Mujica, Hugo. Kyrie Eleison

  • July 2020
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  • Words: 32,583
  • Pages: 75
HUGO MUJICA

KYRIE ELEISON

OBRAS DEL AUTOR

BRASA BLANCA SONATA DE VIOLONCELLO Y LILAS CAMINO DEL NOMBRE RESPONSORIALES ESCRITO EN UN REFLEJO ORIGEN Y DESTINO CAMINO DE LA PALABRA SOLEMNE Y MESURADO

En colaboración: • LITERATURA Y HERMENÉUTICA • H. MANDRIONI: UN HOMENAJE

Un método de meditación cristiana

Todos los derechos reservados. No puede reproducirse ninguna parte de este libro por ningún medio electrónico o mecánico, incluyendo fotocopiado, grabado, xerografiado o cualquier almacenaje de información o sistema de recuperación, sin permiso escrito del editor.

I.

INTRODUCCIÓN

Diseño de tapa ALBERTO DIEZ

"Ser desbordante y no ser, sin embargo, más que una olla en un fogón apagado. PRIMERA EDICIÓN Mayo de 1985 SEGUNDA EDICIÓN Setiembre de 1990

ISBN 950-671-001-5 Printed in Argentina - Impreso en la Argentina Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723 © by EDITORIAL TROQUEL, 1990 Dr. Enrique Finochietto 473, (C.P. 1143) Buenos Aires

Franz Kafka

I Tantos fragmentos nos parten. Innúmeros nombres balbucean la misma y única aspiración: felicidad. La mayoría afirma que sólo es feliz aquel que tiene todo, aquel que al más agrega más... Llamando plenitud a lo mucho se nos escapa todo, se nos- escapa lo propio. El omnipotente todo nos empuja de aquí para allí, de una cosa a la otra, de cada cosa tomamos un poco, de ese poco suele no quedarnos nada. De actividad en actividad comenzamos a sentir el vértigo del vacío, vacíos comenzamos a escapar arrojándonos al tráfago del activismo con el que tratamos de cubrir nuestro vacío. En cada actividad esperamos encontrar lo que la anterior tampoco nos dio, tratamos de cubrir lo que la anterior tampoco cubrió. Ni en la lejanía del corazón, ni en el desierto de chatura de nuestra cotidianeidad conocemos la paz. Todo lo que núes-

tras manos tocan, todo lo que nuestros dedos aferran, traduce la impronta de la insatisfacción, de la incisión que parte nuestro corazón. El desasosiego sube desde el interior al exterior, corre como una marea fangosa que nos arrastra, como un trozo más en una corriente de objetos sin significado,. una marea que nos va dejando sin tierra firme donde detenernos, donde reflexionar, donde esperar. El hombre no escribe ya el diario de su vida, el hombre de hoy llena agendas. Su historia es una retahila de números, una cifra operatoria sin resultado final, sin factor constante. El latir de su corazón, el ritmo orgánico y cósmico que lleva en su interior ha sido dejado atrás, desatendido por la urgencia, por los designios del dios Kronos: su tic-tac acompasa y acelera la marcha del desenfreno, el girar que suple al avanzar, la danza de los fragmentos. Lo esencial, la riqueza de lo propio, es primero relegado y después olvidado; relegado entre las cosas por hacer: las nunca hechas. Lo esencial queda postergado hasta tanto se tenga tiempo, mientras, el tiempo tiene al hombre, el tiempo que le va restando su vida. Imagen dramática de un siglo que busca su fundamento no en lo perenne y permanente sino, sola y exclusivamente, en lo siempre nuevo, en lo siempre último, no en lo originario sino en lo original, en lo novedoso. No en el éxtasis sino en el vértigo. Imagen de un siglo sin raíz, de una rueda sin destino. De un "mundo roto", de una totalidad despojada de unidad. "El poder es inmenso, ergo, yo no soy nada". Fuera —y siempre fuera-, el progreso avanza, el progreso humano nos supera, nos supera amenazando nuestra humanidad. Avanza y nos deja atrás, nos deja solos. La promesa renacentista de hacernos personas se replegó en ser individuos, los individuos degeneraron en sujetos, sujetos a todo, sujetos a todos los objetos. 10

Cuanto más se agiganta el titanismo técnico, cuanto más se multiplican los artefactos, más anonadado se siente el hombre a su sombra. Una conciencia de esterilidad, de postergado, un sentimiento de estar olvidado, de estar de más, humedece el aire que respira, el aire que le ahoga. Frente al maqumismo, al coloso construido por el hombre y enajenado de él, no hay distancia de reverencia ni cercanía de intimidad: no hay relación, solo función. Las actividades humanas, lejos de personalizar e integrar, tipifican y disuelven, masifican y estandarizan. Ser diferente se torna ser culpable. Cerca de cada uno de nosotros no hay más que lejanías. Sabernos no escuchados no duele y el eco de nuestras quejas nos ensordece hacia quienes a nuestro lado buscan ser escuchados. Querer ser uno mismo se interioriza como culpa, se exterioriza como queja, en ambos casos se esteriliza. Profundamente en su interior, el hombre anhela, inconciente y temerosamente, temeroso de admitirlo, unificar el haz de sus días, los átomos de sus gestos, anhela converger sus esfuerzos en un ideal, en un sentido que justifique tanto sudor, tanto dolor. Llenar se llena desde dentro, desde fuera sólo se apila. Carente de un centro todo se yuxtapone, se suma, se adjunta. . . nada se integra, nada se unifica. De pie o hincados sobre esta montaña de fragmentos, hablan los héroes del absurdo, proclaman la verdad desnuda, levantan la lámpara de la razón para mostrar que en derredor nuestro sólo hay desierto y sequedad. En el incesto con la nada buscan el paliativo para su desesperación. No muy lejos de ellos, los heraldos de la planificación, los portadores de la buena nueva humanista: políticos, técnicos, religiosos... Pero, hoy, quizá como nunca antes, las palabras ya no tocan a nadie. La situación después de Babel se ha agravado, ya no es la confusión de las lenguas sino la confusión dentro mis11

mo de cada lengua. La división ya no diverge a los hombres entre ellos, divide a cada hombre dentro de su corazón. Desde la mira humana, esta situación parece no conducir a ningún lugar, parece no tener ninguna salida. Sólo laberintos de cemento, dédalos geométricos, espejos sobre los cuales el hombre vuelve a encontrar el reflejo de sus propios gestos, la soledad de su propio eco. Uno que otro, acaso los más, intentan salir a través del fracaso de salir: la actividad febril, el repliegue en la insensibilidad, el refugio en lo gregario, el consumo, las drogas o, de una vez, el suicidio. El hombre ya no comprende. Ocasionalmente trata de reflexionar sobre su existencia, buscar el significado y el valor de la vida, su vida. De tanto en tanto, y sólo de tanto en tanto, reflexionamos. Pero también sabemos la otra verdad, la verdad que prevalece, tememos pensar, tememos desengañamos de las verdades con que nos mentimos. Vivimos en frenética huida de nosotros mismos, incapaces de permanecer quietos un solo instante. Como cortejos fantasmales, cuando hay una tregua de silencio en nuestros días, los temores del futuro nos obsesionan, los recuerdos nos reclaman. Entretanto, nuestro interior late, late quedamente como la voz de todo lo profundo, late ahogada por la huera habladuría de tantos y tantos monólogos, ahogada bajo el ruido que ya no es sólo el ambiente normal en que vivimos, sino también la necesidad vital que reclamamos. Cuando el hombre piensa, cuando ocasionalmente lo hace, comienza a abstraer, a sacar conclusiones, a barajar silogismos. . . Más que pensar, aunque use palabras, calcula, computa, programa. También su reflexión está resquebrajada, está entrojada en el cuadriculado de la razón, enajenada de su intelecto, alienada de su corazón. En todas sus ideas parece campear el mismo prejuicio, la misma limitación: su reduccionismo, su querer explicar todo por la parte, lo más por lo menos, la verdad por si/ verdad. 12

En el mundo occidental pocos son los que se atreven a penetrar en el templo del silencio y la soledad interior; pocos los que se atreven a escuchar su profundidad, su corazón. Pocos, pero no ninguno. Reducido en la estrecha red de sus pensamientos, el hombre sigue barruntando, sigue intuyendo un llamado lejano, un llamado que lo evoca desde su ausencia, desde su olvido; le habla como un vacío, como una llaga que pide ser calmada, atendida, escuchada. Un reclamo de unidad, una memoria de sentido, un paraíso perdido pero no olvidado. Prisionero en esta maraña, el corazón sigue buscando la comunión, sigue anhelando la humanidad. Sigue latiendo como un llamado arcano, un llamado hecho, antes que a nadie, al hombre mismo que lo lleva, que lo sepulta.

II

Lo profundo habla a lo profundo. Lo profundo, más que hablarse, se escucha. Se escucha hasta que el escuchar habla, hasta que lo escuchado se diga en nosotros, hasta que lo lleguemos a decir. Entonces se comienza a despertar a exigencias más hondas; lo externamente comprobable y calculable, lo objetivable y manipulable, empieza a mostrar su indigencia, a reclamar una fundamentación más profunda, más real que el sistema racional en el que encaja, o que una fórmula científica que la codifique y explique. Para llegar a superar el estrecho horizonte naturalista que nos angustia se necesita una visión interior, un nuevo modo de oír, un nuevo ser. Parecería que son pocos los que se atreven a internarse hasta la fuente de su ser, hasta la raíz donde lo múltiple nace uno. 13

Algunos realizan esta unidad superficialmente; más que unidad es un equilibrio basado en un armonioso funcionar de sus facultades mentales y una cierta integración afectiva. Son los que llamamos sanos. Otros integran algo más a esa esfera mental y afectiva: la profundidad de su ser; se ponen a la escucha de su sentido y su valor; es a estos que llamamos sabios. Otros, por último, son los que van aún más allá, los que integran la otridad más propia, o, propiamente hablando, son los que se dejan integrar por ella, los que se dejan abrazar por la Trascendencia. A éstos, cuando el abrazo los consume, los llamamos santos. El hombre está pendiendo en cada instante entre el ser que tiene la vocación de realizar y la vuelta a la nada de donde vive surgiendo, de donde vive rescatado. Sin este riesgo la existencia carecería de gravedad, de dignidad. Sin este riesgo la vida sería una parodia blasfema. Este es el riesgo de toda existencia, el coraje y la tensión de vivir. En búsqueda de su última realidad, de su último fundamento, el hombre se siente perdido. Mide la distancia que lo separa de ella.. . Se descubre extranjero de su origen, incapaz de su destino. . . Pero el hombre no está solo, nunca fue dejado solo. Peregrino hacia su corazón, llega a descubrir en el fondo de su ser una realidad desde la cual viene y hacia la que va; una inaprehensible irradiación, una gratuita comunión. Cuando se trata de aprehenderla, el éntasis eclosiona en éxtasis, el camino en abismo. El abismo donde me descubro recibiéndome, donde ese recibirme es mi ser. En este peregrinar descubrimos la trascendencia interior, descubrimos que la hondura más honda de nuestro ser ya no es nuestra, nos descubrimos más profundos que nosotros mismos, más otro que mi yo. Es a esa trasparencia nuestra, a esa apertura habitada en la que ya no somos nosotros, a la que podemos decir por vez primera y verdadera: Tú. Es a esa iniciativa, a esta Presencia que depasándonos nos contiene, a la que podemos llamar Dios. 14

Sin esta Presencia, la conciencia de nosotros mismos, por más profunda que ella sea, sólo sería conciencia vacía, conciencia de nuestra nada, de nuestra contingencia e indigencia radical. Descubrir ese vacío y no desesperar sino esperar, confiar, es la actitud religiosa, la opuesta al nihilismo, a la afirmación que esa nada y sólo ella, es el fundamento de la realidad. Permanecer en esta nada, en esta ausencia hasta que esta ausencia conceda su nombrarnos, permanecer en esta cercanía reveladora es, curiosamente, la actitud más esencial, más urgente del hombre. El hombre se descubre, se escucha, proyecto viviente de Dios, gesto de Dios. En esta escucha debe descifrar la palabra que lo crea, el nombre que lo identifica, la cadencia que lo guía. Debe asumir esta solitaria tarea que lo solicita, que solicita su entendimiento y su voluntad, sus sentimientos y su corazón: la tarea de llegar a ser él, de llegar a ser persona en comunión de personas. En este intinerario hacia el propio destino, Dios aparece como un Otro sólo después de una larga trayectoria, de una larga marcha de la humanidad y de cada hombre. Dios, reconocido primero como inmanente al mundo y al corazón del hombre, no manifiesta cuanto sobrepasa lo uno y lo otro más que lenta y pacientemente, paulatina y pedagógicamente. Su trascendencia se va diafanando a medida que el camino va orillando donde ya no es camino. Después viene el salto, la entrega hacia Aquél que viene desde nuestra misma caída. Salto sobre el abismo no sólo ontológico sino también culpable, salto hacia el hiato tan humanamente infranqueable que es expresión no sólo de la trascendencia de Dios sino también de la salvación que nos regala, de la gracia salvífiva de Cristo Jesús. Salto hacia donde ya no hay lugar, sino Presencia, encuentro, gracia recreadora, salvación. El hombre es creado "a imagen y semejanza" de su Creador. En la profundidad de su alma, en la cima de su espíritu, 15

está religado, está fundamentado por y en el Ser; participa, toma parte de él y desde él surge y existe. Dios nos fundamenta generándonos, creándonos. Este crear es su amar, pero no es que Dios ama y por ello nos crea, sino que Dios es amor, es el amor y el amor es su darse, su fecundar, su advenir. Dios no sólo otorga su don sino que ese mismo don, ese mismo amor, crea incluso el receptáculo de su don y, más aún, crea hasta la capacidad, la apertura de recibir, de acoger el don: crea el corazón humano, el espacio de su creación. Esta unión personal con un Dios personal, excede todo otro modo de relación, todo otro modo de unión, de intimidad, de personalización. Todo lo que constituye al hombre, sus luces y sus sombras, lo que es y lo llamado a ser, su misterio y su aparecer, su logro y su fracaso, está presente en esta inasible participación con su Creador. Todo lo que el hombre realiza o destruye, lo que elige u omite, lo religan o lo alienan a El. III

Pero ¿cómo se realiza la unión entre lo condicional y lo incondicional? Nadie podría explicarlo, nadie lo ha experimentado jamás de una manera clara y consciente. La conciencia, la mente humana, pertenece al reino de lo múltiple. Cuando esta unidad última del ser se realiza, en los contactos creadores y unificadores con su fundamento último, la inteligencia humana debe dejar de tomar nota, debe plegarse a esta interdependencia integral. Lo escaso que sabemos es que en esta última realidad del hombre hay una unidad-abierta, —un "corazón herido" dicen los Padres—, una unidad que es relación, una unidad que no anula la identidad ni fagocita la diferencia: un encuentro. Sin esta apertura relaciona! el hombre no podría ser, no podría ir recibiendo el ser de Aquel que le va creando, que le va amando. La persona se realiza en esta trascendencia, tras16

cendiéndose a sí misma hacia adelante: asumiendo y labrando la historia, trascendiéndose desde sí misma, dejándose embargar, transfigurar. "¿Quién puede conocer el corazón?" Pregunta uno de los profetas del Antiguo Testamento, y él mismo nos responde revelándonoslo: "Dios sondea los corazones y las entrañas". Lo más abisal de nuestro ser, también esto, nos debe ser revelado; no lo podemos conocer porque lo vamos recibiendo, escuchando, asumiendo, realizando. Lo más entrañable de nuestro ser, el "homo coráis absconditus", el "hombre oculto en el corazón" del que nos habla San Pedro en su primera carta, permanece velado a nuestros ojos, a nuestra conciencia cotidiana, a nuestro estado de vigilia. Al "Deus absconditus" de la teología apofática, corresponde el "homo absconditus"', a la teología de lo insondable, la insondable antropología. Esta constante búsqueda, donde lo escondido del corazón costea lo escondido de Dios, donde "un abismo llama al otro abismo", recorre la historia del hombre, la recorre por tantos años como años tiene su existir. Tanto caminamos estas costas que nuestro caminar fue dejando huellas, fue roturando sendas. Es una de estas sendas la que trataremos de rastrear aquí: la iremos recorriendo a través de estas páginas más con andar de discípulo que con curiosidad de investigador. La recorreremos como peregrinos hacia el corazón, hacia "el lugar de Dios".

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II. SENDAS DEL SENDERO

"El azul de mí mismo" F. García Lorca

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Lo esencial de nuestra vida parece escapar a nuestra comprensión, a nuestra captación y sistematización racional. Cada situación vivida queda atrás antes que agotemos su vitalidad, antes que logremos sondear su hondura. Lo más íntimo de los seres queridos, aún los más cercanos, escapa a nuestra aprehensión y tan pronto como creemos abarcarlos estamos cerrando la puerta a aquello que los hace queridos: el inagotable misterio del que nacen sus gestos, lo inaprensible de ellos. .. todo aquello que los hace únicos. Nuestro ser mismo, lo más propio de él, parece ocultarse entre dos abismos: lo arcaico inconciente y lo espiritual metaconciente, los límites de nuestra lógica, la gleba en la que enraizamos y lo celeste hacia lo que nos abrimos, hacia lo que nos dilatamos. Más que como respuesta, la vida nos aparece así como pregunta, como la pregunta por la vida misma; toda ella parece desplegarse en forma de interrogante, de continua interrogación. El hombre es un ser proyectado, un habitante del futuro que le habita como tensión, como proyección. Peregrino de umbrales, de umbral en umbral, cada llegada se torna nueva partida, cada partida acerca una nueva meta, un nuevo hori21

zonte, y cada horizonte parece agudizar más el contraste entre el panorama a recorrer y los pasos dados, entre el panorama que se abre ante los ojos y la posibilidad que abarcan nuestras manos. El contraste entre la vista y la .mano, la aspiración y el logro. Dolorosa y paradójicamente, a medida que el hombre va plasmando sus aspiraciones, va logrando sus ambiciones, va descubriendo en ello mismo que sus carencias son de otra índole, de otra cualidad. Va intuyendo que detrás de cada carencia particular, de cada deseo singular, hay como la impronta de una carencia esencial, la impronta de un deseo insondable; una ausencia que parecería dejar su marca, su herida, en cada satisfacción realizada, en cada ambición concretada. Es como si las cosas mismas, haciéndose nuestras, nos mostraran su nada. Así, tras la búsqueda siempre renovada y nunca agotada de ir cubriendo esta carencia esencial, de ir cubriendo este hiato primordial, se va realizando la vida, el recorrido del ir-siendo como movimiento del ser mismo por librarse de esta carencia, de esa ausencia, ese sufrimiento cuyo contenido parece ser el sufrimiento del sufrimiento mismo. El ser mismo parece manifestarse como herida o la herida humana manifestarse como ser. Pero este movimiento, este itinerario del deseo, no se agota en su flanco sombrío, no se agota en su vertiente negativa. Hay en el deseo, a la vez que una ausencia, una afirmación positiva, una afirmación del mismo sobrepasarse, una afirmación de la vida como trascendencia. La vida misma afirmándose en su autotrascender, constituyéndose en su sobrepasarse, siendo y estando en su siempre más allá. Es esta misma distancia, esta diferencia que todo lo separa, la que se vuelve el campo fértil de innúmeras posibilidades, que se vuelve dinámica de la coincidencia, de la identidad que se va revelando como búsqueda de la búsqueda. Si la vida se muestra más como camino que como llegada, si ella nunca muestra su rostro acabado, si los gestos humanos no llegan nunca a coincidir con ellos mismos, es porque la di22

r

námica de la existencia histórica es de esencia escatológica, es porque su meta va más allá de la historia. Si el hombre se experimenta a sí mismo como separado, como lejano de sí, es porque la esencia del ser humano se determina teleológicamente, según su destino y no su pasado ni su presente, es porque el hombre es un ser de lejanías, un pastor del ser. Cuando el hombre se detuvo a interrogarse no ya sobre un aspecto particular y accidental de su vida, sino sobre la existencia como tal, no sobre un significado parcial sino sobre su sentido global, sobre el sentido último y capaz de hilvanar todos los abalorios de los sentidos de su vida, buscó formular la pregunta sin condicionar la respuesta, sin parcializarla. Buscó como condición previa, un lugar, su lugar, capaz de proferir y acoger en toda su vastedad la respuesta frente a la cual, en última instancia, una vida se encuentra o se pierde, se pierde o se salva. Para esto, para acoger la respuesta, como primer paso calló. Comprendió que lo esencial se escucha callando, se escucha en la medida en que callamos las miles de preguntas con las que ahogamos la respuesta, la pregunta última y primera. Calló y buscó un lugar, un lugar más vasto, un valle más abierto que su desfiladero mental, más dilatado que su aparato conceptual, con menos laberintos que su oído carnal: buscó su corazón, su oído cardial. Cuando se preguntó a fondo no sólo sobre la vida y su carencia esencial, sino sobre sí y su ausencia de sí, sobre la distancia ontológica que funda y mide toda distancia exterior, no buscó ya una respuesta conceptual sino una unidad, buscó su corazón, su fuente de unidad, buscó la unidad de su ser. Meditar es tratar de acoger esta respuesta, la respuesta generadora de unidad, la respuesta primera y última, es aprender a escuchar hasta conocerse, hasta recuperarse escucha, hasta escucharse nombrado. La búsqueda de esta apertura cardial, la meditación, antes de ser expresión en el Cristianismo, antes de ser "Oración de Jesús", ya había roturado su estría en el cuenco de la humanidad, el cuenco con el que el hombre de siempre buscó, 23

abriéndolo receptivamente, las respuestas de su vida y de su muerte, las respuestas que iluminen la noche de su muerte.

YOGA En la legendaria India existen seis darshanas, seis sistemas filosóficos de los cuales el Vedante y el Sankhya son los más difundidos en nuestro hemisferio. De este último conocemos no tanto su aspecto teórico sino su aspecto práctico, es decir el Yoga, cuya etimología nos pone en pista de su meta: Yug, su raíz, significa reunir, unificar, aunar. De acuerdo con la tradición yóguica, Patanjali, filósofo y gramático del siglo II a.C., sería el autor de los "Yogasutras", los "Aforismos sobre Yoga", el libro básico y clásico del Yoga ortodoxo donde sistematizó la tradición de estas prácticas ya existentes desde mucho tiempo antes qué él. De ser así, esta disciplina hindú aparece como la huella más antigua del camino meditativo que intentamos rastrear. Es en la segunda parte de estos Yogasutras donde, en los aforismos que nos hablan del sadhana, del método, encontramos varias referencias explícitas sobre el Japa-Yoga, es decir, sobre la repetición del nombre, la que consiste, como nos instruye el sutra vigésimo octavo, en "llevar a cabo su repetición y evocación de su sentido". "Su" dice aquí referencia a la sagrada sílaba OM, la que sirve en los libros del Upanishads para designar a Brahmán, el Supremo Creador, así como en otras fuentes tradicionales designa la vibración cósmica primordial, el sonido de los sonidos que todo lo atraviesa y todo lo aglutina, el hilo tenue de la vibración que todo lo enhebra y entrama. El sonido del Ser y el Ser como sonido. Ademas de la mantra OM —la más privilegiada entre todas-, existen muchas otras que la suplen o complementan. Estas mantras son fórmulas compuestas generalmente de uno 24

o más fonemas, o palabras, que mimetizan —dentro de esta espiritualidad más energética que personal— sonidos sin significación, ecos de estadios de la conciencia humano-cósmica, nombres de alguna deidad, o de alguna de ellas acompañada de una invocación devocional o adjetivada con alguno de sus atributos. Es conocida entre nosotros la usada, por ejemplo, entre los Haré Krishnas: "Haré Krishna, Haré Krishna, Krishna Krishna Haré Haré, Haré Rama, Haré Rama, Rama Rama Haré Haré". Otras veces estas mantras se ciñen a mencionar una virtud o valor, como podría ser "Shanti", paz, a través de cuya repetición se aspira y se actualiza. Tengamos en cuenta que, de acuerdo al pensamiento de la India, el vínculo que liga al símbolo con lo simbolizado, el significante con los significados., no es una relación accidental ni convencional, sino de absoluta identidad de esencia entre el uno y el otro.

