4 Thibeaut, ética De Fragilidad.pdf

  • Uploaded by: Pame Ruiz
  • 0
  • 0
  • June 2020
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View 4 Thibeaut, ética De Fragilidad.pdf as PDF for free.

More details

  • Words: 9,025
  • Pages: 14
Carlos Thiebaut

Cabe Aristóteles

~ 6a(fa. clz/
Visor

2

U na ética de la fragilidad En todas las lecturas de los textos éticos de Aristóteles que recoge la historia se han realizado diversas apropiaciones, interpretaciones diferentes, solapamientos o elisiones de forma tal que esos textos son, en nuestra cultura, un palimpsesto con una compleja estructura sedimentaria. En el presente siglo, no obstante, hemos adquirido un conocimiento tal de la génesis, la elaboración y el carácter de esas obras que cualquier apropiación de las mismas saltando por encima del conocimiento y la discusión de su textualidad se hace presuntuosa o indignante. Pero sin embargo, no deja de ser significativo, a su vez, que las variadas posiciones que se han podido avanzar en la interpretación de los momentos clave de la escritura y el papel de los textos aristotélicos ejerzan y practiquen, por su parte, concepciones diversas sobre qué debemos entender hoy por ética y cómo podemos hacerlo. Los debates del presente siglo sobre el corpus aristotélico (sobre la génesis de las obras, su relación interna, etc.) pueden ser entendidos, así, como debates sobre nuestra propia autocomprensión filosófica, moral y política. La relación entre Platón y Aristóteles puede entenderse como un terreno fuertemente significativo para interpretar los d~bates contemporáneos y puede jugar en la definición de la racionalidad práctica el mismo papel interesado en el presente que hace unas décadas se le asignaba a la relación entre Marx y Hegel. Ernst Bloch pudo decir que la forma en que se entendiera esa relación habría de determinar el tipo de marxismo que se tendría. Un marxismo 71

hegeliano o hegelianizante, con acento en lo subjetivo, un marxismo de matriz cálida, se oponía en aquellos años a la frialdad casi inhumana, s.in moral ni subjetividad, de los análisis sólo económicos y/o mecanicistas (otros leyeron esa diferencia como un ataque directo al estructuralismo). Un aristotelismo platonizante (centrado metafísicamente en la idea monológica de bien en sí) tendrá un sesgo no pluralista en la concepción de los ideales del modo de vida humana y se opondría a versiones antiintelectualistas de lo moral. Una actitud contraria, en la que se acentúen las distancias entre el viejo maestro y el discípulo, y que, por hacerlo, emplee un modelo no exclusiva o predominantemente intelectualista en el análisis ético, tendería a suministrarnos una imagen de lo moral más ligada y determinada por las formas de lo contingente, de lo frágil, de lo cambiante o de lo humanamente complejo. Precisamente, la posición que aquí se adopta recoge y acentúa -tal vez hasta extremos textualmente heterodoxos- las discontin'uidades entre el creador de la Academia y el fundador del Liceo y entiende la ética de Aristóteles como reacción amiplatónica y a partir de ella. El Aristóteles que pueda así aparecer será un pensador alejado de la seguridad y la firmeza de una meta humana basada en la certidumbre de alguna ontología y se mostrará reflexionando sobre las formas de acción como manera de abordar una nueva concepción de la ética. Esa concepción de la ética puede resumirse, con no pequeñas dosis de provisionalidad, en las siguientes ideas. En primer lugar, podríamos afirmar que Aristóteles -y de forma militantemente antiplatónica- entiende la dimensión práctica del hombre como una forma de racionalidad que ni puede reducirse al saber técnico ni a al saber científico o, en terminología más contemporánea, que la racionalidad práctica no es ni racionalidad instrumental ni racionalidad teórica. En segundo lugar, esa racionalidad práctica debe entenderse referida como el conocimiento de lo frágil y es, por así decirlo, una ética de la fragilidad humana que constituye el entramado de lo que, con palabras más recientes acabó por denominarse unas Minima Moralia, más que una Magna Ethica; esa fragilidad es un rasgo cons~stancial

72

a lo práctico humano que es siempre lo que puede ser de otra manera. Por lo tanto, y si la dimensión práctica es la dimensión de la acción, la realidad humana es lo que puede ser hecho ser de otra manera. Consiguentemente, y en tercer lugar, el lenguaje propositivo de la ética supone que no todo vale y que no es válida toda forma de ser (aunque muchas formas de ser sean posibles) y que, por ello, esa ética se dedica a indagar qué es lo que merece ser hecho ser, por qué y cómo. Estos tres conjuntos de ideas o de tesis configuran, como podrá verse, un acercamiento a la ética de Aristóteles que se apoya sobre dos supuestos: una lectura más bien metodológica de la teoría aristotélica del bien como una teoría de la acción y una comprensión pluralista de las formas de realización de la plenitud moral del hombre. Así, ese acercamiento supone, en primer lugar, que cabe hacer una apropiación de esa ética que elimine o desconsidere radicalmente sus rasgos ontológicos o naturalistas e interprete la teoría del bien -el criterio normativo de elección moral- a partir de una teoría de la acción. Y, en segundo lugar, y como complemento a esta lectura aminaturalista y ami-ontológica, se entiende -aunque ello sea problemático, como veremos- que en la ética de Aristóteles no se ejerce la propuesta única de un modelo como el modo de vida superior o deseable. La posidón que aquí se adoptará sugiere, por lo tanto, que la teoría del bien como teoría de la acción coexiste coherentemente en Aristóteles con una teoría pluralista de los contenidos de la felicidad y que, por lo tanto, no es necesario proponer (y, en rigor, sería imposible hacerlo) un modelo privilegiado de modo de vida como la forma ética y filosóficamente justificada del ideal de lo humano. Comenzaremos, no obstante, en el presente capítulo por el análisis de los tres conjuntos de ideas presentados anteriormente y en los que se define la ética de Aristóteles como una ética de la fragilidad. Podremos, tras ello, abordar en el siguiente capítulo la concepción del bien desde una teoría de la acción y la concepción ~e las virtudes como prácticas plurales del bien así entendido. Podrá tal vez aparecer entonces, y de la mano de una ética al menos de fondo aristotélico, una comprensión de la racionalidad 73

