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Gramática de buen humor

Juan Pedro Rodríguez

Gramática de buen humor (¿La Lengua con risa entra?)

2ª edición ampliada

* Gramática gráfica al juampedrino modo Juan Pedro Rodríguez

Jaén, abril de 2015

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Gramática de buen humor

Juan Pedro Rodríguez

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A todos mis alumnos, y muy especialmente a aquellos que, en el sopor de mis clases, hayan soñado conmigo alguna vez con que la Lengua podría llegar a ser algún día divertida.

Gramática de buen humor

Juan Pedro Rodríguez

ÍNDICE

Lección 1.-LA COMUNICACIÓN Las señales.................................................................................. Características del signo lingüístico........................................... El acto de la comunicación......................................................... El emisor.......................................................................... El mensaje........................................................................ El receptor........................................................................ El canal............................................................................. El código........................................................................... La situación....................................................................... Las funciones del lenguaje................................................ El sistema, la norma y el habla....................................................

chistes 001-003 004-009 010 011-012 013-014 015-019 020-024 025 026-027 028-029 030-037

Lección 2.-LA FONÉTICA Y LA FONOLOGÍA Los sonidos y los fonemas........................................................... Las letras...................................................................................... Las tildes...................................................................................... La entonación............................................................................... Las oraciones enunciativas................................................ Las oraciones exclamativas............................................... Las oraciones interrogativas..............................................

038-040 041-045 046-047 048-050 051-053 054-060 061-070

Lección 3.-LA SEMÁNTICA Conceptos básicos de Semántica................................................. Los campos semánticos............................................................... Las relaciones entre significantes y significados......................... Los campos léxicos...................................................................... El lenguaje figurado.....................................................................

071-073 074-079 080-089 090-094 095-098

Lección 4.-LA MORFOLOGÍA Las categorías morfológicas........................................................ El verbo........................................................................................ El sustantivo................................................................................. El número.......................................................................... El género........................................................................... El artículo.......................................................................... El adjetivo.................................................................................... El grado............................................................................. Los cuantificadores...................................................................... Los numerales...................................................................

099-100 101-109 110-118 119-122 123-128 129-130 131-137 138-143 144-151 152-159

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Los cardinales........................................................ Los ordinales.......................................................... Los seudonumerales................................................ Los indefinidos.................................................................. Los alusivos: relativos, exclamativos e interrogativos................ Los deícticos................................................................................ Los personales, reflexivos y recíprocos............................ Los posesivos y los demostrativos.................................... Los adverbios de lugar...................................................... Los adverbios de tiempo................................................... Los adverbios de afirmación y negación...........................

160-162 163-170 171-173 174-187 188-196 197-207 208-212 213-216 217-223 224-229 230-232

Lección 5.-LA SINTAXIS De la locución a la oración.......................................................... El concepto de oración................................................................ Los sintagmas.............................................................................. El sujeto....................................................................................... La zona oracional de los “directos”............................................. El complemento directo.................................................... El complemento indirecto................................................. El suplemento.................................................................... El atributo.......................................................................... Los complementos circunstanciales............................................ Las circunstancias de lugar............................................... Las circunstancias de tiempo............................................ Las circunstancias de modo.............................................. Otras circunstancias.......................................................... Las oraciones compuestas coordinadas....................................... Las oraciones compuestas subordinadas..................................... Las oraciones complejas inordinadas..........................................

233-241 242-244 245-252 253-261 262-264 265-272 273-276 277-278 279-284 285-288 289-291 292-293 294-296 297-299 300-304 305-311 312-317

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LECCIÓN 1ª

LA COMUNICACIÓN

Las señales Antes de adentrarnos en las características del signo lingüístico, verdadera base de la comunicación humana, habríamos de distinguir los distintos tipos de signos o señales existentes en la Naturaleza, entre los cuales se encuentran los indicios, los iconos y los símbolos. Los indicios son meras señales naturales, de nula intención comunicativa, pero indican a quien los percibe la verdad del hecho que manifiestan (así, el humo es indicio de la existencia de fuego), verdad que queda siempre de manifiesto por mucho que se intente ocultarla, como pretendió (001) aquel marido que llegó tarde a casa con varios labios pintarrajeadoss de rojo en las mejillas y, como no le dio tiempo de quitárselas al verse en el espejo del ascensor y darse cuenta de que las llevaba, le soltó a su mujer antes incluso de que ella le preguntara en el mismo rellano: --¡No me vas a creer lo que me ha pasado ahí abajo, María, pero me he peleado hace momentos con un payaso y mira cómo me ha puesto!

Los iconos son esas otras señales o signos artificiales que guardan cierto parecido o analogía con lo que vienen a querer significar (como el cigarro pintado, que representa la prohibición de fumar, aunque no esté muy bien dibujado o aunque se trate de una marca distinta a la que fume el interesado). Los iconos son perfectamente inteligibles para quien ya conozca lo representado, por lo que su intención comunicativa pierde todo su valor para quien no esté interesado en ellos, como sucedió a (002) aquel conductor que fue parado por un agente tras cruzarse un paso de peatones sin dejar que lo hicieran un par de niños que estaban esperando para pasar: --¡Y anda que no está claro el dibujito que hay en el cartelito con dos niños andando y uno de ellos con su mochilita y todo! --Mire usted, señor agente: ¡si yo le hiciera caso a todos los carteles que veo por las calles, estaría ya reventado de cocacola!

Los símbolos, a su vez, no guardan ya ese parecido con lo que significan sino que lo trascienden (como el anillo que suele ser colocado en el dedo en señal

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de unión matrimonial, que podría haber sido otro símbolo cualquiera, como ocurre en otras culturas). A veces, no obstante, los símbolos pueden llegar a significar algo más que lo simbolizado, como demostró (003) aquella señora a la que le preguntó su amiga mientras tomaban un café: --¿No crees que te has colocado el anillo en un dedo equivocado? --No, no creas –le respondió-. Lo llevo ahí precisamente porque me casé con el hombre equivocado.

Características del signo lingüístico El signo lingüístico es el símbolo más importante de los utilizados para la comunicación humana y ha dado lugar a multitud de lenguas en todo el mundo. De una de esas lenguas (el castellano) y de todos sus signos (vocales, consonantes, monemas, palabras, sintagmas, oraciones y textos) se tratará en esta Gramática, pero antes es conveniente desgranar todas sus características. Desde pequeñito, cualquiera sabe –y más los que se aplicaban al estudio- que el signo lingüístico se compone de significado y significante (el significante caballo tiene como significado a “ese animal que corre en los hipódromos a cuatro patas”). No obstante, en ciertas situaciones es difícil adivinar el exacto y correcto significado , como acaeció con (004) aquel reo que, al terminar de oír al juez diciendo a la sala “Puesto que no hay prueba alguna del robo del coche, se retiran todos los cargos contra el acusado”, se quedó mirando al magistrado fijamente y se atrevió a preguntarle en voz alta: --Perdóneme, Señoría, pero... ¿eso que acaba usted de decir significa que me puedo quedar con el coche?

Entre significante y significado existe una relación arbitraria, es decir, nula, ya que es mera casualidad que a los caballos se les llame así, con ese nombre precisamente, pero no *caballas a las yeguas; ¡y eso sin meternos con que los ingleses le dicen horse a ese animal! No obstante, se dan casos en que el significante parece imitar al significado (lo contrario es dificilísimo), sobre todo en su pronunciación, como ocurre con las onomatopeyas (tictac) aunque hay algunos hablantes que pueden llegar demasiado lejos en ese afán imitativo, como reveló (005) aquel muchacho que estaba comentando a otro de su clase que sabía imitar perfectamente a los gatos, a lo que el otro le respondió: --¡Eso no es nada! ¡Cualquiera sabe decir miau!

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--¡Ya, ya! –replicó el imitador-. Ya sé que eso lo hace cualquiera. ¡Pero lo difícil es comer ratones!

En este sentido, muchos de los apodos de animales que reciben algunas personas tienen su procedencia, precisamente, en la enorme facilidad que tienen esas personas para emitir sus ruidos, como decía la madre de (006) aquel colegial que llegaba quejándose a su casa tras salir del colegio: --Mamá, en el cole todos me dicen El hijo de la vaca. --Muuuuuuuuuuy graciosos los nenes, sí, muuuuuuuuy graciosos.

El signo lingüístico presenta como tercer rasgo su linealidad, ya que cada signo va seguido de otro (hacia la derecha o la izquierda o hacia arriba o abajo, según la lengua de que se trate, si bien parece ser que no hay lenguas que hablen o escriban en sentido diagonal). Cualquier cambio de orden en la linealidad propia de una lengua provoca, por consiguiente, que se esté produciendo otro signo totalmente distinto al pretendido, como de hecho provocó (007) aquel que marcó un número de teléfono y, cuando le descolgaron, preguntó: --Oiga: ¿es el 254693457? --No, caballero –le respondió la amable señora-. El número que ha marcado usted es el 754396452. --¡Huy, perdone! ¡Es que soy zurdo!

El signo lingüístico, además, está doblemente articulado en fonemas (a/b/r/e/l/a/t/a/s) y en monemas (abre-lata-s), hecho importantísimo para la Lengua y, por extensión, para todos sus hablantes, pero que a los más pequeños apenas interesa si no es como excusa para sus juegos, como hacían (008) aquellos niños que, durante el recreo, se preguntaban en el patio de la escuela: --¿Desde dónde hasta dónde va el abecedario, Juanito? --¡De la a a la zeta! --¡No señor, no señor, que no es así! --¿Y entonces, so listo? --¡Abecedario va de la a a la o!

Tiene también otro quinto rasgo el signo lingüístico y es su carácter relativo-negativo, lo cual viene a significar que el valor de cualquiera de sus elementos está dado por su relación con los restantes de su mismo grupo (la a tiene el valor que tiene como “a”, no en que sea precisamente la a, sino en que no es ni la e, ni la i, ni la o, ni la u), concepto diametralmente contrario al que expusieron en un taller a (009)

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aquel automovilista que aguantaba estupefacto la explicación que le daba el mecánico mientras le mostraba la factura: --Bueno, el precio final, como puede usted ver, ha resultado más caro de lo presupuestado, ya que el estado de la batería era tan lamentable que necesitaba un coche nuevo.

El acto de la comunicación La mejor esquematización realizada sobre la comunicación humana se la debemos a Jacobson y en ella se dice que un emisor, en una situación o contexto determinados, transmite por un canal un mensaje codificado a un receptor. Este esquema del acto de la comunicación funciona perfectamente cuando se trata de un solo acto comunicativo, pero cuando este acto se repite varias veces se puede desembocar en el desastre, como ocurrió a (010) aquel empresario que llamó al encargado de fábrica y le dijo: --Le comunico que el lunes que viene a las 10 de la noche va a ocurrir un acontecimiento muy especial que sólo tiene lugar cada 78 años: se trata de que el cometa Halley se hará visible a esa hora, por lo que le ruego que reúna en el patio a todos los trabajadores del turno de noche y les facilite unas gafas especiales para disfrutarlo pues el fenómeno no puede ser observado a ojo desnudo. El encargado se lo comunicó al jefe de producción: --Me ha dicho el jefe que el lunes hay que reunir al turno de noche en el patio porque viene el científico Halley, que cumple 78 años, y que por lo visto es un fenómeno mirando desnudo hacia los cometas. El jefe de producción se lo comunicó a su vez al encargado del turno de noche: --Parece ser que el jefe cumple 78 años el lunes a las 10 de la noche y nos va a festejar en el patio con un espectáculo de desnudos que viene con la orquesta Halley y sus cometas.

El emisor Si bien todos los factores anteriores son de similar importancia, el emisor (quien inicia el acto comunicativo) adquiere el protagonismo de la comunicación, a veces hasta el punto de que los demás elementos carecen de valor, como reveló (011)

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aquella secretaria joven que entró en el despacho del jefe y le dice: --Un chico alto y joven, rubio, de ojos azules, tostado por el sol, ancho de espaldas, fuerte y simpático está ahí fuera porque quiere hablarle a usted de no sé qué me ha dicho.

Cuando son dos emisores distintos los que se dirigen a un mismo receptor, aunque emitan el mismo mensaje su significación puede ser muy diferente, incluso totalmente contraria, como aconteció a (012) aquel político que se retrasó para llegar al acto de despedida del párroco que había estado en el pueblo durante dos décadas. La tardanza obligó al sacerdote a improvisar unas palabras al pueblo congregado, en espera de que de un momento a otro asomara el político: --Cuando yo llegué a este pueblo saqué una imagen terrorífica de él. La primera persona que se me acercó al confesionario me dejó sobrecogido cuando me dijo que había robado a su padre, a su empresa, a sus compañeros y a la compañía de seguros; que incluso se dedicaba al consumo y tráfico de drogas; ... Pero luego, en cuanto entré en contacto con el resto de la comunidad, fui descubriendo que aquí, en este pueblo, se escondían gentes maravillosas, amantes del trabajo y del esfuerzo, gente responsable y con valores,... En este momento entró apresurado el político, quien tomó inmediatamente la palabra, y tras disculparse por el retraso, agregó: --Nunca podré olvidar el primer día en que vino a nuestro querido pueblo el párroco que ahora nos tiene que dejar. De hecho, queridos paisanos, yo tuve el honor de ser la primera persona que se acercó a su confesionario,...

El mensaje El mensaje es aquello que se comunica, aunque a veces con el significante es más que suficiente, sin necesidad de significado, ya que puede haber mensajes en blanco de alto nivel significativo, como ocurrió a (013) aquel recluta que, tras terminarse el reparto diario de la correspondencia, preguntó a otro que de quién era la carta que acababa de recibir. --Es de mi novia –le contestó el otro mientras la abría. --¡Andá! ¡Pero si viene en blanco! –exclamó el curioso al apreciar que en la carta no venía nada escrito. --Ya. Es que cuando estuve de permiso el mes pasado discutimos un poco y ahora no nos hablamos.

Los mensajes siempre vienen a decir lo que dicen, pero puede ocurrir que sea lo contrario lo que quieran decir, como sucedió a (014)

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aquel conductor que iba con su Ferrari a 200 km por hora y lo paran los civiles: --Documentación. --No tengo. --Papeles del coche. --Es robado. --¿Puedo mirar en su guantera? --Si quiere le doy la pistola que llevo ahí escondida. --¿Y puede abrir el maletero? --¡Si no se asusta de los muertos, ahí llevo uno que está caliente todavía! Visto el asunto y que el conductor no hacía ni por levantarse de su asiento, el agente llamó a su superior y este se presentó al poco: --Documentación. --Tenga usted. --Papeles del coche. -- Aquí tiene. No me falta ningún papel, ¿verdad, agente? --¿Puedo mirar en su guantera? --Por supuesto. Mire, las gafas de repuesto,... --¿Y puede abrir el maletero? --No se preocupe, que eso está hecho. Mire: los triángulos,... todo lo reglamentario. El superior no sale de su asombro hasta que estalla: --¡Pero si me ha llamado el guardia hace un momento para decirme que llevaba usted muertos y todo! --¡Claro! ¡¡Y seguro que le habrán dicho también que iba a 200 km por hora!!

El receptor El receptor es quien recibe el mensaje y adquiere a veces mayor protagonismo que el propio emisor, ya que hasta que él no interviene no puede hablarse, en puridad, de que haya habido comunicación. Receptores hay, no obstante, y como en todo, de muy diversos tipos: el más llamativo de ellos es aquel que hace oídos sordos al mensaje y a su emisor, como no dándose por enterado del acto comunicativo, tal y como aconteció en (015) aquel juicio en el que el fiscal había preguntado ya hasta tres veces al reo: “¿No es cierto que usted recibió varias sumas de dinero por guardar silencio sobre el asunto?”, pero el reo no contestaba, hasta que el juez le increpó: --¡Haga usted ya el favor de contestar, hombre!! --Huy, usted perdone, Señoría. ¡Es que creía que le estaban preguntando a usted!

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Receptores hay que cogen al vuelo lo que se les dice y captan los mensajes antes incluso de que se les terminen de emitir, pero los hay también que ya se pasan de rápidos, como acaeció a (016) aquel farmacéutico que, tras oír la petición que le hacía una señora de un medicamento para el hipo, saltó rápidamente por encima del mostrador, se plantó como recién aterrizado delante de la señora, y comenzó a darle palmadas en la espalda hasta que ella, dando gritos, consiguió detenerlo en su ímpetu. --¿No quería usted –decía el farmacéutico contrariado- algo contra el hipo? ¡Para eso no hay nada mejor que un buen susto! --¡Pues asustarme sí que me ha asustado, y bastante más de lo que usted se cree, que por poco me da algo! ¡¡Pero que el hipo lo tiene mi hijo!!

Receptores hay también de esos que oyen pero no quieren oír, como manifestaba (017) aquella secretaria a la que el jefe, harto de oír sonar el teléfono una y otra vez sin que la empleada lo atendiera, salió enfadado de su despacho y se enfrentó a la mujer: --¡Pero vamos a ver ya qué pasa hoy con el teléfono! ¿Por qué no coge usted hoy el teléfono, señorita, que no para de sonar? --¿Y para qué? –contestó la empleada tristona- ¡Si nunca es para mí!

También son pocos, pero existen, los receptores avispados que saben que no son los únicos a los que llegan determinados mensajes a ellos dirigidos, como ya bien sabía (018) aquel peligroso preso, que era siempre minuciosamente registrado y controlado, el cual recibió un día una carta de su señora en la que le pedía que le dijera que qué zona del jardín era la más apropiada para cavarla y plantar las patatas. Él le contestó que no se le ocurriera cavar en ningún sitio puesto que las armas que había robado las tenía escondidas bajo tierra y podrían agravarle la pena si encontraban la prueba. Dejó transcurrir tres días y entonces envió a su esposa otra nueva misiva en los siguientes términos: “Querida, ya puedes plantar las patatas donde mejor te parezca pues es seguro que la policía ya habrá cavado todo el jardín en busca de las armas”

Otros receptores reciben mensajes que no van dirigidos a ellos pero casualmente les comunican mayor información que si hubieran ido a ellos referidos, como ocurrió a (019) aquel enfermo postrado en el hospital en espera de una inminente y grave operación al que visitó la esposa y encontró totalmente decaído.

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--Es que anoche oía yo a la enfermera aquí al lado, hablando, y diciendo “no se preocupe, que nada malo va a suceder, que siempre hay una primera vez,...” --¿Y eso te preocupa tanto, encima que la pobre enfermera te daba ánimos...? --¡Qué va, si lo que me preocupa es que a quien le estaba hablando era al cirujano que me tiene que operar!

El canal El canal o vehículo a través del cual circula la comunicación depende , evidentemente, de si se trata de la lengua hablada o escrita. Cuando se trata de la hablada, el mensaje es recibido por el oído, aunque, como se ha visto al hablar del receptor, no todos los receptores prestan la atención que permite su órgano auditivo. Incluso puede ocurrir que se trate de un oído diferente, como experimentó (020) aquel hombre que perdió las orejas en un accidente, falta que le fue ocultada hasta que estuvo curado, se le quitó la venda y salió del hospital, donde le habían hecho un trasplante de ambas orejas procedentes de una donante mujer. Pero a los pocos días se presentó en el hospital para quejarse al médico: --No debe usted quejarse –le decía el médico- ya que la diferencia entre unas y otras es nula. Además, usted mismo decía hace momentos que se miraba al espejo y no veía ninguna diferencia. --¡Ya, ya, así a simple vista, no parece haberla, pero vaya que sí hay diferencia! ¡Y mucha! --¿Y cuál es, si puede saberse? --¡Pues que ahora oigo absolutamente todo lo que me dice mi mujer, pero no entiendo nada!

De entre todos los artilugios utilizados para salvar la distancia en la comunicación hablada y que el canal se siga manteniendo activo sobresalen el teléfono y el móvil, inventos que eliminan la presencia real del emisor pero provocan precisamente por ello situaciones como la de (021) aquel viejo que descuelga el teléfono y oye: --¡Hola, José! ¿Cómo te va la vida? ¿Qué tal estás? Viendo que no le responden, continúa el que había llamado: --Pero,... ¿qué te pasa, José? ¿Es que no me reconoces? - ¡Pues, la verdad,...! ¡Espera, espera, que me ponga las gafas!

Y hasta hay quien puede confundir el canal con cualquier otro artilugio, como

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(022) aquel chapuzas que recibió una llamada de un colega: --¡José, José! ¡Atiéndeme rápido, que te llamo por lo de la lavadora! --¿Por lo de la lavadora? ¡Pues sí que se oye bien ese cacharro! ¿Qué querías?

Cuando se trata de la lengua escrita, el canal puede ser ya cualquier cosa, como evidenciaban (023) aquellos dos niñatos que competían del siguiente modo: --¡Pues yo tengo un loro que dice “patata”! --¡Eso no es nada! ¡Tengo yo una lata que dice “calamares”!

y si entran en litigio ambos modos de expresión, lo escrito siempre permanece, como sufría (024) aquel hombre que se acercó a la ventanilla: --Venía a solicitar hora para el médico. --Dígame usted su nombre. --Pepepepedro Sansansanchez. --¿Pero usted no tartamudea, verdad? --No. Yo hablo normal. --¿Entonces? --Pues que mi padre sí tartamudea y, como el del Registro de mi pueblo es jilipoyas, pues...

El código El código consiste en el conjunto de signos cifrados (y sus posibles combinaciones) con los que se emiten los mensajes, es decir, se trata de la lengua misma y sus reglas de funcionamiento. No obstante, para la comunicación suelen usarse también otros códigos, como el de Braille para ciegos, que puede provocar bastantes chascos, como el padecido por (025) aquel invidente cuyas manos toparon con un rallador de limones y comenzó a tocarlo una y otra vez con las yemas de los dedos, hasta que, ya enfurecido, lo tiró al suelo y lo pisoteó gritando: --¡Pero quién habrá escrito una tontería semejante!

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La situación La situación consiste en el ámbito en que se produce la comunicación, y es la que realmente da el significado a los mensajes pues elimina toda posible ambigüedad, como pudo comprobarse en (026) aquella zapatería cuyo dueño contestó al teléfono: --Zapatería Jiménez. Dígame. --Perdone usted, pero me parece que me he equivocado de número. --¿Ah, sí? Pues no se preocupe usted por eso: se trae usted los zapatos y le damos otro número encantados.

Situaciones hay de todos los tipos, desde la más sencilla a la más inimaginable, pero algunas son tan especiales que cualquier comunicación que se produzca en ellas es absurda en sí misma, como la establecida en (027) aquel zoo, junto a la jaula de los monos: uno de ellos tomó la costumbre de acercarse a la verja de separación y, cuando veía que únicamente transitaba por allí algún viejo algo encorbado por los años, le hacía señas con el dedo y le chistaba hasta que conseguía que el hombre se le acercara curioso. Al ternerlo al lado, le enseñaba el mono un plátano y le decía: --Te doy un plátano como este si me dices qué abogado te ha sacado de la jaula.

Las funciones del lenguaje A cada uno de los factores de comunicación anteriores podría aplicársele una función específica del lenguaje; así, fijándonos en el emisor, se puede considerar que cualquier mensaje cumple una función expresiva o emotiva, pues en mayor o menor medida el emisor expresa con ello su emotividad cada vez que se comunica; del mismo modo, al receptor correspondría una función conativa o apelativa; a la situación, una función representativa o referencial; al mensaje, poética o literaria; al canal, fática; y al código, metalingüística. La función representativa (la relacionada con la situación) es la primordial en cualquier mensaje, pues siempre es algo lo que se dice, sea lo que sea, y, a veces, de una manera totalmente exacta, tan exacta que rayaría en la perfección, como se probó certeramente en el caso de

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(028) aquel loco que estaba en el patio, el cual, después de escribir algo en un papel, salió corriendo, se acercó a un poste de madera de más de 10 metros de altura, se encaramó dificultosamente hasta lo alto y, como pudo, clavó con un martillo y una punta el papelito en la madera. El director del manicomio, que no había perdido detalle, logró convencer a un atlético subalterno para que consiguiera bajarle el papel, lo que este hizo tras múltiples esfuerzos. Cuando lo tuvo ante sus ojos, no tuvo por menos que reconocer la auténtica verdad de lo que en él se decía: “HASTA AQUÍ LLEGA EL POSTE”.

La función conativa (la relacionada con el receptor) se verá mejor cuando estudiemos las oraciones imperativas, pero puede decirse ahora que ciertos receptores harían mejor en no tomar como órdenes lo que sean meras indicaciones o consejos, como ocurrió a (029) aquel ladrón de bancos al que cogieron con las manos en la masa en su primer atraco por haber leído (y obedecido) el cartelito que decía “CUENTE EL DINERO ANTES DE RETIRARSE DE LA VENTANILLA”

El sistema, la norma y el habla La lengua conforma un sistema o conjunto de signos lingüísticos, en cierto modo abstracto, que se pone de manifiesto en cada momento concreto del acto de habla. Por sistema ha de entenderse el conjunto referido a una sola lengua, pues la utilización de cualquier otro signo procedente de otra lengua equivale a la utilización de dos sistemas incompatibles: casos como Entré en la taberna y me tomé un sandwitch son correctos hoy día pese a la mezcla idiomática que presentan de castellano e inglés, pero no otros como el de (030) aquel aspirante a marinero que en una prueba oral realizada en la Academia de Marina, a la pregunta de “¿Cuántas anclas tiene un barco?” , respondó: --Once. --¿Cómo que once? --Once, creo. --¿Y por qué precisamente once? --¡Pues porque yo siempre he oído eso de “Eleven anclas”!

Lo mismo puede decirse si se tratara de una frase u oración entera, como experimentó (031)

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aquel castizo castellano que viajó a EEUU con sus rudimentos de inglés y se acercó a una ventanilla para comprar un billete hacia Kentucky. Un vuelco le dio el corazón al ver de lejos al oficinista que había de antenderle en unos minutos por el tremendo parecido que le encontró con uno de su pueblo, pero, conforme avanzaba en la fila, le fue haciendo menos caso al presentimiento pues le veía al vendedor de billetes demasiada naturalidad como para que se tratara de su paisano. No obstante, cuando le tocó su turno, no muy decidido aún, optó por hablarle en inglés: --One ticket to Kentucky El otro pareció mirarlo, tal vez por la curiosidad de su acento hispano y le preguntó: --On the bus? Y entonces el castizo ya no pudo más: --A Kentucky, paisano, allí a dar una vueltecilla.

En el momento del habla se pueden producir expresiones de índole dialectal o de mera casualidad acústica que, sin salirse de la norma o conjunto de reglas lingüísticas asumidas por todos los hablantes como aceptables, producen un efecto más jocoso que correcto, como ocurrió en (032) aquel colegio en que la profesora preguntaba al alumnado: --A ver, Antoñito, dime 3 partes del cuerpo humano que empiecen por la letra c. --Cabeza, corazón y cadera. --Muy bien. Ahora tú, Joselito, otras tres que empiecen por p. --Pie, pulmón y pierna. --Muy bien también. Y ahora vamos a ver Juanito cómo se porta. Nos va a decir tres partes del cuerpo que empiecen por la letra z. --Ezo ze lo digo yo ahora mizmito, zeñorita: lozojoz, lazejaz y lazuñaz.

Incluso en la intimidad familiar también se pueden producir esos equívocos, como ocurrió a (033) aquel marido que le gritó a su mujer dándole un portazo: --¡Pues ahora mismo me voy de caza! --¿Y no te llevas la escopeta? --¡Zi donde me voy es de caza para ziempre!

El habla, por su parte, consiste en el acto real de uso de la lengua en cada momento y situación concretas, y es exclusiva y propia de los seres humanos, aunque algunos presentan la grave dificultad de no poder articular palabra, pese a que a veces ello puede no ser impedimento si la situación lo requiere, como sucedió a (034) aquel ladrón que fue descubierto por el dueño de un peral una noche en que, tras quedarse vigilando el árbol, apreció que un hombre se subía a las ramas.

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Inmediatamente se colocó bajo él y le agarró los testículos para que no se le escapara. --¿Quién eres? ¿Quién eres? –le preguntaba, pero el ladrón no soltaba prenda. --¿Quién eres? –seguía el dueño del peral retorciendo la mano poco a poco pero sin conseguir que se oyera lo más mínimo excepto leves quejidos. --¿Quién eres? ¿Quién eres? –seguía el empecinado dueño retorciendo la mano y empeñado en que esa noche adivinaba él quién era el ladrón. --¡¡Que soy el Mudo!!

Cuando lo que se pretende es que sean los animales los que produzcan sonidos o fonemas de la lengua propia del dueño (incluidos los loros, por antonomasia) se producen casos muy llamativos, como el de (035) aquel estudiante que comentó a un compañero que había conseguido hacerle hablar a un pato que tenía. Asombrado, lo acompañó a su casa, se sentaron ambos en un sofá , y esperaron a que el animal acudiera a sus voces: --¡Patito, patito, ven aquí! Al poco el pato apareció por la puerta y el dueño le ordenó: --Anda, patito, tráeme una camiseta. --Cuá, cuá. --¡La amarilla!

o el de otro caso ocurrido a las intespestivas cuatro de la mañana a (036) aquel dormilón que no tuvo más remedio que coger a esa hora el inoportuno e insistente teléfono que no paraba de sonar: --Ho...la...ya...sé...ha...blar... --¡Y yo también, so sinvergüenza! –le respondió el despertado-. ¡Pero yo no ando molestando a la gente a las cuatro de la mañana para decirle patochadas como esa! --Ya...ya...ca...ba...lle...ro...pe...ro...es...que...yo...soy...una...va...ca...

Cuando se trata de seres inanimados, las pretensiones de habla son imposibles de toda imposibilidad, pero entre ellos sí podrían comunicarse a su modo, como ocurría en (037) aquel frigorífico, en el que un tomate, aburrido de su anodina estancia en el estante de la verdura, se atrevió a decirle al compañero: --¡Oye! Y el compañero pegó un salto de órdago y exclamó: --¡Andá, un tomate que habla!

