Preguntas a trabajar: 1. hay polígonos periféricos cuáles? ¿Cómo se expresan? 2. Podemos hablar de cultura rural, urbana como continuación o como compuesto; ¿por qué? 3. ¿Qué aporta una ciencia de lo urbano? 4. Analizar la cultura urbana en santo domingo como sistema de valor y modo de vida 5. Analice los siguientes rangos urbanos: relaciones sociales de carácter transitorio, anonimato, superficialidad, anomia y falta de participación. 6. Interprete el concepto densidad en lo urbano, tomando en cuenta la idea de muchedumbre solitaria. 7. ¿Aplica el concepto muchedumbre solitaria? 8. El uso del internet influye entre lo urbano y rural o no hay diferencia. Explique
existen los polígonos periféricos, estos son el centro, los espacios verdes, la ciudad y los barrios, su forma de expresar es: el centro libera, los espacios verdes relajan, la gran ciudad es el reino del anonimato, el barrio produce solidaridad los lujurios originan la criminalidad las ciudades nuevas suscitan la paz social entre otras.
La cultura urbana se podría definir como aquella cultura que engloba todos aquellos movimientos, expresiones o actitudes de determinados grupos que han surgido al amparo de los nuevos tiempos y las ciudades. La cultura urbana se deja ver en cualquier ámbito de la vida y la sociedad. La música, la cultura, la forma de pensar o de vestir, etc. Dentro de esta cultura urbana podríamos hablar de diferentes tribus urbanas, agrupaciones de gente que se mueve por unos mismos ideales, ya sean artísticos, políticos o estilísticos, o incluso por grupos de edad o sexo. Por tribus urbanas que han formado o forman parte de la cultura urbana podemos entender desde los punkis hasta los swaggers que se reúnen actualmente en las afueras de los centros comerciales y tiendas de Apple. A su manera, cada uno forma parte de esa cultura urbana. La cultura urbana también tiene ciertas características especiales. Por ejemplo, suele surgir de las ciudades, y suele mostrarse con expresiones artísticas poco comunes. Ejemplos de arte urbana podrían ser los dibujos o esculturas integrados en el entorno, los grafitis o las obras de artistas como Bansky. Lo cierto es que el término cultura urbana, desde que se hizo común, se ha utilizado generalmente para designar a la cultura de la gente joven, pero realmente toda persona que vive dentro de una ciudad está, de alguna manera, formando parte de esa cultura urbana, sea cuales sean sus actitudes. Se puede hablar de cultura urbana como continuación o compuesto puesto que esta es un punto vital en el enfoque directo de la poblaciones urbanas y rurales ya que esto es una forma de desenvolvimiento de estas zonas.
Uno de los problemas más interesantes de la Geografía urbana es, sin duda, el de la misma definición de lo "urbano", el de la definición de la ciudad. Es, además, un problema fundamental, ya que, si no fuéramos capaces de identificar con precisión las características de este fenómeno como algo
sustancialmente diferente de lo "rural", es claro que la misma existencia de una rama de la Geografía dedicada a su estudio podría carecer, en último término, de sentido. Si en épocas pasadas, anteriores a la Revolución industrial, la distinción entre lo rural y lo urbano, entre el campo y la ciudad, era, probablemente, neta e indiscutible, dicha distinción parece hoy mucho menos clara. En efecto, el desarrollo de los medios de comunicación en su sentido más amplio, es decir, de los medios de transporte y de los de transmisión de mensajes e información; la desaparición de las antiguas servidumbres de localización de la actividad económica ante las posibilidades actuales de distribución y división de energía; la homogeneización de muchas pautas de comportamiento, de formas de vida y de actitudes en relación con la elevación del nivel de vida y la acción generalizada de los medios de comunicación de masas, han contribuido en los países industrializados a borrar muchas de las antiguas diferencias entre ciudad y campo, haciendo confusa y problemática esta distinción. Es por ello por lo que no resulta ocioso