[Nota: texto tomado de la edición de Félix Fernández Murga de Estancias. Orfeo y otros escritos, Cátedra, Madrid, 1984, pp. 235-260. A esta edición remiten los números entre corchetes]
LA BRUJA1 Prolusión a los «Priora Analytica» de Aristóteles [235] Como escribe Horacio Flacco, es grata cosa el divagar un poco, siempre que sea con oportunidad pues, incluso esos que llamamos cuentos de viejos, son muchas veces no sólo principio sino hasta instrumento de filosofía. ¿Habéis oído alguna vez hablar de las brujas? A mí, cuando era niño, solía contarme mi abuela que en ciertos lugares solitarios había unas brujas que se tragaban a los niños llorones. Las brujas eran entonces para mí el mayor de los pánicos, el más grande de los terrores. Y cerca de la finquita que tengo en Fiésole está todavía la Fuentecilla Luciente (así la llaman), que mana en un lugar sombrío y solitario, donde, según dicen las mujeres que van allí por agua, aún hoy tienen su morada las brujas. Plutarco de Queronea, de quien yo no sabría decir si era mayor su sabiduría o su seriedad, asegura que las brujas tienen los ojos postizos, es decir, que se los sacan y quitan cuando quieren y vuelven a recogerlos y ponérselos cuando les place, lo mismo que hacen con sus anteojos los viejos que tienen la vista debilitada por la edad, los cuales, cuando quieren mirar algo, se los colocan en la nariz como unas pinzas y, cuan-[236]-do han terminado de mirar, los guardan en un estuche. Hay también otros que tienen dentaduras postizas y se las quitan por la noche como se hace con la capa y como suelen hacer también vuestras propias mujercitas con sus colgantes trenzas y con sus rizos. Así pues, esta nuestra Bruja, cada vez que sale de casa, se planta sus ojos y se dedica a vagar por las calles, por las plazas, por las encrucijadas, por los soportales, por las iglesias, por los baños públicos, por las tabernas y por todos los sitios de reunión. Y lo mira todo, lo observa todo, lo averigua todo, nada puede ocultársele, por muy bien que lo escondas. Se diría que tiene ojos de milano, escudriñadores como los de la vieja aquella de Plauto. No hay cosa alguna que se les escape, por muy pequeña que sea. Ningún escondrijo, por muy apartado que esté, se libra de ellos. Pero, cuando vuelve a casa, se quita esos ojos en el umbral mismo y los guarda en la alacena. De manera que en casa está sin ojos mientras que fuera los lleva siempre. Me preguntarás quizá: ¿y qué es lo que hace cuando está en casa? —Pues se pasa las horas sentada hilando lana y, entre tanto, canturrea. Y ahora os pregunto yo: Vosotros, florentinos, ¿habéis visto a las brujas esas que andan averiguando las cosas de los demás y no se ocupan de sí mismas y de lo suyo? ¿Decís que no? Pues son bien abundantes en todas las ciudades y, desde luego, en la vuestra también. Lo que pasa es que van enmascaradas; pero, aunque parezcan seres humanos, son verdaderas brujas. Un grupo de éstas, mirándome fijamente un día que pasaba junto a ellas, detuvieron el paso y, como si quisieran reconocerme, me examinaron atentamente, como suelen hacer los que van a comprar algo. Y luego, con gestos descompuestos, comentaron entre sí: «Pero si es Poliziano, el mismísimo Poliziano, el charlatán ese, que de buenas a primeras nos ha salido filósofo.» Y, dicho esto, emprendieron el vuelo, como avispas que han clavado su aguijón. 1
Título original en latín, Lamia: «Praelectio in Priora Aristotelis, cui titulus LAMIA»; cfr. Angelo Poliziano, Le Selve e la Strega, prolusioni nello Studio fiorentino (1482-1492), per cura di Isidro del Lungo, Florencia, Sansoni, 1925, págs. 183-229. Horacio (Arte poética, 340) recuerda a estas Lamiae, o brujas, de las que se decía que tragaban vivos a los niños.
La verdad es que, al decir que de buenas a primeras había salido yo filósofo, no sé si lo que les molestaba era que fuera efectivamente filósofo, cosa que de hecho no soy, o que pre-[237]-tendiera hacerme pasar por filósofo, cuando estoy muy lejos de serlo. Veamos, pues, qué es en realidad el bicho ese que la gente llama filósofo; y comprenderéis luego, espero, que yo no soy un filósofo. No digo esto porque crea yo que lo creéis vosotros sino precisamente para que nadie lo crea jamás; y ello, no porque me avergüence de ese nombre, si respondiera a la realidad, sino porque de los títulos que no me pertenecen me abstengo muy gustoso; A fin de que no se rían de la pobre corneja si el pueblo de las aves viene a reclamarle sus plumas. (Horacio, Epístolas, I, 3, v. 18-19) Eso en primer lugar. Pasemos luego a tratar de si el ser filósofo es cosa indecorosa y mala. Y, una vez que hayamos demostrado que no lo es, hablaremos un poco de nosotros mismos y de esta profesión nuestra. I. Oí en cierta ocasión decir que hubo un maestro de jóvenes, natural de Samos, que andaba siempre vestido de blanco y con melenas, famoso porque tenía un muslo de oro y había nacido y vuelto a nacer muchas veces. Se llamaba Ipse, El mismo, y así lo llamaban sus discípulos. Pero a esos discípulos, apenas los admitía en su escuela, les arrancaba la lengua. Y, si oís las instrucciones que les daba, estoy seguro de que os partiréis de risa. Os diré ahora mismo algunas: No perfores el fuego con la espada, les decía; no desequilibres la balanza; no comas sesos; tampoco has de comer corazón; no te sientes en el celemín; trasplanta la malva, pero no la comas; no hables mirando al sol; deja el camino real y toma el atajo; cuando te levantes de la cama, enrolla el colchón y que no quede huella de tu cuerpo; no lleves anillo; borra de la ceniza la huella del puchero; no dejes que las golondrinas entren en tu casa; no mees contra el sol; no te mires al espejo a la luz del candil; cálzate primero el pie derecho, pero lávate primero el izquierdo; no mees en los recortes de tu uñas o de tus cabellos, escupe sobre ellos. [238] Dicho individuo se abstuvo siempre de comer habas, como los judíos de comer cerdo. Pero, si topaba con un gallo gallináceo de plumas y alas blancas, le demostraba inmediatamente su amor, como a un verdadero hermano. Si no fuera porque temo vuestras carcajadas que, me parece, están ya a punto de explotar, tendría aún más cosas que contaros. De todas formas, os las voy a contar y podéis reíros todo lo que queráis. Se dedicaba a domar animales, lo mismo salvajes que domésticos. Y se recuerda a este propósito que hubo en Daunia2 una osa de proporciones espantosas y de terrible fiereza, que era un auténtico peligro lo mismo para los rebaños que para las personas. Pues bien, este hombre, si realmente era Ipse un hombre, la llamó suavemente, la acarició con la mano y se la llevó a su casa durante algún tiempo, alimentándola a pan y fruta. Luego la dejó libre haciéndole prometer que en adelante no tocaría a ningún animal. La bestia, efectivamente, se fue mansamente a sus montes y a sus bosques y en lo sucesivo no hizo daño a animal alguno. ¿Queréis oír también la historia del buey? Habiendo visto en un prado de Tarento cierto buey que tronchaba a mordiscos las habas todavía verdes, le dijo al pastor que 2
Se trata de la Apulia, región del sur de Italia, que fue llamada también Daunia por haber sido conquistada y dominada por el caudillo ilirio Dauno.
