Tesis Central Del Sistema Del Jesuita Manuel Lacunza

  • November 2019
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TESIS CENTRAL DEL SISTEMA DE LACUNZA Artículo obtenido en la Internet

La obra de Lacunza está totalmente orientada hacia el fin de los tiempos. Aquí es importante observar desde el inicio que para el autor no es lo mismo "fin de mundo" que "fin de siglo". Por fin de mundo, solo entiende "el fin de los viadores, o de la generación y corrupción" porque no admite la idea de un fin de mundo como una suerte de aniquilación. No acepta "que el mundo, esto es, los cuerpos materiales, o globos celestes que Dios ha creado (entre los cuales uno es el nuestro en que habitamos) haya de tener fin, o volver al caos, o nada, de donde salió —y añade— esta idea no la hallo en la Escritura, antes hallo repetidas veces la idea contraria, y en esto convienen los mejores intérpretes" (10). En cambio, el fin del siglo se refiere al término del día actual de la humanidad, del actual tiempo histórico, o siglo presente. Luego, Lacunza recuerda que en las Escrituras, especialmente en los evangelios, se encuentra con frecuencia la expresión ‘consumación del siglo` y jamás la idea de "consumación del mundo". Es necesario señalar que la tesis central del sistema lacunzista es que ha de haber un espacio de tiempo entre la Venida del Señor y la Resurrección y Juicio universal, condición necesaria para el establecimiento del Reino de Cristo en la historia. De un modo general, el mismo autor describe la tesis central de su sistema señalando que "Jesucristo volverá del cielo a la tierra, cuando sea su tiempo: cuando lleguen aquellos tiempos y momentos, que puso el Padre en su poder (Hch 1,7)… Vendrá no tan de prisa, sino más despacio de lo que se piensa. Vendrá a juzgar no solamente a los muertos, sino también y en primer lugar a los vivos. Por consiguiente, este juicio de vivos y de muertos, no puede ser uno solo, sino dos juicios diversísimos, no solamente en la sustancia y el modo, sino también en el tiempo. De donde se concluye (y esto es lo principal a que debe atenderse) que ha de haber un espacio de tiempo bien considerable entre la venida del Señor, que estamos esperando, y el juicio de los muertos o resurrección universal" (11). El juicio sobre los vivos tendrá entonces lugar en el espacio y el tiempo donde se cumplirán las profecías de paz y justicia universal que se anuncian en las Escrituras. Después de convertir en reino propio de Dios a los diversos reinos sociopolíticos existentes, después de desarrollarse en plenitud el plan de Dios para la 1

historia, Jesucristo podrá ofrecer su reino en las manos del Padre (1 Co 15, 23-26). En esto reside la principal diferencia con el sistema ordinario vigente que sostiene que inmediatamente después de la segunda venida del Señor se seguirá sin ningún intervalo la resurrección universal y el juicio universal. Pero Lacunza también advierte sobre las diferencias de alcance cristológico implicadas en su tesis central. Por lo mismo, distingue claramente dos tiempos y dos misiones en el único Mesías. El autor piensa que todo cuanto hizo Cristo en su primera venida se incluye dentro de los límites de su oficio sacerdotal y doctoral, y, en consecuencia, no es posible interpretar sus dichos y acciones en términos de la potestad real. Las referencias del Jesús histórico al reino reciben en Lacunza una interpretación exclusivamente futura (12). El autor no niega que Jesús se haya referido al reino en términos de algo ya presente, pero puntualiza que en esos casos se refiere al "evangelio del reino", y no al reino mismo. Ahora bien, el evangelio del reino, "esto es, noticia, buenas nuevas, anuncio, predicación del reino" (13), constituye una invitación al reino que tendrá lugar en el futuro, la predicación de la fe y la justicia, la exhortación a llevar una vida conforme a los valores del evangelio y a vivir en la vigilancia que corresponde a quien espera ansiosamente la venida del Señor. Estos mismos criterios afectan radicalmente la visión eclesiológica de nuestro jesuita. En efecto, dedica capítulos importantes de su obra a demostrar que la Iglesia, siguiendo a su Maestro en su misión sacerdotal y doctoral, no puede identificarse ni total ni parcialmente con el reino y subraya que su misión ciertamente es ser fiel al Señor, preparando a los hombres para el reino futuro de Cristo, para lo cual debe consagrarse a su misión moral y espiritual, lejos de toda confusión con los poderes políticos mundanos (14). El reino mesiánico, el "milenio" propiamente tal, que podrá durar un número indeterminado de siglos, es la penúltima época en la concepción de Lacunza, ya que tras una crisis definitiva acabará la historia y se dará paso a la última época: la vida eterna, después de la cual no hay otra. En suma, es necesario distinguir fin de mundo de fin de siglo y, a la vez, separar el Día del Señor, que debe amanecer con su Venida (parusía), de la Resurreccion universal que acontecerá al fin del mundo entendido por el autor como transfiguración final y tránsito hacia la eternidad (15). II. EL FIN DEL SIGLO PRESENTE

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2.1. Fin de la historia La historia actual durará "hasta la consumación y fin: es decir, hasta que se concluya y llegue a su fin el día presente y empiece a amanecer el día del Señor" (16). Según Lacunza, los mismos evangelios entregan una clara visión de lo que sucederá en todo el tiempo que debe mediar entre la primera y la segunda venida de Cristo. En efecto, aunque se predicará el evangelio por todo el mundo (Mt 24, 14), en resumen, "habrá siempre una grande oposición, y aun guerra formal, y continua entre la justicia y la paz [...] y una casi continua adversidad contra ‘aquellos que quieren vivir piadosamente en Jesucristo’ (2 Tm 3, 12)" (17). Al concluir su análisis de la profecía de Daniel (Dn 2) el autor se expresaba de un modo semejante: "por un espacio de más de 2.300 años, se ha venido verificando, …lo que comprehende, y anuncia esta antiquísima profecía [...] Lo formal de la estatua, es decir, el imperio y la dominación", constituye la característica más propia del tiempo actual y "no falta ya sino la última época, o la más grande revolución, que nos anuncia esta misma profecía" (18). En la historia hay una incesante lucha entre las fuerzas del bien y del mal. El siglo (eón) actual designa "todo el aparato externo de nuestro mundo [...] su fausto, su lujo, su engaño, su vanidad, su mentira, su pecado. En suma: se llama ‘siglo’ el día actual de los hombres, de su potestad, de su dominación [...] a distinción del Día del Señor" (19). Este eón es un escenario donde se despliegan fuerzas opuestas y donde triunfa, finalmente, la dominación y la injusticia. En la interpretación lacunziana, la dominación es política (el cuarto reino: las monarquías europeas absolutistas en crisis al final del siglo XVIII) y es religioso-espiritual (las falsas religiones y el falso cristianismo aliado de la nueva "religión" que eleva la razón). En los últimos tiempos las potencias políticas y religiosas unidas al Sacerdocio traidor y al Papado condescendiente con el espíritu del siglo llegarán a constituir la fase final del Anticristo. El Anticristo no es, según se decía en tratados católicos de la época, un judío concebido por Satán que nacería en Babilonia y que perseguiría a los cristianos en la etapa próxima al fin, sino que es un cuerpo moral y colectivo, compuesto por innumerables y diversos individuos unidos por su espíritu contra Cristo y que viene creciendo desde los tiempos apostólicos (20). Al fin del siglo, en medio de una intensa crisis, el anticristianismo alcanzará su paroxismo. Pero también crece y se mantiene el cristianismo auténtico; siempre habrá testigos que 3

