Un Poeta Deambula, Sin Querer Por La Economía - Martín Krause.pdf

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UN POETA DEAMBULA, SIN QUERER, POR LA ECONOMÍA Carlos A. Daneri

UN POETA DEAMBULA, SIN QUERER, POR LA ECONOMÍA Carlos A. Daneri Introducción Cuando el profesor Pierre Aronnax, ya embarcado en el Nautilus1, visita la biblioteca del Capitán Nemo, éste le dice que se habían seleccionado allí los mejores libros de la Tierra en geología, historia, arte, ciencias, pero explícitamente ninguno de política económica. Muy probablemente no lo había tampoco en la biblioteca de Jorge Luis Borges, o más bien la de su padre, que leyó con avidez en su niñez. Ésta tenía libros de David Hume, seguramente su obra filosófica, Tratado de la naturaleza humana; también de Herbert Spencer, y en algún momento Borges menciona a John Stuart Mill, pero no hay ninguna mención a ese otro gran escocés, Adam Smith, y el de Mill no sería su Principios de Economía Política. No parece que la economía haya sido una disciplina que atrajera su atención. No hay referencias a ella, ni a una política económica en particular, pese a que Borges fue muy de opinar en las cuestiones políticas que afectaban a su país, y al mundo. No las hay en sus textos de ficción, en sus ensayos, ni siquiera en las tantas entrevistas que le hicieron, donde inevitablemente se hacía referencia a la situación social. Habiendo transitado muchos de esos libros he podido encontrar solamente una, lapidaria: “Porque antes, no se hablaba de

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En la obra de Julio Verne, Veinte mil leguas de viaje submarino. (Ed: Pierre-Jules Hetzel, Paris, 1869)

economistas, pero el país prosperaba, ahora casi no se habla de otra cosa, y el resultado de esos expertos ha sido la ruina del país.”2 Es cierto, en la época de oro del progreso argentino no había Facultad de Ciencias Económicas en la Universidad de Buenos Aires, que recién se crearía en 1913; y aun así se dictaría en ella la carrera de Contador Público, aprobándose la Licenciatura en Economía recién en 1958…, al mismo tiempo que se creaba el “Ministerio de Economía” (hasta entonces solamente se llamaba Ministerio de Hacienda). Tal vez no es una mera coincidencia, se iniciaba la carrera universitaria al mismo tiempo que se creaba el instrumento para que luego estos “expertos” que Borges menciona ocasionaran la ruina del país, aunque hubo de pasar tiempo hasta que llegaran a ese cargo “Licenciados en Economía”; antes eran en su mayoría abogados, y algún ingeniero. Ése era un mundo muy ajeno al de Borges, un mundo que nunca le interesó. Eso no quiere decir que no presentara temas económicos en sus textos. En cierta forma es inevitable, ya que la economía no es gráficos y estadísticas sino un intento de comprender el accionar humano que, en medio de un entorno signado por la escasez, nos lleva irremediablemente a economizar los recursos. La literatura fantástica nos puede sacar de ese lugar, y por suerte lo hace. Por ejemplo, no habría tal cosa como escasez de libros en “La biblioteca de Babel”3, aunque, a menos que fuéramos inmortales, no nos alcanzaría la vida para recorrerla, el tiempo nos sería escaso. Esa biblioteca contiene todos los 2

Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, Reencuentro: Diálogos Inéditos (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1999, p. 156. 3 En El Jardín de senderos que se bifurcan (1941) y luego Ficciones (1944)

libros y ensayos, incluso éste, y su refutación; e incluiría también un libro que nos revelara en sus páginas todos los secretos de la economía. No es éste. Y no sabemos dónde está en esa biblioteca ilimitada. Buscaremos entonces que Borges nos guíe por el fantástico mundo de su escritura y trataremos de reconocer en ese mundo algunos elementos de la teoría económica que nos ayudarán a imaginar lo que sucede varios círculos más abajo, en el simple terreno de nuestras acciones económicas diarias y sus consecuencias. Sobre el progreso No siempre fue fácil sentir el progreso. Durante siglos la vida era un ciclo que se repetía: el hijo de campesinos sería campesino, el de señores, señor; ambos vivirían aproximadamente la misma cantidad de años, y así sus hijos, nietos y bisnietos. La expectativa de vida en Argentina en 1899 era de 29 años. Tomemos un país con condiciones más cercanas a la vida cotidiana del autor en ese entonces: en el Reino Unido era en 1543 de 33,9 años en promedio; era de 40 años en 1853 y para 1899, el año del nacimiento de Borges, había comenzado a mejorar: 45,2 años4. Eso era lo que Borges podía esperar vivir cuando nació. Por suerte vivió casi el doble. Y es que después de su nacimiento se desató el progreso, y la expectativa de vida subió y subió, salvo por los años de guerra, hasta alcanzar 70,8 años en Argentina a la fecha de su muerte, a los ochenta y seis (74,6 en el Reino Unido).

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https://ourworldindata.org/life-expectancy/

Tal vez no es sencillo notar esos avances, pues van ocurriendo a nuestro lado, poco a poco. Pero cuando miramos con una perspectiva más amplia, es sorprendente. O tomemos el caso de China donde, para 1962, el ingreso promedio de la población era de 60 dólares por persona al año. Hoy es $ 7.9305. Y ni que hablar de Singapur, cuyo ingreso promedio pasó de 490 a 42.090 dólares en el mismo lapso. ¿Cómo no notar semejante cambio? Pero cuando Adam Smith preparaba su famosa obra no tenía estadísticas a mano, no existían. El libro que lo hizo famoso se llamó Una investigación acerca de la causa y el origen de la Riqueza de las Naciones, luego conocido por el final de esa frase. En ese entonces, al igual que en la juventud de Borges, esos cambios se “observaban” alrededor, o en parte en las noticias, y aquellos más perspicaces se daban cuenta de lo que estaba sucediendo. Pero no era sencillo descubrir los procesos sociales que estaban ocurriendo afuera e interpretarlos. Los primeros quince años de Borges trascurrieron en el barrio de Palermo, en ese entonces el límite de la ciudad con la pampa, el suburbio. Luego la familia se trasladaría a Ginebra para tratar la ceguera creciente de su padre, que luego también le afectaría, y en 1919 a España. El regreso de la familia fue en 1921. El Capítulo IV de Evaristo Carriego (1930) se titula “La canción del barrio”, y allí describe los cambios que se producían en ese barrio de Palermo a comienzos del siglo XX que, si bien se encontraba en las “orillas” de la ciudad y algo al margen de la ley, “en general, se conducía como Dios manda, y era una cosa

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http://data.worldbank.org/country/china

decentita, infeliz, como cualquier otra comunidad gringo-criolla6” (Borges, Tomo I, 1996, p. 130). Entre 1871 y 1914 ingresaron al país casi seis millones de personas, de los cuales 2, 7 millones regresaron a sus países de origen, pero 3,2 millones se quedaron. El censo de 1869 contó 1,7 millones de habitantes; el de 1895 casi cuatro millones, que fueron 7,9 millones en 1914. La ciudad de Buenos Aires pasó de 181 mil habitantes en 1869 a 1,5 millón en 1914. En Rosario se multiplicó por diez, en Mendoza por siete, en Tucumán por más de cuatro. Obviamente, semejante aluvión de personas no pasaba desapercibido. En ese último año el 30% de la población total era extranjera, porcentaje que era del 68,4% entre los propietarios de comercios, el 68,7% de los industriales y el 31,9% de los productores agropecuarios7. Esa avalancha de gente cambiaba la configuración de los barrios de la ciudad, sobre todo los de los márgenes, que fascinaban a Borges. De un ámbito donde prevalecía el matón (pendenciero, chulo, jactancioso), asociado al dirigente político de turno, se pasaba a una población inmigrante que llegaba en busca de oportunidades, y las encontraba más en el trabajo, la producción y el comercio. Adam Smith señalaba ya en su otro famoso texto, Teoría de los Sentimientos Morales, que el comercio suaviza las costumbres, porque obliga a pensar en el otro, en lo que pueda necesitar, y en cómo lograr que regrese. Algo similar pasaba en esos barrios: “Ya la gimnasia interesaba más que la muerte: los chicos ignoraban el visteo por atender al football, rebautizado por desidia vernácula el foba. Palermo se 6

