Metro Y Pico

Metro y pico.

“sino yo triste, cuidado que vivo en esta prisión que ni sé cuando es de día ni cuando las noches son”

Romance del prisionero.

Vaya por delante que tengo cuarenta años y que del tipo que me destrozó la vida sólo conservo -no me preguntes por qué- su acartonado cepillo de dientes, un escalofriante bañador de palmeras y una fotografía de pareja del verano de 1.984. A eso se reduce mi inventario sentimental.

Desde entonces contemplo a los hombres con una mezcla de deseo y recelo que os desconcierta. Me conformo -no hay mayor tirano que el deseo- con observaros.

Secuestro

vuestros

gestos,

un

determinado parpadeo, el esbozo de una sonrisa, un hoyuelo casi imperceptible o la rotundidad de una mandíbula. Ya en mi cuarto, recreo vuestras caderas y construyo la historia de esa noche. Nada especial hasta que apareciste tú en aquel vagón de metro. Desgarbado y ojeroso, me desarmaste. Llevabas, inequívoca en el rostro, la señal de los que viven demasiado deprisa, la huella del riesgo impresa en los pómulos. Abstraído e indolente no sospechabas que estaba detenida en la

comisura de tus labios y que te robaba la cintura mientras te apeabas. Aquella noche te reconstruí delicadamente. Cerré los ojos y volví a inventarte. Te desnudé, impaciente; tenías la fragilidad y la frescura del agua. Después te recorrí suavemente hasta sitiarte el ombligo. Colonicé tus hombros y tu nuca. Las sensaciones eran de una viveza intensa, casi dolorosa. Me asusté –como si escuchara a una extraña- de mis gritos y tuve que encender la lámpara para cerciorarme de estar sola en el cuarto. El radio-despertador me devolvió a la realidad. Como todos los sábados me demoré entre

las sábanas. Un noticiario de ámbito local anunciaba un nuevo descenso de las temperaturas y normalidad en las carreteras. En cuanto a sucesos, nada reseñable: se pedía la colaboración ciudadana para aclarar la identidad de un joven, cuyo cuerpo había sido encontrado de madrugada por la policía municipal. Todo apuntaba a una sobredosis. Carecías, amor mío, de documentación y – salvo un abono de metro- de efectos personales. Tan sólo se te había encontrado -juraría haber dejado el mío sobre la mesilla- un Rolex de mujer en un bolsillo de la cazadora. Desde entonces, cariño, no sé ni en qué hora vivo.

Aster Navas.