resistan y den testimonio de su fe en Cristo. El eón presente solo puede manifestar ambigüedad. La parábola del trigo y la cizaña es la más adecuada para expresar esta radical confusión que reina en la historia. "En una palabra, habrá siempre cizaña, que oprima y no deje crecer ni madurar el trigo" (21). Es interesante observar que en Lacunza la dialéctica del trigo y la cizaña no afecta solo al mundo, a la sociedad, sino también a todas las religiones y, particularmente, a la Iglesia cristiana. El cristianismo no está amenazado solo por fuerzas externas, sino también, y principalmente, por una falsificación que viene desde dentro. Uno de los rasgos esenciales del anticristianismo es que el mal toma la apariencia del bien. Tampoco se puede asegurar con certeza que el olivo silvestre, injertado en el legítimo, permanezca siempre en la fe y la caridad (22). El día de la Segunda Venida marca el término del siglo presente. Concluidos los tiempos y momentos "que el Padre puso en su poder" y estando la sociedad y las iglesias sometidas al misterio de la iniquidad, con excepción de algunos individuos, llegará finalmente, el día del Señor. Tras la resurrección de los santos, los que han dado testimonio de su fe y justicia, y en medio de una conmoción que habrá en la tierra, perecerá gran parte del linaje humano que estuvo comprometido con el complejo anticristiano. Terminado este primer acto del juicio, perteneciente a la justicia vindicativa, comenzará el juicio o reino (el milenio) tan esperado (23). 2.2. Sentido de los "cielos nuevos y tierra nueva" en la Escritura: transformación cósmica En palabras de Pedro (2 P 3,13) "esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los que mora la justicia". He aquí el anuncio de un aconte-cimiento fundamental que tendrá lugar el día de la segunda venida del Señor. Es sumamente importante precisar los alcances de este anuncio. Para Lacunza es una verdad indubitable que con la venida del Señor se terminan los cielos y tierra existentes y comenzarán otros cielos y nueva tierra donde en adelante habitará la justicia. Empero, esto no significa, en ningún caso, que el universo mundo que ahora es, dejará entonces de ser. Bajo ningún concepto se puede aceptar una visión catastrófica que implique inevitablemente una aniquilación del mundo-universo que conocemos. En realidad no se trata de destrucción, ni menos de aniquilación (de volver a la nada), sino de una gran 4

transfiguración. Siguiendo esta perspectiva, Lacunza enfrenta las interpretaciones que predican el fin del mundo, su reducción a la nada. En primer lugar es preciso interpretar correctamente las palabras del autor de 2 P 3 que pudieran sugerir un concepto de aniquilación del mundo, o de ruptura total entre el cosmos actual y el nuevo que se inicia. Es cierto que 2 P 3,10 sugiere una aniquilación, pero se hace necesario destacar que en el mismo texto se relativiza abiertamente tal idea: en efecto, en los vv. 5-7 se hace referencia al estado del mundo antes del Diluvio, al cual sucedió el actual estado de la creación, y compara la futura transformación con la que se produjo en tiempos de Noé. Lo primero que se impone reconocer es que la transformación de entonces (Diluvio) significó una mudanza accidental y no substancial de cielos y tierra. Es decir, pereció todo cuanto había en la superficie de la tierra (con excepción, claro está, de los pocos que se salvaron) en lo que se refiere a animales y seres humanos. Por otra parte, no perecieron los cielos, esto es, los cuerpos celestes en general, sino el cielo atmosférico diversificado en climas diferentes de acuerdo a las diversas latitudes de la tierra. Lacunza precisa que dentro de los límites señalados, no perecieron cielos y tierra, sino que solo "se alteraron, se deformaron, se deterioraron, se mudaron de bien en mal" (24). En el pensamiento de nuestro autor parece más verosímil imaginar que entre la creación y el diluvio universal la naturaleza toda permaneció en un mismo estado físico. De hecho no consta ningún suceso que pudiese alterar la situación del globo y su atmósfera. Cuando se habla de las vidas larguísimas (de los Patriarcas) se puede estar entregando un indicio de la óptima disposición de la atmósfera, por tanto, de la perfección climática que entonces predominaba en la tierra. La alteración trajo el rigor de los climas. En definitiva, el jesuita chileno propone una transformación análoga, aunque en sentido inverso, a la que se produjo en tiempos del Diluvio universal. Inverso, porque se mudará el estado del mundo para mejor. Al presentar su propio concepto del cambio cósmico futuro, Lacunza profundiza un poco más sobre los efectos del Diluvio. Ya ha dicho que es muy probable que la tierra se transformó entonces, por tanto no está ahora en la misma forma en que estuvo desde sus principios hasta los tiempos de Noé. Conjetura que esta proposición se puede probar combinando los datos de la Escritura 5

con las diversas observaciones de científicos, astrónomos y físicos. Concordando con otros autores de su tiempo, Lacunza piensa que antes del diluvio no había estaciones y que el globo gozaba de un perpetuo equinoccio (25). Así como el mundo antiguo no pereció en lo substancial (en el Diluvio) y solo se transformó de bien para mal, así, también, el mundo nuevo que viene, el cielo y tierra nueva, implicará una transformación del mundo actual de mal para bien. A Lacunza le parece que este gran cambio debe comenzar por donde comenzó el cambio cósmico anterior, es decir, por la restitución del eje de la tierra a aquel mismo sitio donde se encontraba en los principios de la creación. La verticalización del eje provocará la unión de la eclíptica con el Ecuador y así volverá el perpetuo equinoccio siendo desterrada la malignidad de las cuatro estaciones. Solo así se podrá concebir una felicidad natural digna de los cielos nuevos y nueva tierra, se restablecerán las condiciones naturales para una buena salud, las vidas serán más largas y perfectas como lo fueron al principio. La idea de un tiempo uniforme es la manera concreta de salvar esas óptimas condiciones materiales y físicas de vida y bienestar conformes a la perfección del milenio (26). Aparecerá entonces una nueva tierra y un nuevo cielo "y todo tan bueno a lo menos, como lo fue en su estado primitivo: digo a lo menos, porque me parece, no solo posible, sino sumamente verosímil, que por respeto, y honor de una persona de infinita dignidad cual es un Hombre Dios, por quien, y para quien, como dice San Pablo… fueron creadas todas las cosas, se renueve, y se mejore todo en nuestro orbe, dándosele a este, aun en lo natural (así como se le ha de dar en lo moral) un nuevo y sublime grado de perfección" (27). De ese modo vincula el milenarismo con la utopía cósmica. 2.3. La nueva sociedad transformación social

donde

habita

la

justicia:

Sucede que los nuevos cielos esperados y la nueva tierra serán un lugar donde también mora la justicia (2 P 3,13). Es decir, el tiempo nuevo que se inicia implica una transformación no solo cósmica, sino también política, social y religiosa. El reino de Cristo comporta muevas estructuras sociales y nuevas instituciones, nuevas leyes y nuevas formas de convivencia social. En general, esta nueva sociedad se caracterizará por una experiencia universal de justicia. El autor de 2 P 3, 13 ha dicho que esperamos "según sus promesas" 6

los nuevos cielos y nueva tierra donde habitará la justicia. Lacunza se pregunta en qué lugar de la Escritura constan estas promesas de Dios así formuladas y que han sido recogidas por 2 P y también por Ap 21. Ahora bien, si se registran todas las Escrituras no se encontrará otro lugar que Is 65 y 66. Por lo cual es fácil deducir que a este lugar nos remiten los autores neotestamentarios. Lacunza procede, entonces, a analizar Is 65, 17-25 para poder continuar con la correcta interpretación de los cielos nuevos y tierra nueva anunciados como nueva creación a partir del v. 17. Revisando los aportes de los diversos doctores e intérpretes, Lacunza no puede sino encontrar nuevos intentos de espiritualización eclesiocéntricos. El texto de Isaías se resiste a todo intento presentista porque, insiste Lacunza, está mirando hacia el futuro, hacia otro siglo, otro tiempo en que sí se podrán cumplir las promesas de liberación y restauración del pueblo de Israel. Recalca nuestro intérprete que el mismo autor de 2 P entendía mejor estas cosas al poner los nuevos cielos y nueva tierra en un momento posterior a los actuales cielos y tierra, por tanto, futuro. Por otra parte, la profecía tampoco se acomoda a una situación posterior a la resurrección universal pues entonces no habrá muerte ni pecado ni nuevas generaciones ni necesidad de plantar viñas ni edificar casas, etc., cosas todas expresas en el texto de Is 65 (28). En esta profecía de Isaías, Lacunza ve diseñados los trazos esenciales del reino de Cristo, de los siglos indeterminados de felicidad y armonía universal en que el hombre estará reconciliado consigo mismo, con los otros y con la naturaleza. En resumen, piensa Lacunza, "los nuevos cielos, y nueva tierra, o el mundo nuevo que esperamos después del presente debe ser sin comparación mejor que el presente; y esto no solamente en lo moral, sino también en lo físico y material" (29). III. FIN DEL REINO MESIANICO Y TRANSITO HACIA LA ETERNIDAD 3.1. Crisis final del Reino mesiánico de Cristo No obstante su perfección y la felicidad que ha significado para la humanidad, el reino de Cristo no es la última etapa de la historia de Dios con la humanidad. A juicio de Lacunza, este Reino político-religioso del Mesías no durará eternamente. El milenio entrará igualmente en una crisis final. A diferencia de los antiguos profetas, solo S. Juan, en el Apocalipsis, acompaña hasta el fin la cadena del misterio de Dios con la humanidad, esto es, hasta la 7

resurrección y juicio universal. (Ap 20, 7-15). Dos son los hechos relevantes que merecen ser reflexionados en este punto: el fin del milenio y el fin de los viadores. Respecto al fin del milenio, el Apocalipsis (20,7) afirma explícitamente que acabarán los "mil años" y señala que entonces "será desatado Satanás". Sin embargo, no se pronuncia sobre las causas de la crisis final del reino de Cristo sobre los vivos. Lacunza no puede concebir que esto suceda gratuitamente, sin que hayan precedido algunas culpas universales y graves. Tiene que haber alguna responsabilidad humana previa. Según él debido a diversos factores históricos se reinician las persecuciones y las luchas entre el Bien y el Mal. Se abre un nuevo ciclo histórico que desembocará en el fin total de la historia. Hacia el final del milenio, pasado un número indeterminado de años (cien mil o un millón de años) de felicidad, justicia e inocencia vuelve la corrupción moral y sobreviene una nueva apostasía. Será un proceso largo y gradual. La corrupción del corazón humano siempre ha exigido un considerable tiempo, más aún en personas que ya han participado de la inocencia y justicia del reino de Cristo (30). No debe extrañar, piensa Lacunza, que esto suceda, porque en el siglo venturo los hombres serán tan viadores como lo son ahora y estarán dotados de su libre albedrío, entonces andarán por fe y no por visión, al igual que ahora; por consiguiente, los hombres del siglo que viene serán libres, capaces de bien o de mal, de pecar o no pecar, de merecer o desmerecer (31). Con más cautela se pronuncia respecto al modo y las circunstancias de la resurrección y juicio universal. Reconoce que ni en el Antiguo Testamento, ni en el Nuevo, se hallan claras y expresas las circunstancias de tan importante acontecimiento. Lo señalado en Mt 25, 31 ss es una mera parábola cuyo objeto principal es motivar a la práctica del amor (32) y no ofrece mayores antecedentes sobre el asunto, explica el autor de La Venida del Mesías. Lo más evidente y expresivo es la inapelable afirmación que se encuentra en Ap 20, 11-15, respecto a que habrá resurrección universal y juicio universal, en el cual a todos, y a cada uno, se les dará la última e irrevocable sentencia eterna. Refiriéndose a este texto añade que, en todo caso, anuncia solamente "la substancia del misterio, no su modo y circunstancias particulares" (33). 3.2. Estado del orbe terráqueo después de la resurrección y juicio universal

