Pp15, Nuestro Universo

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Ediciones MATHESIS Los Propósitos Psicológicos, Serge Raynaud de la Ferrière Propósito Psicológico XV: Nuestro Universo Traducción: David Ferriz Olivares Edición Internet Numerada. Todos los derechos reservados. © 21 de marzo, 2006 www.sergeraynaud.net

PROPÓSITOS PSICOLÓGICOS

Serge Raynaud de la Ferrière

Libro XV

Nuestro Universo

Nuestro Universo

INTRODUCCIÓN Desde los tiempos más remotos el hombre ha tratado siempre de economizar el trabajo de sus músculos por medio de la invención de la máquina; pero al parecer ha tardado mucho tiempo antes de dedicarse a la búsqueda de un

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aparato capaz de sustituir su cerebro. Las primeras tentativas se orientaron hacia la búsqueda de un mecanismo para un trabajo intelectual que ha requerido a veces largas y penosas operaciones: el cálculo. 2

La palabra cálculo viene del término “calculus” o piedrecita en recuerdo de las fichas o pequeños objetos móviles que servían antiguamente para hacer las operaciones elementales de aritmética. Los ábacos se encuentran entre pueblos antiguos como los griegos, romanos, hebreos, etc., pero en nuestros días se han dejado de usar, excepto en las escuelas para niños, mientras que se los encuentra corrientemente por todo el Extremo Oriente. Personalmente, fuimos sorprendidos por el uso corriente de esos ábacos que se encuentran en cualquier tienda de comerciante chino o japonés. Los vendedores se sirven de esos aparatitos con una destreza que causa la admiración de todos los visitantes occidentales. El ábaco chino, Souan-Pan, que fue conocido desde la más alta antigüedad, se constituye por una veintena de varillas fijas sobre un cuadrante dividido en dos porciones: con 5 bolas en la de abajo y 2 en la de arriba. Cada una de las bolas de la parte inferior, reunidas en grupos de cinco en su respectiva varilla, vale una unidad; en cambio, cada bola de la parte superior, agrupadas en grupos de dos, equivalen a cinco unidades cada una. El orden decimal va en crecimiento de derecha a izquierda.

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Ilustraciones

En nuestra ilustración (a) está representada la inscripción del número 437 con la ayuda de bolas que uno acerca al travesaño longitudinal. Primero, la inscripción del 7, por ejemplo, se efectúa desplazando una bola que vale 5 y otras dos que valen 1 cada una. El 3 se incribe en la columna de las decenas y se consigue únicamente desplazando 3 bolas de la parte inferior, y finalmente el 4 de las centenas con la misma operación.

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En (b) al 437 se le ha sumado 452 para obtener como resultado 889, siempre añadiendo las bolas correspondientes. Al orden de las centenas se le ha agregado una bola que vale 5 y se le ha retirado una bola que vale 1, y así se opera, del mismo modo, para los órdenes de las decenas y de las unidades.

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En (c) se ha sumado 553 a 889 y se ha operado de manera semejante, pero el total de 1.422 no es fácil de leer por haber dos bolas de valor 5 en cada una de las columnas superiores. Entonces basta hacerlas desaparecer de la parte superior a cambio de agregar “una unidad” en el orden inmediato siguiente (pero en la parte inferior), como se muestra en la ilustración (d), así podemos leer el total de 1. 422. Entre los aparatos que han permitido simplificar la multiplicación, citemos ante todo los bastones de Neper que constituyen una especie de tabla de Pitágoras, con columnas móviles, en que los resultados se inscriben en las casillas divididas por una diagonal. Ese sistema ha sido perfeccionado por varios inventores. 

Nota Edición Internet. Jhon Neper, 1550-1617, creador del primer sistema de logaritmos expuesto en “Mirifici Logaritmorum canonis descriptio”, en 1614. Los actuales sistemas comunes y naturales de logaritmos no usan la misma base que los de Neper. -3-

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La idea más ingeniosa es la de las reglitas de granalla que, en 1885, rindió más o menos automáticamente el resultado de la multiplicación, dispuesto a cada lado de las dos bandas que reemplazan las columnas de la Tabla Pitagórica y que conducen por anchos triángulos negros a una cifra cada vez muy determinada de la otra banda. Pero, por ingeniosos que sean esos instrumentos de cálculo, no suprimen enteramente la intervención del cerebro humano y no ameritan, pues, el nombre de “máquina de calcular”.

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Es al genio de Blaise Pascal (1623-1662) que se debe la primera máquina de calcular digna de ese nombre. La había construido, como se sabe, para ayudar a su padre Etienne Pascal, que era en aquel entonces intendente en Ruán. Él tenía diecinueve años cuando la concibió en 1642, pero necesitó diez años de trabajo para realizarla. Esa máquina contenía en el fondo la mayor parte de los elementos de una sumadora moderna: el cifrador, el reportador, la mirilla con abertura y la inscripción circular.

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Muchos otros inventores intentaron perfeccionar, con mayor o menor éxito, la máquina de Pascal. Así, el veneciano Poleni, que no conocía sino de oídas la máquina de Pascal, construyó en 1709 una máquina de sumar; pero más tarde, al darse cuenta de la inferioridad de su realización, la rompió con sus propias manos.

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Si de las sumadoras pasamos a las primeras máquinas de multiplicar, vemos que se trata de máquinas de repetición de sumas. La primera en fecha es la que imaginó Leibniz en 1671. Los dos modelos que hizo construir le tomaron mucho tiempo y mucho dinero, pero la poca habilidad de los mecánicos de la época no le permitió obtener un resultado satisfactorio y el único que se conserva de esos modelos no es más que una curiosidad científica.

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Fue el Caballero Thomas de Colmar quien, en 1820, realizó el primer aparato verdaderamente utilizable. De todas maneras hay que citar a Leon Bollee quien imaginó, realizó y presentó, en 1889, un aparato que utilizó un principio enteramente nuevo: la multiplicación directa, cuyo dispositivo (la placa calculadora) consiste en una materialización de la Tabla de Pitágoras. Precoz inventor, como Pascal, Leon Bollee construía ya desde la edad de once años aparatitos destinados a simplificar los cálculos. En la Plaza Roja de Moscú está el G. U. M. (tienda Universal del Estado en Rusia) que, según se dice, es el mercado más grande del mundo donde se atiende a unas 130.000 personas por día. Allí se vende de todo, desde los gabanes de marta cebellina que valen 30.000 dólares y otros artículos de gran lujo, hasta hojitas al detalle, pequeñas piezas y otros materiales de precio insignificante; pero como todavía no se usa la máquina de calcular automática o caja registradora, las cuentas se hacen únicamente con el ábaco primitivo. -4-

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De esa idea de simplificación de los cálculos, llegamos a la respuesta que damos a los numerosos alumnos que nos han preguntado sobre nuestra manera de hacer esas operaciones y que consisten en una multiplicación sin productos parciales. Por ejemplo, para multiplicar dos de la misma cantidad de cifras, la operación es la siguiente:

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Cada punto representa una cifra, he aquí el principio: 15

Para multiplicar dos números de distinta cantidad de cifras, a) tomar el número más grande y situar el más pequeño debajo empezando desde las unidades y, b) completar el espacio del faltante con uno o más ceros: a)

3412 x 224

b) 3412 x 0224

En fin, para terminar estas recreaciones matemáticas nos permitimos recordar aún aquello que hemos expuesto tan a menudo en lo que se refiere a los números. Tenemos pues nueve cifras y un cero. Ahora bien, la palabra “Cero” viene de la palabra árabe “Sjfr” que significa “vacío” y que a su vez es la -5-

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traducción del sánscrito Sunya. Los geómetras árabes se apoderaron del “Cero” que fue en realidad inventado por un hindú cuyo nombre la Historia no ha conservado , pero tampoco se puede asegurar que los Mayas y otras Civilizaciones Antiguas no lo hayan conocido anteriormente.* En la Ciencia numeral, el cero representa el espacio vacío que sirve de matriz a todos los números. En cuanto al término mismo, fue empleado por primera vez en un tratado hindú: el Suria Sidhanta). El NUEVE es muy importante, por cuanto este número cierra el ciclo inicial de las cifras, y hay que recordar siempre que 9 es el total de dos cifras inmediatamente opuestas en la sucesión de los números. Es así que este número vale: 1+8 2+7 3+6 4+5

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5+4 6+3 7+2 8+1

De ahí que la multiplicación por 9 sea tan fácil, ya que es cada vez el producto de la cifra inmediatamente inferior al multiplicador, más el complemento para sumar 9. Así:

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2 veces 9 = (1 + 8) = 18 3 veces 9 = (2 + 7) = 27 4 veces 9 = (3 + 6) = 36 5 veces 9 = (4 + 5) = 45 6 veces 9 = (5 + 4) = 54 7 veces 9 = (6 + 3) = 63 8 veces 9 = (7 + 2) = 72 9 veces 9 = (8 + 1) = 81 Se comprende fácilmente el alcance que todo esto puede tener para quien desee inclinarse hacia el misterio de los números, pero por el momento nuestra meta no se encuentra ahí, pues vamos a hablar de cifras en un orden de magnitud mucho más impresionante, y esto por medio de un rápido examen que nos proponemos ofrecer a todos aquellos que se interesan en la Astronomía.

S. R. de la FERRIÈRE, Presidente de la Agrupación Mundial de Cosmobiología. Miembro de la Sociedad Astronómica de Francia.

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Nota Edición Internet. En efecto, recientes investigaciones han demostrado que los Mayas poseían el “cero”dentro de su orden numeral. Ver: “Historia Universal de las Cifras” de Georges Ifrah, Ed. Espasa Calpe, Madrid, 1998.

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El gran astrónomo inglés William Herschel, ha sido el primero en emitir, en 1785, la hipótesis, confirmada después por todas las observaciones, según la cual el conjunto de las estrellas que rodean el sistema solar y que dibujan para nosotros la Vía Láctea, constituyen una nebulosa espiral análoga a esas miles de condensaciones lejanas con formas características que nos ha revelado la exploración del cielo y que representan otros tantos “mundos” autónomos de dimensiones comparables a las de nuestra Galaxia.

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Como se sabe, la forma general de la Galaxia recuerda la de un lente biconvexo, más denso hacia el centro que en los bordes. Pero, las estimaciones han sido siempre bastante inciertas: para Herschel (1785), el diámetro más grande no sobrepasaba los 6.000 años-luz; en 1918 el americano Shapley le atribuía 260.000 años luz; en cuanto al sabio canadiense Plaskett (1935), estimaba más modestamente 100.000 años-luz para el diámetro de nuestra Galaxia y 16.000 para el espesor, donde nuestro Sol formaría parte del anillo principal que se encontraría a unos 32.000 años-luz del eje y efectuaría una rotación completa en 225 millones de años.

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Las evaluaciones de los astrónomos han variado grandemente, pero no lo han hecho al azar. Después de haber estado durante mucho tiempo en crecimiento, las dimensiones atribuidas a la Galaxia sufrieron una disminución, de manera que no sabemos con certeza qué nuevos elementos han venido a modificar las cifras que habían sido aceptadas. La amplitud y la regularidad de ese movimiento hacen suponer que eso no se debe a un simple azar, y en efecto proviene de una doble causa: primero, a medida que se descubrían nuevas condensaciones, cada vez más lejanas, se las iba incorporando como pertenecientes a la Galaxia, hasta que estudios posteriores demostraron que eran en realidad independientes; segundo, la disminución en la evaluación de las distancias estelares debido a la existencia cada vez más probable de nubes cósmicas absorbentes entre las estrellas. Son las etapas de esa doble evolución las que Luis Houllevigue (Profesor de la Facultad de Ciencias de Marsella) ha expuesto muy claramente en su artículo titulado: “Qué sabemos de nuestra Galaxia” (1937).

