Lutero - Sobre La Autoridad Secular

  • October 2019
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Martin Lutero SOBRE LA AUTORIDAD SECULAR: HASTA DONDE SE LE DEBE OBEDIENCIA (1523) [Nota: texto escaneado a partir de la edición: Martin Lutero, Escritos políticos, Tecnos, Madrid, 2001, pp. 21-65.] En la segunda quincena de octubre de 1522 predicó Lutero varios sermones en Weimar, dedicando dos de ellos al tema de la autoridad secular. Por su correspondencia sabemos que quería poner por escrito estas reflexiones. El 7 de noviembre de 1522 el duque Georg de Sajonia (ducado) prohibió la venta de la traducción del Nuevo Testamento que Lutero había realizado. También en Baviera había sido prohibida. Este fue el motivo final que le llevó a redactar este escrito, preocupado por los excesos del poder secular. Von weltlicher Obrigkeit, wie weit man ihr Gehorsam schuldig sei se publicó entre el 12 y el 21 de marzo de 1523. El escrito está dedicado al duque Johann de Sajonia (Sajonia electoral), hermano del príncipe elector Friedrich III, llamado el Sabio, a quien sucedería en 1525, y lleva fecha de Año Nuevo de 1523 que, según la costumbre de la época, corresponde a la Navidad (de 1522). En Von weltlicher Obrigkeit,... desarrolla Lutero la denominada doctrina de los dos reinos. La traducción sigue el texto de la edición de Weimar: WA 11, 245-280.

A su alteza y muy noble príncipe y señor, Juan, duque de Sajonia, conde en Turingia y marqués de Meissen, mi benevolente señor. ¡Gracia y paz en Cristo! La necesidad y los ruegos de muchas personas, y en primer lugar el deseo de Vuestra Alteza, me obligan, ilustrísimo y benevolente señor, a escribir sobre la autoridad secular y su espada, sobre cómo debe usarse cristianamente y hasta dónde se le debe obediencia. Mis palabras las mueve la palabra de Cristo, Mateo 5, 39 y s.: «No debes resistir al mal sino cede ante tu adversario, y a quien te quite la túnica dale también la capa», y Romanos 12, 19: «Mía es la venganza, dice el Señor, yo daré lo merecido». En tiempos pasados el príncipe Volusiano 1 reprochó estos versículos a S. Agustín y combatió la doctrina cristiana porque dejaba a los malos hacer el mal y porque no era compatible con la espada secular También los sofistas2 de las universidades han chocado con estos textos, pues según ellos, no se podrían conciliar ambos entre sí. Para no convertir en paganos a los príncipes han enseñado que Cristo no ordenó estos mandamientos sino que sólo los aconsejó para los perfectos. Según esto, Cristo tendría que mentir y estar equivocado para que los príncipes mantuvieran su honor. Los ciegos y miserables sofistas no podían dignificar a los príncipes sin rebajar a Cristo. Su venenoso error se ha extendido a todo el mundo, de modo que todos consideran esta doctrina de Cristo como consejos para los perfectos y no como mandamientos obligatorios y comunes para todos los cristianos; han llegado tan lejos que han permitido para el perfecto estado episcopal, incluso para el más perfecto de todos, el del papa, la imperfecta condición de la espada y de la autoridad secular y no sólo eso sino que a nadie en la tierra se las han atribuido tanto como a ellos. El diablo se ha posesionado tanto de los sofistas y de las universidades que ellos mismos no saben lo que hablan y enseñan ni cómo lo hacen. Espero, en cambio, poder instruir a los príncipes y a la autoridad secular para que permanezcan cristianos y Cristo permanezca como el Señor, sin convertir, no obstante, los mandamientos de Cristo en consejos, en beneficio de ellos. Haré esto como un servicio de súbdito a Vuestra Alteza y para utilidad de todo el que lo necesite, para alabanza y gloria de Cristo, nuestro Señor. Encomiendo a Vues1 2

Volusiano, procónsul. Vid. S. Agustín, Epistulae 136 y 138, en MIGNE PL 33, 514 y s. y 525 y s. Designa así a los teólogos escolásticos.

tra Alteza y a toda su familia a la gracia de Dios, pidiéndole que la quiera conceder misericordiosamente. Amén. Wittenberg, día de año nuevo de 15233. Servidor de Vuestra Alteza Martinus Luther. Hace poco tiempo escribí un librito a la nobleza alemana e indiqué cuáles eran su ministerio y su función cristianos4. Cómo se han orientado por él lo tenemos a la vista. Por esto debo dirigir mi celo en otra dirección y escribir ahora lo que deben dejar de hacer y lo que no deben hacer y espero que se guíen ahora como lo hicieron por aquel librito, permaneciendo príncipes, eso sí, pero sin llegar nunca a ser cristianos. Pues Dios todopoderoso ha vuelto locos a nuestros príncipes de tal manera que no piensan otra cosa sino que pueden hacer y prohibir a sus súbditos lo que quieran (y los súbditos también se equivocan al creer que están obligados a obedecer todo eso), hasta el punto que han comenzado ahora a ordenar a las gentes que se desprendan de ciertos libros y que crean y mantengan lo que ellos dicen5; con estas acciones tienen la audacia de sentarse en la silla de Dios y dominar las conciencias y la fe y darle lecciones al Espíritu Santo según su loco cerebro. Y, no obstante, pretenden que nadie les diga nada y que se les siga llamando señores benevolentes. Escriben y hacen escribir que el emperador lo ha pedido y que quieren ser obedientes príncipes cristianos, como si realmente lo tomaran en serio y no se les notara su malicia. Si el emperador les tomara un castillo o una ciudad o les impusiera cualquier cosa injusta, íbamos a ver con qué facilidad descubrían que debían oponerse al emperador y no obedecerle. Pero cuando se trata de maltratar a los pobres hombres y de expiar su maldad con la palabra de Dios dicen que es por obediencia al mandato del emperador. A estas gentes se les llamaba antes canallas; ahora hay que llamarles obedientes príncipes cristianos. Sin embargo, no permiten que nadie sea interrogado o se defienda, por mucho que se insista; para ellos resultaría insoportable que el emperador u otra persona se comportara con ellos de la misma forma. Estos son los príncipes que gobiernan el imperio en los países alemanes; es por esta razón por lo que en todos los territorios van tan bien las cosas, como veremos. Como la cólera de estos locos basta para exterminar la fe cristiana, para negar la palabra de Dios y ultrajar la majestad divina, no puedo ni quiero soportar por más tiempo a mis inclementes y coléricos señores y tengo que oponerme a ellos, al menos con la palabra. Y si no he tenido miedo de su ídolo, el papa, que amenaza con quitarme el alma y el cielo, debo mostrar que tampoco tengo miedo a sus escamas y a sus pompas6, que amenazan con robarme el cuerpo y la tierra. Dios haga que monten en cólera hasta que desaparezcan los hábitos grises 7 y nos ayude a no morir por sus amenazas. Amén. En primer lugar, hemos de fundamentar sólidamente el derecho y la espada seculares de modo que nadie pueda dudar de que están en el mundo por la voluntad y orden de Dios. Los versículos que los fundamentan son éstos: Romanos 13, 1 y s.: «Sométase todo individuo a la autoridad, al poder, pues no existe autoridad sin que Dios lo disponga; el poder, que existe por doquier, está establecido por Dios. Quien resiste a la autoridad resiste al orden divino. Quien se opone al orden divino, se ganará su condena»; también 1 Pedro 2, 13 y s.: «Acatad toda institución humana, lo mismo al rey como soberano que a los gobernadores, como delegados suyos para castigar a los malhechores y premiar a los que hacen el bien». Este derecho de la espada ha existido además desde el comienzo del mundo. Cuando Caín mató a su hermano Abel tuvo tanto miedo de que, a su vez, lo mataran a él que Dios impuso una prohibición especial al respecto y suspendió la espada por causa de aquél, y nadie debía matarlo. No habría tenido este miedo si no hubiese visto y oído de Adán que había que matar a los asesinos. Dios estableció de nuevo el derecho de la espada después del diluvio y lo confirmó con palabras bien explícitas cuando dice en Génesis 9, 6: «Si uno derrama la sangre de un hombre, otro derramará la suya». Esto no puede entenderse como una plaga o un castigo de Dios para los asesinos —pues muchos asesinos, por arrepentimiento o misericordia siguen con vida y no mueren por la espada—, sino que se 3

Se trata de la Navidad de 1522. Vid. An den christlichen Adel..., traducido en este volumen, p. 3. 5 Vid. introducción a este texto. 6 Escamas del Leviatán, monstruo que identifica con Satán y del que el papa sería, según Lutero, su encarnación. 7 Locución para designar algo que no acabará. Con los «hábitos grises» v refiere a los monjes. 4

dice del derecho de la espada que un asesino sea reo de muerte y que haya que matarlo con derecho por la espada. Si se impidiera el derecho o llegara tarde la espada, de modo que el asesino muriera de muerte natural, no por ello es falsa la Escritura cuando dice «si uno derrama la sangre de un hombre; otro derramará la suya». Porque es culpa o mérito de los hombres que este derecho, ordenado por Dios, no se ejecute, de igual manera que también se infringen otros mandamientos de Dios. Esto mismo lo confirma también la ley de Moisés, Éxodo 21, 14: «Quien mate a alguien con premeditación, quítamelo de mi altar para darle muerte». Y también: «Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, pie por pie, mano por mano, herida por herida, golpe por golpe». Cristo lo confirma también cuando le dice a Pedro en el huerto: «El que toma la espada, a espada morirá», lo que hay que entender en el mismo sentido de Génesis 9, 6 «si uno derrama la sangre de un hombre, etc.» y Cristo se refiere, sin duda, a lo mismo con estas palabras y cita el mismo pasaje, queriendo confirmarlo. También enseña esto Juan Bautista; cuando los soldados le preguntaron qué debían hacer, dijo: «No hagáis violencia ni injusticia a nadie y contentaros con vuestro salario». Si la espada no fuese un orden divino debería haberles dicho que dejasen de ser soldados, ya que él quería perfeccionar al pueblo e instruirlo de una forma verdaderamente cristiana; es cierto, por tanto, está bastante claro que es voluntad de Dios que se emplee la espada y el derecho seculares para el castigo de los malos y para la protección de los buenos. En segundo lugar: a lo anterior se opone con fuerza lo que dice Cristo en Mateo 5, 38 y s.: «Oísteis que se dijo a los antepasados “ojo por ojo y diente por diente”, pero yo os digo, no hay que resistir al mal sino que si alguien te hiere en la mejilla derecha, ponle también la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, déjale también la capa; y a quien te fuerza a caminar una milla, acompáñalo dos». También Pablo, Romanos 12, 19: «Amados míos, no os venguéis vosotros mismos, sino dejad lugar a la cólera de Dios, pues está escrito “mía es la venganza, yo daré lo merecido”, dice el Señor». Además, Mateo 5, 44: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian». Y 1 Pedro 3, 9: «No devuelva nadie mal por mal, ni maldición con maldición, etc.». Estos pasajes y otros semejantes hablan patentemente de que los cristianos en el Nuevo Testamento no deben tener ninguna espada secular. Por esta razón dicen también los sofistas que Cristo ha abolido la ley de Moisés y convierten estos mandamientos en «consejos» para los perfectos y dividen la doctrina y la condición cristianas en dos partes: una, para los perfectos, a la que atribuyen los consejos; otra, para los imperfectos, a la que le aplican los mandamientos. Hacen esta división por su propio arbitrio y arrogancia sin ningún fundamento en la Escritura y no ven que Cristo recalca en el mismo lugar su doctrina de que no quiere abolir ni lo más mínimo y condena al infierno a quienes no aman a sus enemigos. Tenemos que hablar de este asunto, por tanto, de otra manera, para que la palabra de Cristo sea común para todos, sean «perfectos» o «no perfectos». La perfección y la imperfección no está en las obras; tampoco la determina ninguna condición externa especial entre los cristianos; están en el corazón, en la fe y en el amor, de modo que quien más cree y más ama es perfecto, sea exteriormente un hombre o una mujer, un príncipe o un campesino, un monje o un seglar. El amor y la fe no crean sectas ni diferencias externas. En tercer lugar: tenemos que dividir ahora a los hijos de Adán y a todos los hombres en dos partes: unos pertenecen al reino de Dios, los otros al reino del mundo. Los que pertenecen al reino de Dios son los que creen rectamente en Cristo y están bajo él, puesto que Cristo es el rey y señor en el reino de Dios, como dice el Salmo 2 y la Escritura entera y para eso ha venido él, para instaurar el reino de Dios y establecerlo en el mundo. Por eso dice a Pilatos: «Mi reino no es de este mundo; quien procede de la verdad oye mi voz», y siempre se refiere en el Evangelio al reino de Dios diciendo: «Arrepentíos, el reino de Dios ha llegado», y «buscad en primer lugar el reino de Dios y su justicia», y llama al Evangelio un Evangelio del reino de Dios porque enseña, gobierna y comprende el reino de Dios. Escucha, pues, esta gente no necesita ninguna espada ni derecho secular. Si todo el mundo fuese cristiano, es decir, si todos fueran verdaderos creyentes no serían necesarios ni útiles los príncipes, ni los reyes, ni los señores, ni la espada ni el derecho. ¿Para qué les servirían cuando albergan el Espíritu Santo en su corazón que les adoctrina y que hace que no cometan injusticia contra nadie, que amen a todos, que sufran injusticia por parte de todos gustosa y alegremente, incluso la muerte? Donde se padece la injusticia y se hace el bien no son necesarios ni la disputa ni la contienda ni los tribunales ni los jueces, ni el castigo ni el derecho ni la espada. Por eso es imposible que entre los cristianos tengan algo que hacer la espada y el derecho seculares, ya que los cristianos hacen mucho

