Luis Rozo - Macedonio Fernandez, Un Acercamiento Liminal A Las Margenes De Una Novela

  • November 2019
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Índice

- Índice. (Croquis imposible1).

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- Intro: Justificación.

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0 – “Margen teórico”: ¿”Límites”? Un acercamiento liminal a las márgenes de una novela 7 0.1 - La lingüística y la filosofía analítica ante el anhelo romántico de un significante trascendental. 8 0.2 - Efecto y recepción 12 0.2.1 - El lector implícito. 15 0.2.2 - El texto. 16 0.2.3 - La obra literaria 18 0.3 - Decostrucción, Injerto y Différance. 19 0.4 – Metafísica. 26 1 – Macedonio. Tradición y trasgresión 1.1 Macedonio ¿Recienvenido de dónde? 1.1.1 Distanciamiento y diferencias. 1.1.2 ¿Dos escrituras? La novedad de lo nuevo y su deuda con lo malo. 1.1.3 Lo que nace y lo que muere. 1.1.4 El yo y lo Otro; Macedonio y la tradición, y la tradición en Macedonio. 1.1.5 El tema de los temas románticos... en el romanticismo y en Macedonio. 1.2 Una tradición Logocéntrica y metafísica. 1.2.1 ¿Qué es metafísica? 1.3 Macedonio Fernández, una Metafísica sin telos ni arquía. 1.3.1 Metafísica logocéntrica vs. metafísica macedoniana. 1.3.2 La anarquía de la Belarte.

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II – Escritura y texto 2.1 El texto como rubrica y la firma como texto. 2.2 La rebelión de lo marginal (el parargón y el “fenómeno” de invaginación). 2.3 Una novela seguida. 2.4 El texto como ciudad y la ciudad como museo.

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El cual comprende una introducción, un supuesto marco teórico, cuatro capítulos con aparentes divisiones, un índice y esta nota al pie. Sin embargo, sabe que algo se escapa, no procura abarcarlo todo porque sabe que no se puede comprender ni siquiera a sí mismo (no hay índice para este índice… Cf. Los postulados acerca del conjunto inconsciente de Russell, ver Capt. IV). 1

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III– Lecturas y lectores 3.1 Posición: el problema de la procedencia y la pertenencia. 3.2 Los pliegues de la lectura y el rodeo metafórico. 3.2.1 El espacio de la lectura y el tiempo del texto. 3.2.1.1 Vigilia y muerte; interpretar en Macedonio Fernández. 3.2.1.2 Elenabellamuerte: escribir-esperar, leer-velar 3.2.1.3 La recienvenidez de Recienvenido 3.2.2 b. El intérprete y lo interpretable, en el camino de la diferencia 3.2.2.1 El ser humano como intérprete. 3.2.2.2 El mundo como interpretable. 3.2.2.3 De la interpretación a la lectura (escribir-citar). 3.2.2.4 Iterabilidad y diferencia en la apertura interpretativa.

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IV– Un prólogo escapista 4.1 El quererse-oír-hablar-absoluto y el suplemento masturbatorio de Macedonio (El retorno de Elena). 4.2 El peligro de una geopolítica de la presencia. 4.3 Interpretar: la espera del nombre es el verbo. 4.4 La lógica de la promesa Vs. la espera y el disimulo.

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- Bibliografía.

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Me pidió que buscara la primera hoja. Apoyé la mano izquierda sobre la portada Y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano Era como si brotaran del libro. J. L. Borges. El libro de arena.

Intro2 El tiempo del autor en el espacio de la lectura Uno de las cosas que advierto y, aunque no pido disculpas por ello, pretendo justificar, es el cambio irregular de ciertos tiempos verbales y de la persona gramatical en el presente escrito. Aunque la verdadera justificación de esta libertad que me he tomado se encuentra diseminada a lo largo de este trabajo, adelanto que para el propósito del texto es vital que desde su “forma” (estructura gramatical) se cuestione la autoría, el origen y la propiedad de la obra misma. El yo que en ocasiones asume la propiedad de estas palabras, intenta ser-hacer consciente de la mancomunidad del texto: los lectores también se enuncian como sujetos de los verbos escribir, entender, ver, leer, etc. Expresiones como: Mi propósito… Como se verá… He intentado… La intención de este trabajo… Más adelante veremos… Se leerá…, en las que no se mantiene la persona gramatical ni el tiempo verbal, revelan (eso espero) dos de los postulados que este trabajo comparte con Macedonio y Derrida: - La no linealidad de la escritura y mucho menos de la “lectura”. - La falacia del autor en tanto sujeto trascendental que representa el supuesto origen de la escritura y asegura la dicotomía lectura-escritura. Además, Macedonio Fernández es más que su nombre y que su obra. Por ello, cuando me refiera a él lo haré indistintamente acerca de todos sus homónimos que juegan y usurpan su obra. No me ocuparé de biologismos ni biografías historicistas. Se trata de leer la escritura macedoniana en el desborde de la obra y el ocultamiento de (una) vida. También a manera de prólogo, es decir de escritura precedente, procedente y precedible, ¿pero acaso presente, pre-existente y correctiva? 2

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La Belarte como “objeto” de este trabajo Espero se me excuse de suponer o exigir algunos conocimientos previos para la lectura de este trabajo, uno de ellos: la lectura de Macedonio. Por lo cual, me permito pasar por alto ciertos términos como Belarte, Teoría de conmoción consciencial, Prosa a personajes, etc. con los cuales Macedonio Fernández cataloga, describe o califica su producción. De esta manera, no veo necesario introducir al lector en estos términos y sólo haré las salvedades necesarias al respecto, es decir, cuando disienta o cuestione lo que el propio Macedonio afirma.

El yo Con este pronombre me referiré particularmente a lo que tanto en la Belarte macedoniana como en la metafísica de la presencia sustenta una ilusoria geopolítica, al instaurarse como la unidad atómica del ser. A pesar de las numerosas críticas a la unidad del sujeto, del individuo o de la consciencia, es indudable que para la metafísica de la presencia el yo es la institución o el sustrato incuestionable sobre el cual se erigen sus teorías, sistemas y, en fin, toda la economía de la individualidad, de la presencia y de la propiedad. Por esta razón, encuentro en este “concepto” o “ideal” un punto de encuentro entre la Belarte y la gramatología en tanto críticas de la metafísica de la presencia.

Reenvíos capitulares ¿Por qué excluir los recursos de prolepsis y analepsis a los textos llamados narrativos? ¿Acaso esto asegura la tan ansiada diferencia entre crítica y literatura, teoría y practica…, entre la instrucción y el poema? En vista de que la anterior es una pregunta retórica3, aspiro a no tener que justificar la escritura un poco salteada de este texto; tan sólo advierto al lector seguido que este trabajo también lo puede leer seguido. Además, ya se verá que la mejor manera de tejer una red es atar muchos nudos. Y que, tal vez, la mejor manera de recorrer un texto es buscar cabos sueltos. Pero, ¿Quién ejercerá estas tareas? ¿En realidad son dos tareas distintas? Macedonio recordaba al lector que él era el norte del texto, de un texto que aún espera ser escrito.

Una nota a la multitud de notas Si aún el lector –usted– espera encontrar una estructura única de estas notas sobre la lectura de Macedonio Fernández, es hora de que escriba. Si hay títulos y una distribución espacial que insinúe un determinado esquema, no es el de mi lectura ni 3

Aquí va otra: ¿Cuándo y cómo saber si una pregunta pregunta? 4

tiene que ser el suyo. Yo sólo he optado por ciertas herramientas que espero me permitan explicarme mejor o traicionarme menos. Por ello, las citas, las notas al pie y los paréntesis representan un intento por diluir la distribución “capitular” de la que hacen parte. Lo cual no implica que sean fragmentos anexos, suplementarios o marginales. ¡No les he restado relevancia y espero que el lector tampoco! La multitud de referencias no son sólo pedantería petulante, son remixes y loops de las citas que se acumulan en el proceso de (d)escribir una lectura. ¡La cita es la posibilidad y la causa misma del carácter diferencial del signo! No es mi culpa pero si mi decisión, ya que espero que de esta manera el lector pueda ver en ellas una respiro –un espacio para tomar tiempo y aliento– para encontrar en Macedonio y Derrida el quiasma que alimenta estas relaciones. Por ello, espero que estos pequeños insertos se lean a manera de hipervínculos que aligeren o lubriquen la rigidez de mi escritura. Sin embargo, mis citas pueden catalogarse en dos grupos: las que preceden una fuente aparentemente originaria (Inicial del autor, año, título del texto y página) y las que se encuentran en cursiva o itálica sin referencia exacta a su lugar de origen. En cuanto a la ubicación de éstas, también se pueden distinguir dos clases de citas: las que se encuentran en el cuerpo del texto (en papel y con un tabulado respecto al texto plano), y las que se encuentran en los acetatos superpuestos, en las cuales intento exponer mi propuesta a trasluz de citas y referencias de Derrida y Macedonio. Por lo cual, estas últimas aluden indeterminadamente a lo que se menciona en el texto impreso en las hojas de papel. Además, dado que en algunos casos las citas textuales son tomadas de artículos de la Internet, éstos carecen de año y página. Me he tomado esta libertad, no sólo porque la huella de estas marcas se ha perdido en el tejido de mis lecturas, sino porque considero que su referencia no sería ni exacta ni necesaria. Las citas de Macedonio han sido tomadas de la edición citada en la bibliografía y sólo cuando lo considero relevante especifico el fragmento o texto al que pertenecen; cuando no, me limito a escribir entre paréntesis las iniciales “M. F, año y el número de página”.

Las comillas Las comillas se me ofrecen no sólo como uno de los recursos más eficaces para mencionar términos o conceptos anclados a teorías, significados o situaciones determinadas, sino también para diseminar su campo semántico. Las comillas anulan las dicotomías literal-figurado, conciso-ambiguo y propio-ajeno; por ello, son parte fundamental de este doble entramado de escrituras, donde el sentido está diferido por su otro: todo significado está en lugar de un significante.

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Advertencia No pretendo formular una metafísica de la lectura, del texto o de la escritura, como diría Macedonio: ¡De nada ni de la nada! Y si bien renuncio a definir ciertos términos o conceptos con los que trabajaré, lo hago porque espero describir su funcionamiento al ponerlos en juego en la bisagra textual que se articula entre las obras de Macedonio y Derrida. Además considero que términos como: Différance Diseminación Decostrucción (también cuando escriba deconstrucción, ya que tanto Derrida o sus traducciones parecen utilizar estos dos términos indistintamente) Indecibibles Ergón y Parargón, desencadenan la imposibilidad misma de su definición conceptual.

Última advertencia Aclaro, desde ahora, que a pesar de que me refiera reiteradamente a la escritura, la diferencia y al texto, mi intención no es establecer dichos significantes como sujetos trascendentales o pilares de ninguna teoría. Por ello, me apego a la interpretación que de dichos términos enuncia Derrida: El realismo o el sensualismo, el “empirismo”, son modificaciones del logofonocentrismo, (he insistido mucho sobre el hecho de que la “escritura” o el “texto” no se redujeran tampoco a la presencia sensible o visible de lo gráfico o de lo “literal”) (…) el significado “materia” sólo me parecía problemático en el momento en que su reinscripción no evitaría crear un nuevo principio fundamental, donde, por una regresión teórica, se le constituiría en “significado trascendental”. (D. “Posiciones”).

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0. “Margen teórico”: ¿“Límites”? Un acercamiento liminal a las márgenes de una novela

Aquí, en el espaciamiento (alteridad) de la obra de Macedonio Fernández, mi propósito es un acercamiento a la obra de Macedonio Fernández, a contraluz de la gramatología y la decostrucción de Jacques Derrida. Así mi propósito carece de objetivo o telos diferente al de poner en juego la escritura misma: leerla en voz alta, re-escribirla en el nudo textual del architexto derridiano mediante el doble gesto de la Différance (diferencia, aplazamiento, diferir,… espaciamiento del sentido). Claro está, sin que mis postulados, afirmaciones o dudas representen una posición incuestionable o trascendental. Es más, la exposición de mi lectura está atravesada por nociones derridianas que serán expuestas en su momento, y entre las cuales destaco la de posicione-s: la s, letra diseminante por excelencia según Mallarmé, niega la trascendencia de un único objetivo –objeto–, a la manera del materialismo dialéctico, y desencadena la inversión y el desplazamiento mismo de una posible toma de partido4. En estas páginas no intento axiomatizar ni conceptuar nada y menos la escritura, el estilo o el nombre de Macedonio Fernández. Por el contrario, mi propósito es anudar una cantidad significativa de relaciones que me permita exponer mi lectura de la obra macedoniana a la luz de la gramatología derridiana, es decir, en el entablado de la archi-escritura y el tiempo de la representación. Por ello, a continuación expongo algunos de los enclaves “teóricos” que surcan mi lectura.

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Cf. “Posiciones”, entrevista de Derrida con Jean-Louis Houdebine y Guy Scarpeta., www.derridaencastellano.com. La dialéctica es una máscara más de la metafísica logocéntrica; o, como diría Carlos Bonil, una posición no implica una oposición; No implica una trascendencia. Una posición le importa a quien le(a) importa. ¡Ufff!-.

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La lingüística y la filosofía analítica ante el anhelo romántico de un significante trascendental. La prosa de Macedonio, al transgredir las normas de continuidad argumental “tradicionales”, supuestamente basadas en la descripción más o menos sistemática, realista y verosímil de una serie de hechos o juicios encarnados en personajes, que por lo general adquieren las cualidades de personas, animales o cosas “reales”, constituye un discurso ambiguo y abierto, cuya indeterminación parece ser mayor (así se enuncia) que la de discursos más realistas o teóricos (que se basan y confían en la mimesis5 y/o narración verosímil, ya sea de sucesos históricos o fantásticos). Los términos anteriores (ambiguo, abierto, indeterminado), con que he caracterizado la obra de Macedonio, los he tomado prestados de diversos teóricos de la recepción6. Sin embargo, también aprovecho el concepto de incompletud, acuñado por Frege en su Estudios sobre semántica7, ya que a mi parecer señala lo característico y propio del texto literario (y que además es compatible con las definiciones de Iser, Jauss e incluso Derrida). Frege plantea que en los procesos de significación todo aquello que no es objeto es función; o más bien, que toda proposición o semema8, designa un objeto o una función. La diferencia básica entre estos dos términos (¿conceptos?) es que el primero es completo, determinado y, por lo tanto, se podría pensar que su significado es ontológico, autónomo e independiente; mientras que la función, gracias a su carácter no saturado, necesita de un argumento (una variable) para adquirir – prometer– un sentido o significado. Al respecto, Frege distingue dos tipos de expresiones lingüísticas. Son nombres cuando, gracias a su completud, designan un objeto; o son expresiones functoriales, no saturadas e incompletas, cuando designan una función. Así, una función es una expresión con uno o más vacíos –espacios “en blanco” –, en cuyo lugar se debe colocar un argumento o variable, para que la expresión adquiera sentido. Para Frege las funciones que tienen un sólo argumento y que poseen un valor veritativo (son falsas o verdaderas) son conceptos (predicativos); mientras que a las funciones con Respecto al concepto de mimesis Derrida denuncia las aporías que éste implica, recordándonos que ya en Artaud se anuncia el límite de la representación: “El teatro de la crueldad no es una representación. Es la vida misma en lo que ésta tiene de irrepresentable. La vida es el origen no representable de la representación (…) ¿no es la mimesis la forma más ingenua de la representación? Como Nietzsche –y las afinidades no se detendrían aquí– Artaud quiere, pues, acabar con el concepto imitativo del arte” (Tomado de “Freud y la escena de la escritura”, en La escritura y la diferencia). 6 Básicamente Eco, Jauss e Iser. 7 Gottlob Frege, Estudios sobre semántica. 8 Recordemos que para Eco el texto es un semema extendido: “El semema es un texto virtual y el texto es la extensión de un semema”. Lector in Fábula, Capítulo II, p. 41. 5

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dos o más argumentos (variables) las llama relaciones. Lo que para el presente trabajo implica ver al texto, más como una relación que como un concepto. Ya que el texto en general, y por supuesto el texto macedoniano, se ofrece como un “conjunto” indeterminado de variables. Frege ejemplifica su propuesta diciendo que una expresión como <el lucero matutino es (el planeta) Venus>, es un nombre cuya referencia es un objeto, (que además nunca podrá ser toda la referencia del “predicado”). Mientras que <el lucero matutino es un planeta> es una expresión functorial. Sin embargo, entender al texto como una expresión functorial es más fácil si se ve que éste, al igual que una expresión matemática como “3x+2”, o como cualquier ecuación, exige que el lector aplique uno o más argumentos (variables), que reemplace la “X” o los vacíos de indeterminación, en su búsqueda interpretativa9. De esta manera, si aceptamos con los teóricos de la recepción, que un texto literario exige un lector que aporte algo que no está presente en el texto, que active sus posible lecturas y significados, podemos pensar el texto literario como una expresión functorial que permite y prefigura determinadas interpretaciones; para las cuales el lector aporta una variable con el fin de poder emitir un juicio sobre la obra, o más aún para “crear” la obra literaria10. Así, lo que considero útil de Frege, para este trabajo, es que adjudica a la expresión functorial una vaguedad o un vacío, que en el caso de la literatura (y tal vez en toda lectura, en cuanto “apertura” de la semiosis) parece ser la puerta de entrada del lector. Puerta o quicio en el que Macedonio se sitúa para invitar al lector despabilado que aún no sabe que ya está en la novela (leyendo y no viviendo), y para ahuyentar a los lectores que sólo quieren husmear por las ventanas (aquellos que esperan un final o que son perezosos para concluir y/o para empezar). De ahí, que un texto totalmente determinado (si es que existe) sería un objeto que evadiría cualquier interpretación, e indicaría inequívocamente su significado. Significado que además estaría determinado de manera invariable (lo cual considero absurdo, no sólo para un texto sino para cualquier signo o semema). Mientras que si concebimos el texto en términos de función, como tal no significa algo determinado sino que alude indeterminadamente a diversos significados (prefigurados no por el autor, sino por la misma des-estructuración del texto, cada lectura). Así, el texto apelaría a un lector que coloque un argumento, una apuesta interpretativa guiada (pero no condicionada) por el texto, para dar lugar a la obra de arte: diseminar la escritura.