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Se podría decir que la representación que nos hacemos de nuestro universo estelar proviene de la intuición genial del gran William Herschel. Instalado en la cima de su gran telescopio en Slough, después de haber estudiado largamente la Vía Láctea, esa cinta que rodea nuestro globo, Herschel llevó sus ojos más allá y descubrió en el espacio miles de condensaciones formadas por filamentos nebulosos, todas semejantes a un avispero de estrellas enrolladas en torno a un eje. Ese aspecto es visible naturalmente en las nebulosas espirales que están más cerca de nosotros, particularmente en las galaxias Andrómeda, Canes de Caza y Osa Mayor, y que, como hoy se sabe, están separadas de nosotros por distancias de 900.000, 1’100.000 y 1’600.000 años-luz respectivamente. Lo que Herschel intuyó fue que también nuestra Galaxia era una de esas nebulosas espirales vista desde el interior, de manera que la Vía Láctea no era más que la proyección de su principal filamento nebuloso en la bóveda ficticia del firmamento.

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Desde entonces todas las observaciones han confirmado la exactitud de esa hipótesis. La analogía se hace más particularmente evidente entre nuestra Galaxia y la espléndida nebulosa de Andrómeda que conocemos cada vez mejor gracias a los grandes telescopios americanos. Si hubiera astrónomos en ese mundo lejano, las fotografías que tomaran de nuestra galaxia serían probablemente muy semejantes a las que nosotros tenemos de Andrómeda, aunque un poco más grandes. Por otra parte, Hubble demostró que la nebulosa de Andrómeda esta formada por las estrellas definidas por la clasificación de Harvard: nubarrones estelares, nebulosas brillantes y sombrías, las cefeidas, las estrellas gigantes, las supergigantes y las novas; finalmente, demostró que su circuito está también bordeado por cúmulos globulares.

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Para establecer un plano en relieve de la Galaxia, bastaría evidentemente medir las distancias de cada uno de los astros que la constituyen, puesto que la dirección de esos astros está definida muy exactamente por sus coordenadas astronómicas. Es útil, sin duda, recordar muy rápidamente los métodos que pueden ser puestos en acción para esa evaluación:

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1) La medición geométrica por paralaje, en principio suficientemente segura, consiste en apuntar la posición de la estrella desde dos extremos de la órbita terrestre. Pero, si esta medición no da resultados sino para distancias de estrellas cercanas de menos de 20 años-luz, tiene al menos la ventaja de suministrar señales y permitir la verificación de otros métodos.

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2) El método de W. S. Adams reposa en la comparación de la intensidad de ciertas rayas espectrales. De esa comparación se deduce “la gradación absoluta” de la estrella, es decir, la que debería tener si se la colocara a determinada distancia que se toma como unidad. Simplemente de la relación entre ese tamaño absoluto y el tamaño real, medido efectivamente según su

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resplandor, se deduce la distancia del astro, admitiendo que los centelleos varían en razón inversa del cuadrado de las distancias. Ese excelente método, cuyo margen de error no pasa de un 20%, ha sido aplicado a más de 3.000 estrellas, algunas de ellas muy lejanas. 3) La observación de las estrellas variables del tipo cefeida permitió a Miss Leavitt y a Hertzsprung relacionar el periodo de pulsación de cada una de esas estrellas con su tamaño absoluto y luego comparar éste, como hace un momento, con su tamaño real para determinar su distancia; pero aquí se utiliza todavía la ley de inversión cuadrada de las distancias, que presupone la ausencia de todo medio absorbente interestelar. Ese método se ha podido aplicar con éxito a las agrupaciones estelares más lejanas como, por ejemplo, al pequeño Nubarrón de Magallanes para el que ha dado 60.000 años-luz, y a diversos cúmulos globulares a los que se ha visto atribuir valores comprendidos entre 20.000 y 220.000 años-luz.

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A medida que la aplicación de esos métodos daba números cada vez más elevados, uno se veía obligado a alejar los límites de la Galaxia. El movimiento de reacción, que se inició hacia 1920, se aceleró a partir de 1930 cuando la atención se dirigió hacia la posible existencia, cada vez más probable, de una nube interestelar que absorbía la luz que nos llega de los astros. Si tal absorción existía debía constituir un factor capaz de modificar profundamente la relación admitida para los tamaños absolutos, y por consiguiente disminuir el valor de los tamaños reales y las distancias obtenidos. De manera que todo consistía en saber si ese medio absorbente existía o no. Desde hace largo tiempo se conocían las nebulosas galácticas, unas luminosas y otras opacas, que prueban la existencia de materias difusas en regiones muy definidas del firmamento, como la que cubre casi en su totalidad la bella constelación de Orión, que es la más grande y la mejor estudiada. Lo que se decía entonces era que fuera de esas nebulosas visibles, debía existir en todo el espacio una materia extremadamente difusa.

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Ya en 1923, el astrónomo canadiense J. S. Plaskett había advertido que las rayas oscuras del calcio y del sodio de un cierto número de estrellas, no eran desplazadas por el efecto Doppler-Fizeau, lo que probaba que se debían a la absorción producida por una nube cósmica que no seguía a la estrella en su movimiento y constituía por consiguiente un medio absorbente diferente a una atmósfera que estuviera atada a la estrella y que viajara con ella.

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Mucho más demostrativas todavía son las observaciones de Otto Struve sobre la constelación de Perseo. Ese magnifico conjunto estelar, uno de los más brillantes del firmamento, se compone en realidad de dos grupos que la perspectiva superpone en la misma región del cielo. El primero está formado por las estrellas más brillantes y a una distancia de nuestro globo que se puede valuar en unos 1.000 años-luz. Las estrellas del segundo grupo son quizás diez

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veces más lejanas y por esa razón nos parecen menos luminosas. Ahora bien, al comparar las rayas oscuras del calcio en esos dos grupos, Struve constató que estaban mucho más marcadas en el segundo que en el primero, lo que no pudo explicarse sino por la presencia de una nube de vapores de calcio, invisible pero absorbente, en el espacio que separa los dos grupos estelares. Pero el hecho de que solamente el calcio se ponga en evidencia no prueba que sea él único elemento que existe, sino solamente que obedece a otras razones que fueron explicadas por el físico hindú Meg Nad Saha. Esas observaciones, continuadas y generalizadas por Trumpler, Van der Kamp, Stebbins, etc..., han establecido con una probabilidad vecina a la certeza, la existencia de una “atmósfera galáctica” extraordinariamente difusa pero suficiente para absorber, no solamente algunas radiaciones aisladas, sino el conjunto de la compleja radiación que nos llega de las estrellas. Pero la presión de esa atmósfera galáctica debe ser muy inferior a la de los mejores vacíos que sea posible realizar. Daremos una idea diciendo que si en el interior de la nebulosa de Orión esta atmósfera es seguramente inferior a una o dos cienmillonésimas de milímetros, en el espacio general interestelar debe ser aún varias centenas y quizás miles de veces más débil, lo cual no impide que la inmensidad del camino recorrido por la luz compense la debilidad del enrarecimiento hasta un punto en que su absorción ya no se pueda considerar insignificante. El principio es admitido, pues, por la mayoría de astrónomos, pero las opiniones relacionadas con el grado de absorción y con la reducción correlativa de las evaluaciones de la distancia, son divergentes. Por otra parte, es probable que el medio absorbente no esté repartido uniformemente en la Galaxia, lo que constituye una dificultad que viene a complicar aún más el problema.

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Si existe en el cielo una formación curiosa, esa es seguramente la de los cúmulos globulares. Uno designa bajo ese nombre las aglomeraciones de estrellas apretadas en un pequeño rincón del cielo (de un minuto a 30 minutos de arco) y cuyo conjunto es tanto más denso mientras más cercana al centro común se encuentre la región en observación. En las admirables fotografías publicadas por el Observatorio del Monte Wilson, asemejan un enjambre de abejas en el momento de su migración. El número de estrellas comprendida en cada cúmulo varía desde algunos miles a varias centenas de miles, como en el grueso montón de Hércules, el más importante de todos. Se puede admitir que un cúmulo medio cuenta con unas 40.000 estrellas cuya distancia se aproxima a los 400 años-luz.

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De ello resulta que las estrellas de los cúmulos están de 5 a 6 veces más apretadas de lo que están en la región de la Galaxia que nosotros habitamos y, además, que las estrellas que los constituyen son en general más grandes; de

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manera que si existen habitantes en esos sub-universos globulares, ellos deben contemplar un firmamento de sorprendente belleza. Esas formaciones son, en suma, bastantes raras en el cielo: se cuentan menos de una centena y están distribuidas a ambos lados próximos al plano galáctico, que es el plano de simetría de nuestra nebulosa. Volvemos a encontrar aglomeraciones semejantes en el reborde de la nebulosa de Andrómeda y de varias otras nebulosas espirales, lo que prueba que se trata de una formación muy generalizada.

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Hemos visto hace un momento que la distancia de los cúmulos, medida por el método de las cefeidas, varía aparentemente en un amplio margen, de lo cual resulta que esas formaciones se reparten en un orbe demasiado extenso. Desde entonces, las modificaciones efectuadas por Stebbins, teniendo en cuenta la absorción de la luz, han conducido a atribuir a los cúmulos una distribución más parecida a la forma circular con un diámetro de circunferencia de aproximadamente 150.000 años-luz. Pero la Tierra, a pesar de estar profundamente inmersa en la Galaxia, y con ella todo el sistema solar, lejos de ocupar el centro de ésta circunferencia, se encuentra a unos 35.000 años-luz de ese centro. Por otra parte, sería un prodigioso azar que, entre millares de astros, una modesta estrella como el Sol, ocupase precisamente esa posición privilegiada.

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Pero, desde que se estudiaron los cúmulos globulares, los astrónomos se han ocupado sobre todo del problema de saber si estos forman parte de la Galaxia o si son independientes. No es cuestión de una simple definición, pues la unidad de la Galaxia, constituida por el movimiento giratorio, arrastra a todos sus elementos, de manera que hay motivos para preguntarse si los cúmulos participan o no de ese movimiento. No es posible responder concretamente a esa pregunta, ya que faltan apoyos y la rotación es demasiado lenta para ser observada. Sin embargo, a falta de algo mejor, se han dado algunas soluciones de sentimiento según la idea que uno se hacía de la génesis de esos grandes torbellinos nebulosos. Después de haber considerado que los cúmulos dependían de la Galaxia, uno era llevado a verlos, si no como sistemas independientes, al menos sí como una especie de rezagados participando poco o nada del movimiento general. Se podía pensar entonces que en los tiempos en que una condensación empezaba a dibujarse en el interior de la materia cósmica que llenaba primitivamente todo el espacio, jirones de materia, demasiado alejados del centro de atracción en formación, fueron marginados por el torbellino y formaron así, en el mismo lugar, Universos reducidos que al principio fueron globos gaseosos y más tarde, poco a poco, se condensaron en soles.

