Mision Comp Art Ida Guatemala Def 280206

  • November 2019
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INTRODUCCIÓN Con el fin de continuar la reflexión sobre la Misión Compartida como nuestro modo normal de misión y así dar respuesta a lo que el XXIII Capítulo General (PQTV 66.2) propuso a la Congregación en esta línea, ofrecemos el resultado del Taller que, para reflexionar sobre este tema, fue convocado por la Prefectura General de Apostolado en Guatemala en octubre de 2005. Consideramos este documento como un paso más en el camino que, desde la fundación, nuestra Congregación ha seguido en fidelidad a la herencia de nuestro Padre Fundador, que nos estimuló desde su convicción de hacer con otros a ser activos colaboradores en la vida y misión de la Iglesia. Para llevar a cabo esta tarea, hemos contado con los trabajos previos de cada uno de los participantes en el Taller y con las aportaciones y reflexiones de otras personas acerca de lo que implica la misión compartida. Hemos analizado la realidad que más nos interpela en este mundo globalizadoamenazado y la situación de la Iglesia y la Congregación, especialmente en lo que se refiere a la misión compartida, procurando escuchar los signos de los tiempos y lugares. Hemos constatado que la misión compartida tiene aspectos de alcance antropológico y que debe estar fundada en un modelo teológico de comunión que encuentra en la Trinidad su fuente primigenia. Han sido inspiradores también la memoria de Claret y su proyecto evangelizador en misión compartida para el servicio misionero de la Palabra. La misión compartida es inseparable de una espiritualidad que se fundamenta en la comunión, reciprocidad, comunicación y confianza, al estilo de la comunidad de Jesús con sus discípulos. Con la imagen de Pueblo de Dios al servicio del Reino, se ensancha el alcance de la misión compartida; por ello proponemos diversos ámbitos en los que este modo de vida y misión se puede llevar a cabo hoy, abarcando desde lo intraeclesial y congregacional hasta lo que tenga que ver con la defensa de la vida en el ámbito global, ecuménico e interreligioso. Sin negar las dificultades concretas que la misión compartida acarrea, estamos convencidos de que esta forma de ser y de hacer está en la base del seguimiento de Cristo y es parte esencial de nuestro carisma para la construcción del Reino. En orden a que este gran proyecto evangelizador sea posible en cada Organismo de la Congregación, se proponen algunos dinamismos que faciliten la misión compartida: formación, gobierno y economía, capaces de llevar adelante este modo de vivir y de actuar.

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El presente documento cuenta, además, con una guía de trabajo (que se incluye al final del mismo) para facilitar la comprensión y la puesta en práctica de la misión compartida en toda la Congregación. Dado el objetivo previsto para este texto y la metodología empleada en su confección, el resultado final es fruto de las aportaciones de diversos redactores, lo que se aprecia en la lectura, a pesar de haber sufrido varias correcciones globales. Del mismo modo, no hemos querido eliminar ciertas repeticiones de aspectos concretos para no alterar el desarrollo de ninguno de los apartados. Esperamos que este esfuerzo redunde en beneficio de la vocación y misión de los misioneros claretianos y de cuantos se hallan, de diversos modos, vinculados a la misión que nos ha confiado el Espíritu en la Iglesia.

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I. ASPECTOS RELEVANTES PARA LA MISIÓN COMPARTIDA Un conjunto de hechos culturales, eclesiales y congregacionales nos interpelan y nos llevan a repensar nuestra vida misionera y nuestro servicio de la Palabra en clave de misión compartida. En la descripción que sigue no se pretende formular un análisis de la realidad en todas sus dimensiones, sino simplemente resaltar aquellos fenómenos que inciden de una manera u otra en el tema que nos ocupa.

1. Un mundo globalizado y amenazado El primer referente a la hora de enumerar las circunstancias en las que se debe desarrollar la misión compartida es el contexto social, en el que no se puede perder de vista el conjunto, la situación continental o mundial, y menos que nunca en un momento de tendencia globalizadora. No es fácil hacer una descripción que recoja por igual la realidad de los diferentes lugares, ambientes y situaciones en los que estamos presentes por todo el mundo, pero sí se pueden mencionar algunos fenómenos que afectan, de un modo u otro, a todas las naciones y pueblos.

1.1. Un mundo globalizado La sociedad de la información, el acceso masivo a nuevos conocimientos y a la “red” compartida por todos, va configurando una nueva percepción de las distancias y de las relaciones entre las personas y los pueblos; lo que favorece, además, una visión globalizadora del mundo. Al mismo tiempo, los avances tecnológicos van contribuyendo a marcar el ritmo de evolución de las costumbres y ambientes familiares y laborales. Lo cual da lugar a una “sociedad en movimiento”, compleja y dinámica, que no responde a un paradigma fijo sino cambiante; propiciada además, en algunas regiones, por el pensamiento postmoderno.  El desarrollo de la comunicación. La globalización es un fenómeno que impulsa una mayor comunicación, y un instrumento eficaz puesto al servicio de la sensibilización y de la acción efectiva en favor de la solidaridad, la paz o la justicia social. De hecho en nuestra sociedad ha cobrado una fuerza notable la preocupación por los derechos humanos y la ecología, se está generalizando el trabajo en red a distintos niveles, y las fronteras entre países son cada vez más vulnerables. Es destacable, en este sentido, el resurgir de los movimientos sociales que luchan por otro mundo posible. Pero este fenómeno globalizador también está siendo cauce para un mayor predominio de los grandes poderes y el consecuente aumento de las diferencias entre ricos y pobres; para el incremento de los fenómenos migratorios, en busca de ese mundo feliz virtual que las nuevas tecnologías permiten hacer llegar a todos los rincones del planeta; para una nueva colonización ideológica, etc.  La afirmación de lo particular. Precisamente como reacción al movimiento de globalización surge la afirmación de lo particular, de la cultura local, nacional o étnica, que lucha por no ser absorbida por el fenómeno globalizador. Se acepta la necesidad de trascender las propias fronteras, el propio entorno, pero junto a

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ello se manifiesta un empeño por consolidar lo peculiar, lo específico, ante el riesgo de que sea diluido en la generalidad.  La exaltación de lo individual. El fenómeno de la globalización, en paralelo con la tendencia postmoderna a vaciar de grandes principios la existencia humana, provoca como reacción la afirmación de la persona y junto con ello el predominio de la subjetividad. Se trata de recuperar su dignidad y llenar de sentido su existencia. Se recuperan conceptos como interrelación, solidaridad, espiritualidad, trascendencia, etc., aunque no siempre en su contenido más acertado.  La secularización. Unido a lo anterior, vivimos en un mundo caracterizado por la secularización, que rechaza la cosmovisión religiosa y el sentido de la vida que esta ofrece. A la falta de grandes ideales en la sociedad civil se une la ausencia de valores religiosos. Ello alimenta en no pocas ocasiones la injusticia social y la falta de sentido vital en que estamos sumidos. Por otra parte, asistimos a una preocupante proliferación de sectas y movimientos religiosos que siembran la confusión entre un sector de la sociedad y arrastran tras de sí a personas ávidas de nuevas experiencias religiosas.  La transformación de las relaciones personales. Un aspecto particular de la globalización, pero con claras manifestaciones y efectos en la vida cotidiana, es la evolución de la relación entre hombre y mujer y todo lo que ello conlleva: promoción de la mujer y políticas de igualdad, nuevos modelos familiares y mayor disposición a la colaboración mutua.

1.2. Un mundo amenazado La sociedad actual tiene como característica la defensa del ser humano y la naturaleza; pero también se prodigan las amenazas a la vida. La globalización favorece una generalización de la violencia, que se manifiesta en todos los ámbitos: desde la familia o la escuela hasta el terrorismo o los conflictos armados nacionales e internacionales. Unido a ello crece el fanatismo, la represión y violación de los derechos humanos y sociales a nivel personal y colectivo. La afirmación de lo particular, mal entendida, da lugar a fundamentalismos sociales, étnicos, culturales, políticos y religiosos. Está creciendo la violencia contra la naturaleza en aras de intereses económicos inmediatos, lo cual pone en peligro la supervivencia de la vida en el planeta.

2. Una Iglesia que busca comunión El Concilio Vaticano II ofreció una comprensión de la Iglesia y de la presencia de esta en el mundo (LG, GS, etc.) que ha desencadenado un proceso de identificación, comunión y misión sorprendentes. Desde la eclesiología postconciliar se han desarrollado, entre otros grandes temas, la teología de los carismas y ministerios, la teología del ministerio ordenado, de la vida religiosa y del laicado. Lo cual ha permitido repensar y profundizar las relaciones entre las distintas vocaciones en la Iglesia.

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Ha ayudado, sin duda, la celebración de los Sínodos sobre las distintas formas de vida cristiana. Los documentos emanados de ellos (Familiaris Consortio, Christifideles Laici, Pastores Dabo Vobis, Vita Consecrata y Pastores Regis) son una buena referencia para describir las peculiaridades de las distintas formas de vida en la Iglesia, situarlas en el lugar que ocupan en el Pueblo de Dios, y subrayar el intercambio y la complementariedad entre ellas. Por otra parte, al ritmo de la evolución social ha aumentado en la Iglesia la sensibilidad hacia las grandes causas de la humanidad (derechos humanos, compromiso por la paz y la justicia, defensa de la vida, salvaguarda de la creación, etc.); y se ha consolidado en muchos lugares una vivencia religiosa evangélica, encarnada en la realidad y comprometida en la transformación de esta según los valores del Reino, con apertura al ecumenismo y al diálogo interreligioso. Pero al mismo tiempo existen comportamientos eclesiásticos poco sensibles a los nuevos desafíos de nuestro mundo, que dificultan el anuncio y la comprensión del mensaje de Jesús. A pesar de la amplia y profunda doctrina eclesial acerca de los diferentes carismas y ministerios, en muchas diócesis aún no se acoge y favorece suficientemente la presencia de los mismos. Algunos obispos y sacerdotes no valoran adecuadamente el sentido eclesial de la vida consagrada y la aportación carismática que esta puede prestar a la Iglesia local. Al mismo tiempo, se generaliza la presencia de movimientos eclesiales que, amparados por la jerarquía, van aumentando su implantación en numerosas zonas. Por otro lado, hay religiosos con una conciencia y una vivencia insuficientes de la eclesiología de comunión y de su participación en la Iglesia local.

3. Una Congregación abierta al “hacer con otros” La Congregación experimenta la repercusión de estos hechos culturales y eclesiales. Ante ellos nos preguntamos, mirando hacia el interior de nuestro Instituto, por el grado de respeto y aceptación de las diferencias en nuestras comunidades, por el alcance de la participación y corresponsabilidad de cada uno en la vida y misión de la Congregación y por los diversos modos de ejercer el ministerio de la Palabra por parte de los claretianos. Pero también nos planteamos cada vez con mayor fuerza el papel que desempeñan las otras formas de vida, carismas o ministerios, en el desarrollo de la misión de la Iglesia y cuál debe ser nuestra relación con ellos. Los últimos Capítulos Generales y documentos congregacionales recogen esta inquietud, la cual queda especialmente patente en el Capítulo de 2003: “Asumimos como prioridad que la misión compartida sea nuestro modo normal de misión y que todos los claretianos aceptemos las consecuencias que esto tiene en nuestra espiritualidad, en la pastoral vocacional, en los procesos formativos, en la vida comunitaria, en el trabajo apostólico y en las instituciones de gobierno y economía” (PQTV 37).

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Además, en otros párrafos en los que se refiere a este tema, habla de “todas las formas de vida y ministerios” (PQTV 35) y “todos los carismas” (PQTV 36); menciona las consecuencias e implicaciones que supone para los misioneros claretianos esta forma de entender la misión (cf. PQTV 36); y propone que “las comunidades con obras apostólicas promuevan y abran decididamente nuevos caminos de misión compartida y regulen su funcionamiento” (PQTV 66.1).

3.1. Realidades de misión compartida En la Congregación contamos con suficiente número y variedad de experiencias, algunas de ellas muy consolidadas, de misión compartida. Sin ánimo de ser exhaustivos, enumeramos algunas de ellas: - Con las Iglesias particulares. - Con las diversas ramas de la Familia Claretiana. - Con miembros de otras familias religiosas (intercongregacional), sobre todo en territorios de misión. En ciertos casos, además, el proyecto misionero propicia la vida en común. - Con redes de comunidades de base, animando, celebrando y evaluando con ellos los procesos pastorales. - Con seglares. Las experiencias de este tipo son numerosas y variadas y, en muchos casos, son una realidad desde hace años. - Con los movimientos sociales y de promoción humana comprometidos con la justicia, la paz y la integridad de la creación. La práctica va poniendo de manifiesto los notables aspectos positivos que se derivan del trabajo en misión compartida para la espiritualidad personal y comunitaria, para la identidad y el sentido de pertenencia y, por supuesto, para el compromiso apostólico. Son bastantes los misioneros claretianos que afirman que entre las experiencias que más les han enriquecido en su vida misionera están las que han llevado a cabo en misión compartida, especialmente con seglares. Han vivido la misión estrechamente unidos a otros, en equipo, para orar y reflexionar, para programar, llevar adelante y evaluar... Y, ciertamente, cuando a pesar de las limitaciones se anuncia el Evangelio desde la unidad, la Palabra no deja de dar su fruto.

3.2. Obstáculos y dificultades Sin embargo, la misión compartida no es fácil. Plantea de por sí una serie de interrogantes o desafíos que llevan a pensar en los inconvenientes para su puesta en práctica. Sabiendo que tienen una incidencia desigual según los contextos, señalaremos algunas dificultades generales y otras que están más relacionadas con los misioneros claretianos, los seglares y la Familia Claretiana. 

En general

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Hay actitudes y situaciones que cercenan la posibilidad de trabajo en misión compartida porque lesionan la comunión, la confianza mutua, la posibilidad de colaboración, el ejercicio de la responsabilidad... Las más frecuentes son:

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El individualismo. Las falsas motivaciones: inválidas, inmaduras, insuficientes, inadecuadas o fantasiosas. El escepticismo y la falta de ilusión para embarcarse en proyectos de misión compartida a causa de experiencias anteriores dolorosas o fallidas. La falta de dedicación al trabajo o de disponibilidad para asumir nuevas tareas. La insuficiente comunicación y diálogo entre los agentes evangelizadores. El deterioro de la confianza entre las personas que comparten la misión. La dificultad en ciertos casos para vivir unas relaciones recíprocas sanas con personas del sexo opuesto. Las luchas de poder en el seno de los equipos o comunidades. La falta de un proyecto de misión claro y compartido. Las deficiencias en la coordinación y el liderazgo de los proyectos.

 En relación con los misioneros claretianos

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El planteamiento de la misión compartida únicamente como solución a la disminución del número de religiosos. La dificultad para concebir la misión de otra manera, en la cual los religiosos no somos los únicos ni, muchas veces, los principales. La pervivencia de unos esquemas de participación, organización, evaluación y remuneración de los seglares que los mantienen en una “filial” dependencia de los consagrados y que no respetan y potencian su carácter secular. La tendencia de algunos misioneros claretianos a extralimitarse en sus funciones y asumir roles y tareas que no les corresponden, o bien a inhibirse de sus responsabilidades. El hecho de que todos los religiosos que trabajan en una obra apostólica vivan (normalmente) en la misma comunidad, lo que puede propiciar que algunos temas de debate o decisiones se “lleven hablados de casa”. La falta de claridad para plantear a los seglares el lugar que ocupan en un proyecto concreto, lo que se espera de ellos, las cuestiones económicas asociadas a su participación, etc. En relación con los seglares



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La mentalidad “clerical” de muchos seglares, que les impide asumir su misión en otra clave, como protagonistas. La falta de profundización en su propia identidad, que les lleva a aceptar una situación de inferioridad respecto a otras formas de vida. El exceso de protagonismo de algunos, que les impulsa a abarcar tareas o tomar decisiones que no les corresponden, o bien a ejercer su misión con una mentalidad autoritaria.

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La falta de conciencia por parte de muchos seglares acerca de la importancia de una preparación específica para compartir la misión. El deterioro de su legítima dedicación a la propia familia, o al necesario tiempo de descanso como consecuencia del “abuso”, en algunos casos, de su disponibilidad para asumir responsabilidades en misión compartida. La incertidumbre vital que produce la situación en que queda un seglar, tanto en el aspecto económico (en su caso) como en el de relación con sus compañeros, una vez que acaba su período de permanencia en órganos de responsabilidad y vuelve a ser “uno más”. El agravio comparativo que algunos pueden percibir cuando se contrata a alguien para desempeñar una tarea parecida a la de otros voluntarios pero con remuneración. En relación con la Familia Claretiana



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La diversidad tan grande que hay entre las distintas instituciones que formamos la Familia Claretiana. Cada uno enfatizamos distintos elementos de nuestro carisma, tenemos nuestras posiciones apostólicas, estamos insertos en realidades muy diversas, y contamos con diferentes posibilidades de presencia y de servicios. El insuficiente conocimiento y valoración de la especificidad de las otras ramas de la Familia Claretiana. El escaso aprovechamiento que se hace en algunos lugares de la riqueza que supone este carisma común para el trabajo en misión compartida. El miedo a “perder” algo de nosotros mismos para “ganar” como familia. La excesiva dependencia que tiene el desarrollo de las experiencias de misión compartida de las personas encargadas de dirigirlas o coordinarlas. La falta de un itinerario formativo consolidado para los seglares que se sienten identificados con nuestro carisma, pero no llamados a pertenecer al Movimiento de Seglares Claretianos.

II. FUNDAMENTOS DE LA MISIÓN COMPARTIDA Para comprender y vivir la misión compartida, nos acercamos a ella desde cuatro perspectivas o dimensiones: antropológica, teológica, eclesial y carismática. Así será posible un acceso más completo a su comprensión y vivencia, y descubriremos que nos es ofrecida como auténtico “signo del Espíritu” en nuestro tiempo.

1. Dimensión antropológica La humanidad, las comunidades nacionales y culturales, los pueblos y los grupos están siempre en acción; llevan adelante proyectos conjuntos; expresan la admirable capacidad creadora que se oculta en el ser humano. Es verdad que esos proyectos a veces se enfrentan entre sí; que surgen, por ello, rivalidades, luchas, guerras. Pero, en todo caso, ahí queda esa actividad colectiva permanente que renueva el rostro de la tierra y de sus habitantes.

