Revoluciones en forma de cruz1
Publicado en “Pier Paolo Pasolini. Una desesperada vitalidad” Revista Shangrila nº 23-24, mayo 2015 ______________________________________________________________________
Todo es santo, pero la santidad es también una maldición Pasolini (“Medea”)
¿Cayó el viajero fulminado, golpeado por lo pintoresco? Max Jacob
1.
El último paisaje
Puede que el término descampado no sea el mejor para describir el lugar donde yació el cuerpo desfigurado de Pasolini durante la noche del día de los muertos de 1975. Más que nada porque el lugar estaba junto a la playa y el trayecto que siguió el cineasta aquella noche con su Alfa Romeo se me antoja como el que recorre Antoine Doinel al final de “Los cuatrocientos golpes” (1959): un ansioso recorrido hasta llegar al mar, a la liberación. La antesala de la liberación no puede ser solo un descampado, debe ser algo más. Me refiero al hecho de que la textura de los espacios se transforma de acuerdo a las tensiones que se producen en ellos a partir de los sucesos que los habitan. Y el concepto de descampado, muy cercano al de no lugar, implica un vacío que no se corresponde con la historia del sitio que nos ocupa. No existen los paisajes indiferentes, sino solo la ignorancia sobre su diferencia. Pasolini se detuvo a cenar antes de trasladarse a Ostia. Lo hizo en una trattoria llamada Biondo Tevere que está situada aún junto a la basílica de San Pablo, en la Vía 1
Con Rivoluzioni in forma di croce: Pier Paolo Pasolini: “Nova poesía in forma di rosa” de Poesía in forma di rosa (1964)
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Ostiense que lleva a la costa. Era algo inevitable que esa cena fuese de inmediato elevada a la categoría de la última cena. Porque la muerte va siempre acompañada de lo simbólico que transforma, a veces con violencia, la literalidad de los acontecimientos más ordinarios. El mismo Pasolini insiste en equiparar el montaje cinematográfico con la muerte, en el sentido de que ambos confieren un significado definitivo a la vida o a la vitalidad de la filmación: «ser inmortal e inexpresivo o expresarse y morir». Lo fue, pues, en el sentido literal y en el simbólico, una última cena, y si bien de ella estuvieron ausentes los apóstoles del director y escritor, cuyo número era incluso más escaso que el de aquellos que acompañaron a Jesucristo -Pasolini era un hombre esencialmente solitario-, no faltó a la misma Judas, representado por el chapero al que apodaban Pino Rana y al que las autoridades decidieron designar asesino oficial de Pasolini para tranquilizar las conciencias. Pero Pino Rana, o Giuseppe Pelosi, que este era el verdadero nombre del individuo, en realidad no era más que un pobre desgraciado que vendió a Pasolini por un puñado de monedas, sin saber lo que estaba haciendo: sin conocer la trascendencia simbólica y política de su acto. Como ese personaje de “La secuencia de las flores de papel” (La sequenza del fiore di carta, Amore e rabbia, 1969) interpretado por Ninetto Davoli, pertenecía al género de los inocentes, aquellos que como nada saben nada piden y a los que Dios decide que hay que eliminar porque, como decía el propio Pasolini, interpretando un episodio de los Evangelios, hay épocas en la historia en las que la inocencia es intolerable: no ser consciente equivale a ser culpable. Los mafiosos que compraron a Pelosi y que estaban esperando al cineasta en ese páramo tampoco eran muy conscientes del alcance de sus actos: también ellos habían sido pagados para realizar su trabajo de matones. Y lo hicieron con saña, eso sí, porque la víctima era un maricón comunista y esto, en su precaria concepción del mundo, lo justificaba todo. En lo alto de esa serie de eslabones ocupados por culpables inconscientes o inocentes, se encontraba la verdadera consciencia del crimen, frotándose y lavándose las manos a la vez. Sabía esa extendida consciencia que la misión de los esbirros era precisamente acabar con un símbolo en una guerra a todos los niveles contra lo simbólico que en 1975 no acababa más que empezar. Ese fue el último paisaje de Pasolini, un no lugar entre la ciudad y el mar que se transforma dramáticamente en el lugar, de la misma manera que los decorados de un escenario teatral adquieren de pronto en una escena todo el protagonismo porque se ajustan a la forma de lo que sucede en ella. El propio poeta había descrito con anterioridad ese escenario en alguno de sus versos: occupa una marcita distesa d'erba 2
sozza nell’accesa campagna.2 Nanni Moretti en “Caro Diario” (1993) efectúa en motocicleta parte del recorrido, treinta kilómetros, que separan Roma de la playa de Ostia donde murió el cineasta. Nos muestra el transcurso a través de un plano secuencia que dura alrededor de cuatro minutos, es decir, más o menos el tiempo que Truffaut le dedica al montaje de la escapada de Doinel hacia el mar. La realidad es tozuda pero no como pretenden que lo sea los partidarios del realismo políticamente correcto, sino oponiendo, por el contrario, una fuerte resistencia a ser despojada de la necesaria complejidad, que si bien parece desvanecerse en el riguroso presente, el paso del tiempo se encarga siempre de reinstaurar. Todos los esfuerzos por eliminar lo simbólico y obturar el imaginario que ha desarrollado la política oficial globalizada durante los últimos cuarenta años se estrella una y otra vez contra la tozudez de lo real, que no quiere hacer acto de presencia si no es acompañado de esa pareja necesaria (lo simbólico, lo imaginario en sus diversas dimensiones), cuya presencia se despliega en cuanto nos acercamos a lo que Zizek denomina el desierto de lo real. Ejemplo: lo real es el cuerpo de Pasolini tendido sobre el suelo de un lugar sin nombre. Punto final, aseveran las autoridades de todo tipo, acostumbradas a mirar siempre hacia otra lado en cuanto las cosas se complican. Pero de inmediato aparece lo imaginario, que viene del pasado para recubrir el momento con sus filtros y transparencias: el personaje real-ficticio de la película de Truffaut acompaña a Pasolini en su viaje hacia el mar como un doble virtual de la eterna rebeldía adolescente del poeta, enfrentada a la aridez mafiosa de la política y de la cultura italiana y europea de entonces y del futuro. Al fin y al cabo, la poesía de Pasolini está repleta de este tipo de transiciones fluidas mediante las que el yo se trasforma en otras cosas o en otras cuerpos. Por ejemplo, «en la “Pastorela di Narcís” se nos muestra a un yo adolescente y observador que se convierte primero en una joven y que adquiere finalmente la identidad de la madre» (Gordon, 1996:142). Estas transformaciones son constantes en la poesía de Pasolini relacionada con la región del Friuli, un lugar íntimamente ligado a su vez a la figura materna. La mirada del poeta se funde con un paisaje habitado por sus recuerdos, y lo hace de manera fluida, ya que «la fluidez de las formas es un prerrequisito esencial del trabajo de la subjetividad en Pasolini, y ese tipo de conjunciones (el extraordinario proceso de mitificación de los impulsos y los deseos en
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Ocupa una extensión de hierba sucia en el campo encendido: Pier Paolo Pasolini: “L’Appennino” de Le ceneri di Gramsci (1957)