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Ese concepto, seguramente hipotético, presenta sin embargo un doble interés: contribuye a disminuir las dimensiones de la Galaxia, al suprimir los

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cúmulos que se le atribuían anteriormente y, además, sirve de base a métodos nuevos para estudiar la estructura de nuestro Universo, muy diferentes de los que habían sido erigidos hasta aquí. Esos nuevos métodos, fundados en la observación de las velocidades, fueron propuestos desde 1925 por Lindblad y desarrollados principalmente por Oort. Aquí nos limitamos a indicar su principio, pero antes es preciso recordar los dos componentes de la velocidad “con relación a nosotros” que son, en principio, accesibles a la medición: 1) La “velocidad radial”, es la velocidad que se mide en la dirección que va de la Tierra a la estrella y que gracias al efecto Doppler-Fizeau puede ser estimada por el traslado de las rayas espectrales hacia el rojo si la estrella se aleja, o hacia el violeta si ésta se acerca. Esas medidas, que han sido llevadas actualmente a una extrema precisión, son aplicables a todos los constituyentes de nuestro Universo, de manera que el conocimiento de las velocidades radiales se mantiene, pues, como nuestro más precioso medio de información.

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2) La “velocidad tangencial”, determinada en forma perpendicular al rayo visual, puede ser medida por el desplazamiento de la estrella en la esfera celeste, siempre que la distancia de esa estrella sea conocida. Es comparando dos fotografías de una misma región del cielo, tomadas con varios años de intervalo, que se pueden determinar esos traslados aparentes. Pero este método es tanto menos preciso cuanto más lejos se encuentren las estrellas a las cuales se aplique. Finalmente, uno no conoce las velocidades tangenciales sino de los astros vecinos a nuestro globo. Turner, al comparar dos clisés tomados desde Oxford, con quince años de intervalo, encontró que solamente 268 entre 10.000 estrellas habían sufrido traslados aparentes mensurables.

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Al relacionar la velocidad radial con la velocidad tangencial del globo se obtendría, según la regla del paralelogramo, el tamaño, la dirección y la velocidad de la estrella con relación a nuestro globo; pero como también éste es arrastrado en el movimiento general de la Galaxia, se hizo necesario relacionar esas velocidades con una señal de referencia tan inmutable como fuese posible. Fue así que para tal efecto se escogieron los cúmulos globulares, puesto que se les considera como rezagados e incluso como formaciones separadas que participan muy poco o nada en el movimiento de rotación.

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Fue con ese procedimiento que Oort pudo valuar la velocidad de nuestro Sol en unos 275 Km. por segundo; velocidad cuya dirección marca el “Ápex”, es decir el punto del firmamento hacia el cual se dirige actualmente el sistema solar. Ese punto estaría situado en la constelación de la Lira, cerca de la magnífica estrella Vega. Por otra parte, se tienen buenas razones para pensar que el Sol describe en su rotación una trayectoria más o menos circular, de tal manera que el centro de la Galaxia debe encontrarse en la dirección perpendicular a esa trayectoria, es decir, a la velocidad que le es tangente. Esa dirección es aquella en la cual alumbra en el cielo la constelación zodiacal de

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Sagitario. El Profesor Luis Houllevigue agrega: “Si ahora se pasa revista a todas las velocidades de las cuales se ha podido obtener el valor y la dirección, uno se da cuenta que las cosas no son tan simples como se había imaginado al principio, ya que no pueden ser explicadas por la rotación del conjunto de la Galaxia girando en bloque como un cuerpo sólido”.

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El astrónomo holandés Jacobus Kapteyn había establecido ya la existencia de corrientes de estrellas y su parecer según el cual nuestro Universo está constituido por un cierto número de anillos girando a diferentes velocidades en torno a un eje común. El Sol, el conjunto de la Vía Láctea y la gran mayoría de las estrellas, forman parte del anillo principal que es el que gira a mayor velocidad. Fue a ese anillo principal que Lindblad y Oort le aplicaron los cálculos de la mecánica celeste y encontraron que la fuerza centrífuga equilibra a cada momento la atracción producida por las masas interiores. Los resultados obtenidos corroboraron lo que había sido alcanzado por vías muy diferentes y confirmaron que el Sol se encuentra situado un poco fuera del plano de simetría galáctica, a unos 32.000 años-luz del centro, y que por lo tanto su rotación completa debe exigir unos 225 millones de años.

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En fin, las fórmulas permiten valorar la masa total de la Galaxia, la cual equivaldría a una masa de 165 mil millones de soles semejantes al nuestro. Esa evaluación parece a primera vista muy exagerada, pero es preciso no olvidar que, además de los astros visibles, comprende las estrellas extinguidas y también la atmósfera galáctica cuyo papel absorbente hemos señalado hace un instante. Según ciertas estimaciones, evidentemente inciertas, 100 de la masa de esos 165 mil millones pertenecerían a la atmósfera galáctica, la que compensaría así su extrema tenuidad con su formidable extensión.

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Uno de los sabios más competentes en esa materia es el astrónomo J. S. Plaskett quien escribe: “La característica principal de la Galaxia es el gran disco de las estrellas que mantiene su forma achatada gracias a la rotación y que comprende probablemente más del 90% de la masa del sistema. Ese disco está intensamente condensado en el plano galáctico y su contorno es aproximadamente circular, con un diámetro efectivo de 100.000 años-luz; mientras que su densidad decrece rápidamente hacia los límites donde se encuentran diseminadas estrellas variables y otras de gran velocidad que se extienden quizás a unos 16.000 años-luz más allá de la frontera efectiva. Estrellas análogas de gran velocidad, y también cúmulos globulares, se extienden a cada lado del plano central a unos 32.000 años-luz o más aún”. El autor de “Qué sabemos de nuestra Galaxia” concluye: “Ese cuadro, todavía muy impreciso, confirma en todo caso la hipótesis del gran Herschel: “Nuestra Galaxia es un doble, ligeramente agrandado, de la nebulosa de Andrómeda.”

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En un artículo titulado “Cómo producen las estrellas su luz y su calor” el sabio francés, Paul Couderc escribía, en 1943: “A excepción del Sol, todavía ninguna otra estrella, por muy potente que fuera, se ha podido observar desde la tierra a través de un aparato óptico bajo otro aspecto que el de un punto lejano. La ínfima cantidad de luz que cae sobre un lente de anteojo o de telescopio, después de haber viajado a veces durante varios cientos de miles de años a través del enorme vacío del espacio, es el único mensaje que nos llega y nos llegará jamás de esos astros. Sin embargo, basta el espectrógrafo, una vez que se lo sabe descifrar, para conocer la composición química de las estrellas, su temperatura superficial, el poder de su centelleo y, por deducciones innumerables debidas al más sutil análisis matemático, su temperatura interna, su densidad, sus rayos, su radio, su masa y hasta el mecanismo íntimo por el cual toma nacimiento en su seno el torrente de energía que prodigan durante su vida bajo la forma de luz y de calor.”

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Este último problema, que había sido hasta aquí uno de los enigmas de la astronomía física, ha recibido solamente desde hace poco tiempo su verdadera solución. Esta se relaciona con las conquistas más recientes de la química nuclear que explican, por medio de un ciclo de transmutaciones graduales, la liberación enorme y regular de la energía de ese gigantesco hogar que es el corazón de una estrella, con sus 20 millones de grados, cuyo combustible, y principalmente el hidrógeno, se condensa progresivamente en helio, verdadera ceniza inerte, hasta que la estrella degenerada se transforma en una de esas enanas blancas o negras que son los cadáveres de los astros.*

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¿Qué es una estrella? ¿Por qué brilla? He ahí las primeras preguntas que se plantea aquel que comienza a interesarse en el cielo. Resulta sorprendente constatar que la Astronomía, desde hace un siglo tan rica en indicaciones de toda clase sobre las estrellas, no había sido capaz hasta ahora de decirnos por qué brillan. Sabíamos desde hace tiempo que las estrellas son esferas enormes de gas incandescente; conocíamos en general su temperatura superficial, sus movimientos en el espacio, las condiciones físicas que reinan en sus respectivas atmósferas y la naturaleza química de sus materiales periféricos. A menudo hemos podido calcular su distancia y, a veces, su volumen, su masa y su densidad media; pero el origen de su luz y de su calor, el mecanismo que preside a la emisión de tantos rayos, habían permanecido como enigmas hasta 1940.

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Nota Edición Internet. En una estrella como el Sol, una enorme cantidad de núcleos reacciona a cada segundo, generando una energía equivalente a la que se produciría por la explosión de 100.000 millones de bombas de hidrógeno de un megatón por segundo. El desarrollo exacto de estos procesos consiste en que cuatro núcleos de hidrógeno se combinan para formar un núcleo de helio y la energía surge en forma de radiaciones gamma.

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¿Cómo se plantea el problema de la energía estelar? Una simple respuesta a esa pregunta, pero falaz, viene de golpe a los espíritus: las estrellas brillan porque sus superficies son calientes. El hecho es exacto, y además fácil de observar de ser sometido a medición, pero no resuelve ningún problema.

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La temperatura superficial, o temperatura “efectiva” de los astros, se traduce ante todo por su color: las estrellas frías son sombrías y rojizas, las estrellas más calientes son brillantes, muy blancas o azuladas. Esa temperatura se mide estudiando la intensidad y el color de los rayos que recibimos de cada estrella y con la ayuda de instrumentos apropiados como los actinómetros, pirómetros, holómetros, etc. He aquí a grosso modo los resultados: las estrellas más frías que conocemos tienen temperaturas efectivas de 2.000 a 3.000 grados, esas son las estrellas rojas. Una estrella amarilla, como el Sol, alcanza los 5.700 grados (digamos 6.000 para las estrellas amarillas). Las estrellas blancas, como Sirio, se acercan a los 10.000 grados, mientras que unas estrellas aún más calientes llamadas de tipo B, como la mayoría de las estrellas de Orión, tienen temperaturas de 20.000 a 30.000 grados. Finalmente, los astros excepcionales (clase O) llegan hasta los 50.000 grados; incluso se piensa que las estrellas Wolf-Rayet y los núcleos de nebulosas planetarias pueden alcanzar e incluso sobrepasar los 100.000 grados. Pero la inmensa mayoría de las estrellas normales pertenecen a un rango de 3.000 a 10.000 grados de temperatura.

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Es preciso recordar aquí, que si se cataloga a las estrellas según su temperatura y según su poder luminoso intrínseco en un cuadro rectangular (ver Fig. 1), se obtiene ese extraordinario diagrama establecido por Hertzsprung y Russell y que constituye una de las adquisiciones fundamentales más importantes de la astronomía de comienzos del siglo XX. En lugar de adornar uniformemente toda la extensión del rectángulo, los puntos que representan las estrellas vienen a colocarse esquemáticamente sobre dos líneas: una, es la rama de las “enanas” o serie principal, que sigue más o menos la diagonal del rectángulo; la otra es la rama de las “gigantes”, que atraviesa horizontalmente el diagrama a la altura de Sirio. De ello resulta que, por ejemplo, las estrellas rojas se encuentran en dos categorías muy diferentes: las enanas rojas, que emiten 100 veces menos centelleo que el Sol y las gigantes rojas que traspasan cada una el centelleo de cien Soles.

