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Reflexiones sobre la verdad en Descartes Pbro. Juan Lisandro Scarabino
“Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde de amé” Esta frase que brota de lo profundo del corazón de San Agustín muestra que solamente hay una única cosa importante en la vida: amar a la hermosura antigua y nueva. Agustín, en toda su vida fue tras ella. Militó por muchos caminos: maniqueísmo, escepticismo, platonismo... Anduvo por muchas ciudades: Cartago, Milán... Pero él estaba inquieto, no se conformaba con lo que recibía y aprendía, había algo en su interior que hacía que no se quedara satisfecho. Necesitaba algo que colmara su vida, su sed de sabiduría, de verdad, de amor. Hasta que encontró lo que buscaba y aquel día, su alma se desplomó al ver toda su miseria y se dejó guiar por la verdad que después de tanto tiempo y trabajo había encontrado. El resto de su vida se dedicó a profundizar en ella. Amó tarde a la hermosura antigua y nueva, pero la amó. Hagamos un salto en la historia y dejemos, momentáneamente, el siglo V y vayamos al XVII. Siglo que tenía muchas coincidencias con aquel. El escepticismo dominaba, aunque en este la ciencia había avanzado mucho. El saber filosófico estaba casi destruido. Los libertinos eruditos, que eran aquellos que sabían muchas cosas, pero que se reían de todo, que no creían en la verdad, eran los espíritus dominantes. Época en donde las opiniones filosóficas eran tan diversas que se contradecían, época de Descartes. Descartes, como todo hombre, es hijo de su época. Y se vio contagiado por todo lo anteriormente mencionado y todo esto lo llevó a dedicarse al estudio para adquirir sabiduría y llegar a la verdad. Y para llegar a ella le hizo caso, a lo mejor sin saberlo, a uno de los pensadores más grande de todos los tiempos: Santo Tomás de Aquino. El cual dejó escrito en la Suma Teológica que hay dos modos para llegar al conocimiento de la verdad: el primero es recibir de otro la verdad. Y esta se puede recibir o de Dios y para ello es necesario orar; o de los hombres, por lo que hay que leer. El segundo modo es aplicar el propio esfuerzo, para ello hay que meditar. Y, René Descartes, empezó por recibir la sabiduría de los otros: estudió y estudió. Junto con esta
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actitud, recibió, a su vez, la sabiduría de Dios: oró y oró. Descartes era cristiano, era un enamorado de Dios. Tan comprometido que algunos han pedido que se abra su proceso de beatificación. Tenía fe y esta lo llevó a descubrir verdades. Esto será de mucha importancia en toda su vida, como veremos más adelante. Descartes, poco a poco, se fue transformando en una de las personas más sabias que frecuentaban las escuelas Europeas. Era renombrado y reconocido. Pero a pesar de esto, le pasó lo mismo que lo que nos cuenta Platón sobre Sócrates. Sócrates, el primer gran filósofo de la historia, se vio sorprendido ante la sentencia del oráculo de Delfos, que decía que no había entre los hombres otro más sabio que él. Este no lo hubiera creído, a no ser porque fue pronunciado por una divinidad. Él, ¿el más sabio? ¿Él, que se encontraba lleno de dudas? Pero, después de mucho reflexionar y consultar a distintas personas, llegó a la conclusión que no sabía nada. Esto, precisamente, era la causa de su sabiduría. Descartes nos cuenta en su Discurso, que llegó un momento en que se dio cuenta que, a pesar de ser tenido por sabio, estaba lleno de dudas y que cada vez se sentía más ignorante (¿no le pasó lo mismo que a Sócrates?). Y le entró la desesperación: ¿a dónde buscar la verdad? ¿Quién la tiene? Si yo, uno de los más sabios, no sé nada. Y tomó una resolución: “Quiero solamente buscar la verdad” tal como figura en el libro anteriormente citado. Todo esto fue producto de una muy honda meditación que lo llevó a esta resolución. Aquel famoso 10 de noviembre de 1619, en Alemania, junto a una estufa. Dedicaría su vida a la investigación de la verdad. Y acá es cuando le hace caso a Santo Tomás: comenzó por recibir de otros la verdad. Y se decidió