Precedida por el Yama y el Niyama,-\zs abstinencias y las reglas de vida; las Ásanos y el Pranayama, el control y la armonización del cuerpo y la respiración, considerada como la fuerza coordinadora de todas las actividades, así como por el Pratyahara, el control de las percepciones sensoriales orgánicas, la práctica del Japa-Yoga, también llamada Maníra-Yoga, pertenece al sexto y séptimo de las gradas del Yoga, las del Dharana y Dhyana, la meditación y la concentración que son los umbrales de la meta: el Samadhi, la identificación del meditante con lo meditado, la disolución de la identidad personal en la identidad Absoluta. La práctica del Japa-Yoga consiste en la frecuente repetición de una mantra, dada al yogui, al meditante, por su Gurú, su maestro y guía, en una ceremonia iniciática, donde recibe dicha mantra así como un "poder" especial que le da su maestro para perseverar en su práctica. Así se aventura el yogui en la repetición de su mantra, a veces simplemente repetida, otras ritmada o melodiada, a veces 25

cantada y hasta acompañada por instrumentos musicales.que acompasan su repetición y ayudan a conducir, a través del ritmo respiratorio, hasta una de las siete chakras, uno de los centros fisiológicos de energía vital que recorren el cuerpo humano, plexos energéticos que la mantra aspira a despertar, actualizar y activar y cuya energía espiritual, cuya prona, le aportará la fuerza necesaria para llegar hasta la meta del camino del Yoga, el camino de la unión con el Absoluto, la liberación de la rueda del destino, del Karma, al alcanzar la identidad del atman, del yo individual, con el Ser Absoluto, con Brahma, identidad afirmada en los libros sagrados del Hinduismo: "tattwam así; aham brahmasmi" —Tú eres Brahma— Identidad que se logra cuando se descorre el velo del Maya, la ilusoria existencia, y queda al desnudo la esencia, la única realidad, la realidad omnipresente de Brahma. BUDISMO Si el Hinduismo parece originar esta ubicua senda meditativa, no por ello monopoliza esta ubérrima tradición; también la mística del Budismo la conoce y hace su aporte. Cuenta la tradición que Siddharta Gautama, hijo del jefe de la tribu Sakia, creció en su palacio al abrigo de todo contacto con el dolor que enrojece al mundo, el dolor, que en su tradición es considerado como el fundamento último de la existencia histórica del hombre. Cuando por vez primera salió a las calles se enfrentó con una triple visión: un mendigo, un enfermo y un entierro, la carencia, la desintegración y la extinción. Esa misma noche abandonó a su mujer y sus hijos para emprender el camino de la ascesis y la austeridad, el camino que terminaría apodándole como el Buda, el sabio, como Sakiamuni, el solitario de las sakias. Así, de austeridad en austeridad, fue marcando, fue encontrando su camino, el camino que desde entonces, hace ya más de dos milenios, recorren sus seguidores. Cuando a la sombra del árbol Bhodi, Sakiamuni obtuvo la iluminación, dos posibles opciones se bifurcaron a sus

pies: permanecer en el Nirvana, en el goce del conocimiento o, suscitado por la compasión hacia los demás, continuar en medio del mundo compartiendo con los hombres la sabiduría adquirida, guiando a los demás seres hacia la "conciencia búdica". Es la opción por una u otra de estas posibilidades lo que diferencia radicalmente las dos principales escuelas budistas: el Hinayana, —"pequeño vehículo"— y el Mahayana, "gran vehículo". A su vez, mientras que aquél pone la confianza en las propias posibilidades ascéticas, el Mahayana, por el contrario, todo lo espera de Amida Buda, el Buda de la Infinita Compasión, de quien el devoto recibe la salvación por la fe, la fe expresada en la continua invocación de su nombre, del nombre de Amida Buda. Nagarjuna, un monje que recorre en el siglo segundo el "Gran Vehículo" distingue dentro de éste entre el "trabajo arduo" y el "trabajo fácil". El primero, explica, está destinado a los hombres de carácter fuerte y seguros de sí, mientras que el "trabajo fácil" es para aquellos concientes de su propia debilidad, concientes de su propia indigencia. Es para estos últimos para quienes se explaya recomendando la práctica del Nembutsu, la invocación constante del nombre de Amida Buda; invocación ínsita en la etimología de Nembutsu: "nem", meditar, en Buda, "batusu". En el Tanisho, uno de los libros sagrados búdicos, leemos que el Nembutsu no es una práctica que haya nacido en el hombre, sino que, por el contrario, fue y es el mismo Buda quien, valiéndose de ella, imprime su nombre en el corazón de quien lo repite. Kegon, otro de sus comentadores, haciéndose eco de estas enseñanzas, asevera que quien recita el Nembutsu con toda sinceridad y devoción entrará por medio de el en el corazón del Buda y, al mismo tiempo, despertará en la Tierra Pura, en la conciencia búdica que es la esencia última del corazón humano. En las antiguas escuelas se distinguían diversas clases de Nembutsu, pero desde el siglo V el término quedó restringido para designar la repetición de la fórmula Hamu-Amida27

butsu, —yo reverencio a! Buda Amida—, tal como sigue siendo su uso hasta nuestros días, tal como sigue cifrándose en ella la confianza y la fe del discípulo en el Buda de la Infinita Compasión.

JUDAISMO

En la primera etapa de la mística judía, durante el "período del segundo templo", nos encontramos con una tradición oral que era transmitida entre los maestros del Mishna acerca del Merkabah, el trono o carro de Dios, el "carro de fuego" que el profeta Ezequiel describe en una de sus clásicas visiones. Visión que, juntamente con los primeros capítulos del Génesis, protohistoria de la humanidad, fueron los temas más frecuentados por los maestros de la alegoría bíblica. Dada la reserva que se mantenía sobre estas enseñanzas, enfeudadas en la transmisión personal y directa, no es mucho lo que encontramos documentado sobre el tema. Sabemos apenas que el neófito, después de un severo rito de admisión, era iniciado en el "descenso al Merkabah", a través del graduado camino que atravesaba los "siete palacios celestiales" que lo llevarían hasta el trono de Dios, lugar de la divinidad y que coincidía con el núcleo más íntimo y personal del iniciado, el propio corazón. El descenso era ayudado por una actitud de auto-oblación gestualizada a través de la posición física que remeda la que el profeta Elias asumió sobre el Monte Carmelo, sentado sobre los talones y con la frente tocando tierra. En esta posición el iniciado repetía un breve y simple "himno" llamado piyut, del que leemos que "es curiosamente sin significado pero crea no obstante la impresión de un profundo sentido", himno que era recitado en forma cíclica frente al "trono de Dios" una vez que, dejabas atrás las "moradas intermedias", el meditante se halla ya frente al Merkabah, frente al "fuego de Yahvéh". 28

SUFIS

No sólo en el Lejano Oriente, sino también en la geografía musulmana encontramos los trazos del camino del nombre. "Recuerda a tu Señor cuando te hayas olvidado", leemos en el Corán, lo que quiere significar, glosa Kalabadhi, "recuérdalo cuando te hayas olvidado de tu propio nombre, entonces recién comenzarás a recordar el nombre de Dios". Sobre éste y otros textos semejantes de los sagrados libros mahometanos, se basa y se justifica el Dhikr, término con que los sufis, los mayores exponentes de la mística musulmana, designan el recuerdo habitual de Alá, a través de la repetición ininterrumpida de su nombre. Dos son las tradiciones que conocemos sobre la práctica del Dhikr: la comunitaria y la del solitario, aunque, más que distintos caminos, representan los diferentes estados en la profundización del mismo andar. Así encontramos que se recomienda al neófito foguearse primero en las hadras, las prácticas comunitarias hasta que, una vez adquirido cierto dominio y conocimiento del Dhikr, pase a ejercitarse en la repetición solitaria, como se espera lo hagan los "avanzados en el camino". Las reuniones de las cofradías sufis, las hadras, son una escena familiar en el paisaje musulmán. En ellas los devotos se sientan con las piernas cruzadas y las pahuas sobre ellas, actitud que en árabe se llama tarabbú, bastante similar a la que el Yoga llama "posición del loto" y consideran óptima para la concentración, la anudación del cuerpo y el espíritu. Así sentados sobre alfombras escuchan la lectura de algún pasaje del Corán, a lo que sigue una cantilena de oraciones tetánicas de declarado ritmo apaciguante. Una vez creado el clima conducente los devotos se toman de la mano y entonan la fórmula tradicional del Dhikr: La-ilah-illa-Allah, unida al ritmo respiratorio que acompaña y conduce la oración hasta el corazón. 29

Si la tradición remonta el Dhikr solitario hasta atribuírselo al mismo Alá, su forma comunitaria por el contrario parece ser bastante reciente, ya que no se conoce ninguna referencia a ella antes de que aparezca registrada en el Hamayaliyya, escrito del siglo XII, que busca compendiar la espiritualidad musulmana. En la repetición solitaria, tanto más apta para la simplicidad, la fórmula tradicional parece irse reduciendo hasta quedar condensada en el nombre de Alá, desnudo de todo atributo. Es así como la encontramos expresada y recomendada en el texto del Ihya ulum-al-din, donde el célebre Ghazzali expone el método del Dhikr distinguiendo cuidadosamente los tres niveles que la tradición sistemática llama el "Dhikr de la lengua", el "Dhikr del corazón" y, finalmente y como meta, "el íntimo", el sin. "Después de sentarse en un lugar solitario -leemos en el mentado texto- él (sufi) no cesa de repetir continuamente con su boca el nombre de Alá sintiendo su presencia en el corazón. Así, hasta llegar al estado donde el movimiento de su lengua desaparece y la palabra comienza a deslizarse por sí misma sobre la lengua. Sigue a esto el momento cuando se borra ya todo trazo de la palabra en su boca y en su lengua y encuentra que ahora es su corazón el que se ocupa constantemente del Dhikr. Ahora sólo queda perseverar asiduamente hasta que llegue a borrar de su corazón la imagen de la locución, las letras y hasta la forma de la palabra, hasta que solamente sea el sentido del nombre lo que permanezca unido a su corazón para ya no abandonarlo jamás. Está en su poder (del sufi) el llegar hasta este linde, lo que ya no está en su poder, en cambio, es atraer hacia él la misericordia del Dios Altísimo". Cerremos este capítulo con una instructiva historia sufí, la que, con la sabia ironía que las caracteriza, disipa y combate cualquier exagerado apoyo en la letra, en el mecanicismo o la superstición con que se puede acompañar estas prácticas, y con la que apuntan al "más allá" de la letra, al más allá de todo método o fórmula, que apunta al espíritu: 30

"Un derviche de mente simplona, de una escuela especialmente piadosa, estaba caminando un día por la orilla de un río. Estaba absorto, concentrado en problemas de índole moral y escolásticos, pues ésta era la forma que la enseñanza Sufi había tomado en la comunidad a la que él pertenecía. Repentinamente sus pensamientos fueron interrumpidos por un fuerte grito: alguien estaba repitiendo el llamado derviche. "Esto carece de sentido", se dijo a sí mismo, "ya que está pronunciando mal las sílabas. En lugar de decir ya hu, está diciendo u ya hu". Luego pensó que tenía el deber, como estudiante más piadoso, de corregir a esta desafortunada persona, quien tal vez no había tenido la oportunidad de ser correctamente guiada, y por ende, probablemente, sólo estaba haciendo lo mejor que podía para interpretar la idea que yace detrás de los sonidos. De manera que alquiló un bote e hizo su camino hacia la isla, que se hallaba en medio de la corriente, desde donde el sonido parecía llegar. Sentado en una cabana de juncos encontró a un hombre, vestido con un manto derviche, que se movía siguiendo el ritmo de la frase iniciática que repetía. "Amigo mío", dijo el primer derviche, "estás pronunciando mal la frase. Me incumbe decirte esto, ya que hay méritos para aquel que da y para aquel que acepta consejos. Esta es la forma en que la debes decir". Y le dijo la frase. "Gracias", dijo humildemente el otro derviche. El primer derviche volvió a su bote, lleno de satisfacción por haber realizado una buena acción. Después de todo, se decía que un hombre capaz de repetir la sagrada fórmula correctamente podría inclusive caminar sobre las olas, algo que él nunca había visto, pero que siempre tuvo la esperanza —por alguna razón— de ser capaz de lograr. Ahora ningún sonido proveniente de la cabana de juncos llegaba a sus oídos, pero estaba seguro de que su lección había sido bien acogida. Entonces oyó un vacilante u ya, al comenzar el segundo derviche a repetir la frase en la misma forma que antes... 31

Mientras el primer derviche pensaba en esto, reflexionando sobre la perversidad de la humanidad y su persistencia en el error, vio de repente un extraño espectáculo. Desde la isla, el otro derviche se acercaba caminando sobre la superficie del agua. Asombrado, dejó de remar. El segundo derviche llegó junto a él y le dijo: "Hermano, siento molestarte, pero tuve que venir aquí a preguntarte acerca de la manera corriente de pronunciar la repetición, pues me resulta difícil recordarla".

III.

TRASFONDO TEOLÓGICO

'Yo quiero ser Uno. pero en el Otro, diferente, pero mutuo. . ," H. Díaz Casanueva

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Los primeros Padres de la Iglesia, al interrogarse sobre la naturaleza humana, sobre su gloria y su miseria, sobre la miseria de su gloria, se volvieron, en búsqueda de una respuesta más abarcadura que su propio cuestionar, hacia el mismo Dios, hacia su revelación, hacia las insondables palabras del libro del Génesis: "Dijo Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza... Creó Dios al hombre a su imagen: lo creó a imagen de Dios; varón y mujer los creó".(l,27) La definición del hombre como "imagen" y "semejanza" de su Creador, como sélem y dmut en sus palabras originales, lo coloca en un puesto jerárquico muy diferente de los otros seres. Las plantas y los animales son creados "según su especie"; sólo el hombre lleva en sí la imagen y semejanza de Dios, los atributos que Filón de Alejandría interpreta diciendo que el hombre, por lo que es, tiende a Dios y a asemejarse cada vez más a El, ya que, creado a su "imagen", es una impresión, un fragmento, y un reflejo del Logos divino. 35

Fieles oyentes de la Palabra, escuchas de la revelación, los Padres interpretaron la naturaleza humana, su indeleble imagen, su icono, como de origen divino, como bondad esencial de ser, como un poder-ser realizando el bien, como salida, como éxtasis de amor. Pero -y toda la vida del hombre tiene un pero y una pesar de- si esta fue la constatación de su imagen, de su esencia, otra era la existencia desde la cual ellos se preguntaban el porqué de tanto mal y de tanto dolor. Si esta era la imagen otra parecía ser la "semejanza", la homoiosin, la existencia. Si la imagen permanece indeleble mientras el hombre respire, la semejanza tiene otro destino, el umbrío destino que los padres cifraron al llamarla "semejanza perdida".

Esencialmente bueno, el hombre vive, no obstante, existencialmente en contradicción, alienado de su esencia, de su posibilidad de vivir creativamente, de vivir abierto desde el fundamento del amor creador desde el cual él mismo surge como gesto de amor. Hacer que el hombre reconcilie, reúna su imagen y su semejanza, vuelva a existir desde la unidad recobrada, fue la meta en la que la espiritualidad de los Padres puso todos sus esfuerzos. Ser "creados a imagen de Dios", "deiformes", "iconos de Dios", se convierte en un imperativo, en un deseo: "existir a imagen de Dios", a "imagen de Cristo" como Aquel a quien Dios tenía en mente, según la patrología griega, cuando creó el cosmos, el habitáculo del "primer Adán". Se trata ya desde el principio, para los Padres y para la búsqueda en la que nos embarcamos, no de conocer algo sobre Dios, no de imitarlo como una imagen o una norma externa, exógena a nosotros, sino de "tener a Dios en sí", de participar de su vida misma. "Para participar de Dios, es indispensable —enseña san Gregorio de Nisa— poseer en el ser algo correspondiente al participado", tener al mismo

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Dios viviente que habita en nosotros y se comunica con nosotros. A diferencia de las concepciones arcaicas, el cristianismo no se identifica con una salvación "cosmológica", es decir: dejándose absorber, disolver por lo "divino impersonal" sumergiéndose y anegándose en el medio cósmico, en la "Madre Tierra". Para nosotros la unidad perdida, la identidad entre el ser y el aparecer, entre la imagen y la semejanza, no es una retrospección ni una fijación nostálgica, sino una prospección, una memoria de lo esperado, barrunto de lo que llega, del Adviento. No fue el "Primer Adán" sino el "Nuevo Adán", Jesucristo, la expectativa, la expectasis de la joven Iglesia, la Iglesia que oraba con las últimas palabras del Apocalipsis: "¡Ven Señor Jesús!". Este anhelo de integridad, este retorno paradisíaco atestiguado y confesado por mitologías y religiones, esa fecunda memoria de armónica simbiosis, plasmada en la poética de la niñez, no fue, para la tradición de los Padres griegos, más que portal, umbral desde el cual marchar hacia la plenitud, hacia la deificación crística por medio de la oración; de la oración como expresión de un ser religado a su fundamento, un ser en comunicación con Dios en la profundidad comunicante de su propio ser. Plasmemos con una imagen lo ( dicho con tantas palabras. Al final de las cincuenta "Homilías Espirituales" atribuidas a Macario de Egipto, pero escritas por un autor desconocido del siglo IV, hay un bello texto sobre el tema de la "imagen" en el que queda bien claro, además, el papel de la gracia y la misericordia de Dios, el Dios que nos habita: "Oh, inefable gracia de Dios, que él entrega graciosamente a los creyentes, para que Dios habite en un cuerpo humano, y que el hombre sea como una hermosa casa para el Señor. Porque así como Dios ha creado el 37

cielo y la tierra para que el hombre los habite, también ha creado el cuerpo y el alma del hombre como su propia casa, para habitar y reposar en ella... teniendo a la amada alma, hecha a su imagen, como su esposa... El es Dios, ella no es Dios. El es el Señor, ella la esclava. El es el Creador; ella la criatura. El, el Hacedor, ella, lo que ha sido hecho. No hay nada en común entre su naturaleza y la de ella; pero por su infinito, inefable e incomprensible amor y gracia le ha complacido habitar en su criatura racional, la más honorable y elegida". Sobre el humus de esta teología floreció la tradición que la sistematización posterior bautizó como Hesicasmo. Fue entre ellos, los hesicastas, donde estas reflexiones, estas constataciones se cristalizaron en praxis, donde encontraron una metodología concreta para llegar a ser carne. Así, inspirados sobre todo en Orígenes y San Gregorio de Nisa, los hesicastas concentraron enfáticamente todos sus esfuerzos por llegar a la theosis, a la deificación como meta del alma, como alma de su meta. El Hesicasmo vio la perfección del hombre en el retorno, en la pertenencia a su re-ligación esencial: la vinculación con Dios inhabitando creativamente el corazón humano. Vincularidad mantenida y experimentada a través de ¡a oración constante. A través de la apertura contemplativa que permita el surgir de la expresiva inhabitación del Espíritu divino conduciendo nuestro espíritu. Experimentaron en la oración el proceso dinámico de crecimiento, desde una relación potencial con Dios, por medio de Jesucristo, hasta una siempre creciente conciencia de estar siendo asimilados en el océano de la totalidad englobante de Dios; hasta llegar a exclamar con Simeón el Nuevo Teólogo: "Te doy gracias, porque tú, el Dios que reina sobre todo, te has hecho un solo espíritu conmigo, sin confusión ni separación".

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LA ORACIÓN CONSTANTE Jesús "les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer... Estad en vela pues orando en todo tiempo, para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está por venir, y podáis estar de pie delante del Hijo del Hombre" (Le 18,1; 21,36) "Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios en Cristo quiere de vosotros" (ITes 5,17-18) Lejos de reducir el mandato bíblico sobre la "oración constante" a una mera hipérbole literaria, el Hesicasmo, como toda la naciente Iglesia, no escatimó medios para hacer vida el precepto de San Pablo. "En cuanto a la duración de la oración —escribe Barsanufo—, atente a las palabras del apóstol, es decir, orar siempre". Es aquí, en medio de esta búsqueda de la oración constante, donde vemos surgir, ya en el albeo del siglo V, la tríada nombre-aliento-corazón, la perenne tríada del perenne buscar humano. La "Oración del Nombre" fue "Oración de Jesús" primeramente entre los ascetas del Monte Sinaí y los desiertos de Gaza, para extenderse hacia los yermos de Esceta, Nitria y la Tebaida que bordean, como praderas del Espíritu, al legendario Nilo.

LA HESEQUIA Esta búsqueda de un escuchar primordial, esta vuelta a la esencia del hombre como "oyente de la Palabra", esta búsqueda del silencio primordial como fundamento del encuentro con Jesús, el Verbo del Padre versificándonos en lo más íntimo de nuestro ser, constituye una de las más características especificidades del Hesicasmo. Una y otra vez se insistirá sobre la necesidad de la hesequia. la serenidad atenta, la quietud oyente, el reposo disponible, como condición de posibilidad para llegar al encuentro con la 39

Palabra, para volver al "cantus firme" que todo lo fundamenta, lo sostiene y lo trasciende.

El Hesicasmo, que de la hesequia toma su nombre, no solamente insistirá hasta el cansancio sobre esta necesidad, sino que será, además, la primera corriente espiritual en el seno del naciente Cristianismo que delineó una metodología, un medio para la hesequia. Un callar para la escucha, un vaciarse para recibir. No es la cesación de los movimientos interiores, sino al contrario, su total disponibilidad, su integración en una unidad superior, lo que el hesicasta busca. Esta serenidad atenta, esta ecuanimidad anímica que dispone para la escucha, no implica represión ni anulación de la riqueza anímica del alma humana, sino un equilibrio jerarquizado y centrado en torno al corazón, al más fontal sí mismo desde el cual el hesicasta pugna por vivir. Queda claro con esto que la hesequia no es un fin en sí mismo, como la apatheia entre los estoicos o la ataraxia entre los epicúrios, sino un medio, un estado de disponibilidad y dilatación del alma para recibir la Palabra y darle el espacio oyente en que pueda labrar su resonancia, en que pueda expresar su comunicación creativa y creadora. Gima, atmósfera y fuente de la oración, la hesequia existe para la oración y por la oración subsiste.