más por sí mismos que todo lo que pudieran exigir todas las leyes y todas las doctrinas. Como dice S. Pablo, 1 Timoteo 1, 9: «Ninguna ley se ha dado al justo, sino al injusto». ¿Por qué esto es así? Porque el justo hace por sí solo todo lo que exigen todas las leyes y más. Y los injustos no hacen nada justo, por lo que necesitan que el derecho les enseñe, les coaccione y les obligue a hacer el bien. El buen árbol no necesita doctrina ni leyes para dar buenos frutos, pues su propia naturaleza hace que los produzca sin doctrina ni leyes, según su especie. Yo tendría por loco a quien escribiera un libro para un manzano, lleno de leyes y preceptos sobre cómo debería producir manzanas y no espinas, pues por su propia naturaleza lo hace mejor que lo que aquél pudiera describir y ordenar con todos sus libros. De la misma manera, todos los cristianos tienen una naturaleza por el espíritu y por la fe para obrar bien y justamente, más de lo que se les podría enseñar con todas las leyes, y no necesitan para sí mismos ninguna ley ni ningún derecho. Si tú me dices entonces: ¿Por qué ha dado Dios tantas leyes a los hombres y por qué Cristo enseña también en el Evangelio que hay que hacer muchas cosas? Sobre esta cuestión he escrito abundantemente en las Apostillas y en otros sitios8. Lo resumo muy brevemente: Pablo dice que la ley ha sido dada a causa de los injustos, es decir, para obligar externamente a aquellos que no son cristianos a evitar las malas acciones, como veremos más adelante. Como ningún hombre es por naturaleza cristiano o piadoso sino que todos son pecadores y malos, Dios les prohíbe a todos ellos, por medio de la ley, que pongan en práctica su maldad con obras externas, según sus malas intenciones. Además S. Pablo atribuye a la ley otro ministerio: Romanos 7, 7 y Gálatas 3, 24: la ley enseña a reconocer los pecados con lo que humilla al hombre disponiéndolo a la gracia y a la fe de Cristo. Lo mismo hace Cristo en Mateo 5, 39, cuando enseña que no se debe resistir al mal, con lo que aclara la ley y enseña cómo tiene que comportarse el verdadero cristiano, como veremos más adelante. En cuarto lugar: al reino del mundo, o bajo la ley, pertenecen todos los que no son cristianos. Ya que son pocos los que creen y una parte aún más pequeña es la que se comporta cristianamente, no resistiendo al mal ni haciendo ellos mismos el mal, Dios ha establecido para aquellos otro gobierno distinto fuera del orden cristiano y del reino de Dios y los ha sometido a la espada para que, aunque quisieran, no puedan llevar a cabo sus maldades y, si las cometen, para que no puedan hacerlo sin miedo, apaciblemente y con éxito: igual que se amarra con cadenas y sogas a un animal salvaje y maligno para que no pueda morder ni dar zarpazos según su naturaleza, como le gustaría. Todo esto, sin embargo, no lo necesita el animal manso y sumiso, que es inofensivo aun sin cadenas ni sogas. Si esto no se hiciera así, como todo el mundo es malo y apenas hay un verdadero cristiano entre miles de personas, se devorarían unos a otros de modo que nadie podría conservar su mujer y sus hijos, alimentarse y servir a Dios, con lo que el mundo se convertiría en un desierto. Por esta razón estableció Dios estos dos gobiernos: el espiritual, que hace cristianos y buenos por el Espíritu Santo, bajo Cristo, y el secular, que obliga a los no cristianos y a los malos a mantener la paz y estar tranquilos externamente, sin que se les deba por ello ningún agradecimiento. Así entiende S. Pablo la espada secular cuando declara en Romanos 13, 3, que no hay que temer por las buenas obras sino por las malas. Y Pedro dice que ha sido instituida para castigar a los malos. Si alguien quisiera gobernar el mundo según el Evangelio y quisiera abolir todo el derecho secular y la espada alegando que todos están bautizados y que son cristianos, para los que el Evangelio no quiere ningún derecho ni espada, que tampoco necesitan, adivina, querido amigo, qué haría este hombre. Quitaría las cadenas y sogas que sujetan a los salvajes y malignos animales de modo que morderían y despedazarían a cualquiera, alegando que eran mansos y domados animalitos. Pero yo bien que los sentiría en mis heridas. Así abusarían los malos de la libertad evangélica, bajo el nombre de cristianos, y cometerían sus fechorías diciendo que son cristianos y que, por lo tanto, no están sometidos a ninguna ley ni a la espada, como ya están vociferando y proclamando desatinadamente algunos. A esa persona habría que decirle: es verdad, ciertamente, que los cristianos, por sí mismos, no están sometidos a ningún derecho ni espada, ni los necesitan; pero procura primero que el mundo esté lleno de auténticos cristianos antes de gobernarlos cristianamente y según el Evangelio. Pero eso no lo conseguirás jamás, pues el mundo y la gente es y permanecerá no cristiano, aunque todos hayan sido bautizados y se llamen cristianos. Los cristianos, como se dice, están muy dispersos. Por eso es imposible que haya un gobierno cristiano común para todo el mundo, ni siquiera para un país o un gran número. Hay muchos más malos que buenos. Gobernar un país entero o el mundo con el Evangelio es como si un pastor reuniera en un mismo establo lobos, leones, águilas y corderos y los 8

Durante su estancia en el Wartburg escribió Lutero las Apostillas a epístolas y evangelios para el servicio de los predicadores, en WA 10/1, 1.

dejara ir y venir libremente entre ellos y les dijera: «Paced y sed buenos y pacíficos unos con otros, el establo está abierto, tenéis bastante pasto y no tenéis que tener miedo de los perros ni del cayado». Las ovejas, ciertamente, mantendrían la paz y se dejarían alimentar y gobernar pacíficamente, pero no vivirían mucho tiempo ni ningún animal sobreviviría a los demás. Es preciso, por tanto, distinguir con cuidado ambos regímenes y dejar que existan ambos: uno, que hace piadosos, y el otro, que crea la paz exterior e impide las malas obras. En el mundo no es suficiente el uno sin el otro. Pues sin el gobierno espiritual de Cristo nadie puede llegar a ser justo ante Dios por medio del gobierno secular. El gobierno de Cristo no se extiende sobre todos los hombres sino sobre los cristianos, que forman, en todos los tiempos, un número reducido y viven entre los no cristianos. Si sólo rige el gobierno secular o la ley habrá pura hipocresía, aunque estuvieran los mismos mandamientos de Dios. Pues sin el Espíritu Santo en el corazón nadie llega a ser verdaderamente bueno, por buenas que sean sus obras. Pero si sólo reina el gobierno espiritual sobre un país y su gente, se suelta el freno a la maldad y se deja lugar para todas las fechorías, porque los hombres comunes no pueden aceptar ni entender ese gobierno. Ahora puedes ver a quién se dirigen las palabras de Cristo, que hemos citado antes, Mateo 5, 39, de que los cristianos no pueden pleitear ni tener la espada secular entre ellos. Esto lo dice, propiamente, sólo a sus queridos cristianos. Estos las aceptan sencillamente y actúan en consecuencia y no las convierten en «consejos», como los sofistas, pues el Espíritu ha conformado su corazón para no hacer mal a nadie y para sufrir de buen grado el mal que los otros les causan. Si todos los hombres fueran cristianos les interesarían estas palabras y actuarían en consecuencia. Pero como no son cristianos no les importan ni actúan de acuerdo con ellas; pertenecen al otro gobierno en el que se constriñe externamente a los no cristianos y se les obliga a la paz y al bien. Por esta razón, Cristo tampoco llevó la espada ni la instituyó en su reino, pues él es un rey que gobierna sobre los cristianos y gobierna sin recurrir a la ley, sólo con Santo Espíritu. Y si bien confirmó la espada, él no la utilizó, pues no sirve para su reino que sólo tiene piadosos. A David, en tiempos pasados, no se le permitió construir el templo porque había derramado mucha sangre y había utilizado la espada. No es que hubiera obrado mal sino que no podía ser imagen de Cristo, que habría de tener un reino de paz. El templo tuvo que construirlo Salomón, que en alemán significa Friedrich o Friedsam9, el cual tuvo un reino pacífico con el que se podía significar el verdadero y pacífico reino de Cristo, el auténtico Friedrich y Salomón. Además dice el texto «en toda la construcción del templo no se oyó nunca ningún hierro». Todo esto porque Cristo habría de tener un pueblo libre, sin coacción ni compulsión, sin ley y sin espada Esto lo manifiestan los profetas en el Salmo 110, 3: «Tu pueblo serán los libres»; en Isaías 11, 9: «No matarán ni harán daño en mi santo monte»; en Isaías 2, 4: «Y convertirán sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en podaderas; nadie alzará la espada contra nadie, no se adiestrarán para la guerra, etc.». Quien quisiera aplicar estos pasajes y otros semejantes allí donde se mencione el nombre de Cristo, malinterpretaría por completo la Escritura, pues estos pasajes sólo se refieren a los verdaderos cristianos: entre ellos actúan así, sin duda. En quinto lugar: dices ahora: si los cristianos no necesitan la espada ni el derecho secular, ¿por qué dice Pablo a todos los cristianos, Romanos 13, 1: «Sométanse todos al poder y a la autoridad» y S. Pedro: «Someteos a toda institución humana», etc., como se ha dicho antes? Mi respuesta: por ahora he dicho que los cristianos entre sí, en sí mismos y por sí mismos, no necesitan ni el derecho ni la espada, pues no les son necesarios ni útiles. Pero como un verdadero cristiano no vive en la tierra para sí mismo ni para su propio servicio sino que vive y sirve a su prójimo, hace, por su espíritu, algo que él no necesita, pero que es necesario y útil a su prójimo. Y como la espada es de una necesaria utilidad a todo el mundo para mantener la paz, castigar los pecados y resistir a los malos, el cristiano se somete gustosamente al gobierno de la espada, paga los impuestos, respeta la autoridad, sirve, ayuda y hace todo aquello —todo lo que puede— que favorece a la autoridad, a fin de que ésta se mantenga y se mantenga con honor y temor; él, sin embargo, por sí mismo ni tiene necesidad de nada de esto ni le hace falta, pero toma en consideración lo que es bueno y útil para los demás, como enseña Pablo en Efesios 5, 21. Esto lo hace el cristiano como también hace otras obras de amor que no necesita. No visita a los enfermos para curarse él mismo; no alimenta a nadie porque él mismo tenga necesidad de alimentarse; tampoco sirve a la autoridad porque él la necesite sino porque los demás la necesitan, para estar protegidos y para que los malos no se vuelvan peores. El no pierde nada y este servicio no le causa 9

