlo hasta mi abertura, nunca abandono sus pupilas. Suspiro cuando entra en mí hasta la empuñadura. Relamo mis labios, completamente desesperada. —Te amo—levanta sus caderas en respuesta. Lo cabalgo, primero débilmente y después desenfrenada. Recorriendo con mis manos cada centímetro de su pecho y vientre, duros como granito. Tensos, mientras me llevan a la deriva. —Te amo—parece que una vez que lo solté, no puedo parar de decirlo. Quizás porque creo que no entiende del todo lo que significan esas palabras. O supongo que no las cree. Despega su espalda del colchón y me envuelve con sus brazos, pegando nuestros torsos. Gimo y acelero el ritmo, sus labios enfundan los míos, comienza a besarme de manera lenta e intensa. Su lengua entra y acaricia mi interior, dejando que la mía siga el juego. Llego al final demasiado pronto, y él acalla mis gritos, los entierra en su interior, justo antes de dejarse ir también. Caemos de nuevo en la cama, derrotados, yo encima de él, tomando poderosas aspiraciones intentando apaciguarnos a medida que cerramos los párpados. Acaricia mi espalda, con suavidad y suspiro, compensada. No sé realmente por qué, pero algo me dice que el último beso tuvo la respuesta. Dicha o no, la sentí.
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23 Adela Si creía que mi confesión de amor hacia Santiago cambiaría algo en nuestro estilo de relación, estaba equivocada. Me convencí mí misma que estaba bien con cualquier cosa que pasara de allí en adelante, fuera un drástico alejamiento de su parte o un acercamiento más intenso. Nada de eso pasó, todo siguió igual que antes. Y no está del todo mal. Si él hubiese intentando alejarse me habría sentido terrible, porque por más fuerte que yo aparente ser, por dentro deseo con todo el corazón que me corresponda. Sin embargo, estoy bien en la actualidad. Me encuentro tranquila. No puedo negar que quiero todo de él y que iré intentando tomarlo a medida que el tiempo avance. Tarde o temprano él no podrá escapar. No pienso rendirme. Esta semana de nuevo tomo un corto viaje a la ciudad para asentar un nuevo pedido de mercancía. Parece que no, pero día a día los Leones consumen muchísimo alcohol. Lo mejor de esto es que hoy Santiago es mi conductor designado, y me sorprende cuando me sigue al despertarme, en su cama por la mañana, con apenas cuatro horas de sueño. Le insistí que se quedara descansando un poco más y él aseguró que debía hacer un par de recados en la ciudad también. No sé por qué, pero me encantó que decidiera acompañarme. Él es un hombre perteneciente a la noche. Nunca lo he visto deambular antes de las seis de la tarde, siempre permanece alejado. O recuperando horas de sueño o quedándose solo en algún lugar fuera del alcance de la compañía. Es raro, y lo amo con todas esas rarezas que lo hacen único. Los dos caminamos semi dormidos hasta el estacionamiento donde están las SUV pero me sorprendo cuando va directo a su motocicleta. Él se sube el cuello del abrigo para protegerse el cuello y después se voltea para hacer lo mismo con el mío. — ¿Vamos a ir en eso?—pregunto. Se encoje de hombros y enseguida me coloca un casco negro brillante, apenas dándome tiempo a reaccionar.
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—Una buena forma de despejarse…—comenta, se coloca el suyo. Monta la enorme motocicleta y la enciende, el motor ronronea a nuestro alrededor, arrogante, mostrándonos a ambos lo poderoso que será capaz de ser. Me mira mientras espera a que suba, lo hago sin dudar. Lo rodeo con mis brazos al mismo tiempo que se coloca unos gruesos guantes de cuero negro, forrados con abrigo dentro. Después se da cuenta de que mis manos están desnudas y las cuela en los hondos bolsillos de su campera, para protegerme del frío. Que se asegure de mi bienestar tan atentamente hace que mi corazón se remueva inquieto, mirándolo de reojo con esperanzas. Apoyo todo mi torso en su espalda y me aprieto contra él, disfrutando la sensación. El viento se arremolina crudamente a nuestro paso en la carretera, pero no siento frío, sólo soy consciente de sus tensos músculos entre mis brazos. Llegamos una media hora después a la ciudad, el viaje un poco más largo que cuando lo he hecho en camioneta, pero fue hermoso y lo sentí muy íntimo. Como si el hecho de compartir algo a la luz del día con él fuera épico en todos los sentidos para mí. No importa que a la hora de bajarme mis piernas se sientan acalambradas y apenas me pueda mover. Me quito el casco y se lo tiendo con una sonrisa gigante plasmada en mi rostro, él sólo me mira intensamente con esos ojos medianoche iluminados por el sol. He llegado a entender que no importa qué tan difícil sea sonreír para él, sus miradas muchas veces encierran una sonrisa. Me apresuro dentro de la proveedora y saco la notita del bolsillo trasero de mis vaqueros, mientras espero a que la mujer detrás de la computadora me atienda. Recorro la sala tranquilamente, en mis venas corriendo un nuevo entusiasmo. Mis botas nuevas resuenan en el suelo. La chica al fin termina de tomar el pedido de alguien y me mira sonriendo, expectante. Le recito mi lista y espero a que el papel y la boleta se impriman. Me cruzo de brazos, justo en el momento en que la puerta se abre y un tipo trajeado entra, lleva un portafolio colgando en una mano y su celular en la otra. Es al mirar su cara que un horrendo escalofrío me recorre la espalda y el interior de mi boca se seca con disgusto. Parece que mi día no podrá ser tan perfecto como quiero. No en la vida de Adela Echavarría. — ¡Adela!—me sonríe con fingido agrado, Manuel.
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El mejor amigo de mi hermano se para muy cerca de mí y me mira penetrantemente. Hace que recuerde aquella noche en el hotel con él y enseguida me siento enferma. Esa es su intención, claramente. —Justo estaba pensando en vos—ronronea, su tono unos decibeles más bajo—. ¿Podrías pasar por mi oficina? Mis ojos se espesan mitad repulsión y nervios, comienzo a negarme cuando insiste y no puedo declinar frente a toda la gente siendo testigo de nuestra conversación. No quiero verme como si estuviese a punto de entrar en la cueva de un enorme y hambriento oso, aunque, de igual modo, creo que me cuesta demasiado no hacerlo. Lo sigo por un corto pasillo, para entrar después por una puerta de madera oscura. Me quedo muy cerca de ella cuando la cierra y se acerca a su escritorio para dejar las cosas que ocupan sus manos. —No sabía que este negocio es tuyo—comento, tensa. —Demasiados son míos…—dice al darse la vuelta para mirarme a la cara—. No he podido parar de pensar en aquella noche Si no me estuviese viendo de forma tan degradante podría haberme convencido de que era sólo un hombre mayor y atractivo intentando seducirme. Pero él es amigo de Álvaro y ambos me llevaron a una situación tan necesitada, meses atrás, sólo para que no me quedara otra opción que prostituirme. Acostarme con él. Este tipo sólo tiene deseos de avergonzarme y romperme. Se acerca un paso y yo retrocedo otro, sólo para colisionar mi espalda en la pared. Estiro mi mano hacia el picaporte como un rayo, Manuel es más rápido y me aprieta la muñeca impidiéndome abrir. —No volverá a pasar—le aseguro secamente, fulminándolo con los ojos. — ¿Por qué?—sus ojos cafés brillan con sed, se acerca tanto que el calor de su cuerpo me provoca náuseas— ¿Ahora tenés tantos clientes en el club de moteros que no hay lugar para mí? Lleva su mano libre hasta mis muslos, arrastra sus dedos hasta el borde de mi culo. Me retuerzo para alejarlo y gruño con rabia. —Lo disfrutaste…—escupe, algo agitado, cerca de mi oído—. No lo niegues, niña… Disfrutaste cada vez que mi pene se internaba en esa deliciosa y apretada…—gruñe sin terminar, porque ahueca una mano entre mis piernas.
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Quiero llorar, vomitar y patearlo hasta la inconsciencia. Lo empujo lejos con fuerza y se separa, riendo. Respiro con dificultad a causa de la ira y el asco que estoy sintiendo. —Mantente alejado de mí, asqueroso hijo de puta… No querrás tenerme dentro de tu casa, en medio de la noche, asesinándote mientras duermes…—esa amenazada sale desde lo profundo de mí, por un momento parece como si lo deseara con todo el corazón. Abro la puerta y salgo, sólo para seguir escuchando su risa insoportable y sus palabras. —No podrás negarte por mucho tiempo, chica—me dice, y se cruza de brazos, apoyándose en su escritorio—. Pronto tendrás que abrirte de piernas para mí otra vez, no lo dudes… Cierro la puerta con fuerza, haciéndola retumbar en todo el local. Mis venas calientes con resentimiento acumulado. Llego hasta la chica y tomo el papel de la mesa sin siquiera mirarla o saludar al salir. No puedo tranquilizarme antes de llegar a Santiago, sólo lo ignoro aunque sé que no preguntará qué me pasa. Me da de nuevo el casco sin parecer interesado en mi enojo y sólo subo detrás de él para salir derrapando de allí. Lo abrazo fuerte, soldándome a él. Por un momento me siento mejor sólo con tocarlo, sentir su fuerza. Cierro los ojos e intento olvidar aquella noche, ojalá nunca hubiese entregado mi alma de esa forma tan indigna y triste. Me siento sucia otra vez. Santiago me lleva a través de la ciudad, tomando algunas avenidas y frenando en semáforos. Yo me quedo perdida, la mirada fija en mi entorno, pero sin ver absolutamente nada. Me pregunto si él sería una buena persona para desahogarme. Por un segundo creo que sí, él sabe mucho más de mí que cualquiera de los Leones, me ha abierto los ojos ante los falsos medicamentos que ingerí. Sin embargo no ahondó más en el tema, ni preguntó por qué yo creía que era bipolar. Así que, supongo que no le interesa mi vida después de todo. Quizás sólo le importa mi cuerpo y lo que pueda hacer con él. Sin darme cuenta terminamos transitando por las calles tranquilas de un barrio de clase media. Las casas son puro color y flores, se pueden ver niños en los patios traseros de algunas, jugando. Me quedo hipnotizada por el
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ambiente y empiezo a olvidarme de la desagradable escena que tuve que pasar un rato antes. Nos detenemos frente a una, veo que tiene un sillón hamaca en la galería del frente, algunas flores en el jardín delantero. Me pregunto de quién es y por qué me trae con él aquí. Santiago me obliga a bajar y me quita el casco, enseguida se fija en mi mirada. Me siento mejor, aunque él parece ver más allá. Detengo el aliento, una parte de mí esperando que me pregunte, pero sólo se da la vuelta y engancha nuestros cascos en la motocicleta. Después caminamos a la par, directo a la puerta. Casi no alcanzamos a tocar que se abre y Lucre aparece ante nosotros, toda sonriente se lanza sobre nosotros a abrazarnos. — ¡Viniste a conocerlo!—le dice a Santiago, algo sorprendida. Nos invita a pasar a una salita de estar de lo más reconfortante, donde un enorme chico rubio con el pelo rapado está sentado en el sofá, con un pequeñito bebé apoyado en el pecho. Él gira un poco el cuello para recibirnos, mostrando una horrorosa y larga cicatriz que cruza su sien y el lateral de su cabeza. Me quedo mirando fijo, no porque me impresione sino porque él sigue siendo demasiado atractivo a pesar de ella, lo hace ver rudo y amenazante. Y la imagen contrasta increíblemente con el bebé boca abajo en su pecho, dormido en paz con el puño apretado en el dedo índice del hombre. Alguien habla muy cerca de mí y me sobresalto, al girarme me encuentro con una chica de enormes ojos verdes mirándome con una sonrisa algo dudosa. Su mirada es dulce y amable. —Hola—me dice—. No nos conocemos, ¿cierto? Niego, tratando de que mi sonrisa no se vea cautelosa. Me cuesta conocer gente como esta, tan normal y hospitalaria, que vive una vida perfecta. —Soy Adela… y—me freno, miro a Santiago a mi lado y veo que sólo observa a la chica de ojos verdes fijamente, su rostro insondable—. Y no sé qué es lo que hago acá, realmente… Él me trajo…—lo señalo con el pulgar. La chica nos dedica una enorme sonrisa de ojos brillantes y se acerca a Santiago para ponerse en puntitas de pie y encerrarlo en un abrazo. El tiempo que dura el contacto me hace pensar que hay historia entre ellos. —Creíamos que nunca vendrías a conocer a tu sobrino…—le grita el hombre en el sillón.
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Santiago pone los ojos en blanco un mini segundo y camina hacia él, ambos se dan la mano. El otro hombre le envía una media sonrisa, sus ojos gris oscuro brillando con cierta apreciación. Desvío mi atención de ellos para descubrir los ojos verdes de muñeca mirándome muy fijamente, quizás intentando deducir qué estoy haciendo con Santiago. Lucre viene a sacar mi cabeza del agua, porque entiende que toda esa atención mal disimulada empieza ahogarme. —Ella es la nueva encargada del bar de los Leones—la chica de ojos grandes alza las cejas sorprendida—. Y tiene un affaire secreto con Santiago—agrega en susurros confidenciales. Le doy un pequeño puñetazo en el hombro y enseguida siento que me ruborizo un poco. —Ella es mi cuñada, Lucía—la presenta. Asiento y al mirar a Lucía me doy cuenta de que me está viendo como si yo fuera el famoso Santo Grial. O como la respuesta a todas las preguntas y oraciones. Me incomoda un poco, pero lo dejo pasar. Me fijo en los hombres. —Es rubio—escucho decir a Santiago. El hombre suelta un bufido de broma. —Claro que es rubio… sabíamos que sería un Giovanni de pies a cabeza…—el orgullo en su voz nos obliga a todos a sonreír. Lucre me arrastra más cerca. —Claro… pero podría haber sido un Godoy…—todos la miran en silencio por un largo momento de tensión, ella se encoje de hombros y sigue—. O podría haber tenido todos los genes de mamá Lucía… Santiago se sienta en el sillón, despatarrándose en él con despreocupación, me hace una seña leve para que me una, lo hago sin dudar, quedándome bastante pegada a él. — ¿Y ella quién es?—pregunta el tipo rubio. Me estiro para darle la mano. —Adela, mucho gusto—sueno como un robot. ¿Qué se supone que debo hacer con ellos? No soy muy sociable que digamos. —Lucas… Él entrecierra los ojos entre Santiago y yo pero no dice nada y me siento aliviada por eso. Ya que no sé qué es lo que somos él y yo. Supongo que Lucre le puso el nombre correcto, sólo tenemos una aventura. Aunque
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estamos muy cerca el uno del otro, ninguno de los dos hace ademán de abrazarnos ni nada por el estilo, sólo estamos allí. Lucre se sienta en otro sillón más allá y Lucía se instala junto al que, supongo, es su marido y éste la envuelve con su brazo libre, la mirada que comparten me dice que el amor que comparten es único e inquebrantable. — ¿Y cuándo vas a sentar cabeza y formar una familia, Santiago?— pregunta Lucía. Enseguida entiendo que es una extraña pregunta dirigida al chico incorrecto. Él se tensa a mi lado y la mira de una forma rara. Con cariño y, a la misma vez, como si quisiera arrancarle la cabeza. —Ya dije que no soy la clase de hombre que forma una familia… no quiero normalidad… Y por algún motivo que no entiendo, me gusta su respuesta. Nos quedamos allí un rato no demasiado largo, será porque Santiago se ve como si quisiera salir corriendo cada vez que le presto de mi atención. Cuando salimos Lucía y Lucre nos insisten en que volvamos algún domingo de éstos para almorzar, Santiago asiente sombrío y yo no digo nada. No me corresponde hacerlo. Nos subimos en la moto, ahora es él quién se ve de mal humor y yo sólo estoy contrariada. Parece que visitar a su familia lo deja electrizado y sintiéndose raro. La imagen del bebé en brazos de su padre nos golpeó a los dos, que no estamos acostumbrados a ninguna cosa tierna. Pero me gustó de cierto modo, y por un solo segundo cruza mi cabeza la secuencia de Santiago con un bebé moreno en brazos. Enseguida la borro, porque es impactante. Después de ver todo lo que es capaz de hacer con sus manos, es irreal imaginarlo cuidando una criatura tan frágil y dependiente. Nos volvemos a mezclar con el centro alborotado de la ciudad y me lleva a través de él como un rato, por un momento creo que nos perseguirá la policía por romper las reglas de la velocidad, sin embargo nadie parece reparar en nosotros. Pronto frenamos otra vez, sólo para que, de nuevo, me lleve con él dentro del lugar. En esta ocasión es un laboratorio. Miro todo con ojos enormes al entrar, pegada a él y abrazada a su brazo intuyendo que nuestra presencia aquí tiene todo que ver conmigo. —Traje a analizar las pastillas—me avisa, al notarme tan nerviosa. Levanto mi vista a sus ojos y me encuentro con que me está mirando de una manera extraña, como… como si se preocupara por mí,
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verdaderamente. Eso hace crecer el tamaño de mi corazón que late de prisa. Trago saliva y me aferro un poco más, me emociona que no intente alejarme. El hombre que nos recibe tiene un serio delantal blanco y nos invita a sentarnos en su oficina, él saca unos papeles de un cajón y los lee en silencio. —Bueno, Máquina…—parecen tener confianza entre ellos—. Analicé cada una de las pastillas que me trajiste… y sólo encontré un raro, pero poderoso tranquilizante, supongo que adormece una parte específica del cerebro… nada de litio… Los efectos son, seguramente, pérdida de apetito…—empieza a recitar, los dos hombres me miran mientras voy asintiendo a los síntomas. Expliqué que siempre compraba los medicamentos en los lugares que mi hermano me indicaba. Acá, me los conseguía Clarita, en el lugar al que fui ni bien llegar de nuevo a la ciudad. Y en época de universidad, recuerdo haber tomado varios colectivos al otro lado de la enorme capital para ir a la droguería específica con la que, supuestamente, Álvaro tenía contacto y así yo no tendría problemas a la hora de comprarla. Confié en él, fui eficiente y buena. Y ahora me termino enterando de que me estaba mintiendo, y nada de lo que estuve tomando en mi vida era algo que ayudaría a mi supuesta enfermedad. Nunca estuve enferma. Sólo ingería un tranquilizante que me convertía en la persona más patética del mundo entero. Un zombie. Una chica muerta en vida. Al salir del lugar, estoy entumecida y completamente perdida en mi cabeza, tratando de entender por qué mi hermano fue capaz de hacerme eso. Me siento pequeñita y tonta por haber creído en él. Santiago, antes de colocarme el casco, encierra mi rostro en sus manos y lleva mi mirada a la suya. Sabe cómo me siento, con sólo verlo a los ojos lo sé. Él me entiende. — ¿Por qué hiciste esto?—le pregunto, temblorosa. No me importa que él pueda verme tan débil en este momento, es la única persona con la que soy capaz de mostrar mis fragilidades. —Porque es hora de quitarte de la cabeza cualquier creencia de que estás enferma… sos una chica sana, y a partir de ahora vas a vivir como tal… Trago y asiento, le dejo ponerme la protección antes de emprender camino de vuelta a la carretera. Directo a casa. Porque el clan es mi hogar ahora, no tengo dudas sobre eso.
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24 Santiago “Te amo”. Por demasiado tiempo esas dos únicas palabras estuvieron carcomiéndome por dentro. Contrariándome. Descolocándome tal como hizo esa cachetada que dio vuelta mi cabeza acompañando las palabras. Yo no busco amor, no quiero que me amen. Sólo necesito ser yo mismo, que nadie intente cambiarme y hacerme un mejor hombre. No deseo ser una persona normal. No quiero pronosticar un futuro brillante con alguien a mi lado. O, al menos, no buscaba nada de esto en el pasado. Entonces Adela apareció y rompió todos los moldes que yo creía que el amor tenía. Ella parece amarme tal como soy. No es una frágil mujer que necesita que le esconda mis peores facetas, ni que sea un hombre blando a su lado. Adela sólo me ama y me acepta. Me vio cometer la atrocidad más grande que puede un ser humano llevar a cabo y aun así, después, me dijo que me amaba. Primero intenté convencerme de que estaba loca por creer realmente que sentía eso por mí. Después sólo contemplé las posibilidades. Quise correr, alejarla de mi vida. Y sé que todavía me queda tiempo para hacerlo. Pero hay algo que me deja de pie en el mismo lugar. La contemplo y me doy cuenta de que sin ella perdería muchas cosas. No soy un cobarde, no soy la clase de hombre que se escapa para no hacerle frente a lo que otra persona siente. Sin embargo, todavía no sé qué hacer con esto. Sólo seguí en el mismo lugar que antes, me permití disfrutar de su compañía, de su calor en las noches, de su entrega total. Pero sé que no sólo debo tomar y no entregar. El verdadero problema en todo este asunto es que no sé qué más puedo darle de mí. Mi alma se la llevo el diablo hace demasiado tiempo, mi corazón apenas subsiste en mi pecho. Lo único que tengo es mi cuerpo, mi forma de actuar con él. Por el momento ella parece conformarse con ello. Y no soy tan iluso como para creer que no querrá más de mí de ahora en adelante. Una mujer que ama lo quiere todo. Supongo que sabré qué quiere de mí pronto. Está claro que no puedo darle la clase de vida que Lucas le da a Lucía. Ese no es un ideal que yo quiero seguir.
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Después del paseo de esta mañana sólo volvimos, comimos un rápido almuerzo y retomamos la siesta interrumpida de la mañana. Ella sólo se quedó un par de horas hasta que se fue a prepararse para su jornada de trabajo. Y ese tiempo durmió enroscada en mí, sus piernas desnudas entre las mías y su mano plantada en mi pecho. La miré un rato, mientras se dormía profundamente en tiempo récord, y se veía segura y reconfortada por mi presencia. Me pareció la secuencia más inexplicable. Y a la vez más agradable. El hecho de que se sintiera en paz junto a mí, me hizo pensar que quizás yo no era tan terrible como me veía. “¿Y si no necesitamos soluciones?”, dijo esa misma noche con respecto a nuestros problemas, “Quizás sólo tenemos que aceptarlos y vivir con ellos…” No me teme, no se escandaliza por mis actos atroces, sólo se aferra a mí y se duerme con despreocupación. Sólo viene a mí y se entrega. Como si fuéramos cualquier pareja normal. Llevé a Adela conmigo a conocer el bebé esta mañana, no lo pensé, sólo la subí a mi moto y fuimos. Quizás una parte de mí quería que ellos la vieran y supieran de una vez por todas que no soy un tipo totalmente perdido sin una pisca de corazón. Que soy capaz de apreciar a otra persona, de mantenerla a mi lado. Pero Lucía tuvo que abrir su boca para arruinarlo. Tuvo que presionar para ver qué tan cerca del viejo Santiago estoy. No entiende que él murió y que soy alguien completamente diferente a ese pobre chico llorón que la quiso cuando tenía diecisiete. El hecho de que una chica se pasee de mi brazo no quiere decir que tenga la misma facilidad de antes para amar. Mientras Lucía quiere que yo vuelva a ser el mismo chico que la amó en la adolescencia, Adela me dice que me ama sin reparar en cuánta sangre hay en mis manos. Mientras el resto del mundo intenta arreglar lo que suponen que está mal dentro de mí, Adela es la única que cree que debemos aceptarnos y vivir. Lo entendí bastante rato después de salir de la casa, primero sólo me hundí en mi mal humor. Después la llevé al lugar más importante de todos, para saber los resultados del análisis de la mierda que la rompió días atrás y la convirtió en un pequeño ratón indefenso, miedoso y llorón que no paraba de decir que estaba enfermo. Tenía que entender de una vez que no había nada malo en ella, y éste sería el verdadera comienzo. Al salir del laboratorio, se cruzó por mi cabeza que yo hice todo eso, no por ser un buen hombre, sino porque
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quería verla bien. Y eso era una parte de lo que definía sentir cariño por alguien. Todavía no sé en qué escalón estoy parado, sólo entiendo que siento algo, que quizás voy encaminado a amarla en un futuro. Ciertamente, no recuerdo lo que se siente caer por alguien, esto es nuevo para mí. De algo estoy seguro, y es que no quiero mantenerla lejos. Tampoco lastimarla. Esta noche el bar está atestado, la mayoría de los Leones está disfrutando la noche antes de la próxima expedición de negocios, parece que quieren atiborrarse de alcohol como si fueran sus últimos días de vida. Adela está ocupada en mantenerlos a raya, y a la misma vez, enfurecida por el grupo de visitantes con minifaldas. Me divierte que el sólo hecho de que ese grupo de chicas entre en el bar desencajen sus casillas y la vuelvan loca. Creo que ya mencioné que la Adela llena de ira es más excitante que cualquier otra cosa para mí. Yo sólo me mantengo apoyado perezosamente en mi silla, viéndola ir y venir echando humo por las orejas. Una de las morenas, la que nunca parece rendirse conmigo, se me acerca e intenta coquetear. La pobre no entiende que: una: no sé coquetear; y dos: no me interesa aprender nada que tenga que ver con eso. La ignoro hasta que se cansa y se marcha, no sin antes inclinarse y mostrarme la mercancía que trae bajo el escote. A continuación, levanto los ojos hacia la barra y veo que Adela me está fulminando con la mirada, mientras pone violentamente una cerveza frente a uno de los chicos. Desvío los ojos como si su repentino ataque no tuviese nada que ver conmigo. Es que no va a culparme por mirar algo que ponen justo en frente de mi cara, ¿o sí? Una ráfaga viene como respuesta a eso, Adela llega hasta mi mesa y me doy cuenta de que alguien ha tomado su lugar por un rato. Ella sólo me estudia, muy seria y de brazos cruzados, para después pasar una pierna encima de mí y sentarse en mi regazo, a horcajadas. Así que, ahora, no sólo está sentada sobre una erección, sino que está dejándoles ver al resto su culo apretado en esos nuevos vaqueros que Lucre le regaló, y también un retaso bastante amplio de espalda desnuda, ya que su ajustada camisa negra se le ha subido al inclinarse y pegar sus redondos pechos contra el mío. Y lo único en lo que puedo reparar son sus gruesos labios pintados de rojo y un par de ojos espejados, rodeados de largas pestañas arqueadas. Me da una media sonrisa y me rodea el cuello con sus brazos.
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— ¿Qué estás haciendo?—fingir que ella no me afecta es lo que mejor sé hacer. Pongo mi mejor mirada aburrida y entorno mis párpados. —Sólo marco mi territorio—dice contra mi boca. Al segundo siguiente la aplasta con la suya y me besa con intensidad y hambre. Le respondo, ignorando la sorpresa con la que es recibido nuestro espectáculo por los demás. La máquina jamás besa, y mucho menos se restriega con alguien delante de la gente. Sin embargo Adela sabe cómo sacarme de mi línea. Tiene la receta de cómo romper algunos de mis patrones. Gime cuando succiono su lengua y me hago cargo del beso. Ambos nos olvidamos de que hay terceros siendo testigos. Llevo mis palmas abiertas a su redondo culo al mismo tiempo que ella empieza a restregarse lentamente contra mí. No puedo evitar amasar sus nalgas y clavarles mis dedos dolorosamente en ellas. Suelta una bocanada de aire al despegarnos y lame la comisura de mis labios lenta y sensualmente. Respira contra mí, sus pupilas viéndose dilatas. Estoy seguro de que su ropa interior está empapada, sintiendo los llamados desesperados de su rincón necesitado de mí. No pierdo más tiempo y me levanto de la silla, con sus piernas enganchadas a mí alrededor, mis manos todavía estancadas en su culo. Camino a través de las mesas, derechito a la zona de los baños. No nos percatamos de nadie más aparte de nosotros mismos. Entro en la primera puerta que encuentro y terminamos dentro de un cubículo minúsculo, donde apenas entramos los dos. Adela empieza a jadear incluso antes de que la baje sobre sus pies. El labial se le ha corrido por todos lados y eso la hace ver más desquiciada y demandante. Engancho mi mano en su cola de cabello y tironeo hacia atrás, ella suelta un suspiro y su garganta se arquea para mostrarse ante mí. La muerdo mientras ella desliza las manos hasta la cintura de mi pantalón. Introduce una en mi ropa interior y me masturba con urgencia, me lleva a gruñir como un animal y a apretarme contra su mano. Le suelto el pelo para que ella choque sus labios con los míos y me bese duro, nuestros alientos mezclándose. La aplasto contra la pared de manera torpe a causa del poco espacio y meto mi mano bajo su blusa, la cuelo en su sujetador y maltrato su pezón como sé que le gusta. Lo retuerzo y pellizco hasta que se vuelve un sólido
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botón excitado. Adela cierra los ojos con fuerza sin dejar de acariciar mi pene con fuerza. Le doy la vuelta un momento después, y ella apoya las palmas en la pared azulejada. Con la respiración acelerada formando ecos, pego mi erección contra sus nalgas al mismo tiempo que desabrocho el botón de sus vaqueros, se restriega y gime sin poder esperar más. Queriéndome dentro con urgencia. Bajo la apretada tela por sus muslos, mostrando su delicioso culo pálido, con mis manos lo amaso y separo sus redondas y firmes nalgas. El aire silba por entre mis dientes. Transito mis dedos medios más allá, y los introduzco en su humedad, la acaricio hasta que sé que se encuentra muy cerca de culminar. Y enseguida me separo un poco para dirigir mi pene hasta su entrada, sin embargo espero un rato, jugando con su necesidad, hasta que empieza a arquearse y lloriquear con frustración. Me digo a mí mismo que no hay nada que pueda ser más excitante que la vista de sus nalgas restregándose contra mí, buscando que la penetre con fuerza. Cuando al fin lo hago, de una sola vez hasta la empuñadura, ella detiene su aliento y se sostiene de la pared, sus piernas entreabiertas amenazando con ceder. Comienzo a bombear dentro de su vagina con energía, y la hago gritar sin que pueda retenerse a sí misma. Engancho otra vez su cola entre mis dedos y tiro para que su espalda se suelde a mi pecho, chupo y muerdo toda la piel que queda a mi alcance. Su hombro desnudo termina rojo con las marcas de mis incisivos y colmillos, y sus paredes aprietan y laten alrededor de mi pene cada vez que le causo alguna clase de dolor. La rodeo con un brazo sin parar de entrar y salir de su interior, logrando que se quede sin aire con cada avance. Escurro una mano entre sus piernas y masajeo su clítoris. Es cuando lo encierro entre las yemas de mi pulgar e índice y lo aprieto que se viene aullando y retorciéndose entre mis brazos. Se desploma, estremeciéndose, su frente golpeando en la pared, mientras sigo en busca de mi liberación. Gimotea y la sostengo para que no caiga al suelo, antes de explotar entre sus muros palpitantes. Los dos nos apoyamos sin fuerza e intentamos tranquilizar nuestros jadeos. Me salgo de ella al término de la tormenta y arreglo sus prendas después de darla vuelta de frente otra vez. Adela me acaricia los hombros, adormecida y sonriente cuando le abrocho el pantalón. —Estoy pegajosa—susurra, divertida, su voz débil y ronca.
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Subo mis manos por los costados de su estrecha cintura hasta sus pechos, los acaricio despacio para acomodar luego su sostén y descender su blusa arrugada en su lugar. —Todos saben lo que acabamos de hacer—ahora se le da por ruborizarse. Pongo los ojos en blanco, aunque su actitud recatada me divierte un poco. ¿Ella pierde el control y al minuto siguiente se siente avergonzada? —Supongo que ya marqué mi territorio, también—comento al arreglarme la ropa. La miro muy fijamente y ella hace lo mismo. Se ve saciada, tranquila y feliz. Antes de que me salga del cubículo aplasta su boca en la mía, como si le costara dejarme marchar, y nos enredamos en otro interminable y ruidoso beso. Se queja un poco cuando la dejo sola. Me encuentro, al salir, con una de las chicas del grupo que se está maquillando frente al espejo, sus enormes ojos y la parálisis de su cuerpo delatan que ha escuchado lo suficiente e imaginado lo que resta. Mentalmente me encojo de hombros y me sonrío al figurarme la cara de pocos amigos que pondrá Adela al asomarse y descubrir a la entrometida. Ella debería pedir ayuda al cielo para sobrevivir al ciclón de furia al que se enfrentará. Me acomodo la ropa interior con reciente deseo renacido, me desanimo al saber que todavía es temprano y faltan unas cuantas horas para tener de nuevo a Adela y su temperamento para mí y hacer lo que quiera con ellos, hasta el amanecer.
Adela Santiago me empuja contra la puerta de su apartamento y entro riendo y tropezando, con él a mi espalda. Creo que me pasé un poco con el alcohol esta noche. Después de nuestro rapidito en el baño me costó horrores mantener el rubor fuera de mis mejillas. Los Leones estaban frenéticos, y los más bebidos cantaban canciones locas sobre nosotros dos. Era yo la única que parecía afectada por eso, Santiago sólo se mantenía en su lugar en compañía de León. Lo único bueno de eso es que ellos ya arreglaron sus diferencias, después de tantas veces que el jefe pidió perdón por haberlo acusado erróneamente.