plantear y discutir el problema de la definición de la ciudad, de los caracteres que se han atribuido al hecho urbano, para ver si continúa siendo posible seleccionar esta realidad como un objeto específico de nuestras investigaciones. Las páginas que siguen -que deben considerarse simplemente como una aportación al debate- se refieren a este problema. Hemos creído que podían constituir una muestra de nuestro sincero homenaje al maestro de la Geografía española, el profesor don Manuel de Terán, el cual precisamente dedicó hace casi veinticinco años unas páginas a este mismo problema, y lo ha tratado posteriormente en diversas ocasiones, aportando también a la ciencia española, con sus investigaciones personales, numerosos estudios modélicos sobre la realidad urbana de nuestro país. Nos anima a escribir este modesto trabajo las palabras que el doctor Terán pronunció en una ocasión: "todo lo que se intente o realice en esta dirección (en la del análisis de las características de lo urbano) no será vana especulación, sino esfuerzo encaminado a dar respuesta a una legítima aspiración del saber". LAS DEFINICIONES TEÓRICAS La definición de la ciudad y la determinación del límite inferior de lo urbano o, en ocasiones, de la existencia de un continuo rural-urbano- han sido cuestiones ampliamente debatidas por los investigadores y por los organismos oficiales de estadística y que ha tenido muy diversas soluciones. En realidad, el problema presenta dos vertientes muy distintas. Por un lado, está la cuestión de la definición teórica del hecho urbano en contraposición a
lo rural, y la enumeración de los rasgos esenciales de la ciudad. Por otro, la definición concreta utilizada en cada país para determinar con fines estadísticos lo urbano, y fijar el límite a partir del cual puede empezar a hablarse de ciudad como entidad distinta de los núcleos rurales o semirurales. Desde un punto de vista teórico, las definiciones que se han dado de lo urbano son de dos tipos. Por un lado, se encuentran las que se basan en una o dos características que se consideran esenciales. Por otro, se encuentran las definiciones eclécticas, que intentan dar idea de la complejidad de lo urbano sintetizando las diversas características previamente definidas. Los rasgos que con más frecuencia se han considerado para caracterizar el hecho urbano han sido, fundamentalmente, el tamaño y la densidad, el aspecto del núcleo, la actividad no agrícola y el modo de vida, así como ciertas características sociales, tales como la heterogeneidad, la "cultura urbana" y el grado de interacción social.
No podría entenderse la sociedad sin discutir el urbanismo y el papel que este juega en el desarrollo de los pueblos. La cultura urbana está atada a la historia de las ciudades y de los habitantes que han configurado el mundo. A su vez, la transformación de las ciudades guarda una estrecha relación con los datos demográficos, los sistemas de transporte y la jerarquía urbana. En el Caribe, las divergentes experiencias históricas inciden en los modelos de urbanización. Durante la conquista, los Imperios español, francés, inglés y holandés trajeron un profundo discurso urbano que mostraba a la ciudad como el epicentro de los avances sociales, políticos y culturales. En muchos pueblos y ciudades del Caribe esa filosofía urbanística se ilustró en centros compuestos por una plaza rodeada del poder religioso y de las instituciones gubernamentales, junto a los establecimientos comerciales más notorios y las residencias de algunas familias prominentes. Así, Puerto Rico y varios pueblos de República Dominicana, Jamaica, Cuba y Haití son ejemplos de dicho modelo urbanístico. Sin embargo, algunas diferencias en el diseño isleño son notables. En los Cuadernos Hispanoamericanos (1988) se establece que mientras la plantación era la actividad económica de las colonias de Inglaterra, Holanda y Francia, a finales del siglo XVII, las colonias españolas Cuba, República Dominicana y Puerto Rico se distinguieron por la construcción de fortalezas para defender las ciudades costeras.