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Muchos se han preguntado si el ser humano tiene una misión que cumplir. A esta cuestión se le pueden dar diversas respuestas. Nosotros creemos en el Dios creador que confió una misión importantísima al ser humano: “creced y multiplicaos… dominad… cultivad… sed fecundos” (Gn 1,28). La humanidad ha recibido una “misión” en el mismo acto creador, que ella intenta -consciente o inconscientemente- llevar a cabo. El crecimiento demográfico, el cultivo de la tierra, la configuración político-económica del mundo, las creaciones artísticas y culturales, las expresiones y cultos religiosos, expresan la respuesta del ser humano a la misión que Dios le ha otorgado. Hablar, entonces, de “misión compartida”, como característica antropológica del ser humano, resulta más fácil de comprender. Si el ser humano ha recibido una misión del Creador, esta sólo puede realizarse en cuanto misión compartida. Somos humanidad, especie humana. Nuestras individualidades están interconectadas, interrelacionadas. Somos personas porque somos seres relacionales, incompletos e incapaces de subsistir sin los demás. Nos necesitamos unos a otros: los géneros, las culturas, las religiones, los lenguajes. Y esta es la belleza del proyecto de misión compartida. Recrear espacios que muestren la posibilidad de reconocimiento amoroso, de vida intersubjetiva, de existencia personal haciendo historia con los demás. Diversidad, desde una radical solidaridad; pero, también, radical unidad, porque se vislumbra la necesidad de elegir desde un fundamento común –ni mío, ni tuyo, sino nuestro- que, por ser comunidad de personas, llama a una fidelidad que sólo se cumplirá en el amor. La definición de cada individuo sólo es cabal cuando tiene en cuenta todo su mundo de relaciones. Nuestra identidad personal se alimenta de interconexiones vitales de unos con otros. Nadie puede cumplir su tarea, su razón de ser, prescindiendo de los demás. Estamos, en cuanto sujetos, injertados en la humanidad1. La humanidad lleva a cabo su misión constitutiva cuando cuenta con las personas, grupos y comunidades. Nadie por sí solo es capaz de realizarla; pero sí cuando se cuenta con la interrelación, la interconexión, la solidaridad de los más posibles. Lo que un individuo solo nunca podría conseguir, lo puede conseguir una comunidad; lo que una comunidad no puede conseguir en el tiempo de una generación, lo puede conseguir con el paso de varias generaciones. La historia se teje a base de misiones compartidas. Al final, se cumplen los sueños y los proyectos sin que podamos identificar su resultado con la acción meramente aislada e individual de una sola persona, sino como fruto de un admirable esfuerzo -no pocas veces en medio de enormes dificultades- de un grupo que ha compartido el proyecto. Crece la acción, el pensamiento, la sensibilidad, en la interconexión de las personas más variadas. 1

Ser persona es construirse en relación, o mejor, la condición de posibilidad de la persona es la “hospitalidad de la alteridad”. No existe persona constituida que no mantenga una relación con lo diferente de sí. La persona se engendra desde las posibilidades que brinda la alteridad. En sus orígenes es acogida pasiva: son los otros los que mantienen nuestra vida, los que nos enseñan a hablar, los que modelan nuestra estructura individual para descubrir las inmensas posibilidades de la realidad. Posteriormente, acogida activa: decisión personal para establecer relaciones de reciprocidad solidaria. La persona no crea sin más su realidad, pero tampoco es plasmada desde la exterioridad; se engendra allí donde se establece una “virtuosa circularidad” a través del pensamiento, que abre posibilidades a la alteridad y a la voluntad, y que elige entre ellas para alcanzar su plenitud.

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El funcionamiento de una ciudad, de los medios de comunicación, de la economía mundial, de la alimentación y bienestar, ¿qué es sino el resultado de una impresionante “misión compartida”? La misión compartida no amenaza en manera alguna los dones que cada persona ha recibido ni la originalidad que la habita. En cambio, el colectivismo hace inviable la riqueza que cada individualidad lleva consigo. Por eso, hoy nos oponemos a procesos globalizadores que se entienden como universalización, como imposición al todo de algo particular, como ideología neo-liberal; tales procesos crean un imperio a base de destrucción de las particularidades. Nos damos cuenta, cada vez más, de la necesidad de una nueva apertura a la complejidad de la humanidad, de un nuevo talante de diálogo mental y vital, de un nuevo estilo inclusivo y no excluyente. La misión de la humanidad ha sido realizada en el pasado a base del dominio de unos sobre otros, de imposiciones, de discriminaciones injustificables. Hoy reconocemos que ha habido una misión en la que más que el “compartir” ha funcionado el “imponer”, el “someter” y “subyugar”. Éticamente hablando, podemos decir que nuestra humanidad de comienzos del tercer milenio está abierta a una comprensión mucho más inclusiva de la misión. Sabemos que nos salvaremos todos, y no unos en contra de otros. La subsistencia del planeta depende de todos. Todos los pueblos, comunidades y grupos estamos implicados en la misma tarea colectiva. Sólo la “misión compartida” nos hará superar las calamidades naturales, los desafíos que la locura humana individualista de vez en cuando nos plantea, las formas de violencia que atentan contra nuestra vida y la vida de la naturaleza. La habitabilidad de nuestro planeta como “casa común” será posible cuando entremos en comunión de vida y de acción, sin discriminaciones ni exclusiones.

2. Dimensión teológica Desde esta dimensión, lo primero que observamos es que la misión no es primariamente una categoría explicativa de la forma de ser y actuar del ser humano, sino del ser divino. Todavía más, es precisamente en Dios donde la misión debe ser definida como “la misión compartida” por antonomasia. En efecto, la misión nace de las entrañas mismas de Dios Abba. El Abba engendra al Hijo en la eternidad y nos lo envía para que se encarne en la historia. El Hijo es el Enviado, y lleva a cabo la misión que el Padre le ha confiado. La misión que Jesús realiza no es una iniciativa individual con la cual Él da sentido a su vida, sino que es una “misión compartida” con el Abba desde el principio hasta el final de su vida mortal; y continuada de forma misteriosa, después de la resurrección, “todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Por eso esta misión “filial” no es la única que nace de las entrañas de Dios; hay otra que brota del Hijo, como agua viva (cf. Jn 7, 37-39) y que procede del Padre (Jn 15,26): es la misión del Espíritu. Esta sigue actuándose en la historia del mundo hasta el final; por eso se dice que estamos en la “era del Espíritu”.

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Confesamos que nuestro Dios-Trinidad es “misión compartida” y en su designio de amor ha querido asociarnos a ella, como también nos ha asociado a la filiación única del Hijo y a la misión carismática del Espíritu. Así pues, la misión compartida tiene su origen y razón de ser, ante todo, en Dios, fuente de toda misión. Se entiende entonces muy bien por qué Jesús nos decía: “No seréis vosotros los que habléis” (Mt 10,20)… “Haréis obras mayores…” (Jn 14,12) “No temáis…” (Mt 14,27). La misión de la Iglesia queda descargada del excesivo peso de la responsabilidad para convertirse en prolongación visible de la misión de Dios; en “misión compartida”, en primer lugar, con Él.

3. Dimensión eclesial La dimensión eclesial de la misión compartida se entiende a través de dos imágenes: Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios. Y se expresa en algunos aspectos de la vida de la Iglesia.

3.1. Somos “Cuerpo de Cristo” La misión de la Iglesia es la prolongación histórica, visible, de la misión de Dios. El Señor Jesús y el Espíritu quisieron contar con la Esposa, para incluirla en la misión divina, por pura gracia. Fue elegida para ser Cuerpo de Cristo, visibilidad misionera, instrumento de salvación. La “lógica trinitaria” es lógica de comunión, es la lógica intrínseca de la misión en la Iglesia. Si nuestro Dios comparte su misión con nosotros, ¿no vamos nosotros a compartirla? ¿Cómo puede llamarse Iglesia de Jesús y del Espíritu aquella comunidad en la que cada uno realiza la misión desde su propia iniciativa y no en comunión solidaria? ¿Cómo puede llamarse misión aquella en la cual los carismas no se integran, se imponen unas voluntades sobre otras, se discrimina y se entra en competitividad? 2 La lógica trinitaria, como alma de la misión, genera un respeto admirable hacia la pluralidad carismática, una atención exquisita hacia cada uno de los miembros del Cuerpo de Cristo; no mutila, ni suprime, ni ata a ningún miembro o carisma, sino que acepta la totalidad y se ejercita en reconducir la pluralidad hacia la comunión. Esta perspectiva podría también denominarse “eclesiología de comunión misionera”. Las formas de vida cristiana, los ministerios, los carismas o energías carismáticas aprenden el arte de la correlación, el mutuo influjo. Centrar la teología del misterio de la Iglesia sobre la noción de comunión es una novedad de gran trascendencia, tanto para la eclesiología como para la vida de la 2

En definitiva, afirmamos que no existe sino una sola misión, común a todos los cristianos (cf. AA 1-2). Son varios los textos del Concilio que, por un lado, definen la misión de modo genérico (Evangelio de la salvación y Reino) y, por otro, confirman la visión de Iglesia que se viene proponiendo para la comprensión y la profundización de la misión compartida. Hasta no hace mucho, el apostolado o la misión apostólica estaba reservada a la jerarquía y era prácticamente monopolizada por los presbíteros y religiosos; a los laicos correspondía tan sólo el “participar”, el “colaborar” y el “asociarse” a una misión que era de otros. Recordemos, en este sentido, la figura de los “colaboradores claretianos” y la de los “asociados claretianos”.

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Iglesia. Si tenemos presente que la categoría de comunión (y participación) es clave para la comprensión de la Lumen Gentium y que la categoría de servicio (y misión) es clave para la comprensión de la Gaudium et Spes, hoy podemos afirmar que la mayor novedad del Concilio es presentar una Iglesia comunión misionera. La comunión eclesial es comunión misionera, o sea, característica de una Iglesia que a la hora de configurar su identidad y su misión, su ser y quehacer, continuamente debe mirar al mundo y a la historia (GS 1). A partir de la Christifideles Laici, Juan Pablo II utilizará, por ello, la expresión “comunión misionera” para referirse a la identidad y misión de la Iglesiacomunión. La misión compartida está siempre abierta a nuevas inclusiones, sean de género, de raza, de cultura, de confesión… Situarse en clave de “misión compartida” es propio de una Iglesia “católica” en el sentido más etimológico de la palabra: iglesia “según el todo”. No es católica aquella misión que sólo se plantea desde “la parte”, la parcialidad, desde la unilateralidad. Es aquí donde la misión de la Iglesia conecta con la misión compartida de la humanidad.

3.2. Iglesia “Pueblo de Dios” La imagen de la Iglesia como “Pueblo de Dios” es primordial en la doctrina conciliar. Fue determinante para comprender el misterio de la Iglesia y para su renovación. Las diversas comunidades cristianas, y de una manera especial las comunidades de base, se han apoyado en esta forma de entender la Iglesia para promover la participación y corresponsabilidad en la vida y misión evangelizadora. La Iglesia es el Pueblo de Dios en la nueva alianza, al que se le ha encomendado continuar el proyecto de Dios en la Historia. Esta imagen expresa la condición histórica de la Iglesia peregrina; evidencia la continuidad y discontinuidad de la Iglesia respecto al Pueblo de Israel; indica la distinción entre Iglesia y Reino de Dios y subraya la naturaleza escatológica de aquella; permite tomar conciencia de la común dignidad los miembros de la Iglesia, otorgada por el Bautismo, y apreciar la diferencia de dones y ministerios. Se destaca así el carácter activo de todos los bautizados en la vida y misión de la Iglesia, desde su pertenencia y participación. Queda manifiesta con mayor claridad la unidad y la diversidad, y se conjuga la particularidad y la universalidad de la Iglesia. La multitud y diversidad de dones jerárquicos y carismáticos otorgados por el Espíritu a su Iglesia (cf. LG 4) está ordenada a expresar la riqueza y la belleza del Cuerpo de Cristo y a realizar el proyecto de salvación para este mundo. El Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y lo adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición con las que les hace aptos para contribuir a la renovación y la mayor edificación de la Iglesia (cf. LG 12). En el Pueblo de Dios peregrino, ya no podremos delimitar ni desarrollar nuestra misión si no es complementándonos recíprocamente y colaborando con el resto. Lo cual conlleva el procurar que todos sus miembros participen decididamente, desde su identidad, no sólo en las tareas, sino en los procesos de discernimiento, programación, decisión, ejecución, revisión y celebración del camino evangelizador.

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La misión compartida está condicionada por la capacidad que tengamos de correlacionarnos entre las diversas formas de vida cristiana, ministerios y carismas.

3.3. Expresiones de la misión compartida Pensar, sentir, vivir, organizar y hacer funcionar la Iglesia misma desde la categoría de la “comunión”, implica encontrarnos desde aquello que todos compartimos y desde el intercambio de dones diferentes, con los que agraciamos a los otros. La comunión misionera nos lleva a ser capaces de asumir que toda persona es nuestro hermano y de sentir a todo hermano como “uno que me pertenece” (NMI 43). Comunión y misión configuran la identidad de la Iglesia: “La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta el punto de que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión...” (ChL 32). Ciertamente, todo lo que lesiona a la comunión mancilla también la misión, y todo lo que daña a la misión impide la comunión. Esta forma de entender la misión es lo que posibilita en la Iglesia el desarrollo de la misión compartida que, así entendida, conlleva una serie de manifestaciones o expresiones que la cualifican:  Escucha activa e inclusividad. Todas las formas de vida cristiana, todos los ministerios y carismas, la condición femenina y masculina, la diferenciación cultural y racial, merecen ser valorados (escucha activa) e incluidos en el proyecto misionero.  Contemplación y agradecimiento. La contemplación y el estremecimiento ante los muchos, diversos y ricos dones que el Espíritu derrama en la Iglesia, mueven a la acción de gracias (cf. 2 Cor 4,15); la Palabra y el Sacramento -sobre todo en la Eucaristía- celebran la comunión en la diversidad y la revelan como “Cuerpo de Cristo”3.  Reconciliación y renuncia a la violencia. Resulta difícil la reciprocidad en el dar y recibir cuando la diferencia se entiende como contraposición y competición. La Iglesia intenta descubrir lo positivo en lo diferente. Se siente segura en la esperanza, proyecta una mirada positiva sobre el mundo, favorece la reconciliación y renuncia a cualquier forma de violencia: ama la paz.  Amplios horizontes misioneros. La misión compartida está siempre bajo el imperativo del “id y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28,19); el compartir la misión hace posible lo imposible en los cinco continentes. Así podemos llevar a la práctica la distribución de los agentes de pastoral en el mundo, y realizar el proyecto de la nueva evangelización en el que quedan configuradas las presencias, los servicios y las actividades intercongregacionales e interdiocesanas. 3

“En la Eucaristía la Palabra adquiere plenitud de fuerza sacramental en relación con el Cuerpo de Cristo, a la vez que explicita el sentido mayor de la comunión eclesial e interioriza, en quien participa en la fracción del pan, la actitud oblativa y de solidaridad con que partirá luego como servidor de la Palabra al encuentro de sus hermanos” (Nuestra Espiritualidad Misionera, pág. 48).

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 Diálogo en todas las direcciones y con todos los interlocutores. La misión compartida hace posible un diálogo multilateral que no conoce fronteras de raza, cultura, religión, género, edad o condición social4.  Acción solidaria. Toda vocación en la Iglesia es vocación de referencia a los otros. Ser con los demás comporta ser para los demás y vivir en reciprocidad. El paradigma para todas las vocaciones, sea cual fuere su estado de vida, es Jesucristo, el Señor. El “cómo” en su relación con el Padre y con los hombres es nuestro modo de vivir y de servir. La voluntad del Padre era que nadie quedase perdido. Por eso, sus predilectos, los pobres, marginados y excluidos, han de ser los predilectos de todos los fieles cristianos. La Iglesia, seguidora de Jesús, ejerce la solidaridad como expresión de “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (SRS 38). La Iglesia, con su pretensión de llegar a ser “comunidad total”, ofrece a los hombres y mujeres de nuestro tiempo una alternativa a todo tipo de organización egoísta, excluyente y opresora.  Apertura a la catolicidad e intercontinentalidad. La celebración de los Sínodos continentales nos ha hecho comprender la misión compartida desde la globalización y la especificidad de cada continente. Los Sínodos han impregnado la misión compartida de catolicidad, que implica poner el acento en la inculturación (iglesias de África), en la justicia social o liberación (iglesias de América), en el diálogo con las grandes religiones (iglesias de Asia), en la secularización e increencia (iglesias de Europa): tareas que sólo sería posible llevar a cabo en diálogo de civilizaciones.

4. Dimensión carismática La Iglesia es agraciada por el Espíritu Santo con dones diversos, carismas y ministerios (Ef 4,7.11-13; cf. Rom 12,4-8), con los que edifica el Cuerpo de Cristo y cumple su misión salvadora en el mundo (cf. LG 4). Esta diferencia de dones posibilita la edificación armoniosa y articulada, y hace posible la comunión orgánica en la que simultáneamente se hallan presentes la diversidad y la complementariedad. Desde otras categorías y con otras palabras, el P. Claret expresaba esta convicción escribiendo sobre la especial providencia que Dios tiene con su Iglesia, a la que, según las necesidades de cada tiempo, envía hombres o mujeres excepcionales. Y cuenta entre los signos de la especial providencia para su tiempo a la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. En esta perspectiva hay que encajar la vida y ministerio de Claret: su respuesta a los desafíos que experimenta en su vida misionera, su propósito de crear un ejército evangelizador, su empeño en formar sacerdotes misioneros, la fundación de la 4

Si la misión está al servicio de la humanidad y de Dios, como nos lo ha recordado Vita Consecrata 74, “se ha de hacer todo en comunión y diálogo” con los otros actores eclesiales y sociales. Los retos de la misión son de tal envergadura que no pueden ser asumidos de manera “urgente, oportuna y eficaz” sin la colaboración, tanto en el discernimiento como en la acción, de todos los miembros de la Iglesia.

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Congregación de Misioneros y tantas y tantas instituciones, como vamos a ver. La Congregación, en concreto, es concebida por él como comunidad al estilo de los apóstoles que escucha y es servidora de la Palabra y que colabora con los Obispos, en tanto que Pastores de las Iglesias particulares.

4.1. Contexto y pretensión de Claret Basta repasar la Autobiografía y el itinerario de su vida misionera para apreciar el caudal de iniciativas que brotaron del corazón de este apóstol infatigable.  En la Autobiografía de San Antonio Mª Claret tenemos la oportunidad de ver cómo, urgido por la necesidad de anunciar el Evangelio, se siente necesitado de la ayuda de los otros para llevar a cabo su misión. Recogemos primero algunas de sus expresiones: - Siendo teniente Cura en Sallent: “…con el cura repartíamos el trabajo de la predicación…” (Aut. 106). - Sobre los libros: “…para poderlos propagar mejor discurrí el fundar la Librería Religiosa, ayudado de los auxilios de Dios, de la protección de Ntra. Sra. de Montserrat, y acompañado de los Sres. D. José Caixal y D. Antonio Palau, actualmente obispos…” (Aut. 476). - Sobre la fundación de la Congregación: “hablé con mis amigos los Señores Canónigos D. Soler y D. Passarell del pensamiento que tenía de formar una Congregación de Sacerdotes que fuesen y se llamasen Hijos del I.C. de Mª… El Sr. Obispo dispuso el local correspondiente en el convento de la Merced y yo entre tanto hablé con algunos sacerdotes a quienes Dios N.S. había dado el mismo espíritu de que yo me sentía animado. Estos eran:… yo, el ínfimo de todos; y, a la verdad, todos son más instruidos y más virtuosos que yo, y yo me tenía por muy feliz y dichoso al considerarme criado de todos ellos” (Aut. 488-489). - Siendo Presidente de la Junta de Amigos del País: “…nos reuníamos en el Palacio y nos ocupábamos todos de los adelantos de la isla. Cuidábamos de que en la cárcel los presos aprendieran a leer…” (Aut. 570). - En la breve biografía de los sacerdotes colaboradores en Cuba: “Juan Nepomuceno Lobo, Manuel Vilaró, Manuel Subirana, Esteban de Adoaín, Paladio Curríus… el muchacho Telesforo Hernández, el cocinero Gregorio Bonet, etc. Estos son los sujetos que me acompañaron en mis trabajos apostólicos en Cuba… Muchísimas gracias debo dar a Dios por haberme dado tan buenos compañeros… Yo en ellos tenía que aprender, pues me daban ejemplo en todas las virtudes… Así es que nuestra casa era la admiración de cuantos forasteros lo presenciaron… Nuestra casa era como una colmena, en que ya salían unos ya entraban otros… todos siempre contentos y alegres. Yo alguna vez pensaba cómo podía ser aquello, que reinara tanta paz, tanta alegría, tan buena armonía en tantos sujetos y por tanto tiempo” (Aut. 591609).  En pocas palabras, lo que hace Claret es responder a los desafíos que le va presentando en cada momento la vida misionera. Y lo quiere hacer siempre “con otros”. Para ello: - Funda instituciones: Misioneros Claretianos, Misioneras Claretianas, Filiación Cordimariana, Seglares Claretianos.