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Dos son los puntos fundamentales que retienen la atención de Lacunza al plantearse el problema: ¿En qué estado quedará la tierra después del juicio y resurrección universal? ¿A qué lugar determinado deberán ir todos los que resucitan a la vida para gozar en este lugar o en este paraíso, de la vida fruitiva de Dios? Respecto a lo primero, Lacunza no admite la idea de quienes siguiendo a 2 P 3,12 piensan que el orbe quedará cristalizado por la acción de fuego, ni la concepción que sostiene una aniquilación del universo (34). Conforme a su sistema, ajeno a toda visión de aniquilación, nuestro autor no puede admitir semejante destrucción total del mundo y por lo mismo se inserta en la línea de pensamiento abierta por S. Gregorio Magno y S. Agustín en el sentido de que no ha de haber jamás tal aniquilación, ni destrucción total de la tierra. Lo que sí habrá es un cambio notable, una transformación de mal en bien, o de bien en mejor. Esta última opinión es la que suscribe Lacunza porque la halla conforme con las enseñanzas de las Escrituras: "Aprendí que todas las obras, que hizo Dios, perseveraron perpetuamente" (Qo 3, 14). En este punto el autor es consecuente con su peculiar respeto y admiración por la naturaleza, obra del Creador y Dios, y también con su optimismo respecto al futuro de vida que Dios ofrece al mundo y a la humanidad que habita en él (35). Respecto a lo segundo, recuerda que concluido el juicio universal se enseña que los justos irán a la vida eterna (Mt 25, 46). Podríamos preguntarnos, entonces, ¿a qué lugar irán a gozar de la vida eterna? Una primera y espontánea respuesta (aún hoy, por lo demás) no dudaría en responder que irán al cielo, todos los justos irán al cielo abandonando absolutamente esta miserable tierra o este valle de lágrimas. Lacunza replica que no puede entender esta respuesta y precisa que la palabra ‘cielo’ es en las Escrituras y en todas las lenguas una palabra muy vaga y general: "cielo se llama todo cuanto rodea nuestro orbe, y está fuera de él, no solamente nuestra atmósfera, sino todo el espacio inmenso que lo circunda. Así decimos con gran verdad, que la luna, el sol, los planetas y todas las estrellas están en el cielo; y pudiéramos añadir con la misma verdad y propiedad, que nuestra tierra, o nuestro globo terráqueo está del mismo modo en el cielo, y si no está en el cielo, ¿dónde está?" (36). En un intento de satisfacer más a la pregunta particular se podría responder, en segundo lugar, que los justos resucitados irán al paraíso celeste. Según nuestro autor esto es responder por la cuestión pues esta palabra ‘paraíso’ es tan indeterminada como ‘cielo’. Para explicar y concretar las generales 9

palabras anteriores se recurre a otro concepto y se afirma que irán al cielo empíreo (ígneo o de fuego). Esto trae más oscuridad todavía: ¿dónde está este cielo de fuego? Lacunza vuelve a la Escritura y en ella no halla otra cosa que palabras muy generales: cielo, cielos, cielo del cielo, cielo de los cielos, reino de los cielos. Mas estas palabras se hallan explicadas en sus textos y contextos (Ejs: 2 Cro 6, 30.39; Jr 23, 24; 1 Tm 6, 16; Hch 17, 27; Sal 139 (138)). A partir de estos textos, el autor observa que al decirse que Dios está en el cielo, o que llena el cielo, se está expresando que el cielo es la morada de Dios, por lo que concluye: "todo lo cual nos enseña y predica aquel atributo de fe divina, esencial a Dios, que es su inmensidad, o su presencia real y verdadera en todo el universo, y en todas, en cada una de las partes innumerables que lo componen" (37). En definitiva, Lacunza niega que haya que "admitir algún lugar determinado físico y real donde Dios se manifieste con toda su Gloria a los Justos ya resucitados, y donde estos lo vean eternamente con Visión intuitiva y fruitiva" (38). En fin, los que han entrado en la vida y entrarán en adelante en la vida están donde está Jesucristo, causa de su salvación eterna. ¿Y dónde está Jesucristo?, se pregunta Lacunza, y responde que nadie lo sabe, "solamente sé… que Jesucristo desde el día de su admirable ascensión a los cielos, ha estado, está actualmente, y estará en adelante donde quisiera estar… está, y estará eternamente ‘en la gloria de Dios Padre, a la diestra del Padre’" (39). IV. LA BIENAVENTURANZA ETERNA Si no hay lugar determinado en el universo donde se deba manifestar la gloria de Dios, ni ahora ni después de la resurrección general, "luego deberá ser todo el universo mundo, y todos los cuerpos innumerables que lo componen, sin excepción alguna, aun entrando en este número nuestro [...] orbe terráqueo: luego deberá ser indeterminadamente todo lugar". A partir de San Pablo, Lacunza deduce datos esenciales sobre la bienaventuranza eterna: Cristo está constituido por su Padre heredero de todo lo creado, pues por él y para él se ha hecho todo lo creado (Hb 1, 2; 2,10; cf. Jn 1, 3). Ha de llegar un día en que todo lo creado se sujete entera y perfectamente al Hijo de Dios; entonces Cristo, "como cabeza de todos los justos, y causa de su justicia, se sujetará junto con todos ellos, y haciendo un mismo cuerpo, a su divino Padre, que sometió a él todas las cosas, para que este sea eternamente todo en todos" 10

(1 Co 15, 28; Hb 2, 8; 1 Jn 3, 2) (40). En fin, todos los hijos adoptivos de Dios serán asimismo herederos de Dios y coherederos con el Hijo mayor (Rm 8, 17). De donde se sigue que siendo Cristo heredero y Señor de todas las cosas, deberán serlo a proporción todos los coherederos. Y, no obstante la diversidad que habrá entre los herederos, reinará entre ellos una caridad tan perfecta que "no habrá, ni podrá haber entre tantos hijos de Dios aquella fría palabra, mío, y tuyo, sino que será tuyo lo que es mío, y mío lo que es tuyo; lo que es de todos será de cada uno, y lo que es de Cristo, será de todos, y Dios será todo en todos" (41). Lacunza distingue en la única experiencia de la gloria dos aspectos esenciales: el que llama accidental, que corresponde a la contemplación y gozo vital de la naturaleza, y el substancial, que corresponde a lo que normalmente se entiende por visión de Dios, la fruición de Dios. 4.1. Extensión y grandeza material del Reino de Dios o Reino de los cielos: (gloria accidental) y comunión eterna con Dios (gloria substancial) "Para que podamos hacer algún digno concepto de la grandeza y extensión del reino de los cielos, o del reino de Dios, y de su felicidad (por ahora incomprensible), aun mirando solamente su accesorio, accidental y material", Lacunza convida a que contemplemos el cielo estrellado y apreciemos su inmensidad y belleza admirable. Imposible retener una cantidad de estrellas pues son infinitas y las que se han contado no son sino como tres gotas en el inmenso océano del universo. Luego de observar atentamente el universo no cabe sino concluir que estamos frente a dimensiones incomprensibles e inconmensurables. Cuando pensamos haber penetrado en lo profundo, quizás estamos solo en la superficie y en el umbral de distancias prodigiosas e infinitas (42). Expone que cada estrella es un sistema solar y planetario, rodeada de muchos cuerpos que necesitan de su luz y calor. Lacunza comenta que todo esto no se opone a nuestra fe en Dios, ni a la razón natural; todo lo contrario, "hace formar un concepto magnífico del Creador de todo" (43). Respecto a la posible existencia de criaturas racionales en el universo piensa que efectivamente los innumerables cuerpos celestes pueden estar habitados por especies análogas al ser humano, y pueden estar también absolutamente vacíos. "Entre estas dos cosas, ambas inciertas, ¿quién es capaz de definir? [...] Lo que únicamente se puede, y aun se debe definir, según las Escrituras, es esto: que si 11