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LECCIÓN 2ª

LA FONÉTICA Y LA FONOLOGÍA

Los sonidos y los fonemas Los sonidos y fonemas corresponden a la lengua hablada y son estudiados por la Fonética y la Fonología respectivamente; a su vez, las letras y las tildes lo son por la Ortografía y corresponden a la lengua escrita. Las vocales no se utilizan más que para poder pronunciar las sílabas y sólo en contados casos pueden llegar a formar palabras por sí mismas (caso de la preposición a y de las conjunciones y, e, o, u). Pero también pueden ser utilizadas para otros menesteres, como sucedía en (038) aquella consulta del oculista, donde el oftalmólogo dijo a un paciente: --Mire usted el cartel de aquella pared de enfrente y dígame que letra ve usted. --La a. --Mire usted bien –le insistió el médico-. Haga el favor de decirme qué letra ve usted. --La a. --Por favor, fíjese bien. Le ruego que se fije y me diga qué letra es. --La a. Es una a. Yo lo que veo es una a. El médico se levantó entonces casi volcando la silla del cabreo, se acercó ofuscado al cartel sin dejar de mirarlo fijamente y a medio camino se volvió y se sentó de nuevo: --Lleva usted razón: es una a.

El hecho de que sean tan pocas las vocales (nuestra lengua sólo dispone de cinco) puede provocar casos en los que aparezcan todas a la vez en una palabra (como en eucalipto) o en los que se repita la misma vocal hasta cinco veces, como descubrió (039) aquella profesora que preguntaba precisamente estas cosas a sus alumnos y al llegar al más retrasado le preguntó: --A ver, Juanito: te voy a poner un aprobado si me dices una palabra que tenga cinco vocales de la misma. --¡Eso es dificilísimo, señorita! --Muy bien. ¡Aprobado!

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La unión de vocales y consonantes conforma las sílabas, las cuales pueden ser de tantos tipos como posibilidades (así, la a y la p pueden formar sílabas como AP-to, CAP-tar, PA-recido, PAL-mera, PAR-tido, PRA-do, PLAza); de haberse hecho este ejemplo con la p y la i, o con la p y la o, habríamos llegado al caso de (040) aquel dormilón que acudió al médico por las malas noches que pasaba, pues, según contaba, en lo mejor del sueño se le aparecía un duendecillo y le decía entre sueños: “¿Has hecho pipí?”. Y ello le obligaba a tener que levantarse a hacerlo, lo que ya lo espabilaba y se pasaba entonces las noches mediodespierto. --Mire: lo que vamos a hacer –le decía el doctor- es que usted hace antes de acostarse todo el pipí que pueda y cuando le llegue el duendecillo le dice que sí, que ya lo ha hecho, y verá cómo el duendecillo se cansa y se va. A la noche siguiente, vuelta a lo mismo: --¿Ya hiciste pipí? –le pregunta el duendecillo. --Sí, sí, ya lo hice. --¿Y popó?

Las letras Las letras son las representaciones gráficas de los fonemas. Su aprendizaje suele hacerse desde la niñez de forma alfabética y memorística, sin que ello presente algún tipo de interés por su significación, aunque podría darse el caso de todo lo contrario, como sugirió (041) aquel soldado cristiano que arrivó al castillo una noche corriendo pues traía un montón de moros persiguiéndolo. Para que lo oyeran desde dentro, empezó a gritar frente a un torreón: --¡Ah de la almena! --¡Be de Barcelona! –le chisteó el guarda medio dormido --¡Ce de cabrón como no me abras inmediatamente!

Cada letra tiene su nombre coincidente con la pronunciación de la misma (a, be, ge,...), aunque no siempre (jota, y griega,...) pero hay ciertas denominaciones inexistentes, como la usada por (042) aquella atenta madre a la que preguntó su hijo recién llegado del cole mientras soltaba la mochila con ganas de tomarse la merendilla: --¡¡Mamá, mamá!! ¿Hay gelatina? --No, hijo mío, no: solamente existe la i latina.

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Las letras se refieren al significante de las palabras, no a su significado o contenido, pese a que sea ello muy difícil de aprender por ciertos escolares, como ocurría en (043) aquella clase en la que la profesora intentaba imbuir vocabulario al alumnado buscando palabras que contuvieran ciertas letras. Pero Juanito era un poco distinto: --A ver, Juanito: dime una palabra que contenga la letra m. --¡Sartén! --¿Sartén? ¿Dónde tiene la m la palabra sartén? --¡Pues en el mango, señorita!

aunque puede ocurrir que una sola letra cambie todo el significado de un documento entero, como sucedió a (044) aquella pareja de guardias que realizaban un atestado en la carretera respecto a un accidente con fallecido tendido sobre el asfalto. Uno de ellos dictaba al otro la descripción de lo que veía: --...y el fallecido se encuentra tendido en el arcén... --¡Perdone, mi sargento! ¿“Arcén” es con hache o sin hache? --Siga escribiendo: ...el fallecido se encuentra tendido en la calzada...

La Ortografía, por tanto, y muy especialmente cuando se trata de letras que se confunden en su pronunciación (b/v, g/j, c/z, etc.), puede producir casos como el anterior, u otros mucho más problemáticos, como el sucedido a (045) aquel alcalde de un pequeño pueblo a quien urgía convocar una reunión de todos los vecinos antes del domingo y el problema estaba en que, aunque era miércoles todavía, tenía que ser redactado el escrito que se colgaría en los dos bares del pueblo avisándolo. --Pues venga, secretario: pon en el papel que la reunión es el jueves. --¡Que el jueves no puede ser! ¡No ves que no sabemos si jueves es con b o con v! ¿Qué quieres, que nos equivoquemos y se rían de nosotros una semana entera? --¡Pues entonces ponla para el viernes! --¡Tampoco puede ser, que tampoco sabemos si viernes es con v o con b! ¡Y con el sábado pasa igual, me cago en la leche! ¿Qué hacemos entonces? --¡Pues ya está! –decidió el alcalde-: ¡La reunión tiene que ser esta noche!

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Las tildes No sólo las letras presentan problemas de ortografía; también las tildes pues, aunque se trate de una sola rayita sobre vocales, sirven para que los hablantes sepan pronunciar bien cuando leen y así distingan entre término, termino y terminó (tilde de las esdrújulas, llanas o graves y agudas); entre seria y sería (tilde de los hiatos); entre dé y de (tilde diacrítica); y entre cien pies y ciempiés (tilde de los compuestos). Todas las sílabas pueden llevar tilde o no, según el caso de que se trate, pero pueden salir tildes demasiado raras como la expresada por (046) aquel alumno a quien la profesora iniciaba en estas particularidades de la lectura: --Venga, Juanito: dime ahora cómo se dice la m con la a. --¡Ma! --Venga, y ahora con tilde. --¡Matilde!

Las más difíciles de pronunciar sin problema alguno son las llanas (llamadas antiguamente graves) pero no por su acentuación o difícil colocación de la tilde cuando la lleven, sino por otras razones, como muestra lo ocurrido a (047) aquel alumno que llegó expulsado a su casa y el padre empezó a indagarle y resultaba que la causa había sido que la maestra lo había sacado a la pizarra para que escribiera cinco palabras esdrújulas, otras cinco llanas o graves y otras cinco agudas. --¿Y qué? –le preguntaba el padre-. ¿No supiste responder bien? --¡Sí, sí, puse las quince perfectamente! --¿Y entonces? --Pues que las graves eran tan graves que la señorita cayó al suelo al leerlas.

La entonación Ni los fonemas ni las letras aislados, ni aun combinados en sílabas, monemas y palabras, significan nada hasta que no sean emitidos en una oración o frase completa, que es la que les da su auténtico valor. Para reconocer si ya se ha producido una frase u oración completa, basta con atender a su entonación, la cual consiste en la melodía que van formando las palabras en su pronunciación, la cual presenta interés únicamente al final, según el tono haya quedado en cadencia, o suspendido o en anticadencia. Y da igual su extensión: una frase de varios renglones o un monosílabo pueden

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conformar una unidad melódica o grupo fónico que se entona de una de las tres maneras posibles en el castellano: enunciando algo, o interrogando, o exclamando. Juan ha dicho que viene. ¿Juan ha dicho que viene? ¡Juan ha dicho que viene! Esta triple posibilidad es la que hace que estas tres frases, o enunciados, u oraciones, o comoquiera que se les llame ahora mismo, tengan una significación distinta aunque sus fonemas y letras sean los mismos en los tres casos. Por ello estudiaremos aquí la primera clasificación de las oraciones, pero no en la Sintaxis, pues es únicamente la entonación la que las distingue en enunciativas, exclamativas o interrogativas, como veremos luego. Si lo que se pretende es aumentar el valor tonal de las frases, se pueden usar los llamados alusivos interrogativos y exclamativos: qué, quién, cuál, cuándo, cómo, dónde, cuánto. El énfasis conseguido con ellos puede ser admirable, como se aprecia en (048) aquella conversación que mantenían dos enfermeras mientras veían pasar al galante doctor García por el pasillo: --¡Qué bien se viste el doctor García! –decía una. --¡Y qué rápido!

En el acto del habla se suelen ir mezclando estos tres modos de entonación según va pidiendo la dinámica de la comunicación, como ocurría con (049) aquel par de comerciantes que se entretenían conversando en la esquina de sus dos negocios respectivos dedicados a lo mismo: --Sólo hay un modo de ganar dinero honestamente –le enunciaba uno al otro. --¿Sí? ¿Y cuál? –le preguntaba el otro. --¡Ya sabía yo que usted lo ignoraba! –exclamaba el otro.

Pese a ser muy clara la diferencia entre ellos, la confusión puede ser muy frecuente, como le pasó a (050) aquella señora que, ante las quejas de su hijo porque en la escuela le decía “El Gordo”, exclamó para quitarle importancia: --¡Y a mí qué! --A ti “La Ballena”.

Las oraciones enunciativas La entonación más usual es la enunciativa y de ella han de hacerse tres grupos según se afirme, se niegue o se dude algo, es decir, enunciativas

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afirmativas, negativas y dubitativas, y para su distinción se usan precisamente los tres tipos de adverbios tonales de que dispone el castellano: los de afirmación (sí, ojalá, también,...), los de negación (no, tampoco,...) y los de duda (tal vez, quizás,...). La diferencia que existe entre la afirmación y la negación está siempre clara para los interlocutores, aunque algunos lo tienen más claro que otros, como demostraba (051) aquella niña, cuya abuelita le dio 6 euros para que los repartiera con su hermanito pequeño, pero sólo le dio al chico un euro. La abuela, que vio el reparto, increpó a la niña: --¿Pero es que tú no sabes todavía que la mitad de 6 son 3? --Yo sí, pero él no.

La gran mayoría de las oraciones expresadas en castellano afirma, pero cuando se trata de negar o de dudar, se le suele dar el énfasis adecuado incluso hablando en mayúsculas o gritándolo para que quede clara la negación o la duda, como hizo (052) aquel vecino que fue despertado por el teléfono a las 4 de la mañana y oyó que le decía un desconocido de la vecindad: --Perdóneme, vecino, pero quiero que sepa que su perro no para de ladrar y no me deja dormir. --¡Ajá, está bien! –respondió sin alterarse. Pero a la noche siguiente, cuando llegaron las 4 de la madrugada, cogió el teléfono y marcó el número que se había quedado grabado: --Oiga –dijo cuando se lo descolgaron-: soy el vecino al que llamó usted a esta hora anoche y lo llamo para decirle simplemente que yo NO tengo perro. Buenas noches.

Otras veces la negación se expresa emitiendo lo que se dice en un tono más que exaltado, como hizo (053) aquel pueblerino que guardaba cola para sacar una entrada en los toros y cuando ya le faltaban únicamente dos, oyó que gritaban desde atrás: --¡Manolo! ¡¡Manolo!! ¡¡¡Manolo!!! Se salió de la fila, empezó a mirar a todos lados y cuando volvió a ella ya no lo dejaron ponerse, por lo que tuvo que irse otra vez al final. Al cabo de otro buen rato, cuando ya le faltaban sólo tres, volvió a oírlo otra vez: --¡¡Manolo!! Tras dudarlo unos segundos, dió un salto fuera de la fila y gritó: --¡¡¡Que yo no soy Manolo!!!

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Las oraciones exclamativas Las oraciones exclamativas expresan un estado anímico especial en el hablante, pero no necesariamente necesitan ser pronunciadas con grito o a voces, si no es eso exactamente lo que se pretende, como hizo (054) aquel marido que comentaba con otro casado que él sí era capaz de darle voces a su mujer: --Sin ir más lejos, ayer estaba mi mujer sentada en el sofá y, como yo no estaba allí al lado, pues me dijo, así, con voz medianilla: “Cariño, ve preparando la cena”, y yo le di un vozarrón que retumbó en el piso entero: “¡¡Ahora cuando termine de planchar!!

De los varios tipos de oraciones exclamativas que hay, las más utilizadas son las imperativas o exhortativas, consistentes en órdenes que se dan al receptor para que realice algo, aunque ni habiendo pagado dinero el emisor para que se cumplan se puede esperar que se lleven a cabo esas órdenes a rajatabla, como aconteció a (055) aquel taxista que estaba ya finalizando una carrera y oyó al cliente decirle: --¡Déjeme usted en ese semáforo! --Mire, buen hombre, -le dijo mirándolo por el retrovisor-: yo lo paro en la esquina y si quiere usted subirse al semáforo haga lo que quiera.

aunque también están los que hacen todo lo contrario, cumplir demasiado exactamente las órdenes o indicaciones que se les dan, como hacía (056) aquel paciente que, pese a habérsele diagnósticado perfectamente lo que tenía y pese a tener pronta y entera cura su dolencia nada más que con tomarse unas cuantas pastillas, volvió a la misma consulta visiblemente empeorado. --¡No me explico cómo puede usted venir peor si esas pastillas son un auténtico milagro! ¡Y mire que le dije que siguiera usted mis indicaciones y se las tomara exactamente como se indica en el envase! ¿Es que no hizo usted lo que le indiqué? --¡Sí, sí, por supuesto que sí! --Y... ¿cuántas pastillas se ha tomado entonces? --Ninguna. --¿Cómo que ninguna? --¡Pues claro! En el envase ponía muy claro “Manténgase el frasco cerrado”.

Ciertas órdenes, por muy exclamativas que sean, y por mucho énfasis con que se emitan, son, en sí mismas, de imposible cumplimiento, como llegada su hora le ocurriría a la orden que recibió

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(057) aquella señora que, tras arreglarse y llenar el monedero a las once de la noche se acercó a su marido mientras fregaba los restos de la cena y le decía: --Si llama mi madre no le vayas a decir que estoy en el bingo, y te aviso que, como mucho, no volveré antes de las cuatro de la madrugada. --¡Pero ni un minuto más!

Otra subclase de las oraciones exclamativas es la interjección, que consiste en un brevísimo resumen de un mensaje. En alguna interjección de asombro, o de estupor, o de espanto,... suelen desembocar multitud de situaciones especiales que dejan con la boca abierta a quien las vive, como les pasó a (058) aquellos dos animales que se toparon enmedio del bosque y no pudieron ni reconocerse ni identificarse pues ninguno de ellos había visto algo parecido antes. --¿Tú qué eres! –exclamó más que preguntó uno de ellos asombrado. --Yo soy un perrolobo. --¿Y... eso? --Muy fácil: mi madre era una loba y mi padre un perro. --¡Ah! --¿Y tú? --Yo soy un osohormiguero. --¡¡¡Hostias!!!

Las interjecciones se dividen en propias, impropias y locuciones interjectivas, según su grado de acercamiento a las palabras usuales de la Lengua. Las impropias son las más usadas, por consistir en palabras de la lengua común que se usan en situaciones muy exclamativas, generalmente para producir el insulto, lo que provoca equívocos como el sufrido en (059) aquella carretera de bastantes curvas y alguna recta en la que un conductor pudo ir percibiendo cómo la conductora que le venía de frente asomaba la cabeza fuera del cristal y al cruzarse se le podía oír un grito que decía: --¡¡¡¡Caaaabaaaaalloooooooooo!!!! --¡¡¡Muuuuuulaaaaaaaa! –exclamó casi al unísono el otro sacando también su cabeza fuera y quedándose pendiente del coche que se alejaba lo suficiente como para estrellarse con el caballo que acababa de saltar de la cuneta a la calzada.

o la admiración, como expresó (060) aquel acompañante de un cazador, del que le habían hablado todos de su excelente puntería. --¡Mira, Chema! ¿Ves aquel pato que pasa por encima de nosotros a más de un kilómetro de alto?

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--¡Pero si apenas se ve! --Pues le voy a dar un tiro y caerá aquí a nuestro lado. En efecto, disparó y el pato cayó a menos de un metro. --¡¡¡Santo Dios!!! –exclamó el acompañante. --No hace falta que me digas Santo Dios; puedes seguir llamándome Pachi.

Las oraciones interrogativas Las oraciones interrogativas han de llevar forzosamente, en los textos escritos, el signo de la interrogación al inicio y al final (¿Quién vino?), a no ser que se trate de una interrogación indirecta, caso en que pierde su valor como tal y se convierte en lo único posible: o en una oración enunciativa (No sé quién vino), o en una exclamativa imperativa (¡Dime quién vino!). No obstante, aunque la pregunta esté formulada correctamente, se puede dar la callada por respuesta, como hizo (061) aquel hijo de mafioso que se presentó a un examen oral y volvió tan orgulloso ante su padre: --¿Qué tal te fue, hijo? --Perfectamente, papá: me hicieron un montón de preguntas, pero no contesté a ninguna.

No es frecuente reponder a una pregunta con otra, pero ciertas situaciones en que los nervios juegan una mala pasada o en que se va el santo al cielo, pueden provocarlo, como hizo (062) aquel novio ante el altar en el momento culminante del Sí quiero, pues el nerviosismo le ofuscó de tal modo que al terminar de oír al cura la pregunta de “si quiere usted como esposa y mujer a Fulanita de tal”, se quedó como en blanco y preguntó: --¿No le importaría, padre, repetirme la pregunta?

o con dos a la vez y en una, como hizo (063) aquel desmemoriado paciente que consultó al doctor: --Doctor, doctor: creo que estoy perdiendo la memoria a pasos agigantados. --¿Desde cuándo se nota eso? --¿Desde cuándo qué?

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La índole de la respuesta, no obstante, es la que clasifica a las interrogaciones en totales (si nos fijamos en el verbo como base de la pregunta: ¿Estás ahí?) o parciales (si nos fijamos en los complementos o en el sujeto al hacer la pregunta: ¿Quién está ahí?, ¿Dónde estás?) o retóricas (si no nos fijamos ni en qué preguntamos: ¿Ya estás aquí?). Quien hace una interrogación total, conoce al menos la mitad de la respuesta (ya que las posibilidades del sí o del no son del cincuenta por ciento mientras no se demuestre lo contrario), pero hay quien las formula para engañar al cien por cien, como hacía (064) aquel atracador de viandantes que se aprovechaba de la buena fe de la gente para acercárseles con la inocente pregunta: --Perdóneme, señora: ¿ha visto usted algún policía por aquí cerca, por favor? --No. Al final de la calle he visto una pareja que se iban ya en las motos. --¡Pues entonces déme el bolso!

Las retóricas son un caso bien curioso de interrogación, ya que con ellas ocurre dos cosas: o ya se conoce de antemano la respuesta, como evidenció (065) aquel cirujano que al salir del quirófano y acercársele un hombre ansioso preguntándole sobre cómo había salido su mujer de la operación, dijo: --¿Pero no era una autopsia?

o es más bien una orden lo que se da con ellas, como sucedía a (066) aquel ladronzuelo que se atrevió a atracar a un fortachón a las afueras de un supermercado y no sólo le quitaron el arma sino que además empezó a recibir patadas y puñetazos hasta que, ya recostado en el suelo, viendo que el otro no paraba, le gritó: --¿Pero no llamas a la policía todavía?

El número o cantidad de interrogaciones formuladas no debería tener mayor importancia, pero la realidad de la vida demuestra todo lo contrario. Caso famoso es el de (067) aquel abogado a quien se acercó un pobre hombre, pobre y precavido, al que habían aconsejado por ser muy bueno, aunque bastante caro. --¿Es cierto que usted cobra 100 euros por responder a tres preguntas? --Sí. Es cierto. --¿Y no haría ninguna rebaja? --Le aconsejo que afine usted en la tercera pregunta, pues ya lleva dos.

La realización de demasiadas preguntas seguidas puede ser un mero juego de niños, como el que solían realizar

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(068) aquellos escolares, que se entretenían así: --¿Te puedo hacer una pregunta, Juanito, para ver si eres listo? --Venga. --¿Qué come la vaca? --Heno. --¿Qué come la cabra? --Hierba --¿Qué come el gato? --Ratones. --¿Qué come el perro? --Croquetas. --Venga, a ver si eres listo: ¿Qué te pregunté primero? --¡Que qué come la vaca! --¡No, señor, que te pregunté si te podía hacer una pregunta para ver si eras listo? --¡Tramposo!

o un juego de fatales consecuencias si se da entre mayores, como ocurrió a (069) aquella pareja que se hallaba recostada plácidamente un atardecer y la señora no tuvo otra ocurrencia que acordarse de su futuro y del de su marido: --Cariño: ¿Qué harías tú si yo me muriera? --Te guardaría luto toda la vida. --¿Durante toda toda toda la vida? --Siempre. --¿Y por qué? --Pues porque te quiero mucho y tu pérdida sería para mí muy dolorosa. --Entonces, ¿no te volverías a casar? --No. --¿Y por qué no? ¿Es que no te gusta estar casado? --Sí, sí, claro que me gusta, pero... --¡Entonces sí te volverías a casar! --Bueno, sí, creo que sí. Creo que, después de guardarte muchísimo muchísimo luto, si la vida volviera a tener sentido para mí, entonces, sí, a lo mejor me casaba otra vez. --¿Y dormirías con ella en nuestra cama? --¡Jesús, qué cosas! Me imagino que sí, vamos, supongo que sí nos acostaríamos, claro,... --No, no. Lo que te pregunto no es que si te acostarías con ella, sino si dormirías con ella en nuestra cama. --¡Pues claro, vamos, es que es lógico! --¿Y pondrías su foto en la mesita de noche? --¡Pondría las dos, la tuya y la de ella! --¿Y cuál más cercana a ti? --¡La tuya, la tuya, la tuya más cercana, por supuesto! --¿Y jugarías también al tenis con ella? --¡¡Si le gusta,... ¿por qué no?!

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--¿Y le dejarías mi raqueta? --¡¡Pero cómo le voy a dejar tu raqueta si es zurda!!

o una mera medida de precaución sin mayores consecuencias, como indicaban las idas y venidas de (070) aquel despistado que se hallaba en una estación de tren de varios andenes y se acercó a la ventanilla: --Perdone: ¿podría decirme a qué hora pasa el Talgo? --A las 13.52 A los pocos minutos se acercó otra vez: --Perdone: ¿podría decirme a qué hora pasa el Rápido Madrid Málaga? --A las 11.42 A los pocos minutos se acercó otra vez: --Perdone: ¿podría decirme a qué hora pasa el Expreso Jaén-Logroño? --A las 11.15 A los pocos minutos se acercó otra vez: --Perdone: ¿podría decirme a qué hora pasa el que va a Salamanca? --A las 12.05 A los pocos minutos se acercó otra vez, pero el de la ventanilla le espetó antes de que hablara: --¿Qué pasa? ¿Es que va a coger usted todos los trenes? --No. Es que tengo que cruzar las vías y no me fío.

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LECCIÓN 3ª

LA SEMÁNTICA

Conceptos básicos de Semántica La Semántica es la parte de la Gramática que se ocupa de estudiar los significados de las palabras, del mismo modo que la Fonética, la Fonología y la Ortografía estudian los significantes. Los referentes (es decir, las cosas mismas) pasan al terreno de la Lengua a través, como si dijéramos, del diccionario, en el que las entradas serían los significantes y las acepciones los significados. Si todo fuera así de sencillo, no habría problema, pues cada hablante acudiría al diccionario para consultar el significado de la palabra que desconociera (o al revés, para adivinar qué nombre tiene lo ya conocido) y asunto solucionaro; pero la cosa se complica, y para ello está la Semántica, cuando se descubre que además de las palabras que tienen un solo significado (monosemia), otras tienen varios (polisemia), algunas el mismo que otras (sinonimia), otras el contrario (antonimia), algunas se escriben o pronuncian como otras, siendo, evidentemente, distintas (homonimia), otras se parecen entre sí en sus significados o en sus significantes (paronimia),... Y todo esto sin mencionar que los hablantes en cuestión, en el momento del habla, vivan o no en la misma zona (dialectalismos), o unos tengan menos cultura que otros (vulgarismos), o no sean poetas (metáforas),... y, por supuesto, todo ello sin entrar en que las palabras estén compuestas unas con otras o se deriven entre sí (monemas). Sea como fuere, lo cierto es que el hablante standard suele conocer de su Lengua únicamente un porcentaje no muy alto de vocablos, y lo más usual es que incluso muchos de ellos los tenga confundidos en su significante o en su significado, o en ambos a la vez, algo que puede ocurrir incluso con vocablos que atañen íntimamente al concreto hablante al que nos estemos refiriendo, como sucedía a (071) aquella señora que preguntaba angustiada al doctor: --Entonces, ¿qué tengo, doctor? --Lo que usted tiene, señora, es una cleptomanía galopante. --¡No tengo ni idea de lo que es, pero me recetará usted algo para eso! ¿No? --En cuanto me devuelva el bolígrafo.

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Otros hablantes conocen tal vez el significado exacto de las palabras, pero para ellos es como si no lo tuvieran, como (072) aquel atractivo galán que se acercó a la papelería muy poco antes del día de San Valentín y preguntó al dependiente: --¿Tiene usted tarjetas de felicitación que pongan “Para mi verdadero y único amor”? --Sí, sí tenemos y precisamente con ese texto. ¿Le doy una? --No. Deme usted ocho.

E incluso están los que conocen la significación de las palabras de tal modo que son capaces hasta de corregir a sus interlocutores si realizan un uso inapropiado del lenguaje, aun en las ocasiones menos apropiadas, como hizo (073) aquel profesor de Lengua cogido por su señora in fraganti en la cama con la amante: --¡Andrés! ¡Estoy realmente sorprendida! --Perdona, cariño, pero no creo que estés muy sorprendida. Estarás asombrada, o perpleja. ¡El sorprendido soy yo!

Los campos semánticos Para conocer exactamente la significación de cualquier palabra habríamos de comenzar considerando que el hablante suele tenerlas en la mente asociadas unas a otras de tal modo que podrían agruparse en campos semánticos (por tener “semas” en común). Así, los tres semas de un taburete son que “es un mueble“,que “tiene tres patas“ y que “sirve para sentarse“, lo que permite diferenciarlo de una silla en que ésta “tiene cuatro patas“, y ésta se diferencia a su vez de un gato en que “es un mueble“ y no un animal, y así sucesivamente. Hay siempre, no obstante, un rasgo definidor y definitivo para cada referente, y bien que lo sabía (074) aquella cuarentona que se acercó a un musculoso joven e intentó entablar conversación del siguiente modo: --Usted es bombero, ¿verdad? --Pues sí. ¿Como lo ha adivinado? --Pues por ese porte que tiene usted, por esa mirada escrutadora, por ese temple que muestra ante el peligro, por esos brazos musculosos,... ¡y por esa manguera que va arrastrando ahora mismo, evidentemente!

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El desconocimiento de algún sema por parte de algún interlocutor puede llegar a producir un cambio total de la significación de los restantes aspectos de la comunicación, como ocurrió en (075) aquella consulta del ginecólogo, a donde llegó una mujer de mediana edad en busca de unos análisis: --Tengo para usted magníficas noticias, señora –le dijo complaciente el doctor. --Sepa usted que no soy señora, sino señorita –dijo la interesada. --Pues entonces tengo pésimas noticias –corrigió el galeno.

Otro procedimiento usual para aclararse con los significados está en considerar la existencia de la hiponimia/hiperonimia (si unas palabras estarían englobadas dentro de otras, al modo de geranio y clavel, que son hipónimos del hiperónimo flor, y por ello llegamos a conocer que naranja es un fruto o un color según se lo oigamos a un hortelano o a un pintor). El desconocimiento de la hiperonimia en que se mueve el hablante puede provocar también casos curiosos como el de (076) aquel paciente que era atendido por el traumatólogo en urgencias y en muy mal estado, con innumerables golpes por todo el cuerpo, y sin acabar de enterarse de lo que le había ocurrido al accidentado: --Le digo, doctor, que estaba yo totalmente parado cuando de pronto me vino una bicicleta y me dio un golpe terrible en la espalda. Pero es que verá ahora: no termino de incorporarme de la caída cuando me asoma un camión y me dio en una de las piernas, por lo que me caí otra vez, ahora hacia adelante. Y ahora verá: intento incorporarme y un avión en vuelo rasante me da con toda el ala en el cuello y me hizo ver las estrellas. Y no teniendo bastante con esto, antes de que me pudiera escabullir de allí, me dio un trompazo el transatlántico que traspuse dando tumbos a tres metros de distancia. El médico alucinaba con la historia. --Mire usted: lo de la bicicleta me lo creo, lo del camión podría ser. ¡Pero lo del avión y lo del transatlántico eso ya no me entra en la cabeza! --¿Que no? Pues ahora verá: ¡si no llegan a parar el carrusel a tiempo, se me empotra encima la nave espacial!

aunque está también quien se conoce a todos los miembros de la hiperonimia al completo, como demostraba (077) aquel pobre hombre que, hacía años, se había casado con una viuda que tenía una hija, de la cual se enamoró su padre y la hizo su esposa. Con ello, su padre se convertía en su yerno, y su hijastra se transformaba en su nuera y madrastra. Su mujer tuvo, para más inri, un hijo, que fue entonces hermano de la mujer de su padre, es decir, su tío. La mujer de su padre, su hijastra y madrastra, también fue madre de otro muchacho, que resultó entonces ser, a la vez, su hermanastro, por ser hijo de su madrastra, y también su nieto, por ser el hijo de la hija de su

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mujer. Además, su mujer resultó ser abuela, por ser la madre de la mujer de su padre, de modo que él ya no sólo era el marido de su mujer sino también su nieto, por ser hermanastro de un nieto suyo. Por tanto, si su mujer era ya su abuela y el marido de la abuela de cualquier persona era su abuelo, resultaba clarísimo que ¡él era su propio abuelo!

y quien conoce y prefiere a unos mejor que a otros, como exhibía (078) aquella señora que viajaba acompañada del marido, con el que acababa de discutir hacía un buen rato y llevaban ya una hora sin dirigirse la palabra, hasta que el marido rompió el hielo al ver junto a la carretera un par de vacas: --¡Mira: gente de tu familia! --Sí, ya veo: son mis suegros.

