Tremendo banquete Cuando entraba por la parte de atrás, me encantaba encontrarme a mi vecina. Eran como diez personas en el complejo de la esquina, muy unidos, por cierto. Siempre estábamos buscando el bienestar de cada cual. Sin embargo, a mi me interesaba que estuviera bien Gloria, mi vecina. Y es que ella estaba como quería, bien rica. Cuando llegaba del trabajo, parecía que de su cuerpo emanaban mensajes subliminales, alusivos a la lujuria. Por la mañana, bien tempranito, me levantaba emocionado, pues, en pocos minutos, luego de la hora en que me levanto, se verían, por la cola de la ventana, las tetas de Gloria; lo mejor de despertarse era verlas bien paraditas, bien gorditas, tal
Wilfredo J. Burgos Matos
como me gustaban. Salía corriendo, tocaba su puerta y era ahí cuando empezaba la emoción mañanera. Me cogía por el pelo, me pegaba a la pared y la mejor en la materia, mi Gloria, me llevaba a un lugar lejano a este mundo. Terminada la acción, recogía la poca ropa que llevaba puesta, me despedía de Gloria, abría la puerta, me arreglaba y me iba a trabajar. Luego, llegaba en la tarde, la veía echándole agua a las flores del patio interior. Le sonreía y, luego de esa pícara invitación, mi amiguita sabía lo que habría en la siguiente mañana: mucha acción, mucha alegría.