aconsejara a su buey que no las comiera. Y el pastor le respondió con sorna: «Yo no sé el lenguaje de los bueyes; así que díselo tú, si lo sabes.» Ipse, sin vacilar un momento, se acercó al buey y, hablándole al oído durante un rato, consiguió que el buey se abstuviera de comer habas, no sólo en aquel momento sino también en lo sucesivo. Aquel buey tuvo luego una plácida vejez, considerado como algo sagrado en el templo de Juno y nutrido diariamente con alimentos propios de los hombres, que la gente acudía a llevarle. El mismo Ipse, profesor y difusor de tan portentosa sabiduría, preguntado un día por el tirano Leonte de Fliunte3 qué [239] tipo de hombre era, respondió que era filósofa. Y preguntado a continuación qué quería decir aquella palabra, jamás oída antes pues Ipse acababa de inventarla, contestó: que la vida humana es como una feria celebrada con gran abundancia de juegos y con la concurrencia de toda Grecia. A ella acuden infinidad de personas, unas por unos motivos y otras por otros; unos para vender sus mercancías y sus fruslerías, plantando aquí y allí sus tiendas y sus sombrillas como trampas y redes para los dinerillos de la gente; otros a su vez para exhibirse y hacer demostración de sus habilidades, pues se presentan lo mismo los lanzadores de disco que los robustos alzadores de pesos, los saltadores de longitud, los luchadores expertos en derribar adversarios y los que saben correr en las carreras como si volaran. Allí hace equilibrios el funambulista, salta por el aire el volatinero, hace sus trucos el prestidigitador, se ahueca el charlatán, entra en trance el adivino, fantasea el cuentahistorias, engaña el vendedor ambulante, hace fintas el espadachín, trata de conmover el orador y cuenta mentiras el poeta. Añadía, en fin, que otros, más esmeradamente educados, asistían a los juegos sólo para poder visitar lugares y ver gentes antes no conocidas y contemplar monumentos de arte y de ingeniería y las obras de los más esclarecidos artistas. Y añadía que, de la misma manera, se juntan en esta vida hombres de intereses diversos, dominados unos por el afán de dinero y de placeres, acuciados otros por la ambición de mandar, movidos otros por el estímulo de la honrilla, y otros solicitados por el regusto de los placeres. Pero que los que se alzan sobre todos y gozan de mayor consideración son los que se complacen en la contemplación de las cosas bellas y se dedican a observar este cielo nuestro, el sol, la luna y el concierto de los astros: el sol, que es la fuente de la luz; la luna que, variante e inconstante, de él la recibe; los astros, errantes unos y fijos otros en su sitio, pero todos siempre en movimiento. A todo este orden le viene su hermosura de su participación en el que es el primer inteligible que, para Ipse, consistía en la naturaleza de los números y de las proporciones, la cual, difundiéndose y penetrando en todo el universo, lo dispone todo con cierta arcana belleza y orden. [240] Referente a las cosas que son bellas, divinas y puras en su principio, es decir, en su fuente misma, y que son las que determinan ese orden, hay —decía— una ciencia que se llama sophia (sapientia, en latín), y a los que la cultivan los llama Ipse filósofos. En otros tiempos, en los tiempos primitivos, solía llamarse sabios incluso a los que cultivaban ciertas artes sedentarias o mecánicas. Y así el poeta Homero llama sabios al herrero y al carpintero. Pero hubo en Atenas un viejo, notable por la altura de sus hombros, según se dice, y a quien la gente consideraba incluso hijo de Apolo, el cual negó que fueran verdaderas artes aquellas que se aplican preferentemente al servicio de la vida, sea con carácter de necesidad o de utilidad, o sea sólo como ornamento o como recreo o como mero instrumento. Y afirmó que el tesoro propio de un filósofo es la ciencia de los números puesto que, si los suprimes de la naturaleza humana, la razón misma 3
Fliunte, antigua ciudad del Peloponeso, en el sur de Grecia.
de ella desaparece para siempre. Y se refería a los números no como algo corpóreo, sino como principio y raíz de lo par y de lo impar en relación con la naturaleza de las cosas. Decía también que en un segundo momento se dedicaría al estudio del origen de los dioses y al de los animales, es decir a la Teogonía y a la Zoogonía e, igualmente, al estudio de los astros; que indagaría el circuito de la luna, que determina los meses y produce los plenilunios; y los giros del sol, que son causa de las nieblas invernales y de los solsticios y del alternarse de los días y las noches y de las variaciones de las cuatro estaciones; y, por otra parte, los rumbos de las cinco estrellas errantes y de las que nunca se mueven; y sus desplazamientos, sus avances y sus detenciones; y asimismo las estrellas fijas en determinados puntos y que, sin embargo, con cierta rapidez y en sentido contrario, giran y avanzan con el cielo mismo. A todo ello conviene añadir, decía, la que, con nombre impropio, se llama Geometría, mediante la cual se observa la proporción de las cantidades, procediendo de las superficies planas a los volúmenes, y en la que estriban los fundamentos en que se basa toda la ciencia de los sonidos, o música. Y continuaba diciendo que ante todo es necesaria la ciencia mediante la cual puede distinguirse lo verdadero de lo falso y refutarse [241] la mentira; así como, por el contrario, es una absoluta vanidad la ciencia que, en lugar de seguir ese arte, lo simula y falsea los colores reales con tintas irreales. Pero, para que el filósofo pueda llegar a la comprensión de esa naturaleza que es siempre invariable y que no está a merced de las generaciones y corrupciones de las cosas, añadía que ese filósofo debe insistir en el camino de que ya hemos hablado y aprender a fondo las disciplinas, lo mismo las fáciles que las difíciles pues, de otra manera, habrá de depender sólo de los dioses o de la fortuna. De todas formas, afirmaba dicho viejo, ese filósofo sólo puede nacer de un matrimonio sagrado, es decir de padres extraordinarios pues, como suele decirse, no puede hacerse una estatua de Mercurio con un tronco cualquiera. Y, lo mismo que las ramas y los retoños degenerados y torcidos por naturaleza no