En contraste a las colonias hispánicas, las dinámicas urbanas en las colonias inglesas, holandesas y francesas demuestran unas dimensiones, generalmente, más pequeñas y basadas en puertos y fuertes. En la ciudad haitiana Port de Paix y la jamaiquina Port Royal, gran parte de las calles principales se distinguen por ser bulevares y por poseer una mayor anchura. La infraestructura evidencia también diversas variantes entre unas colonias y otras. Por ejemplo, en las ciudades de origen holandés, como Curazao, proliferan los canales para la transportación y el drenaje. Las iglesias, que se esparcieron durante la colonización española, tampoco afloran en el resto de las colonias, pues la evangelización no era una prioridad en la política colonial de las demás metrópolis. La población en relación a la urbanización
La rápida urbanización, es decir, la construcción para habitar, y el auge turístico en las últimas décadas han afectado a tal punto la región caribeña que la población urbana reflejó un aumento de 36.5% en el 1960 a 57.5% en el 1990. Y es que el Caribe, como América Latina, evidencia un crecimiento urbano desmedido por el incremento demográfico y las catástrofes naturales, entre otros factores. El cuadro empeora porque algunos problemas causados por ese crecimiento imparable son el aumento de la pobreza urbana y la construcción de viviendas en terrenos de riesgo. Ante ello, la disposición urbana caribeña debe enfrascarse en preservar su identidad, sin afectar los patrones sociales y económicos de sus pueblos y ciudades.
RELACIONES TRANSITORIAS: es cuando nuestra relacione es transitoria por ejemplo con alguien que nos brinda un servicio: El cajero de la tienda Un arquitecto Un abogado Un artesano Tendrá como objetivo el cumplimiento de un interés mutuo y la relación en consecuencia habrá de contribuir a ase fin.
¿Para qué necesitamos anonimato y por qué es importante defenderlo?
En la medida en que nuestras vidas transcurren en internet de forma creciente e interactuamos cada vez más con tecnologías digitales, también se vuelve más sencillo identificarnos y recolectar información sobre nuestros hábitos, gustos, opiniones e incluso sobre nuestros cuerpos. El respeto y la promoción de los derechos fundamentales son la base de cualquier sociedad interesada en el desarrollo bajo principios de equidad, justicia, integración y no discriminación. Sin embargo, su existencia meramente nominal no es suficiente: al igual que la riqueza, las posibilidades reales que tienen los individuos de ejercer sus derechos fundamentales son desiguales y están determinadas por una serie de factores socioeconómicos, políticos y de género, por mencionar algunos. Existen distintas formas y aproximaciones para intentar suplir las inequidades de base que impiden a los grupos marginados el ejercicio de sus derechos inalienables. En ese sentido, internet se ha convertido en una excelente herramienta para, por ejemplo, la libertad de expresión y de reunión: una plataforma que permite que cualquier persona con acceso a la red pueda expresar sus opiniones, ideas y creencias, pueda acceder a información de interés y pueda encontrar a otros con personalidades e intereses afines. Una de las ventajas teóricas de internet en este aspecto, es que permite realizar todas estas acciones sin la necesidad de interactuar cara a cara con otros ni revelar nuestro verdadero nombre. Esto es particularmente importante para quienes necesitan lidiar con temas sensibles de diversa índole: médica, de disidencia política, de violencia de cualquier índole, de denuncia. Internet puede entregar una sensación de seguridad, resguardo y privacidad que permitan a ciertas personas a buscar e informarse sobre tópicos que difícilmente tocarían de forma abierta por temor a las represalias o a la humillación pública. Sin embargo, esta es solo una ilusión: hoy internet es el mayor compilador de datos personales jamás creado; amparado en la sensación de seguridad que brinda el hecho de estar tipeando en la comodidad de nuestro hogar, le entregamos a nuestro buscador más información íntima que a nuestros más cercanos. No es exagerado afirmar que el derecho al anonimato hoy se encuentra más amenazado que nunca. En la medida en que nuestras vidas transcurren en internet de forma creciente e interactuamos cada vez más con tecnologías digitales, también se vuelve más sencillo identificarnos y recolectar información sobre nuestros hábitos, gustos, opiniones e incluso sobre nuestros cuerpos.
