EL VALOR DE USO DE UNA MERCANCÍA PECULIAR Alguno se habrá topado alguna vez con estos objetos de forma rectangular cuyas medidas oscilan entre los veinte centímetros de largo por unos quince de ancho apróximadamente. Tienen en su interior gran cantidad de papeles del mismo tamaño y espesor, todos igualmente rectangulares y blancos, sobre los cuales se hallan impresas con tinta negra diversas figuras que se repiten y combinan de múltiples maneras. Dichas figuras se encuentran dispuestas en líneas horizontales que se despliegan, una debajo de la otra, a lo largo y a lo ancho y a ambos lados de todos y cada uno de los papeles, los cuales pasaré a denominar hojas por tener un derecho y un revés. La cantidad de hojas varía de un objeto a otro y en todos los casos están unidos por el costado izquierdo más largo del rectángulo mediante diversas técnicas de ensamblado. La suma de los papeles adquiere unidad con la presencia de otras dos hojas ubicadas por delante y por detrás de las demás y que se distinguen por su color y mayor espesor. Además de darle unidad al objeto, estas hojas tienen la función de proteger al resto, del mismo modo que la tapa de una caja tiene por objeto contener y resguardar su contenido. Llamaré entonces tapa a la hoja de adelante y contratapa a la de atrás. La tapa consta de las mismas figuras que encontramos en las hojas internas, aunque más llamativas y grandes que aquéllas, y pueden o no estar acompañadas por dibujos e ilustraciones. Hay tapas duras que parecen aportar al objeto un plus de distinción, un plusvalor que está relacionado con otra característica fundamental de este objeto: es producto del hombre y no de la naturaleza. Este tipo de cosas no se obtienen de la rama de un árbol sino que son el resultado de horas de trabajo humano, y sólo podemos encontrarlas en el mercado. Allí se compran y se venden estos productos, que son ya mercancías, y el valor de las mismas varía según la calidad de su material y la cantidad de tiempo de trabajo humano en ellas incorporado. Sin embrago, sucede a veces que algunos de los menos gruesos y lujosos de estos artefactos son los más costosos. Me pregunto, pues, qué es lo que verdaderamente da valor a estos artificios misteriosos. Sabemos que un objeto, para ser mercancía, debe tener un valor de uso y un valor de cambio. Estos objetos tienen indudablemente un valor de cambio, pues todos ellos contienen tiempo de trabajo humano y son efectivamente vendidos y comprados en el mercado. Ahora bien, ¿qué podemos decir de su valor de uso? Si tal cosa es una mercancía, alguna necesidad ha de satisfacer, pues de lo contrario no podría ser considerada mercancía. Me propongo aquí descubrir el valor de uso de estos objetos a partir de la observación de los momentos en que distintos hombres y mujeres se disponen a hacer uso de los mismos. Las siguientes observaciones han sido extraídas de un trabajo de sondeo que toma como muestra a cien individuos de la ciudad de Buenos Aires elegidos al azar, en la esfera tanto pública como privada, y que describen los momentos en que el hombre, sea mujer o varón, se dispone a hacer uso del objeto investigado: Lo más común es que el hombre sostenga el objeto con sus manos. Si bien es posible que lo apoye sobre una mesa o sobre su regazo, en todos los casos sus manos siempre están activas y manipulando al objeto de diversas maneras. Generalmente el hombre se coloca en una posición cómoda pues suele permanecer en ese mismo lugar durante el tiempo que dure la utilización del objeto. El tiempo promedio es de una hora. Es preciso aclarar que este dato es poco representativo en tanto que existe una gran brecha entre los tiempo mínimos y máximos de duración extraídos del muestreo: encontramos casos de dos minutos y otros que se extienden a cuatro horas o más de duración.