En Argentina, en ese entonces, la palabra “gringo” hacía referencia a los italianos principalmente. Gallo, Ezequiel (1990); “Vida política y sociedad en la Argentina Moderna, 1870-1916”, en Leslie Berthel: Historia de América Latina, Tomo 10 (Barcelona: Crítica). 7

apuraba hacia la sonsera: la siniestra edificación art nouveau brotaba como una hinchada flor hasta de los barriales. Los ruidos eran otros: ahora la campanilla del biógrafo –ya con su buen anverso americano de coraje a caballo y su reverso erótico-sentimental europeo- se entreveraba con el cansado retumbar de las chatas y con el silbato del afilador. Salvo algunos pasajes, no quedaba calle por empedrar. La densidad de la población era doble: el censo que registró en mil novecientos cuatro un total de ochenta mil almas para las circunscripciones de Las Heras y de Palermo de San Benito, registraría el catorce uno de ciento ochenta mil. El tranvía mecánico chirriaba por las aburridas esquinas…” (Borges, Tomo I, 1996, p. 130). Pero todavía las orillas de la ciudad eran un mundo primitivo, donde la ley y el comercio no predominaban, y tanto el mercado como la política eran también primitivas. En la política dominaba el caudillismo en base a la fuerza y la amenaza. En “Hombre de la esquina rosada” (Historia Universal de la Infamia, 1935) comenta Borges quién era el que ahora llamaríamos ‘puntero’ del barrio (dirigente político de barrios populares). El texto está escrito en ese lenguaje “arrabalero”: “A ustedes, claro, les falta la debida esperiencia para reconocer ese nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por la villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo era uno de los hombres de Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie ignoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice”. (Borges, Tomo I, 1996, p. 331).

El entorno era similar al descripto en otro cuento que Borges también incluye en ese libro Historia Universal de la Infamia. Me refiero a “El proveedor de iniquidades Monk Eastman”, que relata la historia de bandas en Nueva York, la que también cuenta el film de Martin Scorcese “Pandillas de Nueva York”. Cualquiera que visite esa ciudad ahora se dará cuenta que, salvo por las bandas de narcotráfico, el progreso de esa ciudad ha desterrado esa violencia y la ha reemplazado por gente pacífica que se dedica al arte, la cultura o las finanzas. Ese proceso forma parte también del “progreso económico” y la extensión de las relaciones mercantiles reemplazando a las relaciones violentas. Los economistas han intentado medir el progreso, pero sólo han logrado medir de alguna forma el crecimiento económico. La diferencia entre uno y otro reside en lo siguiente: progreso significa cantidad y calidad, medios económicos y calidad de vida; crecimiento es nada más que cantidad. No obstante, existe una clara relación entre la mayor disponibilidad de medios económicos, riqueza, y muchos otros aspectos que hacen a nuestra calidad de vida. Mayores niveles de riqueza señalan también mejores condiciones de salud, más expectativa de vida, niveles de educación más altos, y hasta mejores condiciones ambientales. Pero las valoraciones son subjetivas, y no nos es posible conocer las que otros tienen y mucho menos medirlas o sumarlas unas a otras para obtener algo así como una medida del ‘bienestar general’. Podemos saber el precio de un auto, por ejemplo, pero desconocemos la posible utilidad que obtendrían de él Juan o Pedro. Podríamos, eso sí, sumar los precios de todos los bienes y servicios que se producen en un determinado período. Eso suele hacerse en todos los

países y se conoce como el Producto Bruto Interno (PBI, o también PIB), que mide la producción de bienes finales para consumo según sus precios. No voy a detenerme a analizar esa estadística porque no solamente es muy aburrida, sino que también nos puede dar una idea imperfecta de lo que realmente sucede en la economía. Por ejemplo, si sumamos al PIB las importaciones tendríamos entonces lo que se llama “Oferta Global”, esto es el conjunto de bienes y servicios a disposición en un determinado período, digamos en un año. El otro lado de la Oferta Global es la Demanda Global, es decir, a qué destinos van esos productos y servicios que han sido ofrecidos. Estos pueden ser destinados al Consumo Privado, al Consumo Público, a ser exportados, o a ser invertidos. Visto desde esta simple perspectiva, el Consumo absorbe unas dos terceras partes del PIB, con lo cual, a primera vista, parece ser que el consumo es lo más importante en la economía. Algunos creen que es el “motor” y que es necesario alentarlo para que la economía crezca. Es un curioso razonamiento, que va en contra de algunas de nuestras conductas básicas: ninguno de nosotros piensa que saliendo a gastar nos vamos a enriquecer; todos comprendemos, aunque sea intuitivamente, que primero tenemos que producir, que trabajar, para luego tener con qué consumir, no al revés. Resulta, al menos, contradictorio, que la sociedad prospere cuando consumimos pero que nosotros, individualmente o nuestra familia, progresemos cuando trabajamos y ahorramos. Por cierto, el consumo es el destino final de toda producción. Consumir significa satisfacer alguna necesidad y toda la producción de bienes y servicios está dirigida a satisfacer esas necesidades (que pueden ser banales o

estúpidas, por supuesto, pero eso dependerá de las valoraciones subjetivas de cada uno). Ahora bien, si uno toma en cuenta el volumen y precio de los bienes y servicios en todas las etapas de la producción antes de llegar al producto final; esto es, por ejemplo, la siembra y la cosecha, la fabricación de harina, el horneado del pan, su empaquetado y su traslado hasta el supermercado; la producción de todas esas etapas intermedias es la parte más importante de la economía. La cifra se revierte, ahora la producción y los procesos intermedios resultan ser los dos tercios de todo lo que ocurre en una sociedad en particular. Visto desde esta perspectiva, el dilema anterior se resuelve. El consumo es el destino final de toda producción, pero no es la parte más importante de la economía; la producción lo es. Las transacciones que se hacen entre productores, empresas y comerciantes antes de llegar a los consumidores son el corazón que, entre otras cosas, hace funcionar al estómago. No existe en muchos países una estadística específica que mida ese volumen en proceso8 así que nos limitaremos a considerar el PIB, para el cual se ha hecho el notable esfuerzo de estimarlo hacia atrás, nada menos que hasta 18109. La tarea no es menor, y por supuesto no es perfecta, porque hay que estimar los volúmenes de producción y sus precios. En fin, es una estimación, pero nos dice que en el año de nuestro primer paso hacia la independencia la producción alcanzó un volumen de 689,82 millones de dólares. ¿Dólares? Los dólares eran de plata en ese entonces. Pues son dólares de 1990. Entonces, no importa la moneda específica que se utilizara entonces, la 8

En Estados Unidos se llama Gross Output y es una estadística que ha comenzado a realizar el Bureau of Economic Analysis (BEA). 9 Ferreres, Orlando J., (director) (2005); Dos siglos de economía argentina (1810-2004): Historia Argentina en cifras; (Buenos Aires: Editorial El Ateneo y Fundación Norte y Sur).

