Los exámenes de estado y los debates de política pública El Examen de Estado para litigantes ha revivido viejas polémicas sobre la manera de evaluar las capacidades de los estudiantes. Este artículo ilustra algunos factores importantes para la discusión que han sido descuidados por nuestros articulistas nacionales. El formato será el siguiente: citaré una afirmación (más o menos) categórica de algún columnista e intentaré ilustrar la complejidad de la discusión que la enmarca. 1. (Nicolás Parra: “Yo me pregunto ¿qué es un abogado de calidad? Ciertamente, la noción que se puede leer entre líneas de la ley es que un abogado es aquel que conoce las normas (pues qué evaluará el examen sino eso).” Me pregunto: ¿Los exámenes profesionales tienen que ser la última palabra sobre la calidad de un abogado o pueden estar interesados en medir ciertas competencias mínimas?) La realidad es compleja y las decisiones de política pública no dejan contento a todo el mundo. Por ejemplo, un buen examen profesional divide a la población entre los que tienen ciertas competencias y los que no, y evita, en el caso de los abogados, que los intereses de los más vulnerables dependan de litigantes ineptos. El examen puede fracasar si agrupa según rasgos irrelevantes (acá cabe la crítica de que ciertos exámenes solo miden la capacidad para tomar esos exámenes) o si, aunque mida los rasgos pertinentes, es demasiado fácil o demasiado difícil. Los exámenes demasiado difíciles pueden tener el efecto negativo de excluir personas incluso más capacitadas que otras que pasen la prueba porque hay competencias que solo son importantes si se cumplen en un mínimo grado. Pero, si el examen exige más que ese mínimo, puede terminar premiando aptitudes irrelevantes (por ejemplo, se necesita un mínimo de conocimiento sobre leyes para ser buen abogado, pero, cumplido ese mínimo, buscar en google o memorizarse las normas es indiferente). En la práctica, es imposible señalar con exactitud los rasgos que se necesitan para ejercer una profesión y la medida mínima de esos rasgos. E, incluso si se tuviera toda la información relevante, es difícil traducir ese conocimiento en un examen concreto. Además, es prácticamente imposible predecir la medida justa de dificultad que divide a la población correctamente. 2. (Ignacio Mantilla: “(...) es decir que, si todos los estudiantes obtuviesen el mismo puntaje, ese sería la media, y por lo tanto ninguno aprobaría entonces el examen. Pero adicionalmente, este tipo de evaluación es poco justa porque no es objetiva sino referenciada a los demás.”) Los exámenes tienen que variar en el tiempo para que los estudiantes no se soplen las preguntas y, dado lo difícil que es calibrar los exámenes sucesivos para que sean igualmente complicados, lo más práctico puede ser orientarse por medidas relativas que, en vez de decirnos qué tan bueno es un estudiante independientemente de la versión del examen que presentó, lo comparan apenas con los demás estudiantes que presentaron esa misma versión. 3. (Nicolás Parra: “Por último, se encuentran las críticas a la ideología que la norma impone. (...) el proyecto parece desconocer la autonomía que deben tener los profesores y las
universidades para repensar (y extender) [la noción de un abogado de calidad].”) Ciertas políticas públicas, aunque marcadamente imperfectas, pueden ser menos imperfectas que las alternativas. Por ejemplo, por mucho que nos gustaría medir a los estudiantes de forma más integral, los exámenes son la manera más costo-eficiente de hacerlo. Aunque dedicarles una semana de entrevistas nos podría dar una mejor medida de quiénes son buenos, los costos podrían superar los beneficios de tener una clasificación más precisa. En esa medida, las limitaciones de los exámenes para evaluar las capacidades de los estudiantes pueden no ser un reflejo de una determinada ideología (por ejemplo, la oposición a la idea de inteligencias diversas) sino de un análisis de costo-eficiencia razonable. En efecto, los exámenes suelen ser la forma menos peor de asignar recursos escasos –por ejemplo, a los litigantes competentes– a las personas que mayor provecho pueden sacar de ellos –siguiendo con el ejemplo: las que, al no poder pagar un abogado, dependen de defensores de oficio asignados por el Estado y que, por eso, son más susceptibles de recibir abogados incompetentes y de quedar encartadas con ellos–. Eliminar a los malos litigantes de la bolsa de litigantes posibles es una manera de procurar que se les asignen buenos abogados a los más vulnerables. Por lo tanto, aún con las muchas imperfecciones que pueda tener un examen profesional, es posible que se justifique tenerlo: los datos deciden; 4. (Ramiro Bejarano: “Ciertamente, si la justificación de la ley es la de garantizar que haya abogados preparados para que estén en capacidad de representar intereses ajenos, no se ve la razón para que ese examen de Estado no haya sido exigido a todos los profesionales del Derecho, cualquiera sea su dedicación.”) Dado que es difícil predecir el impacto de introducir un examen de estado, puede tener sentido limitar su alcance. Esa limitación no tiene por qué ser arbitraria: si se considera, por ejemplo, que los mínimos que mide el Examen de Estado para abogados son especialmente importantes para los litigantes, aplicarles el examen exclusivamente a ellos puede ser una manera sensata de no poner todos los huevos en la misma canasta. También es un reconocimiento de que el derecho es amplio y los rasgos de un buen litigante no son tan importantes para otros tipos de abogados. A la manera de una prueba piloto, si los efectos del examen son socialmente positivos, se podría pensar en ampliar su alcance. En definitiva, si no se delimitan los factores relevantes para las discusiones, no hay forma de saber qué datos se necesitan para respaldar las diversas posturas ni de demarcar los terrenos de la discusión en que, aún si los datos son irrebatibles, las diferencias morales permanecen. Y, sin datos, no es ni siquiera inteligible la pregunta por quién tiene la razón.