Al mismo tiempo, ha penetrado con fuerza un discurso que opone seguridad y anonimato, haciéndole equivalente a delincuencia, terrorismo, narcotráfico, pornografía infantil o cualquier otro mal social de extrema gravedad, y múltiples son los intentos legales por limitar el derecho a reservar nuestra identidad.
LA SUPERFICIALIDAD Básicamente ser superficial es depender de algo o de alguien. Depender psicológicamente de ciertos valores, de ciertas experiencias, de ciertos recuerdos contribuye ciertamente a la superficialidad. Cuando dependo de ir a la iglesia todas las mañanas, o todas las semanas, para levantarme el ánimo o recibir ayuda, si tengo que cumplir ciertos ritos para mantener mi sensación de integridad o para recordar algún sentimiento que pude haber tenido alguna vez me vuelve superficial ¿no me hace superficial? ¿No me vuelve superficial el que yo me entregue a un país, a un proyecto, o a determinada agrupación política? Lo cierto es que todo el proceso de dependencia es una evasión de sí mismo; esta identificación con lo más grande es la negación de lo que yo soy. Pero, no debo negar lo que yo soy, que es la realidad, debo comprender lo que soy y no tratar de identificarme con el universo, con Dios, con determinado partido político o con lo que fuere. Todo esto conduce al pensamiento superficial, y de este pensamiento superficial surge una actividad que es permanentemente dañina, sea a escala mundial o a escala individual. Justificamos esta actitud diciendo "por lo menos luchamos por algo mejor" y, cuanto más luchamos más superficiales somos. Esto es lo primero que tenemos que ver, y esta es una de las cosas más difíciles: ver lo que somos, reconocer que somos necios, frívolos, celosos, de miras estrechas. Si yo veo lo que soy, si lo reconozco, entonces por ahí puedo empezar. Sin ninguna duda es la mente superficial la que huye de lo que es, y no escapar requiere una ardua investigación, no ceder a la inercia. En el momento en que sé que soy superficial, ya hay un proceso de profundización, siempre que no haga nada con esa superficialidad. Si la mente dice: "soy mezquino; voy a examinarlo, voy a comprender la totalidad de esa mezquindad, de esa influencia limitativa", entonces existe una posibilidad de transformación. Pero la mente mezquina, que reconoce que lo es y trata de no serlo ya sea leyendo, reuniéndose con la gente, viajando, estando incesantemente activa como un mono, seguirá siendo una mente mezquina. La mente superficial jamás podrá conocer grandes profundidades. Puede tener abundancia de conocimientos, de información, puede repetir palabras.
Pero si sabemos que somos superficiales, poco profundos, y observamos todas las actividades de la superficialidad sin juzgar, sin condenar, pronto veremos que lo superficial desaparece sin ninguna acción por nuestra parte. Pero eso requiere atención y paciencia, no el ansioso deseo de resultados, de éxito. Sólo la mente superficial desea conseguir resultados. Cuanto más claro percibamos todo este proceso, tanto mejor descubriremos las actividades de la mente; pero debemos observarla sin tratar de darles una finalidad, porque en cuanto persigamos un fin, nos veremos de nuevo atrapados en la dualidad del "yo" y del "no yo", con lo cual continuará el problema".