estimación toma el dólar de 1990 y considera los cambios de precios ocurridos desde ese año hacia atrás. Contarles cómo se hace eso sería la defunción automática de este ensayo, si es que no ha ocurrido ya. Permítasenos simplemente decir que toda la producción final de bienes y servicios en Argentina se había multiplicado por tres hacia el año 1860 (1.893,1 millones de dólares de 1990) y había alcanzado unos 4.000 millones para los años 1880. Pero he aquí que, para el nacimiento de Borges, recordemos, 1899, se había más que triplicado para alcanzar 15.515 millones. Y para el regreso de Borges a Argentina en 1921 se había más que duplicado otra vez hasta los de 33.381 millones. Algo más cerca de lo que le sucedía a la gente, ese mismo PIB medido por persona, o per cápita, era de 1.534 dólares anuales en 1880 (de nuevo, dólares de 1990); ya era de 2.865,3 dólares para su nacimiento y de 3.610,4 dólares para su regreso de Europa. Todo eso sucedía por detrás, pero Borges no podía dejar de reflejarlo. Ese crecimiento económico era impulsado por la competencia entre los productores y comerciantes que, como vimos, eran mayoritariamente inmigrantes. En “La espera”, de El Aleph (1949), comenta: “El coche lo dejó en el 4004 de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. … En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer; los judíos estaban

desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos.” (Borges, Tomo I, 1996, p. 608). Pero a diferencia de lo que sucede en el mundo de hoy los que llegaban y desplazaban a los locales no generaban mayor recelo, tal vez porque el país ofrecía oportunidades para todos. El salario industrial, que era de 415 pesos por mes en 188210, alcanzaba 703,67 en 1899 y 811,86 en 1921 (nótese que fue de 1.240,13 en 2004, cifra que había sido alcanzada por primera vez en 1947, si sirve como ejemplo de nuestro estancamiento y de la ruina que comentara Borges citado en la Introducción). -.La vida cambiaba rápidamente, no solamente por la llegada de los inmigrantes. En cierta forma era como ahora, cuando el avance tecnológico nos sorprende y nos cambia la vida, pero, además, subían los ingresos de todos. Eran, por supuesto, otras tecnologías, tal vez tan ‘disruptivas’ como las actuales. Veamos un caso de alto impacto en la ciudad de Buenos Aires. En El Aleph (1949) un cuento lleva el nombre de “Emma Zunz” y relata la historia de esta empleada de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal que se entera del suicido de su padre como resultado de la deshonra por haber sido acusado de un desfalco en la fábrica que, en verdad, había cometido el mismo Loewenthal. Emma planea y ejecuta una venganza que terminaría con la muerte de éste como resultado de su defensa ante al abuso sexual que supuestamente le impusiera. Como parte del plan se había entregado, por

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Pesos de 2004, Ferreres, p. 460.

primera vez, y por dinero, a un marinero sueco, para probar la violación. Comenta Borges que luego de este acto: “Emma pudo salir sin que la advirtieran; en la esquina se subió a un Lacroze, que iba al oeste.” (Borges, Tomo I, 1996, p. 566). ¿Qué significa ‘se subió a un Lacroze’? Tal vez muchos lectores hayan disfrutado el cuento sin haberse preguntado esto. Es parte de una abundante historia en materia de transporte urbano de pasajeros, en competencia y sin limitaciones, que ocurría ante los ojos de Borges. Hasta la llegada de los ferrocarriles en la segunda mitad del siglo XIX, el transporte interurbano consistía en la diligencia, la carreta o el caballo y en la ciudad, simplemente caminar. Esos ferrocarriles trajeron el primer transporte urbano moderno. Los primeros tranvías fueron establecidos en Buenos Aires por las mismas empresas ferroviarias con el objetivo de acercar pasajeros hasta sus terminales. Pero al poco tiempo se desataba la competencia empresarial local para brindar servicios a la población en un marco donde la competencia y la iniciativa individuales no tenían mayores restricciones, y al amparo de la seguridad y estabilidad jurídica vigentes desde la aprobación de la Constitución Nacional en 1853. Según Scenna11 (p. 68): “Y el primero que se les animó fue un joven de treinta años llamado Federico Lacroze. Treinta años nada más, pero aprovechados a fondo. De muchacho se había radicado en Chivilcoy, y entregado a los negocios rurales amasó una importante fortuna. Pero su destino no se cumpliría en la ganadería. 11

“El tranvía”, Todo es Historia, N° 18, Buenos Aires (octubre de 1968): 66.

De entrada, comprendió el filón que serían los tranvías, y demostrando ser un sagaz hombre de empresa formó una sociedad con su hermano Julio y dio origen a la compañía que se llamaría Tranway Central. Ganó la partida el 22 de agosto de 1868, cuando las Cámaras provinciales le otorgaron la anhelada concesión cuyo contrato se firmó el 29 de diciembre de ese año". Otro gran pionero del desarrollo del tranvía en Buenos Aires fue Mariano Billinghurst, quien obtuvo la concesión un año después que Lacroze. Es decir, como en otras cosas, la iniciativa de los empresarios se dirigía a ofrecer productos o servicios masivos para los sectores más populares, ampliando cada vez más el acceso de éstos a los nuevos instrumentos del progreso. La telaraña se extendía rápidamente. Proliferaron las líneas y las compañías. La creciente extensión de rieles también aconsejó la presencia de estaciones donde esperar la hora de salida de los coches. Borges nacía en la segunda etapa, con el tranvía eléctrico comenzando a reemplazar al tirado a caballo. La primera línea fue inaugurada en 1897. Las ventajas del tranvía eléctrico eran la velocidad superior, la capacidad (40 pasajeros sentados, el doble que en el tranvía a caballo), la higiene y también, como siempre, el precio. "Mientras el más barato de los tranvías a caballo costaba 25 centavos, ¡he aquí que el progresista y lujoso vehículo costaba tan sólo veinte centavos!" Nuevamente, la dinámica de la actividad empresarial destronaba a lo que parecía un seguro dominador. Al poco tiempo, el tranvía a caballo desaparecía de la ciudad de Buenos Aires. Cuando Borges regresa de Europa debe haber sido testigo de un nuevo fenómeno que cambiaría la cara de la ciudad. En ese momento los porteños se trasladaban en los tranvías y en el único subterráneo,

ambos ya propiedad de la Anglo-Argentina Ltda. Pero en ese momento comenzaron a aparecer los primeros ómnibus y algunos taxis pasaban a realizar recorridos fijos y a aumentar su capacidad y tamaño. Estos recién llegados eran empresas de mucha menor envergadura y solvencia que las empresas tranviarias establecidas; pero comenzaron a competir implacable y exitosamente con éstas, ofreciendo servicios alternativos más baratos en recorridos paralelos que fueron quitando pasajeros a las empresas tranviarias. A partir de entonces comenzarían a escribirse los libros más brillantes de Borges, sus extraordinarios cuentos fantásticos, y otra historia “fantástica”: la de la decadencia del transporte urbano en la Argentina. Para evitar la supuesta "ruinosa" competencia que los nuevos colectivos imponían a los tranvías eléctricos se expropiaron las líneas privadas de ómnibus y colectivos y se las agrupó junto con los tranvías en la nefasta Corporación de Transportes de la Ciudad de Buenos Aires. Un par de décadas después, este ente estatal quebraba, las líneas de ómnibus volvieron a ser privadas, pero nunca volvimos a tener un mercado abierto y desregulado. -.Ése era el mundo que Borges observaba y en el que comenzaba a publicar. Un mundo que cambiaba a alta velocidad, pero hacia adelante. La economía crecía, los inmigrantes llegaban de a miles, las ciudades se expandían como nunca y en los ámbitos donde más se mezclaba todo eso, los suburbios de la ciudad, comenzaba a formarse una cultura particular, la del tango y el fútbol; los intelectuales creaban una literatura gauchesca sin dejar de mirar a Europa.

“En el Congreso de Tucumán resolvimos dejar de ser españoles; nuestro deber era fundar, como los Estados Unidos, una tradición que fuera distinta. Buscarla en el mismo país del que nos habíamos desligado hubiera sido un evidente contrasentido; buscarla en una imaginaria cultura indígena hubiera sido no menos imposible que absurdo. Optamos, como era fatal, por Europa y, particularmente, por Francia (el mismo Poe, que era americano, llegó a nosotros por Baudelaire y por Mallarmé). Fuera de la sangre y del lenguaje, que asimismo son tradiciones, Francia influyó sobre nosotros más que ninguna otra nación. El modernismo, cuyas dos capitales, según Max Henríquez Ureña, fueron México y Buenos Aires, renovó las diversas literaturas cuyo instrumento común es el español y es inconcebible sin Hugo y sin Verlaine. Luego atravesaría el océano e inspiraría en España a ilustres poetas. Cuando yo era chico, ignorar el francés era ser casi analfabeto. Con el decurso de los años pasamos del francés al inglés y del inglés a la ignorancia, sin excluir la del propio castellano.”12 Todo eso ocurría en un proceso que es muy familiar para los economistas. Era mayormente un ‘orden espontáneo’, fruto de la acción humana pero no de un ‘designio humano’, un proceso evolutivo que se desarrollaba sin un objetivo final particular. Nadie pudo prever que la combinación de locales y extranjeros más una influencia africana, gauchesca y europea pudiera surgir algo así como el tango y la milonga. Nadie tampoco pudo prever que un deporte inventado por ingleses se convertiría en una pasión local.

