Odgen Charles - Edgar Y Ellen 01 - Bichos Raros

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Charles Ogden

Bichos Raros

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Charles Ogden

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Charles Odgen

Bichos Raros 01, Serie Edgar y Ellen

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Dedico este libro: A Rick, por plantar todos esos árboles hace años (los talé para conseguir leña). A Sara, por mandarme calzoncillos largos para los días más fríos de invierno. A Kat, por tararear. A Trish, por asegurarse de que desayunara. Pido disculpas por las avispas doradas. CHARLES

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UNA EXPERIENCIA DE LOCOS UNA EXPERIENCIA DE LOCOS.................................................4

ARGUMENTO

A las bonitas mascotas de la encantadora ciudad de Nodlandia les está ocurriendo algo horrible... Perros, gatos, conejos, pájaros, hámsteres y pollitos. Docenas de mascotas han desaparecido y viven separadas de sus queridos dueños. Atrapadas en un húmedo sótano, están sufriendo una terrible transformación... Y mientras, los mellizos Edgar y Ellen se sienten muy orgullosos de su purpugato, su hamstergángster y su pluminejo.

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Empieza la historia... La brisa nocturna, cálida y densa, caía sobre la ciudad como un trapo de cocina mojado y sucio. Era muy tarde, bien pasada la medianoche, y no se oía más que el monótono canto de los grillos y el ulular de alguna lechuza. Junto al río, dos sombras bailaban sobre el tejado de un puente cubierto. Agitando los brazos y las piernas para mantener el equilibrio sobre la pronunciada pendiente, formaban siluetas en constante movimiento que se recortaban sobre el cielo nocturno. —¡Cuidado, hermana, que me lo estás echando todo encima! —Si te hubieras acordado de traer una linterna podría ver lo que hago, hermano. —Anda ya, ves tan bien como yo. Lo estás haciendo aposta. —¡Vaya, qué descuido! —dijo Ellen arrastrando la brocha por la cara de Edgar. —Te arrepentirás de lo que has hecho —masculló éste con la barbilla goteando pintura roja. —Silencio, ya casi he acabado. Ellen terminó la última letra, y luego retrocedió un paso para asegurarse de que lo había escrito todo bien. —¡Se te ha olvidado el signo de exclamación! —le advirtió Edgar mientras volcaba lo que quedaba de pintura sobre la cabeza de su hermana. Edgar y Ellen se empujaron y luego saltaron del tejado para zambullirse en el río que corría por debajo. De pie, con el agua hasta la cintura, empapados y con pintura roja por todo el cuerpo, como si sangraran por terribles heridas, los mellizos admiraron su trabajo. —Me gusta, hermano. —Decididamente, está mejor que antes, hermana. Sus risas socarronas ahogaron el sonido de los grillos, y acto seguido ambos emprendieron sigilosamente el camino de vuelta a casa.

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1. Bienvenido a Nodlandia, amigo Por lo general, Nodlandia era un sitio agradable para vivir. No era una ciudad grande, pero tampoco pequeña. En pocas palabras, era una bonita comunidad con monumentos históricos y encantadores centros comerciales. El río Caudaloso atravesaba el centro de la ciudad, aunque en realidad hubiera debido llamarse más bien el arroyo Medioseco, o el riachuelo Poquiaguado, porque ni era muy ancho ni tenía mucho caudal. Siete puentes cubiertos permitían a la gente y a los coches cruzarlo. Esos puentes eran el orgullo de la comarca. No es frecuente ver un puente cubierto en una ciudad hoy en día, y Nodlandia tenía nada menos que siete. Parecían grandes cabañas rojas sobre el río, idénticas salvo por el pequeño detalle de que todas tenían un letrero distinto en el tejado. Cada puente tenía dos palabras pintadas de blanco, en grandes letras mayúsculas, una a cada lado de la estructura. Si recorrías el bulevar de Florencia de arriba abajo, cada puente iba añadiendo una palabra más al mensaje, y éste cambiaba según la dirección que tomaras. De este a oeste, en los tejados de los puentes podía leerse: «BIENVENIDO AMIGO A NODLANDIA QUÉDATE UN TIEMPO». De oeste a este, en cambio, decían: «VUELVE PRONTO AMIGO Y NO OLVIDES CUIDARTE». Sin embargo, como se podía entrar en Nodlandia tanto por el este como por el oeste, y abandonar la ciudad tanto por una dirección como por la otra, estos mensajes unas veces tenían sentido, y otras no. Pero aunque te podían decir que volvieras pronto al entrar, o que eras bienvenido al salir, a los habitantes de Nodlandia no les importaba porque lo encontraban muy pintoresco. Pero, por muy respetable que sea una ciudad, cuando es lo suficientemente grande, al final siempre se termina desarrollando lo que los habitantes llaman la «zona buena» y la «zona mala». La «zona buena de la ciudad» es donde viven las personas honradas y trabajadoras. Las calles están limpias, la hierba de los jardines bien cortada, y la gente pasea sonriente, intercambiando palabras amables con sus vecinos. En la «zona mala», en cambio, la gente no se mira a la cara cuando se cruza por la calle. Allí es donde viven las personas de mala reputación, como por ejemplo gente que no dudaría en pintarrajear el mobiliario urbano, para transformar los amables carteles de los puentes en mensajes tan feos como «BIENVENIDOS ENEMIGOS A LA MALOLIENTE NODLANDIA PROHIBIDO DAR DE COMER A LOS ANIMALES» y «NO VOLVÁIS AQUÍ JAMÁS DE LOS JAMASES». Las calles de esta zona están llenas de basura y suciedad, y las casas son oscuras, destartaladas y espantosas. Nodlandia era lo bastante grande como para tener una «zona buena» y una «zona mala», y podríais pensar que ambas zonas serían más o menos igual de grandes. Pero no era así.

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«Un día de trabajo honrado merece un salario honrado», ése era el lema de la mayor parte de sus habitantes, y por ello la «zona buena» abarcaba casi toda la ciudad. Casi toda, excepto un pequeño edificio situado en las afueras.

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2. La zona mala de la ciudad Si andas hacia el sur, cruzas toda la ciudad, dejas atrás los parques y los árboles, calles y calles de casitas bien cuidadas, el zoo, el instituto, el hospital, y por último pasas las solemnes praderas de hierba del cementerio, llegas a la avenida de Ricketts. La avenida de Ricketts bordeaba la linde del Parque Natural del Bosque Negro desde el este hasta el oeste de la ciudad. Era una preciosa avenida de dos direcciones, y el Servicio de Mantenimiento de Nodlandia velaba con esmero por que las aceras estuvieran limpias y la vegetación de alrededor bien podada. Sin embargo, justo en la intersección del cementerio con la avenida de Ricketts había una salida que llevaba a un estrecho callejón por el que no pasaba jamás ningún empleado del Servicio de Mantenimiento. El callejón no tenía nombre, o por lo menos no había ningún cartel, y necesitaba urgentemente una nueva capa de asfalto. El suelo, reventado e invadido por las malas hierbas, hacía que fuera peligroso transitar a pie y traicionero circular en coche, por lo que casi nadie solía aventurarse por ahí. El callejón terminaba justo delante de una casa muy alta y muy estrecha. Era tan alta que podía causarte tortícolis si intentabas ver dónde terminaba el tejado. En la fachada principal había dos ventanales en forma de arco que daban la sensación de que la imponente estructura te estaba observando. Por encima de éstos, la casa estaba rematada por una cúpula oscura con puntas de hierro forjado que se elevaban hacia el cielo, y en cuyo centro había una ventana redonda que parecía un místico tercer ojo. ¡Y qué color! O más bien, ¡qué falta de color! La palabra que mejor describía el conjunto era «gris». Todo en la casa era de algún tono de gris, desde las piedras de la planta baja, hasta el extremo de las puntas que adornaban el tejado. La madera gastada de las puertas y las ventanas era de un gris tan

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oscuro y tan denso que casi parecía negro, y las tejas de pizarra parecían sacadas del interior de un horno. Unas cuantas persianas rotas colgaban de sus goznes, balanceándose de un lado a otro, empujadas por el viento que soplaba sin tregua por encima del alto edificio. Y si uno se acercaba a la casa y subía los peldaños de entrada, se encontraba con una extraña palabra grabada en el marco de piedra de la puerta. En letras claras y cinceladas, como las que hay en las lápidas, podía leerse:

Una palabra extraña de siniestro significado, pues schadenfreude quiere decir «el placer producido por el sufrimiento ajeno», y era un lema que a los habitantes de la casa les sentaba como un guante. Y, tal vez, también servía de advertencia para los curiosos que se aventuraran por aquellos parajes.

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3. Los mellizos La mansión, que se alzaba sobre el paisaje dominándolo y proyectando una larga sombra sobre el suelo, rara vez atraía a nadie lo bastante cerca como para leer la palabra grabada en la entrada. La casa era tan barroca y atractiva, que podría haber sido hermosa si hubiera tenido otros dueños. Con una nueva mano de pintura y unos parterres de flores en el jardín, podría haber sido una casa bonita y acogedora, e incluso la más famosa de la ciudad. Por desgracia, no se trataba de ese tipo de dueños. Los que tenía eran Edgar y su hermana Ellen. Éstos no eran sólo hermanos, sino también mellizos, y si cada uno por separado era de armas tomar, los dos juntos eran como para echarse a temblar. «Tendríamos que podar el jardín, hermana.» «¡Es hora de arrancar los pétalos de las rosas, hermano!»

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Los mellizos eran altos y esqueléticos, con el cabello moreno, enmarañado y apelmazado. Ellen se recogía el suyo en unas coletitas lacias que le llegaban más abajo de su puntiaguda barbilla, mientras que Edgar lo llevaba muy corto, salvo unos mechones de punta en la nuca. Los dos tenían rostros paliduchos y huesudos, y grandes ojos saltones. Ambos vestían idénticos pijamas de rayas con aberturas en el trasero, muy útiles cuando tenían que ir al cuarto de baño. Esos pijamas viejos y desgastados eran muy cómodos, y los mellizos no se los quitaban nunca. Lo que antes habían sido rayas rojas y blancas, eran ahora unas franjas sucias y deslucidas de color gris y rojo oscuro. Su dominio del arte de la travesura era impresionante y largamente perfeccionado, pues había empezado doce años antes en el vientre de su madre. Aunque eran mellizos, Ellen era técnicamente la mayor, pues había nacido dos minutos y trece segundos antes que Edgar. ¡Vaya gresca organizaron para ver cuál de los dos venía primero al mundo! Su madre sufrió horas y horas de dolor en el hospital, mientras ellos se peleaban a puñetazo limpio en el interior de su vientre. Ellen debió de imponerse sobre Edgar, porque al final apareció ella primero, agitando sus puñitos diminutos en un gesto de triunfo. Edgar llegó poco después, y cuando las enfermeras cogieron en brazos a los dos mellizos para tendérselos a sus padres, Edgar aprovechó para meterle a Ellen el dedito en el ojo.

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4. El juego del escondite Un día, hacia el final del verano, Ellen examinó su jardín desde una ventana mugrienta y vio con satisfacción que se estaba marchitando bajo el húmedo calor de la mañana. Llevaba semanas sin regar ninguna de las plantas y sin dar de comer a las orquídeas carnívoras, y la vegetación estaba agradablemente mustia, como si las hojas pugnaran por alcanzar el suelo y reptar por él en busca de sombra y alimento. Ellen ya no necesitaba salir para podar las cicutas, como había pensado hacer. Así que mientras la mayoría de los jóvenes de la ciudad se divertían refrescándose en las piscinas o en los ríos, Edgar y Ellen estaban en su lúgubre casa jugando al escondite. La casa de los mellizos tenía un montón de pisos, que incluían un sótano, un semisótano, un desván y, encima de éste, otro desván más. La casa era tan estrecha que en cada piso sólo cabían dos o tres habitaciones, pero a pesar de todo en total sumaban un montón. Cada una de ellas estaba abarrotada de armarios, aparadores, sofás y cortinas, y había cuchitriles suficientes para jugar al escondite un verano entero. Hacía tiempo que los padres de Edgar y Ellen se habían marchado a pasar unas largas vacaciones «por el mundo». O por lo menos eso decía la nota que habían dejado antes de irse. Sin nadie que la limpiara, la gran mansión había acumulado una abundante colección de telarañas y pelusas, lo que les proporcionaba el escenario ideal para el juego, al que ellos añadían su toque personal. En un juego normal de escondite, la partida termina cuando uno de los jugadores descubre dónde está escondido el otro. Pues bien, la versión del juego de los mellizos no concluía ahí. Para que el juego terminara había que dominar al que se había escondido, lo que significaba que en primer lugar el jugador tenía que descubrir el escondite y luego luchar con su adversario hasta conseguir derribarlo. La lucha podía llegar a ser encarnizada, pues los mellizos se sabían de memoria sus respectivos trucos, y por lo general el juego terminaba con uno u otro atado de pies y manos con las cuerdas que ambos acostumbraban a llevar siempre encima. Por supuesto, en cuanto uno de los jugadores quedaba atado así, perdía automáticamente y quedaba a merced del ganador, que siempre se aseguraba de mostrarse lo menos misericordioso posible, antes de lanzarse de nuevo a buscar otro escondite, dejando al adversario que se las apañara solo para desatarse. Ellen tenía habilidad para utilizar los dientes y sus afiladas uñas para cortar las ligaduras, y Edgar había practicado los métodos de escapismo de los grandes maestros. Con todo, ambos solían tardar más de una hora en liberarse. Y una hora es tiempo más que suficiente para encontrar un

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buen escondite.

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5. Ansias de novedades Ellen estaba en la biblioteca, apretujada en un estrecho hueco detrás de un espantoso óleo que representaba un bodegón con unas coles podridas y unos huevos llenos de moho. Se sentía agobiada e inquieta en su minúsculo escondrijo. «¿Por qué tardará tanto Edgar? —pensó, preguntándose por qué no habría elegido un escondite más grande—. Maldito hermano mío, qué lento es, siempre tiene que comprobar cada rincón de cada piso, ¡incluso los escondites que ya hemos utilizado antes!» De pronto oyó la lúgubre melodía de las tuberías de la casa que llegaba desde un salón de la séptima planta. Edgar estaba tocando una marcha militar. —¡Aaaahhh! ¡Otra vez no! —gimió Ellen, tapándose los oídos. Pero su mueca se transformó en una sonrisa mientras acariciaba el borde del objeto que llevaba consigo, una sorpresa que seguramente su hermano sería capaz de apreciar. Por fin la cacofonía llegó a su fin, y una pequeña bocanada de aire helado le erizó el cabello en la nuca. Supo entonces que Edgar había entrado en la biblioteca. Por fin había encontrado su pista, después de dos horas de búsqueda, aunque podría haber llegado antes si no hubiera caído en todas las trampas tontas que su hermana había puesto a su paso. Edgar se las había arreglado para evitar la mancha de aceite en el rellano de la segunda planta, pero había tardado mucho en soltar los cables que Ellen había atado entre los pisos cuarto y quinto, y luego había estado a punto de llevarse un buen coscorrón con un cubo que se le había caído encima en la cocina. Por una grieta entre el quicio de la puerta y la pared, Ellen observaba a su hermano buscarla detrás de los tapices y debajo de las sillas. Cuando Edgar dio la vuelta para examinar un enorme escritorio de caoba, Ellen empujó con cuidado el cuadro, saltó a la alfombra polvorienta y reptó por ella hasta colocarse detrás de él. —¡Demasiado lento, Edgar, abalanzaba sobre él.