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- Promueve y apoya otras fundaciones: Carmelitas de la Caridad, Adoratrices del Santísimo Sacramento, Misioneras Esclavas del Inmaculado Corazón de María, Hijas de Cristo Rey, Siervas de Jesús, Filipenses, Misioneras del Corazón de María, Franciscanas del Divino Pastor, Dominicas de la Anunciata, Oblatas del Santísimo Redentor, Escolapias, Hijos e Hijas de la Sagrada Familia, Escuela de Cristo. - Entra en contacto y se relaciona personalmente de un modo o de otro con aquellos que están impulsando la renovación de la Iglesia en el siglo XIX: santa Joaquina Vedruna, santa Micaela del Santísimo Sacramento, Esperanza González y Puig, José Gras y Granollers, santa Josefa del Sdo. Corazón de Jesús, Marcos y Gertrudis Castañar, Joaquín Masmitjá, José Tous y la beata María Ana Mogas, el beato Francisco Coll, José Mª Benito Sierra y Antonia Mª de Oviedo, santa Paula Montal, san José Manyanet, etc. - Busca colaboradores y trae Congregaciones a colaborar con él, masculinas y femeninas, como en Cuba: Jesuitas, Franciscanos, Ursulinas, Hijas de la Caridad, Escolapios, Paúles, Carmelitas de la Caridad. - Crea y organiza instituciones para el apostolado: como la “Pía y Apostólica Unión de Oraciones y Obras Buenas… bajo la protección del Corazón de María” en 1845; la “Sociedad Espiritual de María Santísima contra la Blasfemia” en Mataró en 1846; la “Hermandad de los Libros Buenos” con D. José Caixal en 1846; la “Librería Religiosa” con D. José Caixal y D. Antonio Palau en 1847; la “Archicofradía del Corazón de María” y los “Estatutos de la Hermandad del Santísimo e Inmaculado Corazón de María y Amantes de la Humanidad” en 18475; la “Hermandad de la Doctrina Cristiana” en 1849, compuesta por sacerdotes, seminaristas y seglares de ambos sexos para enseñar el catecismo en fábricas, talleres y al aire libre por los barrios de la ciudad, que luego instituiría en Cuba en 1851 como la “Hermandad de la Instrucción de la Doctrina Cristiana”; la “Academia de San Miguel” en 1858 ya en Madrid, con sus literatos, artistas, gente piadosa y celosa; la “Comunidad de Capellanes” siendo Presidente de El Escorial en 1859; la “Congregación de Madres Católicas” en 1863; las “Reglas del Instituto de los Clérigos que viven en comunidad” (los Clérigos seglares), al que él llamaba “el Gran Ejército del Corazón de María”, en 1864; las “Bibliotecas Populares y Parroquiales” en el mismo año; las “Conferencias de la Sagrada Familia” en 1869, estando ya en París, para atender a los emigrantes; etc.6 - Crea instituciones de beneficencia, como la Casa de Caridad o Granja Agrícola de Puerto Príncipe, las Cajas de Ahorros y de Crédito dirigidas por un equipo formado por el párroco, un miembro del gobierno local y un miembro de la comunidad parroquial. O apoya las de otros, como los talleres en las cárceles en la Provincia de Cuba, o la “Cartilla Rústica para las Escuelas del Campo”, o la “Real Asociación Económica de Amigos del País”. Para llevarlos a cabo funda y organiza proyectos como la “Asociación de Hijas de María” para la educación de niñas pobres, la “Asociación de Beneficencia Domiciliaria” y la “Junta de Caridad” para los indigentes7. - Se apunta él mismo a cofradías y congregaciones: Academia del Cíngulo de Santo Tomás, Congregación de la Inmaculada Concepción y de San Luis 5

El Sr. Arzobispo de Tarragona fue contrario a su publicación, seguramente por utilizar el término “diaconisas” (Carta a D. José Caixal: Epistolario Claretiano, I, pág. 260). 6 Ver Escritos Autobiográficos, pág. 408-409. 7 Aut. 563-571.

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Gonzaga, Congregación del Laus Perennis del Sagrado Corazón de Jesús, Cédula del Rosario Perpetuo, Cofradía del Rosario (mixta) y Cofradía del Carmen, Congregación de Dolores, Cofradía del Corazón de Jesús y del Corazón de María, Cofradía de Ntra. Sra. de los Desamparados, Congregación de Ntra. Sra. de la Providencia en Roma, Hermanos de la Santa Escuela de Cristo, Siervos de María (Servitas), etc.

4.2. La expresión “hacer con otros” Esta expresión, ya familiar entre nosotros, se encuentra en la carta que el P. Claret escribió al Nuncio en Madrid y en la que le expresaba su resistencia a aceptar el nombramiento de Arzobispo de Cuba. Su alcance es mayor que el que puede sugerir un eslogan, que hoy cuadra bien porque estamos sensibilizados en torno a la misión compartida. Si se examina el itinerario evangelizador de Claret, “hacer con otros” es una forma de ser y de hacer. Por los datos ofrecidos puede verse que es una dimensión esencial de su ministerio y una dinámica de acción. Es una manera de ser porque radica en su forma de entender y vivir la misión y, por lo mismo, es algo más que una eficientista estrategia pastoral. En verdad podemos decir que nacimos en la Iglesia para “hacer con otros”, pero en el seguimiento de Jesús, quien llamó a los que Él quiso para estar con él y anunciar el evangelio (cf. Mc 3,13-14). La autocomprensión que va teniendo la Iglesia de sí misma y del puesto y misión que tienen todos sus miembros (laicos, ministros ordenados y consagrados) para continuar la misión de Jesús, ha contribuido, sin duda, a que hoy estemos haciendo una relectura del “hacer con otros” más ajustada y en consonancia con la misión compartida. La eclesiología del Vaticano II y de la andadura postsinodal está sirviendo de criterio purificador y estimulador. De hecho, nuestra Congregación, desde el Capítulo de renovación (1967), fue explicitando que nuestra comunidad había nacido en la Iglesia para colaborar en el servicio misionero de la Palabra. Esta colaboración la entiende como nota que pertenece a su origen y objeto. Cuando la Congregación habla de “misión compartida” teniendo como presupuesto carismático el “hacer con otros” está, ante todo, explicitando su impronta evangélica y evangelizadora. No es que nos propongamos vivir y actuar en misión compartida, es que estamos, por gracia, implantados en la misión de Jesús y de su Iglesia que es misión compartida; y, por lo tanto, inmersos en el Pueblo de Dios, caminando con él, compartiendo las angustias y esperanzas de los hombres y mujeres de nuestro mundo. En este caminar codo con codo, nuestra vida consagrada en comunidad es paradigmática y profética, es un estímulo que empuja hacia la participación, el discernimiento, la complementariedad y la plena comunión. Nuestro ministerio es servicio de comunión misionera. “Hacer con otros” es, por lo mismo, mucho más que poner un correctivo al individualismo en la pastoral, promover el trabajo en equipo o estar bien coordinados. Es un estilo de vida: ser con otros para los demás. Y, en consecuencia, implica un modo de pensar, de sentir y de actuar cuyo centro articulador es la pasión por el Reino, es la caridad de Cristo que nos apremia (cf. 2 Cor 5,14). Así, la fundación de la Congregación se halla cimentada en la coincidencia del espíritu que animaba a los primeros miembros de la misma (cf. Aut. 489) y “la más perfecta unión y conformidad de pareceres y voluntades” que reinaba entre ellos “para emplearse con fruto en la salvación de las

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almas” (CC 1857 n.81). El P. Claret compartió con la M. Antonia París el empeño por “hermosear la figura de la Iglesia”. De ahí que el “hacer con otros” viene a traducirse por “hacer Iglesia al servicio del Reino”. Lo cual exige reconocer los dones diversos, fomentar la dinámica del intercambio y la complementariedad, y hacerlos fructificar en gozosa comunión misionera. En nuestros ámbitos y servicios apostólicos ha de ser connatural la reciprocidad de dones. Un lugar privilegiado para este intercambio es la vida fraterna en comunidad que, a su vez, se convierte en una aportación específica en los distintos ámbitos donde se ejerce la actividad misionera. La vida consagrada en pobreza, castidad y obediencia, y la fraternidad apostólica ofrecen un signo profético de valores evangélicos en todo ámbito y ejercicio pastoral. Nuestras comunidades han de llegar a ser vistas como lugares de crecimiento humano y espiritual, de cooperación en la misión y de acogida de cuantos se nos acercan. El “hacer con otros” claretiano tiene inspiración, arraigo y proyección eclesial católica (en cuanto a los medios, los lugares y los destinatarios), a la vez que una perspectiva ecuménica, pues cuenta con todos aquellos hombres y mujeres de buena voluntad que buscan la transformación del mundo según el designio de Dios. Los laicos están abriendo el “nosotros” de la Familia Claretiana, no sólo al “nosotros eclesial”, sino al “nosotros del Reino”. Nos lleva de la mano a compartir la misión. La asimilación de las raíces carismáticas del “hacer con otros” nos ha ayudado a purificar la mente y el corazón respecto a la relación, vinculación y colaboración con los otros miembros de la comunidad cristiana. Hoy no se piensa en la “utilización” de los laicos para suplir la ausencia de vocaciones. Aunque tuviéramos miembros suficientes en nuestro Instituto, por exigencias carismáticas y eclesiales no podríamos prescindir de otros dones y ministerios que enriquecen la vida eclesial de cualquiera de nuestras actividades. Igualmente se ha superado todo paralelismo y contraposición con los ministros ordenados (obispos, presbíteros, diáconos). Nos hallamos en las Iglesias locales contribuyendo a que sean verdaderas comunidades en las que se armonizan y complementan los carismas y ministerios de todos sus miembros (obispos, sacerdotes, consagrados y laicos) haciendo fecunda la comunión para la misión.

4.3. El servicio misionero de la Palabra desde la misión compartida A lo largo de la historia de la Congregación hemos estado hablando de “la colaboración en el ministerio de la Palabra” como de la nota característica de nuestra vida misionera. Las Constituciones afirman taxativamente que “la colaboración en el ministerio de la Palabra pertenece al origen mismo de nuestra vida comunitaria” (CC 13). La razón de ser de la Congregación en la Iglesia, Pueblo de Dios, no sólo es la predicación de la Palabra divina, sino que quienes la integramos hemos sido convocados para vivir en fraternidad, llevar vida apostólica y colaborar con los Pastores y con los otros miembros de la Iglesia en su misión evangelizadora. “El don que hemos recibido hace de nosotros una comunidad al servicio de la Iglesia. Esto nos exige un esfuerzo constante para identificarnos vocacionalmente en la comunión congregacional y en la disponibilidad para la misión universal” (Dir. 104). El ministerio de la Palabra no es, pues, una actividad más entre nosotros, claretianos, sino “la forma” que da sentido y envuelve toda nuestra vida misionera. Es una forma de ser, de significar y de actuar (cf. SP 21). Evangelizar desde los pobres y desde la fraternidad apostólica no son

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consideraciones que añadimos, sino exigencias que brotan de nuestro ser misionero en la Iglesia. De ahí que la colaboración configura nuestro servicio de la Palabra. Quien colabora no es un mero ejecutor mecánico, sino alguien que busca, discierne, piensa, siente y trabaja con otros. La colaboración supone aquella comunión que crea la Palabra escuchada, meditada y anunciada. 4.3.1. Algunos datos de nuestros orígenes La Congregación primitiva, continuadora del espíritu del Padre Claret, tenía una red de relaciones por las cuales hacía operativa su colaboración en el ministerio de la Palabra. Desde el principio, pues, está marcada esta orientación de colaborar con otros, que se ha ido incrementando y ampliando sucesivamente. En el interior de la comunidad claretiana. Esta colaboración se hace ostensible en la vida común, de forma estable y ordenada a la habilitación para el ministerio de la Palabra. La vida espiritual, la convivencia, la preparación intelectual y pastoral, la formación de los estudiantes, etc., estaban orientadas a la capacitación para el servicio misionero (cf. Aut. 491.606.613). En la colaboración con los obispos. Tenemos descrita la experiencia de Claret en Aut. 192-198. En el n.95 de las Constituciones del año 1857 se dice: “No sólo serán los misioneros personalmente muy adictos a la Iglesia, al Sumo Pontífice y Prelados, sino que procurarán con todas sus fuerzas inculcar a todos los cristianos esta misma adhesión, a fin de que por ningún título o pretexto se aparten jamás un ápice de su doctrina y preceptos”. Esta colaboración con los Pastores no es de simple sumisión, sino de ofrecimiento, de ayuda con concretos compromisos apostólicos. Las casas de los claretianos eran casas de acogida para sacerdotes, seminaristas y seglares que querían hacer ejercicios. La colaboración está marcada, según la mente del Fundador, por el servicio a las diócesis. Con el clero y los seglares. Las relaciones de fraternidad y de cooperación eran un distintivo de los Hijos del Corazón de María. La formación en común, como puede apreciarse por lo que decía Claret a Caixal al inicio de la Congregación, y los ejercicios compartidos, son datos que revelan la apertura a la comunión y la colaboración. El P. Claret pidió al P. Xifré que considerase la posibilidad de que nuestros estudiantes fueran a estudiar a los seminarios diocesanos a fin de tener como condiscípulos a los futuros párrocos y así crear lazos adecuados para la colaboración en el ministerio. La colaboración con los seglares, sin embargo, no adquirió mayor relieve. Aquella preocupación de Claret, reflejada en la Hermandad del Santísimo e Inmaculado Corazón de María (1847), que comprendía por igual sacerdotes y seglares para el apostolado, no tuvo demasiado eco en la Congregación primitiva. Tampoco prendió la idea expuesta en el prólogo a las Reglas de clérigos regulares (1864). Han tenido que pasar bastantes años para que los misioneros claretianos tomáramos conciencia y asumiéramos la responsabilidad acerca de la colaboración con los seglares en el servicio misionero de la Palabra. 4.3.2. La colaboración a partir del Vaticano II El Concilio Vaticano II abrió un camino hacia lo que se ha llamado “eclesiología total”. En esta eclesiología la unidad está antes que la distinción, y la variedad de ministerios se funda y alimenta desde la riqueza del Espíritu que otorga carismas y

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ministerios para el bien de su Pueblo. La experiencia de la vida según el Espíritu precede a cualquier articulación y variedad de vocaciones. “Hay en la Iglesia diversidad de ministerios pero unidad de misión” (AA 2). En este contexto carismático y ministerial, la colaboración en el ministerio de la Palabra adquiere nuevas implicaciones y mayor extensión. Los Capítulos Generales progresivamente, sobre todo desde 1979, han ido explicitando su densidad y extensión. Así, la Misión del Claretiano Hoy (MCH) ofrece una relectura de la misión claretiana desde el carisma de Claret y la nueva eclesiología. Está muy cercana la publicación de la Evangelii Nuntiandi y la celebración de la Conferencia del CELAM en Puebla. Lo que dice la MCH en los nn.112-122 y el n.140 en torno a la dimensión comunitaria eclesial de la evangelización es un mensaje decisivo e impulsor de una nueva forma de ver la colaboración. Se explicita después al hablar de las opciones en los nn.177-179. Se sacan luego las consecuencias en los nn.185-187 y se hacen las oportunas aplicaciones en la tercera parte, a la hora de hablar de la inserción en las Iglesias particulares, nn.212-230. Es clara la amplitud que cobra en este Capítulo de 1979 la colaboración, no sólo con los Pastores, con la Familia Claretiana, con los ministros ordenados, otros religiosos y laicos, sino con todos los que buscan la transformación del mundo según el designio de Dios y, particularmente, con los pobres que pretenden alcanzar el justo reconocimiento de su dignidad. El Capítulo de 1985 reafirma las opciones y prioridades marcadas por la MCH. Así aparece en su documento final (CPR 73-75). Y da un impulso fuerte a favor de la colaboración con los seglares y el Movimiento de los Seglares Claretianos (cf. n.86). Nuevas circunstancias eclesiales permiten al Capítulo de 1991 ensanchar la mirada desde la eclesiología de comunión orgánica de los Sínodos de 1985, 1987 y 1990, y desde la carta apostólica Mulieris Dignitatem y la encíclica Redemptoris Missio. Es clave el n.4,4 del documento Servidores de la Palabra donde, al señalar que nos hallamos implicados en la nueva evangelización, se dice que esta “tiene como sujeto activo y responsable todo el Pueblo de Dios, hombres y mujeres, con sus diferentes carismas y ministerios”. El n.9 hace una síntesis de los presupuestos carismáticos y eclesiológicos de nuestra colaboración en la Iglesia con todos los miembros de la misma. Luego va presentando aplicaciones concretas, particularmente con referencia a la Familia Claretiana y al laicado, en los nn.11,2; 16; 16,2; 19,2; 27,2; 29,3; 31,2; 33,1. En el documento En Misión Profética (EMP) del Capítulo de 1997, que tiene como tema la dimensión profética de nuestro servicio misionero de la Palabra, subyace la preocupación por la comunión como signo para que el mundo crea y para abordar el ingente número de desafíos que tiene la evangelización (cf. n.27). Reafirma, desde la vida en comunión, la colaboración con todos los agentes en la evangelización: abriéndonos a los otros carismas y ministerios y aportando el nuestro (cf. n.33,1), buscando formas nuevas de compartir la vida y el compromiso misionero con laicos (cf. n.33,2), especialmente con los Seglares Claretianos (cf. n.33,3), y esforzándonos en trabajar conjuntamente con aquellos hombres y mujeres, instituciones y grupos, que asumen el testimonio profético del Reino de Dios (cf. n.33,4). Subraya la colaboración en perspectiva de misión compartida en el n.50,1-3 y en el n.62,2. 4.3.3. Relectura de la “colaboración” desde la “misión compartida”

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El Capítulo del año 1991 equiparó la colaboración en el ministerio de la Palabra con la expresión carismática claretiana “hacer con otros” (cf. SP 9). En los documentos capitulares de 1991 (SP) y de 1997 (EMP) se ha usado unas cuantas veces indistintamente “compartir” y “colaborar”. Pero ha sido el Capítulo del año 2003 el que ha tratado directamente el tema de la misión compartida y así lo ha reflejado en el documento Para Que Tengan Vida (PQTV). La declaración capitular da por supuesta toda la reflexión que se ha originado en la Iglesia en estos últimos años sobre la colocación de los carismas en el centro de la comunidad eclesial, Familia de Dios, que parte de la eclesiología trinitaria y eucarística y se realimenta y dinamiza desde la espiritualidad de comunión. Se comprende la misión desde la circularidad, armonía y reciprocidad de los carismas y ministerios, que se nutren de la caridad y se abren a los grandes diálogos y urgencias de la misión del Pueblo de Dios. Esa reciprocidad se expresa en las relaciones de intercambio entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares. Estos presupuestos, que se han explicitado en los Sínodos vocacionales (laicos, sacerdotes, consagrados y obispos), nos han hecho sentir la necesidad de potenciar la colaboración, que no significa sumar tiempo, economía y energías personales, sino revivir el espíritu de comunión que dio origen a la Congregación como comunidad de servicio misionero de la Palabra. Nuestra comunidad misionera se ha sentido llamada a hacer vida la colaboración no por motivos de mera organización o rendimiento, sino por docilidad al dinamismo del Espíritu, que es espíritu de concordia, de comunión, de unidad. De una manera más inmediata, durante el sexenio 1997-2003 se estudió en diversos foros y encuentros el tema de la misión compartida. La Congregación fue sensibilizada ante esta forma de vivir y ejercer nuestra misión evangelizadora. De hecho, al Capítulo de 2003 llegaron muchas y valiosas aportaciones sobre la misión compartida. El documento del mismo (PQTV) recoge las más sobresalientes inquietudes y ofrece claras orientaciones sobre este asunto, que considera uno de los prioritarios para el sexenio. Al introducir esta expresión empalma con la carismática fórmula claretiana “hacer con otros” (cf. PQTV 35). La misión compartida ha sido contemplada como eje articulador de otros muchos aspectos de nuestra vida misionera. Así se explica el lugar que ocupa esta opción en el documento final (cf. nn.35 y 37, otras referencias nn.44 y 65). En el n.66 ofrece indicaciones para avanzar en misión compartida. Pero ¿qué aporta de nuevo a la colaboración? El mismo Capítulo da la clave del cambio de mentalidad que se origina al proponer este modo de misión. Subyace la comprensión comunitaria de la misión y la correlación necesaria de todas las formas de vida y ministerio para afrontar los retos de nuestro planeta a la evangelización. Y pretende evitar actitudes unilaterales (autosuficiencia, autoritarismo, recelos, imposición, dominación masculina, intereses institucionales) y favorecer la colaboración de todos los carismas, la corresponsabilidad, la confianza, la fraternidad y el servicio humilde (cf. PQTV 36). Este compartir dones y relaciones cualifica nuestra forma de ser y de actuar en la Iglesia, en tanto que colaboradores en el servicio misionero de la Palabra. Fomenta el reconocimiento de lo que los otros son y hacen, la generosa cooperación sin protagonismos. Hace posible que la Iglesia sea verdadera escuela y casa de comunión (cf. NMI 43) y permita entrever la presencia operante de la Trinidad en nuestra historia.