12

Jorge Luis Borges, “Prólogo de Prólogos”, Prólogos con un Prólogo de prólogos; Obras Completas, Tomo IV, (Barcelona, Emecé Editores, 1996), p. 13.

Nadie guiaba la llegada de los extranjeros, que no fueran las oportunidades existentes, es decir, sus posibles ingresos. Carlos Díaz Alejandro (1937-1985), un economista cubano, profesor de las universidades de Yale y Columbia, quien fuera reconocido como uno de los más importantes expertos en la economía latinoamericana, dedicó especial atención a la Argentina. Es interesante la visión de alguien que no estaba afectado por alguna preferencia política local. Al respecto, comenta (p. 8): ‘En la segunda mitad del siglo pasado, la mayor parte del mercado de trabajo argentino se integró con rapidez al régimen capitalista; a los trabajadores se los empleaba y despedía por meras razones económicas, pero la mano de obra a su vez podía desplazarse con libertad dentro del país y salir o entrar de él sin ninguna traba. Por otra parte, a pesar de alguna que otra desocupación cíclica, de 1860 a 1930 la Argentina en general se caracteriza por una economía con plena ocupación, en la que el desempleo temporal tenía fácil remedio: el regreso a la patria o el traslado a otros países escasos de mano de obra, como Estados Unidos’. Y más adelante: ‘Los datos sobre salarios de 1900 a 1930 son más abundantes. Los salarios reales en la pampa eran, al parecer, superiores a los de algunas ciudades europeas. Una comparación entre las tasas de salarios por hora correspondientes al lapso 1911-14 en Buenos Aires, París y Marsella respecto de siete categorías diferentes, muestra que las tasas salariales de Buenos Aires eran superiores a las de Marsella en todas las categorías (alrededor de un 80%), y superiores a casi todas las de París (alrededor del 25%). Un informe de 1921 del Departamento Británico de Comercio de Ultramar afirmaba que los salarios argentinos antes de la Primera Guerra Mundial eran superiores a los

de los países europeos, aunque no habían ido creciendo al mismo ritmo". Y concluye el mismo autor que "para atraer a los inmigrantes, los salarios reales de la Argentina tenían que ser superiores, por lo menos en el margen, a los de Italia y España, y hasta competitivos con los de otros países de inmigración, por más que los factores culturales dieran a la Argentina una ventaja innegable en cuanto a los inmigrantes latinos. Los salarios, así como el tiempo libre y las condiciones de trabajo, también propendían a mejorar, según parece, a un ritmo más acelerado que el del producto interno per cápita”13 No era todo así, por supuesto. Al mismo tiempo, la preocupación por el impacto de la llegada de los inmigrantes y la inexistencia (aunque ya incipiente) de una “cultura argentina” había desatado un intento, autoritario, de homogeneizar a esa diversa población a través de un “proyecto nacional”14. También el Estado buscaba reprimir o disuadir el crecimiento de la organización obrera o de su protesta15. Pero en esencia, la llegada y asimilación de los inmigrantes, tanto desde la perspectiva de su inserción económica como también cultural, era un proceso evolutivo de cambio cuyo análisis es la esencia de las contribuciones originales de la economía. Es con ese aporte, con esa visión que inmortalizara Adam Smith con la metáfora de la “mano invisible”, que la economía nació como tal. Un orden espontáneo 13

Díaz Alejandro, Carlos (1970), Essays on the Economic History of the Argentine Republic, New Haven nd London, Yale University Press. Ensayos sobre la historia económica argentina, Amorrortu, Bs. As., 1975. 14 Escudé, Carlos; El fracaso del proyecto argentino: Educación e ideología, Editorial Tesis, Buenos Aires, 1990 15 El Congreso aprobó en 1902 la Ley de Residencia que otorgaba al Poder Ejecutivo el derecho a expulsar extranjeros sin un debido proceso legal, una clara reversión del respeto a los derechos individuales de todas las personas, nacionales o extranjeras, establecido en la Constitución de 1853 y su llamado explícito a que ayudaran a poblar el país.

Cierto es que se ha escrito sobre economía desde que existe la escritura; de hecho, el origen de la escritura parece estar asociado a la formalización de contratos de comercio. Y si bien no había tal cosa como economistas, ya los griegos discutían cuestiones tales como si ciertos precios eran justos, qué los determinaba y si se podía cobrar intereses por préstamos de dinero. Estos temas, en verdad más vinculados con la ética que con la economía como tal, formaron parte de las discusiones de filósofos por siglos. Atribuir a Adam Smith el origen de la ciencia económica es como decir que el mundo comenzó en el año cero, y empezar a contar desde allí. Es una convención, pero con cierto sentido. Y es que fueron esos pensadores del siglo XVIII (además de Smith, David Hume, Richard Cantillon, James Mill, David Ricardo, y antes de ellos los escolásticos de la Escuela de Salamanca como Juan de Mariana), quienes comenzaron a analizar las relaciones económicas no ya desde la perspectiva de lo que deberían ser (un precio, un interés o una ganancia justa, por ejemplo) sino de la entender porque las cosas son de una cierta forma (¿cómo se forma un precio y por qué cambia?, ¿por qué existe el interés?, ¿por qué en ciertas actividades las ganancias son mayores que en otras y qué papel esto cumple?). Desde esta nueva perspectiva, el descubrimiento más importante de estos autores, y en particular Adam Smith, es la de haber notado la existencia de un orden en las cosas que tiene la particular característica de que nadie en particular lo ha ordenado. Nos cuesta comprender esto, ya que cuando hablamos de orden suponemos que alguien lo ha hecho. Si encontramos una habitación ‘ordenada’ es porque alguien la ordenó, las cosas no se mueven solas para ubicarse en sus lugares.

Existe un orden en la naturaleza y se lo podremos atribuir a un ser superior y divino, pero por cierto que la existencia de ese orden nos permite interactuar con ella: actuamos como si hubiera ‘leyes’ de la naturaleza aun antes de que descubramos cuáles son. Aprendimos a sembrar y a cosechar, a criar ganado, a manipular metales, mucho antes de que supiéramos qué leyes rigen esos procesos. Empezamos a producir y comerciar mucho antes de que existiera la economía. El gran aporte de Adam Smith y los filósofos escoceses fue haber señalado la existencia de un orden social, y lanzarse a descubrir las leyes que lo organizan. Ya para los griegos, la ausencia de orden era denominada caos; pero órdenes podía haber de dos tipos: podía ser un ‘taxis’, ordenado adrede, como la formación de un ejército antes de una batalla (por eso al perderse ese orden decimos que se generó un caos), o podía ser un “cosmos”, término utilizado para los órdenes de tipo espontáneo. En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Ficciones (1941), Borges describe ese mundo fantástico que descubre en una Enciclopedia: “Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional” (Borges, Tomo I, 1996, p. 435). Eso es, la sociedad es un cosmos, nos toca entonces descubrir esas íntimas leyes. Para describir ese fenómeno Adam Smith utiliza la famosa metáfora de “la mano invisible”. Si bien se conoce generalmente su libro de economía La Riqueza de las Naciones, en verdad presenta esa idea en su anterior libro

Teoría de los Sentimientos Morales, de 1759. En ese texto Smith comienza señalando que todos tenemos un sentimiento de “simpatía” hacia los demás (hoy lo llamaríamos de empatía), que comienza en uno mismo y se extiende a las personas queridas, a la familia más cercana y más allá, pero debilitándose a medida que el vínculo se aleja. Este principio, hoy también confirmado por la moderna sicología evolutiva, fue presentado así en la primera página de ese texto: “Por más egoísta quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos de su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo, que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. De esta naturaleza es la lástima o compasión, emoción que experimentamos ante la miseria ajena, ya sea cuando la vemos o cuando se nos obliga a imaginarla de modo particularmente vívido. El que con frecuencia el dolor ajeno nos haga padecer, es un hecho demasiado obvio que no requiere comprobación; porque este sentimiento, al igual que todas las demás pasiones de la naturaleza humana, en modo alguno se limita a los virtuosos y humanos, aunque posiblemente sean éstos los que lo experimenten con la más exquisita sensibilidad. El mayor malhechor, el más endurecido transgresor de las leyes de la sociedad, no carece del todo de ese sentimiento.”16 En el ámbito de las relaciones personales, afectivas, se producen todo tipo de intercambios, pero no son monetarios, ni siquiera trueque de una cosa por otra, sino más bien de favores, de afectos. Hay un sustrato de reciprocidad detrás de gran parte de nuestras relaciones. Pero si el mundo estuviera restringido a las 16

