Thomas Hobbes: El Corporeísmo y la Teoría del Absolutismo Político Capítulo XI 1. SU VIDA Y SUS OBRAS Thomas Hobbes nació en Malmesbury en 1588. Su madre lo dio a luz antes de tiempo, dominada por el terror que había suscitado la noticia de la llegada de la Armada invencible, por lo que en su Autobiografía Hobbes —en son de broma— afirma que su madre, junto con él había dado a luz un hermano gemelo: el miedo. Más allá de la broma, esto constituye un indicio claro de manera de pensar: su meditación acerca del absolutismo hunde sus raíces sobre todo en el terror ante las guerras que ensangrentaron su época. Aprendió con gran corrección, y con mucha rapidez, el latín y el griego, hasta el punto de que antes de cumplir los quince años ya era capaz de traducir Medea de Eurípides, del original griego a versos latinos. Este amor por las lenguas clásicas fue una constante en él: la primera obra de Hobbes que se imprimió fue una traducción de la Guerra del Peloponeso de Tucídides, y la última, una traducción de los poemas de Homero. Además, muchos escritos suyos (sus principales obras) están escritos en latín y a menudo con una prosa magnífica. El propio Bacon, hacia el final de su vida, apeló a la ayuda de Hobbes para traducir algunas de sus obras al latín. Después de realizar sus estudios superiores en Oxford, apartir de 1608 fue nombrado preceptor de la poderosa casa de los Cavendish, condes de Devonshire, a la que estuvo vinculado durante mucho tiempo. También fue preceptor de Carlos Estuardo (el futuro Rey Carlos II), en 1646, esto es, durante el período en que la corte se había exiliado en Paris, al haber asumido Cromwell poderes dictatoriales en Londres. Al producirse la restauración de los Estuardo, Hobbes obtuvo una pensión del rey Carlos II (de quien, como sabemos, había sido preceptor) y pudo así dedicarse con tranquilidad a sus estudios. Sin embargo, los últimos años de su vida se vieron amargados por las polémicas que suscitó su pensamiento tan audaz y, sobre todo, por las acusaciones de ateísmo y herejía, de las que tuvo que defenderse, dedicándose a profundos estudios en materia de jurisprudencia inglesa relativa a los delitos de herejía. Murió a los 91 años, en diciembre de 1679. Hobbes pasó gran parte de su larga vida en Europa continental y, en especial, en su amada Francia. En 1610 realizó el primer viaje, al que siguieron otros dos en 1629 y 1634. Este último tuvo una importancia particular, ya que en él conoció personalmente a Galileo en Italia (sobre el cual, sin embargo, ya había tenido noticias en su primer viaje) y a Mersenne en Francia, quien le introdujo en el círculo de los cartesianos. Desde 1640 hasta 1651 vivió en Paris, en un exilio voluntario. Entre sus obras, las fundamentales son las Objectiones ad cartesii Mediationes (1641), el De cive (1642), el De corpore (1655), el De homine (1658) y sobre todo el Leviatán, publicado en inglés en 1651, y en 1670 en latín, en Amsterdam (fue en especial esta redacción latina la que aseguró a Hobbes su fama más notable). Recordemos también Sobre la libertad y la necesidad (1654) y las Cuestiones concernientes a la libertad, la necesidad y el movimiento (1660). Entre sus ultimas obras hay que mencionar una historia de la Iglesia en verso titulada 69
Historia eclesiástica carmine elegiaco concinnata (publicada póstumamente en 1688) y una autobiografía. Thomae Hobbesii vita (publicada en el mismo año de su muerte). 5. LA TEORÍA DEL ESTADO ABSOLUTISTA En la base del enfoque que Hobbes nos brinda acerca de la sociedad y del Estado hay dos supuestos fundamentales. 1) En primer lugar, nuestro filósofo admite que, aunque todos los bienes sean relativos, existe entre ellos un bien primero y originario, que es la vida y su conservación (por lo tanto, hay asimismo un primer mal, la muerte). 2) En segundo lugar. niega que existan una justicia y una injusticia naturales, puesto que no hay «valores» absolutos: éstos no son otra cosa que el fruto de convenciones establecidas por nosotros mismos, cognoscibles de manera perfecta y a priori, junto con todo lo que surge de ellas. Egoísmo y convencionalismo son, por lo tanto, los dos quicios de la nueva ciencia política que, según Hobbes, podrá desplegarse en cuanto sistema deductivo perfecto, al igual que el de la geometría euclidiana. Para comprender de forma adecuada la nueva concepción política de Hobbes, conviene recordar que constituye la inversión más radical de la postura aristotélica clásica. El Estagirita, en efecto, sostenía que el hombre es un animal político, constituido de un modo tal que por su misma naturaleza está hecho