UN CONUCO EN EL CIELO
I Conuco Celeste
Abuela cumple 80 años. Ese mismo día un movimiento furtivo y, en cierto modo, subterráneo, sacude los cimientos de la casa familiar. La familia, en esta ocasión unida y sumamente ajetreada en los preparativos de la fiesta sorpresa, no se percata de esa corriente alterna. ¡Ay! La sorpresa que han de llevarse todos cuando adviertan que Abuela y Anakarina han huido de casa para siempre. Sí, huirán al solar de la vieja quinta, al patio fronterizo que limita: Al norte con el terreno baldío donde cada año se acomoda la carpa del Circo de los Hermanos Razzori. Al este con la casa abandonada de los Ramírez, bañada por las aguas de Quebrada Pajarito y ocupada por todo tipo de buenas y malas yerbas (si fuera lícito calificar las plantas de tan humana manera). Al oeste con el pequeño garaje fragante a aceite de linaza donde cada día pinta sus paisajes Américo, el italiano. Al sur ha quedado la casa familiar. Y el rumbo más importante, el eje central, el zenit que apunta hacia el Cielo, comunica con el territorio mágico de la anciana y la niña.
II El ocho es un infinito espigado
–Hoy cumplo ochenta años, ya es hora de comenzar a preparar mi conuco en el Cielo. Es toda la respuesta de Abuela ante la incertidumbre que suspende al unísono la respiración de la familia. Apostada en el corredor y con pomposa arrogancia, Abuela se dispone a arrastrar la maleta destartalada y sellada por una rústica etiqueta sobre la que Anakarina ha escrito en coloridas letras: Magia y Sabiduría. No han terminado de soltar el aire y ya devoran, otra vez al unísono, una nueva bocanada. Se escuchan las rueditas de un pequeño baúl arrastrado por Anakarina y coronado por la pereza corporizada en Ágata y Krispin (sin acento en la i); la pareja felina permanece ajena e indolente ante el acontecimiento que mantiene en completo estado de perplejidad a la familia. ¡Qué desparpajo¡ Ahora maleta, gatos, baúl, rueditas y niña siguen los pasos cortos y rítmicos de Abuela que silba una melodía obsesiva, dramática, en tono de alegría esperanzadora. Sus enormes zapatos disparejos (uno de lona verde y otro de pana gris acanalada) (que no, que no es por excentricidad) (es que Abuela no desperdicia nada y suele guardar las parejas útiles de sus zapatos muertos, las ¨viudas¨, así las llama). Sus enormes zapatos disparejos, sus viudas favoritas que hoy ha combinado con especial esmero, hacen crujir el sendero alfombrado de guijarros y hojas secas. La familia nunca había estado tan unida como aquella tarde luminosa de finales de mayo. Imaginen su marcha prolijamente ensamblada. Todos apretujados forman un solo ser de muchas
paticas y diversos calzados. Botas, botines, sandalias, zapatos, zapatillas, plataformas, gomas, deportivos de marca, deportivos tapa amarilla (sin marca, vulgar imitación), siguen en fila – contra rítmicamente– los pasos de Abuela, niña, rueditas, baúl, gatos, maleta. Por cuatro pasitos de Abuela, en puras semifusas, ellos dan dos grandes y contundentes pasos de corchea. Tatatatá ta ta. Tatatatá ta tá. Tatatatá ta tá. A veces se atascan las rueditas del baúl, chocan y –sin enredarse– todos retroceden. Lo hacen con ejemplar maestría, no hay vacilaciones, nadie pierde el paso, nada turba el fluido de la marcha. Es una conexión perfecta, obra de un milagro cósmico que convierte en una sola mente aquellas cabecitas olvidadas de sí mismas durante esos mágicos y solemnes instantes ¡Ni que lo hubiesen ensayado! Abuela sin titubeos se va alejando en sus pasitos cortos y muy firmes hasta perdérseles de vista tras la barrera de heliconias y bambucillos movida por la brisa. Silencio total ¡suspenso! el organismo de paticas después de tragar aire deja escapar una especie de aullido cánido –como de lobo, como de coyote– que no se justifica porque no es hora de lobos y la luna llena aún no ha aparecido. La brisa se ha hecho ráfaga de viento y los arrastra más allá de la cortina vegetal por donde vieron desaparecer a Abuela. Llegan ¡por fin! al sitio, una gran pancarta deja ver la inconfundible letra de Anakarina: Conuco Celeste Laboratorio Transgaláctico
El letrero señala una carpa grande, no tanto como la de un circo, pero de proporciones amplias, como las de una churuata, o, más bien parecida a las yurtas que usan los nómadas de las estepas de Mongolia. La carpa grande reposa sobre el suelo cubierto por hojas muy verdes y flores amarillas de maní forrajero. Si miramos desde adentro de la carpa, en el centro del techo un
círculo transparente de un metro sesenta de diámetro deja ver el cielo que ya se va tiñendo del color de los mangos maduros. –Hoy cumplo ochenta años –repite Abuela mientras Anakarina muestra un cartel donde el guarismo 8 aparece fluidamente dibujado en un trazo de grueso pincel negro. –Ocho es el infinito que se abre hacia el Cielo –prosigue la anciana limpiando la caca de pajarito que acababa de cegar ¡palabra cierta! el cristal izquierdo de sus lentes. –Ocho es el infinito y Cero es la ventana que anuncia el vacío –Anakarina asoma su carita por un 0 hecho de alambre y tejido toscamente con corteza de musa paradisíaca. Las quijadas del organismo caen todas al mismo tiempo por gravedad. Y eso que todavía no saben cuán grave es el asunto. –Querida familia –prosigue Abuela–: Les comunico a todos, a los que me quieren llevar al ancianato y a los que aceptan –a regañadientes, lo sé– mantenerme entre ustedes con mis achaques y las pocas dotes que todavía conservo; les comunico que desde hoy en adelante viviré en esta carpa preparando mi Conuco Celeste. –Y yo viviré contigo, Abuela –dijo Anakarina–, con mis títeres, mis juguetes y mis libros. Con Tábata, con Ágata y con Krispin. Mientras las quijadas ruedan por el suelo gata y gato izan sus cabezas mirándose un segundo antes de regresar a su habitual letargo.
III Cómo es abajo es arriba.
−Anakarina, hoy comenzaremos a preparar el conuco terrestre. –¿Otro conuco Abuela? ¿No íbamos a preparar el Celeste? –Recuerda que cómo es abajo será arriba. Este nuevo conuco se proyectará en otra dimensión: el Conuco Infinito. ¡Imagina una forma! –Esteee… una forma deee… –Rápido, rápido, ese tipo de cosas no se piensa, se trae directamente del más allá. –¿Caracol? –¡Perfecto! Te has ganado este jobo de la India. Ahora dime qué forma tiene el caracol. –¡Ay Abuela, obvio! Forma de espiral. –Ahora te has ganado una picada de hormiga. Te he dicho que cada vez que uses OBVIO y NORMAL, como muletillas arrogantes de niña sabelotodo debes exponerte voluntariamente a la picada de una hormiga 24. –¿Cómo si fuera una niña yeckwana que estudia la naturaleza para ser shamana? –Tal cual. Tonta no eres. Ahora dime: ¿qué otras cosas recuerdas con forma de espiral? ¡Dilo, dilo, rápido, rápido, vite, vite, run run! –Zaranda trompo caballito de mar rizo galaxia remolino tornado rosa resorte telaraña escalera de caracol… –van saltando las palabras en el aliento de Anakarina hasta que ha perdido la última gota de oxígeno; aspira el aire para exhalar una nueva retahíla que no llega a nacer porque interrumpe Abuela. –Muy bien, ¿ves que uno se puede comunicar directamente con el más allá sin tanta pensadera?
–¿Qué tiene de malo pensar, Abuela? –Pensar es el don fundamental del que hemos sido dotados los humanos. Pero no es bueno dejar de cultivar la intuición porque esa viaja a la velocidad de la luz, y a veces es más práctica y ¡más sabia! que el pensamiento. –Uhmmm… –Si los humanos hubiésemos desarrollado la intuición tanto como la razón podríamos, entre otras cosas, comunicarnos telepáticamente con toda naturalidad. –Uhmmm… Abuela, lo de la comunicación telepática no me lo has enseñado todavía. –Pero hace un momento la pusimos en práctica. –¿Cuándo? –Cuando te pregunté por una forma dijiste la forma que yo estaba pensando; la intuiste. Captaste lo que estaba en la mente; eso es telepatía. –Y yo no sé por qué sabía ¿intuía? que caracol era la forma que tú esperabas.
A ochenta pasos de distancia caminando hacia el noreste han situado el lugar donde cultivarán el conuco nuevo. Se han hecho de un gran compás fabricado con un palo de escoba, un cordel de fique atado al palo y éste a una rama fuerte a la que le han sacado punta como si fuera el lápiz de un gigante. Mientras Abuela sujeta hincada en la tierra el palo, eje del gran compás, Anakarina estira el cordel y va trazando en el suelo suelto y humedecido el círculo por donde hará su camino ensortijado el Conuco-Caracol-Terrestre-Infinito. ¡Listo! Han marcado sobre la tierra la circunferencia que cierra el espiral de ocho metros de diámetro, es decir: –Cuatro de radio ¡obvio! –dice la niña y seguidamente se tapa la boca porque –obviamente– ¡se le acababa de escapar un OBVIO!
IV Oseemma, el Dueño del Maíz
–Ay qué rico descansar, bañadas, limpias, extenuadas, agotadas; con deliciosos dolorcillos musculares que el sueño disolverá como un bálsamo milagroso! –dice Abuela mientras avienta las sábanas olorosas a espliego sobre la colchoneta ubicada en el centro de la carpa, justo debajo del disco transparente donde aparece el cielo ¡Y el Cielo! –¿Abuela? –Sí, ya sé, ya sé. Espérate que se me pase la bostezadera y te bajaré una semilla celeste. ¡Allí viene, allí viene, de un sol yukpa cae sobre mi cabeza el mito de Oseemma! –¡Sí! Arrópate y escucha bien cómo se convirtió Oseemma en el Dueño del Maíz. –¡Fácil! Compró todos los maíces del mundo. –No, cabecita loca, no fue tan fácil. Oseemma no es un dueño de cosas. Dueño o Guardián es un título espiritual que reciben algunos seres humanos, animales o plantas por haber cumplido una misión heroica en la Tierra. La misión de Oseemma era enseñar a su pueblo a sembrar los alimentos. Pero shiiito, escucha el clarinete que se oye a lo lejos…
Antiguamente los yukpa eran alumbrados por dos soles que se sucedían día y noche. Entonces sus antepasados no poseían maíz, sólo comían makahka, un tubérculo de sabor agrio parecido a la malanga, un ocumo silvestre que crecía en la Sierra de Perijá. Aquel día Oseemma apareció en una comunidad yukpa pidiendo refugio bajo forma de niño. Vino entonces una mujer y se lo llevó a convivir con su familia. Cuando Oseemma sintió hambre ella colocó ante él una totuma de
makahka que él desdeñó y así hizo cada día cuando le servían su porción. Morirá de hambre, pensó la mujer que ya lo quería como a un hijo. Cuando Oseemma tenía tres años de edad comenzó a escabullirse hacia la selva. Bajo la sombra más tupida preparaba una calabaza llena de tuka y se la bebía. Cada día se cuidaba de vaciarla muy bien para no dejar huella que descubriera su secreto. La que lo cuidaba como una madre presentía que Oseemma buscaba su alimento en la espesura del bosque pero nunca pudo ver qué era lo que comía. Aparecieron y se ocultaron innumerables veces los soles y nadie sabía de qué fuente le llegaba comida al muchacho. Sin embargo, no se atrevían a echarlo del lugar porque donde Oseemma orinaba crecía una planta alimenticia; esas eran las plantas que hoy llamamos batata, auyama, plátano. ¡Ay! Aquel pobre muchacho hedía tanto a esas plantas que los yukpas se tapaban la nariz cuando lo veían venir y terminaron espantándolo de la comunidad. Oseemma huyó a las montañas y allí se encontró con su compañero Kiriki, la ardilla. Oseemma y Kiriki que habían viajado juntos desde siempre, –desde cuando eran invisibles– se juntaron nuevamente. Oseemma le contó todo lo que le había pasado y decidieron abandonar la humanidad. Entonces hicieron dos clarinetes llamados atunse y salieron de la tierra soplando música mientras se alejaban. En su camino, se encontraron otra comunidad yukpa. Tres mujeres y tres muchachas se acercaron atraídas por la melodía. Ellas les preguntaron por esos instrumentos tan raros. Oseemma les contó que eran los instrumentos de acompañar sus viajes. El atunse largo era el macho, de un sonido más bajo que el atunse corto, la hembra, de sonido agudo. Las mujeres, cautivadas por la belleza de aquellos tonos, le pidieron a los caminantes que se quedaran unos días. Una de las mujeres le ofreció su hija a Oseemma para que su estancia fuera más placentera. Oseemma se regocijó con la confianza de esta gente, porque hasta entonces no conocía sino el rechazo de los humanos. Y aunque consintió en quedarse por un corto tiempo, no aceptó a la muchacha que le ofrecían. Para él –así les dijo– todas las muchachas eran sus hermanas y todas las mujeres eran sus madres. Fue así como se quedaron viviendo en la aldea unidos como familiares.
Cuando oscurecía los hombres de la comunidad salían a cazar dejando solas a las mujeres con los huéspedes, entonces Oseemma y Kiriki tocaban sus clarinetes hasta la medianoche. Cuando Oseemma supo que era el momento detuvo la música repentinamente y ordenó a las mujeres que prepararan pequeños cultivos alrededor de sus casas. Ellas, sin saber cómo hacerlo, imitaron el ejemplo de Oseemma. Él les enseñó todo. Después que estaba hecho les repartió los granos de maíz que guardaba en su cabeza y les pidió esparcirlos en las tierras allanadas. Sembraron y sembraron casi hasta el amanecer, entonces volvieron a sus casas para descansar. Ya no faltaba mucho para que los soles alumbraran otro día. Mientras dormían profundamente, el maíz brotó. Creció y creció hasta que maduró. Pero no sólo fue el maíz, en las siembras también crecieron batatas, auyamas, plátanos y quién sabe cuántas otras plantas comestibles que aún no tenían nombre. A la mañana siguiente, cuando las mujeres vieron aquellos conucos que bordeaban sus casas festejaron con risas. Entonces Oseemma les ordenó hacer silencio y se dio a conocer. –Yo vine a la Tierra a traer a los yukpas mejores alimentos. Pero la gente me maltrató. Me ofrecieron de comer una raíz desagradable. Me despreciaron por el olor que yo emanaba. Ahora ustedes me han recibido como a un familiar y por primera vez me he sentido bien entre la gente. Por esto les regalo el mejor alimento, ya nadie nunca más comerá makahka. Entonces les enseñó a las mujeres y a las muchachas cómo cosechar los diferentes cultivos y especialmente el maíz. Las mujeres probaron el maíz, le dieron de probar a sus hombres que ya habían regresado de la caza. Todos lo encontraron muy sabroso. Desde ese día el maíz lo siembran las mujeres y los hombres soplan las flautas de Oseemma para que la cosecha sea próspera. Después de recoger celebran. Durante días bailan, cantan y le ofrendan a Oseemma bollos de maíz, y tuka, la chicha de maíz fermentado.