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DIAGRAMA DE HERTZSPRUNG-RUSSELL Clasificadas según su poder luminoso, las estrellas se colocan curiosamente sobre dos líneas: las más numerosas, sobre la diagonal descendente del rectángulo, son las enanas. Otras, las gigantes, sobre una línea más o menos horizontal. Los números inscritos en los círculos indican la temperatura central calculada en millones de grados, como se dirá más adelante en el texto.

¿Pero, por qué las estrellas son calientes en la superficie? ¿De dónde vienen los torrentes de luz y de calor que se renuevan sin cesar y que permanentemente se precipitan en el espacio vacío? Sabemos bien que un hierro a estirar en la hilera, aún llevado al rojo se enfría rápidamente si no se lo conserva caliente. El agua hirviendo en una cacerola, cesa muy pronto de bullir si se apaga el calentador. Sucede lo mismo con las estrellas, por muy calientes que sean, pues su temperatura bajaría varios grados por año; su brillo disminuiría, por así decirlo, ante nuestros ojos y las estrellas se apagarían sin esperanza si no hubiera una formidable y constante fuente de energía que mantenga su temperatura y alimente su emisión. Esa fuente debe existir, no solamente porque no advertimos ningún signo de debilidad en su luz, sino también porque que tenemos imperiosas razones para pensar que, por ejemplo nuestro Sol, mantiene su despacho actual desde hace al menos unos dos mil millones de años.

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Por ejemplo, ciertos fósiles de la Era Primaria casi idénticos a los animales y a las plantas que viven en nuestros días, han exigido para prosperar, ya hace unos 400 o 500 millones de años, un clima análogo al nuestro. Así, el aporte del Sol a la Tierra ha permanecido sensiblemente el mismo, sin contar nuestros períodos glaciales que comportan una explicación puramente meteorológica. Uno estaría, sin duda, tentado a pensar que las estrellas “queman”, es decir, que se trata del calor desprendido por reacciones químicas. Vano intento, pues suponiendo que el Sol fuese una masa de carbón puro a la que se le otorgara “encima” el oxígeno necesario para su combustión total, éste no podría proveer su centelleo sino apenas durante seis mil años.

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La química entera está pues fuera de juego en las emisiones estelares y no explicaría ni siquiera la duración de la emisión del Sol en el curso de los tiempos históricos. ¿Habría que creer que las estrellas son alimentadas desde el exterior, como los molinos de viento? Pero eso menos aún, ya que la energía que reciben por intercepción de meteoritos o de rayos cósmicos o por frotamiento en un medio resistente, es despreciable, salvo quizás en ciertos casos especiales. Además, veremos que una contribución exterior de energía, aún si fuera abundante, no serviría de nada. La existencia misma de la estrella estaría en juego, ya que para su equilibrio es necesario que la energía utilizada venga a cada instante del centro del astro. En efecto, se puede demostrar que si no creciera la temperatura a medida que uno se hunde en el corazón de una estrella hasta alcanzar una temperatura del orden de 20 millones de grados, la estrella se desplomaría inmediatamente sobre sí misma. Ahora bien, como el calor va del punto más caliente al punto más frío (como el agua que corre de arriba abajo), somos conducidos a ver, pues, que toda la energía radiada por las estrellas viene de su propio centro: las estrellas tienen, por así decirlo, una batería de acumuladores en su seno.

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Ahora, queda por ver a través de qué vías el hombre ha podido conocer el interior de las estrellas llegando a describir con autoridad el estado de la materia en lo más profundo de sus hogueras, ahí donde ninguna observación ni experimentación serían posibles. La pretensión de conocer bien el interior de las estrellas, parecerá sin duda sorprendente para quien conozca las dificultades que tiene el hombre para penetrar solamente uno o dos kilómetros en el subsuelo de su propio planeta. Sin embargo, sólo una hipótesis nos basta para poseer sobre ese tema algunas confortables certezas, a saber: que en su profundidad, la materia estelar es de la misma naturaleza que la materia que conocemos en la Tierra en estado de enfriamiento, materia que aparece por otra parte en la superficie de las estrellas fácilmente identificable por medio de un espectroscopio. Una vez admitido eso, podemos poner en acción la máquina para sondear las estrellas, es decir el análisis matemático aplicado a los datos físicos. Máquina sutil que fue bautizada por Eddington con el pintoresco nombre de “perforadora analítica”.

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El primer analista que ha atacado esa cuestión del interior de las estrellas (presión y temperatura), fue J. Homer Lane en una memoria aparecida en el año 1869. Lane imagina una esfera de gas del mismo volumen, masa y densidad media que el Sol y plantea dos hipótesis simplificadoras:

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1) Esa esfera es “homogénea”, es decir que presenta la misma densidad en todos los puntos: 1,4 con relación al agua. 2) El gas posee las propiedades de un gas “perfecto” (en el sentido de la física elemental). Pero esta segunda hipótesis pareció inaceptable, hasta el punto que durante 50 años o, más precisamente, hasta 1924, su memoria no fue tomada en serio. En efecto, un gas tan fuertemente comprimido como para llegar a ser más denso que el agua, no tiene ya nada de gas y se le debe atribuir las propiedades de los líquidos, de manera que ya no sigue las leyes de los gases perfectos; sin embargo, la física moderna ha disipado esa objeción. Admitiendo las hipótesis ya planteadas, es muy fácil calcular las presiones en el seno de la esfera. Las sucesivas capas de gas pesan más a medida que se comprimen hacia el centro de la esfera, de manera que el gas alcanza una presión: P = 15 millones de toneladas por cm2. Sometida a esa fantástica presión la materia debería comprimirse al extremo; sin embargo hemos admitido una densidad muy poco elevada, de solamente 1,4.

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¿Cuál es entonces esa fuerza que entra en juego y que es capaz de resistir a la acumulación de la substancia hacia el centro? ¿Qué factor se opone al derrumbamiento del astro sobre sí mismo bajo la influencia de su propia gravitación? Ese factor antagónico, esencial para el equilibrio, es la “fuerza elástica” del gas que radica en la caótica agitación de sus moléculas. Éstas son lanzadas sin cesar como proyectiles que se entrechocan, rebotan y se rechazan mutuamente con una eficacia que depende, en primer lugar, de la velocidad de las partículas. Ahora bien, esa velocidad está ligada a la “temperatura”: a medida que se eleva la temperatura del gas, aumenta la velocidad de las moléculas que se tornan a su vez más resistentes a la compresión.

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En otros términos, se podría decir que la noción de temperatura es una resultante de la velocidad media de las partículas. Si esto es así, ¿qué temperatura es preciso atribuir al gas para que bajo la presión “P” su densidad no traspase 1,4? Primero hay que saber de qué gas se trata y Lane ha hecho el cálculo a partir de una 3a hipótesis según la cual el gas sería “Hidrógeno” en estado atómico. Trabajo muy simple que un estudiante de primer año de física podría realizar fácilmente; se encuentra, pues, una temperatura de 11,5 millones de grados. Tal fue el resultado de Lane.

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Ahora veremos a la Física separar las hipótesis restrictivas de Lane o adaptarlas para elevarlas al caso general de las estrellas reales. Es siempre el profesor Paul Couderc quien va a darnos las explicaciones. La primera

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hipótesis referente a homogeneidad de la esfera, no molestó por mucho tiempo: se llama “modelo” de una estrella la manera por la cual la densidad de su substancia crece a medida que se hunde hacia el centro. Se pueden hacer diversas suposiciones respecto a ese tema: hoy en día se admite que la densidad central de una estrella ordinaria es del orden de 100 en relación con el agua. Pero, estudiando las diversas distribuciones apareció un resultado esencial, ya que curiosamente la temperatura central del astro depende muy poco del modelo: Los “diversos” modelos verosímiles substituidos en el astro homogéneo de Lane, condujeron todos a una temperatura: T = 20 millones de grados en el mismo orden de tamaño que la precedente. Pasemos a la influencia de la substancia. Esos cálculos conciernen al “Hidrógeno”. ¿Qué sucede si ese gas es substituido por otro elemento químico? En tal caso uno debe multiplicar T por el peso atómico del cuerpo considerado. Con el Hierro, por ejemplo (peso atómico: 56) la temperatura central necesaria al equilibrio sería de 56 T, o sea del orden de unos mil millones de grados. Pero ese resultado arruinaba todas las esperanzas de llegar a una conclusión precisa, ya que las estrellas son una mezcla mal conocida de todos los cuerpos que van del Hidrógeno al Uranio (peso atómico: 238). La influencia considerable de la composición química en orden al tamaño de las temperaturas internas, rendía un valor de T prácticamente indeterminado en las estrellas reales. Si se agrega a esa conclusión engañosa la inverosímil conclusión inicial concerniente al gas perfecto, se concibe que ese género de investigaciones haya sido abandonado hasta caer en el olvido.

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Pero, desde 1924, las dificultades han desaparecido maravillosamente todas juntas y la Era de las investigaciones verdaderas en el interior de las estrellas se ha abierto. Esa revolución es obra de Eddington.* He aquí como fue conducido.

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Eddington se interesaba en las estrellas gigantes, descubrimiento reciente. Esos astros inmensos tienen densidades medias tan débiles que deben encontrarse en gas perfecto en casi toda su extensión. Para esas estrellas excepcionales, los cálculos de Lane podrían, pues, no estar muy alejados de la realidad. Eddington tomó a su vez el estudio en esas nuevas condiciones y dedujo para esos astros, una relación muy interesante llamada relación “masaluminosidad” que fija la luminosidad cuando la masa es conocida y recíprocamente (Figura I). Entonces tuvo la extrema sorpresa de ver que la relación que había establecido para las gigantes se aplicaba muy bien a todas las otras estrellas, es decir también a las enanas de la serie principal (ver Figura

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Nota Edición Internet. Sir Arthur Stanley Eddington, (1882 – 1944), astrónomo y físico británico que tuvo a su cargo una jefatura en el Real observatorio de Greenwich de 1906 a 1913. Catedrático de astronomía en Cambridge, ayudó a clarificar matemáticamente la teoría de la relatividad; sin embargo, su obra más importante trata de la evolución y constitución de las estrellas: “La constitución interna de las estrellas”publicada en 1926 y “Estrellas y átomos” (1927).

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I). Así, el Sol, enana amarilla, se coloca sobre la curva de Eddington, lo mismo que las enanas rojas que son mucho más densas que éste. (ver Figura II).

RELACIÓN MASA-LUMINOSIDAD Esta curva ha sido establecida, según los trabajos de Eddington, para la relación entre la masa y la luminosidad de las estrellas gigantes poco densas como, por ejemplo, Capella. Sin embargo, las estrellas más densas siguen la misma ley. En conclusión Lane tenía razón, las estrellas son gases perfectos a pesar de sus densidades elevadas. ¿Por qué? Fue al meditar en esa aparente anomalía que Eddington descubrió el papel de la “ionización” en el seno de las estrellas.