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sus versos-dramas) invariablemente se identifica en sus obras con una noción privilegiada y realmente mitificada de lo poético» (Gordon, 1996:7). Las transformaciones identitarias que inscriben el yo de Pasolini en un paisaje alegorizado por sus recuerdos, construyendo así una compleja realidad imaginaria, empujan al lector a efectuar su propia contribución a este tipo de operaciones. Y lo que sucede con el lector de los poemas, ocurrirá luego con el espectador de los films. En ambos casos, lector y espectador se transforman en otra cosa, deben asimilar otro tipo de experiencia distintita de la habitual, ya que se hallan ante obras que están siempre vivas, que no se refieren solo al pasado de su momento de producción, sino que ocupan el lugar de un presente que no cesa de reproducirse y ampliarse. Por otra parte, lo simbólico le corresponde insertarlo a Moretti, cuando en el futuro reproducirá desde la liturgia cinematográfica el camino de Pasolini hacia su particular calvario. El trayecto, reiterado por Moretti, en otra época y a través de una distinta dimensión cinematográfica, superpone una capa simbólica sobre la “memoria imaginaria” del espectador, ese espectador que no pudo ver obviamente el camino recorrido por Pasolini pero que pudo y puede imaginarlo cada vez que el suceso, por una cosa u otra, reaparece. El film de Moretti despliega un lenguaje visual sobre una visión imaginaria: confiere a un mismo paisaje una doble lectura dialéctica que va del pasado imaginario al presente real y viceversa. Según Lacan, lo real, lo imaginario y lo simbólico se engarzan a través de formas entrelazadas que, dependiendo de las circunstancias a las que se refieran, puede llegar a ser realmente complejas. Fue un acierto del psicoanalista el haber conferido visualidad a esas formas del sujeto, ya que ello nos permite extrapolar esas formaciones a la representación de la realidad y descubrir así sus múltiples dimensiones. La obra de Pasolini está transitada por diversas tríadas que pueden relacionarse con esta estructura fundamental. Gordon describe una de las básicas: «Pasolini usa con frecuencia motivos relacionados con el deseo, y podemos añadir que con la muerte y la comida, a modo de índice de otro nivel de relaciones con una realidad (y entre el sujeto y la imagen) cuya presencia es fetichista, ontológica» (1996:216). Se abre ante nosotros, pues, un panorama enigmático y muy productivo si efectuamos las siguientes equiparaciones: la muerte con lo real, la comida (y tal como aparece en otros ámbitos, el dinero) con lo simbólico, y el deseo (específicamente el sexo) con lo imaginario. Podría ser asimismo interesante elaborar la tríada que relaciona, en su obra, la imagen (lo simbólico) y el yo (lo imaginario) con lo real. 4
Estos lazos laberínticos producen la fantasmagoría de la realidad (esa espuma de lo real) que las imágenes foto-cinematográficas reproducen inconscientemente. Para comprender esta posibilidad, hay que ampliar el concepto de inconsciente óptico de Benjamin, puesto que si «la naturaleza que habla a la cámara no es la misma que la que habla al ojo», habrá que ir pensando en la posibilidad de que esa naturaleza contenga elementos que no solo van más allá del ojo, sino también de la cámara que pretende imitar al ojo. José Luis Brea denomina “episteme escópica” a esta ampliación de lo real, es decir, a «la estructura abstracta que determina el campo de lo cognoscible en el territorio de lo visible» (2007:146). En ningún lugar como en el paisaje se encarna mejor esta estructura abstracta que no es otra que la que transforma a lo real en esa fantasmagoría que es la realidad. El paisaje pasoliniano es realista en la medida en que proviene de la superposición dinámica de diversas capas de significado sobre el desierto de lo real. Ese lugar desolado donde murió Pasolini no ha perdido con el tiempo su marginalidad, pero a principios de los años ochenta hubo un intento de transformarlo cuando en el mismo se habilitó un espacio precariamente ajardinado en cuyo centro fue levantada una ambigua escultura conmemorativa que bordeaba el kitsch. Esa fue la última, o antepenúltima, traición a Pasolini, ya que si las autoridades correspondientes hubieran sido capaces de prestar atención a la obra del poeta en lugar de quedarse con la noción vagamente historicista de estar tratando con una figura famosa a la vez que incómoda, habrían llegado a conclusión de que deberían haberse preservado todos los atributos originales del lugar, los que caracterizaban ese espacio cuando el cuerpo de Pasolini fue encontrado en él: los matojos de hierba seca, los restos de basura desperdigados por el terreno, la absurda portería de un campo de fútbol inexistente, los escombros pertenecientes a los restos de alguna arquitectura infame. Y al fondo el sonido de un mar por definición inalcanzable.
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En realidad, ese paisaje pasoliniano que acogió durante la noche el cuerpo maltratado del cineasta se completó al alba, cuando llegó la policía y los curiosos se agolparon alrededor del cadáver. Hicieron acto de presencia entonces los personajes secundarios del drama que, como en sus películas, eran el vehículo por el que se alegorizaba el paisaje. Uno puede imaginarse un montaje con una sucesión de rostros cincelados por la miseria y el embrutecimiento como los que aparecen en la rueda de reconocimiento policial en “Accattone” (1961) y suponer que, como sucede en “El evangelio según San Mateo” (Il Vangelo secondo Matteo, 1964) esos rostros serían enaltecidos por la mirada estéticamente erotizada del cineasta. Esa mañana del dos de noviembre, cristalizó alrededor del cuerpo desfigurado de
Pasolini un ambiente canallesco muy acorde con los escenarios de las películas romanas del cineasta. Si Pasolini hubiera puesto en escena su propia muerte, ese hubiera sido el paisaje, humano y natural, escogido: la escena real compone un elenco semejante al que rodea al cuerpo de Accattone cuando muere tendido en la calzada, junto al bordillo, en una de sus pocas incursiones en el caso urbano. Accattone, criatura de los suburbios, encuentra la muerte en la ciudad, mientras que Pasolini, su autor, fue a morir en el paisaje de ficción donde su personaje habitaba. Este juego pirandelliano prueba hasta qué punto son mortíferas a veces las paradojas. A Pasolini lo mataron justo allí donde había permanecido siempre, en la periferia, en un paisaje compuesto, como todos los suyos, por vectores reales, simbólicos e imaginarios. Pasolini no quiso abandonar nunca su papel de paria, habitante de múltiples zonas de nadie, situadas entre el campo y la ciudad, entre el 6
cristianismo y el comunismo, entre el catolicismo y el paganismo, entre lo sagrado y lo profano, entre la fama adquirida a través de su frenética actividad como intelectual y artista y la infamia que suponía ser homosexual declarado en los anni di piombo. Contemplando ahora las fotografías de esa mañana triste, la desolación aumenta porque nos damos cuenta de que ese mundo estaba más cerca de la realidad arcaica que perseguía Pasolini de lo que lo está el nuestro. Ahora solo encontramos esas vistas, esos cuerpos y esas miradas en el Tercer Mundo, allí donde él ya empezó a buscarlas porque no le bastaba la miseria de la Roma arrabalera para explicar la complejidad de su mundo: Y ahora… ah, el desierto ensordecido por el viento, el estupendo e inmundo sol de África que ilumina el mundo. ¡África! _mi única alternativa.3 El cuerpo muerto de Pasolini extendido sobre el suelo de esa tierra de nadie agujerea el paisaje como siempre agujereó él todos los paisajes posibles con su cuerpo vivo.
2.