Abuela bosteza después de besar la frente de Anakarina que ya estará tomando tuka en la provincia del sueño.
V
El conuco terrestre
Ya Abuela se dio su baño ritual en la frescura de la quebrada. Dio mil gracias a la vida por la suerte de estar en un trozo de tierra bendecido por las aguas que manan del Waraira Repano. Se ha ido a preparar el desayuno, quiere que esté a punto de servir cuando Anakarina salga de la carpa.
–Uhmmmm, Abuela, ¿de dónde sacaste estas mandocas? –dice la niña asomando un ojo por el hueco de la rosquilla de plátano molido y aliñado con queso blanco y especias. –Fue el regalo que me hizo Américo por mis ochenta. Las trajo de Maracaibo. A los zulianos lo que más les gusta es el plátano; verde, pintón o maduro, cómo sea. Con plátano hacen sus arepas, sus hallacas, sus patacones, sus dulces. –En cambio a nosotros nos gusta el maíz. –Y los orinoquenses no pueden vivir sin yuca. Por cierto, en lo que termines tu desayuno vamos a buscar los palos de yuca que están junto al maíz y las semillas de papa. Son las tres primeras plantas que sembraremos en todo el centro del conuco. Son las tres plantas madres que fertilizarán y protegerán nuestros cultivos. Abuela y Anakarina se están estrenando sus sombreros tejidos por los yukpa, otro regalo de Américo. Con su ayuda recorren la espiral hasta llegar al centro donde cavan para sembrar a las Madres Protectoras. En el centro la madre-yuca. La rodean con cuatro hoyos donde siembran las semillas de la madre-papa. Y, alrededor, ocho huequitos para sembrar las semillas de maízmadre. ¡Yuca orinoquense, Papa andina, Maíz caribano!
Llenos de alegría, paciencia y protector solar (de fabricación casera en base a zábila y otros menjurjes) continúan cavando hasta profundizar el largo surco que se enrosca sobre sí mismo. Lo van llenando con una montañita de tierra floja y olorosa a humus fabricado con los desechos orgánicos, sobretodo cáscaras de alimentos, que Américo y Abuela han dejado descomponer meses antes en un rincón de la parcela destinado a tal fin. El círculo mayor, es decir, el de afuera, lleva plantas aromáticas intercaladas con otras de contextura fuerte. Las primeras para espantar con sus olores a las plagas y las otras serán un escudo para proteger del viento a las hortalizas que allí nacerán. Limoncillo, ruda, artemisa, geranio, aroma, tabaco, tomillo, salvia, albahaca, flor de muerto… En el próximo círculo se alternan ajos, cebollines, acelgas y brócolis. Otro círculo para las berenjenas, los tomates y los pimentones. Y uno más de caraotas al que le siguen maíces, apios, batatas... Hasta allí el conuco de ese día. La próxima semana harán otro conuco y seguirían sembrando hasta garantizar la comida del año. Ahora hay que estar pendientes de las plagas, los coquitos, los gusanos, los piojos, los pulgones, las mariposas, los picudos y otros residentes del suelo ¡y del subsuelo terrestre! los mínimos y casi impalpables, aquellos que no se dan por vencidos con los olores provenientes de una barrera vegetal. A esos subversivos se les combate con manos y mañas. Una maña por ejemplo es sembrarles generosamente su alimento, sacrificar unas plantas que los liliputienses devorarán mientras las otras aprovecharán la distracción golosa del enemigo para crecer en paz. Este oficio de mantenerse en guardia para garantizar el feliz crecimiento de la plantitas jóvenes es lo que más divierte a Anakarina y lo que más fastidia a Abuela que disfruta aporcando, regando y alimentando con compost a las plántulas una vez que han superado la vulnerabilidad de los primeros días.
Después hay que cuidar que no falte el agua hasta el regreso de las lluvias ¿de julio? ¿de cuándo? Abuela se estira ambas orejas, como si quisiera amplificar los decibeles del nuevo mundo y escuchar las señales: es que ahora no se sabe, –con el efecto invernadero, el Niño, la Niña, los agujeros en la capa de ozono y otros desmanes provocados por la insensatez del homo sapiens ¡sapiens! – los ritmos naturales se han alterado. Pero no hay que rendirse, ya veremos, ya inventaremos una forma de riego si el agua no llega a tiempo. Ah, pero hay otros terroristas más grandes y descarados. –¡Fuera Ágata, fuera Krispin! ¡Territorio prohibido! –grita Anakarina espantando a los felinos que todo lo curiosean. Además adoran la tierra descosida y recién movida donde pueden escarbar fácilmente para enterrar sus regalitos nitrogenados, cómo los llama Anakarina.
–Abuela ¿todas las plantas necesitan tierra para alimentarse? –No todas. Las orquídeas y algunas bromelias, por ejemplo viven de la humedad del aire, sostenidas por sus raíces aéreas de las ramas de los árboles. Otras como la bora, algunos lirios o los nenúfares que tanto le gustaban al señor Monet, ¿te acuerdas, el impresionista francés que nos presentó Américo? –Sí, que también pintaba señoras con sombrillas. –Esos viven en los esteros de agua dulce. Algunas criaturas vegetales como los mangles se alimentan del fango en el borde de las aguas marinas y las dulces. Hay algas y lechugas marinas que viven en el fondo del mar. Y también viven del agua las anémonas que son mitad planta y mitad animal ¿Tú has visto esos jardines submarinos que adornan las profundidades del mar? –Solo en la tele. Recuerda que me prometiste mostrármelos. ¿Cuándo iremos, Abuela? –Ten paciencia que ese viaje ya lo estoy preparando. Ahora vete a la escuela y procura traer algo nuevo que enseñarme.
VI El Gran Premio Popoff
Anakarina oculta sus bostezos detrás del cuaderno de geografía, su materia favorita, desperdiciada por el profesor Tobías empeñado en hacer memorizar a sus alumnos las capitales de los países como si se tratara de la tabla de multiplicar. Poco a poco la voz del profesor se va apagando. Dos orquídeas voladoras de alas blancas surcadas por venitas azules despegan como una nave espacial desde las ramas de una acacia dorada. Haladas por los hilos invisibles del viento van despreocupadas hacia una región desconocida. ¡Plash! suena el agua al recibir los cuerpos de las naves orquídeas que se sumergen como giroscopios a toda velocidad en los territorios submarinos. Buuuuu, glu, glu, glu, blop. Silencio. Qué silencio y cuánto movimiento de criaturas vivientes en esa paz oceánica. La respiración de las orquídeas voladoras ¡y ahora nadadoras! es el único sonido, aunque apenas respiran asombradas como están ante aquel escenario. Acantilados, precipicios, cúpulas y túneles de corales solidificados por los siglos. Allí, en esa ciudad marina de exótica arquitectura transcurre la vida de aquellos seres marinos de inéditos colores, ritmos desconocidos y extravagantes formas. De pronto se escucha una voz chillona y circense. ¡Ah! es Algamarina, una vieja sirena, tan vieja tan vieja que conoció a Ulises, el rey de Ítaca. Algamarina, seguida de un pulpo que hace sonar sus tentáculos cual redoblante sobre la estirada piel de un pez sapo, anima el estrambótico concurso que se celebrará muy pronto en las inmediaciones de un arrecife de corales.
–¡Se escuchan las apuesta! ¡Se escuchan las apuestas! ¿Quién será el hipocampo ganador de este singular certamen en homenaje al Tío Popoff y a su padre Janosh? Veinticuatro caballitos de mar se bambolean debajo del arco formado por algas anaranjadas y diminutos peces fosforescentes. Un festín de cardúmenes de muy diversos colores ondea por los alrededores formando un mosaico de banderolas parecidas a las de los pueblos Aymará y Quechua. Una pececita, seguida de dos peces espada y un electrizante temblador, ofrece al público variedad de golosinas que cuelgan de su cuello en una cajetica de nácar. Sardinas, anguilas, anchoas y boquerones, por tan solo 3 conchas de mejillón, es la oferta del día.
–Y ahora sí –chilla de nuevo Algamarina abanicándose con un hermoso coral-abanico de tonalidades violeta. Solo faltan pocos segundos para que comience la carrera de hipocampos. –Repetiré para todos las reglas del juego. Deben correr muuuy leeentameeente. El ganador del Gran Premio Popoff será el hipocampo que llegue de último. El segundo premio le será otorgado al penúltimo en llegar. Y el tercer premio, como la lógica lo indica, será para el antepenúltimo. Quedan tres segundos –suena el redoblante–. Dos segundos –el pulpo bate con más ahínco sus tentáculos–. ¡Un segundo! El redoblante ha sonado tan requetequeduro que el profesor Tobías casi lo escucha y un caballito sale disparado del susto contraviniendo todas las normas del certamen. Lentamente mueven colas y aletas los caballitos marinos, lentamente Algamarina los anima a no correr, lentamente el público burbujea sonidos convocando al letargo… –¡Anakarina! –retumba en los oídos de la niña la voz firme y templada del profesor Tobías–. Anakarina: ¿en qué parte del mundo andabas? –En un arrecife de corales, profe. –¿En qué océano?
–Estem… creo que en el Pacífico, profe. –Muy bien, entonces dime, ¿cuál es la capital de Nueva Zelanda? –Ay profe, es que para allá nunca he viajado. Pero tal vez mañana… estem…
VII
Mi familia
Mi familia está compuesta por Abuela, así la llaman todos aunque su nombre de pila es Micaela. Por mi abuelo Aurelio, un fantasma que vive silenciosamente en el corazón de Abuela. Por Ágatha y Krispin que son gatos. Y por Tábata, una perra que se nos perdió, pero todavía no la damos por perdida para siempre porque la pérdida es lo último que se espera. También son parte de la familia mi tío Bardo y mi tía Sunyata, que son solteros y no se casaron ni se piensan casar y viven en la casa de familia donde todos van y vienen y donde vivíamos Abuela y yo antes de liberarnos. Mi papá y mi mamá se llaman Juan y Cala, ellos sí se casaron y se divorciaron y se volvieron a casar no con ellos mismos sino con otros. Los otros son Sara la esposa de mi papá y Mario el esposo de mi mamá, ellos son como de la familia, aunque a veces sí y a veces no. A veces viven en la casa de familia Sara y mi papá, o mi papá sin Sara, y a veces también mi mamá sin Mario. Pero nunca Mario porque –aunque nos quiere mucho– piensa que somos una familia de insensatos que lo ponemos nervioso y le damos dentera, así le oí decir. Mi mamá vive en un pueblito de la costa, más allá de Cumaná; porque mi mamá es asmática y necesita el mar para estar saludable y porque se casó con Mario que tiene un astillero artesanal donde fabrica peñeros para los pescadores. Todas mis tías son mis mamás, así lo decidió Abuela desde mi nacimiento (eso también se lo copió de los indígenas). Pero la verdad, la verdad, la verdad, mi mamá principal es Abuela. Juan –que es mi papá pero le digo Juan– y Sara tienen una pequeña imprenta y se especializan en afiches y todo tipo de carteles para anunciar obras de teatro, conciertos, ceremonias y actos de protesta. Pero lo que a mi más me gusta son las tarjetas que hacen para ocasiones especiales, como cuando nace un niño o a alguien se enamora. También para ocasión de enfermedad o
dolores de muela y para cuando las parejas se desenamoran que es ocasión triste y uno de los dos queda tan desabrigado que el corazón se parte en dos y un pedazo de flecha (que también se parte) queda clavado y otro cae con gotitas de sangre. A veces mi tío Bardo, que sabe hacer de todo, es el que inventa los diseños del corazón partido en dos con la flecha llorando o el dibujo de un bebé en parapente aterrizando en el mundo desde el cielo y la mamá corriendo en patineta con los brazos tendidos para sostener al bebé. A veces a mi tío Bardo no le da placer el mundo entonces hace dibujos tristes y música triste, hasta que no quiere hacer nada ni tan siquiera bañarse en la quebrada que es lo que más le gusta del mundo. Mi tía Esther y mi tía Bertha sí son sensatas y se casaron para toda la vida con Pedro y Abelardo que siempre están como acabados de bañar y vestidos muy seriamente. ¿Qué truco tendrán para no despeinarse nunca, para verse siempre como acabaditos de bañar? Yo quisiera saberlo para que en la escuela nunca me regañen mandándome a peinar, porque mi cabello es como el de mi tía Sunya, de naturaleza rebelde. Ellos, los impecables, se hicieron su propia familia. Sí, una familia aparte; solo aparecen en la insensatez nuestra cuando hay fiestas de cumpleaños, velorios y Navidad. Aunque a veces mi tía Esther, que es la mayor de todos, convoca unas reuniones familiares muy serias y hace llamados a la sabiduría de toda la familia. También aparecen en esas fiestas los hijos de mi tía Esther y de mi tía Bertha, mis primos, niños que parecen adultos, bien comportados, alguien plancha su ropa, nunca se ensucian, tienen caras bonitas pero tristes, sus nombres son compuestos y muy largos de nombrar. ¡Ah! Ninguno de ellos ha venido a jugar en nuestra carpa. Américo, nuestro vecino de toda la vida, también es como de nuestra familia, pero de nuestra familia principal, es decir: Abuela, Ágatha, Krispin, Tábata y yo. Américo es pintor y copio del
catálogo de su última exposición lo que dijo un señor crítico de oficio: «Américo Cherubini nos abruma con sus híbridos de enormes frutas tropicales y pájaros de exótico plumaje que engullen vorazmente un mundo de ojivas, castillos gastados, puentes levadizos destartalados y monótonos bosques». A la pregunta qué me parece mi familia, yo diría: ¡NORMAL! Pero obvio que esta es una palabra censurada en mi vocabulario. Por eso preferí responder a la pregunta con este dibujo que espero que le guste profesora Margot.
Firma:
Anakarina
VIII Mi otra familia
Olvidé mencionar entre mi familia principal a mis títeres, una herencia en vida de mi tía Sunyata. Les pido perdón por no haberlos mencionado en la tarea que nos puso la profesora Margot. Tal vez los olvidé porque no son humanos ni animales ni plantas. Pertenecen al reino transgaláctico, al mismo reino de los cuentos que suelen caer del Cielo de Abuela o que aparecen en mi cabeza para divertirme cuando estoy aburrida. Pertenecen al mismo Cielo de las canciones que mi tío Bardo canta cuando se sienta inspirado frente al piano y me hace llorar de belleza. De mis títeres nombraré primero a los más viejos: Sandriska y Pambeleski, fundadores del Gran Circo del Mágaro Gagarín. A lo largo de la vida de mi tía Sunyata ejecutaron muchos papeles, primeros bailarines del circo, luego fueron Tristán e Isolda. Actualmente viven conmigo y son agricultores de Galipán. Tienen un burro muy inteligente llamado Pandehorno. Mary Smith nació en los Estados Unidos, en Vermont, pero un día llegó a Venezuela con un grupo de teatro genial que se llama Bread and Puppet. Viajando por los pueblitos Mary conoció los mangos, las guamas, las ciruelas de huesito, los nísperos y muchas frutas que nunca había visto ¡Desde ese día no quiso regresar a su patria! Un domingo, en un descuido de la compañía, se escapó del baúl donde viajaría de vuelta al Norte. Se escondió en la maletita de un titiritero que había ido a despedir al grupo en el puerto de La Guaira y se quedó en Venezuela. La tengo aquí a mi lado, con su vestidito verde agua, siempre repitiendo: oh, mango, guama, oh, mango, guama.