A temperaturas terrestres, los átomos se conducen como pequeños cuerpos rígidos y cuando llegan a tocarse, como en nuestros líquidos y sólidos, la materia se nos hace incompresible, ya que cada átomo es un edificio extraordinariamente vacío. Su aparente rigidez proviene de la defensa eficaz que éste hace de las proximidades de un cierto dominio que le es propio, cuyo radio es del orden de algunos angstroms (diez millonésimas de milímetros). Pero en realidad casi toda la masa del átomo reside en un “núcleo” central minúsculo de un radio todavía cien mil veces más pequeño, del orden de 10-12 cm. Ese núcleo está sumergido en una nube de “electrones” ligeros (partículas de electricidad negativa) de dimensiones análogas a aquellas del núcleo. Para concebir mejor el átomo evoquemos una imagen agrandada: una canica de plomo de 1 cm. de radio, rodeada de bolas de algodón de la misma dimensión y dispersos en pequeño número en una esfera de un kilómetro de diámetro. Se concibe por qué, en el laboratorio, un núcleo o un electrón lanzado, atraviesa “sin choque” centenas de miles de átomos en fila, pues para tal proyectil la materia es, por decirlo así, “transparente”. - 20 -

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La ionización es la demolición del edificio. Los átomos sometidos a temperaturas muy elevadas, a choques mutuos muy violentos o a potentes radiaciones, quedan convertidos en partes cuando la ionización es total. Con sus electrones así liberados, el núcleo queda desnudo. Después de todo eso, lo que queda es un gas compuesto de electrones y núcleos cuya masa no ha cambiado, pero donde los elementos constituyentes son infinitamente más pequeños que antes: mil millones de veces más pequeños. Así pues las “bolas atómicas” han estallado. En ese gas singular, los electrones y el núcleo tienen una libertad de movimiento prodigiosa, aún cuando el gas comprimido haya llegado a densidades insospechables aquí abajo. Un gas permanece “perfecto” bajo densidades cien veces superiores a la del platino (en el orden de 2.000 con relación al agua). Es por eso que las estrellas poderosamente ionizadas son gases perfectos hasta su mismo centro. Pero, la ionización hace desaparecer al mismo tiempo la influencia de la substancia: la incertidumbre sobre el valor de las temperaturas centrales va a disiparse.

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En efecto, en la resistencia a la compresión durante su participación en el equilibrio, un electrón ligero hace el mismo trabajo que un núcleo pesado. Bajo la influencia de los choques mutuos, las partículas ligeras adquieren velocidades más grandes que las partículas pesadas, finalizando por tener el mismo valor en energía; se trata del estado bien conocido de la “equipartición” de la energía. En consecuencia, por el cálculo de T es preciso encarar en lo sucesivo el peso atómico “medio” de gas ionizado, teniendo en cuenta el número de pedazos obtenidos por la ionización.

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Es muy interesante constatar que después de la ionización ese peso atómico es cercano a 2, cualquiera que sea la substancia considerada.

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Ejemplos: -

Hierro = Peso atómico: 56 (26 electrones + 1 núcleo = 27 pedazos) Peso medio: 56/27, alrededor de 2.

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Sodio = Peso atómico: 23 (11 electrones + 1 núcleo = 12 pedazos) Media: 23/12, alrededor de 2.

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Oxígeno = Peso atómico: 16 (8 electrones + 1 núcleo = 9 pedazos) Media: 16/9, alrededor de 2. La única excepción importante concierne al Hidrógeno:

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Hidrógeno = Peso atómico: 1 (1 electrón + 1 núcleo = 2 pedazos) Media: 1/2.

En conclusión, aparte del hidrógeno, la ionización engendra en el seno de las estrellas un gas perfecto de peso atómico 2. El Sol tendría, pues, una temperatura central 2 T, es decir de 40 millones de grados si no contuviera nada de Hidrógeno y una temperatura central 0.5 T o 10 millones de grados si consistiera en Hidrógeno puro. Así pues, podemos estar seguros de que la - 21 -

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temperatura central del Sol está comprendida entre 10 y 40 millones de grados. Sin embargo, para obtener una precisión aún mayor, sería necesario conocer el porcentaje de Hidrógeno en su interior. Ese conocimiento se ha podido adquirir de la siguiente manera: a masa igual el astro hidrogenado, más frío, brillará menos que el astro sin hidrógeno. Tomando la masa del Sol, Strömberg ha calculado el centelleo que tendría atribuyéndole una serie de porcentajes variables de Hidrógeno. El centelleo del Sol observado es de un tenor del 36% en masa. Así, nuestro Sol está compuesto por alrededor de 1/3 de Hidrógeno (en masa) y por 2/3 de elementos pesados. La temperatura correspondiente es de 20 millones de grados. Los mismos cálculos aplicados para diversas categorías de estrellas dan, salvo algunos casos singulares, el mismo porcentaje de Hidrógeno y muestran que las temperaturas centrales en la serie principal se escalonan entre 15 y 30 millones de grados. Las “gigantes”, mucho más raras, son relativamente frías. En la Figura I, los números rodeados por un círculo indican esas temperaturas en millones de grados para algunas estrellas típicas.

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Y el autor de “Cómo las estrellas producen su luz y su calor” concluye: “Vemos pues cómo y por qué la Astronomía pretende conocer el estado interior de las estrellas. Esos resultados presentan un grado de certeza equivalente a los mejores resultados de la física de laboratorio y se encuentran, además, corroborados por los recientes descubrimientos”. Para aquello que nos concierne en estos “Propósitos Psicológicos”, abordar ese problema de la energía (contracción, radioactividad, transmutaciones provocadas y otros trabajos de laboratorio) escapa verdaderamente al marco de este trabajo y al objetivo que nos proponemos aquí.

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Ahora, quizás podría ser interesante echar una mirada sobre las dimensiones del Universo, esas inmensidades tan difícilmente imaginables para el ser humano, tal como lo ha escrito ya en 1944 el Profesor Charles Fabry de la Academia de Ciencias: “Las distancias que nos separan de los astros, aún las más cercanas, son enormes con relación a las que el hombre puede de veras recorrer y, sin embargo, esos miles de millones de años-luz resultan pequeñas distancias cuando se consideran a escala astronómica. Pero decir que una distancia es grande, no tiene sino un sentido muy vago para el hombre de Ciencia que necesita sobre todo números”. - 22 -

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¿Cómo se miden las formidables distancias que nos separan de los astros, incluso de los más lejanos que forman los confines del Universo? Por una larga serie de esfuerzos el hombre ha llegado a comparar esas inmensidades con las unidades banales que le sirven para medir los objetos que tiene bajo los ojos. Poco a poco y por métodos siempre más nuevos, ha ido llegando a distancias que la luz tarda millones de siglos en recorrer, y aunque, por supuesto, hay una parte de hipótesis y de inexactitud en la valuación de esas formidables distancias, sin embargo es muy hermoso que se las haya podido obtener en un orden de dimensiones que van mucho más lejos de lo que el hombre jamás ha podido imaginar.

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Es ciertamente muy larga la historia de la exploración que el hombre ha hecho sobre su propio dominio que es la Tierra, pero ha sido finalmente desde la fundación del “sistema métrico” que la cosa es cierta cuando se habla del “metro” y a continuación del “kilómetro” o de un número cualesquiera de kilómetros; pero aquí se trata de cantidades que deben ser definidas con una precisión que excede en mucho las necesidades de la Geodesia y de la Astronomía.

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¿Pero, cómo pasar de la unidad métrica banal al diámetro o a la circunferencia de la Tierra, ya demasiado grande para que uno pueda medirla paso a paso con una cinta métrica? Sin entrar en detalles, el método es simple. Supongamos que queramos hacer el plano de un campo. Si lo que se necesita es un plano correcto sin importar la escala, uno no tiene que hacerlo en la unidad métrica, basta medir ángulos: dos si el campo es triangular y un mayor número de ángulo si se trata de un polígono que uno puede descomponer en triángulos. Basta que se haya medido sólo una de las longitudes, por ejemplo el lado de uno de los triángulos, para que la escala sea conocida y a continuación se puedan determinar todas las longitudes. En suma, todo se reduce a medidas de ángulos según la medida del terreno que se toma como “base”. Lo mismo se puede hacer para medir la Tierra, pues aunque la figura a medir no esté trazada sobre un plano, lo que viene a ser una complicación, la operación comprende los mismos elementos:

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1) Medidas de ángulos. Operación llamada “triangulación” debido a que los ángulos forman triángulos cuyas cimas están marcadas por signos en el terreno. Y, 2) Medida de una “base” de una decena de kilómetros de largo, cuyas extremidades forman parte de la serie de los triángulos. Es mediante esa operación de “medida de base” que la Geodesia se liga a la metrología y como el diámetro de la Tierra sirvió a su turno como base inicial de todas las medidas astronómicas, es por ahí que la metrología domina toda la Astronomía.

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Para sobrepasar las medidas geodésicas de las dimensiones de la Tierra, se hicieron necesarias observaciones astronómicas. Las extremidades de la “triangulación” están, por ejemplo, sobre un mismo meridiano, pero ¿qué fracción del meridiano se ha medido? Se busca por la medida de la altura de la estrella polar o, más exactamente, por medio del punto del cielo que por marca el polo celeste encima del horizonte. El resultado es bien conocido: el cuarto del meridiano terrestre (la distancia más corta del polo al Ecuador) es más o menos de 10.000 kilómetros (exactamente 10.002 km). Se sabe que los fundadores del sistema métrico se basaron en ese número. El diámetro ecuatorial (distancia en línea recta de un punto del ecuador a su antípoda) es de 12.757 km. Es desde el pequeñísimo espacio de ese grano de arena que es preciso tornar vuelo para conquistar el mundo de las grandes distancias, al menos hasta donde son mensurables. Nuestros ojos, aunque dotados de muy poderosos instrumentos, no pueden darnos ninguna indicación acerca de las distancias de los objetos alejados si no tenemos de antemano alguna indicación en esos objetos. Del mundo exterior no vemos más que una proyección indefinida de las distancias, de manera que no percibimos sino “posiciones aparentes” en que la ubicación de los diferentes puntos no se expresa en valores de distancia, sino por medio de ángulos. Naturalmente, los diámetros aparentes de ciertos objetos nos dan una indicación intuitiva sobre su distancia sólo si conocemos de antemano sus dimensiones, o creemos conocerlas. Pero nada parecido existe para los astros, pues nosotros vemos a cada estrella como un punto y no hay nada que nos indique la diferencia de distancia que hay entre esos puntos, de ahí esa metáfora poética que habla de las estrellas como “clavos de oro” incrustados en la “esfera celeste”. ¿Estamos, pues, enteramente desarmados? No, a condición de tener dos observadores, o bien uno solo que se traslade para examinar el mismo objeto desde dos posiciones diferentes. Desigualmente alejados, ellos parecen trasladarse entonces uno con respecto al otro, lo cual se expresa como “efecto de paralaje”, pero bajo esa palabra trillada se esconde algo muy simple: si uno mira un objeto cercano como, por ejemplo, un poste de teléfono colocado a una centena de metros y uno mueve la cabeza, verá al objeto trasladarse con relación al fondo en que se proyecta y ese traslado será tanto más marcado cuanto más cercano esté el objeto examinado. Asimismo, dos observadores colocados a una cierta distancia el uno del otro, no ven proyectarse ese objeto cercano en el mismo punto del horizonte. Incluso mientras más cercano se encuentre el objeto mayor es su traslado aparente. Eso es lo que aclara la Figura III, en la cual el punto más cercano está en M, mientras que el fondo del cuadro, mucho más alejado de lo que indica la figura, se encuentra en P. El observador se colocará sucesivamente en A y en B y esa distancia AB servirá de

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“base” para realizar el experimento. Cuando el observador se sitúa en A, ve proyectarse al punto M en “a”; mientras que cuando se encuentre en B lo verá proyectado en “b”. Así, con respecto a una señal fija “c”, uno puede medir un traslado angular aparente igual al ángulo AMB, o sea el ángulo en que, desde el punto M, se ve la base AB que se llama entonces “paralaje” de M para la base AB. Así, basta con medir ese ángulo para que un cálculo elemental nos de a conocer la distancia en que se encuentra el punto M. Naturalmente, es preciso proporcionar la longitud de la base a la distancia que se trata de medir.

