César Antoine Feghali Restrepo Sublime: presentar lo impresentable Como trabajo final del curso que es la presente, no se pretende volver a las lecturas fundamentales de forma incisiva como se hizo en las relatorías. La presente, mejor, tiene como propósito el darse una oportunidad de mirar lo sublime con otros lentes con los que se hicieron en el curso (esto es, tanto en las clases, como en las relatorías), pero, claro, teniendo en cuenta que los lentes fueron construidos en el mismo. Está ligado más a una necesidad de escribir algunos problemas que, sin duda, están transversalizados por lo sublime. En fin, no se trata de localizar un problema en concreto y hacerle despliegue conceptual y argumentativo, ni tampoco, de solidificar lo sublime o hacer una recopilación de las lecturas ya manoseadas (aunque, vale aclarar, que aparecerán de soslayo, como rápidas menciones mostrando como ellas son, sin duda, inexcusables a la hora de visitar lo sublime). Este trabajo es un híbrido, un apuntar por diferentes flancos en orden de focalizar lo sublime desde escenarios que, específicamente, no fueron hurgados en el curso. La aparente arbitrariedad con la que, posiblemente, puede sonar ese híbrido no es mera tan así; se trata, pues, de poner en diálogo implícito (implícito porque no hay secuencia lógica luminosa entre los temas, cada una resuena con la otra –quizá, unas más que otras), de crear una malla entre ellas mismas, de crear circularidad conceptual (que, como se verá, habrá una reiterada aparición de Lyotard y de lo impresentable): en primer lugar, y con la ayuda de Ranciere, se quiere mostrar la hermandad existente de lo irrepresentable con lo sublime, en donde Ranciere pasa por un posmoderno como lo es Lyotard para apuntalar a un arte de lo sublime que haga presente lo impresentable, lo irrepresentable; luego, una continuación del pensamiento de lo sublime lyotardiano pero ya poniendo los ojos en lo sublime desde las vanguardias, de cómo éstas últimas fueron condición de posibilidad de lo sublime en el arte –precisamente, en el cine, como miraremos con el célebre ojo cortado de Buñuel- en cuanto manifestación de un impresentable; seguido, miraremos cómo el sentimiento de lo sublime empieza a penetrar, sigilosamente, en el cine expresionista alemán, como sustrato principal de la creación cinematográfica en aquél tiempo, como huella ineluctable para hacer tabla rasa de la náusea que dejó la primera guerra; y, por último, se mirará cómo la experiencia de exceso en el cine es experiencia de lo sublime, particularmente, en el filme de Godfrey Reggio, Koyaanisqatsi (1982). Sin más rodeos, entremos. Ranciere y lo irrepresentable Rancière, en El Destino de las Imágenes, presenta en su último capítulo, no digamos que una respuesta, pero, sí, un desplazamiento a la cuestión de la existencia de lo irrepresentable. Tropieza con Lyotard para dar con lo irrepresentable y lo impensable. Para embestir la pregunta por la existencia de lo irrepresentable en el pensamiento, es necesario, entonces, tirar al escenario dos preguntas: ¿bajo qué condiciones se pueden declarar irrepresentables ciertos acontecimientos? ¿Bajo qué condiciones se le puede dar a este irrepresentable una figura conceptual específica? Rancière lleva a cabo este opúsculo por un evidente síntoma de indigestión, de intolerancia, al uso inflacionista que se le ha dado a lo irrepresentable, en donde se ha entremezclado indiferenciadamente con las vecindades de otros conceptos: lo impresentable, lo impensable, lo irredimible. Violentar esta indiferenciación es lo que se propone Rancière. Pero, bueno, ¿qué se dice cuando algo es irrepresentable en el arte? Rancière apela a dos puntos: el primero, que existe una imposibilidad de hacer presente lo esencial de ese algo. No hay representante ni mirada que lo logre capturar, no hay forma de presentación sensible que logre dar cuenta adecuadamente: imposibilidad, impotencia del arte. La segunda, alega que ese algo está dotado de un exceso de presencia, exceso que traiciona la singularidad de ese algo; además, que porta consigo un estatus de irrealidad, de carencia. En últimas, juego de exceso-carencia en la presentación de ese algo.
