NUEVE DE ENERO
Tardó varios meses en encarar sus ojos con decisión, era un muchacho duro. Lo haría precisamente el nueve de Enero. Todo empezó un día de otoño en el primer trimestre del curso. Oihane camino del instituto comprobaba desde la ventana del autobús la nueva vestimenta de los árboles en colores más cálidos que los anteriores del inicio del curso. En una parada sintió que alguien se fijaba en ella. Miró a su alrededor y nada. Entonces descubrió en el exterior un muchacho que esperaba para acceder a la puerta delantera. No le estaba mirando, pero tuvo la certeza de que su anterior sensación había sido originada por aquellos ojos negros que ahora se ocupaban de una hoja amarilla que bailaba entre sus dedos. No llegó a saber que así había sucedido y que él, por su parte, entre el gran número de muchachas, se había paralizado, sin saber por qué, en aquellos ojos de miel dada su costumbre de quedarse primero en los ojos en vez de hacer el repaso de piernas culo y tetas que, según sus manifestaciones, llevaban a cabo habitualmente todos sus colegas. Saltó al interior y se colocó junto al conductor. Oihane, desde su posición, sólo pudo observar la parte posterior de su cabeza, su pelo, la forma de sus hombros.... Pero lo que le impresionó de veras fue el relámpago de sus negras pupilas al pasar junto a ella para descender en la parada anterior a la suya. No estaba segura si le había mirado, pero aquel fogonazo incendió su intimidad. Al siguiente día ella ocupaba también un asiento en la parte delantera. El se situó en la horizontal pero en el extremo opuesto. En tres ocasiones Oihane giró furtivamente su cabeza pero por una parte el traqueteo del motor que robaba la nitidez al perfil de aquel muchacho y por otra la vergüenza que le hubiese procurado ser descubierta mientras deslizaba su mirada, le llevaron a desechar tal posición para días sucesivos. En adelante Oihane se situaría en la parte posterior puesto que desde allí podría verle mejor cuando se dirigiera a la puerta para salir sin que su mirar escapara a lo habitual.
Así resultó. Paulatinamente fue descubriendo los diversos puntos del recorrido en que la oscuridad exterior convertía en momentáneos espejos los cristales de las ventanillas del autobús, permitiéndole así contemplar el rostro de quien se iba enamorando. Un día al salir, durante una fracción de segundo, él depositó sus ojos sobre ella. Quedó petrificada. A lo largo del día sólo vio aquellos ojos que la abrasaban. De noche no pudo dormir. Pero no supo que a su vez él tampoco podía conciliar el sueño. No dejaba de preguntarse por qué entre tantas chicas que había en el autobús había sentido una atracción irresistible por aquella que, sin ser la más guapa ni la más hermosa, había grabado a fuego en su mente aquel pestañeo que desvelaba unos ojos de miel subidos sobre el inicio de unas suaves ojeritas. En adelante, cada mañana, en un punto cualquiera del trayecto Oihane recibía una mirada. Una mirada vertiginosa, que le proporcionaba sentido para existir y esperar ilusionada, la siguiente mañana. No obstante, eran miradas furtivas que, sin sostenerse, resbalaban en un desliz. Un par de días antes de vacaciones de Navidad, él subió al autobús con dos chicas. Oihane se sintió mal. Les miró y remiró sin encontrar nada que les pudiera convertir en más atractivas que ella. Al salir pudo escuchar la despedida "Agur Xabier". Supo su nombre. Al siguiente día sintió un gran alivio al comprobar que Xabier accedía solo al autobús. El, premeditadamente, fue a colocarse a su lado. No intercambiaron palabra, ni siquiera se miraron, pero ambos sintieron cómo la energía del otro se descargaba sobre cada uno de ellos y les golpeaba. Llegaron las vacaciones de Navidad. Oihane dio vueltas y vueltas por el barrio donde Xabier tomaba el autobús con la única esperanza, no de hablarle, sino simplemente de verle, pues no soportaba la nostalgia de su mirada durante tantos días. No obtuvo resultado alguno. Tampoco supo que la ausencia de aquel pestañeo que desvelaba unos ojos de miel subidos sobre el inicio de unas suaves ojeritas, hizo que por primera vez Xabier ansiase el fin de las vacaciones. Por fin llegó el nueve de Enero, la vuelta a clase. Aquella mañana Oihane se preparó durante largo rato, tanto que su hermano tuvo que acudir a la escuela sin ducharse y en consecuencia ella recibió una seria reprimenda. Su
desilusión fue mayúscula al comprobar que el autobús arrancaba sin que Xabier hubiese aparecido en la parada habitual. Pero una redoblada ilusión le envolvió cuando en la contigua le vio aparecer. Estaba guapísimo. Fue hasta el fondo y se situó de pie junto a ella. Sus corazones iniciaron un trote. Junto a un viejo puente medieval un coche ardía mientras los bomberos lo rociaban de blanca espuma. El hecho originó gran expectación y revuelo entre los usuarios que se pegaron a las ventanillas de la izquierda para apoderarse de la escena que les podía hacer escapar de la rutina de la pantalla, el cliente o el albarán. Pero para ellos dos no era un día rutinario. Fue el momento que ambos aprovecharon para encarar sus miradas. A través de éstas, una corriente de calor corrió de uno a otro abrasando su interior y lanzando sus corazones, ahora, a un galope enloquecido. Rebasado el acontecimiento, la gente volvió a su lugar para comentarlo. Así llegó la parada de Xabier. Este, serio, no miró a Oihane con su habitual disimulo, ni él lanzó la tímida ojeada deslizante, sino que aproximó sus labios a su mejilla y de un brinco ganó la acera. Oihane, anonada y sujetándose en la barra, vio cómo, tras apearse, se plantó en la calzada frente a la parte posterior del autobús y la contempló invadido de una inmensa ternura. Sus manos seguían sujetas a la barra, pero toda ella estaba imantada en unos ojos repletos de vida. Fueron aquellos ojos los que desencadenaron la sonrisa, después los pómulos se elevaron, la boca inició su arqueo mostrando unas palas amplias y la chispa la puso un hoyito que se formó en el carrillo derecho de Xabier. Casi a la vez, como si se tratara de un espejo retardado, el rostro de Oihane, fruto del contagio, fue creando su amplia sonrisa. Unos frenos chirriaron. Unas ruedas pretendieron inútilmente morder el asfalto. El cuerpo de Xabier voló por el aire para caer con un seco golpe sobre la acera y quedar tendido, sin vida. En el autobús un desgarrador grito heló todos los corazones aquel nueve de Enero. JAVIER MINA Pamplona, enero de 1992 Publicado en “Antojos de Luna” 12-1995