Esta búsqueda debe entenderse en el buen sentido de la hermenéutica, y no como una expurgación algo que ya está y estará allí, como un sentido esencial, ontológico y metafísico. 10 Como más adelante se verá, para Iser la obra artística no es ni el texto plasmado por el autor ni la interpretación o concreción del texto en el lector, sino la convergencia de estos dos “polos estéticos”. Así la obra de arte “no es idéntica ni al texto ni a su concreción” (Iser, 1989, p. 44). 9

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Por otro lado, me excuso de no intentar abarcar toda una obra y de saltar entre los diversos textos, refugiándome en la idea derridiana del texto global, en la que éste se configura como un quiasma seminal y polisémico; donde los diversos discursos de Macedonio pueden estudiarse como un architexto poblado de múltiples huellas o posibles significados que permiten entablar “infinitas” relaciones entre sus fragmentos (frames o trazas textuales). Así, consciente de que nunca se puede rastrear un origen ni dar un ultimátum sobre un significado, el deslizarme de un texto a otro parece ser una condición y/o posibilidad incluso en Macedonio, a pesar de que éste afirme que el lector salteado debe leer seguida su novela. Así, esta posibilidad no es exclusiva del discurso macedoniano; ésta se encuentra garantizada en Derrida por el “concepto” de Différance: acción de diferir y aplazar, propia del acto interpretativo11. Por ello, en este trabajo intento leer a –y entre– Macedonio y Derrida, uno a la luz del otro, saltando a través de sus discursos. El discurso macedoniano clama por un lector salteado, que no busque la identificación ni se preocupe por los desenlaces. Por ello, no voy a ofrecer una lectura seguida de su obra, sino que pretendo ver cómo en Macedonio y en Derrida la lectura seguida se rebela al régimen lineal del trazo manuscrito. Por ello es que la escritura de mi lectura intenta proponer-se bajo recorridos más democráticos, tal vez, en la contravía y el doble sentido de una lectura diseminada en el “orden” del hipervínculo y el intertexto. Y ya que espero mostrar que la incompletud de los textos macedonianos, sus espacios vacíos, están en estrecha relación con los conceptos de museo y ciudad, generados por la misma obra, y que es posible revaluar el rotulo de “metafísica” con que ha sido tachada la obra de Macedonio Fernández, recurro a términos y oposiciones de la metafísica tradicional12. Sin embargo, me veo obligado a recurrir a estos términos y dicotomías con la intención de que al situarlos en su escritura se evidencien sus fisuras y logre validar un recorrido de lectura donde la escritura macedoniana no se encasille como metafísica. Ya que a mi entender, Macedonio Fernández cuestiona y trastorna las bases de la metafísica tradicional al dislocar sus oposiciones fundamentales: dentro/fuera, voz/escritura, literal/figurado, presencia/ausencia... Términos y oposiciones que aclararé, a la par que exponga las herramientas con que pretendo acercarme a tales conceptos y a su funcionamiento en la obra de Macedonio (es decir a lo largo y ancho de este trabajo). Para ello me apoyaré en la crítica derridiana al logocentrismo propio de la metafísica tradicional; y así, consolidar una idea de la metafísica a partir de sus jerarquías y oposiciones. Luego, pretendo ver si estas “categorías” están presentes en Aquí y en todo lugar, todo significado está en lugar de un significante, provocando una cadena sémica indomable (diseminación), similar a la de Peirce. 12 Términos que encarnan los planteamientos de Platón, Hegel, y la estela que entre ellos se despliega; y de la que este trabajo hace parte, a pesar de intentar entrever sus implicaciones y clausurar su economía. Total, la metafísica es la historia del ser, del olvido del ser, de la diferencia entre el ser y el ente. Por ello, rechazar, ignorar y hasta criticar ese olvido, tal vez, implica el emplazamiento mismo de sus dicotomías y supuestos. 11

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Macedonio, y si allí sólo se invierte la jerarquía tradicional o si se revalúa la oposición en sí. Lo cual haría que la obra de Macedonio escape –o ataque– al logofonocentrismo metafísico denunciado por Derrida. De esta manera, aprovecho esta introducción –prólogo que prologa y pospone– para presentar este trabajo como un acercamiento a otros prólogos que se rev-b-elan ante la marginalidad a la que los ha sometido la novela y la tradición logocéntrica y estructuralista13. Además, adelanto que los conceptos y teorías que usaré al considerar la obra de Macedonio en relación con la tradición romántica, no serán expuestos bajo ningún marco teórico, sino en el capítulo en que se mire la propuesta de Macedonio en relación con esa huella irrecogible e imborrable14, que es la tradición. Tradición en que, por supuesto, se inscribe también la obra de Macedonio (su huella). Así, para entablar este parentesco con el Romanticismo, cuestiono la denominación que ha pesado sobre la obra de Macedonio, a la cual se ha calificado, por él mismo y por terceros, como “metafísica”. Por ello, recurro a conceptos como yo, lo otro, mismidad, entrega, amor, y unidad, característicos del pensamiento metafísico y de la estética romántica. Conceptos que serán desglosados en el capitulo “Tradición y trasgresión”. Con el fin de ver cómo Macedonio integra problemas y conceptos propios de una tradición de la que surge pero que rechaza15. Retomando las tesis teóricas de que me he servido en mi acercamiento, expongo a continuación los postulados de la gramatología derridiana, y de la teoría de la recepción y el efecto estético de Iser. Cuya compatibilidad no pienso demostrar, sino aprovechar en cuanto a la eficiencia para abordar a Macedonio (y viceversa). Por ello, anticipo y prevengo que una de las incompatibilidades entre dos corrientes teóricas aparentemente tan dispares, es la que el mismo Derrida explicita cuando nos previene para no caer en el falso decostructivismo: “Habría, desde ahora, que adelantar que una de las tesis -hay más que unainscritas en la diseminación es justamente la imposibilidad de reducir un texto Según el índice de El Museo de la novela de la Eterna, éste está compuesto por 19 prólogos, 11 cartas, 20 capítulos y otros 33 “tipos” de pre-sentaciones que prologan, prorrogan y posponen la obra misma (su escritura). 14 Cf. Cuartas, J. M., p. 112, acerca de la huella en Macedonio y Derrida. 15 Para ello me remitiré a D. Henrich y la relación que encuentra entre Hegel y Hölderlin, y a textos como El Alma romántica y el sueño, de Albert Béguin, capítulo “El renacimiento renace”, donde hace un recorrido histórico de las filosofías naturales, la búsqueda de la unidad esencial, y el diálogo entre el “yo” y “el alma del Mundo”. También recurriré al El espejo y la lámpara; de Abrams, de donde se puede intuir que en una obra como Frankenstein ya hay una reformulación de las ideas de la “gracia” y de la aparición espontánea y casi sorprendente de la obra (en cuyo prólogo se anuncia cómo la obra deja de ser ajena o inconsciente y se formula a sí misma en oposición a la figura del “inocente genio vegetativo”). De Abrams también aprovecho su otro libro, Tradición y revolución. Y principalmente, sus postulados sobre “el Hombre dividido y reunificado”, y “La jornada circular” (Capt. III). 13

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como tal a sus efectos de sentido, de contenido, de tesis o de tema” (D. 1975, La Diseminación, p. 8).16 Peligro que pienso esquivar, ya que no pretendo reducir el texto a ningún tipo de efecto; aunque intentaré hacer algunas apuestas sobre éstos, teniendo en cuenta algunas tesis de la teoría de la recepción. De esta manera, expongo, a continuación, tres posibles “limites” u Horizontes con los que se enfrenta y de los que surge este trabajo: la teoría de la recepción, la decostrucción y la metafísica.17

Efecto y recepción (...) Una función no representa un significado, sino que efectúa algo W. Iser. El acto de leer. La máquina no funciona por sí sola: esto quiere decir además otra cosa: mecánica sin energía propia. La máquina está muerta. Es la muerte. Derrida. La escritura y la diferencia. o como diría Piglia: una máquina no es, una máquina funciona. La ciudad ausente. En cuanto a los postulados de Iser que utilizo en este trabajo, se encuentran condensados en su libro El acto de leer 18y en su articulo “la estructura apelativa de los textos”19 , y los presento en el siguiente esbozo de su propuesta teórica. W. Iser parte de la tesis de que la “interpretación se había marcado la tarea de averiguar el significado del texto literario” lo que presupone que el texto no formula su significado. Por lo cual, Iser plantea que: Derrida, Jacques. La Diseminación, Fundamentos, Madrid, 1975, p. 8. También citado por Cuartas p. 105. Pero el subrayado es mío. 17 Horizontes que amenazan con triangular la Belarte, pero que, en últimas, la diseminan; son rutas por donde se exfolia la escritura macedoniana, al igual que el “presente” trabajo. 18 Iser, Wolfgang. El acto de leer, teoría del efecto estético. Taurus, Madrid 1987. En adelante me referiré a este texto: (Iser, número de página). Cuando cite otro(s) texto(s) lo indicaré. 19 Iser, Wolfgang, Estética de la recepción, Visor, Madrid, 1989. 16

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… el proceso en el que aparece este significado es anterior a su explicación discursiva (crítica), en consecuencia, debe ser de interés prominente la constitución del sentido, averiguado por medio de la interpretación. (Iser, p. 40.) Así, Iser centra su investigación y su propuesta en el efecto producido por la lectura, y por ende, en la figura del receptor. Entre sus principios críticos al respecto, es importante destacar el concepto de disponibilidad planteado por Philip Hobsbaun (Iser, 1987, 37-38), en el cual la obra es vista como “una en su intención, pero en la realidad se nos presenta fragmentada”. Por lo cual la obra no puede estar totalmente a disposición del lector, como tampoco ningún autor dispone totalmente de su experiencia (de la propia, y menos de la del lector que modela20). Iser entiende la obra literaria como algo diferente tanto del texto como de su concreción. Afirma que ésta contiene u oscila entre dos polos: uno, el artístico, que describe el texto creado por el autor; y otro, el estético, que describe el texto que actualiza o concreta el lector. Es decir, la obra literaria posee un carácter virtual y surge allí donde texto y lector convergen. Por lo tanto, en este “proceso de constituirse el texto en la consciencia del lector”, la interpretación no se reduce a enunciar el “contenido del sentido del texto, sino a atender a la condición de la constitución del mismo sentido” (Iser, p. 44). Y es precisamente aquí donde radica lo que me es útil de la teoría de Iser: en situar su preocupación –su escritura– en la relación texto-lector. Relación que a(s)cecha desde la sombra mi lectura de Macedonio. Por ello, pretendo ver cómo la escritura macedoniana se “presenta” y promete bajo el juego de su propia indeterminación. Sus vacíos y sus espacios en blanco posibilitan y exigen la participación o cooperación por parte del lector, para que éste sea quien formule el texto, y su posible intención –aunque, como se verá, ésta ni para Macedonio ni para mí es Una–. De esta manera, destaco algunos puntos mediante los cuales Iser presenta la “experiencia estética” como una “reelaboración práctica” (Iser, p. 51) en la lectura, a partir de las siguientes hipótesis: -La teoría del efecto presupone la “separación analítica entre estructura de realización y resultado”, deslizando el problema semántico a uno funcional; aunque éste sea determinado, a su vez, por la sintaxis y la semántica particulares de cada obra. - “toda unidad lingüística está situada en un contexto determinado”, lo que implica que si es el lector quien aporta el marco situacional o contexto, el autor y la obra

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Lo cual, como se verá, es compatible con la idea del texto global de Derrida. 13

prefiguran y permiten un haz de posibles interpretaciones según el sentido que el contexto del receptor le adjudique a la obra.21 - “no existe conocimiento ni percepción no mediada”.22 El habla de ficción (propia de los textos literarios) crea “representaciones mediante organizaciones de símbolos que sean eficaces para hacer presente lo ausente” (Iser, p.p.107-108). Lo cual caracteriza el habla de ficción como autorreflexiva. Para Iser el receptor es quien crea el contexto situacional, orientado por las indicaciones que le da el texto; lo cual implica que éste establece constantemente una relación con realidades extratextuales.23 Con lo que también se garantiza el concepto de polisemia y sobredeterminación, ya que éstos dependen de la indeterminación textual. En cuanto a los posibles problemas interpretativos, Iser señala el objetivismo, el subjetivismo y la falacia afectiva (confusión entre el texto y sus resultados, lo que es y lo que hace). Pero parece insinuar que éstas son falencias generadas, “limitadas” y “pre-estructuradas” por el mismo texto; ya que para Iser la esencia de los textos literarios “radica en que pueden generar lo que ellos todavía no son” (Iser, p. 54).24

El lector implícito Tan importante es la figura del lector para Iser, que al igual que muchos críticos, describe y denomina por medio de un adjetivo a esta figura “prototípica”. Así como Eco postula su lector modelo, Wolff el lector pretendido, Riffaterre el archilector y Fish el lector informado, Iser nos habla de un lector implícito, quien no posee una existencia real-física, sino que “encarna la totalidad de preorientaciones que un texto de ficción ofrece a sus posibles lectores” (Iser, p. 64). De lo que se infiere que el lector siempre está pensado de antemano (por el texto, no por el autor, o por lo menos no necesariamente de manera consciente). Lo cual no implica que el lector implícito esté determinado –o sea determinable–, ya que ni la misma obra lo está. El 21

Lo cual está muy cerca, a mi entender, de la propuesta del segundo Wittgenstein, para quien el significado está en el uso (una palabra significa lo que su explicación explica); y de N. Frye, quien afirma que “el autor aporta las palabras y el lector el significado” (-este último, citado por el propio Iser en el Capt. II). Sin embargo, éste es uno de los puntos en los que –con Derrida– me distancio de Iser, ya que, si bien todo significado depende del contexto en el que se “produzca” o “use” el signo –Wittgenstein no aclara qué es lo que se usa realmente–, considero que “todo” contexto es indeterminable: nombrarlo es ampliarlo. 22 Este punto es de esencial importancia, como nexo entre Macedonio, Derrida e Iser: la mediación será el carácter propio de la suplementariedad, con el que se decostruye la metafísica de la presencia. Por ello este último planteamiento entrará, silenciosamente, en franca lid con la suplementariedad anunciada por Derrida como el aplazamiento siempre diferido de la presencia, y descrita por Macedonio y Recienvenido en su mucho anunciarse desde la ausencia. 23 Lo que en principio parece contradecir el concepto de texto en Derrida. Problema que por ahora no atenderé. 24 Aquí, además ratifica que la teoría del efecto presupone la separación analítica entre estructura de realización y resultado, y que por lo tanto no se pregunta por lo que el texto significa. 14

lector implícito es el “lugar” donde se funden la “estructura de texto” y la “estructura de acto”, en el proceso de transferir, a través de actos de representación, la estructura del texto a la experiencia del lector. Para comprender la idea del lector implícito es necesario verlo en relación con “la constitución del sujeto lector”, problema al que Iser dedica el tercer capítulo de El acto de leer; y en el cual se apoya en las reflexiones de Puolet. Iser retoma de Poulet la idea de que el texto sólo obtiene su plena existencia en el lector, quien se convierte en “sujeto de las ideas leídas”. De esta manera, parece compartir la idea de la lectura como un acceso posible a la experiencia ajena, experiencia en la que para Poulet, paradójicamente “yo pronuncio mentalmente un yo, y sin embargo el yo que pronuncio no es yo-mismo”. (Iser, p. 244.). “Paradoja” que también es trabajada por Ricoeur, y que es una problemática evidente en los escritos de Macedonio, quien aprovecha esta aporía de toda narración para conmover la consciencia de su lector: el yo del lector. Iser retoma este Yo-otro, que se pronuncia en la lectura, afirmando que es una presencia potencial del autor susceptible de ser interiorizada en el lector. Tanto para Iser como para Poulet, el leer se caracteriza por ser un acto en el que el lector ofrece su consciencia a las ideas del autor. Al respecto se cita a Poulet: ... “no sólo le doy (al texto) la existencia sino la consciencia de la existencia” (Iser, p. 244). Exigencia explícita, aunque tal vez irónica, en Macedonio. Para Iser es precisamente “la consciencia” el punto de convergencia entre autor y lector: el lector piensa lo que él no es. Por lo cual, el texto puede entenderse como “auto-representación” o materialización de la consciencia. Y aunque Iser comparte la idea de Poulet, al concebir al lector como un “contenedor” de las ideas de una consciencia ajena, afirma que las orientaciones o competencia del lector no desaparecen. Por lo cual, la lectura sería, tal vez, la actualización o recontextualización de pensamientos ajenos, “determinada” en cierta medida por las (pre)orientaciones del lector (sobre las que actúa el texto). De lo anterior se puede inferir que la relación entre autor-texto-lector es casi simbiótica, ya que el texto requiere del lector para “suplir” sus espacios de indeterminación; el autor prefigura un lector que le sirve como contenedor de sus ideas, y a su vez el lector vive una transformación al incorporar la experiencia o las ideas ajenas. Lo cual parece compaginar con la “utopía” romántica, según Hegel: “… conquistar la espiritualidad a partir de lo sensible” (Hegel, 1985, p. 5).25 Sin embargo, como se verá más adelante, en el presente trabajo el “concepto” de lector implícito, en tanto estrategia textual, sólo será útil al despojarse de su homónimo, el lector real o empírico, por razones que se expondrán en su momento.