En este punto es donde Rancière convoca a Lyotard: la existencia de los acontecimientos que exceden lo pensable solicita un arte que pueda dar fe de lo impensable, allí donde hay una incompatibilidad entre lo que nos afecta y de lo que el pensamiento puede dominar. Se acude a un arte sublime que pueda otorgarle a lo impresentable una directa inscripción de su huella. Pero no se trata que allí donde hay distancia en la representación hay imposibilidad en la representación. Cuando hablamos de una representación se habla de tres cosas: en primera instancia, de una dependencia de lo visible con lo decible (puesto que lo esencial de la palabra es hacer ver, promulgar un ordenamiento de lo visible), una operación tanto de sustitución (poner “debajo de los ojos” lo que está alejado espacio temporalmente) como de manifestación (que hace ver lo oculto a la vista). La palabra como operación de un ver que desenfunda para designar y convocar lo ausente, un hacer-ver por su propia falta. Para esto, recordemos el ejemplo de Burke en su Indagación al hablar del Infierno y del ángel de Milton en su Paraíso Perdido: tanto el uno como el otro evocan una impresión de lo sublime porque no nos permite ver las formas que producen, es decir, que lo sublime se revela como un fingir, un no-ver verdaderamente. Y, en segunda instancia, y para hablar de una representación, se trae a colación la relación entre un saber y no saber, entre un actuar y un padecer: “un juego entre un querer saber, un no querer decir, un decir sin decir y una negación a oír”, todo un pathos del saber. Y, la tercera, se habla que en la representación hay una sustracción de la palabra a los criterios de autenticidad y utilidad normales de las palabras y las imágenes para someterlas a criterios intrínsecos de verosimilitud y conveniencia, o sea, separar la razón de la ficción con la razón de los hechos empíricos. Todo lo anterior para dar cabida a un régimen representativo, un régimen que regula las relaciones entre lo decible y lo visible, regula los esquemas de inteligibilidad y de las manifestaciones sensibles. Si existe lo irrepresentable –aquello que estamos respondiendo en este apartado- es en este régimen. Para continuar, es irremediable no aludir a la cómoda fábula que merodea por ahí que dice que lo que se opone al régimen representativo del arte es la no-representación (en el sentido de la no-figuración), en lo más mínimo. Se cree que la ruptura antirrepresentativa es el pasaje del realismo a la no-figuración: pinturas que no proponen patrones de semejanza, literatura anti-psicologista, música disonante y atonal. Fábula, en suma, que no es consistente. Se debe ametrallar cualquier concepción que asevere que el régimen representativo tiene como empresa emanciparse de la semejanza, más bien, se trata de una emancipación de la semejanza con respecto a esas tres cosas del párrafo anterior. Ejemplo: ¿qué es el realismo novelesco? Es la emancipación de la semejanza con respecto a la representación, pérdida de proporciones y conveniencias representativas, todo está igualado, igualmente representable, y este “igualmente representable” es la ruina del sistema representativo; se impone la presencia, no hace ver (en el sentido de ver mediante la palabra, de desocultar), emerge una inercia de lo visible, una palabra que opera pasivamente, indiferenciadamente, sobre lo visible: absorción de las significaciones. En esta novela, se absorben voluntades y significaciones por vía de las pequeñas percepciones: pasividad de la sensación. La inestabilidad y la tensión nunca armoniosa entre lo sensible y lo inteligible es donde subyace el brío de la representación: lo irrepresentable. Por eso surge la necesidad de Rancière al citar a Lyotard y su estética de lo sublime: en donde lo impresentable en el pensamiento disputa para darse forma sensible. Para eso, Lyotard hermana lo sublime de Burke y Kant. Recordemos en qué consistía, para Burke, la sublimidad del retrato de Satanás en el Paraíso Perdido: “las imágenes de una torre, de un arcángel, del sol saliendo a través de la bruma y, en un eclipse, la ruina de los monarcas y las revoluciones de imperios”. Sentimiento de lo sublime por medio de la multiplicidad y confusión que suscitan ese arsenal de imágenes, un entorpecimiento de lo visible de las palabras por su carga de lo sublime, que en su aparente solidez de imágenes se gasifican de súbito. Por el lado de Kant, esta relación floja entre lo visible y lo decible se convierte en la indeterminación de la relación entre idea y presentación sensible. Este collage de sublimes permite construir un arte sublime que se concibe como presentación negativa, como un impresentable en la presencia propio de este arte, un impensable-irrepresentable en la presencia (y todos los
oxímoron ad nauseam que se pueden derivar de acá, porque, este sublime es intermitencia de la presencia, un presentarse que no se mira siempre sino es oblicuamente). Asimismo, este sublime lyotardiano es un regresar bajo una forma estrictamente negativa. Ya no es la imposibilidad del pensamiento de adecuar forma y contenido (o el arte simbólico en Hegel) es una infinitización vacía de la relación entre voluntad de arte y lo que lo afirma (o el arte romántico en Hegel o un retorno de lo simbólico, también se puede leer). Este defecto de la presentación positiva se convierte en el éxito de este arte sublime. Éxito en cuanto es allí donde se puede consignar lo irrepresentable (recordando siempre que estamos en el régimen representativo del que hablamos arriba), donde no existe estabilidad entre mostración y significación. Y no es que lo irrepresentable se asome como menos representación, todo lo contrario: este irrepresentable existe y existe en todas las posibilidades de creación de equivalencias, de hacer presente (por la palabra) lo ausente (que es la inercia de lo visible), en suma, irrepresentable como más representación, como afirmación que hay cosas que no pueden ser representadas sino en un cierto tipo de forma, bajo cierto tipo de singularidad.
