POESÍA ESCRITA POR MUJERES: LA MIRADA SOBRE EL CUERPO Y LA PERMANENCIA DE LA PALABRA. Natalia Fernández Díaz*
“Elle jouit d´un peu partout (...) La géographie de son plaisir est bien plus diversifiée, multiple dans ses différences, complexe, subtile, qu´on ne l´imagine...dans un imaginaire un peu trop centré sur le même”. Luce Irigaray, “Ce sexe qui n´en est pas un”
Aunque el tema parezca recurrente y los puntos de vista
desde
los
que
se
ha
tratado
también
(cuando
no
tópicos y abiertamente desatinados), yo no voy a centrar (para fortuna
de
quien
me
lea)
este
artículo
sobre
un
debate tan absurdo como el de si existe o no una literatura femenina.
Sobre
ello
no
tengo
siquiera
intención
de
pronunciarme, porque considero que sería limitar la belleza de la diversidad a una cuestión reduccionista, que huele a biologismo rancio decimonónico, y que por lo tanto conviene olvidar
que
alguna
vez
se
ha
planteado
como
foro
o
plataforma de discusión pretendidamente serios. Aquí los presupuestos apetecible
son y
otros.
novedoso
Y
configuran
que
el
un
horizonte
propuesto
desde
más las
asfixiantes etiquetas que se empeñan en colorear el mundo a blanco y negro. Se trata de entender el trasfondo de la feminidad como recurso literario, como mapa afectivo que se despliega en la palabra, y que cristaliza en una retórica
1
enmarcada
en
conciencia. ciertas
el
Es
silencio
una
autoras
del
de
feminidad siglo
la
identidad
especial
XX.
Una
la
y
que
feminidad
de
emana
la de
firmemente
atada (cuando no disuelta) en otras feminidades, en la fascinación
gemelar.
Claro
que
la
fascinación
sería
el
efecto más saludable. La vivencia de la soledad (soledad como ensimismamiento, como cláusula del contrato de estar viva) el más pernicioso. Pero, cuidado, no caigamos en la torpeza
de
simplificar
sin
antes
oír
las
voces
y
resituarlas en su cauce (histórico o biográfico, elementos troquelantes no siempre discernibles): la soledad también es un espacio a partir del cual se construye, un resumidero por el que el dolor, el cuerpo como constatación y la sensación
de
no
pertenencia,
se
van.
La
soledad
es
el
hábitat de la palabra (“Yo no sé de pájaros,/ no conozco la historia del fuego./ Pero creo que mi soledad debería tener alas”, asegura Alejandra Pizarnik). Su principio y su fin. El cuerpo es su obligado viaje de ida y vuelta. Y la palabra
se
remite
al
cuerpo
(o,
cuando
menos,
a
lo
corpóreo). Y lo invoca, lo evoca, lo provoca. No es vana la asociación. Baste recordar cómo, a partir del siglo XVIII, el
cuerpo
repulsa,
deja arte
de o
ser
un
deseo)
simple
para
objeto
ser
un
mapa
uniforme
(de
zonado,
con
toponimias perfectamente taxonomizadas y jerarquizadas. Es a finales del siglo XVIII cuando aparece el concepto de la figura criminal (cuerpo del delito, cuerpo del castigo). Y en el siglo XIX se anormaliza al cuerpo que viva fuera de la
norma
y
lo
aceptado
(por
ende,
lo
aceptable).
La
patología se demoniza. El cuerpo deseante femenino es un cuerpo
enfermo,
silenciadores, persuasivo
al como
cinturón
silenciamiento.
que la de
Cuerpos
hay
que
reducir
implacable castidad.
con
ovaridectomía
Figuras
amordazados,
métodos o
el
retóricas
del
desvalijados
de
palabra. 2
Perdón por la digresión, pero no era gratuita. Sobre todo si pensamos en el sentido (y las repercusiones) que esa percepción carcelaria del cuerpo implicó para la mujer y para la perpetuación de su silencio. O, para ser cabales, silenciamiento, que es acción transitiva, que significa que hay un sujeto que la perpetra y un objeto que la sufre. A la sombra de este cuerpo del que los ojos se apartan para ver
desde
una
balsámica
distancia,
como
si
de
un
cuerpo ajeno se tratara, han surgido discursos poéticos sublimes,
capaces
feminidad.