Miriam Makeba, llamada por los niños ¨la cumanesa¨, es la más hermosa, con su turbante de colores metalizados y un traje de listas verdes, rojas y amarillas. Cuando ella se asoma al escenario el público se enciende, entonces canta Pata Pata, que para ella es su canción más fea pero es la canción que la llevó al éxito, la dio a conocer al mundo. Así es la vida pública, tiene sus injusticias y sus crueldades. ¿Han escuchado Pata Pata?
Debo hablarles también de Adib Pashá, nacido en Palestina, vendedor de alfombras mágicas. No importa que ustedes no le compren la alfombra (tiene una sola y no aspira venderla) pero basta con escucharle hablar de las prodigiosas cualidades de su alfombra para ya sentirse atravesando el cielo. Un cielo fresco y con aroma a cardamomo, flores de naranjas, uvas doradas, almendras tostadas y palmeras de dátiles más altas que las nubes. Un cielo donde vuelan los ángeles palestinos ¡muchos ángeles con sus kufiyas blancas y negras. ¡Kufiyas, así se llaman las pañoletas que usan como turbantes! Lupe, la brujita, también es muy antigua ¡más antigua que Sandriska y Panveleski! Tiene una gran olla siempre humeante donde prepara sus pociones para curar todos los males. La acompaña un búho que se llama Merlín. Merlín es más que una mascota, es un aliado, su ayudante espiritual, dice mi tía Sunya. Lupe aprendió la botánica con su abuelo Tarsicio y siempre canta esa canción que dice: Rompezaragüey. Mi tío Bardo y mi tía Sunyata la bailan con mucha elegancia, como si fuera un danzón. ¿Conocen el danzón? También viven conmigo auténticas reliquias asiáticas (así dice siempre mi tía Sunyata). Los bailarines javaneses son marionetas de Indonesia, se manejan con varillas y eso les da una gracia especial. La mujer de Rajasthán viene de una tradición de hace mil años, es una marioneta de madera, se maneja con hilos. La muñeca japonesa es un títere japonés, verdaderamente japonés, técnica de guante y hecho de pasta de madera laqueada, con auténtico kimono verde esmeralda y estilizadas flores de durazno. Auténtico color durazno. Finalizo pensando que tal vez mi abuelo Aurelio pertenece al reino transgaláctico porque cuando Abuela habla de él, susurrando su nombre, lo hace solamente en las noches y todo lo que de él dice suena como poesía.
IX La trompetilla acústica
–Abuela… Abuela…
–¿Cómo? ¡Anakarina! ¿no te has dormido? ¿qué haces tú con esos ojos pelados? ¿será la luz de la luna que no te deja dormir? –Es que necesito otro cuento Abuela. Cuéntame La trompetilla acústica. –Anakarina, si te lo he contado mil veces… –Necesito recordar unos detalles. –Te lo contaré, pero cierra los ojos y déjame tapar la claraboya para que la luz de la luna no te suba las aguas al cerebro. Escucha:
Leonora vivía en una cabañita, como de cuento, paredes de bahareque y bambú, fabricada por su hijo John en el jardín trasero de su casa. Durante el día arreglaba el jardín que rodeaba su cabaña cuando no tejía largas bufandas con los pelos anaranjados, grises y blancos de sus tres gatos Athos, Porthos y Aramis. Antes de la caída de la tarde tomaba el té con sus amigas, porque Leonora conservó dos costumbres inglesas: la hora del té y la jardinería. Si las amigas no llegaban ¡asunto que era excepcional pues se trataba de un ritual inaplazable! se sumía en pensamientos evocadores de momentos disparatados y cómicos de sus vidas. Recordar sola tenía sus ventajas, era casi un repaso de lo que habían charlado la tarde anterior. Muchas veces aprovechaba la soledad para conjugar las frases sueltas de cada una de ellas, más la suyas propias, como si de un rompecabezas se tratara. Su creciente sordera no le permitía escuchar bien los episodios que aquellas narraban, todas a la vez y cada una al antojo de su memoria. Llegó el cumpleaños número milochorrocientos de Leonora. Ella lo había olvidado pero su hijo y su nuera la recibieron esa mañana con un rico desayuno en la terraza sombreada por trinitarias fucsias y blancas adosadas a la pared de la cocina. Ese día el sol se sacrificó para la ceremonia dejándose cubrir por una enorme nube que no dejaba ver sino una luz velada, un sol cubierto con papeles de seda. Los días nublados llenaban a Leonora de una nostalgia ancestral no
identificada que ella recibía como un alimento para su espíritu. Aquel regalo atmosférico de los dioses célticos hizo propicio un chocolate espeso y bien caliente para acompañar churros, buñuelos y quesos frescos traídos del mercado esa misma mañana. Leonora vio sobre una silla la caja de zapatos envuelta en papel tornasolado. Otro par de zapatos, pensó, no les da la imaginación para otra cosa. Aramis, el gato blanco y esponjoso, se posó de un brinco sobre la caja, escarbando la tapa con sus pezuñas. –¡El lazo! –gritó Amanda, la nuera, corriendo hacia la caja y desalojando a Aramis de su nuevo escenario. Todos los ojos apuntaron hacia la caja tornasolada y Leonora caminó hacia el objetivo simulando sorpresa, extendiendo sus brazos y músculos faciales para fingir una sonrisa tan afectada que parecía una máscara. –A ver, a ver, qué será, será. ¿Una cosita que empieza por zeta? Leonora destrozó el papel de regalo como lo hacen los niños, su energía no era la de la curiosidad sino la del hartazgo (otra vez zapatos, pensaba arrugando los labios hacia el lado derecho). Pero, oh, ¡sorpresa! El objeto envuelto en una busaquita de piel de durazno era uno solo, lo palpó y no encontró la forma de un zapato. Ahora sí, con energía desesperada, impaciente, con las manos bailando desató el cuerito que arruchaba la bolsita y: oh, oh, oh. Hacía tiempo que no decía oh. Un objeto de forma elíptica se deslizaba entre la inquietud de sus manos. Finalmente logró sacar aquello que era una especie de cuerno de nácar precioso, llevaba diminutas estrellas incrustadas y un borde muy delgado de metal en su boca más ancha. Era, sí, no cabía duda, era un objeto mágico. ¡Una trompetilla acústica! Ahora sí podría escuchar frases completas de recuerdos; tiras interminables de memorias; tejidos de palabras sin hilachas; voces y sonidos fluidos sin el vacío, sin el ruido perturbador de los agujeros negros.
¡Una trompetilla acústica!
–Anakarina, Anakarina… ¿te dormiste? Ah… te perdiste los nuevos detalles. Ojalá vuelva a recordarlos. Esta vez vi las estrellitas doradas titilar dentro del nácar verdiazul de la trompetilla. Si no te hubieras dormido te hubiera contado la segunda parte, pero te la contaré, quién quita que la escuches dormida.
Esa noche, una vez terminada la fiestecita de cumpleaños celebrada temprano con su hijo John y la nuera, y al anochecer con sus fieles compañeras, Leonora se sentó en la terraza y colocó el cuerno nacarado en su oído para escuchar los grillos, los zurrucucos y otros seres nocturnos. Entonces, ay, entonces… lo que escuchó (debe decir otra vez: ¡oh!) (un oh que se va en picada, resbalando al vacío; un oh de gestos congelados, de emociones sin forma). Lo que escuchó una conversación entre el hijo y la nuera. Discutían la posibilidad de llevarla a vivir, ahora sí, a un hospicio de ancianos. La visitarían todos los fines de semana, decían ellos. Entre todos los lugares que habían visitado, pensaban que el mejor era, aquel muy agradable, con… Leonora no siguió escuchando, buscó su cepillo de dientes y el morralito de emergencias por si un terremoto; encendió su Volkswagen, recogió sus tres gatos y se marchó en busca de sus amigas Carmen, Cristina y Toña. No necesitaron muchas palabras para cerrar el trato, más que nunca serían una para todas y todas para una. Juraron ser eternamente nómadas. Encendieron el auto y rodaron contentas hacia el mar. ¡El mar!
X No luna (Capítulo adulto, oscuro y apocalíptico que puede ser saltado)
Resulta que esta noche no habrá luna. Ni sol, ni luna, claro está. La Tierra está atravesada en medio de los dos astros y, así, bastante atravesados se encuentran los humanos.
Aprovechando la menguante Abuela va a podar unas cayenas en el jardín de la casa grande. Desde que me vine a vivir en el conuco no hay quién las mire. Se dice a sí misma. Las cayenas siempre le han traído recuerdos de su infancia. Entre su follaje se escondía cuando era niña. Sus flores llenas de néctar eran la comida que servía sobre las hojas que figuraban un plato cuando jugaban a la casita. Eran también el postre que enloquecía de alegría a los tucusitos. Eran adorno en el cabello de su mamá. Pero, ya va, ya va, me estoy saliendo del cauce lunar.
Abuela poda el seto de cayenas haciendo un gran esfuerzo para recuperar el largo corredor, con forma de pirámide invertida y truncada, que separa la casa familiar del solar donde instaló su carpa. Chac, chac, chac, el manejo de las tijeras debe ser preciso para que las ramas no sufran y el corte obedezca al diseño. De pronto, entre chac y chac escucha la voz de Juan que discute con alguien. ¿Con quién? Ah, es con Esther. ¿Pero qué dice? Le está planteando a Juan convocar una reunión familiar con carácter de urgencia para analizar el caso de Anakarina.
(¿Qué caso? ¡#$#!) Despotrica Abuela desde su escondite. Abandona con decisión las tijeras en el suelo. Dobla enérgicamente el antebrazo derecho y cierra el puño mientras agarra el brazo con la mano izquierda. Un gesto típico de Américo y de los italianos.
Esther y Bertha han conversado (cuchicheado) que no están de acuerdo con la vida que lleva la niña en esa carpa. "No tanto por la vida", dicen, "sino por el tipo de educación que la niña recibe". Piensan que lo mejor es inscribirla en la escuela experimental de hijos de divorciados que, por lo demás, queda cerca de la casa. –¿Para qué más experimentación? Vivir en una ciudad como si viviéramos en la selva es ya un atrevido experimento. Además ya ella tiene su escuela, una escuela pública, normal, donde puede
vivir la realidad que tú crees que le ocultan –dice Juan soplando el globo de semillas de un diente de león que llevaba rato contemplando. Esther se aparta, evitando el globito de semillas radiales en forma de pelusas, como si huyera de una avispa, un chipo, un bicho peligroso. Le advierte a Juan con voz nasal y patética sobre el peligro que implica tal experimento para el desarrollo de Anakarina. Vivir sin distinguir la realidad de la fantasía y ver el mundo de una forma tan extremista le dificultará integrarse a la normalidad, pronostica.
(¡La normalidad! ¡Jum!) Refunfuña Abuela, tras bastidores.
–Es la escuela perfecta –insiste Esther. Tienen un equipo de profesionales fantásticos. Ventilan sus traumas con modernas terapias colectivas e individuales y lo más importante: es una escuela bilingüe, aprenden inglés además de español. Además tiene otras actividades que mantienen a los niños todo el día ocupados: natación, música… A Esther le horroriza que su sobrina aprenda lenguas indígenas sin antes aprender inglés que es el idioma universal. ¡Qué confusión en la cabeza de la niña distintas palabras de un montón de lenguas que solo se usan en la selva! Además considera que Anakarina está muy floja en matemáticas, a su edad no divide ni multiplica con destreza.
–Ya aprenderá inglés y matemáticas –le dice Juan–, y todo lo que necesite para dedicarse a lo que se vaya a dedicar, ahorita aprende a vivir observando la vida y relacionándose con sus seres, sus procesos, sus ritmos. Lo que tú llamas fantasía es, entre otras cosas, un alimento para la imaginación, un entrenamiento para crear y dar respuestas al mundo.
–El mismo discursito de mi mamá –le dice Esther–, Anakarina va a llegar al bachillerato con mucha imaginación y mal preparada. Es probable que con esa formación ni tenga opción de entrar a la universidad. En una sociedad que cada vez será más competitiva el que no tiene un título está frito. –Tiene apenas ocho años –susurra Juan–. No sabemos si le interesará la universidad o si preferirá dedicarse a la apicultura, a la floricultura, o si será una gran yerbatera, una naturalista. Aunque yo ya le noto cierta inclinación hacia la astrofísica. –¡Escúchate, escúchate! Juan, estás totalmente domesticado por las extravagancias de Abuela. Astrofísica, apicultura, más sofisticado imposible. –Ay Esther, tú sí estás domesticada por los deseos que te inoculan desde un parapeto que está por derrumbarse. –Juan, cuando eras un muchacho, este artificio babilónico, como solías llamarlo, estaba derrumbándose. Pero fíjate, aquí estamos todavía, siempre luchando para vivir mejor, siempre formándonos para progresar en la vida. ¿Dónde estaríamos sin nos sentamos a esperar el derrumbe del mundo? –No hay que esperarlo–. Bosteza Juan. –Lo estamos viviendo, se cae a pedazos. Y va surgiendo otro ¿es que no lo ves? –¡Ah, sí! es muy fácil ver cómo se cae el mundo desde una habitación oyendo música y leyendo todo el día. También fue fácil embarazar irresponsablemente a una muchacha de dieciséis años y traerle la hija a mi mamá para que la criara. Y con la misma facilidad te empeñas en no colaborar para que sea educada de la mejor manera. –No fue tan fácil como lo planteas. Y aunque lo hubiera sido ¿por qué debe ser difícil la vida para que sea meritoria? Mi mamá y Anakarina hacen una vida simple y –lejos de lo que ustedes piensan– realista; mucho más realista que la de cualquiera de nosotros. Le enseña a usar su manos
y su ingenio tanto como su razón y su inteligencia. Le enseña que cada lengua es un universo ¡no solo las indígenas! La prepara para construir un mundo de colaboración y no de competencia; de solidaridad y no de egoísmo. –¡Egoísmo! ¿Y el aislamiento? ¿Y la autosuficiencia de Abuela? ¿A eso cómo le llamas? –Instinto de supervivencia –le dice Juan sin perder la paciencia.