de lo moral en sus diversos aspectos que pueda considerarse pertinente e~ el debate aristotélico contemporáneo. En ese contexto será fácil calibrar el alcance y los límites de aquella tesis filosófica en la que el neoaristotelismo basaba su crítica central de ausencia de contenido a las éticas modernas y en la que la sustancialidad moral del ethos vivido se contraponía a esa vaciedad como base de una teoría ética. Pero quizá podamos, también entonces, entender de forma diversa la actualidad del pensamiento ético aristotélico que nos aparecerá como reflexión del presente y desde su horizonte: la fragilidad y, no obstante, la determinación normativa de la razón práctica. Conviene comenzar, pues, por la manera en la que Aristóteles comprende la moralidad y las tareas de la ética. Se ha sugerido párrafos atrás que cabe entender la ética aristotélica de una forma militantemente antiplatónica para subrayar la especificidad y la diferencia de la racionalidad práctica frente a la racionalidad técnica y la racionalidad teórica. Desde que Werner Jaeger formuló en los años veinte su interpretación genética de la obra de Aristóteles, según la cual cabía descubrir una sutil pero clara evolución desde un platonizante joven-Aristóteles de su primera obra, el Protréptico, cargado de una moral teonómica, hasta la madurez práctico-política, emancipadoramente ilustrada, de la Ética a Nicómaco y la Polúica, la interpretación de esa relación Platón/Aristóteles como una relación teoría/práctica o metafísica/política o vida contemplativa/vida activa ha sido un lugar constante de debate. La tesis de Jaeger conducía a concebir una evolución del ideal del sabio o del modo filosófico de vida en la cultura clásica desde un modelo más contemplativo, dedicado a la abstracción, hasta el modelo helenístico, centrado, por el contrario, en una cosmópolis política inmanente y en la vida activa. Aristóteles constituiría un momento clave en esa evolución y sería como un gozne entre Platón y ese último momento del helenismo. Las razones de Jaeger no eran, pues, solamente filológicas, pues apuntaban en una dirección interpretativa de largo alcance en la comprensión de Aristóteles y de la cultura clásica. Aristóte-

74

les podría, así, comprenderse como ese momento clave porque de una manera original, diferente de la platónica, se enlazarían en él la dimensión ideal y ontológica, por un lado, con la dimensión ética a la vez que lo harían la prudencia práctica, la phrónesis, con la sabiduría teórica. ParaJaeger, el joven Aristóteles permanece todavía (y lo hará hasta la redacción de la Ética Eudemia, coetánea, según su análisis, de la elaboración del reonómico pensamiento sobre dios del libro Lambda de la Metafísica) en la órbita del pensamiento de Platón en la cual la dimensión ontológica e ideal de esa concepción teonómica determina la preeminencia de la vida contemplativa, de la vida teórica, sobre la vida práctica y política. La ética conlleva, por ello, la determinación de la superioridad del modelo filósofico del sabio contemplativo y, en términos políticos, implica la preeminencia del filósofo rey, ya que éste es el único capacitado para entender la corrección de lo que debe ser pues es el único que accede a la comprensión adecuada del ideal moral y político. El saber práctico platónico sería, en ese análisis, una sabiduría entendida como el modelo teórico del saber de lo necesario, de lo inmutable. ParaJaeger la Ética a Nicómaco representaría ya otro mundo o, al menos, otro momento. Ya no prima en ese tratado la concepción de dios que·reflejaba el libro Lambda de la Metaf!sica, y esa ausencia del conocimiento de lo divino -es decir, esa ausencia de una instancia externa de correción normativa que induce el ideal y lo inmutable- permitiría entender la dimensión práctico-moral, la phrónesis, como algo diferente y separado en su lógica interna y en su estructura del conocimiento teórico, la sophía, la cual carecerá, por lo tanto, del papel privilegiado de ser guía de la acción práctica y de su racionalidad. No hay, en la nueva y madura ética, un conocimiento de lo divino inmutable y metamundano y la racionalidad práctica lo es de la acción a ras de lo real, en sus pluralidades. El hombre virtuoso no es ya el hombre sabio (entendiendo por tal el que sabe de lo necesario) sino el hombre prudente: el hombre que «sabe» lo contingente, de lo que puede ser de otra manera, de lo que puede ser hecho ser de otra manera. El criterio de lo vir75

El anterior análisis de] aeger sobre las diferencias entre Platón y Aristóteles reposa sobre un diagnóstico de la ética platónica y de su articulación con un punto de vista arquimédico metamundano (el del conocimiento de lo ideal y de lo divino como el acceso a una definitiva ontología moral) que no puede por menos de recordarnos las críticas que formulan quienes rechazan actualmente la modernidad. Si era el mundo de las ideas el que se ponía en el centro de la crítica aristotélica, ahora lo será 1~ imposibilidad, la irrealidad o, en todo caso, la ineficacia de un punto de vista moral que se pretende por encima de los avatares de la pluralidad y la heteronomía. Si entonces se criticaba la ontología de lo necesario, ahora se rechazará la metodología de lo procedimental. No es ingenua, pero tampoco inmotivada, la reiterada equiparación entre Platón y Kant en las críticas contemporáneas a la modernidad. Pero en esas críticas se da por supuesto algo que, precisamente -como.aquí se trata de argüir-, es quaestio disputata o, al menos, debería serlo: que el lugar desde donde Aristóteles critica la moral teonómica es el mismo lugar desde el que el neoaristotelismo o nosotros constatamos los límites de las éticas heredadas de la modernidad. Quizá nuestros problemas para alcanzar una definición del presente pudieran encontrar, de esa manera, un ejemplar momento arquetípico de contrastación si alcanzamos a definir (y definirnos) el lugar desde el que Aristóteles formula su crítica. Y, así, la cuestión se hace más interesante y más actual cuando empezamos a hablar de las salidas a los paradigmas heredados en esas dos diversas épocas y cabe ver cómo se ejercita una definición normativa de nosotros mismos en la comparación de esas salidas. ¿Cómo se estableció la propuesta de Aristóteles? ¿Cómo podemos entender su crítica y hasta qué punto es esa crítica un ejemplo posible y adecuado de la nuestra?