Los casos de desconocimiento de las hiponimias son, lógicamente, los más frecuentes y los que más sorpresas causan al conocerlos, como ocurrió a (079) aquella viejecita que preguntaba al doctor: --Entonces, ¿qué me ha dicho que tengo, doctor? ¿Piscis o Libra? --¡Cáncer, abuela, cáncer!

Las relaciones entre significantes y significados Todo lo apuntado hasta ahora viene a desembocar en un concepto esencial de la Semántica, la ambigüedad, o posibilidad de múltiples interpretaciones de lo mismo y, con ella, queda abierta de par en par la posibilidad de las múltiples interpretaciones que cada palabra puede llegar a tener en su uso diario, en el habla precisamente, hecho que ocurre primordialmente con las de mayor uso, como se aprecia bien claro en lo que decía (080) aquel ladronzuelo jactándose de su época gloriosa: --Antes, todas las mujeres corrían detrás de mí. --Y ahora, ¿por qué no? --Porque ya no robo bolsos.

Y si ya de por sí el asunto es complicado, ello puede llevar hasta la incomunicación si consideramos que muy pocas son las palabras que tienen un solo significado (monosemia, como ocurre con cocodrilo, que sólo significa una cosa), pues lo frecuente es que presenten varios (polisemia). Pero lo realmente interesante comienza cuando se aprecia que hay palabras

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que significan lo mismo que otras, la llamada sinonimia, que inducen a confusión a cualquiera que se precie, como, por ejemplo, a (081) aquel pobre hombre que, tras oír su primera homilía de Semana Santa, se atrevió a preguntar a otro vecino para confirmar sus temores: --Entonces, ¿es verdad eso que ha dicho el cura de que a Jesús lo quemaron y luego lo crucificaron? --¡Que no, hombre! Lo que ha dicho el cura es que lo prendieron y luego lo crucificaron.

Peor es la homonimia, consistente en palabras que se escriben o pronuncian igual aunque luego sean distintas, lo que provoca la mayor ambigüedad existente, de la que era muy consciente (082) aquel parroquiano de taberna que a todo el que se le colocaba al lado le contaba la misma cantinela: --Sepa usted, caballero -les decía-, que en este maldito país que tenemos lo único que hay es paro: hay paro en la policía. Paro, hay en los médicos, y en los estudiantes. En paro están los camioneros, los taxistas, y las enfermeras. ¡Y le paro de contar!

La antonimia consiste en que unas palabras son contrarias a otras en su significación y no ha de ser confundida con la paronimia, que consiste en que la relación existente entre los significados es meramente de parecido. La diferencia entre ambas cuestiones podría quedar aclarada rápidamente con un solo ejemplo, lo mismo que le quedó a (083) aquel conductor que llegó a un cruce y, aunque redujo la velocidad hasta casi quedarse parado, no se detuvo lo suficiente como para que pudiera considerarse que había hecho efectivamente el stop. Unos doscientos metros más arriba un guardiacivil le dio el alto y le comunicó lo que había visto desde allí, a lo que el conductor empezó a poner pegas diciendo que era prácticamente lo mismo pararse completamente o pararse casi completamente, como él había hecho, y que, por tanto, ni pensaba pagar la multa ni comprendía qué diferencia podría haber entre lo que mandaba la ley y lo que él había hecho. --Así que, o me demuestra usted la diferencia que puede haber entre una cosa y la otra o me deja que siga tranquilamente mi camino. El guardia le ofreció que se lo demostraría pero para ello tenía que bajarse del coche. Se bajó el conductor y entonces empezó a darle mamporros con la porra en las espaldas, a lo que el conductor empezó a darle voces diciendo: --¡Pare, pare, pare! Pero el guardia no paraba. --¡Pare, pare! ¡Que le estoy diciendo que pare! --¿Me está usted diciendo que pare totalmente –le dijo el guardia- o que vaya reduciendo los golpes?

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De la antonimia existen tres tipos. El primero es la antonimia recíproca, que es la auténtica, pues las cosas son de una manera o de la contraria y quien da es porque otro recibe, y quien entra es porque luego va a salir. No obstante, algo tan claro puede no ser tan evidente para algunos, como ocurrió a (084) aquel vecino que salió de su casa al rellano y se encontró con el vecino de enfrente empujando un sofá que estaba como atascado en la puerta del piso. Se ofreció para ayudarle y el otro quedó encantado: --Se lo agradezco enormemente, vecino, porque llevo ya más de media hora con el jodido sofá y no hay manera. --¡Pues venga, manos a la obra! Al cabo de otra media hora de esfuerzo agotador, el sofá seguía en el mismo sitio y su dueño al borde de un ataque: --Nada, no hay manera, es imposible: ahora mismo llamo a un carpintero y que lo destroce y lo tire, porque estoy viendo que es imposible sacarlo. --¡Ah –exclamó el otro vecino-: pero... ¿no era meterlo?

Otras veces, la reciprocidad es meramente aparente, pues lo contrario no está en la parte correspondiente, sino en la otra, como sucedía en (085) aquel matrimonio, en que el marido se llegó al doctor para confesarle que su mujer estaba totalmente sorda, a lo que el doctor le dijo que antes de hacer nada más era conveniente calibrar el grado de sordera, por lo que aconsejaba al marido que se colocara detrás de ella y le preguntara algo a cierta distancia y fuera reduciéndola hasta que captara que lo oía. Eso hizo el marido esa misma noche y, a la hora de preparar la cena, le dijo a su mujer desde el comedor: --Cariño, ¿qué hay de cena? Pero nada. Le preguntó entonces desde la puerta de la cocina, mientras la veía trajinar con el fuego: --Cariño, ¿qué hay de cena? Y tampoco. Se puso entonces en medio de la cocina: --Cariño, ¿qué hay de cena? Y tampoco obtuvo respuesta. Alarmado por tal estado de sordera de la mujer, se puso casi rozándole las espaldas y le dijo en voz alta: --¡¡Cariño, ¿qué hay de cena?!! --¡¡Estás sordo perdido, hijo!! –le respondió la mujer encarándose con él. ¡¡Te he dicho ya cuatro veces que hay pollo!!

Normalmente, los actos recíprocos son instantáneos en el tiempo (quien da es porque otro recibe casi inmediantamente) pero la reciprocidad puede no ser tan inmediata en el tiempo, como iba a ocurrir en (086) aquel otro matrimonio, cuando la señora preguntó al marido si tenía ya pensado lo que le iba a regalar en sus inminente bodas de plata: --Un viaje a China.

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--¡Cariño! ¿Y qué serás capaz entonces de regalarme en la bodas de oro? --¡El viaje de vuelta!

La antonimia gradual es aquella en que los contrarios conforman una serie en que se oponen los unos a los otros, no sólo los de los extremos, sino también los intermedios de la escala: así, el frío y el calor son antónimos, pero también lo son entre sí el frío, lo gélido, lo congelado, etc. y todos ellos frente a los del otro extremo. Pero, para que esta antonimia funcione, el hablante ha de saber en cuál de los dos extremos quiere quedarse, algo que no le pasaba a (087) aquel parroquiano de un bar que preguntó al camarero el primer día que allí entró: --¿Tiene usted café frío? --No, no. No tenemos. --Bueno, pues déme entonces uno caliente. Al día siguiente volvió a hacer la misma pregunta y recibió la misma negativa y así estuvo durante unos cuantos días hasta que cierta vez el camarero lo vio venir por la ventana desde la distancia y, sabiendo que al rato llegaría a tomarse el café, lo hizo rápidamente y lo metió en el congelador para ver si así podía ofrecerle al cliente lo que tanto le preguntaba a diario. Entró, pues el cliente, y volvió a hacer la misma pregunta de todos los días: --¿Tiene usted café frío? --¡Pues sí! –exclamó el camarero tan contento sacándolo del congelador y poniéndoselo delante orgulloso. --¿No le importaría a usted calentármelo?

Los niños, no obstante, tienen grandes dificultades para entender los extremos de estas antonimias con el significado que les dan los mayores, como aseguraba (088) aquel pequeñín que lloraba desconsolado mientras una señora trataba de consolarlo: --Lloro porque mis padres van a comprar un niño nuevo. --¡Ah, ya! ¡Que vas a tener un hermanito! --Sí. --¿Y eso no te pone contento? --Pues no, porque la semana pasada se compraron un coche nuevo y el viejo lo dejaron en el taller.

o como con enorme clarividencia señalaba (089) aquel otro que en una boda tuvo la ocurrencia de preguntar a una señora que por qué iba vestida la novia de blanco. --Pues porque hoy es el día más feliz de su vida.

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--Y entonces, el novio,... ¿por qué va vestido de negro?

Los campos léxicos Si hasta aquí hemos ido considerando las palabras como unidades completas, como de un solo monema, el asunto se enrevesa un poco si tomamos en consideración que pueden complicar su significado si se les añade por delante (prefijo) o por detrás (sufijo) otro monema o varios. Si bien los primeros son fijos en la Lengua, hay hablantes bastante ocurrentes para inventarlos, como hizo (090) aquel aspirante a un puesto de trabajo que aguantó la perorata de un empresario que había reunido en una salita a varios aspirantes, a los que dijo lo siguiente: --El trabajo se lo llevará aquel de ustedes que antes adivine mi edad exacta. Y para ello habrá de tener en cuenta las pistas que le voy a dar ahora mismo, en el sentido de que si se midiera la pared de mi derecha y se multiplicara por la altura de la ventana de ahí enfrente y se dividiera por el número de asientos que hay en esta salita, casualmente daría la cantidad exacta correspondiente a mi edad. --Usted tiene 44 años –dijo sin inmutarse el que estaba sentado junto a una esquina. --¡Maravilloso, maravilloso! ¿Cómo ha logrado usted adivinar eso tan rápidamente? --Pues muy sencillo: porque yo tengo un hermano que tiene ahora 22 años y es mediojilipoyas.

Si bien los prefijos no admiten clasificación plausible, los sufijos sí agrupan a diferentes tipos, de entre los que destacan los diminutivos, consistentes en un modo de derivación de las palabras que convierte su significado en algo casi insignificante, como pretendía (091) tocó la última de una larga fila de hermanas mismo pecado, consistente en haber soltado una monasterio. El cura que las confesaba estaba ya a todas la misma pregunta y de obtener la misma

aquella monjita a la que confesándose todas por el carcajada en la capilla del realmente harto de decirles respuesta una tras otra: --¿También se ha reído usted en la capilla, hermana? --Sí, padre. --Pues entonces, te impongo de penitencia... Y así hasta que llegó a la última: --¿También se ha reído usted en la capilla, hermana? --No, padre. --¡Ah! ¿No? --No, padre. Yo soy la del pedito.

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No obstante, hay casos en los que la disminución que indica el diminutivo es meramente anecdótica, como sostenía (092) aquel vendedor ambulante de empanadas y empanadillas, las cuales mostraba al público dando gritos por las calles. --¡¡Empanadas, empanadas!! ¡¡Empanaditas, empanaditas!! Se le acercó uno por fin y el vendedor no quería que se le escapara: --¿A cómo son las empanadas? --A un euro. --Un poco caras. ¿Y las empanadillas? --¡A un eurillo!

Otro tipo de sufijos, los gentilicios, indican el lugar de origen de la persona en cuestión, pero la procedencia extraterrestre plantea problemas a algunos hablantes, como a (093) aquel alumno al que preguntó el profesor de Geometría: --A ver: ¿Qué pasaría si la tierra fuera un cubo? --¡Pues que todos seríamos cubanos!

Y el mismo tipo de problema plantearían también todos los lugares desconocidos para el hablante, como aconteció a (094) aquel policía que dio el alto a un conductor que se había saltado un semáforo en rojo: --A mí no me puede poner multas por eso, agente. Sepa usted que yo soy daltónico. --¡Pues sí! –repuso el policía-: Me va a hacer usted creer que en Daltonia no hay semáforos.

El lenguaje figurado Si lo dicho hasta aquí puede haber dado la impresión al lector de que el significado de las palabras, pese a su complejidad, puede ser algo aprehendible por quien procure su conocimiento, ha de ser tenido en cuenta que en múltiples ocasiones el hablante (y muy especialmente los poetas) utiliza el lenguaje de modo figurado, es decir, que el significado de las palabras usadas no es el mismo que habría en el diccionario, sino otro que se inventa el hablante a su antojo, como si por ejemplo al caballo de Drácula lo llamara un pura sangre. Este fenómeno recibe tres denominaciones según sea

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la relación existente entre la palabra “mal dicha” y la que “tendría que haberse usado”: así, la metáfora sería el nombre del mecanismo lingüístico usado por el hablante que ha llamado al caballo de Drácula de esa manera. La sinécdoque sería el fenómeno consistente en que las dos palabras en cuestión se contienen la una a la otra en algún aspecto como, el vaso y su contenido, o como el vino y la vasija que ha de transportarlo, como tenía bien claro (095) aquel borrachín que se llegó a la taberna y le dijo al tabernero que se iba a llevar 8 litros de vino. --Pero,... ¿ha traído usted el envase? --¡Está usted hablando con él, amigo!

La metonimia es el tercer modo del lenguaje figurado y consiste en que las dos palabras en cuestión se producen la una a la otra, como una buena espada hace al torero y como un modo educado hace al caballero, lo que no sucedía en (096) aquel autobús lleno de hombres al que subió una viejecita y en el que no quedaba un solo asiento vacío. Al cabo de un rato de viaje, la abuela ya estaba dolorida de los traqueteos y se quejó en alto: --¡Cómo va cambiando el mundo: ya no quedan caballeros! Y le replicó uno sentado al lado: --¡Caballeros sí quedan, abuela! ¡Lo que no queda es asientos!

Otros fenómenos muy parecidos, como el tabú y el eufemismo, se refieren a otros aspectos semánticos semejantes, concretamente a la cada vez más extendida costumbre de llamar a la cosas con nombres lo menos hirientes que se pueda, como hacía (097) aquel empresario que tenía un empleado sumamente vago y un día le llegó la oportunidad de deshacerse de él pues por razones de domicilio le convenía otra empresa. Y no tuvo inconveniente en redactarle el siguiente escrito de recomendación: “Sr. Presidente de Industrias Perry: usted será un afortunado si consigue que esta persona trabaje para usted.”

aunque hay otros oficios en que muy difícil salirse del tabú para meterse en el eufemismo, como pretendía (098) aquella prostituta a quien preguntó el juez: --¿Entonces, practica usted la prostitución? --No, no,... La practiqué durante mucho tiempo, pero ahora la ejerzo.

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LECCIÓN 4ª

LA MORFOLOGÍA

Las categorías morfológicas Independientemente de cómo se pronuncien, o cómo se entonen, o cuál sea su significado, todas las palabras de la Lengua pertenecen a una de las 19 categorías morfológicas que tiene el castellano, las cuales son las interjecciones, los enlaces supraoracionales, las conjunciones, las preposiciones, los artículos, los sustantivos, los adjetivos, los verbos, los adverbios, los demostrativos, los posesivos, los personales, los reflexivos, los recíprocos, los interrogativos, los exclamativos, los relativos, los numerales y los indefinidos; así, en la frase El tren de cercanías pasa cerca cuando se acerca a esta cercana ciudad, hay un significado que se repite cuatro veces en la frase, y en todas se pronuncia igual, pero en cada caso es una categoría morfológica distinta (cercanías es un sustantivo, cerca es un adverbio, acerca es un verbo y cercana es un adjetivo). Y es que de cada significado puede haber varias categorías que lo expresen, como bien sabía (099) aquel médico que respondió sinceramente a la paciente que tanto se le quejaba: --Tiene usted que decirme qué tengo doctor, porque llevo ya un montón de días que ni duermo, ni como, ni bebo nada. ¿Qué tengo, doctor? Dígamelo, por favor. --Pues lo que usted tiene, de principio, señora, es sueño, hambre y sed.

Cuando se usan en palabras sueltas, o en frases demasiado cortas, la confusión de unas categorías con las otras puede ser muy frecuente, como percibió (100) aquel mozalbete que se acercó a acariciar el animalito que llevaba una abuelita entre sus brazos: --¿Me deja usted que acaricie el animalito? La abuela le dio el permiso. --¿Araña? –le dijo precavido. --¡¡No, no, gato, gato!!

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El verbo El verbo es la categoría gramatical que da nombre a las acciones o estados y los aplica al conjunto de las personas gramaticales en diversos modos y tiempos. Aunque los conceptos de acción y de estado están bien delimitados en el terreno de la Lengua, muchos hablantes tienen dificultad apreciable para calibrar en qué estado se encuentran las acciones que realizan otros, como ocurría a (101) aquel empresario que se acercó raudo y veloz hacia el empleado al que acababa de descubrir bebiendo de una botella que escondía en su cajón: --¡Gutiérrez! ¿No sabe usted que está prohibido beber mientras se trabaja? --¡Pero es que no estoy trabajando ahora, jefe!

o qué acción se había realizado para encontrarse en tal estado, como sucedía a (102) aquel guardabosques que encuentró a un hombre dando manotadas dentro del lago y le gritó enojado: --¿No ha visto usted el letrero? ¡Está prohibido bañarse aquí! --¡Que no me estoy bañando! ¡Que me estoy ahogando!

aunque lo más frecuente es que se trate de una suma de ambas acciones, o estados, o conceptos, como podría ejemplificarse con la respuesta que (103) aquel andaluz dio a un extranjero cuando le preguntó este que cuál era el principio básico del arte de torear: --Muy fácil: que viene el toro, se quita usted; que no se quita, lo quita el toro.

Prácticamente todos los verbos permiten una de las tres conjugaciones existentes (-ar, -er, -ir), excepto los verbos defectivos o los unipersonales, por ejemplo. La conjugación es como un rizo que se hace a cada verbo en todos sus tiempos, modos y personas y se suele aprender desde niño de retahíla, como bien sabía hacer (104) aquella profesora que pidió que escribieran una redacción. --Yo no puedo hacerla, seño, porque yo no tener lápiz. --A ver, Juanito: no se dice yo no tener lápiz –dijo la maestra alzando la voz para que la oyeran todos-, sino yo no tengo lápiz, tú no tienes lápiz, él no tiene lápiz, nosotros no tenemos lápiz, vosotros no tenéis lápiz y ellos no tienen lápiz.

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--¿Que no? –replicó espantado el alumno-. Entonces, ¿qué ha pasado con los lápices?

pero, una vez iniciada la conjugación de un verbo concreto, no se puede cambiar de verbo, como le ocurrió a (105) aquel otro alumno a quien le preguntó la profesora: --¡A ver, Juanito! Conjúgame el verbo andar. --Yo... yo... ando, tú... tú... tú... andas, él... él... --Más deprisa, Juanito. Más deprisa. --Yo corro, tú corres, él corre,...

ni salir por los cerros de Úbeda, como hizo (106) aquel otro alumno al que la maestra le pidió un ejemplo utilizando la primera persona del presente del verbo yacer. --Yace tiempo que no como –respondió el alumno tranquilamente.

A los verbos, además de la conjugación concreta a que corresponden, se les aplican múltiples apreciaciones dependiendo de si nos fijamos en su raíz (pues pueden ser regulares o irregulares, auxiliares, defectivos, polirrizos, perífrasis,...), o en su vocal temática (que produce los modos indicativo, condicional, subjuntivo e imperativo), o en sus tiempos (que pueden ser simples –presente, pretérito imperfecto, etc.- o compuestos –pretérito perfecto, pretérito pluscuamperfecto, etc.), o en su aspecto (perfectivo o imperfectivo) o en su número y persona (primera, segunda y tercera de singular y plural o infinitivo, gerundio y participio). De algunos de ellos hablaremos a continuación. Los verbos irregulares, por ejemplo, plantean problemas de aprendizaje a cualquier niño, pero también pueden plantear otro tipo de problema a la gente mayor, como pusieron de manifiesto (107) aquellos críos que discutían acaloradamente en el parque: --¡Se dice “No sabo”! --¡No señor, que se dice “No sepo”! --¡Se dice “No sabo”! --¡No señor, que se dice “No sepo”! Y así un buen rato: --¡Se dice “No sabo”! --¡Se dice “No sepo”! Hasta que pasó una señora y, al verlos ya dándose puñetazos, los separó y medió entre ellos: --¿Cómo se dice, señora, “no sabo” o “no sepo”? –preguntó uno. --¡No sé! -respondió la señora. --¡Pues si no lo sabe, ¿por qué no nos deja tranquilos?!

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Las perífrasis, por ejemplo, pueden ser modales o aspectuales; de las primeras destacan las de obligación, consistentes en que un verbo en infinitivo es ayudado por otro para expresar obligación, como tener que + infinitivo, haber de + infinitivo, etc.). Así de clara tenía esa obligación la señora de (108) aquel marido que llegó a la casa tras visitar al médico y le dijo a la mujer: --Cariño, el médico me acaba de decir que me quedan ocho horas de vida, así que prepárate que nos vamos a ir de juerga toda la noche. --¡Claro, claro, como tú no tienes que madrugar!

Respecto a las aspectuales, podríamos ejemplificarlas con una de las denominadas durativas, que consisten en la utilización de un gerundio precedido de verbos como llevar, estar, seguir,... para indicar que la acción sigue y sigue, como interpretaba (109) aquel jovenzuelo que conversaba con otro: --Pues mi hermano lleva andando desde que tenía 6 meses. --¡Pues ya debe de andar lejos!

El sustantivo El sustantivo es la categoría morfológica que utiliza la Lengua para dar nombre a las cosas concretas y reales y a las procedentes de verbos o adjetivos, por lo que se clasifican en concretos y abstractos respectivamente. Dentro de los concretos, la división más tajante es la que los distingue entre comunes y propios, algo bien fácil de apreciar a no ser que sean ya las altas horas de la madrugada y se lleve una copa de más, como sucedía a (110) aquel borracho de pueblo que llamaba a la puerta por la noche gritando: --¡Ramera! ¡Cabrona! ¡Ábreme la puerta! Nadie le abría puerta alguna hasta que, pasado un buen rato de gritos de lo mismo, se abría una ventana: --No te voy a abrir esta noche por dos razones: la primera es que esa no es nuestra puerta. ¡Y la segunda es la peor: que yo me llamo Ramona Cabrera, so sinvergüenza!

El nombre propio se caracteriza por su valor individualizador del ser a que da nombre, distinguiéndolo de cualquiera de los comunes con que podría confundirse (Rintintín es un perro, pero su nombre propio lo individualiza respecto al resto de los perros), algo evidente, aunque de difícil comprensión para algunos retardados, como

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(111) aquel que se encontró con otro, se le acercó, y tras las primeras frases de compromiso, le añadió: --¡Hay que ver lo cambiado que estás, Juan! Antes eras alto, ahora bajito; antes rubio, ahora moreno; antes tenías un bigotazo, ahora no;... --Es que yo no soy Juan. --¡La Virgen, chiquillo! ¡Encima te has cambiado hasta el nombre!.

Si bien los nombres propios que se dan a animales pueden variar a gusto de quien los pone, lo más usual es que los propios referidos a las personas se ajusten a unas listas ya admitidas por la sociedad, generalmente procedentes del santoral religioso, lo que puede provocar a la hora del bautizo problemas de difícil solución, como el protagonizado por (112) aquel cura que se enojó durante el bautizo de un bebé pues los padres estaban demasiado empeñados en el nombre que querían para su retoño: --¡No, no, no, y no! ¡Me niego a ponerle Batman al niño! --Bueno, padre, venga, da igual. Póngale entonces Supermán. --No, no, y no. Ni Batman ni Supermán. ¿No ven, hijos míos, que eso no son nombres usuales? ¡Al niño hay que ponerle un nombre de pila! --¡Pues ya está! –saltó el padre eufórico-. ¡Le vamos a poner Duracel!

La tendencia familiar a trastocar el nombre de los hijos ha ido desembocando en la creación de múltiples propios hipocorísticos, consistentes en la reducción afectiva de Concepción en Conchi, de Francisco en Paco,... aunque en algún caso el fenómeno se ha producido al revés, como descubrió (113) aquella señora que preguntó a un angelito: --¿Y tú qué vas a ser de mayor, Pepito? --¡De mayor, Pepe! ¡Y de viejo, José!

Pero, pese a esas excepciones, la tendencia familiar está bien afincada, especialmente en los padres primerizos, como mostraba (114) aquel pueblerino que aguardaba impaciente en la sala del Maternal para tener su primer hijo, cuando asomó el médico con noticias: --Lo lamento mucho, pero ha habido una complicación y le hemos tenido que poner al niño oxígeno. --¡Mecachis! ¡Qué mala pata! ¡Yo que había pensado ponerle Paco!

y en las madres, como reconocían

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(115) aquellos dos tontos de pueblo que se habían dado a una conversación intranscendente: --Pues yo me llamo Bartolo, pero mi madre me llama Bartolomé. --¡Anda, lo mismo que yo, que me llamo Paco y mi madre me llama pa comé!

Los apellidos son una variante de los nombres propios y (de modo semejante a lo que representan los propios frente a los comunes) su función consiste en individualizar a los propios entre sí cuando coincide el de pila, algo que tenía muy claro (116) aquella señora que respondía a las preguntas que le hacía un encuestador: --¿Cuántos hijos tiene usted? --Tengo 10. --¿Y, con esa cantidad de hijos, puede usted recordar el nombre exacto de cada uno? --Por supuesto: se llaman Lorenzo, Lorenzo, Lorenzo, Lorenzo, Lorenzo, Lorenzo, Lorenzo, Lorenzo, Lorenzo, Lorenzo y Lorenzo. --¿Todos igual? ¿Y qué hace entonces cuando están, por ejemplo, jugando en la calle y los llama usted para que vayan entrando en la casa? --Pues muy fácil: me asomo a la puerta y grito ¡Lorenzo! y entran todos. --¿Y si les va a ir poniendo de comer? --Pues igual: grito ¡Lorenzo! y se ponen todos a la mesa. --¿Y si tiene que dirigirse específicamente a uno solo de ellos? --Pues muy fácil: entonces lo llamo por el apellido.

Y cuando ni el nombre de pila, ni el apellido primero, ni el apellido segundo tienen utilidad, entonces es el apodo (un modo de volver al nombre común, pero con Mayúsculas) el que se utiliza, como tenía tan bien asumido (117) aquel tabernero al que se acercó un forastero para preguntarle: --¿Podría usted decirme si suele venir por aquí por el bar José Morales Pancorbo? --¡Como no me diga el apodo! ¡Aquí en el pueblo nos conocemos por el apodo! --Me parece que le dicen El Puntilla. --¡Andá, pero si ese soy yo!

Los sustantivos comunes, por su parte, admiten una curiosa clasificación encadenada que podríamos ejemplificar (utilizando sustantivos extraídos del campo semántico de la apicultura, por ejemplo) diciendo que el sustantivo animado abeja se diferencia del no animado panal; ambos son individuales frente al colectivo enjambre; y ambos podrían tomarse como contables frente a la miel, que no puede ser contabilizada excepto en sus recipientes. Este último grupo es el más difícil de entender, pero podemos

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aclararlo diciendo, con otro ejemplo, que el tabaco es un solo ser de la Naturaleza que podría ser amontonado en un almacén inmenso (por ello es no contable, porque es una sola unidad), pero su comercialización se realiza mediante porciones enrrolladas, los cigarros, que ya sí son contables de uno en uno, algo que confundía (118) aquel amigo de otro, al que se encontró fumando como un carretero tras varios meses sin verlo: --Pero... ¿No te había quitado el médico el tabaco? --Sí, pero me compré otro paquete.

El número El número es un accidente gramatical que viene a indicar que no son uno sino dos o más los seres que existen (si se trata de sustantivos), o las acciones que se realizan (si son verbos) o las cualidades que se tiene (si nos referimos a los adjetivos). Como son los sustantivos los que marcan la pauta (Los niños buenos comen o El niño bueno come), a ellos se les aplica la siguiente clasificación, que consiste en que en el singular hay seres únicos (el vacío, el universo,...) o tomados como únicos (escalera es lo mismo que escaleras, gente es lo mismo que gentes,...) y en el plural están los seres dobles (tijeras, pantalones,...) o todos los demás, que tienen existencia en dos o más individuos (gato, gatos). Del singular, poco podría decirse, pero del plural hay que convenir en que de dos o más seres está plagado este mundo, aunque existen métodos para procurar que se detenga su aumento progresivo, como intentaba (119) aquel padre de familia que acudió al urólogo para pedirle que le hiciera una vasectomía. --Pero... –le quiso prevenir el médico- ¿Lo tiene usted claro y bien decidido? --Por supuesto. Decididísimo. --Y... ¿Lo ha consultado usted ya con su mujer y sus hijos? --Por supuesto también. --Y... ¿qué opinan ellos? --Hicimos una votación y salió 17 a favor y 2 en contra.