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Aspecto con el que W. F. Hegel caracteriza al arte romántico. W. F. Hegel, Estética. 15

El texto En cuanto al texto, lo que algunos consideran como objeto de la lectura, es abordado por Iser, no desde una perspectiva ontológica, sino funcional. Sin embargo, Iser advierte que la manera en que el texto nos comunica algo (su funcionamiento) está ligada a su estructura formal y temática: Pero la pragmática (utilización de signos) no puede abstraerse de la sintaxis (relación de los signos entre sí) ni de la semántica (relación de los signos con los objetos). (Iser, p. 93)26 Así, para Iser, el carácter pragmático del texto parece tener dos “momentos”: el autor prefigura o modela unos posibles recorridos de lectura que, luego, el lector deberá actualizar.27 Por esto, ya que el libro, en cuanto unidad o conjunto de unidades lingüísticas, requiere de un contexto determinado y determinante (lo cual es cuestionado por Derrida, Macedonio y por el presente trabajo). Para Iser, en primera instancia el autor significa su obra presuponiendo unos posibles usos y contextos por parte del lector, que permitirán adjudicar un significado (específico aunque no único ni fijo) al texto. Por otro lado, la forma en que el lector use, actualice, o recontextualice el texto activará una o varias de las posibles significaciones prefiguradas, o no, por el autor implícito (estrategia del texto). Así, esta postura de corte positivista implica la denuncia de lecturas aberradas en el caso de que se forjen recorridos de lectura no permitidos por el canon lector,28 y se sustenten en la idea de un supuesto origen o significante textual con el que debe concordar nuestra interpretación ¡Cómo si pudiéramos numerar los recorridos de lectura y determinar el texto y sus contextos! Por lo cual, aquí, pretendo mostrar cómo Macedonio, al igual que Derrida, revalúa estos postulados al mostrar cómo la lectura, el texto y la escritura se niegan a ser determinados. Pero continuando con la propuesta de Iser, éste retoma los postulados de J. Austin y la teoría de los actos de habla, y afirma que el habla de ficción genera un objeto imaginario, ya que permite y da todas las indicaciones para que el receptor de la expresión cree el contexto situacional, es decir la organización simbólica del texto. ¡Cómo si los objetos no fueran signos! Esta dicotomía es otro de los distanciamientos de Iser para con Derrida y el presente trabajo. 27 También Jauss en su analítica de la lectura nos habla en términos de creación y actualización pero estructura este proceso en tres fases interdependientes: aistesis, catarsis y poiesis. De manera, que la poiesis es analogable al segundo momento planteado por Iser en tanto actualización de los espacios de indeterminación. 28 Negar la investidura o cuestionar la jurisprudencia del canon lector no implica, por lo menos aquí, ignorar su poder. Somos, lo queramos o no, parte de una comunidad lectora, y nuestros juicios sólo son posibles bajo sus dominios –incluso en el desconocimiento de ellos. Lo cual revela la importancia de un concepto como el de fusión de horizontes, a pesar de su utópica concepción del pasado -tradición-, como algo que conservamos pacíficamente y cuestionamos dócilmente (concepto que, sin embargo, parece menos positivista en Jauss que en Gadamer). 26

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Así, la teoría del efecto, como su nombre lo indica, encuentra el “significado” de un texto en la manera como éste actúa, teniendo en cuenta que la forma en que funcione depende también de su estructura semántica y sintáctica. Y para esto, Iser centra su estudio no en el objeto-libro, sino en el acto de retroinformación entre texto y lector (servomecanismo). Pero, aunque tiene en cuenta que al cambiar el lector también cambia la interpretación, no sospecha la determinación del contexto como un imposible o una idealización –tal como lo hará Macedonio y Derrida-. De esta manera, Iser considera que la optimación del texto depende del marco situacional en que se actualice; es decir: de los conocimientos del lector, de su disponibilidad de entrega a una actividad que le es extraña (la fusión de horizontes, en Jauss). Por lo cual, la lectura también dependerá de las estrategias que el autor prefigure en el objeto-libro. Así, Iser relega la pregunta por lo que significa el texto, y se centra en cómo el lector usa o significa al texto,29 en cómo texto y lector se articulan y cooperan mutuamente, cómo se usan para poder adjudicar o (a)enunciar un “sentido” (al) del texto.

La obra literaria Teniendo en cuenta que para Iser la obra literaria sólo tiene lugar “en el proceso de constituirse el texto en la consciencia del lector” (Iser, p.44), considero que en textos bastante abiertos y/o minuciosamente especulativos (¡Macedonio!), su “dificultad” al leerlos radica en que muestran que ningún sentido está “dado”. Por ello, el lector cae en cuenta de que esa es su tarea, nuestra tarea: descubrir cómo constituimos su sentido: “leer escribiendo”. El texto apela explícitamente al lector30 para que éste lo signifique al “ver” cómo y por qué responde de tal manera. El lector debe descifrarse a sí mismo, ya que hace parte de los efectos y estrategias del texto. Así, al entender el texto como una máquina que apela en nuestro favor, y de la que somos parte, la interpretación deja de ser una explicación discursiva de su contenido

Aquí, precisamente recurro al termino “usar”, para insistir en la posible relación entre usar y significar, y entre efecto y uso. Lo cual, por otra parte, permite otra posible relación con la teoría del segundo Wittgenstein: los efectos generados por el texto guían el uso que el lector hace de éste, uso que a la vez garantiza y condiciona una determinada significación (la interpretación o polo de la concreción) (por lo cual aquí no me refiero al uso “aberrado” de Eco). 30 Incluso Macedonio le pide al lector que no busque correspondencias ni significados, sino que gane en sentires; que deje la vida (¿dejar de relacionar significados con significantes?) y entre en el vivir, lo invita a que sienta el actuar del texto, que salga de sí hacia la pluralidad de sentires inubicados: hacia la cenestesia textual o Belarte. 29

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o de su mera presentación formal, y pasa a ser un análisis sobre “la condición de la constitución del mismo sentido”, de su “posible (d)efecto”. (Iser, p. 42).31 Y, aunque lo anterior es algo que permite y tal vez exige todo texto, es innegable que en Macedonio es una exigencia explícita, ya que en su lectura nos vemos obligados a “recordar” que estamos “leyendo”. Y, tal vez, lo característico de los textos macedonianos es que su efecto al ser menos “habitual”, rompe nuestras perspectivas y nos obliga a pensar en qué y cómo actúa: cómo apela(mos) a nosotros. Esta manera de desconcertar al lector es la mejor manera de promover una interpretación crítica; ya que al despertar al lector pasivo de su confiado adormilamiento, llevándolo de la modorra a la suspicacia e incluso a la desconfianza, se le reta a descifrar cómo funciona el texto para producir “determinado” efecto. Por lo tanto, si todo texto desea o necesita un lector crítico para satisfacer o completar sus posibles sentidos, Macedonio lo llama a gritos, y además no acepta un lector perezoso, lo despierta o lo aburre. Por último, antes de ahondar en los postulados de Derrida, advierto que también tendré en cuenta algunos planteamientos de otro de los teóricos de la recepción: R. H. Jauss. De quien destaco los conceptos de Horizonte de experiencia, horizonte de expectativas y fusión de horizontes expuestos en Experiencia estética y hermenéutica literaria. Por horizonte de experiencia Jauss denota las competencias con las que el autor y los lectores llegan al texto. Con Horizonte de expectativas refiere todo lo que en cierta medida hace parte de nuestra experiencia, aquello que sin estar en el texto ya hace parte de él, en tanto “derrotero” de nuestra posible lectura. De esta manera, la lectura se constituye como una continua fusión de horizontes:32 la interacción de lo que creemos que podrá ser o hacer el texto, lo que sabemos y/o esperamos del texto; fusión simbiótica entre experiencia y expectativa.33 Así, la experiencia siempre está mediada por la expectativa, y ésta se constituye como parte de la experiencia, generando una relación potencial e indeterminable (diseminal).

Decostrucción, Injerto y Différance Efecto que de ninguna manera está desligado de las estructuras sintácticas y “semánticas” del texto, pero que tampoco puede reducirse a éstas (creo). 32 Término que el autor afirma tomar prestado de Gadamer. 33 Para mí la imposibilidad misma de sus límites. 31

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La huella no es nada, no es un ente, excede la pregunta qué es y, eventualmente, la hace posible. Derrida. La Gramatología. La decostrucción es el segundo horizonte con que se encuentra el presente trabajo y, por ello, intento esbozar algunas de sus implicaciones y propuestas. En cuanto a la relación entre Macedonio y Derrida, ésta ya ha sido entablada por J. M. Cuartas y por Naomi Lindstrom. El primero resalta básicamente cómo Macedonio centra un elemento marginal –el prólogo–, dándole un sitio fundamental en el texto, y promoviendo la fragmentación y el aplazamiento de la significación, lo cual es básicamente la propuesta derridiana, mediada bajo el “concepto” de diferencia (Différance). Mientras que Lindstrom centra su ensayo en una mención somera sobre “la naturaleza arbitraria del lenguaje” (p. 42) denunciada por Derrida y descrita por Macedonio. Sin embargo, aunque tendré en cuenta estos acercamientos, para este trabajo parto de la hipótesis de que el discurso de Macedonio, por la manera en que se enuncia, se decostruye a sí mismo. Y gracias a que, la mayoría de las veces, su discurso enuncia una cosa y hace otra, se presta para ser visto al lado de los análisis derridianos para sopesar su rótulo de “metafísico”. Por lo cual, abordaré o remitiré a textos de Platón, Saussure y Freud –entre otros–, en los que Derrida descubre un “efecto” similar: se decostruyen a sí mismos, revelando el carácter logofonocentrista y el anhelo de una presencia presente, propios del pensamiento metafísico occidental. Uno de los puntos comunes entre Derrida y Macedonio, respecto a la concepción del texto y de la lectura, es que ambos anulan el afuera del texto: el lector entra en el texto y a la vez el texto se configura en y a partir del lector. La lectura de sus escritos evidencia la necesidad de quedar abierta, de diferir y promover más escritura. Lo cual, al lado de la común crítica al logocentrismo y a la metafísica de la presencia, excusa el relacionar textos aparentemente inconexos. Pero antes de describir la propuesta derridiana, dada su dificultad, intento formular lo que entiendo por decostrucción. En su libro Sobre la decostrucción, Jonathan Culler afirma que decostruir es ver cómo un discurso anula la filosofía que lo “unifica”, y por tanto, no es aclarar “los textos en el sentido tradicional en el intento de captar un contenido o tema unitario”(Culler, p. 99). La decostrucción es el doble gesto o la doble estratificación, que rebate toda posible estructura al negar una posible unidad trascendente o inmanente al texto (a “todo”).34

El texto es también su afuera y su más allá. Pero esto no debe entenderse con el determinismo de un juicio universal –cosmos–, sino bajo la anarquía y el caos de la diseminación. 34

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En Carta a un amigo japonés, Derrida afirma que la dificultad de definir la decostrucción es que las herramientas “que por un momento dado se prestan” para su posible definición (predicados y conceptos) son así mismo decostruidas o decostruibles (El Tiempo de una tesis, 26). Sin embargo, advierte que no es ni un análisis, en cuanto regresión a un origen simple, ni una crítica, sino que es un acontecimiento (algo que sucede sin necesidad de un por qué, en el sentido de Lyotard). En una entrevista con Cristina Descamps parece más claro, afirma que decostruir es un gesto estructuralista y antiestructuralista: “es desmontar una edificación para que aparezcan sus estructuras” lo que a la vez muestra “la precariedad ruinosa de una estructura formal que no explicaba nada, ya que no era ni un centro ni un principio, ni una fuerza, ni siquiera una ley de los acontecimientos” (El tiempo de..., p. 105). De esta manera, Derrida rebate el “concepto” de un centro u origen, ya que lo marginal es siempre centrable35 (como el prólogo o la nota al pie en Macedonio). El origen no es nunca originario (el lector es co-autor en-y-del Museo de la novela…). Derrida proclama la Diferencia, la huella, el suplemento y la diseminación,36 como “herramientas” no-conceptuales37, en contra de estos conceptos (origen, centro, sentido, dirección, verdad, ley,…) para desmitificar la idea de algo original, primario, trascendente o esencial. Así, Derrida invierte y desacredita las principales oposiciones que supuestamente se pres-en-tan como fundamento de todo este sistema jerárquico tradicional que él denomina (falo)logofonocentrismo (metafísico), en el que se privilegia la razón y la voz sobre la escritura. Pero para intentar exponer la fuerza de la decostrucción (su proceder y su omisión) es necesario ver en la gramatología una denuncia al logofonocentrismo propio de la metafísica de la presencia y a la onto-teleología tradicional; es decir, al pensamiento (que prima aún) occidental de los últimos milenios, a su status-quo y a su estilo de vida. La metafísica de la presencia ha despreciado la escritura como copia de la voz, como representante de algo que ya es un representante de la “idea”. Postura que tiene sus raíces en el idealismo platónico, donde el habla y las cosas que denota la escritura ya son representantes o suplementos de la “idea”. Pero esta discriminación no sólo implica y promueve la dicotomía entre lo inteligible y lo sensible, sino que plantea serios problemas políticos. La escritura es denunciada como peligroso suplemento de la voz del pueblo, y así, el representante político, puede entenderse como De ahí que Derrida se acerque a los textos que estudia desde aspectos marginales (y los vuelve primordiales), cuando no escoge textos marginados o excluidos por el “canon”. 36 Me resisto a definir estas “herramientas” que en últimas se rev-b-elan en las fisuras mismas de toda definición y axiomatización en tanto palancas teóricas. Tan sólo cito: Diseminación no quiere decir nada en última instancia y no puede recogerse en una definición (…) Si no se puede definir la diseminación, la Différance seminal, en su tenor conceptual, es porque la fuerza y la forma de su disrupción revientan el horizonte semántico. (D. “Posiciones”, Primera pregunta). 37 Estas herramientas tal vez podrían entenderse desde la perspectiva en que Piglia caracteriza a la “máquina” macedoniana: Una máquina no es, una máquina funciona. Cf. La ciudad ausente. 35

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suplemento de la voz del pueblo y amenaza para su libertad.38 Este logofonocentrismo (privilegio de la voz y la razón, como voz de la razón) fue la excusa para expulsar a los poetas y sofistas de la antigua Grecia y hoy sigue siendo el fundamento de una geopolítica que garantiza y justifica intervencionismos económicos y armados.39 Derrida declara que el discurso y/o “pensamiento” (estético y filosófico) tradicional occidental, ha intentado promover este logofonocentrismo, sobre el cual descansa la metafísica y la concepción idealista del lenguaje. El logofonocentrismo para Derrida expone o implica un “querer oírse hablar absoluto” (Cf. Peretti, p. 32), que desencadena una serie de oposiciones como: dentro-fuera, significado-significante, voz-escritura, presencia-ausencia, lo serio-el juego, etc. En las cuales se privilegia el primer término y se condena el segundo como marginal y suplementario, como copia o fármaco nocivo (tal es el caso de la escritura en el Fedro de Platón, e incluso en el Curso de lingüística general de Saussure). Así, el logofonocentrismo, al soñar con la idea de un sentido previo y absoluto, y confiando en la presencia de un origen y de una estructura fundamental del discurso, promueve una falsa ilusión de igualdad entre el decir y el querer decir. Ilusión que Derrida tacha de idealista, y a la cual se enfrenta en el intento por ver la otra parte de estos discursos, lo que no dicen pero que describen o pueden producir. Derrida muestra que aquello que en un discurso parece marginal (o silenciado) puede ser centrado (incluso puede contradecir lo que aparentemente dice el texto); por lo cual afirma que no hay un centro o una estructura que garantice un sentido determinado; si podemos reconsiderar algo “marginal” ampliamos la gama de posibles lecturas. Así, el texto se mueve, y en este deslizamiento de sus márgenes podemos hallar las diferencias entre lo que éste dice y lo que describe, entre lo que el texto enuncia y lo que hace. Y es precisamente en esta doble lectura donde el signo se revela como Différance, es decir como diferencia iterable pero siempre aplazada-ble (condición de todo signo en la mayoría de los sistemas lingüísticos y extra-lingüísticos: Saussure, Peirce, Mukarovski…). De esta manera, la decostrucción no es la simple inversión de valores logocéntricos (aunque éste sea un paso o momento necesario), ni propone la reducción de sus oposiciones binarias a un monismo dogmático. No se trata de afirmar la supremacía de los términos antes marginados en la concepción metafísica del mundo y del lenguaje (escritura, ausencia, juego, afuera, locura, artificialidad...). Ejemplo de esto son las “interpretaciones” que nos ofrece Derrida de los discursos de Rousseau, Freud y Saussure, donde nos presenta cómo lo que se dice “resignifica”, “reinscribe” o decostruye lo dicho; mostrando el doble gesto que implica denunciar la escritura

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Así, lo muestra Derrida en su análisis sobre Rousseau, donde se estudian el ensayo Sobre el origen de las lenguas, y la Carta a d´Alambert. 39 Al respecto, favor leer –esperar, dar tiempo, diferenciar, remarcar– el capítulo IV del presente trabajo, en el cual intento retomar esta problemática que, sin embargo, seguiré insinuando en los capítulos intermedios y en sus reversos. 21

como fármaco o como suplemento. Doble gesto que permite la doble lectura, la espera en la que el texto mismo “niega” lo que “afirma”. Interpretar es esperar(se) diferir y diferenciar la escritura, es respetar su reserva, su timidez y su particular recienvenidez. Por ello Derrida aprovecha la diferencia gráfica que denuncia el doble sentido (su ausencia o recienvenidez) bajo el doble sentidoacepción del término Différance:40 Pues la distribución del sentido en el griego no comporta uno de los dos motivos del differre latino a saber, la acción de dejar para más tarde, de tomar en cuenta, de tomar en cuenta el tiempo y las fuerzas en una operación que implica un cálculo económico, un rodeo, una demora, un retraso, una reserva, una representación, conceptos todos que yo resumiría aquí en una palabra de la que nunca me he servido, pero que se podría inscribir en esta cadena: la temporización. Diferir en este sentido es temporizar, es recurrir, consciente o inconscientemente a la mediación temporal y temporizadora de un rodeo que suspende el cumplimiento o la satisfacción del «deseo» o de la «voluntad», efectuándolo también en un modo que anula o templa el efecto. (…) que esta temporización es también temporización y espaciamiento, hacerse tiempo del espacio, y hacerse espacio del tiempo (…) El otro sentido de díferír es el más común y el más identificable: no ser idéntico, ser otro, discernible, etc. (D. 1989, Márgenes de la filosofía, “La Différance”).

