Positivismo.docx

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Positivismo A partir de las últimas dos décadas del siglo XIX comenzó la circulación de revistas históricas y de otros textos menos eruditos, en general conocidas como “revistas ilustradas” en las que el contenido se aligeraba y se incorporaban anécdotas, semblanzas, biografías. Las transformaciones operadas en estos últimos 20 años, es decir, la incorporación de la Argentina al mercado mundial y la entrada “del mundo” en el país, permitieron que el panorama cultural se diversificara. Con la federalización de Buenos Aires, además, la Biblioteca y el Archivo pasaron a ser de carácter “nacional”. El Museo Nacional pasó a estar comandado por Adolfo Carranza y la Biblioteca, desde 1885 por Paul Groussac. Para esta época ya existía en el país cierto bagaje cultural que permitía hablar de un “antiguo régimen” cultural, es decir, había ya toda una generación entera de la cual diferenciarse. Los miembros de esta generación más antigua habían pasado a formar parte de una elite político-cultural: José Manuel Estrada, Pedro Goyena, además de todos los miembros de la generación liberal. Paul Groussac transitó una trayectoria intelectual en el medio de la vieja elite cultural y la generación más joven. Incursionó en el campo historiográfico en 1882 con Ensayos históricos sobre el Tucumán que fue criticado desde La Nueva Revista de Buenos Aires por Avellaneda y Ángel Carranza. Se valió de la prensa para dar a conocer sus textos, tal y como lo habían hecho los primeros historiadores, y participar de polémicas. Participó como hombre nuevo del mundo cultural y esto le permitió criticar al establishment criollo: su foco era la falta de autonomía del campo cultural con respecto de la política. Desde su puesto en la Bilblioteca, Groussac se dedicó a la publicación y clasificación de libros, periódicos y otros papeles incrementando notablemente el acervo documental de la institución. Difícilmente puede ser calificado de historiador en un sentido fuerte, sin embargo, en su rol de articulador de generaciones le valió una polifuncionalidad cultural que es propia de una etapa de escasa consolidación y autonomía de la ciencia histórica argentina. Su rol como “orientador cultural” es tal vez como mejor puede definírsele.

Formó parte del consejo académico fundador de la Facultad de Filosofía y Letras en 1896 aunque al poco tiempo renunció a su cargo. Por fuera de este ámbito institucional más formal, proliferaban nuevas formas de historiografía embebidas en el clima del cientificismo de la época y que se enfocaba en los fenómenos sociales a partir de conceptos no provenientes de las humanidades: hablamos de los historiadores positivistas. Para los años de transición entre los siglos XIX y XX, el clima intelectual e historiográfico en particular se había transformado en relación a los tiempos de Mitre y López. Si bien los autores de los que vamos a hablar presentan notorias diferencias entre ellos, es posible hacer un trazado grueso y clasificarlos bajo el rótulo del positivismo. Rómulo Carbia, historiador de la NEH y el primero en confeccionar una historia de la historiografía argentina, calificó a estos autores como “ensayistas”, algunos de tinte “sociológico”, epítetos que, por supuesto, no son dichos de manera elogiosa. Es amplio también el uso o la significación que se le da al término “positivismo”. Desde la creencia en la utilización de herramientas conceptuales de otras ciencias, en particular las físico naturales, al establecimiento de leyes. No todos adhirieron con el mismo ímpetu ni de la misma forma a los postulados del positivismo. Sin embargo, en conjunto, estos estudiosos tomaban distancia de la forma que habían adquirido las lecturas del pasado construidas con posterioridad a Caseros. Este distanciamiento implica también el corrimiento del foco de los grandes hombres hacia los procesos sociales, mentales, culturales, económicos que condicionan o determinan el rumbo de la historia. A su vez, aparece también una devaluación del rol de las contigencias, de los acontecimientos en la historia. Además, la centralidad del Estado como factor explicativo dejaba su lugar a la sociedad. Estos cambios implicaron miradas del pasado que abarcaban grandes períodos en los que se podía descubrir el accionar de leyes o factores que generaban regularidades. Se rompía así la cronología tradicional elaborada post-caseros y sobre la que se asentaba fuertemente la historiografía de Mitre y López y se proponía una organización temática o más bien problemática.

Como decíamos, no se inspiraron en sus precedentes en Argentina pero tampoco en sus contemporáneos europeos (los metodicistas, Langlois y Seignobos, por ejemplo) sino que recurrieron a una generación un tanto anterior, justamente, los positivistas como Taine o Buckle. Estos autores propondrían tempranos maridajes entre la historia y otras disciplinas sociales o no: la neuropsiquiatría, la psicología de masas, la frenología, la sociología, la economía. Devoto hace una comparación con los ensayistas de la generación del ’37 que mezclando cuestiones históricas, hacían diagnósticos a partir de la raza, la determinación geográfica y demás. Hay dos generaciones de historiadores positivistas: la de los Ramos Mejía, García y Rivarola, por un lado y la de Ingenieros y Bunge por el otro. Así los segundos se formaron como discípulos de los primeros. Todos ellos fueron profesionales y profesores universitarios. Los centros de formación son dos: la Facultad de Medicina y la Facultad de Derecho. Ambas coincidentes, por ejemplo, en el positivismo y el lombrosianismo. Un rasgo compartido por todos ellos era la múltiple implantación laboral en la que combinaban el ejercicio profesional, sobre todo como funcionarios del estado, el periodismo, la docencia universitaria y la creación intelectual. Todos ellos cultivaron diversos géneros literarios. Como rasgos generales en términos de su obra sobre todo historiográfica, podemos decir que se trata de historiadores que buscan algún tipo de explicación general de los fenómenos como leyes o al menos regularidades que rijan el estudio del pasado y los hechos sociales. Ustedes sabrán que el fundador del positivismo fue el francés Auguste Comte que, aproximadamente hacia 1840, propuso un programa para una “física social”. El planteo era el siguiente: hay un desfasaje entre los avances de las ciencias de la Naturaleza respecto de las ciencias del espíritu y las falencias de estas últimos impiden aportar para el mejoramiento de lo social en marco de los efectos de la Revolución Industrial. El objetivo de Comte es la construcción de una ciencia social que logre la correcta interpretación de los fenómenos nuevos que surgen a raíz de estos cambios económicos pero también del impacto que significó la Revolución Francesa para así lograr establecer el orden. Se trata de la construcción de una ingeniería social. Ahora bien,