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Subraya en nuestra espiritualidad la sencillez, la disponibilidad, la condición de discípulos y condiscípulos. Nos invita a que seamos “humildes siervos de la viña del Señor”. Nos obliga a revisar los proyectos a la luz de lo que más conviene a la construcción del Reino. Nuestro porte o estilo de vida es la transparencia, la oblatividad, la cordialidad. Y nuestro actuar el ministerio de la Palabra será propositivo y no impositivo. Buscará la concordia, el ecumenismo, la paz, y alumbrará la esperanza escatológica desde el caminar en comunión con todos. Nuestro lenguaje habrá de ser inclusivo (hombres y mujeres) e integrador, buscando la forma de romper toda discriminación y exclusión.

III. ELEMENTOS PARA COMPARTIDA

LA

ESPIRITUALIDAD

DE

LA

MISIÓN

La misión compartida es un camino pascual de muerte y resurrección, porque exige acabar con un estilo de vida y de misión individualista y elitista para resucitar a un modo nuevo de vivir la comunión y la misión eclesial. Vivir y actuar en misión compartida exige un cambio de mentalidad en todos: presbíteros, religiosos y seglares. Plantea el desafío de llegar a unas relaciones maduras y marcadas por la autonomía, la interacción, el espíritu de comunión y la necesidad de reciprocidad y complementariedad.

1. Identificación con Jesús y su misión “Vino a Nazaret, donde se había criado; entró, según su costumbre, en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías, lo desenrolló y halló el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”. (Lc 4,16-21) Jesús se presenta como el Profeta por excelencia, el llamado-enviado por Dios para anunciar su Palabra. El título de profeta es el único que agradaba a Jesús mientras estuvo en nuestra tierra. Como profeta ha sido enviado por Dios. Enviado y apóstol son términos sinónimos. El Padre es el “mitente”, aquel que envía; Jesús es el enviado (cf. Lc 9,35), el apóstol, el encargado de anunciar y realizar el plan de Dios sobre el ser humano. Un plan que es buena noticia liberadora de las limitaciones humanas, y que no es indiferente en cuanto a sus destinatarios: se dirige especialmente a los pobres, a los cautivos, a los ciegos, a los oprimidos. Dios, pues, anuncia la paz y la liberación por medio de Cristo (cf. Hch 10,36). La palabra del anuncio de Jesús es la historia de su vida, de su muerte y su resurrección. Y esta historia es el mensaje de vida para todos; mensaje que empieza a ser proclamado en la sinagoga de Nazaret y que encuentra en los apóstoles sus primeros continuadores. Estos son también mensajeros de paz (cf. Rom 10,15) y liberación. El mismo Jesús los llama y envía (cf. Lc 9,1-6). Y su mensaje sigue estando presente en aquellos que, como el Profeta, hemos sido ungidos para anunciar la Buena Nueva.

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El mensaje de liberación y de vida que empieza a ser proclamado en la sinagoga de Nazaret encuentra en los apóstoles y los primeros discípulos sus primeros destinatarios y continuadores. Y es que Jesús desde el inicio de su ministerio quiso contar con otros para llevar adelante su misión. La suya era una misión compartida. Por eso:  “Convocó a los que él quiso y se fueron con él... para convivir con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,13-14).  “A continuación fue también Él caminando de pueblo en pueblo y de aldea en aldea, proclamando la Buena Noticia del Reino de Dios, acompañado por los Doce y algunas mujeres,… y otras muchas que les ayudaban con lo que tenían” (Lc 8,13).  Después amplió el grupo de los enviados a setenta y dos (cf. Lc 10,1ss).  Formó con quienes compartía la misión una comunidad de vida, que era enclave del Reino y que se caracterizaba por: - Ser una comunidad de hermanos: no hay líderes, ni padres, ni maestros (cf. Mt 23,8-10). - Compartir la experiencia de Dios (cf. Jn 15,15). - Hacer del poder un servicio, porque quien quiere ser el primero se hace esclavo de todos (cf. Mc 10,44). - Compartir la vida y los bienes: nadie tiene nada como propio (cf. Mc 10,28) y poseen una caja común de la que participan los pobres (cf. Jn 13,29). - Fomentar la capacidad de perdón y reconciliación, y no la condena (cf. Mt 18,18). - Ser una comunidad de amigos, no de siervos (cf. Jn 15,15). - Vivir la alegría en medio del dolor y la persecución (cf. Mt 5,12). Antes de ascender al cielo dijo a sus discípulos: “id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15). Igual que Jesús, sus enviados son también mensajeros de paz (cf. Rom 10,15) y liberación, y su mensaje sigue estando presente en aquellos que, como Él, han sido ungidos por el Espíritu para anunciar la Buena Nueva del Reino. Quienes somos llamados a continuar la misión de Jesús, somos invitados seguirle y configurarnos con Él. En el Bautismo recibimos el Espíritu y participamos de su unción profética. Fuimos injertados en Él, y así, viviendo su misma vida, existimos POR ÉL, vivimos CON ÉL, somos EN ÉL. Esta experiencia es la que vivió Pablo y por eso afirma: "Ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,2). Los enviados evangélicos han de vivir y evangelizar “dejándose guiar por el Espíritu” (RM 87) para configurarse con Jesucristo, el Hijo evangelizador en el Espíritu. Cristo Resucitado nos llama a seguirle, nos reúne en comunidad y quiere que compartamos con Él su misión. Esto significa compartir la utopía, la esperanza y el entusiasmo por su causa, el Reino, del cual somos herederos. Somos una comunidad de seguidores de Jesús que, guiados y conducidos por su Espíritu, comparte la misión y existe para el Reino. Seguir a Jesucristo, camino, verdad y vida, implica hacer nuestra su dedicación total al servicio del Reino, su fidelidad a la misión, su entrega generosa para la salvación integral del ser humano, su amor preferencial por los pobres y excluidos, su oración confiada al Padre y su experiencia de la bondad, fidelidad y misericordia divinas.

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Junto a Jesús nunca puede faltar en nuestra espiritualidad, como Hijos del Corazón de María, la mediación de la Madre. Como Claret, nos sentimos vinculados a Ella en el ejercicio de nuestra misión. Ella es la fragua ardiente donde nos forjamos para ser lanzados como flechas al corazón del hombre de hoy. “La comunidad descubre y aprende en el Corazón de María el camino de la escucha. Habitada por la Palabra, no vivirá dividida, ni será insensible a los clamores de Dios en los hombres”8.

2. Espiritualidad de la comunión “Que todos sean uno como Tú, Padre, en mí y yo también en ti, a fin de que también ellos estén en nosotros, y así el mundo crea que Tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y el mundo crea que tú me has enviado y que yo les he amado a ellos como Tú me has amado a mí”. (Jn 17,21-23) Cuando se terminaba de escribir el evangelio de Juan, la incipiente desunión entre los cristianos y la aparición de las divisiones eran ya un problema serio. Por eso el evangelista pone en labios de Jesús esta oración por la unidad de sus seguidores. Jesús pide “que todos” constituyan una unidad comparable a la que existe entre el Padre y el Hijo, caracterizada por la mutua inhabitación (cf. Jn 10,38; 14,10), porque el Padre ama al Hijo y no posee nada para sí (cf. Jn 3,35; 17,23) y porque el Hijo hace suya la voluntad del Padre (cf. Jn 5,19). En una palabra, por la actitud de servicio recíproco. Quienes están llamados a estar unidos entre sí deben permanecer en el Padre y en el Hijo, en la más estrecha unión vital con ellos. Jesús ha hecho a sus discípulos partícipes de la “gloria” que ha recibido del Padre. Y esto, precisamente, es lo que hace posible la unión con Jesús y, por medio de Él, con el Padre. Permaneciendo “en nosotros” se hará realidad la unidad de los creyentes. El que “sean uno” es, para Jesús, condición indispensable para que el mundo crea en Él y conozca el amor de Dios, de forma que “la suerte de la evangelización está vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia” (EN 77). La comunión que Jesús pide para sus discípulos es efecto del cuidado y la vigilancia del mismo Dios Padre. Es el Padre Santo quien cuida la unidad y vela por ella. La comunión es un don ofrecido a los discípulos de Jesús para ser disfrutado como el mejor de los regalos. El Vaticano II habla de unidad de comunión (cf. LG 15). En el campo extenso y profundo de la comunión deben situarse las diversas maneras de ser cristiano: laicos, religiosos y ministros ordenados. Porque todos:  Formamos parte del Cuerpo de Cristo como miembros activos (cf. 1 Cor 12,12-30), nadie debe estar ocioso.  Somos piedras vivas en el templo del Espíritu (cf. 1 Pe 2,5), nadie es imprescindible y todos somos necesarios.  Somos hermanos iguales en dignidad (cf. Mt 23,8), nadie es ciudadano de segunda categoría. El desafío del nuevo milenio es hacer de la Iglesia casa y escuela de comunión, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo. Juan Pablo II se pregunta: “¿Qué significa todo esto en concreto? Antes de 8

“Nuestra Espiritualidad Misionera”, pág. 31.

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programar iniciativas operativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como ‘uno que me pertenece’, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un ‘don para mí’, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber ‘dar espacio’ al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Gal 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias” (NMI 43). Es evidente que la comunión y la misión tienen una innegable dimensión eclesial: no se puede compartir la misión con la Iglesia sino compartiendo la misión de una Iglesia. Para ello, cualquier planteamiento de misión compartida hay que vivirlo en una Iglesia local, formando parte de ella y trabajando por ella, ya que es el lugar de convergencia, de complementariedad, integración y valoración de los distintos carismas y ministerios. La fidelidad al Espíritu construye y testimonia la comunión que somos y que estamos llamados a vivir en plenitud en sus dos dimensiones: hacia dentro y hacia fuera, para la misión. La comunión no surge de forma espontánea, es un don que hay que pedir y, al mismo tiempo, buscar y procurar. La verdadera comunión es un don del cielo que sólo alcanzan aquellos que honestamente comparten la riqueza de la diversidad, teniendo un solo corazón y una sola voluntad. Es, por tanto, compatible con las diferencias y se realiza siempre en la variedad. De lo contrario, lo que se lograría sería pura unicidad o dominio de unos sobre otros. La comunión en la fe, la vida y el testimonio de la comunidad, no suprime la diversidad de sus expresiones y realizaciones; al contrario, la genera. Por eso, para compartir la misión es necesario aceptar de corazón las diferencias y las limitaciones mutuas, poner en común los valores y las necesidades y buscar más lo que nos une que lo que nos separa.

3. Espiritualidad de la complementariedad y la reciprocidad “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de actividades, pero uno mismo es el Dios que activa todas las cosas en todos. A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos. (…) Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, por

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muchos que sean, no forman más que un cuerpo, así también Cristo. Porque todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido un mismo Espíritu en el bautismo, a fin de formar un solo cuerpo; y todos hemos bebido también del mismo Espíritu. (…) Y el ojo no puede decir a la mano: no te necesito; ni la cabeza puede decir a los pies: no os necesito (…) ¿Que un miembro sufre? Todos los miembros sufren con él. ¿Que un miembro es agasajado? Todos los miembros comparten su alegría. Ahora bien, vosotros formáis el Cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es un miembro. Y Dios ha asignado a cada uno un puesto en la Iglesia”. (1 Cor 12,4-28) Pablo nos enseña a ver la Iglesia como obra maravillosa del poder de Dios y como el ámbito en que las tres divinas personas se hacen activamente presentes. Todo comienza por el bautismo en un mismo cuerpo mediante la acción de un mismo Espíritu (v.13). Tal vez la expresión “haber sido abrevados en un mismo Espíritu” haga referencia también a la Cena del Señor, celebrada todavía bajo las dos especies; el verbo “beber” puesto en voz pasiva indica que es Dios mismo quien nos da a beber su Espíritu, el Espíritu de Cristo Resucitado. Las consecuencias son de envergadura. Por haber bebido de un mismo Espíritu y haber sido sumergidos (bautizados) en un mismo cuerpo por obra de ese mismo Espíritu, los muchos resultamos uno, lo diferencial retrocede y lo común prevalece. El Espíritu es un incansable operador de unidad, es él quien edifica la Iglesia como un solo cuerpo (v.12). Ya no se puede seguir hablando de esclavos y libres, de antiguos judíos y antiguos paganos, todos son “uno en Cristo” -en Gal 3,28, en contexto semejante al nuestro, “se suprime” también la diferencia entre varones y mujeres-. Somos un cuerpo, el de Cristo Resucitado; de algún modo nos ha absorbido en sí comunicándonos su mismo ser, su misma gloria. Vivimos una misma vida. Lo evidente en esta teología paulina es la unidad. La antigua fábula de la sociedad civil comparable a un cuerpo humano ayuda a Pablo a explicar la diversidad de miembros y funciones; diversidad menos evidente que la unidad, y que necesita ser justificada teológicamente. Donde está Cristo están también el Padre y el Espíritu, y cada una de las personas divinas despliega su fuerza en los bautizados: el Espíritu distribuye carismas (12,4), el Señor Jesús encomienda servicios (12,5), Dios Padre concede poderes extraordinarios (12,6), dones orientados a la edificación del Cuerpo de Cristo, que es la comunidad cristiana. Por estar formada por personas en camino, esta necesita diversas energías y servicios que la ayuden a crecer y perfeccionarse, a tender permanentemente “a la estatura de Cristo en su plenitud” (Ef 4,13). Ese poder de Dios no se da para lucimiento de las personas individuales, o para que puedan presumir con autosuficiencia. Es importante la cabeza, pero también lo son los pies (1 Cor 12,21); y ninguno vive para sí, sino todos para el conjunto. Se trata de una realidad teológica, de algún modo mistérica, pero no sustraída a nuestro campo de experiencia; la teología se verifica en la vida. Por eso Pablo, antes de pasar a una enumeración escalonada de los posibles dones, advierte -en parte como indicativo, en parte como imperativo- que si un miembro sufre todos sufren con él, y si un miembro recibe honores todos se alegran con él (12,26). La diversidad no puede generar contraposición, discriminación o exclusión reciproca; todo lo contrario, es una bendición para la vida y misión de la Iglesia, ya que ningún carisma, forma de vida o ministerio puede abarcar la riqueza insondable de Cristo; cada uno a su modo significa y expresa la unidad y la diversidad que es Cristo mismo. Cada uno de los colectivos o personas que comparten la misión tienen su propia identidad personal, vocacional y carismática. Todos, teniendo clara su propia identidad, la hacen patente en el encuentro y la complementariedad con los otros. Es más, la

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identidad carismática de la Iglesia y la naturaleza de su misión requieren reciprocidad y complementariedad, de forma que la riqueza y la variedad de dones es una oportunidad para el intercambio y el enriquecimiento mutuo: “la comunión está estrechamente unida a la capacidad de la comunidad cristiana para acoger todos los dones del Espíritu. La unión de la Iglesia no es uniformidad, sino integración dinámica de las legítimas diversidades. Es la realidad de muchos miembros unidos en un solo cuerpo, el único Cuerpo de Cristo” (NMI 46). La misión no depende de la genialidad individual de cada uno de sus miembros, sino de quienes forman un solo cuerpo y se dejan guiar por el Espíritu con sentido de unidad y complementariedad. “La comunión operativa entre los diversos carismas asegurará, además de un enriquecimiento recíproco, una eficacia más incisiva en la misión” (VC 74). Por eso, los que comparten la misión, dejando atrás su propio individualismo o interés, algo que no resulta fácil, y anteponiendo la realización de la misión de la Iglesia, deben desear complementarse y enriquecerse mutuamente. Entre los creyentes la complementariedad siempre es fecunda. Queda desnaturalizada cuando las relaciones están marcadas por los planos superior-inferior o por los roles sociales o laborales. La reciprocidad supone disposición para compartir con el otro y deseo de que el otro comparta conmigo. Es entrar en la dinámica del dar y recibir, amar y ser amado. Esto es posible cuando se tiene capacidad para compartir las diferencias como riqueza y amar los frutos que brotan del esfuerzo común sin que nadie se los atribuya como algo exclusivamente propio.