Sea cual sea el tiempo de duración, lo más común es que el hombre se encuentre sentado, aunque también se han visto casos de personas que, recostadas sobre el césped de un parque, paradas en un vagón de un tren en marcha, o incluso caminando, hacen igualmente uso de esta cosa aparentemente tan versátil. De cualquier manera, de los datos obtenidos, el lugar por excelencia elegido por los hombres al momento de disponer del objeto resulta ser un sillón, generalmente situado en la intimidad del hogar y en un ambiente tranquilo y silencioso. En la mayoría de los casos, el hombre coloca el objeto a la altura de su ombligo, inclina su cabeza levemente hacia abajo y fija su mirada en el objeto. De vez en cuando cambia de posición o realiza algún movimiento que hace que su mirada se aparte del objeto, pero sólo por unos instantes. Ejemplo de esto se da cuando el hombre bebe de un vaso de agua que no por causalidad se encuentra al alcance de su mano. Y digo que no es casual porque durante todo el período en que el hombre hace uso del objeto, no es común que haga otra cosa. Por así decirlo, evita toda clase de distracciones y para ello, hay un momento previo en el que el hombre se aprovisiona de todas aquellas cosas que necesitará, como anteojos, cigarrillos, encendedor y cenicero, una buena luz, un sillón donde sentarse, etc. Una vez acomodado, el hombre toma el objeto con sus manos y lo abre, quedando la tapa sostenida por su mano izquierda y el resto de las hojas y la contratapa por su mano derecha. Cada tanto, toma una de las hojas de la derecha y la pasa hacia el lado izquierdo. Esto se repite varias veces, por lo que con cada nuevo movimiento la fila de la izquierda va ganando en grosor mientras que la de la izquierda se va reduciendo progresivamente. Llamaré a este procedimiento movimiento manual. Existe otro tipo de movimiento, independiente pero estrechamente ligado al anterior, al que llamaré movimiento ocular y que consiste en el recorrido casi imperceptible que efectúan los ojos del hombre cuando se enfrentan al objeto: empezando por la parte superior de la hoja, a veces situada en la pila de la derecha y otras veces en la de la izquierda, ambos ojos se dirigen lentamente de izquierda a derecha para luego volver rápidamente al punto inicial, aunque unos milímetros más abajo. Esto lo hacen repetidas veces, descendiendo cada vez un poco más, hasta llegar al final del papel. Es en el momento en que sus ojos se topan con los límites del papel cuando el movimiento ocular se combina con el movimiento manual: el hombre toma el papel de la derecha para pasarlo al lado izquierdo. Y una vez más, el hombre inicia su movimiento ocular, empezando por la parte superior de la nueva hoja traspasada. Llamaré a esta articulación de los movimientos manual y ocular proceso de coordinación sensorial. El proceso de coordinación sensorial se reitera varias veces, pero no siempre ininterrumpidamente: puede suceder que el hombre vuelva sobre una hoja ya trasladada de derecha a izquierda, produciendo así un movimiento contrario al normal. O bien, puede ocurrir que su mirada ascienda repentinamente para retomar el camino del descenso. He observado que, en general, estos tipos de movimientos van acompañados de otros, como el frunce del entrecejo o la utilización del dedo índice como guía para el movimiento ocular. Luego de varios movimientos manuales y oculares el hombre abandona el objeto, no sin antes colocar una especie de papel rectangular de unos veinte centímetros de largo por unos cinco de ancho entre las hojas que ha observado por última vez. A este proceso lo denominaré señalización. Lo cierra y deposita en algún lugar visible, generalmente sobre la mesa de luz próxima al sillón, y así queda el objeto, inutilizado e inerte, por períodos que pueden llegar a durar días, semanas y hasta meses. El tiempo de inactividad del objeto se detiene en el momento en que el hombre vuelve a
apoderarse de él. Lo abre en el preciso lugar donde antes había colocado el pequeño papel y enseguida retoma los movimientos manuales y oculares. En un momento dado, el hombre se detiene, coloca el pequeño papel entre las dos últimas hojas que ha observado y lo cierra para dejarlo otra vez inactivo hasta la próxima ocasión. En cada nuevo retorno del hombre al objeto, y con cada nueva señalización, el pequeño papel se va acercando a la contratapa, y una vez que la alcanza, el objeto parece haber perdido toda su utilidad, si es que en algún momento la tuvo. Yace por un tiempo indefinido sobre la mesa de luz hasta que, en un cierto punto, es colocado en un estrecho lugar plagado de otros tantos ejemplares de su tipo entre los cuales se pierde. Y allí permanece, inútil y haragán, durante meses, años o incluso décadas. Puede suceder que algún otro hombre, o incluso el mismo que lo ha abandonado, lo rescate de entre los escombros de la pereza y del olvido. Sin embargo, lo más común es que su utilidad muera en esa primer y única experiencia.