de
Quisiera
unir traer
y
fusionar
a
mi
feminidad
texto
los
con
cuerpos
torturados, como el de la uruguaya Delmira Agustini, muerta a manos de su pareja masculina ( y sus palabras, también torturadas: “Yo muero extrañamente...No me mata la vida,/ no me mata la muerte, no me mata el amor;/ muero de un pensamiento mudo como una herida...”) Y los cuerpos que sólo han sabido esperar su muerte. Muerte como voz, como si vivirse en, sobre y por el cuerpo fuera una única lectura de la tragedia del oficio de existir; esa piel incolora de vacíos
que
estalla
en
la
poesía
de
Alfonsina
Storni,
Alejandra Pizarnik o Sylvia Plath, por recordar casos en que la desmesura -la falta de referentes, de topos, de códigos
que
entreguen
señales
de
que
vale
la
pena
el
esfuerzo de zarpar hoy para atracar en el mañana- desemboca en la muerte. Muerte como caricia. Caricia para exorcizar ausencia y dolor. Se me ocurre que alguna correspondencia (inexacta, por fortuna) debe haber entre el cuerpo y el dolor. Y que entre ambos crece el abismo y se funda un lenguaje inédito. Emily Dickinson lo expresaba rotunda en uno de sus poemas:
3
“Hay una languidez de la vida más inminente que la penaes sucesora de la pena -cuando el alma ha sufrido todo lo que puede-”. En esa conjunción cuerpo-voz-palabra parece abrirse un espacio idóneo para el dolor. Gabriela Mistral alude a la maestra rural (en su poemario “La escuela”). “¡Dulce ser! ¡En su río de mieles, caudaloso/ largamente abrevaba sus tigres el dolor!”. Y con una belleza fascinante y lacerante expresa Ana Becciu en “Ronda de noche” un cuerpo abierto e inacabado:
“Cada
alrededor,
se
vez
que
produce
un
un
cuerpo
se
contacto,
extiende
el
a
su
imperceptible
estallido del amor. El dolor es agudo, tenaz. Y el horror (...)”. Y en su poema “La palabra del deseo”, la también argentina (como Ana Becciu) Olga Orozco anuda, o aúna, oscuridad entrar. palabras,
y El
sufrimiento: dolor
poco
a
en
“Yo
los
poco
no
quiero
huesos,
el
reconstituir
decir,
lenguaje
el
diagrama
quiero roto
a
de
la
irrealidad”. Ana Nuño, en su magnífica “Sextina lésbica” refiere:
“Tácticas,
pero
admitiendo
el
desorden./
Las
palabras hechas a la medida/ del rechazo, el cuerpo, todos sus cuerpos,/ vestidos de día incluso de noche,/ siempre dispuestas pero como al margen:/ soberbias, desapercibidas, solas”. Y la excepcional Ana Ajmátova: “No, no soy yo, es otra
la
que
sufre./
Yo
no
podría.