Smith, Adam; “The Theory of Moral Sentiments” (Indianápolis, Liberty Fund, 1982), p. 9.

relaciones personales las posibilidades de cooperación serían muy estrechas, tan solo podríamos dividir las tareas a realizar entre los miembros de la familia, a lo sumo de la tribu. El gran fenómeno que comenzó a analizar Adam Smith es el de una sociedad extensa, donde la cooperación se lleva a cabo a través de un mecanismo impersonal. No hace falta ser amigo del almacenero para ir a comprarle, aunque ir a comprarle, sobre todo si es seguido, bien puede terminar en una relación de amistad. Ese cosmos impersonal que Smith pudiera entrever, es tal vez una de las contribuciones más grandes de las ciencias sociales, y su análisis permite explicar no solamente el funcionamiento de los mercados, sino también el origen y evolución del lenguaje, por ejemplo, o de las ideas, o de la moral. Si bien hay una mención de la “mano invisible” en la Teoría de los Sentimientos Morales, la más famosa aparece en las que pueden ser las dos páginas más memorables y relevantes que se hayan escrito en toda la historia del pensamiento económico, presentes en el Libro IV, Capítulo II de La Riqueza de las Naciones. Hay tantas cosas en esas páginas que tal vez ningún otro texto haya podido aportar una variedad de temas como los que allí aparecen en pocos párrafos. Para empezar, la famosa frase sobre la “mano invisible”, explicando que existe allí un “orden espontáneo” que lleva a que las acciones individuales, aunque sean motivadas por el interés personal, terminen contribuyendo a un fin que no era parte de su intención. Persiguiendo su propio interés (que puede incluir la preocupación por el bienestar de otros), promueve más el bien de la sociedad que si se lo hubiera propuesto.

El tema va más allá que una mera metáfora sobre una “mano invisible”. Carlos Rodriguez Braun señala con muy buen criterio que en verdad es engañosa porque no hay allí ninguna mano, ni siquiera invisible, sino que son los incentivos de cada uno por los que para obtener lo que queremos tenemos que ofrecer a los demás algo que ellos necesiten y valoren. Pero es la magia de que allí, en el mercado, se ordenan las acciones de todos de una forma que termina beneficiándonos como no lo podríamos hacer si actuáramos con esa intención (por ejemplo, planificando la economía hacia un supuesto bienestar general). En el párrafo siguiente plantea la cuestión del conocimiento local, algo que luego Friedrich A. Hayek profundizaría en su artículo “El uso del conocimiento en la sociedad”. Allí dice, precisamente, que cada individuo “en su situación local” juzgará mucho mejor cómo invertir su capital que cualquier “político o legislador”. “El político que se asignara esa tarea no solamente se estaría cargando a sí mismo con algo innecesario y cuya decisión no podría confiarse …, sino que además sería muy arriesgado otorgar esa decisión a alguno que fuera tan loco o presuntuoso que pensara que puede tomarla.”17 A quien se quiere cargar con esa tarea, Smith lo nombraba ya en la “Teoría…” como el “hombre de sistema”. Dice en la Parte VI, en una sección titulada “Sobre el carácter de la virtud”, que este hombre es apto para ser muy inteligente en su propio interés y se enamora de la supuesta belleza de sus planes. “Se imagina que puede acomodar a los distintos miembros de la gran 17

Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causas of the Wealth of Nations (Indianápolis, Liberty Fund, 1981), p. 454.

sociedad con la misma facilidad con que la mano arregla las piezas sobre un tablero de ajedrez. No considera que las piezas sobre el tablero no tienen otro principio de movimiento que no sea el que le imprime la mano pero que, en el gran tablero de la sociedad humana, cada pieza individual tiene su principio de movimiento propio, totalmente diferente del que la legislatura le quiera imprimir. Si esos dos principios coinciden y actúan en la misma dirección, el juego de la sociedad humana se moverá con facilidad y armónicamente, y es muy probable que sea feliz y exitoso. Si son opuestos o diferentes, el juego continuará miserablemente, y la sociedad estará en todo momento en el mayor grado de desorden”18. Esa misma referencia al tablero de ajedrez es la que presenta Borges en El Hacedor (1960) en un poema titulado “Ajedrez”. Ésta es su segunda parte: “Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada reina, torre directa y peón ladino sobre lo negro y blanco del camino buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino, no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero (la sentencia es de Omar) de otro tablero 18

Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments (Indianápolis, Liberty Fund, 1981), p. 233.

de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, a la pieza. ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías? (Borges, Tomo II, 1996, p. 191).

Al menos en economía el jugador es presa, en el mercado, de esa mano invisible que lo fuerza a pensar en las necesidades de los demás para poder satisfacer las propias. Las piezas, como señalaba Smith, tienen su propio movimiento, o un Dios detrás de Dios empieza su trama, pero en tanto no sepamos cómo lo hace, asumir que tenemos libre albedrío (aunque, por supuesto, con todo tipo de sesgos, como estudia ahora la economía de la conducta) es una hipótesis bastante apropiada para describir la forma en la que actuamos. En el tablero de la sociedad, las piezas tienen su propio movimiento y son ordenadas por ciertas leyes básicas según las que realizamos todo tipo de intercambios.

Esos intercambios son los que nos permiten multiplicar las necesidades que podemos satisfacer. Robinson Crusoe, sólo en una isla, no puede ‘dividir el trabajo’ y necesita realizar todas las tareas necesarias para su supervivencia, una detrás de otra, por eso al naufragar se ha vuelto dolorosamente pobre. Pero cuando vivimos en sociedad podemos cooperar, y esa cooperación se realiza a través de la división de las tareas y los intercambios. Podemos concentrarnos en algunas que sabemos hacer mejor, o en ciertos recursos que

sean para nosotros más abundantes, y luego ofrecerlos a quienes otros bienes o servicios que necesitamos. Ninguno de nosotros intenta hoy sobrevivir, y mucho menos progresar, buscando producir todo lo que cada uno necesita. En el mundo moderno esa división del trabajo se multiplica, y no es ya entre los miembros de una misma comunidad, sino entre miembros de comunidades muy diversas, personas que no se conocen entre sí y que se pueden encontrar en las antípodas del planeta. La extensión de ese proceso, también un orden espontáneo, aunque sujeto a numerosas barreras, es lo que llamamos globalización. No sabemos quiénes son aquellos que producen esos bienes, pero podemos imaginarlos. En distintos poemas, Borges destaca y rememora aquellos objetos que lo acompañaran en su vida, por los que siente un inevitable cariño. En “El bastón de laca”, de La cifra (1981) comenta sobre éste, que es de producción china: “Lo miro. Pienso en el artesano que trabajó el bambú y lo dobló para que mi mano derecha pudiera calzar bien en el puño. No sé si vive aún o si ha muerto. No sé si es tahoísta o budista o si interroga el libro de los sesenta y cuatro hexagramas. No nos veremos nunca. Está perdido entre novecientos treinta millones. Algo, sin embargo, nos ata. No es imposible que Alguien haya premeditado este vínculo. No es imposible que el universo necesite este vínculo.” (Borges, Tomo III, 1996, p. 328)