una modernidad abstracta o ideal. Aunque tal análisis se encontrara históricamente en las filas ilustradas, militando a favor de la autonomía de la humanidad (frente a la sacralidad de lo teonómico), pudiera también inclinar la balanza en favor de los críticos de la ilustración. Sobre la posición interpretativa de Jaeger cabe apoyar lecturas radicales contra cualquier fundamento o desarrollo racional de lo moral en sentido fuerte, pues este fundamento parecerá platonizante, y -por ende- aristotélicamente superado en el sentido de un relativo pragmatismo: por decirlo con frase de Richard Rorty, la política sería previa a la filosofía y no necesitaría en absoluto de su concurso, ni el de la teoría, para analizar y ejercitar la democracia. Ciertamente, son posibles otras lecturas de los efectos del análisis de Jaeger que, según se ha presentado más arriba, no tendría por qué llevarse a tales extremos, tan desconfiados de los méritos de la teoría. Pero, lo que en cualquier caso sería más importante, como aquí se quiere sugerir, es que si esa evolución desde el platonismo hasta el aristotelismo se hubiera de entender como una evolución desde la teoría a la práctica, desde la contemplación a la acción, desde la metafísica a la política, lo que se pondría en cuestión sería, entonces, la comprensión de la posición aristotélica como una posición racional. Diversos críticos de ] aeger, como Gadamer, Gauthier o Aubenque 1 han señalado, desde diversas posturas intelectuales y desde diversos intereses en el presente, que cargarle al lado de Platón, a la vez, la teoría, la metafísica y la contemplación es dejar en extraño lugar y sin espacio el análisis de la racionalidad que desarrolla Aristóteles y, cabe añadir, la misma pasión política de Platón. Pero si la cuestión no se habría de debatir, entonces, entre los extremos de un ideal moral platónico de la vida contemplativa y teorética y el «platonismo sin alma» al que conduciría la ética mundana de Aristóteles, militantemente política, sería necesario contraponer con claridad qué dos modelos de relación entre teoría y práctica, filosofía y política operan en maestro y discípulo.

Quizá la posición de Jaeger pudiera entenderse como una primera actitud que po,ner en correspondencia con la crítica a

E. R. Dodds, en su infinito y sugerente Los griegos y lo irracional, planteó una innovadora interpretación del proyecto filosó-

tuoso descansaría, por lo tanto, en un saber inmanente a la acción misma y ese saber no será ya el saber platónico ni puede entenderse sobre tal modelo.

76

77

fico y político platónico que puede ayudarnos como punto de partida de la presente indagación. Ese proyecto se inscribiría en aquel más amplio con el que la ilustración griega interviene y da respuesta a la crisis de lo que Dodds, siguiendo a Gilbert Murray, denominaba el conglomerado heredado de la cultura griega. Ese conglomerado de rostro religioso era el conjunto y el resultado acumulado de una historia de esquemas y prácticas valorativas e interpretativas con las que la cultura arcaica había ido generando a lo largo de diversas fases su identidad cultural, moral y política, e implicaba una explicación cosmogónica, una teoría religiosa del sujeto moral y un modelo normativo de comportamiento. El conglomerado heredado es puesto en cuesti6n desde la primera ilustraci6n griega en el siglo v cuya crítica racional empieza a desvelar radicalmente las concepciones religiosas, mitológicas y sus consecuencias normativas. El debate que se inicia, con las diferentes interpretaciones de la relación entre physis y nomos, apunta, sugiere Dodds, a un problema de fondo: el de la fuente y la validez de la obligación moraF y, cabe añadir, el de la concepción del ideal de vida. Las propuestas de los «ilustrados» se caracterizaban por la radicalidad de sus interpretaciones racionalistas. Las reacciones populares contra la crítica de la ideología progresista se acumulan en el siglo V, y esas reacciones, como desconfianza en los ·usos de la racionalidad, se acompañan de no pocos renacimientos de magias y supersticiones en las que el pueblo no ilustrado intenta reencontrar la seguridad y la confianza que siempre y sólo suministra un esquema religioso de interpretación del mundo. El ilustrado Platón se enfrentó, por lo tanto, a una situación de relativo fracaso del programa mismo de la ilustración, señala Dodds, y hubo de reaccionar ante él reconstruyendo ese proyecto. La transición del siglo V al IV fue marcada (como ha sido marcado nuestro propio tiempo) por acontecimientos que bien podían inducir a cualquier racionalista a reconsiderar su fe. La ruina moral y material que puede acarrear a una sociedad el principio del egoismo racionalista, se puso de manifiesto en la Atenas imperial; la suerte que puede estar reservada al individuo la vemos en los casos de Crí-

78

tías y Cármines y sus compañeros de tiranía. Y, por otro lado, el proceso de Sócrates constituyó el extraño espectáculo del hombre más ,abio de Grecia, en la crisis suprema de su vida mofándose deliberada y gratuitamente de ese principio, al menos tal como el mundo lo entendía. Fueron esos acontecimientosm, a mi juicio, los que forzaron a Platón no a abandonar el racionalismo, sino a transformar su significado dotándole de una extensión metafísica (p. 196 s.).

Platón, sugiere Dodds, «fertilizó la tradición del racionalismo griego cruzándola con ideas mágico-religiosas», como las que recogió de las tradiciones pitagóricas y chamánicas. Ello produce una reinterpretación del programa normativo de esa ilustración a la que Platón no quiere o no puede renunciar: se identifica el yo «Oculto>> de la tradición pitagórica con la psykhé socrática racional y el conocimiento que constituía la virtud de ésta queda transmutado en un conocimiento de lo trascendente. Pero la reinterpretación del programa ilustrado por medio de la introducción de esos elementos mítico-religioso produce además otro efecto que quizá fuera, precisamente, el que se buscaba: la estabilización misma del conglomerado heredado cuya crisis había inducido una crisis de legitimación y de motivación en la sociedad griega. El proyecto platónico sería, así y según Dodds, el resultado de la reconducción del proyecto ilustrado por la inclusión de aquellos necesarios elementos de orden religioso que, por una parte, lo hicieran no en exceso extraño al conjunto de creencias populares, y, por otra, permitieran que el proyecto político de esa ilustración se reformara en el sentido de atender las necesidades simbólicas de la cohesión social. Ese es el sentido de la articulación de la fe religiosa con la discusión racional y el de poner ese resultado como fundamento del orden político que podría, de tal manera, dotarla de fuerza coercitiva ya que no sólo normativa o educativa. En términos similares, y en el terreno de la psicología moral del sujeto, sería necesario, por una parte, reconocer la existencia de un elemento irracional -no declararlo inexistente en la constitución de la subjetividad- y, por otra, se impondrá el necesario control de esa irracionalidad, buscando el dominio sobre ella de la parte racional del alma; se trata, por ello, de aceptar un momento de irracionalidad religiosa y de ponerlo bajo la égida