DEMASIADO

LENTO!

—gritó mientras se

Edgar no se esperaba el ataque de su hermana y, antes de que pudiera defenderse, Ellen ya había conseguido tumbarlo sobre el escritorio. Se apresuró a atarlo allí mismo y, mientras Edgar se retorcía, se subió de un salto encima de la mesa. Desde su posición, Edgar pudo ver con todo detalle el objeto que su hermana sostenía en la mano. Del extremo de una cadena dorada colgaba una afilada cuchilla en forma de media luna. Edgar reconoció aquella herramienta: la había

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diseñado él mismo para hacer trizas las pancartas políticas durante las últimas elecciones en Nodlandia. Ellen sujetó la cadena por encima de su hermano y se puso a balancearla suavemente. La afilada hoja empezó a moverse también de un lado a otro. Ellen sonreía mientras soltaba un poquito más de la cadena para que la cuchilla bajara unos centímetros.

Edgar contemplaba acercarse la hoja. La trayectoria se iba ampliando y acelerando a cada balanceo. Parecía el péndulo del reloj de un abuelo perverso. —Tictac —dijo Ellen bostezando—. Tictac. —Sí, vale, tictac, ahora verás —masculló Edgar mientras trataba de zafarse de sus ligaduras. Ellen siguió bajando con paciencia la cuchilla, que rasgó el aire con un silbido por encima de su hermano. Éste seguía tratando de aflojar los nudos sin el menor asomo de miedo. —Tictac, hermano... —dijo Ellen, distrayéndose un segundo; empezaba a dolerle un poco la muñeca de tanto balancear la cadena. —Sí, sí, lo que tú digas —contestó Edgar. Pronto consiguió aflojar los nudos lo bastante para mover los dedos, pero su atención también se estaba debilitando. ¿Cuántas veces más había pugnado por desatarse? Cuando la cuchilla pasó tan cerca del pecho de Edgar que éste sintió una ráfaga de aire en la cara, tan cerca que las cuerdas que lo sujetaban

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se deshilacharon y se soltaron cuando el metal se clavó en ellas, los mellizos se miraron a los ojos. Ellen bajó la mirada hacia Edgar y éste miró furioso hacia arriba, y después de un largo verano escondiéndose, buscándose, dominándose, luchando y poniendo trampas tontas, los dos dijeron a la vez: —Me aburro.

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6. Posibilidades —Podríamos atascar las alcantarillas con almohadas gigantes —sugirió Edgar, cuando por fin pudo liberarse de sus ataduras—. Y así, cuando llueva, las calles se inundarán y podremos ir por la ciudad en barca. ¡Eso sí que molaría! —Es demasiado complicado —replicó Ellen—. ¿Cómo haríamos las almohadas? No tenemos dinero para comprar montones de plumas y de tela, y ninguno de los dos sabe coser, imbécil. Ellen se tiraba de las puntas de sus coletas mientras reflexionaba. —A ver, déjame pensar... ¿Y por qué no algo sencillo? ¡Cogemos unos sacos de pimienta y la echamos en la masa para magdalenas del pastelero! Edgar levantó los ojos al cielo. —Sí, me encantaría que todos los ñoños de la ciudad se pusieran a estornudar sin parar, pero ¿de dónde sacaríamos la pimienta, eh, tonta del bote? Se rascó la punta de su paliducha barbilla. —A ver, déjame pensar... Podríamos coger la ropa tendida de la señora Refunfúñez y llevarla a la lavandería. ¡La meteríamos unas cuantas veces en las máquinas secadoras, y encogería un montón! Luego la devolveríamos a su sitio, y cuando la viera, ¡no sabría qué hacer! —Vamos, Edgar —le regañó Ellen—. ¿Y acaso tienes el dinero necesario para la secadora? No, no lo tienes, y yo tampoco. Además, ya le hicimos esa broma antes a la señora Refunfúñez y ni siquiera se dio cuenta. Así que ¿dónde está la gracia? Los mellizos seguían de pie en el centro de la biblioteca, con la cabeza hundida entre los hombros mientras pugnaban por idear algún plan. —Necesitamos dinero, hermana —dijo Edgar—. ¿Qué podemos hacer para divertirnos sin dinero? Tras unos segundos de concentración, una sonrisa se dibujó en el rostro de Ellen mientras pronunciaba la siguiente palabra: —¡Mascota!

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7. Mascota Siempre que los dos niños se cansaban de molestarse e incordiarse el uno al otro, o no se les ocurría ningún plan abominable, ni ninguna víctima inocente, siempre tenían alguien más a quien fastidiar y maltratar. Ese alguien era Mascota. Mascota permanecía siempre lo más lejos posible de Edgar y Ellen. Prefería pasar largos días solitarios acurrucado en la oscuridad, antes que largos días desagradables a merced de sus despiadados amos. Sin embargo, hoy era jueves, y casi mediodía, lo que significaba que era la hora de Recorriendo el mundo con el Profesor Paul, el programa de naturaleza preferido de Mascota. Como conocían su predilección por este programa, los mellizos sabían dónde buscar a Mascota. Lo encontraron en el gabinete, apoyado en el respaldo de un sillón de orejas de cuero oscuro, iluminado por la parpadeante luz del gran televisor en blanco y negro. Mascota no se parecía a ningún otro animal que hayáis visto en vuestra vida. Era más bien pequeño y no tenía escamas ni plumas. Era una bola de pelo largo, negro y apelmazado, de aspecto parecido a una peluca vieja y sucia.

Mascota no tenía orejas, ni nariz, ni boca, o por lo menos no se le veían, como tampoco se le veían patas, ni delanteras ni traseras. La pequeña forma peluda permanecía tan inmóvil en el sillón que no habría sido difícil

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confundirla con una enorme pelusa. Bueno, de no haber sido por el ojo amarillento que sobresalía de la maraña de pelo negro. Mascota vivía en la misma casa que Edgar y Ellen desde siempre. La primera vez que los mellizos lo descubrieron estaba detrás de un gran tonel de vino en la bodega. Al ver que Mascota no parecía comer mucho ni tampoco hacía mucho ruido —el caso es que nunca parecía hacer mucho de nada—, decidieron quedárselo. Vaya una suerte para Mascota.

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8. El programa de hoy Y así fue cómo, justo cuando Edgar había terminado de atar el tembloroso cuerpo de Mascota a un largo palo de madera y Ellen se disponía a barrer las telarañas del techo con su nueva mascota—escoba, el profesor Paul anunció en la televisión algo que cautivó la atención de los mellizos: Hoy vamos a explorar el asombroso mundo de los animales exóticos. Los más raros entre los raros, los más únicos, los más especiales, estas maravillosas criaturas valen su peso en oro. ¡Son los animales más valiosos del mundo! Acompáñenme, vamos a conocer a adinerados coleccionistas de todos los rincones del mundo, personas que ambicionan ser los dueños de estas asombrosas criaturas y pagan sumas altísimas por ellas. Para los más ricos entre los ricos, el dinero es un asunto baladí, y los animales exóticos son mucho más glamurosos como mascotas que un simple perro o un gato... Edgar y Ellen dejaron de escuchar. Se les estaba ocurriendo un plan.

—Si tuviéramos nuestros propios animales exóticos para vender —dijo Edgar—, ganaríamos dinero suficiente para fabricar almohadas gigantes y para comprar pimienta blanca. ¡Tendríamos dinero suficiente para llevar a cabo todos nuestros planes! —¡Piensa más a lo grande, Edgar! Si fuéramos ricos, pero ricos, ricos, ricos, imagina todo lo que podríamos hacer —dijo Ellen—. No tendríamos que conformarnos con las pequeñas ideas que hemos tenido hasta ahora. »Si compráramos un ala delta y un depósito gigante de refresco de cola,

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podríamos despegar desde lo alto del tejado de casa y pulverizar el refresco sobre todos los campos de fútbol. ¡Los convertiríamos en barrizales pegajosos y resbaladizos! —dijo, retorciéndose las coletas. —Construiríamos un molino de viento gigante, compraríamos toneladas de estiércol y esparciríamos la peste por toda la ciudad. —Edgar estaba a punto de estallar de entusiasmo—. ¡Guau, nadie saldría de casa durante días por culpa del olor! ¡Tendríamos las jugueterías, las heladerías y las tiendas de caramelos para nosotros solos! —Podríamos comprar una feria ambulante entera e instalar las atracciones en pleno centro de la ciudad —dijo Ellen. —¡Y podríamos dejar las luces de colores y la música toda la noche, y no permitiríamos que nadie disfrutara de los juegos ni de las atracciones! —añadió Edgar. Se miraron sonriendo mientras meditaban sobre todas aquellas nuevas ideas para sembrar el caos.

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9. ¡Ajá! Edgar y Ellen subieron la empinada escalera hasta el noveno piso. Una espaciosa habitación sin tabiques ocupaba la planta entera, y los mellizos la utilizaban como salón de baile cuando estaban de humor festivo. En la pared más grande, dos ventanales en forma de medio arco (los mismos que desde fuera parecían dos ojos que todo lo observaban) dejaban pasar la luz del sol durante el día, por lo que esa era la habitación menos lúgubre de toda la casa. Edgar y Ellen se pusieron a bailar y a hacer cabriolas por toda la habitación, mientras canturreaban:

Un plan, un tinglado es lo que necesitamos para dar forma a los juegos y las bromas que pensamos. Con nuestra inteligencia nos garantizamos grandes hazañas, en ello somos los amos. No hay chanchullo que no podamos montar, de ideas tenemos la mente a rebosar, y todos los niños de la ciudad tienen miedo de lo que podemos inventar. ¡Tened cuidado! ¡Atención! ¡Esta vez pensamos pasarnos mogollón!

Edgar y Ellen se quedaron parados en el centro del salón de baile. Del techo colgaba una anilla de hierro oxidado, fijada a la puerta de una trampilla. Ellen se subió a los hombros de su hermano y tiró de la anilla. La puerta de la trampilla se abrió con un sonoro crujido, desplegando unas desgastadas escaleras de madera. Los dos hermanos subieron corriendo al desván. Los mellizos tramaban sus diabluras más impresionantes allí, y era fácil comprender el motivo. Cajas, herramientas, jaulas polvorientas, baúles llenos de moho, candelabros rotos, maniquíes sin cabeza, armaduras abolladas, un par de camas de hierro oxidadas, el desván estaba lleno

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hasta arriba de tesoros. Rebuscar entre los trastos solía ayudar a los mellizos a inventar malvadas travesuras. Se zambulleron en los montones de cachivaches, tirando al suelo los objetos mientras aguardaban a que les llegara la inspiración. —¡Ajá! —exclamó Ellen, blandiendo una sartén abollada. —Anda ya, hermana, ¿y eso para qué narices lo queremos? —se burló Edgar. Emergió de debajo de una lona hecha pedazos, protegiendo entre sus brazos toda una colección de tubos de ensayo y vasos mugrientos—. ¡Mira lo que he encontrado! ¿Qué tal unos pequeños experimentos de química...? Antes de que pudiera indicarle que no tenían ingredientes para experimentar nada, a Ellen se le ocurrió mirar por el ojo de buey del desván. —¡Hermano! ¿Ves lo que yo veo? —chilló, dejando caer la sartén al suelo. Edgar se acercó para mirar él también por la ventana. —Hermana, ¿estás pensando en lo mismo que yo? —dijo—. ¡Venga, vamos a verlo de cerca! Subieron por otra escalera escondida en un rincón. Encabezando la marcha, Ellen empujó sobre el techo con el hombro hasta que se abrió otra trampilla y los mellizos entraron en el cuarto más alto de la casa. Como el segundo desván proporcionaba un completo panorama sobre todo el barrio, los mellizos lo utilizaban como observatorio. Estaba completamente vacío si exceptuamos un poderoso telescopio que asomaba al exterior por una abertura en el tejado. Enfocando la lente sobre las lindas casitas con jardín de los alrededores, vieron una gran variedad de perros tumbados a la puerta de las viviendas, durmiendo la siesta o mordisqueando tranquilamente unos huesos. Descubrieron gatos paseándose por encima de las vallas y trepando a los árboles. Vieron conejos en sus cajas bebiendo agua de sus escudillas y pájaros tomando el sol apoyados en las barras de sus jaulas. —Mira todos esos animales —susurró Ellen. —Tan cerquita de nuestra casa —añadió Edgar. Absortos en sus pensamientos, los mellizos bajaron al primer desván y se pusieron a recorrerlo de un lado a otro, dejando las huellas de sus pasos visibles sobre el polvo.

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Por fin se detuvieron junto al rincón más mugriento de la habitación. Edgar y Ellen contemplaron la gran caja de cartón mohoso que contenía los cientos de adornos de Navidad que habían ido acumulando a lo largo de los años, en su mayoría robados de la puerta de algún vecino despistado o de las decoraciones municipales del centro de la ciudad. —Guirnaldas y purpurina, hermano —observó Ellen. —Lucecitas y aerosoles de colorines, hermana —añadió Edgar. —¡Qué exótico! —se maravillaron ambos, arqueando las cejas. Y poco a poco, el plan fue tomando forma en la mente de los mellizos.

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10. Heimertz Edgar y Ellen soltaron carcajadas, risotadas y gritos de júbilo. Su nuevo plan era sencillo, pero ingenioso. —Hermano, he encontrado algo maravilloso —dijo Ellen abriendo un cajón junto a la caja de adornos navideños. Edgar la ayudó a quitar los clavos que cerraban la tapa del cajón y dejó escapar un «¡oh!» al ver aparecer unas correas de cuero y unas cestitas metálicas. Los mellizos pusieron las correas y los bozales en la misma caja que los adornos y lo bajaron todo hasta el sótano, junto con un buen cargamento de pegamento, rotuladores y pinturas. Ellen se enganchó en el hombro izquierdo varios rollos de cuerda, y sobre el derecho se colocó un gran saco que tenía en su interior un montón de saquitos más pequeños, todos vacíos. Edgar cogió su cartera especial de lona oscura, que siempre contenía todo un surtido de objetos — cucharas, saleros, sombreretes, cordeles— que mucha gente consideraría normales, pero que en las manos de Edgar pasaban a ser... en fin, digamos que dejaban de ser normales. Añadió los bozales al contenido de su cartera. Equipados con todo lo necesario, los hermanos salieron de casa y cruzaron el jardín destartalado tratando de pasar desapercibidos, escrutando nerviosos entre las malas hierbas por si veían algún rastro de Heimertz. Heimertz era el conserje. Se ocupaba del mantenimiento de la mansión y del jardín, y llevaba trabajando allí desde que los mellizos podían recordar. Siempre caminaba despacio, sin apenas doblar las rodillas, pero tenía la asombrosa habilidad de aparecer de improviso, emergiendo silenciosamente de entre las sombras de la mansión. A los mellizos les resultaba inquietante estar jugando solos, y de repente ver surgir ante ellos la sonrisa ausente de Heimertz. Muy pocas cosas ponían nerviosos a los dos hermanos, pero, decididamente, Heimertz era una de ellas. Si el conserje se ocupaba o no del buen mantenimiento de la mansión era algo discutible, pues la casa estaba siempre oscura, mugrienta y maloliente, y el jardín lleno de zarzas, malas hierbas y arbustos secos. Pero aunque les ponía nerviosos, a Edgar y a Ellen les parecía bien su forma de trabajar, o de no trabajar.