Aquí es necesario recordar que el decostructivismo (al igual que la teoría de Iser) no se interesa por la intención del autor41, y por ello se refiere a discursos y no a “autores” o “intenciones”. Por ejemplo, cuando Derrida afirma que el ensayo Sobre el origen de las lenguas de Rousseau “declara lo que quiere decir”, y sin embargo, “describe lo que no quiere decir” (Culler, p. 162), no se refiere a los logros o frustraciones del autor sino a la ambigüedad (aplazamiento y diferencia) del texto, de la escritura. Así, Derrida (apoyado en y “reconstruyendo” a Saussure) resalta el carácter diferencial del signo: su naturaleza arbitraria y convencional. Saussure afirma que el signo no puede definirse por propiedades fundamentales sino por las diferencias que lo distinguen de los otros signos. A partir de ello, Derrida concibe al lenguaje (no el que Saussure distingue del habla) como un sistema diseminado y diseminante de referencias infinitas, como un sistema de huellas sin ningún origen previo;42 ya que en él, todo significado es a la vez un significante. De esta manera la ilusión y la promesa de una presencia es anulada por una “infinita” cadena de suplementos o huellas sin origen. La promesa metafísica (al igual que la democracia, la libertad y la Recuérdese que la a de la palabra Différance no es pronunciable en francés, différence y différance se pronuncian igual, fenómeno que describe el carácter o funcionamiento de todo signo y que a la vez denuncia el privilegio de la voz sobre la escritura, ya que esta diferencia gráfica escapa a la lógica y a la percepción fonética. 41 Éste, el autor, no es una huella rastreable o discernible, ni siquiera presente. 42 A la manera de la semiosis infinita de Peirce; a pesar que ésta sí parece posibilitar un cierre bajo el concepto de hábito, en cuanto interpretament final. 40

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gloria eterna) se frustran en la suplementariedad misma de la presencia, o como diría Peretti: donde la huella “precede y destruye la presencia” (Peretti, p. 54). Por otro lado, aunque Derrida afirma que la Différance es indefinible, puede postularse como un “juego de reenvíos en el que ningún elemento está presente en sí mismo” (Peretti, 112); en donde el signo al estar poblado de huellas que nunca nos remiten a un origen, siempre aplaza y diferencia la significación. Gracias a que en la significación el significante es siempre diferido, siempre nos enfrentamos a suplementos (que no son “ni ausencia ni presencia, ni sustancia ni esencia”. Peretti, p. 44). Así, Derrida propone el termino Différance como una metáfora irreductible que representa el carácter diferencial de todo signo: éste sólo es en relación con lo otro, y tal relación se encuentra espaciada en el tiempo. El sentido no está dado, se demora, da un rodeo, se difiere y aplaza en y a partir de una cadena de suplementos, de significantes. De esta manera, la escritura se erige como un continuo diferir y aplazar el significado, y se declara la imposibilidad de ser contenida. No hay punto final, no podemos limitar la escritura; toda lectura deviene en escritura y viceversa. Y esta escritura no se reduce a grafemas, ideogramas, manuscritos u pictogramas, sino que constituye un archi-sistema de signos que comprende y articula todos los sistemas y códigos de comunicación. La escritura misma anuncia la muerte del libro y el nacimiento del texto, lo que de manera similar describe el discurso macedoniano: la “novela” ya no es un género, sus límites no limitan, sus paratextos se revelan, y la escritura se desborda y reapropia. La escritura absorbe al lector y el texto al mundo. Así, Macedonio describe lo que en Derrida se denomina como archi-texto o archiescritura: el mundo como un texto global indeterminable e insaturable en el que leemos para ser y somos leídos. El lector representa sin estar presente; es el personaje más leído en el Museo de la…., él es el injerto de injertos, la variable que (se) articula, el mesías del “sentido”, el recienvenido. La archiescritura derridiana y la Belarte macedoniana quiebran los límites del libro e incineran los estantes: señalan la muerte del libro y el nacimiento de la escritura,43 y al texto como la apertura misma del mundo: la escritura de su diferencia, la posibilidad de su historia. Esto conlleva a la imposibilidad de leer en una sola dirección, confiando en la supuesta claridad del discurso. Tanto Macedonio como Derrida nos alertan para sospechar no sólo de los límites del texto, sino también de nuestro proceder: nos muestran que cuando leemos también (d)escribimos el texto (el mundo y su Al respecto Derrida señala un punto historiográfico en Hegel: último filósofo del libro, primer filósofo de la escritura. Cf. D. “Posiciones”. 43

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diferencia). Así, tanto la decostrucción como la Belarte nos des-cubre-n en el proceso mismo de la escritura, en una escritura que se injerta a si misma y que ya no es diferenciable de la lectura. Por ello es que el texto debe entenderse como un injerto insaturable de significados siempre diferentes y siempre diferidos. Colcha sin límites en la que el signo es en sí la posibilidad de su repetición y recontextualización: su proceder (presentarse, anunciarse, prometerse) debe entenderse bajo la lógica del injerto.44 Pero esta injertación o citabilidad del signo no es garantía de que en el nuevo contexto el signo se estabilice y se presente con un significado “dado” e inmóvil. Por el contrario, si bien el significado está mediado por el uso y el contexto del signo, éste no puede determinarse, ya que en el intento por determinar un contexto lo reformulamos o insertamos en otro, lo injertamos. Pero la propuesta derridiana y la macedoniana no se quedan en la exigencia (o evidencia) de una “nueva” manera de leer (reinscribir e injertar discursos). Derrida disemina el “seudo-concepto” de archi-escritura, no sólo como englobante de las oposiciones logocéntricas, sino también como “consecuencia - garantía” del sentido gráfico del signo (la historia) y de la posibilidad de leer en “dobleces”. Posibilidad que es exigencia en Macedonio, en donde lo literal y lo figurado se entrelazan en un nudo ciego. Derrida, al igual que Macedonio, nos invita a leer la filosofía como literatura y la literatura como filosofía, a romper los límites entre teoría y práctica. Pero siempre dentro del régimen de la sospecha; sin privilegiar ningún término o género,45 sino involucrándolos bajo el “concepto” de archi-escritura (en el que se abarca también el habla). Además la concepción de un discurso irrepetible, pero injertable y siempre abierto, busca librarnos del prejuicio y la falsa seguridad de creer que el significado estaba en el uso y que éste era determinable por las reglas de un juego o contexto particular46. Derrida argumenta que ningún contexto es saturable ni codificable, pero esto no implica una negación de la historia sino, por el contrario, la decostrucción de la concepción lineal del tiempo. Al estar todo discurso inmerso en un contexto (lo crea), tanto su significado como su lectura (siempre diferidos) son completamente históricos. Por lo tanto, en los procesos de injertación y diferencia, el tiempo debilita la presencia (la diferencia y la aplaza).

Inserto este inciso para recalcar que el injerto no se limita a técnicas formales como el cut-up vanguardista (técnica exaltada por la Beat generation), ni a concepciones aún ancladas en el estructuralismo como las teorías del intertexto; es en sí el signo del signo, su Différance, la posibilidad de anunciar lo ausente: el tiempo de la representación. 45 Aunque para darnos tal invitación en un momento tenga que invertir la jerarquía tradicional; afirmando que incluso se debe ser más perspicaz para leer “literatura”, ya que ésta según las oposiciones tradicionales es más sospechosa que el confiable discurso filosófico. 46 Lo que a mi parecer constituye una crítica a la confianza positivista, a la manera del pragmatismo de Wittgenstein. 44

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Así, al deconstruir las oposiciones entre habla/escritura y significado/significante, Derrida configura el “no-concepto” de Texto global, en el que se circunscriben todas las nuevas relaciones y contextos generados en el juego de la lectura (de la archiescritura como suma de habla y grafía). Juego en el que cada lectura genera, o deviene en una nueva escritura. Por más que se intente abarcar y definir la lectura o limitar la escritura acerca de tal o cual lectura –de todo proceso de significación– siempre se genera más y más escritura (que a la vez será lectura reinscribible). Así, Derrida nos conduce a lo que llama juego libre del significado; diseminación “donde” las huellas “presentes” en el texto jamás nos remiten a aquello que dejó la huella; sino que por el contrario, en el intento por “recoger” o analizar tal huella, imprimimos la nuestra sobre la anterior: hacemos texto al mundo, lo in-escribimos.47 Esta imposibilidad de llegar al origen, lejos de imposibilitar la comunicación, reitera la iterabilidad del lenguaje y de todo signo. Esta suplementariedad implica y permite la imbricación de un discurso en otro; es lo que hace de la escritura (la lectura –seescribe!) una acumulación de injertos textuales que se diseminan inagotablemente, y rompen con los supuestos limites del texto. Y esto es algo evidente en un autor como Macedonio quien nos da un discurso aparentemente consciente de sí mismo (de sus reveses y traiciones) y de los “deberes” del lector. Discurso que se injerta o añade a sí mismo al enunciar sus procedimientos textuales,48 y que se difiere al anunciarse como prólogo para la futura escritura del lector que se aventure a continuar –hacer– la novela. Por todo esto expondré mi lectura como un intento por diseminar la escritura de Macedonio: citarla, inscribirla, remarcarla…, escribirla ya sin la pretensión de concluirla –esta obra también quedará abierta–. Aprovechando las herramientas textuales con las que Derrida propone su gramatología, consciente de que ésta: No es una fenomenología de la escritura ni del signo: comienza y crece a través de los blancos (…) nos permite ver la época histórica y “lógica” del logos como “sublimación” de la huella, fundada sobre un determinado tiempo, sobre una consecutividad (la linealidad fonológica) que ignora el significado en su trazo escalonado. (D. 1986, De la gramatología).

Por lo cual considero absurdo tachar al decostructivismo de a-histórico, ya que revela la posibilidad y condición misma de la historia: su inscriptibilidad. El mismo Derrida afirma que “de lo que hay que desconfiar es del concepto metafísico de historia. Es el concepto de historia como (…) historia del sentido produciéndose, desarrollándose y cumpliéndose (…) en línea recta o circular.”; como diría Guy Scarpeta: una historia “como serie práctica estratificada, diferenciada, contradictoria, es decir, una historia que no sea monista ni historicista”, Yo agregaría positivista y dócil. (posiciones). Por otro lado, Derrida en esta entrevista –Posiciones- también destaca el concepto de historia Monumental de Sollers –al que afirma haberse suscrito- y la critica de Althusser al concepto “hegeliano” de historia. 48 Aunque se enuncien unos procedimientos que en ocasiones son distintos a los que el mismo texto describe. 47

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es decir, respetando la recienvenidez del sentido y la reserva de la obra macedoniana: una escritura salteada, que desde la ausencia se presenta como incompleta, escasa de presencia y aún no llegada.

Metafísica 50``

Ser & Ser el presente. ¿sería una repetición? Sólo si pensáramos que nos pertenecía, pero como no es así, es libre y nosotros también. Casi todo el mundo conoce del futuro y (“No” de la mano en el aire, sonido de beso) lo incierto que es. 37`` Un sonido es un sonido. John Cage. 45`para un orador49 A pesar del título que aspira a dominar este fragmento, mi propósito, aquí, no es ofrecer un análisis minucioso sobre metafísica, sino esbozar algunas de sus características, ya que considero que éstas “limitan” o asechan al texto macedoniano y por ende a estas páginas. Sin embargo, es necesario recordar que a lo largo de este trabajo, pretendo mostrar cómo aquello que Macedonio llama metafísica parece revaluar las oposiciones y jerarquías que Derrida critica la metafísica de la presencia y la concepción logofonocéntrica del lenguaje. Para lo cual, esbozaré rápidamente las características y concepciones de la metafísica logocéntrica. Que se retomarán más adelante en el acercamiento a la Belarte macedoniana, cuando exponga cómo y por qué la “metafísica macedoniana” puede leerse como diferente, e incluso como una parodia, a la metafísica logocéntrica criticada por Derrida. En principio, es relevante advertir que la metafísica tradicional no sólo está basada en la serie de oposiciones, criticadas por Derrida, sino que implica la idea de unidad expresada o pretendida incluso en sus formas discursivas, lo que en principio se opondría a la escritura fragmentaria e inabarcable de Macedonio. La Metafísica no sólo es el título de los catorce libros de Aristóteles, que siguen a sus estudios sobre Física. Es la historia del ser mismo, y su anhelo por determinar los fundamentos y principios últimos de la realidad; es el intento por limitar los diversos modos de ser bajo un concepto ideal cerrado, en mayor o menor medida. Además, tal empresa ha desencadenado el deseo insatisfecho, pero aparentemente Todas las citas de John Cage, en español, son tomadas de: Silencio, y sólo cuando es necesario aclaro el capítulo o sección. Ésta corresponde al capítulo “45' para un orador”, p. 184. 49

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irrenunciable, por presentar la presencia misma, no sólo anunciar y describir al ser, sino presentarlo en el presente, poseerlo y dominarlo (ontología de la presencia). De esta manera, la metafísica no sólo subordina lo uno a lo múltiple, sino que jerarquiza los modos de ser, marginando la ausencia y la representación ante la promesa de presencia absoluta: siempre presente. Lo que conlleva a instaurar dicotomías logocéntricas, fonocéntricas y geopolíticas, sustentadas en sujetos o entes trascendentales –Yo, Dios, Estado, Ley, Iglesia, etc.-, lo cual hace incuestionables sus procedimientos, su jurisprudencia y su moral. Y ya que la denuncia de la metafísica como violentación de la diferencia ha sido emprendida no sólo por Macedonio y Derrida, sino también por Nietzsche y Heidegger, los postulados de estos pensadores serán retomados en los capítulos II y III de este trabajo. Por ahora, adelanto la lectura que Derrida hace de la posición heideggereana al denunciar la metafísica como el olvido del ser, de la diferencia esencial entre el ser y el ente (o el existente): Consideremos por ejemplo, el texto de 1946 que se titula Der Spruch des Anaximander. Heidegger recuerda ahí que el olvido del ser olvida la diferencia del ser y el existente: «Pero la cosa del ser (die Sache des Seins), es ser el ser del existente. La forma lingüística de este genitivo con multivalencia enigmática nombra una génesis (Genesis), una proveniencia (Herkunft) del presente a partir de la presencia (des Anwesenden aus dem Anwesen). Pero, con la muestra de los dos, la esencia (Wesen) de esta proveniencia permanece secreta (verborgen). (…) Lo que Heidegger quiere, pues, señalar es esto: la diferencia del ser y el existente, lo olvidado de la metafísica, ha desaparecido sin dejar marca. La marca misma de la diferencia se ha perdido. Si admitimos que la diferancia (es) (en sí misma) otra cosa que la ausencia y la presencia, si marca, sería preciso hablar aquí, tratándose del olvido de la diferencia (del ser y el existente), de una desaparición de la marca de la marca (…) «El olvido del ser forma parte de la esencia misma del ser, velado por él. El olvido pertenece tan esencialmente al destino del ser que la aurora de este destino comienza precisamente en tanto que desvelamiento del presente en su presencia. Esto quiere decir: la historia del ser comienza por el olvido del ser en que el ser retiene su esencia, la diferencia con el existente. La diferencia falta. Permanece olvidada. (…) No siendo la marca una presencia, sino un simulacro de una presencia que se disloca, se desplaza, se repite, no tiene propiamente lugar, el borrarse pertenece a su estructura. .). (D. 1989, Márgenes de la filosofía, “La Différance”).

Otra de las definiciones que es necesario tener en cuenta es la de Metafísico, que Ricardo Piglia expone en la Ciudad ausente: Metafísico: Personaje que aparece repentinamente parta poner orden al pensamiento y para acabar con las confusiones que sufre el lector y el Autor; ambos se encuentran en un diálogo, no tienen claro a qué orden pertenecen: al de la realidad o al de la fantasía (…) Personaje Relámpago y Teórico”. …………. 27

Sin embargo, consciente de que con lo anterior no he definido la metafísica (tampoco es mi intención), no me esfuerzo por continuar esta exposición. Por el momento, sólo pretendo presentar la metafísica como “otro” de los supuestos “límites” con el que se ha intentado circunscribir la escritura macedoniana y que asecha estas páginas. Por ello, este problema será trabajado a lo largo de este trabajo, especialmente en el capítulo Macedonio, tradición y trasgresión, donde se analiza la tradición logocéntrica y metafísica de la que surge Macedonio Fernández.

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I. Macedonio. Tradición y trasgresión Macedonio ¿Recienvenido de dónde? Al inicio de los Papeles del Recienvenido Macedonio afirma que ha perdido a su lector, y que ahora necesita uno sin pretensión. Sin embargo aquí, como siempre, nos enfrentamos a la ironía, que se hace aún más evidente cuando el autor nos dice que ha perdido a su lector por incomodarlo con “el único libro en que solamente el autor habla” (Papeles…, 5). La doble trama de esta afirmación no sólo expone una diferencia entre la escritura macedoniana y la literatura tradicional, sino que posibilita ver que incluso en la literatura tradicional (por más que se quiera ignorar) el papel del lector es “protagónico”. Téngase en cuenta que el adjetivo <único> actúa de manera excluyente y diferencia tajantemente su libro de todos los otros. Esta discriminación de la tradición se enuncia en un tono claramente irónico, ya que si en un sentido literal se afirma que en Los papeles del... no hay un papel para el lector, el contexto de esta frase (y aquí el contexto es la “totalidad” abierta e indeterminable del discurso macedoniano) evidencia su ambigüedad y señala el sentido figurado, en el cual la diferencia entre el discurso en cuestión y los otros libros pervive, pero en ambos casos se anula la posibilidad de que sólo el autor sea quien “hable” (o escriba). Todo discurso literario (o no) designa ciertos papeles para sus lector(es), pero textos como los de Macedonio, al ser aún más “perezosos”, dejan casi todo en manos de sus lectores. Esto permite cuestionarnos acerca de la diferencia o la particularidad del discurso de Macedonio respecto a “los otros libros”. Lo cual sólo es posible a través de una lectura poco confiada de su obra a la luz de la tradición. Por lo cual, considero que el discurso de Macedonio Fernández dice del propio texto algo distinto de lo que éste hace, ya que en la Belarte se explicita aún más trabajo para el lector que en la literatura realista, principalmente decimonónica. Así, Macedonio diciendo algo “falso” de su propio discurso parece criticar al realismo e incluso a la literatura fantástica y romántica por presentarse como un objeto doméstico que no exige mayor actividad del lector, o más bien porque no es “consciente” de su exigencia: de la cooperación textual. Incluso el relato realista y mimético presenta espacios de indeterminación (aunque, tal vez, más limitados o señalizados) en los cuales el lector se desenvuelve o desenvuelve el texto. Pero la mayoría de las veces el autor se erige como una figura dominante, exterior y 29

originaria del texto, marginando o silenciando el papel del lector en el intento por coartar o limitar el diferir (significar-sin-concluir) de “su” escritura. Macedonio nos ofrece constantes reflexiones sobre la relación de su obra con aquello de lo que se distancia: la tradición. Y aunque explícitamente encontremos literaturas o textos dispares que el autor señala como diferentes a su Belarte, considero que es el Romanticismo (en tanto estética y culmen del idealismo “hegeliano”) uno de sus parientes más cercanos, y con quien más fuertemente se enfrenta. Ya que si Macedonio reprocha y resalta textos y estéticas dispersas a lo largo de la historia (de la literatura, la escultura, la pintura e incluso la arquitectura), la estética romántica presenta interesantes conexiones con la Belarte consciencial. Formulo tal hipótesis no sólo porque Macedonio denuncie lo aburrido de Goethe o la constante inocencia de Leopardi, sino porque aun su rechazo a obras y autores de otros periodos (Dante, Shakespeare, Esquilo...) se enuncia en términos claramente irónicos, propios de su humorística; y es de resaltar que es en el estilo romántico donde se consolida y exalta, no sólo la ironía, sino el diálogo o la interpelación directa al lector, el “protagonista” de El museo de la … (o por lo menos su co-autor). Además el conflicto romántico del yo, propio de las filosofías de la Unificación de este periodo, es también un tema más que recurrente en Macedonio. El Yo y lo Otro, el amante y la amada, el problema del arte, del amor, de la entrega, y de la mismidad, están “tan presentes” en la estética y el pensamiento romántico como en el discurso macedoniano (aunque de manera diferente). Esto invita a revaluar la conexión de la metafísica tradicional (propia del idealismo romántico y hegeliano) con la supuesta metafísica de Macedonio. Además, la “presencia” de la ironía50, como posibilidad y recurso estilístico, es una invitación más para desconfiar sobre el rótulo de metafísico que el mismo Macedonio le adjudica a su prosa (¡y él es ella!). Así, la ironía como posibilidad es una de las razones que me ha impulsado a cuestionar y contraponer la metafísica macedoniana con la metafísica logocéntrica, criticada por Derrida. Para ello, es necesario reconstruir la relación de Macedonio con la tradición idealista y romántica, cuya estética realista puede entenderse como fruto y defensa del pensamiento metafísico y logocéntrico. Pero antes es necesario aclarar que el término “realista” involucra, en la acepción macedoniana, los relatos fantásticos y mágicos, tan fecundos en el “periodo” romántico51.

