La Vida Como Búsqueda.docx

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Dispensa del curso (ad usum privatum tantum) Juan Sebastián Hernández Valencia

LA VIDA COMO BÚSQUEDA A menudo se alienta a las jóvenes a buscar el sentido de la vida. Y esto está muy bien. No obstante, sentimos que les deberíamos definir mejor aquella búsqueda, proponerles mejor la invitación. Permítaseme esbozar una reflexión sobre esta definición con la siguiente pregunta problematizadora: ¿qué estamos buscando cuando afirmamos que queremos encontrarle sentido a la vida, a la propia existencia? En el fondo, encontramos que está búsqueda por el sentido de la vida, en su sentido más concreto, se convierte en la búsqueda de la felicidad. En nuestro tiempo, donde todos los puntos de vista tienen valor pero ninguno es absoluto, la felicidad es definida como la realización de un estado de perfección, sea éste material o espiritual, y entendiéndosele como lo anímico solo, lo trascendente o lo racional solo —yo prefiero recoger los tres aspectos de ésta—. Así, cuando hablamos del “proyecto de vida” estamos expresando, y experimentando al mismo tiempo, nuestro afán por ser felices, nuestra necesidad de felicidad, o lo que es lo mismo: la necesidad imperiosa de reconocer nuestro estado de infelicidad. Pero sea que reconozcamos en nuestra vida la amarga huella dejadas por la infelicidad, o que emprendamos la carrera de la vida sin sentirla, debemos reconocer que nuestra búsqueda se transforma en vivencia y nuestra vivencia se convierte en búsqueda. Desde niños o niñas estamos en búsqueda de algo. ¿Quién no quiso ser reina de belleza, cantante, actor o actriz, viendo en lo que estos íconos representan la clave para una vida feliz? y de jóvenes ¿quién no se soñó protagonizando aquella película que más le gustaba o, con los ojos cerrados y un hilo de halito en la garganta, montado en un escenario imaginario, despertar la envidia de unas y el amor de otros al entonar la canción que más le gustaba? Debemos reconocer que nuestros proyectos de vida se han recreado de diversos modelos, pero alimentados de la misma necesidad: vivir una ilusión. ¡Sí! Una ilusión, algo que esté más allá de este mundo arcilloso; algo que nos quite y, al mismo tiempo, mantenga nuestra respiración. Es tan cierto esto que muchas veces confesamos: “ésa o ése es feliz porque pudo vivir su sueño”. Ésta es, tal vez, la confesión que muchos hacen con tono recriminatorio, intentando encontrar en el otro y su felicidad la causa de su sufrimiento. ¿Sufrimiento, yo? ¿depresión, yo? ¿acaso estoy loco? ¡Sí! la desilusión enloquece. Cuando el dolor llama a la puerta, el ser humano se siente impelido a encontrarle una explicación: comienza su viaje hacia el Principio... Cuando hablamos de principio lo hacemos de creación, nacimiento y generación. Con todo inicio siempre viene un padre, padre como símbolo o cifra, pero también como realidad. No en vano celebramos nuestra primera gran experiencia y modelo exclamando: ¡papá! Pero esto también equivale a decir: “nuestro padre, como símbolo y experiencia, es también nuestra primera desilusión. ¿Hasta qué punto nuestro padre ha determinado nuestro proyecto de vida? Si buscamos una respuesta a la pregunta que formulamos en la literatura griega, por ejemplo, podríamos decir que en la tragedia de Edipo la veríamos dibujada: fue el Rey de Tebas, Layo, padre de Edipo, quien, movido por el miedo a la muerte, lo introdujo a la tragedia. Pero realmente Sófocles, no descarga la tensión en el padre de Edipo, sino en la crueldad con la cual el destino parece jugar con los seres humanos. Esto ya lo subrayaba Nietzsche en su obra el origen de la tragedia. 1