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Heimertz vivía en un sombrío cobertizo en una hondonada pantanosa del jardín. Las paredes destartaladas estaban cubiertas de barro y juncos, por lo que el cobertizo parecía hundirse lentamente en el suelo fangoso. Había una única ventana a la que le faltaba un cristal. Movidos por la curiosidad, los mellizos se habían asomado una vez a mirar en el interior, y habían descubierto una habitación desnuda, sin más muebles que un camastro, unas cuantas velas, un viejo acordeón y un puñado de herramientas. No había ningún objeto personal que pudiera dar alguna pista sobre el pasado del conserje. Éste rara vez salía de sus dominios. Los viejos de la ciudad decían que, hace mucho tiempo, Heimertz había sido un titiritero alemán que se había escapado de un circo, abandonando a su familia de payasos y acróbatas. Edgar y Ellen nunca habían podido confirmar ni negar esos rumores. A los mellizos les parecía tan siniestro que no se atrevían a preguntarle nada, y aunque algún día lograran reunir el valor suficiente para dirigirle la palabra, no era probable que les contestara. En todos aquellos años, Heimertz jamás había abierto la boca.

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11. Acechando sigilosamente Para gran alivio suyo en aquella calurosa tarde de verano, los mellizos divisaron a Heimertz en el extremo opuesto del jardín. Estaba ocupado en arrancar grandes trozos de corteza del tronco podrido de unos árboles, de modo que Edgar y Ellen atravesaron el jardín sin nacer ruido y salieron por la puerta de atrás. Los mellizos tenían que ir con mucho tiento y sigilo, pues les precedía la fama en la ciudad. La mayoría de los niños de Nodlandia habían sido objeto en algún momento de sus bromas pesadas, a veces sin darse cuenta siquiera. No hacía mucho que los mellizos habían abandonado a Arthur, un niño de nueve años, en la copa del árbol más alto del barrio, con la promesa de que le dejarían entrar en la cabaña más alucinante del mundo. Poco después habían convencido a la pequeña Sara de que buscara oro en su jardín, lo cual había provocado la rotura de la fosa séptica de su familia. De modo que con mucho, mucho cuidado, Edgar y Ellen avanzaron abriéndose paso entre las sombras. Una a una visitaron todas las casas del vecindario, y una a una secuestraron a todas las mascotas. Algunos animales eran fáciles de coger, pues no había nadie cerca para vigilarlos. Sus dueños estaban ocupados en cosas como comprar tebeos o jugar al fútbol. Edgar robó el perro de Ronnie de la puerta misma de su caseta, y Ellen metió la mano por una ventana para llevarse de su jaula al periquito de Helen, y no dejó más que un puñado de plumas. Otras mascotas exigieron más astucia, y los mellizos se dieron cuenta de que tenían que inventarse maniobras de distracción. Edgar sacó un puñado de palomitas del fondo de su cartera y las fue depositando en fila por el camino de grava de la casa de los Boggin. Mientras el glotón de Donald dirigía su atención a esa inesperada merienda, Ellen se escapó con su gatito, Choncy. Dos casas más abajo llamó al timbre de la casa de Frannie y luego se escondió detrás de un coche. Mientras Frannie acudía corriendo a abrir la puerta principal (gritando: «¡Ya voy, señor cartero! ¡Más vale que tenga cartas para MÍ! ¡Cartas para MÍ!»), Edgar se precipitó a la puerta trasera y se apoderó de su hámster. Calle arriba y calle abajo, los mellizos iban añadiendo ejemplares a su colección. Plantaban un bozal a los animalitos sorprendidos para que no ladraran, ni maullaran, ni alertaran a nadie con sus gritos, y luego los

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metían en los sacos. Pronto su colección alcanzó tal proporción que a los mellizos se les fue haciendo difícil transportarla, por lo que decidieron tomarse un respiro. —Estos animales pesan mucho, Edgar. Y tampoco ayuda que no paren de retorcerse dentro de los sacos. —A mí también empiezan a dolerme los brazos. Pero no te preocupes, Ellen, tengo un plan para transportar mañana nuestra mercancía. ¡Espera y verás! —Vale, pues espero... ¡Eh, tú, cállate! —susurró Ellen mientras un continuo gemido se escapaba de uno de los sacos. Algunas de las mascotas se pusieron a gruñir y a lloriquear, de modo que los mellizos empezaron a pegar patadas y pisotones a los sacos, tratando de hacer callar a los animales. —Vaya jaleo arman estos bichos —murmuró Edgar— Si no tenemos cuidado, se descubrirá todo el pastel. Será mejor que nos llevemos estos a casa, donde nadie pueda oírlos, ¡y luego vendremos a buscar más! Los mellizos arrastraron los sacos hasta su jardín y los amontonaron entre la maleza. Después retomaron su tarea donde la habían dejado: Ellen birlando mascotas, y Edgar llevándolas corriendo a su escondite junto a las demás. Al doblar la esquina, llegaron a una casa pin—lada de un amarillo chillón, con un precioso buzón decorado con abejas, mariposas y el apellido de la familia, Pickens. En mitad del jardín trasero había una enorme jaula, y enroscada dentro, profundamente dormida, la serpiente más grande que los mellizos habían visto en su vida. Edgar y Ellen se detuvieron un momento a admirar el tamaño del animal. Enrollada sobre sí misma, formando una pirámide, la serpiente emitía sonoros ronquidos. No se despertó cuando Ellen abrió la puerta de la jaula y maniobró por detrás. Edgar mantuvo abierto en la abertura de la jaula el saco más grande que tenían, mientras su hermana pugnaba entre jadeos por empujar al enorme animal fuera de su casa y meterlo en el saco. La serpiente se movió y entreabrió un ojo, pero Edgar le levantó la cola y la acunó suavemente entre sus brazo s, basta que el animal dejó escapar un largo ronquido silbante y volvió a quedarse dormido. —Con este ya tenemos para llenar un saco entero —dijo Ellen—. Tú llévalo a casa mientras yo voy a buscar más animales —Edgar volvió a casa arrastrando el saco, jadeando y resoplando por el peso de la serpiente. Abrió la verja con el pie y entró tambaleándose en el jardín.

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Justo cuando la puerta se cerraba tras él, Edgar se detuvo de pronto y se quedó sin respiración. Los demás sacos seguían por ahí tirados, y por todas partes se oían pequeños gemidos. De pie en medio de todos ellos, agachado para ver mejor el contenido, estaba Heimertz. El fornido conserje se arrodilló en el suelo y se puso a olisquear los sacos. Edgar no sabía qué hacer. El conserje estaba a punto de descubrir el botín que con tan malas artes habían conseguido reunir. Un simple tirón de la cuerda que cerraba uno de los sacos bastaría para desbaratar todo su plan. Edgar trató de permanecer inmóvil como una estatua, pero empezaban a dolerle los brazos por el peso de la serpiente. Heimertz se sentó en el suelo mientras los animales, perdidos en la oscuridad de sus sacos de esparto, se estremecían y gimoteaban. Pasó lo que a Edgar le pareció una eternidad hasta que Heimertz se puso de pie, sacudiéndose el polvo de los pantalones. El chico sintió que se le helaba la sangre cuando el conserje se dio la vuelta y se quedó mirando fijamente el enorme saco que sostenía entre los brazos. El hombre inspiró profundamente, como para percibir el olor que emanaba de Edgar y del saco desde la otra punta del jardín. Edgar tragó saliva con dificultad. Sin Ellen, se sentía especialmente vulnerable. La habitual sonrisa del conserje experimento un ligero temblor y las aletas de su nariz se abrieron de par en par. Permaneció inmóvil durante varios segundos cargados de tensión, sin ofrecer la más mínima pista sobre cuál sería su próximo movimiento. Quizá la serpiente oyó el corazón de Edgar que latía con fuerza, o quizá sintió la extraña presencia de Heimertz, o probablemente no fuera más que una pesadilla, pero el caso es que el animal se movió contra el pecho de Edgar. Este, nervioso ya por la proximidad del conserje, dejó escapar un grito mientras el saco se le caía de los brazos, estrellándose contra el suelo. Heimertz echó una rápida ojeada al resto del jardín antes de dar media vuelta sobre el pie izquierdo para dirigir hacia el cobertizo su corta silueta a pasos lentos y pesados. Edgar huyó del jardín a todo correr. La serpiente se movió dentro del saco y volvió a quedarse profundamente dormida, retomando sus silbantes ronquidos allí donde los había dejado.

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Edgar se reunió con su hermana en la otra punta del barrio, y la encontró acurrucada entre las sombras de un seto muy alto. —¡Ay, Ellen, si supieras lo que me ha pasado con Heimertz! ¡Me ha sorprendido con nuestro arsenal! —susurró Edgar con un hilo de voz—. Se ha alejado sin más al verlo, ¡pero yo no sabía qué hacer! —¡Calla, Edgar, desapercibida?

calla!

¿No

ves

que

estoy

tratando

de

pasar

Ellen señaló con la cabeza el jardín que se ex—tendía al otro lado del seto, y Edgar se asomó entre las ramas para echarle un vistazo. Anna y su amigo Bruno estaban persiguiendo a su diminuto perro salchicha por la hierba, riéndose mientras el animalillo corría en círculos cada vez más grandes. Con un ladrido juguetón, el perrito bordeó el límite del jardín, y cuando atravesó corriendo el seto, Ellen bajó hasta el suelo su saco abierto y el animal se precipitó dentro. Cuando Anna y Bruno llegaron al otro lado del seto, ya no había ni rastro del perro. Se quedaron atónitos en medio de la calle desierta, aguzando el oído a la espera de un ladrido cantarín, pero no oyeron más que silencio. Y así siguieron los mellizos, recorriendo sigilosamente el barrio, emergiendo de las sombras el tiempo justo para birlar una mascota antes de volver a desaparecer. En poco tiempo acumularon una considerable colección de criaturas de pelo, pluma y escamas, cada una metida en su propio saco. Antes de que la mayoría de los niños del barrio se dieran cuenta de que sus queridas mascotas habían desaparecido, Edgar y Ellen ya habían arrastrado el valioso botín basta su casa.

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12. En las profundidades del sótano Mascota estaba acurrucado en un rincón oscuro, entre bolas de pelusa y telarañas, momentáneamente a salvo de los mellizos, viendo cómo arrastraban sus trofeos de guerra por el polvoriento vestíbulo y apilaban los sacos junto a la entrada del sótano. Ellen abrió la puerta. —Usted primero, hermano. —¡De ninguna manera, las damas primero! —Edgar empujó a Ellen por la oscura escalera. Como un acto reflejo, Ellen se agarró al cuello del pijama de Edgar mientras caía tambaleándose. Bajaron rodando los escalones de piedra y aterrizaron con un ruido sordo. Una fría bocanada de aire penetró por una rejilla de hierro practicada en el suelo de cemento. —Una caída muy grácil y elegante, hermana. —Mira quién fue a hablar. Los mellizos fueron bajando los sacos uno a uno hasta el sótano, mirándose con desconfianza cada vez que se cruzaban por la escalera. Cuando terminaron, Edgar y Ellen se apretujaron el uno contra el otro en el húmedo sótano y colocaron a su alrededor a todos los animales, que se retorcían en el interior de los sacos. Ellen extendió unas grandes sábanas blancas que había robado del jardín de la señora Refunfúñez, y cubrió con ellas unas largas mesas. Edgar sacó de la vieja caja los adornos navideños y, con sumo cuidado, como un cirujano que coloca ante él su instrumental, fue disponiendo en hilera los lazos y los ornamentos. —¿Quién habrá aquí? —Edgar eligió un saco y agitó su contenido. Un gatito cayó dando tumbos sobre la mesa. —Oh, ahora no eres más que un gatito mondo y lirondo —dijo, quitándole el bozal—, ¡pero anímate! ¡Pronto serás el centro de atención de toda la ciudad! Edgar utilizó unas pinturas para teñir el pelo marrón del felino de varios tonos de azul y violeta. Se tomó su tiempo para fijar dos ramitas en la cabeza del animalillo, y le ató al hocico un adorno redondo de color rojo. Lo

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que antes era un gato, ahora parecía un reno en miniatura cubierto de purpurina. —¡Hola, pequeño purpugato! —exclamó Edgar, levantando al animalito para poder mirarlo a los ojos, cada uno de un color—. No hay otro como tú en todo el mundo. ¡Eres decididamente exótico! ¡Vales mucho dinero! —el purpugato maulló, tratando de quitarse con sus garritas las ramas en forma de cuerno. —Tu purpugato no es ni la mitad de exótico que mi canileón o que estos pluminejos —dijo Ellen. Edgar se dio la vuelta para comprobar que, en el tiempo que él había empleado en transformar a un animal, su hermana había colocado una corona de hojas al cuello de un caniche y había teñido al animal de rojo, convirtiéndolo en un leoncito carmesí, y dos conejitos que antes eran blancos aparecían ahora cubiertos de purpurina y plumas. —¡Vamos a ganar una fortuna! —gritaron felices los mellizos mientras sacaban al resto de los animales de sus sacos. Ataron con correas a todas aquellas criaturas a una tubería mugrienta para que las atónitas mascotas no pudieran escapar de la fiesta. El sótano empezó a llenarse de pintura, pegamento y purpurina que volaban de un lado a otro. Los mellizos decoraban alegremente a los animales, como si fueran huevos de Pascua, canturreando una cancioncilla mientras trabajaban.

Tenemos animales exóticos, sacad vuestros monederos. ¿Cuánto estáis dispuestos a pagar por poseerlos? Venid todos en vuestros aviones privados, sacad las chequeras, contratad nuevos veterinarios. Un poco más de purpurina, pegamento por aquí, de azul, de rojo, de verde te pinto yo a ti. Pronto estaréis todos listos para la función ¡y ganaremos dinero a mogollón!

Perritos y gatitos, conejitos y pajaritos, hámsteres, ratoncitos, lagartos y pollitos. Docenas de mascotas separadas de sus queridos dueños, atrapadas en el húmedo sótano, sufriendo cada una su propia y terrible transformación. ¡El horror más absoluto!