No obstante, hay familias en muy distinto caso, como ocurría a (120) aquella madre primeriza que dio a luz gemelos tras practicarle una cesárea. Cuando ya estuvo recuperada de la anestesia, se le acercaron dos enfermeras a la

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cama y cada una de ellas le colocó a cada gemelo a cada lado. La madre no daba crédito a lo que le estaba pasando, hasta que, viendo que todos se quedaban mirándola, les echó un vistazo a cada bebé y exclamó: --¡Me quedo con el de la derecha!

El número dual es una clase de los plurales consistente en que se da nombre a unidades que están formadas por cosas dobles ensambladas, como los alicates, en una especie de simetría semejante a las manos de una persona, aunque aquí el concepto de la dualidad podría ser roto en situaciones especiales, como aprendió bien (121) aquel profesor de Lengua que fue atracado en un callejón por un ladrón armado de pistola. --¡Arriba la mano! –le gritó. --Perdone que le diga, pero se dice ¡Arriba las manos!, en plural, no en singular. Aunque en realidad, me va a permitir usted que le diga que podría tratarse aquí de un caso de número dual, de modo semejante a como se dice las gafas y no la gafa, los pantalones y no el pantalón,... --Usted lo interpreta como quiera, pero deje esa mano arriba y con la otra me va dando la cartera.

El número de los sustantivos, como se dijo, se transmite a los verbos y a los adjetivos, y también a todas las otras categorías que suelen acompañar al sustantivo en función de determinantes del mismo: ello ocurre con los posesivos (Mi gato, mis gatos), con los indefinidos (demasiado pan, demasiados panes), o con los pronombres, que, como se dirá luego, son sustitutos de los nombres y por ello tienen número ellos mismos (yo/nosotros, tú/vosotros, etc.) Pero este tipo de número, aunque sigue refiriéndose refiere al sustantivo, le es prestado al determinante, como cuando decimos un gato/dos gatos/tres gatos,..., donde el numeral va cogiendo número según aumentan los gatos; lo mismo ocurre con los bienes adquiridos en matrimonio, que pasan a la pluralidad matrimonial aunque sean seres singulares, como tenía bien claro (122) aquella señora que empezó a recriminar a su marido mientras este, sentado a los pies de la cama desnudo, iba a empezar a vestirse: --Estoy ya muy harta de tu sentido de la pertenencia. De todo lo que me llevas dicho esta mañana, si lo recuerdas, verás que siempre decías mi casa, mi coche, mis hijos,... ¿No piensas cambiar nunca esa manera de hablar? --No te preocupes que ahora mismo lo hago. ¿No te importaría alcanzarme nuestros calzoncillos?

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El género Al igual que ocurre con el número de la Lengua, que no coincide expresamente con la matemática de las cosas, el género tampoco guarda intrínseca relación con el sexo, como se evidencia apreciando que la pared y el muro son la misma cosa pero tienen género lingüístico diferente. Ni siquiera en los casos de género dimensional (cesta/cesto, barca/barco) está el sexo presente. Incluso en seres sexuados hasta la Lengua rehúye esa coincidencia, como en el género común (la testigo, el artista). Es más: hasta pueden presentarse situaciones en las que los seres sexuados mayores prefieran un nombre de distinto género al que por naturaleza les correspondería, como sucedió cuando (123) aquel ladrón que estaba robando en una casa fue sorprendido in fraganti por el matrimonio que la habitaba. Les apuntó con la pistola y les dijo: --Lo siento, pero no me queda más remedio que matarlos y huir. Pero antes quiero saber sus nombres para no confundirme yo luego cuando salga la cosa en el periódico. --Yo me llamo Isabel –musitó la mujer con un hilito de voz. --¡Vaya, hombre! ¡Como mi madre! Bueno, le perdonaré a usted la vida. Pero a usted no. ¿Cómo se llama usted? El hombre tampoco podía alzar mucho la voz, pero dijo sin reparo: --Mi nombre es Juan, pero que todo el mundo me llama Isabel.

En el mundo animal, donde prácticamente todos los seres son sexuados, la Lengua suele aplicar los dos géneros correspondientes (el masculino y el femenino) a cada uno de los miembros de la pareja, pero ciertos animales de difícil comprobación han llegado a formar un género especial, el epiceno, consistente en que los atributos de género se le aplican al determinante precedente (este o esta elefante) o al adjetivo posterior (lagartija macho o hembra), como bien controlaba (124) aquel marido a quien su mujer encontró matando moscas cuando llegó a la casa. --¿Cuántas llevas? --Tres machos y dos hembras. --¿Y cómo sabes tú eso? --Pues porque había tres en el vaso de la cerveza y dos en el teléfono.

Pero ese adjetivo ayudante no ha de ser forzosamente el clásico macho/hembra, ya que puede ser utilizado cualquier otro, como experimentaba (125) aquel aprendiz de biólogo a quien otro colega también aprendiz preguntó interesado:

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--¿Y cómo sabes tú que una lagartija es macho o hembra? --¡Pues muy sencillo! La coges del rabo y le rascas la barriguita: si se pone contento, es macho; y si se pone contenta, hembra

Y así sucesivamente podríamos seguir hasta el famoso sexador de pollos, pero en camino tan largo podríamos toparnos hasta con quien apenas entiende ni de animales, ni de electricidad, ni de sexos, ni de nada, como le ocurría a (126) aquel cateto que se llegó a la ferretería de la capital y pidió el enchufe que le había encargado un vecino. --¿Cómo lo quiere? ¿Macho o hembra? --Me da igual. ¡Si yo creo que mi vecino no lo quiere para criar!

Cuando no referimos al género de personas, la lengua sí dispone de una heteronimia o nombre distinto para ambos géneros, la cual puede ser total (nuera/yerno son dos palabras totalmente distintas) o parcial (tío/a son la misma palabra con la variante de un pequeño morfema derivativo), aunque en esta última, una sola vocal puede tener connotaciones muy diferentes, como bien indicaba (127) aquel sobrino que comentaba con un conocido: --Desde ayer, mi tío descansa en paz. --Vaya, no sabía que hubiera muerto tu tío. --No, no. Quien murió fue mi tía.

El género que queda por señalar, el neutro, es el que utiliza la Lengua para todo aquello que no sean ni animales ni cosas (lo innombrable, lo que vino después, lo de siempre, lo verde), aunque tanto el emisor que lo dice como el receptor que lo oye saben exactamente a qué se están refiriendo, como hubo de comprender (128) aquel enfermo que fue a la consulta de un médico en la que no había estado nunca anteriormente. Le llamó la atención un gran letrero que ponía en la puerta: “PRIMERA CONSULTA, 200 EUROS; SEGUNDA Y SIGUIENTES, 20 EUROS”. Cuando le tocó la vez, entró muy jovial y saludó al doctor: --¡Hola, doctor! –dijo estrechándole la mano-. ¡Qué gusto me da volver a saludarlo de nuevo otra vez! El médico se dejó estrechar la mano, lo saludó con una leve inclinación de la cabeza y se aprestó a examinarlo, y conforme transcurría el tiempo le iba poniendo cara de contrariedad cada vez más evidente. --¿Qué tengo, doctor? ¿Qué me ocurre? Cuando ya lo tuvo sobre ascuas, le dijo el médico: --No se preocupe demasiado, no es tan grave como parece de principio: lo único que sí tiene usted que hacer sin dilación alguna es seguir a rajatabla lo que le dije la última vez que estuvo usted aquí.

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El artículo El artículo es la categoría gramatical que sirve indicar si el sustantivo al que acompaña ya ha sido usado antes en el mismo acto de comunicación y guarda relación con el género del mismo. Dado que es una categoría tan cortita y que sólo sirve para acompañar al sustantivo, únicamente sería mencionable aquí que los contractos del y al raramente aparecen juntos en una frase, pero puede haber quien se empeñe en ello, como hizo (129) aquel inspector de policía esquimal que estaba investigando un robo y preguntó a un sospechoso sin coartada: --¿Podría usted decirme qué estuvo haciendo la noche del 2 de Noviembre al 5 de Mayo?

aunque no debemos olvidar su posibilidad de adquirir cierto valor pronominal (compartido con el adjetivo) cuando desaparece el sustantivo al que se refiere, como se aprecia con lo ocurrido a (130) aquel campesino que iba con su burro por una carretera por la que tenía que hacer el trayecto todos los días. Y veía que, de vez en cuando, ciertos coches lo adelantaban a velocidad apreciable. Un día, uno de esos coches paró un poco más adelante de por dónde él iba y le preguntó el campesino que qué misterio tendrían esos coches como para correr tan deprisa, y el conductor le dijo que debía deberse, seguramente, a que estaban pintados de verde y de azul. En efecto, el campesino fue comprobando día tras día que así debía ser pues, observándolos aposta, los que lo adelantaban tan rápidamente tenían esos dos colores a la vez. Una mañana, antes de hacer su diario viaje con el burro, lo sacó de la cuadra a la puerta de la calle y, antes de ponerle la albarda, abrió una lata de pintura verde y se la desparramó sobre el lomo, lo que provocó que el animal emprendiera la carrera calle adelante al notar la viscosidad del líquido. El dueño se quedó maravillado: --¡La Virgen, chiquillo! ¡Y eso que no le he echado todavía la azul!

El adjetivo El adjetivo es la categoría morfológica que indica la cualidad que tiene el sustantivo para distinguirse de los demás de su especie (alfombra roja, alfombra grande, etc.). Su significación viene dada por la suma que conforma

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con el sustantivo al que acompaña, como si fuera un compuesto al modo de guardia civil o guardiacivil, que puede aparecer unido o separado al gusto del hablante. Por ello, es conveniente conocer bien el significado del sustantivo al que se une para así saber qué quiere decir el adjetivo, a fin de evitar lo ocurrido a (131) aquel alumno que llegó a la clase de Matemáticas sin hacer los deberes que le había mandado la maestra el día anterior. --¿Y dices que aunque te ayudó tu padre no pudiste hacer el ejercicio? --Nada, señorita: arrancamos todos los árboles del jardín y no pudimos encontrar ninguna raíz cuadrada.

Tanto es así que incluso adjetivos de significación idéntica para multitud de sustantivos tienen su peligrosa excepción, como bien conocía (132) aquel hombre que contaba a un amigo el próximo regalo que pensaba hacerle a su mujer: --Es una maniática de los electrodomésticos: tenemos lavadora eléctrica, cafetera eléctrica, batidora eléctrica, tostadora eléctrica,... Y ayer se le ocurrió quejarse de que tenemos tantos electrodomésticos en la casa que no hay ni sitio para sentarse. Pues ¿sabes qué es lo próximo que le voy a regalar? ¡Una silla eléctrica!

e incluso ciertos adjetivos en ciertos casos pierden toda su significación y se la regalan al sustantivo a que se refieren, como ocurrió con (133) aquella señora que no paraba de mirarse al espejo del armario, desnuda, cuando su marido ya se había acostado. --Me siento fatal; me veo vieja, gorda, fea, horrible. Y tú, dormilón, ¿no podrías decirme un piropo que me ayude en algo? --¡Qué vista tienes, cariño!

Otros adjetivos, no obstante, mantienen intacta su significación se unan al sustantivo que se unan o se usen en la Tierra o en Marte, como comprobaron (134) aquellos dos marcianos que, tras aterrizar en una rotonda a altas horas de la madrugada, se acercaron a una gasolinera desierta. Uno de ellos se aproximó a un surtidor y lo encañonó con una pistola de rayos. --¡¡Llévame inmediatamente ante tu jefe!! El otro marciano se le acercó asustado: --¡Déjalo, déjalo, no te metas con él, que ese terrícola tiene que ser muy peligroso! --¡Bah, tonterías!

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Como el surtidor no le hacía caso a sus insistentes órdenes ni el marciano a los consejos del compañero, la pistola soltó su rayo y ambos extraterrestes cayeron volando a más de 100 metros. --¿Te lo dije? ¿Te lo dije que era muy peligroso? --¿Y cómo sabías tú eso, si tú nunca has venido por aquí? --Un tipo que se da dos o tres vueltas con una manguera y luego se la cuelga de la oreja tiene que ser muy pero que muy peligroso. Y la prueba ahí la tienes, con el susto que nos ha pegado.

El grupo de los adjetivos de color presenta la particularidad de que pueden sumarse entre ellos (mantel verde azulado) pero tiene mayor interés el hecho de que su abanico completo simbolizaría prácticamente todos los sustantivos de la Lengua, identificando cada cosa con un color, como hacía (135) aquel valiente capitán de barco que antes de entrar en batalla con algún pirata, ordenaba: --¡Tráiganme mi camisa roja! Y siempre ganaban. Un día hasta se lo comentó a su lugarteniente diciéndole en confianza que si pedía la camisa roja era para que, si resultaba herido, ninguno de sus soldados pudiera ver la mancha de sangre y así no se desanimaran. Pero un día asomaron 10 barcos piratas por el horizonte y comenzaron a rodear el buque. --¡¡Tráiganme mis pantalones marrones!! –gritó-. ¡Y rápido!

Con los diferentes colores y con sus respectivas mezclas podría adquirirse tal simbología que podríamos entrar de lleno en el campo de la filosofía colorística: de todos es bien conocido el caso de (136) aquel filósofo que meditaba bajo un ciruelo y se repetía para sus adentros una y otra vez: --¿Por qué las ciruelas negras serán rojas cuando están verdes?

Cuando el sustantivo desaparece y queda solo el adjetivo, este adquiere el valor del sustantivo en una suerte de pronominalización de segundo grado, que después mencionaremos otra vez, la cual puede llevar a la confusión si no se conoce bien el sustantivo originario, como sucedió a (137) aquel novio que iba a la casa de los suegros por primera vez en el acto protocolario, aunque informal, de darse a conocer a la nueva familia. Dentro lo esperaba la futura novia, pero, como le cogió en el servicio en ese momento, no pudo salir a abrir ella, por lo que en la misma puerta se topó con el padre, quien antes de franquearle la entrada al extraño le preguntó, por resultarle desconocido: --¿Quién es usted? --Soy José.

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--¿Y qué quería? --Pues venía a lo de pedirle la mano de su hija. --¿Cuál de ellas? ¿La mayor o la menor? El futuro novio se quedó bloqueado. --¡Pues no había caído yo en que no tuviera las manos iguales!

El grado La cualidad que presentan los adjetivos puede graduarse llevándola al extremo o comparándola con otros niveles del mismo adjetivo (altísimo, más alto, igual de alto, menos alto), por lo que hay tres grados: el positivo, el comparativo y el superlativo. Del positivo, apenas podemos decir nada, pero de los otros dos sí, aunque lo principal está en que cualquier variación que se pretenda del adjetivo ha de tener muy en cuenta el punto concreto que se toma como base para la gradación del adjetivo, pues podría suceder lo ocurrido en (138) aquel matrimonio, de 60 años los dos, que iban a cumplir de modo inmediato su tetragésimo anniversario de boda y se les apareció una hada madrina, la cual se les ofreció para concederles un deseo a cada uno con vistas a esa celebración. La mujer pidió un viaje con su marido alrededor del mundo y el hada le concedió un buen montante de dinero y un billete en un crucero de lujo. El hombre, por su parte, le pidió que su mujer tuviera 30 años menos que él, y el hada lo convirtió ¡en un vejestorio de 90 años!

El comparativo puede ser de inferioridad (menos alto que,...), de igualdad (igual de alto que, tan alto como,...) y de superioridad (más alto que,...). El de igualdad presenta la variante tan...que, la cual pretende, por su valor consecutivo, llegar al superlativo, como hacían (139) aquellos chiquillos que jugaban en el parque y se formó la disputa sobre qué padre era más rápido: --Mi padre es tan rápido que es capaz de tirar una flecha, soltar el arco, salir tras ella y cogerla con la mano antes de que dé en la diana. --Eso no es nada: mi padre es tan rápido que es capaz de tirar un tiro, salir tras la bala y cogerla con los dientes. --Eso no es nada comparado con mi padre, que es tan rápido que sale de trabajar de la oficina a las 3 justas y llega a mi casa a las 2 y media.

El de superioridad es el grado más utilizado por el hablante, que siempre quiere más y más de lo que sea, como comentaba

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(140) aquel médico que hablaba tajante con el anciano paciente: --¡¡Tiene usted que dejar inmediatamente la bebida y el tabaco!! --¿Y cree usted que así viviré más? El médico calló un momento: --No es que vaya a vivir más que lo que le corresponda, ni mejor, pero seguro que la vida se le va a hacer más larga.

El superlativo puede ser relativo (una variante del comparativo llevado al extremo (el más alto de) y absoluto (altísimo). Este último puede deshacer homonimias e ilusiones, como ocurrió a (141) aquel solterón que hablaba con otro sobre sus escarceos intentando ligar: --El otro día vi a una mujer hermosísima. Tenía unos pechos preciosos, una cintura de avispa, unas piernas esculturales, un pelo rubísimo, unos brazos... --Sí, sí,... pero ¿cómo era de cara? --¿De cara? ¡Carísima!

El grado no sólo se aplica a los adjetivos: también pueden llevarlo los adverbios cuando el adjetivo toma ese valor, como bien decía (142) aquella profesora que le dijo a Juanito que conjugara el verbo nadar y este se puso a dar voces: --¡¡¡Yo nado, tú nadas, él nada,...!!! --Más bajo, Juanito, más bajo. El niño siguió dando voces: --¡¡¡Yo buceo, tú buceas, él...!!!

y, ya puestos, cualquier otra categoría de la Lengua, lo que produce las odiosas oraciones comparativas, que después estudiaremos en la Sintaxis, como comprobó (143) aquella señora que se quejaba a su marido: --A veces creo que quieres al perro más que a mí. --¡Que no, tonta! ¡Eso son figuraciones tuyas! ¡Yo os quiero igual a los dos!

Los cuantificadores Por cuantificadores hemos de entender al grupo que engloba a los numerales y a los indefinidos, pues ambos sirven para que el hablante pueda

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referir la cantidad de las cosas que quiera comunicar. Pero antes de hablar de unos y otros, sería conveniente dejar bien claro desde el principio que cada hablante tiene su propio concepto de la cantidad, aunque ello rompa todas las reglas de la economía capitalista, como bien claro mostraba (144) aquel mozalbete que preguntó a un señor que iba con dos perros: --¿No le importaría a usted que le pasee yo los perros todos los días? --¿Y cuánto cobras por eso? --5 euros los chicos y 2 los grandes. --¿Y eso? ¿No debería ser al revés? --No, porque durante el paseo voy subido en los grandes.

Y ello cuando no se trata de percepciones tan asumidas o memorizadas que el paso de los años convierte ya en manías, como ocurrió a (145) aquel señor ya mayor al que, al rellenarle en una ventanilla un documento, le confirmaban su número de DNI diciéndole el oficinista: --Dígame si es correcto su DNI: dos, cinco, nueve, tres, dos, seis,... --¡No, no, no. Eso está equivocado: mi número es veinticico millones, novecientos treinta y dos mil, seiscientos...

En otros casos la distinta percepción puede ser más que correcta pues el transcurso del tiempo, por ejemplo, puede hacer que las cantidades cambien, como bien le fue mostrado a (146) aquella cliente que entró en la pescadería atestada de gente y le dijo a la señora que más cerca estaba de la entrada: --¿Usted es la última? --No. La última es usted.

aunque a veces algún hablante puede jugar con cantidades iguales tratando de confundir al receptor, de mala más que de buena fe, como pretendía (147) aquel jovenzuelo que se acercó al quiosco: --¿Vende usted cigarros sueltos de la marca Ducados? --Sí. ¿Cuántos te doy? --¡Pues déme usted veinte!

En otras ocasiones, lo que realmente se produce es un intento de distorsión de la realidad provocado por la pretensión de manipulación de las cantidades convenientes (robo, hablando en plata), como pretendía

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(148) aquel enterado que paseaba por el mercadillo y se acercó a un puesto de castañas y preguntó que a cómo estaban. --Cuantas más compre, caballero, más baratas se las pongo. --Bueno, pues entonces ve llenándome esta bolsa hasta que me salgan gratis.

(o la embriaguez), como pensaba colarle al hijo (149) aquel padre que iba con su hijo pequeño de la mano camino ya de la casa y este le preguntó: --Papá, ¿cómo puede adivinarse que una persona está borracha? --Pues muy fácil: si yo estuviera borracho, en vez de los dos hombres que van delante de nosotros, vería cuatro, el doble. --¡Papá! ¡Pero si solamente va un hombre!

aunque estos trueques económico-potables no son exclusivos de las clases bajas: hasta los máximos dirigentes de una economía pueden sufrir esa distorsión perfectamente enmendable por una buena ama de casa, como sucedió a (150) aquel presidente de un país en crisis, que paseaba con su esposa por una avenida de la capital y se detuvo ante un escaparate: --¡No sé por qué se empeña la oposición en decir que hay mucha crisis y que los precios además están por las nubes! ¡Míralo ahí: una camisa, 3 euros, un abrigo de piel, 10 euros, una chaqueta, 5 euros,...! ¿qué crisis? --¡Anda, vámonos antes de que te oigan! ¿No ves que esto no es una tienda de ropa? ¡Es una tintorería!

Fuera del terreno de la economía, también en otros aspectos de la vida las cantidades pueden estar siendo aplicadas a cosas bien distintas a las aparentes, como demostraba (151) aquel cachondo mental que estaba en la calle con una caña de pescar lanzada sobre un barreño lleno de agua. La gente lo veía hacer y pasaba, pero de vez en cuando alguno se paraba: --¿Qué, pican muchos? --¡Con usted ya van siete!

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Los numerales Cuando la cantidad está relacionada con un número, hablamos entonces de los numerales, de los que estudiaremos diversos grupos, los cuales guardarán siempre entre sí una relación tanto vertical como horizontal, es decir, todos los grupos irán “verticalmente” desde el cero hasta el infinito (cero, uno, dos, etc...) y entre ellos guardarán la relación “horizontal” conveniente (cardinal dos, ordinal segundo, partitivo medio, multiplicativo doble, distributivo ambos, y colectivo par; y así sucesivamente: cardinal tres, ordinal tercero, partitivo tercio, multiplicativo triple, etc.). Cualquier hablante, por tanto, sabe perfectamente que para llegar a la franja del seis, por ejemplo, se han de recorrer antes los cinco anteriores, pero el seis es el seis, y no necesariamente la suma de uno más uno más uno más uno más uno más uno, y ello lo sabía hasta (152) aquel desesperado que le dice a la mujer durante una fuerte discusión: --¡Me voy a suicidar desde un sexto piso! --Pues me parece difícil porque nosotros vivimos en un primero. --¡Me da igual! ¡Me tiro seis veces!

Esa relación “vertical” entre unos números y sus correlativos no sólo puede ir hacia arriba (o hacia abajo) sino también hacia abajo (no hacia arriba) como tristemente ocurría a (153) aquella desgraciada pero encantadora niñita que sólo tenía tres pelos y, mientras se arreglaba para ir a la escuela, le dijo a su mamá: --Mami, hoy quiero que me hagas una trenza. La madre inició la labor con tan mala suerte que le arrancó un pelo sin querer. --No te preocupes, mami –decía el angelito-: me haces dos coletas. A ello se puso la madre con tan mala fortuna que otro pelo se le quedó enredado en el peine y... --No llores, mami, que no pasa nada: ¡hoy me iré con el pelo suelto!

Si bien la relación “horizontal” es finita (6 grupos de numerales hay y ni uno más) la “vertical” es infinita para todos los hablantes, aunque hay cantidades a las que pueden llegar los viejos, pero no los jóvenes, como dijeron a (154) aquel viejito que estaba discutiendo con otro anciano en un asiento del parque sobre las edades de las personas, y se pone a preguntarle a un chiquillo que se acercó con una pelota : --¿Tú cuántos años crees que tengo, chaval? --No sé. ¡Yo sólo sé contar hasta cien!

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Si bien cada número equivale al valor que representa, hay algunos que pueden equivaler a otros o a varios a la vez, como sucede con el distributivo sendos (que viene a significar el número concreto que se haya utilizado antes, como apreció (155) aquel matemático león que observaba desde una colina cómo salían tres nativos de la aldea con ánimo de cazarlo y los tres cogían sendas sendas, por lo que él tomaba la cuarta y nunca lograban toparse con él.)

o con el dichoso “cuatro”, número que, en el argot popular, nunca se refiere al valor que indica, como mostró (156) aquel carpintero que no podía sufrir, en un tanatorio, la desesperación que mostraba la viuda, la cual daba continuas muestras de su empeño por que el peluquín de su difunto marido no se le volcase hacia atrás cada dos por tres, y no paraba de ponerse de pie y acercarse al ataúd para comprobar su estado y remediarlo en lo posible. --¿Quiere usted que le solucione el problema, señora? --¡Dios se lo pagará, hijo mío, que hay que ver con el empeño que tenía él en que nadie lo viera calvo en vida y la mala suerte que... ¡ Y dentro de nada va a empezar a venir todo el pueblo y va a ser la mofa... --Pues déjeme usted aquí a solas con él un momentito y... Al cabo del rato, el peluquín no caía hacia atrás ni soplándole, como pudo comprobar la viuda incluso tirándole de algunos pelos. --¡Dígame qué le debo, porque...! --¡Ah, nada! ¡Total, por cuatro clavos, qué va uno a cobrar!

o con las cantidades altas, esas que no da tiempo de contar rápido, que se aprecian al tutúm sin que importe uno más o uno menos, como sucedió en (157) aquel fuerte en el que se dio la voz de alarma y el centinela salió corriendo a comunicarlo al capitán: --¡¡Capitán, capitán!! ¡Que vienen 203 indios! --¿Y cómo los ha contado, soldado? --¡Pues porque vienen 3 delante y unos doscientos detrás!

De entre todos los números, sobresale sobremanera el 13, cargado de una significación diabólica que espanta de sólo oírlo, como demostraron (158) aquel par de rateros que estaban dentro de un piso robando y oyeron que se abría la puerta de la casa. --¡¡Venga, venga, rápido, salta por la ventana!! --¿Tú estás loco? ¡Que estamos en el piso 13! --¡Venga ya, hombre! ¡No me vengas ahora con supersticiones!

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Otros números concretos han quedado grabados, para bien o para mal, en la memoria colectiva de los hablantes y su mera enunciación les hace adquirir connotaciones simbólicas de muy diversa índole, como las adquiridas por (159) aquellos tres maridos que charlaban en el bar de los hijos que habían tenido: --Pues la primera película que vio mi mujer de casada fue Blancanieves y los 7 enaninos, y no sé por qué será, pero hemos tenido siete hijos. --Pues a mí me pasó casi igual, que la primera película que vio mi mujer de casada fue Los tres cerditos, y hemos tenido tres. A esto, el otro que estaba con ellos se cayó redondo al suelo. Cuando lograron recuperarlo, apenas podía hablar: --¡Es que la primera película que vio mi mujer de casada, vamos, es que me acuerdo perfectamente, fue esa de 101 dálmatas!

Los cardinales Los números cardinales son la serie que va desde el cero hasta el infinito avanzando de uno en uno y consiguiéndose con ello que cada uno de ellos tenga el valor intrínseco que le corresponde, valor que, como es lógico, corresponde con la cosa a que se refiera: 1 pan, 2 sillas, 3 televisores, 4 marcianos,... y así hasta todo lo que una mente en su sano juicio sea capaz de numerar, como descubrió (160) aquel director de manicomio que se acercó a un grupo de locos que estaban partiéndose de risa en mitad del patio. Se fue aproximando con disimulo y veía que un loco soltaba un número y los demás se ponían a reír a carcajada limpia. --¡Treinta! Y todos se tronchaban de risa. --¡Cincuenta y cuatro! Ídem de lo mismo. La curiosidad pudo más y el director se acercó como tal y se lo explicaron: --Como ya nos sabemos un montón de chistes, pues entonces, en vez de contárnoslos enteros, los hemos numerado y con decir el número nos basta. --¡Pues venga –se animó el director-, que os voy a contar yo uno! ¡El setenta y cinco! Ningún loco se inmutó. --¡Cuarenta y seis! Ídem de lo mismo. --Pero,... ¿qué pasa? ¿Es que esos dos números no os los sabéis? --No, no, si sí nos los sabemos... Además, que son bastante buenos. ¡Lo que pasa es que usted no tiene gracia al contarlos!

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El principal número de la serie cardinal es, evidentemente, el uno, pues de él derivan todos (no del cero, que va antes pero no cuenta para nada). Y cuando se trata de un único uno, es decir, de solamente uno y nada más, la verdad es que su soledad puede provocar sensaciones muy desagradables, como la que sintió (161) aquel médico de pueblo que recibió la llamada de teléfono a las dos de la mañana de una noche infernal de tormenta y hubo de recorrer un camino empantanado hasta que llegó a la casa del enfermo que solicitaba su presencia pues decía que se encontraba tan mal que creía que se iba a morir. Una vez examinado con detenimiento el paciente, el médico empapado empezó a preguntarle: --¿Ha hecho ya testamento? Ante la negativa angustiada del enfermo, le ordenó: --Llame inmediatamente un notario. ¿Tiene parientes? El enfermo asintió. --Pues llámelos también enseguida. ¿Es creyente? El paciente no tenía ya ni habla, pero asintió con la cabeza. --¿Sí? Pues llame también al sacerdote. El médico se sentó entonces y estuvo un buen rato viendo cómo el teléfono marcaba un número tras otro. Cuando lo consideró conveniente, se puso de pie con ánimo de irse y se encaró con el enfermo. --La verdad es que está usted más sano que un roble. Pero ahora dentro de un rato, cuando los tenga a todos esos que ha llamado aquí reunidos, a lo mejor dentro de una hora, haga el favor de decirles que me ha molestado una barbaridad tener que ser yo el único imbécil que tiene que levantarse a las dos de la mañana de una noche tormentosa para venir aquí a su casita para comprobar lo bien que se encuentra usted de salud. Buenas noches.