4. Espiritualidad de la corresponsabilidad “Durante la cena, Jesús se levanta de la mesa, se quita el manto, y, tomando la toalla, se la ató a la cintura. Después echa agua en un recipiente y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba en la cintura. Llegó a Simón Pedro, el cual le dice: Señor, ¿tú me vas a lavar los pies? (…) Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: ¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me llamáis maestro y señor, y decís bien. Pues si yo, que soy maestro y señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”. (Jn 13,4-17) Cuando comienza su Pascua, motivada por el amor hasta el extremo, Jesús realiza uno de los gestos simbólicos más desafiantes para la comunidad cristiana. Él, que ha venido a servir y dar la vida, lava los pies a sus discípulos, tarea considerada por los hebreos propia sólo de los siervos, no de los señores. Pedro intuyó que este no era un gesto inocente: si el Maestro y el Señor hacía esto, ¿qué les tocaría hacer a ellos? En Pedro tienen todavía mucha fuerza los esquemas de poder y dominio de los que gobiernan este mundo. Las resistencias del Apóstol muestran los miedos lógicos de aquel a quien le cuesta ser el último y el servidor de todos, y, al mismo tiempo, manifiestan las resistencias a asumir el nuevo modelo de relaciones inauguradas por Jesús, basadas en el amor recíproco. En

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efecto, los seguidores de Jesús están llamados a entablar entre sí unas relaciones en las que el importante es el que sirve y el primero es el que se hace servidor de todos. Con el mandato “vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (v. 14), Jesús señala con claridad el camino a seguir en las relaciones de la comunidad cristiana, que han de estar caracterizadas por:  La generosidad de lavar y dejarse lavar, de dar y recibir, propia de quienes quieren ser los últimos y los servidores de todos.  La capacidad de abajarnos para hacernos cargo de las miserias y de la intimidad del hermano (el pie, signo de intimidad en oriente).  La humildad de quien se siente pobre y necesitado del servicio y de la mano del hermano, que limpia y sana las suciedades y heridas que nos deja el camino. La Iglesia no es sociedad, sino comunidad; en la sociedad se ejerce el poder y en la Iglesia no hablamos de poder, sino de comunión y servicio. Dado que es una comunidad en la que todos somos iguales y todos somos igualmente responsables, en ella la participación y la corresponsabilidad de todos tiene que ser mucho mayor y más real que en cualquier sociedad democrática. Si a esto, aunque la expresión sea inadecuada, lo queremos llamar democracia, la Iglesia tiene que ser “superdemocrática”. La Iglesia está llamada a vivir y exagerar los valores de la democracia, pero desde principios ajenos al "poder del pueblo"; desde la igualdad y la fraternidad, constitutivas del pueblo de Dios. La Iglesia es una democracia por exceso, ya que va mucho más allá que cualquier otra democracia nacida de la libre voluntad de los pueblos. Dice nuestro XXIII Capítulo General que entender la misión como compartida supone favorecer, entre otras cosas, la corresponsabilidad y el servicio humilde (cf. PQTV 36). Corresponsabilidad significa responsabilidad compartida. Y responsabilidad quiere decir dar respuesta. Es responsable quien, con gozo y espíritu de sacrificio, ofrece un servicio sincero y humilde. Somos hijos de la sociedad postmoderna que nos ha contagiado con su individualismo exacerbado. Aunque lo denunciemos, somos hijos también de la sociedad neoliberal que nos ha infiltrado su afán de competencia y de protagonismo. La misión compartida nos exige renunciar a todo eso, volver al Evangelio y cambiar el afán de ser primeros por el de ser últimos y servidores de los demás. Enviados y agraciados con unos dones para ser puestos al servicio de la misión, asumimos el deber y el derecho de compartir con otros responsabilidades, decisiones y acciones. La corresponsabilidad implica aceptar y coordinar armónica y eficazmente la propia responsabilidad con la de los demás, de manera que la distribución y diferenciación de tareas favorezca la consecución del objetivo o la finalidad del proyecto que se lleva entre manos. La lealtad, la autodisciplina, la integridad, la autenticidad y la coherencia la propician y la fomentan. Corresponsabilidad no significa transferencia de responsabilidades, sino adecuado reparto de las mismas en un clima de unidad. La corresponsabilidad se hace especialmente patente cuando existe comunión entre quienes tienen conciencia de que han sido llamados a servir y a dar la vida. Estamos en un momento en el que es necesario impulsar al máximo los instrumentos y medios institucionalizados de corresponsabilidad eclesial que hagan posible la Iglesia de comunión que se abrió paso en el Vaticano II: la Iglesia Pueblo de

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Dios corresponsable, toda ella servidora del Reino en medio del mundo. “Es necesario, pues, que la Iglesia del tercer milenio impulse a todos los bautizados y confirmados a tomar conciencia de la propia responsabilidad activa en la vida eclesial...” (NMI 46). Todo aquello que haga posible y patente la corresponsabilidad y el servicio humilde entre nosotros conducirá a la construcción de comunidades eclesiales más fraternas, misioneras y solidarias, que es como las quería Jesús. En comunidades verdaderamente corresponsables es donde mejor se puede garantizar la identidad y la aportación específica a la misión de cada uno de los carismas, y donde se puede enriquecer la acción evangelizadora con la aportación servicial variada y creativa de todos sus miembros. A quienes compartimos la misión se nos plantea el reto de asumir el papel que nos corresponde en la Iglesia. El sentido de corresponsabilidad y de servicio humilde en la misión hace que el evangelizador tenga muy claro que él forma parte de un pueblo en el que todos somos llamados a trabajar por la evangelización de nuestro mundo, sin perder de vista que “los retos de la misión son de tal envergadura que no pueden ser acometidos eficazmente sin la colaboración, tanto en el discernimiento como en la acción, de todos los miembros de la Iglesia...” (VC 74).

5. Espiritualidad del diálogo y la comunicación “Aparecieron lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Se llenaron del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu les permitía expresarse… Se reunió una gran multitud, y estaban asombrados porque cada uno oía a los apóstoles hablando en su propio idioma. Fuera de sí por el asombro, comentaban: ¿Acaso los que hablan no son galileos? ¿Cómo es que cada uno los oímos en nuestra propia lengua nativa?… Todos los oímos contar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”. (Hch 2,3-11) El día de Pentecostés, el día de las inundaciones del Espíritu, es el día del comienzo universal. El acontecimiento se produce en un lugar delimitado (v.1) e implica a un número restringido de personas, pero a partir de ese momento y de esas personas comienza una dinámica evangelizadora de ilimitadas dimensiones. El hecho de que en la escena aparezcan “lenguas” guarda íntima relación con el modo prodigioso como hablan los discípulos, obra del Espíritu. Su hablar “en lenguas extrañas” era, como se resalta expresamente, un hablar especial por obra del Espíritu, no un hablar corriente. La fuerza del Espíritu de Dios, que acaba de descender sobre ellos, empuja a los discípulos a hablar, y da forma y contenido a sus palabras. El mensaje de que Jesucristo ha resucitado llega a todos, desde Asia hasta África, “y también los forasteros, romanos -tanto judíos como prosélitos-, cretenses y árabes” (Hch 2,11). Es el Espíritu quien capacita a los testigos de Jesucristo resucitado para hablar en “nuestras lenguas” (factor de unidad contrapuesto a la dispersión de la humanidad en Génesis 11,1-9, el episodio de la torre de Babel). Además, en este día (y a partir de entonces) todos hablan de “las maravillas de Dios”, participando de esta forma en la misión apostólica. La invitación a participar de la salvación es para todos los hombres y mujeres sin distinción de razas, porque no hay más “ni judío, ni griego, ni esclavo, ni libre, ni hombre, ni mujer” (Gal. 4,27). Todos están llamados a hablar de las maravillas de Dios.

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La dinámica de misión compartida exige un gran nivel de comunicación. La comunicación es algo irrenunciable en los procesos de misión compartida. La comunicación fluida facilita el encuentro de quienes son amigos de la verdad y de quienes no van a imponer y a vencer, sino a exponer y a buscar. El diálogo y la comunicación entre hermanos que comparten la misión es un ejercicio de reciprocidad de presencias y acciones en igualdad consentida. Entrar en diálogo supone asumir una dinámica de modificación íntima de uno y de otro que facilita el tomar acuerdos que van más allá de las pretensiones de cada uno y de las ideas limitadas y parciales de ambos. La comunicación verdadera es la mejor medicina preventiva y curativa de conflictos y tensiones. La falta o la pobreza de comunicación entre quienes comparten la misión atenta contra la comunión y hace difícil la participación activa y responsable de todos, ya que convierte al hermano en un extraño y hace anónima cualquier relación. No se trata de que quienes comparten la misión tengan que ser forzosamente amigos íntimos, pero sí de que exista una relación cordial entre ellos que posibilite un diálogo abierto en el que se clarifiquen planteamientos, objetivos, actitudes y, en ocasiones, conductas. Para que la comunicación sea fluida no se puede perder de vista que la expresión “misión compartida” implica un significado analógico. Compartimos el espíritu misionero en la Iglesia desde distintas funciones y responsabilidades, a distintos niveles y en distintos ámbitos. Dentro de esta dinámica es preciso evitar todo atisbo de igualitarismo, tanto antropológico y cultural como vocacional y pastoral. Es necesario precisar lo que cada uno puede aportar como propio y cuáles son los roles y competencias para compartir la misión en el área de la pastoral. Por diversas causas se está dando especial importancia en la vida de la Iglesia a la relación hombre-mujer, que hace tan rica y creativa la participación y corresponsabilidad en los diversos ámbitos espirituales, pastorales y formativos. La comunicación entre géneros se hace fecunda a partir de la aceptación de las diferencias. La diferencia no rompe la igualdad. Ser varón y ser mujer son dos maneras distintas de ser persona. Lo masculino y lo femenino se potencian mutuamente y posibilitan el desarrollo en todos los ámbitos: biológico, espiritual, cultural, artístico, político, social… El diálogo entre varón y mujer supone respetar la dignidad de la otra persona y sus valores propios; descubrir y apreciar lo que nos convoca, nos une y nos complementa. Una adecuada comunicación entre hombre y mujer pone en situación de revisar esquemas de interpretación y actitudes de comportamiento.

6. Espiritualidad del conocimiento mutuo “Os recomiendo a nuestra hermana Febe, que está al servicio de la iglesia de Cencreas. Recibidla en el Señor, como corresponde a creyentes, y ayudadla en lo que necesite de vosotros como corresponde a creyentes, pues también ella ha favorecido a muchos, entre ellos a mí mismo.

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Saludos a Prisca y Aquila, mis colaboradores en Cristo Jesús, quienes, por salvar mi vida, se jugaron la suya. Saludad a Epéneto,… Saludad a María,…; a Andrónico y a Junias,… Saludad también a Ampliato,…; a Urbano,… y a mi querido Estaquis. Saludad a Apeles,… y a los de la casa de Aristóbulo. Saludos para mi paisano Herodión y para los cristianos de la casa de Narciso; para Trifena y Trifosa,… y para la querida hermana Pérside. Saludad a Rufo,…, y a su madre que es como si fuera mía. Saludad a Asíncrito, a Flegón, a Hermes, a Patrobas, a Hermas y a los hermanos que viven con ellos. Saludad también a Filólogo y a Julia; a Nereo y a su hermana; a Olimpo y a todos los creyentes que están con ellos. Saludaos, en fin, unos a otros con el beso santo. Os saludan, a su vez, todas las iglesias de Cristo”. (Rom 16,1-15) El apóstol tiene un gran círculo de relaciones. A algunos los llama parientes, quizá unas veces en sentido propio (16,7.11a) y otras en sentido figurado: reconoce a la madre de Rufo como madre propia (16,13). No tiene complejo en que se sepa que algunos “fueron en Cristo antes que yo” (16,7). No se puede ser apóstol sin actitudes de cercanía, de amistad, y sin libertad de celos. Justamente Pablo se presenta como un hombre de gran corazón: ama, tiene amigos y amigas. Encontramos el adjetivo-participio agapetós/agapeté aplicado a Epéneto (v.5), a Ampliato (v.8), a Estaquis (v.9), a Pérside (v.12). Sin duda fue esa estrecha relación humano-cristiana la que llevó a Prisca y Aquila a ofrecer el cuello por él (v.4). Y Pablo quiere que se sepa. Para otros tiene adjetivos de distinción: Apeles es un “cristiano a toda prueba” (gr. dókimos, v.10), y Rufo es un “selecto en el Señor” (gr. eklektós, v.13). El apóstol reconoce la valía de sus hermanos y colaboradores. Bastantes de las personas aquí recordadas y saludadas por Pablo se caracterizan por su trabajo apostólico al lado del apóstol: “mis colaboradores en Cristo Jesús” (16,3; cf. 16,9), “ha trabajado mucho por vosotros” (v.6); algunos reciben incluso el título de “apóstoles” (v.7), que Pablo comparte fácilmente (cf. 1 Cor 1,1); de varias mujeres afirma que “se han afanado en el Señor” (v.12). Esos afanes han llevado a algunos a correr la misma suerte del evangelizador: fueron a la cárcel con él (v.7). Al inicio del capítulo destaca la personalidad de Febe, que tiene un ministerio en la iglesia de Cencreas, es de gran utilidad por sus servicios a los creyentes, y Pablo no se recata en reconocer que “ha favorecido a muchos, entre ellos a mí mismo”. Pablo ha depositado mucha confianza en estos colaboradores; hay entre ellos bastantes “dirigentes de comunidad”, de una “iglesia que se reúne en su casa” (cf. 1 Cor 16,19). Es el caso de Prisca y Aquila (v.5); probablemente el de “los cristianos de la casa de Narciso” (v.11); Flegón, Hermes, Patrobas, Hermas, y “los hermanos que viven con ellos” (v.14); y Nereo, su hermana, Olimpo y “todos los creyentes que están con ellos” (v.15). Y no parece que estos servicios se limiten a dar sedimento a lo ya hecho. Prisca y Aquila deben de haber trabajado como misioneros itinerantes, por aldeas donde no había judíos, de modo que “todas las iglesias de los gentiles les están agradecidas” (v.4). En resumen podríamos decir que, junto al apóstol y participando de su vocación y entrega, va surgiendo toda una constelación de colaboradores que dan continuidad a su labor misionera, le protegen a él mismo y sostienen su obra. Constituyen su nueva familia en el Señor, por eso les llama hermanos, queridos, parientes, “madre”. Al entrar en contacto con la intimidad de Dios se abre un paisaje nuevo ante nuestros ojos atónitos, pero iluminados: descubrimos que hay un lugar secreto donde se unen los contrarios y desde donde se reconcilian los diferentes. La misión compartida implica conocer y comprender desde Cristo y desde la dimensión teologal y creyente a quienes comparten con nosotros la misión. Se trata de entenderlos fraternalmente, de

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tener una sensibilidad especial para percibirlos, antes de nada, como hermanos, y tener una disposición abierta a colaborar con ellos. Quienes comparten la misión han de conocerse bien para estimarse mutuamente y valorarse más. El conocimiento del otro nos lleva a respetarlo y valorarlo en su identidad personal y carismática, permitiéndole ser y actuar siendo él mismo -original y diferente- en comunión con todos. Para que sea posible el conocimiento y la comunión de los que comparten la misión es necesario abrirse. Lo encerrado, tarde o temprano, se corrompe. La falta de apertura, transparencia y diafanidad impiden el conocimiento, la comprensión y la valoración del otro. El mejor medio para promover el conocimiento recíproco y la comunión es el diálogo de vida, un diálogo que va más allá de las palabras, un diálogo animado por la caridad (cf. VC 50), que posibilita colocarse en la perspectiva del otro y reconocer y comprender sus sentimientos y actitudes, así como las circunstancias que le afectan en un momento determinado. El conocimiento y la comprensión de la realidad del otro, que incluye cualidades y limitaciones, es clave para convivir satisfactoriamente y para afrontar juntos una misión. Muchos fallos y fisuras que rompen o impiden la comunión y la misión compartida tienen su origen en el desconocimiento mutuo o en la escasa valoración recíproca. Decía Gandhi que “las tres cuartas partes de las miserias y malentendidos en el mundo se acabarían si las personas se pusieran en los zapatos de sus adversarios y entendieran su punto de vista”. ¿No se comprenderían mejor las alegrías y preocupaciones, los sueños y los miedos, las flaquezas y las virtudes de los que están con nosotros en el mismo barco compartiendo la misma misión si nos pusiésemos en su lugar?

7. Espiritualidad de la confianza “Desde allí se fue a la región de Tiro y Sidón. Una mujer de la zona salió gritando: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija es atormentada por un demonio. Él no respondió ni una palabra. Se acercaron los discípulos y le suplicaron: Señor, atiéndela, para que no siga gritando detrás de nosotros. Él contestó: ¡he sido enviado solamente a las ovejas perdidas de la Casa de Israel! Pero ella se acercó y se postró ante él diciendo: ¡Señor, ayúdame! Él respondió: no está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perros. Ella replicó: es verdad, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños. Entonces Jesús contestó: mujer, ¡qué fe tan grande tienes! Que se cumplan tus deseos. Y en aquel momento, su hija quedó sana”. (Mt 15,21-28) La escena se sitúa en el territorio de Tiro y Sidón, tierra extranjera. Es protagonista una mujer pagana; por tanto, según la mentalidad religiosa judía, una mujer excluida e impura. La mujer cananea rompe las normas de cortesía y buen gusto que regulaban el trato de una mujer y un varón

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que no fuera de la propia familia. Sus gritos desesperados: “¡Señor,… ten compasión de mí!” (v. 22) y “¡Señor, ayúdame!” (v.25), están cargados de fe. La cananea mantiene la confianza a pesar de las objeciones verbales y los gestos que percibe a su alrededor. No le invitaban a la confianza el silencio de Jesús ante su súplica; el deseo de los discípulos de quitársela de en medio por lo escandaloso que esta representaba (“atiéndela, para que no siga gritando detrás de nosotros”, v.23); las objeciones del Maestro expresadas con cierta dureza (“quitar el pan a los hijos para echárselo a los perros”, v. 27)… A pesar de todo, ella, que ha hecho suya la debilidad de su hija, permanece firme en la seguridad de que la salvación de Jesús es para todos. Su insistencia, fundada en la confianza en la persona de Jesús y en la clara conciencia de sus derechos, junto a su magnífica capacidad de diálogo, son las mejores armas para que caigan los prejuicios y el rechazo que suscita su condición de mujer y además pagana. Jesús termina haciendo un elogio (“mujer, ¡qué fe tan grande tienes!”, v. 28) de lo que supone la superación de situaciones cargadas de miedos, prejuicios, prevenciones… que, en buena lógica, tendrían que conducir a la desconfianza. Al mismo tiempo, es una invitación a creer en los milagros que puede hacer surgir la confianza (“y en aquel momento, su hija quedó sana”, v.28). La confianza en el otro es siempre una apuesta. Si consultamos en los diccionarios el sentido de la palabra “confianza”, vemos que es ante todo un sentimiento de seguridad y certeza del que se fía de alguien, de quien se da a alguien o a algo. La confianza es una de las condiciones que hacen que la vida en grupo sea armoniosa, ya que facilita la vinculación, la convivencia, la comunión y el compartir con el otro. Si no hay confianza, nos enfrentaremos a lo imposible, porque lo imposible, en todos los ámbitos -y por supuesto cuando compartimos la misión-, se nutre, en gran parte, de la falta de confianza. Mientras la desconfianza prevalezca, la convivencia y el compartir entre las personas no podrán alcanzar su pleno desarrollo. Casi todos los planteamientos sobre la confianza insisten en la faceta individual y personal. Pero al hablar de misión compartida es necesario ir más allá y considerar la confianza como un proceso que va contra el individualismo y cuyo objetivo es la comunión y la complementariedad. Cada uno de los que comparten la misión ha de confiar en el buen hacer de los otros y anteponer el éxito del grupo al propio lucimiento personal. Mientras no se demuestre lo contrario, hay que confiar en que todos y cada uno tratan de aportar lo mejor de sí mismos. Esto es imprescindible para que la misión sea compartida. Generan confianza a su alrededor aquellas personas y colectivos que van con la verdad por delante, exentos de segundas intenciones, cumpliendo su palabra y no anteponiendo sus intereses personales a los de los demás. La confianza es algo indispensable para cualquier planteamiento de misión compartida. La confianza se sustenta en la esperanza, la fe y el amor:  La esperanza que nos proyecta hacia la comunión y fraternidad propias del Reino de Dios que, ciertamente, triunfarán sobre todas las mezquindades e individualismos. La esperanza alienta nuestra paciencia, a pesar de la prueba que supone a veces la vida real, y nos saca de esa finitud irreversible que nos hace creer que todo se ha jugado definitivamente.

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 La fe que nos abre a la verdad, a lo que tiene sentido y a lo que, juntos y sin tregua, debemos buscar a pesar de todo: el Reino de Dios y su justicia. Lo que llevamos entre manos es demasiado valioso como para que nuestra falta de fe oscurezca el horizonte de la misión que compartimos.  El amor que nos lleva a aceptar a los otros en su totalidad y tal como son. Nos ayuda además a relativizar las dificultades que obstaculizan la superación del yo. No termina nunca el compromiso por mantener viva la llama del amor que anima nuestra participación en la misión y que sustenta la confianza, comunión, comunicación, corresponsabilidad y complementariedad de quienes la comparten.

IV. ÁMBITOS DE LA MISIÓN COMPARTIDA Podemos hablar de cinco ámbitos en la misión que estamos llamados a compartir: el global, ecuménico e interreligioso; el eclesial; el congregacional; el de familia carismática; y el local, referido a los proyectos evangelizadores. Vamos a desarrollar cada uno de ellos. Pero antes no está mal señalar que, si no queremos caer en una visión paternalista de la misión, el auténtico compartir ha de ser en plano de igualdad y respetando la diversidad. En la mesa común de la misión cada uno pone lo suyo específico, y todos compartimos lo de todos. De lo contrario el que cree tener más reparte, y los demás reciben.