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13. Serenata nocturna Era ya muy tarde cuando Edgar y Ellen terminaron su colección de animales exóticos. Los mellizos habrían bailado y dado mil volteretas si no hubieran estado tan cansados después de un largo día de tramar travesuras, birlar mascotas y disfrazarlas. Se aseguraron de que las correas estaban bien atadas a la tubería, y extendieron páginas del periódico de la ciudad por el suelo del sótano para que no se ensuciara demasiado durante la noche. Después apagaron las luces, dejaron por fin solos a los animales, y subieron cansinamente los muchos pisos hasta su dormitorio en el desván. —Por favor, esta noche nada de ronquidos y resoplidos, hermano —dijo Ellen mientras entraba en la habitación arrastrando los pies. —Que sueñes tú también con los angelitos, hermana —contestó Edgar en tono despectivo, dirigiéndose hacia su colchón mugriento y lleno de manchas. Cuando estaban a punto de meterse en sus camas de hierro, les sorprendió un rugido que provenía del exterior de la casa. Los mellizos treparon por la escalera hasta su observatorio en el segundo desván, y con el telescopio escrutaron el barrio que se extendía a sus pies. Era un caos total. Apiñados en pequeños grupos bajo las farolas, los niños lloraban, gritaban, y gemían, lamentando la pérdida de sus queridas mascotas. Los padres, que ya no podían disfrutar de sus habituales veladas tranquilas en casa, sentados frente al televisor en pijama y zapatillas de felpa, habían salido a buscar a los animales extraviados, gritando sus nombres y profiriendo maldiciones a todo pulmón, aumentando así el estruendo causado por los llantos de sus hijos. Este coro cacofónico de tristeza y desesperación, esta canción triste de pena y dolor, duró hasta bien entrada la madrugada. El eco de sus lamentos sirvió de nana a Edgar y a Ellen, que se durmieron plácidamente. Les esperaba un gran día a la mañana siguiente.

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14. El Emporio de Animales Exóticos Mientras que el resto del vecindario amanecía en una atmósfera de desamparo y desolación, algo que hasta entonces la ciudad nunca había conocido, Edgar y Ellen se levantaron de un salto, felices y contentos, ¡iban a hacerse ricos! Desdeñaron su costumbre matutina de buscar a Mascota por toda la casa para restregar su mata de pelo con sus cepillos de dientes, y bajaron piso tras piso deslizándose por el pasamanos de la escalera, sin dejar de parlotear hasta llegar abajo. Luego salieron al jardín por la puerta trasera. Del cobertizo de Heimertz salían unas notas de acordeón, y a los mellizos les alegró comprobar que el conserje estaba ocupado en sus cosas. Necesitaban algo para transportar su espléndido zoo por toda la ciudad. Edgar llevó a su hermana al centro del jardín y allí apartaron los montones de paja y las enredaderas que ocultaban una vieja carreta oxidada. Los tallos y los troncos marrones y secos que asomaban entre las ruedas y se enredaban por los ejes dejaban bien claro que hacía mucho tiempo que Heimertz no la utilizaba, si es que lo había hecho alguna vez, y a los mellizos les costó cierto esfuerzo extraer de la maleza la larga carreta y empujarla hasta una zona plana sin vegetación. Edgar y Ellen volvieron al desván y cogieron unos grandes pedazos de cartón y un poco de pintura. También arrastraron hasta abajo un viejo teatro de marionetas que habían robado el año anterior de la guardería de la señora Pringle mientras los niños estaban durmiendo la siesta. Hacía tiempo que las ratas y las polillas se habían comido las marionetas de trapo, y no habían dejado más que una gigantesca caja de madera con un telón de terciopelo de color burdeos. De vuelta en el jardín, auparon el teatro a la carreta. Edgar cogió un trozo de cartón y pintó un cartel que decía: EMPORIO DE ANIMALES EXÓTICOS, y Ellen lo clavó en lo alto del pequeño teatro. Encontraron a los animales exactamente donde los habían dejado la noche anterior, en el húmedo sótano. Transportaron hasta la carreta a las pobres criaturas, que se retorcían pugnando por liberarse. Atados en el interior del teatro de marionetas, los más pequeños delante y los más grandes detrás, los animales componían un cuadro que llamaba la atención.

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Edgar y Ellen confeccionaron una etiqueta para cada animal en la que se leía la especie a la que pertenecía, su hábitat, su precio y una descripción de su origen:

PETARPEZ De las montañas de Ahogania ¡Solo 1.000 $! Rescatado del asilo para animales perdidos de Ahogania

PERIQUILIRÓN De la región desértica de Brifftevo ¡2.500 $! ¡Una ganga! Cambiado a un comerciante de animales salvajes a cambio de un colibrón

BRANQUIORUGA Terracuática, región oceánica de Uwentic ¡5.000 $! ¡Un regalo! Capturada el año pasado en una cacería de branquiorugas

Ellen llegó incluso a dar a los animales una pequeña charla de preparación: —Tenéis mucho mejor aspecto que ayer. Ahora sois unas criaturas increíbles, y valéis miles de dólares. Y aunque os sintáis un poquito incómodos, pensad que la belleza y la fama siempre tienen un precio. Pero nada de esto es tan humillante como el chalequito de punto que os obligaron a llevar el invierno pasado a algunos de vosotros, o todas esas veces que os forzaron a asistir a sus fiestas de cumpleaños. —Hermana, no sé para qué te molestas.

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—Querido hermano, siempre has sido un poquito lento de entendederas. Cuando los animales de aspecto más alegre y feliz se vendan por el doble de su precio, entenderás por qué me molesto ahora. Con las mascotas ocultas tras el telón de terciopelo, la tienda ambulante de los mellizos parecía un viejo carromato de titiriteros. —¿Preparado para hacerte rico, hermano? —Ellen se colocó en la parte delantera del carro. —Seremos la gran atracción de Nodlandia, hermana —replicó Edgar, situándose en la parte trasera. Con Edgar empujando y Ellen tirando y dirigiendo la maniobra, la carreta avanzó pesadamente a trompicones por el callejón sin nombre, y después se alejó por la avenida de Richetts.

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15. ¡Desaparecidos! Mientras Edgar y Ellen conducían hacia el oeste, por el camino encontraron notitas de papel de colores pegadas por todos los postes de luz y de teléfono. Si los mellizos hubieran prestado atención a los cartelitos escritos a mano y manchados de lágrimas, habrían podido leer:

¡DESAPARECIDO! Bubby Mi cachorro de pastor alemán ¡Contacta con Richy lo antes posible! 555—8328

¡SOCORRO! ¡No encuentro a Besito! ¿Alguien ha pisto a mi conejo marrón? — Kyle, 555—9896 —

¡PERDIDO! MI GATO Responde al nombre de Rex Gatito negro con los patas blancas Y la naricita rosa Por favor, llamar a Annie al 555—1722

Había docenas de notitas de todos los colores. Cada una lloraba la pérdida de una mascota diferente, y adjuntaba una fotografía borrosa o un dibujo coloreado a lápiz. Edgar y Ellen pasaron con gran estruendo por delante de todas ellas, sin prestar atención a ninguna, ni siquiera a una que advertía:

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¡PELIGRO ! ¡NUESTRA SERPIENTE SE HA ESCAPADO!

¡CUIDADO! SI LA VEN, LLAMEN A PETER Y PENNY PICKEWS 555-6633

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16. ¡Empieza la venta! Edgar y Ellen detuvieron la carreta unos cien metros más abajo, en el cruce con la avenida de El Cairo, una de las calles de la ciudad que recibían su nombre de metrópolis mucho más grandes que Nodlandia. La avenida de El Cairo llevaba hacia el norte y desembocaba en el distrito de negocios de la ciudad. La gente que iba a trabajar pasaba siempre por el cruce con la avenida de Ricketts. —¿Qué te parece este lugar, hermana? —preguntó Edgar. —Fantástico, hermano —contestó Ellen—. ¡Los hombres de negocios ganan muchísimo dinero! ¡Estoy impaciente por llevarme una buena tajada! Abrieron el telón del teatro de marionetas para exhibir a los animales. La carreta parecía un puesto de refrescos, sólo que, en lugar de jarras con gaseosa, los mellizos tenían animales caros y horripilantes. Los dos hermanos se colocaron cada uno a un lado de la carreta, gritando como vendedores ambulantes y agitando los brazos como locos. —¡Acérquense y vean! —chillaba Edgar— ¡Acérquense y contemplen las maravillas del reino animal! —¡Acérquense y véanlo con sus propios ojos! —gritaba Ellen—. ¡Vean lo nunca visto! Los coches pasaban por el cruce, pero ni uno solo se paró, y ni siquiera frenó. Cuando a Ellen le pareció que habían pasado de largo demasiados coches, empujó a su hermano a la carretera para que interrumpiera el tráfico. Una hilera de vehículos se detuvo entre chirridos de frenos delante del chico paliducho en pijama. Los conductores estaban mucho más alarmados que Edgar, pues temían haberlo atropellado, pero cuando vieron que estaba ileso se fijaron en la cuneta y descubrieron la carreta aparcada. Varios hombres y mujeres se bajaron de sus coches, todos vestidos muy elegantemente con sus trajes de chaqueta. Se acercaron a la carreta y empezaron a examinar la mercancía. Un pequeño caniche negro cubierto de espumillón plateado reconoció a su dueño entre el grupo de humanos y empezó a lloriquear y arañar el suelo con sus uñitas, pero nadie le prestó atención.

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El conductor del primer coche, un hombre bajito con calvicie incipiente que llevaba un traje mil rayas y galas de sol, avanzó unos pasos. —Eh, ¿vosotros sois los dueños de esas cosas raras, o los representantes de los dueños? Como los mellizos no contestaron, el hombre se impacientó y dio una patada en el suelo. —Bueno, ¿qué? Venga, hablad, que no tengo todo el día —dijo. —¡Los dueños, señor! —contestó Ellen rápidamente—. ¡Cada una de estas maravillosas criaturas proviene de nuestra colección particular! —¡Bien! ¡Muy bien, sí, muy bien! —dijo el hombre que se estaba quedando calvo—. ¡Fantástico! ¡Para qué andar regateando con un representante cuando puedes hacer negocios directamente con el dueño! Permitidme que me presente. El hombre se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y, con un movimiento suave, mil veces ensayado, extrajo rápidamente una tarjetita blanca que le tendió a Ellen. Edgar se asomó por encima de su hombro y ambos leyeron lo que había escrito en grandes letras en negrita: MARVIN MATTER Negociante ejecutivo de negocios Cuando levantaron la mirada, los mellizos vieron que el resto de adultos habían sacado también sus tarjetas de visita y se las tendían con gestos impacientes. Edgar y Ellen las fueron recogiendo todas, cada una con el nombre de su dueño y cargos como «Director comercial», o «Subdirector comercial», o «Director comercial Júnior». —Bueno, no tenemos todo el día. Compartimos nuestros coches para ir juntos al trabajo —dijo el señor Matter—. ¡Es una manera muy eficaz de ahorrar combustible! Todos los demás murmuraron: «¡Muy eficaz, en efecto!». El señor Matter se quitó las gafas de sol y se sacó del bolsillo un pañuelo con sus iniciales bordadas. Mientras se limpiaba los cristales de las gafas, prosiguió: —Lo que necesitamos son animales, mascotas para nuestros hijos, que no paran de llorar a gritos. Nos hemos pasado la noche en vela buscando por todas partes, tratando de encontrar los perros y los gatos que se escaparon ayer. Y ninguno hemos podido pegar ojo. ¿Tenéis idea de cómo afecta la falta de sueño a nuestro rendimiento profesional? —¡A nuestro rendimiento, sí! —repitieron los demás como un eco, asintiendo solemnemente. —Bueno, como iba diciendo, necesitamos mascotas, y parece que

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vosotros las tenéis —observó el señor Matter—. Aunque estas criaturas tienen un aspecto extraño. —Eso es porque son animales exóticos, señor —dijo Ellen—. ¡Son únicos en el mundo entero! —¿Exóticos? ¿Eso habéis dicho? —preguntó el señor Matter—. Bueno, sé que está de moda poseer ejemplares únicos, pero yo prefiero cosas más normalitas. Son más fáciles de gestionar. Y una buena gestión es lo mejor que hay. Si algo no funciona, ¡sustitúyelo por un duplicado y todo vuelve a marchar sobre ruedas! ¡Una técnica muy eficaz! —¡Muy eficaz, sí! —repitieron sus colegas como un eco, mientras toqueteaban a las extrañas criaturas. El señor Matter asintió con la cabeza. —¿Por qué no nos dejamos de rodeos y pasamos a los negocios? Este bichejo extraño hará que mi hija Mandy se olvide de su conejito perdido — declaró, examinando a un bongabonga—. Después de todo, los conejos no tienen grandes hocicos amarillos y antenas como esta cosa rara. ¿Cuánto cuesta? —Lo pone en la etiqueta —señaló Ellen—. Nuestro precio por un bongabonga es de 1.500 dólares. —¡Mil quinientos! ¿No es un poco caro? —exclamó el señor Matter. —¡Es una ganga! Los nuestros son animales exóticos y, según todos los expertos, son muy valiosos —replicó Ellen. —Además, estos animales forman parte de nuestra colección personal —añadió, tratando de inspirar compasión—. No soportamos tener que separarnos de nuestros tesoros, pero no nos queda más remedio, ahora que nuestra familia atraviesa una mala racha. El señor Matter se ajustó bien las gafas. —Siento que tengáis problemas económicos. En mi negocio me esfuerzo por evitar ese tipo de problema. Pero transacciones como ésta requieren cierta negociación, jovencita. ¡No puedes pretender que te entreguemos todo ese dinero por una simple mascota! Nosotros sólo queremos algo para conseguir que nuestros hijos se callen de una vez. Qué me dices de... déjame pensarlo un momento... ¿Qué me dices si te doy diez dólares? —¿Diez dólares? —repitió Ellen—. ¡Pues le diré que diez dólares es muchísimo menos que 1.500! —Vale, venga, pues entonces veinte. Ellen negó con la cabeza y lanzó al señor Matter una mirada asesina. —¡Sabes cómo conseguir lo que quieres, jovencita, pero tienes que aprender a negociar! —dijo el ejecutivo, con la frente llena de perlitas de sudor—. ¡Nunca llegarás a nada en el mundo del comercio si no aprendes a negociar! ¡Cincuenta dólares, ni uno más, y es mi última oferta! Ellen se colocó delante del grupo de hombres de negocios, tratando de

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parecer más alta de lo que era. —Mi hermano y yo no estamos aquí para negociar, sino para vender. ¡Éstos son animales exóticos y valiosos! ¡Y si no piensan darnos lo que valen, entonces será mejor que se marchen! El señor Matter parecía incómodo. —Mira, seré sincero contigo: no vas a conseguir que te paguemos tanto dinero por esos monstruitos que tenéis ahí. No me sorprendería que no vendierais ni uno. —Y éste es un sitio muy raro para instalar un comercio, ¿no os parece? ¡Por aquí sólo pasa gente que va camino del trabajo! Y la gente que trabaja tanto y tan duro como nosotros, lo hace para ganar dinero, no para gastárselo. No olvidéis las tres normas de la venta al por menor: ¡Ubicación! ¡Ubicación! ¡Ubicación! —¿Pero eso no es una sola norma repetida tres veces? —preguntó Edgar. —¡Eso es porque es muy importante, jovencito! ¡Tenéis suerte de que nos hayamos parado! —tronó el señor Matter. Ellen hizo una mueca. —Pues no saben lo que se pierden. ¡Hay que ver: desdeñar a estos maravillosos animales! El señor Matter hizo una mueca de desagrado y su boca se transformó en una fina línea que partía en dos su cara rechoncha. —Bueno, ya veréis cómo al final de este trato saldremos nosotros ganando, siempre lo hacemos. Ya os buscaré esta tarde cuando vuelva a casa. Estoy seguro de que para entonces ¡ya habréis bajado vuestros ridículos precios! —¡Ridículos, sí! —repitieron todos los demás a coro. El señor Matter se quedó inmóvil en la misma postura unos segundos más, como para darle a Ellen una última oportunidad de cambiar de opinión. Después, soltando un sonoro bufido, volvió a su coche con paso firme. Los demás ejecutivos lo siguieron, soltando un bufido colectivo antes de dar la espalda al Emporio de Animales Exóticos, y se dirigieron ellos también hacia sus coches. Tras una serie de portazos, todos los vehículos abandonaron el lugar. Ellen los contempló alejarse por la avenida de Ricketts con el ceño fruncido y cara de odio. Entonces vio que su hermano la miraba con una sonrisita de complicidad. —¿Por qué sonríes, so memo? —bufó—. ¡No me has ayudado nada a vender esos bichos, y ahora hemos perdido a todos nuestros clientes! —¡Bah, para ya de lloriquear! —replicó Edgar—. Esos charlatanes engreídos no son más que unos imbéciles. No prestan atención a sus

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propios hijos, así que pensé: ¿por qué habrían de prestarme atención a mí? Mientras tú estabas negociando con ellos, me he acercado sigilosamente a sus coches y he llenado el suelo de clavos y chinchetas. ¡Se quedarán aquí tirados durante horas! ¡Piensa en todos los negocios que no van a poder hacer! Ellen se tiró de una de las coletas y dijo: —¡Negocios, sí! Marvin Matter, el rey del negocio, sólo sabe mirarnos con desprecio y por su Hijita no muestra ningún aprecio. ¡Qué padre más necio! Pero nosotros sabemos cómo vengarnos y luego vendrá él a suplicarnos, a patalear, a rogarnos y a llorarnos, ¡cuando su hija vea lo que no quiso comprarnos!