Distanciamiento y diferencias Presencia que siempre (a)parece irónicamente ausente, su característica es la recienvenidez. Aquí, el esfuerzo por entablar una relación entre Macedonio y su tradición, no implica de ninguna manera una periodización, ni el encasillamiento de ninguna obra bajo rótulos o conceptos. Por ello, no ofrezco ningún tipo de definición determinante del romanticismo, de una obra o de una estética. Sólo intento articular algunas de las posibles relaciones que la obra de Macedonio me ofrece (o le socavo) para exponer mi lectura. 50 51

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La re-v-b-elión de Macedonio contra la tradición estética, filosófica y literaria no radica en ignorar el pasado, sino, que por el contrario, para transgredir la “historia” y la tradición expone la diferencia con que aborda y aprovecha los temas “tradicionales” (el amor, el arte, la percepción...) y las herramientas comunes (escritura, personajes...texto. Así, cuando hace uso novedoso de herramientas propias o comunes lo específica (“el lector”, el silencio, el “prólogo”, el final, el inicio, la trama, etc.,...), aunque en algunos casos tales herramientas sean ambiguas y casi inenunciables –indecidibles, diría Derrida–. En todo texto, sobre todo aquellos tachados de románticos,52 el lector como tal aparece como una constante que rompe con las fronteras de toda periodización, se insinúa y casi que se explicita como una estrategia textual. Pero Macedonio “innova” con el uso del uso del lector, diserta sobre su presencia hasta el punto de aludir a una ausencia de autor y exigir la “presencia” de un lector-autor. En cuanto a la problemática de los personajes, Macedonio ratifica la diferencia de los “suyos” respecto a aquellos que pretenden estar vivos: de los que se presentan como personas. En cuanto al silencio, ausencia inmencionable, a pesar de que no se le puede citar, parece ser la característica más prometida de la escritura macedoniana. Precisamente porque la obra de Macedonio no está poblada exclusivamente de presencias: el silencio es la condición misma de la recienvenidez, de “su” incompletud y su(s) ausencia(s). Es más, Macedonio parece advertirnos sobre la falacia de una ontología de la presencia (¡metafísica!). Por más que el autor intente hacer presente los vacíos y silencios, éstos solo son posibles en su ocultamiento, y más aún, este hecho denuncia toda citación, todo signo, como la presencia suplementaria de algo ausente. Volviendo a los aceptados “topoi” románticos53, también en Macedonio encontramos el tema del doble. Aspecto recurrente en autores como Hoffmann, Chamisso y Mary Shelley, y que constituye un posible nexo de nuestro autor con la tradición romántica. Macedonio nos presenta a Recienvenido quien, al igual que muchos personajes románticos, se enfrenta a la ausencia de reconocimiento (propio y social, ego y alterego, consciente y subconsciente, etc.), a su poquedad de ser: suplementariedad. Pero mientras que Frankenstein se aísla de la sociedad y él mismo se horroriza al ver el monstruo que ha creado y que le sirve de reflejo de sus acciones, Recienvenido parece disfrutar de su delgadísima presencia. Es claro que Peter Schlemihl y Erasmo Spikher54 al igual que Recienvenido se ven marginados de alguna manera por una sociedad que no los reconoce o que les reprocha sus diferencias. Pero cuando Recienvenido afirma:

Cf. E. T. A. Hoffmann, Chamisso, Shelley, Byron, Hölderlin… como siempre, entre otros. Cf. Abrams, El espejo y la lámpara. 54 Protagonistas de La maravillosa historia de Meter Schlemihl y La noche de San Silvestre, de A. Chamisso, y E. T. A. Hoffmann respectivamente. 52 53

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Lo más concentrado de lo doloroso de esta preocupación de no tener presencia en un mundo en que la hay hasta para la “presencia” de ánimo, es la imposibilidad deprimente de lograr alguna vez “estorbar” algo a alguien. Solo me han halagado las situaciones, en fiestas de convite y danza muy concurridas y agitadas, que me deparaban los atareados mozos, justamente exigentes e irritables que cruzan entre movibles parejas y mesas apiñadas con la abundante todollevabilidad de su luciente bandeja cargada de fragilidades e inestabilidades, temblorosa de líquidos en vasos estremecidos, indicánme con un violento ademán apartarme y no molestar. ¡Molestar a ojos vistas es un inadvertible! ¡Qué buen recuerdo y amistad guardo a los mozos de mal humor! (M. F. 1982, Papeles de Recienvenido, p. 16.). A pesar de que su “situación” sea similar a la de los otros dos personajes románticos, se evidencia una crítica más fuerte: la tradicional oposición entre ausencia y presencia se resquebraja por el irónico ataque de Macedonio: la presencia pura es impresentable. Siempre se re-presenta -a- algo otro. Incluso esta forma ausente en que se presenta Recienvenido (su presente ausente, aplazado y diferido) se expresa como algo indeseable, es algo que sin estar ahí –sin ser– ya estorba. Es la falta de presencia (hasta para la cual ya hay que tener presencia) lo que se “presenta” a Recienvenido como un estorbo. De esta manera, con la esperanza de “situar” a Macedonio respecto a la tradición romántica, aludiendo sus nexos y discrepancias, espero empezar a d-escribir cómo la metafísica macedoniana genera una ruptura con la ontología de la presencia (metafísica). Con tal anhelo, intento leer cómo sus dos más conocidas novelas (sus mellizas, ¡Aplazamiento diferencial de un origen común, no son gemelas!) se prestan como un nuevo eslabón para anudar a Macedonio con su tradición.

¿Dos escrituras? La novedad de lo nuevo y su deuda con lo malo Entre todos los escritos de Macedonio encontramos dos que caen bajo el título de novela:55 Adriana Buenos Aires y El museo de la novela de la Eterna. Macedonio nos presenta cada una de estas “novelas” como escrituras distintas, la primera como la “ultima novela mala” y la segunda como la “primera novela buena”. Sin embargo, luego señala que sólo el lector podrá distinguirlas (es su deber, su derecho: su posibilidad de ser radica en hacer texto al libro). Es cierto que he corrido el riesgo de confundir alguna vez lo malo que debí pensar para Adriana Buenos Aires con lo bueno que no acaba de ocurrírseme Además de Una novela que comienza, y las innumerables novelas prometidas dentro de sus otros textos. 55

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para Novela de la Eterna; pero es cuestión que el lector colabora y las desconfunda (M. F. 1982, p. 190). A pesar de que la Belarte busque la conmoción del lector, llevarlo a la “intemporalidad” de la lectura para que dude de su ser; y a pesar de que Macedonio catalogue la realidad como la pluralidad de sentires inubicados y de que su Belarte pretenda la ausencia de “descripcionismos” y causalidades, si aceptamos una posible secuencia entre sus dos novelas podemos encontrar ahí una relación “ubicacional”. A partir del acercamiento conjunto propuesto por el mismo autor, podemos inferir, si no una causalidad concreta para cada novela y sus “objetivos”, sí una ubicación de cada tipo de novela respecto a la otra, y además situar los escritos macedonianos en una posible tradición literaria. En la relación indisoluble de sus dos novelas, es donde Macedonio explicita más claramente su relación con el pasado. Macedonio al presentar su primera novela buena (El Museo de la...), donde afirma que intenta llevar a la práctica su teoría de la Belarte, nos obliga a leer (o por lo menos a comprar) la “última novela mala” (Adriana Buenos Aires); no se venden por separado: (…) ya que no hemos podido instituir la lectura obligatoria de ambas, nos queda al menos el consuelo de habérsenos ocurrido la compra irredimible de la que no se quiere comprar pero que no es desligable de la que se quiere: será Novela Obligatoria la última novela mala o la primera buena, a gusto del lector. (M. F. 1982, p. 190). Además, aunque Macedonio al colocar los rótulos de “última mala” y de “primera buena” diferencia sus dos escrituras, confiesa que él mismo ha corrido el riesgo de confundirlas, y luego, se excusa arguyendo que por razones ajenas los manuscritos de ambas novelas se han confundido, y por último, exige que sea el lector quien escoja y diferencie. A veces me encontré perplejo, cuando el viento hizo volar los manuscritos (…), y no sabía tal página a cuál correspondía; nada me auxiliaba porque la numeración era la misma, igual la calidad de ideas, papel y tinta (…) Hágase cargo el lector (…) (M. F. 1982, p. 191). De esta manera, aunque con estos dos fragmentos parece atenuarse la diferenciación radical entre lo bueno y lo malo (la Belarte y la tradición realista56), se enuncia una exigencia ya mencionada: el lector debe significar la obra, emitir un juicio y diferenciar las escrituras:

Reitero que por realista Macedonio entiende todo aquello que de alguna manera copie o surja de la vida, por lo cual queda incluido el romanticismo y sus vertientes de literatura fantástica y maravillosa. 56

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Lo que de ningún modo ha de permitírsele (al lector) para máximo ridículo nuestro, es tenerlas por igualmente buenas las dos y felicitarnos57 por tan completa “fortuna”. (M. F. 1982, p. 190). Con lo anterior Macedonio nos permite lanzar dos hipótesis interpretativas: primero, sus escrituras, cada una de sus novelas, son diferentes, pero tal diferencia requiere de una mutua interdependencia: cada novela se escribe en el aplazamiento diferencial de la otra, y la lectura común (única posible) se da en las márgenes “intertextuales”. Segundo, si bien ninguna de las novelas es determinable ni totalmente ajena a la otra, Macedonio insinúa que el lector, tal vez por costumbre, espera poder emitir un juicio determinante y excluyente (¡diferenciar una o la otra!). Con lo cual, la restricción de no poder considerar las dos novelas igualmente buenas, funcionaría como un tropo retórico, ya que el texto describiría la imposibilidad de aquello que ordena hacer. Al lector, más que imponérsele una de las dos novelas (puede tirarlas aunque también recogerlas), lo que se le exige es que las diferencie. Pero esta diferenciación debe entenderse como un aplazamiento, que lejos de permitir determinar y catalogar cada “escritura”, nos lleva a leer una novela a la luz de la otra; tal vez, hasta confundirlas, o por lo menos hasta sospechar de los límites que les imponemos, a deslizarlos. Macedonio irónicamente, nos hace leer sus dos novelas, al imbricar una en la otra. Ya que la Buena cita a la Mala, y confiesa la posibilidad de tener elementos de Novela Mala (ejecución imperfecta del perfecto plan). El texto macedoniano se lee entre las márgenes y los límites con lo “otro”: la tradición.58

Lo que nace y lo que muere Teniendo en cuenta la problemática diferenciación de sus dos novelas, es necesario advertir que las citas anteriores se inscriben bajo el capítulo titulado “Lo que nace y lo que muere” (El Museo…). Lo cual da claras connotaciones no sólo de que aquello que muere es lo pasado y lo que nace, la recienvenida Belarte de Macedonio; sino que también insinúa que esto que es nuevo no “muere”: el concluir sin finalizar es condición del texto abierto en Macedonio (tanto como en Derrida). Como ya vimos, la muerte de la prosa tradicional -Mala- es más bien una agonía, y en cierta medida pervive aún en la Belarte macedoniana; pero considero que aspectos como el tratamiento de la muerte permiten comprender la propuesta macedoniana como una ruptura con la tradición. Macedonio a-nota que en la literatura realista, plagada de simulacros de vida y causalismos (¡mimesis!), en el Téngase en cuenta que la persona verbal en que se enuncian las acciones referentes a la autoría varía a lo largo de la obra, y perdóneseme seguir este buen ejemplo de mal estilo, ya que es uno de los recursos que mejor describen la no linealidad del texto y de su producción. 58 Adelante se leerá cómo el mismo Macedonio es el otro de su escritura, cómo el origen y la fuente se presentan como una alteridad. 57

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afán de copiar lo que se llama vulgarmente “realidad” cae en varias paradojas. De las que en este momento vale la pena destacar: que sin razón alguna se ha equiparado la vida de las personas a los vivires de los personajes; es decir, se ha implantado un orden causal de los sucesos, en el que paradójicamente nos encontramos con sorpresivos y detonantes desenlaces. Además, olvidando la “muerte de novela” de todo personaje se le achaca otra, que éste debe fingir para luego retirarse a esperar que la lectura finalice.59 De esta manera, para continuar entablando otras relaciones entre la Belarte y su “otro” es necesario dudar del texto, confrontar lo que dice y lo que hace. Es necesario dudar que Adriana Buenos Aires sea la “ultima novela mala”, que El museo de... sea la “primera buena”, dudar de la posibilidad del lector e imposibilidad del autor para distinguir cada una. Al respecto renuncio a preguntarme por si Macedonio (autorempírico) las distingue o no (me parece obsoleto), pero sí es útil mirar qué repercusiones tiene tal afirmación (en labios de su autor-personaje). En cuanto a Adriana Buenos Aires como “última Novela Mala”, creo que es más última que mala. Aunque también es difícil llamarla última. Ya que el capítulo XIII se “reduce” a la pregunta del autor-narrador: “-¿Conseguí hacerla última?” Y la dificultad no radica en que no haya más novelas de su estilo después de ésta, sino en si termina o no. A pesar de que en el capítulo XII, “Finales”, se afirme que “Un amor concluido concluye esta novela”, esto no es suficiente para convencernos de que la novela es última, que se cierra; más aún cuando “luego” nos encontramos un capítulo titulado “Pos fin”; seguido por el capitulo XV, que podría considerarse como un “final” de Novela buena, excusado de antemano por el autor: “Los buenos lectores de novela mala tendrán que perdonarme el no detonante desenlace” (M. F. 1982, ABA, p. 14).60 Al inicio del capitulo XV de Adriana Buenos Aires, se afirma que: “Lo único que falta a Adriana Buenos Aires para ser del todo una 'novela mala', es continuar en otra”. Y luego, al final de este capítulo (que serían las “últimas” palabras de la supuesta novela mala) encontramos a manera de despedida: “Por ahora, pues, fin.”. Lo que me induce a pensar que esta novela en cierta medida continúa en El Museo de… O por lo menos, que es posible pensar que Adriana Buenos Aires sirve como “pró-logo” a El Museo de... (recuérdese que no se venden por separado). Así, si aceptamos que la despedida de Adriana... insinúa un posible reencuentro o por lo menos que no ratifica su imposibilidad, es posible pensar que Adriana Buenos Aires prologa los prólogos de El Museo de...; que a pesar de ser diferentes se siguen o conviven como El lector salteado, ya habrá supuesto que en este trabajo también se desconfía de tal afirmación: como se verá, gracias a la apertura indefinida del Archi-texto no sólo se clausura el cierre del libro, sino con ello la muerte “natural” de sus personajes. 60 Con las siglas ABA me referiré a Adriana Buenos Aires. 59

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dos mellizas, e incluso pueden conformar la prometida “próxima novela malabuena, primeraúltima en su género, en la que se aliará lo óptimo” de cada una (M. F. 1982, p. 190). Además, en el momento de prometer “la próxima novela malabuena”, Macedonio declara que en ella recogerá “la experiencia ganada en mis esfuerzos por probarme que algo bueno era malo, o viceversa, porque lo necesitaba para concluir un capítulo de una u otra…” (M. F. 1982, p. 191). Por lo cual me inclino a pensar que el mismo texto macedoniano (y tal vez, su autor, si lo hay) se reconocen como una escritura diferente, pero que a la vez impide o aplaza un juicio diferencial (por más que lo reclame). De esta manera la diferencia de la escritura macedoniana, o la diferencia entre la novela buena y la mala, será siempre aplazada y diferida en el mismo proceso de diferenciación; anulando la posibilidad de una definición última y de un juicio que instaure una escala de valor. La diferencia en Macedonio no implica una jerarquía; más bien un juego de ocultamientos y revelaciones, de espera y promesa. En cuanto a la primeridad y calidad de El museo de... es necesario recordar que si bien la teoría de la Belarte, que en ella se expone, no se lleva a cabo totalmente, esto nos lo advierte el mismo discurso: el autor previene de la perfección de su plan teórico y de la imperfección de su puesta en práctica: “Dígolo para confesar que mi libro está muy lejos de la fórmula de la Belarte de personajes por la palabra. Queda también esto, pues, como 'empresa abierta'. Dejo así dados la teoría perfecta de la novela, una imperfecta pieza de ejecución de ella y un perfecto plan de su ejecución”. (Pero como en todo, y más en el discurso macedoniano, debemos temer a la fuerza de la ambigüedad y la ironía, ¿acaso el texto mismo no descompone la dicotomía entre teoría y práctica?) Por otro lado, en “Intento de sedación de una herida que se tiene en cuenta” (“antepenúltimo” capítulo de El museo...), encontramos que: “Ningún autor tuvo la visión de la tortura del lector después de la palabra FIN (...) que quiso siempre dos páginas más que desacaten la palabra FIN.” (el subrayado es mío).61 sentencia que debemos cuestionar, ya que, a pesar de que en Adriana Buenos Aires la “última” palabra es “Fin”, el capítulo XII se titula “Finales” y el XIV “pos fin”62

Y tuyo, ¿Quién soy yo para no cederlo? Sólo soy lector que subraya La versión de Adriana Buenos Aires, aquí citada, consta de una advertencia, “dos palabras de amigos del autor”, “nota a la novela mala”, “autorizadas opiniones”, “Guía de opiniones” y quince capítulos más (cuatro de ellos sin título, incluido el “último”). 61 62

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(mientras que en El Museo... la “última” palabra escrita es “ser”; a pesar de que, en últimas, la “última” palabra sea del Lector –aunque aún no la tenga-). Por lo anterior, considero que cada una de estas novelas, en la imbricación de sus discursos, configura una crítica a la tradición (al realismo, al romanticismo y todo “loantes-a-Macedonio”). Crítica que le imputa a la tradición, más que lo cerrado o último de su discurso, la inconsciencia de que todo escribir es abierto. Así, el discurso de Macedonio (en una pose similar a la de Derrida) revela que todo discurso es y ha sido abierto en mayor o menor medida, que ninguno se ha cerrado; incluso porque al tachar un texto como cerrado o último, lo hacemos penúltimo. De esta manera es posible concebir a Adriana Buenos Aires y su “clase” (la de las novelas malas), más que como últimas, determinadas o cerradas, como inconscientes de su diferir (del continuo aplazamiento de su final y de su significación). Mientras que una de las características de la novela buena es la consciencia de sus i-limitaciones, de no presentarse como lo que no es o de saber que se presenta en falsete. Así, la novela mala no es que termine, o que copie la realidad, o que exponga un significado y sentido definido, sino que su discurso a pesar de aplazar su significado, de no concluir, y de promover más escritura, no nos advierte de ello –lo niega–.