Lyotard y lo sublime en las vanguardias Luis Orlando Espinosa Ramírez, en una Nota a propósito de la estética de Lyotard (2010), hace un contundente recorrido y sitúa lo sublime en las vanguardias con la asistencia de Lyotard. De primera, se dice que la posmodernidad es la condición de posibilidad de la irrupción de lo sublime en las vanguardias, donde lo posmoderno se entiende como “aquello que indaga por presentaciones nuevas, no para gozar de ellas sino para hacer sentir mejor que hay algo que es impresentable”. Todo el arte moderno, es, pues, sublime en tanto presenta lo impresentable, es decir, la Idea. Vocación que supo vehicular muy bien todas las reformas y los logros conquistados por las vanguardias de inicios del veinte. Lo nuevo y la innovación eran los arrebatos de las vanguardias, su empresa pertinaz, su acicate artístico, la vesania que los movilizaba: el proyecto de mostrar aquello que se puede concebir pero que no se puede ver, es decir, presentación negativa; la representación se ve desalojada por la presentación. Lo sublime de la modernidad “es una combinación intrínseca de placer y de pena: el placer de que la razón exceda toda presentación, el dolor de que la imaginación o la sensibilidad no sean a la medida del concepto”. Un pensamiento que se reconoce como grande porque acepta la imposibilidad que tiene en el momento de que lo inimaginable debe desmenuzarse como un imaginable y porque es capaz de ir allende de donde la experiencia lo permitía. Es en este sentido que el pensamiento unificador y el pensamiento metafísico se ven resquebrajados, por lo que el saber posmoderno se va encontrar con un saber fragmentado, híbrido y heteróclito. Para ilustrar mejor esto de las vanguardias, qué mejor ejemplo que Un Chien Andalou (1929), donde Buñuel-Dalí son lúcidos exponentes de esta concepción del traer el impresentable al siglo XX, de mostrar la barbera que secciona un ojo. Fabricar nuevo sentido a partir del, en apariencia, sin-sentido que es lo onírico, donde ambos toman los sueños como sustrato principal para la excavación de las imágenes, y así, moldear un cortometraje que es puro impedimento de la presentación. Porque así fue el trabajo en conjunto de Dalí y Buñuel, un abdicar de cualquier representación que conduzca inexorablemente a lo simbólico, a lo cultural o a lo político, imágenes –digámoslo así- nuevas en el sentido de que son irreconocibles, nunca presentadas, imágenes recíprocamente aceptadas por ambos, un trabajar sin reglas, un des-legitimarse de los cánones representativos para abrirse a un estado de pensamiento que permuta las relaciones tradicionales de sentido: un hombre mientras fuma, afila sin prisa, una navaja. Se corta la uña de unos de sus pulgares. En el balcón, la noche lo mira. El humo de cigarrillo sale denso de su boca. La luna repleta rechina en luz y hace un contraste con la negrura de la noche. Una mujer aparece en primer plano y mira. La mano izquierda del hombre le abre el ojo izquierdo de la mujer mientras que, con la otra mano, una navaja se acerca. Un fino close-up intima con el ojo. El ojo es cortado de forma transversal. Una substancia transparente y viscosa se derrama.
