Hoy es un día especial, el 25 de Noviembre, el día contra la Violencia de Género. Un tema terrible que proporciona a nuestro teatro muchos más argumentos trágicos de los que quisiéramos. Y en este blog dedicado al gran teatro de la justicia, y con esta autora, que dedica gran parte de su tiempo -sobre sus tacones y con o sin su toga- a esta materia, no podía dejar de dedicarle una entrada. Mi Pepito Grillo interior no me dejaría tranquila si no lo hiciera, y bueno es él cuando no le hago caso. Así que, como dueña y señora de este escenario, he decidido obedecerle porque, además, tiene toda la razón. Advierto que esta vez no me preocuparé en exquisiteces para mantener mi papel de voz en off. La violencia de género es un problema mío, como profesional y como ciudadana, así que hablaré en primera persona. Sin tapujos. Supongo que en un día como el de hoy nuestros organismos públicos, nuestros medios de comunicación y todos nuestros mandamases estarán luciendo crespones negros, lazos violetas y montando todo tipo de manifestaciones y minutos de silencio entre declaraciones grandilocuentes. No es que me parezca mal, desde luego. Cualquier cosa que ayude es bienvenida. Pero ¿qué pasa los otros 364 días del año? Pues eso. Ya he dicho que, por desgracia, la violencia de género proporciona los más dramáticos argumentos a nuestro teatro. En los juzgados de Violencia sobre la Mujer, en la guardia y fuera de ella, se escriben los guiones de las historias más terribles. O casi las más terribles. Porque hay miles de otras historias que aún no se han escrito, porque sus víctimas permanecen en silencio, confinadas en sus cárceles de terror y humillación. Las cárceles de sus propias casas. Nosotros somos quienes recibimos a esas mujeres destrozadas. O, lo que es peor, a veces sólo recibimos su cadáveres, con el dolor y la impotencia de no haber podido hacer nada por ellas. Con el dolor y la impotencia de haber fracasado, porque cada mujer muerta es un fracaso de todos. Las he visto muertas de todas las maneras posibles: golpeadas salvajemente, apuñaladas varias veces, disparadas, agredidas con todo tipo de objetos. Y las he visto vivas con el cuerpo y la muerte aniquiladas por aquél que más debería de quererlas, por aquél que disfrazaba de amor lo que no era
otra cosa que posesión. Y lo pero de todo es que las sigo viendo día tras día, y mucho me temo que seguirá siendo así. Y a veces, tengo la sensación de que a nadie le importa. Cada día les dedican menos espacio los informativos, y también las conversaciones de café. Como si fuera algo inevitable a lo que hay que resignarse, igual que hay que resignarse a los días de lluvia, al frío invernal o a las olas de calor. Y con eso duplicamos el dolor y el sufrimiento de las víctimas. Se dedican una y mil páginas a la corrupción, a la crisis, al nacionalismo, y muy pocas a la violencia de género. Y sigue machando a sus víctimas, y las sigue matando ante nuestras propias narices. Pero no está todo perdido, no podemos consentirlo. Yo he visto asuntos con final feliz, mujeres que denuncian, que consiguen salir y reescribir su propia vida. Una de esas historias fue la de alguien que llamaré María. La conocimos porque tenía constantes partes del hospital, huesos rotos que ella justificaba como caídas en la bañera o golpes con puertas. El médico se alertó y habló con su padre, y ambos denunciaron, pese a los llantos de María, que se negaba a reconocer ante nosotros y ante sí misma que era una víctima de violencia de género. Y pese a ello, pudimos seguir adelante. Y, ante nuestra sorpresa, en un momento del procedimiento, ella reaccionó. El resto ya es historia. Su agresor fue condenado y, lo que es más importante, ella tomó las riendas de su vida. Trabaja cerca de mí, y de vez en cando, aún la veo. Nos saludamos con una sonrisa. Y cada sonrisa suya es un motivo para seguir adelante.