a

79

educadora de los elementos normativos ilustrados. Pero, así, Platón sería reformador en un doble sentido de la palabra: sería un político que intenta reformar la sociedad y reforma, para ello, el mismo proyecto normativo que pretende introducir; pero el proyecto platónico sería, por lo tanto y más bien, una contrarreforma. Platón, con la innegable y cegadora lucidez del conservador, percibiría la·inmensa fragilidad de lo simbólico y sugeriría diversos mecanismos de refuerzo que se encaminarían a apuntalar la maltrecha estabilidad social. Esa fragilidad se le aparecía con especial claridad y relevancia en la pregnancia descriptiva, interpretativa y normativa del lenguaje religiososimbólico que, al desaparecer, podía dejar en absoluta oscuridad aquello de lo que sólo metafóricamente puede hablarse. El análisis de Dodds se concluye, por desgracia para nosotros, con algún apresuramiento al llegar al proyecto aristotélico y al helenismo. Aristóteles ha de comprenderse en esa órbita reformadora introducida por Platón, bien que en un camino que, a diferencia del emprendido por el maestro, acentuará los factores racionales de una psicología empírica que se toma como base de la necesaria reforma. Mas todos esos intentos se verían abocados al fracaso pues no se conseguiría la necesaria articulación entre las nec~sidades y las posibilidades de la interpretación simbólico-religiosa y las necesidades y las posibilidades de la interpretación racional, ética y política. El asalto de lo imprevisible, de lo irracional, de lo imponderable -del que es índice el creciente culto helenístico a la diosa Tykhé, o Fortuna- parece mostrar ese fracaso: el proyecto racionalista de la ilustración indujo en la etapa helenística un grado de conciencia histórica insospechado (<<el individuo empezó a usar conscientemente la tradición, en vez de ser usado por ella») a la vez que un insuperado <<miedo a la libertad>> paralizó las nuevas posibilidades del proyecto y las hizo añicos. La inmensa soledad del individuo está a la base, señala Dodds con lucidez del presente, de los movimientos religiosos que vuelven a interpretar el mundo con su peculiar, omnicomprensiva y cerrada coherencia y posibilita la búsqueda de los pequeños refugios de aislamiento y protección frente a la agresión externa del mundo.

80

El intento platónico de reformulación del proyecto racionalista incluía, como se ha sugerido, aquel momento crucial de control de lo racional sobre lo irracional. La manera del buen vivir no podía, por lo tanto, relegarse al ámbíto de lo no controlable, de lo irracional mismo, y, por ello, debía entenderse sobre el modelo de la aplicación deliberada de la inteligencia humana como forma de control sobre lo imprevisible y sobre los avatares de la fortuna, de la tykhé. Ese ideal moral debía, por lo tanto, ser trasmisible y enseñable como lo era el seguro saber de la ciencia y la práctica técnica, la epistéme y la téchne. Pero, ¿cuál era el modelo científico y técnico sobre el que basar la intervención político moral? Gadamer ha insistido que la diferencia entre los proyectos platónico y aristotélico radica (además de en algunas malinterpretaciones del discípulo que, según su análisis, procede a una <<desviación ontológica>> de Platón) en los diferentes modelos de ciencia sobre los que operan ambos proyectos: Platón emplearía más bien un modelo matemático -en el que se solventaría la difícil cuestión de la pluralidad de lo existente y la unidad de las ideas, su separación de las cosas, el chorismós, por medio de la idea de la consistencia en-sí de las ideas, de los números~ mientras que, como es sabido, Aristóteles emplearía un modelo biológico en el que esa pluralidad de lo naturalmente existente encontraría en sí misma su razón y se explicaría, por lo tanto, por la idea de las especifícas diferencias entre las cosas 3 • Los dos modelos conllevarían, por lo tanto, diferentes cargas ontológicas y, sobre todo a los efectos que aquí nos interesan, implicarían diferentes acentos en la importancia atribuida a las formas del saber. A diferencia de lo que ocurre con el segundo modelo, cuyo interés se volcaría, lógicamente, en la descripción de la particularidad, el primero implicaría una idea de saber universal, enseñable, preciso, el acceso al cual no se desarrollaría por medio de la descripción empírica de los datos. Esa posición induciría una concepción del bien -el bien-en-sí- y una forma de saber ético ubicado más allá de los avatares de lo mundano y de los embites de una irracionalidad no controlable y cuya única lógica habría de ser el capricho de los dioses.

81

En otros términos, la reformulación platónica de la ilustración conduce por un doble camino -el de la integración de lo divino y lo trascendente en lo racional y el de la comprensión de éste bajo la inmutabilidad y necesidad del modelo matemáticogeométrico- a una propuesta filosófica y normativa en la que el ideal político y morales accesible por medio de una forma especial y privilegiada de conocimiento que se convierte, así, en la forma de vida deseable. Existe el bien en sí y el ideal humano deberá radicar en el ejercicio de la manera de conocerlo, la filosofía. Y, a la vez, y como nos enseña llena de optimismo y confianza La Reptíblica, o, con no pequeñas dosis de escepticismo, realismo y dolor, las Cartas y Las leyes, el ideal político sólo podría resolverse en términos similares: sin punto de vista arquimédico no se da la razón; sin razón no se da ilustración. No parece sensato negar a la vista de los textos que, en términos globales, ese proyecto de reconstrucción de la racionalidad política y moral sea también el proyecto normativo de Aristóteles. Pero éste, tal vez, se negaría a aceptar que «razÓn» sea equivalente a «punto de vista de/desde lo divino>> y, consiguientemente, podría retomar otra solución al problema que suponía la desarticulación interpretativa y normativa de la cultura griega. Tal vez el proyecto aristotélico de reconstrucción de lo normativo parta del mismo lugar desde el que Platón partió para reclamar la pertinencia de la inmutabilidad matemática y divina: de la importancia de la fortuna, de la innegable y constitutiva fragilidad del bien. Pero ese nuevo proyecto puede encontrar sus raíces en otra recuperación del conglomerado heredado, y el nuevo punto de partida -ya no académico, ya no centrado en la epistéme, en la ciencia- será la noción común y popular, preilustrada, de phrónesis. La reconstrucción filosófica de esa noción (o mejor, la reconstrucción del discurso filosófico a partir de la recuperación político moral de esa noción) rompe el afán metamundano de la ética ideal platónica, porque muestra el carácter no fijo, no inmutable, no absoluto, radicalmente intramundano, de aquellos agarraderos sobre los que los hombres van construyendo el sentido de su vida. Y tal vez esa noción común de phrónesis es útil en esa otra formulación del pro-