ANOMIA Para la psicología y la sociología, la anomia es un estado que surge cuando las reglas sociales se han degradado o directamente se han eliminado y ya no son respetadas por los integrantes de una comunidad. El concepto, por lo tanto, también puede hacer referencia a la carencia de leyes. Reciben este nombre todas aquellas situaciones que se caracterizan por la ausencia de normas sociales que las restrinjan y también es un trastorno del lenguaje que imposibilita a una persona a llamar a las cosas por su nombre. La anomia es, para las ciencias sociales, un defecto de la sociedad que se evidencia cuando sus instituciones y esquemas no logran aportar a algunos individuos las herramientas imprescindibles para alcanzar sus objetivos en el seno de su comunidad. Esto quiere decir que la anomia explica el porqué de ciertas conductas antisociales y alejadas de lo que se considera como normal o aceptable. En medicina, por su parte, el término es usado para expresar aquellos trastornos del lenguaje que impide que algunos individuos no puedan llamar a las cosas por su nombre. La explicación simple que se da de este trastorno es que se trata de tener constantemente la sensación de tener palabras en la punta de la lengua. Recibe este nombre porque se caracteriza por carecer de leyes en las normas del lenguaje. Al hablar, buscamos cada término en un léxico propio en que conviven de cincuenta a cien mil palabras. Es un proceso casi instantáneo, pero absolutamente complejo. Esta capacidad la hemos adquirido a través de la práctica y para ello debemos tener el sistema cognitivo siempre atento y preparado, sin embargo, a veces éste falla y por eso tenemos lagunas cuando estamos expresándonos, se ven algunos términos o expresiones, etc. La anomia se presenta cuando esta dificultad se vuelve crónica y es imposible recuperar las palabras al hablar; es común durante el
envejecimiento, cuando se padecen lesiones cerebrales o enfermedades degenerativas (Alzheimer). Volviendo a lo que entienden las ciencias sociales por anomia, diremos que es una violación de las normas, aunque no de una ley: si una persona rompe la ley, incurre en un delito. Lo habitual es que las clases bajas de la sociedad estén sometidas a una mayor presión y tengan una mayor propensión a alejarse de las normas sociales compartidas. La anomia, en última instancia, genera un problema para los gobernantes ya que sus mecanismos de control no son suficientes para revertir la alienación que reflejan las personas o grupos en esta condición. Los principales impulsores del concepto fueron los sociólogos Emile Durkheim y Robert Merton. Este último especialista indica que la anomia aparece cuando los objetivos de una cultura y la posibilidad de acceso de algunos grupos poblacionales a los medios necesarios se encuentran disociados. La asociación entre medios y fines, por lo tanto, comienza a debilitarse hasta que se concreta el quiebre del entramado social. Según Emile Durkheim, cuando un grupo está sumamente unido, desarrolla una cantidad determinada de normas para regular el comportamiento y mantener el orden dentro de él, las cuales establecen límites para las aspiraciones y los logros, así como también el accionar de cada individuo para brindar una cierta seguridad al conjunto. Para él no era posible pensar en la acción social de una forma absolutamente libre, porque sin normas no pueden existir convenios para la armonía en una sociedad y guías que colaboren con una conducta lineal que sea favorable para toda la comunidad. A través de las expectativas del grupo pueden actualizarse las relaciones y compartirse en un entorno cultural. Por su parte, Robert K. Merton, expresó que la anomia es sinónimo de falta de leyes y control en una sociedad y su resultado es una gran insatisfacción por la ausencia de límites en cuanto a lo que se puede desear.
El urbanismo a día de hoy se enfrenta al problema que supone para un asentamiento urbano y su entorno un crecimiento ilimitado del mismo, con el consecuente consumo de suelo. Esta situación es comparable a la que hace un siglo sufrían las ciudades industrializadas europeas, cuando la concentración de población, junto con las pobres condiciones de higiene y habitabilidad en muchos barrios, favoreció la aparición de epidemias. Este hecho llevó en su día a una renovación disciplinar del urbanismo, que entonces apenas llevaba existiendo unas décadas como disciplina.