Esther toma su móvil y llama a su hermana Bertha. Entre mocosidades y un ataque de hipo logra sollozar palabras de este talante: con esta gente es imposible. Bertha le contesta del otro lado: ¿No te lo dije?, im-po-si-ble. Juan regresa con Esther a la casa grande. Cae de un sopetón la noche. Se encienden las luces. Abuela sigue paralizada entre las cayenas, con las grandes tijeras en la mano, tiesa como una estatua. Inhala hondamente y contiene la respiración por unos segundos; el silencio de su aliento es interrumpido por el aletear de una lechuza que cruza la noche. Rumia las elucubraciones de Esther y Bertha, sus hijas. —¡Qué necias estas niñas! —dice, levantando los brazos al Cielo. Y a la lechuza.
XI Noche de San Juan
–¡Abueeela! ¡Abueeela! Anakarina corre, corre, corre. Salta, da zancadas, hace giros. Sigue corriendo, las rodillas casi tocan su rostro. Se ríe y da brincos con un pie, con el otro. Algo trae entre manos. –Veo veo. –¿Qué ves? –Una cosita.
–¿De qué color? –Rojo cereza. –No son cerezas. –Son rubíes. Son ojos de conejos. Son amapolas. Son moras. Son mariquitas. Son caramelos. Son corazones. –¡Cierra los ojos! ¡Abre las manos! Puedes abrirlos ahora. –¡Qué belleza! Abuela mira con ternura las criaturas que Anakarina ha puesto entre sus manos. ¡Qué sanos y hermosos! ¡Qué rojo tan rojo! –Cronch, cronch –sonaron los dientes de Abuela hincándose sobre el fruto. –Uhmmm, qué ricura. Busquemos sal y limón para celebrar las primicias. –¿Primiciaaaaas? –¡Los primeros recién nacidos de nuestro conuco!
Apuraditas, recuperan el ritmo. Anakarina con sus zancadas largas. Abuela, rápida y pasicorta, corre como chinita. Las dos se van hacia la carpa mientras –contrapunteando– gritan bendiciones a dioses y diosas extendiendo los brazos al cielo:
¡Gracias, Oseema! ¡Alabado Semenia! ¡Te honramos, Sabaseba! ¡Te veneramos, Ches! ¡Gracias, Pachamama! ¡ Brindamos por ti, Yum Kax! ¡Por tu abundancia, Xochiquétzal!
¡Divina Isis! ¡Bendita seas, Artemisa! ¡Oh madre celta, Cerridwen! ¡Gloria a ti Freya! ¡Bien amada Deméter! ¡Por tus bendiciones, Épona! ¡Misericordiosa Cibeles!!! ¡Prodiogioso Ratnasambhava!
Haciendo volteretas de estrella Anakarina entra a la carpa. Una ráfaga de sol resplandeciente −como el reflector de un circo que alumbra a su trapecista− atraviesa de punta a punta el interior de la morada. La niña no repara en el portento luminoso con el que la aplaude la mañana. Corre al armario y saca un cuenco para echar el jugo de los limones donde nadarán los rábanos que corta Abuela con su navajita verde regalo de su amiga Úrsula, la suiza. El tazón se va llenando de medias lunas blancas y bordes rojos rociadas de limón y sal. Siguen en carrera a casa de Américo, el vecino, que reposa en su chinchorro leyendo un manual de jarabes curativos. Visto desde afuera, por las velocidades, lo que ocurre esta mañana parece una película de cine mudo.
–¡Salud Américo! Pruébalos, son los primeros. –Cronch, cronch, ¡tan ricos como hermosos! Cronch, cronch, cronch. Qué causalidad, qué sincronía, acabo de leer una receta de jarabe de rábanos para el dolor de garganta. ¡Celebremos con una bebida espirituosa! tengo en mi neverita champaña de saúco fresca y espumante.
Américo salta del chinchorro y en un santiamén ya se encuentran los tres sentados en el poyo de la ventana mirando hacia el huerto caracol.
–¡Salud! Gritan los tres al mismo tiempo chocando los pocillos de peltre cargados de olorosa champaña campestre. –¿Saben qué día es hoy? –preguntó Abuela. –Día de la primera cosecha –dijo Anakarina. –Hoy es… ¿veintiuno? ¿veintidós? ¿veintitrés de junio? Preguntó Américo. –Hoy es víspera de San Juan. –¡Solsticio de verano! En toda Europa se celebraba este día con fogatas nocturnas. –Y aquí lo celebramos con tambores. Le bailamos a san Juan. Así hacen en la costa, tres noches seguidas bailando tambor. Cuando era niña hacíamos un ritual especial y mágico. Era un ritual para adivinar el porvenir. La primera noche de San Juan colocábamos la clara de un huevo en un vaso de agua y lo poníamos al sereno de la noche. Al día siguiente aparecían figuras que formaba la clara en la transparencia del agua. Eran imágenes muy poéticas, reveladoras de nuestros sueños más ocultos. –¿Haremos ese ritual, Abuela? –Sí, Anakarina, lo haremos. Esta noche lo haremos.
Esa noche Anakarina y Abuela ofician la ceremonia. Abuela trae un vaso a medio llenar con agua de la quebrada y Anakarina toma un huevo que esa misma mañana Josefina, la gallina, ha puesto en el corral. Cuidadosamente parte el huevo en dos golpeando suavemente el borde del vaso y separando las partes un poquito −para que no se cuele la yema, que por muy anaranjada y rozagante que sea no ha sido invitada al ritual− deja caer la clara. La ve resbalar viscosa,
voluptuosa, gruesa y translúcida. Anakarina siente la magia de la vida deslizándose como una cascada lenta, ociosa, fuera del tiempo, segura de su potencia y su riqueza. Anakarina no duda que aquella clara, un poco vanidosa, le narrará, al hundirse en la humildad del agua reposada, un regalo divino, un ícono celeste que nacerá en el misterio de la noche.
XII ¡Amaneció!
¡Y he aquí que llega el día siguiente! Obvio, diría nuestra protagonista. No tan obvio. Parece una tontería decirlo pero podría no llegar. Podría quedarse el sol retozando bajo su edredón de cobalto. Podría decidir ir a alumbrar otra galaxia. Podría escurrirse por un agujero negro. Podría llegar al nirvana y sentirse tan a gusto que decidiera abandonarnos.
Para los yeckwana del Alto Orinoco, siempre lo dice Abuela, cada día que se enciende es un acontecimiento asombroso que tácitamente se glorifica. Cuando sale el sol, todavía en sus chinchorros, antes de preguntar por los sueños, el primer saludo es una pregunta: −Navanai? ¿Amaneció? Con gran alivio el interlocutor responde: −Navanaia! ¡Amaneció! La próxima pregunta será ¿qué soñaste? Cuidadosamente se contarán los sueños. La memoria de estas apariciones puede ser turbia, empañada por el soplo de los espíritus, sin embargo, tenderá la malla de su misteriosa presencia a lo largo del día. Para otros el recuerdo será tan vívido que no se lo podrán arrancar del pensamiento. Velada o refulgente, la trama de los sueños regirá los sucesos del día. En algunos casos encenderá las alertas de la persona o la comunidad y los incitará a actuar con prudencia. En mejores casos les colmará de alivio y de confianza para tejer el día.
Una cosita húmeda y carrasposa lame la oreja de Anakarina. Siente el aliento tibio de Krispin susurrándole que el motor del día ya ha sido encendido: ronnn, ronnn, ronnn. De un salto pone en modo de alerta todo su organismo y corre hacia la ventanita donde se ha serenado durante la noche la clara de huevo. − ¡Ooooh! Es verdaderamente mágico lo que está viendo. Un navío de dos velas flotando entre las olas encrespadas de un mar de pura espuma. La sonrisa plateada de la luna brilla a un lado del velero. Anakarina ha olvidado el lenguaje de las palabras. Sus manos sostienen su barbilla mientras logra apenas soltar unos oh oh oh que salen ingrávidos como rosquillas invisibles de su boca. No puede articular otro sonido.
Llega Abuela que regresa de su baño matutino (abluciones, le gusta decir a ella en tono jocoso) en la quebrada. –¿Has visto Anakarina? –Un barco de velas, ¡Abuela! Dime, ¿qué significa? –Un viaje. –¿Y la luna? –La luna es la fertilidad, la bendición de las cosechas. La luna sonriente es el cariño de la madre. Responde Abuela frotándose el cráneo bajo el cabello húmedo con una toalla vino tinto. –¿Y el mar y las olas? –El mar es la cuna de los navíos. Y las olas son la danza del mar. Ellas van, vienen, suben, bajan, se enroscan, se alisan, desaparecen y vuelven a aparecer. El mar es la vida, el movimiento eterno, la impermanencia.
Krispin no entiende nada, lo mata la curiosidad. ¿Habrá peces en ese mar que vive dentro del vaso? Salta y corre a buscar a su esposa Ágata quién suele tener todas las respuestas gatunas.
XIII El chinchorro de Tesho
–¿Ya está todo? Revisemos otra vez no sea que falte algo. Dice Abuela ya a punto de cerrar el maletín rojo de Anakarina. –Abuela, mañana es martes trece ¿No es mala suerte viajar en esos días? –¿Quién fue que dijo que la superstición trae mala suerte? –Contesta Abuela atareada doblando la ropa aireada y calientica por el sol.
Anakarina viajará a Oriente, al cumpleaños de Cala, su mamá. La acompañan su tío Bardo y su tía Sunyata. Su papá y Sara los alcanzarán mañana o pasado, el mismo día de la fiesta. –El chinchorro va en este bolsito aparte, es tan liviano y suave que lo puedes usar de almohada si te da sueño en el camino –sigue hablando Abuela–, un poco sola porque Anakarina está abstraída en el mapa de carretera tratando de localizar el pueblito costero donde viven Cala y Mario. –Listo, a dormir, que mañana madrugas. ¿Por qué frunces esa carita? –Porque quiero que vengas con nosotros. –Pero tú sabes que no podemos dejar solos a los animales. Y ¿quién va a regar las plantas? –Américo cuidará de todos… –Ya te dije que es probable que Américo los alcance allá el día de la fiesta. ¡Ya, ya, quita esa cara y vayamos a dormir! ¿Estás llorando? ¿No? ¿Y qué son esas perlitas que ruedan por tus mejillas? Ven, abracémonos. ¡Mira, Mira! Va a caer una semilla del Cielo. Es del Cielo yanomami y te va a encantar, es la historia de Tesho, el tejedor de chinchorros.
En aquel tiempo los hombres usaban plumas para adornarse y las mujeres se decoraban con flores. Todos los yanomami dormían en chinchorros de bejuco. Solamente Tesho reposaba en un chinchorro tan fino y tan suave que parecía tejido con fibra de las nubes. Todavía hoy, en el Orinoco, cuando terminan las lluvias y comienza el verano la gente viaja de un sitio a otro a visitar a los vecinos de otras comunidades. Solo entonces se ven tantas curiaras navegando por el río. Aquella vez, de todos los confines de la selva venía gente a ver el chinchorro. Nadie se atrevía a tocarlo no fuera a malograrse: Un chinchorro tan delicado solo podía resistir la levedad de un yanomami como Tesho, comentaban. Ese verano llegaron de visita los vecinos de una aldea del otro lado del río. Asombrados y mudos de respeto observaban el chinchorro de Tesho soñando que tal vez algún día él se animaría a enseñarles cómo hacer uno así.
Esa noche hicieron wayamou, la ceremonia de encuentro con los visitantes. La gente cantando intercambia sus pensamientos, se cuentan sus historias y anuncian las noticias de sus comunidades. Tesho pensó lo que iba a cantarles: les enseñaré a cultivar la semilla de algodón que un tiempo atrás me regalaron los caribe. Deben escoger una parcelita, lejos del plátano, lejos de la yuca y lejos de las plantas que puedan matarlo. Así les cantó. Cantando, cantando los invitó a invocar a Teshoriwa, el espíritu del colibrí:
¡Espíritu de Teshoriwa! ¡Arcoíris zumbador! ¡Abanico de fuego! A ti encomendamos estas maticas, sóplales la dulce brisa de tu aliento de flores, cántales y riégalas, mansas para el descanso, cálidas para el abrigo, alegres para la fiesta.
Y enseguida les recomendó a sus amigos cómo sembrar la planta: Si desean tener siempre plantas nuevas guarden semillas de las plantas viejas. Si desean plantas fuertes corten las puntas cuando las matas estén bien crecidas. Así nacerán las flores con hermosos capullos; saquen de ellos las motas blancas que secadas al sol lucirán más blancas que la luna antes de ser flechada. Abran las motas, guarden las semillas.
Ya estaba hecho, ahora faltaba saber el secreto del hilado.
Tesho tomó una varita fuerte, bien derecha y posándola sobre un pedazo de totuma les enseñó a hilar el algodón a las mujeres y ellas enseñaron a los hombres. Desde ese día los yanomami descansaron en chinchorros suaves como nidos y usaron motas y tejidos de algodón para adornarse. El buen maestro Tesho que ya se había convertido en colibrí no tuvo nunca más que ocuparse de sembrar algodón para acolchar su nido. Ahora solo va volando y lo recoge del plantío que los yanomami siembran en una parcelita no muy lejos del conuco.
XIV Oriente
¡Kikiri kiiiii! Canta Claudio, el jactancioso marido de Josefina. La percusión de sus alas turquesas y anaranjadas redobla sobre su pecho inflado ¿Cuántos amaneceres habrá anunciado Claudio en su vida? Pregonero del sol. Un prestigioso oficio, no cabe duda. Desde la puerta de la carpa Abuela despide a los viajeros que van desapareciendo hacia el oriente en el carrito amarillo del año de cataplún chinchín. El día se presagia lluvioso. Parejas de guacamayas surcan el cielo caraqueño. Augurio de un buen viaje, siente Abuela.
Una garúa suave y fresca los acompaña hasta Guarenas. En íntimo y mudo ritual cada uno se deleita en prodigios, milagros, regalos del universo. Celebran porque han visto el amanecer. Se sienten renovados porque han escuchado los cantos de los primeros pájaros. Porque han visto las garzas reposando con la cabeza escondida bajo el ala en las orillas del rio Guaire. Queda atrás la ciudad casi dormida, apenas despertando, a punto de encender su máquina frenética.
Ya están en Barlovento. Huele a cacao. Huele a fermentos de vida en ebullición por todos los costados. De pronto el sol, desafiando a la lluvia menguante, lanza sus rayos vigorosos por el entramado de ramas, bromelias, y helechos, iluminando a los viajeros del carrito amarillo. ¡Están peleando el diablo y la diabla! Hubiera dicho Abuela buscando el arcoíris como un vigía desde su torre de años. ¡Y aparece Huhío! ¡Tiene que aparecer la madre Huhío! La esposa acuática del sol, la culebra emplumada de los siete colores. –¡Bendice, Diosa, nuestro viaje! –Dice tía Sunyata serpenteando ágilmente los brazos y trasvasando el vacío entre sus manos hasta juntarlas en el preciso centro de su frente.