pueden lograr nunca la derechura que les sería propia, por más que se los trate y se los maneje, pues en seguida vuelven a su degeneración natural, así también los que han nacido de baja condición y han sido educados sin esmero tienden constantemente hacia abajo, es decir, prefieren los oficios más viles y no son capaces de elevar a lo alto su espíritu ni pueden proceder nunca con rectitud y libertad verdaderas. Y si los habitantes de Elida o de Pisa4, donde solían celebrarse los juegos olímpicos, no permitían que nadie se desnudara en aquellas competiciones, excepto los que pudieran demostrar que sus padres y sus antepasados estaban limpios de toda tacha, y ello a pesar de que allí no se trataba de competiciones espirituales sino corporales y, por otra parte, sólo se aspiraba a una corona de olivo silvestre, ¿por qué —decía el viejo— no ha de hacerse lo mismo en las competiciones espirituales? Pretendía sólo que el filósofo se aficionara a indagar la verdad y que, para ello, se procurara muchos compañeros y colaboradores, pues le resultaba evidente que en la filosofía ocurre [242] como en las cacerías, que, si uno se dedica a perseguir el sólo a la fiera, nunca o muy difícilmente la alcanzará; pero, si busca la ayuda de otros cazadores, llegará con facilidad hasta su misma guarida. También en esta especie de cacería tras la verdad hay muchos lugares ásperos y fragosos cercados de árboles y de temibles sombras, que son difíciles de atravesar si uno va solo. Y lo mismo que en las familias nobles se usan ciertos emblemas, como el áncora de los Seléucidas 5, el hombro de marfil de los 4
La región de Elida en el Peloponeso y la vecina ciudad griega de Pisa, a las orillas del río Alfio, se disputaron durante mucho tiempo la presidencia de los juegos olímpicos, hasta que Pisa fue vencida y destruida por sus enemigos el año 588 a. C. 5 Los Seléucidas descendían de Seleuco I (312-280 a. C), general macedonio de Alejandro Magno, que fundó a 70 kilómetros de la antigua Babilonia, a la orilla del canal entre el Tigris y el Eufrates, la ciudad
Pelópidas6 o la barba rojiza de los Enobarbos7, de la misma manera los filósofos han de tener ante todo esta divisa: ser aborrecedores de la mentira y amantes de la verdad. De todos modos, le va bien al filósofo algún tipo de fingimiento, como cuando se rebaja a sí mismo y sus propias cosas, forma de elegante ironía que, según se dice, empleó Sócrates contra los hinchados sofistas a fin de que, al quedar confundidos por un hombre que parecía inculto, comprendieran mejor que los que no sabían absolutamente nada eran ellos. En cambio, cuando algunos se atribuyen con desfachatez aquello que están lejísimos de poseer, esos tales resultan insoportables en cualquier parte, y de modo especial en esta clase de estudios. También debe desterrarse la ambición de riquezas y no han de buscarse sino en cuanto pueden proporcionar tiempo libre para la filosofía. Yo no consideraré nunca hombre de bien a quien ponga sus ojos, como en cosa digna, en el esplendor del oro y a quien traicione su palabra y su honor por torpes com-[243]-promisos; que, lo mismo que el oro se prueba con el fuego, los hombres se prueban con el oro. Tampoco ha de meter las narices en las interioridades de los demás con curiosidad morbosa, como las brujas esas de que hemos hablado, ni pretenderá averiguar los secretos de una casa para hacerse así más temible. En consecuencia, considerará sabio a Esopo, que decía que todo hombre lleva dos alforjas, una delante y otra detrás, es decir, una que cuelga sobre el pecho y otra que cuelga sobre la espalda. Ambas están cargadas de defectos; pero en la de delante van los ajenos y en la de atrás los propios. De modo que la gente no ve sus propios defectos, pero sí los ajenos. ¡Ojalá supiéramos dar la vuelta a esas alforjas de vez en cuando, para que cada cual pudiera ver sus defectos! Esta fue la imagen del verdadero y auténtico filósofo, que nos trazó aquel viejo de Atenas que en altura sobrepasaba a los demás con toda su cabeza y todo su pecho. Y afirmaba que, por mucho que viviera, pasaría su vida meditando en la muerte, a pesar de que él era un hombre realmente feliz y dichoso incluso en esta vida; pero que tipos como él se encuentran poquísimos, pues son más raros que los cuervos blancos. Ahora bien, si yo dijera o pensara que soy como ese filósofo que acabo de describir, sería más tonto que Caracuca, puesto que apenas me he asomado a las disciplinas que son propias de un filósofo y estoy muy lejos de esos hábitos y virtudes que he dicho. II. Pero supongamos que lo fuera. ¿Merecería ser reprochado por ello? ¿Es que la filosofía es una disciplina vana y nefasta? Ya sé que así la consideraron algunos en otros tiempos y, de manera especial, los poderosos. La famosa Agripina Augusta se dice que apartó a su hijo Nerón del estudio de la filosofía porque tal estudio es inútil a los gobernantes. Y Domiciano expulsó de Roma y de Italia a los filósofos por el hecho mismo de que eran filósofos, no por ningún otro delito. Al ateniense Sócrates, que fue como el padre de la filosofía, lo eliminaron con la cicuta. Y la que en otros tiempos fue prosperísima ciudad de Antioquía persiguió con injurias y calumnias al príncipe Juliano sólo porque era filósofo y llevaba barba, como se acostumbraba entre los antiguos filósofos. ¿Y qué [244] decir de aquel bárbaro tirano, que había decidido quemar todos los libros de los filósofos? Y lo habría hecho si no lo hubiera disuadido Algacel con una piadosa aunque poco creíble fábula. de Seleucia, con un importantísimo puerto fluvial. 6 Pelópidas eran llamados los pretendidos descendientes del mítico Pelops; entre ellos, los caudillos griegos de la guerra contra Troya, Agamenón y Menelao. Pelops había sido descuartizado y ofrecido engañosamente como manjar a los dioses por su propio padre Tántalo. Indignados éstos al descubrir la superchería, castigaron duramente a Tántalo y resucitaron a Pelops, a quien sustituyeron con una pieza de marfil el hombro que, sin saberlo, le había comido Ceres. 7 El noble romano Domicio Enobarbo recibió y transmitió a sus descendientes ese apodo de enobarbo (barba de bronce) por el color rojizo de su barba y cabellos.