Ni Borges conoció nunca a ese artesano ni, por supuesto, éste a Borges. Y aunque pudiera haber sido interesante, no ha sido necesario: Borges tuvo su bastón de laca y de alguna forma tuvo conexión con él o la imagina. Vaya a saber el camino que ese bastón recorrió hasta llegar a sus manos y la cantidad de personas que participaron de ese proceso, ninguna de las cuales, tal vez, conocía la existencia de Borges o su obra. Alguien habrá trabajado esa laca, tal vez el mismo artesano; pero éste probablemente compró la caña de bambú de otro que la trabajó, quien a su vez tuvo que tener unas herramientas que no tenía y le facilitan la tarea. No sigamos con todo el proceso que tuvo que seguir quien produjo esas herramientas, que nos llevarían también a quienes forjaron esos metales y elaboraron las partes. Pero el artesano tuvo la cooperación de algún vendedor de esos productos, el que tal vez lo llevó a Europa, si es que Borges lo compró allí, o quien se lo regalara. El bastón recorrió medio mundo para encontrar su mano y darle su servicio. Todo fue parte de la división internacional del trabajo, que promueve el comercio internacional. Y fue también uno de los primeros temas que tratara Adam Smith, aunque no fuera éste el que mejor lo explicara. El primer capítulo de la Riqueza de las Naciones se titula “La división del trabajo”, y Smith comienza allí su análisis para contraponerse a la visión entonces predominante, conocida como “mercantilista”, según la cual la riqueza de un país dependía de la cantidad de oro o plata que su gobierno poseyera, y que estos metales se acumulaban promoviendo las exportaciones y restringiendo las importaciones. Smith señaló, con mucho criterio, que la riqueza de un país no depende de la cantidad de metal que tenga su gobierno sino de lo que la gente de ese país produzca. Y no solamente eso, para producir será

conveniente que se dedique a aquellos productos en los cuales tenga una ventaja. Así, por ejemplo, sugiere que a la Inglaterra de ese entonces le convenía dedicarse a la fabricación de textiles y comprar los vinos oportos de Portugal, y al revés a éste. Así, ambos países se beneficiaban. Y si bien el principio es correcto, en verdad va aún más allá, pero explicar eso fue tarea ya de David Ricardo (1772-1823), uno de los primeros economistas, de origen judío sefardí-portugués (a Borges seguramente le hubiera gustado esa mezcla), y un exitoso inversor en la Bolsa de Londres. Éste señaló que no solamente le conviene a Portugal dedicarse a producir los vinos porque es más eficiente en términos absolutos, sino que incluso si fuera Portugal más eficiente en la producción tanto de vino, como de textiles, le convendría a ese país especializarse en la producción de aquellos productos en los que fuera “relativamente” más eficiente y comprar el otro en el exterior. Esta es una idea bastante contra-intuitiva y por eso no extraña que no se comprenda aun hoy en las discusiones sobre el comercio internacional o en la recomendación de políticas comerciales. Tratemos de explicar esto con el mismo caso de Borges. Por supuesto, sabía escribir literatura fantástica, pero también podría haber hecho traducciones. Y pensemos ahora en alguno de sus colaboradores, quien también podría haber escrito tanto sea literatura fantástica y hacer traducciones. Vamos a suponer incluso que Borges era superior en ambas tareas, pero que era mucho mejor relativamente como escritor de literatura fantástica. En esa circunstancia, Borges se encuentra con que las editoriales le piden cuentos, poemas y traducciones, pero dado que su tiempo es escaso, tiene que darle prioridad a una de ellas. ¿A qué debería dedicarse? Según la teoría de las ventajas

relativas, debería dedicarse a los cuentos y contratar a su colaborador para que haga las traducciones, y en todo caso supervisarlas, porque su mayor capacidad ‘relativa’ se encuentra en la literatura. Si bien estas decisiones pueden tomarse por criterios que no sean económicos (por ejemplo, gusta más una tarea que otra), desde una perspectiva estrictamente económica, si es más eficiente obteniendo ingresos (que podrían ser tanto monetarios como síquicos) como escritor a eso debería dedicarse y su colaborador, termina siendo “relativamente” competitivo como traductor, pese a que es peor escritor y peor traductor de lo que fuera Borges. Nótese, para terminar el tema, que el ejemplo planteado por Smith y Ricardo hace referencia a los intercambios y a la competitividad entre países mientras que el otro ejemplo hace mención a personas. Pues los países no comercian entre sí, siempre los que comercian son gente, personas, individuos, ya sea solos u organizados en empresas o de otra forma. De hecho, esa famosa teoría pasó luego a señalar que esa eficiencia relativa no era entre, digamos, Inglaterra y Portugal, sino entre ciertas industrias o empresas de un país u otro, es decir que podíamos encontrar (no es el caso seguramente por cuestiones climáticas), empresas inglesas vendiendo vinos (o tal vez cerveza, o whisky si contamos Escocia) y textiles, al mismo tiempo que tendríamos otras empresas portuguesas también vendiendo vinos o textiles en Inglaterra. Es que la “eficiencia relativa” se daría a nivel de empresas y no de países. Pero en verdad, el principio es mucho más general y si seguimos su lógica nos daremos cuenta que ocurre a nivel individual. A todos nosotros nos conviene especializarnos en algo, ofrecerlo a otros (que sería el equivalente de exportarlo) y comprar de otros todo lo demás (el equivalente de importarlo). En

definitiva, nosotros también exportamos, muchas veces nuestro trabajo, e importamos, por ejemplo, cuando vamos al supermercado. Individualismo, órdenes espontáneos y libertad Pero el análisis económico antes que llegar, parte de la acción individual en libertad. Pues si bien hablamos a menudo de “países” y “gobiernos” lo que siempre existen son personas, personas individuales que toman decisiones en vista de las alternativas que se les presentan. Lo demás son metáforas que usamos para describir fenómenos complejos. Dice Borges: “...la muchedumbre es una entidad ficticia, lo que realmente existe es cada individuo”19 También en economía hablamos de la producción, el empleo, las importaciones, palabras que son agregados, útiles tal vez para describir ciertos fenómenos generales, pero que no nos deben hacer olvidar que detrás de ellas hay individuos, con sus preferencias subjetivas y con una intención de alcanzarlas si es que tienen la libertad de hacerlo. Todos ellos contribuyen, con sus pequeños o grandes actos, a conformar la sociedad en que vivimos y a que podamos aprovechar los beneficios de la cooperación. Dice en el poema “Los Justos”:

“Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire. El que agradece que en la tierra haya música. El que descubre con placer una etimología. Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez. El ceramista que premedita un color y una forma. 19

Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, En Diálogo I (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1985, p. 36.

Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto. El que acaricia a un animal dormido. El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. El que agradece que en la tierra haya Stevenson. El que prefiere que los otros tengan razón. Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”. (Borges, Tomo III, 1996, p. 324) Ahora bien, lo hacen si “cooperan” con los demás. Si producen. Si realizan intercambios voluntarios. Incluso si solamente persiguen su propio interés habrán de atender alguna necesidad de otros, para poder obtener lo que pretenden. El mercado descarta la violencia, pues viola las preferencias individuales e impone tan sólo las de quien la ejerce. La libertad es la capacidad de actuar sin estar sujeto a restricciones coercitivamente impuestas por otros. La ausencia de coerción es clave para que exista la cooperación social. Curiosamente, incluso entre aquellos que hacen de la fuerza, el crimen y la coerción su forma de vida, un orden espontáneo es construido en base a acciones voluntarias y al reconocimiento mutuo de derechos. Incluso quienes traicionan la voluntad cooperativa de otros y son depredadores han de basar la cooperación entre sí en reglas de respeto a la propiedad de otros, por mal adquirida que sea. En 1935 Borges publica Historia Universal de la Infamia, una colección de cuentos cortos sobre historias de crímenes, que algunos han considerado como el origen del ‘realismo mágico’. Allí considera dos tipos de delincuentes que han sido estudiados por economistas en virtud del ‘orden’ que mostraba su

accionar pese a tratarse de actividades fuera de la ley. El primero de ellos es la piratería. Peter Leeson20 analiza su accionar en base a un modelo muy familiar a los economistas, el de la acción racional. Borges presenta el caso de la viuda Ching y su relación con los ‘accionistas de escuadras piráticas’ y el imperio chino. Los piratas, tal como plantea Leeson, sin bien desconocían y violaban las normas formales de quienes atacaban, tenían sus propias reglas internas, y bien estrictas. Así, por ejemplo, dice Borges: “El reglamento, redactado por la viuda Ching en persona, es de una inapelable severidad, y su estilo justo y lacónico prescinde de las desfallecidas flores retóricas que prestan una majestad más bien irrisoria a la manera china oficial, de la que ofreceremos después algunos alarmantes ejemplos. Copio algunos artículos: ‘Todos los bienes trasbordados de naves enemigas pasarán a un depósito y serán allí registrados. Una quinta parte de lo aportado por cada pirata le será entregada después; el resto quedará en el depósito. La violación de esta ordenanza es la muerte. ‘La pena del pirata que hubiere abandonado su puesto sin permiso especial, será la perforación pública de sus orejas. La reincidencia en esta falta es la muerte. ‘El comercio con las mujeres arrebatadas en las aldeas queda prohibido sobre cubierta; deberá limitarse a la bodega y nunca sin el permiso del sobrecargo. La violación de esta ordenanza es la muerte’.” (Borges, Tomo I, 1996, p. 307) 20

Peter Leeson (2009), The Invisible Hook. The Hidden Economics of Pirates, Princeton: Princeton University Press.