Estacionan un rato a orillas de la carretera para buscar riqui riquis, aves del paraíso, lirios de agua y otras flores familia de las Heliconias. Son las favoritas de Cala que cumplirá 24 años. Llevan también bolitas de cacao, piñonates y besitos de coco para chuchear en el camino. A media mañana ven franjas de mar que aparecen y desaparecen. Azul verdoso, verdeazulado, verde esmeralda, azul añil. La costa está cercana e inalcanzable al mismo tiempo, la contemplan desde los tarantines de comida ubicados a orillas de la carretera terraceada bordeando la falda media de la serranía. Comen empanadas crujientes, toman cocada. Comen y saborean el olor que trae la brisa marina, húmedo, salado. ¡Aire! Otro aire.
En las curvas, después de los Altos de Santa Fe, Anakarina se duerme y sueña que Ágata y Krispin viajan con ella dentro de la maleta de los títeres. El calor se hace insoportable y para colmo la maleta se desplaza de un lado a otro del asiento al compás de las curvas. Adib Pashá se siente molesto; más bien incómodo, mareado. Sin decir palabra desenrolla su alfombra y se propone seguir el viaje a pleno cielo. Mary Smith lo detiene y le pregunta cómo se va a perder el agradable olor de los almendrones y las uvas de playa. Suspira Mary golosamente cuando Miriam Makeba, la cumanesa, libera un aaaaaaa larguísimo y sonoro. Antes de sembrarse en el Caribe, ha recorrido millas este aliento. Viene del punto donde se besan el norte de África y el sur de España. Es un galerón lo que le sale del alma: aaaaaaaaaa. Anakarina despierta con la música de la emisora Radio Nueva Andalucía. –¡Es María Rodríguez, la sirena de Cumaná! Grita la tía Sunyata sobreexcitada. Van pasando por Cumaná, están en Sucre, frente a la península de Araya y al lado de la península de Paria. Vistas en el mapa las dos penínsulas forman un ave gigante con las alas abiertas. – ¡Sucre, tierra del Oriente! Vuelve a gritar eufórica Sunyata. –¡Tierra de poetas, de polos, jotas, malagueñas, galerones y fulías! Sale de su silencio el tío Bardo uniéndose a la retahíla que propone Sunyata. – ¡Tierra de iguanas, cunaguaros y araguatos! Agrega Anakarina. – ¡Tierra de nuestros antepasados: pariagotos, cumanagotos, cores, guaiqueríes, chaimas! – ¡Mar de piratas, filibusteros y corsarios! – ¡Mar de delfines, ballenas y marsopas! – ¡Tierra de desiertos, de selvas; de babas y caimanes; de aguas azufradas y rocas de cuarzo; de estrellas fugaces y meteoritos; de fosas secretas y profundos precipicios marinos!
Aaaaay, na na nana…
Tierra de mar y montaña, argamasa de agua y sol, gente de sal y arenisca, tu canto don y crisol…
Improvisa el tío Bardo un galerón que luego cantará Miriam Makeba en el aniversario de Cala. Han llegado a Marigüitar, llamada así en recuerdo a su antiguo cacique. En aquel alto sobre la costa vive la casita blanca con romanillas y sócalos azules fabricada por Mario para Cala, la mamá de Anakarina. Blanca como las nubes, azul como el mar, así queda como parte del paisaje, le dijo Cala a Mario, cuando soñaban qué colores ponerle. Él hubiera preferido pintarla de rosa mexicano con sócalos verde oliva, como un barco sobre la montaña.
XV La fiesta
En la cocina tía Bertha prepara los pequeños manjares que brillarán en la mesa. Entra Salomón, sus brazos tensos como armadura de bronce cargan sendos racimos de coco recién tumbados, los coloca a un lado del mesón. La casa empieza a perfumarse con vahos de leche de coco hervida; de sarrapia; de canela; de mantequilla derretida; de clavitos de olor; de guayabitas del Perú; de jengibre; de papelón; de ron de ponsigué; de piña cocida; de guayaba; de anón; de cacao... –¡Huelo, huelo! ¿Qué hueles? Un olorcito. –Juegan los niños, eso sí, fuera del recinto sagrado, porque si no la tía se pone muy nerviosa y sacará el ogro que vive debajo del turbante que envuelve su cabeza. ¡Un ogro terrible!
Tía Bertha está calmada cuando bate la leche blanca al fuego; cuando amasa el coco y la piña rallada junto a la harina de sagú; cuando se queda mirando el mar, como sin pensamientos. Tía Bertha estará nerviosa y regañona cuando no encuentra el cucharón de palo o la mano de piedra para moler especias. O cuando los niños entran ruidosos buscando ollas empapadas de dulce para lamer. Su respiración perderá el ritmo que la sostiene al navío de la cocina, su templo. Emergerán olas inmensas y agitadas por las fauces de un monstruo marino. Vendrá una tempestad. Tía Esther ¿qué hace tía Esther? Tía Esther cuida a los niños sin que ellos lo sepan. ¿No están con tía Sunyata los niños? Sí, pero están muy concentrados en la obra. Y esa escalera de madera, es peligrosa, porque es muy inclinada, porque antes era de un barco. A quién se le ocurre, esa escalera. Además está el balcón, los balcones siempre son tentación a la curiosidad ¡Ay, no, Dios mío! Dice tía Esther con pánico de mundo. Un rato teje, otro rato lee, otro rato mira. Está atenta, más que al sonido, a la ausencia de sonido. Si se hace un silencio, husmea, escucha, otea, espía qué ha originado el cese de la algarabía infantil. ¿Por qué los niños gritan tanto? Si no gritaran le hubiera gustado ser maestra, pero su batahola como el ruido de los cuchillos raspando la superficie de los platos le ponen los nervios de punta.
Un teatrino improvisado con el pañuelo de tía Cala, azul marino poblado de mínimas estrellas doradas, pende en el pórtico del pequeño balcón con vista al mar. El bululú de niños trata de ponerse de acuerdo en su papel y en su parlamento. Quién manejará este muñeco, quién manejará aquel otro. Son muchos titiriteros para un solo teatrín, parece un navío anclado y movido por la marea que crea la energía infantil. Tío Bardo instalado en un rincón a la izquierda del balcón, va colocando ordenadamente sus instrumentos sobre una estera de juncos. Uno por uno los prueba, los afina, les da calor. Esta
madrugada Mario y el tío Bardo han salido a pescar y han regresado con la caparazón de un botuto ¡Una trompa marina! Celebra el tío Bardo y soplando la caracola va a buscar a los niños. Allí están. Esthercita (Esther María), Maia (María Carolina), Lucía (Lucía Cristina), Adrián José y Anakarina, también los vecinos María del Mar y Benito. El sonido de la trompa los alborota ¡Y tanto que le costó a Sunyata sosegarlos! Si en este instante todo el mundo se callara al mismo tiempo no se escucharía el mar que anoche derrochaba espumosos rugidos. Este mediodía se escucharía apenas un chapoteo prudente, sigiloso. Si no fuera por esa leve cancioncita plácida y lacrimosa diríamos que el mar hace una siesta. En la terraza Mario barre la arena que nunca deja de traer el viento. La arena dorada surtida de trinitarias secas, blancas y fucsias. Se deja llevar dócil por la escoba y va formando dunas sobre el minúsculo desierto que crece en la pala. Después Mario coloca las heliconias –que tanto ama Cala– por aquí en una botella, por allá en un jarrón. Con la alegría de los ramos, la casita de paredes blancas y romanillas azules se va iluminando por dentro. Pedro y Abelardo salen de su mundo noticioso, asoman la cabeza bajando sus periódicos y también se iluminan con la contentura de las flores.
¡Silencio! Nos encontramos bajo el esplendor de la tarde y ocurre así, como siempre suele ocurrir –aunque pocos lo noten–. Ocurre que el tiempo, paciente y amoroso, ha elegido sus destellos más acogedores, sí, su más tierna luminosidad, para encender el preciso instante de la llegada de tía Cala. Llega ¡por fin! tía Cala que ha pasado el día buscando sedalinas en las mercerías de Río Caribe. ¡A esconderse, llegó tía Cala! Que no se escuche ni el ruido de una mosca, había suplicado Sunyata en el ensayo.
Rompe el silencio la mandolina con sus acordes dulces, agudos y nostálgicos. Tía Cala no ve un alma pero todas las almas la miran a ella. Tímida (ha debido llamarse Violeta) y sorprendida, esconde el cuello entre sus hombros. Tía Cala detesta las sorpresas, está a punto de llorar. Se hundirá en la tristeza si le cantan cumpleañosfeliz. Pero no, ¡a quién se le ocurre! La voz de la cumanesa (Miriam Makeba) perfora la tarde con sus ondas arábigas, y la envuelven, la enternecen, la acarician, la encantan, las notas del galerón venezolano. Llora. Y las lágrimas ruedan por un río de canciones, abrazos y risas. Llueven flores desde el teatrino, serpentinas de colores, papelillos y gomitas de lechosa con jengibre. En impecable silencio salen los adultos de su escondite y se sientan frente al tarantín donde permanecen escondidos los niños. Una fila de pies reposa sobre el piso. Nadie lleva zapatos. Al fondo está el mar tibio y rosado. La familia es un cien-pie-luciérnaga con luces de colores; se encienden unas y otras se apagan. Son las emociones que hablan en el lenguaje de los cocuyos. Anakarina está sentada en el regazo de Cala, como si fuera una bebé. De pronto salta como un resorte, corre a esconderse detrás del teatrino donde la espera Mary Smith, su muñeca de guante. Un elegante títere de varillas, la bailarina javanesa, abre sus brazos de diosa: ¡Atención, atención, comienza la función! Seguidamente, Adib Pashá hace un vuelo rasante desde su alfombra mágica y aterriza en la escena. Canta para todos un merengue oriental:
Oriente es la tierra donde amanece más temprano y a las seis ya los paisanos se regresan de la mar,
alegres, pues el peñero viene cargado de peces y un pájaro hace las veces de guardador nacional.
Y es que en Oriente, mi hermano, la mar tiene otro color y el amarillo del sol es un poco azafranado el aire es menos pesado y la luna es una flor que perfuma con amor a quien está enamorado.
Por eso Oriente, cuñado, lo llevo en mi corazón.
XVI Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho ¿Y ocho?
El sol oriental incendia la mañana. Anakarina sale a la terraza y se sorprende al ver a Juan y Sara que llegaron tarde a la fiesta; ahora duermen hundidos, colgados y mecidos en sendos chinchorros protegidos por mosquiteros. Los otros adultos han dejado allí las huellas de su vigilia. El chal tejido a croché, de Bertha, simétricamente doblado cuelga sobre el espaldar de una silla de mimbre. El sombrero trenzado con hojas de palma ¿de Mario? ¿de Juan? reposa abandonado en el sofá. Las sandalias blancas de Sunyata, una por acá, otra más allá, lucen huérfanas bajo la silla de extensión. Sobre la mesa del juego de mimbre se cruzan las agujas de tejer de Esther al lado de la bolsita de papel que contiene las sedalinas de Cala. El rincón de Bardo continúa allí como una exposición abierta al público de fantasmas nocturnos; solo la
mandolina permanece en su estuche mientras los demás instrumentos se exhiben aún sobre la estera. Anakarina siente un impulso irresistible hacia la trompa marina, la concha rizada brilla de un modo especial, su luz se destaca entre el conjunto de los instrumentos (flautas, kenas, zampoñas, campañillas, congas, ocarinas, bongós…). El caracol le habla, ella se acerca, lo toma, y está a punto de cometer una "rubiera" –así le dice Abuela a las travesuras–; le provoca soplar la trompa con fuerza de cornetista. No aguanta las ganas de inflar sus cachetes hasta que la piel de sus músculos esté por reventar y el aire se dispare. Será un ventarrón de aliento que despertará a todos con su sonido ronco y sobrenatural. Entonces ocurre lo siguiente: un ventarrón verdadero –más verdadero y sobrenatural de lo que pudo imaginarse– bate sus alas con tal fuerza que hace planear por la terraza los pliegos de los periódicos que ayer leían Pedro y Abelardo. Vuelan hojas impresas como grandes aves de papel y pliegan sus alas rectangulares sobre el rostro de la niña. Anakarina es capturada por un titular que la hace olvidar la caracola marina. Lee: Los misterios de la Fosa de Cariaco. ¡Los misterios de la fosa de Cariaco! Se devora el artículo, las palabras pasan como el tren más rápido del mundo ante sus ojos. La imagen de un hueco profundo en el fondo del mar a través del cual se puede viajar por el tiempo hasta llegar al pasado remoto del planeta la emociona. Y, pa’ más ñapa, recuerda al Chiriguare ¡el monstruo que duerme en el lecho de la laguna de Campoma¡ ¡Sí, esa laguna está por allí cerca, unos pasos tierra adentro del golfo de Cariaco! Corre a despertar a Esthercita, a quien, por lo visto, se le han pegado las cobijas.
XVII Una pasión común ¡Busquen el mapa¡
Esthercita y Anakarina han descubierto en estas vacaciones que no son tan incompatibles como pensaban. Han descubierto un vínculo que las une con más fuerza que la sangre. Todo empezó cuando sacaban las cosas de las maletas para ordenarlas en la habitación donde dormirían. Primero Esthercita colocó sus mapas en la mesita de noche, luego Anakarina sacó los suyos y sin decir palabra los dejó al lado. Entonces Esthercita ostentó su brújula y Anakarina relució su lupa y los binóculos de Bardo. Vino Esthercita y acarició el cartón mate y pulido de su Manual de Etnobotánica para Niños Curiosos. Y ¡saz! Anakarina extrajo de su morral su Guía de las Estrellas. A este tejemaneje le siguió un ataque de risas. Fue el instante de una revelación: la
pasión por conocer el mundo las uniría para siempre. Chocaron las palmas de sus manos en gesto de camaradería. Ese mismo día las dos niñas hicieron su juramento de exploradoras y escribieron en su bitácora la ruta del viaje. Se propusieron rastrear juntas los lugares más interesantes de esa Tierra de Gracia; así fue llamada desde los tiempos de Colón. Anotaron una por una todas las maravillas de Sucre, luego elegirían qué visitar en esta primera oportunidad. La elección no era fácil porque son tantos paisajes y tantas las cosas que ocurren en ellos que necesitarían unas vacaciones por lo menos de un mes para recorrer los sitios más interesantes de Paria y Araya. ¿Visitarán primero el ala oriental del estado? Su costa sur atrapa las aguas del golfo de Paria y finaliza en Macuro, frente a la isla de Trinidad. Allí el mar se mezcla con las aguas salientes del delta del Orinoco. El encuentro de corrientes dulces y saladas da lugar a peligrosos remolinos marinos que atemorizan hasta a los más expertos navegantes. Boca del Dragón la llamaron antiguos hombres de mar. (¿Habrá mujeres de mar? anota Anakarina en su diario de viaje y le pinta al lado una estrellita de cinco puntas que significa investigar) ¿O se decidirán por Araya, al occidente? Esa tierra desértica llena de cactus y cardones alberga hermosas salinas, pirámides cristalinas, espejos de colores violáceos que alguna vez fueron famosas minas de sal muy cotizadas por toda suerte de negociantes y piratas. En su interior está el golfo de Cariaco. He allí otro lugar enigmático que ha dado lugar a un sin fin de leyendas. Hablan de las bolas de fuego que ruedan bordeando el filo de las montañas o de enormes llamaradas que flotan sobre los cuerpos de agua, como la laguna de Campoma que mencionaba Anakarina hace unas páginas.