Friedrich significa rico en paz. El nombre hebreo Salomón deriva de la palabra hebrea Schalom, que significa paz.

ningún perjuicio y, además, reporta gran utilidad al mundo. Y si no lo hiciera así no actuaría como cristiano, al ir contra el amor, y daría a los demás un mal ejemplo, pues tampoco querrían soportar ninguna autoridad no siendo ellos precisamente cristianos. De esa manera se le haría un ultraje al Evangelio como si éste predicara la rebelión y creara hombres egoístas que no quieren ayudar ni servir a nadie, cuando, en realidad, el Evangelio hace del cristiano un servidor de todos. Cristo pagó el impuesto, Mateo 17, 27, para no escandalizarlos, aunque no necesitaba hacerlo. Ves también en las palabras de Cristo citadas antes, Mateo 5, 39, que él enseña que los cristianos no deben tener entre ellos ningún derecho ni espada secular; sin embargo, no prohíbe servir a aquellos que tienen la espada secular y el derecho y ser súbditos de ellos sino que, más bien, como no los necesitas ni debes tenerlos, debes servir a aquellos que no han llegado tan alto como tú y todavía los necesitan. Si tú no tienes necesidad de que se castigue a tu enemigo, sí la tiene tu prójimo débil, al que debes ayudar a que tenga paz y a que su enemigo sea reprimido; y esto no puede lograrse a no ser que la autoridad y el poder se mantengan en su honor y respeto. Cristo no dice «no debes servir al poder ni estarle sometido», sino: «No debes resistir al mal», como si quisiera decir: «Compórtate de tal modo que toleres todo, de suerte que no necesites que el poder te ayude o te sea útil o te haga falta, sino que seas tú, por el contrario, quien le seas útil o necesario. Yo quiero tenerte más elevado y más noble de modo que no necesites de él; que sea el poder el que te necesite». En sexto lugar: si me preguntas si un cristiano puede disponer de la espada secular y castigar a los malos, pues las palabras de Cristo dicen tan enérgica y claramente «no resistas al mal» que los sofistas han tenido que convertirlas en un «consejo», mi respuesta es la siguiente: has escuchado hasta ahora dos textos. Uno, según el cual no puede existir la espada entre los cristianos y, por tanto, no se puede utilizar entre ellos porque no tienen necesidad de ella. La pregunta, por consiguiente, debe plantearse al otro grupo de los no cristianos y ver si allí puede ser utilizada cristianamente. Según el otro texto, estás obligado a servir a la espada y a apoyarla con todo lo que puedas, con tu cuerpo, tus bienes, tu honor y tu alma, pues es ésta una obra que tú no necesitas, pero que es útil y necesaria para todo el mundo y para tu prójimo. Por esta razón, si tú vieras que hacen falta verdugos, alguaciles, jueces, señores o príncipes y te consideraras capacitado, deberías ofrecerte y solicitar el cargo para que el poder, que es necesario, no sea despreciado ni se debilite ni perezca; el mundo no quiere ni puede prescindir de él. La razón de este comportamiento es ésta: en ese caso irías a un servicio y a una obra ajenos, que no aprovechan a tus bienes o a tu honor sino que aprovechan sólo al prójimo y a los demás; y lo harías no con la idea de venganza o de devolver mal por mal sino por el bien de tu prójimo y para el mantenimiento de la protección y de la paz de los demás; en cuanto a ti mismo, sigues ateniéndote al Evangelio y a la palabra de Cristo de ofrecer gustosamente la otra mejilla, de dar la capa además de la túnica, cuando se trate de ti y de tus cosas. Así pues, ambos principios se concilian muy bien; cumples al mismo tiempo con el reino de Dios y con el reino del mundo, interior y exteriormente, sufriendo el mal y la injusticia y, al mismo tiempo, castigando el mal y la injusticia, resistiendo al mal y, al mismo tiempo, no resistiéndole. Al hacer lo uno miras a ti y a tus cosas, al hacer lo otro miras al prójimo y a lo suyo. Cuando se trata de ti y de lo tuyo te comportas según el Evangelio y su fres la injusticia que se te haga como un verdadero cristiano; cuando se trata del otro y de sus intereses te comportas de acuerdo con el amor y no toleras ninguna injusticia hacia tu prójimo; esto no lo prohíbe el Evangelio, más bien lo ordena en el otro lugar. De esta manera han llevado la espada todos los santos desde el comienzo del mundo, Adán y todos sus descendientes. Así la llevó Abraham cuando salvó a Lot, hijo de su hermano, venciendo a cuatro reyes, Génesis 14, 14 y s., y era un hombre totalmente evangélico. También Samuel, el santo profeta, mató al rey Agag, 1 Samuel 15, 33, y Elías a los profetas de Baal, 1 Reyes 18, 40. Así la llevaron Moisés, Josué, los hijos de Israel, Sansón, David y todos los reyes y príncipes del Antiguo Testamento, como Daniel y sus compañeros Ananías, Azarías y Misael en Babilonia, y también José en Egipto, etc. Si alguien argumentase que el Antiguo Testamento está abolido y que no tiene ya validez, por lo que no se podrían proponer esos ejemplos a los cristianos, yo respondo que eso no es así. Pablo dice en Corintios 10, 3: «Comieron el mismo alimento espiritual y bebieron la misma bebida de la roca, que es Cristo, como nosotros»; es decir, tuvieron el mismo espíritu y la misma fe en Cristo que tenemos nosotros y fueron tan cristianos como nosotros. Por lo tanto, en lo que actuaron bien, en eso mismo actúan bien todos los cristianos desde el comienzo al fin del mundo. El tiempo y los cambios externos no marcan diferencias entre los cristianos. Tampoco es verdad que el Antiguo Testamento haya sido abolido de modo que no deba observarse o que cometa injusticia quien lo observe en toda

su extensión, como han dicho equivocadamente S. Jerónimo10 y muchos otros; ha sido abolido sólo en cuanto que es libre cumplirlo o no y ya no es necesario observarlo so pena de perder el alma, como era entonces. Pablo dice, en 1 Corintios 7, 19 y en Gálatas 6, 15, que ni el prepucio ni la circuncisión significan nada sino la nueva criatura en Cristo; es decir, no es pecado tener prepucio, como creían los judíos, y tampoco es pecado circuncidarse, como creían los paganos; ambas cosas son libres y buenas; pero quien las haga no piense que con ello se hace piadoso o salvo. Esto mismo vale para todos los demás pasajes del Antiguo Testamento: no se equivoca quien no los sigue, pero tampoco quien los cumple, pues todo es libre y bueno, el cumplirlos y el no cumplirlos. Eso sí, si fuera necesario y útil al prójimo o fuera necesario para la salvación habría que cumplirlos todos, pues todos están obligados a hacer lo que es necesario y útil para el prójimo, sea del Antiguo o del Nuevo Testamento, sea una cosa judía o pagana, como enseña Pablo en 1 Corintios 12, 13. El amor penetra y trasciende todo y sólo busca lo que es útil y necesario a los demás y no pregunta si es del Antiguo o del Nuevo. Por tanto, en los ejemplos de la espada es libre el seguirlos o no, a no ser que veas que tu prójimo la necesita; entonces te obliga el amor a hacer necesariamente lo que, en otro caso, es libre y no obligatorio hacerlo o no hacerlo. Eso sí, no pienses que con ello eres piadoso y estás salvo, como creían equivocadamente los judíos que se salvarían por sus obras; deja eso a la fe, que hace de ti, sin obras, una nueva criatura. Para demostrar esta afirmación con el Nuevo Testamento tenemos el firme testimonio de Juan Bautista, en Lucas 3, 14, quien, sin duda, debía testimoniar, enseñar y mostrar a Cristo. Es decir, su doctrina tenía que ser neotestamentaria y evangélica para conducir a Cristo a un pueblo totalmente justo; él mismo confirma el oficio de soldado y dice que deben conformarse con su salario. Si no hubiera sido cristiano llevar la espada les habría reprendido por llevar ambos, la espada y el salario, o no les habría enseñado correctamente la condición cristiana. También cuando S. Pedro predicó Cristo a Cornelio, Hechos de los Apóstoles 10, 34 y s., no le mandó dejar su cargo, lo que sí habría hecho si hubiese sido un obstáculo para su condición cristiana. Además, antes de ser bautizado, vino el Espíritu Santo sobre él y también Lucas lo alabó como un hombre bueno antes de la predicación de S. Pedro y no le reprochó en absoluto que fuera capitán de los soldados del emperador pagano. Lo que el Espíritu Santo dejó subsistir en Cornelio y no castigó es justo que tampoco nosotros lo castiguemos sino que lo dejemos subsistir. Un ejemplo similar lo ofrece también el eunuco etíope, Hechos de los Apóstoles 8, 27 y s., a quien convirtió y bautizó Felipe el evangelista y le permitió seguir en su cargo y regresar a su tierra: sin la espada no habría podido ser, con toda seguridad, un gobernador tan poderoso de la reina de Etiopía. Lo mismo ocurrió con Sergio Pablo, procónsul en Chipre, Hechos de los Apóstoles 13, 7 y s., a quien convirtió S. Pablo y le permitió seguir, no obstante, como procónsul entre y sobre los paganos. Esto mismo hicieron muchos santos mártires que, obedientes a los emperadores romanos paganos, fueron a la guerra bajo sus órdenes y, sin duda alguna, también degollaron a gente por causa de la paz, para mantenerla, como se ha escrito de S. Mauricio, Acacio, Gereón y de otros muchos bajo el emperador Juliano11. Por encima de estos testimonios está el texto claro y enérgico de S. Pablo, Romanos 13, 1 y s., donde dice: «El poder está instituido por Dios» y «el poder no lleva en vano la espada, es servidor de Dios, para ayudarte a lo bueno, vengador de quien hace el mal». Mi querido amigo, no seas tan malicioso como para decir que un cristiano no puede desempeñar algo que es realmente obra, orden y creación de Dios. De lo contrario, tendrías que decir también que un cristiano no debería comer ni beber ni casarse, que también son obra y orden divinos. Si algo es obra y criatura de Dios es bueno, tan bueno que cada uno puede usar de ello cristiana y gozosamente, como dice Pablo en 1 Timoteo 4, 4: «Todo lo que Dios ha creado es bueno y nada tienen que desechar los creyentes y los que conocen la verdad». Bajo «todo» lo que Dios ha creado no debes entender solamente la comida, la bebida, la ropa y el calzado sino también el poder y la sumisión, la protección y el castigo. En resumen, como S. Pablo dice aquí que la autoridad es servidora de Dios, no hay que dejar que la utilicen exclusivamente los paganos sino todos los hombres. ¿Qué otra cosa quiere decir que es «servidora de Dios», sino que la autoridad es de tal naturaleza que puede servirse con ella a Dios? 10

S. Jerónimo, Epistula 112, 16, en MIGNE PL 22, 296. Se trata de la controversia entre S. Agustín y S. Jerónimo acerca de la rivalidad entre S. Pedro y S. Pablo en Antioquía, particularmente sobre la observancia de la ley. 11 Los tres sirvieron en las legiones romanas bajo el emperador Maximiano (284-305) y no bajo Juliano el Apóstata (361-363).