acaso hay en otros globos otras criaturas análogas al hombre (sea las que fueren, y cuántas fueren y cómo fueren) todas ellas deben pertenecer al Cristo Jesús, y sujetarse enteramente a su dominación: pues todas ellas, no menos que nosotros fueron creadas por él y para él" (44). En fin, la inmensidad del universo que nos rodea, todo el espacio sideral, con sus cuerpos y orbes visibles e invisibles, todo ello es la herencia eterna del HombreDios, Cristo Jesús y, por consiguiente, de todos sus hermanos menores, los coherederos, especialmente después de la resurrección universal (45). Todo lo anterior, esa hermosa participación de la herencia del universo material-natural se unirá a la bienaventuranza y gloria substancial, esto es, a la visión fruitiva de Dios y posesión del sumo bien (46). Ahora bien, esta visión fruitiva de Dios pertenece solamente al alma en cuanto racional e intelectual; "mas — puntualiza Lacunza— en cuanto es sensitiva por medio de los órganos del cuerpo, para el cual fue creada (como ciertamente lo es), se le añadirá la visión, la posesión y la fruición de todo lo creado material" (47). De modo que, según el pensamiento de Lacunza, "podrán todos ir corporalmente donde quisieren, y ver por sus ojos, y tocar con sus manos, con plena inteligencia, todas, y cada una de las infinitas obras del omnipotente, sin temor alguno de que les falte tiempo para verlo y observarlo todo" (48). Con la misma convicción advierte que la observación y fruición de las obras de Dios no producirá distracción de la visión y fruición del Sumo Bien, de Dios mismo, al que hallarán en todas partes. Solo en el estado presente se puede pensar que un cuerpo corruptible puede agobiar el alma (Sb 9, 15). "Mas en aquel estado felicísimo el cuerpo, ya incorruptible, y glorificado, lejos de perturbar al alma, ni de impedirle un solo momento la contemplación y fruición, y amor íntimo del sumo bien, antes le ayudará aun en esto mismo, pues participando de su gloria, le servirá de instrumento para gozar de todo, y para alabar, y bendecir en todo, y por todo al Creador de todo" (49). De este modo, el autor de La Venida del Mesías integra en su visión de la bienaventuranza eterna la corporalidad. 4.2. Nuestra tierra transfigurada constituida en centro del reino eterno de Dios Aun concediendo que el reino de Dios sea el universo entero, es preciso admitir algún lugar determinado, físico y real, entre todos 12

los innumerables orbes, donde resida normalmente el Supremo Rey, de donde salga eternamente la luz hacia todos los lugares del reino definitivo. Para Lacunza, el Rey Supremo y el centro de unidad de un reino tan extenso estará en este orbe privilegiado que ahora habitamos, es decir, en la tierra. Argumenta que Jesucristo es de esta tierra, aquí nació, aquí se hizo hombre, aquí enseñó su evangelio, aquí padeció muriendo en una cruz. Y lo mismo se puede decir de los coherederos: aquí, en esta tierra, padecieron por él y sufrieron por causa de la justicia, aquí fueron, por lo mismo, atribulados y perseguidos. Luego aquí mismo deberán gozar eternamente el fruto más que céntuplo de todo lo que supieron sembrar (50). Más adelante, el autor recuerda las palabras del salmista: "mas los que aguardan al Señor, ellos heredarán la tierra… Mas los mansos heredarán la tierra y se deleitarán en muchedumbre de paz" (Sal 37 (36), 9-11), y luego añade "a lo cual aludió el maestro bueno del monte, diciendo: Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra (Mt 5, 4)" (51). En definitiva, el fundamento último de toda Esperanza es el amor del Dios Creador: "hay evidentemente —dice Lacunza— un Supremo Ser, eterno e increado, de quien ha recibido su ser todo cuanto es, él nos hizo, y no nosotros a nosotros. Hay un Dios infinito en todo, Creador, y Señor del cielo y de la tierra, de todo lo visible y de lo invisible. Este Dios vivo y verdadero, por suma bondad, se ha dignado desde los días antiguos, de entrar en sociedad, en alianza, en comercio con los hombres habitadores de este grande orbe, y señores de todas sus riquezas. Se ha dignado de revelarles a ellos, de revelarles su modo de ser inefable e incomprensible, esto es, un Dios en la Trinidad, y la Trinidad en la unidad, de revelarles fuera de sí mismo otros muchos misterios, y de hacerles millares de promesas. Se dignó después de esto de unirse con nuestra naturaleza en la persona de su hijo de un modo tan estrecho, e indisoluble, que podemos, y debemos decir con suma verdad: Dios es hombre, hijo de Adán, y el hombre hijo de Adán es verdadero Dios: Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16)" (52). Lacunza termina con su descripción general de la Bienaventuranza eterna reconociendo que es imposible —en el estado presente— imaginar un digno concepto de la felicidad de entonces: "debemos, no obstante, suponer como una verdad indubitable, que así en unas, como en otras ideas (y aunque todas ellas se unan entre sí) nos es imposible en el estado presente llegar a formar un digno 13