para vivir junto con los demás en una sociedad políticamente estructurada. Además, Aristóteles asimilaba el hecho de que el hombre fuese animal político con el estado propio de otros animales también, por ejemplo las abejas y las hormigas, que al desear (y huir de) cosas semejantes y dirigiendo sus acciones hacia fines compartidos, forman agregados de manera espontánea. Hobbes discute con mucha viveza la proposición aristotélica y la comparación correspondiente. Para él, cada hombre es profundamente distinto de los demás hombres y en consecuencia está separado de ellos (es un átomo de egoísmo). Por lo tanto, cada hombre no se halla en absoluto ligado con los demás hombres por un consenso espontáneo como el de los animales, que se basa en un apetito natural. En efecto, a) en primer lugar, entre los hombres hay motivos de disputas, envidias, odios, sediciones, que no existen entre los animales; b) en segundo lugar, el bien de los animales individuales que viven en sociedad no difiere del bien común, mientras que en el hombre el bien privado se distingue del bien publico; e) en tercer lugar, los animales no encuentran defectos en sus sociedades, mientras que el ser humano si cae en la cuenta de ellos y quiere introducir continuas novedades, que constituyen causas de discordias y de guerras: d) en cuarto lugar, los animales no poseen el don de la palabra, que con frecuencia en el hombre es un «clarín de guerra y de sedición»; e) en quinto lugar, los animales no se acusan entre sí, cosa que sí hacen los hombres; f) por último, en los animales existe un consenso natural, mientras que entre los hombres no es así. El Estado, pues, no es algo natural sino artificial. Nace de la forma que veremos a continuación. Naturalmente, los hombres se hallan en una condición de guerra de todos contra todos. Cada uno tiende a apropiarse de todo lo que le sirve para su propia supervivencia y conservación. Como todos tienen derecho sobre todo y la naturaleza no ha colocado ningún límite, de aquí surge el inevitable predominio de unos sobre otros. En este contexto Hobbes utiliza la frase de Plauto homo homini lupus, «el hombre es un lobo para el hombre», cosa que sin embargo no posee aquel pesimismo moral, radical y lúgubre, que muchos han detectado, porque se limita a ser un mero calificativo estructural, que indica una situación a la que hay que poner remedio. Estas son sus palabras: 70
Ciertamente, se afirma con verdad que el hombre es un dios para el hombre y que el hombre es un lobo para el hombre Aquello, si comparamos entre sí a los conciudadanos, esto, si compararnos entre si a los Estados. En el primer caso, llega a asemejarse a Dios por la justicia y la caridad, las virtudes de la paz En el segundo. debido a la perversidad de los malvados, también los buenos han de recurrir —si quieren defenderse- a la fuerza y al engaño, las virtudes de la guerra; esto es, a la ferocidad de las bestias salvajes. Y aunque los hombres se reprochen mutuamente tal ferocidad, porque debido a una costumbre innata consideran que las propias acciones, en los demás, se hallan reflejadas como en un espejo, cambiando la izquierda por la derecha y la derecha por la izquierda; sin embargo, no puede ser un vicio aquello que constituye un derecho natural, derivado de la necesidad de la propia conservación. En estas circunstancias, el hombre se arriesga a perder el bien primario, la vida, al hallarse expuesto en todo momento al peligro de una muerte violenta. Además, tampoco puede dedicarse a ninguna actividad industrial o comercial, ya que sus frutos resultarían siempre inseguros. No puede cultivar las artes ni dedicarse a ninguna otra actividad placentera. En suma: cada hombre permanece solitario, en su miedo a perder de manera violenta su vida, en cualquier momento. El hombre puede superar tal situación gracias a dos elementos básicos: a) determinados instintos y b) la razón. a) Los instintos son el deseo de evitar la guerra continua, para salvar la vida, y la necesidad de procurarse lo necesario para la subsistencia. b) La razón se entiende aquí no como un valor en sí, sitio como un instrumento apto para realizar aquellos deseos fundamentales. Nacen así las leyes de naturaleza, que no son más que la racionalización del egoísmo, las normas que permiten satisfacer el instinto de autoconservación. Hobbes escribe: «Una ley de naturaleza (lex naturali) es un precepto o una regla general descubierta por la razón, que prohíbe al hombre hacer aquello que resulte lesivo para su vida o que le quite los medios para preservarla, y omitir aquello que le sirva para conservarla mejor.»