El dos es ya otra cosa pero, por la misma regla de tres del uno, cuando se trata de un uno repetido provoca las mismas o peores reacciones que la sucedida al médico de marras, como a punto estuvo de sufrir (162) aquel camarero que llegó a la mesa del cliente con el dedo pulgar montado encima del bistec presionándolo en uno de sus bordes. El cliente no salía de su asombro cuando se lo plantó así en lo alto de la mesa: --¿No me diga que ha venido usted desde la cocina con el dedo encima del bistec? --Por supuesto. ¡A mí no se me vuelve a caer el mismo bistec dos veces seguidas!

o (163) aquel obrero que cobraba a fin de mes de la caja de la empresa el salario en metálico y en una ocasión captó que le habían dado 100 euros de más, pero se lo

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calló. Al mes siguiente notó en la misma ventanilla que le daban 100 euros de menos, por lo que lo protestó: --Me parece que se ha equivocado y me ha dado 100 euros de menos. --Claro que sí: es que el mes pasado le dimos 100 euros de más y usted no me dijo nada, así que no sé por qué me lo reprocha ahora. --¡Hombre! Yo puedo perdonar un error, ¡pero dos me parece ya demasiado!

En realidad, cualquier número de la serie de los cardinales puede tener connotaciones muy especiales para el hablante que lo use, como descubrió respecto al veinte (164) aquella esposa que se despertó a media noche y notó que su marido no estaba en la cama, por lo que se recorrió la casa en su busca hasta que lo encontró llorando en el sótano. --Pero,... ¿por qué lloras, cariño? --Pues porque me acuerdo de que hace 20 años tu padre me amenazó. --¿Que te amenazó? --Sí. Y me dijo que si no me casaba contigo que iría a prisión. --¡Ah, ya recuerdo! ¿Y qué? --¡Pues que hoy precisamente habría salido ya de la cárcel!

Los ordinales Los números ordinales son aquellos que, como su nombre indica, se refieren al orden en que estarían colocadas las cosas desde el punto de vista del primero hacia adelante. Todos los números ordinales avanzan de uno en uno, como en todos los grupos, y a cada avance se le ha solido aplicar el término “siguiente”, como si el siguiente en el orden viniera a significar precisamente eso, el siguiente, como bien calibró (163) aquel solterón que contaba cómo había conseguido quitar a sus varias tías políticas la pesadísima costumbre que tenían todas de cogerlo por banda en las bodas y acercársele y empezar a decirle una y otra vez la una y luego la otra: --¡Ea, tú serás el siguiente! Y llegaba otra boda: --¡Ea, tú el siguiente! Y les quitó la costumbre cuando la primera de sus tías murió, pues en el mismo entierro les fue diciendo por separado a cada una de las supervivientes: --¡Ea, tú serás la siguiente!

La serie de los ordinales no se inicia con el correspondiente al cero, que no tiene obviamente existencia, sino con el correspondiente al uno, es decir, el

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primero, que consiste en que, entre varios, uno de ellos siempre será el primero, aunque para calibrarlo haya que hacer malabarismos tales como los que ingeniaron (166) aquel par de locos que se propusieron matar el aburrimiento haciendo una carrera a través del patio hasta llegar a la pared de enfrente: --¡Y ganará el que llegue primero! --¿Y cómo sabremos cuál de los dos ha sido el primero? --¡Pues muy fácil: si llego yo, hago una raya con esta tiza! --¿Y si soy yo? --¡¡Pues la borras y la haces tú!!

Si el honor que otorga la calidad de ser el primero fuera extensible a todos los aspectos de la vida, no habría tenido lugar el sobresalto que embargó a (167) aquel paciente en su cama del hospital al que visitó el cirujano que lo había de operar al día siguiente por la mañana: --No se ponga usted nervioso, que no le va a pasar nada. --¡Pero es que es la primera operación que me van a hacer en mi vida! --Pues aprenda de mí, que también va a ser la primera que voy a realizar. ¡Y mire qué tranquilo estoy!

La posición segunda, no obstante, pese a ser la inmediata posterior a la primera, carece de todo valor, como quedó bien claro a (168) aquel otro paciente que acababa de recibir el diagnóstico de su enfermedad de boca del médico que lo atendía: --Está usted muy enfermo. --¿Y no me podría usted proporcionar una segunda opinión? --No tengo inconveniente alguno: está usted muy grave.

Curiosamente, los tres miembros de la cola de la serie ordinal no reciben denominación de número (aunque hubiera solamente tres en orden) sino las de antepenúltimo, penúltimo y último, en una curiosa denominación que inicia, precisamente con el último, una nueva serie de borrón y cuenta nueva, como procuró (169) aquel joven que entró en la peluquería y le dijo al peluquero mientras este lo preparaba echándole el trapo por encima: --Mire: quiero que me deje esta patilla dos dedos más alta que la otra, el flequillo en forma de montaña rusa, un buen trasquilón aquí en lo alto que parezca una estrella de seis puntas, por encima de la oreja izquierda me deja el pelo al dos, y por el cogote al cero. El peluquero quedó maravillado con la petición. --¿Y cómo cree usted que voy a ser yo capaz de hacerle eso que pide?

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--¿Cómo que no? ¡¡Así mismo fue como me dejó la última vez que vine!! ¡Y espero que fuera la última!

aunque a veces parece que la serie es tan larga que el último no acaba de verse nunca, como sucedió a (170) aquel pobre cateto que llegó por primera vez a la capital invitado por uno con el que había hecho la mili y que había preparado una fiesta de despedida de soltero o algo así en su casa, situada en una céntrica avenida. Cuando ya se hartó de fiesta, el cateto se acercó al anfitrión y le dijo que se iba a ir ya a la estación de autobuses a coger el primero que saliera hacia el pueblo. El otro le indicó claramente el camino hacia la estación, que estaba siguiendo recto la calle que había frente al portal de la casa, pero, eso sí, le avisaba de que tuviera muchísimo cuidado al cruzar la avenida porque allí ocurrían multitud de accidentes y él, como apenas había salido del pueblo, apenas tenía conocimientos de tráfico. Cuando a las varias horas el soltero y los demás bajaron de la casa para llegarse a una discoteca, se toparon con el cateto, que seguía allí plantado en la puerta. --¿Pero qué haces todavía aquí? --¡Pues esperando! ¡Como me dijiste que no se me ocurriera cruzar hasta que no pasara el último coche, pues...!

Los seudonumerales Un grupo de numerales podría ser denominado seudonumerales porque, aunque guardan evidente relación con los números, se trata más bien del nombre sustantivo que se les da a las cantidades numéricas, por lo que su mejor denominación sería la de sustantivos abstractos cuantitativos seudonumerales. Pero, sea como sea el término que se les aplique, la unidad es el nombre que se le da, no al uno, sino al hecho de que solamente haya uno; el par, el dúo, etc... son el nombre que se les da a cosas que van de dos en dos, y así sucesivamente. Por cierto que de algunos de ellos el hablante hace uso a su antojo, como hizo caer en la cuenta (171) aquel amiguito de Juanito cuando le dijo en el parque: --Oye, Juanito,... ¿No te has dado cuenta de que tienes puestos un zapato negro y otro blanco? --¡Hombre, claro! ¡Y en mi casa tengo otro par igual!

curioso concepto de la paridad, aunque en nada envidiable al que alcanzaron ambos niños cuando hicieron la mili y la suerte hizo que

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aquellos dos soldados novatos fueran precisamente los dos a los que mandó el sargento al polvorín para que se trajeran un par de granadas. Cuando ya volvían con ellas, le dijo uno al otro: --Oye: Y, si por casualidad se nos cae una y explota, ¿qué le decimos al sargento? --¡Pues que hemos encontrado nada más que una!

Cuando se aplican a la edad de las personas, estos seudonumerales se suelen utilizar en sus decenas, y así se dice de un joven que está en la veintena, o en la treintena de años, o que ya está cuarentón, y así sucesivamente pues cada década parece producir su rasgo vital definidor, como dieron bien a entender (172) aquellos amigos cuarentones que se juntaron un día y pensaron en cenar juntos, por lo que, tras varias propuestas, decidieron hacerlo en el restaurante Triángulo, pues las camareras del local eran todas guapas, llevaban minifalda y lucían generosos escotes. Diez años más tarde, los mismos amigos cincuentones decidieron cenar juntos otra vez y se pusieron de acuerdo en hacerlo en el Triángulo, pues el menú era buenísimo y tenía una inmejorable carta de vinos. Diez años más tarde, los mismos amigos sesentones decidieron cenar juntos otra vez en el Triángulo, pues era un sitio tranquilo, sin ruidos, y había hasta zona de no fumadores. Diez años más tarde, los mismos amigos septentones decidieron cenar juntos otra vez y coincidieron en hacerlo en el Triángulo, pues el restaurante permitía acceso con silla de ruedas e incluso tenía ascensor para subir a los servicios. Diez años más tarde, los mismos amigos octontones decidieron cenar juntos otra vez y se propuso por alguien hacerlo en el Triángulo, lo que pareció a todos una excelente idea ya que ninguno recordaba haber cenado nunca en aquel local.

El seudonumeral que se lleva la palma, no obstante, es la archiconocida docena tan asociada a las gallinas, aunque puede haber hasta quien confunda la cosa con el pollo, como algún día llegaría a suceder a (173) aquel niño que mandó su madre a por huevos y ordenó al de la tienda: --¡Que me ha dicho mi madre que me dé usted medio kilo de huevos!

Los indefinidos Los indefinidos, como su nombre indica, son los cuantificadores que no indican una cantidad definida numéricamente sino de la otra manera: no es, por tanto, lo mismo decir uno, dos, tres, cuatro,... que uno, otro, otro, otro,..., donde uno es numeral en el primer caso e indefinido en el segundo. El modo de agrupar las cantidades indefinidas distingue, por un lado, entre si se trata de

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personas o no, y, por otro, si se refieren a cosas contables o no; y a todos ellos se les puede aplicar la variante de si se trata de negar o afirmar su existencia. Son, por tanto, 6 los grupos existentes de indefinidos (tres negativos y tres positivos): al primer par pertenecen, por tanto, nadie frente a alguien, quienquiera,...; en el segundo par estarían ninguno frente a uno, alguno, otro, tal, cualquier, mismo, tanto,...; y en el tercero, nada frente a algo, poco, mucho, más, menos, bastante, suficiente, todo y demasiado, que coinciden, estos últimos, con los adverbios de cantidad, que luego no repetiremos. Si nos metemos ya con las personas, aunque nadie deba meterse con ellas, el nadie significa la absoluta imposibilidad de que exista alguien que lo sustituya, como ocurría a (174) aquel espectador de fútbol, ejemplar esposo, que tenía un abono para él y para su esposa. Cierto día, estando el estadio atestado, otro forofo no conseguía emplazarse en sitio libre hasta que vio uno vacío en los asientos de abono y, dado que el partido llevaba ya un rato empezado, se acercó y preguntó al de al lado del hueco, nuestro ejemplar esposo: --¿Está libre, señor? --No, no está libre. Es el de mi señora. --¿Y no va a venir esta tarde? --Pues no, no va a poder, porque ha fallecido. El intruso se quedó callado tras darle el pésame, pero al rato volvió a la carga con la confianza que le daba haberle mostrado sus condolencias: --¿Y no ha encontrado usted a nadie que la sustituya? --Pues no. A nadie. --¿Pero a nadie, a nadie? ¿Ni siquiera un familiar, un amigo, un compañero,...? ¿A nadie nadie? --A nadie, de verdad, porque se han quedado todos en el entierro.

Si nos metemos ya con las cosas contables, se trate de personas o de lo que sea, la diferencia existente entre ninguno y uno es bastante evidente, pero ya no lo es tanto entre uno y ninguno, como bien claro tenía (175) aquel despistado al que preguntaron: --Tú... ¿cuántas veces has ido a Nueva York? --Pues no lo sé exactamente... ¡Una o ninguna!

El otro, que puede llegar a significar cualquier cosa que no sea la otra, puede estar muy afincado en los genes de ciertas familias, como confirmaba a diario (176) aquel niño que llegaba a la tienda y siempre hacía la misma jugarreta, preguntando por un producto y llevándose otro: --¿Tiene usted café? --Pues sí. --Déme entonces una lata de atún.

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Llegaba otro día: --¿Tiene usted espaguettis? --Sí. --Pues déme una docena de huevos. Hasta que un día el tendero se cansó y se negó a venderle nada, por lo que esa misma tarde asomó el padre a pedir explicaciones. Cuando el tendero se explicó, el padre le pidió disculpas: --Es que este niño no tiene remedio. ¡Pues verá ahora cuando llegue a la casa: me voy a quitar el zapato y le voy a dar un correazo que se va a enterar!

Lo que el otro siempre significa es que hay otra cosa igual a la que se acaba de mencionar y del mismo valor, precio, utilidad, etc., como indicó (177) aquel paciente al médico que le dijo después de una operación: --Lo siento mucho, pero vamos a tener que operarlo otra vez porque nos hemos dejado dentro una pinza. --¿Y para eso me tienen que abrir otra vez? ¡Pues cómprense ustedes otra!

y hasta del mismo olor, como evidenció (178) aquel tacaño que iba paseando con la novia y al pasar por la puerta de un restaurante a las dos y media del mediodía, ella dijo: --¡Hummmmm, qué olor sale de aquí! Y el novio le dice: --¿Quieres que pasemos otra vez por la puerta, cariño?

Lo que sí está bien claro en la mente de cualquier hablante es que otro es muy diferente a el mismo, aunque haya quien quiera hacerte creer lo contrario, como corroboró (179) aquel cornudo a quien le dijo un amigo: --Te aviso, Juan, que tu mujer te engaña con otro hombre. --¿Con otro? ¿Y cómo es? --Moreno, alto y con barba. --¿Moreno, alto y con barba? ¡Me habías asustado! Entonces no es otro. ¡Es el mismo!

y ni siquiera el mismo puede llegar a ser el mismo en cuanto pasen veinticuatro horas, pues todo ha cambiado (aunque, en puridad, podría ser todo otra vez lo mismo) como le fue recriminado a (180) aquel adolescente que llamó a su madre por teléfono para decirle que había perdido el tren. --¡Así que lo que haré será coger mañana el tren a la misma hora!

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--¡No, hijo, ni se te ocurra, no lo cojas a la misma hora, que lo pierdes otra vez!

o a aquellos alumnos por (181) aquella maestra que, al corregir las dos redacciones que le presentaron los dos hermanos Lendínez sobre el tema de un gato, apreció que eran exactamente la misma. --¿Y por qué habéis hecho la misma redacción en vez de cada uno la vuestra? --¡Pues porque los dos tenemos el mismo gato en la casa!

Y cuando lo mismo se repite una y otra vez, entonces entra dentro de lo probable que no se pueda digerir tanto de lo mismo, como ocurría a (182) aquel cornudo que se llegó al médico de cabecera y le planteó el problema que tenía: --Llegué hace cuatro noches a mi casa y me encontré a mi mujer con otro hombre en la cama y ella, para limar el asunto, pues me dijo, anda, no seas tonto, ven, siéntate aquí en el sofá y tómate un café y charlamos tranquilamente del asunto. --¿Y qué, qué problema es? --¡Pues que hace tres noches llego otra vez a mi casa y me encuentro a mi mujer con otro hombre en la cama y ella, para limar el asunto, pues me dice, anda, venga, no te enfades, ven, siéntate aquí conmigo en el sofá y tómate un café y charlamos tranquilamente del asunto! ¡Y hace dos noches...! --¿Y qué problema es? ¡Porque yo sigo sin ver...! --¡Que lo que yo quiero preguntarle, doctor, es que si me hará a mí daño tanto café!

Cuando las cantidades no contables se toman en negativo, el término nada es el que utiliza la Lengua para ello, pero da la casualidad de que también los peces hacen lo mismo, como manifestaba a una vecina (183) aquella madre encantada con el primer trabajo de su hijo: --¡Y le va de mil maravillas! ¡Está mejor que pez en el agua! --Ah, ¿sí? ¿Y qué hace? --Pues eso precisamente: nada.

Cuando se deja la nada y se empieza a llenar el vaso, la cantidad de líquido va ascendiendo poco a poco, y aunque esto ya es algo, puede quedar en prácticamente nada, como comprobó

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(184) aquel paciente que estaba en el hospital y le sirvieron de cena un consomé, una hoja de lechuga y 25 gramos de pechuga de pollo a la plancha, que engulló aún antes de que terminara la enfermera de servir al compañero de habitación. --¿Ya está todo? --Ya. Esa es la cena que le ha recetado el doctor. --¿Y podría usted hacerme un favor? --Por supuesto que sí. --Pues, si no le importa, tráigame ahora cuando pueda un sello. --¿Un sello? ¿Y para qué lo quiere, si no es mucho preguntar? --¡Es que yo tengo costumbre en mi casa de leer un poco después de cenar!

Lo poco siempre se contrarresta con el más, pero hay mases que ya son demasiado, como el caso de (185) aquella niñita que acudió al médico sola: --Mire usted, doctor, quiero que me recete un anticonceptivo. El médico dio un salto en el asiento. --¿Y eso, chiquita? ¡Si tú no tienes ni tres años! ¿Para qué quieres tú un anticonceptivo! La niña se echó a llorar: --¡¡Pues porque ya no quiero tener más muñecas!!

o el de (186) aquel señor ya nada joven que acudió al doctor: --Es que creo que me estoy quedando sordo. ¡Es que ya no me oigo ni toser! --Pues eso tiene fácil solución: tómese estas pastillas y verá qué bien se oye. --¿Qué son, para oír más? --No. Son para que tosa más fuerte.

Al más le sigue el mucho, que viene a significar que ya se está pasando de rosca la cosa, como evidenció (187) aquel paciente que preguntó al doctor: --Doctor, ¿me puedo bañar con diarrea? --¡Hombre, si usted quiere...! ¡Pero que va a necesitar mucha mucha!

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Los alusivos: relativos, exclamativos e interrogativos El término alusivos agrupa a las formas quien, que, cual, cuyo, cuanto, cuando, como y donde, con sus variantes de género y número y sus formas con tilde o sin ella (cual, cuál, cuales, cuáles, el cual, la cual, los cuales, las cuales, por ejemplo) y en sus funciones de interrogativos, exclamativos y relativos. No nos detendremos en tantas distinciones (de algunos algo se trató ya al hablar de las oraciones interrogativas y exclamativas) y nos fijaremos especialmente en su significación. La forma quien es la propia de personas y alude (de ahí su agrupación) al ser concreto que se dé por aludido de entre las muchas personas que estamos en este mundo, como intentó (188) aquel hombre de negocios que tenía que viajar mucho, incluso de país a país y, en uno de esos viajes que duró varios meses, recibió un día una carta de una novia con la que había entablado relación más duradera en uno de los países. En ella le decía que quería romper la relación, que le había sido infiel unas cuantas veces y que un amor con esa distancia no era posible, por lo que le rogaba que le devolviera la foto que le había dado y se olvidara ya de ella. El hombre se sintió realmente dolido. Le pidió entonces a algunos compañeros que le procuraran fotos de sus madres, hermanas y primas y cuando reunió unas quince, se las envió todas a la novia con el siguiente texto: --Por favor, Marta, perdóname pero no puedo recordar quién eres. Busca tu foto entre las que te mando y devuélveme el resto, por favor.

Aunque ese quien es siempre alguien concreto, en ciertas ocasiones puede tener un interés especial en pasar desapercibido, aunque no todo el mundo vea eso posible, como sucedió a (189) aquel alelado a quien comentó un amigo: --¿Sabes qué me ha pasado? ¡Pues que recibí ayer un anónimo! --¡Ah! ¿Sí? ¿Y de quién?

Cuando la alusión es hacia personas a las que no se tiene mucho aprecio, el quien puede bajar de la categoría humana a la animal, como evidenció (190) aquel marido a quien su mujer hizo la siguiente pregunta: --Si un día fuéramos la familia por la selva, por ejemplo, y un león nos atacara a mí y a mi madre,... ¿a quién salvarías primero, cariño? --¡Pues al león!

El que también alude a cualquier cosa posible aún no dicha pero ya no se refiere a personas, aunque sí a sus cosas, como descubría

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(191) aquel chistoso que preguntó en una reunión: --¿Qué es lo que tienen las mujeres una vez al mes y que les dura 3 ó 4 días? Por vergüenza, nadie quería responder. --¡Pues el sueldo del marido!

El cual es de menor uso pero se utiliza para discernir entre varias posibilidades, aunque puede ocurrir que su uso sea una mera ironía, como descubrió (192) aquella señora que estaba aparcando el coche en hilera, con el marido de copiloto, y tras muchos intentos lo dio por terminado y preguntó al marido: --Cariño, ¿lo he dejado muy separado de la acera? --¿De cuál de las dos?

o un mero dislate, como hacía (193) aquel ladronzuelo de cortijos que pegó un salto a lo alto de una tapia y desde allí entró en un corral de patos con idea de llevarse uno: --Cuá, cuá, cuá,... –empezaron los patos. --¿Cómo que cuá? ¡Tú mismo como te coja!

Las formas donde, cuando, como y cuanto son también adverbios relativos pero su función como alusivos es más que evidente y se refieren correlativamente a las cuatro circunstancias más importantes que tiene la Lengua: el lugar, el tiempo, el modo y la cantidad. El cuanto, por ejemplo, que también puede ser considerado como indefinido en frases como Tiene cuantas corbatas necesite, es el prototipo para aludir a cualquier cantidad, como comprobó el loro que regalaron a (194) aquel repartidor de bombonas, el cual oyó desde la calle un día de mucho calor: --¡Bombona, bombona! ¡2 al 4º! ¡2 al 4º! ¡2 al 4º! Cuando llegó al descansillo del 4º piso sin ascensor, ninguna de las dos señoras le confirmó que hubieran llamado desde la ventana ni nada parecido. Otro día le ocurrió igual: --¡Bombona, bombona! ¡2 al 4º! ¡2 al 4º! ¡2 al 4º! Como no se fiaba, cogió una sola bombona y llegó al descansillo, y allí una de las señoras le dijo que entraba dentro de lo probable que un loro que ella tenía en la terraza fuera el que lo llamara. Se acercaron allí y, en efecto, el loro estaba: --¡Bombona, bombona! ¡2 al 4º! ¡2 al 4º! ¡2 al 4º! Al descubrirlo, la señora le dijo que si lo quería al loro, que ella estaba ya harta. Se lo llevó y esa noche lo metió en una habitación semioscura y le abrió las alas y lo clavó en la pared con dos grandes chinchetas. Cuando ya se hizo de

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día, la claridad le hizo ver al loro que en la pared de enfrente había un Cristo y el loro, al verlo en posición semejante, le preguntó: --¿Cuánto tiempo hace que estás tú así? --2000 años llevo. --¿2000? –se asustó el loro-. Y, entonces, ¿cuántas bombonas pedías tú?

aunque hasta las mismas cantidades varías según sea el color del cristal con que se las mira, como ocurría a (195) aquel par de ladrones que estaban extasiados en el escaparate de una joyería mirando un precioso collar de diamantes: --¿Cuánto crees tú que podríamos sacar con ese collar? --Pues yo creo que de cinco a ocho años de cárcel.

El como, por su parte, alude a cualquier modo de realización de algo, pero los secretos son secretos, como bien descubrió (196) aquel abogado que preguntó durante un juicio al acusado: --¿Podría usted decirnos cómo se las arregló para abrir la caja fuerte en tan solo 15 segundos? --Lo siento, pero yo no doy clases gratis.

Los deícticos El concepto de deixis es particularmente útil para la agrupación de ciertas categorías morfológicas tradicionalmente separadas y lejanas en su apreciación, pero íntimamente relacionadas desde esta óptica. La deixis consiste en la peculiar forma que tiene la lengua de captar y denominar aquello que se halla ante nuestros ojos (o, mejor, ante nuestra percepción física, sensorial o intelectual): dado que un mismo hecho (la caída de una viejecita en una esquina, por ejemplo) puede ser percibido por las tres personas gramaticales (yo, tú, él), desde tres lugares distintos (desde aquí, ahí, allí, respectivamente), en tres momentos diferentes (ahora, antes, después) y con múltiples apreciaciones semánticas (que si venía de una tienda o si iba hacia otro sitio; que si se trataba de tu madre o de mi suegra; etc.) el cúmulo de posibles variantes lingüísticas que podrían producirse si un hablante pretendiera referir el hecho puede ser realmente abrumador. Si ese hablante es el hijo de la viejecita y se encuentra en la misma esquina dirá que el suceso ha tenido lugar aquí, en esta esquina en la que me encuentro yo ahora junto a mi madre caída, que venía de aquella tienda; si ese hablante es su nuera y se ha quedado en la tienda, dirá media hora después que el suceso había tenido

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lugar allí, en aquella esquina en la que se encontraba él antes junto a mi suegra caída, que iba desde esta tienda a otro sitio; y así sucesivamente podría ir interviniendo cada hablante interesado en dar su versión sin que ninguna de ellas coincidiera en las formas que hemos señalado en cursiva. Consiste, pues, la deixis, en una especial forma de captación de la realidad y, en consecuencia, en un modo muy peculiar de expresión de lo captado, para el que la lengua dispone de siete categorías morfológicas específicas: los personales, reflexivos y recíprocos, los posesivos, los demostrativos, los adverbios (básicamente los de lugar y los de tiempo) y el verbo. Como de este último ya hablamos en su lugar, será de los otros de los que nos ocuparemos en apartados sucesivos. El fenómeno descrito con la abuela ocurre infinidad de ocasiones en la vida diaria y se presta a un juego lingüístico, cuando menos irónico, en el caso de que los hablantes pretendan zaherirse mutuamente, como pretendía (197) aquel marido enfadado con su mujer que entró en el cortijo en que vivían con una cabra en brazos y dijo en voz alta: --Mira, cariño, esta es la vaca que me deja tocarle las tetas cuando no está cabreada. La mujer saltó inmediatamente: --¡Si no fueras tan estúpido, te habrías dado cuenta de que eso es una cabra, no una vaca! --¡Y si no fueras tú tan listilla, te habrías dado cuenta de que estaba hablando con la cabra!

La deixis puede ser de cuatro tipos: personal, espacial, temporal y léxica, según nos refiramos, respectivamente, a las personas gramaticales, al espacio, al tiempo o a la significación de las palabras, como vimos en el ejemplo de la abuelita. La deixis personal admite, como es lógico, su paso al plural, pero ello no conlleva necesariamente que la carga sea compartida por alguien más, como llegaría a descubrir (198) aquel jefe de una empresa que llegó un día a su casa preocupado y se acurrucó en los brazos de su mujer como para confesarse: --Cariño, tengo un gravísimo problema en la empresa. Su mujer le hizo varios arrumacos y lo consoló: --No te preocupes, gatito, tú nunca digas tengo un problema, tú di siempre tenemos un problema. --¡Si tú lo ves así, pues...! --¡Claro! ¿Para qué estoy yo casada contigo? ¡Pues para todo, para lo bueno y para lo malo! ¡Venga, cariño, a ver! ¿Qué problema es ese tan importante que tenemos? --Pues..., que nuestra secretaria,... la que tenemos allí en nuestra oficina,... pues... ¡que va a tener un hijo nuestro!

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Uno de los fenómenos más curiosos que provoca la deixis personal está relacionado con las fórmulas de tratamiento con que solemos comunicarnos las personas, las cuales se usan para evitar todo tipo de susceptibilidades, pero en más de una ocasión las provocan, como hizo (199) aquel camarero que se acercó a servir una mesa en la que estaban sentados un hombre y una mujer haciendo carantoñas: --¿Qué le pongo al caballero? --A mí me va a poner un bistec con patatas y una botella de vino. --¿Y a su señora? --A mi señora, si no le es mucha molestia, le pone un fax y le dice que no me espere esta noche, que tengo mucho trabajo.

Cuando la deixis personal se mezcla con la espacial, las posibilidades de que se produzca el error en la comunicación se multiplican, al menos, por dos, como ocurrió a (200) aquel vendedor que llegó a una casa de una urbanización de adosados y quería entrar dentro para hablar con los dueños. Como había un niño sentado en la puerta y se veía un perro grande allá en una esquina del jardín, preguntó al niño: --Oye, muchacho: ¿Muerde tu perro? --No. Mi perro no muerde; además, es muy mansito. El vendedor abrió la cancela y entró decidido hasta la entrada principal, pero al momento salió a la calle corriendo con el perraco mordiéndole el trasero. Se encaró con el niño y le dijo: --¡¿Pero no me dijiste que tu perro no muerde?! --Y es verdad. Mi perro no muerde, pero es que mi perro no es ese, porque yo vivo en la casa esa de ahí al lado.

La deixis espacial puede ser la más difícil de percibir por los receptores, especialmente cuando los ángulos de visión de la realidad son tan aparentemente iguales, como pudo comprobar (201) aquel marido que estaba viendo un espectáculo desde el patio de butacas y, con brevísimos intervalos, no paraba de preguntar a su señora: --¿Estás cómoda, cariño? --Sí, sí, comodísima, cariño. Gracias. --¿Y ves bien? --Sí, sí, veo perfectamente, no te preocupes. --¿No te molesta nadie? --No, no, en absoluto. Estoy encantada. --¡Pues entonces déjame ahí un rato, que yo no veo nada absolutamente con el cabezón este que me ha tocado delante!

o cuando el espacio se ha de dividir entre lo exterior y lo interior, algo que no captaba

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(202) aquel paciente que se cruzó con el médico del pueblo y le dijo señalándose una zona del pecho, a la altura del bolsillo de la camisa: --Doctor, me duele aquí. --¡Eso es del tabaco, hombre! --¡Que no, que no! Que el tabaco lo llevo ahora en el bolsillo del pantalón.

La deixis léxica guarda mucha relación con el significado y el significante de las palabras y con los campos semánticos en que intervienen, pero a veces tiene mayor relación con la cordura de los hablantes, como demostraba (203) aquel soldado que abandonó su puesto de centinela para correr a informar al capitán sobre unos aviones que se divisaban a lo lejos en el horizonte. --¿Y qué son? ¿Amigos o enemigos? --Creo que deben ser amigos, porque vienen juntos.