EXPLICACIÓN GEOMÉTRICA DEL FENÓMENO DE LOS PARALAJES

Cuando un observador se traslada, los objetos cercanos le parecen trasladarse en relación con el fondo más alejado. El objeto cercano situado en M se encuentra por ejemplo a 100 metros del observador que está necesariamente en A o en B. El plano P es el fondo del paisaje situado muy lejos, más de lo que indica la figura. El objeto “M” se proyecta en “a” o en “b” según el observador se sitúe en “A” o en “B”; se trata, pues, de un efecto de paralaje cotejable por el ángulo “aMb” o por el AMB. Para medir el ángulo bajo el cual desde el punto M se ve la base AB, hay que repetir sucesivamente las dos posiciones aparentes de M con relación a un punto fijo “c” situado en el fondo. Una vez medido el paralaje se deduce fácilmente la distancia del objeto M a la base AB. En astronomía, el fondo está representado por las estrellas lejanas que pueden ser miradas como estando en el infinito. En la medida de lo posible, es preciso que mientras más lejano se encuentre el objeto M., más grande sea la base escogida.

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Este método de paralajes se encuentra en la base de todos los métodos geométricos para valuar las distancias. El “relieve estereoscópico”, que nos da una indicación de las distancias y a continuación del relieve hasta una altura de algunas centenas de metros, se debe a que tenemos dos ojos y las imágenes de cada uno no son idénticas: es una cuestión de paralajes con una base de 6 centímetros más o menos y que es el mismo paralaje que se utiliza en los telémetros, pero con una base de algunos metros. Incluso será la medida del paralaje del microcosmo en el Universo, la que nos revele las dimensiones de nuestro sistema planetario, pues esa base será la distancia entre dos observatorios tan alejados el uno del otro como sea posible sin salir de nuestra Tierra.

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Veamos el caso de la Luna que es más fácil a causa de su distancia relativamente corta. Una observación banal, sin instrumento de medida, muestra que la Luna está más cerca de nosotros que todas las estrellas y todos los planetas, puesto que ella “oculta’ a todas las que encuentra en su ruta; y también más cerca que el Sol a la que ella puede incluso eclipsar. Eso es todo lo que un observador aislado puede encontrar. Ahora, para valuar su distancia basta combinar las observaciones hechas en el mismo instante desde dos estaciones tan alejadas la una de la otra como sea posible. Esa medición se ha repetido muchas veces, ya que conociendo el radio de la Tierra (y es por ahí que la metrología se introduce en la base de la astronomía) se encuentra que la distancia entre los centros de los astros se halla en una medida de 60 veces el radio terrestre o 390.000 kilómetros. Distancia extremadamente débil a escala astronómica y que la luz recorre en poco más de un segundo (1,28). De manera que la distancia de la Luna a la Tierra es de un interés insignificante con respecto a las medidas del Universo y no nos otorga, pues, ninguna base nueva para medir esas grandes distancias.

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De dificultad muy distinta es la medida de las distancias en el sistema planetario formado por el rey Sol y sus satélites. Entre éstos es nuestra Tierra la que nos interesa más directamente, pues la distancia media de la Tierra al Sol será la distancia fundamental del sistema y su interés radica en que el diámetro de la órbita terrestre suministra una base mucho mayor que el diámetro de la Tierra, de ahí que la distancia Tierra-Sol se haya considerado como “la unidad astronómica de distancia” ¿Cómo medirla? Un solo método directo interviene: medir el “paralaje solar”, es decir, el ángulo desde el cual situado en el centro del Sol uno vería el radio terrestre. Pero, ese ángulo es fácil para la Luna que uno puede observar y también para las estrellas que la rodean en el cielo, pero es impracticable para el Sol. Felizmente las leyes de la mecánica celeste permiten establecer relaciones entre las órbitas de dos planetas cualesquiera.

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En efecto, por medio de fáciles observaciones se puede determinar con una alta precisión la duración de la revolución de diversos planetas alrededor del Sol, pues las relaciones a las que acabamos de aludir permiten deducir proporcionalmente sus distancias con respecto al Sol. Por ejemplo, si la Tierra hace su revolución en 1 año y Júpiter en 11 años (11,86), la 3ra Ley de Kepler permite concluir que la distancia media entre el Sol y Júpiter es de 5,20 veces más grande que la existente entre el Sol y la Tierra. Procediendo de una manera análoga para cada uno de los planetas, se puede trazar una carta correcta de todas las órbitas, aún sin conocer la escala. Desde entonces, la medida de cualquier distancia permite poner todo “a escala” y a continuación conocer todas las distancias. Es por la medida de la distancia de un planeta a la Tierra que el problema será resuelto, lo que se hará todavía por una medida de paralaje.

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Pero, ¿qué planeta escoger y en qué momento observarlo? Evidentemente debe ser el más cercano a nosotros y, en la medida de lo posible, en el momento en que se encuentre a la menor distancia posible de la Tierra. Ahora bien, por mucho tiempo se creyó que la observación de Venus durante su paso frente al Sol, hecha desde dos lugares tan alejados entre ellos como fuera posible, daría la solución ideal. Aunque se estuvo muy lejos de alcanzar la precisión esperada, eso les dio a los astrónomos la oportunidad de hacer largos e instructivos viajes para la observación de los “pasos de Venus”. Fenómeno, por otra parte, muy raro, ya que no ha habido más que cinco desde la invención de los anteojos. El último tuvo lugar en 1882, el próximo ocurrirá el 7 de junio del año 2004.*

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Se advirtió que se podía obtener resultados tan buenos como esos y con menos gastos, observando al planeta Marte cuando estuviera a su distancia mínima de la Tierra. Sin embargo, todo ello se puede hacer mucho mejor desde el descubrimiento de un “pequeño planeta” que ha sido denominado “Eros”, cuyo diámetro no excede probablemente de 40 Km. Descubierto en 1898 ese pequeñísimo planeta pasa de vez en cuando a una distancia relativamente pequeña de la Tierra, siendo la mínima cerca de 1/6 de la distancia de la Tierra al Sol. Las condiciones favorables se han presentado dos veces desde su descubrimiento: la primera en 1900-1901 y la segunda en 1930-1931. En esas dos ocasiones casi todos los observatorios del mundo se pusieron de acuerdo para observar a Eros para medir la distancia. El principio es el mismo que el empleado para la Luna, pero el planeta se presenta, por una parte, ante el más poderoso instrumento como un simple punto (lo que no es un inconveniente) y, por otra parte, su traslado aparente es mucho más débil por encontrarse mucho más lejos que la Luna. Así, no es difícil precisar la medida.

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Nota Edición Internet (2006): El sexto de estos “pasos de Venus” se dio efectivamente en el día, mes y año señalados por el Autor.

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Finalmente, la distancia media de la Tierra al Sol se ha podido medir con buena precisión. En conjunto, es de 23.400 veces el radio del globo terrestre, o 150 millones de kilómetros. Es una gran distancia para la escala humana, pero que la luz recorre en 8 minutos. Sin embargo, a escala astronómica esa distancia resulta muy pequeña, pues la que nos separa de la estrella más cercana es 260.000 veces más grande. Es preciso, pues, dar ese salto enorme para pasar del mundo planetario al mundo estelar y continuar el viaje hacia los límites del Universo.

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Es siempre el método de “paralajes” el que nos será útil para las distancias de las estrellas, tomando como base el diámetro de la órbita terrestre. Como no puede colocarse en el mismo instante un observador a cada extremidad de esta base, lo cual puede hacerse cuando la base es puramente terrestre, es el mismo observador quien con seis meses de intervalo hará las observaciones, así el viaje lo hará pues por sí solo.

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Supongamos una estrella, relativamente próxima, detrás de la cual se encuentran, como fondo del cuadro, numerosas estrellas muy apartadas, tan alejadas que el movimiento de la Tierra no tiene ninguna acción sobre sus posiciones aparentes. ¿Qué se verá en el curso de una observación? La estrella cercana tendrá un ligero balanceo alrededor de su posición media debido al paralaje. La semi-distancia entre las posiciones extremas, es el ángulo bajo el cual un observador colocado sobre la estrella verá los 150 millones de kilómetros que representa la distancia de la Tierra al Sol, ángulo llamado “paralaje anual” o simplemente “paralaje” de la estrella. Si se mide ese ángulo, un cálculo fácil dará la distancia de la estrella en “unidades astronómicas” (distancia Tierra-Sol) y enseguida, por una simple multiplicación, la distancia en kilómetros, si se juzga útil servirse de esa unidad ridículamente pequeña para usos astronómicos.

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La idea de medir de esta manera la distancia de las estrellas es muy antigua; sin embargo, los ensayos condujeron al fracaso durante un largo tiempo, pues los paralajes eran demasiado pequeños para ser medidos y eso es lo que expresa el nombre de “estrellas fijas” que se le ha dado a las estrellas, a diferencia de los planetas. Fue solamente en 1835 que se empezaron a encontrar algunos paralajes inferiores a 1” que fueron considerados muy inciertos.1 En una época en que los astrónomos no disponían sino de sus ojos,

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1

Es necesario habituarse a las unidades empleadas para medir pequeños ángulos. A pesar de que la cuestión de medir ángulos sea un asunto ya clásico, es preciso recordar las unidades empleadas. Los astrónomos han permanecido fieles a la división sexagesimal de los ángulos, mientras que en Francia, por ejemplo, los geodésicos han aceptado una mucho más cómoda: la división centesimal. En la división sexagesimal, el ángulo recto está dividido en 90 partes llamadas “grados” (es decir, 90°), el grado está dividido en 60 minutos (60’) y el minuto en 60 segundos (60”). Hay pues 324.000 segundos en un ángulo recto. Ahora bien, lo que interviene constantemente en la medida de los paralajes estelares es el

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Nuestro Universo

las observaciones fueron hechas visualmente, determinando las variaciones de la distancia aparente entre la estrella estudiada y las pequeñas vecinas en el curso de un año. Poco a poco se fueron midiendo otras estrellas, pero se consideró que sus paralajes, inferiores a 0,1”, eran más o menos inaccesibles. Pero con el empleo de la fotografía en casi todas las cuestiones de astrofísica, la situación se modificó completamente. Así, en el curso de un año se toma, cada cierto tiempo, una fotografía de la región del cielo sometida a estudio: es a partir de esas imágenes que se miden las distancias angulares y se estudian sus variaciones. De esta manera se pueden medir los paralajes hasta 0,01”, lo cual ha decuplicado las distancias accesibles a nuestras mediciones.

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La meta final consiste en conocer las distancias del mayor número posible de estrellas. El método de paralaje, llamado a menudo “método trigonométrico”, es el único que da directamente la distancia sin ninguna hipótesis acerca del grosor ni sobre el centelleo de la estrella estudiada, ya que por el contrario, es midiendo directamente la distancia que se puede deducir algo sobre lo que es realmente una estrella. Así, la medida trigonométrica es la base de toda la astronomía estelar.