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El grupo de putas pareció respetarme y quedarse fuera de mi camino después de saber que estaba teniendo algún tipo de relación con La Máquina. Ya no molestaron. Sin embargo, no me agradó mucho encontrarme con una de ellas al salir del cubículo del baño y, por la expresión de su cara, supe que había escuchado bastante de lo que tuvo lugar detrás de la puerta. Se alejó un poco de mí, con alarma, cuando me coloqué a su lado, frente al espejo, para acomodar mi cola de cabello torcida. Y con los dedos intenté acomodar el desastre de mi labial corrido, haciéndome parecer un payaso con mis labios hinchados y marcados. Entonces la miré y todavía se encontraba inmóvil como una estatua, quizás preparándose por si se me ocurría saltar sobre ella y golpearla. Me mordí el labio con, no tan fingida, saciedad sexual y le envié mi mejor sonrisa torcida y sensual, después sólo me di la vuelta revoleando mi cabello en su cara. Me fui resonando los pequeños tacos de mis botas. Dramático. Lo sé. Y me encantó. De nuevo en el presente, yendo por el pasillo, me doy la vuelta y me cuelgo de los hombros de Santiago, atrayéndolo hacia mí. Mi risa se apaga y me quedo mirándolo fijamente sus ojos medianoche, lo arrastro hasta la habitación por el cuello de su chaleco de cuero. No se resiste, él sólo demuestra la misma urgencia que yo. Caigo sobre la cama y él enseguida me aplasta comiéndose mi boca, logrando sacar pequeños gemidos de necesidad. Mierda, quiero esto, todo de él, por el resto de mi vida. Cada noche, cada mañana. Cada día. Tiro de su ropa, y él comienza a quitársela para después proceder a dejarme desnuda también. Besa mi pecho de forma diferente esta vez, despacio, con pequeños y apenas punzantes mordiscos. Sus bíceps tatuados se abultan al sostenerse sobre mí, para no aplastarme. La oscuridad se vuelve más intensa siempre que él está cerca, como si fuera parte de su ser. Y la negrura que lo persigue me hace desearlo más, si es que eso es de verdad posible. Pasea su lengua inventando un camino hasta mi cuello, deteniéndose debajo de mi oreja, mordiendo la piel sensible. Yo respondo arrastrando mis uñas por toda su ancha espalda, llegando a sus nalgas firmes que tanto me gusta presionar. A la misma vez planto cortos besos en su hombro y cuello. —Bésame—susurro en su oído, algo demandante pero con un deje de ruego.
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Esta noche parece distinta entre nosotros, no hay urgencia para acabar lo que estamos empezando, sólo nos detenemos a absorber todo lo que podemos el uno del otro. Como intercambiando mucho más que deseo carnal. Al besarme, algo en mi pecho se encoje y el disfrute se vuelve más íntimo y poderoso entre nosotros. Encierra mi respiración, toma de ella con apremio, irrumpe dentro con su lengua y se lleva todo de mí. Lo aprieto con mis brazos para que no se aleje, pero se escurre y se va, desciende por el valle entre mis senos. Baja, baja y baja. Y con bienvenida abro mis piernas, sólo para que él me conceda sólo una única y lenta lamida. Me quejo al verlo recostarse en su lado de la cama, su cabeza sobre la almohada. Despreocupado. Sus ojos brillan al ver mi temperamento asomarse, sabe que quiero que termine lo que empezó, porque es injusto dejarme así. —Tráela—ronronea una única orden. Lo observo con ojos entrecerrados, tratando de entenderlo. —Tráela—me pellizca un pezón y hago una mueca. Me arrodillo en el colchón y le doy mi mejor media sonrisa traviesa. Gateo encima de él, y de pasada tironea la banda elástica para soltarme el pelo, éste cae enmarcando mi rostro, algunas ondas obstruyendo mi vista. Termino a horcajadas sobre su cabeza recostada cómodamente, su boca ya lista para tener un banquete y yo completamente abierta para dárselo. El primer recorrido de su lengua me hace temblar, mi piel se eriza y me muerdo el labio con fuerza para no volverme loca tan rápido. El calor de sus palmas abiertas se instala en cada uno de mis muslos, me oprime para que no pueda moverme. Crea un ritmo devastador que me hace aplastar cualquier vestigio de mi control con intensos quejidos, hago puños en su pelo corto y tiro, sabiendo que el dolor lo activa más de lo normal. Me penetra con la lengua e inmediatamente después succiona mi clítoris, todo dentro del calor húmedo de su boca. No puedo evitar la ola de sensaciones que se encierra en mi bajo vientre, sólo para arrasar con cada nervio de mi cuerpo, dejando mis extremidades como gelatina. Me desplomo contra el respaldo de la cama, aferrándome, electricidad arrasando conmigo. Él deja su boca abierta en mi entrada para así no perderse las incesantes contracciones de mis paredes internas. Quiero salir de encima de él después, y no me deja. Sigue comiéndome, esta vez sin marcar ninguna pausa, más violentamente. Clavando dientes y pellizcando con ellos mi sensible carne expuesta. Me
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carga de sudor, me fuerza a balancearme y soltar incoherencias. Un dolor comienza a estancarse en mí de nuevo, mi garganta se hincha llena de jadeos descontrolados y mis puños tiran más de su pelo. Me arqueo en el primer tirón de electricidad, me tenso con mi rostro hacia el techo, mi boca abierta y mis ojos cerrados. No puedo parar de estremecerme mientras todavía sigue torturándome con su boca. Sin saber muy bien cómo ni cuándo, termino de espaldas sobre las mantas, sin siquiera recuperarme del asalto anterior, todavía sintiendo las estrangulaciones de mi vagina bajar de niveles. Ni siquiera abro los ojos, lo siento abrirme las piernas y atraerme más contra él. A continuación siento su cabeza introducirse lentamente, las bolas de acero de su piercing rosando el punto más sensible de mis profundidades, logrando volver a tensar cada centímetro de mí. Detengo el aliento y, a ciegas, llevo una mano al lugar donde permanecemos unidos, intentando detener cualquier avance que tenga pensado hacer, ya necesito un leve momento para recuperarme mejor. No cumple mi pedido, pocas veces lo hace en realidad. Golpea nuestras caderas en el primer envión y el aire abandona por completo mis pulmones. Lloriqueo y me contorsiono, agotada pero igual de urgida, lo encierro entre mis piernas y le dejo bailar bruscamente sobre mis huesos debilitados. Se estira, cubriéndome, chupa mis pezones y respira sobre ellos, la piel se me eriza en medida que su lengua se arrastra despojando cada gota de sudor creada por sus propios asaltos. —Te amo—me las arreglo para soltar entre ruidosos suspiros. Él contesta clavando los dientes en el hueso de mi mandíbula, me sacude con la próxima zambullida de su pene en mi interior. La cama de madera chasquea. Recorro los laterales de su torso con las yemas de mis dedos, resbalando por la humedad salada de su transpiración. —Te amo—repito y abro mis pesados párpados para verlo a los ojos. Santiago no esconde su mirada de la mía, toma mis manos con las suyas y las estira junto a mi cabeza, las sostiene firmemente con una mientras la otra se posa en mi cuello. Las yemas de sus dedos me acarician, al mismo tiempo que sus estocadas se detienen y se queda clavado entero dentro. Suspiro despacio, dejando que rodee mi cuello con sus dedos, su pulgar estacionándose en un punto específico.
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No me alarmo cuando empieza a ejercer presión y mis conductos respiratorios se obstruyen hasta que no puedo respirar en absoluto. No desviamos nuestras miradas aun cuando mi vista se borronea poco a poco hasta que su silueta se desvanece en la negrura. Boqueo en una búsqueda desesperada de aire, y Santiago reanuda los avances de su cadera aún más profundos que antes. Me mantengo en control sintiendo cómo una enorme bola de fuego se forma justo debajo de mi ombligo. Sin importar qué tan cerca de perder el sentido esté, me percato de su rápido crecimiento hasta que explota y me deja fuera de juego. Es allí, en la primera convulsión que se apodera de mi cuerpo, que él afloja el apriete en mi garganta y suelta mis manos. Formo puños en las sábanas percibiendo el orgasmo de una forma tan intensa que apenas tengo más energías para moverme, sólo estoy allí sobre la cama retorciéndome mientras él sigue penetrándome con apremio, intentando llegar también a la cima. Oigo mis propias pulsaciones retumbando mis oídos, y los jadeos a causa del colapso sufrido por mis pulmones llenan la habitación, bloqueando cualquier sonido que él haga mientras se sale de control, se extrae a sí mismo fuera y me reviste con su semen desde el vientre a los pechos. Me quedo muy quieta al final, Santiago cae sobre mí pegoteándose con el sudor de ambos y su semilla derramada, Quita el pelo de mi cara y rebusca con sus ojos en mi expresión rematada, me acaricia la mejilla con el pulgar y entrecierro mis ojos, suspirando con bienvenida. Se desliza lentamente hasta mi cuello y se toma todo el tiempo del mundo rozando mi piel. Baja a mis pechos, mi vientre, mis piernas. Ida y vuelta. Hasta que me maniobra como una simple y liviana muñequita de trapo y nos lleva a ambos contra las almohadas. Me envuelve en sus brazos antes de que me duerma y enredamos las piernas. Un solo respiro contra la piel cálida de su cuello y me extravío, dejo que el agotamiento me absorba y sus brazos me sostengan por el resto de la noche.
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25 Santiago Es bastante temprano, por lo tanto no me duermo cuando Adela lo hace. Sólo me quedo pensando, mi mirada fija en las siluetas que la luz de la luna tiñe en el techo. Apenas pestañeo, paralizado. En el fondo lo sé. Soy como ese niño pequeño que se esconde debajo de las sábanas en la noche, cuando la madre apaga las luces, y tarda demasiado en dormirse creyendo que el monstruo saldrá de su armario o de debajo de la cama. Sigo siendo un llorón, porque me aterra cerrar los ojos en medio de la noche. Cerrar los ojos en la oscuridad significa perder el control y recordar. El calor de Adela me hace sentir soñoliento y mis estañas aletean forzándose a mantenerse abiertas y en alerta. La chica frota su pierna encima de la mía, su mano descansa en mi pecho, percibo su pezón apretado rozar contra mi costado y su respiración lenta revestir la piel de mi cuello. Se siente demasiado bien tenerla soldada a mí todas las malditas noches, si pudiera dormirme sería aún más perfecto. Sin embargo sólo bloqueo el sueño que me ataca con su calidez y me obligo a permanecer despierto hasta que el sol comienza a asomarse. La piel suave y blanca de ella contrasta con la mía, más morena y cubierta de tinta negra. No sé por cuánto tiempo me conservo en la misma postura, mis ojos duelen porque quieren dormir, mi cuerpo estático necesita descanso. “Un rato más”, me digo, “sólo un rato más y el sol saldrá”. Soy oscuridad, no debería sentirme aterrado de cerrar los ojos en ella. La respiración de Adela cambia y eso indica que acaba de despertarse. Puedo sentirla mirándome con los ojos entrecerrados, tratando de leer mi semblante sombrío. No le hago caso, el yeso encima de nuestras cabezas se vuelve más interesante. — ¿A qué le temes?—susurra, suena ronca y adormecida. Claro que no respondo, es como si ella le hablara a la pared. No me muevo, apenas respiro, y no hablo. Me acaricia el ángulo de la mandíbula con la punta de la nariz, sus ojos intentando penetrar en los míos esquivos. — ¿Son las pesadillas?—arrastra la mano desde mi pectoral hasta el cuello.
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El contacto y sus preguntas me ponen la piel de gallina. No respondo, y sé que deduce que no lo haré. No soy un hombre de palabras, y mucho menos cuando las personas quieren llegar a lo profundo de mí. Ella suspira, un poco derrotada y me besa en el cuello. Hay demasiadas cosas en ella que me conquistan. Por ejemplo su imagen de chica dura y llena de carácter, con ese temperamento tan explosivo. Pero también existe esa que se derrite conmigo y termina convirtiéndose en una chica cariñosa a la que le gusta demostrar sus sentimientos. No tiene pelos en la lengua para decirme que me ama, no hay barreras que le imposibiliten demostrarlo con suaves caricias y besos. Una gran parte de mí ya se ha hecho adicta de esa última faceta. Aun cuando me siento incapacitado de corresponderle. —Antes de venir acá… vivía en la capital…—comienza, traza figuras imaginarias en la superficie de mi pecho con el dedo índice—. No tenía efectivo… Álvaro me dejó en la calle y…—toma una pequeña pausa— tuve sexo con alguien por dinero… Mi corazón responde a sus palabras empezando a bombear con aceleración, la boca se me llena de un gusto desagradable. Ella sólo se estremece y sigue acariciándome, perdida en su cabeza. —Y ese hombre… terminó siendo el mejor amigo de mi hermano…—la oigo tragar y tomar un respiro—. Supe al llegar que fue una trampa. Él… el tipo sólo tenía que darme el dinero, pero supongo que ellos querían saber qué tan desesperada me encontraba… qué tan lejos estaba dispuesta a llegar… Su voz no se escucha afectada, sus palabras son claras y sin temblores. Pero siento una pequeña gota deslizarse por mi piel, y deduzco sólo puede venir de sus ojos. Mi respiración se vuelve pesada y todo mi cuerpo se endurece. —Me sentí sucia, indigna, sola… y sin ningún valor…entonces me sacaste del puente y me diste motivos para creer que todavía me quedaba mucho por hacer de mí misma… después de todo, luché contra tu fuerza porque no quería morir, no en realidad… me devolviste la razón… Se aprieta más contra mí, ni una lágrima más cayendo de sus ojos. Eso me alivia, sólo un poco. Cuando Adela Echavarría llora, tiene el poder de hacerme pedazos. —Me limpiaste el alma…—murmura en mi oído.
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Y así, sin poder aguantarlo, bajo mi mirada para encontrarla con la suya. Sus ojos espejados acuosos me apresan y sus brazos se aferran más vigorosamente en mí. —Quizás sólo lo hice para robártela—contesto y ruedo encima de ella. Adela me dedica una leve curva de sus labios llenos y rojos por mis besos. Su nariz ha enrojecido a causa de su corto llanto. —Es tuya—asegura, acercando las yemas de sus dedos a mis labios. Abro mi boca y los introduzco, los chupo y sus pupilas se agrandan. Comienzo a frotar mi pene ya despierto contra su entrada, ésta se humedece instantáneamente. —Es mía—corroboro. Entrecierra los ojos cuando me deslizo íntimamente en ella muy despacio, me toma centímetro a centímetro, suspirando. —Sos mía—me atrevo a decir, apenas audible contra sus labios entreabiertos. Asiente, entonces le hago el amor. A mi manera. Los siguientes días ella se ocupa de contarme sobre su vida, desde que fue encerrada y abandonada por el miserable de su hermano, hasta su llegada a este lugar. Las mentiras sobre su supuesta enfermedad, los juegos psicológicos que jugó con ella y su desinterés al enviarla a la universidad y dejarla en la calle. No puedo expresar con palabras la clase de resentimiento y odio que ha estado cocinándose en mi interior. Y cada vez crece más y más. Como una bola de fuego punzando para salir a la superficie. Y, aseguro, nadie quiere conocer la ira de La Máquina. No es por lucirme, ni nada por el estilo, pero tengo una reputación y la hago valer. Quiero ver rodar la cabeza de Álvaro Echavarría. Y es un deseo difícil de ignorar. No por mucho tiempo.
Adela
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Nunca creí que una persona podría llegar a ser tan cerrada, hasta que tuvo que cruzarse en mi vida. No sé qué hacer con Santiago, quiero que se abra conmigo, pero es hermético y duro como la piedra. Me aterra verlo en las noches tan ausente, mirando el techo, esperando que el día llegue. Se ha vuelto una necesidad saber lo que corre por su cabeza y a qué le teme en realidad. ¿Qué lo hizo de este modo? Estoy empezando a resignarme con que él vaya a contarme cualquier cosa. Y no quiero entrometerme, pero necesito respuestas a mis preguntas. Así que no pierdo el tiempo cuando Lucre aparece en el recinto el fin de semana. Ella se mete en mi área por la tarde y sin decir nada se pone a trabajar conmigo, ayudándome a acomodar todo para el comienzo de la noche. Hablamos de temas sin sentido por un rato y en mi cabeza no paran de rondar ciertas cuestiones. Ella es muy perceptiva y se percata de mi lucha interna. —Ya…—pone los ojos en blanco como broma—. ¿Qué es lo que querés saber? Trago y aunque ella espera sonriendo a que hable, sé que su rostro cambiará con lo que quiero preguntarle. —Es… Santiago… Yo…—no sé cómo empezar—. ¿Por qué él es así? Tan… tan…—cierro los ojos, no sé qué palabra puedo usar. Ella se acerca a mí y como si estuviera a punto de contar un secreto. — ¿Por qué es tan raro? ¿Solitario? ¿Cerrado? ¿Inestable?—prueba. —No lo considero inestable…—murmuro, y limpio obsesivamente la mesada con un trapo húmedo. Lucre bufa. —Créeme, lo es… Hay algo de inestabilidad en su cabeza, quizás no mucha, pero sí… la forma en la que a veces sus ojos brillan… Parece que piensa distintas formas de asesinarnos a todos cuando estamos cerca de él, pero algo se lo impide… no me malentiendas… bajo mi punto de vista, siento que es como una bomba que no avisará antes de explotar… Un escalofrío transita mi columna, doy un suspiro entristecido. —Lo amo—le suelto. La chica se me acerca más y me aprieta el hombro con cariño. Parece entender la clase de amor que yo siento por él. —Puedo verlo…—dice, muy seria—. Sólo puedo decirte lo poco que sé… él estuvo encerrado en el extranjero, su padre lo envió allí a la fuerza
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porque era una amenaza para un experimento millonario… sabes, todo se trata de la mafia de la medicina… Ellos eran poderosos y ambiciosos… Godoy fue capaz de enviar a su hijo predilecto fuera de su camino y dejar que lo torturaran por dos años… »Lucas era su hijo bastardo… y dejó que también experimentaran y jugaran con él… mi hermano era fuerte, se mantuvo firme… terminó siendo un hombre herido, sí, pero encontró la forma de sanar: Lucía…Uno asumiría que el hombre amaba más a Santiago, si no me equivoco, era el favorito… el mimado… el heredero ¿qué clase de insensible abandona a su hijo en un lugar horrible sólo por dinero y prestigio en el submundo? No me doy cuenta de que estoy apretando el trapo demasiado fuerte en mi puño hasta que Lucre me lo quita de las manos, preocupada por mi estado tembloroso. — ¿Qué era ese lugar? ¿Qué le hicieron ahí?—me las arreglo para preguntar, sin importar cuán horrible pueda ser la respuesta. Lucre niega, frunciendo el ceño un poco frustrada. —No lo sé bien… sólo supimos que fue torturado… una y otra, y otra vez… quebraron sus huesos, lo rompieron por fuera y por dentro… ese lugar era una concentración… eso creemos… allí rompían a jóvenes y los convertían en máquinas insensibles… quebraban sus espíritus hasta que no quedaba nada más que crueldad en ellos… ¿Por qué crees que las mafias son tan temidas e imparables? Porque están rodeados de hombres que son capaces de hacer cualquier cosa… Santiago es capaz de hacer cualquier cosa… Me muerdo el labio hasta lacerarme la piel y sentir el gusto oxidado de la sangre. Lucre me da una sonrisa sombría y se aleja un paso de mí para seguir ordenando los utensilios. —Entonces… ¿él es peligroso para mí?—mi voz suena terrible. Lucre se encoje de hombros, y justo después mira a mi espalda y empalidece. —Claro que soy peligroso, Adela—dice la voz helada de Santiago muy cerca de mi oído. Me quedo inmóvil, suelto un gemido de sorpresa. Se ve que le hace señas a la chica para que se marche, porque ella deja lo que está haciendo y abandona rápidamente la cocina. Mi ojos se humedecen un poco, no sé si es miedo o sólo tensión acumulada por lo poco que Lucre me contó. —Yo—trago sonoramente—. Yo sólo quería saber…
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Él chasquea la lengua con negación. —Sólo querías hurgar en donde no debes…—no grita, pero su tono me acelera el pulso con inquietud. Intento darme vuelta y verlo a la cara, me lo impide. —Escúchame bien…—respira en mi oído—. Nunca vas a saber ni una mierda de mí… yo soy esto que tenés en frente y nada más… Aprieto los dientes y me doy la vuelta con rabia, soltándome de su agarre. Mi vista un poco acuosa, aunque sólo me alimenta la ira. —Te di todo mí…—escupo en su cara. —No te obligué a que lo hicieras—responde de inmediato. Lo ignoro en mi arrebato. —Me estoy entregando entera, no es injusto que yo quiera saber de tu vida… ¿Por qué sos así? ¿Por qué no me dejas entrar? Me acerco, y apoyo mi palma abierta en su pecho, como una ofrenda de paz, para calmar su enojo. Dios, apuesto a que nadie quiere verlo jamás así de enojado como lo está ahora. —No hay nada de mí que necesites saber…—su mandíbula chasquea con energía—. Estoy vacío... no hay nada. —Sí...—lo enfrento—. Sí, lo hay... Sé que tenés miedos, que hay recuerdos que no deseas que salgan, pero que vienen cuando te dormís antes del amanecer. Sé que hay miles de cosas pasando ahí dentro… tarde o temprano tendrás que enfrentarlas… Da un paso atrás, y se siente como si hubiese retrocedido miles de kilómetros lejos de mí. Me duele, mierda, me duele que me haga esto. Se supone que no soy esta clase de chica. —Sabía que esto era un puto error…—murmura, más para sí mismo que para mí—. Sabía que querrías más… Eso suena a que todo entre los dos se está yendo por la borda. ¿Tanto amor para que me lo tire a la cara y se vaya a la mierda? Lo rodeo sin siquiera mirarlo a la cara y me voy antes de que diga las malditas palabras. Me salgo por la puerta trasera antes de romperme en pedazos a causa de su mirada fría. Me fijé en el hombre equivocado, y no hay nada que pueda hacer al respecto. Camino echa un manojo de nervios, llena de furia. Dejando atrás el bar, me interno en el complejo, directo a mi apartamento. En el camino me
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cruzo a uno de los novatos y le aviso que llegaré algo tarde para que alguien me sustituya unos minutos. Necesito un momento a solas para tranquilizarme. Nunca sobrellevé de buen modo las discusiones, y me doy cuenta de que cuando pasa con alguien que aprecio mucho me golpea de la peor manera. No sé qué me pasa. No sé si quiero llorar, patalear en el suelo como una caprichosa niña pequeña, romper cosas, o hacerme un ovillo pequeño en un rincón y no salir jamás. Realmente la cagué esta vez, lo hice enojar de la peor manera posible. Me conmueve horriblemente recordar el brillo peligroso en sus ojos medianoche. Entiendo que todo lo que tiene que ver con su pasado es turbio y ahondar en ello es como entrar en arenas movedizas. ¿Qué puedo hacer? Santiago es distinto a cualquier hombre que yo haya conocido. De hecho, estoy segura de que es único en el mundo. Una parte de mí quiere pedirle perdón por entrometerse, pero el resto está convencido de que no hice nada malo. Sólo quise saber algunas cosas sobre él, por más pequeñas que fueran. Necesito saber, quiero conocerlo. No es la clase de hombre que prefiere una comida o tiene un gusto de helado preferido. Por lo tanto, realmente no sé cómo conseguir alguna parte de él. No sé nada de su vida, sólo que despedaza personas. Es un asesino. Y ni siquiera me importa. ¿Qué dice eso de mí? Me interno en mi pequeño departamento, observo todo con ojos enormes, mis manos temblando. Me paseo frenética, tratando de buscar una respuesta. ¿Habrá terminado todo entre nosotros ya? Por el resentimiento que Santiago llevaba en la mirada, yo diría que sí. Seguramente no quiere volver a verme. No querrá estar cerca de una entrometida buscona. Quizás ya he terminado mi cuota de su atención esta noche. “Sos mía” me murmuró anoche. Esas palabras golpearon dulcemente en mi pecho, llenándome de esperanzas. Pero, cualquiera puede decirlas en un arrebato de pasión en la noche, en la oscuridad. Tal vez sólo fueron un reflejo del momento. Aprieto con fuerza mis párpados y entierro mis uñas en mi cuero cabelludo, la frustración que siento ahora mismo es abrumante. Sólo soy capaz de oír mis aceleradas respiraciones. Giro en mi lugar tratando de reordenar mis pensamientos. Me siento en el borde. Justo en el filo.
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Camino como una posesa hacia la alacena llena de vasos y platos, ni siquiera estoy pensando cuando los tomo uno a uno en mis manos y los dejo caer al suelo. Hay algo en el chirriante sonido de la porcelana y los cristales rompiéndose, es como si pequeñas olas de tranquilidad vinieran a mí. Estrello en el suelo cada cosa que encuentro y tarde caigo en la cuenta de que estoy derramando gruesas y silenciosas lágrimas, una tras otra, acompañadas de aullidos de rabia. Santiago me dijo que no estoy loca. Pero lo estoy. “Mira esto”, me digo fijándome en el desastre que yace en el piso, “si esto no es locura, ¿qué es, Adela?” Él me mintió. — ¿Qué carajo, nena?—salta una voz desde la puerta. Levanto la mirada para encontrarme con Manuel, y todo mi cuerpo se tensa como la cuerda de una guitarra. Se ve desconcertado y divertido cuando se fija en mi rostro mojado. Da un paso dentro y retrocedo otro. — ¿Q-qué—me atraganto, seco mi mejilla con la manga de mi camiseta—. ¿Qué estás haciendo acá? No puedo evitar sentirme acorralada cuando se adentra más en mi casa. Lo quiero fuera, primero mi hermano invade mi nueva vida y ahora él. Ellos sólo tienen que dejarme en paz. —Tu hermano quiere verte—me sonríe, estira una mano hacia mí fingiendo amabilidad—. Quiere que vuelvas a casa, nena… Las náuseas amenazan con obstruir mi garganta. Él me llamó de ese modo mientras lo hacíamos en el hotel. Todo el maldito tiempo. Lo odié entonces y lo aborrezco mucho más ahora. —No voy a ir a ningún lado con vos… ¡Fuera de mi casa!—le grito, pero no me muevo, me veo increíblemente paralizada. ¿Por qué me transmite tanto miedo este hombre? ¿Por qué él y mi hermano están empecinados en destruirme? Manuel se sigue acercando y le encanta verme ir más allá a causa de ello. Parece que cuanto más inquieta me siento, más le gusta. Sus pies patean y pisan las piezas de cristales rotos, avanza sobre ellos, su mirada de depredador fija en mí. —Adela, ¿ves lo que acabas de hacer?—pregunta, su semblante se vuelve serio de repente—. Sabes que necesitas ayuda, lo sabes bien… Álvaro
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está dispuesto a volver a darte su protección… Incluso quiere que vuelvas a vivir en la mansión con su familia… Aprieto la mandíbula con fuerza y lo fulmino con la mirada. No voy a caer con ese cuento, esa mentira tan asquerosa con la que quiere acercarme. —Andate—le ordeno—. No querrás cruzarte con ninguno de los chicos… — ¿Tenés miedo de mí, nena?—se burla y viene más cerca. No tengo idea de lo que este hombre es capaz de hacer. Apenas lo conozco. Sólo sé que fue capaz de mentirme para que me acostara con él. Y eso sólo me lleva a sopesar malos pronósticos. Si quiero escapar, tendré que pasarle por encima porque está de pie justo cortándome el camino hacia la salida. No puedo bajar mis decibeles de nerviosismo. Mentiría si dijera que él no me da miedo. —Aléjate—le grito. No debo dejar que me acorrale cerca del pasillo que lleva al baño, tengo que salir, lo antes posible. Mientras considero mis opciones, corta la distancia inesperadamente y estira el brazo como un látigo para tomarme de la ropa. Lucho contra él, y no le cuesta demasiado dominarme. Gruño, retorciéndome con toda mi energía para que me suelte. —Te llevaré a casa, nena… Álvaro sabrá qué hacer con vos…—dice agitado mientras forcejea conmigo. Grito con cada esfuerzo, mi camiseta se estira hasta rasgarse y él logra tomarme del cabello con tanta fuerza que mis ojos lagrimean. —Déjame—jadeo y no paro de moverme. De alguna manera tengo que escurrirme de sus garras, es grande, fuerte y difícil de vencer, pero eso no me amedrenta. Pateo mis talones hacia atrás con la esperanza de darle en la pantorrilla con el tacón de la bota e intento pisarlo también, él se cubre con eficiencia y tiene la desfachatez de reírse de mis intentos. Ese momento con su risa enferma ronroneando en mi oído, crea un arrebato de furia en mí y agacho mi cabeza para echarla hacia atrás después, con una fuerza que yo jamás supe que tenía. Mi nuca golpea contra alguna parte de su cara, deduzco que puede ser su nariz, y logro desestabilizarlo. Gracias a su vacilación por el dolor termino zafándome un poco y me propongo correr hacia la puerta. No logro llegar muy lejos, Manuel me derriba en el suelo en un pestañeo, como si fuera un enorme jugador de rugby. Me aplasta contra el
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filoso montón de vidrios, siento los cortes contra mi estómago, muslos y palmas. Gimo de dolor y entonces soy dada vuelta como un panqueque sobre mi espalda y arrastrada hasta terminar debajo de él. Inmovilizada.
Santiago Jamás estuve más furioso en mi vida, a punto de perder el control y ser capaz de incendiar el lugar. Adela tiene el poder de hacer bullir mi sangre con enojo o deseo, siempre lo logra. ¿Por qué importa siempre el pasado? No hay pasos atrás que valgan para mí, está enterrado, es como un pozo ciego oscuro y sin fondo. No hay nada bajo la superficie. Adela debería entenderlo de una puta vez. Las personas siempre intentan escarbar porque se creen con el derecho. Bueno, ni siquiera porque le haya dado lugar para acercarse a mí, tiene privilegios conmigo. No en este asunto. ¿No puede permanecer conmigo y a la vez olvidarse de las preguntas? El hoy es lo que soy, el ayer no sirve. No cambia nada saberlo o no. Cuando entro desde la cocina al bar Lucre se encuentra en una de las mesas viéndose nerviosa. Sus ojos culpables me observan desde lejos y puedo entender que se sienta de ese modo, sin embargo ahora mismo no me interesa que nadie venga a pedirme disculpas. Me voy a mi mesa habitual, ya ocupada por El Perro que observa todo con ojos sospechosos. — ¿No sentís el aire más pesado esta noche?—frunce el ceño, preocupado. Si fuera más expresivo, me reiría de él y sus arranques algo locos. Sólo me encojo de hombros y lo dejo pasar, me siento en mi lado. —No es broma…—supongo que sabe que por dentro me estoy burlando de él—. Tengo una horrible sensación. Alzo una ceja, mi rostro el blanco. Rebusco con la mirada y todo alrededor se ve normal. — ¿Dónde está Max?—pregunta. —En su casa emborrachándose como siempre—le respondo, secamente. Él niega con la cabeza baja, lamentándose.
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—Ese hombre quiere morir—murmura, de reojo observa a Lucre que mantiene conversación con León. Carraspeo, interno mis manos inquietas en mis bolsillos. Todavía tengo bronca acumulada por la discusión con Adela. —Yo podría darle una mano—aprieto la mandíbula. El Perro sólo me mira entrecerrando sus ojos rasgados, impaciente y molesto con mis afirmaciones. Max es un pobre tipo y no saldrá del infierno en el que está hasta que se decida a dejar de sufrir. A veces las personas malviven por elección, no porque no tengan opciones. El tipo tiene a la mujer que ama justo en frente y sólo se queda encerrado metiéndose alcohol hasta la inconsciencia en vez de arreglar las cosas. Al igual que cuando encontré a Adela en el borde del puente, lo mismo siento por Max y su desinterés en vivir. Mierda, tienen una vida para vivirla, no para malgastarla o terminarla tempranamente. Prefieren ahogarse en los problemas antes de solucionarlos. “¿Qué tan hipócrita suena eso, Máquina?”. Ignoro la voz. Yo vivo a mi manera, y ya he enfrentado lo que debía en su momento. — ¿Dónde está Adela?—El Perro ve que uno de los Leones tomó su lugar detrás de la barra. Mi espalda se atiesa. Así que está más enojada de lo que pensé. Me pregunto por qué ella no puede ser distinta de las otras mujeres en ese sentido. Bajo los ojos a mis pies y me encierro en mi mente. Quizás sólo tengo que ceder e ir a buscarla. No somos una pareja convencional, pero eso no impide que hablemos y nos pongamos de acuerdo. No tengo tiempo a seguir dudando, la puerta del bar se abre abruptamente y se golpea, llamando la atención de algunas de las personas que se encuentran más cerca. Me salgo de la silla, parándome firmemente sobre mis pies, en alerta máxima. Lo primero que veo es la expresión horrorizada de Lucre y León. El resto se va quedando en silencio gradualmente hasta que sólo se puede escuchar la leve música de fondo. Me fijo después en lo que todos están mirando boquiabiertos. Adela de pie en el medio del salón, sus manos, su ropa y su rostro cubiertos de sangre. Su cabello se ha soltado de la cola y enmarca su cara pálida y sus ojos salvajes. Rebusca algo alrededor con la mirada, aunque no parece estar viendo algo en realidad.
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Con mi corazón acelerado me acerco a ella despacio y hago el primer contacto en su cuello con mis dedos, lentamente para no espantarla. Los demás tan sólo están inmóviles, es posible que no quieran hacer movimientos bruscos para no asustarla. Ella se ve muy alterada. Me interpongo para que sólo pueda verme a mí, y encierro su cara en mis manos y la levanto hacia mí. Sus ojos rojos me indican que ha estado llorando, una parte de mí siente culpa por eso. Cuando al fin me ve, sube sus brazos para tomarme de las muñecas, ni siquiera me importa que me manche con la sangre fresca. De la que estoy seguro que no es suya, sino de alguien más. —Adela—ella pestañea cuando me oye decirlo—. ¿Qué hiciste? Sus labios tiemblan unos segundos, como si no estuviese del todo consciente de lo que está pasando. Entonces, de repente, me da una sonrisa, bastante espeluznante. —Creo que maté a Manuel—suelta. Y como si nada hubiese pasado entierra su cara en mi cuello en un abrazo extraño, se aferra a mi ropa. No puedo evitar encerrarla y apretarla contra mí.