La mayor consecuencia lingüística que presenta la suma de las cuatro deixis consiste en el estilo indirecto: se trata de una especial manera de reproducción de todas las deixis expresadas de modo directo y se realiza trastocándolas una por una según el momento de reproducción escogido (así, si una madre dice al mediodía a su hijo “Si no te lo comes, se lo diré a tu padre cuando venga”, al mismo llegar el marido puede decirle que le había dicho al niño que si no se lo comía, se lo diría a él ahora). Aunque nunca es fácil el correcto trasvase de un modo de expresión a otro, parece que la dificultad es menor cuando se trata de dos idiomas a la vez, como evidenciaba (204) aquel transeúnte al que se acercó alguien a preguntarle: --¿Do you speak English? --¿Cómo dice? --¿Do you speak English? --No le entiendo. Hábleme más claro. --Le pregunto que si habla usted inglés. --¡Ah, sí, perfectamente!

o cuando se trata de negar la evidencia, como llegó a hacer (205) aquel muchacho que decidió vivir la experiencia de disfrazarse de mendigo un día y ponerse a pedir limosna a la puerta de una iglesia. Cuando menos se lo esperaba, asomó su novia y se le acercó: --Pero,... ¿qué haces así, cariño? --Creo que se equivoca usted de persona, señorita. --¿No eres tú mi novio?

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--No. --¡Pues le aseguro que mi novio es calcado a usted! De todas formas, perdone, pero que ahora mismo me paso por su casa, que me pilla de camino y en un rato salgo de dudas. ¡Pero que le aseguro que estoy desconcertada: en mi vida había visto yo un parecido tan grande...! El falso mendigo pegó un salto en cuanto la perdió de vista, se vistió normal y corriente y consiguió llegar a su casa antes que su novia. En cuanto esta tocó, le abrió la puerta. --No te puedes imaginar lo que me ha pasado hace un rato: me he encontrado con uno pidiendo limosna y juraría que eras tú. --¡Mira que eres pesada! ¡Ya te he dicho antes que no, cariño!

Un concepto derivado íntimamente de la deixis es la pronominalización y consiste en que, dado que cada uno de los elementos de cada deixis no tiene una significación fija pues esta depende siempre del ángulo personal, espacial, temporal o léxico en que se encuentren el emisor y el receptor (si yo soy yo para mí, no puedo ser yo para ti; o, mejor, al revés). A eso precisamente se le llama pronominalización, concepto muy cercano al pronombre, pero lo sobrepasa en que incluye a todos los adverbios (y no sólo a los de lugar y tiempo): son, por tanto, pronominalizaciones los personales, reflexivos y recíprocos, los posesivos, los demostrativos y los adverbios, y de todos ellos iremos hablando a continuación, pero antes distinguiremos este tipo de pronominalización deíctica o de primer grado, que podríamos ejemplificar con el caso de (206) aquella profesora que dijo a Juanito: --Juanito: espero no sorprenderte copiando en el examen Y Juanito le respondió: --Eso mismo espero yo.

en que se aprecia que el posesivo eso “pronominaliza”, aunque irónicamente, eso que la profesora espera, y la que denominaríamos pronominalización de segundo grado, que es aquella que se refiere a lo que se acaba de decir en el mensaje o en su contexto, como nos puede enseñar (207) aquel pueblerino que tenía demasiadas gallinas y no encontraba quien se las comprara, y, por deshacerse de ellas, metió varias en una caja, tiró calle arriba y se paró con una vieja: --Matilde, si me acierta usted cuántas gallinas llevo en esta caja, le doy las tres.

donde el artículo las y el numeral tres han adquirido el valor pronominalizante del sustantivo gallinas.

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Los personales, reflexivos y recíprocos Los (pronombres) personales, los cuales comparten ciertas formas con los reflexivos y los recíprocos (me, te, se, nos, os y se), conforman una serie de formas dividida en tres personas (o en seis si se cuentan en singular y en plural) que son las usuales de los sujetos de la conjugación verbal (yo, tú, él, ella, ello, nosotros(as), vosotros(as), ellos(as) y a las que han de ser añadidas otras como el usted(es), o las variantes producidas cuando funcionan como complementos (me, mí, conmigo, para la primera persona, te, ti, contigo, para la segunda, y se, sí, consigo, le(s), lo(s), la(s), para la tercera). Se trata de una serie completa que incluye todo el abanico de los hablantes y con la que jugaba (208) aquel presidente de Gobierno al que un periodista preguntó si conocía el alcance de la crisis que embargaba el país y a cuántas personas afectaba, a lo que respondió: --¿Crisis? ¿Qué crisis? Que yo sepa, únicamente a seis personas afecta esa crisis que ustedes dicen. --¿Y qué personas son, señor presidente? --Muy sencillo: yo, tú, él, nosotros, vosotros y ellos.

Las formas utilizadas en la función de sujeto vienen a equivaler a los nombres propios de los hablantes, especialmente cuando se trata de las dos primeras yo y tú, como a menudo sufría (209) aquel muchacho de nombre Agustín al que su padre andaba siempre molestando para mandarlo a recados, y nunca mandaba a ninguno de los otros 9 hermanos que tenía. Un día se lo contó todo a un amigo y este le aconsejó que, dado que eran tantos hermanos y la confusión era posible, que cuando llamara el padre preguntando por Agustín que él dijera en voz alta que Agustín no estaba, y así se libraría. Llegó, pues, el momento siguiente y el padre llamó como siempre: --¡Agustín! Ven un momento, por favor. --Agustín no está, papá –saltó Agustín con idea de librarse. --¿No? Bueno, pues entonces... ¡ven tú!

El orden de colocación de los personales sigue ciertas pautas que la educación ha asentado como normativas (me se/se me, Juan y yo/yo y Juan) y su dislocación produce el evidente rechazo de los interlocutores, como aconteció a (210) aquel alelado que estaba contando una anécdota que le había ocurrido con otro y decía: --...y claro, como íbamos yo y Manolo en el coche por la carretera,...

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Su interlocutor intentó corregirle su mala expresión: --No, no: se dice íbamos Manolo y yo. --¡Claro! ¡Pues sí que eres tú listo! Entonces yo no iba, ¿no?

El usted es una variante del tú que se usa como una fórmula de tratamiento entre personas que pretenden mostrarse el respeto debido, algo que puede quedar en muy segundo término cuando hay otras urgencias, como reveló (211) aquella dama que acudió al farmacéutico, un hombre muy cortés y educado en las formas, a comprar arsénico. En vez de dirigirse a por el producto, el hombre se excusó ante la mujer: --Me va a permitir la señora –le dijo muy educadamente- que le informe de que el arsénico es una sustancia letal y que podría producir la muerte. ¿Para qué lo querría? --Para matar a mi marido –dijo tajantemente la mujer. --En ese caso, y con todos mis respetos, me va a permitir la señora que le diga que no se lo puedo vender. La mujer sacó una foto y se la mostró: en ella se veía claramente a su marido haciendo el amor con la mujer del farmacéutico. --¡Disculpe mi torpeza, señora! ¡Mil perdones! ¡No me había dado cuenta de que había traído usted la receta! --¡Pues date prisa que entra gente!

Los reflexivos y recíprocos son, como dijimos, una mera variante de los personales en circunstancias especiales de reflexividad o de reciprocidad, aunque hay situaciones para todo, como las que vivía (212) aquel músico tan lento tan lento que cuando se desmayaba no volvía en sí, sino en la sostenido.

Los posesivos y los demostrativos Estas dos categorías presentan la característica común de ser deícticas pero se diferencian en que la primera indica que la cosa en cuestión pertenece a una de las tres personas gramaticales y la segunda su proximidad. Los posesivos conforman las series mi, mí(o,a,os,as), tu, tuy(o,a,os,as), su, suy(o,a,os,as), nuestr(o,a,os,as), vuestr(o,a,os,as), repartidas entre un solo poseedor o varios poseedores. El sentido de pertenencia de las cosas puede estar demasiado afincado en ciertas personas que de buena gana poseerían el mundo entero para ellas solas, como pasaba a

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(213) aquel agarrado que mandó al hijo a la casa del vecino para que le prestara un martillo. --Me ha dicho el vecino que no nos lo deja, que se le gasta. --¡Será el tío agarrado! ¡En fin, qué le vamos a hacer! ¡Tendremos que clavar la punta con el nuestro!

Y otros son tan desprendidos que ni quieren lo que no es suyo ni serían capaces de dárselo a quien no fuera su propietario, como aconteció en (214) aquel restaurante en que un cliente casi calvo encontró un pelo en la sopa y llamó al camarero: --Aquí puede ver usted este pelo largo, largo, y, como verá, no puede ser mío. --No se preocupe usted, señor: si no es suyo, démelo y lo guardaremos por si alguien viene a reclamarlo.

Cuando esa posesión se pretende limar un poco mediante una fórmula de cortesía o de tratamiento no hiriente se puede llegar a destruir la totalidad del mensaje y tener que repetirlo todo sin tanto remilgo, como sucedió a (215) aquel empleado que se puso a contarle una cosa a su jefe: --Usted me perdonará por lo que le voy a contar, y espero que no se moleste conmigo, pero creo que tiene usted que saber urgentemente que Martínez, cuando sale por la tarde de su oficina, se pasa por su casa, coge su coche y se va con su mujer a un hotel hasta que se les hace de noche. --¡Y a mí qué me cuenta! –dijo el jefe incluso molesto por lo que interpretaba casi como un chivatazo estúpido contra un compañero de trabajo.. --Pues entonces se lo voy a contar de nuevo pero ya sin remilgos: lo que pasa es que Martínez, cuando sale por la tarde de su oficina, se pasa por tu casa, coge tu coche y se va con tu mujer a un hotel...

Los demostrativos están conformados por las series est(e,a,os,as), es(e,a,os,as), aquel(la,os,as), y presentan la posibilidad de que la cosa a que se refieren sea tomada como más o menos cercana a los interlocutores, pero puede ocurrir que la misma distancia sea percibida de modo frontalmente opuesto por quienes hablan, como señaló al recepcionista de un hotel (216) aquel cliente que llamó a recepción: --¡Diga! --Mire, que tengo un grave problema. --Dígame de qué se trata, caballero. --Pues que estamos en el piso 39 y mi mujer se ha empeñado en suicidarse tirándose por la ventana. --Eso no es ningún problema, caballero, porque en este hotel los cristales de las ventanas tienen un doble juego y uno de ellos no se puede abrir.

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--¡¡Pues ese es el problema!!

Los adverbios de lugar El adverbio es una categoría morfológica cuyas formas invariables sirven para dar a toda la oración consistencia afirmativa, negativa o dubitatita (son los adverbios tonales) o para indicar en cada oración las circunstancias de lugar, tiempo, modo y cantidad (son los adverbios circunstanciales). Sólo existen estos siete tipos de adverbios, pues ni las entonaciones desiderativas, exhortativas, etc., ni las circunstancias de condición, causa, concesión, consecuencia, compañía, etc., tienen adverbio equivalente. Los adverbios de lugar (aquí, ahí, allí, allá, acá, delante, adelante, enfrente, detrás, atrás, fuera, afuera, dentro, adentro, arriba, encima, debajo, abajo, junto, alrededor, aparte, cerca, lejos,...) sirven para indicar el sitio correcto en que está ubicada una cosa, como si cogiéramos un libro y lo pusiéramos ahí sobre la mesa, encima de otro, con un papel doblado dentro, cerca de otro libro, etc. No siempre, no obstante, es a lugares físicos a los que se refieren estos adverbios, como bien demostró un médico a (217) aquel anciano que estaba en la consulta explicándole al doctor lo bien que se sentía: --Aunque le parezca raro, doctor, a mis 98 años tengo una novia de 19, ¡y además la tengo embarazada! El doctor se quedó mirándolo, se puso a explicarle como pudo qué podía haber pasado, pero, por no hablarle demasiado claro ni herirlo en sus susceptibilidades, se le ocurrió la comparación y le dijo: --Mire usted, abuelo, lo va a entender perfectamente: había una vez un cazador que tenía tanta prisa por salir a cazar que en vez de la escopeta cogió el paraguas y a la primera liebre que le salió hizo pum, pum y vio cómo la liebre daba un salto y caía muerta. ¿Cómo se explica usted eso? --¡Pues que cualquier otro cazador que él no viera le había tirado a la misma liebre! --¡Ahí, ahí, ahí es donde quería yo llegar!

y ello cuando no se trata de frases ya hechas, que pueden producir reacciones espontáneas de muy diversa índole, como provocó (218) aquel padre que le dice al hijo que no para de hacer y decir tonturas: --¡Qué pavazo tienes encima, hijo mío! Y dice el hijo agachándose: --¡Quítamelo, papá! ¡Quítamelo!

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Incluso algún adverbio de lugar puede llegar a tener diferentes significaciones dependiendo de la situación concreta a que se aplique, como evidenció, respecto al doblete cerca/lejos, (219) aquel conductor que fue detenido por la policía y, entre otras cosas, le preguntaron por las gafas que llevaba. --Esas gafas que lleva usted puestas ahora mismo, ¿para qué son, para cerca o para lejos? --¡Para cerca, para cerca! ¡Si yo no salgo nunca más allá del pueblo con el coche...!

aunque a veces el concepto a que remiten esos dos adverbios puede no coincidir con la realidad y consistir en una mera apreciación subjetiva, como descubrió (220) aquel niño que preguntó a su padre una noche: --Papi, papi: ¿qué queda más lejos de aquí, la Luna o Nueva York? El padre, maldiciendo para sus adentros lo burro que era su hijo, lo sacó a la calle y le dijo que mirara hacia arriba. --Dime qué ves. --La Luna. --¡Pues si ves la Luna desde aquí, ¿qué quedará más lejos?! ¿Acaso ves Nueva York por alguna parte?

Algunos adverbios de lugar presentan parecido entre sus formas (como ocurre entre los dobletes delante/detrás y adelante/atrás) pero la diferencia significativa existente entre ellos es bien grande, aunque sea simplemente para indicar movimiento, como pretendía probar (221) aquel contertulio que preguntó a quienes estaban con él sentados en un banco del parque: --¡A que no sabéis por qué los buzos se tiran siempre hacia atrás! Los que lo acompañaban no decía nada. --¡Pues porque si se tiraran hacia adelante se darían de cabeza contra el bote!

Esa diferencia es especialmente notable entre los dos miembros que integran el doblete, como comprobó (222) aquel ciudadano que llevaba ya demasiado rato esperando a que lo atendieran en una oficina hasta que saltó: --¡Esto es inaudito! ¡¡Llevo ya más de media hora delante de esta ventanilla!!

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--¡Pues no sé de qué se queja! –dijo el oficinista-. ¡¡Llevo yo ya aquí detrás más de 20 años!!

Este curioso doblete puede prestarse a confusión con las preposiciones correspondientes ante y tras, que no significan lo mismo aunque lo parezca, como confundió (223) aquel padre que preguntó a su hijo que por qué venía tan sudando del colegio. --Es que me he venido corriendo detrás del autobús y así me he ahorrado lo que vale. --¡Pues mañana te vienes corriendo tras un taxi y así ahorras un poco más!!

Los adverbios de tiempo Los adverbios de tiempo (recién, antes, ahora, después, anteayer, ayer, anoche, hoy, mañana, ya, aún, todavía, mientras, enseguida, luego, entonces, nunca, jamás, siempre, temprano, tarde, pronto, presto, hogaño, antaño,...) prefieren, frente a los dobletes de los de lugar, los tripletes (antes/ahora/después, ayer/hoy/mañana,...), ya que la significación de sus formas guarda evidente relación con el pasado, el presente y el futuro de las cosas a que se refieren. No obstante, hay momentos presentes en que parecen confundirse el pasado y el futuro, como descubrieron horrorizadas (224) aquellas dos amigas miedosas que tenían otra amiga común al otro lado del cementerio del pueblo y, cuando la visitaban por la tarde y se les hacía de noche, por evitar cruzar por el cementerio tenían que dar un rodeo muy grande. Un día decidieron que, en vez de dar el rodeo, era mejor esperarse a que alguien fuera en la misma dirección y así cruzarlo acompañadas. Esperaron a que pasara uno y tras pedirle que si podían ir con él, avanzaron por el silencioso camposanto sin dirigirse siquiera la palabra. A medio camino, una de ellas le preguntó al acompañante: --¿A usted no le da miedo pasar por aquí a estas horas? --Ahora no; pero antes, cuando estaba vivo, sí.

Esos saltos temporales no son todos propios de ultratumba, pero pueden tener cierta relación con los milagros, como pretendía (225) aquel paciente que, después de la operación sufrida en ambas manos, preguntó ansioso al doctor:

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--Doctor, dígame la verdad: después de esta operación, ¿podré tocar la guitarra? --Por supuesto. Y perfectamente. --¡¡Qué alegría más grande que me da usted!! ¡Porque antes no tenía ni idea de tocarla!

Si bien el concepto de tiempo es totalmente relativo y su valor deíctico permite que lo que aún no ha venido sea pasado en cualquier momento, ciertos fragmentos temporales tienen una medida generalizada y partida en horas, pero el tiempo subjetivo parece ser algo muy distinto al general, como mostraba (226) aquel transeúnte que se paró en seco ante un viejo sentado en un banco y le preguntó con prisa: --¿Podría usted decirme qué hora es? --Las seis y cinco. --¡Qué tarde que es! --¡Pues podía haberme preguntado antes! –repuso el viejo.

En otro sentido, hay momentos muy señalados en la vida de las personas que hay que saber aprovechar, como aconsejaba (227) aquel tío que se acercó a su sobrino y le dijo: --José: ¡hoy es el día más feliz de tu vida! --Me parece que te has confundido, tito: mi boda es mañana. --¡Por eso, por eso!

Dado que todo tiempo contiene, al menos en teoría, tanto los dos extremos del principio y del fin, como los otros dos extremos del instante y del infinito, cuando la vida los junta a los cuatro se producen situaciones que no tienen por menos que salirse de lo común tanto por su brevedad, y así lo decía (228) aquel yerno que recibió en el vestíbulo de su casa a la suegra de forma melosa: --Bienvenida a casa, mamá. ¿Cuánto tiempo va a quedarse con nosotros? --No tengo prisa, José Luis. ¡Cuando os canséis de mí! --¡Ah! Pero ¿ya se va?,

como por su eternidad, como comprobó (229) aquel vigilante de un manicomio que apreció que siempre que echaba un vistazo en una habitación, veía al mismo loco con la oreja pegada a la pared, como si estuviera escuchando algo del otro lado. Cuando ya llevaba varios días de observarlo, se puso a su lado y acercó él también la oreja durante un par de minutos.

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--¡Pues me parece que no se oye nada de nada! –le dijo al loco. --¡Pues así es siempre!

Los adverbios de afirmación y negación Los adverbios tonales, como se dijo, son aquellos que no se refieren a circunstancias tales como el lugar, el tiempo, el modo o la cantidad, sino que son producto de la entonación que el hablante dé a toda la oración. Para la afirmación, además de los usuales sí, ojalá, asimismo, se usa también para cuando se pretenden varias afirmaciones seguidas, aunque a veces se puede llegar al colmo también, como aconteció a (230) aquel funcionario de registro que estaba tomando nota de la dirección en que vivía la pareja que tenía enfrente en el mostrador pues iban a contraer matrimonio. --¿En qué sector vive? Y pregunta la mujer: --¿El o yo? --Usted --Yo, en el barro de las Trinas. --¿Y él? --También. --Nombre de la calle. Y pregunta la mujer: --¿El o yo? --Usted --Yo, en la calle Independencia. --¿Y él? --También. --¡Vaya! Vecinos. ¿Y qué número? Y pregunta la mujer: --¿El o yo? --Usted --Yo, el 4. --¿Y él? --También. A esto, el funcionario, que estaba ya harto de tanto también, se enfada y dice: --Vamos a ver, señorita: si resulta que viven en el mismo sitio, ¿por qué siempre me pregunta que si él o yo? --Pues muy sencillo: porque yo llevo viviendo en esa casa desde hace ya dos años y medio. --¿Y él? –pregunta el funcionario. --¡También!

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Su contrario tampoco parece quedarse en la negación doble, como comprobó (231) aquel profesor que estaba repartiendo las notas y a un alumno le había puesto un cero. --¿Por qué me pone usted un cero, si yo hice bien cuatro de las cinco preguntas? --Pues porque te has copiado de Luisito. --¿Y cómo sabe usted eso? --Pues porque las cuatro primeras preguntas estás iguales en un examen y en el otro. Pero en la quinta, Luisito escribe “Esta no me la sé, profesor”, y tú pones: “Yo tampoco”.

El no, por su parte, presenta multitud de términos sinónimos, como oyó (232) aquel marido que llamó al doctor a las tres de la mañana pues su mujer se encontraba muy mal. A la media hora llegó el doctor con su maletín, se acercó a la enferma y le dijo al marido que los dejara a solas un momento en el cuarto. Al cabo de los cinco minutos el doctor salió de la habitación y le dijo al marido que fuera tan amable de darle un destornillador; cuando lo tuvo, se metió otra vez en el cuarto, pero no pasaron dos minutos cuando volvió a salir y pidió un martillo. Se entró de nuevo, se oyeron unos golpes durante cinco minutos, pero el doctor volvió a salir y pidió un taladro, que el marido le entregó ya bastante preocupado pues no comprendía qué podía pasarle a su mujer para necesitar semejantes artilugios. El ruido del taladro duró otros tres o cuatro minutos, al término de los cuales el marido, presa ya de una curiosidad infinita, abrió la puerta del cuarto al mismo tiempo que salía el doctor derrotado: --Nada. Imposible. No se puede. ¡No hay manera de abrir el dichoso maletín!

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LECCIÓN 5ª

LA SINTAXIS

De la locución a la oración Hasta ahora, hemos estudiado las palabras aisladas unas de otras (es lo que hace la Morfología), pero a partir de ahora las vamos a ir estudiando según se mezclen las unas con las otras, lo que nos va a hacer recorrer tres pasos (la locución, el sintagma y la oración). Para ir aclarando el camino, podemos empezar diciendo que la oración Cerraré esta ventana en un santiamén tiene y verbo y dos sintagmas (1.-esta ventana y 2.-en un santiamén), el segundo de los cuales (en un santiamén) es una locución ya que no tiene posible variación (*en dos santiaménes) mientras que el otro sintagma sí (dos ventanas). Aclarados los conceptos, las locuciones son un mecanismo de expresión muy utilizado por los hablantes nativos y su uso provoca que el nivel de aprendizaje de la Lengua guarde bastante relación con la abundancia de locuciones que se conozcan. Por ello estaban tan confundidos (233) aquellos angelitos que, en su pueril conversación, se decían el uno al otro: --¿Tú sabes qué es un autobús? --Pues no lo sé; pero tiene que ser un bicho muy peludo, porque mi padre, cada vez que llega a casa, dice que ha cogido el autobús por los pelos.

Por el contrario, cuando se trata de hablantes que ya conocen de sobra la Lengua y sus locuciones, hasta se permiten el lujo de chistear con ellas, como pretendía (234) aquel hombre que entró en una tienda y se acercó al dependiente: --¿Podría usted cambiarme este billete de 10 euros en tres de cinco, por favor? --Yo se lo cambio en dos de cinco, pero nada más. --Y entonces,... ¿dónde está el favor?

o como ocurría en

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(235) aquella discusión vecinal causada porque un vecino estaba convencido de que el otro vecino le echaba la basura en su jardín, y el día en que tomaron el asunto le dijo amenazante: --Pues sepa usted que como vuelva a ver más basura aquí, le voy a dar parte a la policía. --¡Como si quiere usted dársela toda! ¡A mí qué me cuenta!

Lo cierto y verdad es que muchos hablantes tienen particular capacidad para enhebrar locuciones a su antojo provocando con ello un desbarajuste lingüístico las más de las veces de índole jocosa, como solía hacer (236) aquel gracioso que tenía a menudo a la pandilla absorta con las frases que le iban saliendo de la boca, cada una con su correspondiente carcajada: --¡Que sí, que sí, que mi padre vendió la farmacia porque no había más remedio!. Además, sabréis que los diabéticos no pueden ir de luna de miel. Lo que sí os puedo asegurar es que el negocio más expuesto a la quiebra es una cristalería. Ayer me enteré de que los fabricantes de ventiladores son gente que vive del aire. Por si no lo sabíais, cuando un médico se equivoca bastante, lo mejor es echarle tierra al asunto. No sé por qué será, pero en los aviones el tiempo se pasa volando. Las ventajas del nudismo saltan a...

Cuando esas locuciones tienen el tamaño de una oración por tratarse de verbos con sintagma añadido, muchas de ellas se convierten en frases comodines muy utilizadas en cualquier conversación de ascensor o de compromiso, en las que nunca se presta mayor importancia ni a lo que se pregunta ni a lo que se responde, como ocurrió en (237) aquella desierta terraza en que estaba sentado un cliente a mediatarte y se le acercó un camarero: --¿Qué desea usted? --Paz, felicidad,... --Lo que le pregunto es que qué va a ser. --Si termino este año la carrera, ingeniero de montes. El camarero echó un vistazo alrededor por si había testigos y le dijo al niñato: --¡Que lo que le estoy diciendo es que qué le sirvo, hombre! El estudiante se quedó mirándolo un momento como cayendo en la cuenta de que se había colado. --¿Qué hay? –preguntó por fin. --¡Pues nada, tío! ¡Aquí aguantando clientelas!

aunque hay otras situaciones mucho más serias si se descubre inocentemente la locución por sacarla de contexto, como hizo sin querer (238) aquel nieto que dijo a su abuelita:

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--Abuelita, abuelita,... cierra los ojos, anda, ciérralos. --¿Y para qué quieres que los cierre? --Es que ha dicho mi padre que me va a llevar a Disneylandia en cuanto tú cierres los ojos.

y es que ni con la muerte ni con la otra vida se deben hacer usos fuera de lo correcto, pues todo puede volverse en contra, como recordó a su señora (239) aquel marido que, tras medio siglo de matrimonio, dejó viuda en la tierra y subió al cielo. Unos años después, la viuda también murió y, al topárselo en el cielo, se dirigió corriendo hacia él con los brazos abiertos: --¡¡¡Queridoooooooooooo!!! –le gritó-. ¡Qué alegría encontrarte de nuevo! El marido le paró los pies pronto: --Lo siento, querida. ¡Pero el contrato que firmamos en la tierra decía muy claramente “hasta que la muerte os separe”!

aunque parejas hay que no saben siquiera si se encuentran en este mundo o en el otro, como dio a entender (240) aquella señora que llegó corriendo al hospital tras recibir la llamada de un conductor de ambulancia diciéndole que su marido había tenido un accidente. La señora entró en la habitación y lo primero que hizo fue coger la sábana y levantarla para mirarle los pies al accidentado: --¡Qué susto que me han dado! –exclamó- Me había dicho el que me ha llamado que tenías un pie aquí y otro en el cementerio.

Algunas de estas locuciones han llegado a convertirse en frases completas semejantes a refranes, proverbios o sentencias, que se utilizan a cada momento por hablantes de leve nivel lingüístico o de, tal vez, demasiada astucia lingüística, como pretendió (241) aquel reo ante el juez cuando este le preguntó: --Si reconoce usted que robó una barra de pan en la tienda, ¿por qué cogió entonces el dinero de la caja? --¡Pues porque no sólo de pan vive el hombre!

El concepto de oración El verbo, como se dijo, es la palabra esencial en la oración, pues con su sola presencia ya se ha dicho la idea completa que se pretendía. Así, si imaginamos que vamos en un coche cuatro personas camino de Antequera, y

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la idea que tenemos todos en la cabeza es que estamos casi perdidos porque no sabemos cuántos kilómetros nos faltan para llegar, cualquiera de los cuatro ocupantes podemos decir, en un momento concreto, una oración completa expresando esa idea: un ocupante puede decirla con quince palabras, otro con diez, otro con dos, otro con una, pero este último lo dirá forzosamente con un verbo. Lo más fácil, no obstante, habría sido preguntar a cualquier peatón que transitara por allí, aunque tal vez no hubiera sabido este a cuento de qué venía la pregunta, como había sucedido (242) aquella vez anterior en que un ocupante de otro vehículo se detuvo y preguntó a un peatón que solía transitar a menudo por aquellos andurriales: --Perdone, buen hombre. ¿Antequera? --¡Y a usted qué coño le importa lo que yo era antes! ¡Habráse visto el churretero!

La oración consta, por tanto y como mínimo, de verbo, y, potestativamente, de complementos (cuya suma daría el famoso concepto de predicado). El aún más famoso sujeto es algo de muy escaso interés para la Sintaxis, por mucho que todo el mundo se sepa de memoria esa frasecita de que toda oración está compuesta de sujeto y predicado, y ello es así porque el sujeto está siempre implícito en el verbo y por ello no hace falta ni expresarlo. Por tanto, la oración habría que redefinirla como el conjunto de verbo (y complementos), sin que por ello se saque la conclusión de que hemos definido oración = predicado. Y en cuanto al sujeto, ese que realiza las acciones que se dicen con el verbo, su presencia puede tener importancia únicamente en casos tan especiales como el sufrido por (243) aquel conductor que iba tranquilamente en su coche con la familia a las seis de la tarde y de pronto lo detiene la policía: --Usted perdone, señor, pero le hemos estado observando desde que inició usted el viaje esta mañana y hemos comprobado que todas las acciones que usted realiza son correctas: respeta todas las normas, se detiene en los stops, hace los ceda el paso, obedece a los semáforos, no excede la velocidad,... Y Tráfico esta semana va a dar un premio a los mejores conductores y queremos proponerlo a usted. --No, no, agente, déselo a otro, que yo no tengo carnet de conducir. --No le haga usted caso, agente –terció la mujer-, que está borracho y no sabe lo que dice. --¡Si lo sabía yo! –chilló la suegra-. ¡Ya sabía yo que nos tenían que coger con el coche robado!