concepto de la felicidad de entonces (aun accidental) de los justos ya resucitados de que vamos hablando: pues como está escrito en Isaías (Is 64, 3): ojo no vio ni oreja oyó, como lo repite S. Pablo (1 Cor 2, 9), ni en corazón de hombre subió, lo que preparó Dios para aquellos que le aman" (53). Lo significativo es que se subraya que la tierra en su estado actual, despojada de algunas imperfecciones, es ya como un paraíso y que en el milenio será una especie de "paraíso al doble mejor", como ya se ha visto. Quizá sea hasta mejor que el paraíso descrito en el Génesis (2,8). Todo el universo participa del tránsito hacia la bienaventuranza eterna: si ya el eón futuro conocerá la perfección "¿qué pensáis que será después de la resurrección universal, cuando acabada toda generación y corrupción, cuando concluido y consumado perfectamente todo el gran misterio de Dios con los hombres, sea esta misma tierra sublimada a la dignidad altísima, y eterna, de corte, o centro de unidad de todo lo creado, o del inmenso reino de los cielos?", "no es infinitamente verosímil, que se le añadan, entonces, mil o un millón de grados de perfección física y moral. No es cosa digna de Dios, que abunde, y sobreabunde su gracia, su bondad, su grandeza, y magnificencia infinita en aquel mismo globo, donde tanto abundó la iniquidad?" (54). V. CONCLUSIONES 1) En el sistema lacunzista, mundo humano y no humano están radicalmente unidos y juntos participan del proyecto salvador de Dios manifestado en Cristo. La naturaleza está envuelta en el destino presente y futuro de la humanidad: el reino mesiánico comienza con una transformación de la naturaleza que pasa a una etapa de mayor perfección, e igualmente, el universo material formará parte de la bienaventuranza eterna. Así, la nueva vida siempre es un perfeccionamiento de la existencia física y corporal y nunca una abolición de la misma. 2) El milenarismo de Lacunza, no obstante sus limitaciones, afirma de un modo negativo que la historia, a pesar de todo, tendrá un fin positivo. A diferencia de otros sistemas que igualmente subrayaban la decadencia de la historia sin alternativas, el lacunzismo permite percibir en el horizonte un largo período de paz y felicidad antes del término definitivo de la historia. No evita representar lo irrepresentable, objetiva aquello 14

que quizá escapa a toda objetivación, exponiéndose con ello a la inconsistencia de su sistema. Con todo, afirma que para superar la tragedia de un tiempo irredento la historia tiene que transfigurarse. Y esta transfiguración es un drama que compromete al mismo Dios; por ello es, finalmente, un acontecimiento de Gracia. La voluntad de Dios es el poder determinante de la historia, ya que El es el único Creador, origen de la vida y de la historia, y El mismo es el poder consumador que llevará la historia a su plenitud dando cumplimiento a sus promesas. 3) Sin embargo, no asume positivamente el movimiento histórico actual (el siglo presente es solo oposición). Se evidencia aquí una gran ambigüedad: por una parte se observa una gran valorización de lo mundano-terrestre, pero no se interpreta suficientemente lo histórico. En el fondo, afirma el mundo, pero relativiza radicalmente la historia. 4) Es evidente la relación con el profetismo y la apocalíptica, por un lado, y con el pensamiento utópico, por otro. Esta doble y crítica relación genera otra crucial ambigüedad en su interpretación. Considerado desde el profetismo bíblico, el milenarismo lacunziano podrá ser visto como transgresión ilícita por su fuerte componente apocalíptico. Asimismo, analizado desde el racionalismo utópico moderno podrá ser identificado como una forma "primitiva y mítica", donde la libertad lúdica y la fantasía del pensamiento utópico aún no han conquistado su plena emancipación (55). 5) La esperanza futura se mantiene intacta y vigente. El evangelio aún es promesa y, a diferencia de otros sistemas, Lacunza piensa que la muerte y la resurrección de Jesucristo no son cumplimiento ni transfiguración de las promesas, sino confirmación clara y concreta de la esperanza. La esperanza futura no se disuelve en un encuentro de las almas con la divinidad después de la muerte ni en una glorificación espiritualizada que suprime todo espacio y tiempo. A pesar de los elementos sobrenaturales que implica la intervención directa de Dios y su poder en ese tránsito histórico y cósmico, el reino del Mesías continúa perteneciendo a este mundo. El Mesías establece una equivalencia entre felicidad, justicia y armonía con la naturaleza y al mismo tiempo asegura la finalidad humana del universo material.

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6) A pesar de su perfección, el reino mesiánico es finito, acabará en un momento del tiempo. Dicho reino es, según Lacunza, un interregno hasta el advenimiento del reino verdaderamente eterno y glorioso de Dios, donde cesada toda generación y corrupción, los bienaventurados gozarán eternamente de la contemplación del universo material, transformado y mejorado, y de la comunión eterna con Dios mismo. RESUMEN El artículo presenta el pensamiento milenarista del jesuita chileno Manuel Lacunza (1731-1801) en torno al fin del mundo. Se indaga la visión del autor sobre el fin del siglo, el fin del milenio y su concepto de bienaventuranza eterna. El lacunzismo sostiene que antes del final de la historia se espera un reino terrestre del Mesías Jesucristo en el cual tendrán pleno cumplimiento las promesas de vida y justicia que Dios ha hecho a la humanidad. En este contexto se explica que para Lacunza el reino mesiánico (milenio) comienza con una transformación de la naturaleza que transita a una etapa de mayor perfección y que el mundo nuevo que adviene es mejor que el presente no solamente en lo moral sino también en lo físico y material. Asimismo, el universo renovado, acabada toda generación y corrupción, participará de la plenitud eterna y, tras la resurrección universal, los bienaventurados gozarán juntos eternamente de la contemplación del mundo transfigurado y de la comunión con Dios. Siempre se trata de una transformación de la materia de mal en bien, o de bien en mejor. Se excluye, clara y expresamente, la idea de un "fin del mundo" como aniquilación del mismo. _____________________ NOTAS (1) Cabe recordar que la obra de Lacunza fue colocada en el Indice en 1824 y que, casi a mediados del siglo XX, luego de ser consultada sobre la ortodoxia de esta doctrina, la Sagrada Congregación del Santo Oficio respondió que: "El sistema del milenarismo mitigado no puede enseñarse con seguridad" (Decreto del Santo Oficio, del 21 de julio de 1944 [Cf. DS, 3839 (DZ, 2296)]. (2) H. Desroches, Dieux d’hommes. Dictionnaire des