Bien sabido es por todos que es una descripción de la primera secuencia de Un Chien Andalou, película que inaugura los inicios del surrealismo en el cine y que, como mencionamos, tiene como premisa la anulación de las cadencias lógicas, donde en el intento de significarla ella se bloquee y, de esta manera, se nos invalide. Lo que vemos es una negación del ver (como vimos con la descripción de la primera secuencia), la navaja que corta el ojo alumbra algo como así como una sobrerrealidad, una subrealidad, en fin, algo sucede, algo señala que no está en el orden de lo tradicional, o inmerso en las categorías de otrora, imágenes que deben de ser llenadas de sentido por el espectador, re-significadas, activadas, multiplicidad de senderos significativos, planos esperpénticos, conmocionar y no emocionar: evidencia de lo impresentable.
Lo sublime en el cine expresionista alemán Para nadie es confidencial de que después del tratado de Versalles Alemania se haya en sinnúmero de crisis. Natalia Tacceta, en El Sentimiento de lo Sublime en el Cine Expresionista (2010), cuenta que la posguerra fue el escenario perito para que la convergencia entre cine y vanguardia se pudiera efectuar. Se reemplaza, de cierto modo, a los artistas plásticos por las “gentes del cine”. Lo que hace entonces el cine expresionista es activar el terror y la angustia. Lo sublime irrumpe como un deseo de ensanchar los límites consolidados para poder amplificarse a lo ilimitado. Sólo surge la necesidad, en la década del veinte, de escudriñar las retóricas y las poéticas de la imagen que no han sido agotadas y que, en cierta medida, no han sido pensadas, buscar nuevos motivos para presentar la imagen. Ya no se quiere el realismo fundado desde hace décadas. Citando a Lyotard, al arte solo le quedaba hablar de lo indecible (pues ya se vio y se dijo todo lo se tenía que ver y decir); surge, pues, no sólo una imposibilidad del pensamiento sino también una necesidad de expresión que debe encarnarse en un inhumano, en un informe y en un incomprensible. ¿Cómo convocar lo irrepresentable y representar lo irrepresentable? ¿Podrá el arte ir más allá de la imagen? Son estas cuestiones la que encaminan a pensar la condición de posibilidad de un sublime en el cine expresionista. La negación de toda representación equilibrada, la predisposición por la exageración, por un minimalismo, lo monstruoso, lo maquínico, lo vampirezco, la misma muerte, son leitmotiv´s que perduran en todo este cine. El placer negativo que caracteriza contradictoriamente al sentimiento de lo sublime emana de una suspensión de un dolor que amenaza (que, para Kant, no se podría presentar en un espacio o en un tiempo lo infinito del poder, pues son ideas puras, para un Lyotard –y como mencionamos en otro apartado- es posible evocarlo por medio de una presentación negativa). El cine expresionista no (puede) expresa lo que quiere porque está catalizado por lo inconmensurable, por lo grotesco y por la fealdad. Nulidad en la imitación de la naturaleza, ojos que deben de ser receptores a imágenes que no dicen explícitamente nada o, mejor, dicen implícitamente toneladas: “el placer de los ojos reducido a casi nada hace pensar infinitamente el infinito” (y vale decir que aquí hay evidentes síntomas de lo sublime dinámico kantiano: el entusiasmo que nos produce mirar a las cosas como unas nadas). Los espectadores de la década del veinte no eran beneficiados con imágenes normales o simples, ellos disfrutan horrorizados, como si fuera un goce ambivalente. La derogación de las bellas formas para traer lo impresentable (que, recuérdese, es todo lo que se hurta a una elaboración conceptual). Experiencia de lo sublime de forma no límpida, experiencia del silencio como respuesta al montaje de tales imágenes. El cine expresionista se pira de una estética de lo bello dado a que no solicita un sensus comunis (Kant) de un placer compartido. Ya no hay placer compartido, hay placer ambivalente en forma de turbación gustosa en la negatividad de sus elementos bárbaros e informes. Los desasosiegos de la época que infestaban sin exclusión, eran recibidos por medios de la imagen que participaba de la devastación y del desequilibrio. De nuevo: cine expresionista como torcedura de las categorías tradicionales, configuración de una imagen-tiempo y una imagen-espacio incierta, extrañada.