—¡Paria tiene su Dragón acuático y Araya un Pájaro de fuego! ,grita Anakarina dejando escapar un emotivo estornudo sobre el mapa. Bajo las aguas del Golfo de Cariaco se encuentran dos placas tectónicas. En tiempos arcaicos de acomodos terrestres cuya fechas solo recuerdan los científicos estas placas colapsaron. Quedó recostada una sobre la otra. Así están todavía, quebradas, como las velas de un bergantín abandonado, escondiendo uno de los más insondables misterios del mar. El precipicio submarino fue llamado por los geógrafos La Fosa de Cariaco y ocupa la atención de oceanógrafos, además de un sinfín de fisgones deslumbrados y obsesivos que visten trajes de foca y usan aparatos muy sofisticados para bucear en sus profundidades.
Anakarina y Esthercita aun no terminan de ponerse de acuerdo. Luego de elegir el destino de la excursión vendrá una tarea importante: convencer a tía Sunyata y a tío Bardo –los más insensatos de la tribu (y los únicos capaces de dejarse convencer)–, para que las lleven a conocer algunas de esas maravillas que el sabio Humboldt y otros viajeros reseñaron en sus diarios y que tantas noches Abuela ha bajado del Cielo para el deleite de su nieta.
Allí viene Esthercita lista con su plan: viajarán hacia el sur, antes visitarán San Antonio del Golfo, allí explorarán un chorro de agua sulfurosa de sale del mar. Luego subirán por la serranía del Turimiquire hasta llegar a Caripe para conocer los guácharos ¡los guácharos! esos pájaros con bigotes que viven en la famosa Cueva y que según los antiguos chaima son los espíritus de sus antepasados. Pero ¿quién dijo que el destino está escrito? la brisa y las hojas del Diario de Oriente abrazando la cara de Anakarina han cambiado la ruta y el destino.
–No, no, no, otro día, otro día –interrumpe Anakarina a su prima y le susurra algo al oído. –¿O sea que en vez de pedirle a tía Sunyata y tío Bardo que nos lleven para aquel lado, le vamos a pedir que nos lleven para este otro? –le cuchichea Esthercita con el mapa desplegado en el piso. –Sí, ahora en vez de ir hacia el sureste iremos hacia el oeste. Pasamos de largo Cumaná y seguimos hasta pasar la punta de Araya y por allí está la parte más profunda de la Fosa. –¿Y tú crees que ellos se quieran embarcar en esa aventura? –Pensándolo bien… están tan dormidos, he hecho toda clase de ruidos para despertarlos y nada. Si seguimos esperando que despierten se nos irá la mañana, ya van a ser las siete. Además ahora requerimos no de un carro sino de un barco. Por cierto, María del Mar y Benito no han llegado. –Hablando del rey de Roma por la ventana se asoma. Míralos, allí vienen. Los niños vienen con un mapire lleno de arepitas calientes que exhalan su calor oloroso a maíz pelado. Inmediatamente las niñas les dan a conocer la nueva ruta de viaje. –¡Le diremos a papá que nos lleve en el peñero! Ya vengo, voy a decirle. –Y sale disparado Benito hacia su casa que está casi enfrente de la de Cala y Mario. Pero regresa de inmediato, con la cara larga y los ojos tristes. Su papá ha salido temprano y no regresará tan pronto. –¡No importa! –dice Anakarina resignada. No sigamos perdiendo tiempo que para eso están los mapas y la brújula. Vamos caminando por la costa y encontraremos una embarcación que nos lleve hacia nuestro destino.
XIX Esmeraldas y microbios
Y se van. Piensan bordear la costa hasta llegar a Cumaná. Caminan y caminan. El sol va calentando cada vez con más fuerza. Caminan. Siguen caminando. Unas veces Anakarina y Benito avanzan adelante mientras Esthercita y María del Mar marchan a sus espaldas. Otra veces Esthercita y María del Mar toman la delantera. Benito y Anakarina se quejan porque las niñas siempre quieren recoger piedritas, pequeños caracoles o pedacitos de botellas azules, ámbar, verdes. Pedacitos de vidrio que ha ido lavando el mar hasta suavizar sus filos en tal forma que parecen piedras preciosas. –¡Encontré una esmeralda! –grita María del Mar guardando el fragmento verde en su bolsito. El trote suele ser rítmico, con unas pocas pausas para tomar agua o para consultar la brújula.
Si les ve agotados Anakarina los anima: es un precipicio enorme y profundo, 1.400 metros bajo el mar. Es una grieta en la corteza terrestre y se hizo hace quince mil años. A unos metros de la superficie ya no llega la luz ni el oxígeno. –¿Entonces no hay vida? –Sí, sí hay. Porque hay seres que no necesitan oxígeno para vivir. –¿Seres como bacterias? –Sí, y unos bichos como langostinos fosforescentes con muchas patas. Y también otros microbios y moluscos rarísimos. –Y también el Chiriguare –dice Esthercita. Un monstruo que tiene cola de burro y boca de bagre. ¡Buuuhhhhhh!!!! –¡Aaaay! –gritan todos, menos María del Mar que pregunta: –¿Y cómo hace para ver en la oscuridad? –¡Eso es parte de lo que debemos investigar! –¡Ayayay! ¡Mi patica, mi patica! –gime María del Mar que acaba de pisar un erizo. –Caramba, te dijimos que no anduvieras sin zapatos… –Ven que te saco las puyitas –dice Benito mientras Anakarina le pasa su lupa con gesto de enfermera que asiste al cirujano. Como todo un doctor, usando sus dedos como pinzas, Benito fue quitando una por una las delgadísimas espinas. –Vamos, vamos que se nos hace tarde. –Y nadie querrá llevarnos. Buuuu… buuuu… –Llora María del Mar– Yo he escuchado historias feas de esa fosa. Los pescadores le temen. Buuuu… –¡Ahora sí nos acomodamos! Una niña herida y otra llorona. ¿Qué leyendas te han contado?, son le-yen-das ¿entiendes María del Mar?: le-yen-das. –Mi abuelo Julio me contó que sobre la Fosa las aguas son turulentas.
–Tur-bu-len-tas. –Y que se hacen unos remolinos y a veces han visto de noche salir lenguas de fuego. –¡Ay qué emoción! Quiero ir, quiero ir. –Dice Benito. –Buuu… buuu…. ¡Hip! Yo me quiero ¡hip! regresar a mi casa. Ya estamos muy lejos. –Es verdad –dice Esthercita tomando la delantera–. Sigamos antes que se haga de noche. –Buuu, buuuuu, hip, buuu… –Sigue con la lloradera María del Mar– no quiero ir a ese pozo lleno de microbios, me dan miedo los microbios, me voy a enfermar… –Te dije que era mejor no venir con menores, Esthercita. Si nos hubiéramos venido solas a lo mejor ya estaríamos en la Fosa. Mirando severamente a la chiquita, continuó: –Y no es un pozo, María del Mar, es una fosa, fo-sa, de miles de kilómetros de profundidad, de miles de años de antigüedad. Y, para que lo sepas, estamos hechos de microbios. Somos un montón de microbios con un poquito de células. Los microbios no son nuestros enemigos son nuestros aliados. –¿Aliados? –pregunta Benito. ¿Aliados se llaman los dulces que me traen mis abuelos de los Andes? ¡Guácatela! Aliado de microbios… –¡Ay sí, hazte el gracioso! Aliados son amigos, colaboradores, que ayudan a nuestro organismo a estar sano y feliz. –Todo eso se lo oyes a Abuela y lo repites como una lorita truuua –Refunfuña ahora Esthercita desdoblando el mapa de la península. –Pues para que sepas, Abuela no me deja repetir nada como lora, todo lo tratamos de entender juntas y cuando digo algo sin pensarlo ella me hace pensar preguntándome; porque Abuela es una filósofa ¿entiendes?
–¡Y tú, una sabelotodo! –dice Benito, poniendo su granito de pólvora en el zafarrancho que ya comienza a armarse por el cansancio, el sol, el hambre y la emoción de la aventura.
Candelario, un niño que vende conservas de coco y empanadas a todo lo largo de la playa se acerca atraído por el bochinche de los niños y les dice: –Soy el hijo de Juvencio. ¿Conocen a Juvencio, verdad? Mi papá es el más famoso de toda esta costa, él vende las conservas más sabrosas y echa los mejores cuentos. –No buscamos conservas –, dice Anakarina, vamos tras la pista de … —Mi papá conoce muchas pistas, su tatarabuelo era un famoso corsario, se llamaba Gualterrali, todavía estuviera vivo si no fuera por una reina inglesa que le mandó a cortar el pescuezo y… En este momento Anakarina no tiene paciencia para historias. De ojos muy claros y piel bruñida como semilla de tamarindo es Candelario. Sus cabellos encendidos, ensortijados y muy aferrados al cuero cabelludo hablan del lejano amorío entre un filibustero y una muchacha guaikerí. ¡Pero sigamos¡ Anakarina no está para historias. Mientras Anakarina explica a Candelario, el hijo de Juvencio, cuál es el destino de la expedición, María del Mar grita mirando al cielo. –¡Auxilio¡ ¡Un monstruo¡ Un destello gigante deja ver las fauces y los bigotes largos de un bagre gigantesco. No, no es un bagre, dos alas anchas baten levemente, casi estáticas, planeando el aire. Es un pájaro. Es un ave colosal que brilla como el fuego. De sus garras cuelgan lianas de bejuco, de esas que abundan en selvas y manglares. El ave se comunica mentalmente con los niños y les pide agarrarse de las lianas para darles una vuelta que les permitirá ver desde el aire toda la región. Luego los llevará al lugar donde él reside, a la famosa laguna de Campoma.
Candelario, el hijo de Juvencio, es el primero en percibir la orden y en templarse de la cuerda vegetal invitando a los otros niños a sujetarse de las lianas. María del Mar cuelga como una monita de la espalda de Benito que tal como Anakarina y Esthercita va sujeto ¿sujeto? más bien imantado a la liana pues no tiene que hacer mayor esfuerzo para agarrarse a ella. Los cinco, María del Mar, Benito, Esthercita, Candelario y Anakarina, se sienten como marionetas manejadas por las garras de… ¡Ya es hora de llamarlo por su nombre, para qué ocultar lo inocultable ¡del Chiriguare! Visto ya con serenidad, el Chiriguare no asusta, es un monstruo candoroso, su mirada oblicua solo emana ternura. Sus bigotes de bagre y la cola de burro le da un carácter juguetón. Claro que María del Mar no puede percibir estos detalles. Aterrada como está ha quedado sin habla amparada bajo la camiseta de Benito por donde de vez en cuando asoma la cabecita para ver desde el cuello de su hermano cómo se va alejando la playa. Los barquitos parecen de papel y el mar un baile de agua verde que se mece sin parar al ritmo de una música que ella no escucha. La sombra del gran pájaro se proyecta perfecta sobre la silueta de Sucre, como la pieza ambicionada por el último vacío de un rompecabezas. ¡No se lo pierdan¡ ¡Busquen el mapa de Venezuela¡ El ala izquierda abarca la península de Paria terminando en Macuro; el ala derecha se extiende hasta Puerto La Cruz abarcando la costa sur del Golfo de Cariaco; la cola del ave calza sobre la península de Araya y acaba en Punta Araya, dejando atrás el Mar Caribe; la cabeza mira hacia el Delta del Orinoco. ¿Lo vieron? ¿Se percataron de que Sucre es un fractal de Venezuela? Ella también tiene la forma de un pájaro. ¿Vieron? ¿Les queda alguna duda de que esta ave asombrosa reina sobre la esquina nororiental del continente suramericano?
Los niños giran haciendo círculos en el cielo como si los bejucos fueran las sillas voladoras de de un parque de atracciones. Desde el aire comienzan a divisar el esplendor de la laguna. De una fuente brotan miríadas de diminutos peces colorados. Saltan y se zambullen respetando sus órbitas y alternando el movimiento con el chorro de perlas que emana cuando los pececitos se sumergen. Juntos forman un mándala acuático y luminoso. Candelario, el hijo de Juvencio, inmediatamente identifica el fantástico escenario, es el nido donde se crían y resguardan las simientes de todas las criaturas marinas. Su papá, Juvencio, le ha hablado de esa matriz cósmica, allí está escondido todo lo que ha sido, lo que es y lo que será del mar. Es decir, todo. Así le dijo su papá. Ana Karina escucha la voz de Abuela que completa la profecía de Juvencio, el vendedor de ostras, el sabedor de cuentos: protegido de la codicia humana, enfermedad de la civilización. Anakarina le trasmite a distancia que el Chiriguare les ha llevado a conocer el Portal donde están guardados los tesoros de esa Tierra de Gracia. —La Gracia es el verdadero tesoro —le responde Abuela, también a la distancia.
