La Euforia Económica De Los Años 20.docx

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La euforia económica de los años 20, apoyada en el crecimiento de Estados Unidos y en la rápida reconstrucción de Europa, creó una burbuja financiera que explotó en octubre de 1929 y sumió en una profunda crisis al mundo industrializado. El fin de la Primera Guerra Mundial impuso una nueva realidad para los países participantes: desde ese instante todos los esfuerzos debieron concentrarse en la reconstrucción de sus alicaídas economías, profundamente afectadas por la paralización industrial, la destrucción de los campos agrícolas y las deudas y compensaciones de guerra comprometidas tras el fin del conflicto. El caso más dramático lo constituía Alemania. Sindicada por el Tratado de Versalles (1919) como la única nación responsable de la guerra, fue obligada a pagar elevadas sumas de dinero por concepto de reparaciones bélicas, debiendo soportar además una serie de restricciones que impedían cualquier despegue económico. Distinta es la situación de Estados Unidos, que gracias a la guerra había logrado arrebatar a Europa -específicamente a Gran Bretaña- la hegemonía mundial. Sus continuos préstamos a las naciones europeas durante el conflicto, su habilidad para mantener fluidos vínculos comerciales con las desabastecidas colonias europeas y su oportuno ingreso a la guerra en 1917, terminaron alzándola como la nueva potencia mundial a inicios de la década de 1920. Los felices años 20 Estados Unidos fue el protagonista de un sostenido despegue económico que comenzará a dar frutos desde mediados de la década de 1920. Esta época, conocida como los "felices años 20", se caracterizará por el aumento vertiginoso de la producción de bienes de consumo, la aparición del crédito como principal mecanismo para asegurar el acceso de la población a estos productos y la masificación de la especulación bursátil, práctica que mediante la compra/venta de acciones de grandes empresas facilitaba la acumulación de dinero a quienes contaban con cierto capital financiero. El aumento de la producción industrial estuvo directamente vinculado a la mecanización y reorganización de los procesos productivos. En esta década, los hogares de la clase media comenzaron a tener automóviles y electrodomésticos, que modificaron para siempre los ritmos de la vida hogareña y que pasa a convertirse en un símbolo de las nuevas formas de producción y de las facilidades que el mercado entregaba para el consumo. Así, la mayor disponibilidad de bienes tuvo como consecuencia la disminución de precios, lo que estimuló el consumo de la población. A esto también contribuyó el desarrollo de la publicidad, que utilizó la prensa y la radio para promocionar los nuevos productos. En este escenario, el sistema de compras a plazo comenzó a cumplir un papel gravitante. Pese a que los sueldos de los trabajadores no aumentaron considerablemente durante la época, el acceso al crédito facilitó el consumo y justificó los elevados índices de producción industrial. El clima de estabilidad general y la noción de una prosperidad económica sin límites parecía haber desterrado el miedo al endeudamiento. Esa misma confianza parecía existir en el mundo financiero, donde no sólo participaban los grandes capitalistas, sino que cualquier ciudadano que tuviera algo de dinero para invertir en acciones. La especulación se convierte en la práctica cotidiana que prometía fáciles ganancias. Los no tan felices años 20 La sostenida bonanza económica de Estados Unidos no beneficiaba a todos por igual. Los campesinos vivieron una década de total estrechez, como efecto de la persistente baja en los precios de los productos agrícolas. Este descenso se explicaba por la creciente mecanización de las actividades agrícolas, que aumentó la disponibilidad de alimentos a niveles que el mercado interno no podía absorber. A ello se sumaba la recuperación de la agricultura europea luego de la guerra y el ingreso al mercado de nuevos países -Rusia y Argentina- que copaban los eventuales destinos de exportación. Por eso, los salarios de los trabajadores rurales fueron muy bajos en comparación al sueldo promedio de los obreros industriales, lo que generó un aumento de la migración hacia las grandes ciudades. Tampoco la población negra disfrutaba de los beneficios de la prosperidad general. Destinados a asumir los trabajos peor remunerados y a vivir en condiciones de pobreza extrema, debieron además soportar los ataques del Ku Klux Klan, agrupación racista que perseguía a miembros de la comunidad negra, especialmente en el sur del país. Hacia 1924, el Ku Klux Klan llegó a tener cerca de 5 millones de miembros. La década de 1920 estuvo también marcada por la violencia y la corrupción asociada a las mafias. Estos irrumpieron en la escena estadounidense luego de la implantación de la Ley Seca (1919), el cual prohibía la fabricación, comercialización e ingesta de todo tipo de alcohol. Lejos de erradicar el consumo, la ley terminó estimulando la aparición de un mercado clandestino, el cual era defendido por bandas de pistoleros o gángsters, quienes implantaban la violencia y el crimen organizado, mientras que la policía y las autoridades daban luz verde al contrabando, incentivados por una red de sobornos que llegó a altos niveles de gobierno. La Ley Seca fue derogada finalmente en 1933.