No sería en absoluto cristiano decir que existen servicios a Dios que un cristiano no debiera o tuviera que hacer, siendo así que para el servicio a Dios nadie es tan apto como el cristiano y, en verdad, sería muy bueno y necesario que todos los príncipes fuesen buenos y auténticos cristianos. La espada y el poder, como servicio especial a Dios, corresponden al cristiano con preferencia a todos los demás hombres en la tierra. Debes, por tanto, estimar la espada y el poder igual que el estado matrimonial, el trabajo en el campo o cualquier otro oficio que Dios haya instituido. Así como un hombre puede servir a Dios en el estado matrimonial, en el trabajo en el campo o en la artesanía y debería servir al otro si éste lo necesitara, también puede servir a Dios con el poder y debe hacerlo cuando la necesidad del prójimo así lo exija. Ellos son servidores y artesanos de Dios que castigan el mal y protegen el bien. Por supuesto, se debe poder renunciar también libremente en caso de no ser necesario, como libre es el matrimonio o el trabajo en el campo cuando no es necesario. Si dices: ¿por qué Cristo y los apóstoles no llevaron la espada?, yo respondo: dime por qué tampoco tomó mujer o no se hizo zapatero o sastre. ¿No iba a ser buena una profesión o un oficio por el hecho de que Cristo no los haya desempeñado él mismo? ¿Dónde iban a parar todos los oficios y profesiones, excepto el de predicador que fue el único que ejerció? Cristo ha ejercido su oficio y su profesión, pero no por ello ha condenado ninguna otra profesión. No le incumbió llevar la espada porque sólo debía desempeñar la función con la que se gobierna su reino y que sirve propiamente a su reino. Su reino no requiere ser casado, sastre, zapatero, campesino, príncipe, verdugo o alguacil ni tampoco la espada ni el derecho secular; únicamente la palabra y el espíritu de Dios son propios de su reino. Estos son los medios con los que se gobierna a los suyos interiormente. Este ministerio, que ejerció entonces y continúa ejerciéndolo, ofrece siempre el espíritu y la palabra de Dios. En este ministerio debieron seguirle los apóstoles y todos los gobernantes eclesiásticos. Tanto tienen que hacer con esta espada espiritual, la palabra de Dios, para desempeñar correctamente su oficio, que deben dejar a un lado la espada secular y dejarla para otros que no tienen que predicar; si bien, como se ha dicho, no es contrario a su condición el utilizarla. Cada uno debe cuidar de su profesión y de su obra. Si Cristo no llevó la espada ni adoctrinó al respecto, es realmente suficiente que no la ha prohibido ni la ha abolido sino que la ha confirmado; es suficiente, asimismo, que no haya abolido el estado matrimonial sino que lo ha confirmado, aunque él no tomó mujer ni tampoco enseñó al respecto. El debía señalarse solamente por la condición y por las obras que sólo sirven propiamente para su reino, a fin de que no se extrajera de su vida un motivo —y un ejemplo a seguir— para enseñar y creer que el reino de Dios únicamente puede existir sin el matrimonio y sin la espada y sin similares cosas externas (pues los ejemplos de Cristo exigen ser seguidos con carácter obligatorio), porque realmente el reino de Dios existe por la sola palabra y el espíritu de Dios y éste fue el ministerio propio de Cristo, y así debía ser, como rey supremo en este reino. Pero como no todos los cristianos tienen el mismo ministerio (aunque podrían tenerlo) es razonable que tengan otra función exterior, siempre que Dios pueda ser servido también con ella. De todo esto se deduce cuál es el sentido verdadero de las palabras de Cristo en Mateo 5, 39: «No resistas al mal, etc.». El sentido es el siguiente: el cristiano debe estar en condiciones de sufrir todo mal y toda injusticia, de no vengarse, de no defenderse ante un tribunal no teniendo necesidad para sí mismo, en modo alguno, del poder y del derecho seculares. Pero para los otros puede y debe buscar venganza, derecho, protección y ayuda, y debe hacer, en este sentido, todo lo que pueda. El poder, por sí mismo o a instancia de otros, debe también ayudarle y protegerle, sin que el cristiano lo demande, lo busque o lo estimule. Si el poder no hace esto, el cristiano debe dejarse maltratar y ultrajar y no oponerse al mal, según las palabras de Cristo. Y estáte convencido de que esta enseñanza de Cristo no es un consejo para los perfectos, como dicen nuestros sofistas, blasfemando y mintiendo, sino un mandamiento universal y estricto para todos los cristianos: has de saber que son paganos los que, bajo el nombre de cristianos, se vengan o litigan y disputan ante los tribunales por sus bienes o su honor; esto no cambiará, te lo digo yo. Y no mires a la masa y al uso común, pues hay pocos cristianos sobre la tierra, no lo dudes; la palabra de Dios es, además, algo totalmente diferente del uso común. Ves así que Cristo no abole la ley cuando dice: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: “ojo por ojo”, pero yo os digo: no debéis resistir al mal», etc.; él aclara el sentido de la ley, indicando cómo hay que entenderla, como si quisiera decir: vosotros, judíos, pensáis que es bueno y justo ante Dios recuperar lo vuestro por medio del derecho y os apoyáis en lo dicho por Moisés «ojo por ojo», etc. Pero yo os digo que Moisés promulgó esta ley por causa de los malos, que no pertenecen al reino de Dios, para que no tomen venganza por sí mismos o hagan algo peor, para que la ley externa les constriña a abandonar el mal y el poder los reúna mediante un derecho externo y un gobierno. Pero

vosotros debéis comportaros de tal modo que no tengáis necesidad de ese derecho ni lo busquéis. Aunque la autoridad secular debe tener una ley con la que juzgar a los no creyentes, y que vosotros mismos podéis utilizar para juzgar a otros, no debéis buscarla ni utilizarla para vosotros mismos y para vuestras cosas, ya que vosotros tenéis el reino de los cielos. Por eso debéis dejar el reino de la tierra a quien os lo tome. Ves así que Cristo no quiere significar con sus palabras que él abola las leyes de Moisés o que prohíba el poder temporal; él excluye a los suyos de que lo utilicen para sí mismos, ellos deben dejarlo a los no creyentes, a los que, sin duda, también pueden servir con su propia ley, ya que no son cristianos y a nadie se puede obligar a abrazar el cristianismo. Que las palabras de Cristo se aplican a los suyos queda claro del hecho de que dice inmediatamente que deben amar a sus enemigos y ser perfectos como su padre celestial. Pero quien ama a sus enemigos y es perfecto, deja de lado la ley y no la utiliza para exigir ojo por ojo. Pero no se lo prohíbe a los no cristianos que no aman a sus enemigos y quieren servirse de ella; más bien, él ayuda a que los malos adopten estas leyes a fin de que no hagan algo peor. De esta manera, pienso yo, se concilia la palabra de Cristo con los textos que instituyen la espada y su sentido es éste: ningún cristiano debe llevar la espada ni recurrir a ella para sí mismo y para sus asuntos, pero, cuando se trata de los otros, puede y debe llevarla o recurrir a ella para que la maldad sea reprimida y la piedad protegida. Igual que dice el Señor en el mismo lugar: el cristiano no debe jurar sino que su palabra debe ser: sí, sí, no, no; es decir, un cristiano no debe jurar por sí mismo y por su propia voluntad o gana. Pero si la necesidad, la utilidad, la salvación o el honor de Dios lo exigen, debe jurar. En servicio de los otros usa el juramento prohibido y, del mismo modo, utiliza la espada prohibida en servicio de los otros. Cristo y Pablo juran con frecuencia para hacer útiles y fidedignas sus enseñanzas y su testimonio, como se hace y se puede hacer en las alianzas y en los contratos, etc., de lo que habla el Salmo 63, 12: «Serán alabados los que juren por su nombre». Ahora seguirías preguntando si también los esbirros, los verdugos, los juristas, los abogados y demás personas de esta profesión pueden ser cristianos y estar en gracia. Mi respuesta: si el poder y la espada son un servicio a Dios, como se ha demostrado antes, tiene que ser también un servicio a Dios todo lo que el poder necesite para llevar la espada. Es preciso que alguien prenda, acuse, estrangule y mate a los malos y proteja, excuse, defienda y salve a los buenos. Por eso, si ellos lo hacen con la idea de no buscar su propio interés sino de ayudar a utilizar el poder y el derecho para dominio de los malos, no corren ningún peligro y pueden utilizarlos igual que otro ejerce su oficio, obteniendo de él su subsistencia. Como se ha dicho, el que ama al prójimo no busca su propio interés ni tampoco mira si la obra es grande o pequeña sino si es útil y necesaria a su prójimo o a la comunidad. Preguntas: ¿Cómo? ¿No podría servirme yo de la espada para mí mismo y para mis asuntos con la intención de castigar el mal y no la de buscar mi propio interés? Mi respuesta: tal milagro no es imposible, pero es extremadamente raro y está lleno de peligros. Donde abunda el Espíritu, puede ciertamente suceder. Así leemos en Jueces 15, 11, que Sansón dijo: «Yo les he hecho como ellos me hicieron a mí», lo que contradice a Proverbios 24, 29: «No digas: como me hizo, así le haré» y 20, 22: «No digas: yo le devolveré el mal». Sansón había sido requerido por Dios para perseguir a los filisteos y salvar a los hijos de Israel. Y aunque tomó sus propios asuntos como motivo, no luchó contra ellos realmente para su venganza personal o buscando su propio interés, sino como un servicio a los demás y como castigo de los filisteos. Nadie seguirá este ejemplo, a no ser que sea un verdadero cristiano y esté henchido del Espíritu. Cuando la razón quiere actuar también de esta manera pretenderá, sin duda, no estar buscando su propio interés; pero, en el fondo, será falso, pues eso no es posible sin la gracia. Por tanto, sé tú, primero, como Sansón y luego podrás actuar también como él. SEGUNDA PARTE HASTA DONDE SE EXTIENDE LA AUTORIDAD SECULAR Llegamos ahora al punto principal de este sermón. Después de haber aprendido que la autoridad secular es necesaria en la tierra y cómo debe utilizarse cristianamente y para la salvación, hemos de aprender ahora hasta dónde alcanza su brazo, de suerte que no vaya a abarcar demasiado alcanzando al reino de Dios y su gobierno. Esto es muy necesario saberlo, pues se produce un daño intolerable y horrendo si se concede a la autoridad secular demasiado espacio, así como tampoco deja de haber daño si se la limita demasiado. En este caso, castiga demasiado poco y en aquél otro, demasiado; si