La libertad y la cooperación social se alcanzan en el marco del cumplimiento de ciertas normas básicas de respeto a los mismos derechos que los demás poseen. Pero hablamos de normas o ‘reglas de conducta’, que pueden tanto ser normas formales como informales, leyes escritas y aprobadas por un organismo creado con ese fin, o generadas por las costumbres y las tradiciones. Somos un animal social, decía el filósofo. Difícil es encontrar al ser humano en un entorno “anárquico”, en el sentido de ausencia de normas. Thomas Hobbes denominaba a ese estadio de la sociedad como un “estado de naturaleza” y le atribuía los peores resultados: el hombre era el lobo del hombre, la vida un sálvese quien pueda que la convertía en “solitaria, pobre, desagradable, bruta y breve”. Un mundo peligroso donde la cooperación social demanda la creación de una agencia, el Leviatán, que concentre el monopolio del poder y del uso de la fuerza e imponga la paz. A diferencia de la metáfora smithiana de la mano invisible según la cual cada uno persigue su interés personal pero se ve guiado por ésta a contribuir al interés general y el bien común, la búsqueda del interés personal en un entorno en que no exista alguien que imponga la disciplina y la paz, llevaría a la destrucción de la cooperación social porque cada uno, persiguiendo su interés personal, buscaría aprovechar los beneficios de la cooperación de otros sin el costo de tener que contribuir a ellos. Es la figura del free rider. Pero ese “estado de naturaleza” existente antes del contrato social que generara al Estado, no parece haber sido un mundo anémico, sin normas. Como se presenta en el caso del “Salvaje Oeste”, ejemplo que ha sido considerado como un caso de ausencia de la ley, o de ley por mano propia, un mundo hobbesiano sin autoridad.

Eso parece en la historia “El asesino desinteresado Bill Harrigan”, conocido como Billy the Kid, y de quien se dice “debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes – sin contar mejicanos” (p. 316). El fenómeno lo describe así: “Si los populosos teatros del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban ‘Alcen el trapo’ a la menor impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo, la facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de los cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado pobló esos años: el de millares de hombres americanos ocupando el Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill Harrigan, huyendo de una celda rectangular”. (Borges, Tomo I, 1996, p. 317). Así fue, si bien hubo bandidos como en cualquier parte, la Conquista del Oeste fue un masivo traslado de emprendedores en búsqueda de las oportunidades que se abrían al reconocer el derecho de propiedad de la tierra en base a su ocupación original, principio que llamaran Homestead, palabra cuya traducción literal podría ser “establecer casa, hogar”21. No fue un proceso ajeno a la violencia. A veces se ocupaban tierras sin dueño, otras ya lo tenían por tradición o costumbre, y fueron violadas. 21

Anderson, Terry L. & Peter J. Hill (2004); The Not So Wild, Wild West: Property Rights on the Frontier (Stanford Economics & Finance); Stanford University Press.

Ese espíritu emprendedor formaba una sociedad pujante y progresista. Similar a la que vivía Borges en su país, y de la que habían participado sus ancestros para dominar también el Oeste, aquí llamado la Pampa. Así los describe en “DULCIA LINQUIMUS ARVA”, en Luna de Enfrente (1925): “Una amistad hicieron mis abuelos con esta lejanía y conquistaron la intimidad de los campos y ligaron a su baquía la tierra, el fuego, el aire, el agua. Fueron soldados y estancieros Y apacentaron el corazón con mañanas Y el horizonte igual que una bordona Sonó en la hondura de su austera jornada. Su jornada fue clara como un río Y era fresca su tarde como el agua oculta del aljibe y las cuatro estaciones fueron para ellos como los cuatro versos de la copla esperada. Descifraron lejanas polvaredas en carretas o en caballadas y los alegró el resplandor con que aviva el sereno la espadaña. Uno peleó contra los godos, otro en Paraguay cansó su espada; todos supieron del abrazo del mundo

y fue mujer sumisa a su querer la campaña. Altos eran sus días hechos de cielo y llano. Sabiduría de campo afuera la suya, la de aquel que está firme en el caballo y que rige a los hombres de la llanura y los trabajos y los días y las generaciones de los toros. Soy un pueblero y ya no sé de esas cosas, soy hombre de ciudad, de barrio, de calle: los tranvías lejanos me ayudan la tristeza con esa queja larga que sueltan en las tardes. (Borges; Tomo I ,1996, p. 68)

La agencia protectora y el análisis económico de la política Es ese espíritu emprendedor el que va forjando esos órdenes espontáneos con aventureros desplegando su libertad…, en cuanto pueden. Porque esa misma agencia destinada supuestamente a proteger derechos y libertades se puede convertir en su primer usurpador. Hasta el nacimiento del análisis económico de la política, muchos economistas simplemente asumían que el Estado era un “dictador benevolente”. Dictador porque posee el monopolio del uso de la fuerza, es el único que puede usarla legalmente; benevolente porque lo hará en pos del bien común. Muchos aún hoy así lo creen. Asumen que las personas tienen dos personalidades diferentes, como Dr. Jekyll y Mr. Hide: los que actúan en el mercado sabemos que persiguen su interés personal (y han de

atender a las necesidades de otros); los que actúan en la política y en el Estado lo hacen persiguiendo el interés general. ¿Qué milagro hace que semejante cambio se produzca? Hace falta solamente leer los titulares de los diarios en cualquier país para sospechar que esa sea la principal motivación de políticos y servidores públicos. James Buchanan, quien recibiera el premio Nobel en Economía por su trabajo fundacional del análisis económico de la política era un admirador de Borges. Pidió conocerlo en su primera visita a Buenos Aires. Pero dijimos que a Borges no le interesaba la economía y seguramente no sabía quién era el visitante. No obstante, sus miradas sobre el tema se encontraban. Buchanan afirmaba que para comprender las acciones de los políticos había que remover el supuesto benefactor y simplemente extender el principio de que, ellos también, persiguen su interés personal. Habrá que luego si el sistema político actúa como una “mano visible” que los guía hacia algo que pueda llamarse “bien común”. Historias pasadas y presentes parecen desacreditar esa “benevolencia”, aunque en algunos casos el interés del gobernante parece haber coincidido con el de los ciudadanos. Relata Borges en “Historia de Jinetes”, en el libro Evaristo Carriego, (1930): “He aquí, ahora, la historia que todas las autoridades confirman: Durante la última campaña de Gengis-khan, uno de sus generales observó que sus nuevos súbditos chinos no le servirían de nada, puesto que eran inexpertos para la guerra, y que, por consiguiente, lo más juicioso era exterminarlos a todos, arrasar las ciudades y hacer del casi interminable Imperio Central un dilatado campo de pastoreo para las caballadas. Así, por lo menos, aprovecharían la tierra, ya que lo demás era inútil. El khan iba a seguir este

aviso, cuando otro consejero le hizo notar que más provechoso era fijar impuestos a las tierras y a las mercaderías. La civilización se salvó, los mogoles envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir y sin duda acabaron por estimar, en jardines simétricos, las despreciables y pacíficas artes de la prosodia y de la cerámica”. (Borges, Tomo I, 1996, p. 153).