El misterio del paisaje Acercarse a la obra de Pasolini nos sigue planteando hoy en día problemas casi
irresolubles a causa de su intempestiva muerte. No porque el caso nunca haya sido resuelto satisfactoriamente, cegado como sucede siempre en circunstancias parecidas por la inevitable versión oficial. Esta no es ahora la cuestión, sino que el problema proviene de la imposibilidad de situarse a la debida distancia estética de su obra. El asesinato de Pasolini, de raíces sin duda políticas en muchos sentidos, abrió un abismo ético que impide cualquier aproximación simplemente estética a su trabajo. De haber muerto de muerte natural –quizá recientemente, a los noventa y pico de años-, su obra y su personalidad hubieran quedado cerradas y ahora podríamos hablar del paisaje en Pasolini sin sentir la inquietud que se apodera del que pretende hablar con normalidad en la escena del crimen. Hace tiempo que empezó a plantearse este problema con la intención de zanjarlo de una vez por todas. Así Armando Maggi señala que ya algunos autores «habían 3
E ora… ah, il deserto assordato/dal vento, lo stupendo e immondo/sole dell’Africa che ilumina il mondo/Africa! Unica mia/alternativa: “Frammento alla norte” de La religione del mio tempo, (1961)
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hablado de un “impasse crítico” en 1983, cuando señalaban la supuesta incapacidad de las lecturas críticas contemporáneas para trascender los acercamientos celebratorios y hagiográficos a Pasolini y regresar al análisis textual de su legado artístico» (2009:4). Posiblemente hayamos superado las tendencias celebratorias o hagiográficas, pero sigue siendo difícil limitarse al frío análisis textual, puesto que su muerte impide que podamos dejar atrás, incluso ahora, a cuarenta años vista, «las constricciones ideológicas ponderadas por el propio autor» (Ibíd.). Lo cierto es que no solo su muerte impide que pasemos página, sino que también lo hace el hecho de que la deriva política, ética y estética que denunció en su momento se ha vuelto aún más escandalosa en la actualidad. Cuando contemplamos ahora sus imágenes cinematográficas, descubrimos que no nos es posible examinarlas sin que en todas ellas aparezca superpuesta la silueta del cuerpo del cineasta cubierto por ese sudario mancillado por la sangre y el barro. Está ahí, ese fantasma, en la base del encuadre, cerca de la esquina derecha del mismo, como quedó inscrito en las fotografías del momento. Esta presencia es el corazón delator que late con fuerza incesantemente, pregonando la culpa de una sociedad que ha llegado a ser como es hoy en día gracias, en gran medida, a que en su momento, en los terribles años setenta, se sucedieron una serie de asesinatos selectivos: Allende, Pasolini, Moro... ¿Cómo hablar de estética de un paisaje que contiene uno o varios cadáveres? Y sin embargo hay que hacerlo. Es necesario descubrir que ese “régimen estético del arte” del que habla Rancière es una vía hacia la ética y, por lo tanto, un factor político, de una nueva política que está aún por hacer. El paisaje es un ente misterioso. Situado entre lo objetivo y lo subjetivo, no acaba de encontrar nunca la estabilidad. El paisaje no está en la naturaleza, no es un atributo del mundo, pero tampoco es exactamente una idea, puesto que participa de elementos y condiciones que no son ni intelectuales ni mentales. Dice Baudelaire que «si un ensamblaje tal de árboles, de montañas, de aguas y de casas, que denominados paisaje, es bello, no es lo es por sí mismo, sino por mí, por mi propia gracia, por la idea o el sentimiento que le adjudico»,4 pero no puede olvidar el poeta que esa interpretación emocional se efectúa sobre la realidad, sobre elementos reales que se trasmutan a través de esta operación y pasan a formar parte del imaginario social, alimentados por una carga estética acumulada: es verdad que yo construyo el paisaje, pero no es menos
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Charles Baudelaire, Le Salon de 1859, VIII Le paysage.
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cierto que, al mismo tiempo, el paisaje también me construye a mí. En gran medida, el paisaje es una fantasmagoría que abduce a su espectador y lo transforma en habitante solitario del mundo que el paisaje propone solo para él o para ella. El pintor, el fotógrafo y el cineasta, cada cual a su manera, son capaces de mostrarnos visualmente las particularidades de este especial habitáculo: «Los cineastas utilizan estos ajustes (los elementos que componen el paisaje) manipulando sus características naturales para reflejar externamente transformaciones que son internas. Los paisajes de nuestro mundo natural se convierten en paisajes de nuestra mente» (Melbye, 2010:2). El simplismo que parece consustancial de nuestra época nos lleva a concebir el paisaje como algo estático, como una reproducción básicamente mimética y cerrada de lo que en algún momento observó un espectador privilegiado. Pero en otras circunstancias, como apunta Melbey, «la inclinación a espiritualizar el paisaje circundante se convirtió en una zeitgeist. (Los paisajes) dejaron de ser un espectáculo distante o indiferente y se transformaron en entidades que respiraban y pensaban» (Ibíd.:37). Esta humanización del paisaje se alcanza a través de la alegoría, es por medio de este dispositivo retórico que el paisaje piensa: «la alegoría del paisaje se refiere precisamente a estos lugares naturales idealizados, con su habilidad para reflejar nuestra más hondamente subjetiva experiencia del mundo» (Ibíd.). Se dice que el sentimiento paisajístico nació con la mirada de Petrarca, cuando el poeta ascendió al Mont Ventoux, a mediados del siglo XIV. Mucho se ha escrito sobre esta experiencia, y sin embargo no es seguro que el ascenso se llevara realmente a cabo. La cuestión sigue aún bajo disputa5 y pudiera ser que el poeta, intentado emular empresas del pasado igualmente discutibles, imaginara ese nuevo tipo de mirada cómodamente sentado en algún albergue. En tal caso, esa supuesta experiencia externa, del cuerpo, habría sido en realidad un producto de la mente, imaginada desde la interioridad del espacio íntimo: el resultado de una nueva disposición mental en relación a la naturaleza que desembocaba en una nueva emoción y una nueva forma de contemplar el mundo natural que luego sería asimilada por muchos otros pintores y poetas. Pero tanto si Petrarca efectuó realmente la escalada como si no la hizo, su mirada poética se transmutó ante una naturaleza que le ofrecía, a la vista o a la
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Ver Eduardo Gil Vera, “Petrarca no subió al Mont-Ventoux”, entrada correspondiente al 07/10/2011 del Blog El Boomeran(g): http://www.elboomeran.com/blog-post/661/11355/eduardo-gilbera/petrarca-no-subio-al-montventoux/ (acceso 19/07/2014)
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imaginación o a ambas a la vez, una figura que nunca hasta entonces había sido imaginable porque nunca antes había estado tan íntimamente relacionada con el sujeto. La nueva configuración que descubría Petrarca no consistía solo en esa nueva visión, amplia y esplendorosa, de la naturaleza de la que se habla siempre, sino que principalmente incluía también el hecho de que el sujeto fuera capaz de emocionarse por una naturaleza transformada por su propia visión. Se trataba de una experiencia íntima tanto si estaba siendo corroborada ante la propia realidad situada frente los ojos del espectador como si estaba siendo imaginada. En cualquier caso, la experiencia sería expresada de la misma forma insólita. Es decir que, cuando Petrarca iba describiendo sus sensaciones en una carta al fraile Dionigi de San Sepolcro –que, por cierto, había muerto años antes de que el poeta redactara la versión definitiva de la misma-, poco importaba si se remitía a unos recuerdos genuinos o imaginaba haberlos tenido, apoyándose en episodios parecidos de la historia clásica que despertaban su imaginación. Era precisamente en la incidencia de este factor imaginario sobre la realidad que radicaba la originalidad del momento. Aun si hubiera existido ese momento en que Petrarca contemplaba la vista que dijo, quizá ficticiamente, haber contemplado, fue la imaginación alimentada por historias clásicas la que configuraba la nueva mirada. En realidad, si lo pensamos bien, todo el Renacimiento está basado en este mismo mecanismo Hay que subrayar el hecho de que los exegetas de la experiencia visionaria de Petrarca no solo destacan el ascenso al monte, sino también su descenso. Como apunta Rafael Argullol, tras la «excursión a la cumbre (…), la incursión a las profundidades (…). Tras el « universo exterior, el interior» (2005). Esta emoción bipolar es sorprendentemente parecida a la que experimentaba Descartes cuando, a través de un sueño famoso, tuvo la intuición que le llevó a descubrir su célebre método para distinguir lo verdadero de lo falso. Habla Poulet de una «fatiga nerviosa (de Descartes) debida a una extrema tensión intelectual (…) y el espíritu pasa con una rapidez desconcertante del exceso de alegría al exceso de tristeza o de angustia» (1952:65). Puede que cualquier intuición transcendental, cualquier atisbo de una nueva realidad, deba provenir de un contraste de emociones parecido, que a su vez tiene su origen en una confrontación entre un cuerpo fatigado y una mente tensionada por la euforia. De manera que el descubrimiento de la nueva mirada por parte de Petrarca, la conversión del paisaje en una forma simbólica, pudo ser consecuencia de una parecida discordancia emocional que el poeta habría experimentado interiormente y a la que 10