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Suena tentador responsabilizar al padre de la frustración de mi felicidad. ¡Sí! nos gustaría descargar en la figura paterna toda la tensión que producen las decisiones tomadas en la vida: mi padre como causa. Parece atractivo el desembarazo de la responsabilidad con que nos agrava nuestra libertad. ¡Sí, libre al fin de las culpas de mi libertad! ¡Sí, la forma en la cual mi padre me trató o me trata me ata, no me deja vivir una vida de felicidad! En realidad, no son las experiencias negativas paternas las que nos atan, sino que somos nosotros quienes estamos atadas a ellas. La fuerza que nos determina no se debe buscar afuera, ella no es exterior al ser humano, como pensaban los griegos, son los elementos influyentes los que residen allí. Pero la determinación habita en nuestro interior. Arriba afirmábamos que nuestro padre como símbolo y realidad es nuestra primera desilusión. Con ello, entendiendo que tal símbolo y realidad no son la fuerza determinante de nuestra vida, sino influencia, podemos afirmar también que esta determinabilidad vital está guiada por las sombras y miedos de la influencia negativa del padre. Es decir, todo esto podría equivaler a decir: nuestro proyecto de vida ha estado orientando por nuestros temores; y, por ello, muchos proyectos humanos son, en realidad, búsquedas tentativas de símbolos directores. ¡Nuestras vidas se nos van buscando un papá! Encontrando un Padre Aunque suene a discurso religioso moralizante, muchas personas han encontrado que la experiencia íntima con Dios satisface la búsqueda de una vivencia paternal positiva, tan necesaria para alcanzar la autorrealización (Maslow) o felicidad absoluta. Esta concepción de la paternidad-creatividad de Dios podemos explicarla con un ejemplo. La importancia de éste estará en resaltar la intencionalidad del actuar creador de Dios, pues en éste yace una pista para conocer la voluntad divina. Imaginémonos un campesino de una civilización poco desarrollada. Imaginemos su problema: desea compartir los alimentos con su familia pero, al mismo tiempo, también desea que todos puedan compartir su día mientras comen. Ahora bien, el problema se agudiza porque no tienen una mesa, ¡ni siquiera existen mesas en su civilización! Por esto, la familia del campesino debe comer en el suelo. El campesino comienza a pensar como solucionar su problema. Pasan semanas después de compartir con su familia su preocupación. Por fin se le ocurre una genial idea; para realizarla pide ayuda a su hijo mayor, ambos se dirigen al bosque. El muchacho no sabe que idea se le ha ocurrido a su padre, sólo sabe, leyendo sus gestos de felicidad, que tiene una idea muy buena. —Ése, dice el padre, señalando un árbol robusto que estaba en el corazón del bosque. El muchacho, deseando ayudar a su padre, piensa que el árbol es muy delgado y, respondiéndole, dice: — no sería mejor aquél, es aun más grueso, su padre disiente con un movimiento de su cabeza; e insiste: —no, ése no, ¡yo sé exactamente lo que voy hacer! según mi plan debe ser éste. Derriban el árbol señalado por el padre, y saliendo del bosque lo llevan a la casa. En ella el padre pasa semanas encerrado en un cuarto, sin permitir que nadie espíe lo que esta haciendo; ante el desconcierto y la curiosidad de la familia él sólo responde —esperad, tened paciencia. ¡Por fin llega el día en el cual el padre, ya terminada su obra, la presenta ante la familia! Está cubierta por un velo, la curiosidad de la familia cae con éste, sólo queda el asombro: —¿qué es eso?; es la única voz que se levanta frente a ése objeto raro, nunca visto. —¡No es más alto que nuestras cinturas!, afirman todos, —¡parece un animal: tiene cuatro patas! continúan en su desconcierto, —¡se parece a la luna cuando está llena!, terminan de exclamar. El padre los reúne a su alrededor y les explica el sentido de lo que construyó con estas palabras: —si tiene patas como los animales es porque esta madera 2