bien es más tolerable que peque por este lado y castigue demasiado poco, porque siempre es mejor dejar vivir a un canalla que matar a un hombre de bien, ya que el mundo tiene canallas, y debe tenerlos, mientras que tiene pocos hombres de bien. Hay que señalar, en primer lugar, que los dos grupos de los hijos de Adán, uno de los cuales está en el reino de Dios, bajo Cristo, y el otro en el reino del mundo, bajo la espada (como se ha dicho antes), tienen dos clases de leyes. En efecto, cada reino debe tener sus propias leyes y derechos y, sin la ley, no puede existir ningún reino ni gobierno, como muestra suficientemente la experiencia cotidiana. El gobierno secular tiene leyes que no afectan más que al cuerpo, a los bienes y a todas las cosas exteriores que hay en la tierra. Sobre las almas no puede ni quiera Dios dejar gobernar a nadie que no sea él mismo. Por ello si el poder secular pretende dar una ley al alma, invade el gobierno de Dios y no hace más que seducir y corromper las almas. Esto tenemos que exponerlo con tal claridad que se pueda captar perfectamente, para que nuestros señores, los príncipes y los obispos, vean si quieren obligar a las gentes a creer de un modo u otro con sus leyes y mandatos. Si una ley humana impone al alma creer de una manera u otra, según lo mande el propio hombre, es seguro que no está en ella la palabra de Dios. Si la palabra de Dios no está en ella no hay cer teza de que la quiera Dios. Pues lo que él no manda, no se puede estar seguro de que le plazca; más bien, hay seguridad de que le desagrada. Pues él quiere que nuestra fe se funde simple y exclusivamente en su obra divina, como dice en Mateo 16, 18: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia», y en Juan 10, 4, 5: «Mis ovejas oyen mi voz y me conocen, mas la voz del extraño no la oyen sino que huyen de él». De estos textos se deduce que el poder secular, con su desatinado mandato, empuja a las almas a la muerte eterna al obligarlas a creer una cosa como si fuera verdadera y del agrado de Dios, cuando, en realidad, es incierto que le agrade o, incluso, es cierto que le desagrada, pues falta allí claramente la palabra de Dios. Quien cree como justo lo que es injusto o incierto, reniega de la verdad que es Dios mismo y cree en mentiras y engaños al tener por justo lo que es injusto. Es, pues, una absoluta insensatez que ellos ordenen creer en la iglesia, en los padres, en los concilios, si no está allí la palabra de Dios. Son apóstoles del diablo los que ordenan estas cosas y no la iglesia, pues la iglesia no ordena nada, a no ser que sepa con certeza que es la palabra de Dios, como dice S. Pedro: «Si alguien habla, que lo haga como la palabra de Dios». Pero ellos no podrían demostrar en mucho tiempo que los cánones de los concilios son palabra de Dios. Pero mayor locura es decir que los reyes, los príncipes y la gente deben creer de una manera determinada. Amigo mío, nosotros no hemos sido bautizados en el nombre de reyes, príncipes o de los hombres, sino en el nombre de Cristo y Dios mismo; tampoco nos llamamos reyes, príncipes o masa, sino que nos llamamos cristianos. Al alma no debe ni puede mandarla nadie, a no ser que sepa mostrarle el camino del cielo. Ningún hombre puede hacer esto, sólo Dios. Por esto, en los asuntos que afectan a la salvación de las almas no debe enseñarse ni aceptarse nada que no sea la palabra de Dios. Además, aunque sean unos locos groseros, no pueden dejar de reconocer que no tienen ningún poder sobre las almas. Pues ningún hombre puede matar un alma ni darle la vida, conducirla al cielo o al infierno. Si no quieren creernos, es el mismo Cristo quien lo afirma con suficiente fuerza cuando dice en Mateo 10, 28: «No tengáis miedo de los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed, en cambio, al que, después de matar el cuerpo, tiene poder para condenar el alma al infierno». Yo creo que aquí se sustrae el alma del alcance de la mano humana y se coloca bajo el único poder de Dios. Dime qué agudeza debe tener una autoridad que imponga mandatos donde no tenga absolutamente ningún poder. ¿Quién no tendría por loco a quien ordenase a la luna que brillase cuando quisiera él? ¡Qué bonito sería que los de Leipzig quisieran imponer leyes a los de Wittenberg o nosotros, los de Wittenberg, a los de Leipzig!12 A esos gobernantes se les regalaría en agradecimiento eléboro, para que limpiaran su cerebro y curaran su catarro. Sin embargo, nuestros emperadores y nuestros sabios príncipes se comportan en la actualidad de esa manera y se dejan conducir por el papa, por los obispos y por los sofistas —un ciego conduciendo a otro— ordenando a sus súbditos que crean como a ellos buenamente les parece, sin la palabra de Dios, y queriendo llamarse, a pesar de ello, príncipes cristianos; ¡que Dios nos proteja! Además de esto puede pensarse que todos los poderes sólo pueden y deben actuar allí donde pueden mirar, conocer, juzgar, opinar, cambiar y corregir. ¿Qué sería para mí un juez que quisiera juzgar a ciegas asuntos que ni ve ni oye? Y dime: ¿cómo puede un hombre ver, conocer, juzgar y cambiar los corazones? Esto está reservado sólo a Dios, como dice el Salmo 7, 10: «Dios sondea los corazones y los riñones» y «El señor es juez sobre los hombres». Y los Hechos de los Apóstoles, 1, 24: «Dios conoce los corazones». Y Jeremías, 17, 9 y s.: «Malo e impenetrable es el corazón del 12

Leipzig era la capital del ducado de Sajonia. Wittenberg lo era de la Sajonia electoral (Kürsachsen).

hombre, ¿quién puede escudriñarlo? Yo, el Señor, que sondea los corazones y los riñones». Un tribunal debe y tiene que estar muy seguro cuando juzga y debe verlo todo a plena luz. Pero los pensamientos y los sentimientos del alma no se revelan a nadie excepto a Dios, por lo que resulta inútil e imposible obligar o constreñir a alguien por la fuerza a que crea de un modo u otro. Para esto hace falta otro método, la fuerza no puede nada. Me asombran esos grandes locos cuando declaran unánimemente De occultis non iudicat Ecclesia, la iglesia no juzga las cosas secretas. Si la iglesia, con su gobierno espiritual, sólo gobierna los asuntos manifiestos, ¿cómo se permite el insensato poder secular juzgar y regular una cosa secreta, espiritual y oculta como es la fe? Además, cada uno corre su propio riesgo en su manera de creer y debe vigilar por sí mismo que su fe sea verdadera. Así como nadie puede ir al infierno o al cielo por mí, tampoco nadie puede creer o no creer por mí; y de la misma manera que no puede abrirme o cerrarme el cielo o el infierno, tampoco puede llevarme a creer o a no creer. Creer o no creer, por tanto, depende de la conciencia de cada cual, con lo que no se causa ningún daño al poder secular; también éste ha de estar contento, ha de ocuparse de sus asuntos y permitir que se crea de ésta o de aquella manera, como cada uno quiera y pueda, sin obligar a nadie. El acto de fe es libre y nadie puede ser obligado a creer. Se trata, en realidad, de una obra divina que viene del Espíritu y que, por consiguiente, ningún poder la podría hacer o imponer. De aquí procede el dicho común, que también está en Agustín: nadie puede ni debe ser obligado a creer13. Estas pobres y ciegas gentes no ven, además, la inanidad e imposibilidad de su intento. Por grande que sea su fuerza y por muchas que sean sus amenazas, sólo podrían obligar a las gentes a que les siguieran con la boca y con la mano; no pueden forzar el corazón, aunque lo desgarraran; el proverbio dice la verdad: los pensamientos están exentos de aduana. ¿Por qué, entonces, quieren obligar a la gente a creer con el corazón cuando ven que es imposible? Al hacerlo así fuerzan las conciencias débiles a mentir, a renegar y a decir algo distinto de lo que tienen en el corazón y ellos mismos se cargan de esta manera con horribles pecados ajenos, pues todas las mentiras y las falsas confesiones cometidas por conciencias tan débiles recaen sobre quien las violenta. Sería mucho más fácil que, aunque sus súbditos estuviesen en el error, los dejasen errar antes que forzarles a mentir y a decir algo distinto a lo que llevan en su corazón; no es justo combatir el mal con algo peor. ¿Quieres saber por qué Dios dispone que los príncipes temporales procedan de modo tan horroroso? Te lo voy a decir. Dios les ha pervertido el sentido y quiere terminar con ellos igual que con los señores eclesiásticos. Mis inclementes señores, el papa y los obispos, debían ser obispos y predicar la palabra de Dios. Han abandonado esta tarea y se han convertido en príncipes temporales, gobernando con leyes que sólo conciernen al cuerpo y a los bienes. Lo han invertido finamente: deberían gobernar las almas interiormente con la palabra de Dios y, sin embargo, gobiernan externamente palacios y ciudades, países y gentes y torturan las almas con tormentos indescriptibles. Los señores seculares deberían gobernar externamente el país y las gentes, pero no lo hacen. No hacen otra cosa que vejar y despojar, imponer peaje tras peaje, un impuesto detrás de otro y soltar un oso aquí y un lobo allá; no se encuentra en ellos, además, ni derecho, fidelidad o verdad y actúan de una manera que sería excesiva para ladrones y canallas y su gobierno secular se encuentra tan caído como el gobierno de los tiranos eclesiásticos. Por esto Dios pervierte su espíritu también, para que procedan contra el sentido y quieran gobernar espiritualmente sobre las almas, al igual que los otros quieren gobernar temporalmente, y así, confiados en sí mismos, carguen con los pecados ajenos, con el odio de Dios y de todos los hombres hasta que perezcan con los obispos, los curas y los monjes —canallas con canallas—; después echan la culpa al Evangelio y, en vez de confesarse, blasfeman contra Dios diciendo que es nuestra predicación la causa de todo esto. Es su pervertida maldad la que ha merecido esto y lo sigue mereciendo sin cesar; así se comportaban también los romanos cuando fueron destruidos. Mira, ahí tienes el designio de Dios sobre estos grandes bobos. Pero no han de creerlo, a fin de que este designio divino no sea obstaculizado por su arrepentimiento. Si tú dices: Pablo ha dicho en Romanos 13, 1: sométase todo hombre al poder y a la autoridad; y Pedro dice: debemos ser súbditos de toda institución humana, yo respondo: me vienes a propósito; pues los pasajes están a mi favor. S. Pablo habla de autoridad y de poder. Tú has oído ahora que nadie, excepto Dios, tiene poder sobre las almas. Por lo tanto, S. Pablo no ha podido hablar de obediencia alguna sino donde pueda haber poder. De ahí se sigue que él no habla de la fe, se sigue que el poder secular no debe gobernar la fe; él habla de los bienes externos, de ordenarlos y gobernarlos en la tierra. Esto lo muestran con claridad sus palabras, pues a ambos, al poder y a la obediencia les señala su límite al decir: «Dad a cada cual lo suyo, tributo al que se le deba tributo, impuesto al que se le 13

Agustín, Contra litt. Petil. II, 83, 184: «ad fidem quidem nullus est cogendus, sed...».