habría dado la forma del ascenso mítico a una montaña famosa. Con ello, el poeta no habría descubierto tan solo, pues, la mirada paisajística que sería emblema del Renacimiento, sino que habría puesto de manifiesto también una forma interior del paisaje futuro, que se debatiría entre la euforia y la depresión a lo largo de los siguientes siglos. Esta dualidad se encuentra también en Pasolini y en él vuelve a producirse el mecanismo de la conversión de las tensiones emocionales del sujeto en paisaje tal como había ocurrido con Petrarca. La impresionante visión del paisaje desde la cumbre de la montaña era la representación de un estado de euforia que había sido aquilatado a través de un ascenso espiritual, paralelo a un ascenso real o imaginado. El cansancio, por su parte, puede ser físico o, como en Descartes, intelectual, si bien en el caso del filósofo a la tensión psíquica se le añadía también un agotamiento físico, después de un viaje particularmente difícil. La fatiga corporal es capaz de abotargar los sentidos e incluso la inteligencia y viceversa, pero el proceso deja de todas formas la mente en blanco y por lo tanto abierta a lo inesperado, que llega como una bocana de aire fresco capaz de llenar los pulmones cuando estos están exhaustos, por ejemplo después de subir a una cumbre, incluso cuando esta es simbólica. La mirada de Petrarca al llegar a la cima, real o imaginaria, inauguró un tipo de visión que el Renacimiento proclamará luego como la necesaria y verdadera, desdeñando por el momento las parte emocional que sin duda experimentó el poeta pero que solo los románticos, siglos más tarde, supieron relacionar adecuadamente con la experiencia: la emoción de lo sublime. Tras el estallido visual e imaginario, viene el descenso, la vuelta a la realidad profunda, a las simas de un espacio interior que desconfía de la perdurabilidad de lo que ha sido visto o intuido. Uno de los movimientos paisajísticos más importantes es el que se desarrolló en los Estados Unidos durante el siglo XIX. Los pintores relacionados con el mismo, especialmente los que pertenecía a la denominada Hudson River School, además de espiritualizar el paisaje, espiritualizaban también el proceso de expansión americano mismo (Melbye, 2010:41). Los colonos, llegados al nuevo continente, tras una extenuante travesía atlántica, continuaban su marcha, no menos penosa, por territorios desconocidos en los que, de pronto, descubrían vistas maravillosas, experimentando esa epifanía cuyos fundamentos fenomenológicos Petrarca había descubierto. La pintura visionaria norteamericana de Thomas Cole o de Thomas Moran reproduce esa visión 11
con todos sus ingredientes excepto el esfuerzo necesario para alcanzarla y la posible decepción del retorno: plantea visualmente tan solo la euforia. Aunque los fenómenos contienen siempre múltiples vertientes, podríamos decir que la idea del paisaje nace del cansancio, del agotamiento mental o corporal. Pero no todo el mundo es capaz de rentabilizar intelectualmente este estado como Petrarca. El cuerpo o la mente fatigados se conforman muchas veces con una visión estática del mundo en la que se invierte una emoción exclusiva susceptible de compensar la extenuación. La condición histórica de este tipo de emociones no exime a la experiencia de su básico estatismo: «la campagna encarnó lo hermoso; los Alpes representaron lo sublime; el paisaje inglés reprodujo lo pintoresco» (Bermingham, 1989:57). Al principio del fenómeno, Petrarca le añadió al mismo el agotamiento, que más tarde ya no fue necesario experimentar porque la visión lo llevaba incorporada en su propio arreglo, aunque solo sea de manera contextual. Perniola habla de la sensología como de un fenómeno contemporáneo equivalente en la esfera de las emociones al que la ideología representa en el terreno intelectual: lo que en esta es lo ya pensado, en aquella supone lo ya sentido (Perniola, 2008:30). En las distintas fases del paisaje clásico, incluso en el romántico y sus extensos derivados, aparece una experiencia que podríamos denominar lo ya fatigado: la emoción transformadora de la mirada sin necesidad del esfuerzo necesario para procurar el éxtasis. Como un ready made. La ciencia y su método, la mentalidad racionalista, la perspectiva como forma simbólica, la educación visual, todo ello sitúa la dimensión cognitiva del cuerpo en la pasividad, pasividad que se contagia a la propia naturaleza como se encargó de representar la pintura a lo largo de más de cuatro siglos. El conocimiento, según esta mentalidad, no se construye, sino que se adquiere por la ley del mínimo esfuerzo puesto que ya está ahí, a disposición de quien sea capaz de encontrar la clave que lo impulsa hacia el receptor. Petrarca tuvo que ir, él en persona o imaginariamente, al encuentro de la nueva visión de la naturaleza pero, a partir de entonces, la naturaleza llegaría sin esfuerzo al espectador, siempre que este hubiera aprendido a mirar adecuadamente. El panorama cambia a finales del siglo XIX y el cine es a la vez uno de los síntomas de este cambio y uno de los dispositivos que lo impulsan. Circunscribiéndonos al paisaje, digamos que este se pone en movimiento con el cine en una época que según Sloterdjik el cuerpo empieza a adquirir preponderancia sobre la mente a través de una condición que tilda de acrobática: «con el cambio de perspectiva, desde la ascesis a la acrobacia, surge del trasfondo de todo ello en un universo de fenómenos que abarca sin 12
esfuerzo alguno los más grandes antagonismos surgidos en el espectro que va de la plenitud espiritual a la fuerza corporal» (Sloterdijk, 2012:91). Pero no nos apresuremos a confundir esto con un progreso. Se trata de un cambio que implica el inicio de una tendencia a privilegiar el cuerpo y la acción frente a la mente y la reflexión. En el seno del nuevo paradigma, el conocimiento, y por ende la realidad, ya no será algo dado que se adquiere pasivamente del mismo modo que el espectador de un paisaje parecía recibirlo graciosamente de la naturaleza que lo proyectaba de forma automática sobre sus ojos. La primacía del cuerpo y la acción, representada claramente por el cinematógrafo, implicará la conciencia de la realidad, en todas sus dimensiones: esta ya no es algo que se descubre como lo hacen indolentemente los asistentes a una exhibición pictórica, sino que de nuevo tendrá que ser alcanzada con esfuerzo, como ocurría con los pioneros americanos o como había sucedido con los conquistadores cuando descubrían insólitos paisajes después de sus agotadores viajes, si bien ninguno de estos apelaba a la imaginación para gestionar su asombro, como lo hizo Petrarca. Con el cinematógrafo, inserto en una etapa de glorificación del cuerpo y el ejercicio, típica de la mentalidad norteamericana, la realidad debe construirse, es fruto de una acción, aunque sea incluso una acción reflexiva o imaginativa. En este nuevo ámbito, el paisaje no solo está a punto de ser de nuevo humanizado o espiritualizado, como lo fue ya con los románticos, sino que aparece también dispuesto a ser una forma de pensamiento. Es de esta manera que de una tendencia enemiga de la reflexión como la que señala Sloterdijk, unida a una tecnología como la cinematográfica igualmente proclive en su forma clasica a una comprensión conductista del mundo, surge de forma dialéctica su contrario, a saber, la posibilidad de nuevas formas de pensamiento visual, representadas primordialmente por el paisaje y su forma. Si el paisaje fue recogiendo emociones a lo largo de su camino hasta su disolución en la fluidez cinematográfica, si pasó de lo hermoso a lo sublime y de este a lo pintoresco, ¿cómo denominar los paisajes pasolinianos surgidos desde las antípodas de estos sentimientos y del tipo de visión que los patrocinaba? Digamos que el “paisaje” pasoliniano está mucho más cerca de la idea del mismo impulsada por el cinematógrafo y la incorporación del movimiento en su representación que del concepto clásico prictórico-fotográfico. Pasolini utiliza ese nuevo tipo de paisaje, un paisaje que surge especialmente de su transformación cinematográfica y que implica la posibilidad de un pensamiento por la acción, por el movimiento: «no hay en consecuencia paisaje a menos que haya desconcentración –des13
fijación- de la mirada y que esta se ponga a circular. Es necesario que la mirada se pasee para que aparezca el paisaje (…) Ya no hay un objeto focalizando la mirada (el monumento), sino elementos, o vectores componentes, que emergen vis a vis los unos de los otros, respondiéndose: (…) se acabó el detenerse “sobre”; en su lugar un ir y venir de lo uno a lo otro, o mejor dicho entre ellos» (Jullieen, 2014:31). Esta concepción dinámica, activa del paisaje que Jullien extrae del paisajismo chino nos ilustra claramente sobre la condición de un paisaje cinematográfico que solo puede confundirse con la presencia inmóvil de la tradición foto-pictórica que le precedió, si nos olvidamos del importante principio catalizador que supone la incorporación del movimiento.