82

yecto normativo de la ilustración porque éste reconoce que su racionalidad debe arrancar, de entrada, de la pregunta por el cómo de las cosas, por el cómo de nuestra idea de lo moral, como un primer paso ineludible para la formulación ulterior de otra pregunta, la tradicional interrogación filosófica por el qué son las cosas, qué es nuestra moral. Así, el proyecto aristotélico no se ve forzado a oponer bien y fragilidad, ideal y contingencia, ética y mutabilidad, ni se ve obligado a optar por uno de los términos de esas oposiciones. El bien será frágil, el ideal operará en la contingencia, los asuntos humanos -:-y, supremamente, lo moral- estarán atravesados de mutabilidad, pues son lo que puede ser de otra manera. El nuevo programa puede reclamar para sí una nueva perspectiva y el rechazo de la propuesta platónica da lugar a una reflexión sobre las formas de la racionalidad que abre, quizá por vez primera, una concepción de lo práctico-moral que no se identifica con el ejercicio de las formas teóricas o científicas de la razón ni se puede reducir tampoco a la práctica de las diversas artes o técnicas, por mucho que unas u otras operen como puntos de referencia oportunos en la comprensión de esta dimensión práctico moral. El programa que se abre ante nosotros no pretende, pues, contraponer -comp alguna lectura de Jaeger pudiera suponerla vida contemplativa, el ideal del filósofo teórico de alguna solidez algo inmutable, a la vida activa como el reino de no estructurado y lo no determinado, el ideal del político práctico, sino que pretende presentar, por el contrario, dos modelos de ética, de relación entre saber y hacer, de ideal teórico-práctico, distintos en Platón y Aristóteles. Pierre Aubenque ha señalado este contraste, que ya no es el que sugeríaJaeger: «la prudencia representa menos una disociación entre la teoría y la práctica y la revancha de la práctica sobre la teoría que una mptura en el seno de la teor/a misma» 4 • Tal vez pueda verse ahora con más claridad cómo ese programa aristotélico, de fuertes acentos antiplatónicos, se resume en aquellas tres ideas que sugerimos al comienzo del capítulo para caracterizar la lectura de Aristóteles que habríamos aquí de ejercitar. La primera refiere a nuestro conocimiento de lo que 83

es el bien, y rezaría que esa noción no es atribuible a nada de forma necesaria e inequívoca, pues la pluralidad de las formas de lo bueno refiere a una «cualidad» que no permite ser predicada por antonomasia y por excelencia a nada diferente de las formas concretas de lo que es bueno. Pero, si tal es el caso, esa pluralidad de las cosas buenas exige una forma específica de conocimiento y de ejercicio adaptada a su objeto y a su manera de conocerlo que se diferencia de la ciencia teórica y de la prácticas político-productivas. El bien de las cosas buenas sólo se conoce en su ejercicio, comportándonos «buenamente», como veremos. Esa primera tesis -el de una concepción adverbial del bien que refiere la no cosificación de una forma privilegiada de bien-en-sí- tiene su correlato referencial en una segunda tesis: el bien no es inmutable sino frágil, pues somos vulnerables a los elementos pasionales; los componentes diversos del bien son asimismo mutables y existe una pluralidad de valores que, con frecuencia, entran en problematizante conflicto 5 • La tercera tesis afirmaría que la cuestión ética, por lo tanto, se condensa en la pregunta por qué rumbo habremos de trazamos si la bondad a la que aspiramos y que practicamos es vulnerable, frágil, plural y, no obstante, sabemos que no todo comportamiento vale, que no todo criterio es bueno. La necesidad del criterio -que aparecerá en la discusión de la buena manera de hacer las cosas buenas- es el tema aristotélico de la virtud, de la areté, como la innegable excelencia que puede predicatse y encontrarse en determinados comportamientos.

cierto sentido, también algo que se supone en el mismo punto de partida: el ejercicio de la prudencia, de ese recto y oportuno conocer lo práctico, es él mismo una virtud (pues no todo conocimiento vale y habría un conocimiento mejor y adecuado). La idea de phrónesis es, por lo tanto, la condición estructural de la moral, su forma de ejercicio, aquello sin lo cual no es concebible como racionalidad, pero a su vez la idea de una excelencia, de una forma mejor de vida, de areté, es la condición material del comportamiento moral, aquello en búsqueda de lo cual se piensa y se ejerce el comportamiento moral del hombre. Esta coimplicación de prudencia (como forma de racionalidad práctica) y virtud (como excelencia de un modo de vida) plantea, como veremos, una característica central del programa normativo aristotélico que lo diferencia del platónico: no hay nada ajeno a las formas de la acción humana que pueda aparecer como su criterio de bondad; no existe <
Las dos primeras tesis están implicadas en la postulación de ese específico saber práctico que se indica en la noción de phrónesis, y pueden ser abordadas desde la crítica que Aristóteles formula a la doctrina platónica del bien-en-sí. En esa crítica se pone en juego, precisamente, el funcionamiento lingüístico de nuestra atribución del bien a los objetos y las acciones y el caracter práctico, activo, de cualquier propuesta moral: eso que hemos denominado la concepción adverbial de lo moral.

Las diferencias entre los programas platónico y aristotélico parece afectar, pues, a su misma estructura, por mucho que ambos se inscriban en el mismo intento de reconstrucción del significado de lo político y por mucho que tambien Platón se interesara, como Gadamer nos recuerda que acontece en el Filebo, por las condiciones materiales y concretas del ejercicio de lo moral. Esas diferencias programáticas aparecen con claridad en la crítica que Aristóteles realiza de la idea platónica de Bien-en-sí al comienzo de la Ética Ettdemia y de la Ética Nicomáqttea.