Entonces, propuestas menos densas como las de la Ciudad Jardín supusieron un gran cambio ideológico en cómo debía entenderse el crecimiento de la ciudad. Hoy en día, la solución pasa por volver a densificar los núcleos de población que han evolucionado hacia formas de crecimiento más dispersas, que hacen un uso extensivo del territorio. En ambos casos existe un factor común: la densidad urbana, concepto ampliamente utilizado a lo largo de la historia para analizar una ciudad o regular su crecimiento. Sin embargo, su manejo en el diseño urbano en la mayoría de los casos se reduce a unas cifras orientativas contenidas en los planes generales de ordenación. Es necesario, por tanto, explorar su potencial como instrumento de análisis y de diseño que nos permita a los urbanistas dar una respuesta adecuada a los problemas que el urbanismo nos plantea en la actualidad.
La muchedumbre solitaria(opinión) las semblanzas del hombre medio -aquel que no es rico ni pobre, libre ni esclavo- se suceden a lo largo del último siglo. Sus anhelos y pesadillas han ocupado tanto a sociólogos e historiadores como a escritores y artistas. Con la transición del capitalismo de producción al de consumo se fue perfilando y consolidando un nuevo estrato social: la clase media. Y con ella subieron a escena el hombre y la mujer que la conforman. Aman, sufren; creen en algo o deambulan, desconfiados; a veces protestan, otras concuerdan. Pueden ser justos o réprobos. Pero el eje de su vida es el consumo. El marketing y la publicidad tienen el ojo puesto en ellos. En conjunto, gastan y hacen ganar millones. Desde la infancia hasta la vejez se los escudriña y disecciona; sus hábitos, costumbres, necesidades, son cuidadosamente registrados y analizados para adecuar la oferta a la demanda. Y en épocas electorales adquieren relieve fugaz, pues se transforman en el objeto de deseo de los candidatos. Esos votantes distantes y veleidosos, en su mayoría de clase media, eligen los gobiernos. No obstante, su importancia, el hombre medio nació apático, como anestesiado. Al principio no se lo diferenció del hombre masa, a quien Ortega, entre otros, estigmatizó: "La estupidez es vitalicia y sin poros", afirmó con ingenio despectivo para referirse al nuevo tipo humano. No era para menos: desde fines del siglo XIX la elite se sintió asediada por la irrupción de un individuo que adquiría identidad en la aglomeración, fuerza en el amontonamiento. El comunismo, el fascismo, el nacionalismo, condujeron a esos hombres y mujeres a la plaza pública, dotándolos de consignas y reivindicaciones amenazantes. La literatura y el ensayo posteriores a la Primera Guerra Mundial comenzaron a deslindar al individuo de la masa. Se atemperó la fobia despectiva: ese
sujeto ya no inquietaba más que a sí mismo. El "hombre sin atributos" de Musil somos nosotros: antihéroes, escasos de originalidad y vuelo, sometidos al dictamen de un mundo regido por el número. El personaje que conquistó la realidad y perdió el sueño. A este ser atribulado y gris, Kafka le adosó la pesadilla trágica: un insecto que se revuelve en laberintos infinitos sin conocer jamás el motivo de su tormento. Más cerca de la actualidad, la sociología, la literatura y el arte norteamericanos de mediados del siglo pasado trazaron un retrato magistral de la clase media. La cuna del consumo describió a sus criaturas con certeza insuperable. Una ansiedad difusa, cuyo eco resuena contra la oquedad del cemento y las sombras de los rascacielos; escaparates de bares que dejan ver a seres de traje oscuro, acodados en el mostrador, bebiendo alcohol antes de volver a casa; hoteles anónimos donde se depositan absortos hombres y mujeres de paso, a medio abrir sus valijas, la mirada opaca, el cuerpo abatido; transeúntes, luces de neón, oficinas, restaurantes de mala muerte, rutas perdidas. Las pinturas de Edward Hopper, las fotos de Robert Frank y otros, capturan estas escenas. Y Arthur Miller, como pocos, desentraña el talante emocional que las sostiene. Willy Loman, el protagonista de Muerte de un viajante, está agotado, al cabo de un recorrido interminable, estéril. "Me siento tan solo sobre todo cuando el negocio va mal y