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17. Cambio de ubicación Edgar señaló los coches que pasaban por el cruce. —Todos los que pasan por aquí parecen muy concentrados en llegar a sus lugares de destino. Ellen asintió con la cabeza. —Si aquí nadie se fija en nosotros, vámonos a otro lado. Los mellizos se pusieron en camino. Ellen luchaba con el eje oxidado de la carreta para conseguir girar por la avenida de Río de Janeiro. —Maldita sea, Edgar, ¿por qué no echaste aceite en estos ejes y estas ruedas cuando tuviste ocasión de hacerlo? —¿Y por qué no lo hiciste tú, no te digo? Los mellizos se dedicaron unas muecas espantosas el uno al otro. Aunque era un juego en el que solían enfrascarse durante horas, a ver quién ponía la mueca más fea, hoy, sin embargo, tenían una tarea más importante. Concentraron su atención en hacer avanzar la carreta, que no parecía muy dispuesta. Un poco más adelante calle abajo, encontraron un espacio junto a un pequeño parque. Mientras preparaban el escaparate de los animales, se fijaron en que había cierta animación en la calle de Sydney, a una manzana de allí. Dos niños pequeños, algo menores que los mellizos, salían a cuatro patas de una boca de alcantarilla en la carretera, de las que se usan para drenar el agua de lluvia después de las tormentas, para que la calle no se inunde. La zona que la rodeaba solía estar cubierta de lodo. Los dos niños estaban llenos de barro y de basura de los pies a la cabeza. Parecía que llevaran un buen rato arrastrándose por las alcantarillas, y una gruesa capa de suciedad hacía imposible de identificar el color de su cabello y de sus ropas. Pero los mellizos vieron con claridad sus ojos hinchados y el reguero que las lágrimas habían dibujado sobre la mugre al rodar por sus mejillas. —Hermano, ¿no son esos los hermanos Thomas? ¿Bobby y Sean? ¡No soporto a esos dos lloricas! Edgar entrecerró los ojos y entonces reconoció a los dos hermanos debajo de su capa de mugre. —Sí, hermana, ellos son. Apuesto a que no encuentran a su pobre chucho. ¡Se lo merecen! Los mellizos observaron cómo miraban debajo de las piedras, registraban todos los arbustos y rebuscaban entre la basura esparcida por el suelo. Tras echar una última ojeada a la alcantarilla, los niños por fin se encogieron de hombros y se alejaron arrastrando los pies calle arriba

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antes de desaparecer en el interior de otra alcantarilla.

Edgar se quedó callado un momento, mirándolos con envidia. Luego respiró hondo y dejó escapar un largo suspiro. —Ah, cloacas. Hace mucho tiempo que no les dedicamos el tiempo que se merecen para explorarlas, hermana. Ellen le dio un codazo en las costillas. —Ya tendremos tiempo de retomar esos viejos placeres, hermano. Las cloacas no se van a mover de su sitio, ¿sabes?, y tenemos trabajo que hacer. Edgar se frotó las costillas doloridas, exhaló otro suspiro y volvió junto a la carreta. —¡Bichos raros a la venta! —gritó a pleno pulmón.

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18. Reparto a domicilio Cuando el sol de la mañana aún no se había levantado en el horizonte, un camión se detuvo delante del Emporio de Animales Exóticos, despidiendo una densa humareda negra. En un lado del camión había un dibujo medio borrado de una vaca sonriente comiéndose un pedazo de queso suizo, con las palabras «PRODUCTOS LÁCTEOS A DOMICILIO» pintadas encima. Una mujer alta y fornida bajó de la cabina y observó su camión oxidado. El denso humo negro se escapaba del capó y de la parte trasera del vehículo. —Maldita sea —exclamó.

Los mellizos la vieron dirigirse a una cabina telefónica situada en una esquina del parque. Llevaba un inmaculado uniforme blanco con una pajarita negra y una gorra blanca. Caminaba muy tiesa y sacando pecho, como si participara ella solita en un desfile militar. O bien la persona a la que llamaba no contestó, o el teléfono estaba estropeado, porque de pronto colgó el auricular con un golpe brusco. Echó una mirada a su camión y rezongó algo que los mellizos no pudieron oír. Ellen carraspeó haciendo mucho ruido. —Ejem, ejem. Elsa Miller se dio la vuelta y se sorprendió al ver a los mellizos y su barroca carreta llena de extrañas criaturas. —¡Buenos días, chicos! ¡Hace un día magnífico para jugar en la calle! — Y acercándose a la carreta, dijo—: Vaya, vaya, qué tenemos por aquí, pero ¡si son las cositas más monas que he visto en mi vida! —exclamó, observando a la más rara de todas, la galliruleta, que meneó su cabecita verde moteada y cloqueó—. Pero vosotros dos —añadió, agachándose sobre los mellizos para pellizcarles las mejillas— estáis un poco paliduchos. ¡Tendríais que beber más leche!

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Cada uno de los mellizos odiaba que el otro lo pellizcara, de modo que si había algo que odiaban por encima de todo era que los pellizcara otra persona. Ellen estaba a punto de devolverle a la lechera un pellizco de su cosecha personal, cuando Edgar le dio un buen pisotón y le susurró: —¡Cuidado! ¡No nos espantes a nuestro primer cliente! La lechera estudió con atención a los animales de los pies a la cabeza, levantándolos para verlos también por debajo. —A lo mejor podéis ayudarme —dijo Elsa mirando debajo de la brillante cola naranja de un canarícola—. Ninguno de estos bichos tiene ubres. ¡Todo el mundo sabe que sin ubres, no hay leche! En nuestra fábrica lechera tenemos muchas vacas, pero hemos visto que las cabras también dan muy buena leche. —¡Cabras! —prosiguió la lechera—. ¿Quién lo hubiera dicho, eh? ¡Y eso que yo soy una experta en leche! Si a la gente le gusta la leche y el queso de cabra, ¿por qué no habría de gustarle la leche y el queso de otros animales también? Estoy pensando en montar mi propio negocio: vendería productos lácteos de otros animales, podría ganar mucho dinero. Y comprarme mi propio camión. Elsa, algo perpleja, dio tironcitos a un pequeño chismo que sobresalía del estómago de la galliruleta y que, curiosamente, se parecía mucho a una bombillita como las que se ponen en los árboles de Navidad. La galliruleta arañó con las patas el suelo de la carreta sin saber muy bien cómo comportarse y volvió a cloquear. —Entonces... ¿alguno de estos extraños animalitos da leche? Ellen se rascó la frente y dijo: —¿Leche? ¡Pues claro! Algunos sí que dan leche. Nuestros animales más exóticos son los que producen la leche más deliciosa. ¡Por eso son los más valiosos! —¿Ve usted ese hamstergángster? ¡Mmm...! Sólo cuesta tres mil dólares. ¡Piense en toda la leche exótica que podría vender con un hamstergángster de su propiedad! En muy poco tiempo habría amortizado su inversión. —¡Bueno, no me importaría probar un poco de leche de hámster comosellame! No sería una verdadera experta en leche si no quisiera probarla, ¿verdad? Pero me temo que la lechería de Nodlandia no puede permitirse pagar tres mil dólares, y desde luego yo, por mi cuenta, tampoco. ¡Si la lechería tuviera todo ese dinero, lo primero que haría sería pedirle que me arreglaran el camión! Mirad qué montón de chatarra. Elsa Miller echó una ojeada al vehículo, que seguía echando humo, y sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación. —¿Tenéis algún animal más barato que dé leche? —Bueno, el hamstergángster tal vez esté un poquito fuera de su alcance —dijo Edgar con desprecio—. No pasa nada, estoy seguro de que

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podremos vendérselo a otra lechería que sepa apreciar las oportunidades de lucro que ofrece la leche de hamstergángster.

Señaló una pequeña criatura rosa con plumas que había un poco más adelante. —¿Y qué me dice de una ministruz? Su leche no es tan refinada como la del hamstergángster, pero su precio es más asequible. ¡Son sólo 2.500 dólares! La lechera se quitó la gorra y se pasó la mano por el pelo. —¿Asequible? ¿Estáis hablando en serio? ¿Y no tenéis algo por, digamos, unos cincuenta dólares? Edgar sintió un escalofrío al darse cuenta de que ni la lechería de Nodlandia ni Elsa les harían nunca ricos. —¡Nuestras criaturas menos caras cuestan 1.000 dólares, ni uno menos, y de las que dan leche, ninguna cuesta menos de 2.000! De modo que si no piensa usted comprar nada, haga el favor de marcharse, y aleje su montón de chatarra de nuestro emporio. Ese humo negro está ahuyentando a la clientela y asfixiando a nuestros animales. Elsa se encogió de hombros y se dio la vuelta para marcharse. En éstas apareció Ellen con un vaso lleno de un líquido turbio. —Antes de marcharse, pruebe por favor un poco de leche de hamstergángster. ¡Invita la casa! —dijo con voz dulce. —Caramba —contestó Elsa aceptando el vaso—. Qué detalle. Agitó un poco el líquido, lo olisqueó y luego lo blandió para verlo a la luz del sol. —No parece muy pura, ¡pero la probaré de todas formas! —dijo antes de bebérsela toda de un trago—. Mmm —dijo saboreándolo—. Nada denso, esta leche no tiene mucho cuerpo que digamos. Tampoco tiene mucho sabor. Así que tampoco pasa nada por que no podamos permitirnos comprar vuestros animales. La leche que producen no es como para tirar cohetes. Dicho esto, Elsa Miller regresó a la cabina del camión y se alejó entre nubes de humo y petardeos, desapareciendo detrás de una colina. —Jajajá, hablando de cohetes, alguien que yo me sé también va a explotar como un cohete —dijo Ellen, soltando una sonora risotada.

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—¿Se puede saber qué te hace tanta gracia? —quiso saber Edgar—. ¡Acabamos de perder otro cliente, y seguimos sin tener un solo centavo! ¡Y sin dinero no hay bromas pesadas! ¡Esto no tiene ninguna gracia! Bueno, y de paso dime de dónde diablos has sacado esa leche. —Oh, eres un amargado. Y para que te enteres, ¡no era leche de verdad! —dijo Ellen en cuanto recuperó el aliento después de tanto reírse —. Mientras estabas negociando con doña Leches, he sacado unos laxantes de tu cartera (ya sabes, esos que le rotaste a Heimertz) y los he diluido en un vaso de agua. El resultado ha sido ese inofensivo líquido blancuzco que has visto, ¡pero la pobre no va a tardar nada en salir disparada como un coñete hacia el cuarto de baño! ¡Jajá! Edgar soltó una carcajada y los dos se pusieron a canturrear: Elsa quiere leche pura, pero su camión es una basura. Echa humo, ¡qué porquería! ¡Arreglarlo debería! Nos ha fastidiado una venta, y mientras, en el trabajo, a ver lo que se inventa para explicar por qué tiene la tripa suelta. ¡Si hubiera pagado, ahora no estaría tan revuelta!