Por lo general se mencionan las tres primeras, que son las principales. Sin embargo, en el Leviatán Hobbes enumera diecinueve. El modo en que las afirma y las deduce es una muestra excelente de cómo utilizaba el método geométrico aplicándolo a la ética, y cómo pretendía reintroducir con nuevos ropajes aquellos mismos valores que había excluido y sin los cuales se hace imposible edificar una sociedad. 1) La primera regla, de carácter fundamental, ordena esforzarse por buscar la paz. Hobhes sostiene: «Constituye un precepto o regla general el que todos los hombres deben esforzarse por la paz, siempre que haya esperanza de obtenerla, y cuando no se la pueda obtener, busque todas las ayudas y ventajas de la guerra. La primera parte de esta regla contiene la primera y fundamental ley de naturaleza, que es buscar la paz y conseguirla. La segunda, la culminación del derecho de naturaleza, que es defenderse con todos los medios posibles.» 2) La segunda regla impone renunciar al derecho sobre todo, a aquel derecho que se posee en el estado de naturaleza y que es el que desencadena todos los enfrentamientos. La regla prescribe «que un hombre esté dispuesto —siempre que los otros también lo estén, en lo que considere necesario para su propia paz y defensa— a abdicar de este derecho a todas las cosas; y que se contente 71
con poseer tanta libertad en contra de los demás hombres, como la que él les concedería a los otros hombres en contra de él». Nuestro filósofo comenta que ésta «es la ley del Evangelio: todo lo que quieres que los otros te hagan, házselo a ellos; es la ley de todos los hombres: quod tibi fieri non vis, alteri ne feceris» 3) La tercera ley manda, una vez que se ha renunciado al derecho sobre todo. «que se cumplan los pactos establecidos». De aquí nace la justicia y la injusticia (la justicia es atenerse a los pactos realizados; la injusticia consiste en transgredirlos). A estas tres leyes básicas les siguen otras dieciséis, que resumimos brevemente. 4) La cuarta ley prescribe devolver los beneficios recibidos, de manera que los otros no se arrepientan de haberlos hecho y continúen haciéndolos; de aquí nacen la gratitud y la ingratitud. 5) La quinta prescribe que cada hombre tienda a adaptarse a los demás; de aquí surgen la sociabilidad y su opuesto. 6) La sexta prescribe que, cuando se posean las garantías debidas, hay que perdonar a aquellos que, arrepintiéndose, lo deseen. 7) La séptima prescribe que en las venganzas (o castigos) no se tenga en cuenta el mal recibido en el pasado, sino el bien futuro; el no observar esta ley da lugar a la crueldad. 8) La octava ley prescribe que no se manifieste odio o desprecio hacia los demás, a través de palabras, gestos o actos; la infracción de esta ley recibe el nombre de contumelia. 9) La novena ley prescribe que todos los hombres reconozcan a los demás como iguales a ellos por naturaleza: la infracción de esta ley es el orgullo. 10) La décima ley prescribe que nadie pretende que se le adjudique un derecho que no este dispuesto a adjudicar a todos los demás hombres; de aquí nacen la modestia y la arrogancia. 11) La undécima ley prescribe que, aquel a quien se confíe la tarea de juzgar entre un hombre y otro, debe comportarse de una manera equitativa entre los dos; de aquí nacen la equidad y la parcialidad. Las ocho leyes restantes prescriben el uso compartido de las cosas indivisibles, la regla de confiar a la suerte (natural o establecida de manera convencional) el disfrute de los