EL KAIROS DEL TIEMPO "De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medie de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha habla do por medio del Hijo a quien instituyó heredero dt todo, por quien también hizo los mundos; el cual siendo resplandor de su gloria e impronta de su esen cia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa 40

después de llevar a cabo la purificación de los pecados, $e sentó a la derecha de la majestad en las alturas" (Heb. 1,1-3). Lo que el hombre fue barruntando, atisbando y anhelando en el decurrir de su historia, nos fue revelado "en estos últimos tiempos" de los que nos habla la Carta a los Hebreos, en el kairos del tiempo, en su plenitud cualitativa, en la persona de Cristo. Toda la revelación, todo lo que "nos habló Dios por su Hijo", todo el don comunicante de Dios a los hombres, parece condensarse en la fórmula que la tradición hesicasta dio al aliento de su orar: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador". Encontramos en ella la confesión de Jesucristo como "Seflor" e "Hijo de Dios", confesión de su divinidad y su señorío y, después de nombrar el abismo divino la conciencia del humano abismo: "pecador". De la alabanza a la contrición, de la otredad salvífica a la mismidad caída y, tendiendo una cuerda entre los abismos, el de la divinidad y el de la condición humana, el llamado, la súplica: "ten piedad de mí".

La plenitud del nombrar es algo que pertenece al orden del escuchar, al orden del silencio que es el orden del contacto, del encuentro inmediato, entendido éste en su inabarcable riqueza metafórica. Es, una vez más san Gregorio de Nisa quien plasma en su comentario sobre el Éxodo -una de las obras más completas sobre el itinerario del alma humana-, en la figura de Moisés, la imagen clásica del hesicasta: el hombre, el "amigo de Dios", que encontró a Dios,'en la cima del Monte Sinaí, en medio de,1a densa nube, en medio de la oscuridad apenas quebrada por los rayos y las centellas. Moisés quien por temor reverencial no osó mirar al rostro de Yahvéh, sino que prefirió escuchar su palabra. Aquí queda claro el énfasis 41

del encuentro con la divinidad: encuentro existencia!, vivencial, no por medio de imágenes ni conceptos, no por un proceso racional, sino en una reverente y silenciosa escucha. Para quien aprendió a escuchar la existencia deviene llamado. La participación del hombre en Dios no es un hecho estático, es un acontecer, es una .llamada. El camino está roturado: para el hesicasta tender a Dios será a-tender a su palabra creadora, a la palabra que se cristaliza, se hace carne en el Nombre de Jesús. LA NEPSIS Si la hesequia es como el ámbito silencioso, la atmósfera interna y profunda del estado de oración, veamos ahora un último elemento, el elemento que es como su correlato activo; el correlato que proteje a la hesequia de no ser invadida por los togismoi, los pensamientos que nos arrebatarían la escucha original.

te entre los orientales donde la doctrina de la nepsis conoció su mayor difusión y elaboración. Su tarea, llamada también "atención", "guarda del corazón" y "guarda del espíritu", consiste en una atención global atenta al despliegue de los pensamientos, a su discursividad lineal, una atención siempre pronta a repeler los "ataques", la intromisión de los pensamientos, sean buenos o malos, en la esfera del corazón, en la interioridad disponible a la silenciosa escucha. Para ilustrar esta actividad pidamos a Evagrio una de suj claras imágenes: "Es preciso montar guardia en la puerta del corazón y preguntar, como Josué, a cada pensamiento que se presenta: ¿Eres de los nuestros o de los enemigos?". Esta vigilancia, esta actividad que se nos aparece imposible, con el tiempo deviene como "por-sí", como autooperante. Con el tiempo queda incorporada al proceso meditativo, y hasta fuera de él, con la "naturalidad" con que nuestros pasos responden a nuestro caminar sin necesidad que nuestra inteligencia esté ordenando cada uno de ellos. INTEGRACIÓN

Este elemento es el que ia tradición hesicasta denominó nepsis, el nombre de acción del verbo néphein que podríamos traducir como "estado de sobriedad", oponiéndolo al methyein, que por el contrario designa al estado de embriaguez, de inestabilidad atencional. Este sentido general del término fue tematizado, ya más técnicamente, como "el estado de una inteligencia dueña de sí misma, prudente y ponderada", por oposición a esa especie de embriaguez, de fragmentación mental y atencional, que despoja al espíritu de su equilibrio, de su control.

•Tanto la Sagrada Escritura como los escritores griegos conocieron esta categoría ascética, pero fue especialmen42

Veamos, para redondear, la interrelación entre los elementos claves del Hesicasmo que hemos mentado hasta ahora: la hesequia en el corazón y la nepsis en la cabeza, en la conciencia, protegen y disponen a un silencio receptivo, disponen al estado de oración constante y plasmado y vertebrado por la repetición del Nombre de Jesús, diciéndose en nuestro hálito vital, vitalizando nuestro ser. Conjunción de elementos que apuntan todos al corazón, al "lugar de Dios" donde el Nombre que repetimos terminará más que dicho escuchado, más que repetido, diciéndose en nosotros como nuestro más profundo decir.

Habiendo delineado escuetamente la teología que opera como fermento de la Oración de Jesús, y los elementos 43

más constitutivos del Hesicasmo, pasaremos ahora a ver más de cerca sus dos componentes axiales: el Nombre y el corazón; para pasar, finalmente, a la descripción del método en sí, a sus implicancias más prácticas a través de su plasmación histórica.

soplo que desde siempre y por siempre recorre y atraviesa el peregrinar de cada vida y de toda vida, el soplo que con su paso determina e impulsa nuestra temporalidad, plasma y determina nuestra dependencia creatural, nuestra contingencia esencial.

A pesar de lo apenas bosquejado hasta ahora sobre el método hesicasta, ya resulta sorprendente la semejanza entre él y los métodos similares que vimos en el Yoga, el Budismo, el mundo musulmán y la religión judía. Si algún eslabón concadena la tradición hesicasta con las sendas similares que recorren otras religiones, no puede ser más que un eslabón perdido, alguna relación indirecta y lejana, y, en todo caso, una madeja de conjeturas que no nos detendremos a desenredar, ya que nuestro interés es más práctico que conjetural, más de discípulos que de eruditos. Sin duda, estas insoslayables semejanzas responden, fundamentalmente, a las leyes psicofisiológicas que entretejen la urdimbre de todo acto humano, aún los más espirituales. La urdimbre que advertimos en todos estos intentos de recogimiento, de con-centración: la concentración en torno a la esencia sonora, a la cifra de la persona: el nombre, y, en este caso, el Nombre de Dios, núcleo y templo de su presencia, el nombre en el que el hombre intenta hacer converger el haz infinito de la divinidad, intenta hacerle accesible, invocable. Junto a lo esencial de Dios lo esencial del hombre: su corazón, espacio donde siente coagularse y dilatarse el finito pero complejo haz de sus propias vivencias, el punto de permanencia de su cambiante vida, el lugar donde siente enraizarse y florecer, fluir y refluir su propia vida. Y, entre el Nombre y el corazón, como puente, como entre y nosotros, como tratando de abrazar lo finito a lo infinito, la respiración, el ritmo que es la base de nuestra vida física convertido en el ritmo de nuestra vida espiritual. El soplo que nos llega, nos recorre y nos deja, lo más etéreo y lo más vital, lo más dado y lo menos asible. El soplo vital, el único 44

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IV. EL NOMBRE

"En el amor no hay formas, sino tu inmóvil nombre, como estrella" Octavio Paz

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Una pregunta hace que el hombre llegue a ser verdaderamente hombre: ¿quién soy? Otra pregunta hace que el hombre llegue a ser más que hombre: ¿quién es Dios? Antes que respuesta, el hombre es interrogante, apertura a la respuesta. En la raíz misma del ser humano hay una vo-cación a ser vocado, una necesidad de ser ratificado, nombrado. Antes que emisor es recepción, escucha. El hombre se dilata, se despliega entrando en relación dialógica con su propio ser, con sus obras, los demás seres y, final y definitivamente, con su propio creador. Una u otra vez el hombre tanteó la oscuridad buscando derroteros; una y otra vez balbuceó en el silencio buscando una respuesta; una y otra vez dio él mismo el nombre de "dios" a la obra de sus manos, a las imágenes de su mente. Así, entre errar y errores, entre atisbos y encuentros, esta 49

pregunta recorre la historia humana como la sed recorre la garganta de aquellos que trashuman un desierto. A fuerza de resonar el mismo interrogante, fue forjando una de las huellas más constantes, más arcaicas de la frente del hombre: conocer el nombre de Dios, acceder al diálogo, al encuentro con él, llegar a -nombrar a Aquel que lo nombró primero. * El verbo nombrar, deriva del sustantivo nombre, -nomen, onoma—. En él se esconde la raíz gno, gnosis, esto es, conocimiento: el nombre da a conocer; quien tiene un nombre es conocido, invocado. Nombrar es mantenerse en presencia-de lo nombrado. * A diferencia de nuestra sociedad contemporánea, donde el nombre es una designación puramente convencional, susceptible de ser remplazada por un código cifrado, o una numeración, el nombre ha tenido en el mundo antiguo —cuando las culturas no habían aún estrechado la polifonía de significados en la razón operativa—, un sentido esencial. El nombre designaba la naturaleza concreta de un ser, era como su morada, no en virtud de su definición racional, de su vertiente noética, sino porque él contiene una dinamis, un poder dinámico que actualiza aquello que el nombre significa. El nombre del "dios" invocado contiene y libera su presencia misteriosa, es el lugar de encuentro, de comunicación entre el invocado y el invocador. Símbolo ambivalente, el nombre, a la vez que presentifica el poder del nombrado, lo debilita. Revelando la trascendencia del dios, la hace vulnerable, revelando su secreto lo hace disponible, lo pone, en cierta medida, en las manos de aquel que tiene ahora el poder de invocarlo, de llamarlo y requerirle, de disponer de su presencia. El nombre aparece así como lo más precioso y lo más débil. Expresa el poder de aquel que designa y en el hecho mismo de designarlo entrega, diríamos, su poder. Dar el propio nombre, para plasmarlo en una imagen, es dar las llaves de la propia casa, del propio ser. 50

En la tradición judeocristiana, Dios aparece ya desde su origen, desde el Génesis, como un Dios dialogal, como aquel que instaura su creación a través de un acto de comunicación: a través de la palabra. Dios "llama", "nombra" y las cosas son. Toda su obra aparece como un llamado al ser, un decir que realiza, una realización que expresa, que revela: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era algo caótico y vacío, y tinieblas cubrían la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: "haya luz", y hubo luz..." La palabra, el verbo de Dios, abre el espacio de luz nombrándolo, desde entonces y para siempre, todo está iluminado por la palabra, todo es revelación, expresión, logos. Dios no crea simplemente de manera deística y deja que el mundo se desarrolle "naturalmente", sino que continúa implicado en su obra, en su acción creadora siempre presente, en su palabra nunca callada. La creación toda está transida por la palabra, desde el inicio hasta el final la obra de Dios no es otra que la resonancia, la vibración, la sinfonía entrelazada por su primera voz: "haya..." Sobre el caos, sobre "las sombras que cubrían la superficie del abismo" aletea el Espíritu, el poder del ser creador de Dios, y, a través de él Dios llama, separa, ordena. Caos, Espíritu y Logos, sobre la nada humana el Espíritu crea, el Logos ordena, creación y sentido, Espíritu y Palabra. El sentido, desde entonces y en cada ahora, espera, pulsa por ser escuchado, acogido, en su expresión, en su obra, en su originar, "en todo tu obra resuena tu pregón y hasta los límites del orbe tu lenguaje", canta el salmo. "Tu Palabra creadora ha constituido mi principio y mi sustancia", leemos en el Oficio de difuntos. La palabra que llama, que ordena, es , pues, el principio metafísico de la creación, la significatividad que la entrama. El ritmo melodioso a cuyo son nacen, crecen y responden todos los seres hasta su consumación final, hasta su sintonía con el amén final. al

Pero hay otra característica de la obra dialogal de Dios. Dios, nuestro Dios, no emite su palabra sobre un mudo abismo; Dios crea con su palabra un ser capaz de palabras, capaz de responder. Dios crea al hombre de tal forma que esa misma creación lo emplaza a recibir la palabra activa y dialogalmente; es decir, lo llama a ser escucha, a comprender y responder, y sólo en esta respuesta cumple o contradice, acrecienta o aborta la finalidad de la creación de Dios: llegar a ser verbos en el Verbo, hijos en el Hijo. Dios, que "conoce el nombre de cada estrella", al dirigirse a su creatura humana, la nombra de una manera única, la hace única nombrándola; le dirá una y otra vez: "te conozco por tu nombre", se lo dirá a Abraham, a Saúl, a Moisés... y no lo dejará de decir hasta decirlo por boca del Verbo hecho carne, por boca de Jesús: "el buen pastor... que conoce a cada oveja por su nombre". El nombre, la identidad siempre deletreada, nunca agotada hasta que se cumpla la promesa del Apocalipsis, y recibamos cada uno en el cielo nuestro nombre definitivo, nuestra coincidencia con nosotros mismos, nuestra plena realización. El hombre mismo, en su condición de ápice de la creación, recibe la misión de nombrar. "El hombre —nos dice el Génesis— puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo". El hombre, ser nombrado, deviene nombrador, ordenador dador de significado, o, mejor dicho, lugar donde las cosas encuentran su significado, lugar donde las cosas dicen su sentido. Palabra humana donde la creación encuentra voz, expresión. EL NOMBRE ENTRE LOS HEBREOS Dios no sólo nombra; también —y sobre todo— escucha. Dios, misericordia en la misericordia, no ha dejado nunca de responder a quien le dirige la palabra, a quien lo llama. Dios se manifiesta como aquel que "oye la queja de su pueblo", "oye el clamor de la sangre", aquel que oye el gemido de su 5Z

creatura. Dios, tan cercanamente lejano como lejana es su cercanía, responde a quien lucha por saber su nombre, responde con la misma pregunta con que el hombre busca conocerlo: "¿Cuál es tu nombre? -"Jacob". En adelante no te llamarás más Jacob sino Israel, porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido". Jacob le preguntó: Dime por favor tu nombre".

Jacob, en este insondable relato que nos trasmite el libro del Génesis, acababa de luchar, "hasta rayar el alba" con el ángel de Dios, con su misterioso mensajero. Como fruto de este combate obtiene un doble conocimiento: de sí mismo y de Dios, del fundamento de su ser y de aquel que lo funda. Por un lado su dimensión humana más profunda, su ser-en-relación lo contempla frente al horizonte de lo divino, frente al absoluto de la vida y, en esa visión, en esa "lucha", su ser-en-relación se dilata en ser-en-misión. Dilatación que hace del vivir servir, de la vocación misión. Por otro lado también su conocimiento de Dios se profundiza, paradójicamente, profundizando su conciencia de desconocerle, de no poder abarcar, aún "venciendo", la trascendencia de Dios. Captando al Absoluto como aquel cuyo nombre nadie sino él puede revelar, aquel cuyo mostrarse, decirse, es el don de su revelación, de su mostración. En este relato de Jacob, como antes cuando Abram devino Abraham, hasta que Simón escuche del propio Hijo de Dios: "Bienaventurado eres Simón, hijo de Joñas, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos, y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella". Vemos otra dimensión de la metáfora del nombre: cuando Dios potencializa una vida, cuando le devela su significado más profundo, su misión, también el nombre cambia, la cifra de su destino se reviste de una nueva significación, de una nueva y dinámica expresión. 53

Toda la historia de la salvación, toda la salvación de la historia, será el despliegue de este diálogo: el hombre queriendo conocer el nombre de Dios, suplicando: "Dime por favor tu nombre", y Dios respondiendo, nombrando, significando el tiempo, significándolo historia. « También para el pueblo hebreo, como vemos, el nombre es la persona nombrada, la manifestación de su interioridad, de su disponibilidad. El nombre aparece como el primero de los atributos divinos, el lugar de su presencia, de su relación. Así el nombre manifestará una doble vertiente, una doblé revelación: un aspecto noético, una revelación de quien Dios es; y un aspecto dinámico, dirá —realizándolo— lo que Dios hace, dirá el poder plasmador de Dios; revelación de su ser que es haciendo, de su amor que ama engendrando, salvando. LA REVELACIÓN DEL NOMBRE

Al pensamiento semita le son ajenas las conjeturas abstractas o especulativas, las sistematizaciones metafísicas. Al hebreo le afecta la inmediatez, el movimiento, el desplegarse de la vida; por eso Dios, su Dios, antes que ser comprendido como Ser-en-Sí, fue comprendido como acto, como aquel que es creando, rescatando, como aquel que los llamó de Egipto, que se revela, se dice obrando la historia de su pueblo. En el pensamiento judío, "conocer a Dios" es sinónimo de "encuentro", encuentro con una realidad personal, con un "Dios viviente". No se puede conocer a una persona, no se puede acceder a su intimidad, sin el acceso de su nombre; de ahí que la búsqueda del nombre sea la búsqueda de una presencia personal, de ahí que el conocimiento de Dios comience por el conocimiento de su nombre. El Dios cósmico, el Dios creador, el Dios que entra en la historia de su pueblo, quiere ser para el hombre un Tú que entra 54

en participación, en diálogo, en comunión con sus creaturas. El trascendente quiere hacerse cercano, inmanente; Dios sale de su misterio, de su inaccesible silencio, y condesciende a revelar su nombre, su poder: hesitante delante la pesada misión que Dios da a Moisés, éste le pide un signo, una seguridad, una referencia con la que pueda avalar sus palabras: "Contestó Moisés a Dios: "Si voy a los lujos de Israel y les digo: 'El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros'; cuando me pregunten: '¿Cuál es su nombre?', ¿qué les responderé?" Dyo Dios a Moisés: "Yo soy el que soy". Y añadió: "Así dirás a Israel: 'Yo soy' me ha enviado a vosotros... Este es mi nombre para siempre, por él seré invocado de generación en generación." (Ex 3,13-15). Nos hallamos así ante él gran acontecimiento de Israel, ante la enigmática revelación del Nombre de Dios: "Eheyeh asher Eheyed", "Yo soy el que soy", "Yo estaré allí como el que estaré". No pocos autores ven en este nombre la negativa de revelar su nombre, ven un mostrador que más bien oculta. Sin tomar posición ante esas interpretaciones lo que sí queda claro es que la revelación del nombre pone más el peso en lo "dinámico" que en lo "noético" de su contenido. Yahvéh da a conocer su nombre, pero a la vez se reserva la información^ se reserva su libertad, la libertad que manifiesta en su "estar ahí", en su presencia operante. Su "estar ahí" será del que está estando salvífícamente en la historia de "su pueblo". Pueblo elegido entre los pueblos, inserto en la corriente de la historia como presencia operante, como sacramento de la obra salvífica de Yahvéh, como la manifestación de la salvación de la historia. De esta manera se confió a las manos fieles de Israel el sagrado Nombre, el que ocupaba para los hebreos el mismo lugar teológico que ocupaba la imagen sagrada en los cultos de los pueblos vecinos. Es "en nombre de Yahvéh" que los israelitas se organizan como nación, y, es "por el poder de su nombre" que avanzan hacia el destino prometido a su padre Abraham.

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Dios no da a Israel su nombre para que se apropien de él como una prenda de garantía, más bien se le confía como depósito sagrado que deberán plenificar, que deberán manifestar a todas las naciones del mundo hasta "que sea celebrado mi nombre sobre toda la tierra", hasta que se manifieste "la gloria del nombre de Dios" sobre todos los hombres.

Esta revelación, esta nueva profundización en el conocimiento de Dios, marca el inicio de una nueva relación, personal y existencia!, con el Creador. El nombre, además de revelación, es interpelación. Toda revelación, toda mostración, toda comunicación es llamado, demanda de respuesta, de responsabilidad. Aprender quén es "el que es", es comprender quién es el que no es sino que recibe el ser, es conocerse creatura, creatura frente al Absoluto, frente a aquel de quien recibimos el ser, el ruah, el aliento de vida. Desde la revelación del nombre en Horeb, Moisés —y con él todo Israel— conoce el nombre de su Dios, el nombre que en adelante proclamarán invocándolo y reverenciándolo. Un nombre que no puede ser compartido por ningún otro nombre: "Yahvéh es un Dios celoso de su nombre"; invocarlo será darle culto, "santificar su nombre". Yahvéh se identifica de tal manera con su nombre, que hablando de él se designa a sí mismo: "Mi nombre estará allí", dice refiriéndose al templo, al templo llamado a ser "morada de mi nombre". Cuando los israelitas están a punto de entrar en Canaán, les hace esta advertencia: "Portaos bien en su presencia —la del ángel que los conduce—, y escuchad su voz; no seáis rebeldes, que no perdonará vuestras transgresiones, pues en él está mi nombre". Hablar, actuar o bendecir "en el nombre de Yahvéh" tiene el sentido de asegurar la trasmisión de su presencia; de allí la regla sacerdotal de "no profanar su santo nombre"; "no tomar su nombre en vano". Tal es lo luminoso del Nombre, tal su irradiación, que los fieles del Antiguo Testamento no osaban siquiera pronunciar 56

o escribir el nombre de Yahvéh. YHWH el sagrado tetragrámmaton, era proferido tan sólo por los labios del Sumo Sacerdote, en el Santo de los Santos, el más sagrado lugar del sagrado templo de Israel una vez al año: el solemne día del Yom Kippur, el día de la Expiación. "Este es mi nombre para siempre, por él seré invocado de generación en generación". En una palabra, el nombre de Yahvéh recapitula y condensa toda la fe de Israel en su Dios y en su gesta salvífica. Conocimiento, memorial e invocación, los tres aspectos esenciales del nombre, las tres actividades esenciales del hombre. Invocación y glorificación del nombre de Dios que en ningún libro como en el Salterio alcanza su máxima expresión, en el Salterio donde Dios canta a Dios, donde el Espíritu Santo se revela como poeta de la oración: "Alabad servidores de Yahvéh, alabad el nombre de Yahvéh. Bendito sea el nombre de Yahvéh desde ahora y para siempre. Desde la salida del sol hasta su ocaso sea alabado el nombre de Yahvéh".

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V.

LA PLENITUD DEL NOMBRE

La gracia limpia mis ojos en la gracia, mis ojos alumbrados en el Nombre". Jacobo Fijman

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"El ángel le dijo: "No temas María, porque has hallado gracia delante de Dios: vas a concebir en el seno y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús".