El yo y lo Otro; Macedonio y la tradición, y la tradición en Macedonio Nada va sin prólogo. Ni siquiera los prólogos que conforman la novela buena, si aceptamos que ésta parece ir prologada por Adriana Buenos Aires, como a su vez ésta va prologada por la literatura realista, la cual se presenta, más que como última, como diferente: como lo otro del Belarte macedoniana y a la vez como su doble trama. Como ya he dicho, Macedonio afirma estar en contra de la mimesis que pretende hacer alucinar al lector y es por ello que aún en su novela mala nos recuerda continuamente que estamos leyendo, que estamos fuera de la novela; impide la identificación hasta el punto de dificultar la lectura. Pero aún falta revisar la cuestión del tema como conector y diferenciador de la escritura de Macedonio con la tradición. Y para ello me centro en el Romanticismo como estilo y estética, útil para tal confrontación. ¿Qué entiendo por romanticismo? Los aspectos que hacen del romanticismo parte representativa de la tradición de la que surge y contra la que se reb-v-ela Macedonio, pueden caracterizarse bajo la idea de un anti-ilustrismo. Pero no es sólo eso. Para Hegel63 el arte romántico (esencialmente cristiano) aspira a conquistar la W. F. Hegel. Estética, Volumen VII, “La pintura y la música”. En adelante me referiré a este libro como Hegel, y el número de página. 63

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espiritualidad a partir de lo sensible, y por ello la forma parece absorber al contenido. Así, podemos pensar que la utopía del arte romántico sería “desligar el espíritu del mundo externo y sensible” (Hegel, p. 14), bajo la idea de un enfrentamiento entre el “espíritu individual” y “el espíritu del mundo”. Tal enfrentamiento (es) causa (de) dolor, ya que el espíritu no puede remontarse a la objetividad, no encuentra la manera de reconciliarse con lo que él cree “otro”. Por lo cual el romanticismo nos presenta a un hombre que se enfrenta con la naturaleza y con la sociedad, con lo otro; que incapaz de enajenarse, se enfrenta a la realidad en vez de incorporarla a su ser (aunque lo intente, él y lo otro parecen incompatibles). Pero pasando del pensamiento estético y filosófico a las obras producto de tal pensamiento, encontramos que la producción artística de este periodo no sólo expone el conflicto del Yo y de lo otro, sino que expresa una constante preocupación por afirmar un Yo poético particular y subjetivo que promulga tanto la polisemia de su obra como su particularidad. Al respecto M. H. Abrams nos ofrece lo que él considera las principales características del romanticismo. Entre las cuales, para nuestro estudio, vale la pena distinguir: “El ideal trascendental”, “Las metáforas cambiantes de la mente”, “el genio natural, la inspiración y la gracia” y “lo subjetivo”. Abrams afirma que el “ideal trascendental” del romanticismo, en su intento por renunciar a la mimesis clasicista, se consolida al recurrir a la concepción plotiniana del artista como “el espejo que se vuelve lámpara” (W. B. Yeats). Ya Plotino afirmaba que “las artes se remontan a las ideas de las cuales la naturaleza deriva” (Abrams, 68), y por ello, para el romanticismo el arte refleja el ideal aún mejor que la realidad. De lo cual se entiende que si las ideas habitan en la mente del artista, su obra supera y mejora la naturaleza, y de ahí la pertinencia de que los románticos acuñen o exalten la expresión como metáfora de la creación. El mismo Wordsworth afirma que la poesía está en el poeta, que es un desborde de sentimientos, Shelley dirá que la poesía es expresión de la imaginación y Byron la analogará a un parto de pasión excitada. Según Abrams, en el romanticismo ingles el “objeto de la poesía” tiene básicamente dos concepciones: como una verdad particular, individual y local en Blake y Hazlitt; o como una verdad general operante, en Coleridge y Wordsworth (Abrams, p. 87), a pesar de que éste último afirme que: los objetos derivan su influencia no de lo que realmente son en sí mismos sino de aquello de que han sido dotados por las mentes de quienes intiman con esos objetos o son afectados por ellos (Abrams, p. 83). El romanticismo para Abrams ve la mente como el lugar donde se imprimen y de donde salen cosas. Así, la mente creadora en cuanto lámpara que ilumina su propio reflejo, resalta la frontera escurridiza entre la percepción y la composición, y permite afirmar que “la idea de una única vida dentro y fuera de nosotros, cancela la división

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entre lo animado y lo inanimado, entre sujeto y objeto” (Abrams, p. 102).64 Lo cual nos devuelve a la concepción macedoniana de la realidad (de lo real y lo no-real). Pero es necesario resaltar que el artista que desborda su pasión de sí, en la mayoría de los casos (en el romanticismo), se presenta como un “genio vegetal” casi inconsciente de “su” obra. Y aunque en casos como El puchero de Oro (Hoffmann), pueda leerse una parodia a esta concepción de la creación poética como algo desgarrador y a la vez extraño para el poeta, es evidente que para la mayoría de los ingleses la creación poética puede leerse como ingobernable y casi automática. Por lo cual considero que algunos románticos describen un genio poético que inspirado por la gracia logra expresar una creación que supera la regla y el método. Aunque es innegable que obras como las de Hoffmann ironizan sobre la idea de un parto poético doloroso, revitalizante y a la vez inconsciente. Lo cual no excluye que en ambos casos se exalte la creación como algo subjetivo, propio de un yo individual y único (ya sea éste iluminado por la gracia, o artífice de un trabajo consciente y constante). Mientras que para Macedonio la imposibilidad de limitar y determinar la creación y la autoría desencadenan una “cenestesia” (“percepción inubicada”) “donde” se decostruye todo subjetivismo u objetivismo al anularse la dicotomía objeto-sujeto, autor-lector. En la Belarte tanto autor como lector son más que uno, su yo nada es. El origen y la producción del texto son irreductibles a la supuesta unidad atómica del ser: Yo65.

El tema de los temas románticos... en el romanticismo y en Macedonio Por lo general, los temas del romanticismo se han propuesto bajo un lente reduccionista, y aunque mi intención no es dar una lista de éstos por completa que fuera, enunciaré aquellos que se me ofrecen como un nexo útil con la obra de Macedonio. Aunque ya hemos visto en Macedonio diversos tópicos románticos, su Belarte exige una primera diferenciación del romanticismo con respecto al objeto poético, a su creación, y a la tragedia como tema. El asunto de la composición y del objeto poético en Macedonio está estrechamente ligado con el problema de la percepción-recepción, ya que es allí donde supuestamente se concreta o constituye la obra de arte. Pero se diferencia de la concepción romántica al describir al texto como un plan perfilado para que sea el lector quien otorgue la significación. Sin embargo, aunque Macedonio se distancie de Al respecto, Abrams nos recuerda que Coleridge afirma que “todo tiene vida propia y nosotros tenemos todos la vida única”. 65 Más “adelante” se verá cómo este yo ha sido “tomificado” no sólo por Macedonio y Derrida, sino también por Nietzsche, Marx, y Freud, e incluso por Platón y San Agustín. 64

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las ideas de la gracia y la inspiración, se debe tener en cuenta que el trabajo que explicita e insinúa para el lector, tiene sus raíces en el estilo romántico. No sólo porque allí se consolide la interpelación al lector y el prólogo empiece a perfilarse como parte no marginal de la obra, sino porque al aumentar la preocupación por la recepción de la obra ya se abre un camino hacia nuestro autor. Conceptos como el de expresión se cancelan en Macedonio cuando éste postula o intenta una nueva sintaxis que dé cuenta de la no causalidad e inubicación de nuestra percepción. Y por ello es que el uso o ausencia de conectores temporales en Macedonio, al igual que la descripción de estados de ánimo, es una crítica al particular realismo (aunque no exclusivo) del Romanticismo. Sin embargo, el tema de la tragedia y la tragedia como tema deben diferenciarse. Macedonio es muy claro al exigir que no se confundan sus dos novelas, ni su Belarte con la tradición realista. Ya que para él esta última no trabaja la tragedia, aunque así lo afirme. El romanticismo ha sido calificado como el conflicto entre el Yo y lo otro, y esto representa un nexo para con Macedonio, pero el concepto de tragedia generado por cada uno difiere considerablemente. Para el romanticismo la dificultad de conciliar las tendencias vitales del hombre, y al individuo con el mundo, promueve un sentimiento trágico y tanático, provocando que en la mayoría de sus obras el desenlace más común sea la muerte,66 casi a manera de consecuencia o única salida para tal conflicto (¡como si todo personaje no muriera al finalizar la lectura! por lo que Macedonio diría: ¿Para qué darles dos muertes innecesarias?). A diferencia de esto, en Macedonio se afirma poder resolver conflictos similares, transformando el concepto de tragedia: en la metafísica macedoniana no hay imposibles, la única tragedia es el olvido, no la muerte. Pero si Macedonio niega que la romántica sea verdadera tragedia, y reprocha su tratamiento (“realista”), es necesario ver cómo el problema entre el yo y lo otro, enunciado por las filosofías románticas de la unificación se retoma y retoca en las obras de Macedonio y en su idea de tragedia. Para ello me apoyo en los postulados de D. Henrich sobre el problema de la unificación, expuestos en su libro Hegel en su contexto. Respecto al conflicto basado en la incompatibilidad entre el individuo y su entorno (lo otro, dios, sus semejantes, la naturaleza, el infinito...), éste no ha sido un tema exclusivo ni de Macedonio ni del romanticismo, pero la manera en que lo abordan ofrece semejanzas interesantes. Es evidente que tal incompatibilidad repercute en todas las relaciones humanas, pero en estos dos casos se ha privilegiado el amor, la muerte y el arte. Para el romanticismo el amor parece un imposible. Los amantes se enfrentan al mundo, a la sociedad, y a la naturaleza. Pero dadas sus limitaciones, las Téngase en cuenta que de estas generalidades escapan, entre otras, las de autores destacados anteriormente: Hoffmann y Chamisso. 66

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imposiciones sociales o las limitaciones naturales, se impide la realización del amor o la fusión de los amantes; como mínimo son oprimidos por la irreductibilidad de la muerte. Y el arte da cuenta de ello, incluso la ambigüedad del lenguaje recrea una imposibilidad comunicativa que describe un distanciamiento del individuo con su entorno. La ironía y la posibilidad de un lenguaje figurado, configuran la anunciada doble trama macedoniana, donde lo literal y lo metafórico se anuda de tal manera que revalúa la transparencia del lenguaje. El que la interpretación literal y figurada sean irreductibles, nos permite cuestionar, más que la eficacia del lenguaje, su confiabilidad. Y esto se describe tanto en el Romanticismo como en Macedonio, aunque en nuestro autor sea aun más explícito. Pero volviendo al problema de la incompatibilidad del hombre, entre su yo y lo otro (ya no solo en el “lenguaje”), es de gran importancia reconocer que la “solución” que nos da Macedonio está enraizada con el Romanticismo temprano alemán. Tanto para él como para Hölderlin el amor se convierte en un metaprincipio de unidad que promete reconciliar las oposiciones que constituyen las “tendencias vitales”. Dieter Henrich afirma que tanto en Herder como en Fichte, Schiller, Shaftesbury, y Hölderlin, es constante la concepción de un hombre escindido en sus “tendencias vitales”. (Ya aquí se insinúa un yo-no-atómico, su ser está dividido, pero a diferencia de Macedonio, en el romanticismo la conciliación de las partes es imposible). Herder nos alerta sobre la dificultad para conciliar amor y amistad; para él la entrega no puede ser en el sentido del amor, ya que el sujeto libre se enfrentaría a un abandono por amor en el que paradójicamente desaparecería el amor. Al respecto Fichte propone la “absolutez de la consciencia”, no para fusionar o unificar, pero si para abarcar toda oposición (las tendencias vitales del hombre, y su enfrentamiento con el “exterior”).67 Pero, a partir de D. Henrich, considero que son Hensteihuis, Schiller y Hölderlin los que más se acercan a la propuesta macedoniana del amor y de la conmoción consciencial (indiscernibles entre sí). Schiller en el intento por formular una mediación entre amor y mismidad, define el amor como “expandirme del sí-mismo finito, que aspira a la completa perfección” (D. Henrich, p. 15). Sin embargo, Hensteihuis se “acerca” aún más a Macedonio, al insinuar la pertinencia de eliminar los conceptos de adentro-afuera; para él la unificación no es fundirse con lo supremo (dios, la naturaleza, ¿la amada?), sino la “entrega a lo infinito fuera de nosotros”; así, ambos proponen romper las barreras frente a lo otro, como la salida para conciliar la entrega y el deseo, el amor y la mismidad. De manera similar, desde su Hyperion, Hölderlin postula que el “encontrar en sí mismo un infinito” posibilita rescatar amor y mismidad de su oposición y de su supuesta negatividad. Para él, amor y mismidad constituyen fuerzas, tendencias vitales, que implican en sí la unificación. Así, el amor unifica el “anhelo ansioso por lo infinito” y la “ilimitada disponibilidad de entrega”. Pero D. Henrich nos advierte que En oposición al sentir “absoluto” de Macedonio, la consciencia absoluta de Fichte exige distinguir el Yo, los objetos y lo incondicionado. D. Henrich, p. 27. 67

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para Hölderlin tal unificación es un proceso y no un estado, no se concluye en el tiempo, y por ello mismo no sólo “es el objetivo del amor, sino el sentido más propio de la belleza”; así la “belleza implica la tensión de lo múltiple y también de la oposición” (D. Henrich, p. 17). De esta manera estos románticos parecen coincidir al concebir al hombre como un ser escindido, que choca contra aquello que desea. Schiller define tal conflicto bajo la oposición de lo que él llama ley impositiva e inclinación de la voluntad, y afirma que sólo el amor puede reconciliar estas tendencias contradictorias.68 Y ya que para Macedonio, es precisamente el amor un “metaprincipio” para deconstruir las dicotomías e imposiciones metafísicas, éste constituye un nexo con Schiller; para quien el Amor no es algo superior a los opuestos, sino que es su reconciliación en sí misma. Incluso Schiller afirma, en “tono” macedoniano, que todo es amor lo que el amor une. Sin embargo, es interesante ver que según D. Henrich, la propuesta de Schiller no satisface a Hölderlin, quien recurre a la doctrina de la ciencia de Fichte, en busca de un origen común que garantice la unificación de los contrarios. Para Hölderlin esta conciliación se debe dar por y en el Amor. Para él, el hombre se encuentra en un mundo que brota de la oposición, y no puede ignorarlo: la belleza le recuerda y anticipa la identidad y unidad perdida (en un sentido platónico). Además, Hölderlin, al igual que Macedonio, ve en el arte y el amor una posibilidad de superar las limitaciones e imposiciones, que coartan la voluntad. Para ambos autores, la belleza y el amor, dislocan todo límite e imposibilidad. En la Belarte de Macedonio no hay muerte, y si hay olvido no fue amor; para él narrar es anular la muerte y la posibilidad máxima del amor.69 Y también para Hölderlin, cuando el amor acoge la belleza “se realiza ilimitadamente aquello que como verdad total se encuentra en la infinita lejanía” (D. Henrich, p. 19). Por ello, es que para Hölderlin el amor busca multiplicarse en busca de la “más grande posibilidad de unificación”, para unificar las tendencias “hacia lo infinito” (relación con el origen) y “hacía la entrega” (relación con aquello por lo que perdimos la unidad del ser). Sin embargo en Macedonio esta entrega es a la vez la unidad del ser: amante y amada nada son, son un sólo sentir, y no se dirigen o suplen nada porque no hay un origen.

Postura que me (nos) recuerda los postulados acerca del mundo como voluntad y el mundo como representación de Schopenhauer, tan mencionado por el “propio” Macedonio. 69 Lo cual se ve de manera clara en el Macedonio, personaje de Piglia, quien construye una maquina de narrar para mantener viva a su amada, para que siga siendo amada y eterna. 68

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Por otro lado, también es útil entablar una analogía entre Macedonio y Hegel70, ya que para éste el amor como unificación entre sujeto y objeto, no busca nada previo a él (Cf. D. Henrich, p. 29). Pero la relación con Hölderlin tiene su vigencia en que para éste, la belleza de la poesía está en que logra liberar momentáneamente cada una de las tendencias vitales; lo cual parece similar a la conmoción pretendida por Macedonio, si se tiene en cuenta que el objetivo enunciado por ambos es la integración de lo inconcebible, romper las barreras del yo (como dirían Schiller y/o Macedonio). Así, tanto en Macedonio como en estas propuestas románticas (fundamentalmente las de Schiller y Hölderlin) es necesario ir más allá (y más acá) del Yo. Sin embargo, aunque para Macedonio esta ruptura del yo jamás implica o conlleva a una metaidentidad, en ambos discursos se describe una dificultad, un temor: Macedonio nos muestra el temor del lector a entrar en la atemporalidad del texto y de los amantes por encontrar en cada instante la eternidad;71 temor similar al del romántico que se niega a abandonar su subjetividad negativa con respecto a la plenitud del espíritu (Cf. Hegel). En ambos casos se teme a lo otro por que se le considera ajeno y hasta peligroso, a pesar de que su espíritu tienda a ello: al absoluto, a la unificación, al amor. Lo que tal vez, en el caso de Macedonio, implica que si no nos atrevemos a entrar en la estancia de la novela, no seremos más que lectores románticos y celosos de nuestra identidad. En cuanto a otros tópicos románticos como el problema del “doble” creo que también es posible ver la “máscara” y el “autor-personaje” como un desdoblamiento más, que puede representar una nueva concepción de la relación entre sujeto y mundo, “entrega” y “mismidad”; que reflejaría una diferencia en el uso de “herramientas textuales” por parte de nuestro autor y de la tradición. Aunque en ambos casos, por medio de tales herramientas se promueva la vacilación entre la interpretación literal y la alegórica. Por lo cual también es válido sospechar que Macedonio hereda, de autores como Hoffmann, lo que Béguin denomina: la idea del autor como “esa mitad gesticulante de sí mismo”,72 y la ironía como generadora de indeterminación. Quedaría por ver si en Macedonio el conflicto romántico puede, o no, entenderse como una parodia o ironía al idealismo (o, tal vez, incluso a la misma ironía romántica). Y aunque no sé como contestar a ello, creo que la obra de Macedonio sí rebate, en mayor o menor medida, algunos tópicos de la poética romántica como la “gracia”, “el mundo poético”, “el genio natural” y el ideal trascendental; cancelando la relación dicotómica entre el sujeto (espíritu individual) y “lo otro” (el espíritu del Al considerar la relación entre autor-texto-lector como simbiótica, en cuanto el texto requiere del lector para llenar sus espacios de indeterminación, el autor prefigura un lector que le sirve como contenedor de sus ideas, y a su vez el lector vive una transformación al incorporar la experiencia o las ideas ajenas, esta relación textual parece compaginar con la “utopía” romántica anunciada por Hegel: conquistar la espiritualidad a partir de lo sensible. Aspecto con el que W. F. Hegel caracteriza al arte romántico. W. F. Hegel, Estética; 1985. 71 “Truco” con el que Quizagenio logra ser amado para siempre. Cf. Museo de la Novela de la Eterna. 72 A. Béguin, El alma Romántica y el sueño, p. 365. 70

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mundo). Por lo cual es posible ver que aunque Macedonio juega con conceptos de la metafísica romántica (amor, mismidad, entrega, unificación), su metafísica se distancia notablemente de ésta (o se acerca irónicamente), al cancelar sus principales oposiciones. Así, al establecer la relación de ruptura que el autor establece con la tradición (romántica y/o realista), espero validar una vía de lectura de la obra de Macedonio en la que su incompletud y su “estructura” apelativa permita tachar la concepción de su obra como “metafísica”.