XIX Un domingo despeinado
Esther se despierta con el sonido de las gaviotas, los alcatraces y los guanaguanares que vuelan felices en el cielo azulísimo de la media mañana. Pero ella no se deja contagiar de esa feliz algazara. Ve la hora y se sobresalta. –¡Dios mío, son las nueve de la mañana! Los niños no se han desayunado. Pero qué ha pasado en esta casa. ¡Qué desorden! ¡Beeeertha! Bertha está ya en la cocina preparando desayuno. El aroma del café llega hasta la habitación donde Esther se viste rápidamente bajo un sentimiento de humillación ¿Por qué le da vergüenza levantarse a esta hora de la cama? ¿para quién es tarde? ¿para el sol? ¡A el sol le da igual que ella
siga durmiendo un día de su vida sin verlo amanecer! Pero es que la pobre Esther se siente responsable y sometida por todo. ¡Hasta por la disciplina de la aurora! Ayayay. El domingo en la casita blanquiazul se perfila agitado. Sunyata con sus pelos rojos y peinado de cuerpo espín (en estos casos ¿se dirá peinado o despeinado de cuerpo espín?) supone que las niñas están en casa de los vecinos y que es domingo y no es posible que los adultos sean tan incapaces de amanecer como se debe amanecer los días de fiesta: sin estrés, en calma, saboreando la pereza del cuerpo y la ausencia de obligaciones. Pero mejor se calla, hay un ambiente malhumorado. No es el caso de Bardo quien, mientras imita con su silbido el trinar del pajarito que lo despertó esta mañanita, busca sus binóculos para mirar las aves marinas y detectar a quien corresponde cada canto. Se emociona con sus vuelos en picada y la destreza con que se zambullen a pescar su comida, pero no encuentra sus binóculos. ¡Ah¡ Anakarina, recuerda que se los pidió prestados para una excursión. Pedro y Abelardo ya salieron y regresaron de comprar los periódicos. Son adictos a la prensa escrita y especialmente los domingos porque viene con suplementos extras. A Pedro le entusiasma la revista de literatura La letra encarnada y Abelardo colecciona la de deportes Aire Libre. Mario besa a Cala y va a buscarle café. Maia, Lucía y Adrián José juegan despreocupados armando sobre el piso de granito un país con caminos de hojarasca, torres de piedritas, conchas marinas y jardines de frutas verdes caídas del almendrón que da sombra a la terraza. Aparece en el escenario dominguero la mamá de María del Mar preguntando por los niños. A partir de este momento la casa se vuelve un campo de batalla en emergencia. Esther y Bertha con los pelos de punta; Sunyatha ya los tiene electrizados desde hace rato. Pedro y Abelardo suspenden sus lecturas y sacan las cabezas como avestruces tratando de saber qué pasa, por qué
tanta corredera, llamadera, pensadera, crispadera. Se reúnen todos en la sala de simulacros; barajean hipótesis ¿habrán ido hacia el este o el oeste? ¿habrán ido a pasear en bote? ¿habrán planeado una excursión por la montaña? ¿o se estarán bañando en las aguas termales de San Antonio del Golfo? ¡Ay Dios! ¿Y si los secuestraron? dice Bertha. Pobre secuestradores, dice Bardo. ¡Seguro que hay por detrás de esto algún invento de Anakarina!, comenta Esther. Pues santa Esthercita andaba ayer con unos mapas y una brújula, replica Sunyata. Esta mañana vino Benito con un misterio buscando a Salomón para que los llevara en el peñero a algún lugar, comenta Luisamelia la vecina. –Bueno, ya. Basta de cotorra. Vayamos por mar y tierra a buscarlos. Bardo y yo vamos en el peñero. Pedro y Abelardo vayan en carro –ordena Juan. –Yo me quedo de vigía aquí en la terraza. ¿Tú también? –le propone Cala a Sara que asiente antes de que termine de preguntarle. –Yo voy a llamar a los hospitales y a la policía –dice Esther. –No seas pavosa, ave de mal agüero –le rebate dice Sunyata. Aay, casi se arma la grande, pero no, hay una urgencia inminente, no es hora de peleaderas. Desde la terraza Cala rastrea la costa con los otros binóculos de Bardo, los que no son de ver aves, y le propone a Sunyata caminar hacia el oeste e ir preguntando quién ha visto a unos niños así y asá. Afortunadamente no pasarán desapercibidos. Sunyata consulta con su péndulo en qué dirección pueden ir los niños y coincide con la dirección que intuye Cala: occidente. –¡Andiamo! –dice Sara, colocándose el primer sombrero que encuentra.
XX El laberinto de la mente
Taca tatáca ta tá. Suena la corneta de un bus allá abajo, al pie del cerro. Bertha se asoma desde lo alto y anuncia que un autobús se ha estacionado en la orilla de la carretera. Los más curiosos salen a la terraza para observar a los pasajeros que bajan del autobús. ¡Ay! Cómo siempre han llegado un poco tarde a la fiesta. ¿Quiénes son? Pues nada menos que Abuela y Américo. ¡Han llegado Abuela y Américo¡ Pero no, esto no ha ocurrido en realidad. Solo ocurre en uno de los innumerables vericuetos de la imaginación de Abuela. ¡Pobre Abuela! Por culpa de tantos compartimientos es que suele tirarse de los cabellos. Ella siente como si se le enredaran los cables en el cerebro. Como si viniera un huracán y soplara los ríos de su pensamiento. Entonces, en vez de correr fluidos hacia una cascada pacífica que baja amablemente por una laja lisa; se anudan, se enmarañan, y se
entorpecen unos con otros. El mundo se vuelve caos. Tal vez eso explique su habitual gesto de tirarse de los pelos. Tal vez Abuela quiere, al dilatar su cuero cabelludo, que el comandante cerebro active la función de apaciguar las aguas bajo la sacra orden de manar hacia su curso, como un delta que se desplaza suavemente ¡sin aspavientos¡ disolviéndose en la orilla lánguida y arenosa de un mar calmo. Que todo se sienta como unidad y nada la divida. Que una placidez restauradora le permita sentir que las cosas andan bien armonizadas en el mundo. Al menos en el mundo de su mente. Pero ¿Cómo está el clima hoy en la mente de Abuela? Vamos a husmear por las habitaciones de esa casa oculta. Veamos qué ventanas están iluminadas. Hoy serán unas, mañana serán otras. Habitación número uno. Pobre Abuela, es que como llovió esos tres días seguidos se animó y sembró dos huertos caracoles pensando que había llegado ¡ahora sí! la época de lluvia. Pero al cuarto día, es decir, al día siguiente de la siembra entró otra vez el sol con sus llamaradas, sus tormentas de fuego y pobres semillitas… Américo y Abuela rápidamente han fabricado un sistema de riego por goteo con botellas de agua que alimenta la quebrada. Pero la quebrada, ay, si ven la quebrada, se ha convertido en un hilito de agua. Habitación número dos. Le hubiera gustado ir al cumpleaños de Cala. Anakarina hubiera estado feliz y Abuela le hubiera cumplido la promesa de visitar el fondo marino de una isla secreta que solo ella conoce. La hubiera llevado a conocer las aguas sulfurosas saliendo por las rocas de cuarzo de El Pilar… Pero. Por una parte, los huertos, los gatos, la casa. Por otra parte, el viaje. En automóvil es un viaje largo y están esos odiosos tuyuyos, los ¨policías acostados¨. Habitación número tres. ¿Por qué en este país existen políticas tan antipáticas como la de colocar a lo largo de las carreteras esos temibles lomos de cemento, esos tuyuyos que los venezolanos llamamos policías acostados? ¿Por qué no invitar a la gente a respetar la vida de los otros en vez de insistir en colocar obstáculos que causan accidentes, dañan los vehículos y provocan un jamaqueo que convierte el placer del viaje en un castigo? ¿Por qué
no nos respetamos sin necesidad de castigarnos? ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Cuántos tuyuyos mentales tendremos que vencer para vivir en paz aquí en el paraíso? Hay otros departamentos más profundos y otros desconocidos en la mente de Abuela pero no somos la Campanita de Peter Pan para andar husmeando en las mentes ajenas. Aunque es sano aceptar que hay un temor. Se dice Abuela hablándose a sí misma, o escuchando a su propia Campanita. Y así llegamos a la habitación número cuatro que es como la más sombría y desatendida de la casa, la que dejamos siempre para arreglar otro día. Allí se oculta el fantasma del miedo y la nostalgia anticipada. Es un fantasma popular que deambula en la cabecita loca de todos los humanos y ha dado lugar a un sinfín de creaciones románticas como boleros, poemas y otros géneros dramáticos que hacen del tormento su más preciada inspiración. El mar es lo más saludable. ¿Y si Anakarina se queda allá en el mar? Con su mamá, con Mario que tiene el divertido oficio de fabricar barcos. ¿Si va a la escuela del pueblo con Benito y María del Mar? No se puede oponer a nada que haga feliz a su nieta, pero debe reconocer que le harán falta sus ojos como lupas para apreciar los más mínimos detalles de la naturaleza. Recuerda entonces aquella crisálida dorada. Abuela vio una cosita mínima de oro y pensó que era el pedacito de una prenda perdida; un zarcillo tal vez, un prendedor dorado. Anakarina vio con sus ojazos aquella miniatura, la mantuvo en observación y al día siguiente observó cómo se fue abriendo para dejar nacer aquella mariposa de alas transparentes bordeadas por un hilito anaranjado. ¡Ven a ver Abueeeeeela! Y si Anakarina se queda en la costa ¿a quién le bajará las semillas celestes? Américo es un gran amigo, siempre ingenioso, cómplice, solícito, considerado. Pero Américo tiene más vista que oído y poco interés en escuchar semillas. En cambio los sentidos de Anakarina están todos atentos, siempre alerta, maravillados ante el universo. Seguro que Anakarina se ha puesto a mirar
el cielo de Marigüitar. Seguro que ha visto una lluvia de meteoritos. Seguro que sus oídos han estado atentos cada madrugada a la plática de los delfines o a la música electrónica de las ballenas.
XXI Corazonada
Abuela siente una pitazo en el oído derecho, seguidamente algo como un pajarito trina dentro de su barriga, el gorjeo sube en la dirección del corazón: toc toc toc (pájaro carpintero) ¡Una corazonada! Sin pensarlo dos veces se va hacia el cambural y se sienta en su taburete de jaguar, de madera pesada y bruñida por el uso, a la sombra de las hojas más hermosas del reino vegetal. Escucha la quebrada, se tranquiliza escuchando. Durante unos minutos respira lento para aquietar su mente y convierte en altar el centro de su pecho. Convoca a su familia. ¡Su desastre de familia¡ Los va ubicando uno por uno: primero a sus abuelos y a su papá y su mamá que hace largo rato pasaron a la otra dimensión. Luego a Aurelio, el amor de su vida, que también debe vivir ya en otra galaxia. Luego a sus hijas, hijo, nueras, yernos, nietas, nietos; también a María del Mar y Benito. Y así va a agregando a todos los seres, los vecinos, los que pescan en la mar, los que suben la montaña, los que van por la carretera, los peces, los árboles, todos los animales. Todos los seres de todas las galaxias van llenando la mente de Abuela. Todo el que tenga miedo, todo el que esté
en peligro, todo el que sufra, todo el que busque paz es bienvenido a este mándala, susurra para sí misma. Poco a poco surge del Cielo que se esconde bajo sus párpados entornados, la imagen de Tara
Verde, la diosa tibetana nacida de una lágrima compasiva. Tara, Señora de la medianoche, está sentada sobre una piedra de esmeralda sostenida por cobras que ante su grandeza se postran. Mecida en la luna de plata lanza al aire plumas de águila con su arco. El amor viaja más rápido que el sonido, más veloz que la luz, atraviesa la galaxia en un instante. ¡Oh! Reina de la Gran Compasión, donde quiera que tu amor se necesite al instante está allí.
Atrapada en el huracán del sufrimiento los vientos desgarran mi cuerpo y mi mente, sólo tengo que llamarte por tu nombre: ¡Tara, Tara, Tara! y los vientos de nostalgia y miedo se enmudecen y acallan.
Quién podría haber imaginado que esas dos minúsculas sílabas
podrían contener tanto amor. Amor compasivo, amor audaz, amor de todos los Budas.
XXII ¡Silencio!
Allá vienen niñas y niños en cambote. Los recogió Salomón. Los divisó desde el peñero cuando se detuvo a achicar la embarcación que se estaba llenando de agua. Se detienen frente a la playita que está bajo la terraza. Cala los ve llegar y da la voz. Sale el organismo completo a recibir a los infractores, las últimas paticas son las de Cala que calza alpargatas de pabilo blanco. Benito se esconde detrás de María del Mar y María del Mar detrás de Esthercita que a su vez se escuda tras el cuerpo de Anakarina. Temen un regaño apoteósico. ¿Por qué no avisaron? Es la gran pregunta. ¿Por qué no estaban despiertos? Es la pequeña respuesta. ¿Pero no podían dejar una nota escrita? –Es que no se nos ocurrió porque vimos esa señal que nos enviaron en el Diario de Oriente y quisimos irnos pronto para llegar a la Fosa de Cariaco la más profunda, la más antigua, la más misteriosa del mar Caribe. –¡Y del mundo! –agrega Benito.
–Se sientan a comer en silencio y luego cada quién a su cama a reflexionar en el susto que nos dieron y en lo imprudente de la aventura que se proponían realizar –dice Esther con mucho carácter. Ante los rezongos infantiles añade: –¡Punto y se acabó! Siempre que Esther pierde la paciencia dice así: punto y se acabó. –No quiero escuchar explicaciones. Ya mañana hablaremos con calma sobre el asunto. En medio del solemne silencio familiar, Adrián José se acerca a Anakarina y le pregunta en el oído si vieron pulpos alienígenas en la Fosa. Maia y Lucía por su parte no comprenden por qué fueron excluidas de esa extraordinaria aventura y se disponen a reclamar cuando la voz recia de tía Bertha se impone. –¡Silencio! ¿No escucharon a Esther?
XXIII El regreso
Abuela teje un gorro con pabilo amarillo y violeta. Todavía no sabe para quién. Mientras teje recuerda el sueño de anoche. Ocurría en el futuro. La selva había abrazado de verdes todos los edificios abandonados. Ella esparcía en el patio semillas de café que en el sueño lucían como granates luminosos. Por un caminito bajaban de la montaña dos señores cabalgando sendas mulas, uno era Humboldt, sí el barón. El otro era Barné Yavarí, el cacique yekwana que venía desde el Alto Orinoco a reconocer plantas alimenticias para los nuevos pobladores de la vieja Caracas. Abuela les gruñó y, amenazándolos, les mostró una flecha; no los había reconocido. Entonces ellos se identificaron sin bajar de las mulas ni salirse del camino. ¡Ah! Ustedes también vienen regresando del pasado. Les dijo Abuela en un tono más amistoso y se despertó.
¿Pero quién viene allí? ¿Quién es ese rastafari? ¿Qué carga entre sus fauces? El caminar me resulta familiar, lo he visto antes. ¿Escucho unos gemidos? ¿O son maullidos? Son gemidos y maullidos.
Abuela deja la cesta llena de madejas multicolores y sale al encuentro de alguien muy peludo y borroso que corre hacia ella. –¡Tábata! ¿Eres tú Tábata? Los ojos del animal brillan anegados de historias. Un instante de su mirada relata cien capítulos de una aventura que Tábata jamás podrá narrar. Su llanto, que es más que un saludo, no sale de su garganta, viene del propio centro de la emoción. Aúlla sus disculpas por desaparecer, su alegría de estar nuevamente en casa. Tábata ofrenda aquello que sostiene con magistral delicadeza entre su hocico. Ahora el llanto se enreda con un sonido de fondo, con el leve maullido de un gatito, pequeñísimo y brillante como un azabache. Abuela recibe aquel obsequio y no puede dejar de pensar que a Tábata la envían los dioses del Reino de la Dicha y que Azabache (así lo llama desde el primer momento) es un buen presagio, un nuevo talismán que les envía el mundo. Corre a la carpa, le grita a Américo que venga rápido: vite, vite, run, run. Pone a calentar agua, bate leche, le agrega un poquito de miel, busca dos tazones y los llena con la bebida tibia para los dos recién llegados. –¡Tábata! –le dice a la perra, horas más tarde. Das asco, qué feas esas manchas de aceite, parece que estabas de guachimana en un taller mecánico o que vivías debajo de un tractor abandonado. Por los rulos del pelo pareces la mascota de Bob Marley. Cuéntanos Tábata, dónde andabas. Tábata gime, le lame la cara, mueve la cola como un plumero. El agua de geranio en el fogón la espera para un delicioso baño, aunque a decir verdad, a Tábata no es que le fascinen los baños. Azabache ya tiene cesta y cobijita de fibra polar color lila. Es una obra de arte, una manchita negra como un frijol reposando en la palidez suave del lila.