La tercera tesis es, no obstante, no sólo el punto de llegada (qué comportamiento habremos, al final, de adoptar) sino, en

Emilio Lledó ha señalado que la crítica aristotélica acontece como crítica en el lenguaje y como crítica lingüística. El bien-

84

85

en-sí de Platón, argüiría su discípulo, no tiene otra materia que su mera expresión lógica, el sede común a diversas comportamientos de los que se predica esa palabra, «bueno». Pero el bien no se predica unívocamente de algo, sino multívocamente de muchas cosas y es, precisamente, eso: una «predicaciÓn». «El bien, dentro del lenguaje, no significa otra cosa que la posibilidad de una definición común que sirve para 'racionalizar', o sea, para comunicar e intersubjetivizar determinadas reflexiones»6. No cabe otra definción ni otra comprensión que la que está «limitada» por el lenguaje. El bien-en-sí, una ontologización algo soberbia de nuestra manera de hablar sobre el mundo, es el intento de salir del lenguaje hacia más allá de sus barreras y, al ponerle -contradictoriamente- ·nombre, convertir eso en el criterio normativo-práctico de nuestras acciones. Tales excesos del uso del lenguaje comportan, pues, una incomprensión de la relación lenguaje-acción y, además, generan entidades (como la de bien-en-sí) que carecen de utilidad a la hora de plantear los problemas éticos que son precisamente problemas de acción. «La ontología de este 'en sí' -comenta Lledó a propósito de los análisis aristotélicos del Primer Libro de la Ética a Eudemo- no puede ya identificarse con el orden de la realidad». Y, prosigue, señalando la radical temporalidad de lo humano, El mundo de lo real está sustentado en el latido de <
86

que la palabra bien tiene de justificarse: la de su propia y temporal realización (Aristóteles y la ética de la pólis, p. 143).

El «bien-en-sÍ rel="nofollow">> es, pues, ajeno al tejido de la práctica humana, y es como inhumano fuera de ese horizonte de la vida y de su lenguaje. Cuando hablamos del bien como aquello en virtud de lo que las cosas son buenas, lo que hacemos es referir reflexivamente nuestro lenguaje a la realidad de nuestra vida. Y, así, al igual que acontece con el ser, el bien se dice de muchas maneras (EN., 1096a 20-30), y la posible «ciencia del bien» debiera aclarar sus condiciones de posibilidad y su misma estructura. Esa pluralidad de las maneras de decir el bien remiten a las formas de la acción de los hombres. Y el lenguaje que dice de esas formas de acción -que habla de ellas, que las nombra, en las que adquieren sentido lingüístico comunicable- no puede constituirse como un saber monológico sobre un bien que no es sino lo comúnmente predicable del ejercicio plural y activo de la bondad. No hay pues «Ciencia del bien>> aunque habrá, como veremos, un «saber del bien>>. Esa diferencia entre «ciencia>> y «saber .rn,orah> no carece de problemas en las obras aristotélicas, pero aparece indicada con claridad en el sentido aquí referido en el Libro VI de la Ética Nicomáquea, donde se trazan las diferencias entre ciencia, prudencia y arte (EN., 1139b 15-1140b 30). La ciencia, arguye el texto, tiene por objeto aquello que es necesario, y que, por ello, es eterno e indestructible. La ciencia es, así, enseñable como un modo de saber demostrativo, que posee una forma de razonamiento específica y propia. No parece, pues, que ese modelo de ciencia nos pudiera valer para captar, analizar, comprender y discutir aquel plural y mutable saber del bien, cuyo rasgo definitorio será aquella adverbialidad del punto de vista moral. Hans Georg Gadamer ha recordado en Verdad y Método la audacia de la definición aristotélica de phrónesis en su contraposición al saber teórico: la racionalidad práctica es un saber volcado en el sujeto, un saber para sí, un saberse, tal como la misma Ética recuerda: «La prudencia parece referirse especialmente a uno mismo, o sea al individuo, y esta disposición tiene el nombre común de 'prudencia'» (EN,

87

1141b 30). Este saber explícitamente reflexivo, que refiere y se dirige a un sujeto que actúa de una determinada manera, es otro rasgo de la consciente adverbialidad de lo moral frente a otras formas de la racionalidad humana. Como veremos cuando recordemos el análisis aristotélico de la acción como teoría del bien, tampoco el modelo de la técnica (de la producción artística) parece adecuado para transmitir ese curioso saber del bien. La prudencia remite en Aristóteles a una forma de sabiduría práctica específica -por su objeto y por su forma, por su materia y por su significado- que constituye una forma de racionalidad no equivalente ni subsumible en otras formas de racionalidad. Es más, llegar a entender qué puede ser esa virtud intelectual -ese buen ejercicio del saber del bien que se tornará en el «bienhacer» del bien- implica una peculiar aproximación; Aristóteles señala: «podemos llegar a comprender su naturaleza considerando a qué hombres llamamos prudentes» (EN, 1140a 24). De esta manera, las definiciones que podemos suministrar cuando preguntamos qué es lo moral no nos dicen plenamente aquello por lo que indagamos, pues permanecen en el ámbito de las definiciones de palabras y de su uso. Saber realmente, y a su vez, qué es a lo que apuntan esas palabras exige, además de conocer su significado lingüístico, conocer la forma de vida que hace de esas palabras algo con sentido práctico: los prudentes, en su vida, son la mejor manera' de entender qué es la prudencia, cuyo significado conceptual -en el mapa teórico de la ética- es el de una virtud dianoética. Es, por lo tanto, la actitud pragmática de primera persona, la actitud participativa en una comunidad de hablantes y de practicantes, la que da sentido al recto uso de los rectos términos. Por eso, dice Aristóteles, la investigación de la ética se dirige primordialmente no a saber qué es el bien, sino a ser buenos. Cabe sugerir, así, y aunque ello nos aleje de la letra de Aristóteles, pero tal vez en su mismo sentido y dirección, que ese saber del bien no puede ser un saber monológico, sino necesariamente comunicativo como lo es el significado lingüístico del ·término «bien» y como lo es ese modelo básicamente interacti88

vo («los hombres que llamamos prudentes») al que hemos de remitirnos para comprender cómo y de qué hablamos. Y no sólo sería un saber que se constituye comunicativamente. También cabría calificarlo como un saber no inmediato, pues no refiere de una manera directa y sin mediaciones, sino que para significar ha•de hacer también explícita su forma de significar. En efecto, la atribución del predicado «bueno» a un acto o a un comportamiento no se realiza en virtud de algo que ese acto o ese comportamiento posean <<en sÍ», al margen del sujeto moral constituido -esa comunidad que formamos los hablantes de nuestro lenguaje moral- que formula esa atribución. No cabe pensar en ese predicado como si fuera la cualidad <> es como decir que es <>. La referencia de la bondad se realiza, así, de forma mediata, por medio y en virtud de la dimensión moral. Por decirlo con mayor claridad, la atribución moral del predicado <> -nuestra capacidad de juicio moral- implica la asunción explícita y reflexiva de ese punto de vista moral («buenamente>>) que no está dado de manera inmediata en el predicado <>, sino más bien en una forma de relacionar nuestro lenguaje y nuestras acciones. Esta adverbialidad de lo moral no sólo no es inmediata, sino que también desvela las apariencias de inmediatez y de naturalidad con las que se reviste muchas veces nuestra comprensión moral. Si juzgar moralmente algo implica asumir el punto de vista reflexivo de lo moral -es decir, suponer primero y explicitar después, en virtud de qué algo es juzgado moral- nada que se presente inmediatamente como moral tendría que ser aceptado como tal: ni el mandato de un dios, ni la ley de una ciudad han de suponerse como norma y criterio de moralidad ql margen del proceso por el qtte nosotros aceptamos stt moralidad. En términos modernos deberíamos señalar que ese proceso es el 89