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19. En la carretera Los mellizos terminaron su canción y cayeron uno encima del otro, entre sonoras risotadas. Con una última carcajada, Ellen miró hacia la carreta y vio con nuevos ojos la ubicación de su negocio. —Me parece que este lugar tampoco es bueno, hermano. —Pues hala, vuelta a la carretera. Edgar se puso a tirar de la carreta y las ruedas empezaron a moverse chirriando. Tirando y empujando recorrieron la calle de Río de Janeiro, cruzaron el puente del campo de golf y pasaron delante de los postes, todos con su cartelito que anunciaba la pérdida de alguna mascota. Por fin se detuvieron para descansar en el aparcamiento del instituto de Nodlandia. El colegio estaba cerrado por vacaciones, pero había algunos coches aparcados porque la zona comercial de la ciudad estaba cerca de allí. Ellen se colocó delante de la carreta y empezó a gritar: —¡Se venden bichos raros! —Mientras, Edgar trajinaba con las ruedas del carro, sucias y pringosas. De repente, Ellen sintió que le pegaban tironcitos de la pernera del pijama. La pequeña Penny Pickens, que era tan bajita que apenas le llegaba a la cintura, la miraba con ojos suplicantes, tirando con su minúscula manita del pijama rayado de la melliza. Ésta reconoció a la niña rubia, a la que había visto en el barrio. —Disculpa, ¿has visto a Pupú? Ellen se quedó mirando a Penny unos segundos. —¿Y qué demonios es un pupú? Penny puso cara de susto. —¿No habéis visto los carteles que pintó mi hermano? ¡Oh, será mejor que tengáis cuidado! Por fin había logrado captar la atención de los mellizos. «Cuidado» era una expresión que solía atraer su atención, pues a menudo advertía de que algo desagradable estaba a punto de suceder. —¿De qué hablas, niña? —quiso saber Edgar. —¡Pupú ha desaparecido! Es nuestra serpiente, ¡y se ha escapado! Las grandes serpientes pueden ser muy peligrosas si las sacas de su jaula. Pupú no nos haría nada ni a mi hermano Peter ni a mí (es muy buena y

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muy cariñosa), pero ¡algunas personas no saben cómo reaccionar cuando ven a una serpiente! Edgar y Ellen sonrieron, dándose codazos el uno al otro. —Uff, ¡tendríais que verla comer! ¡Pupú puede abrir la boca de par en par y se puede tragar cosas más grandes que su propia cabeza! ¡Es alucinante! Y como Pupú es tan grande, ¡las cosas que se come son enormes! »No come muy a menudo, pero cuando tiene hambre, hay que darle de comer inmediatamente. Entonces no hay ningún problema, y Pupú se duerme tranquilamente. Pero si no le das de comer... Penny suspiró y señaló con el dedo los dos grandes contenedores de basura que había junto al instituto, y a un par de chicos que rebuscaban entre los desperdicios, lanzando al aire papeles y latas de refresco. —¡Anoche también desaparecieron todas las mascotas de los demás niños del barrio! ¡Pobres animalitos! Todo el mundo dice que se han perdido y ya está, pero si Pupú se los ha encontrado, ¡a lo mejor se los ha zampado! Edgar y Ellen bajaron la mirada hacia Penny, absolutamente fascinados. Edgar hizo sonar los huesos de sus nudillos de pura satisfacción, y Ellen se tuvo que morder los labios para no sonreír de oreja a oreja. —¡No sé qué hacer! Hemos puesto carteles por toda la ciudad. Peter y yo hemos acudido a los bomberos, porque ellos rescatan a los gatos que se suben a los árboles y no saben bajar. Nos dijeron que avisarían a todo el mundo de que hay que tener mucho cuidado con Pupú. ¡Tienen que encontrarla! Penny Pickens ahogó un sollozo y por fin se fijó en la adornada carreta con los animales escondidos detrás del telón del teatro de marionetas. —¿Qué es eso? ¿Y qué pone en ese cartel? Ellen se inclinó hacia ella y le dijo: —En nuestro cartel pone «Cárcel especial para niñas pequeñas». ¡Y ahora, lárgate antes de que te metamos dentro! Penny soltó un gritito, después retrocedió un pasito y se quedó mirando primero a Ellen y luego a Edgar, antes de echar a correr calle abajo. Su advertencia final: «¡Tened cuidado con Pupú!», quedó flotando unos segundos en la cálida brisa veraniega. —Bueno, por fin nos hemos librado de esta mocosa —dijo Ellen—. ¿A quién le da miedo esa serpiente? No hace más que dormir, y además lleva correa. Qué niña más tonta.

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20. Frágil - Manejar con cuidado Edgar y Ellen hicieron una pausa para comer. Su almuerzo consistía en galletitas saladas untadas con pasta de aceituna y pasas. Los animales exóticos los miraban con ojos hambrientos, y cuando la galliruleta trató de robarles una galletita, Ellen la ahuyentó gritando. Los mellizos acababan de terminar de comer cuando se acercó hasta allí el señor Crapple, el cartero.

Cuando llegó delante del zoo móvil de los dos hermanos, dejó caer al suelo su bolsón lleno de cartas, se puso las manos en jarras y se inclinó hacia atrás arqueando la espalda todo lo que pudo, hasta que los mellizos oyeron un sonoro crujido. —Ya me encuentro mejor —masculló el cartero—. Maldita espalda, cómo me duele la condenada. Esta noche tendré que pedirle otra vez a mi mujer que me la pisotee. Echó una ojeada al cartel clavado en la carreta. —Animales exóticos, ¿eh? Durante décadas, el señor Crapple había sido el encargado de repartir el correo del distrito 13 de Nodlandia. —Bueno, espero que no penséis mandar por correo a ninguna de estas criaturas —gruñó—. Se necesita un permiso especial para mandar animales vivos. Y tenéis que llevarlos vosotros mismos a la oficina de correos. Yo no me ocupo de ese tipo de cosas en mi ronda. —No queremos mandarlos por correo —dijo Edgar—. Sólo queremos venderlos. Es nuestra colección de animales exóticos. —Conque exóticos, ¿eh? —dijo el señor Crapple—. ¿Y vosotros qué sabréis de lo que es exótico? Mocosos mugrientos, os creéis que lo sabéis todo. ¡Seguro que no habéis puesto un pie fuera de esta dulce y apacible ciudad en toda vuestra vida! Y ojo, no es que a mí no me guste Nodlandia, ¡pero vamos, no tiene un pelo de exótica! El cartero les lanzó una mirada de reproche.

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—¿Creéis que sabéis lo que es exótico? ¡Yo sí que entiendo de exotismo! Llevo más de cuarenta años trabajando en Correos y he visto mucho mundo. ¡He transportado cajas que venían de Borneo, y paquetes de Paraguay! ¡He entregado cartas de Letonia y del Congo! ¡He llevado cajas de Canadá y postales de Papúa con mis propias manos! ¡Así que no me digáis que no sé reconocer algo exótico en cuanto lo veo! El señor Crapple recorrió trabajosamente toda la carreta llena de animales y los examinó con atención. Miraba las etiquetas entrecerrando los ojos con aire escéptico, mientras leía las descripciones de los animales. —Vaya un montón de bichejos raros que tenéis aquí, chavales — reconoció el señor Crapple cuando llegó al final de la carreta, donde estaban los dos mellizos—. Muy curiosos, sí. Pero ¿exóticos? De exóticos no tienen nada. »¿Acaso viene alguno de ellos de tierras lejanas de ultramar? Eso es lo que verdaderamente determina lo que es exótico: si llegó por correo cubierto de sellos de colores. Y bien, ¿llegaron así estos animales, sí o no? Antes de que Ellen pudiera contestar, el cartero añadió: —¡Por supuesto que no llegaron por correo! Porque de ser así, ¡yo me habría enterado! »Eh, ¿qué está haciendo por ahí tu extraño amiguito? —el señor Crapple señaló a Edgar, que estaba juntando piedras en la cuneta. —Bah, no le haga caso —dijo Ellen, con una mueca de desprecio—. Está un poco mal de la cabeza. Y bien, ¿le interesa alguno de nuestros asombrosos animales? »Nuestro milpiés está considerado como la octava maravilla de Plutavia. Tiene muchas patitas, rematada cada una por un piececito. Ellen blandió la criatura marrón y amarilla, que en realidad no era más que un rechoncho hámster con muchas piernas de muñeca pegadas al cuerpo.

Mientras volvía junto a la carreta, Edgar añadió:

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—Este exótico animal tiene una historia asombrosa. Fue capturado en la salvaje sabana de la Provincia de Rimpeldop, en Frinquay. Lo obtuvimos de un famoso músico ambulante (tocaba la armónica y, de hecho, era el dueño de la armónica más grande del mundo) que tenía problemas de espalda de transportar su pesado instrumento por todo el mundo. ¡Imagine lo placentero que sería para usted que esta criatura caminara por su espalda! ¡Tiene muchas más manos y patas que su mujer! El señor Crapple se rió secamente. —Mira, chaval, puede que mi mujer tenga los pies malolientes y llenos de callos, pero ¡ese bicho que tienes en la mano parece una araña peluda gigante! ¡No pienso dejar que me toque un bicho asqueroso como ése! ¡Ni loco! Ellen lo miró frunciendo el ceño. —Ya me habéis hecho perder bastante tiempo —prosiguió el cartero sin hacerle ni caso—. Sólo necesitaba estirar las vértebras antes de proseguir con mi ronda. ¡Y aquí estoy, de cháchara con vosotros, y ni siquiera tenéis correo que darme! —Disculpe, señor, pero yo sí tengo algo que mandar —gritó Edgar desde el otro lado de la carreta. Señalaba un gran paquete que había en el suelo. —¿De dónde viene? Bueno, da igual, no te entretengas. Mételo en mi bolsón —dijo el señor Crapple. Edgar metió el paquete en la bolsa del cartero. La nueva adquisición aterrizó pesadamente, con un ruido sordo. El señor Crapple se cargó la bolsa al hombro. Le temblaban las rodillas por el peso, y los ojos casi se le salían de las órbitas. —Pero bueno, ¿cómo es que de repente me pesa tanto la bolsa? — gruñó mientras caminaba tambaleándose calle abajo. Edgar tiró de una de las coletas de Ellen para llamar su atención. —Qué risa, ¡he abierto una de sus cajas y la he llenado de piedras! Los mellizos contemplaron al señor Crapple alejarse, agachado hacia delante para repartir mejor la carga, con las piernas temblorosas por el peso. El cartero se tambaleó hacia la izquierda, luego hacia la derecha, y así siguió, calle abajo, cada paso marcado por un sonoro crujido de vértebras, hasta desaparecer por completo de su vista. Soltando risitas burlonas, los mellizos se pusieron a canturrear:

El cartero tiene mucho morro y es un sabelotodo muy pedorro. Ahora la bolsa le pesa por ceporro.

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Cometió un grave error. Un milpiés era lo que necesitaba este señor, le hubiera dejado la espalda hecha un primor. Pero no quiso comprarlo, ese fue su gran error, ¡y ahora tendrá que retorcerse de dolor!

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21. Experto en bichos raros —Desde luego, qué malísima suerte estamos teniendo —dijo Ellen—. ¡No me puedo creer que hayas elegido esta birria de sitios para instalar la carreta! —¿Que yo he elegido? ¡Pero si eres tú la que guía la carreta, yo sólo la empujo! Ellen no hizo caso de la respuesta de su hermano y volvió a tirar de la carreta. —Vamos, Edgar, todavía es pronto. A lo mejor encontramos algún imbécil... digo algún cliente, más cerca del río. Los mellizos prosiguieron su camino y pasaron delante de la grasienta gasolinera de Billy, desembocaron en el bulevar de Florencia e instalaron el chiringuito junto a la biblioteca pública. Desde donde se encontraban alcanzaban a ver uno de los siete puentes colgantes de la ciudad, aquel en el que ponía por un lado «AMIGO» y por el otro «OLVIDES». Poco después, un caballero de melena cana apareció de un salto en la carretera. En equilibrio sobre la nariz llevaba unas grandes gafas de cristales redondos, y su bata de laboratorio ondeaba al compás de sus saltos, como las alas de una oca nerviosa. Miraba a izquierda y derecha, arriba y abajo, y era obvio que estaba buscando algo. El caballero estaba tan ocupado en mirar a todas partes excepto delante de sus narices que por poco se estrella contra el Emporio de Animales Exóticos. —¡Eh! —gritaron Edgar y Ellen. Sorprendido, el hombre se detuvo. —¡Ahí va! ¡Cuánto lo siento! —dijo—. ¿Habéis visto algo extraño hoy? ¿Algún movimiento curioso a la altura del suelo? Estoy buscando una serpiente pitón que se ha escapado. Los bomberos me han llamado porque soy un experto en animales. Ellos serán muy capaces de rescatar gatos de los árboles, ¡pero seguirle el rastro a una pitón está muy lejos de sus posibilidades! Pero que no cunda el pánico, porque yo la encontraré. Calló un momento cuando su mirada pasó por encima de los mellizos hasta detenerse sobre el cartel que decía «ANIMALES EXÓTICOS», y luego abarcó el gran escenario abarrotado de criaturas. —Caramba. Se precipitó sobre la que tenía más cerca, un cachiniche teñido de verde y naranja, y lo examinó rápidamente. —¡Caramba! Contempló asombrado la siguiente mascota exótica, un enorme bicho

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con plumas y grandes dientes mellados llamado plumicán. —¡Caramba! —repitió. Tras los gruesos cristales de sus gafas se le veían unos ojos como platos. El nervioso caballero prosiguió su observación, examinando brevemente a cada criatura. Y con cada nuevo descubrimiento, agitaba los brazos, o movía las piernas como si estuviera bailando, o daba saltos de arriba abajo sacudido por ataques de risa. —¡Caramba! Edgar y Ellen se quedaron quietos y sin decir palabra, atónitos ante tan obvia demostración de entusiasmo. El caballero corrió hacia ellos y se les acercó tanto que pudieron leer el letrerito de la chapita plastificada que llevaba prendida en su bata de laboratorio: DR. FÉLIX VON BARLOW Zoólogo jefe Zoo de Nodlandia En el lado derecho de la placa había una foto en la que se veía al doctor con la boca abierta y los ojos muy saltones. Ellen ahogó una risita. Edgar leyó: —¿Zólogo? —No, jovencito. Zo-ólogo. Un zólogo no existe. La gente siempre pronuncia mal el nombre de mi profesión. Y soy un zoólogo jefe, lo que quiere decir que estoy al cargo de todos los animales del zoo de la ciudad. Allí nadie mueve un dedo sin mi permiso —dijo el doctor Von Barlow—. Y decidme, ¿lo habéis visitado ya? A los niños les encanta el zoo. Desde luego, Edgar y Ellen habían estado en el zoo en varias ocasiones. Una vez para «llevarse prestadas» unas cuantas pirañas, que luego habían metido en una piscina infantil. Aparte de eso, el zoo de su ciudad no tenía nada interesante para ellos. Era básicamente un gran zoo de lo más ñoño, con animales normales y corrientes como vacas, cerdos y cabras. Un invierno hubo también un reno que trajeron especialmente para las vacaciones de Navidad. La única vez que los mellizos se habían divertido allí fue un día que consiguieron que un grupo de mofetas atufara a la familia Gribble. Se puede decir que desde entonces la vida social de los Gribble se había reducido bastante. —No nos gusta su zoo —dijo Ellen—. No tienen nada interesante. La alegría del doctor Von Barlow se desvaneció, y dejó escapar un profundo suspiro. —Oh, tienes razón, tienes razón —se lamentó—. Aquí estoy yo, me he

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pasado la vida entera estudiando todo lo que se puede saber sobre todos los animales del mundo, ¡y miradme! Voy corriendo, corriendo, ¡corriendo!, a trabajar todos los días, y total, ¿para qué? Para pasarme el día cuidando de que la cola de los cerdos conserve su forma en espiral, y de que las vacas no se resfríen. »Me pasé años y años en la universidad estudiando varias carreras que deberían haber hecho de mí una estrella internacional de la zoología, con una vida llena de emocionantes viajes por todo el mundo, dando impresionantes conferencias por todos los países. Debería tener mi propio programa de televisión en el canal satélite Planeta Animal, en lugar de ese bobo del profesor Paul. »Le digo siempre al consejo de dirección del zoo: "Vamos a comprar una foca", o "¿Qué hay de un león?", o "A los niños les encantan los osos panda". Y lo único que me contestan es: "¿Qué tienen de malo las ardillas?", y "Las ovejitas son más monas". ¡Lo único mínimamente interesante que tenemos actualmente es nuestra colonia de hormigas coloradas! De hecho, cuando me llamaron los bomberos precisamente estaba realizando un experimento con ellas, así que me he tenido que traer algunos especímenes. El zoólogo extrajo de los pliegues de su bata de laboratorio un frasco cerrado a cal y canto y lo apoyó sobre el borde de la carreta. Los mellizos observaron de cerca los pequeños insectos rojos que se arremolinaban en el interior. Von Barlow calló un momento, absorto en sus pensamientos. Edgar también estaba enfrascado en los suyos, embelesado por las hormigas coloradas.