no hay nadie con quien hablar", le confiesa a la mujer ocasional que lo distrae al borde del camino. La promesa de éxito, de ganar amigos para ser feliz y hacer negocios, es esquiva. El dinero se evapora pagando cuotas; la esperanza de ser alguien desfallece entre la incertidumbre y la mediocridad. Por la época que evocamos, en un ensayo considerado ya clásico, titulado La muchedumbre solitaria, el sociólogo norteamericano David Riesman propuso una explicación cautivante del proceso histórico cultural que desemboca en el hombre medio. Es la cara sociológica de la moneda, cuya otra faz iluminan la literatura y el arte. Riesman distingue tres tipos de personalidades, según la dinámica poblacional. Al primero, propio de sociedades de alto potencial de crecimiento demográfico, lo denomina "carácter dirigido por la tradición"; al segundo, inherente a sociedades en equilibrio poblacional, lo llama "carácter auto dirigido", y al tercero -el que aquí nos interesa- lo bautiza "carácter dirigido por los otros", asimilándolo a sociedades de evolución demográfica declinante. Al hombre movido por la tradición, dirá Riesman, no le incumbe la novedad: su vida está determinada por el parentesco y los rituales. La innovación es desechada por la cultura; por eso el signo distintivo es la lentitud del cambio. El carácter auto dirigido representa todo lo contrario: rige la iniciativa, lo nuevo desbarata a lo viejo, los hombres crean las normas, antes de acatarlas.
Es la generación de los padres fundadores, de los abuelos que iniciaron el negocio familiar, de los protagonistas de los libros de historia. Riesman imagina que ellos poseen una "brújula psicológica" a la que consultan para conocer el rumbo correcto, sin importarles la opinión de los demás. Sus descendientes ya no tienen ese atrevimiento ni vienen equipados del mismo modo. Poseen un radar en lugar de una brújula: no se forjan el destino; apenas lo rastrean. Los individuos dirigidos por los otros buscan, ante todo, aprobación; son inseguros y ansiosos, dependen de los medios de comunicación, del horóscopo, de la opinión de sus jefes, de las incitaciones de la moda, de la catarata de bienes y servicios baratos que la sociedad de consumo derrama sobre ellos. Los hombres y mujeres orientados por los demás constituyen -según Riesman- el núcleo de las clases medias urbanas. Son los que deciden, semiconscientes, el resultado de las elecciones e influyen en el rumbo de la producción. Pero no les basta: están insatisfechos y no encuentran consuelo. Ellos -nosotros- conforman la muchedumbre solitaria. Mirada en perspectiva, la semblanza del hombre medio que evocamos no perdió actualidad. En esencia, rigen hoy condiciones similares para el individuo de clase media: el consumo ocupa su tiempo libre, la televisión lo distrae y le pasa el parte diario sobre los sucesos del país y el mundo; los vaivenes de la economía empañan o aclaran sus planes; la política le resbala; el trabajo lo contractura; la vida familiar, aun con alienaciones, constituye su refugio. Sin embargo, más allá de estas constantes, se han operado transformaciones cruciales. Una es la innovación tecnológica, con su panoplia de artefactos de carisma desechable. Otra ocurre en el mundo del trabajo. Buena parte de la sociedad -y, en particular, la clase media- vive hoy bajo el rigor, paradójico, del capitalismo flexible, cuyo modelo anuló la seguridad en el empleo. La carrera estable y progresiva dejó paso a episodios aislados e inciertos, por donde transcurre la vida laboral de las personas. La ley es el cambio, en lugar de la permanencia; la incertidumbre, antes que la seguridad. En esas condiciones no se construye el carácter, sino que se lo corroe, para usar la expresión del sociólogo Richard Sennett. El otro dato novedoso lo constituye el miedo. O mejor: su difusión inabarcable. La ciudad y el mundo se han convertido en lugares hostiles. La guerra ya no tiene lógica: es una multiplicidad de fragmentos en constante dispersión. El vecindario dejó de ser un lugar al que se puede regresar con alivio; ni poner la llave en la puerta trae paz: la gente, como en la alegoría de Cortázar, teme que la casa haya sido tomada.