3.
El paisaje y la muerte
Durante el viaje que hizo a Palestina para preparar su adaptación cinematográfica del Evangelio de Mateo, Pasolini se sumergió en una serie de paisajes emocionales que expresó de manera inquietante en su ensayo fílmico “Sopralluoghi in Palestina per Il Vangelo secondo Matteo” (1964). Así como Petrarca había inventado la visión del paisaje a partir de las impresiones recogidas de la lectura de la historia de Roma de Tito Livio donde se narra el también supuesto ascenso que Filipo, rey de Macedonia, efectuó al Hemo, una montaña de Tesalia desde cuya cima se suponía que era posible ver diversos ríos y varios mares, Pasolini viajó a Palestina, en el crepúsculo de la modernidad, impulsado por la historia de la vida de Jesucristo según la narra uno de los evangelistas, y por sus recuerdos de la región del Friuli, la tierra de su madre que tanto influyó en su poesía y que llevó siempre consigo como un paisaje interior cuya equivalencia no cesó de buscar en los paisajes exteriores. Podemos equipar la matriz de la concepción pasoliniana del paisaje con ese paysage moralisé que describió Panofsky para describir aquellas pinturas renacentista en las cuales los aspectos del paisaje tienen un significado moral y del que, en música, la forma cantata era una internalización como «el tercero de los tradicionales sentidos de la hermenéutica, el sentido moral o tropológico, que estaba normalmente focalizado en la fe que concierne al individuo».6 Curiosamente, este paisaje moralizado se relaciona con un modelo bipolar del Renacimiento, «donde la antítesis entre la Virtud y el Placer está simbolizada mediante el contraste entre la facilidad de un camino que circula por entre una naturaleza llena de
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Eric Chafe, Analyzing Bach Cantatas, Nueva York, Oxford University Press, 2000, p. ix.
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belleza y un vía pedregosa que conduce a un cumbre inaccesible». 7 Como puede verse, en esta formación retórica se encuentra el núcleo esencial de la mencionada experiencia petrarquiana y sus posteriores derivados. En Palestina, Pasolini busca en el paisaje dos visiones, ambas míticas: una la de la religión, la otra la de sus propios recuerdos transfigurados por la acción poética. Las dos visiones se mezclan de alguna forma en su imaginario, tal como ocurría también en su poesía. Sobre ese territorio impregnado de resonancias emocionales, Pasolini tratará de levantar su propio paisaje. Este proceso de construcción, va a ser una constante en su cine. En él, el paisaje será el producto de una búsqueda fundacional, de un movimiento persistente y complejo de la mirada, a través de la cámara. En este sentido, el paisaje será algo situado “entre”, como indicaba Jullien que debía ser el verdadero paisaje: pero esta situación intermedia, instersticial, corresponderá también a la del propio cineasta. Será él quien se sitúe también entre los distintos vectores que confluyen y conversan para constituir un “paisaje”. De modo que, el paisaje y Pasolini acabarán siendo una y la misma cosa. Así como en “Uccellini et Uccellacci” (Pajaritos y pajarracos, 1966) Ciccillo, el monje franciscano, descubre que los pájaros no hablan con sus trinos, sino que lo hacen a través del movimiento de sus saltos, también a nosotros nos toca evidenciar que Pasolini, en sus films, se expresa primordialmente a través de la visualidad de sus peculiares paisajes o de lo que podríamos denominar contra-paisajes. Se trata de un tipo de paisaje que surge directamente de su lengua poética convertida en imágenes y de ahí que esté formado por vectores en movimiento. En la obra cinematográfica de Pasolini, solo hay un verdadero paisaje, un paisaje tradicional, sublime: aparece en el sueño de Vittorino Cataldi, alias Accattone. Recordemos cómo, en ese sueño, Accattone asiste a su propio entierro y acompaña a su féretro hasta las puertas del cementerio, donde el guardián le impide la entrada. No conforme con esta prohibición, Accatone salta la pared del camposanto y, al otro lado, descubre a un sepulturero que le está cavando su tumba. El hombre trabaja alegremente en lo alto de una ladera que desciende hacia un valle circundado por montañas majestuosas. Accattone le pide que por favor coloque la tumba un poco más lejos, allí donde le pueda dar el sol. El sepulturero, tras resistirse, finalmente accede. La cámara
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Patricia Emison, "The Paysage Moralise," Artibus et Historiae, XXXI, 1995, pp. 125-37.
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inicia entonces una leve panorámica vertical y nos muestra el inmenso paisaje, un paisaje mítico que, según parece decirnos el cineasta, solo se alcanza con la muerte. Gordon se refiere a esta epifanía de lo real que solo se consigue en el momento de la muerte, mencionando las marionetas de “Che cosa sono le nuvole”, el episodio de “Capricho a la Italiana” (Capriccio all'italiana, 1967), interpretadas por Totò (en el papel de Yago) y Ninetto Davoli (en el de Otelo), que descubren la realidad justo
cuando están a punto de morir, después de haber sido arrojadas a un vertedero (Ibíd.: 215). En la obra de Pasolini, encontramos diversos tipos de paisaje: el paisaje apocalíptico (“Porcile”, “Saló”, “Teorema”), el paisaje mítico (“Vangelo”, “Orestiada”, “Las mil y una noches”, “Medea”, “Edipo”), el paisaje imaginario (“Los cuentos de Canterbury”, “El Decamerón”, “Las mil y una noches”). En todos ellos, Pasolini procede a efectuar una alteración radical de las coordenadas clásicas que organizan tradicionalmente el fenómeno paisajístico. No está interesado en mostrarnos paisajes, sino que estos aparecen en combinación dinámica con los personajes o las situaciones o expresan alegóricamente ideas. Pero puede decirse que el movimiento alegórico está siempre presente, aunque pueda ser como una actuación de fondo por la que el paisaje, anclado tradicionalmente en un silencio visual, se expresa ideológicamente. De ahí que los conceptos de apocalipsis, mito e imaginación desborden en Pasolini su condición clasificatoria para pasar a patrocinar manifestaciones directamente ideológicas.
4.