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26 Adela Permanezco inmóvil en la cama de Santiago, desnuda, mientras él se encarga de mis heridas. Tengo cortes en mi pecho, abdomen y muslos, también algunos en la espalda. Son, la mayoría, superficiales. No siento dolor, y mi mente parece no responder a ningún reflejo. Todavía me siento como dentro de una nebulosa confusa. Pasaron tantas cosas en tan poco tiempo que ni respiro tuve para digerirlas. Nadie lo tuvo. De hecho, justo ahora el clan es un caos absoluto. León interrogó a todos los hermanos uno por uno, con ayuda de El Perro, hasta han llegado a torturar para que dijeran la verdad. Eran tres. Tres Leones fueron comprados por mi hermano para espiarme y darle acceso a mí cuando quisiera. Tres tipos que esperan a que la Máquina se desocupe conmigo para tener su merecido por traicionar al jefe. La clave de todo esto es que es mi culpa. Yo no le dije a nadie que mi hermano ya me había acosado una vez en mi propio apartamento, y cuando Santiago me comunicó que el calvo que torturó aquella noche frente a mis ojos era un espía, no le di importancia. Me aseguré a mí misma que Álvaro sólo quería mantenerme vigilada, porque para él el control lo era todo. Esos fueron mis principales errores. Yo no quería que nadie se entrometiera en mi vida y mucho menos que León me proporcionara custodia de sol a sol. No podría haberlo aceptado, sólo cerré mi boca y obvié ese detalle cada vez que hablaba de mi vida con Santiago. En cuando a la marca en mi brazo que tanto había alarmado a León, no le di valor alguno, después de todo era mentira. Armé una historia tonta para cubrir a Santiago. Por eso nadie estaba verdaderamente alerta por mí, y yo misma, mucho menos. Álvaro siempre fue abusivo conmigo, pero nunca imaginé que querría hacerme verdadero daño. Creí que se la tomaba su hermana pequeña por celos o quizás sólo porque el alcohol lo ponía violento. Ahora opino diferente, él es peligroso para mí. Él tiene un serio resentimiento. No sé por qué Manuel quería llevarme con él, pero no quiero saberlo. Sólo deseo olvidarlo.
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En el instante en que el pesado cuerpo del tipo me derribó contra el suelo sentí terror helar mi interior, incluso llegué a paralizarme un momento. Creí que quería violarme. La imagen y la sensación de él entrando de nuevo en mis profundidades me hicieron papilla. Pánico se asentó en mis entrañas. Sin embargo, la bruma se fue despejando al entender que él sólo quería sacarme del recinto. Que no había ninguna otra cosa sucia que pensara hacerme. Me agilicé, realmente no recuerdo bien cómo conseguí llegar a morderle la mejilla, aunque todavía siento el sabor de su sangre en mi lengua y el grito que se enterró profundamente en mi oído izquierdo. Logré desprender una de mis manos de su agarre y me retorcí, ignorando los punzantes dolores de los cristales incrustándose en mi piel. Ambas palmas me latían y podía sentirlas húmedas por mi propia sangre. —Pendeja—gruño Manuel para mantenerme inmóvil—. ¡¿Dónde carajo están, idiotas?!—gritó y echó un vistazo rápido a la puerta entre abierta, esperando que alguien le ayudara. Gemí y mi sangre se aceleró en mis venas con terror. ¿No estaba solo? ¿A quiénes llamaba? Si venía alguien más yo no tendría ninguna oportunidad. Tiré de su cabello oscuro y corto y él me asestó un puñetazo en el pómulo que me atontó unos segundos. No dejé de luchar, y por ello él no podía moverse de encima de mí y alzarse para arrastrarme fuera, no le resultaba fácil doblegarme encima de todos esos pedazos de platos rotos. Él también se veía lastimado, en sus brazos, codos y manos. Lo siguiente pasó como un relámpago, corrí la mirada lejos de su cara ensangrentada y lo vi. Un pedazo de porcelana lo suficientemente grande para sostenerlo sin que se me escurriera de las manos. Y tenía forma de triángulo, con una de las puntas más larga y filosa. De verdad no me amedrenté, me esforcé y me retorcí debajo de Manuel para llegar a él a duras penas, sintiendo cómo aumentaba el número de heridas en mi cuerpo. Con las puntas de mis dedos arrastré el pedazo astillado de porcelana fina más cerca de mí hasta que pude tomarlo. De un solo movimiento enterré la punta justo debajo de sus costillas. El hombre sintió la puñalada, jadeó y se quedó inmóvil, sus ojos oscuros me miraron fijamente con incredulidad, como si no creyera que yo fuera capaz de hacerlo. Lo moví a un lado, aprovechando su momento de parálisis. Retiré el objeto de su carne con increíble frialdad, arrodillada junto a su tembloroso cuerpo. El sudor corría por su frente mientras se tanteaba la
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herida profunda con sus dedos, vio la cantidad de sangre que salía de ella y su respiración se volvió trabajosa. Levanté mi mano cuando su mirada afectada ascendió a la mía, él lo vio en mis ojos antes de que pasara. Distinguí el miedo y me sentí extrañamente poderosa. Enterré mi arma profundamente en su vientre, un soplo de aire se escapó bruscamente de su boca, su cabeza cayó sin fuerzas contra el piso. Lo desenterré, y volví a sepultar. No conté las veces que lo apuñalé. Después, con mis manos cubiertas se sangre, tanto propia como suya, me puse de pie y observé su final. No sentí nada debajo de la superficie, sólo insensibilidad. Como si estuviera viendo una simple película y no acabara, ciertamente, de asesinar a alguien. Caminé fuera del apartamento con mi cuerpo rígido y la mirada ausente. Y al escuchar voces viniendo unos metros más atrás, comencé a correr, sabiendo que vendrían por mí si no me adentraba en zona segura lo antes posible. Pesadas botas me siguieron hasta que traspasé la entrada del complejo, y aunque me sentí a salvo, sabiendo que ya no podían venir en mi busca, seguí, seguí y seguí. Abruptamente empujé la puerta del bar y me quedé de pie delante de todos, sin reconocer ninguna cara. Mi mente ya perdida por el shock emocional. — ¿Estás bien?—Santiago me susurra, mientras desinfecta las distintas zonas de mi piel seccionada. Asiento débilmente y muevo mis dedos dentro de la gasa que cubre mis manos. Son las que en peor estado se encuentran, porque sostuve muy apretadamente mi armadura mientras la encajaba una y otra vez en la carne de Manuel. Apenas nos hablamos, Santiago sólo me cuida y se preocupa, yo únicamente le dejo hacer. Fue lamentable nuestra discusión anterior a que todo esto pasara, quiero pedirle perdón, pero temo que, si vuelvo a entrar en el tema, se encrespe de nuevo y se marche. Ahora mismo quiero que se quede cerca. Cuando pasa a las heridas en mi vientre, se arrodilla junto a mí en la cama, comienza a limpiar la sangre seca y revisa si hay restos de vidrios en mi piel. Me mantengo muy quieta absorbiendo su toque liviano y suave. Puedo percibir su penetrante mirada azul medianoche en mi rostro, rebuscando en mi semblante.
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—Lo siento—susurra, casi inaudible. —Lo siento—hablo al mismo tiempo, aun sin fijarme en él. Abro mis ojos y busco los suyos, muy claramente se ven arrepentidos. Le muestro una pequeña sonrisa y acepto su beso cuando inclina la cabeza y posa sus labios cerrados en los míos, una reconciliación que me ablanda el corazón. Suspiro contra su piel, lo rodeo con mi brazo más sano. —Podemos empezar desde cero…—ofrece. No me tardo en asentir, rosando la punta de mi nariz en su mejilla afeitada. —Sí… está bien—acepto en voz baja—. Estoy de acuerdo… Se eleva de nuevo sobre sus rodillas, todavía prendidos el uno en el otro. Él traga y endurece la mandíbula, pestañea lentamente y desvía por un par de segundos su atención lejos de la mía. Cuando vuelve a mirarme, veo un brillo distinto en sus pupilas. Decisión, tal vez. —Prometo que voy a intentarlo… no me abriré del todo… pero puedo prometer que pondré más de mi parte si eso es lo que necesitas… Trago con fuerza el nudo en mi garganta y me levanto, ignorando las quejas de mis músculos y huesos, sentándome en el colchón, así puedo estar más a la altura de su rostro sombrío. Se ve torturado. Yo me aproximo y lo beso en la comisura de los labios, delicadamente. —Acepto lo que quieras darme… ¿está bien? Yo no quiero presionarte… nunca quise hacerlo en realidad—bajo los ojos a mis manos cubiertas—. Todo se me fue de las manos porque tenía miedo de estar dando demasiado de mí y perderte al final, de todos modos… Santiago apresa mi mentón entre sus dedos y lo levanta, para que lo enfrente. Me congelo cuando también veo miedo en su expresión. —También tengo miedo, Adela…—su confesión me llena los ojos de humedad—. Por eso no quiero desenterrar mi pasado… Me costó ahogarlo… No creo que pueda dejarte entrar muy profundo… Pestañeo para despejar el espesor de las lágrimas. No quiero estar sensible ahora. — ¿Por qué?—murmuro, sin perderme cada una de las sobras que opacan sus ojos. —Porque si te lo cuento todo, si me abro por completo… jamás querrás tocarme de nuevo…
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Santiago Cuando Adela al fin se duerme, salgo de la habitación y me lavo las manos, ya pensando en el trabajo que me toca. Siento mucha rabia porque atentaron contra ella, y por nuestra culpa. Siempre nos jactamos de ser un clan sólido, ahora todo se ha ido a la mierda. Nos estamos rompiendo, si alguien de los nuestros es tan fácil de comprar con dinero, ¿en quién se puede confiar? Paso el pasillo y entro en el comedor para encontrar a un Max demacrado sentado en una de las sillas. Se ha duchado y afeitado, pero no hay forma de ignorar sus ojos inyectados en sangre y el desorden de botellas vacías por el suelo. Lo miro de reojo, quiero patearlo y romper cada uno de sus miserables huesos. Un par de golpes suenan desde la puerta y abro sabiendo que es El Perro, y se quedará a cuidar a la chica que duerme en mi cuarto. —Está en mi habitación, dormida—le aviso, él sólo asiente. Doy un paso para irme y la voz amortiguada de Max me frena. —Yo puedo cuidarla. Me doy la vuelta para enfrentarlo, fulminándolo con la mirada. Después miro al suelo y encuentro junto a mi pie una botella de vodka vacía. Con demasiada energía me agacho para alcanzarla y lanzársela a la cabeza con todas mis fuerzas. Max reacciona a tiempo, esquivándola y cayendo al suelo con el impulso. El Perro suelta un chiflido y me observa con los ojos muy abiertos. — ¿A quién vas a cuidar, pedazo de mierda?—le pregunto al tipo que se está levantando—. No podés ni cuidarte a vos mismo, lo único que haces es emborracharte y arrastrarte como una inútil y asquerosa babosa. Estás pidiendo a gritos que te rompa el cuello, y sabes bien que no lo hago porque León te valora mucho… Max sólo me observa como si estuviera relatando un informe del tiempo. Lo señalo con un dedo, apretando mi mandíbula. —Es hora de preguntarte si realmente mereces estar aquí y tener el cariño de un tipo como él… Es hora de que mires alrededor y veas la basura en la que te has convertido.
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Sin duda, ninguno de ellos me ha visto nunca explotar y agredir de esta forma, tampoco pronunciar tantas palabras juntas. Aunque no soy de levantar la voz, siempre que digo las cosas me escuchan. Esta vez me enfurece que ese tipo se ofrezca a cuidar a mi chica, cuando todos sabemos que es un incapaz. La agredieron a metros de distancia de su casa y no fue capaz de escuchar nada por estar ahogado en alcohol. No sirve para nada ya. Me salgo antes de atacarlo y patearle el culo. Camino hecho una furia directo al galpón donde me esperan los traidores. En el camino, también pienso que en medio de toda esta ira también existe un enorme destello de orgullo por Adela. Porque supo defenderse y salir de ello sola, sin ayuda. Ella no es una niña débil que necesita ser salvada y atendida. No es asustadiza, es valiente. Y es por eso que me ha ido conquistando todo este tiempo. La primera que vez que la vi, en el puente, creí que era sólo una chica frágil que no sabía cómo enfrentar sus problemas de otra forma que no fuera quitándose la vida. Nunca estuve más equivocado. Llego al lugar y choco con León, junto a la puerta, está fumando un cigarro, sus nervios a tope. Puedo ver lo contrariado y desilusionado que se encuentra. Le doy un asentimiento como saludo. — ¿Cómo está ella?—da una última pitada y lanza el cigarro al suelo, a continuación busca otro en su bolsillo. —Está bien… Me mira muy serio mientras lo enciende. —Seis puñaladas…—comenta, mira a lo lejos soltando humo—. Quemamos el cuerpo… lanzamos su coche al agua… Si tenemos suerte nadie sospechará de nosotros… Aunque, si es verdad que Echavarría lo envió a buscarla… vamos a tener problemas… Frunzo el ceño y enfoco mis ojos en la oscuridad entre los árboles a lo lejos. —Entonces tendré que ir por él, también—murmuro, más para mí mismo que para el hombre. Se encoje de hombros y no dice más nada. Emprendo mi avance para entrar y me doy vuelta para leer su expresión al ver que no me seguirá. —No voy a entrar…—carraspea—. Uno de ellos ha estado en el clan casi desde el comienzo… no puedo creer todavía lo que ha hecho…—apoya la espalda contra la pared, mostrándose derrotado—. No puedo aceptar que hayan roto el juramento para apuñalarme por la espalda… Hago todo por
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ellos, tienen buenas ganancias, me encargo muy bien de eso… No quisiera saber qué les prometió el hijo de puta ricachón y mentiroso… pero estoy seguro de que jamás habría cumplido…—niega con la cabeza, lamentándose—. A pesar de lo que hicieron, no quiero verlos morir… Me da la espalda y emprende camino de vuelta al bar. Para León ésta es su familia, y puedo entender que le duela la traición de cualquiera de sus chicos. Él es un excelente líder, aunque bastante blando. Quizás esto sirva para endurecerle y ejercer más mano dura entre nosotros. Me cuelo dentro y pongo mis ojos en los tres tipos encadenados a la pared. Ninguno de ellos es un novato, entiendo por qué León se siente tan deprimido por esto. Pedazos de mierdas traidoras. Cada uno de ellos se atiesa cuando me ve, y eso me hace sonreír levemente con anticipación. Enciendo la música y me preparo. Uno a uno, voy jugando con ellos, diseccionando partes de sus cuerpos, cortando profundamente sus carnes y al final cuando ya ni siquiera pueden gritar, corto sus gargantas y los dejo convulsionar encima de sus propios charcos de sangre. Dejo para el final al más antiguo de los Leones, el que más merece padecer esto, porque ha estado al lado de León por mucho tiempo y ha sido capaz de traicionarlo sin pestañear. —Él…—se atraganta con la sangre que sale a borbotones de su boca—. Él no me prometió nada…—suplica con los ojos—. Amenazó a mi familia… tuve que hacerlo… Si piensa que le voy a creer o sentir alguna puntada de misericordia, es que todavía no me conoce bien. —Sabes… si eso fuera verdad… habrías corrido hacia tus hermanos por ayuda… nadie amenaza a los nuestros… porque somos muchos y sabemos defendernos… Así que, voy a optar por no creer esa estupidez que me decís y a cortarte la garganta tal como hice con los otros, porque no perdonamos a los que traicionan… Una vez finalizada mi parte, me voy, sabiendo que alguien vendrá a limpiar después. Vuelvo a casa para ducharme y meterme en la cama con Adela. Ella me necesita más que a nunca esta noche. Coloco la toalla alrededor de mi cintura y dejo el baño atestado de vapor. Abro la puerta de mi cuarto silenciosamente y mis pies descalzos se
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detienen al mirar a la cama. Adela está despierta, sentada en medio del colchón, abraza sus rodillas dobladas contra su pecho. Sus ojos espejados se elevan hasta los míos cuando me ve entrar y me transmite su miedo. Cierro la puerta y voy hacia ella. — ¿Voy a ir a la cárcel?—me pregunta, su tono vacilante. Pocas veces la he visto tan vulnerable, y cada vez que pasa es como si algo dentro de mí se removiera dolorosamente. Quito el pelo de su rostro y éste descansa en su espalda en largas, sedosas y oscuras ondas. Su piel desnuda es tan pálida que contrasta en la oscuridad y compite con el débil brillo de luz de la luna. —Nadie va a dejar que eso pase—le aseguro. Lleva su atención a la ventana y se enfrasca en el exterior. —Álvaro me enviará a la cárcel…—murmura—. Nadie puede contra mi hermano… Suspiro, dejo ir la toalla y me meto en las sábanas. La obligo a hacer lo mismo, nos cubro a ambos hasta el cuello, su piel está helada y puedo sentir sus temblores. Está nerviosa y preocupada. —Él no va a hacer nada… antes lo mato… Ante mis palabras, ella se abraza más fuerte a mí y apoya su mejilla sana en mi pecho. Ver el morado en su pómulo me hace querer revivir al hijo de puta y matarlo a mi manera. Lenta e insoportablemente. — ¿Asesinaste a los traidores? Asiento y nos quedamos en silencio por un rato hasta que oigo su respiración ralentizarse, la observo y compruebo que está profundamente dormida. Allí me permito pensar, con ella en mis brazos, la luna en alto, sabiendo que no podré cerrar mis ojos. Recuerdo que prometí que me abriría a ella, que la dejaría entrar, y es un gran deseo. Al menos mostrarle una parte de mí. Pero no estoy preparado todavía, el día que lo esté, será cuando al fin me haya mentalizado en que la perderé. Nadie, ni siquiera Adela, podría vivir con ello. No sería capaz de tenerla cerca sabiendo lo que dentro de su mente pensará de mí. No podrá quitarse eso de la cabeza, limitará cualquier contacto conmigo. Romperá lo que tenemos en pedazos y no quedará nada. No quiero perderla. Hoy me di cuenta de eso, justo después de discutir y ver el brillo de lamento en sus ojos. Ella creyó que todo estaba
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finalizado, al igual que yo. Sin embargo, ninguno quiere separarse de ninguna manera. Hice las paces con ella porque de algún enfermizo modo la necesito. No sé cuánto tiempo pasa hasta que ella toma una resonante y sufrida bocanada de aire y se despierta de un salto. Me tenso a su lado y agudizo mis sentidos, atento a las gotas de sudor que corren por su frente y cómo sus ojos no brillan de tan empañados que están. Parece aliviarse cuando logra verme entre la bruma que ocasionó su mente. Me apoyo en un codo y limpio su rostro sonrosado, quito las hebras de cabello adherido en sus mejillas. —Está bien—susurro, un nudo en mi garganta—. Fue sólo una pesadilla. Vuelve a recostarse junto a mí, esconde su cara en mi cuello y yo le acaricio el cuero cabelludo suavemente con las yemas de mis dedos. Su respiración se va calmando de a poco. —Son normales el primer tiempo—le explico. Yo pasé por esto cuando escapé del extranjero, aun paso por ello. Pero tengo fe en que ella lo superará, las circunstancias fueron distintas a las mías. —Vendrán a buscarme…—gimotea—. Iré a la cárcel… La abrazo y nos balanceo a ambos. —Prometo que no dejaré que te lleven—le digo en el oído. Mis palabras parecen tranquilizarla más. Se aferra a mí tan fuerte que me causa dolor. No me importa, es bienvenido para mí. — ¿Tus pesadillas son sobre las primeras personas que mataste?— pregunta, inocentemente. Miro el techo, su respiración en mi cuello se siente bien. Ella también tiene el poder de amansarme sólo con su cercanía. —Sí. — ¿Qué te hicieron?— suspira. Pestañeo, mi mente se espesa como siempre hace cada vez que me fuerzo sin querer hacia los recuerdos. He bloqueado muchos, pero no por ello significa que no entienda lo que me hicieron. —Me torturaron…—trago. Ella se despega para mirarme, ésta vez no esquivo sus ojos, he terminado con ello. Lo prometí, debo hacer el esfuerzo. — ¿Qué más?—se anima a indagar—. Sé que hay más…
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Claro que ella lo ve, es la única que parece ser lo suficientemente intuitiva en cuanto a mí y mi escudo. Todo mi cuerpo se tensa y mi garganta suena cuando vuelvo a pasar saliva apretadamente. Adela enseguida entiende que me está llevando a los límites y se deja caer, otra vez pegando su nariz en mi mandíbula. Me acaricia el pecho lentamente, roza mi cuello con las yemas de sus dedos. —Está bien—balbucea con paciencia. El silencio se instala entre los dos, ambos nos refugiamos en él y la oscuridad. No hay mejor paz que esta, ni mejor calidez que la de nuestros cuerpos entrelazados. —Podemos cerrar los ojos y dormir…—sopla en mi oído, su voz apacible. Le regalo una media sonrisa que dura sólo un segundo. —No todavía…—contesto. Frota nuestras piernas, asciende una rodeándome. Se entretiene llevando sus dedos a mis labios cerrados, pasa el pulgar por los contornos y las comisuras. Le veo sonreír soñolienta, por el rabillo del ojo, cuando abro mi boca y los introduzco para chuparlos y morderlos. Detiene su respiración un momento, justo después se encorva y desciende su lengua por uno de mis pezones, el que tiene más al alcance, lo lame y lo muerde con firmeza, me estremezco. En un único movimiento de cadera frota su entrepierna contra mí. Clavo mi atención en su cara, y ahora todo el espesor de ha ido dejando lugar a un brillo nuevo. — ¿No ibas a dormir?—pregunto, ya respirando un poco acelerado. Niega se me acerca para morderme justo en el ángulo de la mandíbula. —No—dice—. No hasta el amanecer… Termina de pasar por encima de mí su pierna y me monta, sus gloriosas tetas tapando la vista del techo. Mi pene ya se ha endurecido, completamente interesado en lo que está pasando. La chica se frota dejando rastros de humedad por todo él y se me escapa el aire por entre los dientes. Entrecierro mis párpados hacia ella, me muestra la manera en la que se muerde el labio y cierra los ojos con anticipación.
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Hace un par de minutos despertó afectada por una pesadilla y ahora mismo se está restregando contra mi erección, hambrienta de sexo. Ella, jodidamente, es única. No me quedan dudas. Pasea las palmas por mis pectorales y luego va a mis hombros y me empuja hacia ella para que me siente en la cama. Lo hago, me acomodo para así apoyar mi espalda en el respaldo. Mis manos enseguida se adelantan y toman sus nalgas, amasándolas y separándolas con apremio. Adela ronronea y aplasta su boca en la mía. Nos comemos el uno al otro como si hiciera demasiado tiempo desde la última vez. —Te amo—jadea sin apenas despegarse. Le respondo apresando su labio interior en mis dientes, estirándolo y succionándolo con consistencia, provocando suspiros de su parte. Encierra mi cara en sus manos y me recibe cuando visito su interior sedoso con mi lengua. Mientras nos sigue dando placer frotando su clítoris resbaloso en toda la longitud de mi pene palpitante, me ocupo en arrastrar, con un dedo, la humedad de sus labios externos hasta ese rincón pequeño entre sus nalgas, hidratándolo para mí. Exploro en él provocando temblores en sus terminaciones nerviosas. —Sí…—suspira mientras pasa la punta de la lengua justo encima de mi nuez de Adam—. Sí… Se eleva un poco sobre sus rodillas y dirijo la cabeza de mi erección a su entrada, enseguida baja sobre ésta, enfundándome en su calor. Se queda inmóvil, acunándome en sus profundidades y se tensa cuando aprieto mi índice entre sus nalgas, justo es la ajustada entrada trasera. Gime en mi boca, empapándome con su aliento y maltrato sus carnosos labios. No hay prisa, sólo un disfrute lento e intenso, por nuestras venas colándose el éxtasis que aligera nuestra sangre y lleva a nuestros corazones a bombear más desenfrenadamente que nunca. Puedo sentirla de mil maneras diferentes, es como si toda ella formara parte de mi cuerpo. Su calor traspasa a mi piel, y no puedo explicar con palabras lo que se siente cuando comienza a montarme más rítmicamente. Se le escapa el aire de golpe y se atiesa al sentir mi dedo ir más allá en cada penetración, se aferra a mis hombros con fuerza, enterrando sus uñas en mi carne firme. Sus senos saltan entre nuestros torsos, sus pezones erectos rozando en mi pecho, su piel es tan suave que quiero rozar y probar cada centímetro de ella. Pongo cuidado en esquivar sus cortes.
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Su espalda se vuelve un perfecto arco pálido y elegante cuando bombeo más violentamente desde atrás con mi índice lubricado, sus pulmones colapsan y sus ojos se cierran. Aúlla mi nombre y se queda helada por una eternidad antes de que las sacudidas se apoderen por completo de ella, sigue chillando al recuperar la capacidad de respirar. Mi pene junto a mi dedo perciben las convulsiones violentas de su orgasmo, su carne se abre y se cierra, succionándolos, primero con fuerza para después ir bajando la intensidad. Adela cae sin más fuerza sobre mí, descansando su mejilla en mi hombro sudoroso, la rodeo con mis brazos. Acaricio la curvatura de su columna, hasta llegar a los montículos irresistibles de su culo. Es una de mis partes favoritas de ella. Tan redondo, suave, firme y blanco. Al asegurarme de que la tormenta quedó atrás, la obligo a rodar colocándola de espaldas y la tomo en el límite. Levanto sus caberas para hundirme hasta la empuñadura en su cuerpo, ella sólo termina apoyada en la zona de la cabeza y los hombros, lo demás todo suspendido por mi fuerza para recibir mis urgentes estocadas. La cama se queja mientras penetro a Adela con ímpetu, la venas de mis brazos y cuello formando relieves en mi piel. Gruño por el esfuerzo y el placer que está viniendo. Ella detiene el aliento cada vez que nuestras caderas encajan bruscamente. Tiene las manos sobre sus pechos, y los aprieta al mismo tiempo que esconde su labio inferior entre sus dientes. La vista me hace perder el control, sin ninguna otra posibilidad de aguantar más. Acabo enterrado una única vez más y estallo entre sus paredes, llenándola a tope. Me observa mientras estiro el cuello, mi rostro al cielo, dejándome ir como jamás lo hice, para inmediatamente recibirme con los brazos abiertos al caer sobre sus huesos sin nada más de energía. —Nunca usamos protección—comenta, como si recién ahora se diera cuenta, unos momentos después—. Ni una sola vez… Muerdo apenas la piel de su cuello, todavía intentando salir de la neblina de incoherencia, aún enterrado en lo profundo de su ser. Me muevo apenas más adentro, ella me encierra entre sus piernas y acaricia el largo de mi espalda hasta el comienzo de mi culo, volviendo a subir enseguida. — ¿Recién ahora lo notas?—pregunto con mi tono amortiguado contra su piel.
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Puedo saber que tiene una pequeña sonrisa en sus labios acompañada por sus párpados caídos con cansancio. —Uhm-mm—se las arregla para balbucear. —Estoy limpio… La siento asentir confiadamente. —Pero… yo… yo no uso ningún anticonceptivo…—dice, y ahora sí suena un poco preocupada y alerta… Arrastro mi lengua hasta su oído, apreso su lóbulo entre los dientes. No hay nada por lo cual preocuparse, absolutamente nada. —No te ves preocupado… Niego, mi respiración empezando a ponerse pesada. —No… no voy a dejarte embarazada, Adela… Yo no puedo tener hijos… Levanto la cabeza y le echo un serio vistazo, su boca forma una O perfecta de asombro. — ¿No?—susurra. —No. Frunce el ceño un momento, pensando, se enfoca en uno de los tatuajes que tengo en el cuello. — ¿Por qué?—alza de nuevo los ojos a los míos. —Vasectomía… hace años…—estudio su rostro, en busca de algún lamento o algo por el estilo. Sólo veo extrañeza. —No querés tener hijos… Niego. —No… no quiero ese tipo de vida… — ¿Y si te arrepentís? Chasqueo la lengua en negativa. —No lo haré… Se encoje de hombros y me da una sonrisa débil, agotada. —Bien…—parece que va a cerrar los párpados y dormir, entonces vuelve a mirarme—. ¿Y por qué terminabas fuera a veces? Le dedico una media sonrisa, como mejor me salga. —Porque me encanta ensuciarte… Sus pupilas brillan con lujuria y bajo mi cabeza para amortiguar su risa con un último beso en los labios.
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Mierda, esta chica se mete cada vez más bajo mi piel. Miro a la ventana y suelto un suspiro lento al ver el sol asomándose, nos acomodo a ambos bajo las sábanas y nos dormimos entrelazados. Todavía unidos íntimamente.
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27 Adela Despertar al lado de Santiago esta mañana se sintió irreal, más cálido que las veces anteriores. Anoche tuvimos nuestro mejor momento, la reconciliación luego de la horrible discusión no podría haber sido más épica. Se abrió un poco conmigo, dijo algunas cosas sobre su pasado, de a poco lo siento más cercano a mí. Me cuidó, me acarició de formas muy diferentes, más cariñosamente. Supongo que a él tampoco le cayó bien nuestra pelea. Durante la mañana traté de enfocar mi mente en ello, no en el terrorífico pensamiento de que la policía vendría a buscarme por asesinato. Necesito un respiro cada vez que vuelvo al recuerdo una y otra vez. León se me acercó en la tarde y me avisó que ya estaban pasando la noticia de la desaparición de Manuel en la televisión. Hasta en los informes nacionales. Eso no me ayudó, durante el resto del día devoré la piel de mis dedos con ansiedad y miedo. No podía sacudirme la inquietud. Ahora mismo estoy en mi lugar detrás de la barra, no hice caso de las quejas de los chicos que quieren que descanse unos días. No puedo quedarme encerrada en una habitación carcomiéndome los sesos, necesito gastar energías y mantener mi cabeza ocupada. Me parece raro que Álvaro todavía no haya abierto la boca, creí que sería el primero en delatarme a mí, o al club. ¿Qué lo retrasa? Algo está tramando, vendrá a buscarme con un batallón de policías, nadie podrá salvarme. —Deja de pensar…—me ordena Santiago desde la puerta de la cocina. Le echo una mirada apesadumbrada y él camina hasta posarse pegado a mi espalda, mientras lavo algunas copas. Me tranquiliza un poco su cercanía y la manera en la que me rodea con un brazo y posa su mano abierta en mi bajo vientre. Enseguida me permanezco congelada disfrutando el momento. —Antes de ir a la cárcel, me mato…—su semblante se oscurece instantáneamente, sigo hablando, sin dar más vueltas—. No me importa lo que pienses sobre eso… que lo veas como un acto de cobardía… no viviré para estar encerrada de nuevo…
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Me muerdo el labio inferior con fuerza, esperando a que sus ojos se aclaren. Trasmite peligrosidad cuando se oscurecen pareciendo negros y no azules. Suspiro cuando traga la bronca y se inclina para besarme el cuello y olerme. Me derrito, pero no del todo porque entra El Perro y no puedo obviar la expresión de diversión con la que nos estudia. Creo que, como todos los Leones, está completamente asombrado por el trato que La Máquina me da. Estaría mintiendo si no me siento orgullosa y privilegiada por eso. Me excuso de ambos para pasar a través del bar y subir las escaleras hacia las oficinas. Desde que desperté quiero hacer la llamada. Quizás sea el momento equivocado para esto, pero hace días lo vengo pensando y hoy estoy demasiado nerviosa por todo lo que está pasando. Tal vez mate dos pájaros de un tiro ahora. Marco el número que tengo grabado en la memoria y espero. — ¿Hola?—responde una dulce voz al cuarto tono. — ¿Francesca?—pregunto, cautelosa y suave, Un silencio sepulcral se interpone entre nosotras, cierro los ojos con fuerza rezando para que no me corte, que me diga sólo si ella y Abel se encuentran bien. —No es un buen momento…—susurra como si el aliento le faltase. Trago y abro mis párpados para encontrarme a Santiago apoyado en la pared frente a mí, cruzado de brazos, otra vez sus irises oscurecidos. Puedo ver desde mi lugar cómo aprieta la mandíbula con fuerza. —Está bien… pero, por favor, quiero saber si están bien… —Lo siento… equivocado—responde ella, monótona. Se escucha otra voz acercarse y de inmediato sé que es mi hermano. — ¿Con quién estás hablando?—le grita. Me sobresalto, me muerdo la lengua con fuerza hasta sacarme sangre, la mano con la que sostengo el tubo del teléfono se sacude cuando escucho un gemido lastimero. Santiago se acerca ante mi reacción. — ¿Hola?—Álvaro se pone del otro lado— ¿Quién carajo es? No hablo, me quedo en silencio, respirando con dificultad. — ¿Con quién estabas hablando, Francesca?—su manera de hablarle es monstruosa. Se escucha un revuelo desde el otro lado, como si estuviera zamarreándola con fuerza, ella jadea y el cabello de la nuca se me eriza.