a consultar “el gran libro del mundo” y comenzó a viajar, observar y sacar conclusiones. No le fue muy bien. Nos cuenta que “noté tanta diversidad como había advertido entre las opiniones de los filósofos”. Por lo que resolvió hacerle nuevamente caso al Doctor Angélico: ahora iba a aplicar su propio esfuerzo. Iba a meditar, para encontrar dentro de él la verdad. En este punto volvemos nuevamente al siglo V. El santo obispo de Hipona había dicho: “#oli foras ire!”, “no vayas afuera”, porque en el interior del hombre habita la verdad. Y Descartes, como enamorado de la verdad que era, comenzó a buscar en su interior. Por lo que hemos visto hasta ahora, se puede notar cómo su amor por la verdad fue lo que lo movió a hacer todo lo que hizo. Es que la pregunta sobre la verdad
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es una pregunta a la que ningún hombre puede escapar. Y su respuesta se puede encarar desde distintas perspectivas: científica, filosófica, religiosa, moral... Pero, no todos los hombres creen que exista la verdad, sino que muchas piensan que hay verdades parciales: una verdad en matemática, otra en lógica, otra en química. Pero estas verdades no atraen, no mueven las vidas de los hombres. La pregunta por la verdad supera esto, está más allá. Por esto Nietzsche, en el Anticristo, en el momento de analizar a algunas personas del Nuevo Testamento, llega a la conclusión que solamente, en este libro, hay una figura honorable: Poncio Pilato, porque ha dicho la única frase que tiene valor: “¿qué es la verdad?” Pero el filosofo alemán no quiso creer o no lo vio o se hizo el ciego, que la respuesta estaba en el mismo libro que él estaba criticando. Le pasó lo mismo que a la “única figura honorable”, que le hizo la pregunta a Aquél que era la Verdad. El escritor italiano Giovanni Papini, en su Historia de Cristo, en el momento de este hecho dice lo siguiente: “y sin esperar respuesta, se levanta para marcharse. El romano escéptico, que quizá asistió muchas veces a las discusiones de los filósofos y que oyó tanta filosofía contradictoria y tantas sutilezas sofísticas ha llegado a convencerse de que la verdad no existe y en caso de existir, no es dado a los hombres conocerla, no se imagina ni por un instante que aquel desconocido Hebreo que tiene adelante en calidad de malhechor puede decirle que es la verdad.” Conocido es el final de Pilato: fue desterrado por Calígula y se suicidó en las Galias. El mismo escritor, en otra obra, en Los testigos de la pasión, se imagina cómo trascurrieron los últimos años del desterrado procurador. Sostiene que se desesperó y se volvió loco porque no encontró respuestas satisfactorias a la pregunta sobre la verdad. Se imagina que se pasaba todo el día preguntando a cualquiera que se le cruzase, qué era la verdad. El único que le dio una respuesta interesante fue el filósofo Séneca, que le dijo lo siguiente: “#adie puede saber mientras viva qué cosa es la verdad y de qué manera se puede distinguir lo verdadero y lo falso... para saber qué cosa es la verdad es necesario morir. Si tienes prisa por conocer la contestación a tu pregunta, ya sabes cuál es el atajo.” Y esta respuesta se le gravó a fuego y lo llevó a tomar el atajo para conocer la verdad, se suicidó. La pregunta por la verdad mueve toda la vida del hombre. Esto lo entendió muy bien Descartes y salió a combatir a favor de la verdad. Sí, este fue el espíritu con que encaró esta tarea. Escuchemos lo que dice en el Discurso del Método:
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“y como verdaderamente es dar batallas el intentar vencer todas las dificultades y errores que nos impiden llegar al conocimiento de la verdad, y es perder una aceptar opinión falsa relativa a una materia algo general e importante.” Su amor a la verdad lo llevó a estudiar matemáticas, pues le gustaba y le satisfacía las certezas y las evidencias de sus razonamientos y conclusiones. Pero como dijimos anteriormente, esto no satisface al hombre, sino que la Verdad es lo único que puede llenar semejante deseo inscripto en la naturaleza humana. Por eso dice en el mismo libro, que de las matemáticas no esperaba sacar más provecho que el de acostumbrar su espíritu a alimentarse con verdades y a no contentarse con razones falsas. Nuestro francés, no dejó ni un instante la ardua tarea del conocimiento de la verdad, por ello dice: “quiero emplear todo mi tiempo en cultivar mi razón y adelantar todo lo posible en el conocimiento de la verdad”. Y vaya si lo logró, que hasta murió predicando la verdad. No podemos evitar, nuevamente, acordarnos de Sócrates, que también murió predicando la verdad y hasta el último minuto no cesó de adoctrinar a los que lo acompañaban, sean amigos o los enemigos que lo condenaron. Descartes odiaba el error y se regocijaba con la verdad. Sabía que el hombre estaba expuesto a equivocarse en todo lo que le atañe. Afirmaba, también, que el error proviene de un defecto y que la verdadera causa es que la facultad del entender es finita, mientras que la Verdad es infinita. En las Meditaciones Metafísicas, después de dar la prueba sobre la existencia de Dios por medio de la idea de infinitud, que todos tenemos de una manera innata, se pregunta si no se lo podría haber creado él. Pero llega a la conclusión que solamente lo infinito, puede crear lo infinito, que sólo Dios puede crear esta idea. Se pregunta si él era, acaso, Dios y da esta respuesta: “Si yo fuera Dios no me hubiera negado una infinidad de conocimiento de que me hallo privado”. Observemos la respuesta que da: si fuera Dios conocería la verdad. No dice que sería feliz, porque es lo mismo; que sería rico, que también es lo mismo; no menciona que quiere ser inmortal, omnipotente...no, nada de esto, el quiere tener el conocimiento de la verdad. Por esto se lamenta que pocos hombres lleguen a ella, porque en definitiva, pocos son los que se dedican a la investigación de la verdad. Si el no poseer el conocimiento de verdades le causaba un profundo dolor, poseerlo le causaba el efecto
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contrario. Prestemos atención a estas dos frases que se encuentran en el Discurso: “Tan vivas satisfacciones había experimentado desde que comencé a servirme de este método, que no creía que pudiera haberlas en la vida más dulces e inocentes” y “la satisfacción que por ello (descubrir verdades) sentía, de tal modo llenaba mi espíritu, que todo el resto me importaba poco”. Su amor se regocijaba con las verdades. Le ocurre aquello que se encuentra en el Himno a la caridad de San Pablo: “el amor se regocija en la verdad”. Sostiene, también, que Dios ha dado a todos los hombres una luz para discernir lo verdadero y lo falso. Que se encuentran gérmenes de verdades que están naturalmente en nuestras almas, de que no hay nada más antiguo que la verdad... Retrocedamos nuevamente al siglo V y acordémonos de la doctrina de la iluminación, de las verdades eternas (podemos aquí llegar hasta el siglo II, hasta San Justino mártir que habla de las “verdades seminales”) y de la eternidad de la Verdad. Podemos ver en el filósofo francés el mismo espíritu que en el oriundo de Tagaste. El comportamiento moral del hombre, también depende de la verdad. Cuando Descartes elabora su método, se crea una moral provisional, para una vez que haya descubierto verdades claras y distintas, o sea, irrefutables, levantar nuevamente su moral sobre fundamentos sólidos. Por esta razón día y noche no cesaba en meditar sobre la verdad. Por eso encontramos en el Discurso lo siguiente: “siempre tenía extremado deseo de aprender a distinguir lo verdadero y lo falso, para ver claro en mis acciones y caminar con seguridad en esta vida.” Por todo lo expuesto sobre la verdad, Descartes hizo todo lo que hizo. Su método fue la forma con que él llego a la verdad. Fue el método que a él le sirvió, y lo da a conocer por si a alguien le puede ser útil y no quiere que para nadie sea perjudicial. Así trata Descartes el tema de la verdad. Pero estamos dejando lo mejor para el final: el tema de Dios, que ya fue anunciado al comienzo de este ensayo. El itinerario de San Agustín comenzaba por las cosas exteriores, luego pasaba por su interioridad y desde ahí trascender hasta Dios. Santo Tomás, desde niño, preguntaba a sus padres y maestro “¿qué cosa es Dios?”, que es lo mismo que la pregunta de Pilato: “¿qué es la verdad?” El doctor angélico abordó desde pequeño la respuesta a esta