"Nomen est Ornen" dice el adagio latino. El nombre, presagio y augurio, constituye un poder cifrado: la persona y su destino. El nombre de Jesús —lesous— es una forma helenizada del hebreo Yehosua, que aparece frecuentemente abreviado como Yesua. Una etimología popular relacionó el nombre y su forma abreviada con la raíz Ys —salvar— y el término Yesua -salvación-. Si la anunciación establece el origen divino del nombre de Jesús, el anuncio que "el ángel del Señor" hace a José revela su significado: —"José, hijo de David, no tengas inconveniente en llevarte contigo a María, tu mujer, porque la criatura que lleva en su seno viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él 61

salvará a su pueblo de los pecados. Esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por el profeta: "Miren: la virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrá por nombre Emanuel, que significa Dios con nosotros". En este pasaje del primer capítulo de Mateo, vemos toda una teología del Nombre: Jesús como salvador y como mesías, como Aquél en quien se cumplen las esperanzas mesiánicas: como "Dios entre nosotros". La interpretación de Jesús como "Dios salva" se plasma en los-actos de su ministerio, su ministerio de Salvador: devuelve la salud a los enfermos, expulsa demonios, resucita muertos. Pero, sobre todo, procura la salvación eterna a los que "crean en mi nombre": "Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando yo estaba con ellos cuidaba en tu nombre a los que me habías dado", y toda su obra salvífíca no fue realizada más que "para que creáis... y creyendo tengan vida en su nombre".

La primitiva forma de designar el bautismo cristiano tiene su origen, según parece, en la expresión con la que el catecúmeno manifestaba su fe: "Jesús es Señor", al recibir el sacramento de la iniciación cristiana, "Invocar el nombre" aparece así, desde el principio, como una confesión de fe y como un acto kerigmático, más que como un mero acto devocional. Los cristianos de la naciente Iglesia se designan a sí como "los que invocan el nombre del Señor",' significando el reconocimiento que hacen de Jesús como el Kyrios, el Señor. "Predicar valientemente en el nombre del Señor", "hablar en nombre de Jesús", "creer en su nombre", es reconocer y proclamar que Jesucristo tiene "el nombre del Hyo único de Dios" y por medio de esta fe abrirse al acto divino de la salvación, pertenecer a los que recibieron "poder de hacerse hijos de Dios", el poder que les fue dado "a los que creen en su nombre".

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La fe cristiana, el seguimiento de Jesús, consiste en "creer que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos", en "confesar que Jesús es Señor", y en "invocar el nombre del Señor"; estas tres expresiones —de fe, testimonio y oración—, son prácticamente equivalentes en la predicación de san Pablo.

La vida cristiana está totalmente impregnada por la fe: los cristianos se "reúnen en nombre de Jesús", con la seguridad dada por el mismo Señor cuando les aseguró: "donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos"; acogen a los que "se presentan en su nombre" y por todo dan "gracias a Dios en nombre de nuestro Señor Jesucristo", conduciéndose de tal manera que en todo "el nombre de Jesucristo sea glorificado" y el mismo Señor pueda decir de cada uno lo que dijo de san Pablo: "él es un vaso digno de llevar mi nombre".

Es entre los libros del Nuevo Testamento, en especial el de los Hechos de los Apóstoles, el que podría llamarse "el libro del Nombre". En una primera lectura ya percatamos el lugar axial que el "nombre de Jesús" ocupa en el mensaje y en 'a acción de los apóstoles. Desde sus primeros días, la comunidad de Jerusalén comienza a desarrollar una teología del nombre de Jesús: "Todo aquel que invoque el nombre del Señor se salvará". Esta cita que los cristianos toman de la profecía del libro de Joel hace referencia al "día de Yahvéh", el día del juicio; pero ahora el tetragrámmaton YHWH es aplicado a Jesucristo, en cuyo nombre —es decir, en cuyo poderío y presencia— se desarrolla ahora el juicio de la historia. La salvación que estaba "en el nombre de Yahvéh", está en adelante y por siempre "en el nombre de Jesús", "porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosostros podamos salvarnos". 63

Si el nombre de Jesús recapitula la historia de la salvación, la promesa hecha a Abraham, también ese mismo nombre recapitula todo el futuro, todo el devenir, "la nueva creación" instaurada por su nombre. Después de la Pascua, los discípulos obran milagros "en el nombre de Jesús", actualizando así, eficazmente, el poder de Jesús sobre las enfermedades y sobre los demonios, sobre todo poder de separación y de muerte. En su nombre los milagros son realizados y las vidas son transformadas. Los primeros milagros después de Pentecostés se realizan "en nombre de Jesucristo": "Al ver entrar en el templo a Pedro y Juan, les pidió limosna. Pedro, con Juan a su lado, se le quedó mirando y le dijo: —'Míranos'. Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo. Pedro le dijo: —'Plata y oro no tengo, lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar'". Después de Pentecostés los discípulos se vuelven capaces de anunciar el nombre con poder —condínamis—, capaces, incluso, de gozarse "por haber sido dignos de sufrir ignominias por el nombre de Jesús". Justificando delante del Sanhedrín la curación de un enfermo, Pedro la atribuye al "poder del nombre de Jesús", cuidándose de aclarar que la salud del cuerpo es tan sólo el signo de un poder harto más aspirable: sólo el nombre de Jesús, a condición de que se crea en él, puede asegurar la salvación: "Les pusieron en medio y les preguntaron: "¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho vosotros eso?". Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: "Jefes del pueblo y ancianos, puesto que con motivo de la obra realizada en un enfermo somos hoy interrogados por quién ha sido este hombre curado, sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que lo ha sido por el nombre de Jesucristo, el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, y no por ningún otro, se 64

presenta éste aquí sano delante de vosotros. El es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros podamos salvarnos". En el "Día del Juicio" el hombre se salvará o se condenará según haya o no invocado este nombre, según haya o no reconocido a Jesucristo como Señor. La salvación, para quien invocó a Jesucristo en la tierra, será ser invocado por él en el cielo, como nos revelan los textos del Apocalipsis: "Al que venciere le daré el maná escondido y le entregaré una piedra blanca. En ella está escrito el nombre nuevo que ninguno conoce sino aquél que lo recibe" (2,17). "El que venciere será vestido de blancas vestiduras y jamás borraré su nombre del libro de la vida, y yo confesaré su nombre ante mi Padre y ante sus ángeles" (3,5).

La imagen de la piedra blanca está tomada del mundo lúdico griego, donde al vencedor de las competencias deportivas se le entregaba como recompensa una tablilla blanca con su propio nombre inscripto sobre ella. Analógicamente, en el cielo cada uno recibirá un nombre pleno, una plena realización personal, una coincidencia consigo mismo. Esa coincidencia, esa identidad, cuya radicalidad sólo puede ser conocida y revelada por Dios mismo, por quien es más profundo a nosotros que nuestra propia profundidad; en el cielo Dios en persona revelará al hombre el hombre mismo: le revelará su nombre, el nombre completo que fuimos apenas silabeando en nuestro peregrinaje histórico, en nuestro intermitente deletrearnos. Solo en el cielo escucharemos el nombre que nos hará vibrar hasta los últimos escondrijos de nuestro ser, el nombre que será el decirnos del amor de Dios hacia nosotros, e! nombre que es la palabra, única e 65

irrepetible, que Dios pronunció sobre cada uno el día que nos llamó a ser, el día que nos nombró. Esta es la promesa celestial, la realización de aquellos que "verán su rostro y llevarán su nombre en la frente". "En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado". Obedientes a esta promesa de Jesús que nos trasmite San Juan, en lugar de multiplicar los textos escriturísticos sobre el nombre de Jesús, pidamos al Padre, el Padre "de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra", al Padre cuyo nombre debe ser santificado, que nos permita penetrar el himno que nos trasmite san Pablo y que condensa y repertoria toda la teología y la profundidad del misterio del nombre de Jesús: "Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloría de Dios Padre: ¡Jesucristo es Señor!".

VI.

EL CORAZÓN

"Mi corazón está brotando flores en mitad de la noche". poema azteca

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EL SOPLO DE DIOS

¿Por qué existe el mundo? ¿Por qué yo? ¿Cuál es mi puesto en ei cosmos? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? El hombre, solamente el hombre, puede hacerse estas preguntas, preguntas sobre sí. Cuando el pueblo hebreo dialogó con su Dios sobre estos misterios, plasmó sus respuestas en los dos relatos cosmogónicos que nos transmiten las Sagradas Escrituras. Según los exégetas, es el de Génesis 2, 4-25 el más antiguo de ellos. Suele diferenciárselo del relato paralelo llamándole "cosmogonía seca", ya que en él, el caos inicial con el que los semitas pintaron la nada, aparece bajo la imagen de un desierto, arenal sin fronteras a la espera de la fecundidad y el orden, de lluvia que lo preñe y hombre que lo nombre. 69

"El día en que hizo Yahvéh Dios la tierra y los cielos, no había aún en la tierra arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues Yahvéh Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo. Pero un manantial brotaba de la tierra, y regaba toda la superficie del suelo. Entonces Yahvéh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente". El hombre —nos revela como primer dato— es tierra, polvo, naturaleza. Llamamos naturaleza a esta porción común de gleba cósmica que hermana al hombre con la creación, con la masa, con el limo del que está moldeado todo; el limo desde el cual todo nace, crece y se transforma. En el hombre esta naturaleza se da como el fundamento estructural; ley que lo configura y lo proyecta, lo entrama y lo singulariza. Constelación de procesos y fuerzas, pulsiones e instintos aflorando desde su insondable inconsciente, información biológica y sedimentos arcaicos y, exógenamente, la memoria genética transmitida por la cultura y concretadas e interiorizadas, principalmente, por los sistemas del lenguaje. Si en todo esto se agotase el hombre no sería hombre sino cosa; yacería clausurado en sí, postrado sobre sí, autofagüeitado. El hombre, diríamos, se anudaría en sus ínsitas necesidades, pero la necesidad sobre sólo las cosas actúa monopólicamente; en nosotros, por el contrario, la necesidad obra en diálogo creativo con nuestra libertad, con nuestra apertura, con nuestro espíritu. Nuestro espíritu que se abre no sólo sobre sí, sino sobre todo lo real; el mundo, los hombres y el Absoluto. En nosotros la naturaleza nos condiciona pero no nos determina. La naturaleza aparece así como la patria, el suelo, la tierra de la que emerge nuestro sobrepasarnos, nuestro trascendernos; nuestro abrirnos a ese inasible soplo que nos 70

tras-asciendc. El espíritu aparece ínsito a la naturaleza, no como algo añadido, extrínseco, sino como su congénita capacidad de sobrepasarse, de recibir, de recibirse. * Este sobrepasarse, este trascenderse, es a nivel intelectual —a nivel pensante-- su capacidad de reflexión, de volver sobre sí su propio pensamiento, de interrogarse. Sólo el hombre es capaz de preguntar, acto impensable para la cosa y hasta para el animal. Ambos, cosa y animal, permanecen ligados al dato concreto, fundidos en el entorno sin poder alzarse sobre sí mismos ni preguntarse por sus razones. El interrogador nato y exclusivo es el hombre, el ser que se pregunta por todo y hasta por sí mismo, por su propia esencia; con lo cual trasciende la inmediatez de la realidad buscando su fundamento, buscando su propio rostro. Como segundo dato, el primer hombre, se nos revela como recibiendo el ruah, el espíritu. Así, pues, otra manera, otra categoría del lenguaje bíblico para expresar la realidad humana en cuando "imagen y semejanza" de Dios es la del ruah, el ruah divino que recibe de Dios Yahvéh el hombre cuando exhala su aliento sobre él y le infunde el "alma", el "espíritu", el pneuma. * El hombre es pues el misterio de la tierra donde hunde sus raíces y del cielo hacia donde estira sus brazos. Pertenece entrañablemente a la tierra; es tierra, polvo, pero ese polvo está transido por algo más, por el misterioso ruah, el pneuma que le insufló Dios. El "aliento divino" es el sutil órgano de comunión con lo Trascendente. El pneuma hace posible una "comunión de esencia" con Dios. Es esa realidad misteriosa, insondablemente arcana, ese hecho inefable que nos permite afirmar con Pablo: "somos de su raza" y que en la primera carta de San Pedro manifiesta el deseo de "que lleguéis a ser partícipes de la naturaleza de Dios". Es el imponde71

rabie parentesco divino que San Juan expresa dicienao: "El Espíritu testimonia a nuestro espíritu que somos hijos de Dios". Más adelante, en el mismo relato del Génesis, el ruah es ampliado en su significado. Ruah es también la brisa del atardecer que corre en el Edén cuando Dios viene a buscar al hombre tras la caída. Es decir: el ruah es como la atmósfera, lo englobante, lo ecológico divino que todo lo envuelve, lo refresca, lo renueva. EL CORAZÓN HUMANO

"El viento sopla donde quiere, y oyes su rumor pero nadie sabe de dónde viene ni dónde va". Tanto ruah en hebreo, como pneuma en griego, son palabras que expresan un sentido bisémico: viento y espíritu. Demasiado inaprehensible como brisa, demasiado insondable como espíritu, la mentalidad concreta semita necesitó concretar tan vasto horizonte en un mojón, en una imagen que plasmara el centro hipostático del espíritu. Fue así que el lugar del soplo, la "imagen" recibida fue concretada plásticamente en una imagen: el corazón. Las resonancias que suscita el vocablo corazón distan mucho de ser las mismas para la Biblia que para nuestro lenguaje moderno. Quizá tan sólo los instauradores del ser en la palabra, los poetas y místicos, sigan dándole su antigua riqueza, pero en nuestra prosa, en nuestro lenguaje prosaico, corazón ha pasado a ser antítesis de intelectual o razonable, coloreándose generalmente de un matiz melifluo y hasta peyorativo. Para el hebreo, por el contrairo, este término encerraba y expresaba la categoría antropológica por antonomasia. Corazón, en efecto, es la palabra más usada para designar lo propio del ser hombre: el centro ontofánico del ser humano, la raíz última de su ser y, por ende, la raíz que abreva en lo sagrado, el vecindazgo de la sangre y la gracia, aquello en 72

lo que se reúne el ser más propio, la calma de la copertenencia en el abrazo trascendente de lo sagrado. "Dios ha dado al hombre un corazón para pensar" y el mismo salmista no escatima aplicar la misma imagen al mismo dador: "el plan de Yahvéh subsiste para siempre, los proyectos de su corazón por todas las edades". Si tomamos la Biblia, sobre todo en sus partes más arcaicas, vemos que el corazón, el lebh, no aparece como mero órgano fisiológico o emocional, sino que simboliza, en el sentido más realista, el centro de integración personal de todas las facultades humanas. Todo el hombre, tanto intelectual como afectivamente, en sus proyectos como en sus motivaciones, sus decisiones como sus dudas, recuerdos y pensamientos quedan evocados cuando se dice corazón, cuando se habla de "anchura de corazón". Por esto nos amonesta un proverbio: "Por encima de todo guarda tu corazón, porque de él brotan todas las fuentes de la vida". DOBLEZ DE CORAZÓN

El corazón, el más vital y el más oculto de los órganos, permanece lejos del alcance de los ojos, pero no obstante se manifiesta, se espeja en los gestos humanos: "el corazón del sabio está atento a su boca"; "el corazón del hombre modela su rostro, tanto hacia el bien como hacia el mal". Pero la contradicción y la ambigüedad son ya constitutivos de la existencia humana; así, palabras y comportamientos en vez de manifestar pueden ocultar, pueden disimular los verdaderos "pensamientos del corazón". Este enmascaramiento, esta inautenticidad, es una de las actitudes que con más rigor combaten y denuncian los sabios y profetas de Israel, la voz de la conciencia de ese pueblo; es la actitud que quedará simbolizada como "doblez de corazón". * También frente a Dios, frente a sus renovadas exigencias, el hombre trata de escudarse, de enmascararse, de elegir el 73

parecer al ser. Para esto trata de contentar a Dios con formalidades cultuales, con exterioridades rituales... "mas le alababan con su boca, y con su lengua mentían". Pero esto es la torpeza del hombre que no conoce aún a su Dios. A Yahvéh no se le puede engañar como se engaña a los hombres; "el hombre mira las apariencias, pero Yahvéh mira al corazón". Dios "escudriña el corazón y sondea los ríñones" y desenmascara la mentira: "este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí". Toda una serie de proverbios designa a Dios como el que pesa y escruta los corazones. La literatura sapiencial no habla de una humanidad que se sienta sola en sus designios y decisiones, sino, por el contrario, es consciente de hallarse expuesta al juicio divino, el juicio que juzga aún lo más íntimo de cada uno: su corazón. * Una y otra vez el hombre da la espalda a su Dios; una y otra vez Dios lo- prueba "para probarte y conocer lo que hay en tu corazón"; una y otra vez el corazón del hombre se cierra, se repliega, se vuelve "sordo de corazón". Yahvéh llama y espera, llama y castiga, castiga dejando de llamar, castiga para que el hombre "se vuelva a su Dios", \ castiga por misericordia. Es conmovedora la imagen que las Escrituras usan para describir el castigo de Dios: "y los entregó a los deseos de sus propios corazones". Más que castigar, Dios deja de salvar, de rescatar, de rescatarnos del caos desintegrante que habita el corazón, de la caverna de su caída, del infierno de un corazón cerrado, de "un corazón de piedra", del "endurecimiento de corazón". Dios que llama; el hombre que responde pero pronto olvida. Dios que abandona al hombre a sus enemigos, y el hombre que en el peligro vuelve a clamar a su Dios. Esta es la dinámica siempre recurrente de la teología deuteronómica, la espiral ascendente del itinerario humano. "Circuncidad el prepucio de vuestro corazón, y no os mostréis duros de cerviz". 74

Jeremías contrapone así la conversión engañosa, fluctuante, meramente externa a otra más profunda, a una que afecte lo más hondo del hombre, lo más fontal de sus actos y decisiones; a una conversión "con todo tu corazón". UN CORAZÓN NUEVO Dios pide una conversión profunda, pide "un corazón contrito y humillado". La conversión que desde el corazón vaya invadiendo a todo el hombre: "Y se obligaron con un pacto a buscar a Yahvéh, el Dios de sus padres, con todo su corazón y con toda su alma (...) de todo corazón habían prestado juramento". Ante esta exigencia, ante la necesidad de ser salvados de nosotros mismos, se bifurca el camino de la humanidad. Unos dicen que el hombre lleva en sí mismo la posibilidad de elegir este bien radical, que por sus propias fuerzas lo puede obrar; otros dicen que este cambio, esta conversión debe serle dada, debe ser una gracia, un algo otro que lo potencialice para este salto cualitativo. El primero es el camino del humanismo, el segundo el de la religión. Aquél, la voluntad de poder; éste, la gracia. El profeta Ezequiel, lector del sentido de su historia, reconoce, comprueba que ese viraje, que ese "corazón nuevo" no puede surgir del "corazón de piedra" de su gente, del pueblo de "corazón rebelde y contumaz". Una vez más, como en el origen, el caos humano es el lugar de la recreación de Dios; los profetas ven que sólo queda una actitud; mostrar la indigencia, la impotencia, "desgarrar el corazón" y presentarlo delante de Dios Yahvéh; presentarse ante su Creador con "un corazón contrito y humillado", rogar al Señor que "cree en ellos un corazón puro". Dios es un Dios de "vida y no de muerte", "no quiere que su pueblo perezca sino que viva". Si los condujo por 75

el desierto, si hay aridez y sufrimiento, es para "hablarle de nuevo al corazón"; es para que el hombre se apreste a recibir, a abrirse al don, el don que nos exige para poder dárnoslo. Después que Ezequiel exige en nombre de Yahvéh: "Haceos un corazón nuevo", anuncia el don de esa misma exigencia: "Yo os purificaré. Yo os daré un corazón nuevo, pondré en vosotros un espíritu nuevo: quitaré vuestro corazón de piedra y os daré un corazón de carne". Así se asegura definitivamente la unión de Dios y su creatura, del Dios que crea y recrea un "corazón nuevo".

UN CORAZÓN QUE ESCUCHA

Un "corazón de piedra" es un corazón cerrado, incapaz de acoger, incapaz de dejarse labrar, de escribir "en las tablas del corazón" las palabras de Yahvéh Dios. "El corazón del inteligente consigue el conocimiento; el oído del sabio lo busca". Numerosos textos de los libros sapienciales relacionan escuchar con corazón; tomemos un texto clave, el de 1 Reyes 3, 5-12, para ver un poco de cerca esta relación que tanto dice al tema de la Oración de Jesús. Salomón, arquetipo del sabio para el Antiguo Testamento, acaba de suceder a su padre David en el reinado de Israel. Joven aún, se siente apabullado ante tan ingente tarea. Nada habla aún de su futura gloria; ni el Templo estaba construido ni ¡as murallas de la Ciudad Santa terminadas: sólo eran tareas por realizar, muchedumbres por gobernar. "En Gabaón Yahvéh se apareció a Salomón en sueños por la noche. Dijo Dios: "Pídeme lo que quieras que te dé" Salomón dijo:... "Tu siervo está en medio del pueblo que has elegido, pueblo numeroso que no se puede contar ni numerar por su muchedumbre. Concede pues, a tu siervo, un corazón que entienda para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el 76

mal, pues ¿quién será capaz de juzgar a este pueblo tuyo tan grande?" Agradó a Yahvéh esta súplica de Salomón y le dijo Dios: "Porque has pedido esto y, en vez de pedir para ti larga vida, riquezas, o la muerte de tus enemigos, has pedido discernimiento para saber juzgar, cumplo tu ruego y te doy un corazón sabio e inteligente como no hubo antes de ti ni lo habrá después"." (1 Reyes 3,5-13) Parecería que el mismo Dios queda impresionado por la pequeña grandeza de la impetración de Salomón, que, en su versión literal ruega: "lébh shoméa", "un corazón escucha", un corazón receptivo, oyente, capaz de acoger el mandato medular de la revelación judía: "Shemá Israel", "escucha Israel". El propio Yahvéh Dios interpreta y describe con sus dones lo que significa un "corazón escucha": sabiduría e inteligencia, y, como corona, el don de diacrisis. el discernimiento entre el bien y el mal que perdieron nuestros padres en el paraíso del Edén. Salomón pide la disposición oyente, no limita su ruego a nada en particular, no pide algo que limite el todo, y así su corazón llega a ser proverbial: "Yahvéh concedió a Salomón sabiduría e inteligencia muy grandes y un corazón tan dilatado como la arena de la orilla del mar". EL NUEVO TESTAMENTO

"No piensen que he venido para abolir la ley y los profetas: no he venido para abolirlos sino para llevarlos a su plenitud", esto nos dice Jesús, el mismo Jesús que es "más grande que Salomón". Todo el "Sermón de la Montaña", corazón de la enseñanza del Nuevo Testamento, puede pensarse como un interiorizar la ley y los profetas así como un buscar la raíz de los actos humanos, del "ya has pecado en tu corazón" con que desnuda las motivaciones de los comportamientos externos. Es sobre esta Montaña donde Jesús promete y bendice a "los 77

puros de corazón", y les promete nada menos que la visión de Dios. Una vez más toda verdad se resume y plenifíca en Jesucristo, Jesús, "manso y humilde de corazón". El Logos que en todo late, nos promete su propio espíritu, su ruah: "Si alguno tiene sed venga a mí y beba el que cree en mí, como dice la Escritura: de su seno correrán fuentes de agua viva". Es su mismo espíritu que nos habita de tal modo que nos religa a Dios a semejanza de su propio ser: "Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y el mundo sepa que tú me has enviado y que yo los he amado a ellos como tú me has amado a mí". Es por ello que en adelante, el acceso a la intimidad con Dios pasa por la aceptación de Cristo: "Si tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo", y "la multitud de los creyentes -que- no tenían sino un solo corazón y una sola alma" pueden dar su sí, pues en ellos habita el mismo Espíritu, el Espíritu de Jesús que "nos dio en arras al Espíritu en nuestros corazones". * Si en el Antiguo Testamento fue Salomón quien arquetipizó un "corazón escucha", ahora, en la plenitud de la revelación es una mujer, un acoger femenino, fecundo y virgen, quien se erige en paradigma: María, la "Virgen oyente", la madre del Señor, quien con su presencia silenciosa aparece como el más elocuente testimonio de la Oración del Corazón, de la rumia de la Palabra: "María... guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón". * Es en adelante el Soplo mismo de Dios quien sopla desde nuestro espíritu; el Espíritu que, según san Pablo, "testifica en nuestros corazones que somos hijos de Dios, testifica con un constante gemir, con una constante oración desde el gemido de nuestro renacer: ¡Abba, Padre!". Ahora la oración ya nos habita la gracia del bautismo que nace "de la abun-

dancia del corazón". El deseo, la intencionalidad trascendental del corazón humano ya no está sola, ya no está bloqueada, ahora es asumida, rescatada desde su raíz, restituida y ascendida por el Espíritu de Dios. En adelante la oración es la voz del Espíritu en nuestro espíritu, el surgente orante de nuestro corazón.