bienes indivisibles, el salvoconducto para los mediadores de la paz, el arbitraje, las condiciones de idoneidad para juzgar de forma equitativa y la validez de los testimonios. Estas leyes, empero, no son suficiente por sí mismas para constituir la sociedad, ya que es preciso que también exista un poder que obligue a respetarla.: los «pactos sin la espada que imponga que se respeten» no sirven para lograr el objetivo deseado. Por consiguiente, según Hobbes es preciso que todos los hombres encarguen a un único hombre (o a una asamblea) su representación. Téngase en cuenta, sin embargo, que el pacto social no lo establecen los súbditos con su soberano, sino los súbditos entre sí. (El pacto social propuesto por Rousseau tendrá un carácter muy distinto; cf. p. 645ss.) El soberano permanece fuera del pacto, es el único depositario de las renuncias a los derechos que poseían antes los súbditos y, por lo tanto, el único que conserva todos los derechos originarios. Si también el soberano entrase en el pacto, no podrían eliminarse las guerras civiles, ya que muy pronto aparecerían diferentes enfrentamientos en la gestión del poder. El poder del soberano (o de la asamblea) es indivisible y absoluto. Se trata de la teoría más radical del Estado absolutista, que no se deduce del derecho divino (como había ocurrido en el pasado), sino del pacto social antes descrito. Puesto que el soberano no entra en el juego de los pactos, una vez que ha recibido en sus manos todos los derechos de los ciudadanos, los detenta de manera 72
irrevocable. Se halla por encima de la justicia (porque la tercera g1rtéual que las demás-- se aplica a los ciudadanos, pero no al soberano). También puede intervenir en cuestión de opiniones, juzgando, aprobando o prohibiendo determinadas ideas. Todos los poderes deben concentrarse en sus manos. La Iglesia misma debe estarle sometida. Por lo tanto, el Estado también intervendrá en materia de religión. Y como Hobbes cree en la revelación y en la Biblia, el Estado al que se refiere deberá arbitrar en materias de interpretación de las Escrituras y de dogmática religiosa, evitando así todo motivo de discordia. El absolutismo de este Estado es, realmente, total. — 6. EL LEVIATÁN. CONCLUSIONES ACERCA DE HOBBES En la Biblia, en el libro de Job (caps. 40—41) se describe al Leviatán (que significa literalmente «cocodrilo») como un monstruo invencible. La larga descripción finaliza en estos términos: Si lo despiertan, furioso se levanta, ¿y quién podrá aguantar delante de el? Lo alcanza a espada sin clavarse, lo mismo la lanza, jabalina o dardo. Para él el hierro es sólo paja, el bronce, madera carcomida. No lo ahuyentan los disparos del arco, cual polvillo le llegan las piedras de la honda. Un junco la maza le parece, se ríe del venablo que silba. Debajo de él tejas puntiagudas: un trillo que va pasando por el lodo. Hace del abismo una olla borbotante, cambia el mar en pebetero. Deja iras de si una estela luminosa. el abismo diríase una melena blanca. No hay en la tierra semejante a él, que ha sido hecho intrépido. Mira a la cara a los más altos, es rey de todos los hijos del orgullo Hobbes utiliza el nombre de «Leviatán» para designar al Estado y como título de la obra que sintetiza todo su pensamiento. Al mismo tiempo, sin embargo, lo designa como «dios mortal», porque a él —por debajo del Dios inmortal— le debemos la paz y la defensa de nuestra vida. Esta doble denominación resulta sumamente significativa: el Estado absolutista que Hobbes edificó es, en realidad, mitad
