Radical

  • July 2020
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Dellapiane renuncia el 2 de setiembre. En la madrugada del 6, el gobierno está solo, el Presidente ha enviado su renuncia manuscrita y el ejército, con la jefatura de Uriburu, toma el poder. Fue una operación política y militar, casi aséptica, preparada sin crisis y sin pausa, en la que los participantes tuvieron tiempo de pensar en lo que iban a hacer, pero sólo se pusieron de acuerdo en cuanto a la forma del poder. La primera prueba del ejército comenzó como un cuidadoso operativo militar y culminó en un “paseo” de seiscientos cadetes, novecientos soldados, decenas de automóviles rodeados por espectadores alborozados y un oficialismo paralizado. Al día siguiente de la crisis se mostraron las facciones de la revolución, su cuerpo bicéfalo y los rastros de la improvisación. El orden constitucional estalló sin que muchos lo deploraran. Los argentinos apenas se dieron cuenta que, entre todos, habían llevado a su patria a la crisis de la crisis.

Tanto las causas como la calificación de los sucesos de 1930 son objeto de polémica. La crisis de ese año clave no sacudió sólo a la Argentina sino también a varias naciones latinoamericanas. La crisis en la Argentina fue el resultado de una mezcla de factores. Algunos, de naturaleza profesional o “corporativa” dentro del ejército, cuyas relaciones con Yrigoyen se fueron haciendo más y más tensas. El código a la subordinación del poder militar al poder político que los oficiales habían aprendido cuando tenían vigencia los valores militares alemanes en su instrucción militar, generó no pocas contradicciones en sus actitudes hacia el gobierno radical cuando los conspiradores comenzaron a actuar y aun en el momento de la crisis. Las motivaciones económicas del levantamiento se basan en presunciones, pero no hay pruebas suficientes sobre la intervención de intereses económicos extranjeros en la financiación del movimiento militar, atribuida sobretodo a la Standard Oil y a la embajada norteamericana a propósito del nacionalismo económico de Yrigoyen. La fatiga del sistema político era visible, el ambiente interior e internacional sólo aportaba factores de exasperación y todos, gobierno y oposiciones, entraron sin resistencias mayores en el declive hacia la crisis. Lo que se estaba discutiendo era su sentido. Los diecisiete meses del gobierno de Uriburu fueron ocupados por una lucha sorda respecto a la orientación definitiva del movimiento revolucionario y de la sucesión presidencial. Su gabinete representaba al conservatismo tradicional político y económico y tenía un hombre clave: el ministro del interior, Matías G. Sánchez Sorondo. Un grupo de oficiales, entre los cuales se hallaban como asesores o consejeros del Presidente el teniente coronel Juan Bautista Molina, Kinkelin y otros notorios nacionalistas de derecha, así como los tenientes coroneles Facciones y Alvaro Alzogaray, rodeaban a Uriburu en medio de franco predominio civil. Si bien el primer discurso de Sánchez Sorondo, en nombre del nuevo régimen, asociaba al movimiento con el 25 de mayo y el 3 de febrero como “revoluciones libertadoras” y prometía “conseguir que la República vuelva a su estabilidad institucional”, el objetivo político de Uriburu era producir cambios en la Constitución, que introdujeran en el régimen político

notas corporativas. Evitaran el predominio que consideraba “nefasto” de los políticos profesionales e impidieran mediante la calificación del sufragio experiencias como la yrigoyenista. La restricción del voto y la representación funcional de grupos eran las líneas de fuerza del difuso programa de Uriburu. Sánchez Sorondo, por su parte, había concebido un plan político que permitiese el retorno gradual al régimen constitucional reformado. Comenzaría por elecciones provinciales – para imponer gobernadores en los estados donde suponía que tenían más fuerza los grupos políticos antiyrigoyenistas-; seguiría por la elección de congresistas; sometería a la asamblea las reformas constitucionales, y luego se llamaría a elecciones presidenciales. El plan parecía impecable, pero suponía por lo menos dos cosas: que el partido Radical no tendría capacidad de recuperación, y que sus opositores políticos –que habían coincidido en el derrocamiento de Yrigoyen- estarían de acuerdo con la reforma constitucional corporativa. Los presupuestos del plan eran frágiles. Aparentemente, el partido Radical estaba vencido. Matías Sánchez Sorondo no contaba ni con la feroz debilidad de la memoria política, ni con el hecho de que el partido Radical mantenía su estructura, peses a que su jefe y líder Yrigoyen se hallaba detenido en Martín García, su lugarteniente Alvear residiese en Parías, y el presidente Uriburu operase con el estado de sitio y la ley marcial. En noviembre de 1930, el comité nacional de la U.C.R. había decretado la “reorganización nacional” que comenzó a cumplir en forma aislada. Pero, entretanto, Alvear había revisado sus declaraciones de setiembre y tendía a “reconciliación de las fracciones internas” del radicalismo. Al mismo tiempo, se estaba operando una nueva alineación de las fuerzas y grupos políticos respecto del gobierno revolucionario, que había sido reconocido por la Corte Suprema en una “acordada trascendental”. Era un “gobierno de facto cuyo título no puede ser judicialmente discutido con éxito por las personas en cuanto ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y de seguridad social”, había declarado respetar la supremacía de la Constitución y la autoridad del Poder Judicial. El régimen de Uriburu tuvo el soporte fundamental de las fuerzas armadas, el apoyo del nacionalismo antiliberal y conservador y de las derechas provinciales, y la adhesión inicial del partido Socialista Independiente, del partido Demócrata Progresista, del partido Socialista, del antipersonalismo y de algunas organizaciones del movimiento obrero, mientras el poder económico y la iglesia –a través de algunos voceros pertenecientes sobretodo al nacionalismo católico- seguían el proceso con atención y disposición favorable. Pero tan pronto como Uriburu insistió en sus propósitos de reforma institucionales, a la oposición abierta y obvia del partido Radical se unió – respecto de esos objetivos- la mayoría de los partidos políticos y una facción significativa de las fuerzas armadas que

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