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—Por favor…—comienza a gritar ella, todo suena como si él le estuviese pegando con el teléfono—. Por favor… no. — ¡Álvaro!—grito—. Soy yo, hijo de puta… ¡ÁLVARO! Deja de golpearla—comienzo a gemir. Santiago se precipita en intenta quitarme el teléfono, forcejeo con él tratando de escuchar. Mi hermano está demasiado borracho, ni siquiera se ha preocupado en cortar la llamada. Escucho a Francesca quejarse y llorar, y eso sólo parece enfurecerlo más. Justo antes de que Santiago saque de mis manos el tubo, oigo algo que me deja helada y lloriqueando. — ¡Ayúdame!—gritaba ella—. ¡Ayúdame, por favor! Me quedo inmóvil en mi lugar mientras él corta la llamada, y me observa fijamente. Se ve enojado, pero también algo contrariado por mi agitación. Levanto mis ojos a los suyos. —La estaba golpeando…—tiemblo—. Lo escuché todo… la estaba golpeando… Gimo y él me abraza, escucho sus dientes chasquear con fuerza. —Me pidió ayuda… Me separo y me aferro a su ropa, le suplico con la mirada. —Por favor… llévame a buscarla… Santiago—él entrecierra las pestañas con duda—. ¡Por favor, vayamos a salvarla… me pidió ayuda! León entra por la puerta y se detiene en seco cuando nos ve. Corro hacia él y lo agito, también para que me escuche. —León… por favor… necesito ir a buscar a Francesca… Mi hermano la está golpeando… va a matarla… ¡Por favor! El hombre enseguida se alarma y le echa un vistazo a Santiago, éste le da un asentimiento sombrío. Entonces lo entiendo, ellos me ayudarán. El aire retenido se me sale de mis pulmones lentamente. Irán a buscarla. Gimo un agradecimiento y enseguida Santiago me sostiene cuando me tambaleo con alivio. Ambos me llevan abajo para que me siente un momento a tranquilizarme, pero no hay tiempo para eso, les grito. No pueden detenerme cuando decido acompañarlos. El viaje se me hizo eterno. Tomamos dos de las camionetas, León y Max en una, Santiago y yo en la otra. Nos sorprendió cuando Max apareció fresco como una lechuga y se ofreció a ayudar, los chicos le dieron la bienvenida. Ya era hora de que levantara cabeza y comenzara a vivir de
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nuevo. Todos estábamos frenéticos y ansiosos, queríamos llegar a tiempo. Y estaba aterrorizada de que no pudiéramos sacar a Francesca de esto, recé para que ella y Abel estuviesen bien. Jamás olvidaré sus desgarradores gritos pidiendo ayuda. Rodeamos la casa con la gran incógnita sobrevolando nuestras cabezas, tiene que haber alguna forma de irrumpir a la fuerza sin llamar demasiado la atención de la seguridad. Damos vuelta a la manzana y decidimos arriesgarnos a saltar las rejas del patio trasero, si tenemos suerte la alarma no estará activada porque todavía es de día. Sino, vendrán los problemas. Soy la primera en hacerlo, me cuesta un poco ya que son altas y los chicos de dan un empujón. Ni bien piso el césped, empiezo a correr hacia la puerta de la cocina, esquivando la piscina. No hay revuelo de sirenas, ni nada por el estilo. Santiago me rosa los talones, y rompe el vidrio, ya que la entrada tiene traba desde adentro, y nos colamos dentro. Me quedo clavada en medio del lugar, agudizando el oído mientras mis ojos se fijan en el desorden. El teléfono fijo colgando de la soga, gotas de sangre en el suelo de mármol blanco, adornos rotos. Trago saliva y me activo, tratando de no imaginar lo peor, paso al living corroborando que todo está en orden allí. Miro a Santiago, él me devuelve una mirada tensa y sombría, seguido me pregunta dónde está el control de las cámaras y la alarma. Señalo con el mentón la puerta de la oficina de mi hermano, y justo cuando él entra ahí, llegan los demás, agitados por la escalada y la carrera. Doy un paso en dirección a las escaleras, todos hacemos silencio y subimos atentos a cualquier ruido. Estoy temblando, mi garganta cerca de contraerse por el miedo. Jamás creí que pasaría por algo así, que tendría que salvar a una cuñada del maltrato de mi propio hermano mayor. Me pregunto por qué es el monstruo que es. ¿Qué lo hizo de ese modo? El llanto amortiguado de un bebé nos paraliza y descubro que viene del segundo piso, al final del pasillo. Inmediatamente después le sigue un gemido lastimero que entra en nuestros oídos y provoca que mis rodillas amenacen con ablandarse. Aunque me mantengo firme y corro hacia los sonidos. Me dirijo hacia el bebé, ahora más claro su llanto, pasando el resto de las habitaciones, trato de llegar a él con desesperación. Entonces me detengo en seco al ver movimiento por el rabillo del ojo. La habitación de Álvaro tiene la puerta abierta y puedo ver todo con detalle. Cada maldita cosa que está
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pasando dentro. El aire abandona mis pulmones y mi vista se desenfoca, las náuseas vienen como imparables olas de rabia y dolor. Los chicos me escoltan y los siento tensarse justo a mis espaldas. Santiago entre ellos ya. Todos ven cómo Álvaro viola a Francesca como un animal. En qué medida castiga su diminuto cuerpo. Nadie se pierde los morados en sus muslos, las terribles mascas de golpes en su torso y su rostro. La sangre que sale a borbotones de su nariz rota. El bombeo que él ejerce sobre ella, dominándola, acallando sus quejas con terribles bofetadas que parecen penetrar hasta las paredes de la estancia. Las palabras horrendas que fuerza en sus oídos, hacen que el corazón se atasque en mi garganta. Pestañeo para secar mis ojos y doy un paso dentro del cuarto. —Hijo de puta—quiero gritar, pero me sale un débil gruñido espantado—. Hijo de puta. Mi hermano me escucha y se queda congelado sobre el cuerpo delgado y ultrajado de su esposa. Tuerce la cabeza para mirarnos y sus ojos inyectados en sangre se fijan en mí, para luego reparar en la compañía que traigo. Salta de encima de ella, turbado, subiéndose los pantalones torpemente, gritando incoherencias furiosas hacia mí. Da un único paso en nuestra dirección, ni uno más porque, desde mi espalda sale disparado un cuchillo a una velocidad increíble, apenas visible. Letal, directo, clavándose hasta la empuñadura en su hombro izquierdo, obligándolo a doblarse sobre sí mismo de dolor. Miro hacia atrás entendiendo que Max fue el que proyectó el disparo, sus fosas nasales abiertas con ira, sus ojos verde-dorados oscurecidos por la sed de sangre. León es el siguiente en moverse, camina como un guerrero vikingo hacia el monstruo, que no le llega ni a los hombros, y lo aplasta contra la pared, arrugando en puños su cara camisa blanca. Comienza a golpearlo en la cara hasta desfigurarlo y dejarlo inconsciente, gotas de sangre saltando por todos lados. En medio de eso, me apresuro hacia la mujer convertida en un ovillo sobre la cama, su vestido floreado hecho girones y casi toda su piel morada expuesta. Tiembla, grita y se sobresalta cuando le toco suavemente el hombro. No puedo distinguir sus rasgos detrás de la sangre y las magulladuras, es irreconocible. —Francesca…—murmuro, mis cuerdas vocales apretadas—. Francesca, soy Adela… vine a buscarte…
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Puedo ver que levanta su mirada hacia mí, uno de sus párpados casi cerrado por completo a causa de la hinchazón, gime en repuesta y los cierra. La cubro con el edredón con manos inestables. —A-a—la escucho intentar hablar—. Abel—se nota que le duele algo cuando intenta hablar. Salgo de la habitación para ver al niño al final del pasillo y me encuentro a Santiago velando por él, justo de pie junto a la cuna. Abel está sentado dentro, adormilado, pequeñas gotas mojando sus regordetas mejillas. A pesar de eso se ve contento, juega con un peluche que seguro Santiago le dio. Suelto el aire con alivio por el niño, y trato de sonreírle a mi chico en agradecimiento. Sólo soy capaz de enviarle una mueca de sufrimiento antes de darme la vuelta y volver con Francesca. Le aseguro que su niño está perfectamente y con eso ella parece dejarse ir, perdiendo la conciencia. Me permito mirar el desastroso montón de mierda en la que León y Max convirtieron a Álvaro, y sé, no tengo ninguna duda, de que el infierno recién comienza para él. Puedo verlo en los ojos de cada uno de los hombres que me acompañó a salvar a esta chica, ellos quieren venganza. Quieren justicia por ella. Álvaro Echavarría morirá pronto, y no de manera fácil y rápida. Tendrá la peor muerte imaginable. Envuelvo a Abel con una manta, mientras León toma en brazos a una flácida Francesca, bajamos las escaleras y cuido de que el bebé no pueda ver a su mamá. Un rato antes entramos los coches por el camino de piedra en el primero subieron a Álvaro y el segundo iremos nosotros. El jefe recuesta con cuidado a la mujer en el asiento trasero y yo me siento en el de copiloto. Tengo suerte de que el niño no se asuste con los desconocidos, no podríamos manejar esto tan cuidadosamente si él llorara y extrañara a su madre. Max y Santiago se van rápido, dejarán a mi hermano en el galpón y no hace falta explicar para qué fin. Mientras León avanza al volante echa largas y penetrantes miradas a Francesca, sus ojos azules afligidos por ella. Él es un tipo grande, y tiene el corazón acorde a su tamaño, en él cabe todo el mundo. Me acogió a mí de la nada, confió, me dio un trabajo, un hogar y una familia. No tengo dudas de que ayudará a esa pobre mujer destrozada y le abrirá las puertas de su hogar.
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Me doy permiso para mirarla al mismo tiempo que Abel se entretiene con los botones de mi abrigo. Está muy pálida y eso hace que los morados se noten mucho más, un lado de su cara está hinchado, sus labios resquebrajados, su nariz seguramente rota. Ni hablar de los horribles golpes que pude vislumbrar antes en distintas partes de su cuerpo. ¿Qué clase de monstruo le hace eso a una mujer? Francesca es una chica dulce, pura, hermosa, y mi hermano la ha convertido en un ser sin espíritu. Vaya a saber por cuánto tiempo ella ha tenido que soportar estos maltratos. Me doy la vuelta y miro al frente, enfrascada en mis pensamientos. Distraídamente tomo la manito de mi sobrino en la mía y él aprieta mi pulgar. La ruta se alarga, los paisajes se mueven a través de la ventanilla. Los miro sin ver realmente. Pienso en que no llegué a tiempo, él la golpeó demasiado, la violó. No fui lo suficientemente rápida. “¿Por qué no aceptaste antes mi ayuda, Francesca?” Pregunto dentro de mí. ¿Por qué no fui inteligente y la presioné hasta que me dejara entrar? Yo lo sabía, lo supe desde la primera mirada a sus ojos oscuros y vacíos. Pero nadie puede brindarle ayuda a quien no la quiere. Bajo mi atención al bebé y lo veo a medio entre dormirse, nuestros ojos espejados se encuentran y él me sonríe mostrando un par de dientitos inferiores recién asomando, le devuelvo el gesto y pido que las cosas mejoren para él y su madre. —La destrozó…—murmura León, su voz apretada en lamento—. No creí que fuera sí… sólo…—niega apenas, suspirando—. No sé… nunca imaginé que me encontraría una escena como esa… cuando me pediste ayuda, pensé: “bueno, vamos a buscar a la chica y listo, misión cumplida”… jamás creí que sería testigo de esa bestialidad… Nos quedamos en silencio, me muerdo el labio para no llorar, no tengo tiempo para eso. Debo estar fuerte para ella y el bebé. Si empiezo ahora, no pararé en mucho tiempo. No puedo creer que alguien de mi misma sangre sea capaz de semejante cosa. Tuve que verlo para creerlo. Álvaro siempre fue abusivo y controlador, sólo que nunca se me cruzó por la mente que podría llegar a serlo de ese modo tan extremo. —He visto muchas cosas en mi vida… pero uno nunca está preparado para algo así…—sigue hablando, aprieta con fuerza el volante con la vista al frente—. Tu hermano va a morir, Adela… Lo sabes, ¿verdad? Yo no dejaré
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vivir a alguien como él… me diste el poder en este asunto cuando me pediste ayuda… él va a morir… Asiento, sorbo por la nariz. —Lo sé—aseguro. Una parte de mí se alegra por eso, por todo lo que me hizo y le hizo a su esposa. Por sus mentiras, maltratos, abusos, desprecios. Pero otra, la más débil, llora por dentro porque Álvaro es la única persona que tuve como familia durante toda mi vida. Él es mi hermano. Me duele que sea de este modo, que esté tan enfermo y se muestre tan desalmado. Duele que la única persona que queda de mi misma sangre tenga que ser un borracho violador. No tengo reparos en afirmar que merece morir brutalmente. Llegamos al recinto y León baja el cuerpo de Francesca del coche, él no me dirige hacia el complejo de departamentos sino que se desvía y me indica a través de un claro que rodea una pequeña cabaña. Me sorprende al verla, tan escondida de todos, perfecta y cálida. Nos paramos frente a la puerta y él me pide que tome la llave que cuelga en una cadena alrededor de su cuello, lo hago y enseguida abro. — ¿Nadie vive acá?—pregunto, observo todo con admiración. Niega y se mete por un pasillo, hasta las habitaciones, pasa en una y deja a Francesca sobre la cama de dos plazas. Su cuerpo está todavía cubierto en el edredón, pero se le ha corrido un poco, dejando ver las marcas de dedos en los muslos pálidos. Él, sin siquiera dudarlo, se ocupa de volver a esconder su piel manchada. Hay algo en su forma de mirarla, como si todo en ella gritara para llamarle la atención. Repasa su rostro dormido con lentitud, y por un momento creo que va a acariciarla y quitar uno de los mechones de color chocolate que descansan en su rostro. Francesca es hermosa, aún debajo de todas esas heridas se puede apreciar. Se aleja de nosotros para volver a la salita de estar, saca un celular del bolsillo de sus pantalones y marca un número. No me quedo para saber a quién llama, corro a la otra habitación vacía para dejar al bebé dormido en la cama, colocando almohadas en sus costados por las dudas que corra peligro de caer. Me quito el abrigo y vuelvo junto a la mujer. Hay que sacarle el ya inservible vestido y limpiar sus heridas. Me pongo manos a la obra enseguida, consigo todo lo que necesito en el botiquín de primeros auxilios, la atiendo como mejor puedo y después quito su ropa. Trato de no horrorizarme por la sensible carne de su entrepierna también
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magullada. El dolor que ella debe de estar sintiendo no se podría comparar con nada, estoy segura. Cuando está lista, me las arreglo para meterla bajo las sábanas y acolchados. Con todo lo que demoré, le di tiempo a Lucía, la chica que Santiago me presentó unos cuantos días atrás, para llegar y atenderla. No sabía que ella era enfermera, es información bienvenida para mí. La veo asomarse desde la puerta con un delantal blanco y un gran maletín, sus ojos verdes de muñeca brillan con abatimiento al ver el rostro de Francesca. Se acerca a nosotras y me aprieta el hombro como saludo, silenciosa y amable. Enseguida prepara un suero y se lo administra con delicadeza. Le cuento sobre las heridas y la ayudo a revisarla. Cuando le cuento que fue abusada, Lucía me susurra que llamará a una ginecóloga muy amiga suya para que la chequee correctamente. Puedo ver que esto le afecta, al igual que a mí, después de todo, ambas somos mujeres y sentimos el sufrimiento como nuestro, pero se mantiene erguida para poder ayudar. Y me alegra muchísimo tener a alguien que sepa y podrá atender debidamente a mi cuñada. Al salir un momento, dejándola en buenas manos, me encuentro con Santiago de pie junto a León, ambos pensativos y tensos. Él alza los ojos a los míos y no espero para ir directo a sus brazos, me rodea y pego mi mejilla en su pecho. Cierro los ojos un par de segundos, respirando su esencia. — ¿Qué hicieron con él?—pregunto, mi voz amortiguada contra su ropa. Su pecho se infla con un largo suspiro. —Todavía desmayado… en un rato lo despertaremos para empezar… Asiento y me aprieto más contra él, como si fuera un enorme pilar en mi vida. Me arrastra hasta los sillones y se sienta, me coloca en su regazo para seguir sosteniéndome. Es como si supiera lo que todo esto me hace por dentro y que necesito su cercanía con desesperación. —Cuando esté consciente quiero verlo…—le pido. Me percato de sus movimientos al asentir. Nos quedamos allí, unidos en silencio, combinando nuestros calores. Cierro mis ojos con gusto al sentir que me acaricia la espalda de arriba hacia abajo y masajea mi nuca. —Todo va a estar bien—susurra en mi oído. Concuerdo con eso, busco sus labios con los míos como respuesta, los dos nos besamos despacio y con un cariño abrazador.
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Sé que todo va a estar bien, qué él me lo repita se siente más tangible y real. Pronto todo terminará, no habrá más mentiras, ni acosos, ni intentos de romper mi mente. Tampoco abusos y golpes para la mujer que yace dormida en la habitación. Esa creencia me hace sonreírle a Santiago y recostarme contra él un rato más, hasta que llegue el momento de despedir a Álvaro.
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28 Adela Limpio con una gasa húmeda la ensangrentada cara de mi hermano para despejar sus hinchadas y partidas facciones. No lo hago por amabilidad, él no merece ningún trato suave, sólo quiero que sea capaz de verme claro cuando comience a hablarle. Hay muchas cosas que quiero preguntarle, llegó la hora de que me explique de una vez por qué me trató tan miserablemente durante toda mi vida. Aproveché que Francesca estaba siendo atendida por la doctora y Lucía, sabiéndola a salvo, corrí hasta el galpón donde encontré a Max y Santiago jugando con Álvaro, que se encontraba ya sentado en su respectiva silla de tortura. Ellos frenaron cuando irrumpí y me dirigí al desastroso hombre casi inconsciente. Sin una palabra, Max se marchó, intuyendo que necesitaba intimidad, Santiago quiso seguirlo pero le aseguré que no importaba si quería quedarse. Y lo hizo, se quedó. Se sentó en una silla de madera vieja en un rincón y me observó encarar a mi hermano. Puse en evidencia su semblante golpeado, sus ojos apenas abiertos por una rendija de sus párpados hinchados, su nariz destrozada, su piel morada y rasgada. Me miró un momento, intentando pestañar y me dio una sonrisa. Si no estuviera tan destrozado se habría visto la arrogancia y repulsión en ella. Me separé unos pasos y lo miré directo a los ojos, cruzando los brazos en mi pecho. — ¿Por qué me mentiste, Álvaro?—le suelto, intentando que mi voz no tiemble—. ¿Por qué me hiciste creer que estaba enferma? Él se queda inmóvil por largo rato, me envía una mirada débil detrás de los bultos de sus párpados, el iris espejado apenas se distingue. — ¿Por qué me encerraste por meses? ¿Por qué dejaste que me ataran a una cama y me dejaran sola? Tose y por la comisura de sus labios caen gotas de sangre y saliva, a causa de los cortes que tiene en el interior de las mejillas. Toma un par de respiros y clava de nuevo sus ojos en los míos.
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—P-porque eras un maldito estorbo… por eso—escupe, aunque murmura las palabras—. Colmaste mi paciencia… ¿vas a negar que estabas un poco loca? Lo estabas… cada pequeño y sucio pedazo tuyo era inestable… Trago y me acerco para poner mi rostro a la altura del suyo, apretando mis dientes. Levanto una palma hacia Santiago, tratando de mantenerlo en su lugar cuando hace ademán de levantarse y sacar su mierda. Él se queda sobre la silla rumiando ira. —Vos me hiciste eso… te encargaste de hacerme sentir de ese modo…—le digo a mi hermano con tono firme y seguro. Tiene la desfachatez de reírse, todo su cuerpo sacudiéndose por el dolor que ello le provoca. Frunzo mis labios y vuelvo a alejarme. —Estabas loca, Adela… aun lo estás… tan loca… Asiento, y le doy una sonrisa agria. Luego camino alrededor sin quitarle los ojos de encima, buscando la forma de hacerle daño. —Sí, es verdad, lo admito, hermano… Estoy loca…—me paro frente a él—pero no de la manera en la que me hiciste creer… estoy loca de una forma mucho más…—subo la mirada al techo y finjo pensar—hermosa… De un solo tirón, termino de rasgar la camina a la altura de su herida de puñal en el hombro, todavía sangrando. Con resentimiento ciego meto mis dedos en la profundidad donde antes estuvo el cuchillo de Max. Veo el semblante de mi hermano deformarse incluso más por el dolor, un grito ronco y ahogado se escapa de su garganta y se retuerce con desesperación para que lo deje ir. No le doy el gusto, entierro mis dedos más al fondo, sintiendo su carne glutinosa y fraccionada filtrar más sangre. Siento a Santiago a mi espalda y levanto mí vista hacia él, sus ojos están oscurecidos y sé que disfruta verme hacer esto, tanto que toma mi muñeca y me empuja más hacia dentro, hasta que mi hermano está a punto de desmayarse entre sangre y sudor. Santiago vuelve a su lugar después de eso, yo me alejo y dejo a un jadeante hombre sobre la silla, lloriqueando como un niño pequeño. Sólo le falta llamar a su madre entre lágrimas. —Hija de puta…—carraspea contra mí, enojado y adolorido—. Hija de puta… —Responde a mis preguntas, Álvaro… es hora—le susurro inclinándome sobre él.
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— ¿Qué?—suspira, cierra los ojos con cansancio—. ¿Qué carajo querés saber? — ¿Por qué me odias tanto?—pregunto de inmediato—. ¿Qué te he hecho para que te ensañes tanto conmigo? La herida en su hombro no para de sangrar, y sus párpados están pesando demasiado, avisando que pronto caerá desmayado. Sólo quiero que me responda esas preguntas que tanto han estado rondando mi cabeza en estos años. — ¿Por qué?—se ríe viéndose como alguien drogado—. Lo que hiciste fue nacer, pendeja… estábamos bien, éramos una familia unida y feliz… hasta que llegaste…—respira lentamente un par de veces antes de seguir— en brazos de una pobre mujer, un día de lluvia torrencial… eras una bebé de dos meses… una hija bastarda que mi padre engendró por ahí… Cierro los ojos con dolor, no esperando algo como eso. Una bastarda. Realmente no recuerdo mucho de papá y mamá, sólo que eran hermosos y elegantes. Papá era de sonreír mucho, jugaba muchas veces conmigo y aparecía en las noches, antes de dormir, para darme un beso en la frente. Es lo único que ha quedado grabado en mi mente sobre él. Así que, ¿la mujer rubia y alta que aparece en mis recuerdos no es mi verdadera madre? Álvaro no me deja pensar mucho en ello, su voz se cuela en mis oídos con rencor. — ¿Cómo crees que me tomé esa noticia a los quince años? ¿Cómo crees que me cayó la estupidez de mi padre al darte nuestro apellido y tomarte como legítima? Nos destrozó a mi madre y a mí, te metió en nuestras vidas a la fuerza y te dio la mitad de la fortuna… la mitad de todo lo que debía ser mío… mío y de nadie más… Tomo más distancia de él y sus cortantes palabras. Me duele que me culpe por aparecer en su vida siendo un bebé, que le quitara la herencia que sólo debió ser suya. Me descoloca no haber sido una hija legítima, sino sólo producto de una aventura. ¿Quién es mi verdadera madre? —Te di lo que te merecías… rondar por la calle sin hogar, perdida y sola… porque eso es lo que sos, Adela… eso es todo lo que sos… alguien que nunca debería haber pisado nuestra lujosa casa… alguien que nunca debería haber compartido nuestra mesa… No puede continuar recitando ni una cosa más porque Santiago se me adelanta y le asesta un puñetazo que lo deja fuera del círculo, su cabeza
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colgando laxa hacia adelante. No me doy cuenta de que me he quedado congelada en mi lugar con mis manos temblando hasta que mi chico viene y me envuelve en sus brazos. Siento sus labios en mi sien y cierro los ojos disfrutando su toque, su manera de sostenerme y transmitirme calidez. Me aprieto contra su pecho, abrazándolo por la cintura, enganchando mis puños en la ropa a su espalda. —Todo eso que ha dicho es mierda, ¿lo sabes?—me dice, sin despegar su boca de mi piel—. Nada de eso es cierto… él es el verdadero enfermo… un borracho vil, ambicioso y abusador… él quería deshacerse de su hermana pequeña porque no quería compartir la fortuna… es escoria… mereces mucho más el apellido de tu padre que él… Asiento, dejando entrar sus lentas y suaves palabras en la bruma de mi mente mareada. Apenas puedo digerir todo lo que Álvaro acaba de decirme, pero sé que no debo dejar que me afecte, porque eso es lo que él quiere. Su intención es lastimarme, tengo que ser fuerte y no darle esa satisfacción.
Santiago Tengo que frenar a Max, que se ve muy necesitado por arrancarle los huevos al tipo inconsciente en la silla. Aunque yo también lo quiera, León dejó claro que no empezáramos sin él. Tomo un balde lleno de agua y se lo derramo encima de la cabeza para que despierte. De una bocanada abre los ojos, desorientado. Después de todas las cosas que ahora sé sobre él quiero dedicarle la peor de las muertes. La merece por todo lo que les hizo pasar a su hermana pequeña y su joven esposa. Alguien así no tiene nada que hacer en este mundo, sólo es una fuente de sufrimientos. Deseo que me dejen a solas con él, encender música bien alta y que, aun así, no se puedan tapar los desgarradores gritos que sé que soy capaz de sacarle. León entra por el portón y con ojos peligrosos nos reúne a Max y a mí en su entorno, un par de metros más allá de Echavarría. —Encontraron el coche que lanzamos al agua… hay más revuelo ahora… ya empezaron las especulaciones…
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Nos quedamos en silencio, sabemos que es difícil de que caigamos por el asesinato, pero al ser un tipo importante en el ambiente es claro que la investigación será ardua. Porque así son las cosas siempre, no se ocupan tanto cuando el que desaparece o muere es un simple tipo pobre conocido por nadie, pero sí se esfuerzan en el caso de un reconocido del ambiente político y comercial. —Tengo un plan…—se apresura a seguir el jefe—. Por lo tanto, si quieren divertirse con él que no sea muy brutal… Max pone cara de haber chupado un limón. —Mierda… quiero despedazarlo—carraspea indignado. Me siento igual, pero cierro la boca y escucho a León, él sabe lo que nos conviene, por más que me guste o no. Se da la vuelta dejándonos atrás y va directo al prisionero, se inclina para ponerse a la par de su perfil. El rostro de León se ve torcido de disgusto y asco. —Escúchame bien, asqueroso hijo de puta—le gruñe en la cara—. No vas a escapar de nuestras manos con vida, lo tenés claro ¿verdad? Echavarría sólo pestañea hacia él y no dice nada. — ¿Verdad?—grita León, escupiéndole. El tipo asiente, sin pronunciar ni una sola palabra. —Tal como pasó con tu amiguito Manuel… nadie se mete con nosotros y termina bien parado… ¿escuchas?—para darle más énfasis a su discurso golpea con su enorme mano abierta su oído llevándolo a gritar por el dolor en su tímpano. »Ningún abusador, mentiroso y violador sale con vida de este lugar… seremos tu propio infierno… tan horribles, que cuando llegues allá abajo te parecerá un maldito jardín de infantes… Se separa y recorre el lugar, rebuscando entre las cajas de herramientas. Se enfrasca revolviendo las que yo menos uso, sé perfectamente lo que quiere encontrar. Cuando lo saca en sus manos, todo mi cuerpo se tensa y, a mi lado, Max se sonríe totalmente encantado. León se dirige de nuevo hasta el hijo de puta y deja de un golpe seco el artefacto apoyado sobre la mesa, frente a sus ojos. — ¿Sabes lo que es esto?—le pregunta duramente. Echavarría niega, es claro que no sabe lo que es, sin embargo, eso no le detiene de sentir miedo, porque esa cosa es terrorífica con sólo echarle una mirada. No sé quién la ha facilitado al club, pero siempre estuvo bien
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guardado con la fe de que jamás llegaríamos a usarla. Ahora, León se atreve a sacarla, con determinación en los ojos. Está tan enfurecido y desequilibrado por haber encontrado a ese tipo violando a la mujer que es capaz de usar ese instrumento con él. —A esto…—lo alza entre sus manos bien cerca de su cara para que lo vea bien—le llaman “pera”… ¿ves? Tiene la forma de una pera…—lo balancea de acá para allá. Max se inquieta esperando acción y al mismo tiempo, me mantengo apoyado contra la pared. Prefiero castrarlo, arrancarle la piel de a girones, quebrarle todos los huesos antes que usar esa cosa. —En la edad media le decían “La Pera de la Angustia”… ¿sabes para qué se usaba?—el otro niega, gimiendo por lo bajo—. Si yo quiero puedo metértelo entero en la boca, y darle rosca para que se abra… ¿ves? León le da rosca, suena como la cuerda de una caja de música pero más pesado y cruel, la cosa se va ensanchando de a poco hasta tener los cuatro gruesos gajos abiertos, aterradoramente. Nadie sobrevive a eso. —Pero… prefiero metértelo por el culo… ¿qué me decís?— Echavarría está bañado en sudor y se retuerce en la silla con creciente horror—. Metías tu cosa sucia en una mujer inocente sin su consentimiento… eso me da permiso a meterte esta pera y abrirte las entrañas de forma lenta y dolorosa… es justo, ¿no, Echavarría? El hombre se echa a temblar, completamente incapaz de hablar, León pierde la paciencia y empieza a asestarle puñetazos por todo el cuerpo, parece como si con cada uno le llenara de energía. Deja la pera en la mesa y nos llama. —Lo quiero atado en los grilletes de la pared… ¡Ahora!—grita, enfurecido e imparable. Max y yo hacemos lo que nos pide y en sólo un par de minutos está desnudo e inmovilizado. El hombre está todo sucio, sudado y parece que pronto se meará de tanto miedo. Apenas se puede mantener el pie, sus piernas agitándose como gelatina. —Vamos a hacer una cosa…—lo afronta León con cada uno de sus músculos tensos—. Vas a hacer todo lo que te digamos si no querés que use esa cosa para incrustarla en tu ano… Vas a pasar un par de días con nosotros, el peor par de días de tu vida… los que marcarán tu final… Después, calladito y sin chistar, vas a escribir una carta pidiendo perdón a todas esas personas
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que lastimaste… en ella también confesarás que asesinaste a tu mejor amigo… Parece que el hombre va a quejarse por eso, pero entra en razón a tiempo, sabe que León hará lo que quiera con él sino obedece. —… Y por último te despedirás del mundo, simulando suicidio… ¿quedó claro?—le pregunta gritando. Álvaro asiente, atragantándose con el pavor y las lágrimas. Ante un hombre más fuerte que él demuestra la clase de mariquita llorona que es en realidad. Sólo al lado de su hermana y su mujer demuestra su falsa hombría, porque sabe que ellas son más débiles que él. —Si no respetas las reglas, voy a usar la pera… es una jodida promesa… Voy a metértela y abrirla tan lentamente que llevará horas y horas de tortura insoportable…—escupe a sus pies para sellar sus palabras—. Lo juro. “No te queda mucho Echavarría, pronto llegará tu hora” prometo en silencio.
Adela No permito que las duras palabras de Álvaro me afecten, no las dejo entrar, sólo las ahogo en mi cabeza y hago caso omiso de ellas. Por primera vez en mi vida. Ahora me doy cuenta de que le permití lastimarme siempre. Acepté que me convirtiera en la chica débil que nunca quise ser. Le di ese terrible poder sobre mí todos estos años. Cada vez que él me decía que estaba loca, ahí estaba yo haciéndole eco en mi mente, creyéndome esas afirmaciones. Ya no más, Álvaro ya no puede hacerme más daño. Ni a mí, ni a Francesca. Ni a nadie. Dejo el galpón para que los chicos hagan lo que quieran con él, no voy a encogerme de dolor por alguien que no me considera más nada que un molesto estorbo. Podría estar un poco triste por perder a la única familia que me queda. Pero, realmente, en el presente sé que Álvaro nunca fue mi familia. No, indudablemente no. El clan es mi familia, Santiago es mi hogar.