—Hermana, convoco una reunión de propietarios —susurró Edgar llevándose a Ellen a unos pasos de allí—. Quiero esas hormigas. ¡A lo mejor podemos hacer un trato con él! Ellen le retorció la oreja. —Oh, te conozco muy bien, hermanito. Seguro que se te ocurrirían un

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montón de cosas que hacer con esas malvadas hormigas que pican tan fuerte, ¡pero a la menor oportunidad las soltarías dentro de MI cama! Y no pienso consentirlo. Con un último pellizco, Ellen soltó por fin la oreja de su hermano y se volvió hacia el zoólogo. —Tal vez nosotros tengamos exactamente lo que usted necesita, doctor. El rostro del zoólogo se iluminó. —¡Oh, sí, es muy posible! ¡Es increíble la cantidad de animales fabulosos que tenéis aquí! ¡Éste podría ser el día más grande de toda mi carrera! Edgar y Ellen intercambiaron codazos y sonrisitas de complicidad. —¿De modo que estaría usted interesado en alguna de nuestras únicas y exóticas criaturas? —le preguntó Ellen. —¿Que si estoy interesado? —contestó el doctor—. ¡Lo que estoy es totalmente obsesionado con estas fantásticas criaturas! ¡Miradlas! ¡He visto todo tipo de animales, pero nunca, repito, nunca, jamás de los jamases había visto nada parecido! ¡Son todo especies nuevas! ¡En mi vida las había visto! ¿Cómo diablos las habéis conseguido? ¡Oh, bueno, qué más da cómo las consiguierais! ¡Son increíbles! —¿De verdad? —quiso saber Edgar. —¡Por supuesto que sí! ¡Estos animales me van a hacer famoso! El consejo de dirección construirá un enorme edificio nuevo en el zoo! ¡El pabellón Von Barlow de especies únicas y exóticas! ¡Vendrán a verlas zoólogos de todo el mundo, y dirán: «Este Von Barlow es el mejor experto que hay»! Me ascenderán a director ejecutivo del zoo, me harán doctor honoris causa de muchas universidades... Von Barlow apenas lograba contener su entusiasmo, se reía, bailaba y saltaba delante del carro. —Bien, doctor Von Barlow, ¿cuál de nuestras maravillosas especies animales le gustaría tener? —preguntó Ellen, impaciente por realizar al fin su primera venta. —¿Cómo que cuál de ellas? —replicó el zoólogo—. ¿Cómo que cuál de ellas? ¡No quiero sólo una, las quiero todas! —¿Las quiere... todas? —repitieron los mellizos como un eco. —¡Todas y cada una de ellas! —exclamó el doctor con voz de trueno, cogiendo a un perplejo frampinerro y dándole un gran abrazo. Pero de tanto apretarlo y hacerle dar vueltas, el hocico del animal se aflojó y se cayó. Los mellizos sintieron que se les helaba la sangre cuando de pronto soltó un débil «guau». —Pero... caramba... —empezó diciendo el zoólogo—. Eso ha sonado... me ha sonado a un...

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Edgar y Ellen intercambiaron una mirada. Todo su esfuerzo se iría al traste si el doctor Von Barlow descubría que el frampinerro no era más que un cachorro de sabueso disfrazado.

El zoólogo tartamudeó: —Me-me ha sonado a... a... ¡un troeuilompe! ¡Eso es! ¿Habíais oído hablar de esa especie? La pronunciación francesa me causa siempre muchos problemas. Tuve la inmensa suerte de recibir una grabación del grito de esta especie a través de mi suscripción al Club del Animal. Me pregunto si ambas especies estarán relacionadas. El doctor se rió y jugó a imitar el ladrido del animal. Aliviado, Edgar mostró su expresión de total felicidad, que, curiosamente, era también su expresión más espeluznante. Las cosas marchaban bien. Ellen se paseó despacio por delante del escenario, ensalzando el valor de cada animal. —Bien, doctor Von Barlow—dijo—. Aquí tenemos muchos animales únicos en su especie, y usted sabe que único significa valioso. Pero, dado que quiere usted adquirir la colección entera —y vamos a echar tanto de menos a estos adorables animalitos—, estoy segura de que podremos hacer algunas concesiones. Ellen se rascó la barbilla, se tiró de las coletas y soltó un montón de «mmm» mientras reflexionaba. —Estoy segura de que convendrá conmigo, doctor, que por todas estas fabulosas criaturas, la suma de 25.000 dólares es más que generosa. El frampinerro soltó un ladrido cuando el doctor Von Barlow lo dejó caer al suelo. —¿Venta? ¿Veinticinco mil? ¡Oh, no, no, querida! ¡No, no, no! ¡Me temo que no me has entendido! El nuestro es un zoo público. ¡A nuestro zoo no se venden animales, se donan! —¡¿Donar?! —aulló Edgar—. ¿Quiere decir dárselos gratis? ¿Y para qué querríamos nosotros hacer algo así?

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—¿Para qué? —repitió Von Barlow—. ¡Pues en vuestro honor pondrían una placa muy bonita en la pared del pabellón del zoo! —¡¿Una placa?! —dijo Ellen—. A ver, a ver, que yo me aclare: le damos nuestros animales gratis, usted se hace famoso, sale su nombre en los periódicos y le dedican todo un edificio, ¿y nosotros todo lo que conseguimos es una mísera placa? —¡Pues sí! —contestó el zoólogo—. Tendríais que ver cómo son. Son preciosas os lo aseguro. ¡Un acabado muy bonito! El doctor Von Barlow recogió del suelo al frampinerro y le volvió a colocar el hocico. Mientras el semblante paliducho de Edgar se iba poniendo rojo de rabia al pensar en otra venta perdida, Ellen cogió un mazo de las profundidades de la cartera de su hermano y lo levantó por encima de su cabeza. Los mellizos se miraron el uno al otro, Ellen agitando el mazo como una loca y ambos dando saltitos. Un poco apartados para que no los oyera el doctor, canturrearon en voz baja: Von Barlow se cree muy listo, el muy gracioso, pero nosotros sabemos que no es más que un patoso, estos animales son únicos y le van a Hacer famoso, pero aquí no se trata de regalar un solo oso. Si quiere fama, que pague por ella, qué frescura, estamos Hartos de tanto caradura. ¡Ha llegado el momento de mostrar mano dura! El zoólogo tuvo suerte porque justo cuando Ellen estaba a punto de descargar el golpe, un gran camión de bomberos de color rojo brillante con un gran 7 dorado pintado en la portezuela aparcó delante de su carreta.

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22. El camión de bomberos de la suerte —¿Qué es todo esto? —gritó uno de los bomberos que iba agarrado a la parte trasera del camión. —Oh, es una fantástica colección de especies únicas y exóticas —dijo el doctor Von Barlow levantando la mirada—. Absolutamente prometedor... —Y bien, doctor, ¿ha encontrado usted a la serpiente pitón? —le preguntó el conductor. —Ah, sí, la pitón —dijo el zoólogo—. Se me había olvidado ese asunto...

Los bomberos bajaron del camión. Uno de ellos se echó el casco para atrás y dijo: —Nosotros tampoco hemos tenido mucha suerte por ahora. El camión de bomberos de la suerte hoy no está haciendo honor a su nombre. —Qué disgusto —dijo el zoólogo entre dientes. —Sí, doctor, esto empieza a preocuparnos. Que ande suelta una serpiente así supone un gran peligro... Todos esos pobres niños, nos dan mucha pena, ¿sabe? Imaginar que sus queridas mascotas pueden estar ahora en el fondo viscoso del estómago de un reptil... Edgar y Ellen aguzaron el oído, interesados. —Las cosas podrían llegar a ponerse muy feas. La noticia sobre el asunto de la serpiente se ha filtrado a la prensa, ¡y ya sabe cómo son los periodistas con este tipo de asuntos! Antes de esta noche tendremos la noticia en la primera plana de todos los periódicos. ¡Se puede desencadenar una situación de pánico general! Los mellizos se susurraron unas palabras el uno al otro. —¿Has oído eso, hermano? ¡Una situación de pánico! Eso significa que toda la gente se echaría a la calle, corriendo y gritando, ¿te das cuenta?

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—¡Toda la ciudad, hermana! ¡Tendremos a toda la revolucionada! ¡Me parece que eso es un récord para nosotros!

ciudad

Justo en ese momento, Chispa, la mascota dálmata del coche de bomberos número 7, saltó del vehículo y corrió hacia la carreta. Edgar y Ellen contemplaron horrorizados a la perra bombera olisquear a los animales, husmeando, gruñendo y babeando. Incómodos, éstos empezaron a tirar de sus correas. —¡No! —gritaron los mellizos, saltando sobre Chispa. Ellen la cogió del collar, tratando de apartar su cabeza del carro. Edgar rodeó con sus brazos el cuerpo del animal para alejarla a rastras de allí. Pero Chispa era grande y fuerte, y los mellizos no tuvieron mucho éxito. Por fortuna, la perra se llenó el hocico de purpurina, que le hizo estornudar enérgica e incontrolablemente. —¡Chispa! Uno de los bomberos llamó a la perra, que se alejó del carro avergonzada, con la cabeza gacha, despidiendo montones de purpurina con cada estornudo. Edgar dejó escapar un suspiro de alivio, pero justo cuando Ellen lanzaba a ensalzar la calidad de su mercancía para convencer a bomberos de que compraran una mascota más exótica, apareció enjambre de bicicletas recorriendo a toda velocidad el bulevar Florencia.

se los un de

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23. La partida de búsqueda De repente, toda la zona alrededor del Emporio de Animales Exóticos se llenó de gente mientras iban llegando todos los niños del barrio, montados en sus bicicletas. Con los ojos rojos e hinchados de tanto llorar, dos docenas de niños miraron a los bomberos y al zoólogo con expresión suplicante. De vez en cuando podía oírse algún suspiro afligido desde la retaguardia del grupo. —¿Las han encontrado ya? ¿Han encontrado a nuestras mascotas? — preguntó Linda, cuya bicicleta verde estaba en primera fila. La pequeña Annie se cubrió el rostro con las manitas y ahogó un sollozo. Linda le lanzó una mirada de lástima. —Lo siento, bonita —dijo un bombero—, pero no hemos encontrado ni rastro de ellas. Tal vez tengamos que resignarnos a aceptar lo peor. —¡No! ¡No nos creemos que se hayan comido a nuestras mascotas! ¡A todas no, no puede ser! —A ver, niños, sé que es duro... —dijo el bombero. —Bueno, ¿han encontrado a la serpiente? ¿Tenía la tripa muy gorda? — preguntó Linda. —Esto... no... no hemos localizado a la serpiente todavía —reconoció Von Barlow—. ¡Pero pronto la atraparemos! Linda bajó la cabeza hasta apoyarla un momento sobre el manillar de su bicicleta, y luego se volvió a incorporar. —¿Y espera que nos creamos que nuestras mascotas se marcharon sin más, o que una sola serpiente se las comió a todas? ¡Eso es una locura! Los bomberos y el doctor Von Barlow apartaron la mirada, pues no se les ocurría nada que decirles a los niños que pudiera consolarlos. Pero a los mellizos sí se les ocurrió algo. —Cuánto sentimos enterarnos del motivo de vuestra aflicción, pero tal vez una nueva mascota sea justamente lo que necesitáis para olvidar vuestras penas —dijo Edgar. —Casualmente tenemos aquí a la venta unas mascotas exóticas francamente preciosas —añadió Ellen. Los mellizos sonrieron, esforzándose por que pareciera que lo sentían muchísimo. Linda se bajó de la bici de un salto y la dejó caer estrepitosamente al suelo. Señalando a los dos hermanos con un dedo acusador, les soltó: —¿Y qué os hace pensar que querríamos nuevas mascotas? ¿Y por qué

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querríamos comprároslas a vosotros? ¡No hemos olvidado las bromas pesadas que nos habéis gastado! —¡Eso, eso! —gritaron algunos de los otros niños. —Nuestros animales están en alguna parte, tratando de encontrar el camino para volver a casa, ¡estoy segura! ¡Llevamos todo el día buscándolos, y no vamos a tirar la toalla ahora! —Linda señaló a una niña llena de picaduras—. Helen ha buscado en el Bosque Negro, pero no ha encontrado más que cientos de mosquitos. —Sean y Bobby se han pasado la mañana buscando en unas asquerosas cloacas... Edgar y Ellen reconocieron a los dos niños que habían visto por la mañana. Seguían cubiertos de mugre de los pies a la cabeza. —Huelen tan mal que les hemos dicho que se pongan al final del todo. —Amy, Frannie y Ronnie no han encontrado nada tampoco en el callejón que hay detrás del colegio. Bueno, salvo unas ratas, pero ¿a quién le gustan las ratas? Al oír lo de las ratas, Edgar le hizo un gesto a su hermana. Ellos sí se habían divertido con ratas en más de una ocasión. —Anna y Bruno tampoco han tenido suerte en el solar, y Sandra ha mirado debajo de todos los coches y camiones de la ciudad. Linda dejó escapar un suspiro de desesperación, y los demás niños reprimieron algún que otro sollozo. La chica se inclinó hacia los mellizos agitando el dedo índice debajo de sus narices. —No vamos a dejar que nos hagáis ninguna jugarreta. —¿Haceros alguna jugarreta?—dijo Ellen dulcemente—. ¡Jamás haríamos una cosa así! ¿Por qué no echáis una ojeada a lo que tenemos? Por supuesto, no tenéis que sentiros presionados para comprar... Ellen calló y dio un paso atrás para apartar el telón y mostrar a los animales exóticos. Linda resistió un momento, pero la curiosidad pudo más que ella, y se acercó de mala gana a la carreta. Los demás niños aparcaron sus bicicletas y la siguieron. Amordazadas con los bozales, las criaturas ronronearon y gimieron desesperadamente, pero sus queridos dueños no las reconocieron. Los animales tiraban de sus correas y daban saltitos, todos excepto la letárgica galliruleta, que se quedó durmiendo en la parte de atrás de la carreta. —Eh, mirad esto —chilló Carolyn pellizcando la nariz carnosa de un jorombicho amarillo y malhumorado—. ¡Qué asco! Calvin levantó la cola de goma rematada con una flecha de un suampo

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y murmuró:

—Qué bicho más raro... Linda golpeó con los nudillos sobre la dura cabeza brillante de un mochatuco, y el sonido metálico le hizo preguntarse en voz alta: —¿De qué está hecho el cráneo de este animal? —¡No toquéis a los animales! Necesitan descansar, algunos sufren desfase horario porque han venido en avión desde muy lejos. —Ellen hizo retroceder a empujones a los niños para que dejaran de toquetear su valiosa mercancía. —Si cada uno de vosotros se lleva a casa una de estas especies únicas y exóticas —añadió—, pronto olvidaréis a vuestras viejas mascotas aburridas. ¡Seréis los orgullosos dueños de los animales más exóticos y únicos en el mundo! —¡Pero nosotros no queremos olvidar a nuestras mascotas! —exclamó Annie. —¡Son parte de la familia! —lloriqueó Sean. —¿Y quién quiere animales exóticos cuando son feos, raros y asquerosos?—preguntó Linda—. ¿Cómo puedo acurrucarme en mi cama con este bicho? —prosiguió, señalando un lompa—. Esos cuernos puntiagudos me arañarían toda la noche. ¡Además, somos niños! Ni aunque juntáramos lo que gana Sandra repartiendo periódicos, lo que cobran Bobby y Sean por cortar el césped, y el dinero de bolsillo de todos nosotros, no podríamos comprar ni un solo bicho de éstos, ni aunque quisiéramos. Vuestros precios son escandalosos. Edgar y Ellen se miraron el uno al otro. Estaban empezando a ponerse furiosos.