LA TRADICIÓN De tanta riqueza significativa, apenas bosquejada aquí, retengamos el sentido fundamental que será asumido por la tradición hesicasta: el corazón como centro hipostático del ser humano, como tuétano del habitar del Espíritu de Dios en él. Centro ontofánico, origen y originante del hombre donde se originan todas sus vivencias y en las que todas se resumen; donde todas arraigan y desde donde todas se ramifican. Lugar de apertura oyente donde la Palabra resuena y donde todo busca decir su sentido, busca significarse.

En lenguaje coetáneo lo llamaríamos "sí-mismo", "selbst": la identidad más profunda del hombre. Se trata de la noción límite, centro de totalidad de la vida psíquica y a su vez lugar de su trascendencia, centro y apertura, unidad de vida y ecstasis vital. "Conócete a ti mismo", adagio de filósofos y sabios, místicos y poetas, antes de haber tomado el matiz moral que adquirió en el medioevo, o el psicologista que podría tener hoy, apuntaba a esta profundidad, a este manantial donde el manar mana regresando a su origen para volver a manar, a fecundar.

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UN CORAZÓN RESQUEBRAJADO

También aquí, en su núcleo, como en todo su manifestarse, la existencia humana está desgarrada por la ambigüedad y la contradicción. Esta unidad profunda, aunante y trascendente, más que una realidad es una posibilidad, más que un logro inicial es una posibilidad virtual, una tarea, la tarea de la vida misma. En palabras de los Padres hablaríamos del "don de la imagen" y la "tarea de la semejanza", y, cósmicamente sería la transformación del "jardín del Edén" en "Ciudad Celestial", la construcción de la cultura humana desde la naturaleza creada.

Si en el pecado humano se atisba la medida de la misericordia de Dios, por la profundidad de la caída del hombre se puede barruntar su posibilidad inicial, su destino final. En el despliegue de nuestras vidas, en el optar y el valorar, el pensar y el sentir, el desear y el plasmar, nuestras facultades —lejos de mancomunarse— luchan entre sí por tomar la hegemonía de nuestros actos, por controlar nuestro ser. La unidad prístina del corazón paradisíaco aparece resquebrajada, la fisura del pecado taja también -y sobre todo- el corazón humano. Las fuerzas divergentes de la naturaleza desnaturalizada hacen del corazón su lugar de combate. Ontológicamente, la consecuencia primaria de la caída es la pérdida de esa cualidad que los Padres llamaron eleuíheria, y que se podría glosar como "naturaleza integrada": la capacidad del hombre de responder unificadamente a la unidad de su vida. La pérdida de la eleuthería significó la ruptura de la armonía, la enajenación por la cual la persona se encuentra desterrada de su propia patria, de su propia fuente, de su nous. Los Padres griegos distinguen entre la psiquis y su multiplicidad discursiva, vertida hacia lo múltiple y contradictorio, y por ende deífuga y, por otra parte, el intelecto, 80

el nous, la superación de los opuestos en la integración del corazón. La psiquis analiza dividiendo y distinguiendo, el intelecto aprehende relacionando y uniendo; la psiquis objetivando, el intelecto habitando; aquélla operando, esté valorando. Evagrio, el monje filósofo que articuló la espiritualidad del desierto, precisa y localiza esta diferencia: "la inteligencia reside en el corazón, la razón en el cerebro". LA ATENCIÓN

"Corazón" o "espíritu", "pneuma" o "nous", "alma", "sí-mismo", "inteligencia" o "atención", son -entre otrostérminos extremadamente equívocos, harto ambiguos. En gran parte cada autor hace uso de ellos según su propia nomenclatura y, entre los Padres que iremos citando, comprobaremos esta misma oscilación. Aquí nos interesa fijar los dos términos polares con que nos movemos en nuestro tema: el corazón y la atención. Creemos que el primero de ellos, el corazón, ya ha tenido suficiente explicación y, por otra parte, seguirá recibiéndola en las páginas que aún nos queda recorrer. Por eso nos detendremos en el otro polo: la atención. Por atención entenderemos el foco de la conciencia, ese punto en el que se concentra nuestra actividad conciente para captar algo. A su vez la dividimos en "foco" y "periferia", divisiones muy necesarias para el tema de las "distracciones". Por "foco atencional" nos referimos al área de la atención que se fija en el objeto que buscamos aprehender, mientras que la "periferia" es la zona aledaña en la que también entran otros objetos, que vemos como "de soslayo", que vemos sin mirarlos; y que no son buscados por nuestra actividad atencional. La atención, que en la actividad meditativa es casi sinónima de conciencia o inteligencia, es la encargada, durante 81

la Oración de Jesús, de descender hasta el corazón y como de co-apropiarse —dejándose a su vez apropiar por lo abierto del corazón—, de "las energías del corazón". Esta conciencia atencional es la encargada de proporcionar el contenido del corazón, su luz, al resto de las facultades y hacerlo así asimilable a otros estratos de nuestra psiquis. Curiosamente, este apropiarse no es un tomar sino un recibir, un ir impregnándose, iluminándose de eso otro que acontece en el corazón, en el corazón inhabitado; por esto se podría decir que el transmitir y encauzar es a través de un trasparentarse, de un exponerse obediencial al sí-mismo, a la esfera cardial, a su irradiación.

Así, el "corazón espíritu" aparece como centro físico y espiritual, vecindazgo de abismos, copertenencia de aperturas, ámbito de juego, de celebración, de deificación. "Apresúrate —nos dice Isaac el Sirio—, a entrar en la cámara nupcial del corazón. Allí encontrarás la cámara nupcial del cielo, pues las dos cámaras no son más que una, y por la misma y única puerta tu mirada puede penetrar en la una y la otra. En verdad, la escalera que lleva al Reino está escondida en lo más profundo de tu corazón".

EL HOMBRE CORAZÓN

"Esta es la fuerza más hermosa y más verdadera de los cristianos: la fuerza del Espíritu Santo que tiene el poder de unir, en el amor divino, el corazón que el mundo terrestre rompe en pedazos, para así guiarlos hacia la eternidad". Para reconstruir, reencauzar la persona, para acoger "el poder de unir" del que habla Macario de Egipto, hace falta restablecer, antes que nada, la relación entre la inteligencia y el corazón, la mutua pertenencia en la mutua apertura, la unidad inhabitada. De todo esto el desiderátum de la espiritualidad bizantina es buscar "el lugar del corazón". La tradición sinaítica de la Oración de Jesús, abandonando las especulaciones más "técnicas" del lenguaje de Orígenes y Evagrio, sintetiza y cifra al hombre en una simple imagen: "elhombre corazón". Esta síntesis del hombre integral, del "hombre corazón", simboliza en adelante la aspiración del Hesicasmo: el corazón iluminado por la gracia, latiente por la fe, fluyendo por la esperanza y unificándose a través del amor. 82

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VIL LA CRISTALIZACIÓN DEL MÉTODO

"Lo que empuja a aquellos hombres a su marcha errante (...) es la sensación de que a su muerte no le complace la casa en que vivían; de que no tiene sitio en ella." Rilke

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Históricamente, la Oración de Jesús nació de la confluencia de dos comentes espirituales: el culto bíblico del Nombre de Dios, asentado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, y, por otra parte, la práctica de las oraciones jaculatorias, con las que se trataba de liberarse de la red de la dispersión y llegar al lugar fontal de sí mismo, llegar al corazón, al "Reino de Dios que late dentro nuestro". EL PODER DEL NOMBRE "El nombre del Hijo de Dios es grande e inmenso, es él quien mantiene el mundo entero". Esta referencia al Nombre, la encontramos apenas despuntado el siglo II en los escritos del "Pastor de Hermas". En otras páginas de la misma obra, su desconocido autor nos dice que para el hombre, "recibir 87

el Nombre del Hijo de Dios... es escapar a la muerte y librarse a la vida", y, en continuidad con la tradición y los Evangelios, agrega que "nadie puede entrar en el Reino de Dios si no es por medio del Nombre del Hijo de Dios". Orígenes, uno de los pensadores más originales del Cristianismo, en el siglo III continúa insistiendo que el Nombre de Jesús produce aún los mismos efectos que en los tiempos apostólicos: "Aún hoy, el Nombre de Jesús apacigua las almas atribuladas, vence a los demonios, cura a los enfermos; su unción infunde una dulzura indescriptible, asegura la pureza de las costumbres, inspira la humanidad, la generosidad, la mansedumbre". En este mismo texto, el maestro de Alejandría y Cesárea, explica cómo los cristianos no tienen necesidad, para dominar los demonios —con el amplio sentido que este vocablo recibía en la literatura antigua-, de ninguna encantación: "el Nombre de Jesús es suficiente". Este poder no se limita a los exorcismos, sino que realiza la renovación completa del que lo invoca. En su comentario sobre "El Can tarde los Cantares", Orígenes, "el doctor místico", comenta ampliamente la frase con que la esposa del Cantar adjetiva el nombre de su amado: "tu nombre, un ungüento que se vierte", imagen que pasará desde entonces a la patrística griega y latina, implicando las virtudes penetrantes y rememorantes que lleva consigo el perfume, es decir, el Nombre. Es principalmente entre los Padres del Desierto, esos "hombres intoxicados de Dios", como los llamaba Macario, quienes van a experimentar y desarrollar la dínamis del nombre, el poder del Nombre de Jesús. Nadie mejor que los maestros del desierto, testigos de la oración y la tentación, funámbulos de los dos abismos, conocieron los escollos y dificultades que es necesario sortear para llevar una vida de oración constante, una vida abierta a lo esencial, o, como gustaban llamar ellos, una vida "en presencia de Dios". San Antonio, padre y arquetipo del monacato egipcio, invoca y recomienda "el Nombre de nuestro Señor Jesucris88

to" para vencer las tentaciones y arrojar los espíritus demoníacos. Contra los "terrores del espíritu del mal", aconseja utilizar "las oraciones, las obras de caridad, la lectura de las divinas palabras y las vigilias invocando el precioso nombre de Jesús". Una carta erróneamente atribuida a Juan Crisóstomo, hace explícita referencia al lazo entre la protección obtenida "contra todo pensamiento y toda acción del maligno" y la "oración a Jesús (...) repetida de la mañana hasta el anochecer y, si es posible, durante la noche entera". A lo que agrega Barsanufío: "hay poderes semejantes a san Miguel, pero para nosotros, los débiles, no nos queda sino refugiarnos en el Nombre de Jesús". San Juan Clímaco, abad del famoso monasterio del Monte Sinaí, da un consejo en continuidad con la tradición: "Cuando vayas a lugares terribles, no salgas si no es armado de la oración; una vez allí, extiende las manos y aplasta al enemigo con el nombre de Jesús. Verás que no hay ni en el cielo ni en la tierra arma más poderosa que ésta". LAS ORACIONES JACULATORIAS

Dijimos al inicio de este capítulo que la Oración de Jesús nació de la confluencia de la tradición del Nombre con la de las oraciones jaculatorias. Habiendo bosquejado el primero, veamos ahora la gestación de las oraciones /acúlalas. Juan Casiano, en el siglo V, hace una reflexión de valor perenne: tan pronto como intentemos sustraernos a la dispersión que entreteje nuestro habitual modo de relación con nosotros mismos, y con todo lo que nos rodea y acontece, nos dice en su primera Conferencia, "veremos surgir en nosotros un mundo de pensamientos que luchan entre sí. Resulta inevitable que el alma, al no tener un lugar a donde ir y fijaree, cambie en todo mo89

mentó a merced de las circunstancias y viva al albur de los pensamientos que cruzan por ella. Así, convertida en juguete de las influencias del ambiente, cede a cada impresión, variando según el sesgo que toman los cambiantes acontecimientos". Buscando soslayar estos obstáculos, los ascetas trataron de evitar todo elemento que multiplique los pensamientos, todo motivo que alimente la asociación de ideas, toda imagen que despierte sensaciones. Multiplicar los pensamientos equivalía a multiplicar los canales en los que naufrague la atención. El medio más eficaz que hallaron estos "psicólogos del desierto", como los llamó Paul Evdokimov, para controlar los pensamientos (los logismoi) y poder mantenerse abiertos a la Presencia, fue la melete, la meditación rumiada; repetición a media voz o quedamente, de una fórmula apta para enraizar una idea espiritual o un sentimiento saludable y dar así, a la atención, "un lugar donde ir y fijarse con preferencia". La melete no oficiará propiamente de lugar sino más bien de vehículo, de medio conductor para conducir la atención al corazón, al lugar donde la apertura-hacia de la criatura se abre a la apertura-para de su Creador.

Una forma de meditación rumiada, acaso la más eficaz, fue el uso de oraciones breves y frecuentes. "Un hermano preguntó a Abba Macario: "¿Cómo he de orar?". El anciano respondió: "No es necesario hacer grandes discursos, basta levantar las manos y decir: 'Señor, como tú quieras' y si se prolonga el combate: 'Señor, ayúdame'. Dios sabe lo que necesitamos y nos mira con compasión". Ammonas, otro famoso maestro de la interioridad, aconseja tener continuamente en el corazón "las palabras del publicano... ' ¡Oh Dios, ten piedad de mí, pecador!' ". 90

Otro Abba, anónimamente citado en la "Vitae Patrum", se hace eco de las voces del yermo: "Señor, Hijo de Dios, ayúdame", de la misma forma que otro anciano se limita a repetir y aconsejar que repitamos: "Hijo de Dios, ten piedad de mí". Así fue condensándose la oración en una sencilla frase evangélica, en una súplica o en una simple palabra. Lo que importaba no era su contenido noético sino su función, el utilizarlas como medio, como orientación y sustentación de una oración más singular y profunda, más única y fontal: la aspiración de la vida misma, de lo más profundo de cada hombre pulsando, diríamos espacialmente, por llegar a su destinación, a su sentido, a su logos final, a su teleología. Recuperar esta intención vital que necesita, después del pecado, ser repropiada y orientada. Orientarla y sostenerla, fue la función que estos ascetas dieron a las oraciones monológicas. Resulta sumamente descriptivo el nombre con que bautizaron esta forma de oración: monologfsticas, es decir, formadas de un solo (monos) vocablo (logos). Oponiéndola y contrastándola así con el principal enemigo: la multiplicidad, la pluralidad de los pensamientos que, aún cuando no eran malignos, cuando no "conducían a la muerte", conducían a la esterilidad, a la di-versión. San Agustín, en una larga carta enviada a una viuda de nombre Proba, menciona el uso de estas oraciones adjetivándolas con la nomenclatura con que en adelante serían conocidas en la Iglesia Latina: jaculatas, jaculatorias. En la carta a la que nos referimos describe algunas de las características de esta forma de oración: "Se dice de los hermanos de Egipto, que se ejercitan en oraciones frecuentes, pero muy breves, como lanzadas Oaculatas) velozmente, para que la atención se yerga vigilante y no se fatigue ni embote durante el tiempo de oración. De este modo nos muestran cabalmente que no se ha de forzar la atención cuando no puede ya sos91

tenerse, así como no se ha de interrumpir prontamente la oración si ella dura. Apártese de la oración todo palabrerío, pero no falte la súplica abundante si la atención persevera en su fervor; pues hablar mucho al orar es hacer una cosa necesaria con palabras superfluas. Mas orar mucho es llamar a Aquel a quien oramos con continuo y piadoso estímulo del alma. Pues, más a menudo ha de tratarse este asunto con gemidos que con palabras, más con el llanto que con el discurso. Pongamos nuestras lágrimas en su presencia y nuestro gemido no se oculte ante El; que creó todo por medio del Verbo, y no busca ni necesita palabras humanas". Juan Casiano, quien después de recorrer los monasterios y desiertos de Egipto se torna su difusor en el mundo latino, y a través de quien esta sabiduría entrará en la tradición benedictina, nos dice en una de sus Conferencias, que los padres del Yermo piensan que son más útiles "las oraciones cortas pero frecuentes", por dos razones: porque orando tan a menudo se permanece en continua referencia a Dios; y, segundo, porque al orar con brevedad se evitan los dardos que el diablo suele disparar cuando alguien ora. Es principalmente en su famosa Conferencia dedicada a la oratio ígnita, la "oración de fuego", donde pone en boca del Abba Isaac las alabanzas de estas jaculatorias que permiten concretar el precepto de "orar en todo momento": "Este es un secreto que los trasmisores de los primeros padres nos han enseñado y nosotros también lo enseñamos a las almas que tienen verdadera sed de oración: para poder tener a Dios permanentemente en tus pensamientos, deberás proponerte esta fórmula: 'Dios mío ven en mi ayuda, Señor, apresúrate a socorrerme' ". El célebre versículo "Deus in adjutorium meum intende" con que san Benito manda iniciar toda oración litúrgica. Vemos cómo los "Apotegmas", las "Vidas de los Padres del Yermo", san Basilio, Gregorio de Nisa, Nilos y Marcos el 92

ermitaño, Barsanuflo y Juan de Gaza, Diadoco de Fótice, Arsenio, Macarios de Egipto, el gran Evagrio Póntico, y tantos otros hombres que internados en el desierto, adentrados en lo esencial, mirando la vida y la muerte en su desnudez, encontraron y recomendaron la utilidad de las oraciones monologísticas, las oraciones "puras", "frecuentes", "intensas", "perseverantes", como medio propicio para permanecer abiertos y receptivos, para dejarse interpelar por la vida y su continuo crear, para acoger todo en su modo originario sin imponer ni entrojar en los propios esquemas, en las propias defensas y estar abierto, en última instancia, a la "presencia de Dios" obrando en nosotros y hacia nosotros, para que lleguemos a obrar desde y en El. EL NOMBRE COMO JACULATORIA Es a partir del siglo V cuando un ingente número de textos comienzan a ilustrar el lugar preponderante que los maestros de la interioridad dan en sus oraciones jaculatorias a la "invocación del Nombre de Jesús". En los escritos ascéticos de Nilo de Andará, hallamos varias menciones sobre "la invocación del Nombre de Jesucristo"; "nuestro Dios y salvador„ amigo de los hombres"; "la invocación del venerable Nombre de Jesús". En casi la totalidad de estas referencias, "el precioso Nombre de Jesús", aparece en un contexto de lucha, la lucha contra la estructura desintegrante, la estructura demoníaca que se interpone entre nosotros y nuestra "energía del corazón", nuestra fuente vital. En Diadoco de Fótice, la meditación incesante del "Señor Jesús (...) y de su santo y glorioso nombre en lo hondo del corazón", aparece como "el medio de eliminar toda imaginación, de producir la reunificación del alma disociada por el pecado, al verse finalmente en su propia luz; de experimentar interiormente la gracia, y de mantener el perpetuo 93

recuerdo de Dios que consume todo lo que el hombre tenga aún de carnal en su corazón". Lo que Diadoco, el Obispo de Fótice, trata de inculcarnos en este texto que citamos de su obra "Los Cien Capítulos Sobre la Perfección Espiritual", es la necesidad del constante recuerdo de Jesús, sostenido por la fórmula del "uso del Nombre", que ya aparece aquí fijada y como estereotipada: "El entendimiento exige de nosotros, cuando le cerramos todas las salidas por el recuerdo constante de Dios, una actividad que satisfaga su necesidad de acción. Hay que darle para ello el "Señor Jesús" como la única ocupación que responde totalmente a su fin". En otras páginas de esta misma obra, nos habla del alma que medita y grita "Señor Jesús", como medio eficaz para mantener vivo el recuerdo de Dios. Vemos con esto plasmada, a mediados del siglo V, tanto la fórmula que en adelante vertebrará la Oración de Jesús, como la dinámica interna del itinerario hacia el corazón. Testimonios similares al que nos ofrece Diadoco de Fótice, aparecen en la llamada "Colección Etíope", una recapitulación de escritos coetáneos a los citados, pero vividos en las regiones africanas: "Esperar en Dios es esto: un corazón que se eleva hacia Dios diciendo y clamando: ¡Jesús, ten piedad de mí, Jesús ayúdame!". No existe aún una fórmula universal sobre este "clamar", pero sí la costumbre de "invocar el Nombre de Jesús" repitiendo una frase en la cual su Nombre esté incluido. Recientemente, en 1965, en una de las excavaciones efectuadas en Kellia, fue hallada, en un oratorio de esa región, una inscripción en lengua copta que recomienda el uso de la Oración de Jesús. Según conjeturas, esta escritura pertenece al siglo VII, lo que la hace coetánea a obras que, como "Las Virtudes", de Abba Macario, presentan ya la Oración de Jesús, en forma explícita y desarrollada. *

El Cristianismo en tierras egipcias estuvo, a partir del primer cuarto del siglo V, convulsionado por las llamadas 94