XXIV Pececitos alados
Clon clon clon. Ahora sí. Es real. ¡Llegaron! Son tía Sunyata, Juan, Sara y tío Bardo que regresan del mar con Anakarina y Esthercita. Abuela los recibe. –¡Esthercita! ¿tú aquí? Qué alegría tan grande –. Se abrazan, se cuentan, solo un poco, ¿por dónde empezar? Se callan. Ya habrá tiempo. Se miran, se toman de las manos. Abuela contempla esas manitas de dedos largos y rectangulares. Heredó las manos de Aurelio, suaves para la caricia, danzarinas para el piano. Esthercita observa la figura que se alarga desde las manos de la anciana. Abuela parece sacada de un cuento.
Anakarina llora de gozo cuando Tábata le salta encima. Y se encoje de ternura cuando conoce a Azabache, pero lo deja dormir, debe estar cansado. ¿Y a que no adivinan quiénes se acercan por allí? Ayayay, son Ágata y Krispin que merodean la carpa llenos de sospechas. Saludan, huelen las maletas y todo el equipaje de manera exhaustiva, como si fueran vigilantes de aduana. Caminan haciendo eses entre las piernas de los recién llegado, rozándolos con su sensual pelaje. Se acercan a la cesta, entrecierran los ojos contemplando al michino, enarbolan sus colas. Ágatha salta cuidadosamente y se enrosca
abarcando la criatura con su pelambre blanca, marrón y negra. Krispin, en cambio, se da vuelta en una demostración sobreactuada de indiferencia felina. Busca a Tábata para jugar con ella. Hace tiempo que no se persiguen, hace tiempo que no juegan al escondite. La última vez Krispin quedó encaramado en el árbol de aguacate toda la noche sin poderse bajar. Ahora Tábata lo lame y él devuelve la caricia del mismo modo.
–Vamos a ver el conuco –le dice Abuela a Anakarina y a Esthercita quienes la rodean prensándola entre sus brazos. –Ya verán el trabajo que ha hecho la lluvia en unos pocos días.
Mientras anochece la anciana y las niñas cenan con casabe y queso llanero que han traído las viajeras de Oriente. Abuela no resiste la curiosidad y le pregunta a Esthercita: –¿Y cómo es eso que te has animado a venir hasta aquí donde vive esta vieja gruñona? –Un pajarito me ha hablado de unas semillas encantadas que caen del Cielo —dice picándole un ojo a Anakarina. —¿Nos vas a bajar una esta noche, Abuela?
Entonces Abuela mira por la claraboya del zenit la danza espiral de las estrellas. Coloca como cuenco sus dos manos para recibir la lluvia de semillas que germinará la historia de esa noche de agosto. Las niñas contemplan en silencio las acrobacias de letras y símbolos girando cómo cuerpos atómicos bajo el techo de la carpa. Afuera, Tábata, Ágata y Krispin, celebran el reencuentro cantando a la luna una melodía animal que solo ellos, la quebrada y los astros entienden. Desde un lugar todavía impreciso el fantasma de Abuelo mira cómo se mueven los labios de Abuela mientras brotan de su aliento pececitos alados.
(Continuará)
Bitácora transgaláctica para los más curiosos
¿Habrá algún curioso por allí? Si es que lo hubiere, si es que ha llegado hasta aquí con su atención dispuesta, le contaré en pocas palabras el para qué y el por qué de esta bitácora. He seleccionado y señalado en cursivas negritas algunos términos que se refieren a obras culturales, mitos, etnias, autores, personajes y palabras que aparecen en estas páginas. La idea es ofrecerle a ese futuro lector, si es que logro un lector, una red de caminos para que llegue por sus propios pasos a la roca madre de estas piedras preciosas. Se trata también de un gesto de afectuosa correspondencia, un mínimo homenaje para aquellos creadores –individuales y colectivos–, obras y palabras que por rebelde voluntad de mi memoria han ido apareciendo mientras narro. Son centellas que agracian el tosco paisaje de mi escritura. ¿Por qué recuerdo a estos y no a otros? Me pregunto. ¿Qué injusto olvido no habré de perdonarme? No lo sé. La respuesta solo la tienen los juguetones fantasmas de mi mente.
Barné Yavarí: Fue un cacique yeckwana del Alto Orinoco. Denunció ante el estado venezolano la invasión de las Nuevas Tribus, secta evangélica que imponía su biblia y sus costumbres distorsionando las religiones orinoquenses, bajo el nombre eufemístico de Instituto Lingüístico de Verano. Yavarí decidió retirarse a las tierras más lejanas de la selva orinoquense y fundó un
pueblo, Yanatuña, en el Alto Kuntinamo, las tierras originarias de sus dioses, así decía. Para ver y escuchar a este sabio cacique busquen un documental de Carlos Azpurua que se llama Yo hablo a Caracas. Bread and Puppet: El Bread and Puppet Theatre, es un grupo de teatro de títeres estadounidense fundado por Peter Schumann en 1963. Tuvimos la suerte de presenciar su obra Juana de Arco, en el I Festival Internacional de Teatro, en Caracas, en 1973. Desde 1968 viven en una granja en Vermont. Esta es la dirección de su página: http://breadandpuppet.org/ Chaima: Pueblo de filiación caribe. Originalmente se asentaron junto a otros pueblos en la costa oriental. La mayoría de sus asentamientos están en los estados Sucre y Monagas. Agricultores por excelencia, han dado una batalla ejemplar por la recuperación de su lengua y de sus tierras. Chuchear: Curioso lector, si no eres venezolano te conviene saber que chuchear significa comer chucherías que en Venezuela significa golosinas (caramelos, chocolates, helados, chupetas y otras con demasiado amarillo número 5 para mencionarlas). Guachimana, guachimán: Esta palabra me da risa, por eso la utilicé para comparar a la perrita Tábata con un bedel de taller mecánico. Es uno de esos anglicismos del que está lleno nuestro idioma. Viene de la palabra watchman (hombre que mira) y seguramente estará históricamente relacionada con los campos petroleros donde vivían los técnicos norteamericanos que trabajaban en la explotación del petróleo. Guachimán significa vigilante, bedel. Guaikerí: Pueblo de la costa caribana, antiguos pobladores de la Isla de Margarita, fueron salvajemente explotados durante la explotación de las perlas en el siglo XVI. Hormiga 24: la llaman así porque su picadura produce una fiebre que dura 24 horas. La hormiga 24 forma parte del ritual iniciático de los jóvenes yeckwana. Si les interesa el tema hay un libro para niños, referido a la iniciación del primer shamán, titulado El extraordinario viaje de Medatia, de Henriette Arreaza, publicado por Siembraviva ediciones, en Caracas, 1992.
Huhío: Es la madre de las aguas en la cultura yeckuana, serpiente cuya cabeza está coronada por las plumas del arco iris. Símbolo que se repite en muchas culturas americanas. Humboldt: Si amas la aventura, los viajes, las ciencias de la naturaleza no puedes dejar de leer al sabio Humboldt, nacido en Berlín en 1805, viajó a nuestro continente en 1799 con su amigo Bompland. El viaje comenzó en Cumaná, Venezuela. Janosh: Las aventuras de tío Popoff, de la cual les narro una versión libre, sumamente libre, fueron creadas por el autor polaco de nacimiento, Horst Eckert. Es narrador e ilustrador, actualmente vive en Tenerife, España. El chinchorro Tesho: El mito que narramos es una adaptación, también libre, basada en El Mito Del Algodón recreado por Isaías Torres y María Isabel Erguillor en el libro ¡Hola! Yo soy yanomami. Publicado por el Vicariato apostólico de Puerto Ayacucho. Librería editorial Salesiana. Segunda edición, 1990, Caracas. La Trompetilla Acústica: Es una novela escrita por Leonora Carrington, escritora inglesa nacida en 1917. Hija de un empresario textil y una madre irlandesa que la alimentó con cuentos galeses, vivió en México la mayor parte de su vida y allí murió a los 94 años. Su biografía es una verdadera novela. Además de escritora, esta artista rebelde y surrealista, fue escultora, muralista y escenógrafa. Uno de sus murales se encuentra en el Museo Nacional de Antropología de México. Aunque La Trompetilla Acústica no está escrita para niños su recuerdo me inspiró para escribir el capítulo que lleva su nombre. Yo leí la traducción de Renato Rodríguez editada por Monte Ávila editores, en la Colección Continente, publicada en Caracas, 1997. En el siguiente enlace puedes ver el mural y El cocodrilo. https://es.wikipedia.org/wiki/Leonora_Carrington#/media/File:The_Magical_World_of_the _Mayans_(19175233482).jpg
María Rodríguez: También llamada La sirena de Cumaná, es una de las cantantes más amadas en la costa oriental venezolana. Famosa en todo el Mar Caribe llevó su canto hasta los escenarios de más allá del océano. Organizadora de los carnavales cumaneses; fue profesora de canto y baile en la Universidad de Oriente. La Oración del Tabaco fue la canción que la lanzó a la fama. Si quieren escuchar en su voz un Velorio de Cruz de mayo, pinchen aquí: https://www.youtube.com/watch?v=lhMF56Rs1h4&list=RDlhMF56Rs1h4&index=1 Merengue oriental: Oriente es otro color, es el título de este merengue creado por uno de los compositores y músicos más fecundos de la música venezolana: Henry Martínez. Pueden escuchar este merengue y otras composiciones del autor en la voz de Cecilia Todd, allí va el enlace: https://www.youtube.com/watch?v=Mu6DIjEs9Ao Miriam Makeba: ¡Una diosa terrestre! Hija de una yerbatera y un shamán de la tribu Xhosa. Nació en Johannesburgo en 1932. Fue una activista incansable por los derechos de los afroamericanos. Estuvo casada con el intelectual trinitario Stokeley Carmichael. La cálida e impresionante voz de Miriam difundió la cultura africana por todo el planeta. Su corazón se paró en 2008 luego de dar un concierto en algún escenario de Italia. Les doy este link para que escuchen el Pata Pata, ritmo que bailamos los jóvenes de buena parte del planeta en 1967. https://www.youtube.com/watch?v=iktKbIKZh9I Monet: A Claude Monet, el impresionista francés nacido en 1920, los nenúfares le despertaron una pasión casi obsesiva. En su casa tenía un lago lleno de nenúfares y llegó a pintar más de 250 lienzos con este motivo. Incluso pintó unos enormes para que fueran colocados en forma circular y que el público los pudiera apreciar como si estuviera frente a un lago lleno de nenúfares suspendidos. Si algún vez van a Paris pueden ir a verlos en el Museo de La Orangerie de las Tullerías, que era el lugar donde protegían del frio invierno a los naranjales de los reyes franceses.
Ñapa: Pa más ñapa: ¡y para colmo!. La palabra ñapa (traten de no olvidar esta importante palabra ya en vías de extinción) se refiere a una práctica a punto de desaparecer si la gente continúa siendo muy tacaña. Dar la ñapa es dar el regalito, el caramelo, el poquito de algo más, que el comerciante obsequia al consumidor como un gesto de generosidad o como carnada para que vuelva, opinan los más sagaces. Esta bitácora, por ejemplo, es una ñapa. Oseemma: Esta es una versión libre del mito yukpa que me narró el antropólogo y ecologista Lusbi Portillo, tenaz activista por los derechos territoriales y ambientales de los yukpa. Rompezaragüey: Vernonia methaefolia. Es una planta ritual original de Cuba. La canción a la que me refiero fue compuesta por Virgilio González y cantada por el genial Héctor Lavoe, en el disco La Voz del sello FANIA, 1975. https://www.youtube.com/watch?v=ehAjL Tara verde: La tara verde, deidad del universo budista, nace de una lágrima de Avalokitésvara, la diosa-dios de la compasión. La oración que reza Abuela en el capítulo XXI la compuso un monje de la Orden Triratna, Vessantara, autor del trabajo Las cinco budas femeninas, sus sadhanas y sus puyas. http://www.librosbudistas.com/descargar/cinco-budas-femeninas Yanomami: Ocupan las selvas humedecidas por el Alto Orinoco y sus afluentes. Pertenecen a una familia lingüística independiente. Narran sus mitos en formas rituales de una riqueza gestual impresionante. Les recomiendo un documental que se llama El extranjero que danza, del cineasta Manuel de Pedro; muestra el encuentro entre una comunidad yanomami y un grupo de teatro danés, el Odín Theatre. Yeckwana: Los yeckwana de filiación lingüística caribe se asentaron tradicionalmente en las cabeceras de los ríos Orinoco y sus tributarios. Son increíbles navegantes y fabricantes de curiaras. La espiritualidad de los yeckwana se ha expresado en Watunna, su historia sagrada, su mitología: rica, sabia y divertida.
Yukpa: El pueblo yukpa cuya lengua es de origen caribe está asentado en territorios colombovenezlanos, en la Sierra de Perijá, en Venezuela en el estado Zulia. Son fundamentalmente agricultores y artesanos de la alfarería, la cestería y el tejido. Su bebida ritual es la tuka, una chicha a base de maíz fermentado. Tradicionalmente al jefe político lo llaman kapeta y el tomaira es el shamán que puede viajar a los mundos más allá de la tierra. El tomaira organiza, crea las ceremonias y guarda los mitos con los que enseña verdades espirituales a su pueblo. El pueblo yukpa libra desde hace años una batalla con los terratenientes de la zona que los han despojado de sus tierras originarias. Esta lucha histórica ya tiene varios mártires, el más conocido es el cacique Sabino Romero, asesinado por encargo de terratenientes enemigos el 3 de marzo de 2013 en la Sierra de Perijá. Yurta: No dejen de apreciar una yurta y de paso aprender sobre la interesante vida de una familia mongol. No se pierdan el documental El camello que llora escrito y dirigido por una muchacha mongol, Byambasuren Davaa, y por el italiano Luigi Falorni. Aquí les copio el enlace: https://www.youtube.com/watch?v=wu9zJ_Z6ny4
INDICE
I.
Conuco Celeste
…………………………………………………
II.
El ocho es un infinito espigado
III.
Cómo es abajo es arriba
IV.
Oseemma, el dueño del maíz
V.
2
………………………….……
3
……………………………………….
6
…………………………………
9
El conuco terrestre
…………………………………………….
13
VI.
El premio Popoff
……………………………………………..
17
VII.
Mi familia
……………………………………………………….
20
VIII.
Mi otra familia
IX.
La Trompetilla Acústica
X.
No luna
XI.
Noche de San Juan
XII.
¡Amaneció!
XIII.
El chinchorro de Tesho
XIV.
Oriente
………………………………………………….
23
………………………………………..
26
…………………………………………………………
30
………………………………………………
35
……………………………………………………….
39
………………………………………….
42
…………………………………………………………….
45
XV.
La fiesta …………………………………………………………….
XVI.
Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho …
XVII.
Pasión común
XVIII.
Esmeraldas y microbios
…………………………………………
60
XIX.
Un domingo despeinado
…………………………………………
66
XX.
El laberinto de la mente
…………………………………………
69
XXI.
Corazonada
……………………………………………………….
72
XXII.
¡Silencio!
………………………………………………..
54 56
…………………………………………………………… 74
XXIII.
El regreso
XXIV.
Pececitos alados
………………………………………………………….. 76 ………………………………………………….
Bitácora transgaláctica para los más curiosos
49
78
……………………………… 80