Pero yo no me maravillo de todo esto. Siendo como eran personajes malvados y de costumbres depravadas, corrompidos por la lujuria y los placeres, no podían soportar la gravedad de la filosofía. Más me sorprende el que algunas veces la hayan atacado hombres doctos y honrados y, lo que es aún más indignante, que eso se haya hecho con el favor del pueblo, con gran aplauso y alabanzas para los que la perseguían. Y así el romano Hortensio, hombre elocuentísimo y nobilísimo, precisamente por vituperar a la filosofía, mereció que Cicerón diera su nombre a un libro, haciendo así más famoso a dicho Hortensio ante la posteridad. Por su parte, Dión de Prusa8, que fue el primero que llevó el sobrenombre de boca de oro, por ninguno de sus discursos (y fueron muchos) es considerado más elocuente que por el que va dirigido contra los filósofos. También Aristófanes, autor perteneciente a la comedia antigua, se estima que en ninguna de sus creaciones mostró tanta gracia y tanta fuerza como en la titulada Las nubes, en la que, con fina sátira, presentó al filósofo Sócrates midiendo los saltos de una pulga. Pienso igualmente que Arístides logró más fama y más gloria por el discurso que escribió contra Platón y a favor de cuatro próceres atenienses, que por todas las otras muchas obras que compuso: y ello porque, aunque carece de elegancias y no se ajusta suficientemente a las exigencias de la retórica, tiene, sin embargo, secreta belleza y gracia, y hasta las palabras mismas y los nombres resultan altamente agradables. Y ¿qué diremos de aquel famoso Timón de Fliunte9, autor [245] de la mordaz obra titulada Sillos? ¿No alcanzó también él gran renombre precisamente por sus burlas contra los filósofos? Pero no debe ser considerada mala sin más una cosa porque algunos la censuren. El sabor dulce es considerado el mejor de todos los sabores y, sin embargo, a algunos les disgusta aun estando perfectamente sanos. Todas esas críticas y cotilleos son como las sombras que, aunque aumenten ellas o disminuyan, no aumenta ni disminuye el cuerpo a que pertenecen. De la misma manera, uno no es mejor porque lo alabe la gente ni es peor porque lo vituperen. Si no se cultiva la filosofía no es posible vivir según las virtudes del alma pues, si vivimos gracias al alma, sólo cultivando las virtudes del alma viviremos como es debido, de la misma manera que, si vemos gracias a nuestros ojos, sólo con ojos sanos podremos ver bien. Por ello, el que no quiera vivir rectamente que no se dedique a la filosofía, y el que se empeñe en vivir depravadamente que abandone la filosofía. Y he aquí que me acuden a la memoria ciertas áureas sentencias del pitagórico Arquitas10, tomadas de su libro titulado Sobre la sabiduría que, si me lo permitís, os traduciré literalmente. Dice así: «La sabiduría está por encima de todas las cosas humanas como la vista entre los demás sentidos, la inteligencia entre las facultades del alma y el sol entre los astros. La vista se tiende a lo lejos y abarca todas las variadas formas de las cosas; la mente, como una verdadera reina, opera con la razón y con el pensamiento y viene a ser como la vista y energía de las cosas más excelsas; y el sol, por su parte, es el ojo y el alma de toda la naturaleza, gracias al cual todas las cosas se hacen perceptibles, se producen, se nutren, se desarrollan y reciben calor. «Entre todos los animales, el hombre es con mucho el más inteligente, pues tiene la facultad de observarlo todo sacando conocimientos y previsiones, ya que en él imprimió 8
El escritor griego Dion Crisóstomo (o boca de oro) nació en Prusa, Bitinia, el año 40 d. C. y murió el año 114. Fue uno de los más caracterizados representantes de la llamada segunda Sofistica. El emperador Trajano le concedió la ciudadanía romana. Entre sus discursos, de puro interés dialéctico, fue famoso el titulado Troyana, en el que trata de demostrar la falsedad de la tradición homérica respecto a la guerra de Troya. Su obra es documento vivo de las diversas tendencias de la cultura helenística de aquella época. 9 Timón de Fliunte (320-230 a. C), poeta y filósofo griego, autor de una mordaz sátira, titulada Silloi, contra los filósofos. 10 Arquitas de Tarento (s. IV a. C), matemático y filósofo de la escuela pitagórica.
y selló el Dios supremo una razón universal, gracias a la cual pudiera distinguir las especies de todas las cosas y hallar los significados de los nombres y de las palabras, de la misma manera que [246] a los sonidos de las voces se les asignan precisas localizaciones.» Hasta aquí las palabras de Arquitas. Pero yo añadiría aún que quien se niega a filosofar renuncia a ser feliz. Porque solamente somos verdaderamente felices cuando poseemos muchos bienes y los poseemos para sacarles provecho; pero, puesto que no podemos sacarles provecho si no hacemos uso de ellos, y sólo la ciencia puede hacer que los usemos bien, y es la filosofía la que estudia y logra esa ciencia, resulta que tenemos que filosofar para poder ser felices. Yo me pregunto: ¿es que vamos a cuidar de nuestras cosas materiales, o sea, de nuestro cuerpo y de nuestras riquezas, y no vamos a cuidarnos de nosotros mismos, es decir, de nuestra alma? Pues bien, resulta que la que sana al alma es la filosofía, como la medicina sana al cuerpo. Aunque sean tres las partes o potencias del alma, es decir, la razón, la iracundia y el apetito, sólo la primera es divina; las dos últimas son casi propias de los animales. Y yo me pregunto: ¿es que vamos a mimar y a fomentar el apetito, bestia de muchas cabezas, y la iracundia, león furioso, y vamos a permitir que la razón, que es peculiar del hombre, se vea hambrienta, débil y semimuerta? ¿Vamos a consentir que, como el Hipólito de la leyenda11, sea arrastrada de un sitio para otro por esos dos monstruos y sean desgarrados y destrozados sus miembros? Si huimos del aislamiento y buscamos la vida social de las ciudades, ¿no vemos que hay en las ciudades ciertos oficios que atienden a la comodidad de la vida y que hay otros que están al servicio de ellos y otros que de ellos se sirven, y que en estos últimos precisamente, por ser los más nobles, se encuentra principalmente el bien mismo? Sin embargo, la única que gobierna el juicio y que se sirve de la razón misma y atiende al bien universal, ésa precisamente es la que por su misma naturaleza puede valerse de todas las demás y gobernarlas. Pues bien, ésa no es otra que la filosofía. ¿Por qué, pues, hemos de avergonzarnos de filosofar? [247] Pero dirás tú: «El conocimiento de la filosofía es demasiado difícil.» Y, sin embargo, si nos atenemos a las pruebas, casi no hay ninguna otra arte liberal más fácil de conocer, puesto que los principios son más fáciles de conocer que lo que de ellos se desprende, y las cosas que son por naturaleza mejores se comprenden más fácilmente que las que son peores. Y es prueba de esa facilidad el hecho de que la filosofía, aun sin prometer ganancias materiales, alcanzó en poco tiempo un gran apogeo. Y ¿quién es el hombre de talento que no anhele tener tiempo libre para dedicarse a la filosofía? Esto no sería así si el filosofar fuera una fatiga y no un placer más bien. Y ¿qué decir del hecho de que en cualquier circunstancia podemos entregarnos a ese estudio y darnos a la meditación, desde el momento que no hay para ello necesidad de instrumentos que no estén dentro de nosotros mismos y no hay lugar que no sea oportuno para hacerlo? Estés donde estés, allí puede presentarse inmediatamente la verdad. Pero, del mismo modo que no es difícil de comprender la filosofía, tampoco es obvia ni clara a cualquiera. Solamente a los que vigilan se comunica, no a los que duermen. Sin embargo, solemos ser tan dignos de risa, que ni siquiera soportamos unas pocas horas de vigilia por ella en el invierno, mientras somos capaces de pasar las columnas de Hércules y navegar hasta la India por un vilísimo y herrumbroso metal. 11
Enamorada Fedra de su hijastro Hipólito, y rechazada por éste, provocó la venganza de Neptuno, quien hizo salir del mar un toro enfurecido, que asustó a los caballos del muchacho, los cuales lo arrastraron por tierra destrozándolo.