1. Ámbito global, ecuménico e interreligioso Este ámbito se refiere a todos los que desde instancias y planteamientos extraeclesiales cooperan a realizar la misión de Jesús y viven comprometidos con los valores del Reino, aun sin utilizar expresiones religiosas como “Reino de Dios”. Cuando, desde nuestra condición de cristianos, hablamos de "misión compartida" nos referimos a la única misión: la de Cristo, que consiste en anunciar y abrir caminos al Reino de Dios en el mundo. Se trata de una misión que precede a la Iglesia y que es su razón de ser (cf. EN 14); la Iglesia ha nacido de ella y existe para ella, está a su servicio. Se trata, pues, de una misión que desborda a la Iglesia y por eso está también abierta a otras iglesias, religiones y grupos humanos solidarios, cada uno de los cuales coopera con ella desde y con su propia identidad humana, social, religiosa y cristiana. Por tanto, compartimos y vivimos la misión en conjunto con los miembros de otras confesiones y religiones, y con personas no creyentes de buena voluntad. Lo que supone, según los casos, un esfuerzo importante de diálogo ecuménico o interreligioso; o de entendimiento con aquellos que no profesan ninguna religión pero encaminan sus esfuerzos en la misma dirección que nosotros. En efecto, la Iglesia católica no tiene el monopolio de la salvación. Por eso es importante participar del movimiento de pueblos, grupos e instituciones hacia el Reino de Dios y colaborar con hombres y mujeres de buena voluntad -desde el propio don- en todo aquello que sea necesario para acelerar dicho movimiento o sostenerlo. Esto tiene una especial manifestación hoy día en todas las acciones encaminadas a la defensa de la

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vida, que se está viendo especialmente amenazada en este mundo globalizado, despersonalizado y violento.

2. Ámbito eclesial El Resucitado confió a la Iglesia una sola misión, una gran misión, en la que hemos de participar todos los que creemos en Él a través de los siglos. Por lo tanto, que nadie hable de “su” misión. Lo único de lo que está autorizado a hablar con verdad es de su forma peculiar de colaborar y servir a la única misión de la Iglesia.

2.1. Compartimos la misión en la Iglesia local La misma y única misión la tiene en plenitud también cada Iglesia particular por el hecho de no ser una sucursal, una delegación o una parte incompleta de la Iglesia universal, sino la Iglesia entera de Jesús en un determinado lugar. También ahí, a ese nivel, compartimos todos la misión eclesial: obispos, presbíteros, religiosos y seglares. La compartimos bajo la autoridad del obispo, pero por derecho propio. Cada uno coopera a la construcción de la Iglesia local desde el lugar eclesial y desde el servicio en que el Espíritu con sus dones lo ha colocado. La comunión con el pueblo de Dios que conforma la Iglesia de Jesús en un determinado lugar y el compartir con los obispos, presbíteros, diáconos, religiosos y seglares, son exigencias de la misión compartida. La exhortación Vita Consecrata resalta la importancia que tiene “la colaboración de las personas consagradas con los obispos para el desarrollo armonioso de la pastoral diocesana. Los carismas de la vida consagrada pueden contribuir poderosamente a la edificación de la caridad en la Iglesia particular… Una diócesis que quedara sin la vida consagrada, además de perder tantos dones espirituales… correría el riesgo de ver muy debilitado su espíritu misionero, característica de la mayoría de los Institutos” (VC 48). Y poco más adelante el mismo documento pontificio dice: “Las personas consagradas no dejarán de ofrecer su generosa colaboración a la Iglesia particular según las propias fuerzas y respetando el propio carisma” (VC 49).

2.2. Misión compartida con otras formas de vida, carismas y ministerios Profundicemos en lo que significa hacer realidad la misión compartida en las Iglesias particulares con los ministros ordenados, con los seglares y con otros consagrados. 2.2.1. Compartimos la misión con los ministros ordenados El número 6 de nuestras Constituciones, recogiendo lo que fue inquietud y práctica continua de nuestro P. Fundador, nos califica como “esforzados colaboradores de los Obispos”, lo que nos convierte de pleno en evangelizadores al servicio de la misión de la Iglesia particular. Y en cuanto parte integrante y activa de dicha misión, estamos llamados a trabajar en colaboración estrecha con el clero diocesano; así lo ha hecho la Congregación desde su fundación. No se trata de invitar a otros a compartir nuestra misión, sino de insertarnos en la misión que la Iglesia, por medio del obispo, encomienda a los ministros diocesanos y a todos los demás cristianos.

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Nuestra aportación a la misión común dentro de la Iglesia particular se realiza siempre desde nuestra peculiaridad carismática. Precisamente esa es la riqueza de la misión compartida, el poner en común los distintos carismas sin perder la propia identidad. Y precisamente eso es lo que muchos obispos esperan de nosotros cuando nos piden algún servicio pastoral, temporal o permanente: que aportemos a la misión diocesana nuestro carisma claretiano. La colaboración más frecuente con los ministros ordenados se lleva a cabo desde las parroquias cuya administración los obispos nos encomiendan. En este sentido, existe en nuestra Congregación una larga tradición de presencia en la vida diocesana, y, por tanto, de trabajo en común con los sacerdotes. Trabajo en común que en muchos casos es una auténtica misión compartida, pues se trata de llevar a cabo entre todos la misión evangelizadora de la Iglesia particularizada en esa Iglesia local. De todos modos, no hay por qué reducir las posibilidades de trabajo en común con el clero diocesano al ámbito parroquial. Existen ejemplos de experiencias de equipos misioneros u otro tipo de plataformas evangelizadoras en las que diocesanos y claretianos trabajan compartiendo la misión. También es frecuente la participación en la vida diocesana llevada a cabo de un modo institucional, con la presencia en órganos de coordinación y comunión de la Iglesia local, o de modo personal, con trabajos conjuntos, colaboraciones esporádicas o sistemáticas, en las parroquias regentadas por sacerdotes diocesanos. 2.2.2. Compartimos la misión con los seglares El compartir la misión con los seglares es ya una vieja cuestión planteada en la Congregación. El Capítulo de 1967 decía: “en la común vocación cristiana y en esta obra eclesial común, los seglares colaboran con nosotros y nosotros colaboramos fraternalmente con ellos” (1A 76). Como se ve, esta afirmación nos indica que hay que compartir en plano de igualdad. Este mismo Capítulo consideraba muy importante la ”incorporación de apóstoles seglares, extranjeros o nativos, a nuestras misiones entre no cristianos” (1A 83). Volvía a recordarlo el siguiente Capítulo General, el de 1973 (cf. 2A 138,3º). El Capítulo de 1979, refiriéndose a nuestro proyecto de evangelización, decía: “es claro que el proyecto evangelizador no puede ser realizado al margen de la participación de los laicos, a quienes corresponden tareas específicas en la transformación del mundo en sentido cristiano. Es por demás natural que en este como en otros aspectos, los laicos tengan su propia voz eclesial y todo el protagonismo que corresponde a un sector maduro de la comunidad creyente” (MCH 115). Y también: “esto significará la completa incorporación de los seglares a las tareas eclesiales, especialmente a las obras de evangelización, brindándoles nuestra comprensión y el aporte que podamos dar a su formación” (MCH 177). Más recientemente, el Capítulo de 1997 dijo: “buscaremos formas nuevas de compartir nuestra vida y compromiso misionero con los laicos. Emprenderemos iniciativas apostólicas comunes de manera corresponsable” (EMP 33.2). “Fortaleceremos nuestra colaboración con los seglares, propiciando su protagonismo en la nueva

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evangelización y en la promoción humana sin reducir su acción a lo intraeclesial” (EMP 50). El documento precapitular del último Capítulo General hacía un juicio evaluativo con respecto a la situación de los claretianos en la praxis de la misión compartida con los seglares, y decía: “hemos dado pasos importantes en la apertura hacia los seglares y en su participación en nuestras obras. Pero a veces lo hemos hecho urgidos por nuestras carencias y los hemos mantenido en una ‘filial’ dependencia de la Congregación, sin reconocer, en la práctica, su mayoría de edad. Muchos claretianos seguimos hablando de ‘hacer partícipes’ a los seglares de nuestra misión, inconscientes del modelo de Iglesia y del complejo de superioridad que este lenguaje refleja. Persiste en muchos una mentalidad clerical, más o menos sutil, que piensa, sin decirlo, que los religiosos y los sacerdotes tenemos la misión y concedemos a los seglares participar en ella” (n.63). Pensamos que los seglares son meros colaboradores, pero no tienen ningún “derecho de propiedad” sobre la misión. El Documento Capitular Para Que Tengan Vida propone, en definitiva, que se abran “nuevos caminos de misión compartida”, que se “promuevan y apoyen estructuras (…) e itinerarios formativos” de cara a la misión compartida. Y que se promueva la “presencia de los seglares en los consejos pastorales de los Organismos, en los equipos de animación y en las posiciones apostólicas” (PQTV 66). No sólo en la tercera propuesta, sino en las anteriores, se descubre a los seglares como principales protagonistas de las mismas. 2.2.3. Compartimos la misión con otros consagrados La exhortación postsinodal Vita Consecrata dice: “el sentido eclesial de comunión alimenta y sustenta también la fraterna relación espiritual y la mutua colaboración entre los diversos institutos de vida consagrada. Personas que están unidas entre sí por el compromiso común del seguimiento de Cristo y animadas por el mismo Espíritu, no pueden dejar de hacer visible, como ramas de una única Vid, la plenitud del Evangelio del amor” (VC 49). La intercongregacionalidad se ha ido desarrollando gradualmente en los últimos años. Los religiosos mayores recordarán otros tiempos en los que, en lugar de la complementariedad y la solidaridad, lo que predominaba en las relaciones entre los diversos institutos de vida consagrada era la competencia. Evidentemente ya hemos superado ese espíritu de competitividad, pero todavía nos queda mucho camino por andar en la intercongregacionalidad. Los Misioneros Claretianos hemos dado pasos significativos en la animación de la vida religiosa por medio de centros de estudios especializados, en los servicios formativos y en algunas acciones pastorales de gran envergadura que un solo instituto no podía emprender. No obstante, a veces compartimos algunas obras o servicios con otros religiosos y religiosas para suplir las propias carencias de personal y lo hacemos en una relación de superioridad, porque, en definitiva, la obra es “nuestra”. El ideal es compartir desde la igualdad y por exigencias de la misión misma que nos pide unir fuerzas por la causa común del Reino, que nos supera a todos y a todos nos une. Los múltiples carismas presentes en la vida consagrada, por su misma naturaleza, nos enriquecen. Por eso el compartir la misión con los miembros de otros institutos es

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una exigencia del sentido y del objetivo que el Espíritu Santo nos propone al distribuir los carismas.

3. Ámbito de familia carismática Este ámbito hace referencia a lo que supone compartir la misión con otras personas e instituciones con las que formamos una familia carismática. Ya desde el principio, muchos fundadores de institutos religiosos, en virtud del carisma que tenían, fundaron otras instituciones de religiosos, de seglares o de presbíteros, formando así una familia eclesial que tiene como punto de referencia al mismo fundador y algunos rasgos carismáticos comunes. Se ha hecho familia, a veces, integrando a institutos suscitados más tarde por miembros de las instituciones creadas directamente por el fundador. Así surgió la Familia Claretiana que, originariamente, está formada por las cuatro instituciones que reconocen a San Antonio María Claret como padre e inspirador directo: Los Misioneros Claretianos, las Misioneras Claretianas, Filiación Cordimariana y los Seglares Claretianos. Hoy día se han incorporado también otras instituciones fundadas por miembros de las cuatro citadas anteriormente, como las Misioneras de María Inmaculada, las Misioneras Cordimarianas, la Institución Claretiana o las Misioneras de San Antonio María Claret. Nosotros, en cuanto miembros de esta Familia Claretiana, sentimos la urgencia de la misión compartida dentro de la comunión eclesial con el acento del carisma misionero de Claret. Para llevarla a cabo debemos ir explicitando y concretando nuestra comunión carismática, que nos configura como evangelizadores y servidores de la Palabra, dentro de las peculiaridades de cada grupo y siempre abiertos a la misión universal de la Iglesia. El proceso de concienciación en este sentido está siendo lento pero intenso. Se trata de llegar, no sólo a un nuevo estilo de trabajo, sino a un cambio de mentalidad: la misión compartida surge espontáneamente cuando somos conscientes de que somos familia.

4. Ámbito congregacional En un sentido más particular llamamos misión al modo que tiene un sector eclesial, un movimiento, un grupo o un instituto de vida consagrada, de cooperar a la realización de la única misión de la Iglesia. Así, cuando hablamos de la “misión propia” de los seglares, de los religiosos o de un instituto de vida consagrada, evidentemente no pensamos que tengan otra misión distinta de la única misión eclesial, pero sí se les reconoce un modo especial de ubicarse en la misión de la Iglesia y de cooperar a su desarrollo en conformidad con su propio carisma. Compartir la misión a este nivel significa compartir con nuestros hermanos de Instituto o comunidad el modo de cooperar a la misión eclesial. La misión nos supera a todos, nadie tiene el monopolio de la misma. Por tanto, nadie se puede arrogar el poder de autorizar a otro a “compartir la misión”. Todos la comparten en clave y en plano de igualdad, pero desde funciones y carismas diferentes.

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Cuando los religiosos hablamos de misión compartida pensamos casi exclusivamente en compartir la misión con los de fuera de la comunidad religiosa. Pero hay que comenzar por casa y compartir la misión dentro de la propia Congregación, Provincia y, sobre todo, comunidad local. Aunque cada comunidad y cada obra tengan su proyecto pastoral, no siempre todos lo hacen suyo, y con frecuencia se dan actitudes de individualismo que llevan a constituir cotos cerrados en la actividad apostólica. Es claro que no comparten la misión las personas centradas en proyectos meramente individualistas que no se sienten enviadas por la comunidad. La misión compartida ha de comenzar por la propia comunidad. Y se comienza haciendo nuestro, es decir de todos, hasta lo que la comunidad encomienda a un solo individuo. Igualmente, cada uno tiene que buscar y asumir su “misión propia” dentro del marco de la misión de la Congregación y de los Organismos y en comunión con ella.

5. Ámbito local: proyectos evangelizadores Compartimos la misión de una determinada obra social o pastoral con quienes trabajan en ella y comulgan con su proyecto de misión. Este puede incluir a religiosos, ministros ordenados y seglares, como ocurre por ejemplo en una parroquia o en un centro educativo. A la hora de hablar de este aspecto desde la práctica, no obstante, resulta inevitable centrarse en la misión compartida entre los seglares y los religiosos, por ser el caso del que existe mayor número de experiencias. Son múltiples las manifestaciones concretas de la misión compartida en este ámbito. Asumiendo las limitaciones que tiene toda tipificación, y atendiendo al grado de implicación de los seglares en la misión común, podemos intentar agruparlas en cuatro categorías, teniendo en cuenta que (como en tantos otros aspectos de la vida) se va pasando de una a otra, casi siempre, a través de sucesivas fases temporales. Estas son: Ayudantes: normalmente hacen aquello que se les pide, sin más, para lo que se les dan ciertas normas; y no necesitan una formación especial acerca del talante evangelizador, las prioridades de misión,… si bien en algunos casos sí reciben dicha formación. Colaboradores: normalmente son voluntarios. Deben tener una cierta formación acerca de la misión y el estilo de la Congregación y gozan de una cierta autonomía de acción, si bien están en todos los casos bajo la jurisdicción de otros. Su capacidad de intervención en las grandes decisiones o en las líneas de acción es escasa o indirecta. Trabajadores: algunos de estos ya desempeñan tareas significativas, y pueden tener una responsabilidad más clara en la toma de decisiones, si bien siguen estando bajo la jurisdicción de un párroco, director, coordinador, etc. Son personas escogidas, además de por su cualificación profesional, en virtud de su preparación o vinculación con la Congregación, su conocimiento de la misma,... que gozan de la confianza de la institución para el desempeño autónomo de su trabajo. Co-partícipes: en muchos casos forman parte del máximo órgano de gobierno de la institución de que se trate, y participan como uno más en la toma de

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decisiones. También gozan de capacidad de actuación y organización, y tienen bajo su responsabilidad grupos de personas o áreas de trabajo. Según de qué caso o institución se trate, pueden ser asalariados o voluntarios. Estos son auténticos protagonistas de la misión compartida, con posibilidad de aportar su opinión, su decisión o su iniciativa a la misión común, en igualdad de condiciones con religiosos que desempeñan cargos similares o teniendo responsabilidad sobre aquellos miembros de la Congregación a los que corresponde estar bajo su jurisdicción. Evidentemente, para acceder a un puesto de este tipo se requiere una sólida formación profesional y acerca del carisma congregacional, y una cierta trayectoria de cercanía y comunión con las personas y los planteamientos de la Congregación.

V. DINAMISMOS DE LA MISIÓN COMPARTIDA La misión compartida está reclamando un nuevo enfoque de la vida que se comparte, del proyecto de misión, de los itinerarios formativos, del ejercicio de gobierno y la economía, que faciliten su puesta en práctica.

1. Una vida que se comparte Compartir la misión es compartir la vida, puesto que la misión es inseparable de la vida misma. El hecho de compartir la vida tiene un gran valor testimonial. Una comunidad unida en la vida y en la acción es el primer hecho de misión, la primera y la más creíble palabra de evangelización. Jesús forma un grupo para hacerlo fermento del Reino, para que en él se vivan los valores que se anuncian. El compartir la vida puede llegar, a veces, a compartir casa, recursos económicos, obras de evangelización con quienes no pertenecen a la Congregación ni a la propia comunidad religiosa. Esto siempre exigirá un discernimiento continuo en las diversas instancias implicadas y sobre los distintos aspectos. Lo más importante, sin embargo, no es compartir la vivienda. Compartir la vida significa, sobre todo, tener unas relaciones interpersonales abiertas, sinceras, espontáneas, respetuosas y cordiales; significa valorar y querer al otro no por lo que hace, sino por lo que es como persona. Compartir la vida significa también abrir el corazón a los hermanos y compartir los sentimientos, las dificultades, los problemas personales y también los éxitos; compartir los detalles humanos de las personas que están en misión; compartir la fe y los compromisos misioneros, elaborando y evaluando juntos los proyectos. En este sentido, es necesario propiciar espacios para convivir, tener momentos y ámbitos de encuentro en los que todos los que comparten la misión pongan en común la oración, la vida, el discernimiento, la planificación y la acción evangelizadora. Con ello, además, fortalecen su fe y se ayudan mutuamente a crecer en ella. El compartir la vida con los de dentro y los de fuera de la comunidad exige, a la vez, cercanía a los otros y respeto a las diferencias y singularidades de los demás. La

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misión compartida, por su misma naturaleza, se desarrolla entre personas y grupos diferentes. Esto implica respeto a la diversidad y valoración del otro como otro. Cada estilo de vida debe respetar los espacios propios de las otras identidades o vocaciones para que haya una verdadera comunión y no una destrucción de carismas. Finalmente, el proyecto del Reino implicará muchas veces compartir la misión con las personas o grupos que no tienen la misma fe o identidad eclesial; también ahí tiene sentido el compartir la vida, por el contenido de valores humanos del cual ellos son garantes. Muchos de estos colectivos fracasan porque buscan protagonismo o se dejan llevar por el interés egoísta, en lugar de potenciar la verdad, la capacidad de resistencia no violenta, la lealtad, la honradez y la sinceridad. Nosotros, al compartir con los grupos no eclesiales la misión de humanizar el mundo, podemos aportar a la tarea común una perspectiva evangélica.