"controversias cristológicas" y, principalmente entre los monjes que para esa fecha ya eran un "fenómeno masivo", 'por las "controversias origenistas"; a lo que se sumaba, ora como causa y ora como efecto, las revueltas políticas según el partido que tomen los emperadores o sus delegados. Los monasterios coptos se verán asolados por constantes invasiones de toda índole, físicas e ideológicas, y, en medio de este sacudimiento, se irá apagando la edad gloriosa del monacato egipcio. Paulatinamente, y hasta la invasión musulmana del siglo VII, el foco de la espiritualidad hesicasta se irá desplazando hacia Palestina y el Sinaí. En la región de Gaza, arenosa franja que se extiende entre Egipto y Palestina, hallamos una abundante literatura que data del siglo VI, y que nos permite constatar lo ampliamente difundida y recomendada que la Oración de Jesús estaba entre los espirituales de aquel lugar. En el monasterio de Sendos vivieron dos célebres ancianos cuya correspondencia nos ilustra sobre la Oración de Jesús; son ellos Barsanufio y su discípulo Juan de Gaza, apodado también Juan "el profeta". Barsanufio recomienda en una epístola dirigida a su discípulo Doroteo: "Ora.sin cesar, repitiendo: ¡Seflor Jesús, sálvame!"; y por su parte, Juan el profeta, escribe: "Invoca a gritos el Nombre de Jesús, diciendo: ¡ven en mi ayuda!". En otra carta, Barsanufio aconseja el uso del Kyrie Eleison, la fórmula litúrgica que continuará usándose hasta nuestros días, sobre todo entre los monjes del Monte Athos, como una de las variantes con que invocan a Jesús los que lo hacen a través de la Oración del Nombre. El próximo paso, la relación entre la recitación del Nombre y el movimiento de la respiración, lo dará san Juan Clímaco, el gran maestro de la espiritualidad sinaítica, que en su obra "La Escala Espiritual" une por vez primera la invocación del Nombre de Jesús y el flujo respiratorio: "Que el recuerdo de Dios se una a tu respiración y llegarás a conocer el beneficio de la hesequia". Encontramos unidas, además, la invocación del Nombre y la hesequia; indivisibles en ade95

lante; recorrerán, como vía regia, el despliegue de la espiritualidad bizantina, tanto en el mundo griego como en el ruso. LA ORACIÓN DE JESÚS

En las "Centurias sobre la sobriedad y la oración", obra atribuida erróneamente a Hesiquio de Batos, son una regla completa para el hesicasta, y aparece incorporada ya, en este discípulo de Juan Clímaco, la recitación de la fórmula a la aspiración y expiración del aire. Hesiquio, sacerdote de Jerusalén muerto hacia el 450, no parece ser el autor directo de las "Centurias" a él atribuidas; más bien parece ser un trabajo conjunto de varios autores posteriores a Juan Clímaco ya que aparece ampliamente citado. Una de estas citaciones es, precisamente, el célebre texto de su "Escala espiritual": "Que el recuerdo de Dios se una a tu respiración..." y agregan de su propio cuño: "y a toda tu vida". No sólo la oración, la vida toda toda, debe estar unida e intencionada al recuerdo de Jesús, es decir, en su presencia viviente entre y en nosotros. Es en estos escritos donde, posiblemente, por vez primera aparece manifiesto el término "Oración de Jesús", así como las expresiones: "llamado" e "invocación a Jesús". También aquí aparece la adición, tan querida por la tradición bizantina, de "ten piedad de mí". En las "Centurias" vemos ya definitivamente formalizado lo que Diadoco de Fótice menciona y Juan Clímaco repite y amplía pero sin explayarse: en el combate espiritual contra la multiplicidad de los pensamientos que nos arrebatan lo esencial de la vida y de nosotros mismos, el combate del que depende la hesequia, se debe tener la Oración de Jesús aunada a la respiración, mientras hacemos de toda nuestra vida una adhesión a esa oración, "Debemos caminar en la invocación constante del Señor Jesús" hecha habitual por la respiración : "al soplo de tu nariz une la sobriedad y el nombre de Jesús". 96

Todo el combate espiritual se resume en las "Centurias" y se consolida en su consejo axial: la interrelación entre la nepsis, la vigilancia, y la invocación del Nombre: 'Todos cuidamos mucho de conservar lo que consideramos como un tesoro valioso. Pues bien, ¿no tenemos nosotros un bien verdaderamente valioso que nos protege de todo mal para nuestro espíritu?: es la vigilancia del espíritu unida a la Oración de Jesús, con una mirada constantemente dirigida hacia las profundidades del corazón y una imperturbable ecuanimidad de espíritu". Así la atención aparece como "la permanente paz del corazón, libre de todo pensamiento dispersante, respirando e invocando en todo momento, continuamente y sin tregua, a Cristo Jesús". "Que la oración a Jesús esté unida a tu respiración y lo obtendrás en no mucho tiempo", es su consejo y aliento final. Cuando el espíritu llega a estar pacificado y unificado por esta práctica -recalquemos que ambos términos se condicionan—, comienza en el corazón un encuentro dialógico con Cristo, con "Cristo nuestra vida", nuestra verdadera y plena vida. La silenciosa quietud deseada y buscada por el Hesicasmo, no es un silencio místico buscado por sí mismo —lo que no es nada despreciable—, sino una escucha ontológica; es un contacto con la dimensión más profunda del hombre y de la vida, allí donde todo es escucha, recepción, allí donde todo se abre para dejar surgir la vida misma en su carácter irradiante. Apertura de escucha que deviene ámbito de encuentro con "la Palabra de Dios viva y permanente". Este ámbito de escucha penetrado por la Palabra no es algo que permanezca ni al que permanecemos exterior al Nombre invocado; la invocación por el contrario nos permite "tener parte en el santo Nombre de Jesús", nos permite participar, tomar parte en su propia vida, vivir desde esa misma vida que nos vivifica: "Bienaventurado aquel que sin cesar pronuncia en su corazón el nombre de Jesús y que, en lo más profundo 97

de su ser está unido a la oración como el cirio lo está a la llama". La obra de la gracia en lo más profundo de su ser, la unificación de todo su ser como gracia, es un pensamiento que acompaña siempre al hesicasta: "La constante oración de Jesús, acompañada de un ardiente deseo a favor de la rigurosa atención, baña la atmósfera del corazón de paz y alegría. La purificación del corazón no tiene otro autor que Jesucristo, el Hijo de Dios él mismo. Es El quien nos dice por boca de los profetas: "Yo soy el que todo lo opera". Terminemos estas citas extraídas de las "Centurias" con una figura del seudo-Hesiquios, quien, por su vuelo poético como por su intimidad con la intimidad cósmica de Jesús, se muestra un fiel plasmador de los orantes del Sinaí: "Cuando fortalecidos con la ayuda de Jesucristo comenzamos a correr en sobriedad de espíritu, una luz se enciende dentro nuestro. Al principio es como una antorcha en nuestra alma; luego crece como un esplendoroso plenilunio que recorre su ruta sobre el cielo del corazón. Finalmente, es como un radiante Sol: Jesús, sol de justicia, se nos revela en la clara luz de la contemplación". Bajo los rayos del "sol de justicia" ni el astro ni la tradición conocieron ocaso y siguieron alumbrando sus corazones y sus escritos con el Nombre y la invocación a Jesús. No nos detendremos más escudriñando estos testimonios escritos; creemos que hemos marcado ya los elementos constitutivos de la metodología que nos ocupa como para pasar a su aspecto más pragmático, más didáctico. Concluyamos este esbozo histórico con una suscinta reseña de la evolución posterior que tomó el itinerario hesicasta. Después de estos primeros siglos que hemos estado viendo, los siglos en que la Iglesia pareció concentrar sus energías en la solidificación de su espiritualidad, la Oración de Jesús es recreada especialmente en los escritos de san Máximo el Con98

fesor y en los himnos de Simeón el Nuevo Teólogo, ambos —como lo estará en adelante toda la teología espiritual—, ampliamente fieles a la sistematización del "monje filósofo", de Evagrio Pon tico. La Oración del Nombre es apenas mentada posteriormente en los otros autores sin que por ello el Nombre deje de resonar en el silencioso manantial de la tradición oral. En el siglo XIV, con la llegada a las soledades del Monte Athos, las soledades bañadas por el mar Egeo, de Gregorio el Sinaíta, el monacato atónita, establecido allí desde hacía ya cinco siglos, conocerá un verdadero renacimiento espiritual fecundado en especial por la Oración de Jesús Nicéforo, un monje que la historia sitúa a mediados del siglo XIV, aparece como el más antiguo testigo del Hesicasmo practicado en el Monte Athos, el Monte Santo. Su tratado "Sobre la Guarda del Corazón", por mucho tiempo atribuido erróneamente a Simeón el Nuevo Teólogo, es el documento más elaborado y sistemático que conocemos sobre el método de la Oración de Jesús, según Jo practicaban los atónitas, habitantes del Monte Athos. La tendencia actual de los monjes que continúan habitando Athos, es la de abandonar el método más elaborado que presentó Nicéforo, —especialmente en sus ejercicios respiratorios-, y retornar al uso más "clásico" y simple del método, en la línea que expondremos en las próximas páginas. En tierras rusas, la Oración de Jesús era ya conocida en el siglo XII, como nos consta por la mención que de ella se hace en la "Vida del Príncipe Nicolás Sviatoslav en Kiev", y, algunos años después, Vladimiro Monómaco, príncipe de esa misma ciudad, que recomienda a sus herederos orar así: "Como tuviste piedad con la pecadora, con el ladrón y el publicano, Señor, ten piedad de nosotros, pecadores"; y, en otra parte, recomienda las mismas palabras pero en su forma singular: "Señor, ten piedad de mí". El auge de la 99

Oración de Jesús en tierras eslavas, será encendido tres siglos después por Nil Sorski, quien después de visitar Constantinopla se dirigió al Monte Athos, donde pasó algunos años, regresó a su suelo ruso, y se tornó un entusiasta difusor de la Oración del Nombre. LA FILOCALIA Y EL RELATO DEL PEREGRINO

En 1782 aparecía en Venecia una obra cuyo largo título comenzaba con la. palabra Filokalia, palabra que será traducida en adelante como "amor al bien" o "amor a la belleza", dado que en griego amor y belleza coinciden también semánticamente. En esta obra se reunían los grandes textos de los Padres orientales, los maestros del mundo bizantino, en los que se hacía referencia a la Oración del Corazón, es decir, la Oración de Jesús, desde el siglo IV hasta el siglo XV. Fueron sus compiladores el Obispo Macario, de Corinto, y el monje Nicodemo de la Santa Montaña. Escrita originariamente en lengua griega, pasó luego a integrar la "Patrología de Migne". El subtítulo que varios comentaristas le dieron a esta obra resume su irradiación: "El Evangelio de la Oración". Algo más de una década después, un padre de la espiritualidad rusa, un staretz, la tradujo al eslavo bajo el nombre de Dobrotoliube, pasando a tener en adelante una influencia directa sobre la espiritualidad monástica y laica del pueblo eslavo. A pesar del lugar medular que la Oración de Jesús ocupa en la espiritualidad bizantina; a pesar de ser como la llaman tantos autores: "el corazón de la ortodoxia", hasta no hace más de una década, en nuestros manuales de espiritualidad latinos apenas si encontrábamos referencias que se ocupen de ella. La obra que más contribuyó a su expansión y popularización entre nosotros, son los testimonios de un folklórico personaje: el peregrino ruso. Este peregrino, más que el autor —que permanece anónimo—, es el protagonista de 100

esta encantadora obra que, bajo el ropaje de un relato popular, esconde un sistemático tratado sobre la Oración del Corazón. Los "Relatos de un Peregrino Ruso" resumen, en la figura de este peregrino, un personaje típico de la Rusia decimonónica, las experiencias vividas por muchos cristianos fervorosos y decididos a llevar una vida de fe que fuera más allá de la observancia exterior de los mandamientos. Nuestro peregrino atraviesa bosques y estepas buscando un staretz, un maestro de la oración que pueda instruirlo sobre la manera de cumplir el precepto bíblico de orar sin cesar, precepto que, como pintan los relatos, distaba mucho de ser una obra reservada a los monjes o a los religiosos. Después de visitar varios sacerdotes, staretz y laicos, finalmente recibe la anhelada instrucción que le permite realizar su deseo, instrucción que, obviamente, es la práctica de la Oración de Jesús. En adelante su peregrinaje llevará la Biblia y la Filocalia en su mochila y en su corazón la incesante invocación del Nombre de Jesús, inseparables compañeros hasta el fin de sus días: "A partir de entonces, comencé a sentir, de vez en cuando, nuevas sensaciones en el corazón y en el espíritu. A veces, aparecían en mi corazón un borboteo, una ligereza, una libertad y una alegría tan grandes, que me trasformaba y me sentía en éxtasis. Sentía un amor ardiente por Jesucristo y por toda la creación divina. Algunas veces, derramaba lágrimas de reconocimiento al Señor que había tenido piedad de mí, pecador endurecido. A veces, mi pobre entendimiento se iluminaba de tal manera que comprendía claramente lo que antes ni siquiera había podido concebir. A veces, el dulce calor de mi corazón se extendía por todo mi ser y sentía con emoción la presencia infinita del Señor. A veces sentía un gozo poderoso y profundo al invocar el nombre de Jesucristo y comprendía lo que significaba su palabra: El Reino de los Cielos está dentro de vosotros".

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VIII. EL MÉTODO

"La desnudez es rostro " E. Levinas

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EL MÉTODO EN LA ORACIÓN La expresión "método de oración" nos aparece, a primera vista, como un elemento ajeno a nuestra tradición cristiana. Tendemos a asociar métodos y técnicas con las religiones orientales, sobre todo las que ya constituyen un elemento familiar en nuestro hemisferio. En realidad, esto no se debe a su ausencia en nuestra rica tradición, sino a la reducción a algunos de ellos, de modo tan excluyente, que los usados terminaron dando la sensación de que más que métodos eran el camino, como puede ocurrir con el vía crucis, el rosario, o los métodos discursivos de oración. Por otra parte, si a primera vista nos sorprende la relación entre los vocablos método y oración, es también por la sana conciencia que tenemos de la gratuidad y la trascendencia de Dios y su obrar en nosotros. A la incandescente luz del Dios altísimo, nos parece fútil y hasta prometeico poner medios humanos para aquello que sólo El nos brinda libre y gratuitamente según su inescrutable arbitrio. En última instancia, sabemos que todo es gracia, todo es la gracia de su misericordia, y esto muy en especial, en los grados más profundos de la contemplación. 105

La gracia tiene insondables caminos, algunos extraordinarios y otros hasta milagrosos, mas su conducta, de ordinario, respeta y se expresa a través de leyes —no menos milagrosasque ella misma ha inscripto en la naturaleza humana, leyes que ella misma ha inscripto como su expresión humana. Lo buscado a través del método, sea éste cual fuera, no es llegar hasta Dios mismo, sino disponerse para su llegada, llegar hasta la dimensión humana que dice relación inmediata y original con su Creador. El viento sopla por todas partes pero sólo el velero que tiene desplegadas sus velas es por él llevado. Los métodos aparecen así como la disposición, el soporte para la acogida del don contemplativo, el instrumento del que no se debe exagerar ni absolutizar su necesidad, pero del que sería un pretendido angelismo querer prescindir. La existencia de métodos, de "instrumentos espirituales", de toda la experiencia acumulada y cristalizada por la tradición, los diferentes caminos y técnicas, todo ello es gracia de Dios, todo ello es el caudal de "talentos" que se nos pide que fructifiquemos. Ante lo decisivo, el hombre no puede dis-poner sino tan s^lo dis-ponerse. Pero el "tan sólo" es el "sí", el amén que el hombre da al don de la gracia. Se trata de que aquello que debe ser hecho por nosotros sea por nosotros hecho para permitir que aquello que debe ser hecho para nosotros pueda ser para nosotros hecho. Todo método espiritual, y nos atreveríamos a decir que este es el parámetro de su discernimiento, debe concluir siempre más allá de sí, debe ser asumido por el Espíritu, guiado por el más allá de sí. Toda técnica, todo esfuerzo humano debe como fundirse en la gracia que lo inspiró, y que lo trasciende. Todo esfuerzo ascético tiene un solo fin: quitar obstáculos, vaciarnos de nosotros mismos, de nuestro ego manipulador, llegar hasta un punto muerto, ese límite más allá del cual ningún hombre puede avanzar en su caminar hacia lo Abso-

luto y, en el corazón del cual, él debe como morir a sí mismo para abrirse a la fuerza de Dios.

Teófano el Recluso expuso con claridad meridiana esta paradojal exigencia de la vida espiritual: "Esfuérzate hasta el agotamiento. Tiende tus fuerzas hasta su máxima tensión, pero sabiendo bien que la obra misma de tu salud debes esperarla sólo del Señor... El Señor desea para nosotros aquello que nos es saludable y está siempre presto a dárnoslo; sólo aguarda a que nosotros estemos listos para recibir sus dones. Es por esto que la pregunta: ¿Cómo salvarme? debe trocarse en otra pregunta. ¿Cómo disponerme para recibir la fuerza de la salvación siempre pronta a descender sobre nosotros? Y he aquí la respuesta: abrirse a la gracia es saberse vacío, sin fuerzas; es saber que sólo el Señor puede, quiere y sabe colmar este vacío". Cuando un mendigo sale a buscar su pan, elige cuidadosamente el lugar donde detener sus pasos, lo escoge según la disposición y la cercanía a la gente que por allí pase. Una vez allí, desnuda su indigencia, extiende su mano y, simple y silenciosamente, espera. Lo esencial del estado de oración es precisamente ese mantenerse allí, lo esencial del método, es conducirnos allí, al lugar de la espera, de la esperanza. Concluyamos con las palabras que Calixto e Ignacio Xanthopoulo nos dicen desde el siglo XIV: "Has de saber, hermano, que todos los métodos, reglas y ejercicios no tienen otro origen ni razón de ser que nuestra impotencia para rogar en nuestro corazón con pureza y sin distracción. Cuando por benevolencia y por gracia de Jesucristo lo conseguimos, abandonamos la pluralidad, la diversidad y la división y nos unimos inmediatamente, por encima de toda discusión, al Uno, al Simple, a Aquél que nos unifica".

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LA INHABITACION DE DIOS

"Por la naturaleza misma -nos dice san Basilio-, poseemos el deseo ardiente del bien... todo aspira hacia Dios". La psiquis misma, según los Padres, está atravesada por esta atracción. "Dios —corrobora san Máximo el Confesor—, ha depositado en nuestro corazón el deseo de El". Todos los grandes maestros de la espiritualidad han dado especial relieve al tema de la presencia de Dios inhabitando en sus criaturas; de ese Dios cuya obra creadora, cuyo crearnos, no fue un hecho pretérito ni finiquitado, sino que es su eterno presente, su Presencia creadora que nos sostiene, su presencia creativa que nos transforma. "El que me .ama será fiel a mi palabra, y mi Padre le amará, iremos a El y habitaremos en El". Trátese del tema de la inhabitación trinitaria, tan cara al evangelista san Juan, trátese de los grandes padres de la espiritualidad griega, de los místicos del Rhin -Taulero, Suso y Eckhart-, trátese de la escuela española —san Juan de la Cruz, Teresa de Avila o Isabel de la Trinidad—, de san Francisco de Sales o Bérulle, por nombrar sólo algunos, nos encontramos una y otra vez ante el mismo tema: el fundamento de cuando existe no es una identidad muerta, sin movimiento ni devenir, sino que es una creatividad viviente, creatividad que se afirma a sí misma venciendo nuestra nada. Y esta afirmación, cuando se da en el hombre, vence nuestro pecado, nuestra nada optada, desde lo más íntimo de nuestro ser. Es el Dios más íntimo a nosotros que nuestra propia intimidad, o, con las exactas palabras de san Agustín: "Deus intimior intimo meo et superior summo me". Consecuentemente se impone, para decirlo con palabras del mismo san Agustín: "rediré ad cor", volver al corazón. Encontrar nuestra más profunda profundidad y allí recibirnos surgiendo constantemente desde el gesto creador del Padre. Allí donde recibiéndonos recibimos su propia revelación, allí donde conociéndonos le conocemos. 108

Aunque nuestra primera asociación simbólica sea espacial, cuando en nuestro contexto empleamos las metáforas profundidad e intimidad, decimos referencia a un concepto más ontológico que espacial. No es un aspecto, no es una parte, sino el hombre todo quien se profundiza, quien se esencializa. El hombre todo quien se personaliza abriéndose creativamente a las realidades cargadas de tal valía, de tal envergadura cualitativa, que no apelan ya a una facultad determinada de la persona, que no apelan a ser asimiladas parcialmente, sino que llaman a una captación, a una acogida que reclaman todo nuestro ser, reclaman todo lo que somos como continente para contenerlas, como lugar para realizarse, para encarnarse. Es por ello que cuando nos abrimos a este llamado somos unificados pues todo nosotros nos comprometemos al unísono en nuestra respuesta y, respondiendo, en esa respuesta se anudan, diríamos, todas nuestras facultades, todo nuestro ser en su sí, en su responder. El acto de conocer muestra así una complejidad proporcional a la riqueza del objeto que tratamos de aprehender. Cuando lo que tratamos de conocer no es un objeto opaco, sino la subjetividad de una presencia, ésta, paradójicamente, sólo puede ser captada dejándonos captar, abriéndonos receptivamente a ella. Dejándonos sobrecoger por ella en una relación de apertura dialogal, Las realidades más significativas no se dejan encuadrar, no se dejan atravesar por esquemas de causa y efecto, no se dejan manipular ni aferrar, sino que tan sólo se dejan abrazar por el movimiento de circularidad, la englobante circularidad de la apelación y la respuesta. La verdad, cuando es sentido «y no mero concepto, se descubre en la inmersión participativa del proceso dialogal, la inmersión en el espacio del encuentro que abre todo diálogo, encuentro que es origen y resultado del nacer de todo sentido. * Buscar lo Absoluto, lo Incondicional, entraña, en los términos personalistas con que acabamos de expresarnos, 109

una adhesión total y totalizadora de nuestro ser, un comulgar de ámbitos personales que alumbran, que crean un nosotros, un entre dialógico y obedencial, un escuchar creador. El surgimiento de este encuentro, su apertura y conservación, es el fenómeno de cercanía y libertad que llamamos intimidad, interioridad, profundidad. El fenómeno que llamamos plásticamente corazón. * Convertirse, en este sentido, no implica una adhesión a una tabla de valores, a una escala axiológica, sino un reconocimiento, un sobre-cogimiento, una aceptación agradecida de una realidad tan personal que nos personaliza, una realidad que por su cualidad, por su densidad ontológica nos transforma, nos acrisola; una realidad tan sobreabundante a nuestra propia medida que no nos queda otra actitud que la simple y agradecida acogida, la simple y por ello difícil apertura al don, a la Gracia. * La hesequia, el reposo, el equilibrio en el movimiento, la encontramos cuando retornamos al corazón, vórtice del flujo y reflujo, altamar y bajamar del océano vital. Pero (y siempre en el hombre hay un lastimero "pero") después de la caída, después de perder la semejanza, lo natural dejó de ser natural para el hombre. De allí que el "retomo al corazón" haya devenido un esfuerzo conciente, una ascesis, para poder retornar a donde más pertenecemos, para rescatarse de la división entre esencia y existencia, entre mente y corazón, dentro y fuera... la división que se plurifica en la dispersión en la que-nos fragmentamos, en la que nos desintegramos. Imagen de la caída vivida como huida, huida de nuestro propio ser, de nuestra propia imagen. "Incluso en esta vida —afirma el seudo Macario—, el cristiano puede saborear la gracia de Dios, la cual es el poder activo del Espíritu manifestado en el corazón del hombre. Los hijos de la luz aprenden, al encontrarse íntimamente con Dios, las leyes del espíritu que la gracia misma escribe en los corazones. El corazón es el

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amo y rey de todos los órganos corporales; una vez que la gracia se apodera de las tierras del corazón, reina sobre todos los demás miembros de ese hombre y sobre todos sus pensamientos. ¡Es ahí, en el corazón, donde nos aguarda la gracia de Dios!". La "gracia de Dios", la "inhabitación trinitaria", la "presencia del Espíritu Santo", el "poder santificador" del Padre y del Hijo, una y otra vez devienen sinónimos en la pluma de los Padres. El Espíritu Santo, tal como fue comprendido por los Padres griegos y los hesicastas, es el poder recreador, el agente dívinizador. Por su morar en el interior del corazón humano, por el hacernos "templos del Espíritu Santo", hace que la presente vida divina en el hombre crezca continuamente. Su obra es revelar y presentificar a Jesucristo, el Logos, en nosotros y en el entramado cósmico. El Padre que nos creó, el mismo que nos salva por medio de Jesús, que nos santifica y diviniza por el Espíritu Santo, es el Dios que, cuando creó al hombre a "imagen y semejanza" suya le "insufló su propio aliento", le comunicó —y nunca cesa de hacerlo— su propia vida.