Puesto que hemos dicho que en la filosofía estriba el mayor de los placeres, para que podáis comprenderlo más fácilmente, imaginaos a uno que disfrutara de todas las delicias pero que fuera totalmente ignorante y desprovisto completamente de juicio; ¿habría alguien que quisiera vivir vida semejante? Ciertamente imagino que no, lo mismo que nadie elegiría el estar siempre borracho, ni ser niño toda la vida, ni pasarse toda la vida durmiendo como Endimión12. Porque, aunque también [248] el sueño tenga sus placeres, se trata de placeres falsos confusos e imaginarios, no de placeres auténticos reales y efectivos. Y ¿por qué casi todo el mundo tenemos miedo a la muerte? Pienso que es porque a todos nos resulta temible lo que ignoramos, precisamente por tratarse de algo que para nosotros es oscuro y misterioso, mientras, por el contrario, nos resulta amable lo que comprendemos, como algo claro y manifiesto. De aquí se sigue, pienso yo, la gran veneración que sentimos hacia nuestros padres, porque gracias a ellos podemos contemplar este sol y estas estrellas y esta luz universal. Así también nos complacemos especialmente en las cosas que nos son familiares y amamos de modo particular a aquellos con quienes convivimos más asiduamente, y solemos llamar amigos a aquellos a quienes conocemos mejor. Pues si nos complacemos en lo que de verdad conocemos ¿cómo no ha de complacernos el hecho mismo de conocer y de saber? Ahora bien, ese es el principal objetivo de la filosofía; por lo que o hemos de prescindir de obrar y de aspirar a nada en esta vida, o hemos de refugiarnos en la filosofía como en un verdadero puerto. Pongamos ante nuestros ojos la misma vida humana. ¿Qué es esa vida sino una vana sombra o, como más acertadamente dijo Píndaro, un sueño de sombra? El hombre es sólo una burbuja, como decía un antiguo proverbio. ¿No vemos cómo nos vence en fuerza el elefante y la liebrecilla en velocidad? ¿No vemos cómo esta deslumbrante gloria, que tan poderosamente nos atrae, no es más que una mera bagatela, una simple niebla? Si miras las cosas desde lejos te parecen grandes, pero si te acercas a ellas se desvanecen. La compostura y nobleza del cuerpo humano nos resultan bellas y estimables porque nuestra vida es deficiente; si fuéramos como los linces y pudiéramos penetrar con la mirada en el interior de las cosas y verlas bien, incluso lo que solemos llamar hermoso nos causaría repugnancia; ¡hasta tal punto se presentarían sombrías y feas y hasta deformes muchas cosas a nuestra vista! ¿Y para qué voy a mencionar los placeres obscenos, que siempre van acompañados del remordimiento? Dime, pues, ¿qué es lo que hay de realmente consistente y duradero en nuestras cosas? Es sólo nuestra fragilidad misma [249] y la brevedad de nuestra vida la que hace que algunas veces nos parezca firme y duradera una cosa. Por ello, aunque no sea del todo cierto, tampoco debe parecemos absurdo sin más lo que pensaron algunos hombres de la antigüedad: que nuestras almas, al estar encerradas en nuestros cuerpos como en unas cárceles, están purgando las penas de enormes delitos. En verdad, al estar el alma unida y aglutinada al cuerpo y extendida y desplegada por todos los miembros y como por todos los conductos de los sentidos, a mí me da la impresión de que está padeciendo el mismo suplicio que aplicaba a sus súbditos infieles el famoso Mecencio, de quien nos habla Virgilio. Lo describe así nuestro poeta: Ataba los cadáveres a los cuerpos de los vivos, 12
El joven pastor Endimión, por haber faltado al respeto a la diosa Juno, fue condenado a un sueño perpetuo en una gruta del monte Latino. La Luna se enamoró de él y todas las noches penetraba en la gruta para besarlo. El poeta catalán Benito Gareth, más conocido como el Cariteo (1450-1514), publicó en Nápoles (1506) un bello poema en italiano sobre este tema y con ese título: Endimione.
uniéndoles manos con manos y bocas con bocas —¡suplicio horrendo!— y, sumidos en asquerosa podredumbre, en triste abrazo, los mataba con prolongada muerte. (Virgilio, Eneida, VIII, 485-488.) Nada hay, pues, en las humanas cosas que merezca nuestras preocupaciones y cuidados, excepto aquella que Horacio llamó bellamente partícula de soplo divino, que hace que, en medio del ciego torbellino de la existencia, tenga la vida de los hombres gobierno seguro. Porque algo divino es nuestra alma, algo divino ciertamente, fuera Eurípides el primero que osó afirmarlo, o fuera más bien Hermótimo o Anaxágoras. Podrá acaso decirse que a los que cultivan la filosofía no les espera ninguna recompensa. La verdad es que yo no busco recompensa alguna cuando es suficiente recompensa lo mismo que uno hace. Así cuando se representa en el teatro alguna comedia o alguna tragedia y cuando luchan los gladiadores en la arena, acudimos espontáneamente allí todo el pueblo, sin que nos sirva de estímulo recompensa alguna. ¿Y no vamos a ser capaces de ponernos a contemplar desinteresadamente la naturaleza misma, que es, de todas las cosas, la más hermosa? —Pero la filosofía no se dedica a la acción; sólo se dedica a la contemplación. —Concedido; pero es ella, sin embargo, la que da las nor-[250]-mas para toda acción; lo mismo que, en los cuerpos, es la vista la que, aunque no ejecute directamente la acción, sólo por el hecho de ser ella la que observa y aprecia todo, representa tal ayuda para los que realizan el trabajo, que éstos se sienten no menos deudores de sus ojos que de sus manos. —Pero el filósofo es un hombre rudo e insociable, que ni siquiera conoce la calle que lleva al foro, ni sabe dónde se celebran las reuniones del Senado, ni cuál es el sitio donde se reúne el pueblo, ni dónde se celebran los juicios. Ignora las leyes y los decretos y los edictos de la ciudad; y, en cuanto a los manejos de los candidatos y sus reuniones, banquetes y meriendas, eso ni siquiera se lo sueña. Y, por lo que se refiere a los hechos ajenos, a quién le van bien y a quién le van mal las cosas, o quién es aquel a cuya mujer o a cuyos padres pueden señalársele tachas, o si pueden señalársele a él mismo, todo eso lo ignora tanto como Cuánto es el número de libias arenas que hay en la perfumada drene (Cátulo, VII). Podemos añadir que no conoce siquiera a su propio vecino y no sabe si es blanco o moreno, si es realmente un hombre o una bestia. No ve siquiera lo que tiene ante sus mismos pies. Y así se cuenta que la criada tracia de Tales de Mileto se rió de él porque, por ir mirando de noche las estrellas, se cayó a un pozo; y le dijo: «Te has comportado como un necio, Tales, pues te dedicabas a contemplar el cielo y no viste lo que tenías ante tus propios pies.» Si a un hombre así lo llevas a palacio o ante un magistrado o a una reunión y le dices luego que te explique lo que allí se trata y todas esas cosas que tiene ante sus ojos y entre sus propias manos, comenzará a vacilar, a titubear, a desconcertarse, a obnubilarse como un pájaro atrapado en la viscosa liga, como un murciélago al sol, haciendo que se rían de él no sólo las criadas tracias sino también los traviesos chiquillos que empiezan a trazar garabatos en la pizarra, y a los que a duras penas conseguirá impedir con su bastón que se le suban a las barbas. Si alguien lo injuria con palabras, se callará, se quedará mudo, no encontrará palabras para responder porque él igno-[251]-ra los defectos de los demás por no haber metido nunca sus narices en los vicios ajenos. De modo que si al-