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messianismes et des millénarismes de l’ère chrétienne, Mouton, Paris-La Haya, 1969; N. Cohn, Na senda do Milénio, Presença, Lisboa, 1981; J. Seguy, La religiosidad no conformista de Occidente, en, H. Ch. Puech, dir., Las religiones constituidas en Occidente y sus contracorrientes. II, 2ª ed., Historia de las Religiones, Siglo XXI, México, 1981, vol. 8, pp. 213-301; V. Lanternari, Occidente y Tercer Mundo, Siglo XXI, Buenos Aires, 1974. (3) A. F. Vaucher, Une celebrité oubliée. Le P. Manuel Lacunza y Díaz, Fides, Collonges-sous-Salève, 1941 (1ª ed.) y 1968 (2ª ed.); W. Hanisch, El Padre Manuel Lacunza (17311801), su hogar, su vida y la censura española, Revista Historia 8 (1969), pp. 157-232. (4) G. Martina, La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. II, La época del absolutismo, Cristiandad, Madrid, 1974. L. Bergeron y otros, La época de las revoluciones europeas: 1780-1848, 11ª ed., Siglo XXI, México, 1986; H. Desroches, Sociologie de l’Espérance, Paris, 1973. (5) Vaucher, o. c. (6) J. Eyzaguirre, Fisonomía histórica de Chile, Ed. Universitaria, Santiago de Chile, 1992. p. 87; J. Arteaga, Temas apocalípticos y lacunzismo: 1880-1918, en Anales de la Facultad de Teología, PUCCh, Vol. XXXIX (1988), pp. 209-224, Santiago de Chile, 1990; Cf. J. Noemi, dir., Pensamiento Teológico en Chile. Contribución a su estudio. I. Epoca de la Independencia nacional, 1810-1840, Anales de la Facultad de Teología, PUCCh, Vol. XXVII (1976), c. 2, Santiago de Chile, 1978, pp. 32, 91, 97, 139, 144-148; J. Arteaga, dir., Pensamiento Teológico en Chile. Contribución a su estudio. II. Epoca de la reorganización y consolidación eclesiásticas, 1840-1880, Anales de la Facultad de Teología, PUCCh, Vol. XXXI (1980), c. 1, Santiago de Chile, 1982, pp. 19-21, 61, 64, 73, 101. (7) M. Góngora, Aspectos de la Ilustración Católica en el pensamiento y la vida eclesiástica chilena (1770-1814), Revista Historia 8 (1969), pp. 59-65; Id., La obra de Lacunza en la lucha contra el "Espíritu del Siglo" en Europa 17701830, Revista Historia 15 (1980), pp. 7-65; Id., Estudios 17

sobre la historia colonial de Hispanoamérica, Ed. Universitaria, Santiago de Chile, 1998, pp. 200, 209, 237. (8) B. Villegas, El milenarismo y el Antiguo Testamento a través de Lacunza, Valparaíso, 1951. (9) Me permito remitir a F. Parra, El Reino que ha de venir. Historia y esperanza en la obra de Manuel Lacunza, Anales de la Facultad de Teología, PUCCh, Vol. XLIV, c. 2, Santiago de Chile, 1993; Id., Historia y esperanza en la obra de Manuel Lacunza, Teología y Vida, Vol. XXXV (1994), pp. 135-152. (10) M. Lacunza, La Venida del Mesías en Gloria y Majestad (4 Tomos), Ed. C. Wood, Londres, 1816, III, p. 394. En las citas siguientes indicaremos solamente el Tomo (I, II, III, o IV) y las páginas correspondientes. (11) Ibíd., I, pp. 53-54. (12) Ibíd., III, pp. 133, 166, 276-279, 283; IV, p. 26. (13) Ibíd., II, p. 493. (14) Cf. Ibíd., II, pp. 391-497; III, p. 132, pp. 241-243, pp. 404-406. (15) Cf. Ibíd., III, pp. 414-415; IV, p. 42. (16) Ibíd., III, p. 415. (17) Ibíd., IV, pp. 263-264. (18) Ibíd., I, pp. 293-294. (19) Ibíd., III, p. 414. (20) Ibíd, I, pp. 399-400. Lacunza contradice enfáticamente la opinión de teólogos católicos como T. Malvenda, L. Lessius y A. Calmet (Cf. F. Parra, El reino que ha de venir…, p. 53, nota 39). (21) Lacunza, o. c., IV, p. 264; cf. pp. 263-267. "La concepción cristiana de la historia es afirmativa, pero tiene 18

también otra vertiente, al reconocer dentro de la Historia una escisión que viene del pecado, una lucha entre bien y mal que viene desde el comienzo y prosigue aún después de Cristo, en una dialéctica que se expresa en la imagen del trigo y la cizaña. No solamente crece desde Cristo el bien, sino también el mal, encarnado en potencias personales o colectivas bestiales, cuya fuerza se exacerbará justo antes de la culminación del bien, en un ‘colmo de mal’. La verdad permanece siempre, pero combatida y siempre amenazada" (M. Góngora, Civilización de masas y esperanza, Vivaria, Santiago de Chile, l987, p. 118). Esta observación de Góngora viene a coincidir plenamente con el pensamiento de Lacunza. De acuerdo a esto, el desafío es atender no solo a la ‘positividad’ de la historia, sino también a su ‘negatividad’. (22) La Venida, II, pp. 434-437. (23) Ibíd., IV, pp. 11-21. (24) Ibíd., IV, p. 52. (25) Lacunza tiene presente una obra fundamental, ampliamente difundida en el siglo XVIII, del abate Pluche: Espectáculo de la Naturaleza, Tomo IV, Ed. de Nápoles Italiana, p. 255ss. Cf. Lacunza, o. c., IV, p. 77. (26) Ibíd., IV, pp. 80-82. (27) Ibíd., IV, pp. 92-93. El historiador M. Góngora, gran estudioso de Lacunza, tiene razón cuando señala que "hay en Lacunza un utopista que pudiéramos llamar ‘cósmico’, con su idea de la malignidad de las 4 estaciones, que serán reemplazadas en el Milenio por un tiempo uniforme". (M. Góngora, ed., Manuel Lacunza, La Venida del Mesías en Gloria y Majestad, Ed. Universitaria, Santiago de Chile, l969, nota 8, p. 115). Por otra parte, en cuanto se refiere a Cosmología, física y astronomía, Lacunza demuestra una serie de conocimientos que evidencian su inclinación e interés por estas materias y su vinculación con la Ilustración católica en lo concerniente a la nueva imagen del mundo. Ya en la Primera Parte de su obra, Lacunza ha aludido a la invalidez del sistema de Tolomeo. (Cf. Lacunza, o. c., I, Prólogo, LXIX y p. 46). Aparte de su propia experiencia en la