proceso de constitución de nuestra compleja subjetividad moral. En los términos del mundo clásico de Aristóteles diríamos que ese proceso es el ejercicio de la adecuada racionalidad deliberativa, prudencial, tal como lo practican aquellos que entre todos, y sabiendo a qué nos referimos, denominamos prudentes. En cualquiera de los casos, no estamos ante un «saber de la ciencia» -una «Magna Ethica>>, por jugar a la ambigüedad de los tÍtulos y de las palabras-, sino con una forma, plural, compleja y reflexiva, del saber de lo moral-unas «minima moralia»- en las que se ejercita una forma de ver y no se repiten los inamovibles, eternos y necesarios principios y desarrollos de un saber clausurado en virtud de la naturaleza, los dioses o las ciudades. Al comienzo de la Ética Nicomáquea se señala, así, este carácter no fijo, de doxa, de convención, de aparente tosquedad y esquematismo, con el que se ha de revestir el saber polftico, pues «es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada materia en la medida en que la admite la naturaleza del asuntO» (EN., 1094b 24). La fragilidad del bien no obedece, pues, a una pérdida de una supuesta fortaleza de la que ya carecemos, o a una debilidad de la que podremos recuperarnos, o a las deficiencias que induce una forma imperfecta de conocer lo perfecto, sino que se debería a que el bien sólo existe cuando y como se ejerce y se practica esa dimensión moral, y a que esa dimensión moral carece de otra entidad y de otra seguridad que la que suministra su mismo ejercicio -dubitativo, complejo, plural, conflictivo- cuyo criterio o cuyo rasero, como veremos, le es interno a ese mismo ejercicio. (Sólo puede entenderse la totalidad del ejercicio de esa dimensión cuando entra a formar parte de la identidad construida del sujeto moral o de su comunidad: así, la constitución compleja de la subjetividad moral moderna muestra en sus heridas -las que producen las sinrazones de la insolidaridad, de la injusticia o de las legitimadas desigualdades- la moralidad ausente. Sólo el dolor de esas heridas -el dolor de los vencidos, por usar de Walter Benjamín, de los todavía vencidos- ejerce una identidad no cercenada de moralidad y que puede contraponerse, a pesar de todos sus dis90

fraces, a aquella otra de la que se reviste la parte del león de los victoriosos -de los todavía, ya y siempre victoriosos,f Podemos volver la atención hacia aquel correlato referencial de ese bien frágil que mencionamos al comienzo del capítulo: si no hay saber científico de la moral ello se debe a que la materia de la acción humana se refiere no a la necesidad, sino a la contingencia. Lo contingente,_señala Aristóteles, es lo que «puede ser de otra manera>>. Pero, si no hablamos de la ontología de los objetos, sino de la estructura y el sentido de las acciones y del punto de vista de los comportamientos, lo no necesario será, más bien, «lo que puede ser hecho ser de otra manera>>. Si no hay ciencia clausurada, porque no hay clausura en los asuntos del hombre, cabe decir que habrá punto de vista moral porque no habrá, tampoco, necesidad inmovilizadora en las acciones, en la capacidad de hacer, en la capacidad de modificar. El «ser de otra manera» es, en términos de nuestra acción, la posibilidad de intervención, de la agencia de los hombres y, por ello, es, más bien, la «capacidad de no ser asÍ», y el «poder ser hecho no ser asÍ». De otra manera, el mundo de los hombres estaría clausurado; y en la necesidad no hay moralidad. Esta capacidad de reflexividad de la acción en lo contingente -el poder ser hecho ser- es la que suministra, precisamente, aquella perspectiva adverbial que mencionamos anteriormente y en virtud de la cual la moral no es tanto algo dado fixistamente, cuanto algo que se ejerce8 • Mas ni todo saber ni todo actuar de/en lo contingente, como veremos, es ya un saber y un hacer moral. Quizá sea necesario señalar de entrada que el saber y el hacer técnico-poiético son diferentes del saber y el hacer morales. Pero también es necesario urgir que el que algo pueda ser hecho ser de otra manera no significa que cualquier manera valga, que todo valga. No «todo vale», de entrada, en el lenguaje mismo de nuestra cotidianeidad moral: las formas mejor y peor hechas de hacer las cosas no parecen ser arbitrarias, aunque pudieran ser convencionales, y la abierta posibilidad de «lo que puede ser hecho ser de otra manera» no parece equivaler a «lo que puede ser 91

hecho ser de cualquier manera». Mas ¿cuál podría ser el criterio en virtud del cual señalar que no todo vale? El problema se plantea por la ausencia de aquel criterio regulativo o aquella norma con los que la filosofía platónica le contraponía un rasero a lo existente. En ese proyecto, al igual que acontece en todas las éticas teonómicas que ha habido en la historia, el ideal metamundano del bien-en-sí, el modelo del modo de vida teorético, el punto de vista arquimédico del filósofo rey, planteaban con claridad ese criterio que servía como forma de regulación de las prácticas humanas. ¿Cómo negar la validez del «todo vale» si se carece de un criterio externo a ese «todo»? Las lecturas ortodoxas de Aristóteles encontraron ciertamente ese criterio en este mundo, no fuera de él, aunque habría que matizar a renglón seguido que tal hallazgo se centraba, más bien, en algo que lo subyacía: la naturaleza. Para esas interpretaciones, la naturaleza tiene su finalidad, su té/os, en virtud de cuya realización pueden ser comprendidos los hechos. El hombre posee también su propio fin nattJral, su propio té/os, en cuya realización y cumplimiento debe afanarse si quiere ser plenamente hombre. El principio teleológico aparecía, así, como el criterio de cumplimiento -el criterio normativo, moral, de realizaciónde lo que estaba dado naturalmente como meta, como objetivo. Una lectura tal, como recordaremos, era la practicada por el mismo neoaristotelismo para el cual cabría reconstruir nuestro lenguaje moral y político si volviésemos a reconstruir aquel nexo perdido de las virtudes que establecían el puente entre la «buena finalidad del té/os» y nuestra imperfecta cotidianeidad. Mas esa forma de plantear el rasero de lo existente disfraza de intramundaneidad el punto de vista teonómico. También en la modernidad cupo plantear sustancializaciones y ontologizaciones de la naturaleza, la subjetividad o la socialidad (que, en seguida, devinieron en la «verdadera» naturaleza, o el «verdadero» punto de vista) que aparecían como el criterio externo a la acción que había de regular esa misma acción. Mas la crítica aristotélica al idealismo moral platónico podría también volverse con éxito contra esos intentos y cabría, tal vez, preguntar cómo 92