guien se autoalaba y se pondera más de lo debido en presencia de éste y si uno se empeña en proclamar la felicidad de los reyes o de los tiranos y si otros fanfarronean de poseer campos de mil yugadas o insisten en repetir la excelencia de su linaje desde sus trisabuelos, él se limita a pensar que todos están locos y se echa a reír sin tino, no sé si por excesiva insolencia o por estupidez. Así es en realidad, podrás tú decirme, ese ilustre filósofo tuyo, que tan sin fundamento y tan sin medida, creo yo, estás tú ponderando. ¿Y qué voy a decir yo a todo esto? ¿Qué puedo responder? Confieso que todo eso es más cierto que la verdad misma. No tiene ni idea el filósofo de lo que es un tribunal o un pleito o la vida de palacio o una camarilla; ignora las humanas debilidades, en parte porque se considera ajeno a todo eso y en parte porque lo considera demasiado pequeño e insignificante; razón por la cual desprecia todo eso y lo deja a la vil turba humana, como cosas a las que cualquier plebeyo puede dedicarse. El famoso caudillo Temístocles, como anduviera inspeccionando los cadáveres de los soldados bárbaros que había desbaratado a la orilla del mar, al ver esparcidos por tierra ciertos collares y anillos de oro, pasó de largo pero se los indicó a uno de sus acompañantes diciéndole: «Cógelos tú, pues tú no eres Temístocles.» De la misma manera procede el filósofo absteniéndose de todas esas cosas como despreciables, como indignas de él. Hasta tal punto las ignora, que ni siquiera se da cuenta de que las ignora; su espíritu anda siempre vagando y, como el cisne de Tebas, de que habla Horacio, elevándose poderosamente por los aires, tiende su vuelo hasta las altas regiones de las nubes; y midiendo desde allí cielo y tierra, penetrando los secretos de la naturaleza, las cosas de aquí abajo escapan a su atención mientras contempla a lo largo y a lo ancho todo el universo (Ovidio, Tristes, II.) [252] ¿Y cómo va a estimar él que un rey sea algo distinto de un porquerizo, de un pastor o de un boyero? Antes bien, el rey se encuentra en peores condiciones, puesto que tiene que gobernar a seres peores, desde el momento que los hombres ignorantes son realmente peores que las bestias, incluso que las bestias más feroces. De modo que, en la consideración del filósofo, las murallas de las ciudades no son otra cosa que empalizadas y grutas para encerrar a esos feroces rebaños. ¿Y cómo va a considerar cosa grande los campos de mil yugadas un hombre a quien la tierra misma le parece un simple punto? ¿Y cómo no va a reírse de todo aquel que se considera de la más alta alcurnia por el hecho de contar quizá con cinco o seis antepasados nobles y ricos?; y más, sabiendo que tras los blasones de cualquiera, y en esa serie de antepasados, se pueden encontrar muchísimos que han sido siervos e incultos y hasta mendigos, y que no hay rey que no proceda de siervos ni siervo en cuyos orígenes no haya algunos reyes. Que todas estas distinciones que existen ahora acaban confundiéndose en el largo remontar de los siglos. Quiero ahora exponeros una bellísima alegoría atribuida al famoso filósofo platónico Jámblico13, a quien la voz unánime de la antigua Grecia suele llamar divinísimo. Imagina, dice él, una espaciosa gruta que se mete tierra adentro todo lo posible y que tiene en lo alto una boca de la que recibe la luz. Imagina que en lo más profundo de esa gruta hay unos hombres que moran allí desde su misma infancia, atados siempre con cadenas y sujetos por éstas de tal manera, que ni pueden mirar hacia dicha boca ni pueden 13
Jámblico, filósofo neoplátonico, muerto hacia el año 330 d. C. Fue el iniciador de la escuela neoplatónica de Siria e influyó poderosamente en la difusión de las doctrinas de sus maestros Plotino y Porfirio, acentuando en ellas el motivo religioso y teológico.
volverse hacia ninguna parte, de modo que únicamente pueden ver lo que tienen ante sí. A sus espaldas y por encima de ellos brilla a lo lejos un gran fuego y, entre ese fuego y esos hombres que hemos dicho que están atados, hay un camino elevado y como suspendido en la altura y, junto al camino, una pared. Por ese camino van pasando muchas personas que llevan en sus manos ánforas y otros ob-[253]-jetos y figuras de animales en piedra o en madera o en cualquier otro material. Todas esas cosas que llevan mientras caminan aparecen en la pared que hemos dicho, y las personas que las llevan van unas en silencio y otras charlando, como suele ocurrir siempre. Resulta, en definitiva, toda esta escena como cuando los prestidigitadores, actuando detrás de una cortina, hacen aparecer a nuestra vista en esa cortina unas minúsculas figuras, como muñecos, que hablan y gesticulan ridículamente, que se pelean entre sí y que se persiguen en broma unos a otros. Y bien, me diréis, ¿a qué viene toda esta figuración, tan rebuscada y extravagante? Os lo voy a explicar. Pensemos que esos hombres de que he hablado, inmóviles y atados con cadenas, no sean diferentes de nosotros. ¿Qué es lo que podrán ver? No se verán ciertamente a sí mismos ni, estando atados, podrán ver tampoco a los otros que también lo están. Tampoco verán las cosas aquellas que llevaban los transeúntes puesto que están en medio de tinieblas y no pueden mirar hacia atrás. Pienso, por tanto, que sólo podrán ver las sombras que el fuego ese de que hemos hablado proyecta en la pared opuesta de la gruta. Y si se da el caso de que los que pasan se ponen a hablar entre sí, estoy convencido de que los encarcelados asegurarán que esas sombras son auténticas realidades. Si, por añadidura, ese simulacro de voz que en griego se llama Eco resuena y se repercute en aquella pared frontera de la gruta al ir hablando los que por allí pasan, ¿crees tú que van a pensar ellos que el que habla es algo distinto de la sombra que pasa? Yo creo que no. Pienso más bien que para ellos la única realidad verdadera son las sombras. Pero dejémoslos libres quitándoles las cadenas y, si es posible, tratemos de redimirlos de tanta ignorancia. ¿Qué ocurrirá? Pues ocurrirá, yo creo, que cuando hayas hecho quitar los grilletes y estrechas ataduras a cualquiera de ellos y le mandes que inmediatamente se ponga de pie y mire hacia atrás y camine y dirija su mirada hacia la luz, ese tal se sentirá en un primer momento desconcertado y cerrará fuertemente sus ojos ante la luz y no podrá mirar las cosas, de las que hasta entonces sólo había visto las sombras. Y si alguien le dice a ese hombre: «Eh, tú; lo que veías antes eran meros juegos de pasatiempo; ahora es cuando ves las cosas en su realidad»; y si además, mostrándole las co-[254]-sas reales, le pregunta qué es cada una de ellas, ¿no crees tú que se quedará largo rato perplejo y vacilante y que seguirá creyendo obstinadamente que eran más reales las cosas que antes veía que las que ahora se le muestran? Y si alguien le obliga en algún momento a salir a plena luz, ¿no hemos de pensar que han de dolerle los ojos y que retrocederá ante la luz y que se dará a correr todo lo que pueda para volver lo más pronto posible a sus sombras? ¿Quién puede dudarlo? Y aún más; si alguien lo obliga por la fuerza a salir fuera por arduos y empinados caminos, ¿no se indignará y se rebelará ese hombre? Y, apenas haya salido enteramente al aire libre, torcerá el morro, como el Cancerbero aquel de Hércules14, y no podrá soportar la luz ni mirar las cosas que le indiquen como deseables, si no se va acostumbrando poco a poco. Para ello, en un primer momento, mirará sólo las sombras, luego la imagen del sol reflejada en el agua y a continuación los cuerpos opacos, que no pueden ser traspasados por la luz. En un segundo momento elevará sus ojos al cielo, primero para ver de noche la luna y las estrellas; y luego, incluso de día, se decidirá a dirigir su mirada al sol mismo y se dará cuenta de que es ese sol el que mide el tiempo y regula las estaciones y el causante de 14
La última de las famosas doce fatigas de Hércules fue precisamente la captura del terrible Cancerbero, guardián de los infiernos, al que arrancó de aquellas tenebrosas profundidades para entregarlo a Euristeo, rey de Micenas, a cuyo servicio realizaba dichas fatigas.