monstruo y mitad dios mortal, como se afirma en el texto siguiente, de forma paradigmática: El único camino para erigir un poder común que logre defender a ¡os hombres de las agresiones extranjeras y de las injurias reciprocas —asegurándoles así el que puedan alimentarse y vivir satisfechos con su propia industria y con los frutos de la tierra— reside en conferir todos sus poderes y toda su fuerza a un hombre o a una asamblea de hombres que pueda reducir todas sus voluntades mediante la pluralidad de las voces a una sola voluntad; esto equivale a designar a un hombre o una asamblea de hombres para que represente a su persona, de modo que cada uno acepte y se reconozca así mismo como autor de todo aquello que defiende el representante de su persona, de lo que haga o de lo que cause, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes, sometiendo todas sus voluntades a la voluntad de él y todos sus juicios al juicio de él. Esto es más que el consentimiento o la concordia; es una unidad real de todos ellos en una sola y la misma persona, realizada mediante el pacto de cada hombre con todos los demás, de una forma que implica que cada hombre diga a todos los otros: autorizo y cedo mi derecho de gobernarme a mí mismo, a este hombre o a esta asamblea de hombres, con la 73
condición de que tú le cedas tu derecho y autorices todas sus acciones de una manera similar. Cuando esto se lleva a cabo, a la multitud que se une así en una persona se la llama «Estado» en latín «civitas,». Así se origina aquel gran Leviatán, o más bien (hablando con mayor reverencia) aquel dios mortal al que debemos —bajo el Dios inmortal— nuestra paz y nuestra defensa. En efecto, mediante la autoridad que cada individuo ha concedido al Estado, es tan grande la fuerza y la potencia que le han sido conferidas y cuyo uso posee, que el terror que provocan es suficiente para conducir las voluntades de todos hacia la paz interior y hacia la ayuda recíproca en contra de los enemigos externos. En esto consiste la esencia del Estado que (Si queremos definirlo) es una persona de cuyos actos cada miembro de una gran multitud —mediante pactos recíprocos, cada uno en relación con el otro, y viceversa— se ha reconocido como autor, para que pueda utilizar la fuerza y los medios de todos en la forma que considere beneficioso para la paz y para la defensa común. A Hobbes se le acusó de haber escrito el Leviatán para ganarse las simpatías de Cromwell, legitimando teóricamente la dictadura de éste, y poder así regresar a su patria. Sin embargo, se trata de una acusación infundada en gran parte, porque las raíces del pensamiento político de nuestro filósofo se hallan en las premisas características del corporeísmo ontológico, que niegan la dimensión espiritual y, por lo tanto, la libertad y los valores morales objetivos y absolutos, y también en su convencionalismo lógico. También Hobbes fue acusado de ateísmo. Sin embargo, no fue ateo. La mitad de su Leviatán está dedicada a temas en los que la religión y el cristianismo ocupan el primer plano. En cambio, es cierto que su postura corporeísta —en contra de sus propias intenciones y afirmaciones— si llega hasta sus últimas consecuencias acaba por negar a Dios o, al menos, por convertir en problemática su existencia. El origen de las dificultades que aparecen en el pensamiento de Hobbes consiste en haber tomado a la ciencia geométrica y física como modelos que la filosofía debía imitar. No obstante, los métodos de las ciencias matemáticas y naturales no pueden transferirse a la filosofía sin provocar unas limitaciones muy drásticas, que generan una serie de aporías indeseadas, cosa que en parte ya ocurre en Descartes, y que se constatará de un modo paradigmático en Kant. En cualquier caso, empero, éste es el signo distintivo de gran parte de la filosofía moderna, debido al influjo de la revolución científica de Galileo. 74