Una tradición logocéntrica y metafísica Como primera medida el título de este sección podría rebautizarse como “Macedonio vs. metafísica”, pero esto engendraría dos problemas: lo que aquí expondré como “metafísica “ constituye “la historia del ser”,73 por lo cual no creo pertinente pensar la gramatología o la decostrucción como algo que anule o escape totalmente a esta historia (logofonocéntrica); y por ello mismo, aunque intente diferenciar lo que Macedonio llama metafísica de la denunciada por Derrida, tampoco pretendo situar a Macedonio por fuera de esta “historia del ser”. Derrida no sólo expone el pensamiento metafísico bajo el rótulo de ontología de la presencia, sino también bajo el de Logofonocentrismo y falo-logofonocentrismo. Y, con ello, no sólo denuncia el privilegio de la razón y la voz, sino que desenmascara la falacia teleológica y ontológica que ya Heidegger anunciaba como el Olvido del ser. De esta manera, Derrida encuentra cómo el privilegio de la voz y la razón (su posibilidad ideal, la presencia de la viva voz) se liga al privilegio de lo natural sobre lo convencional, lo interno sobre lo externo, la verdad sobre la mentira, etc. Así, la gramatología derridiana desenmascara la suplementariedad de la presencia. Presencia (de la voz, de la razón, del Yo, de Dios…) que se ha erigido como un significante trascendental e ideal, comparable con el falo psicoanalítico. La razón, el principio y el objetivo de todo es un significante trascendente que relega y jerarquiza lo “otro” como algo secundario, derivado y peligroso; pero este significante, a su vez, se encuentra diferido, desplazado, suplido, representado, ausente.

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Cf. Heidegger, Ser y tiempo, y Derrida, De la Gramatología. 44

De esta manera, este falo trascendental o signo fálico toma el nombre de sujetos o significantes como Dios, Estado, Iglesia, Verdad, Yo, Consciencia, etc., que, bajo la “forma” –totem– y la “autoridad” –tabú– del falo, desencadenan una serie de dicotomías entra las cuales parecen dominar las de presencia-ausencia, vozescritura, natural-convencional; en las cuales obviamente es privilegiado el primer término.

¿Qué es metafísica? Es necesario recordar que el mismo Derrida aclara que deconstruir no es invertir las jerarquías metafísicas, sino trabajar sobre ellas para vislumbrar sus grietas, lo cual no implica ni exige estar “fuera” de la metafísica; esto no sería mas que idealizar una meta-metafísica.74 Por ello mismo, el “procedimiento” derridiano consiste en “leer” los discursos que promulgan, prometen o defienden el Logofonocentrismo y la presencia, para mostrar que carecen de su pretendida unidad o estructura, y, que por el contrario, su misma escritura revela las grietas de una ontología de la presencia: la ideología que subvierte toda promesa y desenmascara los argumentos como tesis tautológicas. Por ello, Derrida recuerda que para Heidegger la metafísica es la historia del ser, en la cual se ha olvidado la diferencia esencial entre el ser y el ente; lo particular del pensamiento occidental, por lo menos, desde Platón hasta Hegel. Pero Derrida además nos presenta esta historia (History) –la lee en sus diversas historias (storys)como el momento (y sus sucesiones) en el que se ha privilegiado la voz y la razón, y en el que se ha denunciado la escritura en el anhelo de la presencia presente, en la añoranza de oírse-hablar y sentirse-tocar. A pesar de que los planteamientos de Aristóteles no sean analizados con profundidad en los principales textos de Derrida, es necesario recordar que de allí proviene, o hasta allí podemos rastrear, el término “metafísica”. Así, hemos titulado los catorce libros de Aristóteles, siguientes a sus estudios sobre Física. Título que además describe la intención que le atribuimos a dicha obra: Ir más allá de lo físico para “encontrar los fundamentos y principios últimos del ser y de la realidad”.75 De esta manera, la metafísica constituye el intento por determinar los diferentes modosde-ser del Ser; lo cual conserva claros nexos con el idealismo platónico, ya que se parte de un ideal al que deben acomodarse y en el que deben encajar las diferentes formas en que el ser es –y se presenta–. Por ello, la metafísica se puede entender como una ontología de la presencia, en la que lo uno (ideal) subordina a lo múltiple, bajo una “armonía ideal”, que promete fundar una ciencia para estudiar al ser en cuanto ser en sus determinadas maneras de presentarse.76 Acusación que Heidegger lanza sobre Nietzsche. Aristóteles, Metafísica, “Introducción”, p. 13. 76 Como más adelante se vera, decostruir esta ontología trascendental, en cierta medida, podrá entenderse como una hiperbolización de esta aspiración aristotélica que paradójicamente termina 74 75

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Por otro lado, Aristóteles establece su estudio bajo el concepto de nun, del presente, como esencia del tiempo. Lo que será heredado por el pensamiento occidental, e implica una concepción lineal del tiempo que privilegiará esta manera de (re)presentar el ser: (en) el presente. A pesar, de que, como lo afirma Derrida, el nun, al ser “lo que ya no es y lo que todavía no es” implica una concepción del tiempo que descansa bajo el concepto de movimiento, lo cual desencadena una serie de aporías que escapan a la pretensión del presente trabajo. Uno de los mayores aportes que hace Derrida para entender y enfrentar la metafísica es analizar su logofonocentrismo, en tanto base o fundamento de sus principales hipo-tesis, dicotomías y supuestos. Derrida se enfrenta a textos, u obras, relevantes culturalmente y es precisamente en el estudio de estas obras y autores canónigos, donde encuentra como base el privilegio de la voz y de la razón. Privilegio que sólo parece posible bajo la aspiración de la presencia pura y de una verdad trascendental. Derrida lee a Platón, Hegel, Kant, Husserl, y Saussure entre otros, y encuentra que todos sus intentos por postular una teoría ontológica, filosófica, política, semiótica o epistemológica descansan en una serie de jerarquías dicotómicas: voz-escritura, verdad-mentira, razón-locura, presencia-ausencia, naturaleza-sociedad… En las que el primer término es privilegiado y defendido sin mayor justificación. Así, el logofonocentrismo parte de la falsa igualdad entre el decir y el querer-decir, lo que implica una concepción ideal del signo y del proceso de la significación. Por lo cual, Derrida aborda textos como El curso de lingüística general de Saussure y El discurso sobre el origen de las lenguas de Rousseau, para ver cómo se ha idealizado el signo y sus funciones. Saussure hace uno de los mayores aportes al anunciar el carácter diferencial y repetible del signo, pero aun conserva la dicotomía escolástica e incluso presocrática, entre significado y significante (signa-signatum, sentido-referencia, sinn-bedeutung…). Y tal concepción es el punto clave –el quiasma seminal– de la Différance derridiana: término que erige una diferencia gráfica que al escarpar a la enunciación fonética, revela a la escritura como la diferencia misma (posibilidad y necesidad del permanente diferir del sentido) y permite a Derrida afirmar que incluso la escritura es “anterior” al habla, o más bien que la escritura involucra al habla. Que todo significado está en lugar de un significante. En los textos de Platón, Derrida lee el privilegio de la voz y del habla sobre la escritura, en los escritos de Artaud ve una denuncia del privilegio de la razón sobre el ímpetu de la locura y aprovecha estos escritos para revelar y denunciar la metafísica como el olvido de toda diferencia y el intento de totalizar y re-ligar “el-todo”; lo cual implica negar la pluralidad del ser mismo, de su existencialidad. por confundir y casi equiparar lo uno con lo múltiple: en el juego de-velatorio de ausencia y presencia la diseminación disloca la relación significado-significante, ser-aparecer. 46

Macedonio Fernández, una metafísica sin telos ni arquía. —Fueron tantos los que faltaron que si falta uno más no cabe. En fin, quiero explicarle que si no he cumplido últimamente con mi compromiso de colaboración, es porque me encuentro desde hace algún tiempo en la tarea de clasificar (o clarificar) la Realidad, o por lo menos de ordenar ciertas categorías. Macedonio Fernández. Papeles de Recienvenido.

Metafísica logocéntrica vs. metafísica macedoniana Una de las principales diferencias que salta a la vista al diferenciar la metafísica de la presencia de la Belarte macedoniana es que, en esta última, no hay imposibles. Para la metafísica macedoniana no hay contingencias ni causalidades porque no hay límites, ni leyes ni principios. La Belarte, la teoría de conmoción consciencial, la prosa a personajes y la humorística macedoniana, han sido tachadas, tanto por Macedonio Fernández como por la crítica literaria, bajo el término de metafísicas; pero es precisamente la ausencia de límites, de estructuras y la revaloración de las jerarquías tradicionales, lo que imposibilita tal rótulo y diferencia la “metafísica macedoniana” de la “metafísica logocéntrica” –ontología de la presencia–. Por un lado, la metafísica occidental y logocéntrica es la búsqueda de los primeros principios, con los que se aspira a encasillar y definir el ser y sus modos de ser (aparecer). Por el contrario, Macedonio no sólo descompone el universo en la “pluralidad de sentires inubicados”, sino que, por ello mismo, anula la dicotomía sujeto-objeto, e incluso describe el modo de ser como el ser mismo, y su no-hacer. La omisión y la ausencia se re-presentan como los in-faltables protagonistas del serhacer y del aparecer-del-ser (nunca de manera presente en el presente). Macedonio nos advierte que el olor de la naranja no está ni en la naranja ni en nosotros, simplemente está. Las relaciones ubicacionales, propias de toda geopolítica y de toda teoría del sujeto (incluso del individuo de Foucault. Cf. Sujeto y poder) desaparecen en la propuesta y obra de Macedonio: ésta es la manera en que obra su obra (su omisión violenta y denuncia el olvido del ser). El Yo como centro del universo, y como aparente protagonista de “su” obra, es un recienvenido: una promesa postergable en y para el aquí y ahora de la narración; su ser no es

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completo, determinado, concluido ni presentable; es el estigma mismo –el signo– de la re-presentación: su ausencia evoca –inscribe– el signo del signo, su diferencia. La Belarte describe la irreductibilidad del espaciamiento –al que aspira, promete e instaura la metafísica de la presencia– como la irreductibilidad del otro, de su diferencia: El olvido del ser denunciado por Heidegger se anuda a la inmovilidad de sujetos trascendentales, entre los cuales Macedonio resalta: el libro, la causalidad, la verdad, la razón, y el Yo. Así Macedonio Fernández escapa al rótulo de “metafísico”. Su Belarte niega o rechaza toda supuesta estructura, todo orden, objetivo, origen y propósito. Lejos de ser teleológica y metafísica, la Belarte y la escritura macedoniana se rehúsan a formular o de-limitar la ontología, es decir, el existente o la existencialidad (el yo y la experiencia). Macedonio respeta la diferencia; espera el sentido prometido, consciente de que no hay mesías seguro; tan sólo nos invita a su juego y nos da el papel protagónico: el lector concluirá, dará –postergará– unidad y sentido, ejecutará u omitirá su perfecto plan; dejándolo abierto, inconcluso, diferente…

La anarquía de la Belarte Inmóvil significaba que aunque un elemento de una tabla hubiera sido usado, podría ser usado de nuevo (...) La estructura, pues, era útil en este sentido. Todavía más, determinaba el comienzo y el final del proceso compositivo (...) y la presencia de la mente como factor dominante, incluso en tan extraordinaria eventualidad, no habría sido establecida. Esto sucedió gracias al lanzamiento de unas monedas a cara o cruz. Quedó claro, pues, repito, que la estructura no era necesaria. John Cage. I Cambios, “Composición como proceso”. Con lo anterior, considero válido afirmar que la Belarte (la escritura macedoniana, su obra y su nombre,) revela las contradicciones implícitas en la expresión metafísica macedoniana. Esta yuxtaposición de términos no sólo resulta contradictoria (dice y deja de decir, silencia su propia voz) sino irónica, si se acepta que macedoniano no es una categoría y, mucho menos, un concepto. Como ya he dicho, la metafísica, en tanto estudio de los diversos modos del ser, implica una búsqueda o invención de principios y leyes que “permitan” rastrear un origen del ser y formular unos modos correctos (lógicos, morales, éticos, estéticos…) y unos objetivos homogenizantes (teleológicos y teológicos, a manera de manuales de instrucciones o guías del usuario: todos unifican el ser, el hacer y el uso bajo el 48

régimen dictatorial de “lo correcto”). De esta manera, la metafísica promulga y se defiende a partir de las ideas de arquía (orden) y telos (objetivo o fin); significantes trascendentales incuestionables dentro del sistema que protegen. Mientras que en la escritura macedoniana aquello que se describe como “metafísica” contraviene todo orden y objetivo. El fin macedoniano, al igual que la conclusión de su escritura, es algo siempre postergado y postergable. El orden(es) macedoniano no es un límite, sino una posibilidad que rompe con la imposición de la muerte como condición existenciaria; revela la muerte misma como una posibilidad entre otras: amor mata muerte. Y es precisamente esto lo que permite establecer una relación entre Macedonio y Heidegger (el otro crítico que denuncia la metafísica en tanto olvido del ser). Mientras Heidegger encuentra en la muerte la última posibilidad del ser, la imposibilidad de todas sus otras posibilidades, Macedonio ve la muerte –la escribe– como algo contingente, como algo evitable, posible pero no necesario. Sin embargo, esta situación existenciaria, en ambos casos, consolida un rechazo del positivismo historicista y de la concepción lineal del tiempo. Tanto Macedonio como Heidegger proclaman la posibilidad y la elección como una manera de romper con el idealismo metafísico y sus entidades trascendentales que, al situarse por “fuera de la vida” – como toda promesa religiosa77–, regulan los sistemas socioculturales y económicos. De esta manera, considero válido adjetivar la Belarte macedoniana como anárquica: sin orden, sin principios, ni objetivos; concibiéndola tan sólo como mera posibilidad que rechaza y revalúa los estados y las jerarquías tradicionales: la lectura, el amor, la percepción, la recepción, la consciencia, la vigilia, etc. Incluso “cronológicamente”, la Belarte macedoniana mantiene cierta simpatía con los móviles anarquistas que surgieron en las primeras décadas del siglo en Argentina y el resto del mundo. Simpatía anarquista, claro está, que valida incluso el rechazo a un “des-orden instituido”. Recuerde, lector, que Macedonio también se lanzó como candidato a la presidencia proclamando que existía (ergo sum, ¿Su principal virtud?). Lo cual permite leer esta “propuesta política” a la luz de su Belarte: su existencia (política, social, física, biológica…), como todo significado, es siempre una promesa, una posibilidad recienvenida, aún no llegada ni cumplida. Y aunque resulta sugerente leer a Macedonio a la luz del anarquismo de sus “compatriotas” o “contemporáneos” como Xul Solar o Roberto Arlt, estos últimos establecen un orden, por más que sean irreverentes y paradigmáticos; aunque éstos estén basados en la delincuencia, el robo y el proxenetismo, sólo contravienen los Procedente del término “religare”: reunir, restablecer el orden perdido de lo múltiple y lo heterogéneo bajo el seno de lo único. Tanto la iglesia(s) como las constituciones “modernas” (por lo menos la colombiana) “definen” la autonomía, la libertad y la igualdad bajo supuestos que de una u otra manera describen la diferencia; su “pecado” es coartar la diferencia y proclamar el derecho a ella en pro de una identidad común. De una u otra manera, somos iguales a los ojos de dios y del estado por nuestras diferencias. Este no es más que otra cara del anhelo romántico de conciliar lo uno y lo múltiple, el yo y lo otro, el ser y la nada. 77

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órdenes establecidos; constituyen un “nuevo orden”, irreverente y paradójico, pero orden. Mientras que el anarquismo que atraviesa la Belarte macedoniana es un rechazo no dialéctico a todo régimen estructural. Lo cual, incluso, imposibilita la concepción de una totalidad y por ende el rechazo de todo orden (todo juicio universal, implica el anhelo de abarcar, y axiomatizar la totalidad, de conceptuar). ……….

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II. Escritura y texto Pregunta: Quiero decir –Pero ¿es esto música? Respuesta: ¡Ah!, después de todo le gustan los sonidos cuando están hechos de vocales y consonantes. Es usted corto de entendederas, pues nunca ha utilizado el cerebro. ¿Necesita que yo o alguien le ayude? ¿Por qué no se da cuenta como yo de que no se logra nada escribiendo, interpretando o escuchando música? De otro modo, sordo como una tapia, nunca será capaz de oír nada, ni siquiera lo que está al alcance del oído. Pregunta: Pero, en serio, si esto es música, yo podría escribir tan bien como usted. Respuesta: ¿He dicho algo que pueda hacerle pensar que considero que sea usted estúpido? John Cage. Silencio.78 Antes de abordar la problemática condensada en los “conceptos” de escritura y texto, considero pertinente recordar que, si bien el presente trabajo enfoca tal problemática en los escritos “de” Macedonio Fernández y J. Derrida, la concepción que sus obras describen acerca de esta “materialidad literaria” (escritura y texto) nos es útil para cuestionar nuestra manera de abordar los textos en general y analizar, a la vez, su “procedencia”: la cuestión del autor. Aunque Macedonio y Derrida reformulan y transforman la textualidad concebida como propiedad y producto de un autor, es necesario tener en cuenta que mi acercamiento (o por lo menos yo) “buscamos” formular ciertas particularidades de la escritura macedoniana. Sin embargo, renuncio a buscar nexos biológicos, biográficos o historicistas. Lo que llamo escritura macedoniana o de Macedonio es aquello que está en las páginas de sus libros y en sus márgenes, pero que a la vez quebranta las redes del lomo en espera del lector (el Recienvenido, el no totalmente llegado, el Prometido). Se trata de leer la escritura de Macedonio en el desbordamiento de la obra y en el ocultamiento de una vida.