¿Y nuestra clase media? Ya no es la que fue, compacta y segura de sí misma. En verdad, funcionó en los últimos años como un acordeón: expandiéndose y contrayéndose al compás maníaco depresivo de la economía. Pertenecer a ella dejó de ser un fenómeno natural, no discutido; devino en un hecho contingente. En 2001, expropiada, se hizo oír. Ahora su destino vacilante vive una nueva diástole, sobre la base de la soja y el dólar alto. En esas condiciones, la clase media rehúye preguntarse qué hay más allá de la bonanza. Simplemente la goza. Su conducta no es original: la diversión siempre doblega a la lucidez, como enseñó hace siglos Pascal. Seamos realistas, sin embargo: al individuo que disfruta las minucias del capitalismo no le cuadra hacerse cargo. No vaya a ser cosa que la responsabilidad obture el consumo. El espectáculo debe continuar. En rigor, ser hombre medio consiste en ocuparse sólo de funciones básicas, nunca sustantivas; en interesarse por la propia quinta, no por el conjunto; en pensar en términos privados antes que públicos; en tener una coartada verosímil cuando suena la hora del coraje cívico. Así como el capitalismo genera y reproduce una masa gigante de consumidores y de ella se alimenta, al sistema político le corresponde, en teoría, equilibrar las cuentas otorgando valor a la esfera pública y estimulando el liderazgo competente. Se trata de un contrapeso clave. Requiere hombres de Estado provistos de brújulas, no demagogos con radares en busca de halagos. De lo contrario, las sociedades carecen de destino. O se tornan oportunistas: todos a la vez optimizando sus ventajas momentáneas, ninguno pensando más allá de sus narices. Hasta que el acordeón vuelve a contraerse. Y cae el espejismo. Y la muchedumbre solitaria desempolva cacerolas.
Cuando uno piensa en el boom de las redes sociales suele asociarlo a la vida urbana, donde millones de personas se la pasan con la cabeza enterrada en sus computadoras y celulares, enchufados al mundo virtual.
Pero la explosión de las conexiones a través de la Red no sólo ha cambiado la manera de interactuar en las grandes ciudades. También las zonas rurales, tradicionalmente más remotas y desconectadas, están siendo transformadas por la aparición de estas nuevas herramientas tecnológicas. Este impacto se siente con claridad en la región del Cono Sur, uno de los lugares del mundo con mayor penetración de las redes sociales. Un indicio de la popularidad que adquirieron las redes sociales en el campo es la aparición de sitios específicamente pensados para productores agrarios.
Plataformas como la española Agro 2.0 (creada en 2008 para "motivar el intercambio entre las tecnologías de la información y el sector agrícola") agrupan a campesinos hispanohablantes de Europa y América Latina. Uniendo al campo y a la ciudad No sólo el comercio rural se ha beneficiado gracias a las conexiones virtuales que permite internet. Muchos hombres y mujeres del campo también usan las redes para educarse e informarse sobre nuevas tecnologías y métodos de trabajo. Conectados Más allá de cómo han transformado el comercio y la educación en las zonas rurales, quizás donde más se sienta el impacto de las redes sociales es en la comunicación del día a día. Brecha digital Si bien es notable cómo internet y las redes sociales han modificado, en muy poco tiempo, la vida de muchos hombres y mujeres del campo, lo cierto es que esta transformación no es uniforme en todo. Todavía hay muchas zonas rurales que no tienen conexión al mundo digital y a la telefonía celular (o siquiera a necesidades más básicas, como electricidad y agua corriente). Incluso en países en donde las redes sociales más están creciendo, como Argentina, el panorama es muy diferente en la llamada región pampeana, que concentra la mayor cantidad de terreno rural, y en el norte o en el sur.