Descreía de la democracia (ese abuso de la estadística, según sus palabras), pero en un sentido á la Churchill, cuando este señalaba que “muchas formas de gobierno han sido ensayadas y lo serán en este mundo de vicios e infortunios. Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. En verdad, se ha dicho que es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras que han sido ensayadas de tiempo en tiempo” (House of Commons, Noviembre 11 1947). La toma de decisiones grupales enfrenta problemas de incentivos, bien señalados por Buchanan y otros autores. Existen incentivos débiles para que los votantes estén informados ya que su voto no decide el resulta de una elección, a diferencia de lo que sucede en el mercado donde lo que uno elige es lo que uno se lleva. En una decisión electoral, uno puede elegir una cosa y llevarse otra, lo que haya decidido la mayoría. En la democracia representativa, además, se plantea de la selección de representantes ante las variadas demandas y preferencias que tiene cada uno de los votantes. Así lo ve Borges en el cuento “El Congreso”, de El Libro de Arena (1975), cuando un grupo quiere organizar un Congreso mundial, que represente a todos los ciudadanos del planeta:

“Twirl, cuya inteligencia era lúcida, observó que el Congreso presuponía un problema de índole filosófica. Planear una asamblea que representara a todos los hombres era como fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atareado durante siglos la perplejidad de los pensadores. Sugirió que, sin ir más lejos, don Alejandro Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a los orientales y también a los grandes precursores y también a los hombres de barba roja y a los que están sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega. ¿Representaría a las secretarias, a las noruegas o simplemente a todas las mujeres hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para representar a todos los ingenieros, incluso los de Nueva Zelanda?”. (Borges, Tomo III, p. 24). Esos problemas de representatividad se conocen en economía con el nombre de “agente-principal”. Están en la esencia de los problemas de eficiencia que el Estado genera, e incluso también aquellos vinculados con la corrupción, ya que ésta se trata de situaciones en las que dos individuos o grupos actúan en concierto para promover sus intereses a costa de una tercera parte. En términos de la teoría económica del agente y el principal, esto significa la colusión entre el agente contratado y el supervisor contra el principal, que es el contratante. El resultado es la ineficiencia y el despilfarro de los recursos públicos, esto es, de los recursos de todos. Al describir a Palermo de comienzos del siglo XX, ese barrio en las “orillas” de la ciudad, que estaba plagado de todo tipo de personajes pintorescos y autónomos, comenta sobre las armas que usaban esos ‘malevos’:

“Escombros del principio, esquinas de agresión o de soledad, hombres furtivos que se llaman silbando y que se dispersan de golpe en la noche lateral de los callejones, nombraban su carácter. El barrio era una esquina final. Un malevaje de a caballo, un malevaje de chambergo mitrero sobre los ojos y de apaisanada bombacha, sostenía por inercia o por impulsión una guerra de duelos individuales con la policía. La hoja del peleador orillero, sin ser tan larga -era lujo de valientes usarla corta- era de mejor temple que el machete adquirido por el Estado, vale decir con predilección del costo más alto y el material más ruin.” (Borges, Tomo I, 1996, p. 111). El poeta tenía claro la ineficiencia del Estado y su crecimiento más allá de las funciones básicas de garantizar la convivencia pacífica entre los ciudadanos. Esto ocurrió al cambiar la concepción de qué significa un derecho. Después de todo, el Estado es esa agencia que las personas han creado para que defienda y proteja sus derechos, pero, ¿qué derechos? Mientras se consideraba que los derechos básicos del individuo eran el derecho a la vida, a la integridad física y moral de su persona, al respeto a la propiedad (que incluye la propiedad sobre su mismo cuerpo) y a las cosas que hubiera obtenido a través de su trabajo y los intercambios que realizara, entonces, predominaba una visión “negativa” de los derechos. Todo derecho es también una responsabilidad. En la visión “negativa” el derecho de uno no impone en otros ninguna obligación que no sea la de no interferir en el derecho que otro individuo posee. Es decir, el derecho de trasladarse de un lado a otro, por ejemplo, solamente impone en los demás la obligación de no interferir en ese propósito, de allí que se los llame “derechos negativos”, no imponen una obligación de “hacer”, sino una de no interferir.

Pero esa visión de los derechos cambió hacia una “positiva”, según la cual un derecho de nada sirve si no se poseen los medios para ejercerlo. Entonces, ahora, no solamente hay que estar libre de las interferencias que los demás puedan generar, sino que hay que tener acceso a los medios necesarios. Ya no es solamente que me pueda trasladar de un lado al otro, sino que mi derecho incluye al medio de transporte para hacerlo, alguien habrá de proveerlo. ¿Y quién sino aquella agencia que hemos creado para la defensa de nuestros derechos, el Estado? Entonces, ahora el Estado ha de proveernos de los medios para que nuestros derechos “positivos” sean una realidad. El problema es, por supuesto, que el Estado no posee los medios para garantizar estos derechos, que no sean aquellos que obtiene de los mismos contribuyentes. Aquí es donde nace el “Estado benefactor” y donde muere la igualdad ante la ley, ya que para garantizar el derecho de unos han de obtenerse los medios de otros. Inicialmente, la gente apoya este cambio porque entiende que se tomarán recursos de quienes tienen para darlos a quienes no los tienen; pero una vez que se ha abierto la puerta para que el Estado tome de unos para dar a otros, habrá de tomar de ricos para dar a pobres, y a pobres para dar a ricos, a la clase media para dar a unos, y así el Estado se convierte en la gran piñata según la cual cada uno pretende vivir de todos los demás. Y al final del día resulta imposible hacer la simple cuenta para saber si estamos recibiendo menos o más de lo que estamos contribuyendo. Y en el medio de este pasamanos, el que parte y reparte, se queda con la mejor parte. El Estado, esa agencia “protectora” que surgió, incluso evolutivamente, para proteger las libertades individuales se vuelve en una amenaza para ellas, y

termina protegiendo los intereses de quienes son capaces de hacer lo necesario para obtener su control. Cuando existen “instituciones” (reglas de juego) que limitan ese poder y, al menos en parte lo logran, se mantienen esas libertades básicas y la sociedad prospera, aunque no tanto como podría. Cuando esas limitaciones están ausentes se genera una casta política parasitaria que vive de quienes producen y trabajan. Borges veía eso con claridad: “...se empieza por la idea de que el Estado debe dirigir todo; que es mejor que haya una corporación que dirija las cosas, y no que todo “quede abandonado al caos, o a circunstancias individuales”; y se llega al nazismo o al comunismo, claro. Toda idea empieza siendo una hermosa posibilidad, y luego, bueno, cuando envejece es usada para la tiranía, para la opresión”.22 Así es como, entonces, imaginaba una sociedad futura donde incluso se pudiera prescindir de esa figura, o se tornara obsoleta. Muchos economistas han considerado una posible evolución en ese sentido, un mundo donde se ampliara al máximo la libertad y se redujera al mínimo la coerción. El mercado, principal tema de estudio de los economistas, es, después de todo, un proceso evolutivo basado en intercambios voluntarios. El Estado es nada más que un mal necesario para que el mercado funcione, si es que se limita a esa función. Pero bien puede ser que el día de mañana se extienda la cooperación social voluntaria, se refuercen los mecanismos contractuales, el respeto a la propiedad, la resolución privada de disputas, el papel de la reputación, caiga la violencia y el fraude y el Estado se vuelva obsoleto.

22

Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, En Diálogo II (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1998, p. 207).

Eso imaginaba el poeta, aunque no estaba todavía al alcance de su mano, o de la nuestra: “...para mí el Estado es el enemigo común ahora; yo querría –eso lo he dicho muchas veces- un mínimo de Estado y un máximo de individuo. Pero, quizá sea preciso esperar... no sé si algunos decenios o algunos siglos –lo cual históricamente no es nada-, aunque yo, ciertamente no llegaré a ese mundo sin Estados. Para eso se necesitaría una humanidad ética, y además, una humanidad intelectualmente más fuerte de lo que es ahora, de lo que somos nosotros; ya que, sin duda, somos muy inmorales y muy poco inteligentes comparados con esos hombres del porvenir, por eso estoy de acuerdo con la frase: “Yo creo dogmáticamente en el progreso”.”23

Bibliografía Borges, Jorge Luis (1996); Obras Completas; (Barcelona: Emecé Editores).

23

Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, En Diálogo I (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1998, p. 220).

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