El expresionismo se interesa por la reclamación del saber de la realidad, de descubrir la realidad que asedia al artista, una realidad, sencillamente, en crisis. Con la siempre obstinada alusión a lo impresentable que corporiza la guerra, la muerte, la automatización, el fin de toda época y lo apocalíptico de la ciudad. Un arte que no se aferra a nada duro, a-referencial por excelencia, metafórico, objeto inapresable (impresentable). Para ilustrar mejor esta situación, démosle un vistazo a “Das Kabinett des Dr.Caligari” (1919) de Robert Wiene. En esta película se pueden encontrar variedad de elementos que permiten la emergencia de lugares comunes en el cine expresionista: identidades doblegadas, puestas en escena con telas pintadas –teatralizadas; la continuidad de los planos se dan gracias a los absurdos visuales, la aberración y la fantasía, entre otros elementos. Ante todo, una fractura titánica sobre los planos realistas en orden de re-significar una realidad (resignificación que lleva a producir un sublime, si recordamos a Baldine Saint-Girons) atestada, como dijimos, de desasosiego ante la(s) crisis. Decorados y escenografías que no liberan referentes, que exudan irrealidad y que, además, engendran delirio en la imagen. Los objetos se re-actualizan, no hay una adecuación transparente entre el objeto per se y la función que debería tener –esto es, en la cotidianidad, claro está. El montaje se encuentra oscilando entre un azul (gélido) y un rojo (enérgicamente pasivo) que le da un cuerpo terrorífico a las imágenes. En el mutismo de los personajes se revela un halo de extrañeza, de anomalía. El cine expresionista (si se permite, noliteraturizado), agrieta la pantalla para que el espectador se torne activo y creador, en el intento de tratar de significar el nuevo registro de imágenes que le son expuestas, sin ninguna duda, debe de encontrar vías –con el auxilio del lenguaje- para entrar en comunicación y crear su propia experiencia, experiencia sublime. Dijimos: goce ambivalente, ahora decimos: placer complejo que se construye por medio de una presentación negativa. Vemos un lenguaje visual que deforma el espacio y los objetos (¿sublimemente terrorífico al modo burkeano?). La película no distingue lo que conocemos como imaginario y real (y de acá otro rasgo de su impresentabilidad). Se truncan, se violentan entre sí, nunca se disciernen. Como Cesare, un ser demoníaco que desencadena el delirio y la tragedia. Planos estáticos vacíos de diáfanos significados, espacio de apertura y de experimentación visual, espacio que no sólo inviste de contexto a los personajes o a la narrativa sino que también permite expresar lo extático y lo místico que rezuma entre escenas. Porque la empresa expresionista es clara en ponderar el miedo y el terror, una necesidad de lo inorgánico como signo que permite la apertura en la imagen. Y no se piense que es sólo en los aspectos formales que mencionamos en donde radica la fuerza de lo sublime de la película (o, en el intento de ser generalizadores, la fuerza de lo sublime en este cine expresionista emergente): los personajes pérfidos y maliciosos (como el mismo Dr. Caligari) pretenden subvertir –no como inversión, sino como turbación- los valores que en ese tiempo flotaban en la sociedad. Y no se trata de que estas descripciones que hacemos sean la condición sine qua non del cine expresionista; se trataba de una creación de atmósferas excepcionales que reposaban en esos elementos y que habilitaban la voz y la presentación de lo que jamás se escuchó y presentó (habilitación del aparecimiento de lo sublime vía fotogramas). Perspectivas falsas, interpretación grotesca, luces que falsean el escenario que apuntan a un placer amilanado. La inteligencia y la razón se ven discapacitados para explicitar lo que ven: “el verdadero espíritu demoníaco de esta “presentación negativa” que no ofrece otro placer que el extrañamiento”, dirá Tacetta hablando del filme. Véase también películas icónicas como Nosferatu (1922) o como Metrópolis (1927): el vampiro y la ciudad maquinal que hacen salpicar los predicados estéticos de Burke y Kant: temor, vastedad, dolor, infinitud… Metrópolis es un claro ejemplo que da cuenta del interés por la tecnología y el maquinismo, del colectivo paralizado, a fin de cuentas, de una patente distopía.