LA FLEXIBILIDAD OBEDIENCIAL Los pueblos que viven en culturas más orgánicas, más firmes y enraizadas que la nuestra, no experimentan dificultad en comprender la necesidad de prescindir de la actitud utilitaria e impositiva de los proyectos de nuestro ego consciente con el fin de dejar paso al surgimiento interno de la personalidad. El método de la Oración del Corazón, fiel a la sabiduría oriental, no trata de violentar sino de armonizar, de permitir. El junco se mantiene erguido inclinándose cuando el viento sopla. Esta es la imagen de la fortaleza oriental, imagen de la flexibilidad obediencial de una cultura tan lejana a nuestro manipular, a nuestra "voluntad de poder". Esta imagen po111

dría, muy bien, ilustrar el dejar-ser de la dinámica de la Oración de Jesús. "El-entendimiento exige de nosotros, cuando le cerramos todas las salidas por el recuerdo constante de Dios, una actividad que satisfaga su necesidad de acción. Hay que darle para ello el "Señor Jesús" como la única ocupación que responde totalmente a su fin... Ese nombre glorioso, totalmente deseable, fijado en el corazón, ardiente por la memoria del intelecto, hace nacer una disposición para amar en todo tiempo su bondad, sin encontrar impedimentos. He aquí la perla preciosa que se puede comprar vendiendo todos los bienes y cuyo descubrimiento procura una alegría inenarrable". En este fragmento de Diadoco de Fótice, ya parcialmente citado, encontramos plasmado el dinamismo obediencial de la Oración del Corazón: no se trata de violentar ni de imponer, sino de asumir interna y creativamente la actividad propia de la mente, e insertar en su propia corriente una intencionalidad acorde con la meta que nos proponemos abordar y a la que, por otra parte, todo el ser del hombre, incluyendo su mente, está destinado: la unión con Dios inhabitando activamente nuestro corazón. Para enriquecer estos conceptos con una imagen, tomemos la que usa Juan Casiano para plasmar esta idea: "Esta tarea del corazón puede compararse a la muela del molino que gira velozmente a impulso de una rápida corriente. Bajo la acción incesante del agua, no puede estar queda ni dejar de accionar en su labor; sin embargo, está en manos del molinero hacer que molture a su placer el trigo, la cebada o el centeno. Y es cierto que la muela no triturará sino lo que tendrá a bien introducir aquél a quien incumbe este cometido". Así a la muela del molino, a la corriente del pensamiento, se le dará una fórmula que ayude a que se fije en ella el foco de la atención y, a la vez, restrinja siempre los elementos discursivos indisolubles de la actividad imaginativa. El texto del Obispo de Fótice nos sugiere ya la fórmula: "Señor Jesús", el Nombre que como hemos visto fue llamado por la tradición bizantina "Oración de Jesús". 112

LA FORMULA DEL MÉTODO

Con este término, Oración de Jesús, se designa en la tradición meditativa, a toda invocación centrada en el Nombre del Salvador. Esta invocación fue revistiéndose de diversas modalidades, según el Nombre se emplee solo o como parte de la formulación estereotipada por la tradición: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador". Plegaria en la que confluyen dos oraciones tomadas de los Evangelios; la oración de los ciegos que, sentados al borde del camino, en el Evangelio de Mateo gritan a Jesús: "Hijo de David, ten piedad de nosotros", y, la otra, tomada del Evangelio de Lucas, es la humilde y elogiada demanda del publicano que clama desde su indigencia: "Oh Dios, ten piedad de mí, pecador".

En medio de las fluctuaciones que la fórmula fue recibiendo a lo largo de su historia, lo esencial e inmutable fue y sigue siendo el Nombre: Jesús. Concierne a cada uno encontrar su propia formulación, según el momento evolutivo que se esté viviendo, los movimientos que la gracia le inspire o la simplificación que inseparablemente acompaña a todo crecimiento en la vida orante. Los que retoman la libertad original, antes que la fórmula larga sea codificada, concentran su atención sobre el Nombre y abandonan las palabras que lo acompañan, lo que facilita notablemente su inserción en el ritmo respiratorio. El uso del Nombre, desnudo de todo atributo, es una vuelta al sentido prístino de la Oración de Jesús, es decir, la oración monologística. Caliste e Ignacio Xanthopoulo, en sus "Escritos sobre la Hesequia", ilustran sobre lo que tratamos: "Los Padres, seguidamente han añadido y ajustado a las palabras de salutación: 'ten misericordia', a causa, sobre todo, de los que estaban todavía en los comienzos de la virtud, es decir, los principiantes y los imperfectos. 113

Los adelantados y los perfectos, pueden conformarse con la primera fórmula... la sola invocación del Nombre de Jesús, que constituye toda su oración". * La distancia reclama palabras, la comunión regala silencios. Como todo amante, los peregrinos de la oración saben que el tiempo hace vanas las palabras, saben que la cercanía las hace superfluas y que, con el tiempo, el silencio apoyado y surgido de una o dos palabras —el nombre del amado en nuestro tema—, dicen y nombran, todo. Nombrar y callar; callar para nombrar; en esto radica la dialéctica de la comunicación, la razón de la oración. "Que vuestra oración —enseña Evagrio— ignore toda multiplicidad: Una sola palabra bastó, tanto al publicano corno al hijo pródigo, para obtener el perdón de Dios... No busquéis las palabras de vuestra oración1 ¡Cuántas veces los balbuceos simples y hasta monótonos de los niños conmueven a su padre! No os lancéis a largos discursos para no disipar vuestro espíritu en la búsqueda de palabras. Una sola palabra del publicarlo conmovió la misericordia de Dios; una sola palabra llena de fe salvó al ladrón. La multiplicidad en la oración, a menudo llena el espíritu de imágenes y lo disipa, mientras que una sola palabra (monología) tiene por efecto el recogimiento".

IX.

EL ABISMAMIENTO DEL NOMBRE

"Quien piensa lo más hondo, ama lo más vivo" Hólderlin

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DISTRACCIONES Y TENTACIONES

Antes de adentrarnos en los estadios del despliegue de la meditación del Nombre, detengámonos a glosar primero lo primero que nos detendrá: las distracciones. "La oración es el espejo del alma". A este clásico apotegma de Evagrio agregarnos nosotros: las distracciones son el espejo de la psiquis, los fragmentos inconexos de la resquebrajada existencia que llevamos. La incapacidad de concentración, de señorear nuestra propia atención, no es un acontecer, una realidad suscitada o instaurada por el hecho y el momento de meditar, sino la explicitación, la patencia de nuestro estado habitual de vivir. Es el estado que queda expuesto cuando nuestra atención ya no se plurifíca, no se exterioriza a través de nuestros sentidos, sino que se ilumina a sí misma, descubre el caos interior que simienta sus actos y de los cuales —en viciosa circularidad—, este caos es su sedimento, su escombro. 117

Esta incapacidad de concentrarnos, de reposar, ese continuo di-vertirnos en mil pulsiones que nos despotencializan, ese continuo pendular de nuestra mente entre el pasado y el futuro, el recuerdo y el cálculo, es ya el primer fruto de nuestra meditación: el autoconocimiento, la constatación de nuestra alienación existencia!. No fue la enajenación en las cosas, el encontrarnos perdidos entre mil objetos como un objeto más, sino esta fragmentación interior, esta alienación del hombre respecto de sí mismo, respecto a su unidad, al eje que centralice sus actos y sus facultades, lo que desencadenó el proceso de exteriorización y fragmentación en el que nos encontramos arrojados y el cual la meditación constata, nos muestra, nos interpela. El espejo de la oración nos revela que no vivimos solamente separados de nuestro propio fundamento, de nuestro corazón, sino enajenados hasta de nuestra propia vida. Nuestra existencia se desperdiga, se enreda en la maraña de distracciones que no nos permiten vivir a fondo nada de lo que hacemos, no nos dejan encontrar a fondo a nadie con quien nos encontramos. Extranjeros de la esencia y exilados de la existencia, divididos entre el proyecto y la nostalgia, vivimos sumidos, fagocitados por el tráfago de lo superficial, opacados ante la imposibilidad de encontrar sentido y significado, ya que estas cualidades, estas irradiaciones, yacen bajo la costra, bajo el tráfago, bajo la hojarasca de fragmentos en la que nos movemos y realizamos en ese giratorio movernos. Nuestra vida se torna el testimonio de una ausencia, de nuestro estar ausentes del presente, ausentes de la Presencia que ofrece todo presente, ausentes y sordos a la voz que espera ser atendida y respondida en cada instante, en cada encuentro creador que posibilita a cada ahora.

y el poder de renacimiento. La gracia no revolotea sobre lo demoníaco, lo penetra. Cuando comenzamos a sustraernos, a rescatarnos de la fascinación de lo inmediato, de los estímulos exteriores, del vértigo; cuando comenzamos a adentrarnos más allá de la estructura fragmentaria y fragmentadora que habita nuestra mente, comenzamos entonces a arrastrar voces, imágenes, sensaciones más sombrías, más arcaicas, más ónticamente desestructurantes: ya no se trata de distracciones sino de tentaciones. "El pecado y la impudicia tienen el poder de penetrar en el corazón, pero los pensamientos no vienen de afuera sino del interior del corazón", nos instruye el seudo Macario, y Evagrio, con una penetración del inconsciente troquelada en la soledad y el silencio, agrega: "Muchas pasiones están escondidas en nuestra alma y escapan a la atención; cuando sobreviene la tentación, ellas las ponen de manifiesto". Ya no se trata de la relación de nuestra conciencia con los sentidos, ni de nuestra conciencia y los sentimientos, ni de ella consigo misma; se trata de una relación mucho más interior, la oscura relación con un poder que parecería autónomo y que sin embargo nos habita, está en nosotros sin nosotros, pero que disputa el timón de nuestros actos, de nuestra voluntad. Se trata de la estructura desintegrante, demoníaca que nos fractura y cuya operación va quedando manifiesta, expuesta, descubierta por nuestra conciencia a medida que ella se interna en "las cavernas del corazón". Se trata también de núcleos, de nudos traumáticos que al dilatarse el ámbito de nuestra interioridad no encuentran ya recodos donde depositarse, sombras desde donde operar arcana y agazapadamente. *

La vida entera del hombre, y tanto más sus experiencias cruciales, no se llevan a cabo en una esfera donde la energía creadora opere sin contradicción, sino en una esfera donde habitan, lado a lado, el bien y el mal, el poder de destrucción

Frente a este horizonte nocturno, nuestra mentalidad operativa occidental, más proclive al hacer que al ser, más dispuesta a fumigar las hojas que a abonar la raíz, colegiría de esto que debemos cambiar nuestra forma de actuar,

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nuestra forma de comportarnos. El hesicasta, por el contrario, infiere que lo que se debe cambiar, lo que se debe vigilar, no son los efectos sino las causas, los logismoi, los pensamientos en su faz germinal, la causa pulsional de los actos, su idea original, su gestación. La manera "clásica" de este extirpar, de este combate, es la de oponer pensamiento a pensamiento, figuras de carga positiva a figuras de carga negativa, con-versión a la di-versión. Pero este no es el camino transitado por los maestros de la simplificación, los buscadores de lo esencial. Hacer esto, nos dicen, es permanecer a nivel pensante, a nivel de la multiplicidad, agotarse en la conciencia, permanecer a nivel de la forma y no del contenido, de la charca y no del manantial. Para el Hesicasmo —y en especial para la escuela sinaítica—, la pregunta primordial no fue ¿cómo obrar? sino ¿cómo pensar? Es aquí, en la meditación, donde va siendo iluminado el humus donde hunden sus raíces nuestros actos; el combate se lleva a cabo a nivel de sus recónditas motivaciones. Se desarrolla en el corazón de la verdad que es la verdad del corazón. En esta profundidad del combate, más que de resolver se trata de ignorar, más que de discutir se trata de trascender, de adherir nuestra conciencia a una unidad superior capaz de integrar, de cargar también con nuestra sombra. Debemos dejar que simplemente surjan las imágenes, sentimientos y memorias hasta la esfera de nuestra conciencia, hasta su luz, dejarlas surgir sin identificarnos con ellas, ni siquiera en esa taimada dependencia negativa que es el combatirlas, que es el seguir prestándoles un yo al cual adherir. Se trata de una radical desidentificación con todo aquello que no es el núcleo desnudo de nuestra inteligencia en su ir al corazón y su adherir al Nombre, el Nombre redentor que opera, por un misterio de gracia, la transfiguración y la sublimación de nuestro ser total, incluso de nuestra negatividad esencial. 120

El poder de nuestras sombras es permanecer sombras, no se trata de dialogar con ellas sino de exponerlas a la luz, no se trata de detenernos, de demorarnos en arrancar las cizañas sino de exponer su raíz a la luz, la luz del Nombre, del Nombre sanante y santificante. Cerremos esta reflexión sobre las distracciones con otro enjundioso consejo del seudo Macario: "La gracia, una vez que se ha apoderado de los prados del corazón, reina sobre todos los miembros y todos los pensamientos, pues allí residen todos los pensamientos del alma, su espíritu y su esperanza y, a través de él, la gracia pasa a todos los miembros del cuerpo". Pertenece al despliegue progresivo de la meditación, a su crecimiento, intencionalizarse en un movimiento que va de fuera hacia dentro, de la superficie de la clausura mental, a la dilatación de lo profundo, y, simultáneamente, pasar de una actividad múltiple y operativa a una tesitura simple y receptiva. Pasar de un manipular a un habitar. La experiencia de la Oración de Jesús, fue delimitando diversos grados de oración de acuerdo al lugar donde ella es pronunciada: los labios, la inteligencia o, finalmente, su meta: la apertura cordial.

EL NOMBRE EN LOS LABIOS

En el inicio son los labios de neófito los que recitan el Nombre de Jesús, lo repiten a media voz mientras la inteligencia suele seguir divagando en sus propios dédalos, incluso la esfera del corazón puede manifestar deseos ajenos y contradictorios con el mismo Jesús que los labios invocan. "Si vosotros os mantenéis, una mañana de invierno, en un lugar expuesto y miráis'hacia el oriente, la parte delantera de vuestro cuerpo será calentada por el sol, mientras vuestra espalda no recibirá ningún calor, ya que el sol no cae a plomo. Igualmente, aquellos que están todavía al comienzo de la obra del Espíritu 121

sólo tienen el corazón parcialmente calentado por la Gracia. Es por ello que mientras el intelecto comienza a producir el fruto de los pensamientos espirituales, las partes visibles del corazón continúan pensando según la carne, ya que los miembros del corazón no están todavía totalmente iluminados por la luz de la Gracia, en lo íntimo y sensiblemente. He aquí por qué el alma concibe, al mismo tiempo, pensamientos buenos y pensamientos malos tal como el individuo de mi comparación experimenta, al mismo tiempo, el flagelo del frío y la caricia del calor", nos ilustra Diadoco de Fótice. Lo esencial, no obstante esta fluctuación, es perseverar profiriendo su Nombre, con el deseo de ir abriéndonos a la gracia que nos va configurando con él, que nos va unificando en él. "El mejor de nuestros actos, la más alta de nuestras obras -nos dice el seudo Macario-, es la perseverancia en la oración". Como todo árbol madura distintamente sus frutos según el clima lo abrigue o lo fustigue, de igual manera los frutos de la meditación difieren según la facultad en que ella es asumida. "El primer grado de oración —nos asegura Juan Clímaco—, consiste en arrojar, mediante un pensamiento o una palabra, simple y fija (monológicamente), las sugestiones en el momento mismo en que aparecen... Trabajad pues, para elevar vuestro pensamiento, o mejor, para recluirlo en las palabras de vuestra oración; si la debilidad de la infancia la hace caer, levantadlo nuevamente. Pues el espíritu es inestable por naturaleza, pero Aquél que puede sostenerlo todo, puede, también, fijar el espíritu". Este primer estadio, el verbal, nos ayuda especialmente a liberarnos de la inestabilidad de nuestros pensamientos, de la caótica irrupción de fantasías y recuerdos, de la incesante fluctuación de nuestra atención. A través de perseverar, de repetir el Nombre con nuestros labios, a través de fijar la atención en este único foco atencio-

nal, la inteligencia, atraída por el campo de gravitación del Nombre, comienza a adherirse a esta singular dirección, comienza a singularizarse, a interiorizar su actividad atencional conduciendo el Nombre a través de la respiración. Como un pájaro surca el cielo sin oscurecer el sol, ahora las imágenes atraviesan la periferia de la atención sin lograr distraerla, pulverizarla. Si la atención queda momentáneamente absorbida por el decurrir horizontal de la mente, por alguna distracción del mercado de nuestra mente, el hesicasta, sin respuesta ni violencia, con hesequia es decir con serenidad, retoma el ritmo manso y melodioso de la repetición del Nombre hasta recuperar su referibilidad cardial, su itinerario al corazón, su catábasis. EL NOMBRE EN LA INTELIGENCIA En el segundo estadio, en el paso siguiente, los labios permanecen sellados. La inteligencia, experimentada en la cabeza, es la que se ocupa ahora de la invocación. La oración deviene atención de la inteligencia al Nombre. Obviamente no estamos hablando de una atención reflexiva, discursiva, sobre las asociaciones o conclusiones que pueda suscitarnos el Nombre por muy edificantes que ellas puedan sernos, por el contrario el Nombre debe rodearse de una epogé, de una suspensión del movimiento discursivo, debe rodearse, protegerse, más bien, de un ámbito de silencio interior que dé lugar a que el Nombre de Jesús, su icono verbal, libere su fiesta de sentidos, su polisemia significativa, su sentido más musical que verbal. Su Nombre es sin duda el significante más imponderable que conocemos, pero un significante que aquí no debe ser objeto de distinciones racionales sino de aprehensión global, de recepción oyente. La inteligencia se limita a contemplarlo, a recibirlo, a como mecerlo en la circunvalación respiratoria. En esta nueva modalidad captátiva, esta captación captada, la conciencia comienza a manifestar el nuevo modo

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de experimentar y experimentarse, modalidad más incondicionada, más gestáltica, más receptiva, más escucha. La repetición no debe confundirse ahora con la pronunciación de la que hablábamos en el primer nivel, el de la pronunciación labial. Antes la decíamos, ahora se dice en nosotros, deviene como una segunda naturaleza, como el aria de nuestro hálito. La repetición, como todo lo esencial, deviene ahora algo más para ser escuchado que pronunciado, algo más para ser que para hacer.