deba impuesto, honor al que se le deba honor, respeto a quien se le deba respeto». Mira, pues, la obediencia y el poder temporales sólo afectan al impuesto, a los tributos, al honor y al respeto, que son cosas externas. También al decir: «No hay que temer al poder por las buenas obras sino por las malas», limita el poder a que domine las malas obras, no la fe o la palabra de Dios. Esto lo quiere igualmente S. Pedro cuando dice: «Institución humana». Ahora bien, ninguna institución humana puede extenderse hasta el cielo y sobre el alma, solamente puede extenderse a la tierra, a las relaciones externas de los hombres entre sí, donde los hombres pueden observar, conocer, juzgar, apreciar y salvar. Todo esto lo ha distinguido el mismo Cristo sutilmente y lo ha resumido brevemente cuando dice en Mateo 22, 21: «Dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios». Si el poder imperial se extendiera al reino de Dios y no fuera un poder particular, no los habría diferenciado. Como ya se ha dicho, el alma no está bajo el poder del emperador; éste no puede adoctrinarla, ni gobernarla, ni matarla ni vivificarla ni atarla ni desatarla, ni juzgarla ni condenarla, ni detenerla ni liberarla (todo esto tendría que poderlo si el emperador tuviera poder para mandar sobre ella e imponerle leyes); sólo tiene que ver con el cuerpo, los bienes y el honor, pues estas cosas están bajo su poder. David expresó todo esto, hace tiempo, en un breve y bello pasaje al decir en el Salmo 115, 16: «He dado el cielo al señor del cielo, pero la tierra la he dado a los hijos de los hombres». Esto es: en lo que está en la tierra y pertenece al reino terrenal y temporal ha recibido el hombre poder de Dios; pero lo que pertenece al cielo y al reino eterno está exclusivamente bajo el señor celestial. Tampoco lo olvidó Moisés cuando dice en Génesis 1, 26: «Dijo Dios: hagamos al hombre para que gobierne sobre los animales en la tierra, sobre los peces en el mar, sobre los pájaros en el aire». El gobierno externo de estas cosas se ha atribuido a los hombres. En resumen, la idea es ésta, como dice S. Pedro en Hechos de los Apóstoles 5, 29: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Con estas palabras pone él también un límite claro al poder secular. Si hubiera que obedecer todo lo que el poder secular quisiera, en vano habría dicho que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Si tu príncipe o señor temporal te manda estar del lado del papa o creer de ésta o aquélla manera o te manda deshacerte de ciertos libros, tendrías que decirle: «No le corresponde a Lucifer sentarse junto a Dios; Señor mío, estoy obligado a obedeceros con mi cuerpo y con mis bienes; ordenadme en la medida de vuestro poder en la tierra y os seguiré. Pero si me ordenáis creer y deshacerme de libros, no os obedeceré. Pues entonces sois un tirano y vais demasiado alto, mandáis donde no tenéis derecho ni poder, etc.». Si, a causa de esto, te despoja de tus bienes y castiga tu desobediencia eres bienaventurado y debes dar gracias a Dios por ser digno de sufrir por causa de la palabra divina; deja a ese loco montar en cólera, que ya encontrará su juez. Yo te digo que si no te opones a él y le permites que te quite la fe o los libros, has renegado verdaderamente de Dios. Te doy un ejemplo de lo que estoy diciendo: En Meissen, en Baviera y en la Mark, y en otros lugares, han promulgado un edicto en virtud del cual debe entregarse a las autoridades el Nuevo Testamento. En este caso, los súbditos deben hacer lo siguiente: no deben entregar ni una sola hoja, ni una sola letra, bajo pena de perder su salvación. Quien lo haga, entrega a Cristo a Herodes, pues ellos actúan como asesinos de Cristo, igual que Herodes. Deben tolerar que entren en sus casas y les quiten por la fuerza los bienes o los libros. No hay que resistir al mal sino sufrirlo; pero no hay que aprobarlo ni servirlo ni secundarlo ni dar un paso o mover un dedo para obedecerlo. Estos tiranos actúan como corresponde a príncipes seculares, son príncipes «mundanos» y el mundo es enemigo de Dios; por esto han de hacer lo que es contra Dios, pero conforme al mundo para no perder su honor, permaneciendo como príncipes seculares. No te extrañes, por tanto, de que rabien y cometan locuras contra el Evangelio; han de hacer honor a su título y a su nombre Debes saber también que, desde el comienzo del mundo, un príncipe sensato es un pájaro raro y más raro todavía es un príncipe piadoso. En general son los locos más grandes o los peores canallas de la tierra; por esta razón hay que estar preparados para lo peor con ellos y no se puede esperar nada bueno de ellos, especialmente en las cosas divinas que afectan a la salvación del alma. Son los carceleros y verdugos de Dios y la cólera divina los utiliza para castigar a los malos y conservar la paz externa. Hay un gran Señor, nuestro Dios, que debe tener tales ilustrísimos, nobles y ricos verdugos y esbirros y que quiere que todos les den riqueza, honor y respeto en gran abundancia. Agrada a la divina voluntad que llamemos a sus verdugos benevolentes señores y que nos arrodillemos y seamos sus súbditos con toda humildad, siempre que no extiendan su oficio demasiado y quieran convertirse de verdugos en pastores. Si se da el caso de que un príncipe sea sensato, piadoso o cristiano es éste uno de los mayores milagros y la señal más preciada de la gracia divina hacia un país. Por lo general, las cosas suceden según el pasaje de Isaías 3, 4: «Les daré muchachos como príncipes y chiquillos

serán sus gobernantes» y de Oseas 13, 11: «Airado te daré un rey y encolerizado te lo quitaré». El mundo es demasiado malo y no merece tener muchos príncipes sensatos y piadosos. Las ranas necesitan sus cigüeñas. Y si tú me dices: sí, el poder secular no obliga a creer, sólo impide externamente que se seduzca a las gentes con doctrinas falsas, ¿cómo se puede luchar, entonces, contra los herejes? Mi respuesta: esto deben hacerlo los obispos, a ellos se les ha encomendado ese ministerio y no a los príncipes. Pues la herejía no puede reprimirse con la fuerza; hay que hacerlo de un modo totalmente diferente, se trata de una lucha y una actuación con medios diferentes a la espada. Es la palabra de Dios la que debe luchar aquí; si ella no tiene éxito, sin éxito quedará, con toda seguridad, con el poder secular, aunque bañe el mundo en sangre. La herejía es un asunto espiritual, que no puede golpearse con el hierro ni quemarse con el fuego ni ahogarlo en el agua. Sólo está la palabra de Dios que lo hará, como dice Pablo en 2 Corintios 10, 4: «Nuestras armas no son carnales, son poderosas en Dios para derribar torreones y consejos que se levanten contra el conocimiento de Dios y hacemos prisionero a todo espíritu al servicio de Cristo». Además, no hay nada más fuerte que la fe o la herejía cuando se lucha contra ellas con la fuerza bruta, sin la palabra de Dios. Téngase por cierto que la fuerza no tiene una causa justa y actúa contra el derecho y procede sin la palabra de Dios y no sabe imponerse más que por la fuerza bruta, como hacen los animales irracionales. Tampoco en los asuntos temporales se puede proceder con la fuerza, a no ser que la injusticia hubiera sido eliminada previamente con el derecho. ¡Cuánto más imposible es, en estos asuntos espirituales, actuar con la fuerza, sin el derecho y sin la palabra de Dios! Mira, por tanto, cuan sutiles e inteligentes son estos señores. Quieren desterrar la herejía, pero con unos medios que, por el contrario, la fortalecen, volviéndose ellos mismos sospechosos y dando la razón a los otros. Amigo mío, si quieres desterrar la herejía debes encontrar el medio de extirparla de los corazones ante todo y de apartarla en profundidad de la voluntad. Con la fuerza no acabarás con ella sino que la fortalecerás. ¿De qué te sirve fortalecer la herejía en el corazón debilitándola solamente en la lengua y forzando a la mentira? La palabra de Dios, en cambio, ilumina los corazones y con ella caen del corazón, por sí mismos, todas las herejías y todos los errores. Sobre esta destrucción de la herejía hizo un anuncio el profeta Isaías en el capítulo 11 diciendo: «Herirá la tierra con la vara de su boca y matará al impío con el espíritu de sus labios». Ahí ves que ha sido establecido que el impío será muerto o convertido con la boca. En resumen: estos príncipes y tiranos no saben que luchar contra la herejía es luchar contra el demonio, que posee los corazones con el engaño, como dice Pablo en Efesios 6, 12: «No tenemos que luchar con la carne y la sangre, sino con el espíritu del mal, con los príncipes que gobiernan estas tinieblas, etc.». Por esto, mientras no se rechace al diablo y se le expulse de los corazones es igual que mate yo sus recipientes con la espada o con el fuego, como si luchara contra el relámpago con una paja. Esto lo ha testimoniado abundantemente Job 41, cuando dice que el diablo tiene al hierro por paja y no tiene ningún poder en la tierra. La experiencia nos lo muestra también. Aunque se queme por la fuerza a todos los judíos y herejes, ni uno solo se convencería ni se convertiría por ese procedimiento. Sin embargo, este mundo ha de tener tales príncipes para que nadie se ocupe de su función. Los obispos han de declinar la palabra de Dios y no han de gobernar con ella las almas sino que han de ordenar a los príncipes seculares que las gobiernen con la espada. Por su parte, los príncipes temporales han de permitir que se cometan —y han de cometerlos ellos mismos—, la usura, el robo, el adulterio, el asesinato y otras malas obras, dejando que los obispos los castiguen con la excomunión; así todo estará patas arriba: gobernar las almas con el hierro y el cuerpo con bulas de excomunión, de modo que los príncipes seculares gobiernen espiritualmente y los príncipes eclesiásticos gobiernen secularmente. ¿Qué otra cosa tiene que hacer el diablo en la tierra sino engañar a su pueblo y jugar al carnaval? Estos son nuestros príncipes cristianos que defienden la fe y se comen al turco. Son, por supuesto, finos compañeros en los que hay que confiar: algo lograrán con su fina inteligencia, es decir, partirse el cuello y llevar al país y a la gente a la miseria y a la desgracia. Yo querría, por esta razón, aconsejar a estos ciegos príncipes, con toda fidelidad, que se pusieran en guardia frente a un versículo muy corto que está en el Salmo 107: effundit contemptum super principes14. Os juro por Dios que si pasáis por alto que este pequeño versículo es común entre vosotros, estáis perdidos, aun cuando cada uno de vosotros fuera tan fuerte como el turco, y de nada os servirá vuestra rabia y vuestro furor. Una gran parte de ese desprecio ya ha comenzado. Pues hay pocos príncipes a los que no se tenga por locos o canallas. Esto proviene de que se comportan como tales y el hombre común se está dando cuenta y la plaga de los príncipes, que Dios llama contemptum, 14

Derrama el desprecio sobre los príncipes.