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Tras largos años creyendo que me merecía tal soledad, que era lo mejor que podía tener, he encontrado a alguien que amo con todo lo que tengo, y estoy segura de que él también lo hace. Es sólo cuestión de tiempo que Santiago lo vea, y se dé cuenta de sus propios sentimientos hacia mí. Podrá negarlo mil veces, yo lo creeré otras miles más. Con eso en mente, entro en la cabaña y me encuentro a León sosteniendo a Abel, recién despierto, todavía adormecido. Me freno en seco al verlos, tan… tan bien juntos. El niño tiene el puñito sujeto en la barba trenzada del gigante, y lo mira con sus ojitos risueños. El hombre lo mantiene abrazado, a salvo, sentado sobre su pierna y lo observa con un brillo especial en la mirada, como encerrado en algún pensamiento intenso y profundo en su mente. Me muevo más cerca y rompo el hechizo, León se sobresalta y cuando me ve, sonríe a medias. —Hola—susurro, me siento a su lado en el sofá. Abel tira de su barba y los dos nos reímos. —Hola… Parece no tener nada para decir, sólo se queda atento al hermoso bebé, como si no pudiese dejar de verlo. Al contrario de mí, que necesito decirle muchas cosas. —Gracias—le murmuro—. Gracias… y ni siquiera al decir la palabra se siente suficiente, León… No sé cómo pagarte esto, no tengo idea de cómo devolverte todo lo que has hecho por mí este tiempo… pero eso queda opacado al lado de lo que hiciste hoy con tus chicos, arriesgaste mucho al escuchar mis súplicas y aceptar ir en busca de Francesca… ¿alguna vez alguien te ha dicho que sos un tipo de oro?—trago, y no puedo evitar que mis ojos se espesen un poco. Niega a mi pregunta. Lo veo retener la mirada en Abel, como si le avergonzara levantar los ojos hacia mí y aceptar mi agradecimiento. Distingo su nuez de Adam subir y bajar con nerviosismo. —No hay nada que agradecerme, chica…—al fin me busca—. Yo agradezco tener este sexto sentido con las personas que de verdad valen la pena… fue verte una sola vez para saber que eras una gran mujer…—se queda callado un largo rato entonces se apresura a agregar con pesadez en la voz—. Supongo que me he equivocado en algunas ocasiones… después de todo, éste último tiempo, muchos hermanos me han traicionado y jugado con
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mi hospitalidad… eso me ha hecho cuestionarme muchas cosas sobre mí y el clan… pero hay algo que sé con seguridad, Adela… y es que ahí adentro— señala mi pecho— hay un corazón fuerte y un espíritu inquebrantable… Gracias por quedarte y entrar en esta gran familia… Aprieto los dientes para no llorar como una loca, me inclino para apoyar mi cabeza en su enorme hombro. Nos quedamos allí, silenciosos y a gusto, rodeados de los gorgoteos divertidos del niño que parece querer hablar con nosotros. Lucía aparece desde el pasillo y me da una mirada larga y seria, indicando que Francesca está despierta. León se levanta y le tiende el niño, ya preparado para ir con los suyos a decidir lo que harán con mi hermano. Le pido a la chica de ojos de muñeca que cuide un minuto de Abel y, con una sonrisa, me indica que me tome todo el tiempo del mundo. Lo agradezco de corazón. Justo en la puerta de la habitación me choco con la doctora que me da una triste sonrisa antes de dejarme pasar y reunirse con Lucía en la sala. Entro con cuidado, y se me estruja el pecho al ver a la diminuta mujer sentada contra los almohadones, viendo por la ventana a lo lejos. Completamente ausente. No dudo en sentarme a su lado, ni muy cerca ni muy lejos, no quiero ahogarla con mi presencia pero a la vez necesito que sepa que me tiene de su lado. — ¿Dónde está mi hijo?—pregunta, enfocándose en mi rostro. —Quédate tranquila, él está en buenas manos, vamos a cuidarlo bien… lo prometo—me estiro y roso mis dedos con los suyos. Me sorprende que no se aleje de mi contacto. —Está bien… no quiero que me vea…—baja su atención a su regazo—. No por ahora… Asiento de inmediato, entendiendo su angustia. —Lo entiendo…—susurro. Vuelve a mirar la ventana y se queda en ella. Estudio con disimulo su rostro hinchado y morado, el bulto en su párpado ha bajado considerablemente, el corte en su labio está empezando a cicatrizar y su nariz no está rota como pensé al principio. Estará bien, en unos días todo eso desaparecerá. No creo que pueda decir lo mismo de las marcas en su alma. —Él… él nunca me golpeaba en lugares visibles… se encargaba bien de hacerlo siempre donde la ropa me cubriera…
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Cierro mis ojos con lamento, dejo mi dolor y furia muy enterrados, porque estoy segura de que la asustaría con mis arrebatos. — ¿Por qué te casaste con él, Francesca?—le pregunto, sé, al segundo siguiente que suena como un reproche. Me maldigo, mordiéndome la lengua por ser tan insensible. —Porque lo quería…—se atraganta con desilusión, pero se repone y prosigue—. Mi padre le tenía mucho cariño y me lo presentó una noche en una fiesta… llegué a estimarlo bastante en las primeras citas… »Largos meses viví un noviazgo de ensueño… no lo amaba, pero… papá estaba muy enfermo y decidí aceptar la propuesta de matrimonio para hacerlo feliz antes de morir… No tardé demasiado en ver la realidad en la que me había metido… no tuve mucho tiempo para procesarlo tampoco, me quedé embarazada en un abrir y cerrar de ojos… no había escapatoria… Sus labios magullados empiezan a temblar y la primera lágrima cae, seguida de muchas más, una tras otra empapan las sábanas que la cubren. —Y… ahora… ahora e-estoy embarazada…—gime, y se tapa el rostro con desesperación—. Estoy embarazada… otra vez. Tomo una bocanada de aire y ya no puedo retener más nada dentro, exploto justo a su lado, ambas lloramos y me deja abrazarla suavemente. — ¿Qué voy a hacer, Adela?—pronuncia entre cada ola de llanto—. ¿Qué voy a hacer con otro bebé? La sostengo como puedo, sin permitirme derrumbarme del todo, porque sé que me necesita tan fuerte y decidida como soy capaz de ser. —No quiero otro bebé suyo… no quiero…—tartamudea—, y eso me hace sentir una terrible persona… los bebés no tienen la culpa… soy una mala mujer por no desearlo… —Claro que no… nada de eso es cierto, Francesca… Te ayudaremos, podrás contar con todo mi apoyo y el de los Leones… vamos a salir adelante juntas… Seremos fuertes… Niega —No soy fuerte… nunca lo fui… —Lo serás…—me limpio las mejillas con la manga de mi camiseta—. Te lo prometo… La abrazo por un interminable rato y mientras lo hago deseo más y más la muerte de mi hermano mayor. Me imagino que los chicos están
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despedazándolo en pequeños pedacitos hasta hacerlo desaparecer. “Nunca volverá a tocarte”, le prometo en mis adentros, “Nunca más”.
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29 Santiago Me agota tener que reprimirme, necesito ver a Echavarría retorcerse de dolor, pero sólo jugamos con su cabeza. Max se entretiene disparando puñales a su alrededor, haciéndole creer que clavará alguno de ellos en él, sólo rosando y logrando cortes superficiales en su piel. No niego que el tipo apenas lo aguanta, puedo ver el pánico inundando sus ojos cada vez que ve a Max levantar el brazo para lanzar. O cuando me acerco a profundizar su miedo, amagando continuamente que voy a cortarle los huevos y dejarlo desangrar. Estoy de acuerdo con el plan del jefe, tenerlo para divertirnos, quebrarlo cuantas veces queramos y después obligarlo a suicidarse, no sin antes dejar una pulcra carta de perdón, confesiones y despedidas. Es una buena idea, y con ello desviaríamos cualquier sospecha sobre Adela o el clan. Me voy medio temprano, dejando al tipo colgado de la pared a merced de los demás. Quiero romper huesos y arrancar piel, pero no puedo, así que mejor sólo me marcho y tomo mi tiempo en cosas que sí están a mi alcance. Llego, a través del claro, a la cabaña escondida. Mis pasos tranquilos, mis manos enfundadas en mis bolsillos. Cuando entro por la puerta veo a El Perro sentado en los sillones, vigilando al niño que duerme a su lado entre los almohadones, abrigado con una cobija. Nos saludamos con un asentimiento y enseguida me dirijo por el pasillo, escuchando el agua de la ducha correr en una de las habitaciones del fondo. Ya inevitablemente interesado, me interno en ella, algo en mi interior nuevamente despierto, y me voy quitando la ropa a medida que avanzo la distancia hasta el baño. Abro la puerta vidriada de la ducha y abrazo enseguida el cuerpo desnudo, mojado y caliente de Adela. Ella se da la vuelta y se aprieta contra mí en necesidad de cercanía, me muestra una triste y débil sonrisa. Descubro, al detener la mirada en la suya, que ha estado llorando. No pregunto, sé que todo esto la ha sobrepasado y de alguna forma tiene que descomprimir la tensión de su mente y su cuerpo. Comienzo a besarla, bajando desde el cuello, pasando por ambos pechos hasta hacerla suspirar, temblar. No paro de descender, hasta
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quedarme de rodillas ante ella, fijo en sus espejados ojos turquesas apenas cubiertos por sus párpados caídos con excitación. Su alterada respiración formando ecos en las húmedas paredes del baño. Reparo en sus mejillas rosadas, el pelo empapado pegado a ellas y sus redondos pechos pequeños bailando con cada bocanada. Allí levanto una de sus piernas, doblándola sobre mi hombro y me dispongo a obligarla a olvidar todo lo anterior, sacar lo doloroso de su interior y liberarla. Un único acercamiento de mi lengua a su centro mojado y ella expulsa un jadeo y se apoya en los azulejos, perdiendo fuerzas para sostenerse. Subo mis manos por sus muslos hasta los montículos de sus nalgas, la aprieto para que mi boca abierta abarque mucho más de su rincón. Cierra los ojos, curvándose, tomando desesperados puños en mi pelo. La pruebo, solamente con el objetivo de hacerla sentir mejor, menos afectada. Queriendo devolver a la vieja Adela a la superficie, esa chica rebelde, temeraria y fuerte que sé que es. La que apretó un lazo en mi cuello y me convirtió en su jodida mascota para siempre. La devoro hasta sentir sus pulsaciones encerrando mi lengua y oír los ahogados y agudos gemidos sobre el sonido de la lluvia golpeando el suelo sobre el que estamos. Me alzo sobre mis pies cuando explota y encierro en mi boca sus gritos, comiendo su éxtasis, convirtiéndolo en propio. Se aferra a mi cuello mientras sus piernas permanecen inestables por unos interminables segundos. La rodeo con mis brazos y la mantengo conmigo, nos terminamos de lavar enfrascados en el silencio y después nos secamos. No la dejo tocarme, esto sólo se trata de ella. Una vez en la habitación, Adela se viste para ir a la sala, en busca del niño, y acostarse con él en la ancha cama. Lo acomoda con cuidado debajo de las mantas, justo en el medio, y le sigue, pegándose a su diminuto cuerpito, protectoramente. La observo, despatarrado en un pequeño sofá pegado a la pared frente a la cama, mientras se va durmiendo gradualmente justo después de darme las buenas noches. Apoyo la cabeza hacia atrás, para mirar el techo, sintiendo mis músculos contraídos, mi interior inquieto. Amargas sensaciones punzando en mí, sé que hay algo mal conmigo hoy. Algo que se ha desencajado, liberando indeseadas vibraciones. Es por eso que no consigo retenerme por mucho tiempo y termino durmiéndome bastante temprano para mi bien.
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La oscuridad engulle cada pequeño rincón de mi celda, ni siquiera la luna es invitada a entrar. Estoy hecho un ovillo en el suelo, mi espalda contra la pared, la primera que encontré arrastrándome. Cierro los ojos, total todo es igual de negro teniéndolos abiertos. Me estoy recuperando de mis costillas rotas, un médico viene cada ocho horas a darme algo para el dolor, pero no lo trago, lo lanzo al suelo. No quiero que nada detenga el dolor. El dolor me hace fuerte, me provoca odio. Y no quiero dejar de sentir rabia y resentimiento. La puerta se abre de un chasquido, me doy cuenta de que no escuché a nadie acercarse porque me estaba entre durmiendo. Mi cuerpo entero se tensa al ver al calvo aparecer ante mí, un haz maligno de luz añadiéndole drama a su entrada. Le siguen dos hombres más, los mismos de siempre. Nunca hay caras nuevas en este lugar. No me muevo cuando avanza hasta mi posición y me sonríe cruelmente. —Llegó tu hora, niño bonito—dice con su acento español bien marcado. Ni siquiera lo miro, sólo lo ignoro. Quisiera defenderme, tengo suficientes conocimientos de medicina para saber con precisión qué tipo de golpe sería fatal para un ser humano. Sin embargo, siempre tengo algo roto como para moverme con rapidez y hacer uso de fuerza. Ellos me mantienen débil, todo el maldito tiempo. Además, si pudiera, igual sería inútil, jamás le falta el par de guardaespaldas. En todo este largo tiempo encerrado aquí he entendido que este hombre, muy en su interior, es un cobarde. Su uso de la violencia y el maltrato verbal sólo es una pobre mascarilla para esconder sus complejos. Él no está acá para entrenar muchachos, no. A él le vuelve loco infringir dolor y humillación en otros. Le encanta, es su maldita adicción. Y justo ahora estoy al tanto de que necesita su dosis, e invariablemente soy su primera opción. Se agacha para estar más cerca, sus ojos entrecerrados con placer, puedo ver su cerebro maquinar su próximo movimiento. —Sabes que eres mi preferido, niño bonito—ronronea. Lamentablemente, nunca pude ignorar ese detalle, tiene una obsesión enfermiza, no ha parado de meterse conmigo desde que llegué. —Y no pienso dejarte ir pronto—agrega y sonríe—. Quiero tenerte por más tiempo… sólo para mí… Trago y me desconecto de mi entorno cuando sus secuaces vienen a sostenerme.
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A diferencia de otras veces, no despierto por mi cuenta, Adela me da una bofetada con fuerza y eso me hace abrir los ojos de golpe, un espiral devolviéndome a la actualidad. Está sentada a horcajadas encima de mí, con mi rostro encerrado en sus manos, sus ojos espejados preocupados. El sudor hace brillar mi piel, y mi garganta está tan apretada que no puedo hablar. —Otra pesadilla—susurra, intenta conectar nuestras miradas. Pestañeo varias veces, despejando el velo del sueño, reorientándome. —Vayamos a la cama…—me dice al oído y ambos los alejamos del sofá. Intento verme de lo más despreocupado, no quiero que note que estoy afectado hasta el punto de poner mis dientes a castañear. Me recuesto en la cama de espaldas, ni siquiera reparo en que nos separa un niño de un año dormido profundamente. Desde el otro borde, advierto a Adela estudiarme con atención por largos minutos, hasta que el cansancio vuelve a vencerla. Espero paciente a que el amanecer haga acto de presencia y me dejo llevar de una vez por todas, intentando hundir el último recuerdo justo donde pertenece. Bien en lo profundo. Una palmadita en mi espalda desnuda me lleva a abrir los ojos automáticamente, el sol se cuela en mi cabeza dolorosamente y los entrecierro enseguida. Otras le siguen, pequeñas y sonoras, parece que el niño está jugando con mi tatuaje. Lo siento apoyarse más cerca, sus dos manitos en mi piel, tibias y suaves. Me tenso, y me doy la vuelta para mirarlo. Sus ojos turquesas me sonríen me muestra unos dientitos asomando en sus encías inferiores y un poco de baba cae sobre mí. Se nota que no hace mucho que se ha despertado, tiene la marca de la almohada en la regordeta mejilla. No puedo sacar mi atención de él, y su risueña forma de pegarme en la espalda. Adela no está al otro lado de la cama, en el momento que lo pienso escucho la puerta del baño abrirse, ella sale en su pijama y me da los buenos días. Ni siquiera contesto, teniendo los ojos en el bebé. —No lo mires así—me reta ella, metiéndose de nuevo en la cama. Me froto los ojos. —Así, ¿cómo?—le pregunto de reojo no me pierdo los movimientos del chico.
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—Como si fuera a morderte…—ella está aguantando la risa. Abel se cansa de aporrearme con sus manitos y se deja caer entre los dos, no para de mirarme con ojos enormes e inocentes y entrecierro los míos. No quiero que se me pegue, los niños me ponen incómodo. —Tiene pinta de que va a morderme…—le aseguro. Adela se ríe y atrae al bebé más cerca de ella, alejándolo de mí. Le queda bien, es dulce con él, pero no me enternece como debería. Me salgo de la cama y entro en el baño. No he dormido mucho, unas tres o cuatro horas, no me siento descansado, pero voy a ir con los demás de todos modos. Me aseo para después vestirme, me siento en el borde del colchón para calzarme, ignoro al chico que tironea mi ropa, eso molesta un poco a Adela y de nuevo lo saca de mi camino. Me levanto y me dirijo a la puerta. —Hey—me llama ella, saliendo de la cama dejando al niño justo en el medio—. No te vayas así… Viene a mí y me besa, aferrándose a mi abrigo, me ablando y la abrazo, sabiendo que estoy siendo un idiota. Ella me estudia con detenimiento y sé al instante que quiere preguntar por la pesadilla de anoche, pero se retiene porque no me ve de un humor admisible. La dejo en la habitación y me voy de la cabaña. Me uno a la diversión que se está dando en el galpón, me encuentro a León obligando a Echavarría a escribir una carta. Cada vez que estropea las cosas, rompe el papel y lo hace empezar desde cero. Max y El Perro se burlan de la situación, disfrutando demasiado la secuencia. Me uno a ellos, contra la pared y me cruzo de brazos, serio y atento. El pulso le tiembla y eso le impide escribir legiblemente, todo empeora con un gigante con aspecto de vikingo supervisándole, justo encima de su cabeza, amenazándolo si comete demasiados errores. León tiene un papel con la escritura habitual del hombre, para verificar que lo haga igual que siempre. Está costando y el jefe está perdiendo la paciencia. Una gota de sangre cae desde la nariz rota de Echavarría hasta la hoja, manchándola, León se la quita, la arruga en una bola y la lanza al suelo, con enojo le da otra. Por casi una hora nos mantenemos viendo la misma escena, una y otra, y otra vez. Llega un momento en el que todos estamos inquietándonos más de lo normal. Entonces el tembloroso hombre vuelve a equivocarse y todo explota.
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— ¡Sujétenlo!—León grita la orden hacia nosotros, su rostro arrugado a causa de la ira que desprende. Max y El Perro se apresuran, ansiosos con intervenir, me dejan atrás. Sólo me quedo en mi lugar viendo cómo reducen al tipo, doblándolo sobre la mesa de madera en la que segundos antes estaba intentando terminar la carta. Son hombres fuertes, entrenados y Echavarría no puede de ninguna manera impedir que lo inmovilicen, empieza a gritar que lo dejen ir, que la próxima vez lo hará mejor. León sólo responde con un gruñido y saca la pera de su escondite, el rostro del atrapado se paraliza y pierde el color al verla. Todos mis músculos se atiesan al verlos prepararse para actuar, no me queda claro si lo harán en serio o si es sólo una amenaza para que coopere de una buena vez. No me espero a averiguarlo. — ¡Paren!—les grito, ellos me miran sorprendidos al escucharme levantar la voz—. Salgan, yo me encargo… Me acerco unos pasos, luchando con los ojos azules de León mientras me fulminan. Asiente de mala gana a los otros y Echavarría vuelve a ser amarrado a la silla. Cuando nos dejan solos, sólo se puede escuchar el retumbar de la respiración del prisionero, la forma en la que se atraganta con su miedo y sus ojos se nublan, me hace sentir un poco mejor que al minuto anterior. Este hombre merece lo que estaban dispuestos a hacerle, pero parece que no estoy capacitado para ser testigo de ello. Además, de esa manera no conseguirán el objetivo, el tipo está aterrado y no puede calmarse para escribir la mierda. Me coloco los guantes y le tiendo una hoja en blanco, pongo la versión de la carta escrita por León a su lado, para que la copie, no voy a dictársela, sólo le dejaré en silencio para que se concentre, mientras tanto lo vigilaré de cerca, merodeando. —Tenés tres oportunidades de escribirla correctamente, sin errores, con tu caligrafía habitual y sin una puta mancha—me arrimo para decirle con tono firme—. Si no lo logras, dejaré que ellos vuelvan y retomen lo que te estaban haciendo—no hay dudas de que lo haré, él lo sabe bien. Con la cabeza baja, el sudor corriendo por su frente, se pone manos a la obra. Un rato después, rompo la primera opción frente a sus ojos, considerando que puede hacerlo mejor, él tiembla y prosigue sin decir ni una sola palabra. Es en la última opción que consigo una muy buena copia. Asiento satisfecho mientras la leo.
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La carta pide perdón a su esposa, su hermana y la mujer de su mejor amigo, Manuel. A la primera por los terribles abusos, a la segunda por el abandono y el maltrato, y a la tercera por haber asesinado a su esposo. Explica vagamente los falsos motivos que lo llevaron a hacer lo último, el más fuerte, claramente, es el dinero. Completamente evidente en alguien como él. Habla sobre no poder seguir viviendo con toda esa culpa que le generan las atrocidades que ha hecho a lo largo de su vida, y, al final, se despide. Es buena, creíble, y puedo asegurar que funcionará. Sólo, no hay que cometer errores cuando lo asesinemos. Esa noche, por primera vez en un largo período, tomo mi moto y me alejo del recinto, repleto por dentro de una extraña necesidad de soledad. Generalmente soy solitario, pero esta vez es distinto. Hay cosas que han empezado a afectarme estos últimos días, desde que vi a ese malnacido violando a su mujer. Algo en mí se ha resquebrajado, me deja totalmente expuesto. Y esta mañana, cuando León ordenó reducir al hijo de puta, sentí su pánico. Me trajo tenebrosos recuerdos que me volvieron débil, sacándome de mi control. El aire helado de la noche golpea mi rostro, lo siento colarse en mis huesos y ruego para que se quede allí como lo ha hecho todos estos años. Tengo que recuperar la frialdad que me define. Eso significa que ya no puedo dejar entrar a Adela. No más profundo de lo que ha llegado. Tengo que frenar esto, porque es la principal causa que me impulsa a ablandarme. He permitido que ella se cuele muy a lo profundo de mí, y lo considero un problema. A eso, sumándole otro conflicto, es que realmente estoy demasiado apegado a ella y no quiero dejarla ir. Luego de volver a entrar en nuestra zona nuevamente, no voy a la cabaña, considero eso mi primer paso de inicio de la distancia. Me meto en mi habitación y me preparo para una ducha caliente y fortalecedora. Permanezco debajo de la lluvia, lavando mi rostro y el resto de mí, intentando enterrar viejas sensaciones. ¿Por qué resurgen ahora? ¿Por qué sólo no se quedan ahogadas y moribundas sin fuerzas para alzar la cabeza dentro de mí? No quiero recuperar mis recuerdos. Me seco esquivando mi silueta empañada en el espejo, pensando en que yo me había considerado fuerte por superar mis problemas y las secuelas
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que el encierro en el extranjero me dejó. Tal vez tengo que reconsiderar esa opinión de mí mismo. De nuevo en mi cuarto, me congelo y trago con cierto nerviosismo cruzando mis terminaciones al encontrar a Adela allí esperándome. —Me estás evitando—afirma de brazos cruzados, clavando su poderosa mirada espejada en la mía. Me dirijo con fingida despreocupación hasta mi placar y comienzo a sacar la ropa que voy a ponerme. Me visto mientras me observa cerca de caer en la impaciencia. Esquivo su rostro preocupado y desilusionado. —Dijiste que te abrirías un poco hacia mí—reprocha con voz ronca. —Lo hice—retruco. Me siento en el borde de la cama y me coloco una camiseta negra de mangas largas, estoy dándole la espalda. —Te estás alejando de mí—murmura. Aprieto los dientes con tanta energía que se me acalambra la mandíbula. —No te estaba presionando…—se para frente a mí—. Y te estás alejando igual… Me pongo de pie, alzándome más allá de su estatura, exigiéndola a levantar su atención hacia arriba. Procuro llegar a la puerta, pero no puedo con ella interponiéndose. — ¿A dónde vas?—me pregunta, está entrando en pánico. Avanzo otro paso y ella choca contra mi pecho. —Sabía que me harías esto… que te llevarías todo de mí y no entregarías nada… que me dejarías vacía y te irías sin haber perdido ni una sola pieza… Sus palabras están surtiendo un efecto en mí que estoy seguro no busca. Me da un empujón potente, sus palmas golpeando mi pecho. —Háblame—pide. Vuelve a arremeter contra mí, cada vez con más potencia y rabia. Y devuelvo el movimiento, arrastrándola hasta la pared más cercana, pegando secamente su espalda en ella. Sus dientes resuenan con el impacto. — ¿Qué más querés de mí?—levanto mi voz unos cuantos decibeles. Traga saliva y forma puños en mi camiseta, sin saber qué hacer con esta situación. —Todo…—pestañea para evitar las lágrimas.
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La boca se me llena de un sabor amargo, doy un respiro al mismo tiempo que los latidos de mi corazón se alteran. —Déjame ayudarte…—susurra, sus irises brillando cada vez más. Apenas puedo moverme de tanta tensión que acumula mi cuerpo. —No…—niego. Aprieta sus puños arrugando mi ropa. —Contamelo, Santiago… déjame entrar—ruega. Soy consciente de que Adela Echavarría pocas veces suplica por algo, y justo ahora estoy viendo cómo todo lo que ella es se apaga para conseguir algo más de mí. — ¡Estás presionando!—arranco sus manos de mí y doy un paso atrás. El alejamiento provoca que su piel empalidezca más. —Estoy presionando porque sé que si me quedo de brazos cruzados terminarás sacándome de tu vida… Y sé que me necesitas… tal como te necesito yo… Arrugo mi rostro y empiezo a negar, tratando de hacerle ver que sus palabras son ridículas. — ¿Qué te hicieron en ese lugar?—suelta, congelando mi sangre—. ¿Qué fue lo que te convirtió en esto?—me señala. Retrocedo un poco más, entrando en zona de furia. —Déjame en paz—carraspeo amargamente. Ella presiona más. — ¿Qué te hicieron?—me persigue— ¿De qué de tratan las pesadillas? Me dirijo a la puerta, pero se interpone nuevamente, y yo empiezo a creer que perderé el control y terminaré lastimándola. —Ya te lo dije—le respondo encajando mis dientes de un cortante chasquido. —Hay más… sé que hay más…—grita. Le doy la espalda a ella y a la puerta, enfocándome en la ventana que muestra el oscuro exterior. —Esta será la última vez que ruegue y me arrastre por vos, Santiago—avisa, la siento muy cerca de mi espalda. —Nadie te obliga a hacerlo…—se me ocurre agregar con crueldad instalada en mi lengua. Eso la enfurece.
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—Lo hago porque TE AMO—da un violento pisotón al suelo, indignada—. Lo hago porque quiero que esto funcione… y si no te abres a mí, si no confías, jamás funcionará… La oigo tomar aire con desesperación, puedo sentir el doloroso rasgón que todo esto le provoca a su corazón. —Entonces es muy posible que nada más entre nosotros funcione—le digo, fijo mis ojos en la nada. Ella se queda en silencio, todo su cuerpo sacudiéndose, reparando el duro golpe que significan mis palabras. — ¿Qué te hicieron?—sigue sin resignarse, me estremezco—. ¿Qué te hicieron, Santiago? ¿A qué le tenés miedo? Repite las preguntas seguidamente y sin parar, aturdiéndome y colocando una enorme bola de fuego en mi pecho, aprieto mis párpados con fuerza, hasta que mis ojos arden por dentro, luego me doy la vuelta y la enfrento. Tomo bruscamente su mentón entre mis dedos y la empujo hacia atrás, otra vez golpeándola contra la pared. Su nuca resuena en ella y jadea por el impacto. — ¿Querés saber qué me hicieron?—pregunto, mi voz de acero—. ¿QUERÉS SABER QUÉ MIERDA ME HICIERON? Se las arregla para asentir levemente, inmovilizada por mí. La sacudo con violencia, intentarlo asustarla, sabiendo que lo único que logro es llenarla de determinación. Respiro con desenfreno, llenando la habitación con mi inquietud. Lo estoy perdiendo, en ese momento me doy cuenta. —Me golpearon… se metieron en mi cabeza… jugaron conmigo…— recito, agitado. — ¿Qué más?—suelta. Gruño y la asesto de nuevo contra el duro yeso, extraviándome en mi cabeza. Dejando que mis recuerdos se despejen y aguijoneen mi interior hasta hacerlo sangrar. — ¿Qué más?—insiste. —CÁLLATE—le grito en la cara, haciéndola temblar. —No voy a callarme—sus labios forman una línea recta—. ¿QUÉ MÁS? — ¡BASTA!—suena como un grito, pero es un pedido desesperado. —No—se reúsa.
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Y allí mismo es cuando me rindo, lo dejo ir, las náuseas vienen y me impiden hablar por unos segundos. Tomo una bocanada y lo suelto. —Abusaron de mí… Sus ojos se abren y puedo ver la forma en la que la información golpea en su cerebro, dejándola en estado de shock. — ¿Eso querías saber?—le aúllo en la cara con ira, completamente fuera de mis casillas—. ¿También querés saber los detalles de las violaciones? ¿La forma en la que me reducían, y ese maldito calvo inmundo lo hacía? Suelta un sollozo y esquiva mis ojos cerrando sus párpados, se cubre la boca y lloriquea en silencio. Ahora sí me alejo de ella, camino hacia atrás sintiendo el peso de lo recientemente dicho. Adela se digna a mirarme y esquivo esos ojos como si fueran la peste. —No te atrevas a mirarme así—gruño, me enfrasco en el suelo a mis pies. Sale disparada hacia mí, intentando tocarme y no se lo permito, la empujo lejos y al insistir, termina despatarrada en el suelo sobre sus nalgas, fracasando horrendamente en sofocar su llanto. —No te vayas—gime y se pone de pie. — ¡NO ME TOQUES, maldita seas!—grito. Se queda clavada en su lugar, temblorosa, asustada y hundida. Llora más fuerte al verme apresurarme hasta la puerta, abriendo una brecha entre los dos definitivamente. La he perdido, ella jamás podrá evitar mirarme diferente después de esto. Su imagen de mí cambiará, y cada vez que me vea tendrá esa mirada de lamento en sus ojos. Cada una de las veces que conecte con ella sólo seré capaz de ver su lástima por mí.
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30 Adela Formo un miserable ovillo con mi cuerpo, acurrucada contra la pared permitiéndome caer al suelo con derrota. Cierro los ojos sin poder parar de soltar gruesas lágrimas. Debería haberme imaginado mejor los motivos que lo mantenían hermético y temiéndole a la noche, impidiéndole cerrar los ojos. En aquel lugar lo rompieron en pedazos, grabaron a fuego su alma y lo marcaron para siempre. Una pequeña parte de mí considera darse por vencida, resignarse al hecho de que jamás llegaré a él como realmente quiero. Pero yo no soy así, pocas cosas en mi vida me han llevado por el camino de la duda y el abandono. Esta vez necesito luchar por él y por mí. No soy nada sin Santiago y él es sólo un saco frío y vacío sin mí. Me atrevo a confirmar, sin ninguna clase de duda, que lo he transformado, sólo me falta algo más de esfuerzo y consistencia. No voy a permitir que me aparte, que retroceda lejos de lo que somos. Estoy convencida de que me necesita y me quiere. Y si cree que la nueva información que me ha dado cambiará mi forma de verlo está muy equivocado. Lo amo incluso más que antes, quiero ayudarle a sanar y a convivir en paz con su pasado. Entiendo que tiene miedo de ello y se avergüenza de lo que le hicieron, usaré todo lo que tenga al alcance de mi mano para terminar con esos sentimientos. Me largo del apartamento, volviendo a la cabaña a retomar el cuidado de Abel, que ha quedado con Max. Cuidamos al niño entre todos, respetando el deseo de Francesca de conservarlo alejado de ella para que no vea su rostro herido. La mujer parece verse mejor a medida que pasa el tiempo, aunque sigue sin integrarse y no quiere tener a nadie cerca. Sus traumas serán duros de sanar. Después de acostar a mi sobrino en la cama grande, me aseo para después unirme a él. Tardo en dormirme, reviviendo la discusión y las terribles confesiones de Santiago. Derramo muchas lágrimas más por él, enterrando mi rostro en las almohadas para que no se me escape ningún ruidoso llanto. Lloro por lo nuestro y rezo para conseguir mi objetivo de
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salvarlo de su pasado. Pido con desesperación que no se deje consumir por lo malo, que me permita resurgirlo. Él me sostuvo cuando caí, fue testigo de mis peores estados y estuvo allí para mantenerme en la superficie. Fue comprensivo, fuerte y seguro, él fue creando una especie de dependencia en mí. No puedo dejarlo ir. Caigo en el pozo oscuro del sueño aun con mis mejillas mojadas, comiéndome la cabeza en busca de soluciones para nosotros. Confío en que podré hablar con él seriamente al día siguiente. Dejarle ver que sigue siendo el mismo hombre para mí, y que su horrible pasado no cambia nada. Sin embargo, al día siguiente se me hace imposible encontrarlo, y mi corazón se rompe en mil pedazos cuando los chicos me comunican que tomó su motocicleta en medio de la noche y se marchó. Sin siquiera llevar consigo su celular. El presentimiento de que nada volverá a ser como antes me atrapa, y me sofoco en una estación de estupor que nubla mi mente y me aplasta por completo. Bajo mis defensas, dejándome entrar en un verdadero estado de depresión, del que se me hace difícil salir. León y Max acarrean a mi hermano hasta su propio auto, obligándole a entrar. Yo permanezco en el asiento del copiloto de una de las SUV, esperando. Hoy es el día del fin. Y me encuentro llena de confusiones, mi cabeza va a mil por hora y no logro conectar ningún pensamiento coherentemente. Entre la desaparición de Santiago y la próxima muerte de Álvaro estoy hecha un lío. En las noticias ya han notificado la desaparición de mi hermano, las especulaciones inundan los medios. Dos mejores amigos y socios desaparecidos casi el mismo día. Algunos apuestan a que se han fugado juntos con dinero robado, o a causa de algún fraude. No hay pistas sobre nada de eso, claro. Pero la gente y los periodistas no tienen pelos en la lengua a la hora de soltar hipótesis. Los Leones han llevado a Francesca y Abel a la casa de campo de mi familia porque no es conveniente que los encuentren con nosotros. La casa fue rodeada de móviles en las horas que siguieron. Ella ya ha hablado por teléfono, sin dar la cara, y nos sorprendió a todos su exquisita actuación de esposa preocupada y atormentada. La caravana de automóviles se dispersa en dirección a la carretera, son más de las cuatro de la madrugada, todo está oscuro y nos estamos
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alejando unos cuántos quilómetros del pueblo y el recinto. Decidimos tomar la ruta más desierta y conducir hasta que se decida el punto perfecto para proseguir. Álvaro conduce en solitario su coche, está rodeado y sabe muy bien que no tiene escapatoria de nosotros. Tantas horas de falta de sueño y torturas le han demacrado, apenas lo he reconocido cuando lo vi. Me abrazo a mí misma, a mi lado León conduce en silencio, sin perder de vista el Audi lujoso. Delante de él avanzan algunos hermanos en motocicletas y otras camionetas, lo mismo a nuestra espalda. El plan es bueno, rebuscado, pero limpio. El interior del coche y el traje elegante que lleva puesto Álvaro, están empapados en gasolina, él sólo tiene que desviarse de la ruta cuando se lo indiquen, detenerse y disponer de menos de diez segundos para encender un cigarro y volarse en pedazos. He tenido un momento difícil peleando conmigo misma sobre presenciar el espectáculo o no, y una gran parte de mí ha decidido hacerlo para cerrar el ciclo. Y comenzar desde cero. Invoco a Santiago, sintiendo que lo necesito cerca para llevar a cabo esta última etapa y que me abrace, asegurándome que todo saldrá bien. Creí que había hecho lo correcto al presionarlo para que lo soltase, pero ahora sólo puedo patearme mentalmente y culparme por separarlo de mí y de todos. —Ya va a volver—murmura León, compenetrado en la carretera pero, a la vez, preocupado por mi raro silencio e inmovilidad. Él siempre, por alguna razón, parece entender a la perfección lo que corre por mi mente. —No sé… me gustaría creerte—le digo, fijando mi vista borrosa más allá de la ventanilla—. La he jodido en serio esta vez…—suspiro, y cierro los ojos dejando caer mi cabeza contra el asiento. Él responde a mi suspiro con otro más profundo. —Parece que nunca puedo hacer las cosas bien…—agrego. —Todos nos equivocamos, nadie tiene la fórmula para hacer absolutamente todo de manera perfecta…—explica, como si fuera mi padre dándome un consejo—. Y eso es lo más interesante que tiene la vida. Imagínate si todos tuviéramos todas las respuestas… el mundo sería un infierno aburrido e insulso… Asiento, algo convencida con eso. Él bufa a la nada.