Un paisaje que mira
Desde el Renacimiento, las relaciones del paisaje con la presencia humana (tanto si esta presencia es literal como si está latente) implican siempre una contemplación, la 16
existencia de un eje de la mirada, perspectivista, que conecta al observador externo con el paisaje representado, pasando por un observador interno cuya figura puede estar incluida en el paisaje o ser solo una presencia latente que lo configura. En realidad, la representación del paisaje, que parece consolidar de manera especial la conocida metáfora de la ventana que permitiría ver un paisaje ofrecido directamente a los ojos del espectador (es decir que llegaría a él sin esfuerzo), está compuesta por la superposición de esas dos miradas o contemplaciones que menciono: la del espectador externo y la del espectador interno que se corresponde con la del pintor y que a veces se materializa en una presencia incluida en la propia imagen como ocurre en algunas conocidas pinturas de Caspar David Friedrich. En realidad, no es hasta el advenimiento de la fotografía que la mirada –el ojo- queda materialmente inscrito en la imagen. Anteriormente la imagen pictórica incluía una forma retórica compleja a la que podemos denominar contemplación. Este componente el pintor no lo plasma desde el interior de la pintura o desde el encuadre, sino que en cierta forma procede a colocarse, a situar su presencia latente, junto al espectador como para acompañarlo en el proceso de contemplación, desarrollando así un tipo de fenomenología parecido a la que instaura el narrador en una novela. Una muestra alegórica en el cine de esta disposición básicamente pictórica puede verse en la primera parte del reportaje “Io e… la forma della citta” (1974). En ella, Pasolini junto a la cámara le muestra a Ninetto Davoli la forma de la ciudad de Orta y cómo esta ha sido alterada por la prolongación moderna de la misma. La cámara muestra de tanto en tanto encuadres de lo que ambos están viendo y sobre lo que Pasolini reflexiona: en esos momentos, en torno a la imagen presentimos la presencia de las dos miradas, imaginamos la mirada de Ninetto Davoli acompañada por la de su maestro, mientras la nuestra se sitúa entre la otras dos para acompañarlas en su contemplación. Pero en su cine Pasolini invierte este tipo de relaciones y configura un tipo de paisaje que mira en lugar de ser mirado. El paisaje del cine de Pasolini nos mira: en vez de ser ofrecido a la contemplación, es un paisaje que contempla e inquiere, de manera que envuelve al espectador con una serie de postulados que exceden las características estáticas, inertes y silentes del paisaje clásico. En él también se desdobla la mirada, pero este desdoblamiento es distinto del que se da en la configuración clásica y que también aparece excepcionalmente en la propuesta de Pasolini sobre la ciudad de Orta. Pero son otro tipo de miradas las que confluyen: la del cineasta, personificado por el paisaje, y la
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del espectador que contempla en paisaje y se ve interpelado por el mismo. Estas dos miradas, en lugar de superponerse se contraponen. La mayor originalidad de Pasolini por lo que respecta al paisaje se desarrolla, sin embargo, en otro ámbito. El paisaje pasoliniano no es ni hermoso, ni sublime, ni pintoresco. No pertenece ni a la ascensión espiritual que empieza con Petrarca y culmina con Caspar David Friedrich, ni a la mirada burguesa que apenas si se atreve a extraer de la naturaleza algo más que lo que ya ve en el realismo pictórico de un Gainsborough. Tampoco es un paisaje claramente urbano ni campesino, aunque pretende relacionarse con ambos negativamente. Pasolini trasciende la idea de paisaje, va más allá de esta noción para concebir un espacio nuevo que pretende ser a la vez imagen y lengua, si bien esta noción debe ser comprendida yendo más allá de las propias concepciones del director. Cuando se describe la poesía de Pasolini, ya se utilizan descripciones visuales que indican hasta qué punto el mismo lenguaje del poeta está cerca de la fenomenología de la imagen: «el paisaje es visto como una tensión entre formas percibidas. Esta técnica, que le debe poco al realismo mimético, construye secuencias de motivos y haces de luz e imaginería para sugerir la esencia de una realidad, pero también para evocar un mito y la fomentar la figuración del yo» (Gordon, 1996:147). No es de extrañar, por lo tanto, que una vez asimilado el cine como alternativa a un agotamiento expresivo al que ha llegado como escritor y poeta, Pasolini encuentre no un lenguaje de la realidad como el indica, sino una forma “imaginaria” de lo real, una realidad que puede manipularse como una imagen. El post paisaje pasoliniano, su contra paisaje, está formado por múltiples vectores que ya fueron expresados en su poesía. En ella, el lenguaje fagocita el paisaje y lo convierte en material a través del que el yo del poeta se expresa: la visualidad de la naturaleza se diluye en una fluida red de transformaciones. Cuando descubre el cine, sin embargo, Pasolini hace todo lo contrario: vuelca sobre la visualidad todo aquel mundo interior que había construido a través de los elementos de la memoria y las emociones. Cuando, en sus escritos teóricos, se refiere a la realidad como un gran almacén de signos, de cinemas, a modo de un diccionario lleno de palabras, está pensando más en el proceder poético básico, de carácter visual, que en una recomposición de la poesía convertida en imágenes. Es decir que el cine no le lleva a inventar un nuevo tipo de poesía basada en la representación de la realidad, sino que observa esa realidad a través de la recomposición poética de la misma realizada anteriormente: la visión del mundo a
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través de su aguzada mente de poeta le permite descubrir que el mundo se expresa poéticamente a través de su compleja visualidad. Se ha dicho que Pasolini tiene una concepción de la ontología cinematográfica parecida a la de Bazin por el hecho de que ambos le confieren a la realidad un papel primordial. Pero no es así, puesto que para el crítico francés la equivalencia entre imagen y realidad se resuelve en favor de esta: la cámara no tiene otro papel que reproducir la realidad tal cual es. Es cierto que también descubre la calidad poética de lo real, pero lo hace, como es tradicional en el paradigma en el que se inscribe su pensamiento, sin esfuerzo, contemplativamente. Por el contrario, para Pasolini la realidad tiene las características de una imagen cuyas formas la cámara se encarga de desentrañar: «el cine, al reproducir la realidad, nos revela que la realidad misma es un lenguaje, nos hace tomar conciencia de ello y nos permite entenderla y conocerla sobre otras bases; nos revela de forma clamorosa y dimensión cultural» (Mariniello, 1999:22). De la misma manera que la poesía no es nunca, excepto en sus derivaciones relacionadas con la écfrasis, un espejo colocado frente al mundo, el procedimiento de Pasolini no se basa en la contemplación de la realidad, sino en el trabajo de extraer de la realidad su dimensión poética que solo puede existir en conjunción con la tarea de ese trabajador. Más allá de las polémicas que en su momento desató la particular concepción cinematográfica del director italiano, creo que ha llegado el momento de llevar la discusión a otro ámbito, distinto de las supuestas relaciones entre la realidad y la lengua o el lenguaje, para seguir utilizando la distinción de Metz. La obra teórica de Pasolini se ve lastrada por su adscripción al estilo de pensamiento de la época, dominada por la lingüística y, particularmente, la semiótica. Por ello sus referencias a la lengua, como su famosa noción de una lengua escrita de la realidad, llevan fácilmente a confusión. El pensamiento de Pasolini va mucho más lejos de lo que permiten estas disciplinas. Sin el lastre normativo de las mismas, hubiera podido asimilar más directamente su idea, según él mismo escandalosa, de que la realidad es equivalente a la imagen. En lugar de forzar los conceptos para hablar de una lengua de la realidad, hubiera podido comprender el fenómeno desde su vertiente genuinamente visual, dando el paso necesario para concluir que puede haber comunicación visual sin lenguaje. Es comprensible que Pasolini llegase a una concepción del cine ligada a una realidad expresada erróneamente como un lenguaje, ya que tenía una profunda experiencia como poeta que le había permitido modular esa realidad. Es por ello que 19
toma partido por un cine de poesía frente a un cine prosa. Pero se equivocaba al recurrir a la lingüística pesando que esa era la única manera de transformar la realidad visible tal como lo había hecho mediante su trabajo poético, especialmente durante su etapa de la poesía friuliana, que es de una gran complejidad retórica. Gordon hace un extraordinario trabajo de disección de las formas de esta poesía, que destaca por su tratamiento del paisaje: «La figura fundacional de las figuras de identificación de la poesía de Pasolini es Narciso (…). Narciso se establece como una red de elementos arquetípicos del paisaje friuliano de Pasolini: la luz peculiar del atardecer, el agua, la interacción fértil entre las mujeres y la naturaleza, la figura del muchacho, los mecanismos de la memoria y el ritual, cristiano-animístico, de la muerte» (1996:138-139). Para el poeta, la imagen cinematográfica solo podía adquirir esa complejidad a través de una articulación de raíces lingüísticas, pero en realidad, como cineasta, no actuaba lingüísticamente, aunque acudiera a ese paradigma para encontrar la manera de explicar su trabajo. La serie de operaciones por las que la realidad se transmuta en una tupida red compuesta por elementos reales, subjetivos e imaginarios no puede considerarse un lenguaje ni es el resultado de un lenguaje. Implica, por el contrario, un proceso visual complejo por el que el sujeto y el objeto comparte una serie de ideas, emociones o recuerdos. Los elementos reales se hacen cargo de esas inversiones del sujeto y pasan a ser emblemas del mismo y sus sentimientos, pero ello se convierte en una manera de comprender y pensar la realidad, en una herramienta que investiga a la vez el sujeto y lo real: «la figuración manierista también surge del paisaje friuliano, pero más que dando voz a aspectos de la subjetividad, le confiere una mirada, una manera de ver ese paisaje, que es una figuración secundaria del sujeto» (Gordon,1996:147). Cuando Pasolini da el paso hacia el cine, en un momento de especial incertidumbre intelectual, la realidad que contempla no es una naturaleza indiferente que permanece ante la cámara dispuesta a ser captada y reproducida por ella, sino un conglomerado de elementos dotados ya de un significado latente de carácter subjetivo. Si como dice Mariniello, «la lengua no es el medio de expresión de algo ya ordenado y definido, sino el principio dinámico que lleva a que la “nebulosa” del pensamiento “se precise descomponiéndose”» (Ibíd.:26), lo mismo podemos afirmarse de la acción cinematográfica en el caso de Pasolini, cuyas imágenes no reproducen algo ya ordenado y definido, sino que descomponen un orden aparentemente natural en esa red de significados poéticos articulados previamente. Para Gordon, existe una equivalencia entre el dialecto friuliano y el cine: «ambos representan, al menos inicialmente, 20
lenguajes que se hallan en contacto privilegiado, incluso místico, con la realidad por una parte y con el sujeto por la otra» (Ibíd.: 196). Marx, en una carta a su amigo Arnold Ruge, le hablaba del «mundo como el sueño de una cosa», es decir, de una realidad que proviene de un acto imaginativo llevado a la acción. Pasolini, significativamente, le dio este título, “El sueño de una cosa” a una de sus novelas. Como indica Miguel Mazzeo, «el sueño de una cosa es la armonización de imaginación y praxis. Es el deseo que se encuentra con la historia. Es la imaginación y la voluntad trastornando la realidad».8 Cuando antes hablaba de la realidad como fantasmagoría de lo real, es decir, de una transformación de aquello que es simplemente real para convertirse en una realidad asumida imaginativamente, me refería a este sueño de una cosa que Pasolini asume como acción cinematográfica.