las cosas que antes solía contemplar en la tenebrosa caverna. Pues bien, ¿qué es lo que este hombre pensará para sí? ¿Qué hará? ¿Cuántas veces se acordará de su oscura cárcel y de sus cadenas y de sus inseguros conocimientos anteriores? Yo pienso que dará infinitas gracias a los dioses por haber logrado salir al fin de allí y que compadecerá la suerte de sus compañeros, a los que dejó sumidos en tantos males. Y, si en la caverna aquella hubiera existido la costumbre de ensalzar y de premiar y honrar a los que sabían distinguir mejor las antedichas sombras o a los que lograban recordar con más precisión cuáles eran las sombras que habían pasado antes y cuáles habían pasado más tarde y cuáles lo habían hecho simultáneamente, y premiaran también a los que adivinaran las que iban [255] a pasar luego, ¿podemos pensar como cosa posible el que nuestro hombre aspirara a tales honores, alabanzas y premios y envidiara a quienes los conseguían? Yo creo que no. Creo más bien que, antes que triunfar entre aquéllos, preferiría escapar hasta más allá de los Saurómatas15 y del Océano Glacial. Pero supongamos que éste, como desde un destierro, regresara a aquel lugar inhóspito y oscuro. ¿No se sentirá como ciego al pasar del sol a las tinieblas? Y, si se hiciera un concurso para establecer quién conseguía distinguir con mayor precisión las sombras aquellas, ¿no es cierto que todos lo superarán y se reirán de él? De modo que todos aquellos prisioneros gritarán a una voz que su compañero ha vuelto ciego a la caverna y que es peligroso salir de ella. Y, en consecuencia, si alguien intentara otra vez liberar a alguno de ellos y sacarlo al aire libre, ése, fuera quien fuere, se resistiría con manos y pies y, si pudiera, se tiraría con las uñas a los ojos de los que querían sacarlo de allí. Trataría gustosamente de explicar el sentido de esta alegría si no fuera porque os estoy hablando a vosotros, los florentinos, hombres particularmente inteligentes y avisados. Me limitaré por ello a aclarar que esos hombres que viven encadenados y en tinieblas representan al vulgo y a los ignorantes; y que ese otro que salió a la plena luz, libre y sin cadenas, representa al filósofo del que hace largo rato venimos hablando. ¡Ojalá fuera yo ese filósofo! Yo no temo la antipatía y el descrédito de ese título hasta el punto de no querer ser filósofo si pudiera serlo. III. Pero me parece oír de nuevo a las brujas aquellas que, ante estas afirmaciones mías, tantas veces y en tan alta voz repetidas, me replican punzantes y breves con estas palabras: «No es necesario, Poliziano, que te esfuerces en probar y declarar a tus oyentes que no eres filósofo. Puedes estar tranquilo, pues no hay nadie tan necio que piense eso de ti. Ni siquiera nosotras, cuando decíamos que de repente nos habías salido [256] filósofo (palabra que, por lo visto, te molesta demasiado) nos creíamos eso de que seas un filósofo. No somos tan incultas ni tan retrasadas como para echarte en cara la filosofía como si fuera un delito. Lo que nos indignaba era la arrogancia (por no emplear otra palabra más dura) con que procedes tú, que, desde hace tres años, vienes declarándote filósofo sin haberte dedicado hasta ahora a la filosofía. Por esa misma razón te hemos llamado charlatán, ya que estás desde hace tiempo enseñando lo que tú mismo ignoras, lo que nunca has comprendido.» —Oigo y comprendo, mis buenas brujas, lo que decís y lo que pensáis. Pero también vosotras, por vuestra parte, escuchadme un momento a mí, si tenéis tiempo. Yo me declaro intérprete de Aristóteles, y no me corresponde a mí decir hasta qué punto estoy preparado para ello. Lo que afirmo es que soy intérprete, no que sea filósofo. Si fuera el intérprete de un rey, no iba por ello a pensar que yo mismo fuera rey. Tampoco Donato ni Servio, por ejemplo, se consideran poetas entre nosotros, ni Aristarco o Zenodoto entre los griegos, porque interpretan a los poetas. ¿Es que el famoso Filópono, discípulo de Amonio y condiscípulo de Simplicio, no es un válido intérprete de Aristóteles? Y, sin 15
Los saurómatas, o sármatas, eran los habitantes de la Sarmacia, vasta llanura al norte del mar Negro.