En esta lenta y penetrante repetición, en el maridaje de la melopea del Nombre con la respiración, nuestra congénita agitación psicosomática se irá calmando, apaciguando, iremos distendiéndonos, desanudando la tensión que nos contrae y nos bloquea. Esta penetración-interior, esta brecha a través de la opacidad de noche y desierto que llevamos dentro, esta experiencia de ir dejando atrás la cotidianidad de lo sensible, de ir desvinculándonos de nuestro yo adaptado funcionalmente, de nuestros roles, de todo lo asible y controlable, esta desistalación de la seguridad de movernos dentro del encuadre tiempo-espacio fáctico, este no poder manipular ni forzar, es una de las ascesis más radicales y exigentes que se puede pensar, especialmente para nosotros, hombres de un siglo transido por la "voluntad de poder". Es el arte, el difícil arte ascético que la espiritualidad flamenca del siglo XIV denominó Gelassenheit, el abandono, el desapego disponible, la desapropiación. El difícil arte que podríamos resumir como un actuar sin intervenir, un dejar-ser-conductor. Un dejar ser interior que permite el surgimiento, la irradiación del profundo dinamismo de actualización personal y relacional. No faltarán voces e imágenes que pueblen, como espejismos, la aridez del desierto interior que todo hombre debe 124

I

atravesar. No faltarán voces que nos reclamen como otrora a Ulises, imágenes que nos muestren reflejos complacientes como otrora a Narciso... "Si queremos descubrir y conocer la verdad sin riesgo de error, busquemos sólo la operación del corazón, sin imagen ni figura; sin reflejar en nuestra imaginación ni forma ni impresión de las cosas, incluso las consideradas santas; pues el error, sobre todo al principio, tiene la costumbre de burlar el espíritu de los menos experimentados mediante esos fantasmas engañosos. Esforcémonos por tener activa en nuestro corazón solamente la operación de la oración, que da calor, alegra el espíritu y consume el alma en un amor indecible por Dios y los hombres". Estos consejos de Gregorio el Sinaíta quedan compendiados en un apotegma de Evagrio: "Pugna para que tu espíritu durante la oración sea sordo y mudo, entonces conocerás la oración" y, San Gregorio de Nisa agrega taxativamente: "Aquí ver es no ver". No sólo las imágenes terrestres deben ser dejadas de lado, también las "celestes": dulzuras, consuelos, visiones, luces... efectos, generalmente, de nuestra psiquis resquebrajada, subproductos de la distensión que libera núcleos ocultos, repercusiones afectivas, efectos de nuestra impaciencia o de nuestra huida ante la interpelación de la desnudez que nos va exponiendo. Sucedáneos de la fuente que nos espera allende la travesía por el desierto, la única que calmará nuestra sed esencial. "Cuando ores —nos repite Evagrio—, no representes en ti ninguna imagen de lo divino, ni permitas que en tu espíritu se imprima ninguna forma, ve inmaterial hacia lo inmaterial", pasa, traduciríamos hoy, de una aprehensión sensorialobjetiva a una captación suprasensorial-inobjetiva, deja las formas para que aparezca el sentido. Repitamos una vez más que, ante estas imágenes o voces, luces o sombras, irrupciones de hilaridad o miedos, no se trata de luchar sino de ignorar, no se trata de que no aparezcan o no atraviesen la periferia de nuestra atención, sino 125

de no adherirse a ellos ni identificarse con ellos. Se trata de dejarlas pasar como pasan por las ventanillas de un tren los pueblitos que, lindos o feos, son camino y no aún la meta. Aquí aprender es desprenderse. EL NOMBRE EN EL CORAZÓN "Cuando el sol se eleva las estrellas se ponen; los pensamientos se retiran cuando el intelecto recupera su reino natural". Con esta cita de Elias el Ecdicos abordamos el último enclave, llegamos donde ya no es lugar sino espacio, espacio original y originante, plus cualitativo, gracia. Espacio que no es una región sino una aparición, una apertura, epifanía de una luz que abre lugar, dona casa en medio de una densidad de noche, de caída humana. Es el misterio de redención que se ilumina, que manifiesta el lugar de la nueva luz, el nacimiento de la nueva alba, el nacer del nuevo ser. "El que verdaderamente posee la palabra de Jesús, puede también escuchar su silencio, a fin de ser perfecto. De esta manera, según lo que habla, obra; y por lo que calla es conocido" (Ignacio de Antioquía). Nunca el lenguaje cumple mejor su función que cuando calla, cuando se oculta, en cierto modo, ante lo dicho ¡cuando mejor comprendo lo que el otro me dice es precisamente cuando soy "todo oídos", cuando se desvanecen, por así decir, los sonidos de la voz del otro y hasta las palabras que pronuncia para dejar desnudo, para des-cubrir lo que el otro trata de revelar: a sí mismo. "Oh Tú, más allá de todo, ¿cómo llamarte con otro nombre?, ¿qué himno cantarte? Ninguna palabra te expresa, ¿qué espíritu puede abarcarte? Ninguna inteligencia te concibe 126

Sólo tú eres inefable; todo lo que se dice ha salido de ti Sólo tú eres incognoscible; todo lo que se piensa ha salido de ti. Todos los seres te celebran, los que hablan y los que son mudos. Todos los seres te rinden homenaje, los que piensan como los que no piensan. El deseo universal, el gemido de todos aspira hacia ti. Todo lo que existe te reza y hacia ti todo ser que sabe leer tu universo hace subir un himno de silencio". (Gregorio Nacianceno) Aquí el decirse del Nombre calla su decir, no por decisión nuestra sino por obediencia, el Nombre deja su decirse para comenzar su mostrarse,' su manifestarse. Los labios sellados, la inteligencia ya no nombra, descansa en el reposo de permanecer en lo propio, descansa en "serenidad de extrema tensión", según el aserto de Macario el Grande. Como un pájaro que llegando a las alturas se desliza mansamente en su vuelo sin agitar ya sus alas, sino sólo de tanto en tanto, sólo para mantenerse en las alturas retoma un suave aleteo, así la melopeya del Nombre se distancia cada vez más, se repite sólo cuando es necesario para mantener las alturas de lo profundo, el reposo en el valle sin vallas del corazón. El gran dintel que señala el avance hacia una nueva cualidad del ser cristiano, un cristianismo dinámico, se sitúa en el momento en que se descubre, con una conciencia siempre nueva, que el poder santificador de Dios, el Espíritu Santo, habita y se expresa dentro de uno y no sólo fuera. Esta es la meta del hesicasta, no el silencio místico apersonal, sino el oído cardial dilatándose ante la "Palabra viva y permanente", ante el "Maestro interior" que escuchaba San Agustín. Ahora el Nombre calla, el nombrado habla, nos nombra, deletrea nuestro nombre más profundo, nuestra misión más lejana. 127

Aquí la clásica- definición de la oración como "la elevación de la mente y el corazón hacia Dios", se esencializa en unificación de la mente y el corazón en Dios. La unidad del ser deviene templo de Dios, del Espíritu Santo que con su presencia nos unifica, nos reúne. Templo en el que se cumple su promesa, la promesa de su Presencia. En estos momentos privilegiados, en estos instantes de unificación, de confluencia de nuestro ser, el tiempo cronológico, la temporalidad homogénea y lineal se abre a lo interno y frontal de ella misma, se abre al fondo de eternidad que la fundamenta, el fondo de eternidad que hace de cada ahora un posible siempre, que le da a cada instante la posibilidad de optar por lo eterno. El fondo que ahora la desborda, dilatando estos instantes en estado, estado orante, corazón abierto. El manojo psíquico que antes nos disgregaba pulsando cada uno hacia una dirección contraria, comienza a encontrar ahora su verdadero eje. La inteligencia halla aquí su objeto inobjetivable, liberándose del lastre seductor y reductor de la objetivación, de la falsa seguridad de lo objetivado y manipulado; la sincronía lineal de los pensamientostos se radia ahora en celebratoria diacronía, en capacidad de relacionar la parte con el todo, el todo en la parte. Su lógica de férrea firmeza se ductiliza, se dilata en intuición captadora de sentido, oyente de contenidos. La imaginación, antes resquebrajada en estériles fantasías, encuentra ahora su suelo nutricio, el verdadero humus de la génesis creadora, encuentra ahora el surgente de lo imaginario, allí donde el lenguaje es sim-bólico y no ya dia-bólico, congrega y no disgrega. Nuestro lenguaje ya no traducirá el código de la realidad 128

clasificable en etiquetas sonoras y externas a lo nombrado, ya no será informática de datos o clisés de relaciones mecanizadas, sino que devendrá la expresión de la vida expresándose en nuestro decir, realización expresiva de la existencia, palabras portadoras del ser, palabras seminales, engendrantes de vida, palabras de orientación... verbum salutis. Es, en fin, como si todas las facultades, en jerárquico y orgánico encastre, consurgieran ahora consustancialmente aunadas en tomo a su nuevo centro, en torno al "corazón del corazón" del que ahora, nuestro yo-operativo, nuestro ego funcional, nuestro "racionalismo", deviene un satélite más en torno al corazón vivo y expresivo que orienta e impulsa ahora todo nuestro ser. Todo nosotros, cuerpo, ahna, sentimientos, voluntad y conocimiento, todo el hombre recupera su integralidad, la armonía de un cuerpo que se torna fiel gesto del espíritu. Es ahora cuando la vida espiritual se vivifica en vivir en el Espíritu, en y desde el Espíritu que llegando a nosotros nos saca de nosotros, nos trasciende. No es ya como si lo espiritual fuese un ámbito delimitado y disponible tan solo en los momentos sacros, sino como la recobrada unidad radiante donde todo se re-une sobrepasándose, trascendiéndose, incondicionando la dimensión de todos nuestros actos, dilatando la gracia personal —kharis—, en gracia eclesial —kharísma—, trasformando nuestra acción en don-ación, en actos que son don, don de nuestro ser, expresión del Soplo que recorre nuestro aliento, Soplo que todo lo vivifica a través del Logos que todo lo armoniza. Esta es la meta, la meta alcanzada pero nunca agotada.: la vida nueva surgiendo de la unidad extática del corazón cuntiente. En la oración, cuando es cristiana, el gesto estrictamente solitario es absolutamente imposible. Toda oración, toda 129

comunicación, incluso la más solitaria, es una y universal, es realizada en la unidad y catolicidad de la Iglesia que la gesta y la cobija. "El que en el corazón del desierto celebra completamente solo, es una samblea numerosa", decía San Efrén. San Doroteo, uno de los primeros Padres, labró una imagen que devino clásica: la metáfora de la rueda. Cuanto más se acercan los rayos al centro más se aproximan entre sí. Cuando más nos acercamos al Padre más nos hermanamos con nuestros semejantes. Es en la misma medida en que encontrados nuestro corazón que encontramos el corazón de los hombres. La distancia que nos separa de nuestro propio corazón es la separación que nos distancia de cada hombre. Es ahora cuando el itinerario de la con-centración realiza la des-centración de nosotros sobre nosotros mismos, de nosotros sobre nuestra falsa identidad, sobre nuestro ego. Descentración que nos permite dis-ponernos a la escucha y responder al llamado de los demás, al prójimo y su necesidad. Es ahora cuando el corazón, nuestra mayor intimidad, extiende su alcance hasta lo más lejano, hasta lo más distante, y de tal manera que ya no es propio hablar de un dentro y un fuera. En el corazón todo, en su eclosionar celebratorio, se alumbra "el altar de la reconciliación", el ara que San Efrén nos dice que vive en nuestro corazón. El corazón deviene acogimiento y recogimiento de todo aquello que nos toca, que nos atañe, que nos interpela en tanto hombres peregrinos del tiempo, lectores de la historia. El corazón deviene así templo de intercesión, espacio de acogida, herida solidaria en solitaria oración; la vida toda se interioriza, se presencializa en nosotros en la Presencia que en nosotros late, nos desborda enviándonos a esa misma historia en el flujo y reflujo de nuestro más profundo dinamismo, nuestro eros, nuestro deseo, nuestra voluntad. Toda nuestra dinámica trascendente se tras-asciende abriendo a la pericoresis, al movimiento trinitario, "la danza de la Trinidad" en la que "nos movemos, vivimos y existimos". ¡Desmesura humana 130

que por la inmensurable misericordia de Dios es medida humana! Ahora, en los intersticios de nuestro latir, el Espíritu Santo canta su aria: "¡Abba, Padre!", la voz de la esencia orante del ser, la voz para la cual todo hombre fue creado, la voz de la oración que todo hombre desea encontrar, la voz que el Espíritu busca en todo hombre susurrar. La voz que profiriendo en nosotros "Abba" nos genera consustanciales a todos los hombres, "miembros los unos de los otros", "hijos en el Hijo", hermanos en la alabanza. "Sursum corda", "levantemos el corazón" nos invita el prefacio de cada Misa, ahora, profusa y profundamente, nuestra voz cardial, nuestro arcano murmullo encuentra y reconoce plenamente su expansión, su copioso cauce en la circunvalación infinita de la celebración litúrgica, encuentra y realiza que ambas, la liturgia del corazón orante y la liturgia exterior, se copertenecen, se llaman como un yo llama a un tú, se atraen como la alegría atrae la fiesta y la fiesta la alegría, como los ríos llaman al mar y el mar a los ríos. La voz sin tregua del secreto del corazón y la expresión pública del co-azón de la Iglesia hacia y en su Creador se aunan en el Espacio Pascual, en el pecho abierto del Hijo del que nunca cesan de manar las aguas salvíficas, las aguas que en su plena y bajamar bañan y fecundan desde entonces y hacia siempre la creación entera. "Fuente y cumbre de toda vida cristiana", de toda vida real, en cada Eucaristía la "liturgia de la Palabra" se "encarna" y realiza en la "liturgia de la Eucaristía", analógicamente, la oración nuestra de cada uno, la nota singular e irrepetible que el Espíritu tañe en cada corazón, encuentra su plena tonalidad en la sinfonía litúrgica, el coral cósmico en que cada voz se afína y educa, se acrisola y entona, en el pedagógico pentagrama celebratorio donde lo individual se expande y personaliza en lo comunitario, en el sacramento 131

de la comunión donde lo comunitario eclesial se expande en lo universal, se catoliza en lo misional. Así como toda nuestra vida, sus trabajos y sus juegos, sus luces y sus sombras, se interiorizan e integran, se esencializan y trascienden en lo profundo del corazón, así también el corazón se rebasa, se eleva y trasciende hacia, en y desde la celebración litúrgica. Nuestro corazón reconoce en ella su propio espacio, su propia objetividad, una objetividad no objetivada sino viva y latiente, pedagoga y celebratoria, nuestro corazón encuentra en ella su propio movimiento realizado y realizándose, el movimiento crístico sacrificial, su acontecer pascual rememorado y presente: la ofrenda de la vida al Padre, en Cristo, "por él, con él y en él", para volver a recibirla trasfigurada, cristificada en el único sacrificio oblativo de Cristo, su misterio pascual, su presencia espiritual. La Liturgia halla, a su vez, espacio en el corazón orante, el corazón abierto y dilatado, acogedor y oyente, donde la Palabra proclamada resuena e informa, donde el Pan transustanciado se "encarna", donde el Pan de h Palabra y el Pan eucarístico se ofrecen como "pan de vida y bebida de salvación" para "manifestarse en nuestra carne mortal" y transfigurarnos en carne y sangre para servir y alimentar, para hacernos ofertorio hacia el hambre y la sed que resquebraja la garganta y el corazón de tantos hermanos en el sequedal de cemento y neón por el que peregrinamos, ofertorios hacia el día en que todos los hombres, en "un solo rebaño y un solo Pastor" partamos juntos el pan en el banquete donde nace y se alimenta la Nueva Creación, la creación transfigurada en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, el Cristo que en nuestro corazón late cuando latimos en cada Eucaristía, la Eucaristía que celebra el corazón mismo de la "Santa, Una y Apostólica Iglesia", la Iglesia que "hace la Eucaristía así como la Eucaristía construye la Iglesia" cuando con los ángeles 132

"...también nosotros y, por nuestra voz, todas las creaturas que están bajo el cielo, celebramos alegremente tu nombre, cantando: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del Universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo".

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APÉNDICE PRACTICO

"Si no esperas, no hallarás lo inesperado" Heráclito

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"Retírate a tu celda, cierra la puerta tras de ti, siéntate en un rincón y haz lo que yo te voy a decir: concentra tu espíritu y hazle seguir el camino que recorre tu respiración hasta llegar al corazón; constríñele a descender hasta tu corazón con el aire que respiras". (Gregorio el Sinaíta). "Repite incesantemente la oración al Nombre de Jesús. Al principio la atención seguirá ajena a ello, pero, poco a poco, la inteligencia prestará oídos a estas palabras y la atención, finalmente, se fijará a ella y, enseguida, la oración se introducirá ella misma, sin esfuerzo alguno de tu parte, en su propio santuario". (Nicéforo el Hesicasta) "Si ves pensamientos surgiendo y acosándote no les prestes atención, incluso si ellos no son malos. Manten la mente firme en el corazón, llama al Señor Jesús y pronto barrerás los pensamientos". "Si te vienen otros pensamientos no les prestes atención aunque fueran simples y. buenos y no precisamente malos o impuros... encerrando tu inteligencia dentro de tu corazón y perseverando pacientemente en tus clamores al Señor Jesús, romperás y aniquilarás rápidamente 137

esos pensamientos por los golpes invisibles que le asesta el Nombre divino... Ten cuidado de no cambiar de postura por mera indigencia, porque los árboles trasplantados a menudo no echan raíz". (Gregorio el Sinaíta) Este florilegio extraído de la Filocalia, condensa todo lo que hemos estado diciendo y repitiendo. Las técnicas coinciden y difieren entre ellas, pero lo esencial: la invocación del Nombre de Jesús, en el lugar del corazón, con la ayuda dé la respiración, unifican lo que los detalles parecerían separar. A guisa de conclusión trataremos de puntualizar, más metódicamente, los principales pasos del método de la Oración de Jesús, según los escritos de la tradición y el testimo-" nio de aquellos que la practican hoy y con quienes hemos tenido el privilegio de hablar y compartir experiencias.

1. Al comienzo, especialmente, será bueno y conducente tener un horario fijo y perseverar regularmente en ese tiempo y en un lugar estable. El lugar, más bien penumbroso, debe ser tranquilo, silencioso y donde tengamos la plena seguridad que no seremos interrumpidos durante el tiempo de la meditación. Sentarse con la espalda derecha, cuello y cabeza en línea con la columna vertebral para permitir el fluir libre de la respiración y para ayudar la concentración atencional. Firme pero sin tensión: ."Has de ser como una cuerda de violín afinada en su nota exacta; el cuerpo derecho, las espaldas erguidas, el cuello cómodo... todos los músculos orientados hacia el corazón". (Teófano el Recluso) Una variante es sentarse con la cabeza inclinada, el mentón apoyado sobre el pecho, la mirada interior puesta en el corazón. Esta posición demarca más claramente la circularidad respiratoria que circunvala la mente con el corazón. 138

Observar, con la atención, los párpados, sentir si tenemos alguna tensión allí concentrada, en los músculos faciales o en la mandíbula. Seguidamente observar los hombros, sentir si sostienen tensiones; recorrer con la atención el resto del cuerpo aflojando cualquier tensión que encontremos. Localizarla y soltarla sin perder la firmeza de la posición corporal. 3.

Invocar mentalmente la presencia del Espíritu sin el cual no podremos decir Jesús más que con labios de carne. "Si quieres orar necesitas de Dios, que es quien da la oración a aquel que ora". (Evagrio) Poner la atención sobre el ritmo respiratorio, verle fluir, entrar y salir de nuestro interior. Seguirlo en su fluir con nuestra atención, sin detenerlo ni esforzarlo. Ver como enlaza con su recorrido el corazón con las fosas nasales; llevar y traer la vida, renovarnos. Nuestro cuerpo se irá serenando a medida que la respiración se vaya calmando, nuestros pensamientos seguirán la calma del cuerpo y esta misma calma irá apaciguando el fluir de la respiración. Nada debe ser forzado. Todo debe ser más recibido que logrado. Forzar o controlar es seguir a nivel del yo-operativo, a nivel de la manipulación. Esto es lo opuesto a la meta: liberar la intencionalidad espontánea del espíritu; escuchar más que decir. 4.

Una vez localizado el ritmo respiratorio y unida la atención a él, como interior a él, diríamos, comienza entonces la repetición del Nombre. Cuando la respiración está medianamente calma, introducir en ella la fórmula de la Oración de Jesús para que se deslice con y en ella hasta el corazón. 139

Si utilizamos la fórmula larga, conforme aspiramos decimos mentalmente: "Señor Jesucristo", conforme exhalamos agregamos: "Hijo de Dios". Aspiramos nuevamente diciendo: "Ten piedad de mí" y volvemos a exhalar con la palabra: "Pecador". Así vamos repitiendo el proceso durante el tiempo fijado. En caso que utilicemos de entrada, o posteriormente, la fórmula simplificada, y por nosotros aconsejada, .inhalamos en silencio, simplemente siguiendo con la atención el recorrido desnudo de la respiración y, mientras exhalamos, decimos "Jesús". Rítmicamente, sin prisa ni brusquedad, repetimos el Nombre durante el tiempo de meditación. Si descubrimos nuestra atención extraviada tras algún pensamiento volvemos a fijarla en el ritmo respiratorio y retomamos la repetición del Nombre. Si es necesario, para concentrarnos nuevamente, repetimos el Nombre, interior, pero más fuertemente hasta que la atención vuelva a fijarse en él. Cuantas veces nos apartemos del Nombre, volvemos simplemente a la repetición, sin forzar ni dialogar con las distracciones. 5.

Después de un tiempo de meditación, la respiración diviene casi imperceptible, la oración emparentada con el latido del corazón o en completo silencio. El Nombre mismo parece esfumarse... Debemos callar y quedar mansamente en la Presencia. Se borra el Nombre y descubre al Nombrado. Cuando este reposar silencioso comienza a ser invadido por distracciones, volvemos a repetir el Nombre. Cuando vuelve la calma volvamos al silencio, a la serenidad. Estos pasos no son necesariamente continuos, ni se dan siempre todos ellos en un mismo período, en un mismo día, de meditación. Al principio acaso debamos pasar varios días en los primeros pasos, tomando conocimiento del ritmo 140

respiratorio, acostumbrándonos a fyar la atención y no divagar de pensamiento en pensamiento o en descubrir nuestra geografía interior. Del mismo modo, en su faz positiva, una vez que el método se va haciendo familiar en nosotros, nos va habitando, todo se simplifica y se realiza como por sí mismo, como que el método mismo se dijese en nosotros y bastase nuestro simple consentir. La repetición, durante todo el tiempo, no debe confundirse con la pronunciación. La diferencia es difícil de .explicar: la primera se dice, la segunda la decimos, seguimos presentes y operantes en ella, no nos hemos aún vaciado, no hemos dado lugar. La repetición se tornará, con el tiempo y la gracia, con la gracia del tiempo, en una segunda naturaleza. Por esto, repetimos, la meditación es más un llegar a escuchar que un llegar a decir. 6. Una vez concluido el período de meditación —que como regla general podríamos decir que al principio deberían ser dos bloques, mañana y noche, de veinte minutos cada uno— poner la atención en el ritmo respiratorio e ir desandando el camino: corazón, respiración, conciencia del cuerpo, abrir los ojos. Abrimos los ojos pero sin levantarnos bruscamente, sino saliendo, más bien, como quien sale a la superficie desde la hondura del mar, más surgiendo que saltando. 7. Fuera de los períodos de meditación explícita, es conveniente tratar que la Oración de Jesús vaya, progresivamente, continuándose a través de todo el día. Aquí es cuando debemos tomar la repetición más verbal que mental, o una sincronización más formal con nuestra respiración o con nuestros movimientos... Hasta el momento, o a vece los momentos. 141

en que pluga a Dios abrirnos el corazón y dejar que la oración continúe viva en nuestra vida, hasta que ya no seamos hombres de oración sino oración hecha hombre. 8Es muy conveniente, aunque no imprescindible, practicar la oración de Jesús bajo la guía de alguien que ya esté experimentado en su práctica; alguien que ya haya recorrido el camino que nos aprontamos a recorrer y pueda hablarnos de él, evitarnos errores o desvíos, y exhortarnos a la perseverancia en el peregrinaje hacia el corazón. No obstante este consejo, repitamos lo más esencial: nadie puede rezar por uno, ni nadie ni nada: a nadar, se aprende en el agua. * "Ten siempre un ánimo viril y tendrá? a Dios por maestro de tu oración. Nadie puede aprender con palabras a ver, porque esta es cosa que se hace naturalmente y no se aprende fuera del mirar. De la misma manera, no podemos captar la hermosura de la oración a través de la enseñanza de otra persona, porque ella tiene en sí misma a Dios por maestro. Él es quien enseña al hombre la sabiduría y quien da la oración a aquel que ora". '(Evagrio Pon tico).

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

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ÍNDICE I. Introducción II. Sendas del sendero Yoga Budismo Judaismo Sufis

7 19 24 26 28 29

III. Trasfondo teológico La oración constante La hesequia El kairos del tiempo La nepsis Integración

33 39 39 40 42 43

IV. El nombre El nombre entre los hebreos La revelación del nombre

47 52 54

V. La plenitud del nombre

59

VI. El corazón El soplo de Dios El corazón humano Doblez de corazón

67 69 72 73

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Un corazón nuevo Un corazón que escucha El Nuevo Testamento La tradición Un corazón resquebrajado La atención El hombre corazón

75 76 77 79 80 81 82

VII. La cristalización del método El poder del nombre Las oraciones jaculatorias El nombre como jaculatoria La oración de Jesús La Filokalia y el relato del peregrino VIII. El método El método en la oración La inhabitación de Dios La flexibilidad obediencial La fórmula del método IX. El abismamiento del nombre Distracciones y tentaciones El nombre en los labios El nombre en la inteligencia El nombre en el corazón X. Apéndice práctico Bibliografía consultada

:

85 87 89 93 96 100 103 105 108 111 113 115 117 121 123 126 135 143

Se terminó de imprimir en Talleres Gráficos SEGUNDA EDICIÓN, calle Gral. Fructuoso Rivera 1066, Buenos Aires, Rep. Argentina, en el mes de octubre de 1990.

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