En suma, cine expresionista como medio de expresión para hacer ostensible la angustia que calaba la sociedad alemana, acontecer de la muerte y miedo a la muerte. Tanto los elementos plásticos como los estilísticos (vestuario, maquillaje, composición del cuadro, iluminación…) permiten fabricar finamente una abstracción que hace otear el advenimiento inminente de las enfermedades y epidemias, el avance a cabalgadas de la ciencia y las figuras despóticas de la autoridad. Cine que da cuenta de una estética de lo sublime lyotardiana: permite que lo impresentable sea aludido como contenido ausente, presentación que atestigua la presentación de nada y clama a la imaginación que se haga ilimitada. El espectador se ubica en un más allá de la imagen que no contiene ninguna presentación, ligado a lo irrepresentable (¿ranceriano?), lo sublime necesita presentación exterior en modo de imagen incompleta, imagen expresionista: fotografía donde reinan las sombras, personajes ominosos, historia de multiplicidad interpretativa, clima de la huida de lo real a una irrealidad exótica, es decir, elaboración de un lenguaje que permite la posibilidad de presentar lo que no se puede presentar (lo impresentable -y todas las derivas que contengan el prefijo im- que indica negación y privación y que operan como una latencia inmanente en el movimiento-experiencia de lo sublime). Experiencia del exceso como experiencia de lo sublime: Koyaanisqatsi Para este apartado, hacemos uso de una tesis que opta al título de magíster en artes de la Universidad de Concordia (2011) escrita por Adam Bagatavicius. Grosso modo, la tesis plantea el concepto de Cine Sublime como experiencia del exceso en la trilogía de los Qatsi de Godfrey Reggio. Nos gustaría saquear algunas ideas de esta tesis pero dirigiéndonos a Koyaanisqatsi (1982). Una música lóbrega da apertura a la película, una música que se mantendrá en un registro ambivalente y siempre presente. Es la pura exhibición de la vastedad, de la magnificencia exaltada –llevada a cabo por repetidos travelling y panorámicas. La fórmula bressoniana se hace manifiesta: el cine sonoro ha inventado el silencio, en el sentido de que es necesaria la presencia del sonido para que la gravidez del silencio sea palmaria. Sin texto, sólo es lo sonoro y lo visual las acompañantes, que deja ver una especie de virginidad de la imagen. La naturaleza se ve al estilo de unas arquitecturas prístinas con las que el mundo está dotado; se reconocen diferentes texturas en los diferentes relieves y se reconocen tanto las sombras como los colores que proyectan dichas arquitecturas. No sólo son las panorámicas de la estepa o del desierto, es la monstruosidad que comporta las fábricas, la producción masiva, las megas-máquinas, hasta llegar a la ciudad y sus avatares. En la película se reconoce un movimiento de imágenes desde lo exterior (los espacios vírgenes, no poblados por los humanos) hasta lo más interior (que viene a ser la ciudad) siempre asistidas por una música estridente, alarmante y horrísona (imágenes del exceso, imágenes sublimes en el sentido kantiano y burkeano). Experiencia del exceso porque nos vemos ínfimos ante la magnanimidad inagotable que representan los espacios que constituye cada uno de los fotogramas de las películas. La experiencia de ser gota en el océano, de ser grano de arena en la estepa, de ser individuo de la humanidad. Experiencia del déficit ante el exceso insuperable y constituyente. La experiencia de la nada ante un todo insospechadamente asfixiante que, en el momento de su reconocimiento, es experiencia de una alteridad, la alteridad que se piensa en la muerte, una alteridad que seduce, atrae y que súbitamente repele (sentimiento de conservación burkeano, otro síntoma de lo sublime). El exceder los límites normativos de una narrativa dada sirve para desunificar esta narrativa en relación con sus elementos: “excess is not only counternarrative; it is also counter-unity”, citando a Kristin Thompson. Una de las tesis que quiere sostener Adam en su trabajo es hacer una inversión de esta afirmación de Thompson y considerar este exceso, en las películas no-narrativas, como elemento unificador y de cohesión. El exceso entonces opera como un elemento no sólo poético (que crea y se manifiesta como efecto) sino también como elemento retórico (que convence), elementos que se ostentan como ambiguos mejor que como desunificadores. Es lo que se ve en la trilogía de los Qatsi, particularmente en Koyaanisqatsi: la ambigüedad que proporciona este cine no-verbal se ve fortificada por el exceso estilístico que toma vigor al suprimir las lindes de la ficción y la no-ficción, “targeting the arbitrariness of the world´s real-life, quotidian routines and our daily consumption as it´s subject matter”. El filme re-modela los detalles, aparentemente mundanos, en detalles