5.
La dialéctica negativa del paisaje
El contra paisaje pasoliniano, esa suerte de post-paisaje que el director crea cinematográficamente, es un espacio en el que se reúnen sentimientos contradictorios. Una característica del pensamiento de Pasolini es que está basado precisamente en ese tipo de sentimientos contradictorios. Por ejemplo, con respecto a los jóvenes, sobre los que, en una entrevista, declara lo siguiente: « Yo, como los he amado, los he seguido siempre. Por eso, esto para mí es una catástrofe. Es toda una declaración de amor, todos mis libros y mis obras narrativas hablan de jóvenes. Los amaba y los representaba. Ahora no podría hacer un film sobre estos imbéciles que nos rodean».9 Conocido son, además, sus diatribas contra los “melenudos” o su crítica de los jóvenes manifestantes, a los que considera burgueses, enfrentados a los policías, representantes del proletariado,10 que harán que en ocasiones se le acuse de reaccionario. Algo parecido, le sucede con esos otros jóvenes, chaperos, proxenetas, ladrones, perteneciente al lumpen de la periferia de Roma: mientras que por un lado le atrae su primitivismo, su inocencia, por el otro sabe que son portadores de un pecado original, un pecado que no solo tiene que ver con sus actividades delictivas, sino que también es un pecado del sistema social que los crea y los excluye. Su maravillosa inocencia es el rostro de una sociedad despiadada.
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Miguel Mazzeo, El sueño de una cosa (Introducción al poder popular), Buenos Aires, Editorial El Colectivo, 2006. 9 http://www.cinematismo.com/biografias/pier-paolo-pasolini-1922-1975/ (acceso 22/07/2014) 10 Ver Pasolini, Escritos corsarios, Madrid, ediciones del oriente y del mediterráneo, 2009.
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La personalidad de Pasolini, lo he dicho antes, se desarrolla sobre un punto de inflexión de la cultura italiana, en una frontera en la que se diluye la preponderancia de la cultura campesina, cuyos restos poblarán los suburbios de las grandes ciudades, para dar paso a una sociedad desarrollada caóticamente. Es por ello que Pasolini se ve en la necesidad de transformar la nostalgia por un pasado que parece idílico si se compara con la devastación que provoca el desarrollo sin control en una fascinación por los degradados paisajes del extrarradio y los rostros y los cuerpos de la juventud arrabalera que los pueblan. Pasolini sabe perfectamente que el paisaje es a la vez fascinante y miserable, pero no puede escapar con facilidad de esta contradicción que alimenta sus formas estéticas y su concepción paisajística en general, especialmente la correspondiente al contra paisaje. Su posición como intelectual, socialmente progresista, a la izquierda, y emocionalmente conservador pero no a la derecha, lo convierte en un testimonio privilegiado y ampliamente molesto de su tiempo. Su carácter, ambivalente, contradictorio, pone de manifiesto el papel de la ciclotimia como motor intelectual que sustituye favorablemente la euforia lineal de un sistema de pensamiento basado en el tándem progreso-utopía que pronto va a entrar en decadencia. Esta dicotomía emocional, ciclotímica, bipolar o maniaco-depresiva, como se le quiera llamar, y que ya detectamos en los albores del Renacimiento con el descubrimiento del paisaje por Petrarca, pero que no tuvo ningún papel preponderante durante siglos, aparece ahora, en un momento decisivo, como la forma más adecuada, pero también más escasa, de sensibilidad social. Mediante la misma es posible enfrentarse a escisiones-confrontaciones tan cruciales como las que la cultura desarrolla entre teoría y práctica o entre mente y cuerpo. Cada momento de la historia está formado por una realidad positiva y su inconsciente, negativo. O viceversa. En cualquier caso, lo forman relaciones dialécticas. Hay espíritus que son capaces de ver una u otra parte, pero pocos alcanzan a poder asimilar las dos a la vez y sacar conclusiones de esta complicada contradicción. Menos todavía son aquellos que, además, se atienen a las consecuencias como Pasolini. Esta ambivalencia emocional e intelectual con la que Pasolini se enfrenta a su tiempo, queda desplegada también en su actitud ante el paisaje. Igual que con los jóvenes del lumpen, también con el paisaje de los andurriales se encuentra Pasolini con sentimientos contrapues: por un lado, parece la única vía de conexión con el mítico paisaje del campesinado que conoció años atrás, por el otro no cabe ninguna duda de 22
que esas zonas degradadas donde se acumula la miseria son el producto de un capitalismo rampante que no puede ser admirado a través de sus secuelas. Si Petrarca experimentó lo sublime al ascender, real o imaginariamente, a una cumbre, Pasolini parte de la emoción contraria, que experimenta al descender al infierno de los suburbios. Y así cómo Petrarca, después de la euforia del ascenso, experimentó la depresión del descenso, Pasolini, por el contrario, desde abajo, contemplando la miseria, es capaz de extraer de esa experiencia deprimente la euforia que le permite redimir el paisaje. Por esta vía, consigue identificarse hasta tal punto con esa realidad que acaba habitándola, como antes habitó el paisaje friuliano, proyectándose en sus formas.
6.
