Hace un par de semanas participé en una charla titulada Suicidio y literatura. Es un tema viejo y recurrente, porque los escritores parecen tener una curiosa predisposición a quitarse de en medio por la vía rápida: por ahora, el último ha sido el novelista americano David Foster Wallace, que se ahorcó en septiembre. Numerosos autores, como Pierre Benoit en su libro Genio y locura, sostienen que los artistas en general y los escritores en particular son personas más tendentes a los desequilibrios psíquicos, especialmente al trastorno bipolar, antes llamado maniaco-depresivo. No sé hasta qué punto será cierto, y desde luego detesto el tópico del malditismo del artista, ese estúpido estereotipo según el cual cuanto más loco, más borracho y más desgraciado es un escritor, mejor escribe (la historia de la literatura demuestra justamente todo lo contrario). Pero en cualquier caso es un hecho que los literatos se suicidan más que la media. La noticia en otros webs
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La lista resulta interminable y muy variada en cuanto al método escogido. Hemingway, ya se sabe, utilizó un arma de fuego, al igual que Sándor Márai. Virginia Woolf, otra suicida legendaria, se metió en un río con los bolsillos del abrigo llenos de piedras. Sylvia Plath, la poeta estadounidense, metió la cabeza en un horno de gas: una opción muy doméstica. John Kennedy Toole, el joven autor de La conjura de los necios, se las apañó para asfixiarse con el monóxido de carbono de su coche. Stefan Zweig, Alejandra Pizarnik, Cesare Pavese y muchos otros escogieron la relativa dulzura de la intoxicación con analgésicos o barbitúricos. Por cierto que en las biografías de los escritores a menudo se dice solamente que se suicidaron, sin entrar en detalles de cómo lo hicieron. Lo lamento, porque la manera de morir explica mucho del sujeto. Es su último mensaje, una rúbrica elocuente de toda su vida. Por ejemplo, Stefan Zweig se suicidó junto con Lotte, su mujer; con triste placidez, los dos tumbados en la cama y con el método menos cruento posible. Es más, lo prepararon todo meticulosamente: dejaron dinero para pagar el alquiler del piso y los sueldos de los empleados; un testamento recién revisado; los últimos textos inéditos preparados para ser publicados; instrucciones precisas sobre lo que debía de hacerse con sus trajes y sus posesiones
(repartirlos entre los empleados y los pobres), así como previsoras disposiciones sobre el futuro de su perro, que pasaba al cuidado de la propietaria de la casa. Por último, dejaron también un puñadito de cartas de despedida, todas ellas metidas en sus sobres correspondientes y, lo que es más alucinante, debidamente franqueadas. ¿No es importante conocer todos estos detalles? ¿No dibujan el perfil de un hombre y una mujer generosos, discretos, amables, responsables, tan deseosos de no molestar que hasta pusieron los sellos a sus misivas? Pienso en esos modestos sobres franqueados y me conmuevo. Por eso digo que la manera importa. Hay suicidios vengativos, como el de Larra, que acosó ferozmente a la pobre Dolores Armijo, primero revelando a toda España que había tenido relaciones adúlteras con ella (los dos estaban casados), y después, cuando la joven intentó dejarle, pegándose un tiro casi en su presencia, mientras Dolores corría por el pasillo camino de la puerta, intentando marcharse del piso y de la vida de su amante. No creo que Larra se matara sólo por Dolores, desde luego (el suicidio es un acto complejo), pero se vengó contra ella de su frustración del mundo: he aquí un suicida egocéntrico y antipático. Hay otras maneras de morir que, de puro horripilantes, parecen castigos añadidos que el sujeto se inflige a sí mismo, o aparatosas puestas en escena de un drama personal. Gabriel Ferrater, el poeta catalán, se mató atándose una bolsa de plástico al cuello un mes antes de cumplir los 50 años: ¿no podría ser una cruel metáfora de una vida quizá demasiado estrecha, irrespirable? La escritora austriaca Ingebor Bachman se prendió fuego, y no consigo imaginar, ni quiero, el infierno íntimo que le hizo tomar tan brutal decisión. Es famoso, por lo atroz, el suicidio de Mishima, que escogió hacerse el haraquiri ritual, la dolorosísima muerte por evisceración. Pero es menos conocido que Salgari, el querido Salgari de nuestros sandokanes infantiles, se mató del mismo modo, rajándose el vientre, sólo que con un vulgar cuchillo y sin contar con la ayuda de nadie para cortarle la cabeza y aliviar sus horribles sufrimientos. ¿Qué grandeza legendaria buscaría Salgari con esa muerte espantosa? En cualquier caso, no logró que su manera de morir se hiciera célebre, como sucedió años después con la de Mishima. El destino a menudo juega estas bromas finales, tan crueles.