formalmente llamativos y que permiten catalizar lo sublime como una habilidad para de-familiarizar un objeto, un lugar, y refrescar la mirada que se tiene de ellos (o sea, un cine no-verbal que añade nuevos significantes y significados –al modo de Baldine-, retiran los rostros conocidos por otros rostros). Este de-familiarizar es un transformar los objetos ordinarios en signos visuales y simbólicos. Lo que hace Reggio es una poetización del mundo y sus objetos, una visión creadora sobre lo que pasa inerte e inercial ante los ojos. “Structural experimentation and non-narrativity does for a film´s formal approach what non-verbal communication does for it´s content in terms of opening up a wellspring of potential meanings”. En efecto, en toda esta poetización vía el detalle, las panorámicas aéreas, la ralentización-aceleración de la cámara, permite que los significados lleguen en llovizna, en multiplicidad, un cine (sublime) que permite que el espectador use unos lentes diferentes a los usados en el cine narrativo-mainstream. A menudo, este cine se abre a sí mismo para estimular al espectador a que reproduzca significados hercúleos a partir de la disparidad narrativa, de lo a-textual. Es como si a menor acción narrativa exista en un filme, mayor será el énfasis en la abstracción, en la afección sensorial y en el deseo de dragar a través de materiales que permitan construcción de significado. En otras palabras: “the more the viewer allows their synapses, sense-impressions, and sense-memory to fire off, the more meaning can (that is not to say with full certainty will) be cultivated from what they are seeing, and the more what they are seeing seamlessly fuses to what they are hearing, feeling , touching, even tasting or smelling”. Lo sublime y el exceso son activados por la convergencia y la sinergia de lo sensorial (principalmente, la visión, lo sonoro y el tacto), donde este exceso erupciona a modo de un sublime-tecnológico, que se vive por y con la pantalla, imágenes que hacen expresa nuestra seguridad ante la grandiosidad que motivan (otra vez, Burke). Ya para ir redondeando: Koyaanisqatsi, en este caso, como una poética y retórica del exceso que está catalizada por una estética de lo sublime. Filme que muestra que el traer a la presencia la nimiedad y la poquedad que nos urde es experiencia del exceso, movimiento de lo sublime. Porque toda esta poquedad que mencionamos se muestra siempre como callada y bien disimulada, como si no nos gustase mirarla o fuéramos bastante ingenuos para no hacerlo. El enfrentarse cara a cara con la vastedad en cualquiera de sus coordenadas es presenciar el exceso del afuera, desmentir la ausencia inconsciente e indiferenciada de la que somos parte. Flujo e intersección de flujos, velocidades encontradas y velocidades superadas. Ritual de lo sublime mediatizado por el exceso de las imágenes troqueladas por una música que robustece en sublimidad que confiere de una unidad holística tejida por el exceso, formato y estructura no-convencional, coreografía virtuosa de los movimientos de cámara que filma una carencia textual y de personajes. Y cabe hacer el matiz de que esta ambigüedad con la que imagen está hecha no quiere decir aleatoriedad o falta de rigurosidad, quizá, todo lo contrario; y, tampoco, se trata de brindarle un estatuto superior a este tipo de cine, como si ofreciera la mayor de las experiencias cinematográficas. Un cine, un filme, que ocasiona la generación de sublimidad a través de una activación retiniana al ver lo que siempre se oculta a nosotros, anestésicos citadinos. Contenido y forma se tensionan, se confrontan, nunca se reconcilian: “the irreconcilability of opposing vivid emotional effects is a prime trait of sublime cinema”. Koyaanisqatsi: vida que se desintegra, que pierde el balance, un estado de vida que llama a otra manera de vivir, Koyasnisqatsi como una sublimación (en el sentido de Baldine: movimiento que pone en escena a lo sublime por medio de la creación de significantes). Todo este trabajo quiere mostrar, pues, que la acumulación teorética que existe con respecto de lo sublime solo puede ser enmarcada como una composición de ingredientes inexpresables (por no decir inefables) que no pueden ser transmitidos ni expresados por mera información: presentación de lo impresentable, pulverización al ser palpado, liminalidad inherente de lo sublime.