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necesita soporte para poder sostener sobre sí todos los alimentos, ¡de aquí en adelante ya no comeremos sentados en el suelo! Y es redonda y plana para que podamos vernos cara a cara mientras comemos, para así podernos hablar y compartir nuestro día, y con su rostro iluminado por una expresión de amor, termina diciendo: —a este objeto de madera le llamaré “mesa”, porque nos permitirá estar más cerca. Este Padre creó el objeto imprimiendo en él su deseo. El objeto creado es fruto de su deseo y se corresponde a él. Esta correspondencia es tal que podemos afirmar que la esencia de eso creado es la idea por la cual fue concebida (hileformismo aristotélico). En nuestro ejemplo, la esencia de la mesa no está dada por el material del cual está hecha (madera), pues muchos son los objetos hechos con el mismo material y, sin embargo, no por eso todos son mesas; tampoco la esencia se la da la forma que tiene: también son muchas las cosas que son redondas y planas pero no todo lo redondo o lo plano es una mesa. La esencia de la mesa es la idea por la cual es. Asimismo, la esencia del ser humano y su existencia no está ni en la materia ni en la forma que tiene, sino en la idea por la cual es. Sólo su creador tiene esa idea, sólo él sabe qué es su esencia; él nos la quiere compartir, por eso se nos presenta como nuestro Padre. ¿Quién dice “Padre”? El ser humano ante un Dios que se presenta como padre, se hace dos preguntas: ¿es Dios mi padre según la idea que tengo de padre elaborada por mis experiencias de la infancia? y ¿qué quiere decir Dios cuando me llama hijo? Ambas preguntas tienen algo que las une: no es un adulto quien se las sufre, sino un niño. Es un niño el que se angustia pensando que tendrá que experimentar a Dios de la misma manera como experimentó a su papá; es un niño el que sufre la dictadura de la ignorancia al no saber qué es lo que su papá espera y desea de él. Si llamo a Dios padre es porque he vivido bajo su amor; si llamo al otro hermano es porque he entendido qué significa vivir bajo tal signo y lo quiero expresar. El verdadero discurso del amor no es uno que se ve empobrecido por el principio de reciprocidad que impone los límites del ser humano, sino uno que, desbordándolos, los inunda, ocultándose en ellos: “el logos se hizo carne y puso su habitación entre nosotros” (Juan 1,14). Jesús es la discursividad del amor de Dios que ha puesto su morada dentro de los confines humanos, superándolos y, al tiempo, enriqueciéndolos con el don de su espíritu. Y es el mismo Jesús quien nos invita a llamar a Dios ¡padre! En un sentido más profundo, tener este sentimiento filial y este querer vivir la paternidad de Dios es reconocer que somos amados y que queremos amar. Sólo existe un camino y un lenguaje que nos permite vivirlo y expresarlo en plenitud, sólo existe una palabra: ¡Padre! Mi Proyecto de vida desde el amor de Dios Todo proyecto de vida que tiene como objetivo la felicidad, entiende ésta dentro del proceso de humanización que vive cada ser humano. Han existido diferentes categorías que han pretendido humanizar al hombre, pero ninguna ha sido tan eficaz y apropiada como el amor. Sólo el amor humaniza. Sólo desde la perspectiva que da vivir en el horizonte del amor humanizador, se comprende el comportamiento del ser humano con otros seres humanos en un sentido de perfeccionamiento progresivo y constante dentro de sus fronteras, ya esbozadas en la Biblia: el amor es oblativo, es decir, el amor se dona a sí mismo (1 Corintios 13,4-7). Por desgracia, se ha confundido al amor con un sistema de reciprocidad de favores e intereses. En este sistema la falta de reciprocidad se castiga como 3