2. Un proyecto de misión Desde el punto de vista pastoral, cuando hablamos de misión compartida nos referimos a la participación y colaboración de los distintos carismas en las diferentes tareas apostólicas que van concretando la única misión evangelizadora de la Iglesia. Participación y colaboración que responderán al papel que cada cristiano pueda desempeñar según su situación personal, su preparación y su capacidad ministerial, en virtud de su condición de bautizado. Participación y colaboración que se extienden a ámbitos de diseño y programación pastoral, coordinación, ejecución y evaluación.

2.1. Configuración del proyecto La misión de la Iglesia universal se concreta en un proyecto de misión específico que toma en consideración la realidad del lugar, la orientación fundamental de la congregación religiosa y los planteamientos de la Iglesia local, estableciendo prioridades, objetivos, áreas, y opciones pastorales. A partir de la programación, el equipo que comparte la misión, en una dinámica de diálogo y participación, debe explicitar los aspectos concretos del proyecto, organizando su trabajo y asumiendo sus responsabilidades. El proyecto ha de estar claro para todos los integrantes del equipo, contemplando la temporalidad e incluyendo mecanismos de revisión constante que le permitan mantenerse fresco, ágil y actualizado. Los responsables últimos de las entidades implicadas deben estar involucrados desde el principio y, por supuesto, en el momento de la aprobación del proyecto.

2.2. Configuración del equipo misionero Es clave para el éxito de un proyecto misionero compartido que el equipo de trabajo esté configurado por personas que estén convencidas de la misión compartida, que tengan actitudes y aptitudes que la hagan posible; personas que favorezcan “la colaboración de todos los carismas, la corresponsabilidad, la confianza, la fraternidad y el servicio humilde” (PQTV 36) y que trabajen por la cohesión del equipo buscando la consecución del proyecto misionero. Sin embargo, no estamos hablando de un equipo perfecto, sino de un grupo que tiene la madurez suficiente para ir integrando con serenidad y con fe los problemas que se vayan presentando.

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2.3. Coordinación del proyecto El equipo misionero ha de actuar de forma organizada con vistas a alcanzar los objetivos del proyecto misionero. La comunicación, la confianza, la corresponsabilidad y la complementariedad son fundamentales para que sea efectiva la coordinación, es decir, la integración de las personas y las acciones de cara a afrontar con eficacia los retos de la misión. La coordinación depende, en gran medida, del coordinador, de la gestión de la información y de la integración del equipo, de tal manera que no se pierda de vista el objetivo del proyecto misionero y se mantengan unas relaciones humanas cordiales y positivas.

3. Formar desde y para la misión compartida La misión compartida con todas las formas de vida cristiana, ministerios y carismas, pide una formación compartida. Es aquí donde también se hace sentir el cambio de mentalidad que conlleva la misma.

3.1. Urgencia de una formación compartida Todo evangelizador, en cualquiera de las formas de vida cristiana, ministerios y carismas, tiene que estar disponible y ser capaz de insertarse en una realidad que cambia con un ritmo frenético. Los miembros del Pueblo de Dios comparten la única misión de Jesús; tal compromiso dura toda la vida y afecta a la persona en su integridad: mente, corazón y fuerzas (cf. Mt 22, 37). Concebida así la vida del cristiano, la formación no es sólo un tiempo pedagógico de cualificación para la misión sino que representa un modo teológico de pensar, sentir, hacer y manifestar la misma vida cristiana en cualquiera de sus formas. De este modo, así como la misión compartida se inspira en la Trinidad, la formación compartida, nunca terminada, es participación en la acción del Padre Educador, que mediante el Espíritu Animador nos configura con los sentimientos del Hijo Formador para continuar su misión evangelizadora al estilo de Claret. La misión compartida es asumida, según las orientaciones de la declaración capitular Para Que Tengan Vida, como el “modo normal de misión”, lo cual tiene sus consecuencias en la formación de los evangelizadores. Para compartir la misión, la espiritualidad y la vida se necesita compartir la misma formación evangelizadora desde nuestra identidad carismática. Aún más, sus efectos se extienden incluso al modo de concebir y actuar la misma pastoral vocacional. Es cierto que cada identidad eclesial está preocupada por la necesidad de la formación en la respectiva vocación mirando hacia el ejercicio responsable de la misión. Pero, tal vez, no se ha puesto tanto empeño en la formación correlacionada. Se trataría de encontrar los caminos que permitan compartir itinerarios formativos en la misma formación de base, la inicial y también en la formación permanente, ya que no podemos afrontar la magnitud de los desafíos de nuestra sociedad en dispersión. Es una tarea que está por delante pero que es urgente, ya que el no hacerlo dificultará que en el futuro se estimen suficientemente los dones de los otros y se pueda establecer la anhelada

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reciprocidad en la evangelización. Todo esto supone un camino o, mejor, un itinerario a recorrer de manera sistemática.

3.2. Itinerarios formativos Teniendo presentes las indicaciones anteriores podemos afirmar que un itinerario formativo inicial o permanente no es sólo un proceso de capacitación en una determinada ciencia, como puede ser la bíblica, teológica o pastoral, sino que se trata de un camino teológico-pedagógico que ayude a forjar y habilite a vivir los valores de la propia identidad en correlación con las demás identidades eclesiales, al servicio de la misión compartida. Si los evangelizadores claretianos, consagrados y laicos, comparten el camino de la formación con otros laicos, consagrados y seminaristas, tendrán la oportunidad de entrar en el mutuo conocimiento y en el intercambio de dones, a la vez que adquirirán una capacitación y una formación bíblica-teológica-pastoral común. Por lo tanto, es muy probable que el futuro de la misión compartida quede más asegurado en sus dimensiones de diálogo, programación, colaboración y vivencia intensa del discipulado. Compartir itinerarios formativos a nivel inicial y permanente debería llegar a ser un principio educativo en todos los lugares -seminarios, universidades, centros de estudios y de formación permanente- donde se forma a la persona humana y cristiana, donde se educan “los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades” (NMI 43). Los Centros de Estudios Superiores y tantos otros centros e instancias de formación que la Congregación posee (formación de catequistas, delegados de la Palabra, formación sistemática para laicos, etc.) están llamados a ser laboratorios o talleres de formación compartida donde se puedan hacer realidad estos itinerarios, con enfoques, gradualidad, integralidad, pedagogía, metodología y didáctica apropiados. Sin estas mediaciones, estructuras y acciones no podremos concretar este sueño que en parte ya es realidad en algunos lugares donde está presente la Congregación. De manera particular los Centros de Estudios Superiores deben ser “cajas de resonancia” de la realidad y de sus interpelaciones a la misión compartida y a sus planteamientos pastorales, ya que son centros al servicio de la formación de evangelizadores.

3.3. Objetivos de los itinerarios formativos Los itinerarios formativos buscan:  Ayudar a que el evangelizador sea una persona disponible para formarse durante toda la vida, en toda circunstancia, a cualquier edad, en cualquier ambiente y contexto humano (comunidad religiosa, familiar, parroquial, educativa…), dejándose afectar por cualquier parte de verdad, de bondad y belleza que encuentre junto a sí. Se trata de aprender a dejarse formar por la vida cotidiana: por la comunidad, el servicio evangelizador, la oración, la fraternidad, las cosas de siempre, ordinarias y extraordinarias, el cansancio, la alegría y el sufrimiento de cada día. La vida misionera, llevada con hondura y densidad, día a día, es un itinerario de formación continua.

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 Motivar al evangelizador para que ponga sus dones y carisma al servicio de la misión compartida, teniendo en cuenta los desafíos de cada época y de cada ambiente. Para ello, los itinerarios formativos deberán abordar la formación del ser (madurez humana, cristiana, carismática y apostólica), la formación del saber (formación bíblica, teológica y en las ciencias humanas y sociales), la formación del hacer (formación pedagógica, metodológica y pastoral), la formación en la relación para el compartir.

4. El gobierno desde y para la misión compartida Otro de los dinamismos de la misión compartida es el gobierno, o ejercicio de la autoridad como servicio, que cobra especial relieve cuando se consideran sus bases (desde) y su finalidad (para). Las dos preposiciones desde y para cualifican, pues, el ejercicio del gobierno. Nuestras Constituciones reiteran la advertencia de que el gobierno en la Congregación es participativo y ordenado (cf. CC 93 y 95). Una llamada a que, en el ejercicio de la autoridad, desde y para la misión compartida, se tenga en cuenta a quienes han sido convocados para el servicio misionero de la Palabra y se guarde el orden debido, pues las competencias de la autoridad dependen de los ámbitos y niveles.

4.1. Un estilo peculiar de gobierno Se puede hablar de estilo peculiar de gobierno cuando hay un carisma que lo inspira y dinamiza. El rasgo carismático “hacer con otros” inspira y dinamiza un modo de realizar la misión y de orientar, animar y concordar al estilo de Jesús a quienes participan y cooperan en ella. El gobierno es una acción global que intenta llevar a cabo la misión confiada, el ejercicio de la autoridad, sea en el interior de la comunidad religiosa o en cualquier ámbito pastoral. El gobierno desde y para la misión compartida se inspira y tiene como centro la misión, que es única pero ejercida de diversas maneras (Ef 4,4-7.11-16), a la cual cada uno aporta su peculiaridad según el don recibido del Espíritu. Este planteamiento supone ser capaces de construir desde la diferencia. Lo que exige, como quería el P. Claret, una gran apertura de mente, una buena capacidad para acoger lo diverso, concordar ánimos, conjuntar iniciativas, sumar y multiplicar acciones con otros, a fin de que el Reino de Dios crezca. También es necesario estar enraizado en el misterio y tener amplitud de miras, para no reducir la acción al inmediato contexto en que cada uno se mueve. Gobernar desde y para la misión compartida implica tener en cuenta la gran red de relaciones en que se hallan vinculados cuantos buscan la transformación del mundo según el designio de Dios (cf. CC 46). No es fácil entrar en esta dinámica de gobierno sin conversión personal y comunitaria, que supone cambio de mentalidad y de estilo en las personas y en las comunidades, sean comunidades de religiosos, sean comunidades cristianas en cualquier tipo o ámbito de apostolado. Todas han de ensayar nuevos modos de relacionarse y ser

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más abiertas y acogedoras, dialogantes y tolerantes; ser signos e instrumentos de comunión. Hemos de prepararnos para entrar, vivir y actuar en red; para acoger a gentes de otras culturas y confesiones; para superar diferencias en la forma de pensar política y teológicamente; para planificar y trabajar en equipo, comenzando con los que convivimos.

4.2. El gobierno desde la misión compartida Para llegar a una verdadera misión compartida es necesario gobernar desde los clásicos principios que han sido propuestos en la Iglesia postconciliar: información, comunión, participación, subsidiariedad y corresponsabilidad. Esto significa que:











La información en el gobierno ha de ser rigurosa, según verdad, para que lleve a la auténtica responsabilidad y a la más genuina solidaridad comunitaria. Se ha de garantizar el valor de las fuentes y cuidar los modos y maneras de informar; sin secretos innecesarios y tratando de superar la frívola curiosidad. Es imposible realizar una misión compartida sin aquella información que permita la comunicación y la participación responsable. La información está al servicio de la comunión, que, partiendo de la integración de todos los miembros en la comunidad misionera local, se prolonga hacia la unión con otras comunidades. El primer quehacer de quien ejerce la autoridad es crear vínculos de comunión entre personas y comunidades. No basta estar juntos, trabajar juntos; es necesario vivir en comunión de creencias y de compromisos. La participación es el principio del reconocimiento de la persona como miembro activo de la comunidad, que se responsabiliza de su crecimiento espiritual y apostólico. “Ningún miembro del pueblo de Dios, sea cual sea el ministerio a que se dedica, posee aisladamente todos los dones y ministerios, sino que debe estar en comunión con los demás. Los diversos dones y funciones en el pueblo de Dios convergen y se complementan recíprocamente en una única comunión y misión” (MR 9b). Lo importante es que el Gobierno arbitre adecuadas estructuras de participación: consulta, diálogo, cooperación. La subsidiariedad es uno de los principios más importantes para pensar y actuar en misión compartida. Con este principio se intenta promover el pleno desenvolvimiento de la persona o de la autoridad en su propio ámbito. Tanto la comunidad como la autoridad que esta postula deben ofrecer a todos los miembros la ayuda que necesitan para vivir su vocación personal o el ejercicio de su misión. La subsidiariedad implica, además, jerarquización de poderes, descentralización de responsabilidades, lo cual favorece que asuman las decisiones quienes han de observarlas; y también autonomía de funciones, por la que, en los diversos niveles, los responsables estarán provistos de las facultades oportunas, de modo que se eviten los recursos inútiles o demasiado frecuentes a las autoridades superiores. La misión compartida se hace más expresiva en la corresponsabilidad, que es otro de los principios de gobierno. Refleja la vida y misión compartida y comprometida. Se apoya en los vínculos de comunión generados por la información y la participación. Pero la comunión no es amorfa, ni igualitarista. El Cuerpo de Cristo es uno, pero sus miembros son diferentes. Cada uno asume la responsabilidad propia del don recibido. En el ejercicio de la autoridad desde la corresponsabilidad y para la misión compartida el que gobierna actúa de vínculo

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de unión, memoria del proyecto a realizar y de lo que cada uno es y debe hacer. La sana corresponsabilidad no da cabida ni a la abdicación ni a la intromisión.

4.3. El gobierno para la misión compartida El gobierno para la misión compartida gira en torno a estos tres núcleos esenciales: la identidad de las diversas vocaciones del Pueblo de Dios, la fraternidad entre todas ellas y la misión que conjuntamente han de realizar. Tres núcleos que se interrelacionan, de suerte que no se puede atender a uno sin menoscabo del otro.  La identidad de las vocaciones brota de un don que se afirma y crece en la correlación con las demás vocaciones eclesiales, con el otro género, con las otras culturas. Acogerlas, respetarlas, propiciar su crecimiento y capacitación para el compromiso misionero es una de las primordiales tareas del gobierno. Convertir el “yo” en “nosotros” es uno de los objetivos en el gobierno de animación para que todo se piense, se planifique, se realice sin egoísmos ni protagonismos estériles; por el contrario, sea desde el común pensar, sentir y querer. Quien ejerce la autoridad ha de pensar en las diversas vocaciones y sus peculiaridades, y en las responsabilidades que brotan de su específica condición. Si se mira a la comunidad claretiana, comprender y ayudar al misionero presbítero, al misionero hermano, al misionero en formación; si se mira a la comunidad cristiana, comprender y ayudar a los casados, a los religiosos, a los solteros, a los presbíteros diocesanos, al Pastor de la Iglesia particular; si se mira a la condición social, comprender y ayudar a los alejados, a los más pobres y necesitados, a los enfermos y ancianos, etc.  La fraternidad apostólica es un don y una tarea. Somos convocados por gracia a participar de un mismo proyecto misionero. También aquí aparece la fraternidad en círculos concéntricos: comunidad religiosa, comunidad cristiana, comunidad humana. La comunidad religiosa, nuestra comunidad misionera, es signo y fermento de comunión eclesial y humana. La comunidad que ideó el P. Claret tenía mucho que ver con la comunidad apostólica: una fraternidad de seguidores de Jesús animados por el Espíritu, reunida en torno a María, Madre y Formadora de apóstoles. Una comunidad entregada a la escucha de la Palabra de Dios, atenta a la presencia del Espíritu en el mundo y a las necesidades del pueblo. Una comunidad que se esfuerza por vivir concordemente y comunicar con bondad y misericordia el mensaje de salvación. El ejercicio de toda autoridad entre nosotros, sea el nivel que fuere, tiene, según esto, mucho que ver con el modo de conducirse María: solicitud, cordialidad, compasión, esperanza.  La misión evangelizadora es el tercer núcleo que, como ya hemos indicado, articula todas las dimensiones de la vida cristiana y, específicamente, de la vida misionera. La Iglesia ha nacido para evangelizar. Toda ella es evangelizadora. Es servidora del Reino. El gobierno desde y para la misión compartida ha de avivar la conciencia de esta condición indeclinable, constitutiva, de la vocación cristiana y claretiana con todas las resonancias cósmicas, redentoras, escatológicas y todos los alcances de universalidad y catolicidad que tiene. Es verdad que la comprensión de la misión ha adquirido ricos y variados matices, pero es más importante percatarse de que el acento recae en el “cómo” y “desde dónde” evangelizar. Por eso, si cuanto sucede en el mundo, en la Iglesia, en la Congregación, nos afecta, hemos de asumir, como expresión de la misión compartida, la posibilidad de abrirnos a una colaboración con otras instituciones.

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No todo tenemos que inventarlo e iniciarlo nosotros, los claretianos, pues hay muchos proyectos de evangelización en los que, sin ser protagonistas, podemos prestar nuestros servicios.

4.4. Gobernar con espíritu de animación Entre los rasgos característicos de un gobierno desde y para la misión compartida, el más fundamental es el de la animación. Esta se concreta en una serie de acciones, como son:  Revivir y compartir con otros la construcción del Reino.  Vencer la indiferencia, el absentismo y la apatía del grupo, promocionando la participación.  Desarrollar el análisis de la realidad que se pretende interpretar crítica y responsablemente.  Formular objetivos, establecer prioridades, articular recursos, fijar agentes, medios y plazos.  Evaluar a su debido tiempo el resultado.  Mantener la continuidad y estabilidad en la aplicación de los programas.  Crear un estilo nuevo de relación que se define no sólo por lo que se hace sino por cómo se hace. Es muy importante que ofrezcamos otra forma de ver la realidad, de situarnos ante ella, de expresarnos sobre ella. El ejercicio de la autoridad de animación hoy ha de esforzarse por promover el pensamiento y el lenguaje positivo y esperanzador, buscar la unidad, la reconciliación, mirar siempre hacia el futuro. Se trata de apreciar y agradecer los dones que el Espíritu otorga a su Iglesia, comprender las nuevas formas de vida y aprovechar el sentido comunitario y el entusiasmo en el servicio. Todo esto nos lleva a una conversión hacia lo bueno, lo noble, lo amable, lo que estimula, lo que recrea. Así nos disponemos al pensamiento y al lenguaje inclusivo en todos los ámbitos. Otro acento en la animación debe recaer sobre la celebración y el agradecimiento del don común de la vocación y misión. Estas actitudes pueden contribuir a integrar diferencias y asumir mediaciones. También es importante para la misión compartida la lectura orante de la Palabra como forma de descubrir el paso de Dios por la Historia y estar vigilantes ante los desafíos misioneros. Lo cual implica una serie de actitudes humanas y espirituales de calidad para escuchar, prestar atención, acoger, respetar... Finalmente, como acento especial, fomentar la espiritualidad de comunión, en la que juega un papel primordial el diálogo. Tenemos que aprender a hacer de las relaciones un lugar de encuentro. Las técnicas de la programación y del trabajo en equipo sólo dan su fruto cuando está asegurada esta espiritualidad de comunión.

5. Gestionar los bienes desde y para la misión compartida

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Optar por realizar nuestra vida misionera en clave de misión compartida tiene también sus implicaciones en la economía. Afecta a nuestro modo de ver la lacerante realidad, a ajustar el estilo de vida, a compartir los bienes y a luchar contra la pobreza. Frecuentemente la economía ha sido tratada como una tarea aparte, de la que se encargaban algunos: ecónomos, tesoreros, administradores... Poco a poco se ha visto que la economía se entrelaza con la espiritualidad, el gobierno, la formación y el apostolado. Es un elemento integrante de la vida misionera. No sólo porque sin dinero no se puede hacer nada, sino porque en el uso del mismo demostramos una forma de pensar, de vivir, de relacionarnos, de apreciar el sentido de la historia y, en particular, de valorar a las personas. La comunicación de bienes, que se halla tan en el centro de la vida de las primitivas comunidades cristianas, ha tomado el nombre de solidaridad y nos ha ensanchado el horizonte de relaciones. Los principios que rigen el gobierno desde y para la misión compartida son los mismos que guían la gestión de los bienes. También la economía pide información (transparencia), comunión (intercambio), participación (cooperación), subsidiariedad (asumir las pertinentes responsabilidades) y corresponsabilidad (todos responsables según competencias). Como en otros ámbitos de la realidad, en la vida misionera se corre el riesgo de que cada uno quiera tener arreglado su problema personal, familiar, grupal o comunitario; subvencionado su proyecto y asegurada la viabilidad de sus obras; y garantizada la continuidad a sus iniciativas. Lo que lleva a dejar en segundo plano la atención al conjunto. Más importante que tener una buena determinación de competencias y derechos que aseguren los planes individuales, algo sin duda necesario, es saber situarse en toda la amplitud que comporta la misión compartida en sus distintos ámbitos y niveles.