El paisaje alegórico
La figura humana se pierde en las desoladas formas del paisaje apocalíptico pasoliniano, esos territorios volcánicos que aparecen en “Porcile” (Pocilga, 1969) y “Teorema” (1968), mientras que en los paisajes míticos, aunque en algunos casos parezcan igualmente desérticos y desolados, las figuras los dominan, son parte de ese territorio, surgen del mismo y lo utilizan. Los paisajes imaginarios de “Il fiore delle mille e una notte” (Las mil y una noche, 1974), “Decameron” (El Decamerón, 1971), y The Canterbury Tales (Los cuentos de Canterbury, 1972) son quizá los más realistas, puesto que provienen de narrativas a las que dan cuerpo configurando el habitáculo natural de los personajes ficticios. Pasolini contrapone siempre la estructura indeterminada y vacilante de los paisajes que crea con su cámara a las formas simétricas y equilibradas. Esto es especialmente visible en los contrastes que se muestran en “Porcille” entre la narrativa apocalíptica y el encuadre armónico de la villa de Palladio donde se sucede la otra parte de la historia, o en la forma de encuadrar la villa y la fábrica en “Teorema”. En los paisajes apocalípticos, como digo, el hombre se pierde. El cuerpo humano se muestra a veces a distancia, empequeñecido por la vastedad humeante de las zonas volcánicas. Esa distancia que anuncia la aniquilación de lo humano se convierte en la parte final de “Salò o le 120 giornate di Sodoma” (Saló o las 120 días de Sodoma, 1975), la correspondiente al Círculo de la sangre, en una visión de las torturas a través de los prismáticos que usan los representantes del fascismo. En una compleja plasmación de la figura brechtiana del distanciamiento, que tanta importancia tiene en el cine de Pasolini, los prismáticos distancian a la vez que acercan. La desolación
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apocalíptica de los paisajes de “Porcille” o “Teorema” se puebla aquí con escenas de pesadilla, vistas a distancia pero a la vez moralmente cercanas. Todas estas operaciones pueden ser catalogadas de alegóricas. En “Appunti per un'Orestiade africana” (Apuntes para una orestiada africana, 1970) se hace patente de forma directa el procedimiento alegórico que emplea Pasolini en su concepción del paisaje. Asimismo el documental explicita de forma igualmente clara el papel que el sujeto desempeña en esos paisajes. El cineasta recorre Kenya, Tanganika y Uganda con el ánimo de encontrar actores para su proyecto de realizar una adaptación de la Orestiada de Esquilo situada en el continente africano. Pero pronto la película deja de ser el pretendido cuaderno de notas visual propuesto y adquiere vida propia. La captación de los rostros y los gestos de los individuos situados en unos entornos concretos hace que la realidad se escinda en dos mitades, una perteneciente a África, la otra a la antigüedad clásica europea. Ninguna de las dos capas desaparece cubierta por la otra, sino que del encuentro de ambas surge una tercera compuesta por la mezcla de las dos anteriores. En la parte final de la película, Pasolini reúne a estudiantes africanos residentes en Italia para que la comenten y estos le critican por no haber comprendido la verdadera realidad africana o por haberla sometido a la mirada europea. Son esos estudiantes los que no comprenden la mentalidad del poeta ni su sistema de trabajo. No entienden que, a través de sus procedimientos alegóricos, es capaz de extraer de la realidad dimensiones insospechadas. La lectura que hace de África a través de Esquilo le permite desentrañar del paisaje y los rostros que lo puntúan formas que una mirada documental directa no hubiera podido percibir. Leer el paisaje africano a través de la tragedia griega permite también la operación inversa de comprender el paisaje esencial de la mente europea a través de una visualidad ajena pero insospechadamente relevante. De ahí que podamos decir que el paisaje pasoliniano nos mira, de la misma forma que, en esta película, el paisaje africano nos contempla al tiempo que nosotros lo contemplamos. Un mecanismo parecido se produce en “El evangelio según San Mateo” al leer el territorio actual de Palestina a través del relato de los evangelios, si bien en este caso el mecanismo alegórico no reside solo en la mirada proyectada sobre el territorio y sus habitantes, sino que ambos son más profundamente modificados por la cámara, a la par que el cineasta transforma también los elementos profílmicos con operaciones, como la de incorporar tipos humanos de otros ámbitos culturales, que no son menos alegóricas. El paisaje de la película está compuesto, en este caso, por profundos anacronismos. 24
En “La Ricotta” (1962) se produce una fusión entre el paisaje mítico, fundamental en los films citados, y el post-paisaje de los suburbios romanos, característico de “Accattone”, “Mamma Roma” (1962) y “Uccellini e uccellacci”. En este caso, la operación fílmica esencial se efectúa dentro de la misma película, puesto que es el rodaje el que transforma el paisaje de los suburbios en el paisaje mítico de los Evangelios. Como he dicho antes, la mayor aportación de Pasolini a la estética del paisajes consiste en el desarrollo de un contra paisaje urbano y deteriorado, que se encuentra en las antípodas del paisaje natural y sublime. Todos los paisajes de Pasolini –apocalíptico, mítico, imaginario y el contra paisaje- pueden englobarse en la categoría general de post-paisaje puesto que, cada cual a su manera, trascienden las distintas manifestaciones de la fenomenología y la emoción paisajística clásica. Pero el contra paisaje aparece a través de su peculiar mirada a las zonas suburbiales y sus personajes, así como de la contradictoria emoción que se desprende de los mismos. Otros cineastas, como por ejemplo los neorrealistas, se han acercado también a las consecuencias del desarrollo capitalista en las ciudades occidentales, o a las consecuencias de la falta de desarrollo en las del Tercer Mundo, pero siempre lo han hecho con una mirada unidimensional, basada en el disgusto y la crítica o en un aliento poético mal entendido. Pasolini es único en su voluntad de superar estos planteamientos, sin abandonar las emociones contradictorias que los fundamentan ni resolverlas en una síntesis dialéctica simplista, ya que nunca pierde de vista las tensiones originales. Su mirada al paisaje deteriorado del extrarradio, que en “Uccellini e uccellacci” adquiere carácter emblemático, es a la vez crítica y poética, aunque no de una poesía fácil; contiene la consciencia de la necesidad precisamente de una conciencia de clase de la que carecen los personajes que pueblan sus paisajes, pero a la vez asume en los mismos un carácter inocente que, dentro de su degradación moral, recuerda la posibilidad de un mundo no solo industrialmente civilizado, sino también moralmente civilizado: admira en la degradación del paisaje suburbano no los signos de decadencia, sino lo que tienen de ruina, de resto de un universo que antaño fue más puro. Pero Pasolini sabe muy bien que asiste al proceso de descomposición de una armonía clásica que se había alcanzado espontáneamente. En el citado reportaje para la televisión, “Io e... la forma della città”, denuncia la operación falsamente progresista que, en ese momento de desaforado desarrollo en el que Pasolini no cree, destruye en las ciudades de todo el mundo –menciona la italiana Orta, pero se refiere también a Irán 25
y Yemen- la forma esencial, pura, que las ciudades antiguas han aquilatado a través de operaciones anónimas pertenecientes a la cultura popular. Se destruye también insensatamente el equilibrio que la ciudad mantiene con su entorno, con la naturaleza, provocando con ello el desvanecimiento de la noción clásica de paisaje. Afirma Pasolini en el film que las sociedades democráticas contemporáneas están consiguiendo algo que no alcanzó a realizar el régimen fascista con toda su barbarie: los fascistas, dice, eran una panda de criminales instalados en el poder pero que no consiguieron transformar nada, mientras que la sociedad de consumo y sus procesos de aculturación están destruyendo Italia. La sociedad de consumo, afirma, es el verdadero fascismo. Indica Rancière que «el arte no es político, en primer lugar, por los mensajes y sentimientos que transmite acerca del mundo. No es político, tampoco, por la manera en que representa las estructuras de la sociedad, los conflictos o las identidades de los grupos sociales. Es político por la misma distancia que toma con respecto a sus funciones, por la clase de tiempo y espacio que instituye, por la manera en que recorta este tiempo y puebla ese espacio» (2012:33). No hay mejor manera que esta de describir el cine de Pasolini y de establecer su condición política esencialmente cinematográfica. Se trata de una acción política que acompaña muy de cerca sus otras manifestaciones críticas de carácter literario, periodístico o poético, pero lo hace de una forma muy particular que tiene en la alegorización del paisaje y su conversión en post-paisaje o contra paisaje su manifestación más eminente.
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