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—Odio la maldita perfección… es un maldito mito inventado por un tarado para lavarle el cerebro a las personas… Le sonrío y él me da una media curva de labios llenos, escondida detrás de su barba. Sin quitar su atención de mí aprieta el botón de las balizas, las luces naranjas no cesan de parpadear, dando la específica orden. Clavo mi vista en el vehículo donde va mi hermano, él baja la velocidad poco a poco y se quita del camino, hacia el borde. León hace circular la SUV a paso de humano, los demás copiándole. Y esperamos. Uno, dos, tres… cuenta por lo bajo, pasa los diez y la tensión nos corroe. Puedo imaginar a mi hermano temblando ante lo que debe hacer, retrasando con desesperación el momento. Justo entre los segundos número diecisiete y dieciocho el coche caro estalla en llamas. Entrecierro los ojos ante la bola de fuego y salto en mi asiento al resonar la primera explosión, mi piel helándose ante la vista y el aturdimiento. Estamos lo suficientemente lejos y eso no impide que el suelo simule temblar. Mi espiración se agita, reparo en que mi garganta está esforzándose por cerrarse. León busca mi mano y la envuelve en la suya, el doble de grande, reconfortándome. Todo se terminó. —Sí, Adela…—asegura él, y caigo en la cuenta de que lo he dicho en voz alta—. Todo terminó. Ojalá me sintiera mejor, pero sólo me apresuro a tragar la enorme bola de llanto que se apresura por mis conductos y me prometo que podré desahogarme a solas, cuando nadie me vea. Mi hermano no merece nada de mí, ni una sola lágrima. Sin embargo, bien en lo profundo, entiendo que me hará falta un duelo. Tal vez, no por su persona, sino por la jodida vida que me hizo pasar. La noticia de la tragedia en la familia Echavarría arrasó los medios nacionales. Durante semanas y semanas el mundo habló de ello, sobre todo, en los alrededores más cercanos. La carta de despedida fue “encontrada” por Francesca en la casona, después de unos pocos días de duelo en la casa de campo. Aquello fue lo que pareció cerrar el tema, aunque dio mucho de qué hablar. El país descubrió los secretos sucios de mi hermano, su adicción al alcohol, sus abusos hacia su esposa y el supuesto asesinato de su mejor amigo. Me sorprendí muchísimo al ser nombrada también, por supuesto, León jamás me dejaría fuera.
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Algunos periodistas quisieron encontrarme por un tiempo, pero el club me escondió bien. Francesca no tuvo tanta suerte, se plantaron frente a la casa y la atosigaron con preguntas cada vez que asomaba la nariz fuera. Todos se enteraron de su embarazo, gracias a un estudio reciente con uno de sus médicos de “confianza”, el mundo está compadeciéndola y puedo entender lo que ella debe de estar sintiendo ahora. Odio ver sus fotos cada vez que intenta salir o llegar a su casa, quiero estar más cerca de ella y hacerle compañía, pero no quiere ver a nadie. Sé que no está sola, su tía le ayuda con Abel y no se aleja de ella, eso me hace sentir un poco mejor. No he obtenido paz ni un solo día desde la noche de la muerte de Álvaro. O, mejor dicho, desde la desaparición de Santiago. No he sabido nada de él, ni un llamado ni una sola señal. Nada. Se ha esfumado, y aunque intento creer las palabras de los chicos al asegurarme que volverá, me siento vacía y sin mucha esperanza. A eso se le suma mi paranoia de que alguien descubra la verdad que esconde la muerte de Álvaro. Los días son terribles, y las noches empeoran cada vez más. Necesito la calidez de Santiago, su cercanía ayudaría mucho a mi estado entumecido. Cuando al fin el asunto mediático se calma un poco, me cuido de camuflarme bastante bien para ir a ver a Francesca y Abel, ya que hace casi un mes que no estamos cerca. Sólo hemos hablado un par de veces por teléfono, pero yo necesito sostener el contacto con ellos. Después de todo, son parte de mi familia. Le hablo a Francesca para que me deje la puerta trasera de la cocina sin traba, cerca de las tres de la tarde. Rondando ese horario, Max me deja en su moto, y se va justo después de ayudarme a saltar las rejas traseras de la casa. Según nuestro plan, pasará por mí en un par de horas. Corro por el patio, sorteando la piscina, la seguridad hace ojos ciegos y oídos sordos ante mi invasión, por pedido de la dueña de casa. De un empujón estoy dentro, viendo directo a los ojos de Francesca. Me acerco un paso sólo para detenerme en seco, la sorpresa me deja incapacitada por largos segundos antes de que me quite la capucha del abrigo y enfrente cara a cara a la otra mujer que se encuentra de pie junto a la encimera. — ¿Clarita?—suelto, con voz ahogada. Su pelo está más entrecano de lo que recuerdo, y lo lleva bien sujeto en un rodete en la nuca. Su vestimenta es oscura y bajo sus ojos descansan profundas y oscuras ojeras, se ve enferma y débil. No me acerco demasiado,
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sólo la observo en silencio tratando de entender su presencia en la casa. Ella no estaba cuando volví meses atrás, a pesar de que di por hecho lo contrario. —Hola, Adela—murmura, y da un cauteloso paso hacia mí—. Ha pasado mucho tiempo. Asiento, completamente muda. Cambio la vista desde ella a Francesca, que está sentada en la mesa con las manos cruzadas sobre ella. Su rostro no dice nada, y su espalda se ve recta como una tabla. — ¿Podrías darme un momento?—pregunta Clarita, haciendo que me fije de nuevo en ella. Tengo sentimientos encontrados sobre ella. Hizo mucho por mí, fue la luz en la oscuridad mientras vivía bajo el mismo techo que mi hermano. Pero, ¿qué fue de ella después, cuándo todo empeoró? Dejó que me encerraran y me diagnosticaran una enfermedad que no tenía; que me enviaran al internado más parecido a un infierno; que me abandonaran a mi suerte en la universidad. ¿Qué debo pensar de ella? ¿Soy justa si la culpo aunque sea un poco? —Está bien—le digo, porque quiero escuchar lo que tiene para decir. Francesca me da una pobre sonrisa antes de levantarse e irse. Le aseguro que puede quedarse, que quiero que lo haga, pero se excusa para subir con Abel. Lo acepto a duras penas y me siento en la mesa cuando Clarita lo hace. Frente a frente. Me muerdo el interior de las mejillas y uno los dedos de mis manos con tensión acumulada, espero a que ella hable primero. —Hay cosas que mereces saber, Adela…—dice la mujer, su rostro pálido y su nerviosismo al límite—. Lamento haberme tardado tanto en decidir hablar… —Álvaro me dijo que soy bastarda…—le suelto, suponiendo que es esto lo que ella me quiere comunicar. Clarita cierra sus ojos con dolor y se los frota, intentando ganar fuerzas. Comienza a negar efusivamente hacia mí. —No… No, Adela…—tartamudea—. Nada de eso es verdad… sos legítima… La historia es al revés… justo antes de que se casara con Juana, tu madre, Alfonso tuvo una aventura… Y cuando el matrimonio cumplió los siete meses de casados, una mujer apareció con el bebé y se los entregó… Juana quedó destrozada, no le habló a tu padre por meses, pero por alguna razón dejó que Álvaro se quedara… Lo adoptó como propio…
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No puedo dejar de mirarla como si estuviera hablándome en otro idioma diferente y enredado, no sé qué agregar a esto. Sólo puedo pensar en que mi hermano me la ha jugado de nuevo. Claro que no podía irse de este mundo sin destrozar por última vez a su pequeña hermana. —Yo…—trago y me froto la frente con frustración—. Entonces… —Los años pasaron y todo fue mejorando, las tormentas del comienzo del matrimonio se fueron alejando gradualmente… Alfonso logró el perdón de ella… Incluso hasta llegaron a estar muy enamorados la mayor parte de los años que siguieron… Tu padre era demasiado complaciente con su hermosa mujer… y el tiempo que Juana pasó deprimida los unió más… ella no podía quedar embarazada, y ambos ansiaban demasiado tener un hijo… Amaban a Álvaro, con todo el corazón… pero, se entiende el fuerte deseo de ella de dar a luz un hijo propio… Asiento, encaminada ya en el centro de la historia, intentando aceptarla. Le apremio a seguir cuando se detiene, y busca mis ojos con intención de leerme. —La conducta del adolescente se descompensó al empezar el tratamiento de Juana… Y todo se vino abajo al quedar ella embarazada… Álvaro empezó a sentir celos, y eso lo volvió problemático… Llegaba tarde a casa, completamente borracho… descuidaba sus estudios y trataba muy mal a tu madre… el resentimiento le carcomió y los conflictos hicieron que la paciencia de Alfonso se diluyera poco a poco, en una ocasión le llegó a amenazar con desheredarlo… peleaban mucho y la relación se fue desgastando… Cuando naciste ya nada parecía tener solución… la familia se rompió y tus padres se aferraron a su nueva bebé, tapando así lo malo que tu hermano les traía día a día… — ¿Lo ignoraron?—pregunto. Clarita me lo confirma con un movimiento de cabeza, sus ojos entristecidos. —Ellos ya no sabían qué más hacer… llegó un momento en que el alcoholismo de Álvaro se hizo evidente y en vez de ayudarle, miraron en la dirección opuesta…—se detiene un segundo para suspirar con pesadez—. Adela, tus padres eran personas débiles, ellos siempre ignoraban lo malo que les rodeaba… buscaban la felicidad completa y dejaban a un lado los problemas con tal de no ocuparse de ellos… tu nacimiento les vino como anillo al dedo para cegarse y sólo sonreír… siempre sonreír…
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— ¿Y qué pasó cuando murieron?—me atrevo a escarbar. —Tu hermano no lidió con ello por un tiempo, tenías sólo cuatro años y te envió con la madre de Juana… Sí, recuerdo a la abuela, era rígida y seria conmigo, pero me cuidaba y, lo más importante de todo, me quería de verdad. —Creciste… y ya sabes el resto… —Y…—la estudio antes de proseguir—. ¿Qué papel cumplís en todo esto, Clarita? La oigo retener el aliento, puedo percibir las dudas rondar por su cabeza. —Yo entré como ama de llaves un par de meses después de la llegada de Álvaro… Hay algo que se está salteando, a medida que la he escuchado recitar la historia una espina de ideas se me ha clavado profundamente. Cada vez que dice el nombre de mi hermano se estremece y entra en un profundo estado de principio de llanto. Clarita siempre me apoyó, se encargó de mí muy bien, y me salvó muchas veces de la ira de mi hermano, pero no tengo dudas de que su favorito era él. Tenía una extraña devoción por él, a pesar de todos los defectos horribles que demostraba. Ella sorbe por la nariz, notando mis conclusiones. —Está bien…—susurra, resignada—. Está bien… sí, yo tuve aquella aventura con Alfonso… Yo soy la madre de Álvaro… yo lo vi crecer llamando mamá a otra persona, yo sufrí con él… yo sentí en carne viva su desmoronamiento… sus celos enfermos, su cruel ambición… yo fui la madre de ese monstruo… hice lo que pude, Adela… pero mi corazón no podía dejar de amarlo con locura… Se cubre el rostro y llora en silencio, me quedo congelada en mi silla, mirándola. Sí, siento pena y dolor por ella, porque a pesar de todo, sé que es una buena mujer. —Envié al bebé en brazos de mi prima directo a la puerta de esta casa… Yo tenía la esperanza de que Alfonso entendería… meses estuve diciéndole que estaba embarazada con su bebé y que no podría mantenerlo… y ambos sabíamos que era mejor que estuviera con él… Así que lo hice, y lloré cuando mi prima volvió con los brazos vacíos, asegurándome que el niño estaba a salvo… Me prometí que no me acercaría, que seguiría con mi vida y no miraría hacia atrás…—se limpia las mejillas y niega con derrota—. No
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pude, no estaba en mi naturaleza abandonar un hijo y olvidarlo… así que me encontré con Alfonso y le rogué hasta que él me dejó entrar en su casa como una empleada más… me permitió ver crecer a nuestro hijo… nadie nunca supo la verdad, hasta ahora, Adela… Ni siquiera Álvaro sabía de dónde provenía, aunque nunca olvidó que era el bastardo de la familia… »Lamento mucho no haber actuado en tu favor… por haberle dejado tratarte tan terriblemente… el amor que yo sentía por él era muy fuerte, enfermizo… estuve ciega por mucho tiempo… cada vez que le veía a los ojos veía en él a mi único hijo, al bebé que tuve que abandonar… No quería perderlo, es por eso que jamás le dije la verdad sobre mí… Bajo mi atención a mis manos, dividida entre entenderla y culparla por todo eso. Fue testigo de todas las injusticias que Álvaro cometió conmigo y nunca fue capaz de mover un dedo. Sólo me escondía de él cuando creaba problemas que podrían enojarlo. — ¿Dónde estuviste este último tiempo?—quiero saber, ya que presumo que estuvo lejos mientras su hijo abusaba bestialmente de su esposa. Clarita desvía la dolida mirada lejos de la mía, enfocándola en la nada. —Álvaro me echó antes de casarse… me dijo que ya no necesitaría mis servicios, que tomaría a alguien más joven… El lógico viniendo de mi hermano. —Dejaste que me mintieran sobre mi enfermedad…—mi voz se vuelve de acero. Listo, tenía que soltarlo. Asiente despacio, sin siquiera poder enfrentarme a la cara. Niego y suspiro, enojada y frustrada. Me siento traicionada, siempre me sentí de ese modo con ella, desde que me encerraron y nunca se acercó siquiera a visitarme, sólo se transformó en la cómplice de mi hermano. Fue más fuerte su amor ciego. —Te creo cuando me decís que lo lamentas, Clarita…—le aseguro, tragándome una ola de insano rencor—. Aunque estoy segura de que no entendés una mierda de lo que he tenido que pasar en manos de Álvaro…— ignoro su estremecimiento—. No te imaginas ni la más mínima parte… Sin embargo, te perdono…—asiente con desesperación ante esas últimas palabras. » Lo hago porque sé que en el fondo sólo querías estar allí para él como una verdadera madre… Te perdono, porque estoy segura de que sos una buena mujer que sufrió mucho…—titubeo antes de seguir, pero levanto
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el mentón y me endurezco, transformándome en la verdadera Adela— Pero…—ella se queda muy quieta, esperando—, voy a pedirte que salgas y nunca pises de nuevo esta casa… Tendrás que alejarte de Francesca y Abel, porque sabes que parte de lo que ha pasado últimamente, es por tu culpa… deberías haber frenado la crueldad de tu hijo cuando fue el momento, Clarita… Podrías haber impedido el terrible sufrimiento que tuvo que vivir la mujer que ahora está junto a tu nieto en el piso de arriba… Se hunde en un mar de lágrimas y le permito desahogarse, me muevo para servirle un vaso de agua, esperando a que se tranquilice. Llora porque sabe que tengo razón. Yo no podría haber hecho nada, pues Álvaro hizo que todo el mundo me viera como una chica problemática, inestable e incapaz. Si ella me hubiese ayudado a salir de ello, yo habría podido darle a mi hermano lo que merecía. Pero no, la mujer dejó que el monstruo se alimentara más y más con su ira y salvajismo, nunca hizo nada para pararlo. Jamás actuó correctamente para ayudar a su hijo. Me lleva unos cuantos minutos tranquilizarme luego de dejar marchar a Clarita pongo todas mis fuerzas en evitar que su historia no me afecte demasiado. “Es sólo el pasado”, me explico, nada más que eso. Algo que no puede cambiar y que debe quedarse allí congelado para siempre. Ahora tengo un futuro y no pienso arruinarlo pensando en viejos tiempos. Subo con Francesca y me la encuentro sentada junto a la cuna de Abel, viéndolo dormir posesivamente. Me cruzo de brazos en el vano de la puerta y los observo, absorbiendo la quietud que ellos me brindan. La mujer alza su atención hacia mí y después se levanta para venir más cerca. — ¿Qué pasó con ella?—susurra, se abraza a sí misma como si quisiera protegerse de algo. Su rostro ha vuelto a ser hermoso, su piel sana, brillante y pálida contrastan con sus enorme ojos almendrados. Parece una muñeca de porcelana con mirada dulce, sólo que le falta la sonrisa. Ella parece totalmente incapaz de sonreír. —La eché…—respondo—. Perdona, no soy la dueña de casa pero me adjudiqué el derecho de pedirle que no vuelva nunca más. —Es tu casa, Adela… siempre lo fue—me corrige sinceramente—. Y me parece bien… yo ni siquiera la conozco. Apenas la he visto un par de veces. —Es la abuela de tus hijos…—le cuento y ella asiente enseguida.
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—Lo sé, me lo dijo al llegar… — ¿Crees que estoy siendo injusta con ella al impedirle verlos?—una parte de mí se siente culpable por haberla echado a la calle. Francesca de encoje entre sus hombros. —En todo caso, las dos estamos siéndolo… yo tampoco la quiero cerca… Necesito empezar desde cero, olvidar todo y enfocarme en mis hijos… no quiero a nadie más en mi vida… aceptarla significaría tener que conocerla y recordarme todo el tiempo a Álvaro… No deseo tener nada que ver con él de ahora en adelante. Asiento, completamente de acuerdo con ella. —Este fin de semana nos mudaremos a la casa de campo de mi tía, Olga, nos quedaremos ahí no sé por cuánto tiempo… Ansío paz y además no quiero estar en esta casa… es enorme y fría… el campo nos hará bien… Trago y le aseguro que estoy de su lado en todas sus decisiones, ella puede contar conmigo para lo que sea que necesite. —Gracias por todo, Adela…—se acerca y me da un débil y breve abrazo—. No es mi intención alejarte de tus sobrinos, ¿lo sabes? Podrás verlos todas las veces que quieras… Te mantendré al tanto de todo y del avance del embarazo… Lo prometo… Le sonrío. —Entiendo… y acepto totalmente que quieras un respiro… es lo mejor que podés hacer… —Te traeré a Abel en un tiempo para que lo veas… o podemos arreglar una visita, te daré la dirección de la casa, no es muy lejos del recinto… —Está bien—aprieto su mano en agradecimiento y despedida—. Nos llamaremos seguido… Concuerda y me deja entrar en la habitación para besar al niño dormido. Le acaricio la mejilla con la yema de mi pulgar y me embebo con su dulce imagen. Pasará un tiempo antes de que vuelva a verlo, y me lleno de sorpresa al saber que extrañaré su diminuto cuerpito cerca de mí. Salgo de la casa por donde entré, esquivando el frente. Estamos seguras de que no hay móviles, pero por precaución me las arreglo para saltar las rejas y esperar a Max en el lugar que acordamos.
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Me apoyo contra un árbol y me coloco la capucha cubriendo mis ojos, cuando escucho el ronroneo de la motocicleta doy un paso hasta el borde de la calle y alzo la vista para ver llegar a… No, no a Max. Mis pies se hincan en el asfalto, detengo el aliento de golpe y no despego mis enormes e incrédulos ojos del hombre que se estaciona frente a mí y espera a que me suba. — ¿Santiago?—suelto, mi voz sale sin fuerza, en un suspiro muy lejos de ser oído por alguien más. Trago cuando me da un asentimiento tieso como saludo y me invita a subirme detrás de él. Me muerdo el labio con fuerza, sosteniendo en el límite mis imparables ganas de lloriquear como una tonta. Me monto, pegándome a su espalda y cierro los ojos al abrazarlo a la altura de la cintura, pego mi mejilla en la superficie de su chaleco de cuero. Por Dios, suspiro en mi mente, tenerlo cerca de nuevo se siente extraordinariamente perfecto.
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31 Adela Para mi asombro Santiago no levanta la velocidad de la motocicleta, sólo lleva un ritmo tranquilo que nos detiene directamente en el lugar donde todo comenzó entre nosotros. El puente. Aquella noche flota en mi cabeza instantáneamente cuando me apeo, me enfoco en la vista preciosa con la que nos deleita durante el día. Hoy ha asomado el sol un poco, eso hace que el viento que castiga contra mis mejillas no sea tan frío. Al contrario de la última vez que estuve de pie en el borde, no estoy helada, ni tambaleante, ni sola. Para bien o para mal, aquel comienzo violento significó mucho para mí. No importan las circunstancias, aquí conocí a este magnífico y cerrado hombre. Sus manos en mi cuello marcaron un camino en mi vida, como sea de loco que suene eso mismo. Por el rabillo del ojo lo noto acercarse a las barandas conmigo, a mi lado pero sin tocarme. Evita voltear su rostro hacia el mío, sólo se enfrasca en el paisaje. Intento calentar mis manos dentro de mis bolsillos y a la vez darme valor para comenzar a hablarle, ya que parece que necesita un empujón. — ¿Intentaste hacerme sentir culpable todo este mes por presionarte?—la Adela vibrante sale a flote, y no puedo detenerla, quiere desahogarse sin importar si es o no el momento indicado para hacerlo—. ¿Te fuiste para castigarme? No responde y eso me hace enojar mucho más. — ¿Sabes? No iba a ser la pobre chica estúpida que se queda sentada en un rincón lloriqueando porque está perdiendo al amor de su vida… No soy esa clase de persona… tuve que sacar mis garras, Santiago… al menos luché… si ya no querés verme de nuevo, lo acepto… pero estoy orgullosa de haberte enfrentado… Doy un suspiro frustrado y alborotado al aire. Me siento eufórica, porque éste es el momento de sacarme de encima esa pesada sensación de mi pecho junto con las palabras que esperé tener la oportunidad de decirle todo este tiempo de ausencia.
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—Me importa una mierda si te dolió…—escupo con rabia—. También me lastimaste cuando me alejaste de este mismo borde… también me presionaste para enterrar la cobarde idea de que morir era lo correcto… Estamos a mano, te presioné y explotaste… no me debes nada, tampoco te debo nada. Me agito en mi lugar, mis pies comenzando a cabriolar de acá para allá, tomo aire por la nariz muy profundo. La paciencia escapándose por entre mis dedos como la arena. —Y si crees que las cosas que me dijiste cambiarán mi manera de verte como hombre, entonces no me conoces realmente… No voy a dejar de amarte sólo porque te pasó algo malo en el pasado… Para mí seguís siendo el mismo de siempre… Me atrevo a dirigir mis ojos a él, a su silueta muy quieta con sus manos escondidas en su abrigo y su atención fija en el agua corriendo bajo nosotros. El viento le despeina y me hace querer colocar sus cortos mechones de cabello en su lugar, también atraerlo hacia mí y abrazarlo con fuerza para nunca dejarlo marchar de nuevo. —No te ataqué porque me causaba curiosidad tu pasado… lo hice porque me cansé de luchar con tus reservas… me cansé de que tus traumas se interpusieran entre nosotros… necesitas ayuda, y estoy dispuesta a dártela… a darte todo de mí, pero de ninguna manera va a pasar si no estás dispuesto a entregarte también… Aprieto los dientes con resentimiento porque no puede ser que aun estando justo a mi lado se vea tan distante y abrochado. —Y, de todos modos, ¿dónde mierda te metiste?—le grito. Le doy un empujón en el hombro para que reaccione, apenas le muevo de su lugar, pero funciona para que se decida de una puta vez a mirarme a la cara. —Necesitaba pensar…—suelta con tono robótico. Bufo, y me meto el pelo detrás de las orejas. —Pensar—repito—. Un mes… me dejaste sola un mes para pensar… está bien… total, yo no estaba preocupada, yo entendí que no podías comunicarte aunque sea con alguno de los chicos porque necesitabas pensar— ironizo. Pierdo el sentido con esto, olvidando que tal vez estoy siendo horriblemente injusta con él.
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— ¿Y a qué conclusión llegaste?—me acerco, encarándolo—. ¿No podés perdonarme por llevarte al límite? ¿No podés estar cerca de mí porque soy una loca insensible que ahora mismo se burla de tus necesidades? Su entrecejo se arruga con enfado ante mis impulsivas palabras. —Sí, vamos, enójate conmigo de nuevo… andate por otro mes… o para siempre si es lo que querés… déjame malditamente sola… Mierda, ni siquiera sos necesario para mi vida… me las puedo arreglar perf… Jadeo cuando arremete contra mí de un único movimiento y tira de un grueso puñado de mi cabello, me toma completamente por sorpresa. Me empuja hasta la orilla, aplastándome contra las barandas. El viento enfría mi cara y mis labios tiemblan, los ojos medianoche de Santiago se comen los míos, brillando de una manera extraña y aterradora. Es un hombre impredecible, y por un instante cruza por mi mente que sería quizás será capaz de lanzarme del puente. Sin embargo, nada está más lejos de la realidad que eso. Se inclina hacia mí y atrapa mis labios entre sus dientes, los obliga a abrirse y cuela su lengua en mi boca tan violentamente que me provoca un gemido, cierro los ojos y le permito devorarme. Me besa como si estuviese realmente hambriento de mí, y se lo devuelvo en la misma medida. Me sujeto a su cuello, enterrando mis uñas en su piel, provocándolo porque sé que le vuelve loco. Gruñe y tironea más de mi pelo, también me suelda a él, encajando su dureza entre mis piernas. Jadeo y lloriqueo cuando se aleja un poco para tomar aire, armo firmes puños en su ropa para que no se aleje. —No…—me atraganto, mi boca contra la suya—. No me sueltes… No me dejes de nuevo… quédate conm… No me deja seguir, vuelve a tomar control de mis labios encerrando entre sus manos cálidas mi rostro helado y sonrosado por el frío. Se traga mis gimoteos, sabiendo que todo lo que he dicho minutos antes eran mentiras impulsivas para descomprimir mi rabia por su abandono. Me arrastra lejos de las barandas despacio, dejándome incapacitada con cada mordisco e invasión. Me quejo al percibir que se retira, enseguida se dirige a mí oído, su mejilla pegada a la mía, y empieza a susurrar. —Escúchame…—su voz se oye agitada—. Escucha bien esto porque, probablemente, ésta será la única ocasión que lo diré… Trago y asiento, deteniendo mis respiraciones con expectación.
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—Te amo—me sobresalto con eso, cierro los ojos y me muerdo el labio inferior con tanta presión que siento el gusto de mi sangre—. No sé cómo pasó… sólo que una noche te vi balancearte justo allí mismo, en la cima, sujeta precariamente de las barandas, tu pelo brillando con la débil luz de la farola, y me pareciste lo más insoportablemente hermoso del mundo… Y justo después, apareciste detrás de la barra de mi club y me plantaste cara, levantaste ese sexy mentón y me lanzaste toda la mierda encima… caí… porque, Adela, es muy difícil no caer en el agujero cuando se trata de una chica valiente y caliente llevándote al límite cada-maldita-vez… Ya lo ves, hiciste que este robot frío y solitario se hundiera… ¿qué puedo hacer? No soy lo suficientemente fuerte para mantenerme a distancia… Ahora tenés que saber que, jamás podrás salir de esta mierda… Sos mía, Adela… Más vale que estés segura de esto, porque estarás atada a mí hasta el final… Noto sus manos subir por mi espalda para acercarme más contra su pecho y me derrito, temblando, sin estar muy segura si esto es un sueño o no. Escondo mi nariz en el hueco de su cuello, alzándome sobre las puntas de mis pies para estar más a la altura. —El miedo de decirte mi gran secreto se debía a que no quería que me miraras con lástima y te compadecieras por lo que me pasó… Porque eso cambiaría la forma en la que me verías…—comienzo a negar para replicar pero no me deja meter bocado—. Eso cambiaría todo entre nosotros… y estaba dispuesto a alejarme, a terminar lo nuestro antes de abrirme por completo y exponerme. Introduce un dedo por el borde de mi abrigo y me acaricia el costado de la garganta con la yema de su pulgar. —Mis dudas se esfumaron justo hace unos minutos, cuando me gritaste enfurecida y me empujaste… Así me di cuenta de que nada ha cambiado entre nosotros… —Si yo no te gritaba y te agredía, ¿me habrías dejado para siempre?—le pregunto, nerviosismo opacando mi felicidad. Lo siento negar con la cabeza. —No… si yo hubiese decidido dejarte, no habría vuelto nunca más… Volví a buscarte porque estaba dispuesto a luchar. Le beso el cuello, enterrando en lo profundo mis ganas de llorar de alivio. No quiero lágrimas, la verdadera Adela no las aguanta. Las odia. —Santiago…—susurro, le beso el cuello.
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— ¿Qué?—responde con voz ronca. Le obligo a encajar nuestras pupilas. —Te amo con locura…—asiente casi imperceptible—. Prometeme que nunca más vas a dudar de mí… que jamás te encerrarás de nuevo… si me amas como decís, eso significa que estaremos irremediablemente fusionados de ahora en adelante… ¿Confías en mí? —Sí—asegura, sin dudar. Le sonrío y beso la comisura de sus labios. —Te prometo que no te defraudaré… Jamás… —Lo sé…—barre los mechones de pelo que el viento interpone entre nuestros rostros—. También lo prometo… Y sólo así, en sus brazos, con sus palabras todavía retumbando en mis oídos, creando dulces ecos en mi interior, vuelvo a estar completa. Toda mi vida vuelve a estar en su lugar. El cielo se despeja y los rayos de sol nos destacan, el ruido del agua me adormece y sonrío. El alivio y la seguridad de volver a tenerlo conmigo para siempre me invaden, y al fin mi corazón vuelve a estar en paz. Y la certeza al saber que también me ama no se puede comparar con nada. De ninguna manera. Nada en el universo es mejor que esto.
Santiago Tener a Adela otra vez encajada en mis brazos me hace sentir extraño. O, mejor dicho, completo de una forma extraña. Mi caja torácica punza como si estuviese a punto de reventar, no cabe ningún sentimiento más dentro. Nunca me sentí así, ni en aquellos momentos en los que fui el chico dorado con la vida entera planeada y la novia más hermosa. Ahora es distinto, esta parte de mi vida es más intensa y no se compara con nada anterior. Así como mi personalidad y mis formas de vida han cambiado, también lo han hecho mis emociones. Mis planes a futuro son lo opuesto a los que idealicé años atrás, pasando por la adolescencia. La gente podría decir que he madurado torcidamente, que cambié para mal. Yo respondería que están todos equivocados. Me gusta lo que soy, me atrae mi vida actual y amo profundamente a la chica perfecta, que promete estar a mi lado siempre.