embargo, nadie lo llama filósofo sino gramático. ¿Acaso no son gramáticos también el famoso Jenócrito de Coos y Aristocles y Aristeas (de Rodas los dos) y Antígono y Dídimo (estos dos, a su vez, de Alejandría) y el más famoso de todos ellos, el gran Aristarco? Pues todos ellos, según nos dice Erotiano, fueron intérpretes de los libros de Hipócrates. Y lo mismo otros, de quienes habla Galeno. Y, sin embargo, nadie por ello los considera médicos. Misión de los gramáticos es el exponer y explicar todo género de escritos: poetas, historiadores, oradores, filósofos, médicos, juristas. Esta época nuestra, poco familiarizada con la cultura antigua, ha reducido al gramático a un campo demasiado limitado. Pero en otro tiempo, entre los antiguos, ese tipo de estudiosos tuvo tal autoridad, que eran los gramáticos los únicos censores y jueces de toda clase de escritos, por ello los llamaban también críticos. De modo que, como dice Quintiliano, no se limitaban a señalar con una rayita de censura los versos defectuosos, sino que también eliminaban de la familia [257] de los libros, como espurios, todos aquellos que aparecieran falsamente inscritos: y a los mismos autores, a unos los admitían y a otros los excluían, a su arbitrio, en la categoría de tales. Gramático, en griego, quiere decir lo mismo que literato en latín; pero nosotros hemos relegado ese nombre al nivel de las escuelas de barrio; como si dijéramos, a las tahonas. De modo que los literatos tendrían el mismo derecho a quejarse y molestarse que tenía Antigénides para molestarse porque lo llamaran flautista. No le hacía ninguna gracia a Antigénides que llamaran flautistas a los trompeteros de los entierros. De la misma manera tienen derecho a molestarse los literatos porque se dé el nombre de gramáticos incluso a los que enseñan las primeras letras. La verdad es que, entre los griegos, a ésos no se les llamaba gramáticos sino gramatistas, lo mismo que, entre los latinos, no se les llamaba literatos sino letradores. Pero hablaré en otro sitio de los gramáticos. Vuelvo ahora a mí mismo. Al hablar de los filósofos, yo no me doy ese nombre, que en mí sería ocasional, y menos me arrogo tal título, que no me pertenece. Yo os pregunto: ¿es que me consideráis tan insolente y tan estúpido, que, si alguien me saludara con el título de jurista o de médico, no iba a darme cuenta inmediatamente de que se estaba burlando de mí? Y eso a pesar de que, desde hace algún tiempo (y quisiera que no se viera arrogancia en lo que digo), vengo publicando, ciertamente con abundantes desvelos, comentarios lo mismo sobre derecho civil que sobre tratados de medicina. Sin embargo, no pretendo otro título que el de gramático. Y pido que nadie me envidie ese título, que incluso la gente poco culta desprecia como demasiado bajo y denigrante. —Está bien, dicen las brujas. Admitimos que se te llame gramático; pero no filósofo. ¿Cómo vas a ser filósofo tú, que ni has tenido maestros en esa materia ni has tocado libros que traten de ella? A no ser que creas que los filósofos pertenecen a la categoría de los hongos, que un aguacero los hace brotar de repente, o que sean semejantes a aquellos hijos de la tierra, que los poetas nos presentan como surgidos de los terrones y de los surcos, con su escudo ya y con su yelmo. ¿O es que nos vas a decir acaso que tú has sido tu propio maestro, como de-[258]-cía Epicuro de sí mismo, o que la filosofía te ha sido inspirada por intervención divina, como se dice de Esopo? Me están molestando ya demasiado las brujas estas. De modo que no voy a seguir hablando con ellas sino con vosotros, que espero seréis más justos conmigo. Y no voy a traer a colación ahora ante vosotros la mucha familiaridad que siempre he tenido con los filósofos más doctos, ni tampoco el hecho de que los estantes de mi librería estén rebosantes hasta el techo de antiguos comentarios, y especialmente de comentarios de autores griegos, que a mí me han parecido siempre los más grandes maestros.
Pero voy a hacer con vosotros este pacto: si realmente no hay en mis escritos y en mis discursos olor alguno de filosofía, reconozco que nadie tiene por qué admitir que yo haya asistido a las lecciones de los filósofos o haya leído sus libros. Pero si, por el contrario, hay en esos escritos míos no pocas cosas que huelan a escuelas filosóficas, deberéis entonces convenceros de que, si en realidad no he sido yo quien ha dado a luz esas doctrinas, sí que, por lo menos, las he aprendido de los maestros. Y si se suele vituperar a los que, antes de dar nada, prometen mucho, ¿por qué no se me ha de alabar a mí que, antes de prometer nada, he dado lo que he dado, por pequeño que sea? Las ovejas que han salido a pastar, dice el estoico Epicteto, al llegar la noche no se glorían ante su pastor por la mucha hierba que han comido, sino que le ofrecen su leche y su lana. Del mismo modo, nadie debe presumir de lo mucho que ha aprendido, sino más bien ofrecer a los demás eso que ha aprendido. Eso es lo que yo he hecho hasta aquí, sin duda alguna, y lo que pienso hacer en el futuro con el beneplácito de las Musas, Cuya devoción cultivo, movido por un gran amor (Virgilio, Geórgicas, II.) Por lo cual, después de haber explicado públicamente los libros de Aristóteles sobre la Ética y luego las Cinco Voces de Porfirio y los Predicamentos del mismo Aristóteles, junto con [259] los Seis Principios de Gilberto Porretano y la obrita titulada Peri hermeneias (De la interpretación) y luego, como fuera de programa, los Elencos Sofísticos, obra por ningún otro tocada y casi indescifrable, he aquí que ahora reclaman mi atención los dos volúmenes Resolutorios (o analíticos), llamados Primeros, en los que se contienen todas las normas del buen razonar. Libros esos que, aunque realmente espinosos en algunos puntos y cargados de dificultades, tanto por lo que se refiere al argumento como por lo que se refiere a la expresión, y precisamente por eso, yo afronto con mayor gusto y con mayor entusiasmo y ánimos, desde el momento que, en todas nuestras escuelas, los filósofos de nuestro tiempo los pasan por alto, no porque sean poco útiles sino porque son demasiado difíciles. ¿Quién podrá, pues, en justicia censurarme si me asumo la tarea de interpretar todo lo más difícil y dejo a los demás el título de filósofos? A mí llamadme gramático o, si lo preferís, filosofastro, o ni siquiera eso. Quiero, por lo demás, que mi discurso que, como veis, es sencillo y a ras de tierra, lo mismo que comenzó con una historieta, acabe también con otra historieta, pues dice Aristóteles que el filósofo es por naturaleza un filomitos, es decir, un aficionado a las fábulas, ya que la fábula tiene su fundamento en la curiosidad y la curiosidad es también la que da origen a los filósofos. Pero escuchad ya esa historieta. Cierto día se presentaron a la lechuza casi todas las aves y le recomendaron que en adelante no hiciera su nido en los agujeros de los edificios sino en las ramas de los árboles, entre las hojas, donde pasaría mejor el invierno. Y le mostraban una encina recién nacida, pequeña y tierna, en la que cómodamente, le decían, podría ella, la lechuza, acomodarse ocasionalmente y también construir su nido. Pero ella se negó a hacerlo y, a su vez, les aconsejó que tampoco ellas se fiaran de aquel arbolillo, pues algún día habría de producir viscosa liga, que es la perdición de las aves. Pero ellas, ligeras y volátiles por naturaleza, despreciaron el consejo de la única sabia, que era la lechuza. La encina había crecido ya, espaciosa y frondosa; y hete aquí que las aves se ponen a revolotear en bandada por las ra-[260]-mas, retozan, saltan, juguetean, gorjean. Entre tanto, la encina había comenzado a producir su viscosa liga, y los hombres se habían
dado cuenta de ello. Y así, de repente, aquellas infelices quedaron todas atrapadas y fue vano su tardío arrepentimiento por haber despreciado aquel saludable consejo. Y dicen que esta es la razón por la que ahora las aves todas, cuando ven a una lechuza, hacen como si la saludaran insistentemente, y la acompañan, la siguen, le hacen corro, y vuelan a su alrededor; porque, acordándose de aquel consejo, la admiran ahora como a una sabia y acuden en densas bandadas para aprender de ella un poco de sabiduría. Pero yo me temo que todo eso será en vano, e incluso muy nocivo para ellas alguna vez, ya que, en verdad, sabias eran solamente las lechuzas antiguas. Ahora hay muchas lechuzas que de tales tienen sólo las plumas, los ojos y el pico, pero no la sabiduría16. He dicho.
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La lechuza era el ave emblemática de Minerva, diosa de la sabiduría, porque la sabiduría se alcanza principalmente velando, como hace la lechuza, en la quietud y el silencio de la noche.