se extiende con fuerza entre el pueblo y el hombre común. Y me temo que no pueda frenarse si los príncipes no se comportan como príncipes y comienzan de nuevo a gobernar con la razón y con honestidad. No se tolerará a la larga vuestra tiranía y vuestra arrogancia, ni se puede ni se quiere tolerar. Mis queridos príncipes y señores, sabed ateneros a esto: Dios no quiere soportarlo por más tiempo. Ya no existe un mundo como el de antes, en el que cazabais y batíais a la gente como a un venado. Abandonad, pues, vuestra violencia y vuestra malicia, pensad en actuar con justicia y dejad que la palabra de Dios tenga el camino que quiere tener, que debe y que ha de tener, y que vosotros no impediréis. Si hay herejía, que se venza, como es debido, con la palabra de Dios. Si utilizáis mucho la espada, cuidad que no venga otro, y no en el nombre de Dios, que os mande envainarla. Pero tú podrías decir: si entre los cristianos no debe existir ninguna espada secular, ¿cómo van a ser gobernados en el orden externo? Debe haber, por tanto, también entre los cristianos una autoridad. Mi respuesta: entre los cristianos no tiene que haber, ni puede haber, ninguna autoridad, cada uno está sometido a los otros, como dice Pablo en Romanos 12, 10: «Cada uno debe considerar al otro como su superior». Y 1 Pedro 5, 5: «Sed súbditos unos de otros». Esto también lo quiere Cristo, Lucas 14, 10: «Cuando fueres invitado a una boda, siéntate en el último sitio». Entre los cristianos no hay superior, pues sólo lo es Cristo mismo. ¿Y qué autoridad puede haber si todos son iguales y tienen el mismo derecho, poder, bienes y honor? Además, nadie anhela ser superior al otro sino que cada uno quiere ser inferior al otro. Donde existen tales hombres no se podría establecer, en absoluto, ninguna autoridad, aunque se quisiera, porque su naturaleza e índole no tolera tener superiores, ya que nadie quiere ni puede ser superior. Donde no existen gentes de esta índole, no hay tampoco verdaderos cristianos. ¿Qué son, entonces, los sacerdotes y los obispos? Mi respuesta: su gobierno no es una autoridad o un poder sino un servicio y un ministerio, pues no son superiores ni mejores que los demás cristianos. Por lo tanto, no deben imponer leyes o mandatos a los otros sin el consentimiento de éstos; su gobierno consiste en predicar la palabra de Dios para dirigir a los cristianos y vencer la herejía. Como se ha dicho antes, a los cristianos sólo se les puede gobernar con la palabra de Dios. Los cristianos deben ser gobernados en la fe, no con obras externas, como dice Pablo en Romanos 10, 17: «La fe viene de lo que se oye, pero lo que se oye viene de la palabra de Dios». Los que no creen no son cristianos y no pertenecen al reino de Cristo sino al reino del mundo, donde se les obliga y se les gobierna con la espada y el gobierno externo. Los cristianos realizan el bien por sí mismos, sin coacción, y les basta con la sola palabra de Dios. Y de esto ya he escrito mucho y frecuentemente en otros lugares. TERCERA PARTE Después de saber hasta dónde se extiende el poder secular es ya el momento de preguntarnos, por aquellos que quieren ser príncipes y señores cristianos y piensan llegar a la otra vida, que, en verdad, son muy pocos, cómo debe un príncipe ejercer el poder. Cristo mismo describe la manera de ser de los príncipes seculares en Lucas 22, 25, donde dice: «Los príncipes temporales dominan y los que son superiores actúan con violencia». Ellos piensan que, nacidos o elegidos como señores, tienen el derecho a ser servidos y a gobernar por la fuerza. Pero quien quiera ser un príncipe cristiano debe abandonar la idea de dominar y de actuar con violencia. Maldita y condenada está toda vida que se viva y se busque en interés y provecho de sí mismo; malditas todas las obras que no estén inspiradas en el amor. Y están inspiradas en el amor cuando están dirigidas de todo corazón al provecho, a la gloria y a la salud de los otros, y no al placer, provecho, gloria, comodidad y salud de uno mismo. Por esto, yo no quiero hablar nada de la actividad temporal y de las leyes de la autoridad; es un asunto vasto, del que existen muchos libros de derecho. Si el propio príncipe no es más inteligente que sus juristas y no entiende más de lo que figura en los códigos, gobernará seguramente como se dice en Proverbios 28, 16: «Un príncipe falto de inteligencia oprimirá mucho con injusticia». Pues por buenas y equitativas que sean las leyes siempre tienen una restricción, la de que no pueden ir contra la necesidad. Por ello un príncipe debe tener en su mano el derecho con tanta firmeza como la espada y debe estimar con su propia razón cuándo y dónde ha de aplicar el derecho estrictamente o ha de atenuarlo, es decir, que siempre ha de dominar al derecho y la razón ha de permanecer como la suprema ley y la maestra de todo derecho; lo mismo que un padre de familia que, si bien fija un

tiempo y una medida determinada de trabajo y de comida a sus sirvientes e hijos, ha de mantener, no obstante, en su poder esta regulación para poder cambiarla o abandonarla si se diera el caso de que sus sirvientes estuvieran enfermos, presos, o llegaran con retraso, o fueran engañados o impedidos por otra causa, no debiendo comportarse con los enfermos con el mismo rigor que con los sanos. Digo esto para que no se piense que es suficiente y loable obedecer al derecho escrito o a los consejos de los juristas. Es necesario algo más. ¿Qué debe, pues, hacer un príncipe si no es tan inteligente que ha de dejarse gobernar por los juristas y por los libros de derecho? Respuesta: es por esto por lo que he dicho que la condición de príncipe es una condición de riesgo. Si el príncipe mismo no es tan inteligente que pueda gobernar ambos, a su derecho y a sus consejeros, andan las cosas según la sentencia de Salomón: «¡Ay del país que tiene a un niño por príncipe!». Esto lo reconoció el mismo Salomón, por lo que desconfió del derecho, que también Moisés le había prescrito de parte de Dios, y desconfió de todos sus príncipes y consejeros y se volvió a Dios mismo pidiéndole un corazón sabio para gobernar al pueblo. Un príncipe debe actuar siguiendo este ejemplo, debe actuar con temor y no ha de confiarse a libros muertos ni a cabezas vivas, ha de atenerse únicamente a Dios, pegársele a sus oídos y pedirle un entendimiento justo por encima de libros y maestros para gobernar sabiamente a sus súbditos. Por esta razón yo no sé dar ninguna ley a los príncipes. Sólo quiero instruir su corazón, cuál ha de ser su disposición y su actitud en todas sus leyes, consejos, juicios y actuaciones; si se comporta así, Dios le concederá con toda seguridad el poder organizar sabia y divinamente todas sus leyes, consejos y actuaciones. En primer lugar, debe estimar a sus súbditos y poner en ello todo su corazón. Hará esto si orienta todos sus sentidos a serles útil y servicial y si no piensa «el país y la gente son míos y voy a hacer lo que me plazca», sino, por el contrario, «pertenezco al país y a su gente y debo hacer lo que sea útil y bueno para ellos. No he de buscar cómo elevarme y dominar sino cómo protegerlos y defenderlos con una buena paz». Debe reflejar la imagen de Cristo en sus ojos y decir: «Mira, el príncipe supremo, Cristo, ha venido y me ha servido y no ha buscado cómo tener poder, bienes y honores sirviéndose de mí, sino que ha mirado mi miseria y todo lo ha hecho para que yo tenga, gracias a él, poder, bienes y honores. Yo quiero hacer esto mismo: no quiero buscar en mis súbditos mi interés sino el de ellos y quiero servirles también con mi oficio, protegerlos, escucharlos, defenderlos y gobernarlos para que sólo ellos tengan bienes y provecho y no yo». Es preciso, por tanto, que el príncipe se despoje en su corazón de su poder y autoridad y haga suyas las necesidades de sus súbditos y actúe como si fueran sus propias necesidades. Así lo ha hecho Cristo con nosotros y éstas son, en efecto, las obras del amor cristiano. Si tú entonces me dices: ¿Quién iba a querer ser príncipe así? En esta situación la condición de príncipe sería la más miserable en la tierra, pues conllevaría mucho esfuerzo, trabajo y molestias. ¿Dónde iban a quedar las diversiones principescas del baile, la caza, las carreras, los juegos y otros placeres mundanos similares? Te respondo: no estamos enseñando cómo deba vivir un príncipe temporal sino cómo un príncipe temporal debe ser cristiano para poder llegar también al cielo. ¿Quién no sabe que los príncipes son un ave rara en el cielo? Yo tampoco hablo porque espere que los príncipes temporales acepten mis enseñanzas, sino por si hubiere alguno que quisiera ser cristiano y quisiera saber cómo debería comportarse. Yo estoy totalmente seguro de que la palabra de Dios no se guiará ni se doblará por los príncipes, sino que éstos han de guiarse por aquélla. Para mí es suficiente con indicar que no es imposible que un príncipe sea cristiano, por muy raro que sea y por difícil que resulte. Si se comportan de manera que sus bailes, cacerías y carreras no perjudiquen a sus súbditos, sino que, por el contrario, desempeñan su oficio hacia ellos en el amor, Dios no iba a ser tan duro como para ver con desagrado sus bailes, cacerías y carreras. Pero aprenderían por sí mismos que si se cuidan y se ocupan de sus súbditos de acuerdo con su oficio, tendrían que abandonar muchos bailes, cacerías, carreras y juegos. En segundo lugar, el príncipe ha de prestar atención a los grandes señores y a sus consejeros, y estar con ellos en la actitud de no despreciar a nadie, pero tampoco de confiarlo todo a uno solo; pues Dios no tolera ni puede tolerar lo uno ni lo otro. Una vez habló Dios a través de un asno, por lo que no hay que despreciar a ningún hombre por pequeño que sea. Asimismo dejó caer del cielo al más grande de los ángeles, por lo que no hay que confiarse a ningún hombre por muy inteligente, santo y grande que sea; es preciso escuchar a todos y esperar a ver a través de quien quiere Dios hablar y actuar. Este es, sin duda, el mayor daño de las cortes principescas, que un príncipe confíe sus sentimientos a los grandes señores y aduladores y deje el control, habida cuenta de que cuando un príncipe comete errores o una locura no afecta a un hombre solo sino que son el país y su gente los

que han de soportar las consecuencias de esa locura. Un príncipe ha de confiar en sus poderosos y dejarles hacer, pero conservando él las riendas en las manos y no estando confiado o dormido sino vigilando y recorriendo el país, como hizo Josafat, examinando por doquier cómo se gobierna y se ejerce la justicia. Entonces aprenderá a no confiarse totalmente a ningún hombre. No debes pensar que otro se va a ocupar de ti y de tu país con tanto celo como tú, a no ser que esté henchido del Esp íritu y sea un buen cristiano. El hombre natural no lo hace. Y si no sabes si es cristiano o por cuánto tiempo lo será, tampoco puedes confiar con certeza en él. Cuídate, sobre todo, de los que dicen: pero, benevolente Señor, ¿no confía Vuestra Gracia en mí nada más que esto? ¿Quién querrá servir a Vuestra Gracia, etc.? Esos, con toda seguridad, no son puros y quieren dominar el país, convirtiéndote en un papanatas. Si fueran cristianos verdaderos y piadosos, les gustaría que no les confiaras nada y te alabarían y amarían porque tú les vigiles tan cuidadosamente. Pues si obran según Dios, querrán, y podrán, tolerar que tu acción esté a la luz ante ti y ante todos, como dice Cristo en Juan 3, 21: «El que hace el bien, sale a la luz para que se vean sus obras, pues están hechas como Dios quiere». Aquél, sin embargo, quiere cegarte y obrar en la oscuridad, como dice también Cristo en el mismo pasaje: «Quien obra mal, detesta la luz para que sus obras no sean castigadas». Cuídate, por tanto, de él. Y si murmura por esta causa, dile: querido amigo, no te hago ninguna injusticia, Dios no quiere que me confíe a ningún hombre, enfádate con él porque así lo ha querido o porque no te ha hecho más que hombre. Aunque fueras un ángel, ya que Lucifer no fue de confiar, tampoco me confiaría a ti en absoluto; sólo en Dios se debe confiar. No piense ningún príncipe que le irá mejor que a David, que es el ejemplo de todos los príncipes. El tenía un sabio consejero, de nombre Ahitofel, de quien dice el texto que tenía tanto valor lo que Ahitofel aconsejaba como si se hubiera consultado al mismo Dios. No obstante, cayó y llegó tan bajo que quiso traicionar a David, su propio señor, y matarlo y hacerlo desaparecer; y David tuvo que aprender entonces cómo no hay que confiar en ningún hombre. ¿Por qué crees tú que Dios ha ordenado que sucedan y se escriban estos ejemplos horribles sino para avisar a los príncipes y señores de la desgracia en que pueden caer, es decir, para avisarles de que no deben confiar en nadie? Es realmente deplorable que en las cortes señoriales gobiernen los aduladores o que el príncipe se confíe a otros, esté preso de ellos y les deje a todos hacer lo que quieran. Dices tú entonces: si no hay que confiar en nadie, ¿cómo se va a gobernar el país y su gente? Mi respuesta: dar órdenes y correr un riesgo, puedes hacerlo; pero no debes confiar ni confiarte a nadie, excepto a Dios. A alguien has de encomendar los cargos y debes correr este riesgo, pero no debes confiarle más de lo que a una persona que puede fallar; tú tendrías que seguir vigilando y no dormirte. Como un cochero confía en sus caballos y en el carro que conduce y no permite, sin embargo, ser conducido por ellos sino que mantiene en sus manos las riendas y el látigo y no se duerme, tomando en cuenta los viejos refranes que la experiencia, sin duda, le habrá enseñado: el ojo del amo engorda al caballo, y las pisadas del señor abonan la tierra; esto quiere decir que si el señor no vigila por sí mismo y se fía de consejeros y sirvientes, las cosas no marchan nunca bien. Dios quiere que así sea y permite que sucedan estas cosas para que los señores se vean obligados por la necesidad a ocuparse por sí mismos de su oficio, igual que cada uno tiene que cuidar su profesión y toda criatura ha de cuidar su obra; de lo contrario, los señores se convertirían en cerdos cebados y en personas inútiles, que no serían de provecho para nadie, excepto para sí mismos. En tercer lugar, que ponga cuidado en actuar rectamente con los malhechores. En este punto ha de ser inteligente y sagaz para castigar sin perjudicar a los demás. No conozco ningún ejemplo mejor que el de David. Tenía un capitán, llamado Joab, que cometió dos malas acciones, matando a traición a dos buenos capitanes, con lo que mereció la muerte por dos veces. Sin embargo, no lo mató durante su vida sino que se lo encomendó a su hijo Salomón y lo hizo, sin duda, porque él no podía hacerlo sin causar un daño y un escándalo mayores. Así también debe castigar un príncipe a los malos, pero sin que al levantar la cuchara aplaste el plato y sin llevar al país y a su gente a la miseria por culpa de una sola cabeza, llenando el país de viudas y huérfanos. No debe, por ello, seguir a los consejeros y a los matasietes que le inciten y le instiguen a comenzar una guerra diciéndole: Qué, ¿vamos a permitir estas palabras y estas injusticias? Es muy mal cristiano quien por un castillo pone en peligro al país. Hay que atenerse al refrán: «Quien no sabe ver a través de los dedos, no es capaz de gobernar». Por esto, su regla ha de ser la siguiente: si no puede castigar la injusticia sin cometer una injusticia mayor, que renuncie a su derecho, por muy justo que sea. El no tiene que preocuparse de su propio daño sino de la injusticia que los demás sufrirían por causa de su castigo. ¿Han merecido tantas mujeres y niños quedarse viudas y huérfanos porque tú te vengues de una jeta inútil o de una mala mano que te ha hecho daño?