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pregunta y no cesó de contestarla. Toda su magnánima obra es una respuesta a esto. Pero aquel famoso día en el que el mismo Jesucristo aprueba lo escrito por él, dejó de buscar. Ese día tuvo una visión mística y quiso quemar todo lo que había escrito, porque era como paja al lado de lo que Dios se había dignado revelarle. ¿Qué le habrá revelado? No lo sabemos, pero quizá, ese día, el santo habrá visto parte de la Verdad. Verdad que ya en el comienzo de la Suma Teológica, su último escrito, había identificado con Dios: “ipse sit ipsa summa et prima veritas”, “Él mismo es la verdad suprema y primera”. Dios es la Verdad, lo comprueba con argumentos Tomás de Aquino y lo comprueba la fe, por medio de las Sagradas Escrituras. Descartes no pasa por alto esto. Él lo sabía por argumentaciones y por la fe, ya que él era un fervoroso creyente. Tan fervoroso que, tanto en el Discurso como en las Meditaciones Metafísicas, se puede observar su amor al Señor y a la Iglesia. Sus escritos, antes de publicarse, se los mostraba a las autoridades eclesiásticas, porque sabía que en la Iglesia se encontraba la Verdad y que si esta lo condenaba, él estaba errado. Le hizo caso a Séneca, que, como citamos anteriormente, había dicho que para conocer la verdad hacía falta morir. Descartes supo morir, supo dejar de lado sus pensamientos, con tal de no estar en contra de la Iglesia de la Verdad. En la quinta parte del Discurso habla sobre un libro escrito por él pero que no lo publicó. Los estudiosos dicen que se trata del “Tratado del mundo o de la luz”. Libro que no se animó a publicarlo. Y en una carta dirigida al Padre Mersenne, el 28 de noviembre de 1633, se encuentra la razón: “y como por nada del mundo quisiera que saliese de mí un discurso en que hubiera una sola palabra desaprobada por la Iglesia, he preferido no publicar mi obra a estropearla.” Y dentro del método cartesiano es indispensable la Verdad que sustenta las verdades. Descartes se esfuerza por demostrar la existencia de Dios, da tres argumentos y llega a decir, en las Meditaciones, ante de comenzar semejante empresa: “con todo para desvanecer por completo tal duda, debo indagar si existe un Dios y si hallo que existe debo examinar si puede engañarme, pues sin el conocimiento de estas verdades, no creo posible tener nunca certeza de cosa alguna.” Y en un momento llega a afirmar que el fundamento de su método es la comprobación de la existencia de Dios, inclusive superando al famoso “cogito”, contrariamente a lo que todos creen.
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Descartes hizo lo que hizo, rompió con todas las tradiciones, tomó por falsas todas las opiniones dadas, creyó falso lo que el mismo creía, para poder conocer la verdad. Se podrán decir muchas cosas sobre este gran francés: podremos considerarlo, de acuerdo a la visión hegeliana e iluminista, como el padre de la filosofía moderna. Podremos tomarlo como un antimedievalista, un filósofo racionalista o idealista o inmanentista o también anticristiano. Podremos decir, junto con Gilson, que fracasó y que todo el que intente seguir su método está condenado de antemano al fracaso. Podremos considerar, junto con Monseñor Derisi, como trágico aquel año 1637, en el que se publicó el Discurso del Método. Podremos decir tantas cosas, podemos atacarlo por infinidades de cuestiones. Pero hay algo que no podemos pasar por alto: el tema de la verdad y cómo ésta llena su vida y lo lleva a hacer todo lo que realizó. Dejemos que Descartes termine este ensayo con una frase en el que se ve como la verdad suprema y primera es el fundamento de todo: “con toda claridad reconozco, por tanto, que la certeza y verdad de toda ciencia dependen únicamente del conocimiento del verdadero Dios”.