Los “felices veinte” Con tal término se designa en Europa occidental a la segunda mitad de la década de 1920 y en EEUU a toda ella. Fueron años de crecimiento económico y de transformaciones políticas, sociales y culturales. El crack bursátil de Nueva York de 1929 y el inicio de la crisis de los treinta pudo un abrupto final a esos “felices veinte”. El Plan Dawes permitió la reestructuración de los pagos en concepto de reparaciones de guerra por parte de Alemania, aliviando su carga anual. Al fortalecimiento de las finanzas públicas alemanas, condición necesaria para la estabilización y el relanzamiento de la economía alemana, contribuyeron también los préstamos norteamericanos comprometidos en el Plan. Si Alemania pagaba las reparaciones, aunque en condiciones más favorables, el problema de las deudas interaliadas entraba en vías de solución. La economía norteamericana, ahora la más grande y la más rica en términos per capita, se encontraba inmersa en una fase expansiva como consecuencia de la difusión generalizada de las innovaciones resultantes de la Segunda Revolución Industrial a la producción (acero barato y de calidad, electricidad, maquinaria agrícola e industrial autopropulsada, etc.) y al consumo de las familias (automóvil, electrodomésticos, teléfono, etc.). En buena medida, los “felices veinte” norteamericanos anticiparon pautas de consumo que veremos extenderse, primero, por Europa occidental en la “Edad de oro” del crecimiento económico de la segunda posguerra mundial (1950-1973) y, más tarde por el resto del mundo. El dinamismo de la sociedad norteamericana es también perceptible en otras manifestaciones (cultura, costumbres, etc.). Pasados los peores años, la República de Weimar se caracterizó también por una gran creatividad intelectual. A fines de 1924, no faltaban, pues, motivos para un cierto optimismo. De hecho el crecimiento económico de la segunda mitad de los años veinte no se circunscribió a Estados Unidos. En este contexto más favorable, en unos algunos países se comenzó a considerar seriamente la posibilidad de abandonar los tipos de cambio flotantes –es decir, no fijos- y retornar a ese símbolo de un pasado mejor representado por el patrón oro. Anticipándose a la Conferencia de Bruselas (1920), Estados Unidos, junto a un grupos de países especialmente integrados en su economía (Cuba, Filipinas, Nicaragua, Panamá) ya había dado ese paso. Pero otros países carecían de las reservas de oro necesarias para seguir ese ejemplo. A fin de evitar los problemas que podrían derivarse de ello cuando por fin se hiciese realidad la ansiada recuperación económica, en la conferencia de Génova (1922), convocada por la Sociedad de Naciones, se adoptó por primera vez en la historia un sistema monetario internacional negociado entre numerosos países. Se trataba de una versión algo modificada del patrón oro clásico. Consistía en admitir como base monetaria no sólo el oro, sino también divisas convertibles en oro. En la práctica, éstas fueron la libra esterlina y el dólar. También se permitía a cada país que adoptase el patrón cambios oro cuando y al tipo de cambio que estimase oportuno. Esto es, de manera descoordinada. Los efectos económicos del retorno al patrón de cambios fijos dependieron crucialmente del tipo establecido. En otras palabras, si se correspondía o no con el de mercado No en todos los casos las decisiones fueron suficientemente realistas. En el Reino Unido, se estableció una paridad idéntica a la de preguerra. Ello no fue ajeno al intento de recuperar para la City la condición de capital financiera del mundo gracias a una divisa fuerte. Sin embargo, como los precios británicos se habían elevado respecto a 1913, la nueva paridad sobrevaluaría la libra y haría que sus exportaciones dejasen de ser competitivas en los mercados exteriores. Para que lo fueran, como nuevamente anticipó Keynes, sería necesario un reajuste a la baja de precios y salarios. Y así ocurrió. La adopción de la paridad de preguerra, en 1925, no tardó en ser contestada con la huelga general de 1926, la primera de la historia británica. Además, el desempleo se instaló en la economía británica e hizo necesario una ampliación del subsidio a los desocupados, lo que aumento el gasto público y forzó al Estado a endeudarse. En Francia, las cosas transcurrieron de modo bien distinto. Retornó al patrón de cambios fijo en 1926, pero a una paridad muy inferior a la de preguerra. Con una divisa claramente infravaluada, las exportaciones francesas crecieron, efectuando el consiguiente efecto de arrastre sobre el conjunto de la economía francesa y favoreciendo el aumento de las reservas de oro. En 1930, casi la totalidad de países con economías de ciertaimportancia habían retornado al patrón oro. Una importante novedad político-económica de los años veinte es el creciente papel económico del Estado respecto a la época del laissez faire prebélico. Anticipando lo que ocurrirá en versión ampliada en la segunda posguerra mundial, el gasto público tendió a aumentar, particularmente en sus capítulos más sociales (pensiones, desempleo, salud, educación y vivienda). En una muestra en la que figuran las

economías más avanzadas, el gasto público pasó de representar el 11% del PIB en 1870 al 13% en 1913 y 1l 23% en 1937. El relanzamiento de la actividad económica en la segunda mitad de los veinte tuvo lugar en un contexto internacional menos proclive a los intercambios que el del período 1870-1913. Esta orientación desglobalizadora del período de entreguerras incluso en su fase de “normalización” se observa en las cifras del comercio internacional: éste, en 1913, había crecido al 3,4%; en 1926-1929, lo hizo al 2,2%. La drástica contracción de las migraciones desde 1914 no deja de ser otra manifestación de una economía internacional menos globalizada. Sin embargo, no por ello ésta dejaba de depender del flujo de capitales desde los Estados Unidos a Europa y, especialmente, a Alemania. Dichos flujos alcanzaron magnitudes considerables. Los países de Europa central y oriental también se beneficiaron de ellos, aunque en menor cuantía. Inglaterra y Francia también invirtieron en el exterior, pero, a diferencia de los que había ocurrido hasta la Primera Guerra Mundial, mucho menos que Estados Unidos. Otras áreas del mundo, el Imperio Británico y América Latina, seguían a cierta distancia a Alemania y a Europa central y oriental como destino de los movimientos internacionales de capital. El entramado trabajosamente construido durante la difícil posguerra comenzó a resquebrajarse cuando, desde 1928, los inversores norteamericanos, atraídos por la burbuja financiera que estaba expandiéndose en la Bolsa de Valores neoyorquina, comenzaron a dejar de invertir en el exterior. La mayor crisis económica de la historia del capitalismo no tardaría en hacer sentir sus efectos.

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