Si tú dices entonces: ¿No debe, por tanto, luchar el príncipe ni deben seguirlo sus súbditos? Mi respuesta: Es ésta una pregunta muy compleja. Pero, brevemente, diré que para actuar cristianamente en esta cuestión ningún príncipe debe guerrear contra su señor superior, como el rey o el emperador, o contra su señor feudal, sino que ha de dejar que lo tome quien quiera. A la autoridad no se la puede resistir con la fuerza sino sólo con la confesión de la verdad; si hace caso de eso, está bien; si no, tú estás disculpado y sufres injusticia por amor de Dios. Si tu adversario es tu igual o es inferior a ti, o es una autoridad extranjera, debes ofrecerle, en primer lugar, justicia y paz, como enseña Moisés a los hijos de Israel. Si la rechaza, piensa en lo mejor para ti y defiéndete con la fuerza contra la fuerza, como bien escribe Moisés en Deuteronomio 20, 10 y s. Y en ese caso no mires tu interés ni cómo te mantienes como señor, mira a tus súbditos a los que debes protección y ayúdales de modo que tu obra se desenvuelva en el amor. Como tu país entero está en peligro, tienes que atreverte, si Dios quiere ayudarte, a que no todo se eche a perder; y si tú no puedes impedir que se produzcan nuevas viudas y huérfanos, debes impedir, eso sí, que se destruya todo y que las viudas y los huérfanos lo sean en vano. En este caso, los súbditos están obligados a seguirle y a arriesgar sus cuerpos y sus bienes. Pues en este caso uno debe, por amor a los demás, arriesgar sus bienes y a sí mismo. En semejante guerra es cristiano y obra del amor el ahorcar sin temor a los enemigos, saquearlos y quemarlos y hacer todo lo que pueda perjudicarles hasta que se les haya vencido según el curso de la guerra (con la excepción de cuidarse de pecar, de deshonrar a las mujeres y a las doncellas); si se vence debe mostrar la gracia y la paz a los que se rinden y se humillan, es decir, en estos casos hay que cumplir el dicho: Dios ayuda al más fuerte. Así lo hizo Abraham, cuando venció a los cuatro reyes, Génesis 14; mató a muchos y no mostró clemencia hasta que los venció. Pues, en este caso, ha de considerarse que Dios lo ha querido para que barriera el país y lo limpiara de canallas. Si un príncipe estuviera equivocado, ¿está su pueblo obligado a obedecerlo? Mi respuesta: no. Pues nadie está autorizado a actuar contra el derecho; hay que obedecer a Dios (que quiere la justicia) antes que a los hombres. ¿Y si los súbditos no saben si el príncipe tiene razón o no? Mi res puesta: en cuanto no lo sepan ni lo puedan saber con su esfuerzo que lo obedezcan sin peligro para sus almas; pues en este caso hay que aplicar la ley de Moisés, Éxodo 21, 13, donde dice que un asesino que mate a alguien sin saberlo o involuntariamente debe huir a una ciudad libre y ser absuelto por el tribunal. Cualquiera que sea la parte vencida, tenga razón o no, debe aceptarlo como un castigo de Dios. Quien gane en tal incertidumbre debe considerar esta batalla como si alguien cayera de un tejado y matare a otro, remitiendo el asunto a Dios. Para Dios es indiferente si te quita la vida y los bienes mediante un señor justo o injusto. Tú eres su criatura y puede hacer contigo lo que quiera, si tu conciencia no es culpable. El mismo Dios disculpa al rey Abimelec, en Génesis 20, 6, por haber tomado a la mujer de Abraham, no porque hubiera obrado bien sino porque no había sabido que era la mujer de Abraham. En cuarto lugar, que realmente debería ser el primero, y del que ya hemos hablado antes, el príncipe debe comportarse cristianamente también respecto a su Dios, esto es, debe someterse a él con total confianza y pedirle sabiduría para gobernar bien, como hizo Salomón. Pero sobre la fe y la confianza en Dios he escrito tanto en otros lugares que no es preciso que me extienda más ahora. Dejémoslo así y digamos, en resumen, que un príncipe debe atender a cuatro puntos. Primero, a Dios con una confianza perfecta y una oración que le brote del corazón. Segundo, a sus súbditos con amor y servicio cristianos. Tercero, a sus consejeros y a sus magnates con una razón libre y con un entendimiento independiente. Cuarto, a los malhechores con una seriedad y severidad mesuradas. Así será su condición, externa e internamente, justa y agradará a Dios y a los hombres. Pero ha de tener presente que le acarreará envidias y sufrimientos; en semejante empresa muy pronto le pesará la cruz sobre el cuello. Por último, a modo de apéndice, tengo que contestar también a los que disputan sobre la «restitución», es decir, sobre la devolución de un bien injusto. Es ésta una cuestión común de la espada secular y sobre ella se ha escrito mucho, habiéndose buscado un rigor exagerado. Quiero resumirla brevemente y me tragaré toda la ley y toda la severidad que se ha dado al asunto de una sola vez: en esta cuestión no se puede encontrar ninguna ley más cierta que la ley del amor. En primer lugar: si se te presenta un asunto en el que uno debe devolver algo a otro, siendo ambos cristianos, la cosa se resuelve pronto, pues ninguno de ellos retendrá lo del otro y tampoco ninguno de los dos pedirá su devolución. Si sólo uno de ellos es cristiano, y precisamente a quien se debe la devolución, el asunto se resuelve también fácilmente, pues no reclamará la cosa, aunque nunca le fuera restituida. Si es el cristiano el que debe restituir, lo hará. Pero, sean cristianos o no, tú debes pensar la restitución como

sigue. Si el deudor es pobre y no puede restituir y el otro no es pobre, debes dejar actuar a la ley del amor y liberar al deudor; según la ley del amor el otro está también obligado a perdonarle y a darle incluso más, si es necesario. Pero si el deudor no es pobre, déjale que le restituya cuando pueda, sea todo, la mitad, la tercera o la cuarta parte, siempre que le dejes suficiente casa, alimento y vestido para sí, su mujer y sus hijos. Esto se lo deberías si pudieras: mucho menos debes quitárselo porque no lo necesitas y él no puede prescindir de ello. Si ambos no son cristianos o uno de ellos no quisiera guiarse por la ley del amor, puedes dejarles que busquen otro juez y decirle que obran contra Dios y el derecho natural, aun cuando obtengan un rigor severo en la ley humana. Pues la naturaleza enseña, como también el amor, que yo debo hacer lo que quiera que me hagan a mí. Por esto no puedo saquear a nadie, por bueno que fuera mi derecho, si no quiero en modo alguno ser también saqueado; si quiero que el otro renuncie a su derecho en este caso, debo yo renunciar al mío también. Así hay que proceder con todos los bienes injustos, sean privados o públicos: el amor y el derecho natural deben ocupar el primer lugar. Si juzgas según el amor, resolverás fácilmente todos los asuntos, sin necesidad de los libros de derecho. Si pierdes de vista el amor y el derecho natural no lograrás nunca el beneplácito de Dios, por mucho que te hubieras devorado todos los libros de derecho y todos los juristas, pues cuanto más pienses en ellos más confuso te volverán. Un juicio verdaderamente bueno no debe ni puede sacarse de los libros, sino del pensamiento libre, como si no existiera ningún libro. Un juicio libre lo da el amor y el derecho natural, de los que está llena la razón. De los libros proceden juicios indecisos y no libres. Te daré un ejemplo de esto: Se cuenta del duque Carlos de Borgoña15 la siguiente historia. Un noble se había apoderado de su enemigo. Vino entonces la mujer del prisionero para liberar a su marido, pero el noble le prometió darle a su marido a condición de que se acostara con él. La mujer era virtuosa, pero le habría gustado salvar a su marido; fue a su marido y le preguntó si debía cumplir esa condición para liberarlo. El marido, que quería ser liberado y conservar su vida, se lo permitió. Después de que el noble se había acostado con la mujer ordenó, al día siguiente, que decapitaran al marido, entregándoselo muerto a la mujer. Esta lo denunció al duque Carlos. Este llamó al noble y le mandó tomar por esposa a la mujer. Terminadas las bodas, el duque ordenó decapitar al noble y puso a la mujer en los bienes de éste y le devolvió su honor y castigó este delito de manera verdaderamente principesca. Mira, este juicio no se lo habría podido dar ni el papa ni ningún jurista ni ningún hombre; surgió de la razón libre, por encima de todos los libros de derecho, de modo que todos deben aprobarlo, pues se encuentra escrito en el corazón que es un juicio justo. Lo mismo escribe también S. Agustín in ser. Do. in Monte16. El derecho escrito debe mantenerse bajo la razón, de donde procede como de su fuente; no hay que atar la fuente a sus arroyos y aprisionar la razón en la letra.

15 16

Carlos el Temerario, 1467-1477. Agustín, De sermone domini in monte secundum Matthaeum I, cap. 16, 50, en MIGNE PL 34, 1254.

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