es posible pensar más allá de la acción un principio regulativo sustancial si es sólo desde el punto de vista de la acción desde donde percibimos el significado moral, aquella forma adverbial que comportaba la buena manera de hacer lo que está bien. En efecto, ¿cómo salir de esa actitud performativa moral y ponerle palabras a una instancia que no es percibida y practicada ~esde esa,actitud? ¿Cómo es posible que la enunciación descriptiva del telos del hombre se convierta en esa actitud predicativa en primer~ persona que vehiculan las propuestas morales? ¿Cómo es pos1ble que esa naturaleza, ya metaética o paraética, se pretenda asumir como el criterio interno de la mo.t;al? El bien para el hombre, que es una dimensión de su acción (como contenido de la misma, pero también como su estructura) quedó convertido, por medio de esas naturalizaciones y ontologizaciones en una dimensión de la realidad externa a la acción situa' da en el mundo o en la mente. Tal vez, como se quiere sugerir aquí, quepa encontrar una salida distinta de esas interpretaciones teológicas y sustantivizadoras del té/os humano que acabamos de mencionar. Una lectura distinta de Aristóteles entendería tal proyecto en términos metodológicos y afirmaría que el bien-para-el-hombre ha de comprenderse desde una teoría de la acción humana y que, consiguientemente, la felicidad no es algo que se alcanza y a lo que se llega si se cumplen unos requisitos establecidos a tal fin (como acontece en la interpretación del té/os como meta o como objetivo) sino, tal vez, algo que se ejerce, que se realiza, al hacer bien lo que se hace. De nuevo es el giro adverbial, reflexivo práctico, el que se quiere presentar para entender la noción aristotélica de virtud, de areté, y sobre la que habrá de pivotar una moral entendida como la propuesta de una forma de comportamiento adecuado, tal como nos lo representa el prudente. Si ello fuera así, el lenguaje moral prepositivo -el lenguaje de la ética que habla de un ideal y de una excelencia y alcanza a nombrarlos- habría de ser interno a los sistemas de acción y a los lenguajes én los que se construyen sus significados. Y, así, la fragilidad del bien vuelve a aparecernos de nuevo: 93

nada hay externo a nuestras mismas acciones que nos garantice su corrección. La moralidad, la recta y oportuna adecuación de nuestros actos se ejerce y se contrasta en la forma de su mismo ejercicio. Pero, ese ejercicio no es nunca -no fue nunca- algo sólo interno a la conciencia del hombre, monológico y aislado. La noción común de phrónesis, a la que Aristóteles regresa, refería a un acuerdo comunicativo de la buena manera de hacer y de saber hacer. Sabemos, ciertamente, que no todo vale ni nos vale: habría que hacer reflexivo ese saber y saber, al hacerlo, que esa es nuestra única garantía.

94

NOTAS 1 Es arriesgado pretender glosar o resumir la polémica que suscitó la interpretación de Werner Jaeger (Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual. Trad. de José Gaos, México, Fondo de Cultura Económica, primera reimpresión, 1983, en la que se incluye, como Apéndice I, el trabajo <<Sobre el origen y evolución del ideal filosófico de la vida>>) y me limitaré, por ello, a algunas referencias bibliográficas, innecesarias para el especialista. Casi todos los tratados e introducciones de la filosofía aristotélica recogen esa apasionante discusión de comienzos de siglo, cuando se le aplican al corpus aristotélico recibido técnicas de análisis textual que posibilitan y favorecen la reconstrucción genética de la obra del autor de la Metafisica. Pero esa reconstrucción tiene, sobre todo, un fundamento filosófico, y que es una de las cuestiones que subyacen a la polémica textual, aunque no aflore siempre a su superficie. Me refiero a la aplicación de la evolución y génesis histórica a la obra del pensador que <<primero se forjó un concepto de su propia posición en la historia», por decirlo en las palabras introductorias de Jaeger. Pero esa conciencia histórica, ya irrenunciable, retorna sobre nosotros mismos y se convierte en un debate del presente. En España, Emilio Lledó, en su Introducción a las Ética Nicomáquea y Ética Eudemia, Madrid, Gredos, 1985, 7-119, resume las polémicas y presenta abundante bibliografía. También Tomás Calvo en la Introducción General a Acerca del Alma, Madrid, Gredos, 1978, recoge las polémicas, presentando algunos argumentos de la crítica textual. Los comentarios de F. Dirlmeier en su edición, Aristoteles, Nikomachische Ethik, Darmstadt, WBG, 1956 (cfr. bibliografía en pp. 258ss.) y los del P. René Antoine Gauthier en el tomo 1, Introducción, passim, de la edición de R. A. Gauthier y J. Y. Jolif, L'Ethique a Nicomaque, 4 vols. Louvain, 1970, son suficientemente significativos. En general, no parece que pueda rechazarse la perspectiva genética que ha deshecho la anterior concepción monolítica del corpus y muchos de los debatidos argumentos de Jaeger parecen indesmontables. Las críticas a los planteamientos genéticos de Jaeger apuntan a suavizar las distancias finales entre un Aristóteles maduro y amiplatónico y el joven discípulo de la escuela platónica, bien acentuando su actitud de crítica en la juventud, bien atenuando los rasgos antiplatónicos que, no hay que negarlo, deben ser resaltados intencionalmente para que configuren un pensamiento en total oposición al anterior maestro. Aunque sea la Metafisica el texto donde de manera más crucial se cruzan las interpretaciones de sus fallas y quiebras internas, también la relación entre las Éticas -y entre las diversas zonas internas a la Nicomáquea- son terreno de esas

95

Related Documents

Comida Tica
November 2019 37
Tica Matematica
June 2020 20
Afa_98_matem-tica
May 2020 31
Matem Tica Do Amor
November 2019 26

More Documents from "jgmac1106"

June 2020 9
June 2020 1
June 2020 1
June 2020 3