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Se conocen actualmente las distancias directamente mensurables de más de 5.000 estrellas. Ahora bien, la precisión que se necesita en esas medidas se encuentra ilustrada en el hecho siguiente: supongamos que nos servimos de un anteojo de 20 m de largo. En ese caso la imagen de una estrella que tiene un paralaje de 0,01” sufrirá en el transcurso de un año un balanceo cuya amplitud total no es más que de 0,002 mm (2 micrones). Es en la medida de ese minúsculo traslado que reposa la determinación de la distancia. ¿Con qué unidad expresar esas distancias? El kilómetro es una unidad ridículamente pequeña, como ocurre también con la distancia de la Tierra al Sol. El resultado bruto de la medida es el paralaje y como ese número disminuye a medida que crece la distancia, es lo inverso del paralaje lo que mide la distancia y eso es lo que han decidido hacer los astrónomos. Ellos toman como unidad de distancia la de una estrella cuyo paralaje es de 1 segundo (1”) y a esa unidad le han dado el nombre de “parsec”. Los números siguientes la ligan a unidades ya conocidas: 1 pársec = 23.400 veces la distancia de la Tierra al Sol = 3,08 por 1013 km. Así pues, una estrella cuyo paralaje sea de 0,01” estará a la distancia de 100 parsecs.

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Otra manera de expresión que se emplea a menudo, consiste en representar la distancia por medio del tiempo que emplea su luz en llegar hasta nosotros. El cálculo es naturalmente muy fácil si se conoce la velocidad

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segundo. El segundo, es más o menos el diámetro aparente de un objeto del tamaño de un metro, colocado a 200 km. del observador. Los astrónomos hablan a menudo de centésima y aún de milésima de segundo. Esta última cantidad es el diámetro aparente de un objeto de 1 milímetro colocado a 200 kilómetros del observador, o también, de un objeto de 2 metros colocado en la superficie de la Luna y visto desde la Tierra.

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de la luz: 300.000 km. por segundo. Se encuentra, pues, que 1 parsec = 3,26 años-luz (30,84 billones de kilómetros). De ello resulta que la luz que nos envían las estrellas más lejanas, medida por el método trigonométrico, tarda cerca de 300 años en llegar hasta nosotros. Es ahí donde se detienen las medidas directas que prescinden de toda hipótesis. Pero para recorrer las enormes distancias que nos queda por atravesar y que llegan a valores de hasta millones de años-luz, sería necesaria una cierta parte de hipótesis, un empleo verosímil más que cierto.

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Para la mayoría de las estrellas el paralaje anual prácticamente no existe y todo lo que se puede decir es que su luz toma al menos 1.000 años en llegar hasta nosotros. La distancia Tierra-Sol es una base demasiado pequeña para medir la distancia de dichas estrellas, pero eso no implica que permanezcan inmóviles unas con relación a las otras y, en particular, con referencia al Sol. En efecto, dejando pasar los años y aún los siglos se encontrarán traslados relativos, a veces muy apreciables, llamados “movimientos propios” de las estrellas, que se expresan en segundos de ángulo por año o por siglo.

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Para las estrellas poco numerosas esos “movimientos propios” son relativamente grandes: para una estrella de noveno tamaño, por ejemplo, descubierta por Barnard, su traslado aparente alcanza 10”. 27 por año; en 180 años ella recorrerá el diámetro aparente de la Luna. La bella Procyon (“alpha” del Perrito) tiene un movimiento mucho más lento, pero todavía considerable si se toma en cuenta la extensión de los períodos, ya que en 70.000 años esa estrella habrá tomado aproximadamente el lugar que actualmente ocupa Sirio que a su vez habrá emigrado hacia el Sur.

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Actualmente se conocen los movimientos propios de cerca de 40.000 estrellas y se puede deducir un número igual de “distancias hipotéticas”, de manera que no hace falta sino utilizarlas estadísticamente para obtener resultados importantes. Se encuentra, por ejemplo, que las estrellas de un décimo de tamaño están, en promedio, a una distancia de 370 parsecs (1.200 años-luz) y aquellas de décimo tercer tamaño tienen 1.100 parsecs (3.600 añosluz). Otro ejemplo es la estrella descubierta y bautizada por Barnard como “Próxima”, y que es en efecto la más próxima de las estrellas conocidas. Con una distancia de 1,3 parsecs, no es más que una estrella telescópica de undécimo de tamaño que, según las estadísticas, debería hallarse a una distancia de 500 parsecs. La anomalía proviene del hecho que “Próxima” es una estrella enana cuya intensidad luminosa es inferior a 1/10.000 con relación a nuestro Sol, considerando que este mismo no es de las estrellas más brillantes.

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Así pues, el brillo de las estrellas se convirtió en un medio de valuación de sus distancias, pero no podemos continuar más lejos en los detalles de la espectrografía. No obstante, digamos solamente que con los medios de que

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disponíamos hace una decena de años, ya se podían estudiar las estrellas hasta el décimo tamaño, lo que permitía cotejar cerca de 150.000 estrellas. Éstas llegan 1000 parsecs, cerca de 3.000 años-luz, y sin embargo sus distancias pueden evaluarse con mucha mayor precisión que por medio de las “distancias hipotéticas” que se deducen de los movimientos propios. El método trigonométrico nos había conducido hasta 300 años-luz, la espectrografía nos permite ir hasta 3.000 años-luz; pero los nuevos descubrimientos y el perfeccionamiento de los instrumentos nos permiten esperar mucho más, ya que los nuevos aparatos ofrecen cada vez una técnica mejor y métodos que cada diez años nos permiten escrutar aún más lejos en los límites de este Gran Universo.

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Toda particularidad de una estrella, toda marca distintiva, nos da en cierta manera poder sobre ella y nos hace esperar algún método para valuar su distancia: esa esperanza ha sido verificada por una categoría notable de estrellas variables, las Cefeidas. De manera que si el espectrógrafo nos detuvo hacia los 3.000 años-luz, las estrellas variables del tipo “cefeidas” van a hacernos penetrar en los millones de años. Las “variables” son estrellas cuyo brillo aparente fluctúa entre límites más o menos definidos. En la región europea, que excluye una gran parte del Cielo austral, se puede observar una centena de estas estrellas al ojo desnudo, pero el número de las variables telescópicas es inmensamente más grande. Se descubre un gran número cada año comparando imágenes fotográficas de una misma región celeste tomadas en épocas diferentes y se conocen actualmente con este procedimiento unas doce mil de esas estrellas. Son sus cambios, o mejor la ley de su variación, la que permite separarlas en categorías netamente definidas gracias a su periodicidad, ya que salvando algunas perturbaciones ocasionales, esas variaciones se producen a intervalos regulares.

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Pero para la cuestión que nos ocupa aquí, que es de la distancia que nos separa de las estrellas, una sola categoría de variables nos interesa: las cefeidas, llamadas así porque la más brillante de esa categoría, es la estrella “delta” de la constelación de Cefea descubierta en 1784. Se trata de una clase muy numerosa que comprende más o menos una cuarta parte de la totalidad de las variables conocidas. Ahora bien, la estrella “delta” de la constelación de Cefea, que ha dado su nombre a toda la familia de las cefeidas, tiene un período muy regular de 5,37 días y la variación aparente de su brillo es considerable, ya que su magnitud varía de 3,6 a 4,3, lo que implica que del mínimo al máximo brillo varía casi en la proporción de 1 a 2. Los miles de otras cefeidas conocidas presentan caracteres análogos, pero con períodos diferentes que van desde algunas horas hasta un mes.

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Miss Leavitt descubrió un cierto número de cefeidas en el gran cúmulo irregular conocido con el nombre de “nubarrón de Magallanes”. Aún cuando todas las estrellas que forman parte de ese cúmulo, muy lejano, están sensiblemente a la misma distancia de nosotros, hay una diferencia constante entre sus magnitudes aparentes y sus magnitudes absolutas que es muy fácil determinar. Así, sin ninguna medición de distancia se constata una relación regular entre el período y la magnitud. Las estrellas brillantes son aquellas cuyo período es más largo y así se concibe que el movimiento de pulsación sea verdaderamente más lento sobre una esfera gaseosa que sobre una pequeña. El director del Observatorio de Harvard, H. Shapley, que observó más de 200 cefeidas en ese mismo nubarrón, llegó a las mismas conclusiones.

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Pero insistamos en el enorme brillo absoluto de las cefeidas, aún de aquellas que a causa de sus distancias no son accesibles sino a los telescopios de mayor potencia. El valor absoluto de las cefeidas más débiles tienen una magnitud de -0.2 y brillan 100 veces más que el Sol, mientras que las más fuertes van hasta la magnitud absoluta -6 y equivalen a 20.000 Soles, si bien algunas de ellas son de un décimo octavo de tamaño aparente.

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Es sobre todo en el estudio de los cúmulos globulares que las cefeidas han sido útiles. Esos notables objetos celestes se presentan como discos, más o menos redondos, llenos de un extraordinario hormiguero de estrellas, tan apretados en su parte central que los más poderosos telescopios no pueden separarlos y cuya densidad aparente va disminuyendo hacia el borde. El más notable de esos cúmulos es la constelación de Hércules, que tiene un diámetro aparente sensiblemente igual al diámetro de la Luna, es decir de cerca de 30’, comprendiendo su periferia donde las estrellas están bastante más espaciadas. Cuenta con alrededor de 40.000 estrellas sin contar la parte central donde la enumeración resulta imposible y donde, por otra parte, una cifra total de 100.000 estrellas no es inverosímil, pues no vemos más que las estrellas relativamente brillantes. Sin ser una estrella “gigante” pero tampoco una “enana”, nuestro Sol se encontraría hacia el extremo derecho de nuestros poderosos instrumentos.

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En una veintena de esos cúmulos se han descubierto cefeidas, lo que ha permitido calcular las distancias de éstos. Para los otros, se tienen distancias alcanzadas por la medida fotométrica aparente de las estrellas más brillantes (o más bien, menos débiles), a las cuales se les atribuye la magnitud absoluta media de las “estrellas gigantes”, y es así que se ha llegado finalmente a obtener datos, al menos aproximados, sobre la distancia de esos cúmulos globulares. El más próximo es precisamente el de la constelación del Centauro, visible al ojo desnudo, que se encuentra a 7.200 parsecs (23.000 años-luz). En cuanto al cúmulo de Hércules, se encuentra a 11.000 parsecs (38.000 años-luz).

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Aquí se detiene nuestra “Galaxia”, la gran familia estelar a la cual pertenece nuestro Sol y por supuesto nuestra Tierra. Está formada por más de mil millones de estrellas, y quizás varias decenas de miles de millones en ese inmenso cúmulo, muy aplastado, que en su dimensión más grande podría tener unos 30.000 parsecs de diámetro (cerca de 100.000 años-luz) y, aproximadamente diez veces menos en su diámetro pequeño.

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Dejando ese mundo al cual pertenecemos, nos encaminamos hacia los millones de años-luz, es decir al mundo extra-galáctico o, verdaderamente el Gran-Universo con sus millones de otras galaxias análogas a la nuestra. Pero antes, detengámonos un instante en los “nubarrones de Magallanes” que están nítidamente fuera de nuestro mundo galáctico.