Los complementos, por su parte, son como los añadidos que se da a los verbos para que completen su significación, y pueden ser de muy diferentes tipos, como luego veremos. La significación de cada uno de ellos es, como mucho, una pequeñísima parte del conjunto, y la suma de todas ellas, su

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ensamblaje completo, es lo que produce la significación que le falta al verbo para expresar lo que se pretende. Si se dice, por ejemplo, la oración Juan come marisco en su casa por la noche cada complemento añade una porción al hecho de comer (el qué, el dónde, el cuándo –en este sentido, habría que ir pensando en que el quién deberíamos tomarlo como otra especie de complementación de segundo grado, para que se entienda mejor nuestra definición de oración), y cada una de ellas tiene el valor que le quiera dar el hablante si lo que viene a querer decir es que sea Juan precisamente, o marisco precisamente, o en su casa precisamente, o por la noche precisamente, todo lo cual adquiere muchísimo sentido si se trata de un pobre desdentado que trabaja de ocho de la tarde a ocho de la mañana. Y es que hay oraciones que pueden llegar a no decir nada si se yerra en la formulación de los complementos, como ocurrió (244) aquella vez en que un funcionario de la ONU envió una pregunta a las embajadas de medio mundo para recabar cierta información que precisaba, y no pudo aprovechar casi ninguna de las respuestas pues la formuló del siguiente modo: Opine, por favor, lo más honestamente posible, sobre el nivel de la escasez de alimentos de su país con respecto al resto del mundo. En Cuba no conocían lo que era opine; en Argentina, lo que era por favor; en Méjico lo que significaba honestamente; en toda Europa no conocían la escasez; en África desconocían lo del alimento; en EEUU no sabían qué era eso resto del mundo;...

Los sintagmas Todos los sintagmas son un complemento, pero no todos los complementos son un sintagma.. Afinando la idea, se puede decir de otra manera: todos los sintagmas mayores son complementos, pero no todos los complementos son un sintagma, porque pueden contener más de uno (el mayor y otro u otros menores). La idea, por muy enrevesada que sea, se puede afinar aún más: cualquier sintagma es complemento en sí mismo o es complemento de otro complemento. Por último: los sintagmas mayores, o complementos, pueden contener, a su vez, otros sintagmas menores que los complementan, por lo que hay dos tipos de sintagmas y dos tipos de complementos.Y ahora el ejemplo: si volvemos a la oración del marisco, la de Juan come marisco en su casa por la noche, y la reconvertimos en Juan come marisco en su casa de campo por la noche, el sintagma que hemos añadido (de campo) no sólo viene a indicar que ya no se trataría en absoluto de un pobre desdentado que trabaja de ocho de la tarde a ocho de la mañana pero que se escabulle para cenar en su casa; ahora tiene que tratarse de alguien que pueda costearse dos casas, porque el sintagma en su casa, que era

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complemento de lugar, ha sido a su vez complementado por otro sintagma “menor” (de campo, lo que convierte al otro en “mayor”). Hablando en plata: ese complemento de lugar ha sido a su vez complementado. El sintagma que nos ha servido de ejemplo es lo que se llama un complemento determinativo, consistente, como se ha visto, en añadir una complementación menor con preposición a otro complemento mayor. La gran misión que les tiene encomendada la Lengua es la de que sirvan para decir con sustantivos aquellos adjetivos que no recordamos o que no existen (casa de bonita factura ¿o bien facturada?). Y su uso es tan abundante que podría decirse que cada sustantivo tiene su complemento determinativo peculiar, como bien sabía (245) aquel kioskero cachondo al que se acercó uno tosiendo y apenas se le oía pronunciar: --Una qudkkkiehihk de pipas. Y el kiosquero le pregunta: --¿Una bolsa de qué?

o varios del mismo, lo que da pie a todas las interpretaciones que se quiera, como tenía costumbre hacer (246) aquel zapatero que atendía a uno que le entró en la zapatería y que olía fatal: --¿Tienen ustedes zapatos del 36? --Lo siento, caballero, pero de la guerra no nos queda nada.

o varios de la misma, pues hay personas a las que se les puede enrevesar a base de complementos de este tipo, tanto en las zapaterías como fuera de ellas, como bien demostró (247) aquel pueblerino que llegó a la capital y quería llevarse de vuelta al pueblo unos zapatos para regalárselos a su madre: --¿Para su madre dice que los quiere? Dígame entonces qué número es su madre. --¡Qué número va a ser, si madre no hay nada más que una! --Me refiero, como usted comprenderá, me refiero a los zapatos, que qué número de zapatos tiene su madre. --Pues tendrá por lo menos 12 pares, es que le gustan mucho, por eso quiero regalarle yo unos. El zapatero saltó ya: --¡Me refiero al número de pies! ¡Que qué número de pies tiene! --¡Pues dos! ¿Cuántos cree usted que puede tener la pobre! ¡Pues dos!

Pero no siempre es el complemento determinativo el importante en lo que se dice del sustantivo anterior: a veces tiene mucho mayor interés el

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propio sustantivo anterior, el sustantivo complementado, como bien conocían ya (248) aquellos dos indigentes que estaban en otra de las indigestas conversaciones que mantenían para acallar el hambre: --Ayer me dieron otra vez ganas de gambas. --¿Y cuándo has comido tú gambas, si se puede saber? --No, si lo que quiero decir es que me dieron ganas, solamente ganas.

aunque hay quien ni por esas se espabila, como aconteció a (249) aquel vendimiador que volvía a su casa con una bolsa en cuyo exterior se apreciaban unos bultos pequeños que indicaban que su contenido estaba prieto y turgente y, al cruzarse con el tonto del pueblo, le quiso ofrecer un aperitivo: --Si me adivinas lo que llevo en esta bolsa, te doy un racimo para que te lo zampes. El muchacho se quedó mirando la bolsa un momento y saltó: --¡Croquetas!

La aposición es otro complemento menor del mismo valor que el anterior pero del que se diferencia en que no lleva preposición: se une al sustantivo precedente o bien directamente o bien mediante una coma, como si estuviera pegado a él. Para no confundirla con las series de cosas unidas o yuxtapuestas mediante comas, ha de comprobarse que la aposición repite algo del sustantivo anterior, pero no añade otra cosa distinta, como sí confundió (250) aquel visitante de un cementerio, que se detuvo con su señora ante un epitafio y se puso a leerlo en voz alta: --Mira lo que pone aquí, Josefa: Aquí yace una persona honorable, un ser maravilloso, un dechado de virtudes y un ejemplo de honorabilidad. ¿Has visto? ¡¡A cuatro han metido en esta tumba!!

Un caso muy especial de aposiciones es el vocativo, que consiste en una aposición del pronombre personal que haya aparecido en la oración, a veces elíptico, lo que obliga a explicitarlo: así, si alguien dice Pásame la mantequilla, José, la oración en realidad es la siguiente: Pásame tú, José, la mantequilla, donde se aprecia que José es aposición del pronombre personal ahora sí expresado tú. Pero, aunque es lo más frecuente, no siempre tiene que ser un nombre propio el vocativo, ya que hay diversas fórmulas para sustituirlo, como la que ingenió (251) aquel marido que tenía un invitado a comer y, durante el transcurso de la comida, no paraba de decir a su señora frases como Pásame la salsa, cariño, o ¡Qué buenas has cocinado las patatas hoy, tesoro mío!, y lindezas así. En la

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sobremesa, el invitado aprovechó un momento en que se quedó a solas con él y le dijo: --Estoy realmente impresionado por el modo tan dulce con que tratas a tu mujer. --No es tanto como crees, amigo: ¡es que hace ya años que me olvidé de cómo se llama!

aunque hay ciertas ocasiones en que se puede no estar en condiciones de apreciar ni el nombre ni el sexo siquiera del vocativo interlocutor, como ocurría a (252) aquel paciente cegato total, y soberbio además, que acudió al oculista. El facultativo le colocó el asiento, el cuerpo y hasta la cara en la correcta dirección del famoso cartel colocado en la pared con diversas letras para graduar la visión. --¿Puede usted decirme cuál es la primera letra que hay en el cartel? –le dijo el médico en cuanto lo tuvo preparado. --¡¡Por supuesto que puedo, señora!!

El sujeto El sujeto es el ente que realiza las acciones que indica el verbo, pero, como dijimos, no es necesaria su explicitación en la oración dado que en la desinencia del verbo aparece ya qué persona realiza la acción (comerán es una acción que harán, en la realidad, quienesquiera que sean, pero es seguro que no serán ni yo, ni tú, ni él solo, ni ella sola, ni nosotros, ni vosotros: serán ellos o ellas; por lo tanto, ese es el sujeto de comerán, que ya lo decía sin necesidad de decirlo). Será, por tanto, la propia realidad la que evidencie en cada momento cuál es el sujeto concreto de cada cosa que ocurra, aparte de que, en la inmensa mayoría de las ocasiones, la identidad del sujeto es de cajón, o de caja, como comprobó (253) aquel forastero que había acudido al pueblo de al lado a negociar un asunto y, a la vista de un entierro, se acercó al gentío y preguntó a uno al azar: --Perdone, ¿sabe usted quién es el muerto? --No estoy muy seguro, pero me parece que es el que va dentro de la caja.

Como también dijimos, la identidad del sujeto no tiene apenas importancia ni en la oración ni en multitud de ocasiones que ofrece la vida pues se convierte en un pequeño detalle de nulo interés, como se le dijo bien claro a

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(254) aquel solterón que se convirtió en rico heredero tras la muerte de su padre y recibió la propuesta de matrimonio de una mujer escultural. Pero no se fiaba. --¿De verdad que no me amas sólo porque mi padre me dejó una fortuna? --Por supuesto, cariño. ¡A mí me importa muy poco que fuera tu padre quien te la dejó!

No obstante lo dicho, a veces sí puede tener importancia capital la concreción y explicitación del sujeto sobre todo si se encuentre pronunciado entre dos verbos y no se ha sabido entonar correctamente la pausa o coma correspondientes que eliminarían la ambigüedad, como se ve en (255) aquella frase tan conocida que dice: SI EL HOMBRE SUPIERA REALMENTE EL VALOR QUE TIENE LA MUJER ANDARÍA A CUATRO PATAS EN SU BÚSQUEDA.

Colocados en el caso más usual, el del sujeto presente en una oración con verbo y complementos y todo lo necesario, al sujeto le corresponde la función de expresar quién o qué hace lo que dice el verbo, y no puede ser de otra manera, como bien le fue demostrado a (256) aquel señor que le dijo a un compañero con el que compartía asiento en el parque: --¿Sabías tú que el pan no engorda? --¡¡Hombre, pues claro!! El que engorda es el que se lo come.

aunque hay ciertos sujetos (en el doble sentido de la palabra) que no saben ni qué acciones realizan ni de día ni de noche, como se manifestó en (257) aquella pareja que estaba durmiendo y, a medianoche, dio la mujer un chillido incorporándose: --¡¡Mi marido, mi marido!! El hombre pegó un salto de la cama y en un santiamén se encontró a cien metros de la casa. Cuando se dio cuenta de la situación que estaba viviendo, cayó en la cuenta: --¡¡Andá!!¡¡Pero si el marido soy yo!! (258)

y otros sujetos (también en el doble sentido) que no están dispuestos a hacer su fun ción de ninguna de las maneras, como sucedió también en aquel otro matrimonio que se llegó al psicólogo tras 20 años de casados. La mujer contó al médico todas y cada una de las causas por las que habían acudido, las cuales resumió el facultativo cuando ella acabó de quejarse: --En resumidas cuentas, poca atención, falta de intimidad, vacío, soledad, no sentirse amada, no sentirse deseada,...

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--Así es, doctor. --Pues eso tiene fácil remedio –dijo el psicólogo levantándose de su asiento y haciendo que la señora se levantara también. Sin decir nada más, cogió a la mujer por la cintura, la estrechó fuertemente contra su pecho, y le dio un beso apasionado de cinco minutos. Entonces la sentó nuevamente y él hizo lo propio, quedándose fijo en cómo el marido lo seguía mirando con una ceja más alta que la otra. --Bien –le dijo al marido-. Esta es la solución, pues eso es lo que su esposa necesita tres veces a la semana. ¿Está usted dispuesto a hacerlo? El marido se quedó pensando un momento y dijo: --Los lunes y los miércoles sí puedo traerla a esta hora. Pero los viernes, lo siento, tengo fútbol con los amigos.

Si dejamos ya el contenido y nos fijamos en la forma de presentación de los sujetos, el más utilizado de todos es precisamente el elíptico, lo que permite a los hablantes salir de situaciones comprometidas sin mayor problema, como consiguió (259) aquel amigo de un hombre casado al que le fue mostrada la foto de la mujer del otro y en la que podía apreciarse a la señora junto a una lancha. --¿Qué te parece? ¿Verdad que es una preciosidad? --Pues sí... ¿Y qué velocidad alcanza?

Otro modo de presentación de los sujetos es el de la impersonalidad, preferentemente utilizado para las acciones meteorológicas, como llover y cosas así, e incluso más elevadas, como las relacionadas con los astros y la fortuna de las personas, como sucedió a (260) aquel marido que salió como loco al balcón de su casa y gritó a su mujer, que estaba con unas amigas en el parque de enfrente: --¡¡María, María, que me ha tocado la lotería! La mujer saltó como loca de contenta, cruzó entre las amigas, se saltó un banco del parque, y cruzó la calle tan alocada que un camión la arrolló y quedó tendida en el suelo, muerta. El marido no dada crédito a lo que veía: --¡Vaya, vaya, vaya! La verdad es que, cuando uno está de suerte, está de suerte.

Cuando la oración se pronominaliza (es decir, se le añade al sujeto un pronombre junto al verbo, como en Yo me levanto, Se fueron, etc.) el pronombre disloca al sujeto y no se sabe ya a ciencia cierta quién es quién realiza lo que dice el verbo, como le fue evidenciado a (261) aquella esposa que, llorando, le decía entre sollozos a su esposo borracho:

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--¡Qué vida tan desgraciada llevo contigo! Tú sí tienes dinero para comprarte vino, y cerveza, y todo lo que te da la gana, y en cambio a mí nunca me has comprado ni un vestido! --¿Un vestido? ¿Y desde cuándo vendes tú ropa?

La zona oracional de los “directos” Para comprender bien la oración en castellano, es muy conveniente dividir la oración tipo en una especie de “zonas” que ayudan enormemente a deslindar cuáles son sus componentes. De la zona de los sujetos ya hemos terminado de hablar en el epígrafe anterior. De la zona de los verbos, aunque ya los estudiamos en la Morfología, podríamos añadir aquí en la Sintaxis que hay dos tipos: los normales y los copulativos. Olvidado, pues, el verbo, en el predicado quedan todavía dos zonas: la de los directos y la de los circunstanciales. En la zona de directos los complementos funcionan de tal modo que cada verbo castellano puede llevar acompañándolo un complemento o varios y siguen taxativamente esta norma: si lleva uno solo, es un directo; y si lleva dos, o son los dos directos –directo y suplemento a la vez- o uno es directo – directo o suplemento- y el otro indirecto. Tan cierto es esto que el indirecto no puede aparecer si no hay algún directo también, y por ello se llama, precisamente, indirecto. Vayamos a los ejemplos y, para aclararnos aún mejor, utilizaremos ya sus respectivos símbolos: en Juan da no hay más que sujeto (Suj); en Juan da comida hay ya un directo (CD); en Juan da comida a su perro hay un directo (CD) y un indirecto (CI); en Juan da de su comida a su perro hay un suplemento (Supl) y un indirecto (CI); y en Juan da de su comida unos bocados a su perro hay dos directos [un directo (CD: unos bocados) y un suplemento (Supl: de su comida)] y un indirecto (CI); y, por aplicar el caso a un verbo copulativo, en Juan es un tragón el “directo” se convierte en un atributo (Atribo), que puede llevar, lógicamente, indirecto (CI) en Juan es un tragón para su madre. Aclarado, por tanto, que el indirecto y el directo son uña y carne (no hay uña sin carne, pero sí carne sin uña) sólo existirá indirecto si se comprueba la existencia del directo, como bien clarito lo tenía (262) aquel borrachín que, harto de dar porrazos en la puerta para que le abriera la mujer y no hallar respuesta, se las ingenió esperando un prudente rato en silencio y volviendo a llamar, lo que tuvo su efecto, ya que abrió la ventana la mujer. --Aquí le traigo este ramo de rosas a la mujer más hermosa de la Tierra. La mujer bajó incluso contenta las escaleras, pero se llevó un chasco al ver que su marido no llevaba nada en las manos. --¡¿Dónde está el ramo de rosas?! –le recriminó.

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--¿Y dónde está la mujer más hermosa de la Tierra?

Cuando desaparece el directo, hay que tener mucho cuidado pues se producen oraciones realmente complicadas si se olvida lo que acabamos de decir tan claramente: en efecto, en frases como Me gusta la película, el me es CI, y la película el Suj, pero el directo (CD o Supl, da igual aquí) tiene que aparecer por algún sitio escondido para que el me pueda ser indirecto, fenómeno que todos los gramáticos andan desentrañando, aunque sólo ha sido encontrado en la Gramática gráfica al juampedrino modo. Eso de que desaparezca el CD no tiene todavía mucho que ver con el caso que contamos a continuación, ya que lo que se produjo aquí en realidad fue una reconversión de un directo en otro aún más directo; esa es la explicación de lo que realmente sucedió a (263) aquella niña que llegó a su casa y le dijo tan contenta a su mamita: --¡Mami, mami, mira qué euro me ha dado Tomasín sólo por alcanzarle un globo que se le había escapado y enganchado en la rama de un árbol! ¡Me he subido en la escalera y se lo he cogido! ¡Así de fácil! --¡Porque eres tonta, hija mía! ¿No has visto que lo que quería Tomasín era verte las bragas, so tonta? ¡A ver si aprendes para la próxima! La próxima llegó al día siguiente: -- ¡Mami, mami! ¡Hoy también me ha dado un euro! ¡Pero el muy tonto no me ha visto las bragas! La madre le dio un beso agradecida y le hizo un arrumaco: --¿Y cómo se las ha ingeniado mi chiquitina para que no se las vea? ¿Eh? --¡Pues que me las he quitado!

pero hay ocasiones en que los directos están tan intrínsecamente metidos en el verbo (abrazar es dar abrazos, comer es comer comida, etc., es decir, verbos tautológicos), que la “directez” del complemento se complica enormemente . Así, en Abrazó a Juan, a Juan es CD, pero en Dio un abrazo a Juan, a Juan es CI, aunque bastante más complicado lo tenía (264) aquel pobre accidentado que tuvo un percance con el coche cuando iba su sobrino con él. Al recobrar la consciencia al cabo de tres días, preguntó al médico por su sobrino, evidentemente. El médico, precavido, le dio una respuesta un poco eufemística: --Lo siento, caballero, pero ya no va a poder abrazar a su sobrino como lo hacía antes. El enfermo echó un par de lágrimas: --¿Ha muerto? --No, no, qué va. --¿Entonces? El médico se tragó el nudo y se lo dijo: --¡Pues que hemos tenido que cortarle a usted un brazo!

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El complemento directo El famoso complemento directo, u objeto directo, o aditamento, o comoquiera que se le llame en los libros gramaticales, el CD de toda la vida (aunque ahora hay cedés bastante más modernos), responde siempre a la pregunta del qué, muy distinta de la referida al CI, a quién. Para diferenciarlo, por lo tanto, hemos de tener siempre muy claro ese qué, y no andar en esa confusión en que se hallaba (265) aquel matrimonio que discutía acaloradamente: --¡Es que tú nunca me has comprado nada! –le decía la mujer. --¿Y es que tú nunca me has dicho que vendieras algo!-le decía el hombre.

Algún maridito, no obstante, sí tiene bien claro ese qué, como bien sabía (266) aquel borrachín al que se le enfrentó la mujer un día recriminándole su afición al vino peleón: --¿Qué le echaría yo al vino para que lo aborrecieras de una vez por todas para toda tu vida? --¡Pues si quieres puedes echarle unos melocotoncillos!!

La esencia de un complemento directo está en el verbo que lo produce, por lo que verbos cargados de muchísima significación (como clavar, por ejemplo, que sólo puede tener como CD un clavo) no tienen ni punto de comparación con los verbos comodines como tener, poseer, hacer, etc. para los que cualquier cosa puede servirles de complementación directa, lo que puede llevar a grandes chascos si se confunde uno de directo, como le ocurrió a (267) aquel estudiante que, tras una juerga, le preguntó a otro amigo estudiante que, ya que pasaban por la puerta del piso que el otro tenía alquilado, si no tenía inconveniente en dejarlo dormir allí. --¡Por supuesto que no! –le dijo el amigo-. ¡Pero tienes que hacer la cama! --No te preocupes –le dijo el invitado tan contento y deseando entrar en la casa para caer rendido y dormir a pierna suelta. Cuando se vio dentro del piso, el inquilino le dio unas maderas, un martillo, unos clavos y una tabla. --¡Pues venga! Tal y como te dije, tienes que hacer la cama.

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Verbos como los indicados pueden llegar a tener tal cantidad de complementos directos posibles que puede dar la impresión de catástrofe a quien se pare a pensar en ellos, como bien comprobó (268) aquel marido que llegó, como usualmente hacía, del trabajo a las 7 de la tarde con idea de toparse con su mujer recibiéndolo a la puerta de la casa y preguntándose recíprocamente qué habían hecho durante el día. Pero, al abrir la puerta no sólo no estaba su mujer sino que se encontró un desorden inmenso: los juguetes en medio de las escaleras, una lámpara de mesa por el suelo, dos cajones fuera de su armarito y desparramados por el suelo, dos balones sobre el sofá, la televisión vuelta del revés, los platos sin fregar, un montón de ropa por el suelo del cuarto de aseo,... Por doquier que recorría la casa no veía más que desastre sobre desastre y su preocupación llegó al sofoco cuando percibió también que su mujer no estaba por ningún lado dentro de la casa, ya que no había caído en que estaba en el jardín tumbada en una hamaca y como recién despierta de una siestecita. --¡Estaba ya totalmente asustado! ¿Qué es lo que ha pasado aquí hoy? --Pues nada. Absolutamente nada. ¿No recuerdas que todos los días, al mismo llegar, me preguntas “¿Y qué has hecho en todo el día?”. ¿Lo recuerdas? --Sí, sí. --¡¡Pues hoy no he hecho nada!!

En ciertas ocasiones y en ciertos ambientes, el complemento directo más usual puede verse desplazado por otro aún más directo, de modo semejante a cuando se coge un taxi porque no se ha podido coger el autobús. Pero ello puede desembocar en situaciones rocambolescas, como la sufrida por (269) aquel nuevo cliente de un restaurante que esperó sentado a la mesa hasta que llegó el camarero. --¿Qué va a pedir usted? --Pues voy a pedir un filete y, de postre, un flan. --Lo siento, caballero, pero en este restaurante tenemos la costumbre de que lo primero que se pide es una sopa. --Pues yo no quiero sopa. --Da igual, pero tiene que pedirla. --Pues ya le digo: que no quiero sopa y punto. --Y yo le digo que en este restaurante la costumbre es pedir una sopa al principio, y ya está, no tiene que tomársela, sólo pedirla. --¡Ah, sólo pedirla! ¡Pues entonces, pido una sopa! ¡No lo había entendido! --Pues lo siento, caballero, hoy no nos queda sopa.

Como dijimos, en la oración puede haber un directo o dos, más un indirecto, y en esa excepción del doble directo nos referíamos a que uno de ellos sería un directo y el otro un suplemento. Ello es así porque es imposible la existencia de dos directos de la misma índole a la vez, ya que eso obligaría

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a que se yuxtapusieran o a que se coordinaran o a que se subordinara el uno al otro o algo así, aunque hay seres especiales que podrían con esa doblez, como ocurrió a (270) aquel esqueleto que entró en un bar y pidió al mismo tiempo una caña y una fregona.

El complemento directo puede ser confundido con otros ya que la ausencia de una preposición, o la presencia de otra, o la colocación antepuesta, o cualquier otro rasgo de esa índole, pueden producir la temida ambigüedad sintáctica que provoca, como siempre, la confusión mental. Una mera preposición puede provocar, por ejemplo, con su ausencia o su presencia, que un complemento sea directo o circunstancial: eso mismo fue lo ocurrido a (271) aquella pareja de policías que iban persiguiendo a un ladrón y lo perdieron de vista cuando doblaron la esquina de una calle. Le preguntaron al primero que pasó por allí: --¿No ha visto usted a alguien doblar esta esquina? --Pues,... si les digo la verdad, no. Yo llevo pasando por aquí a diario desde que me mudé a aquella casa, y desde que yo la conozco, la esquina ya estaba doblada.

El CD podría ser incluso confundido con un complemento circunstancial de cantidad si la situación anímica del hablante está in crescendo, como ocurrió a (272) aquella niña que, en una excursión a un parque temático de terror, se quedó un poco retrasada y, al verla sola, se le acercó el que hacía de Drácula. --¿Te doy miedo, criatura? –intentó congraciarse el actor antes de que se le espantara la cría. --¡No hace falta que me dé, señor! ¡Ya tengo bastante!

El complemento indirecto El complemento indirecto es aquel ente que recibe los beneficios o daños que se han dicho en el directo y, si se menciona en la oración, es porque el hablante quiere expresarlo expresamente, valga la redundancia. Ello será cierto siempre y cuando no existan ni artimañas ni truculencias por parte del hablante, como intentaba

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(273) aquella niña que se acercó corriendo a las cinco de la tarde a su padre, que dormía la siesta placenteramente en el salón de la casa. --¿Qué tan importante quieres ahora, María? --¡Papá, papá, dame rápido un euro, que es para dárselo a un pobre! --¿A un pobre? ¿Qué pobre? --Uno que está gritando en la calle y lo he oído desde mi ventana. --¿Gritando? ¿Y qué le pasa? ¿Qué grita? --¡¡Ricoooo heladooo de fresaaaa a un euroooo!!

El indirecto puede ser un complemento con mala pata pues al hallarse en la oración en una zona no demasiado directa, las flechas hacia él dirigidas pueden errar más de lo conveniente y producir piciazos como el que le sucedió a (274) aquel médico que tuvo la visita de una monja aquejada de un hipo que la tenía trastornada desde hacía ya varias semanas. Tras observarla con detenimiento, le diagnosticó: --Lo que le ocurre, hermana, es que está usted embarazada. La monja se fue, pero al día siguiente recibió la visita de la madre superiora del convento, presentándole sus quejas: --¡Pero cómo pudo ser usted tan insensato de decirle a la hermana que estaba embarazada! ¿A quién se le ocurre dar un susto sin saber a quién? El doctor se excusó, sin comprender: --¡Pero, madre, si sólo se lo dije para darle el susto ese que quita los hipos! --¡Pues la ha aviado! La hermana sigue con el hipo de siempre, pero a quien le ha dado el susto ha sido al arzobispo, que se ha tirado esta mañana por el campanario del convento!

Una vez que el hablante ha emitido un complemento directo, su consciencia del indirecto que tiene que venir a continuación es plena, como si la Lengua dispusiera de un mecanismo de aclaración que vaya desde el verbo, pasando por el directo y desembocando en el indirecto (el circunstancial es eso, una mera circunstancia). Si alguien tiene miedo, por ejemplo, lo que tiene (es decir, el CD) es lo de menos; lo importante es aquello que se lo produce, el CI. Y si Juan tiene miedo a su mujer, ya sabe Juan a qué mujer concreta se refiere, no a ninguna de las demás, como bien atestiguó ante (275) aquel contertulio que, en una conversación distendida, preguntó al de enfrente, a Juan precisamente: --Pero entonces,... ¿tú le tienes miedo a tu mujer? --¡Si te parece, le voy a tener a la tuya!

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De todos modos, si hay algún complemento que sea difícil de conocer ese es el indirecto, y sobre todo si hace muy poco tiempo que se ha tenido conocimiento de su existencia, como hubo de reprochar cierto marido a aquella esposa que no paraba de darle la vara quejándose del siguiente modo: --¡Hay que ver José, cómo eres de desapegado! Fíjate en el vecino ese nuevo que se ha mudado hace un mes al 5º: coge a su mujer, la saca a pasear, le da besos, la abraza, le echa piropos,... ¡Y tú nada de nada! ¿Por qué no haces tú eso? --¡¡Pues porque yo casi no conozco a esa señora!!

y cuando la cosa va entre desconocidos,... mal asunto, como quedó claro en (276) aquel restaurante al que se llegó a comer un cliente que captó rápidamente lo caros que eran los platos, por lo que se dirigió al camarero antes de pedir nada: --¿Aquí no hacen descuento a los colegas? --¡No sabía que usted fuera camarero, señor! --No. No soy camarero. ¡Soy ladrón!

El suplemento Los suplementos son aquellos complementos que siempre llevan preposición y que dependen de verbos como hablar de, tratar de, tratar sobre, depender de, etc., es decir, verbos “preposicionales”, como los del inglés, y aunque son muy reconocibles por ello, pueden prestarse a confusión con otros complementos, lo que provoca el chasco correspondiente al hablante, como ocurrió a (277) aquel zapatero que preguntó a un cliente antes de servirle: --¿Qué número calza usted de pie? --¡El mismo que sentado!

o le sucedió a (278) aquel nieto que se acercó al abuelo y le dijo: --Abuelito, ayer estuvimos en la casa de la condesa y me estuvieron hablando de usted. --Esa gente es que es muy educada, pero me extraña que le hablen de usted a un niño tan pequeño como tú.