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24. Más leña al fuego Un tremendo chirriar de frenos hizo que todo el mundo se diera la vuelta. Se oyeron varios portazos, y Marvin Matter y sus compañeros ejecutivos se acercaron con paso decidido a los bomberos. —¿Qué significa esto? —espetó Marvin, blandiendo un periódico y aporreando la primera plana con el dedo. Era una edición especial de la Gaceta de Nodlandia. El titular rezaba en grandes caracteres: «Pitón devoramascotas anda suelta.»

—¡Primero nos pasamos toda la noche en blanco consolando a nuestros hijos! ¡Después tenemos que tirarnos todo el día cambiando las ruedas de nuestros coches! ¿Y ahora hacen cundir el pánico diciéndonos que un monstruo podría comerse a nuestros niños? ¡Esto es inadmisible! —¡Inadmisible, sí! —repitieron como un eco los demás ejecutivos. Muchos tenían las camisas y los trajes manchados de grasa. El señor Matter estaba a punto de soltar otra retahíla de insultos a los incompetentes bomberos, cuando reparó en Edgar y Ellen. —Anda, pero si sois vosotros —dijo malhumorado—. ¿Ya habéis bajado vuestros precios? ¡Sigue en pie mi oferta de diez dólares! Ésa fue la gota que sacó a los mellizos de sus casillas.

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25 Edgar contra Ellen —¡Nadie tiene dinero! —chilló Edgar. —¡Todos quieren que les regalemos todos estos bichos! —exclamó Ellen. —¡¿Cómo vamos a hacer todo lo que queremos hacer?! —se gritaron el uno al otro—. ¡Es todo culpa TUYA! —¿Culpa

MÍA?

—¡AAAGHGHG! Los mellizos estaban frente a frente, en medio de una multitud que de pronto había enmudecido, atónita ante su súbito estallido de furia. La ferocidad de los hermanos desconcertó a los adultos, aunque no sorprendió en absoluto a los niños. —¡No me puedo creer que no hayamos vendido ni un solo animal en todo el maldito día! ¿Dónde está nuestro botín? ¿Dónde están todos nuestros montones de billetes? —preguntó Edgar. —¿Nuestro botín? ¿Nuestros montones de billetes? ¡No me hables de «nuestros»! ¿Dónde están los míos? ¡Debería llevarme una recompensa por aguantarte a ti y tus estúpidos planes! —le contestó Ellen gritando a su vez. —¡Mocosa egoísta, eso es lo que eres! —exclamó Edgar con desprecio, poniéndose de puntillas—. ¡Siempre tú, tú, tú! ¡Si tus técnicas de venta no fueran tan patéticas, ahora mismo tendríamos dinero suficiente para hacer todo lo que quisiéramos! Ellen se acercó a su hermano con aire amenazador. —¿Mis técnicas? ¡Serás payaso! ¡Pero si tú lo estropeas todo! —replicó, llenando a su hermano de perdigonazos de saliva. —Ah, sí, ¿eh? —gritó Edgar, pegándole un pisotón. —¡Sí! —rugió Ellen, dando un paso atrás para arrearle una buena patada en la espinilla. Los niños rodearon a los adversarios, atentos a lo que estaba ocurriendo, y gritaron: —¡Hay

PELEA!

Los mellizos, dando saltos de dolor, empezaron a tirarse del pelo. —¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea! —coreaban los niños, mientras los adultos estiraban el cuello para no perderse detalle. Ellen agitó los brazos y le dio a su hermano un par de porrazos en las

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orejas. Edgar aulló de dolor. —¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea! Edgar le retorció la nariz a Ellen y luego le pegó en el estómago un rodillazo que la dejó sin respiración. —¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea! Ellen se lanzó sobre Edgar, y Edgar sobre Ellen, y se placaron el uno al otro delante del Emporio de Animales Exóticos, estrellándose contra el suelo y rodando por el polvo. —¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea! —seguía coreando la multitud, incapaz de distinguir a un adversario de otro, ambos igual vestidos con sucios pijamas de rayas. El fragor de la batalla y el rugido de la multitud se fue haciendo cada vez más fuerte, tanto que, por fin, Pupú se despertó de su profundo sueño. Tenía hambre.

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26. Las serpientes nunca cambiarán Mucha gente tiene perritos y gatitos como mascotas, y es fácil entender por qué. Tanto unos como otros son muy lindos. Ladean sus cabecitas y te miran con esos ojos tan tiernos. Son fieles y leales, y siempre se alegran de verte. Les gusta frotarse contra tus piernas y acurrucarse en tu regazo, lamerte la mano y que les rasques el pelo de la barriguita. Pero no todo el mundo elige un perrito o un gatito como animal de compañía. Algunas personas, como Peter y Penny Pickens, eligen serpientes pitón de Birmania. Y como bien saben sus dueños, una pitón de Birmania puede llegar a medir más de seis metros de largo, y puede ser tan ancha como el tronco de un árbol. Una serpiente no te mira con ojos tiernos porque tiene ojos de serpiente, y los ojos de serpiente siempre tienen aspecto de estar tramando algo. Las serpientes no tienen pelo que acariciar, así que si se acurruca contra ti, lo más probable es que tenga hambre y piense que eres un suculento manjar. Los mellizos nunca habían tenido una pitón de Birmania, por lo que no sabían nada de las costumbres naturales de una serpiente gigante. Ellos se habían limitado a robar la pitón de los Pickens como habían robado las demás mascotas del barrio, y la habían disfrazado de gran branquioruga multicolor, un animal especialmente exótico de morro puntiagudo, antenas curvas y el cuerpo cubierto de plumas. Como todo el mundo estaba enfrascado en la pelea, nadie reparó en los movimientos de la hambrienta branquioruga. Su flexibilidad hacía inevitable que terminara zafándose de sus ataduras. Lentamente, empezó a avanzar por el borde de la carreta, percibiendo deliciosos aromas con la lengua. Los demás animales seguían en su sitio, atados, y desde la perspectiva de la branquioruga, todos los perritos, gatitos y conejitos estaban expuestos como las viandas de un bufé de esos de «come todo lo que quieras por diez dólares». La serpiente gigante se deslizó hacia delante, y las indefensas criaturas que encontró en su camino no pudieron hacer nada por salvarse. La branquioruga alcanzó primero al diminuto purpugato, el chiquitín pintado de tres tonos de morado con su naricita rosa y sus antenitas puntiagudas. La serpiente abrió su bocaza de par en par y se zampó al animalito de un bocado, y después se lanzó hacia el hámster gordinflón cubierto de plumas al que los mellizos habían bautizado como trufón. Entonces, justo cuando la enorme máquina de devorar estaba a punto de engullir un segundo exquisito manjar, la branquioruga se detuvo en seco, petrificada.

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27. El centro de atención Las antenas del purpugato se habían atascado en la garganta de la pitón. Mientras se ahogaba entre arcadas, la serpiente emitía todo tipo de desagradables sonidos. Es cierto que los mellizos se peleaban a voz en grito, y que el rugido de la multitud era verdaderamente atronador, pero los horrorosos ruidos que salían de la garganta de la afligida pitón se impusieron sobre todo lo demás. Todos se dieron la vuelta para averiguar el origen de tan tremendo barullo, olvidando momentáneamente la pelea. Ante la mirada de la multitud, la branquioruga enroscó su cuerpo, elevándose por encima del suelo y retorciéndose como una loca. Su cabeza daba bandazos de un lado a otro y de atrás hacia delante, y de pronto, con un aterrador «¡grraaac!», la serpiente escupió el purpugato atrapado en su garganta. Mechones de pelo púrpura, una pelota roja y astillas de lo que habían sido las antenas salieron despedidos, envueltos en un chorro de saliva de serpiente, describiendo un arco en el cielo, seguidos de un gatito viscoso de ojos bizcos que parecía alegrarse profundamente de estar fuera del cuerpo de una pitón. —¡Choncy! —gritó Donald cuando reconoció a su mascota. Recogió del suelo al gatito y lo estrechó con fuerza entre sus brazos. —¡Esos no son animales exóticos! ¡Son nuestras mascotas!

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28. A nadie le gusta bañarse Los niños se apiñaron alrededor del coche de bomberos. Se apoderaron de las mangas de agua y las dirigieron sobre la carreta y su contenido, empapándolos de arriba abajo. La fuerza del agua se llevó todos los tintes, pinturas y adornos, y un exuberante grito de júbilo se elevó de la multitud cuando los animales quedaron por fin al descubierto. Los niños estaban felices de ver a sus mascotas, ¡pero más felices estaban ellas de ver a sus dueños! Mientras algunos de los niños corrían hacia la carreta, otros se quedaron junto al camión de bomberos. Aumentaron la presión del agua y apuntaron a los causantes de todas sus desgracias. El agua golpeó de lleno a los mellizos. —¡Glug! —aulló Edgar. —¡Aaagh! —gritó Ellen medio ahogándose. El impacto del agua les hizo perder completamente el equilibrio y convirtió el suelo en un gran barrizal. Uno a uno, los niños fueron recuperando a sus mascotas, riéndose y abrazándolas, mientras los animalitos les devolvían los mimos lamiéndolos y acariciándolos con sus hociquitos. Y uno a uno fueron pasando por delante de Edgar y Ellen, que se revolcaban en el fango sin poder levantarse. —¡Esto es por Pequitas! —dijo Stanley haciéndoles burla. —¡Y esto por Rex! —exclamó la pequeña Annie, tirándole de la coleta a Ellen al pasar salpicando delante de ella. —¡Y esto es por Pupú! —declaró Peter Pickens, arrojándoles barro al pasar tirando de la cola del reptil. Penny, que lo empujaba por la cabeza, se paró un momento, como si estuviera considerando la posibilidad de permitir que la serpiente se zampara a sus captores. Mientras los niños se la llevaban de allí medio en volandas, Pupú aprovechó para sacarles su lenguaza a los mellizos al pasar delante de ellos. Y para empeorar aún más las cosas, el frasco con las hormigas coloradas del doctor Von Barlow se había hecho añicos en medio del caos. Los bichejos correteaban por el barro, subiéndose sobre los mellizos y pegándoles mordisquitos pequeños pero muy, muy dolorosos. —¡Ay! —gritaba Edgar a cada bocado. —¡Tú y tus estúpidas hormigas coloradas! —exclamó Ellen, dándose palmetazos en un vano intento por librarse de los insectos—. Qué, ¿estás contento ahora? ¡Ay!

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Cuando todos los niños hubieron recobrado sus mascotas y hubieron salpicado de barro a los mellizos al pasar, seguidos algunos por sus padres, los ejecutivos de traje y corbata; cuando los bomberos hubieron guardado sus mangueras y hubieron desaparecido a bordo de su camión número 7, y cuando el alicaído doctor Félix Von Barlow se hubo alejado calle abajo, Edgar y Ellen se quedaron solos con las hormigas, en el frío y sucio charco de barro.

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29. Negocio cerrado por quiebra Cubiertos de moratones, arañazos y mordiscos, y goteando mugre líquida y adornos navideños hechos pedazos, Edgar y Ellen regresaron penosamente a su casa. Entraron por la puerta principal sin molestarse en limpiarse los pies en el felpudo. Tampoco se limpiaron las manos, ni los brazos, ni las piernas, de modo que según avanzaban avergonzados por la fría y húmeda mansión, iban dejando a su paso una estela de barro y purpurina sucia. —Hoy hemos aprendido una lección importante, hermano —dijo Ellen bostezando. —Tienes razón, hermana —contestó Edgar—. La próxima vez que disfracemos a un puñado de animales robados, tendremos cuidado de no utilizar acuarelas y pegamento barato. ¡No duran nada! Exhaustos, Edgar y Ellen subieron despacito la escalera oscura. A la mitad del tercer piso, una extraña sensación los invadió a ambos. Se dieron la vuelta y, oculto entre las sombras de la escalera, estaba Heimertz inmóvil y silencioso, con su enorme sonrisa llena de dientes brillando en la oscuridad. Los mellizos se escabulleron y subieron más deprisa. Una vez arriba, pasaron por delante del cuchitril donde Mascota había vuelto a sentarse en el respaldo del sillón de orejas, enfrascado en una repetición del mismo programa de naturaleza que les había dado la idea de montar el Emporio de Animales Exóticos. Una sola ojeada a la televisión bastó para arrancarles una mueca, y los mellizos apartaron la mirada. —¡Animales, buaj! ¡Odio a los animales, no dan más que problemas! — gruñó Ellen—. ¡Ojalá no volvamos a ver un perro, ni un gato, ni un conejo, ni un hámster en toda nuestra vida! —Y no te olvides de las pitones gigantes de Birmania —añadió Edgar—, o más bien, ¡OLVÍDATE de las pitones gigantes de Birmania! Entonces, mientras seguían su camino con el rabo entre las piernas, se les ocurrió otra nueva cancioncilla, que entonaron con toda la alegría de un canto fúnebre: Nuestros planes y tinglados esta vez nos han dejado tirados. Hemos querido vender animales disfrazados,

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pero nadie los quería ni regalados. Con los bolsillos vacíos no podemos financiar nuestros desvaríos. Pero esperad, respetables ciudadanos, pronto volverán los diabólicos Hermanos. ¡Vuestro destino está en sus manos! Una vez terminada su canción, los mellizos dejaron atrás el cuchitril, subieron la escalera hasta el desván y se metieron en la cama dejando un rastro mugriento de pisadas embarradas.

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30. El final de la retransmisión Mascota se quedó solo en el cuchitril, donde la luz que salía del televisor proyectaba densas sombras en la oscuridad de la habitación. Una vez más, los mellizos no habían llegado a escuchar las últimas palabras del profesor Paul sobre los animales exóticos: Esta extraña criatura es posiblemente la especie más rara y única del planeta, y muy pocas veces pueden verse ejemplares de este peculiar animal. No se sabe con certeza cuántos existen aún en el mundo, y es sin duda esta incertidumbre lo que hace de ellos los animales exóticos más valiosos del planeta. En la pantalla en blanco y negro del televisor, la cámara sacó un primer plano de una página hecha jirones de un viejo libro de zoología. Se veía una criatura que se asemejaba sorprendentemente a una bola de pelo oscuro, grasiento y apelmazado con un único ojo amarillento. Mascota bajó del sillón de orejas. Su cuerpo peludo, apelmazado, oscuro y grasiento se dirigió arrastrándose hacia la cama, y su único ojo amarillento iluminó tenuemente la oscuridad mientras desaparecía entre las sombras.

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