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Esos “nubarrones”, el grande y el pequeño, que se encuentran en el hemisferio celeste austral, fueron señalados por primera vez por el gran marino portugués Magallanes (1480-1521) durante su expedición a los Mares del Sur. Se trata pues de dos manchas nebulosas bien visibles al ojo desnudo. El pequeño nubarrón tiene un diámetro aparente análogo al del conjunto de las Pléyades; el grande, en su parte más luminosa es más o menos el doble del otro en cada una de sus dimensiones y la luz de la Luna llena no basta para hacerlo desaparecer. En los grandes telescopios se los ve formados, al igual que la Vía Láctea, por una multitud de estrellas de brillo aparente muy débil y Shapley estima que el pequeño nubarrón contiene cerca de 500.000. Como lo hemos ya dicho, uno encuentra un gran número de cefeidas, cuyo estudio ha contribuido largamente a sentar de modo sólido el método de las cefeidas para la medida de las distancias. Una vez admitidos los resultados, se puede valuar, con buena precisión, la distancia que nos separa de los nubarrones de Magallanes: la más grande se encuentra a 26.000 parsecs y a 29.000 parsec la pequeña (o sea 85.000 y 95.000 años-luz), pero este es apenas el décimo de la distancia de las nebulosas extra-galácticas más cercanas. Esos “nubarrones” son pequeñas galaxias satélites de la nuestra; las galaxias lejanas ofrecen ejemplos análogos.

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Ahora llegamos por fin a las verdaderas nebulosas extra-galácticas llamadas también “nebulosas espirales” a causa del aspecto particular que ofrece la mayoría de ellas. De esas nebulosas que se encuentran en lo inmensidad del cielo y que se hallan a formidables distancias de nosotros, se podrían contar ciertamente varios millones, puesto que el análisis espectral revela que esas nebulosas no son gases luminosos sino más bien un conjunto de mil millones de estrellas y uno se ha visto obligado a admitir que cada una de ellas es una galaxia de forma análoga a la que nosotros habitamos, sólo que vistas desde el exterior.

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En las dos nebulosas-espirales más cercanas, la de la constelación del Triángulo y la gran nebulosa de Andrómeda, se han descubierto algunos tipos variables de cefeidas, aunque naturalmente de brillo aparente muy débil, a pesar del enorme brillo absolutos de las estrellas de esa categoría. Sin embrago, la medida del período no es difícil, pues basta con deducir la magnitud absoluta para después compararla con la magnitud aparente y calcular su distancia. Se encuentra así, 260.000 parsecs para la nebulosa del Triángulo, y 276.000 parsecs para la de Andrómeda, (840.000 años-luz y 900.000 años-luz respectivamente). Henos aquí de golpe, apenas salidos de nuestra galaxia, cerca del millón de años-luz. (La palabra parsec es una contracción de paralaje y segundo.) El parsec equivale a 30,86 billones de kilómetros. Un parsec es igual a 3,26 años luz y a 206.265 unidades astronómicas.

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Si aún esta vez nos quedamos detenidos en nuestra marcha “siempre hacia más lejos”, son las “novas” las que vendrán por un momento en nuestra ayuda. El Profesor Charles Fabry, explica: Esas estrellas “nuevas” son uno de los más extraordinarios fenómenos celestes, cuyo nombre es, por otra parte, impropio, ya que se trata de estrellas muy pequeñas, al menos en apariencia, que se manifiestan de golpe brillando con un resplandor extraordinario.” En un punto del cielo donde nada hacía prevenir tal fenómeno, una noche cualquiera aparece una estrella brillante, a veces de primer tamaño. Son casi siempre los aficionados los que descubren y señalan una “Nova”, ya que los astrónomos profesionales casi nunca tienen tiempo para pasearse en el cielo que miran. El servicio de informaciones astronómicas envía rápidamente un telegrama a todos los observatorios del mundo y de inmediato fotómetros y espectrógrafos son puestos en batería para seguir al nuevo astro, sabiendo que como todos los precedentes, sufrirá notables cambios en las semanas y meses que van a seguir. Al mismo tiempo, los observatorios que se ocupan regularmente de fotografías celestes, buscan clisés antiguos en los archivos para ver si alguna estrellita de su colección ocupa el lugar exacto donde brilla la “Nova” y muy a menudo se la encuentra. Generalmente muy débil como, por ejemplo, de décimo segundo o décimo cuarto tamaño, esa estrella ha sufrido en algunas horas un cambio formidable: su brillo aumenta a una amplitud correspondiente a unas 10 magnitudes, es decir, que su resplandor se ha multiplicado bruscamente por lo menos en 10.000 veces.

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¿Qué sería de nosotros si un buen día el Sol pasa al rango de “Nova”? El máximo de brillo es alcanzado generalmente en algunas horas, o en algunos días como mucho, y enseguida comienza a disminuir lentamente acompañado de numerosas fluctuaciones, de manera que en algunos meses, o en algunos años a veces, la estrella ha vuelto a su débil brillo inicial. Por medio de ciertas Novas se tiene una indicación más o menos vaga de la distancia a la que se encontraba la estrella, pero se puede calcular su magnitud absoluta cuando alcanza el máximo de su brillo: se encuentran cifras que varían alrededor de -5, o sea 8.000 veces el brillo del Sol.

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En las nebulosas extra-galácticas más próximas se han observado más de cien Novas en la nebulosa de Andrómeda, todas más o menos con el mismo brillo aparente en su momento de máximo brillo, con una magnitud media aparente de -16,5. Como se conoce la distancia de esa nebulosa es posible deducir su magnitud absoluta, y así se encuentra -5.7 o cerca de 10.000 veces la radiación del Sol. Sin embargo, en algunas nebulosas se han observado Novas que, con toda evidencia, pertenecen a otro tipo caracterizado por un resplandor absoluto formidable de, por ejemplo, 5.000 veces el de una Nova ordinaria. El ejemplo más neto es el de una Nova aparecida en 1885, en la nebulosa de Andrómeda, cuya magnitud era -7,2, lo cual representa un resplandor enorme para una nebulosa tan lejana en la cual las estrellas más

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brillantes tienen magnitudes alrededor de -16. Sólo esa estrella tenía un resplandor aproximadamente igual al décimo de la nebulosa entera que cuenta con varios miles de millones de estrellas. Conociendo su distancia por la observación de las cefeidas, se encuentra que la magnitud absoluta de esa Nova gigante es de -15, lo cual da un resplandor absoluto igual a 100 millones de veces al de nuestro Sol. Es posible que la magnífica Nova que apareció en 1572 y fue observada por Tycho-Brahe, estrella cuyo resplandor aparente sobrepase el de Venus y que fue visible en pleno día, haya sido una estrella de la misma categoría. Suponiéndola de la misma clase que la de la nebulosa de Andrómeda (magnitud absoluta -15) y admitiendo que ella haya alcanzado la magnitud aparente -4, se puede calcular su distancia. Se llega a unos 5.000 años-luz, lo cual la sitúa largamente en los límites de nuestra galaxia.

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La aparición de una Nova ordinaria es un fenómeno muy frecuente; se produce quizás unas doce de veces por año en cada galaxia, comprendida la nuestra, mientras que las Novas gigantes a las cuales se les ha dado el nombre de “Supernovas” serían muy raras y aparecen quizás con una frecuencia de una estrella cada mil años en cada galaxia. Sin embargo, al parecer se han observado algunas en las nebulosas lejanas, lo cual hace posible valuar todavía una distancia mayor.

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Más allá se tienen todavía millones de nebulosas, en las que se hace imposible identificar una estrella separada de la muchedumbre de las otras y por lo tanto no existe otro recurso que de razonar sobre el conjunto. Se sabe muy bien que las diversas nebulosas extragalácticas son bastante desiguales entre sí. La más cercana para nosotros es la nebulosa del “Triángulo”, que es mucho más pequeña que la nuestra, mientras que la de Andrómeda se halla entre las más grandes. Se puede admitir sin embargo que un gran número tenga un promedio bastante determinado de medida, de manera que razonando como si la medida de todas ellas fuese parecida, se encuentren de todos modos, para las más lejanas, distancias de unos 150 millones de años-luz.

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Para terminar, mencionemos aún al Profesor Ch. Fabry, quien nos habla de la fuga de las nebulosas: “No se puede hablar de esas formidables distancias sin pensar en ese extraordinario descubrimiento anunciado en 1929 por el astrónomo americano Hubble: la fuga de las nebulosas que parecen alejarse de nosotros a velocidades fabulosas, que son tanto más grandes cuanto más lejano se encuentre el astro. Fue durante el estudio del espectro de las nebulosas lejanas que ese extraño resultado fue obtenido”. En efecto, con los poderosos medios de que disponemos hoy en día, es posible obtener el espectro de una nebulosa lejana, en cuya imagen las luces de todas las estrellas están de hecho mezcladas. En consecuencia, uno está obligado a hacer uso de un tipo especial de espectrógrafo donde se sacrifica todo a la gran luminosidad. El espectro

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obtenido es un poco disperso y sobre la placa fotográfica abarca una longitud total que no alcanza los 5mm. Se ven, sin embargo, algunas líneas de absorción, cuyo aspecto es generalmente el de un espectro del tipo G, que es el más extendido y al cual pertenece nuestro Sol. Se distinguen en particular las dos fuertes líneas de calcio ionizado, designadas por las letras H y K en el límite entre las radiaciones violetas y las ultravioletas. Para las nebulosas próximas como la de Andrómeda, cuya luz nos llega en menos de un millón de años, esas rayas están bien situadas en el lugar que les corresponde en el espectro y por lo tanto no existe ninguna duda sobre su identidad. Pero a medida que uno pasa a nebulosas más lejanas, esas rayas se desplazan cada vez más hacia las grandes longitudes de onda, de manera que para las más lejanas las rayas H y K se encuentran, ya no al límite de las radiaciones visibles, sino en pleno azul, conservando su aspecto y su separación. No se conoce más que una explicación para tal traslado: las nebulosas lejanas se apartan de nosotros, con velocidades son tanto más grandes cuanto más lejos se encuentren los astros. La velocidad más grande que se ha medido es de 42.000 km por segundo. Para las nebulosas cuyas distancias eran ya aproximadamente conocidas, se encuentra que hay una proporcionalidad entre esa velocidad de separación y la distancia. Cada vez que se aleja 1 millón de parsecs, la velocidad de fuga aumenta en 500 km por segundo. Admitiendo esa ley para todas las distancias, aún las más inmensas, se puede calcular por medio de la distancia record de 42.000 km por segundo y se encuentra a una distancia de 84 millones de parsecs o 270 millones de años-luz. Esa es la más grande distancia valuada y que no difiere mucho de la estimada por otros métodos.

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Sería ingenuo creer que somos nosotros, con nuestro raquítico Sol, quienes rechazamos así a todo el Universo en todas las direcciones. La verdad es evidentemente muy distinta: el Universo se dilata y todo se agranda conservando, proporciones relativas, las mismas correspondencias. La figura formada por el conjunto del Universo queda semejante a sí misma y cada estrella se aleja de todas las otras.

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Pero, con esas velocidades de decenas de millares de kilómetros por segundo, usted se preguntará ¿dónde se encontrarán todas esas hermosas galaxias en cada siglo? ¿Veremos esfumarse en la lejanía a nuestra bella vecina Andrómeda y sus admirables nebulosas espirales? Quedad sin inquietud, pues si las velocidades son inmensas para nuestra escala, las distancias lo son mucho más todavía. En 6 millones de años cada distancia aumenta 1/1.000 de su valor, de manera que en 6 millones de años nada habrá cambiado.

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Mayo 1957 - 37 -

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