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El atributo Dispone la Lengua de tres verbos que funcionan de modo semejante a los demás en lo de tener sujeto, directo, indirecto y circunstancial, pero su directo ha de ser un atributo, cuya existencia convierte a esos tres verbos en copulativos: se trata de ser, estar y parecer. Si les acompaña un sustantivo o adjetivo que concuerde con el sujeto, el atributo precisamente, pasan a funcionar como copulativos (El niño es bueno, La sopa está fría, Juan parece dolorido). Algunos atributos, no obstante, pueden referirse a varios sujetos a la vez, como descubrió (279) aquel invitado a una boda que, bien terminada ya la celebración y con una copa de más, sentado en una mesa junto a desconocidos, se puso a darle conversación a quien más cerca tenía: --Se habrá usted dado cuenta de que la novia es fea, fea, y horrible a más no poder. La otra persona se dio un giro y se quedó mirando fijamente a quien había dicho aquello. --¡No tiene usted vergüenza al ser capaz de decir eso de mi hija! El invitado se sintió corrido como nunca e intentó excusarse como pudo: --Perdóneme usted, perdóneme usted, pero no sabía en absoluto que fuera usted su padre. --¡No soy su padre, so sinvergüenza! ¡¡Soy su madre!!

Los atributos suelen estar expresados mediante un adjetivo que califica certeramente al sustantivo sujeto, cualidad que ha de ser inherente a ese sustantivo y concordante en número y persona con él, como correspondía perfectamente en (280) aquel niño que entró en la casa gritando al llegar del colegio: --Mamá, mamá, me ha dicho el maestro hoy que soy un despistado. --Vete ya a tu casa, nene –le dijo la señora.

Cuando son sustantivos, los atributos no precisan de esa concordancia, pero sí de la relación que se ha establecido entre el sujeto y el atributo, ya que esta no puede ir cambiando de la noche a la mañana, como bien recriminó (281) aquel angelito que estaba jugando con otro en el parque a hacerse preguntas: --Juanito, pregúntame si soy una jirafa. --¿Eres una jirafa? --Sí. Y ahora, pregúntame si soy un conejo. --¿Eres un conejo?

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--Tú eres tonto, Juanito: ¿No te he dicho hace un momento que soy una jirafa?

y precisan también de un mínimo de picardía para que no se vuelvan en contra del hablante, como certeramente adivinó (282) aquel dueño de la casa que, en la entrevista que hacía a quien iba a ser el futuro mayordomo, colocó entre ambos una caja de puros y le preguntó: --¿Le gustan a usted los puros? --¡Son mi debilidad, señor! --Bien: entonces los guardaré en la caja fuerte.

Los atributos son, en puridad, una mera adjetivación de los sustantivos sujetos, por lo que el uso del verbo copulativo entre ellos es a veces anecdótico, como evidenció (283) aquel forense algo torpón que, en un caso de asesinato que no tenía demasiado claro, le dijo al comisario: --Muerte natural. --¿Cómo que muerte natural? ¿Pero no ha visto usted las 18 puñaladas que tiene en el abdomen? --¡Pues por eso mismo! Con esas heridas es natural que haya muerto.

Estos verbos copulativos pueden dejar de funcionar como tales y hacerlo también como los otros (Todavía es de día, Estaré en tu casa a las tres, Parece tener dolores), y para ello lo único que tiene que ocurrir es que no esté el atributo, ¡pero el sujeto sí ha de estar, como reclamó (284) aquel hombre que llegó tarde a casa de madrugada en el pueblo y, tras tocar varias veces en la puerta, nadie bajaba a abrirle, pese a dar las voces convenientes: --¡María, María, abre, que soy José! Harto de esperar en la puerta, se acercó a una cabina de teléfonos y llamó: --Buenas noches, señora. ¿Sería usted tan amable de decirme si está José en casa? –preguntó cuando le cogió el teléfono la mujer. --No, no está en casa en este momento. --¡Pero cómo va a estar, señora! ¡Cómo va a estar, si no le abres la puerta!

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Los complementos circunstanciales Los complementos circunstanciales son aquellos sintagmas que indican el lugar, el tiempo, el modo y la cantidad a los que se refieren el verbo y los demás complementos de la oración. Son, como su nombre indica, meras circunstancias que apenas sirven de nada a la oración, aunque puede presentarse el caso de que alguna circunstancia sea determinante para la situación creada, como podemos ejemplificar respecto al lugar contando lo sucedido a (285) aquella joven muy liberada que entró en un bar completamente desnuda y le dijo al camarero que le pusiera una caña. El camarero se quedó mirándola y mirándola sin servirla hasta que la muchacha saltó: --¿Qué le pasa? ¿Es que nunca ha visto una mujer desnuda? --No es eso, no es eso: es que me estoy preguntando que de dónde va a sacar usted el dinero para pagar la caña.

e incluso en alguna ocasión hasta el mismo sujeto, que apenas tiene interés en la oración, como dijimos, puede ser el determinante para que alguna circunstancia cobre valor distinto al usual, como ocurrió a (286) aquel marido que llegó a la estación de tren y se acercó a la ventanilla. --Déme usted un billete de ida. --Tiene usted que decirme adónde va. El hombre se quedó mirando fijamente a la que lo atendía y casi le gritó: --¡Pues sí, hombre, me voy de mi casa sin decirle a mi mujer a dónde y se lo voy a contar a usted!

Las circunstancias no son únicamente las cuatro arriba indicadas, pues otras tales como la compañía, el instrumento, la finalidad, la consecuencia, la causa, etc., pueden aparecer en cualquier oración, e incluso cada una de ellas con múltiples formas, variantes y apreciaciones, como evidenció (287) aquel accidentado que llegó corriendo a urgencias dando trompicones y con el brazo izquierdo recogido sobre la espalda a modo de saco cargado: --Doctor, doctor, que me he roto el brazo por varios sitios. --¿Y cómo ha estado usted para venir cayéndose tantas veces?

Las cuatro circunstancias esenciales (lugar, tiempo, modo y cantidad) presentan sus equivalentes alusivos donde/dónde, cuando/cuándo, como/cómo y cuanto/cuánto, con tilde o sin ella según se trate de interrogativosexclamativos o relativos, distinción que no podía discernir muy bien (288)

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aquel ladrón al que cogieron otros ladrones y le torturaron para que les dijera dónde tenía escondido lo robado: lo ataron de los pies, lo colgaron de una viga con una carrucha y lo iban bajando de vez en cuando para que metiera la cabeza dentro de un tonel lleno de agua. Cada vez que lo sacaban, le hacían la misma pregunta: --¿Dónde está escondido el dinero? ¡Dinos dónde está! --¡Pues haced el favor de buscar ya otro que sirva de buzo porque yo, por más que miro, no lo encuentro ahí en el tonel!

Las circunstancias de lugar Las circunstancias de lugar sirven en la Lengua para aclarar entre hablante e interlocutor el sitio, espacio o lugar en que se encuentra una cosa, algo que habría de tener solución inmediata una vez expresada la circunstancia, pero puede ocurrir que la búsqueda se convierta en imposible, como sucedió a (289) aquel conductor que fue detenido por la policía de tráfico: --¡A ver! ¿Dónde está su carnet de conducir? --¡No me vaya usted a decir, agente, que me lo han perdido! ¡Por Dios santo, que me lo recogieron ustedes mismos esta misma semana un par de kilómetros más allá!

Circunstancias de este tipo son, como se ha visto en algún ejemplo anterior, las más aparatosas en la vida real, pero aún más lo son cuando se refieren al tránsito de este mundo al otro, como tuvo lugar en (290) aquel hospital en que un celador llevaba pasillo adelante a un paciente en muy mal estado, quejándose, palidísimo y con el rostro desencajado por el dolor: --¡¡Lléveme usted a urgencias, por favor, lléveme a urgencias!! --Lo siento, señor, pero el médico me ha dicho que lo lleve ya a la morgue y allí que vamos a ir.

A ese lugar, no obstante, es a donde todos tarde o temprano llegamos, pero hay quienes se empeñan en enviar a sus intelocutores cuanto antes mejor, como se decía a menudo en (291) aquel matrimonio que casi siempre estaba de pelea y solían chillarse de este modo: --¡Pues te me largas ahora mismo de esta casa con tu mamá! --¿Se te olvida que mi madre ya se murió? --¡No, no se me olvidaba! ¡Por eso te lo dije!

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Las circunstancias de tiempo El tiempo, que también suele acabar en ese otro lugar que decimos, puede ser una circunstancia tan instantánea que apenas dé tiempo de ser apuntada en los anales de esta vida, como sucedió a (292) aquel hombre que llegó al cielo y en la entrada lo detuvo San Pedro para ver hacia dónde lo dirigía, si al cielo, al infierno o al purgatorio. --La verdad es que me tiene usted hecho un lío, porque ni ha sido demasiado bueno ni demasiado malo, ni ha hecho cosas extraordinarias que le hagan... --¿Que no he hecho yo cosas extraordinarias, San Pedro? ¿Y lo de los motoristas? ¿Es que eso no me cuenta? --¿Lo de los motoristas? ¿Eso qué es? --¡Pues que iba yo por la carretera y veo que hay un grupo de motoristas dándole una paliza a un pobrecito, aparqué el coche como pude, me dirigí hacia ellos y les fui dando empujones hasta que me puse delante de todos! ¡Y les dije entonces que o lo soltaban al otro o...! San Pedro alucinaba con lo que le contaba: --¿Y cuándo ha pasado eso, que no me he enterado yo? --¡Pues hace cosa de un par de minutos!

De cualquier modo, hay quien sabe vivir esta vida repartiendo bien los tiempos de modo que la longevidad le sea perdurable y feliz, como evidenciaba (293) aquel marido que se enorgullecía ante sus amigos de lo bien que le iba en su matrimonio: --El secreto de nuestro larguísimo matrimonio, que va ya para los 40 años, está en que dos días de cada semana reservamos un restaurante por la noche, con su luz de velas, su buena cena, su música suave, su baile, su reservado, e incluso hacemos el amor. Yo lo tengo reservado para los jueves y ella para los viernes.

Las circunstancias de modo Las circunstancias de modo tienen como pregunta genérica el cómo indagador que pretende descubrir, en la mayoría de los casos, lo escondido en la salud de las personas, sobre todo cuando se va viendo ya cercano el fin de

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las circunstancias de tiempo antedichas, como llegó a comprender y aceptar con toda su crudeza (294) aquel anciano que, tras ser auscultado, se quedó mirando la cara de preocupación que acababa de poner el médico: --Entonces, doctor, ¿cómo me encuentra? --Tiene usted el hígado destrozado, los pulmones ya no le sirven, artritis hasta los tuétanos. ¡Y una buena taquicardia! El hombre se salió de la consulta totalmente acongojado y en la misma puerta vio pasar un coche fúnebre. Le levantó la mano y gritó: --¡Taxi!

aunque hay otros que ni se enteran ni se darán por enterados en esta vida, como le ocurriría por los siglos de los siglos a (295) aquel otro paciente que se llegó al doctor al día siguiente de su última visita: --Doctor: ¿podría usted decirme cómo sé yo si estoy perdiendo la memoria? --¡Que eso ya se lo dije ayer, buen hombre!

También son los tribunales lugares escogidos donde la indagación adquiere tintes esperpénticos, como sufrió (296) aquel granjero que demandó a una empresa de autobuses por las lesiones que había sufrido en un accidente. Durante el juicio, el abogado contrario le preguntó: --¿No es cierto que usted le dijo al policía que llegó a atenderlo que usted estaba perfectamente? --Sí, sí. No lo niego. Pero déjeme explicarle que... --Repítame si no es cierto que usted le dijo al policía que llegó a atenderlo que usted estaba perfectamente. --Sí, pero lo que ocurrió fue que... El abogado no lo dejaba continuar: --No le pido detalles, sino que me diga únicamente si es cierto que usted le dijo al policía taxativamente que “Me encuentro perfectamente”. El juez ordenó callar al abogado y le dio permiso al granjero para que se explicara: --Lo que pasó fue que yo iba con mi yegua y asomó el autobús y nos arrolló a los dos. Yo me quedé paralizado por el golpe, pero escuchaba a mi yegua dando alaridos de dolor. Unos minutos después llegaron los policías y uno de ellos vio cómo estaba la yegua, sacó su pistola y le dio un tiro entre los ojos. Y a continuación se acercó a mí y me dijo: “Su yegua estaba bastante mal y tuve que darle un tiro para que no sufriera. Usted, ¿como se encuentra?” Y entonces, señor juez, fue cuando yo le dije “Me encuentro perfectamente”.

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Otras circunstancias Muchas otras circunstancias pueden expresarse con los complementos circunstanciales, excepto las de afirmación, negación y duda, que son adverbios pero no circunstancias. Las que sí lo son, como la cantidad, se convierten en eso cuando los indefinidos de cantidad los dejan, porque si se dice Come mucho pan, entonces mucho está como determinante en un CD, pero si se dice Come mucho, entonces se ha convertido en un adverbio de cantidad y es por tanto CCC. Aunque hay quien lo que se plantea no es lo que come sino lo que le cuesta, como aseguraba (297) aquel preso que se quejaba en una cárcel: --La verdad es que me tienen confundido con lo que han hecho conmigo: me meten en la cárcel por robar una barra de pan para comer, y ahora me lo dan gratis aquí todos los días.

De las demás circunstancias, como las de instrumento, compañía, etc., algunas sólo tienen cabida aquí y en la mente de algunos, como decía (298) aquel solterón de pueblo que se acercó al confesionario arrepentido por su último pecado: --Padre, me arrepiento de haberme acostado con una muda. --No te preocupes, hijo mío, que eso no pasa de pecado venial. ¡Lo que ya sí es grave es acostarse en pelotas!

y de otras como la condición, la finalidad, la causa,... se hablará básicamente cuando estudiemos las oraciones subordinadas, pero puede quedar aquí un botón de muestra causal como el acontecido a (299) aquel paciente que le dijo al doctor: --¿Por qué me dolerá a mí tanto el ojo derecho cuando tomo café? --¡A ver si va a ser por la cuchara! --¿Cómo por la cuchara! --¡Por la cuchara! ¡Que no la saca usted de la taza al beberse el café! --¡Pues ahora que caigo...!

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Las oraciones compuestas: las coordinadas El terreno en que entramos ahora mismo, el de la composición oracional, es sumamente resbaladizo porque si ya presenta problemas adivinar cómo son, o qué contienen, o cómo se denominan, etc., las oraciones simples –¡y eso que son simples!-, la cosa se enrevesa en cuanto aparece más de un verbo en la frase, o un nexo, o un alusivo. Porque (y aquí está el quid de la cuestión), en primer lugar: cada verbo da una oración, pero ¿no existen las perífrasis, que tienen dos verbos en uno?; en segundo lugar, los alusivos (interrogativos, exclamativos y relativos) son palabritas especiales de la Lengua que si están con un solo verbo lo complementan, pero si están con un verbo dependiente de otro les sirven de nexo de unión, pero no ya de forma compuesta sino de forma compleja; y en tercer lugar, cada nexo une dos oraciones, pero ¿qué ocurre cuando hay tres nexos distintos seguidos el uno del otro, y ambos del otro, como se aprecia en la respuesta que dio un alumno a (300) aquel profesor de Química que se quitó el reloj de pulsera y preguntó a sus alumnos en un ensayo: --¿Creen ustedes que si meto este reloj en esta sustancia se disolvería? --No –contestó tajantemente un alumno. --¿Y por qué? --¡Pues porque si se disolviera, usted no lo metería!

¿qué tipo de oraciones se han producido entonces? ¿Y cómo se demuestra eso? De todo ello tiene cumplida respuesta el lector en la Gramática gráfica al juampedrino modo, a donde remitimos pues aquí únicamente nos referiremos a la usual denominación que se les suele dar a las oraciones compuestas y complejas con el ánimo únicamente de ejemplificarlas del modo más jocoso posible ¡cuando ello sea posible! El primer gran grupo de oraciones compuestas lo conforman las coordinadas, que son aquellas que, de modo cuasimatemático, son puestas en contacto mediante un nexo conveniente para significar la unión de dos ideas que, para el hablante, son iguales entre sí, o distintas en el sentido de que la una significa una resta respecto a la otra, o su equiparación en igualdad, o su elección disyuntiva, o su división en partes iguales, etc. Así, en Juan estudia y trabaja, se produce la suma de dos ideas iguales, como si dijésemos 4+4 (copulativas); en Juan o estudia o trabaja, se produce una disyuntiva entre dos ideas iguales, como si dijésemos 4 ó 2+2 (disyuntivas); en Juan no estudia pero trabaja, se produce una restricción entre las dos ideas implicadas, como si dijésemos 4 – 2 (adversativas); en Juan no estudia, es decir, no va al colegio, se produce una explicación igualitaria de dos ideas semejantes, como si dijésemos 4 = 4 (explicativas); en Juan ora estudia, ora trabaja se produce una distribución de la totalidad, como si dijésemos 8 = 4+4

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(distributivas); en Juan estudia bastante, luego aprobará se produce unión inexacta de dos ideas aparentemente enlazables a modo consecuencia, como si dijésemos 4+3 = 8 (ilativas). Las copulativas son las más facilitas de aprender y asimilar ya únicamente suman ideas de modo muy simple, aunque en ocasiones hay ser bien astuto para sumarlas con la rapidez exigida, como le pasó a

una de que que

(301) aquel empleado que volvió de otro país tras un viaje y, hablando distendidamente con el jefe de la empresa al otro día, le confió: --No crea que vengo muy contento del viaje; en ese país no hay más que putas y futbolistas. --Tenga cuidado, Martínez, con lo que dice, porque mi mujer es natural de ese país. --¡Ah! ¿Sí? –dijo el empleado un poco cortado-. Y... y... ¿en qué equipo juega?

La disyuntiva en que pueden encontrarse a veces los hablantes puede provocar ofuscación o desasosiego, pero nunca cachondeo interior, única explicación posible a lo que pasaría por la mente de (302) aquel hombre que estaba limpiando un espejo grande y de repente se paró en seco y se puso a hablar: --¡O lo limpias tú o lo limpio yo!

aunque hay disyuntivas que, aun siendo tan íntimas como la anterior, o más aún, no han sido resueltas todavía por el género humano, como la planteada por (303) aquel que le dijo a un amigo: --Oye: ¿tú qué crees? Las mujeres, cuando hacen el sexo con nosotros,... ¿lo hacen por amor o por interés? --¡Mi mujer lo hace por amor! --¿Seguro? --¡Segurísimo! --¿Y por qué estás tan seguro de eso! --¡Pues porque lo que es interés no pone ninguno!

Ciertas disyuntivas planteadas al hablante dejan de serlo en cuanto este replantee la cuestión planteada y la reconvierta en una adversativa, como hizo (304) aquel marido que fue preguntado por su señora: --Cariño: si te tocara la lotería algún día, ¿me dejarías de querer? --No, no, qué va, pero te echaría mucho de menos.

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y así sucesivamente, pasando por las explicativas, las distributivas y las ilativas, en las que no nos entretendremos pues nos interesan sobremanera las siguientes.

Las oraciones compuestas subordinadas La subordinación es un concepto peliagudo consistente en que, lejos de co-ordinarse dos ideas (¡eso hacen las coordinadas!) se sub-ordinan esas dos ideas de modo tal que la una queda amarrada por la otra mediante el nexo conveniente. Eso de que una idea quede “amarrada” por otra es un concepto lingüístico novedosísimo pero de enorme rendimiento ya que viene a decir que una oración como Considero más importante ser digno que..., o Aquello era tan evidente que..., o Si me hubiera dado cuenta de que llovía, habría..., o Aun teniendo dinero,..., etc., oraciones que, como se habrá apreciado, han quedado truncadas en el sentido de que están incompletas, no han dicho prácticamente nada pues les falta algo para que la idea esté expresada en su totalidad. Si a ellas les unimos ahora, respectivamente, los fragmentos ...que cobrar una nómina manchada ...que todos lo aceptaron, ...habría cogido el paraguas, ...había días que no comía, se apreciará que dichos fragmentos están como “amarrados” a los otros de tal modo que ninguno de ellos tiene existencia independiente en nuestra Lengua, señal evidente de que están subordinados. De la subordinación existen seis tipos muy bien delimitados: la comparación, la consecuencia, la concesión, la condición, la causalidad y la finalidad (pero ni el lugar, ni el tiempo, ni el modo, ni la cantidad pueden ser añadidos aquí, ya que estas cuatro ideas, por tener adverbios propios, conforman un tipo de subordinación de segundo grado que preferimos desgajar de este primer grado de subordinación y dejar su estudio para la pregunta siguiente bajo la denominación de adverbiales, junto a las sustantivas y adjetivas, con las que conforman el grupo de las inordinadas complejas). De las subordinadas comparativas ya hicimos mención cuando estuvimos hablando del grado de los adjetivos, pues a los adjetivos es a los que más se les aplica en castellano la comparación, a veces hasta la exasperación y la estulticia, como pretendían (305) aquellas dos madres que hablaban en el mercado de sus respectivos hijos la una a la otra: --¡Qué va! ¡Mi hijo es muchísimo más tonto que el tuyo! --¡Qué barbaridad! ¿Más tonto que el mío? Ni pensarlo, porque el mío es el más tonto de la vecindad!

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--Vamos a hacer una prueba. Ven, Pablito, que te voy a dar un recado: ve a la casa ahora mismo y me buscas por allí a ver si estoy. El niño salió rápido corriendo en dirección a su casa. --Pues ahora verás el mío: ven Josito, toma estos cinco euros y vas y compras una televisión en color y la llevas a la casa. Salió también corriendo y a medio camino se topó con el otro que se había dado la vuelta, y se puso de conversación con él: --Mi madre es tonta: me ha dicho que vaya a ver si está en la casa y ni siquiera me ha dado la llave y he tenido que volver a que me la dé. --Pues venga, te acompaño yo también, porque todavía más tonta es mi madre: me ha dado estos cinco euros para que compre una televisión en color y ni siquiera me ha dicho de qué color la quiere.

Las consecutivas presentan una estructura muy semejante a las comparativas, pero se diferencian de ellas en que en la oración principal se ha de llevar siempre la cosa al extremo para que así la consecuencia tenga lugar; y, de hecho, infinitud de cosas pueden llegar a su punto extremo que precise de solución inmediata, como solucionó (306) aquel transeúnte regordete que fue atracado por tres veces por el mismo ladronzuelo y con la misma arma, consistente esta en unos alicates que aplicaba a la panza del atracado y lo retorcía hasta que conseguía que le dieran el dinero. En la tercera ocasión, una vez que ya le había entregado la cartera, el ladrón aflojó el retortijón y empezó a alejarse, pero el regordete lo llamó antes de que desapareciera y le enseñó un billete de 20 euros, que el otro volvió de momento a recoger. --Mira –le dijo-: con esos alicates me haces tanto daño que prefiero mil veces que te compres una pistola.

Las condicionales son oraciones muy fáciles de expresar por el hablante cuando ya los hechos que las provocan han tenido lugar, pero lo difícil está en el concreto momento vivido, como el sucedido a (307) aquel solterón que se puso a contar un día en la plaza del pueblo lo que le había pasado en la era que tenía de su propiedad lindando a la carretera: que se había encontrado un día con que al llegar allí en plena hora de la siesta se había encontrado un coche aparcado en su tierra y una rubia despampanante tumbada a la sombra sobre la paja como sesteando. Y que la mujer, al verse descubierta en sitio ajeno, le ofreció en pago a su hospitalidad que eligiera entre el coche o las ropas que llevaba puestas la mujer. Mientras lo contaba, algunos del lugar abrían los ojos y los oídos como nunca lo habían hecho antes, ansiosos de oír lo que les iba a contar aquel solterón respecto a una ocasión que no se le iba a presentar otra vez en la vida. --¿Y tú qué escogiste? –preguntó uno ansioso viendo que el otro retardaba la respuesta. --¡Pues yo cogí el coche!

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Los paisanos dieron todos un grito de decepción y desaprobación que continuó con unos cuantos insultos, hasta que uno acalló a los demás: --¡Pues yo creo que hizo bien! –gritó. Todas las miradas se volveron hacia el que acababa de hablar. --¡¡Pues claro!! –siguió-. ¿Para qué quería él la ropa, si no tiene hermanas?

Las concesivas presentan semejanza con las coordinadas adversativas, incluso comparten el nexo aunque, pero se nota a la legua cuándo el hablante ha pretendido expresar esa concesión, como demuestra la conversación mantenida por (308) aquella pareja que paseaba por un puente muy alto bajo el que discurrían aguas muy turbulentas. La mujer preguntó: --Cariño, si saltara a esas aguas tan peligrosas ¿tú me salvarías? --¿Y tú, saltarías aunque te dijera que “sí”?

Las causales indican siempre la causa, eso es evidente, pero ya no está tan claro qué causa es la causa de lo causado, porque las causas pueden caer del cielo tan espesas como el agua, como creía (309) aquella señora que le dijo al marido por la tarde al verlo arrellanado en el sofá: --¿Hoy no riegas el jardín? --No, porque está lloviendo. --¡Pues coge el paraguas!

Las finales indican, también es obvio, el fin, pero tenemos el mismo problema anterior, que el fin pretendido pretenda otros fines intermedios, como pretendía (310) aquel doctor que atendió en la consulta a dos mujeres que entraron y se sentaron frente a él, la una joven y la otra vieja: --A ver: desvístase usted para ir reconociéndola. --¡Mire, doctor, que yo no soy la enferma, que la enferma es mi madre! --Disculpe, entonces. A ver, señora: saque la lengua.

y eso cuando no se llega al mismo fin del principio, como demostró un campesino a (311) aquel urbanita que paró su vehículo en un anchurón para descansar un rato y entabló conversación con un campesino que estaba tumbado al fresco a la sombra de un árbol rodeado de una tierra descuidada e improductiva. --¿Por qué no ara usted estas tierras, amigo? --¿Y para qué? --¡Pues para sembrar una buena hortaliza!

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--¿Y para qué? --¡Pues para recoger tomates, pimientos, zanahorias,...! --¿Y para qué? --¡Pues para ganar dinero, comprar fincas,...! --¿Y para qué? --¡Pues para vivir a gusto! --¡¡Y cómo se cree que estoy viviendo ahora mismo!!

Las oraciones complejas inordinadas Tal y como dijimos en la pregunta anterior (y no tenemos empacho en repetirlo: “ni el lugar, ni el tiempo, ni el modo, ni la cantidad pueden ser añadidos aquí, ya que estas cuatro ideas, por tener adverbios propios, conforman un tipo de subordinación de segundo grado que preferimos desgajar de este primer grado de subordinación y dejar su estudio para la pregunta siguiente bajo la denominación de adverbiales, junto a las sustantivas y adjetivas, con las que conforman el grupo de las inordinadas complejas”)... Esta idea es tan importante para la Sintaxis y, sobre todo, para poder realizar la representación gráfica de cualquier frase castellana, que no tendremos empacho en volver a repetirla otra vez: “ni el lugar, ni el tiempo, ni el modo, ni la cantidad pueden ser añadidos aquí, ya que estas cuatro ideas, por tener adverbios propios, conforman un tipo de subordinación de segundo grado que preferimos desgajar de este primer grado de subordinación y dejar su estudio para la pregunta siguiente bajo la denominación de adverbiales, junto a las sustantivas y adjetivas, con las que conforman el grupo de las inordinadas complejas”. Por subordinación de segundo grado ha de entenderse un modo tal de engarce de una oración con otra que consiste, no en que una oración se coordine o se subordine a otra, no, sino en que una oración es sólo un complemento de la otra, un mero adverbio de la otra mayor, un mero sustantivo, un mero adjetivo a veces. Por ello se denominan adjetivas, sustantivas y adverbiales, y por ello de las adjetivas sólo hay un tipo (adjetivos sólo hay uno en la Lengua); de las sutantivas hay tantos tipos como complementos (directo, suplemento, indirecto, atributo, agente, sujeto,...); y de las adverbiales sólo los 4 tipos que son adverbios (lugar, tiempo, modo y cantidad). De las adjetivas, por ejemplo, únicamente es preciso decir que son meros adjetivos de algo adjetivable anterior, sea un sustantivo, un neutro o un pronombre (antecedente se llama a eso), como bien enseñaba una profesora a (312) aquel alumno que preguntó a la maestra: --Seño: ¿usted sería capaz de castigarme a mí por algo que yo no hice?

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--No, no, nunca. --¡Ah, pues menos mal, porque hoy no hice los deberes!

De las sustantivas, con un par de ejemplos bastará, como este de un sujeto convertido en oración sustantiva de sujeto aplicada a (313) aquel niño tan feo que decía a su padre: --¡Papá, papá, llévame al circo! Y el padre le respondía: --¡El que quiera verte que venga a casa!

o este otro de un complemento directo convertido en lo único que puede ser, una oración sustantiva de complemento directo extraído de la boca de (314) aquel moribundo que en su lecho de muerte llamó a la mujer y le hizo una pregunta: --Antonia: ya ves que me estoy muriendo, pero, antes de morir, quiero que me digas si me has engañado alguna vez. --No, no te voy a responder, José. ¿Y si no te mueres?

De las adverbiales se han ido repartiendo por este libro algunas cuando hablamos en la Morfología de los 4 que denominamos adverbios circunstanciales (lugar, tiempo, modo y cantidad); también cuando estudiamos en la Sintaxis los complementos circunstanciales; y ahora, cómo no, remataremos con algún ejemplo de lugar, como el correspondiente a lo sucedido a (315) aquel paciente que le dijo al doctor: --Mire, mire, doctor: me duele mucho aquí, precisamente donde me estoy tocando ahora mismo. Y el médico le dijo un poco enfadado: --¡Pues deje usted de tocarse, hombre!

o de tiempo, con lo acaecido a (316) aquella vieja de 90 años que se acercó al confesionario: --Padre, me acuso de que he tenido una noche desenfrenada de sexo. --No se preocupe, abuela, que de esto ya se confesó usted hace bastantes años.

o de modo, con lo acontecido a (317) aquella señora que recriminó por la mañana al marido:

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--Cariño, anoche mientras soñabas me estabas insultando. --¡Ah! ¿Sí? ¿Y eso de que yo estaba soñando, cómo lo sabes tú?

y la de cantidad la dejamos porque con esto creemos que ya sobra. Además, con el último melón ya estaba lleno el serón.

FIN

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