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observación inmediata de los fenómenos y del cosmos, su instrucción en estas áreas venía de las obras de Pluche, Espectáculo de la Naturaleza, ya mencionada, y la Historia del cielo (l735, l742). Estas obras, de amplia difusión en el siglo XVIII, constituían la primera versión des-tinada al público, de los resultados de la Ciencia moderna de la Naturaleza. A través de Pluche le llegó a Lacunza la idea de un clima uniforme, sin estaciones, que estaba presente en Thomas Burnet (l635-1715). La nueva Ciencia se mezclaba con la utopía cósmica. (Cf., Góngora, M., Aspectos de la "Ilustración Católica" en el pensamiento y la vida eclesiástica chilena: 1770-1814, Rev. Historia, 8 (l969), pp. 60-62. Cf. A. F. Vaucher, Une celebrité oubliée. Le P. Manuel Lacunza y Díaz (l73l-l80l), Fides, Collonges-sous-Salève, 1ª ed. (l94l), p. 72 y nota 318 y en la 2ª ed. (1968), pp. 75-76). (28) Ibíd., IV, pp. 59-62. (29) Ibíd., IV, p. 81. El destacado es mío. (30) Ibíd., IV, pp. 328-334. Cf. IV, pp. 341-342. Sobre el proceso de corrupción que sufrirá la humanidad, el autor añade las siguientes reflexiones: "...imaginémonos, digo, que depués de muchísimos siglos de paz, de inocencia, de justicia, y fervor, empieza a entrar en las gentes, ya en este país, ya en el otro, cierta especie de distracción en lo que toca al servicio de Dios, a esta distracción deberá seguir naturalmente un poco de tibieza, a esta tibieza, no poco amor a la comodidad y sensualidad: a esta comodidad y sensualidad seguirá naturalísimamente el amor al lujo o a la vana ostentación: a esta, un poco de avaricia: a esta avaricia, no pocas injusticias: finalmente, a todos estos males, para que no se adviertan, deberá seguir una grande, y bien estudiada hipocresía" (Ibíd., IV, pp. 336-337). Este es por lo demás, el orden con que siempre ha crecido el mal moral en la historia. (31) Ibíd., IV, pp. 66, 337-338, 341. (32) Ibíd., I, pp. 214-226; IV, pp. 24-25. (33) Ibíd., IV, p. 359.

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(34) Los textos en que pretende apoyarse esta posición son: Is 51, 6; Sal 102 (101), 26-28; Mt 24, 35; 2 P 3). Según Lacunza estos textos no apoyan en ningún caso la idea de una aniquilación absoluta. Precisa que tal aniquilación no es el sentido literal de tales textos, sino, cuando más un sentido puramente gramatical, lo que es muy diverso. Los textos deben tomarse literalmente por semejanza y no por propiedad, pues realmente se expresan por semejanza o metáforas. Por otro lado, los textos mencionados no hablan ni pueden hablar de aquellos cielos sólidos que imaginan siguiendo las falsas ideas de los antiguos. No hablan de las estrellas y planetas, sino de la atmósfera que circunda el globo. Finalmente, tales textos hablan hipotéticamente, esto es, confrontando el ser de la creación con el ser del Creador y afirmando, a partir de este confronto, que lo creado es como si no fuese respecto del Creador, que todo puede alterarse o perecer si el Creador lo manda; mas el Creador no pasa nunca, ni su palabra, ni su verdad (Mt 24, 35). (Cf. Lacunza, o. c., IV, pp. 364-369). (35) Lacunza, o. c., IV, pp. 370-371. San Gregorio Magno parece que tuvo presente a Qo 3,14 cuando dijo: "Los cielos pasan por aquella imagen que no tienen: mas, con todo, por su esencia subsisten para siempre" (lib VII, mor. in Job, cap. V). Por su parte, San Agustín comenta: "Porque este mundo pasará, mudándose las cosas, no pereciendo del todo... así que la figura es la que pasa, no la naturaleza" (lib. XX de Civit. Dei, cap XIV), y en el cap. XVI dice: "para que el mundo renovado y mejorado, se acomode a los hombres renovados también, y mejorados en la carne". Y añade Lacunza: "tened bien presente esta sentencia expresa y clara de estos dos máximos doctores, para no reprehenderme ligeramente de novedad en las cosas que voy a proponer y considerar" (Ibíd.). (36) Ibíd., IV, p. 372. (37) Ibíd., IV, pp. 376-377. (38) Ibíd., IV, p. 377. (39) Ibíd., IV, pp. 392-393.

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(40) Ibíd., IV, p. 398. (41) Ibíd., IV, p. 399. (42) Ibíd., IV, pp. 400-402. El mismo cuenta que solo en la espada de Orión compuesta de tres estrellas (llamadas las tres Marías por sus paisanos) contó una vez cuarenta y dos estrellas con un débil telescopio. (43) Ibíd., IV, p. 405. (44) Ibíd., IV, pp. 406-407. (45) Cf. Ibíd., IV, p. 411. (46) Ibíd., IV, p. 411. (47) Ibíd., IV, pp. 411-412. (48) Ibíd., IV, p. 412. (49) Ibíd., IV, pp. 412-413. (50) Cf. Ibíd., IV, pp. 419-422; 423-426. Cf. Sal 36,28-39; Mt 5,4. A este respecto cita a Tertuliano para apoyar su idea de que será la tierra el centro del reino eterno y de felicidad de los justos. (Tertuliano, lib. III, adversus Marc., cap XXIV). No podemos dejar de citar el párrafo más significativo en el cual expresa Lacunza su fundamento cristológico: "El Hombre Dios, Cristo Jesús, nuestro Señor, o el Rey supremo, heredero de todo… por quien son todas las cosas, y para quien son todas las cosas, es de este misma tierra, que dio Dios a los hijos de los hombres. Aquí se hizo hombre siendo Dios: aquí se unió estrechísima e indisolublemente con nuestra pobre, enferma y vilísima naturaleza: aquí se anonadó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho a la semejanza de hombres, y hallado en la condición como hombre: aquí nació de la Virgen María de la estirpe de David según la carne: aquí predicó, aquí enseñó, aquí padeció la mayor afrenta y el más injusto deshonor que se ha visto jamás, muriendo desnudo en una infame cruz, como uno de los hombres más inicuos; y con los malvados fue contado. Luego aquí mismo se le debe restituir plena y perfectamente todo su honor. Luego aquí mismo se debe 22

manifestar plena y perfectamente su inocencia, su justicia, su bondad, su dignidad infinita y todo cuanto puedan comprender estas dos palabras: Hombre Dios. Del mismo modo discurrimos de los coherederos; principalmente de los mayores y máximos. Estos padecieron aquí por él: aquí padecieron persecución por la justicia: aquí fueron perseguidos, deshonrados y atribulados, y muchísimos hasta la muerte: aquí obraron en justicia en medio de la general iniquidad y corrupción: aquí no amaron sus vidas hasta la muerte: …Luego aquí mismo, como en el lugar de su paciencia, de su justicia y de sus tribulaciones por Cristo, deberán gozar eternamente el fruto más que céntuplo de todo lo que aquí sembraron: A la verdad es justo y digno de Dios (como decía Tertuliano), exaltar a los siervos allí mismo donde fueron afligidos por su nombre" (ibíd., IV, 421-422). (51) Lacunza, o. c., IV, p. 426. (52) Ibíd., IV, pp. 415-416. (53) Ibíd, IV, p. 430. (54) Ibíd., IV, pp. 428-429. (55) Cf. Ulpiano Vázquez Moro, Novo Mundo e Fim do Mundo, mimeo, Belo Horizonte, 1991.

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