UNA PROMESA AZUL
P,J, RUIZ
2009
Ambos se querían, pero su amor era distinto. Ni mayor ni menor que los demás, pero diferente, lleno de sensualidad y secretismo, porque Briséida Brillante, hija de Atreio, estaba consagrada al templo de Nebod, y no podía conocer los placeres de la carne durante todos los días de su vida. Ese era el mandato impuesto desde que fue niña, y al que ella se entregaba cada jornada envuelta en sus ropajes blancos de sacerdotisa, porque le habían dicho con la certeza con que la religión invade, que si en algún momento abandonaba el templo los cielos se desplomarían sobre la Tierra, aplastando a todos los seres que encima hubiere.
Y ella lo creía.
Por lo tanto, sabedora de tanto daño si abandonaba sus deberes, nunca se desviaba de ellos ni se planteaba la existencia de algo capaz de moverla de allí. Ella pensaba, en el fondo, que gracias a su pasión el mundo seguía girando, y de ese modo se complacía y no le pesaban sus promesas.
En cambio Arion, su amante, no era creyente y despreciaba calladamente esas tradiciones, pero respetaba todo lo que ella representaba y, pese a su dolor, no intentaba imponerle sus ideas. No le importaba ser consciente de que nunca la desposaría si a cambio le era posible tener de su alma un poco cada día, porque su sentimiento era puro y carente de otro interés que no fuese ser el único dueño de su amado corazón.
De ese modo pasaban los tiempos, y ellos se consumían entre tormentas de sexo y belleza, cargadas de la más cálida brisa abrileña con olor a efluvios de unidos pubis ardientes. Nunca sobre
el manto de los prados alguien jamás amó como ellos hicieron, y hasta los pájaros, que entonces pertenecían al reino de los suelos, criaron alas de fantasía y desde aquellos momentos vuelan felices.
No sabemos si Arion era apuesto, aunque hay quien dice que si, pero desde luego era resuelto, fiel, valiente, capaz de todo, dispuesto a hacer cuanto su amada le pidiese sin importarle las consecuencias si con ello conseguía su felicidad. Pero por encima de todo era un hombre, capaz de grandes sacrificios por su fe inquebrantable en la justicia.
A ella, que si era muy hermosa según cuentan, a veces le entraban dudas, y eran importantes, porque tenía muchísima tensión debido a sus deberes que la esclavizaban y a lo que sentía por Arion, que la distraía y embriagaba con una mezcla de placer y peligro. Padecía un íntimo miedo que con frecuencia la fustigaba, pero de un modo u otro lo acallaba, porque veía en su amante a un hombre bueno, y el equilibrio siempre se restablecía nada más plantarse ante el azul de su mirada.
A veces, escuchando a sus temores, había intentado alejarse de él, en un intento de recuperar el orden establecido de las cosas, pero nunca había podido, porque en el fondo sabía que, del modo que fuese, su vida tenía que discurrir por ríos cercanos a los de aquel hombre, y así, tormenta a tormenta, cada vez estaba más unida a él sin tan siquiera darse cuenta.
Y un día, de repente, perdió todo rastro de miedo.
Se entregó al juego que para ellos había tejido el destino y fue cuando disfrutó de la bondad de su amante con dicha plena, más siguió cumpliendo con sus deberes para con el templo sin que
nadie sospechase nada. Al fin conoció la confianza, y pudo llenarse de un amor tan grande como no pensaba que existiese. Era muy feliz, y él se saciaba viéndola así.
Arion, pletórico por tanto camino andado, sintiéndose amado y desobedeciendo tanto a la lógica como a los designios de los hombres, una tarde contra todo pronóstico se postró ante ella y le dijo un meditado y limpio “¿quieres casarte conmigo?” que sonó a música de cítaras en aquella pequeña estancia escondida en la que se encontraban.
Y ella, muy sorprendida y contra todo consejo de su prudente interior cada vez más entregado, le dijo un dulce y precioso “si, quiero” que reverberó de pared en pared, multiplicando su musicalidad y llenando los oídos de su amante de un algo nuevo hermoso que jamás supo definir, pero que sin duda estaba ahí.
Ambos sabían y entendían que su unión sería secreta, que no podrían gritarlo jamás en público, y que ni tan siquiera conseguirían, salvo que los cielos se desplomasen porque ella descuidase sus deberes para con el templo, tener el placer de vivir juntos y aliviar todo el peso del amor que embargaba sus corazones.
Pero no les importó, pues eran conscientes de que no podían estar lejos el uno del otro y que les era suficiente con conocer ellos mismos el alcance de su extraordinaria unión. “¡Qué importaban los demás, si el amor es cosa de dos! ¿Que las leyes no nos admiten? ¡Pues creemos nuevas leyes hechas a nuestra exacta medida!” Así un día, desafiando las normas y moralidades de los hombres, se casaron en secreto, compartieron su sangre y unieron las almas para siempre, seguros de que nada jamás podría separar algo tan hermoso.
Desde entonces, cada noche, Arion desciende desde los espejos del cielo sobre la que es su esposa verdadera, aquella que nadie puede ni imaginar. Las demás mujeres del lugar lo miraban y deseaban en su aparente libertad lozana, pero él no les prestaba atención porque nada más tenía ojos para su amada, y aunque hubo quien dedujo que debía estar enamorado, nunca pudieron imaginar quién era su dama y el grado de unión que entre ambos existía.
Si, a pesar de que Briséida Brillante estaba entregada a los dioses por las leyes, a pesar de que consagraba su vida al cuidado del templo, cada noche se amaron en el mundo de los sueños, donde nadie pudo señalarlos, y cada cuarenta días se escapaban y unían sus cuerpos en cuevas y bosques, sabedores de que nadie los perdonaría jamás, pero conscientes de que la verdad solo tiene un camino, y de que su sacrificio nunca será olvidado por la madre naturaleza que los hizo para encontrarse. Así derrotaron a su destino al que dieron un revés que no esperaba, y que les supo a miel fresca sobre fresas y esencias de mirto cada amanecer de sus vidas secretas.
Por eso, aún hoy, todos escriben y cantan, y las runas cuentan su historia. Ellos triunfaron sobre todas las cosas, y se amaron nada menos que una vida entera. Cuando le llegó la hora, después de una existencia de amor entregado, separado y fiel, Arion descansó junto a sus padres tal como había sido su deseo, y Briséida Brillante pasó por allí en ocasiones a verter una lágrima sin que nadie la viese, pero no por el amor perdido, sino por la tristeza de tener que esperar pacientemente a que la muerte llegase para volver a estar al lado de su amado.
Lo más grande es que nunca compartieron una noche, que sus vidas se fueron sin que consiguiesen estar juntos, que nadie jamás supo de su amor inmenso, pero que ellos cada mañana estuvieron llenos de algo mucho más grande y que pocos conocen aún hoy, miles de años después. Lo más grande es que ellos consiguieron dar brillo y un nuevo sentido a la expresión “te quiero”.
Finalmente. Mucho tiempo más tarde, Briséida Brillante un día murió, el templo quedó vacío y los cielos, para sorpresa de todos, no se desplomaron.
Por fin estaban juntos.