Que
ensombren/
lo
ocurrido negros velos/ y retiren los faroles.../ Noche”. La lista
podría
ser
infinita,
y
no
es
nuestro
propósito
dedicarnos a los inventarios, sino más bien a descubrir y aun enumerar las coincidencias, los puntos gemelares. Y para ello hemos elegido poetas diferentes. En común tienen pertenecer al siglo XX. El resto lo configura una mirada atenta sobre sí mismas. Y una consecuencia que todas ellas, sin excepción, comparten: la adquisición de una lucidez sin 4
fisuras
(esa
“lucidez
peligrosa”
de
la
que
Clarice
Lispector da cuenta con apabullante brillantez). Esa lucidez -que no es otra cosa que ingresar en un espacio
en
que
la
claridad
llega
cegar
y
a
torturar-
permite el desdoblamiento en los textos, una vez que se comprueba la multiplicidad identitaria que compone lo que llamamos la yoidad, una vez que quien enuncia reconoce en la voz enunciadora la presencia de mil voces que también gritan o susurran, y aventuran su versión de lo vivido o de lo por vivir. De nuevo Olga Orozco: “No puedo hablar con mi voz sino con mis voces”. Y Julia de Burgos, que rescata de su
identidad
la
parte
impuesta,
la
herencia
de
la
alteridad, la extrañeza de lo ajeno: “Y fui toda en mí como fue
en
mí
la
vida.../
Yo
quise
ser
como
los
hombres
quisieron que yo fuese:/ un intento de vida;/ un juego al escondite con mi ser./ Pero yo estaba hecha de presentes;/ cuando ya los heraldos me anunciaban/ en el regio desfile de los troncos viejos,/ se me torció el deseo de seguir a los hombres,/ y el homenaje se quedó esperándome”. Y lo circundante
también
es
plural,
y
hay
que
aprender
a
discernir ese intersticio apenas visible que existe entre el uno y el dos, entre dos granos de arena, o entre dos notas musicales. Parafraseo un hermoso poema de Clarice Lispector, en el que invita a conocer el misterio y el fuego que es la “respiración del mundo”. Alguien
me
podría
objetar
que
esto
que
trato
de
analizar con cautela y delicadeza no es otra cosa que lo que los aficionados a las etiquetas (es grande el club) han bautizado con el chirriante nombre de “poesía intimista”. Lamentándolo mucho, tampoco creo en la poesía intimista. Ni siquiera
en
el
intimismo.
Ese
necio
empecinamiento
en
nombrar lo innombrable obedece a un ánimo de simplicidad (y 5
de cerrazón) que ha devenido simpleza. En todo caso, esa mirada sobre el cuerpo, y ese lenguaje penetrado de cuerpo y de dolores descifrados a partir de él más bien lo veo como
una
consecuencia
de
lo
que
Luce
Irigaray
explica
aludiendo al sexo que se vuelve sobre sí mismo, que se toca a sí mismo, desdoblado, eternamente abierto y sólido ante el espejo que lo duplica y lo desborda. La poesía comentada hasta ahora recoge algo de todo ello. Y lo madura. En un plano que se sobrepone al anterior - compartiendo un mismo eje, ya que se trata de realidades concéntricas- tendría que ver con la emblemática Albertine proustiana, personaje al que, si bien se puede acariciar, “por dentro llega al infinito”. Hay una infinitud que se repite a sí misma. Hay un romance con la palabra. Y una conciencia del propio discurso
como
devenir.
Y
eso
no
es
intimismo,
sino
la
construcción de un destino tendido sobre vasos comunicantes de verbos que hay que inventar, y que se conjugan mientras no
existen.
El
cuerpo
es
el
recinto
o
templo
de
lo
concreto; la memoria es un proyecto y es desazón (es lo que advierte
a
través
de
las
secuencias
de
lo
vivido):
“Necesito acabar con la memoria,/ necesito petrificar mi alma,/ necesito recomenzar mi historia-”, afirma Ajmátova. Y, pese a todo, memoria y cuerpo se confunden, se abrazan “...soñé que el cuerpo guardaba un canto, y cantaba, y todo iba y venía, y de las noches de ahora no había huella”, clama Ana Becciu. Nada de intimismo, y nada de aplastantes definiciones, como “poesía femenina”, que sirvan para complacer ciertos placeres
inconfesos
de
entomólogo
aficionado.
Aquí
encontramos la palabra como medio y como fin, desde un punto de partida que asume la presencia del yo, del ella y del ellas. Hay, por lo tanto, una transgresión gramatical que quebranta la normativa que impone el modelo patriarcal 6
dominante. Y hay -necesariamente- un ensimismamiento que no es más que el fulgor de lo que se refleja en sí mismo, y se convierte en logos, en comprensión del mundo, en verbo puro. Todo es lenguaje (y no me estoy refiriendo sólo al panlingüismo lacaniano) y todo es el cuerpo y el paso -ora visible, ora invisible- por eso que llamamos vida, de la que la poesía escrita por mujeres constituye una de sus mejores y más atinadas metáforas. *Doctora
en
Lingüística,
Máster
en
Sexualidad
Humana
y
Máster
en
Filosofía
de
la
Ciencia. Germanista y traductora. Profesora universitaria.
7