5.1. La economía desde la misión compartida En este mundo, habitado por multitudes hambrientas que sufren la violencia y la injusticia, la exclusión y el desamparo, se nos pide a nosotros evangelizadores, en docilidad al Espíritu, discernir, innovar, apoyar, colaborar, estrechar lazos de fraternidad y construir, así, el Reino. El fenómeno de la globalización nos espolea a vivir la pobreza desde la dimensión cristiana de la solidaridad. Nuestra vida misionera, que implica el apasionado amor a Jesús y a sus amigos, los pobres, nos implica en el compromiso por hacer desaparecer el hambre, la sed, muchas de las enfermedades, la ignorancia, las injusticias y tantas otras calamidades que son signo del olvido de Dios, creador del hombre a su imagen y semejanza. La misión compartida hace realidad la “profecía de la solidaridad”, que supone trabajo, austeridad y praxis de la comunicación de bienes. Si bien hay que entender que la comunicación de bienes supone también intercambio de dones, compartir dones; pues, antes de dar algo, ya estamos recibiendo. Tener todo en común es un signo profético. En este mundo interrelacionado, en el que nadie puede dar un paso sin contar con el otro, el testimonio de la comunión fraterna es una alternativa válida, creadora de solidaridad auténtica, es signo y fuerza

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transformadora. Que quienes trabajamos juntos por el Reino (misioneros claretianos, sacerdotes, religiosos y laicos) aspiremos a ejercer, a través del testimonio, la profecía de la solidaridad, es tanto como pretender hacer presente o explícita la razón última de nuestra vocación apostólica y la esperanza de poder llegar a formar entre todos la familia de los hijos de Dios. Aunque es cierto que la solidaridad, como la pertenencia, se halla debilitada desde distintos puntos de vista, sin embargo, hay que tomar en consideración que no son pocas ni inconsistentes las prácticas alternativas que configuran la geografía de la praxis solidaria. Ya es significativo el hecho de que la solidaridad haya aparecido en todos los escenarios como la fuerza más buscada y añorada, que concita las mayores expectativas humanas. Aun sin saber con seguridad lo que es, es invocada por doquier. Es, pues, cuestión de entrar en la dinámica de la creatividad que, tanto en la Iglesia como en las diversas sociedades civiles, sigue abriendo nuevos caminos solidarios con instituciones, asociaciones, grupos. El voluntariado ha irrumpido con fuerza en los distintos continentes para salir al paso de las diversas necesidades que experimentan los pueblos del tercer y cuarto mundo. Merece especial cuidado porque, sin duda, los voluntarios hacen posible y sostienen muchos grupos evangelizadores en misión compartida, abriendo fronteras y tendiendo puentes hasta donde no hubieran podido llegar solos los religiosos. El sueño de la igualdad, de la comunión, del compartir todos los bienes es posible y real en la Iglesia y en la sociedad. Cuando la comunión es viva y la fraternidad alegre y esperanzada, afloran la gratuidad, la comprensión, la compasión, la generosidad, el esfuerzo por hacer algo más, aunque sea con sacrificios. Con actitudes vitales de esta naturaleza se multiplica la comunicación de bienes, se buscan horas extras de trabajo, se estimula a los demás a colaborar, se hace más extensa la red de vinculaciones, se instaura la “cultura de la solidaridad”, se lucha a favor de los pobres contra la pobreza. Ahora bien, esta comunicación de bienes conviene que se haga siempre ponderada y ordenadamente. Para ello, hay que tener en cuenta algunas cuestiones:  Nuestra solidaridad ha de realizarse teniendo en cuenta el espíritu de la misión compartida.  La solidaridad va unida a la subsidiariedad. Es la forma de garantizar la autonomía. Ninguna persona, ninguna institución, debe pedir a otro lo que puede lograr por el propio trabajo, por el propio ingenio o por los medios que ya tiene previstos, como convenios establecidos, los diversos fondos de ayudas, procuras misioneras, presentación de proyectos a agencias internacionales, etc.  En el ejercicio de la solidaridad, el testimonio colectivo de pobreza supone tener en cuenta las circunstancias de los distintos lugares.  A la vez que se les pide a las instituciones consolidadas que colaboren con más generosidad, habrá que asumir con realismo el proceso de crecimiento y consolidación de las instituciones de nueva implantación.

5.2. La economía para la misión compartida Manteniendo la amplitud de horizontes en que nos sitúa la solidaridad desde la que nos empeñamos en evangelizar en misión compartida, conviene concretar algunos puntos sobre la gestión de los bienes, a fin de hacerla viable.

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Los dos grandes capítulos que debe atender la economía son: los gastos de sostenimiento de la misión y los gastos de preparación, formación y cuidado de los agentes de evangelización. La implicación en la misión es muy diversa según sean las situaciones de los agentes de evangelización: por referencia a la iniciativa, por el compromiso que se tiene con la obra, por el tiempo que se le dedica, por la especialización del servicio, etc. No están en la misma situación la comunidad religiosa, los contratados, los cooperantes o los voluntarios. En cada posición apostólica ha de ser estudiada la forma de gestionar los bienes teniendo en cuenta el carácter diferenciado de las personas que llevan adelante la misión. En este sentido, dada la importancia que tiene hoy el voluntariado, es obligado que se expliciten bien los criterios con que los voluntarios se integran en la posición apostólica. Si bien se han de contemplar los gastos que sean necesarios para su preparación y formación y los que genere su trabajo, no se ha de oscurecer el carácter de voluntariedad o colaboración solidaria, desinteresada y gratuita. Lo mismo en el caso de los contratados y cooperantes: la remuneración, en su caso, debe ser la justa, a tenor de su cualificación profesional y de las condiciones del trabajo realizado. Por lo que se refiere a la gestión económica dentro de la Congregación de Misioneros Claretianos o de cada una de las instituciones de la Familia Claretiana, es conveniente remitirse a la legislación propia. Si bien, habrá que hacer una lectura de esta legislación a partir de las implicaciones que conlleva la misión compartida.

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CONCLUSIÓN Hemos querido con este texto dar respuesta a los deseos y expectativas que los Misioneros Claretianos expresaron en su XXIII Capítulo General. Su intención es clarificar el significado de la misión compartida y promover su puesta en práctica, respetando las distintas situaciones congregacionales. A lo largo de nuestra reflexión, hemos constatado que contamos con una rica experiencia en este campo y que, por tanto, son más los logros del camino que las sombras o dificultades. Con el desarrollo de los diversos elementos que lleva consigo la puesta en práctica de la misión compartida, hemos descubierto que no se trata de inventar nuevas acciones pastorales, sino de asumir el modo de “hacer con otros” propio de nuestro carisma misionero, que da título a este documento. Esta es nuestra perspectiva particular desde la cual llevar a cabo la misión compartida. La heterogénea realidad congregacional hace que este documento se mantenga a nivel de criterios generales; esta es la razón por la cual no hemos considerado oportuno bajar a detalles demasiado particulares. Cada Organismo y posición podrá adaptar las propuestas formuladas con la ayuda de la “Guía de trabajo” que se acompaña. Llevamos ya un largo trayecto recorrido, y queda todavía mucho trabajo por hacer. Pero contamos con la fuerza y la ilusión que nos vienen del mismo Espíritu que animó a nuestro Fundador para hacer presente en todo el mundo el Reino inaugurado por Jesús, el enviado del Padre. Como los discípulos de Emaús, queremos hacer el camino en compañía del Resucitado, que en la Eucaristía se manifiesta como fuente y culmen de la misión y la vida que se comparte. Ojalá que María, Corazón que supo reunir a los discípulos en torno a ella en el Cenáculo y les animó a continuar la misión de su Hijo, nos acompañe en el proyecto que queremos llevar a cabo con todos los seres humanos que promueven la Vida en el mundo entero.

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ÍNDICE INTRODUCCIÓN I. ASPECTOS RELEVANTES PARA LA MISIÓN COMPARTIDA 1. Un mundo globalizado y amenazado 1.1. Un mundo globalizado 1.2. Un mundo amenazado 2. Una Iglesia que busca comunión 3. Una Congregación abierta al “hacer con otros” 3.1. Realidades de misión compartida 3.2. Obstáculos y dificultades

II. FUNDAMENTOS DE LA MISIÓN COMPARTIDA 1. Dimensión antropológica 2. Dimensión teológica 3. Dimensión eclesial 3.1. Somos “Cuerpo de Cristo” 3.2. Iglesia “Pueblo de Dios” 3.3. Expresiones de la misión compartida 4. Dimensión carismática 4.1. Contexto y pretensión de Claret 4.2. La expresión “hacer con otros” 4.3. El servicio misionero de la Palabra desde la misión compartida 4.3.1. Algunos datos de nuestros orígenes 4.3.2. La colaboración a partir del Vaticano II 4.3.3. Relectura de la “colaboración” desde la “misión compartida”

III. ELEMENTOS PARA LA ESPIRITUALIDAD DE LA MISIÓN COMPARTIDA 1. Identificación con Jesús y su misión 2. Espiritualidad de la comunión 3. Espiritualidad de la complementariedad y la reciprocidad 4. Espiritualidad de la corresponsabilidad 5. Espiritualidad del diálogo y la comunicación 6. Espiritualidad del conocimiento mutuo 7. Espiritualidad de la confianza

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IV. ÁMBITOS DE LA MISIÓN COMPARTIDA 1. Ámbito global, ecuménico e interreligioso 2. Ámbito eclesial 2.1. Compartimos la misión en la Iglesia local 2.2. Misión compartida con otras formas de vida, carismas y ministerios 2.2.1. Compartimos la misión con los ministros ordenados 2.2.2. Compartimos la misión con los seglares 2.2.3. Compartimos la misión con otros consagrados 3. Ámbito de familia carismática 4. Ámbito congregacional 5. Ámbito local: proyectos evangelizadores

V. DINAMISMOS DE LA MISIÓN COMPARTIDA 1. Una vida que se comparte 2. Un proyecto de misión 2.1. Configuración del proyecto 2.2. Configuración del equipo misionero 2.3. Coordinación del proyecto 3. Formar desde y para la misión compartida 3.1. Urgencia de una formación compartida 3.2. Itinerarios formativos 3.3. Objetivos de los itinerarios formativos 4. El gobierno desde y para la misión compartida 4.1. Un estilo peculiar de gobierno 4.2. El gobierno desde la misión compartida 4.3. El gobierno para la misión compartida 4.4. Gobernar con espíritu de animación 5. Gestionar los bienes desde y para la misión compartida 5.1. La economía desde la misión compartida 5.2. La economía para la misión compartida

CONCLUSIÓN

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SIGLAS DE DOCUMENTOS UTILIZADAS 1A

Decreto sobre el Apostolado

2A

El Apostolado de la Congregación

AA

Apostolicam Actuositatem

Aut.

Autobiografía

CC

Constituciones

ChL

Christifideles Laici

CPR

El Claretiano en el Proceso de Renovación Congregacional

Dir.

Directorio

EMP

En Misión Profética

EN

Evangelii Nuntiandi

GS

Gaudium et Spes

LG

Lumen Gentium

MCH

La Misión del Claretiano Hoy

MR

Mutuae Relationes

NMI

Novo Millennio Ineunte

PQTV

Para Que Tengan Vida

SP

Servidores de la Palabra

SRS

Sollicitudo Rei Socialis

VC

Vita Consecrata

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GUÍA DE TRABAJO SOBRE LA MISIÓN COMPARTIDA Esta Guía pretende, tal como se indica en la Introducción del documento, dinamizar la puesta en práctica de la misión compartida a base de lectura, reflexión y oración, en particular y en grupo. No es necesario seguir el orden indicado, ni siquiera agotar todas las sesiones. No debemos olvidar que este no es simplemente un documento para ser leído en particular o un instrumento de consulta, sino un modo de poner en marcha una decisión capitular, y hacerlo como Congregación. Cada sesión indicada podría ocupar más de una reunión comunitaria. Sería bueno que cada comunidad organizara el trabajo nombrando uno o varios responsables con un programa concreto de puesta en práctica. En algún momento del proceso de sensibilización se podría invitar a otros (presbíteros seculares, religiosos o laicos) para reflexionar con ellos en ámbito compartido. Sería conveniente que en las diversas sesiones de trabajo conjunto hubiera un secretario que tomara nota de las cuestiones más importantes, de modo que fueran tenidas en cuenta a la hora de llegar a compromisos concretos.

1ª SESIÓN APARTADO I: Aspectos relevantes para la misión compartida Aunque vivimos en un mundo globalizado, cada espacio cultural capta su realidad de modo diferente. Es importante partir de una visión adaptada a la propia circunstancia, es decir, situarse en el punto de partida adecuado, para llegar a la meta. Esto requiere un trabajo personal y comunitario. 1. En particular: a) Además de la lectura del Apartado I del documento convendría releer con detenimiento el estudio de la realidad (social, eclesial, congregacional) del correspondiente Proyecto Misionero Continental (ACLA, ASCLA, CEC-IBERIA, CICLA, NACLA). b) Repasar el estudio de la realidad del Proyecto y/o el Plan del propio Organismo para acercarse más a la propia realidad. c) Finalmente, repasar la realidad que se refleja en el Proyecto Pastoral local (misión, parroquia, colegio, equipo, etc.). 2. Reunión de grupo:

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2.1. Invocamos al Espíritu y nos dejamos interpelar por la Palabra de Dios al comenzar la reunión. Sugerimos la lectura de Lc 12,54-57 (ó Mt 16,2-3) o bien Lc 10,21.23-24. 2.2. Diálogo en torno a las siguientes preguntas: - ¿Cuáles son los fenómenos sociales, culturales, políticos, económicos y religiosos que más están afectando a nuestro mundo y en particular a nuestro país? - ¿Cuáles son los fenómenos eclesiales que más nos están afectando en estos momentos? - ¿Qué aspectos de la misión claretiana consideramos más urgentes en este momento? ¿Cuáles de ellos necesitan una respuesta más inmediata?  En general.  Con relación a los misioneros claretianos.  Con relación a los seglares.  Con relación a la Familia Claretiana.

2ª SESIÓN APARTADO II: Fundamentos de la misión compartida Como la misma palabra indica, los fundamentos son los que sostienen todo el edificio. Es importante colocarlos o revisarlos antes de comenzar a levantar un nuevo modelo de misión compartida si queremos que sea un proyecto con futuro. 1. En particular: Lectura personal del Apartado II. Terminada la lectura cada uno prepara, con vistas al diálogo comunitario, una pregunta sobre cada uno de los cuatro grandes bloques del Apartado: la dimensión antropológica, la dimensión teológica, la dimensión eclesial y la dimensión carismática de la misión compartida. 2. Reunión de grupo: 2.1. Invocamos al Espíritu y nos dejamos interpelar por la Palabra de Dios al comenzar la reunión. Sugerimos la lectura de Mt 7,24-27 (ó Lc 6,47-49). 2.2. Diálogo sobre las preguntas que cada uno ha preparado. No hay que olvidarse de tomar nota de las sugerencias concretas que se vayan aportando.

3ª SESIÓN 56

APARTADO III: Elementos para la espiritualidad de la misión compartida El Capítulo General nos decía: “necesitamos una espiritualidad que sostenga y exprese nuestro compromiso con la vida” (PQTV 69). Y nos invita a seguir el método de la lectio divina. Es el momento de ponerlo en práctica. En estas sesiones no es necesario el trabajo en particular. Este apartado se podría tratar, por tanto, comunitariamente en forma de lectio divina. Da lugar a 7 sesiones, que se pueden hacer seguidas o en ocasiones favorables a la comunidad. METODOLOGÍA

ACONSEJABLE PARA LA LECTIO DIVINA SOBRE CADA ELEMENTO:

Un lugar tranquilo y algún símbolo alusivo al elemento. La Palabra y alguna imagen del Señor en medio, y cada uno con el texto a mano para seguir las lecturas. a) El animador pide a uno del grupo que haga una oración invitando al Espíritu a hacerse presente. Los demás pueden completar esta oración añadiendo algo. b) Luego un lector proclama el texto bíblico que encabeza el apartado correspondiente (dicho texto se puede ampliar, para su lectura). c) Después de un momento de silencio, alguien lee el comentario correspondiente. d) Después de otro momento de silencio, el animador invita a compartir lo que estos textos le han sugerido a cada uno. Se pueden ir anotando las sugerencias prácticas que vayan surgiendo. e) El animador invita a todos a orar en torno a lo dialogado. f) Se puede terminar con el Padrenuestro o un canto.

4ª SESIÓN APARTADO IV: Ámbitos de la misión compartida A lo largo del proceso hemos podido constatar que los ámbitos en los que compartir la misión son variados y diversos. Es el momento de afrontar este tema tan importante. 1. En particular: Lectura del Apartado, teniendo en cuenta la única pregunta que se va a hacer en la sesión comunitaria.

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2. Reunión de grupo: 2.1. Invocamos al Espíritu y nos dejamos interpelar por la Palabra de Dios al comenzar la reunión. Sugerimos la lectura de 1 Cor 12,4-11. 2.2.

Nos podemos ceñir a la siguiente pregunta: ¿Cómo compartimos nosotros en la práctica la misión en cada uno de los cinco ámbitos señalados en el Apartado?

5ª SESIÓN APARTADO V: Dinamismos de la misión compartida Ha llegado el momento de bajar a lo concreto. Si no somos capaces de llegar aquí, todo el proceso se esfumará inútilmente. Ha llegado el momento de la sinceridad, del realismo y del riesgo. Y todo se debe hacer comunitariamente y en consenso. 1. En particular: Leer el Apartado y comenzar a diseñar un pequeño plan para compartir con los demás de cara a poner en marcha la misión compartida en la propia comunidad o en el trabajo pastoral encomendado a cada uno. 2. Reunión de grupo: 2.1. Invocamos al Espíritu y nos dejamos interpelar por la palabra. En este caso, del Documento del Capítulo General Para Que Tengan Vida, n.66. 2.2. Es el momento de ir concretando el plan. El que dirige la reunión deberá tener el propósito claro de llegar a propuestas concretas. Aquí jugará un papel muy importante el Secretario. El tema de la misión compartida se considera una línea transversal, es decir, algo que debe estar presente en todo proyecto misionero en sus distintas fases y campos. No podemos olvidar el compromiso capitular: “Asumimos como prioridad que la misión compartida sea nuestro modo normal de misión y que todos los claretianos aceptemos las consecuencias que esto tiene en nuestra espiritualidad, en la pastoral vocacional, en los procesos formativos, en la vida comunitaria, en el trabajo apostólico y en las instituciones de gobierno y economía” (PQTV 37). 2.3. Preguntas que pueden abrir el diálogo: - ¿Cómo podemos compartir la vida con otros? - ¿Cómo implicar a los otros en nuestro proyecto de misión?

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- ¿Cómo lograr una formación adecuada y conjunta? - ¿Qué ámbitos de nuestro gobierno se podrían compartir con otros? - ¿Qué habría que tener en cuenta desde el punto de vista económico? 2.4. Una vez concluido todo el proceso, se dejarán por escrito las conclusiones a las que se haya llegado para contribuir a poner en práctica la misión compartida.

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