¿dónde radica la ventaja que las ciencias de la naturaleza tienen sobre las del espíritu? En el método experimental. La filosofía positivista implica una filosofía de la historia, se trata de una filosofía del progreso. La historia tiene un sentido finalístico y avanza progresivamente a través de tres estadios (el religioso, el metafísico y el positivo) que se corresponden con formas de conocer. El estadio positivo, llamado así en oposición a le metafísica, es el centro del proyecto comteano: eliminar todo vestigio metafísico en las ciencias del espíritu y asimilarlas a las ciencias naturales. Así, lo que busca es hacer que las ciencias del espíritu adopten el método experimental para el estudio de las sociedades contemporáneas. El resultado es lo que Comte da en llamar física social o Sociología. Esta nueva ciencia adopta el método positivo: construye los datos experimentalmente y busca predecir a través de la observación las regularidades y las leyes. El personaje que nos ocupa hoy, José María Ramos Mejía fue un médico, pertenenciente a la elite porteña y que estuvo vinculado a la actividad política, fue diputado nacional entre 1888 y 1892 y alcanzó altos cargos estatales. Sus incursiones históricas fueron paralelas a su ejercicio de la medicina tanto en la academia (fue profesor titular de Patología Nerviosa) o bien en las actividades en instituciones estatales (fue director de Asistencia Pública en 1882 y presidente del Departamento Nacional de Higiene). La operación que propone en una de sus obras más recientes y también más conocidas Neurosis de los hombres célebres de la historia argentina es releer el comportamiento de figuras del pasado argentino a través de un estudio de su psicología nerviosa, es decir, una aplicación de la psiquiatría en la historia. Esta propuesta es muy novedosa para el ámbito intelectual argentino pero no tanto para el europeo. En esta obra se propone que la extrema actividad cerebral de los hombres célebres los llevaba a distintas formas de neurosis. Estos intentos tempranos de aplicar las categorías del análisis psiquiátrico al pasado, en particular a grandes hombres, dará lugar luego a la aplicación de estos conceptos a sujetos colectivos. Las multitudes argentinas parte de la ley de la unidad moral de las multitudes, según la cual los hombres abdican de su personalidad individual y se integran a un conjunto

social que se comporta como una persona colectiva dominada por sentimientos y por el puro instinto. Sujeta a una alucinación actúa como un ser colectivo dado a todo tipo de desbordes que solo puede ser domada, controlada, por un manipulador de multitudes. La obra de Ramos está basada en una obra de Gustave Le Bon llamada “Psicología de las masas”, sin embargo, el médico argentino buscó ir más allá y corregir algunos puntos a su colega francés. El primero de ellos es que no todos los hombres son pasibles de abdicar, aun en ese estado hipnótico, de sus propias facultades. Para el caso americano, son en general las personas humildes sin instrucción formal, hombres anónimos cuya personalidad es maleable, a quien él llama “hombre carbono”, los que son suceptibles de integrarse en un colectivo como la multitud. Las personas superiores, por su instrucción, difícilmente puedan integrarse a ellas. Sin embargo, también a aquellas que engloba con el rótulo de “burgués áureo”, por su timidez y pasividad, podían hacerlo en otra categoría, la de la multitud estanca. Si Le Bon consideraba a la multitud como un fénomeno característico de las sociedades contemporáneas, Ramos llevaba su cronología hacia atrás, individualizando el paso de la turba amorfa a la multitud, en el caso argentino, en el tránsito entre los siglos XVIII y XIX. Más aún, Ramos consideraba que en su época no había multitud sino que se había vuelto a una forma más elemental, el grupo. A lo sumo, existía en su época esa “multitud estática” que se formaba a través de los periódicos, las tertulias. Finalmente, la reflexión de Ramos no está motivada como sí la de Le Bon por una urgencia: Ramos parece añorar más las multitudes sanguíneas de la emancipación a la vez que deploraba las nuevas multitudes de la inmigración dominadas por el cálculo y el interés. No se trata solo de un ensayo sociológico sino de un proyecto prescriptivo que refleja la necesidad de integrar y disciplinar a los inmigrantes como modo de hacerlos pasar del estado de barbarie en el que supuestamente se encontraban al de civilización. Ramos combina la observación con la creación de estereotipos sociales destinados a la vez a estigmatizar y a sugerir por contraste los comportamientos deseables.

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