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error; tal sistema alimenta el interés propio, egoísta, llegando incluso a premiar el amor a sí mismo aún a costa de los interés y necesidades de otros seres humanos. Nada más extraño al ser y existir humano. Ni la Biblia ni la más auténtica tradición cristiana reconoce esta “extrañeza”; en ella no se busca alimentar dicho sistema, sino reconocer que todos vivimos bajo el mismo signo y, por ello, fraternizados en nuestras debilidades, causa de nuestros comportamientos violentadores, encaminarnos hacia la fuente de la felicidad: Dios, fuente del único comportamiento verdadero del hombre: amar. La enseñanza de Jesús siempre está apuntando a ello. En el sermón en la montaña, Jesús propone a sus discípulos a vivir una vida desde un corazón abandonado en las manos de la providencia (Mateo 6,25-34) y una confianza persistente en la oración (Mateo 7,7-11), una vida incrédula del falso poder del dinero (Mateo 6,24) y del falso camino (Mateo 7,13-14), una vida sabia en el conocimiento del verdadero tesoro del hombre (Mateo 6,19-21; 7,6). Estos ideales de conducta son sintetizados por Jesús en una máxima ética universal: “todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacedlo también vosotros a ellos; por esta es la ley y los profetas” (Mateo 7,12). La última frase del v.12 es clave para la interpretación cristiana de la verdadera conducta humana. Si se recuerda el texto de Mateo 5,17, vemos como Jesús da perfecto cumplimiento de “la ley y los profetas” precisamente en una máxima que subraya la correspondencia del amor entre los hombres: “yo amo porque, deseándolo primero, he sido amado”; diferenciándose, así, de todo sistema de comportamiento humano basado en el principio de reciprocidad. El principio ético de correspondencia supone una fuente de poder. Esta fuente debe ser universal e infinita, pues debe impulsar el actuar de todos los seres humanos en todo momento. También es unidireccional: viene desde la fuente y se comunica con cada ser, permitiendo que entre estos seres se dé una correspondencia. Desde la ética cristiana Dios es entendido como la fuente del comportamiento humano, esto quiere decir: el amor paterno de Dios nos capacita para comportarnos, en correspondencia, como hermanos que se aman como su padre los ama (véase Juan 14,34-35). El amor que se dona a sí mismo es el único principio de la ética cristiana. Sin embargo, se debe reconocer que la conducta humana ha sido dirigida por otros principios: el egoísmo: amor que toma y, tomando, quita al otro; y el amor que ha sido reducido a su base formal: amor que ama a través de códigos, amor que no se da, sino que se prescribe. En ambos se puede ver la presencia de un concepto clave y problemático: la justicia. La única justicia verdaderamente digna de ser llamada así es aquella que entrega más de lo que recibe, la justicia guiada por el amor, no por las exigencias de una reciprocidad deshumanizante. Al ser humano no se le debe dar lo que él da porque, siendo juzgado por sus méritos, debería ser ahogado en sus limitaciones; la única medida posible de una justicia cristiana es aquella del amor que se da con medida remecida, rebosante. Ésta justicia es la única capaz de crear un cambio positivo en la conducta humana, porque lo obliga a aspirar a algo más alto, dirigiendo su mirada al Cielo en gratitud por el amor que lo redime de sus límites. Esta es la única ley digna de ser llamada así, la única que orienta al ser humano hacia el bien y el amor, la existencia verdaderamente feliz, vivida bajo el signo del perdón inmerecido: “yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2,18-20). El camino que Jesús enseña es, en realidad, y como hemos querido, una búsqueda. El cristianismo es, pues, en esencia, salir en busca de Dios; es responder: ¿quién es Dios? ¿Dónde está Dios? Dios es mi padre, él vive en mi casa. Tal vez, a través de estos interrogantes, podamos reflexionar nuestro proyecto de vida con nueva luz. Nuestro proyecto es un camino a tomar, y éste es nuestra propia vida; ya lo sabemos: ¿con qué luz hemos iluminado nuestro camino? ¿Hacia qué meta hemos dirigido nuestro viaje?

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