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Adela es la indicada para mí. Eso significa que lo malo que he vivido en el pasado no ha sido del todo perjudicial, todo eso me trajo a este mismísimo presente. Y, sí, estoy agradecido de haber dado mi paseo aquella noche, meses atrás, y haber encontrado a esta chica intentando desaparecer del mundo. Todo pasó por mis terribles miedos de cerrar los ojos ante la oscuridad. Ahora, que al fin pude abrir un poco mis heridas y dejarlas sangrar para al fin cicatrizarlas para siempre después, me permito descargar mi interior. Una vez que abro mi boca no puedo parar de relatar mi verdadera historia a Adela. Allí, abrazados en el puente, expuestos al sol, le hablo de mi pasado entero. Empiezo por la historia que comparto con Lucía, mi primer amor, mi novia de la adolescencia. Le describo la clase de cariño que sentía por ella, y que aún sobrevive al tiempo, aunque ha mutado. Sigo a través de las terribles cosas que ella tuvo que vivir, al enterarse que había sido creada para un objetivo que entrañaba la mafia de la medicina. Su propio padre, involucrado hasta las narices y que era, nada más y nada menos, que el mismo tipo que la creó y crio bajo su apellido, envuelta en un cruel engaño. Mi experiencia al enterarme de ello fue paralizante y mi antigua personalidad entró en un pánico imparable. Golpeé a mi padre, que también estaba involucrado en toda la mierda, y muy directamente, y corrí en busca de Lucía para llevármela lejos e impedir que la sacrificaran cuando se hiciera más mayor. No llegué muy lejos, porque la mafia era invencible y me tuvo inmovilizado en cuestión de minutos, choqué mi auto contra un árbol en la persecución y cuando desperté estaba en una camilla, dentro de un avión, mi padre a mi lado con mirada letal y decidida a dejarme fuera de su vida y la del resto de mi familia. Me drogó, y dormí el resto del viaje hasta caer en la cuenta de que jamás escaparía del lugar donde me envió. Una cárcel oscura, fría y llena de maldad pura. Ese fue el tiempo en el que Lucía Fuentes me tuvo por completo, yo era capaz de dar mi vida por ella. Y, en cierto modo, lo hice. Porque mi padre me encerró en el extranjero por mi enfermizo amor hacia ella, y mi desesperación por protegerla. Ignoré las lágrimas de Adela y me concentré exclusivamente a relatar las torturas y los abusos. Los últimos no fueron más de un par y me considero afortunado por haber hecho uso de la habilidad de desconectar mi mente del momento, no tengo recuerdos claros, aunque eso no quiere decir
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que no entienda a la perfección lo que me hicieron. Allí fue cuando levanté mi cabeza y decidí que todo debía terminar, que ya no podía seguir siendo un simple muñeco al que herían continuamente sin motivo alguno. Se suponía que en aquel lugar se creaban a los peores asesinos del mundo, hicieron muy bien el trabajo conmigo. Demasiado bien, aunque estaba fuera de la política del ambiente abusar sexualmente de los internos. Salí de allí reformado, entumecido y harto de resentimientos y sed de brutal venganza. Me enfoqué en el odio hacia mi propio padre, y en cuanto tuve la primera oportunidad lo asesiné de la peor manera posible. Porque sí, porque el mundo es mejor sin hombres como él. Adela se sorprendió cuando llegué a esa parte, pero no dudó en estar de mi lado del juego. ¿Qué clase de hijo mata a su propio padre? Yo siempre le doy la vuelta a la pregunta, ¿qué clase de padre le hace todo eso a un hijo? Guillermo Godoy tuvo una muerte justa, en manos de sus únicos dos hijos varones: el bastardo y el legítimo. Ninguno se enorgullece de su linaje, estamos en paz al haberlo liquidado. A él, y a Fuentes. Así me estacioné en la actualidad, cinco años después de aquello. Sigo siendo igual de frío e insensible. Sigo siendo igual de letal y cruel. Sólo que se le agrega un ingrediente más a esto, sigo siendo capaz de amar. Incluso más intensamente que antes. El amor que aquel adolescente sentía por Lucía no se compara con el que el hombre de hoy siente por Adela. Son dos personas diferentes, viviendo vidas distintas. Tuve un mes entero para entenderlo. Me fui del recinto por un paseo improvisado, para despejar mi cabeza llena de rabia, desilusión y miedo. Adela logró sacarme a la fuerza mi secreto, aquel que tantas veces me llevó a despertar en medio de la noche, sudoroso e inquieto. Aquel por el que había renunciado a cerrar los ojos antes del amanecer. Pensaba volver, hasta que el pensamiento de hacerlo, a tenerla frente a frente, con sus ojos espejados entristecidos y llenos de lástima por mí me hizo retrasarme. Vagué por la carretera sin sentido, tomé habitaciones en moteles de mala muerte para descansar y seguí avanzando sin ningún lugar al que ir. El aire frío colándose por mi abrigo, y chocando en mi rostro me ayudó a pensar, a ir perdiendo el miedo. A entender que, si Adela se compadecía de mí, podría luchar para cambiar ese sentimiento y me vuelva a amar. Ya no soy ese pequeño
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muchacho aterrado y llorón, puedo sufrir de nuevo con tal de tenerla de vuelta. Volví al pueblo, tardando días y días. Pero antes de pisar el recinto me sentí repleto de una sorpresiva y rara necesidad: visitar a la familia Giovanni. Mi hermano había pasado por esto, había aprendido a amar sin tenerle miedo a las consecuencias. Y Lucía siempre tuvo el poder de transformar el león enfurecido dentro de mí a un pequeño cachorro adormecido. Eso es por su dulzura, su mirada limpia e inocente y su cariño hacia mí. La quiero, no puedo negar eso, sólo que ya no la amo. No locamente como a Adela. Pasé unos días bajo su techo. Me familiaricé con sus formas cotidianas y tranquilas, con el amor incondicional que se tienen, y me acerqué al bebé, intentando perder rechazo. También hablé mucho con Lucrecia, que ahora ya no vive con ellos, sino que se compró un estudio en el centro, para poner a la venta sus pinturas, en las que tanto trabajó en Europa. Se ve bien, regia, fresca y prometió volver pronto al recinto. Allí, en esa casa de familia, terminé de caer en la cuenta de que yo realmente elegí la vida correcta y que necesitaba a Adela en ella, a toda costa. Lo terminé de confirmar una tarde nublada, Lucía y yo solos en la cocina, mientras hacía chocolate caliente para todos. Moví mi lengua, y le dije que amaba a Adela, sin siquiera sopesarlo antes. Lucía me miró fijamente con sus enormes ojos verdes brillando, olvidándose unos segundos de revolver la mezcla espesa. —Lo sé—me dijo, me dedicó una lenta sonrisa. Tragué, me moví un poco más lejos de su menudo cuerpo frente al fuego. Su mirada siempre me ponía nervioso, será porque siempre estaba escarbando en mí. —No de la forma en la que estás pensando…—aclaré. Asintió enseguida, convencida. —Lo sé—repitió. El silencio se coló entre los dos y ella se enfrascó en lo que estaba haciendo. —Es sólo que…—se detuvo, su voz temblando un poco—. Entiendo que ya no sos el mismo… me costó al principio, pero ahora sé que la vida que llevas ahora es la que querés de verdad… Me metí las manos en los bolsillos y estuve de acuerdo con una leve cabezada.
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—Es sólo que… me cuesta verte y no compararte con el chico que eras antes… ¿entendés?—se retuerce las manos dejando un momento la cuchara de madera—. Estoy muy aferrada a la imagen del pasado… a lo dulce y lo amable que eras… tu facilidad para sonreír… Pero he llegado a la conclusión de que te tocó cambiar, la vida te llevó por otros caminos… y que te sentís mejor ahora, siendo este hombre… y yo… estoy orgullosa de eso, Santiago… Muy orgullosa… Y te aprecio de cualquier forma, no ha cambiado mi cariño… Aprecio sus palabras, por eso me acerco un poco y le aprieto el hombro en agradecimiento. Me hace bien saber que ella ha empezado a aceptarme, enterrando mi versión anterior. — ¿Crees que mi manera de amarla es suficiente?—me atrevo a preguntar, pareciendo de repente muy tímido—. Siento que ella se merece más… quizás mi manera de quererla no es la adecuada… y… mi vida tampoco… Lucía me sonríe y justo cuando va a hablar, Lucas entra en la cocina y, sin ninguna vergüenza por demostrar que estaba escuchando a escondidas, la abraza por la espalda y me observa seriamente. —Así como existen muchas formas de vida… también existen muchas maneras de amar…—me explica, apretando a su mujer contra él y besándola en la sien—. Eso no quiere decir que algunas sean mejores que otras… o insuficientes… si la amas con todo lo que tenés, que no te queden dudas de que es suficiente… Más que suficiente, hermano. Pasé saliva por mi garganta cuando sentí que todo encajaba en su lugar en mi interior. Agradecí la idea de mezclarme con ellos de nuevo y supe que ya era hora de volver.
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32 Adela —Creí que no podía amarte más—le susurro, temblorosa—. Estaba equivocada, ahora te amo incluso mucho, muchísimo más que ayer… Veo los ojos de Santiago espesarse y volverse más oscuros con mis palabras. Tengo la garganta irritada por las lágrimas que su historia me hizo soltar. Mis mejillas semi secas gracias al viento, mis pestañas humedecidas encerrando mis ojos acuosos. Sorbo por la nariz y me aferro más a su ropa, mientras me mantiene rodeada con sus poderosos brazos. —Y yo creí que jamás volvería a sentir nada por ninguna mujer…— replica—. Estaba equivocado, es evidente. Sonrío y me alzo en las puntas de mis pies para besarlo con todo lo que tengo. Apreso su rostro más moreno entre mis manos pálidas y tomo sus labios con ardor y, a la vez, dulzura. Me devuelve la atención forzando su lengua a convertir el momento en otra cosa además de romántico. Caliente. Me abro con gusto para dejarle el paso libre y me prueba como si fuera la primera vez. Traga mis suspiros y después me muerde en la comisura, dejándome sin aliento. Mezclando de nuevo esa clase de placer y dolor. — ¿Santiago?—jadeo. — ¿Mmm?—ronronea contra la piel de mi cuello. —Llévame a casa—murmuro, encerrando en mis palabras el monumental deseo que me abriga. Se aleja para mirarme a los ojos, ambos ansiando lo mismo. Entonces entrelaza los dedos de nuestras manos y tira de mí hasta la motocicleta. Estuvimos separados por un mes entero, es momento de recuperar el tiempo perdido. Al dejar la moto en el estacionamiento del recinto, él comienza a caminar hacia el complejo de apartamentos y yo me quedo clavada con la mirada fija en la nada sonriendo como tonta. Nunca en mi vida me sentí así, tan enormemente feliz. Sé que no me hace falta nada, lo tengo todo, y es como una recompensa de la vida por haberme fallado tantas veces.
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Un silbido se oye en el viento y me saca de la bruma de pensamientos que pueblan mi mente, distingo a Santiago unos metros más adelante, esperándome. Doy un suspiro al aire, tratando de bajar las pulsaciones aceleradas que me provoca su imagen llamándome. Hecho una corrida hasta su posición y le salto encima, envuelvo mis piernas en sus caderas al mismo tiempo que él me sostiene, ahuecando mi culo. Es asombroso lo fácil que lo tiene siempre a la hora de calentarme hasta hacerme bullir de dentro hacia afuera. Me vuelve loca. Le doy un beso necesitado demasiado largo como para dejarle caminar con seguridad. Se escuchan gritos y bromas desde la puerta del bar. Distingo la voz de El Perro, que se ahueca la boca con las manos y nos envía un: “Wujuuu” exaltante. Sonrío sin quitar mis labios húmedos de los de Santiago, y consiento que me lleve lo más rápido posible al departamento. Empujamos la puerta de entrada con demasiada fuerza y la cerramos torpemente, mis carcajadas retumbando en la sala. Toma el pasillo y en dos zancadas estamos en su habitación. Sin muchos miramientos me lanza sobre la cama y se aferra a la cintura de mi vaquero para quitármelo cuanto antes. Me dedico a mi abrigo y lo que está debajo, hasta dejar mis senos a la vista, mis pezones erizándose por la frescura de la habitación y la mirada hambrienta que él les dedica. Termina de desnudarme por completo, lanzando las prendas por todos lados, y permanece de pie observándome, embebiéndose con la imagen de mi piel pálida siendo resaltada por la claridad que entra por la ventana. Le dejo hacer eso por unos momentos, antes de ponerme sobre mis rodillas y empujarlo a desnudarse también. La piel de su torso tintado se muestra ante mí y no puedo contenerme de darme un festín, acerco mis labios inocentemente a sus pectorales, yendo poco a poco, entonces saco mi lengua para lamer sus pezones oscuros mientras sus manos forman puños tensos y tirantes en mi pelo suelto. Comienzo a descender por su escultural y perfecto cuerpo, quiero llegar más abajo, mucho más abajo pero por alguna razón no me lo permite y me empuja sorpresivamente hacia atrás, me caigo sobre mi espalda, teniéndolo encima en un suspiro. Me gusta que sea brusco e impaciente, me encanta que me empuje, me aplaste y haga lo que quiera conmigo. Jamás me cansaré de la sensación de
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tenerlo sobre mí, caliente y sudoroso, con sus jadeos bruscos y gruñidos de éxtasis. No se demora en enterrarse en mis profundidades de una sola vez, sus dedos apretando la carne de mis caderas, marcándola para siempre. Parece que los juegos previos no están en la carta de menú esta tarde, él quiere tenerme tan rápido como sea posible. Cierro los ojos y suspiro al sentir su grosor, el metal frío de su piercing rozando los puntos correctos. Me arqueo, despegando el centro de mi espalda del colchón, buscando hacerlo llegar más adentro. Levanta mi culo con sus manos y así encajamos perfectamente, grito cuando los bombeos rítmicos e intensos de sus caderas me sacuden. No me puedo mover mucho, la posición hace que sólo la parte superior de mi espalda y mi cabeza estén apoyadas, pero me contorsiono en cada arremetida, arrugo las sábanas en mis manos y me concentro en el choque de nuestros centros. Justo cuando mis paredes se aferran a su pene con fuerza, llamando desesperadamente al creciente orgasmo, él se quita a sí mismo de mi interior dejando sólo un nudo de frustración llenándome. Estoy quejándome en el segundo que baja y muerde mis labios con urgencia, acallándome. Reemplaza sus dedos, sepultándolos con ímpetu en mí, clavándolos con saña, retomando un ritmo devastador que me tiene de nuevo loca, cerca del tramo final. Hasta que una vez más, me quita la oportunidad de vaciarme y se aleja. Le pellizco el brazo con resentimiento nublado y él me devuelve la agresión volteándome sobre mi estómago como si fuera una muñeca de trapo. Apresa el lateral de mi cabeza, fijando mi mejilla contra la superficie impidiéndome moverme. A continuación, lo percibo en mi espalda, quita el mi cabello de su camino y marca una ruta descendiente por todo el arco hasta el nacimiento de mis nalgas, me elevo para conseguir más de sus labios y lengua en mi piel, y recibo un mordisco que me hace saltar y gemir. Se acomoda a horcajadas y vuelve a empalarme hasta su empuñadura, deslizándose en control, tomándome entera. El aire abandona mis pulmones antes de adaptarse a una nueva danza, esta vez incluso más castigadora y firme. Siento su mano esconderse en mi pelo, que está por todos lados, incluso apenas me deja ver mi entorno, tira de él, al principio levemente para después dejar ardiendo mi cuero cabelludo. Aquello hace que el principio del final
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comience, sin embargo, como si estuviese vengándose de mí, Santiago se retira y me deja temblando y a punto. —De-deja de castigarme—gimoteo, atragantándome con las ganas de sacar la presión que yace debajo de mi ombligo. Lo escucho soltar aire por entre los dientes, como si realmente se estuviese riendo en silencio de mí. Eso me enfurece, y me retuerzo en sus brazos para poder escapar de la cárcel que ellos han creado a mí alrededor. —Vos…—lo acuso—. Hijo de puta… Me alza sobre mis rodillas ante eso, me provoca un siseo de dolor por el tirón. Con un único brazo encierra los míos a mi espalda, abrazándolos debajo de mis axilas, inmovilizándolos, al segundo siguiente me encuentro sentada entre sus muslos abiertos, mi entrada justo debajo de su hinchado y necesitado pene. Escucho a Santiago susurrar palabras confusas junto a mí oído, mientras me empala, centímetro a centímetro, hasta quedar al completo enfundado. Jamás he sudado tanto en mi vida y eso se debe a la cantidad de veces que se ha dedicado a hacerme llegar al borde para no estimularme hasta el final. Quiero seguir insultándolo por hacerme esto, pero en el fondo lo disfruto demasiado y, además, él se decide a moverse y pierdo el sentido. Me olvido de todo. Me golpea desde atrás sin consideración, tomando impulso de sus rodillas y tirando fuerte mis brazos hacia atrás. Con la mano que le queda libre aprieta mi cuello y me impide así intentar batallar para desplomarme sobre la cama. Mi piel clara se tiñe, poco a poco, de carmesí en aquellos lugares donde me sostiene, friccionando para aquietarme y hacer con mi cuerpo lo que desea. Los gritos se me escapan ya sin filtro, mitad insultos mitad placer, no tengo control total de mi lengua y mi cerebro está en su totalidad frito. Se entierra en mí hasta el fondo y me atrae más de contra él y así me percato de su boca en mi cuello, sus dientes adueñándose de mi carne, tomando su territorio. Sus dedos de acero dejan libre mi mentón, me queda la sensación de presión por unos minutos después, y se dirige a atosigar y apretar mis pechos, consiguiendo así que al fin la lluvia de orgasmos arrase contra todo lo que soy en este mismo momento. Cierro mis ojos y grito, sabiendo que nunca antes había sentido algo como esto. Mis brazos siguen atajados por el suyo, doblo uno de mis codos
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para enterrar mis uñas en su hombro, retorciéndome y perdiendo el sentido rápidamente. No me suelta cuando me convierto en gelatina dócil, cuela su mano libre entre mis piernas y sigue dándole de comer a mi clítoris, forzando mi cuerpo a olvidar que un segundo antes estuvo dispuesto de derrumbarse, inconsciente. Me estremezco, sus dedos pellizcando y su masculinidad saliendo y entrando, resbalando con apremio y necesidad. Todavía le quedan demasiadas energías y apenas puedo luchar contra ellas. Me derriba hacia adelante, dejando libres mis brazos acalambrados, acabo extendida en el edredón en el mismo instante en que otra explosión me deja fuera de juego definitivamente. Me muerdo el labio con fatiga, dejando ir pequeñitos gemidos, y él sigue penetrándome sin darme tregua. Le escucho sisear y gruñir y eso me indica que pronto llegará a la cumbre. Sale de mis profundidades, permitiendo que el aire del cuarto refresque mis labios externos empapados y doloridos. Rodea su grosor en un puño y se lleva a sí mismo hasta el desenlace, embadurnando mi espalda baja con su viscoso estallido. No me muevo, cierro los ojos y me preparo para dejar entrar el oxígeno en mis pulmones tranquilamente, ya mi respiración volviendo a la normalidad. Los músculos me duelen, y mi piel escuece por todos lados, aunque la sensación de saciedad gana sobre todo lo demás. Percibo el cuerpo caliente de Santiago pegarse contra mi espalda, rodamos un poco para quedar recostados sobre nuestros costados. Chupa el lóbulo de mi oreja juguetonamente, los apresa después entre sus dientes. —Voy a llamar a León para pedirle que hoy te ponga un reemplazo— comenta, su voz todavía afectada por la excitación. Sonrío adormecida y asiento, obviamente de acuerdo con su anuncio. — ¡¿Dijo que no?!—levanto mi cabeza de las almohadas para mirar a Santiago, apoyado en el vano de la puerta, sus brazos doblados en su pecho. Hago un puchero, completamente desconcertada. Yo creí que León no tendría reparos en darme la noche libre. Quiero decir, durante el mes que pasó, él y los chicos estuvieron tratando convencerme de que me tomara algún tiempo libre. ¿Por qué ahora me lo niega? —No te ves como si lo estuvieras lamentando—me estiro, perezosa, enredada en las sábanas.
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Me mentalizo en que dentro de unos minutos tengo que salir y arreglarme para ir a trabajar. Me había hecho la ilusión de quedarme encerrada entre estas cuatro paredes con ese hombre de pie más allá, para recuperar cada maldito tiempo perdido durante su ausencia. Una reconciliación en toda regla. —Es el jefe, Adela…—se encoje de hombros—. No puedo decir mucho más… Asiento, lamentándome en el interior. —Entiendo que es el jefe… Sólo que me parece rara esa actitud en él—me arrastro hasta el borde de la cama y bajo las pies al suelo, sentándome—. ¿A vos no? Viene hasta mí, negando apenas, suspirando. Se sienta a mi lado y me acaricia el brazo a lo largo, poniéndome la piel de gallina. —Es sospechoso… ¿cuáles fueron sus palabras exactamente?—le pregunto, inclinándome más contra su toque. Toma el lóbulo de mi oreja entre las yemas de sus dedos y frota muy, muy suavemente. Cierro los ojos sin perderme la sensación. —Él dijo: “la necesito aquí esta noche”—recita, se inclina y reemplaza sus dedos por sus dientes. Sonrío, sintiendo su respiración colándose en el interior de mi oído, provocándome cosquillas. Acabo suspirando cuando se aleja y me levanto para ir al baño a ducharme. No llego muy lejos porque, por primera vez, reparo en que algo está fuera de lugar en esta habitación. Frunzo el ceño. — ¿Esas son mis pertenencias?—me acerco a echarle un vistazo al par de cajas que están en el rincón. Santiago se estira en la cama como si estuviera demasiado cansado. —Ajá—responde vagamente. Le doy una mirada de reojo. —Y… ¿Por qué están acá?—me concentro en tener la voz firme y serena. —Las junté esta tarde antes de ir a buscarte… — ¿En serio?—exclamo, abriendo bien grandes mis ojos—. ¿Eso quiere decir lo que estoy pensando? Él se apoya en su codo y me da una mirada cautelosa. —No sé lo que estás pensando…—me asegura—. Pero esto significa que a partir de ahora vivirás conmigo…
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Le envío una sonrisa socarrona, y planto mis rodillas en la cama, sin poder quitar mis ojos de los suyos. — ¿Y ni siquiera me lo consultaste?—lo pincho. Me hace una mueca de suficiencia. —A mi forma de ver, no era necesario… — ¿Y si no nos reconciliábamos tan bien? ¿Y si nuestras diferencias eran irremediables? Chasquea la lengua con desaprobación. —Eso no pasó, así que tema olvidado… No voy a perder tiempo en los “¿y si hubiese pasado esto o aquello?”—su voz enronquece y me da a entender que la charla no le está sentando bien. De hecho sé que se está molestando un poco, y por dentro lo disfruto. —Pero todavía no me lo preguntaste… no soy una chica que se deje manejar de esta forma… —Ya…—interrumpe secamente. ¡Ay, por Dios! Quiero reírme por su creciente enojo, jamás lo había visto así. Es tan malditamente adorable. No me aguanto y suelto un torpe resoplido ahogado y cuando voltea a verme y se da cuenta de que me estoy burlando de él, se lanza sobre mí, aplastándome y cortando mis suministros de aire. Sigo fuera de control, sin poder detenerme. —Te amo—resoplo, mis ojos llorosos. Alza las cejas con incredulidad. Al lograr tranquilizarme un poco, encierro su rostro entre mis manos y dirijo mi boca a la suya. —Es muy especial de tu parte el querer mantenerme en tu vida tan cerca…—lo beso más—. Y, por si no te has dado cuenta… iría a cualquier parte con vos, Santiago… sea donde sea… siempre y cuando estés conmigo… No me responde con palabras, veo la réplica en sus ojos azules llenándose de un brillo nuevo. Lo abrazo por el cuello y lo sostengo soldado a mi cuerpo, compartiendo nuestro calor. —Max se va a mudar a tu antiguo mono ambiente…—comenta, como si nada. Despeino el pelo de su nuca, sujetándolo entre mis dedos y asiento. —Si eso es lo que él quiere…—susurro. Un rato después estoy dejando la cama nuevamente para al fin alcanzar el baño. Me ducho sin poder borrar esta enorme sonrisa de felicidad extrema. De algún modo tiene que salir esta imparable ola de buenas
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vibraciones que me ha atrapado esta misma tarde. Y no puede ser de una manera distinta a sonreír como loca. Sé que nuestra convivencia no será como jugar a las casitas, Santiago y yo queremos cosas completamente distintas a eso. No ansiamos una casa estable, ni una familia alegre y grande, ni un coche para ir de vacaciones los veranos. Esos deseos se los dejamos a las otras personas. Nuestra vida está aquí, con el club, Santiago y yo juntos, como la pareja caliente y loca que somos. No hay modelos que queramos seguir, tenemos nuestro propio camino por hacer, y eso me gusta. Cuando vuelvo a la habitación para vestirme, me encuentro a Santiago ya listo para salir, sentado en la silla del rincón, esperando. Rebusco entre las cajas por mi mejor vaquero, el que Lucre me regaló, y lo combino con una de mis camisetas negras, por supuesto también con las botas de cuero. Mientras me visto puedo reconocer el deseo en los ojos de un inquieto Santiago, él está haciendo saltar su pierna con nerviosismo. O, quizás urgencia. Me rio por dentro. — ¿Qué pasa?—le pregunto, inocente. Comienzo a frotarme el pelo con la toalla, esperando que diga algo. —El maldito León podría haber elegido otro día para necesitarte— carraspea. No puedo evitar reírme ante eso, su loca necesidad de volver a lanzarme sobre la cama es palpable. No se me ocurriría negar que me siento exactamente lo mismo. Pero no voy a fallarle a León. Me peino con los dedos muy rápido y voy hacia él, le tiendo una mano para que me siga por el pasillo hasta salir. La noche está entrando en escena, dejando a la claridad descansando para mañana. Me cierro bien el abrigo contra la garganta y junto a Santiago camino directo al bar. Él tiene una mano escondida en sus bolsillos, y a la otra la mantengo bien aferrada. A los ojos de cualquier persona seríamos una pareja normal caminando entrelazados, como cualquier otra. Ante mis ojos y los de él, somos todo, menos un dúo normal. Sonrío ante ese pensamiento. Al entrar por la puerta veo a todos los Leones amontonados en una de las mesas, en ronda, mirando el centro. Algunos están muy serios pero otros sonríen con anticipación. Me freno un momento, extrañada por el ambiente de hoy, miro al chico a mi lado, que también los observa.
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— ¿Qué pasa?—le pregunto. En ese momento Lucre se cuela detrás de nosotros y me grita como saludo, abrazándome como si fuéramos las mejores amigas que no se ven desde hace mucho tiempo. Acepto su gesto, devolviéndoselo con una sonrisa. Lucre me cae muy bien, dejando de lado mi amarga manera de tratarla cuando la vi por primera vez. Ella se me escapa para caer sobre Santiago, y él aguanta la atención tal como lo hice yo, aunque se nota que aprecia mucho a esa chica. Lucre es especial, ¿quién no la querría? Los tres caminamos más cerca de la multitud formando la ronda. Me adelanto entre los chicos, teniendo como objetivo al jefe que está más cerca del centro. Santiago se queda con los demás, y me guiña cuando lo dejo atrás. Llegar al centro no se hace tan difícil, la mayoría de los hermanos me va dejando lugar al pasar, como si me hubiesen estado esperando sólo a mí. — ¿Qué pasa?—reitero, justo frente a León. Él me sonríe, sus ojos azules brillando con alegría, antes de depositar su atención en la mesa. Hago lo mismo, y me encuentro con un gran retazo de cuero yaciendo allí, en medio. Frunzo el ceño, ¿esto es lo que miraban tan atentamente? Es sólo un chaleco. Trago, pestañeando, algo confundida. Un chaleco que no le entraría a ninguno de estos gorilas rodeándolo. Es pequeño y entallado, además el diseño es muy femenino. Con eso mi corazón empieza a latir en mis oídos sin parar. Alzo la vista, en busca de Lucrecia, ella se ha quedado junto a Santiago. Ambos me miran de forma rara. —Lucre—la llamo. Es obvio que esto es para ella, ha estado acá desde hace mucho tiempo antes de que yo llegara. A no ser que estos estúpidos quieran dárselo a alguna de las putas, eso sería asqueroso. León me sacude del hombro casándome de mi mareada cabeza, me obliga a mirarlo a la cara. —Esto no es para Lucre, Adela—me asegura, dándome unos apretones con su agarre. Me arrastra más contra él, y El Perro entra en la rueda y toma el chaleco, lo abre hacia mí. Lo esquivo, mi boca se seca. Tiene que ser una
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broma. ¿Cuánto tiempo hace que llegué a este clan? No lo suficiente, de eso estoy segura, en ningún lado aceptan alguien tan rápido y fácil. —Es tuyo, Adela—me sacude el jefe. —Emm—suelto, no sé qué decir—. Pero… pero… El Perro chasquea la lengua con impaciencia, entonces tironea de mí quitándome el abrigo y encaja la prenda a la fuerza, pasándola por mis brazos tan rápido que ni siquiera tengo tiempo de luchar contra él. —No hay peros…—me dice muy, muy seriamente. Mi boca se abre, mi mandíbula colgando cerca de desprenderse de mi cráneo. —Adela, todos valoramos tu presencia en este lugar…—comienza León, el resto asiente—. Decidimos tomarte como un miembro nuevo, porque sos importante para nosotros, desde que llegaste toda ha mejorado mucho en este bar… Nos has demostrado lealtad incluso desde el principio, sabemos que nos consideras tu hogar, y yo te considero una Leona… Trago y fijo mis ojos en el cuello de la chaqueta de él porque si miro alrededor, o incluso a su rostro, empezaré a llorar como un bebé. No quiero hacerlo delante de todos. —Fuiste una Leona toda tu vida… nunca dejaste de luchar, sin importar lo que tuvieras a favor o en contra… Sos fuerte, valiente… ruda como la mierda—risas retumban ante eso—. Y merecías más que nadie el chaleco con nuestro nombre… ¡Bienvenida, oficialmente, a la Furia, querida! Mis ojos están tan abiertos y anonadados que apenas puedo pestañear, sorbo con la nariz con fuerza, tratando de enviar el llanto por el mismo camino por el que llegó hasta punzar en mi garganta. Traidor. Mi enfoque se nubla, inevitablemente. Unos cálidos y fuertes brazos me encierran desde detrás y los reconozco a la perfección. Me doy la vuelta para ver el rostro oscuro de Santiago, sus ojos enganchan los míos y me deja saber que se siente muy orgulloso de mí. Mis labios se arrugan, tiemblan. —L-lo sabías—gimo, no suena como la acusación que tenía en mente soltarle. Asiente, una de las comisuras de sus labios toma una curva hacia arriba. Al segundo siguiente levanta una mano en dirección a mi rostro y con el pulgar me seca una lágrima que ni siquiera noté que se escapaba. Ese gesto suave y reverencial termina conmigo, me derriba con fuerza y con un único
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sollozo estoy fuera de juego completamente. Comienzo a llorar como… sí, como un bebé. Eso es porque nunca en mi vida me sentí bienvenida, siempre fui como una especie de estorbo. Y nunca, jamás, fui aceptada y apreciada de esta forma. No hay dudas de que encontré mi hogar. Y aprendí que, muchas veces, un hogar no es donde crecemos, sino donde late más el corazón.
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32 Santiago Arrastro a Adela fuera del bar, ella se ríe y se tambalea un poco cuando el frío aire de madrugada le resopla en la cara. Creo que esto de recibir un chaleco y convertirse en una miembro oficial del clan le ha golpeado duro, en el buen significado. Se ha tomado el tiempo de festejar junto con los hermanos y Lucre, ha disfrutado como nunca esta noche. Es la primera vez que la veo soltarse tanto y perder el control de esa forma, completamente fuera de su papel de bartender. Se vio segura y a gusto rodeada de lo que ella ya considera su familia. La vigilé de lejos y la dejé unirse a la fiesta, me sentí muy bien al verla, porque fui testigo de su extrema felicidad. Y sé, como todos los que estaban allí, que ella lo merece. De vez en cuando se acercaba a mí, en el rincón, y, sólo con movimientos y sin hablar, me pedía que la rodeara con mis brazos. Descansó la mejilla en mi pecho con confianza y cariño, como si no pudiera estar demasiado tiempo a metros de distancia y necesitara compartir más conmigo. —No estoy tan borracha—aseguró, ya llegando al apartamento. Asiento, por dentro riéndome de su mirada espejada un poco turbia por el alcohol. —Eso quisieras—suelta, y dobla las comisuras de sus labios hacia arriba—, para así aprovecharte de mí. Alzo las cejas con consideración a su anuncio, su rostro se va apagando acompañado de un brillo nuevo en sus irises. No más diversión, sólo tensión sexual. —Eso no es necesario—replico con una voz ya sobrecargada—, puedo aprovecharme de tu cuerpo de cualquier manera… en cualquier momento—lo último sale demasiado espeso, más parecido a un ronroneo. Bufa. Pero inmediatamente después se muerde el labio inferior y sus párpados caen con sensual expectación. No tiene que hacer nada más para que me apresure a abrir la puerta. La dejo pasar primero, sin necesidad de sostenerla, porque milagrosamente camina erguida y mucho más segura. Y rápida. Me doy la vuelta para ponerle la traba a la entrada y a continuación
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enfoco mi vista en ella. Me quedo de pie, clavado en el suelo, mi atención ya arrebatada. Es de dominio público que me cuesta un huevo quitar mis ojos de encima de esa chica. Se ha sentado en el borde la mesa del comedor, y no me pierdo de su estimulante movimiento para quitarse la ropa hasta que tengo el primer plano de sus pequeñas tetas rebotando hacia mí. Hoy no se ha atado el pelo, y éste cae sobre sus hombros en ondas castañas suaves que rozan sus pezones, erizándolos a la primera oportunidad. Me envía una sonrisa torcida llena de suficiencia. —Aprovecharte no es la palabra correcta, Máquina…—ronronea, sus ojos volviéndose plateados—la verdad es que… yo siempre me dejo… Me apoyo en la puerta y me cruzo de brazos, relajado. No olvido de mostrarle cómo una de mis comisuras se levanta con arrogancia. Sé que me está invitando a la fiesta, simplemente decido esperar un poco. — ¿No vas a aceptar el banquete, Máquina?—pregunta chirriando, balanceando sus pies colgantes. Quiero dar un salto y tomar un bocado de esos pezones arrugados y tensos que me tientan con desvergüenza. —Lo siento…—agrego—, tendrás que mostrarme todo lo que hay en el menú… tiene que tentarme lo que veo. Entrecierra los ojos ante el desafío, sé el momento exacto en el que su interior se enciende e ilumina como una bengala. Clava sus pies en el suelo de un salto y se desabrocha el jean, comienza a bajarlo lentamente por sus muslos, sin correr ni una sola vez sus ojos de los míos. Se los quita, y los patea a un lado. —Déjalas—ordeno cuando se agacha hasta sus botas. Obedece sin perder ni un instante y se ocupa de su ropa interior, la tira entre nosotros con bienvenida calculada. Inmediatamente vuelve a poner el culo en la mesa, más en el centro, abre sus piernas tanto como puede, apoyando los tacos y las manos en la superficie para sostenerse. Inclina la cabeza a un lado, esperando. — ¿No alcanza con eso?—finge estar sorprendida. Chasqueo la lengua, sin poder quitar mi atención del rincón rosado e abultado entre sus piernas. —Okey—se encoje de hombros.
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Me quedo esperando su próximo movimiento, y no tarda mucho en llegar. Alza una mano y se lleva tres dedos a la boca, los lame lentamente, tomando todo su maldito tiempo. Hace que mi pene se apriete e hinche de golpe, aún más de lo que estaba, si eso es posible. El vaquero comienza a molestar insoportablemente cuando empieza a frotarse frente a mí, transita las yemas de sus dedos por todo su sexo expuesto. El brillo de su humedad me hace tragar, y me ahogo cuando veo cómo se penetra a sí misma con los tres dedos que antes chupó. Cierra los ojos, forma una O perfecta con sus labios y se deja caer hacia atrás, su espalda sonando contra la madera. Mis fosas nasales se dilatan y no puedo esperar más, de camino me quito la ropa, sin mirar siquiera por donde la revuelo. Paso por encima de sus bragas empapadas, respirando ya con descontrol. Jadea cuando entierra más profundamente sus dedos y me toma un tirón brusco al encerrar sus tobillos con mis manos y jalarla más al borde. —Creí que la muestra no estaba siendo de su agrado, señ… No puede seguir porque apreso su muñeca y presiono su mano con violencia, empujando la penetración más allá. Salta y su espalda forma un arco elegante sobre la mesa, sus quejidos llenan mis oíos, me estimulan siendo, sin dudas, mi música preferida. —Al final de la noche preferirás no ser tan de mi agrado—gruño y dejo libre sus labios externos húmedos y necesitados. Reemplazo su toque por mi boca, me arrastro por toda su resbalosa zona, ella despega el culo de la mesa para buscar mi calor, eso me permite colar mis palmas contra él y levantarla, abierta y perfectamente a mi alcance. Sus piernas descansan en mis hombros y las siento temblar y tensarse con cada asalto de mi lengua. Mis dientes sacan lo mejor de ella, que grita y se aferra con fuerza en el filo de la madera, jadeando cosas inentendibles al aire. No le doy pausa, nunca lo hago, prefiero llevarla al límite cada maldita vez. Le niego el orgasmo depositándola de nuevo en la tabla, lloriquea y sonrío, porque es enfermizamente estimulante frustrarla de ese modo. Su temperamento, mezclado con la excitación, crea una fórmula única en el mundo. Sus botas raspan el mueble con intranquilidad, yo sólo doy unos pasos a lo largo y estiro mi mano ansiosa por pellizcar sus senos hasta volverlos rojos e irritados. Mientras, con mi mano libre sujeto mi erección apuntando
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sus labios. Adela alza su mirada hacia la mía y acepta gustosa, tuerce la cabeza hacia mi dirección y abre la boca con invitación. Con su mano forma un puño a mí alrededor y me lleva más cerca, cierro los ojos unos segundos, perdiendo el hilo de las cosas al sentir el calor acuoso de su interior tomarme y absorberme sin reparos. Me atraganto y la dejo hacer, quito el pelo que recubre su mejilla sonrosada y empujo mis caderas un poco más, le provoco un suspiro. No deja de tomarme apretarme en su palma cerrada. Me estiro levemente sobre ella, buscando a ciegas su entrepierna, la acaricio para después clavar mis dedos en lo más recóndito de su cuerpo. Sus paredes se estiran y se ciñen, hambrientas, a la misma vez que su garganta se agita a causa de un gruñido de éxtasis, enviando las vibraciones a la zona más sensible de mi pene. Obligo a mis dedos a ir más allá, al mismo tiempo que invado con mis caderas, forzando a Adela a abrirse más y tomarme hasta que se atraganta. Respira agitada y ruidosamente cuando descomprimo el inicio de su garganta, cierra los ojos para calmarse, antes de volver a llevarme dentro, esta vez siendo guiado por su misma mano. La dejo crear el ritmo, mientras yo le devuelvo otro, mi pulgar amasando su clítoris con movimientos circulares y rápidos. Es al comienzo de sus gemidos que me retiro, le prohíbo cualquier contacto después, dejándola abandonada y temblorosa en la mesa. Me siento en una de las sillas, despatarrado perezosamente, observándola con fijeza. Me enciendo a más no poder al ver que me fulmina con la mirada y empieza a tocarse ella misma para llegar. Y se lo permito, disfrutando la vista y masturbándome con ella. Nos medimos, batallando, ella no se pierde mi puño subiendo y bajando mientras recorre el largo de mi masculinidad suavemente. No siento prisa, nunca soy ansioso como Adela, que cuando se siente cerca el orgasmo, hace lo que sea para llegar a él. Lo que sea. Percibo mi vista espesarse en el instante en que su espalda de arquea, se frota con más arrebato entre las piernas y explota en mil pedazos justo en mis ojos, deleitándome con la escena. Se pellizca un seno firmemente mientras acaba, sus piernas se sacuden con fuerza y sus agudos chillidos llenan mis oídos, creando ecos que me vuelven loco. Sé el segundo correcto en el que todo se vuelve pacifico para su percepción, y allí es donde vuelvo a entrar en escena. Justo cuando se alza sobre el borde, queriendo bajar los pies al suelo. Despeinada, sonrosada,
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sudorosa. Intenta escapar y sujeto un puñado de cabello en la altura de su nuca, obligándola a subir sus pupilas a las mías. Me mira como si estuviera borracha del todo, me cuelo entre sus piernas y me introduzco en su jugoso rincón, obligándola a abrigarme. Se estremece y clava las uñas en mis abdominales cuando la ocupo entera. Me muevo, buceando y retrocediendo centímetros, golpeando su centro con urgencia. Y al fin estoy poniendo un ritmo devastador, hasta que ella se echa un poco hacia atrás y me mira, sus ojos muy abiertos. A continuación el ardor de una bofetada calienta mi mejilla, sin darme tiempo a entender nada, desliza su mano entre nosotros y aprieta dolorosamente mis huevos, clavando bien sus uñas en la fina y delicada piel, haciéndome soltar aire violentamente. Un único empujón y se pone de pie sobre sus botas de cuero negro, caminando como si nada hacia el pasillo. —Lo siento…—tuerce el cuello para mirarme y se pasa la lengua por los labios—la cena ha terminado… La veo alejarse, con las marcas carmesí de mis manos en cada nalga, balanceando las caderas con desfachatez y engreimiento. —Mier-da—siseo, apretando mis dientes. Sin pensarlo arremeto contra su espalda, escuchándola gritar por la sorpresa. Si pensaba dejarme así, sin más, sin duda es que está bastante pasada de alcohol. La arrastro de nuevo hasta la mesa, forcejea, fingiendo negación, pero estoy demasiado seguro de que en su rostro tiene pintada una sonrisa de enfermiza satisfacción. En la acometida, caemos al suelo y los fríos sócalos le quitan el aliento. La jalo hacia mi cuerpo por el tobillo al ver que se esfuerza por arrastrarse sobre sus rodillas para tomar distancia de mí, chilla y la doy vuelta sobre su espalda. La penetro de un solo envión y se queda inmóvil con la sensación, sus párpados caen y jadea por lo bajo. Esta vez la sujeto bien mientras la hago mía, y le saco un aullido con cada estocada, escurriendo más sudor de su piel y calentando la zona en la que yacemos. Aferro mis dedos alrededor de su delicado, suave y blanco cuello y comprimo para cargar con más energía en su vagina. Ésta se contrae y late, enfundándome con ansiedad. Adela se arquea y abre del todo sus piernas para darme lugar. Sus gritos no se acaban y los acompaño con gruñidos, ya cerca del tramo final. Caigo sobre ella, aplastándola y fijo mis puños a los costados de su cabeza, enredando su cabello y tirando justo antes de venirme en su interior.
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Ella llega a la cima al mismo tiempo, sepultando sus filosas y dañinas uñas en mis nalgas en un impulso firme. Sigo bombeando un par de veces más hasta vaciarme del todo, las convulsiones del pequeño cuerpo debajo de mí van cesando y, al minuto siguiente, la calma nos encuentra y acorrala. El silencio llena la estancia, la luz de la luna nos ilumina y hacen que los ojos saciados de Adela brillen como plata fundida para mí. —Estaba usted hambriento, Máquina—cuchichea, con diversión en la voz. —No tenés ni idea—retruco. Me levanto y la elevo conmigo, la sostengo mientras sus piernas se recuperan del asalto y tironeo de ella hasta la habitación. —No tenés ni idea—repito, mi tono más bajo. Si tiene pensando dormir, que se prepare, porque no cerrará los ojos en todo lo que queda de oscuridad.
Adela En los días siguientes nos envolvemos en una rutina tranquila y bienvenida para ambos. Mis noches en el bar son iguales que siempre, pero esto de ser un miembro oficial lo hace incluso mejor. Y Santiago sigue tomando su lugar en la última mesa del rincón, me encanta cuando hace eso. Cuando no puede quitar sus ojos de mí. Tenemos dos semanas para acomodarnos en la convivencia, hasta que León decide llevárselo para unos negocios fuera. No me gustó esa decisión, pero entendí que ya era hora de incluirlo, ya que es muy necesario en los viajes y los tratos comerciales. No nos quedó otra opción que despedirnos, para después quedarme sola con el resto de los Leones que no viajaron. Lo extrañé muchísimo, se podría decir que desarrollé una fuerte dependencia por él. Y no me aguanté las noches en las que me tocó dormir sola, con el otro lado de la cama vacío y frío. Por suerte Francesca me trajo a Abel para que pueda verlo y estar un ratito con él, mientras ella viajaba a la ciudad por nuevos estudios médicos. Se ve mucho mejor, aunque la palidez y la forma en la que esquiva deliberadamente a los hermanos, me hacen creer que los fantasmas serán difíciles de matar. No quiere tener cerca a ningún hombre.
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Traté de mantenerme lo más ocupada posible, en movimiento imparable, para evitar pensar en los Leones que se habían ido. Mi sorpresa fue grande cuando los vi llegar en caravanas de motocicletas uno a uno, entrando al recinto. Cansados, llenos de polvo, pero sanos y con buenas noticias. El negocio que zanjaron era grande y les daría excelentes ganancias. No me quedé de pie en la puerta del bar viendo como dejaban sus vehículos y caminaban en mi dirección, sólo corrí entre ellos desesperada por abrazar a uno. Salté sobre Santiago quitándole el aire con el impulso y empecé a besarlo sin dar importancia a las bromas y risas de los demás. Me colgué de su cuerpo, envolviendo su cintura con mis piernas, aferrada a su cuello, le sonreí cuando sólo me sostuvo y dejó atrás el bar, como si ya nada le importara además de su chica. Recuperamos los días y noches perdidos, sin duda. Y después de días de volver a la normalidad en nuestro apartamento, recibí una citación legal. Me asusté y me volví loca, creyendo que tendría que ver con la muerte de mi hermano y su amigo. Pero nada más lejos de eso, sino que se trataba de la herencia que recibiría. Me sorprendí mucho al enterarme que mi padre había bloqueado todo el dinero para que mi hermano no pudiera tocarlo. Y ahora que Álvaro ya no estaba, yo tenía que saber qué monto cobraré a los veintiuno. Realmente no me importa el dinero, pienso dejárselo a Francesca y mis sobrinos, para que ellos vivan bien ya que sólo les quedó la casona. Álvaro estaba en banca rota, eso me hizo pensar por un mínimo momento que, quizás, su objetivo había sido matarme a lo largo del tiempo, para poder cobrar de una vez los millones que me pertenecían. Sin embargo, enterré el pensamiento y despejé mi cabeza. Nadie más me haría daño. Es hora de enterrar lo malo y vivir de una buena vez. Tengo miles de motivos para ser feliz ahora. Y pensar que hace meses atrás no podía conmigo misma, de tan perdida y sola que estaba. Sin saber a dónde iría a parar. Pero ya no más, ahora amo a un hombre con todo mi corazón y no tengo dudas de que él siente lo mismo por mí. Y formo parte de una gran familia, sinceramente, no puedo pedir nada más. No, de ninguna manera. Tengo todo lo que necesito.
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Santiago Me sorprende lo rápido que me he adaptado a tener cerca todo el tiempo a Adela, parece que hemos estado haciendo toda la vida esto de la convivencia. Ella me entiende, intuye cada uno de mis momentos. Sabe cuándo necesito estar a solas, o cuándo no debe tirar de mí ni presionarme. Pero claro, es por todo eso que me enamoré de ella en un principio, porque es mi alma gemela. No hay nadie más que vea tan dentro de mí. Años atrás, si alguien me hubiese asegurado que yo terminaría así con alguien, lo habría tomado como una broma de mal gusto. Tal vez hasta le habría arrancado las tripas. Pero ahora, no puedo creer que mi vida haya dado este semejante giro en tan poco tiempo. Agradezco haber encontrado a Adela aquella noche en el puente, mentiría si dijera lo contrario. También agradezco que se haya tomado el tiempo de escarbarme por dentro, de conseguirse un hueco. No me imagino a ninguna otra persona siendo merecedora de saber por entero mi pasado, con el más íntimo detalle. Aunque la hice sufrir en el proceso, sé que eso ha quedado en segundo plano. Me encargaré de que jamás recuerde los horribles momentos que le hice pasar. Nuestra primera separación después de mudarnos juntos fue de las peores, no quería irme del recinto pero sabemos bien que en esto consiste nuestro trabajo. No tuve mucho tiempo para pensar durante la expedición, pero justo en el momento en el que pisé de nuevo nuestro hogar sentí esa chispa, ese entusiasmo. Durante el viaje de vuelta, acelerando mi motocicleta, pensé en que era la primera vez que alguien aguardaba por mí en casa. Me sentí raro ante eso y de una manera sensacional. Al verla de pie allí, esperando en la puerta, rebuscando entre el montón de tipos precipitándose hacia el bar, no me frené de sonreír. No me frené de sostenerla cuando corrió y saltó contra mí, supe en ese momento que la distancia nos había vuelto locos. Quizás a Adela mucho más que a mí, que me repitió un millón de veces que me había extrañado como loca. Esa misma noche entre la bruma, el sudor y la locura, gimió mi nombre y me pidió que no la dejara nunca más, justo antes de caer por la borda y explotar en pedazos dentro de mis brazos. Por supuesto, ambos sabíamos que no podía prometer eso, eventualmente tendríamos que pasar
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períodos el uno sin el otro. Sin embargo, los superaremos sin problemas cuando lleguen. Nuestra vida no es convencional, de hecho somos unos chiflados descontrolados con cualquier cosa que tenga que ver con la convivencia en pareja. Adela apenas sabe cocinar, yo no ayudo mucho, nos arreglamos como podemos copiando recetas fáciles de internet, o pedimos comida hecha y la refrigeramos. En cuanto a limpieza somos ambos organizados y no nos gusta el caos. Nuestros horarios sí son desordenados, generalmente nos salteamos los desayunos porque nos dormimos de madrugada. Vivir con ella es como estar continuamente en una montaña rusa, con sus altos y bajos, nunca caemos en el aburrimiento. Nunca nos cansamos el uno del otro, pero tampoco nos asfixiamos. Nadie amarra a nadie. He estado trabajando mucho en intentar dormirme antes del amanecer y vencer los miedos que eso conlleva. La mayoría de las veces, es terrorífico para mí, porque despierto envuelto en las peores pesadillas, esas que revelan los recuerdos que tanto deseo ahogar. Adela siempre está a mi lado cuando pasa, y se queda despierta conmigo hasta que el sol empieza a asomar. Supongo que con el tiempo llegará la superación, confío en ello y ella también. — ¿Qué les hiciste?—preguntó una de esas noches, mientras esperábamos el amanecer envueltos en calma. Su mejilla estaba descansando en mi pecho y las yemas de sus dedos mantenían mis latidos a raya. — ¿A quién?—pregunté, aunque tenía una leve sospecha de a qué se refería. —A los hombres que te lastimaron—susurró, tensa. Creía que iba a esquivar el tema y cerrarme abruptamente para no responderle. Puede que pensara que me hacía daño al querer hablar, pero después de contarle mi pasado, ya no hubo barreras entre nosotros. Ni las habrá. —A eso lo recuerdo bien—murmuré duramente. Como dije, no tenía claros recuerdos de los abusos, siempre había podido cerrar mi mente, protegiéndome de lo exterior en cada episodio. Había tenido ese poder a la hora de pasar por las peores situaciones. Sin embargo, sé muy bien todo lo que hice al llegar la hora de vengarme.
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—No sabía si era de noche o de día… nunca lo hacía—empecé—. Sólo estaba tirado en el suelo, muy quieto, tratando de terminar con éxito la curación de algunas costillas rotas. El dolor era insoportable… tanto, que no podía parar de sudar… Entonces la cerradura de la puerta chirrió y supe, incluso antes de que se abriera, quién era el que entraría. A ese sucio calvo le encantaba jugar conmigo, y una vez que me probó, no paraba de decir que yo era su preferido…—hice una pausa y traté de desajustar mis dientes apretados. »No estaba solo, siempre entraba con alguien más… Supe que venía a chequearme porque sólo traía a uno de sus títeres— las veces que abusó de mí, trajo a dos grandotes para reducirme—. Recuerdo pestañear contra la luz que entraba desde el pasillo y pensar que ésta debía ser la última maldita vez que la vería, que éste debía ser el pase a mi libertad… Y me convencí de que debía ser inteligente, paciente… El calvo se quedó de brazos cruzados contra el vano de la puerta y envió a su compañero a revisarme, yo estaba desnudo, así que sólo debía palparme el torso para ver si estaba sanando. Lo dejé, levanté los brazos y permití que revisara mis heridas, claro que no estaban sanas… nada en mí estaba sano ya… Mi cuerpo era una montaña de incalculable dolor y mi cabeza ya estaba estropeada por completo… »En el momento en el que decidieron salir y dejarme en paz suplique que no se fueran, no necesité fingir una voz desesperada, el dolor me tenía muy mal… Miré al calvo a los ojos y le pedí que se quedara, enterrando mis náuseas con esfuerzo. Temblé cuando sonrió con suficiencia, encantado con mi petición, y se alejó de la puerta. Pidió al otro que la cerrara y, justo después, lo envió a mí, para que me sostuviera en la posición que siempre requería… De a poco, frente a sus ojos, me puse de pie, mi espalda apoyada en la pared, y esperé el momento correcto en que el tipo se acercó a mí y se inclinó… Separé mis manos de encima de mis costillas astilladas y, en un único movimiento, le torcí el cuello hasta que resonó entre las cuatro paredes de la vacía habitación… »Yo tenía mucho conocimiento de medicina, sabía dónde un tirón o un golpe podían ser mortales. Tardé mucho tiempo en estudiar todo con precisión y ordenar mi cabeza, era la primera vez que me sentía con la fuerza suficiente para arremeter contra alguien… Y lo hice… ni siquiera había estado seguro de poder, de hacer uso de la fuerza exacta, pero lo hice. El tipo cayó a mis pies sin vida. Lo vi y el calvo lo vio. Me acuerdo de la mirada que él me dio al verme hacer ese movimiento rápido y firme, lo escuché detener el aliento cuando lo miré fijamente, supongo que mis ojos se veían peligrosos en ese instante… De igual modo, no se amedrentó, él vino a por mí,
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arremetió contra mi cuerpo y yo, a duras penas pude esquivarlo, jadeando por el dolor en mi costado. Me tragué el grito y luché. Se precipitó de nuevo como una tromba y volví a salir de su camino. Nuevamente puse mis manos a funcionar, golpeé su rostro, y él se rio, fui a por su nariz y me derribó haciendo sangrar el interior de mi boca. Por alguna enferma razón de permitió levantarme y ese fue su peor error, esperé por él y saltó, me escurrí hacia un costado y enterré mi codo en su nuca, su cuerpo enorme cayó inconsciente a mis pies… »Al principio no lo podía creer, bajé mis ojos y los froté para poder ver que realmente había podido contra él… Mis agitadas bocanadas eran lo único que se escuchaba en el hueco, crearon un eco que me envolvió y me llenó de poder… la adrenalina me hizo dejar en segundo plano las punzadas en mis costillas y me enfrasqué sólo en el tipo desmayado, el que tanto daño me había hecho a lo largo de los años… No lo pensé, fui directo a sus botas y les quité ambos cordones, eran de un buen material, bastante fuerte. Hice lo mismo con el muerto, porque sabía que iba a necesitar más. Le até las manos en la espalda al calvo, tan apretado como pude, le quité los pantalones y sujeté la tela alrededor de su boca. Entonces, mientras comenzaba a despertar, rodeé el comienzo de sus testículos con uno de los cordones que me sobraban, hice un nudo simple y justo cuando alzó la cabeza para mirarme, le sonreí y tiré de cada extremo con toda la fuerza que pude tomar de mí mismo… »Realmente no sé por cuánto tiempo estuve estrangulando sus huevos con el cordón, sólo sé que terminé cortándoselos, separándolos de su cuerpo… La sangre manchó mis manos, mis brazos, mi rostro… el calvo quedó inconsciente y me lancé sobre él para también quebrarle el cuello… »Allí, esperé a que vinieran los demás… primero apareció uno, lo golpeé en el centro del pecho, en el punto exacto donde logré parar su corazón… En total, eran cinco… pero dejé uno con vida, bajo amenaza… Éste, al entrar y ver la masacre que hice con todos sus compañeros, no dudó en temerme. Ese miedo me hizo fuerte, me gustó… Le amenacé con cosas inimaginables que sólo mi mente consideraba y le obligué a que me ayudara a salir de allí. El cagón lloriqueó y prometió hacerlo, yo, ya para ese entonces, ya era el robot insensible de la actualidad… Hice que me cubriera, y que no enviara el informe oficial de que me había escapado, yo no quería que mi padre se enterara de que andaba suelto y que podría volver al país… El terror le llevó a obedecerme. Me encargué de llamarle una y otra vez cada semana para mantenerlo petrificado… Y después de tener venganza con mi padre, volví a España
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para encargarme de él. Jamás consideraría que ninguno de esos guardias y torturadores siguiera su vida como si nada después de lo que me hicieron… »Esos hombres fueron mis primeras víctimas, su sangre se impregnó en mis manos. Y jamás me sentí tan bien… estaba libre, al fin, y ellos habían pagado con creces mi dolor. Entendí que jamás volvería a ser el mismo Santiago Godoy de años atrás… Supe por dentro que un nuevo camino se había inventado para mí, y no dudé en recorrerlo… Miré a Adela y ella me sonrió entre lágrimas acumuladas en sus ojos, sorbió por la nariz y me besó el hombro con reverencia. Me acarició el pecho con sus manos y se apretó más contra mí. —Lamento todo lo que te hicieron—susurró, tragándose su llanto, guardándolo para sí misma—. Lo siento mucho. No puedo evitar que me duela, porque te amo muchísimo…Ojalá no tuvieras que haber pasado por esa mierda… La encerré más firmemente entre mis brazos y enterré mi nariz en su pelo, impregnándome con su olor. —Yo no lo lamento…—le aseguro contra su oído—. Todo ese dolor me trajo hasta aquí, Adela… ¿Cómo podría lamentarlo? No cambiaría nada… no si eso significara nunca haberte conocido…
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Epílogo Dos meses después… La Serpiente es arrastrada hasta un extraño galpón, en medio de la nada. Ella, como tantas otras, fue cebo fácil al intentar atacar por sorpresa el área de los Leones. Fueron engañadas, creyeron que podían derrotarlos, pero sólo fue una jugada precisa del enemigo. Les dejaron creer que lo tenían controlado, para después dar la puntada final por la espalda. Los Leones siempre simulan ser pocos, hasta que tarde caes en la cuenta de que no es tan fácil derrotarlos. Nunca están solos. La Serpiente termina sentada en una silla, inmovilizada de pies y manos, amarrada sin posibilidad de escape. No le cubren los ojos, no es necesario, ya que no piensan dejarla salir con vida de allí adentro. La Serpiente sabe bien que ha llegado su final. Se queda en silencio, a la espera del comienzo del suplicio. Si por algo son bien conocidos los dueños del fin del mundo, son sus fuertes tácticas de tortura. Tienen a los hombres más crueles a la hora de la venganza. A pesar de eso, no tienen comparación con sus eternos enemigos, ya que éstos son abominables en cada uno de los sentidos. Mientras que los Leones se enorgullecen por no matar inocentes, las Serpientes se divierten violando y maltratado mujeres. Y no lo piensan dos veces a la hora de quitarle la vida a gente al azar. No importa si el que se les cruza por el camino sea un hombre, un niño o una simple mujer. Por eso estaban tan seguros de que podían contra las garras de sus contrincantes, con sólo una mordida, el veneno de las víboras se propaga letalmente, pero ha sido difícil clavar los colmillos en el suave pelaje de esos mamíferos. Tarde o temprano caerán, se dice a sí misma la Serpiente, porque quien juega sucio siempre gana y los Leones son demasiado buenos para sobrevivir en este submundo por mucho tiempo. Ellos tienen demasiados escrúpulos y eso se paga muy caro. En el negocio sucio, se juega sucio. Los pensamientos se esfuman cuando escucha lentos pasos acercarse, el sudor frío lo recubre, pero se tranquiliza al ver quién se posa frente a sus ojos.
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Una chica muy joven y bonita lo observa fijamente, doblando sus brazos a la altura de su pecho. La Serpiente no puede evitar sonreírle de manera denigrante, intentando ultrajarla con sus ojos, recorriéndola de arriba abajo. Se pasa la lengua por los dientes. La chica de ojos turquesas y largo pelo oscuro ondulado le responde torciendo una de las comisuras de su deliciosa boca hacia arriba. Los ojos hermosos se espejan con un brillo peligroso y él empieza a retroceder. Se ve que la belleza ha luchado en la batalla de hoy también, tiene la ropa algo sucia, sus mejillas y dedos manchados de pólvora. Sólo los Leones son capaces de tener semejante puta preciosa de su lado. La chica se da la vuelta y le muestra la espalda, él se fija bien en el bordado del chaleco y hace una mueca de desagrado. ¿Cómo pudieron estos maricones ganarles hoy? Un clan que acepta como miembro a una mujer no merece tener ninguna ruda reputación. La Serpiente escupe con asco el suelo, maldiciendo aquel lugar y a sus guerreros. Pide al infierno que su clan se rearme pronto y vuelva a atacar a estos debiluchos. Que les den su merecido, que tomen todas sus tierras. Y, dicho sea de paso, disfruten de esta puta uno a uno, como bien saben. —Si yo fuera vos, no estaría sonriendo a estas alturas—habla ella, rodeándolo con severidad y lentitud—. No me quedan dudas de que no tenés ni idea de lo que te espera… La Serpiente suelta una carcajada, burlándose de ella. Si no estuviera atado, ya la habría tomado por detrás, doblándola justo encima de aquella mesa del rincón. Se preguntó qué tan bueno sería entrar a la fuerza en ella. Escuchar sus gritos de dolor y miedo. — ¿Por qué no te pones de rodillas y me la chupas, puta? Seguro es para lo único que servís—escupe él, su saliva chorrea por su barbilla—. Vamos, basurita… no tengo dudas de que sabes bien cómo abrir las piernas… La joven ni siquiera se inmuta por sus palabras, se ríe de él y sigue caminando con elegancia sobre sus botas negras de tacón. Se detiene a su espalda y lo sujeta firmemente de su cabello largo y grasiento, inmovilizando su cabeza y cuello. Su garganta se tensa al tragar, oye el leve chasquido de un encendedor. A continuación siente la llama posarse junto a su oreja y no
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puede evitar chillar cuando ésta comienza a quemarse, el olor a carne cociéndose se impregna en sus fosas nasales y le hace querer vomitar. — ¿Qué estás haciendo?—escucha una nueva voz masculina venir y el fuego deja de quemarle, aunque el dolor sigue siendo infernal. Gime cuando la chica lo suelta bruscamente. —No pude frenarme…—carraspea ella, bajando la voz—. Esta mierda saca lo peor de mí… El sonido de alguien soltando aire de golpe por entre los dientes sigue, y tarda más de un par de segundos en darse cuenta de que el recién llegado se está riendo. La chica se posa de nuevo frente a él y lo mira, sus ojos burlones. —Estoy segura de que has escuchado hablar de “La Máquina”, ¿no es así?—pregunta ella, inclinándose más cerca. Claro que él sabe de La Máquina, ¿quién del ambiente no? El tipo es un monstruo, ha escuchado tantas historias sobre él que ya está prefiriendo no tener que cruzárselo ahora mismo. Sin embargo, por cómo se ilumina el rostro de la puta ahora mismo, está seguro de que no tendrá tanta suerte. Hace lo primero que se le cruza por la mente y le escupe la cara. La chica ni siquiera se queja, sólo se echa hacia atrás y se limpia, viéndose molesta. Un grueso brazo tatuado la rodea y la lleva más atrás, protegiéndola, aunque parece que ella no necesita esa clase de cuidados. El tipo se interpone, le da la espalda a la Serpiente, y ésta escucha cómo cuchichean ambos. Es cuando él se da la vuelta que se entera de que está jodido, realmente jodido. No hay dudas de que estaba preparado para morir, pero no en manos de la jodida Máquina. Que justo en ese instante saca un raro objeto de sus bolsillos. — ¿Has tenido la osadía de poner tu sucia y repugnante saliva en la cara de mi chica, pedazo de mierda?—se eleva el tipo sobre él, no puede evitar esconderse entre sus hombros. La Máquina no grita, sólo habla de una rara forma, no le hace falta levantar la voz para ponerte la piel de gallina. No le da tiempo a responder, se lanza sobre él y empieza a golpearlo en la cara, hasta que todo le da vueltas. Mientras intenta recuperarse, la chica le sujeta la cabeza y la Máquina engancha sus párpados con el instrumento que vio antes entre sus manos. Ahora no puede parpadear, está forzado dolorosamente mantener los ojos
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abiertos. Enseguida la vista se le nubla y sus desprovistos ojos comienzan humedecerse. Gime por el sufrimiento que esto le causa. —No sabes con quién te has metido…—murmura él en su oído—. Vas a preferir haber muerto allá afuera, en medio de la guerra, con un tiro en la frente… pero no, te trajeron a mí… tendrás la peor de las muertes por haber ensuciado a mi mujer… La Serpiente no tiene dudas de eso, tiene bien definido su destino. La Máquina se acerca a ella con suavidad y le habla al oído con familiaridad, ahora no quedan dudas de que es verdaderamente su chica. Su propiedad. Ella asiente y le sonríe sensualmente, todas las promesas calientes refulgiendo en sus ojos espejados. Se apresura a encender el equipo de música de se halla más allá y se sienta en el rincón, al ritmo de una canción desconocida. Cruza sus piernas con feminidad y le dedica al prisionero una mirada fulminante. La Serpiente se resigna. Tendrá el más cruel de los sufrimientos y mientras tanto, esa puta va a quedarse allí sentada viéndolo todo como si fuera un espectáculo. Ambos jugarán con él, lo destrozaran en mil pedacitos y, para cuando llegue el final, nada importará más que morir de una vez por todas. La muerte, será su único alivio.
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Próximamente…
Soy Max Medina y estoy ahogado en secretos. De esos que corroen tu interior y nunca dejan de punzar hasta hacerte sangrar. No sé qué hacer con ellos, ni cómo derribarlos o enviarlos lejos. No encuentro la forma de defenderme y negarles mi destrucción. Sólo les permito apagarme poco a poco. No… Ya sé lo que estás pensando… No puedo abrirme y contarlos, eso sería el fin. Dejar que salgan a la luz sería la muerte para mí. Y la destrucción definitiva para ella. Mi nombre es Lucrecia Giovanni… He estado mucho tiempo bajo un sombrío manto de fragilidad. Y he decidido que ya es suficiente, ahora quiero vivir. Deseo sentir el amor y dejarme llevar como nunca antes pude. Pero parece que la vida me envió a los brazos del hombre equivocado.
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Elisa D’ Silvestre Al igual que mi madre, estoy destinada a amar a quien no me
conviene. Él está lleno de fantasmas. Y tiene el poder de romperme en pedazos con ellos. Lástima que me he dado cuenta demasiado tarde de eso… ahora no puedo escapar. Ahora ya no puedo dejar de amarlo. Será cuestión de luchar, como bien he sabido hacer durante mi vida entera. Dios sabe que las utopías no son para mí.