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La cita presente en el epígrafe corresponde a Silencio, “Música experimental: Doctrina” p. 17. 51

No pretendo anunciar una metafísica de la escritura, de la lectura o del texto; y, por ello mismo, es necesario advertir que esta bisagra textual está engranada en un proceso lector particular que pretende enfocar las propuestas de Macedonio y Derrida, con la pretensión de escapar a dicotomías pre-hermenéuticas como sujetoobjeto, fin-medio, teoría-práctica, (entre otras), pero sin olvidar el ser particular de cada obra (del ente?). Por más que en ocasiones, refigure “conceptos” como texto, lector y escritura precedidos de artículos determinativos, éstos no constituyen “sujetos” o “significantes” trascendentales incuestionables, sino que los presento como nudos o juegos textuales, en los que trato de entablar la mayor cantidad de relaciones posibles: desencadenar la mayor cantidad de sentidos que se anudan en la bisagra textual de las obras en cuestión79. Así, antes de entrar a ver cómo cada uno de estos escritos disemina la problemática de la supuesta materialidad literaria, texto y escritura, me pregunto por su supuesta procedencia: el sujeto-autor (su sujeción a la obra y su aparente individualidad). Para esto me apoyo en uno de los ensayos publicados por Derrida en La filosofía como institución, titulado “Nietzsche: políticas del nombre propio” (ensayo en el que Derrida se pregunta por las implicaciones de la firma y la presentación de F. Nietzsche en el Ecce Homo, “texto que compromete su cuerpo y su nombre”), y en la conferencia pronunciada en el encuentro Gadamer-Derrida de abril de 1981, titulada Interpretar las firmas: Nietzsche/Heidegger80.

El texto como rúbrica y la firma como texto Who kill´d John Keats? «I», says the Quarterly, so savage and tartarly: «t’was one of my feats». Lord Byron.81 Si bien, este trabajo surge de la interacción y del calco de la Belarte macedoniana y la gramatología derridiana, aquí se entrelazan una gran cantidad de obras y escrituras que considero obsoleto enumerar, ya que se irán debelando en el momento oportuno. 80 Tomada de: WWW.Derridaencastellano. com 81 En este epigrama de Byron describe cómo crear e interpretar es morir un poco. Byron aprovecha el “rumor” de la precipitada muerte de Keats a causa de las recesiones de su poema Endimión, publicado en las revistas “Quarterly Review” y en la “Blackwood”; con lo cual se insinúa la escritura y el proceso de escribir (interpretarse y re-presentarse en la escritura) como un estado de yecto hacia la muerte; lo escrito es la muerte. Los pasos del tiempo, sus huellas, “el pasado” reflejan la muerte como posibilidad inexorable. Al respecto, Giovanni Papini, en sus Retratos, afirma: La amistad de Ligh Hunt le proporcionó la manera de publicar las primeras poesías (a Keats); el segundo volumen, que se abría con el Endimión, le procuró las malvadas lapidaciones de los críticos mandibulados de las grandes revistas. Se dijo, y, así lo creyó incluso Byron, que esos ataques le agravaron la enfermedad y apresuraron su muerte. 79

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Para Derrida la presencia de las iniciales F. N., en un escrito cuyo prólogo advierte la doble posibilidad de su autor-narrador (“yo”, quien es a la vez su padre-muerte(o), su madre-vida(viva) y su propio hijo), nos invita a sospechar e impide calificar una obra como Ecce Homo bajo el rótulo de filosófica, biológica o biográfica, y asignarle un género, un destinatario o una procedencia confiable. Derrida advierte que, tal vez, el principal, si no único, destinatario del Ecce Homo es aquel que enuncia el “yo vivo”, y que por tanto quien firma el escrito es el propio eterno retorno (¿un primer lector implícito?). Las iniciales F. N. se presentan como “un nombre falso, un pseudónimo, y su homónimo que como impostura ocultaría al otro Friedrich Nietzsche. Así, la lectura derridiana de Nietzsche me es útil al acercarme a Macedonio (a su obra), ya que su teoría de conmoción consciencial aunque pretenda la ausencia del Yo y las falsas seguridades que éste nos otorga, explicita “un” “Yo” narrador-y/oautor que, aparentemente, firma como M.F. Lo cual no sólo describe la deuda entre dos homónimos sino que también desata el juego de engranajes entre autor, narrador y lector. Tanto en Macedonio como en Ecce Homo el “yo” que nos interpela “es un prejuicio”, que evidencia el quiebre temporal de la escritura. De manera similar Ricoeur y Poulet encuentran en la narración la paradoja de enunciar un “yo” que no soy yo y un “tu lector” con el que nos identificamos pero que pronunciamos en un simulacro de distanciamiento, Derrida encuentra en el Ecce Homo esta aporía concentrada en la firma y la pre-sentación de un narrador-autor que se declara a sí mismo (y a su otro, su homónimo) como testimonio vivo de alguien muerto. Además, Derrida nos advierte que en este mismo “exergo”, el Ecce Homo, la firma de un tal F. N. se presenta como la deuda de la obra para con su homónimo. De esta manera Derrida describe algo que parece esencial para comprender la concepción macedoniana de la escritura, del texto y de la lectura: la intromisión del lector hacia el éxtasis temporal de la lectura (la eternidad del texto) y el endosamiento de la obra82 y la recienvenidez del autor en la Estancia de la novela. Es precisamente en la “figura” de esta firma nietzscheana en donde Derrida ve la confusión de tiempos que rompe con la concepción causal y lineal del tiempo, como (Giovanni Papini, Retratos, p. 86). Sin embargo, no hay que olvidar que fue “el mismo Keats” quien divergiendo de las teorizaciones de Wordsworth y Coleridge, afirmó que la característica peculiar del poeta no es estar dotado de un mensaje personal, filosófico o moral, ni de una individualidad superior o conflictiva, ni aun de una habilidad lingüística, sino de una “capacidad negativa”: disposición para olvidarse de sí mismo y sumergirse en las cosas y en las situaciones para hacerlas transmutarse en poemas. De esta manera, también podemos leer en Keats un antecedente de la omisión creadora de Macedonio, para quien el autor es un estorbo –no sólo para el lector salteado cansado de sus interrupciones, sino para la lectura misma-, recordemos que Macedonio define la lectura como pasión “despojarse del yo en el encuentro de lo otro” (¡conmoción consciencial!). También Antonio Machado (al igual que Pessoa, Borges, Percy Bysshe Shelley…) retoma el conflicto entre autor y escritura, afirmando que toda poesía es apócrifa, porque se escribe desde un yo inventado o seleccionado para cada caso. 82 Recordemos que Macedonio sede la autoría (“su” creación y su deber de crear, e incluso su “propio” nombre) al lector. 53

sucesión de acontecimientos83 y posibilidad para determinar un nexo entre el “autor” y su “propiedad”. Razón por la que en mi acometida a la escritura macedoniana me acerco a esta otra lectura de Ecce Homo. El “yo” de Ecce Homo afirma: “he mirado hacia atrás, he mirado ante mí, jamás había visto en un sólo momento tantas cosas y tan buenas”. De manera similar Heidegger ya había recalcado la “necesidad” de proyectarnos como seres históricos y temporales, para concebirnos como mera posibilidad existenciaria, pero es en Macedonio donde la renuncia a la concepción lineal y causal del tiempo se convierte en un requisito para ingresar y perdernos en la “(a)temporalidad del texto”84, invalidando o reevaluando la problemática del autor y su propiedad, ya que al postular la posibilidad del tiempo como un punto que es en sí su pasado y su porvenir la tarea autoral parece residir por completo en el lector, o más bien en la lectura. Al respecto, Macedonio señala que el hogar del lector es la estancia la Novela (el texto, no el libro), lo que permite pensar que si el lector hace al texto y sólo habita en él, el texto no permite vislumbrar su “origen” ni augurar su final: texto y lector son indeterminables, se desbordan en el “cerco” mismo de la escritura. La rúbrica del autor atestigua y ratifica (señala y re-presenta) su propia muerte. Firmar es interpretarse y desdoblarse: escribir-se para leerse; es mirar-ser-visto. La firma diferencia a los homónimos y a la vez los endeuda en el anhelo de la autoafección y el autoerotismo gráfico, propio de una “cultura” de la presencia y la propiedad. Las lecturas del Ecce Homo y las del Museo de la Novela de la Eterna revelan la imposibilidad de establecer un vínculo seguro entre el autor implícito y el autor real (incluso aquellos personajes y/o narradores que se disfrazan de autores)85. Tal relación existe pero es indeterminable, es, más bien, una deuda, un crédito que se rev(b)ela en el concilio de la doble firma; firma que pertenece a una multiplicidad de homónimos, incluso en el caso de la más explícita autobiografía86. Como el mismo 83

Como lo recuerda Ricoeur (Tiempo y narración) el problema del tiempo en los procesos narrativos es un problema viejo (tratado en extenso por Agustín, los “hermeneutas” y esbozado desde Platón). El mismo Ricoeur, apoyándose en Agustín y Heidegger, expone tres “modos” de asumir el ser tiempo del ser: la intratemporalidad, la historicidad y por último la temporalidad; éste último caracterizado por el éxtasis en el que confluyen la “presencia” de las cosas pasadas, de las presentes y de las por venir. Por otro lado, es de interés recordar la crítica que hace Derrida a Ser y Tiempo, denunciándolo como un esfuerzo frustrado por enunciar una concepción del tiempo novulgar, al advertir la imposibilidad de describir el tiempo fuera de las concepciones metafísicas (antes, todavía, aún no) y la “inutilidad” de manifestar jerarquías de ser (en) el tiempo (intratemporalidad, temporalidad e historicidad). 84 “Atemporalidad” que, por supuesto, coincide con la concepción de “temporalidad” expuesta por Ricoeur. 85 Piglia, en su Diccionario de La Novela de Macedonio Fernández, afirma que “El autor es el personaje que usa el narrador para dar pistas al lector” y al que llama “personaje por absurdo”. 86 Todo relato “entierra al muerto y confiere inmortalidad al que sobrevive, no es autobiográfico por el hecho de que el firmante cuente su vida: el retorno de su vida ya pasada en tanto que vida y 54

Derrida lo afirma, de esto se desprende la imposibilidad no sólo de situar cualquier acontecimiento, sino que tal dificultad se propaga en el intento por “identificar el comienzo de un texto, el origen de la vida o el primer movimiento de una firma”. Lo cual, coincide con el postulado “central” de la Belarte de conmoción consciencial: la pluralidad de sensaciones inubicadas: (Dos de los problemas capitales de la metafísica se plantean aquí: saber si la pluralidad de las cosas o fenómenos es producto del espacio y tiempo, o, al contrario (…) y saber si la modificación recíproca o causalidad es la creadora de la inmediación espacial y temporal o, al contrario, la inmediación lo es de la causalidad). La mediación recíproca de los fenómenos o causalidad y aun la constancia de relaciones causales entre tales y cuales fenómenos es un hecho que encontramos en el ser; lo que nuestra inteligencia (…) crea es la inmediación temporal y espacial de la “causa” y el “efecto”. (M. F. 1982, p. 79). Macedonio nos insita a dudar acerca de la posibilidad de saber o recordar (de la apercepción o reviviscencia) el primer momento de vigilia o de nuestra vida y describe la arbitrariedad de reconocer o suponer un origen o límite biográfico, biológico o físico: Así como nadie, aunque sea alguno, despiértase sin creer haber estado despierto algo antes —obsérvense ustedes y lo notarán así: es estrictamente psicológica la impresión en todos los despertares de haber estado despierto desde unos momentos antes. En estado de expectativa de un hecho cierto ocurre también lo mismo: noten ustedes que cuando se aguarda, preocupado, un llamamiento telefónico y oímos sonar la campanilla, parécenos que desde algunos segundos antes ya la estábamos oyendo—, así yo no conseguía empezar a estar presente, ni más ni menos que les ocurría a los primeros trenes, tan lentos y torpes, que hasta después de un rato no estaban en la estación a que habían llegado. (M. F. 1982, p. 15). El Universo o Realidad y yo nacimos en 1º de junio de 1874 y es sencillo añadir que ambos nacimientos ocurrieron cerca de aquí y en una ciudad de Buenos Aires. Hay un mundo para todo nacer, y el no nacer no tiene nada de personal, es meramente no haber mundo. Nacer y no hallarlo es imposible; no se ha visto a ningún yo que naciendo se encontrara sin mundo, por lo que creo que la Realidad que hay la traemos nosotros y no quedaría nada de ella si efectivamente muriéramos, como temen algunos. (M. F. 1982, p. 17). Así, la cuestión de los orígenes y de la propiedad adquiere una problemática relatividad, pero no como mero subjetivismo o surrealismo; va más allá: No toda es vigilia la de los ojos abiertos! ¿Es un sueño el despertar? ¿Qué centran las no en tanto que muerte, lo es porque esta vida se la cuenta a sí mismo (…) el yo de este relato tan sólo se constituye en el crédito del eterno retorno”. Cf. “Nietzsche y las políticas del nombre propio”. Tomado de www.derridaencastellano.com 55

márgenes? ¿Qué limita la muerte? Esta relatividad y conmoción nos impide distinguir la procedencia y la dirección de “nuestras” sensaciones, decostruyendo los conceptos de propiedad y procedencia. Tanto la Belarte de conmoción consciencial, como la decostrucción, revalúan conceptos que podríamos catalogar no sólo de metafísicos sino más específicamente como geopolíticos: sujeto, objeto, yo, amante, amada, texto, lector, autor. “Conceptos” y/o términos que en últimas descansan o se convierten en significantes trascendentales inexistentes pero castrantes: Dios, la iglesia, el Estado, el Libro, la consciencia, etc. Términos que en la propuesta macedoniana desaparecen o se trastocan para revelar sus fisuras: el texto (la novela) se abre, y tal apertura permite el ingreso de un lector que se pierde, no sólo en el éxtasis temporal, sino que, al igual que Adolfo y Adriana, no tiene la seguridad de sus acciones, ni de la propiedad de sus sensaciones; el texto no es de nadie (ni es de-nadie). Recuérdese que en Adriana Buenos Aires los amantes no saben a quién pertenece la mano sobre la cual ha caído la ceniza. No distinguen de quién es el dolor que sienten; la sensación está, a la vez, dentro y fuera; se expande rompiendo los falsos límites (¿ideológicos?) del “yo”. Así, Macedonio se re−v−bela contra la geopolítica propia de la estética realista; inmersa en la intratemporalidad y las supuestas seguridades de un psicolingüísmo claramente metafísico. Y precisamente, gracias a esta imposibilidad de situar y definir un discurso respecto a su origen o procedencia, al igual que Derrida, considero el peligro: “lo que puede haber de irrisorio, mas también de tenebroso” al declarar que tal “ha dicho esto o lo otro”87 (sea Macedonio, Nietzsche o cualquier “otro”). Y por ello, como ya lo he advertido anteriormente, cuando mencione el término autor me referiré al personaje macedoniano con tal nombre, o bien, a una −otra− estrategia textual (análoga a lo que W. Iser denomina autor implícito). De esta manera, considero que el texto es indudablemente la estancia de tal personaje −el autor−, o por lo menos de su firma. Y por ello, si bien debemos desconfiar de las firmas de un texto, no podemos ignorar su alcance y su poder: ¡Las firmas con-firman la escritura en tanto huellas de lectura! La firma es una referencia (al) referente (en la terminología de Frege) ausente e insaturable (¿Cómo llenar o determinar lo que aún no es-tá?). Cada rúbrica se desprende de la intención presente y singular de su producción, pero no permite el recorrido inverso. En el texto no sólo firma el autor. A pesar de que Macedonio insinué que el dar voz (papel) al lector –para sus huellas y su firma− es una novedad de la Belarte, su obra describe la imposibilidad del silencio del lector en cualquier lectura. La firma, como toda marca, no nos remite a un origen seguro, sino que desencadena una “serie” de Al respecto, también es útil recordar la “Historia de la Mentira”, en la que Derrida retoma tal problemática desde la dificultad de establecer la mentira fuera del acto mismo de mentir, como intención. 87

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re-envíos que diseminan la obra; la ponen en juego con otras en el injerto “intertextual” de la archi-escritura. El lector también firma y su rúbrica es doble, ilegible, irrastreable… pero también indeleble. En la obra de Macedonio el autor es, a la vez, ese personaje que nos hace personajes y nos endosa “su” tarea: escribir la novela. Ser lector “en y para” Macedonio es ser el personaje que escribe, es ser autor escrito y lector leído; es confirmar la deuda que Derrida encontró con Nietzsche, es ser fiador y acreedor en la doble trama de la lectura salteada: la que se escribe y se tacha en el juego diferido de la diferencia. Si bien el texto se puede pensar como un “espacio” para el firmante, es también el del lector, su “tiempo” y su “ser”. El “mismo” Macedonio lo señala cuando sus obras quedan a merced y cuidado del lector. Aprovecho el término “cuidado” con la intención de injertar aquí la cadena sémica aludida por Heidegger, en Ser y Tiempo, bajo el concepto de Sorge: cuidado, preocupación, situación, procurar, dar tiempo, etc. Ya que si el tiempo del texto es el tiempo del lector (aquel que éste le procura), dicho tiempo sufre un continuo espaciamiento en el que se pone de manifiesto la differánce: aplazamiento que difiere y diferencia, espaciamiento del tiempo y temporización del espacio. Y es precisamente en este dar tiempo al tiempo, en el espaciamiento de la lectura donde el texto macedoniano se endosa, se hace esperar, se distancia y se diferencia de sí mismo y de lo escrito. Así como Macedonio da al lector “su” escritura (éste debe escribir su novela-velarla), en el Ecce Homo Nietzsche pone en jaque – decostruye– y dilata la pregunta que da título a uno de sus capítulos. Cuando Nietzsche –se– pregunta “¿Por qué escribo tan buenos libros?” afirma: Una cosa soy yo, otra cosa son mis escritos (…) Tampoco para mí mismo ha llegado aún el tiempo, algunos nacen póstumamente. Macedonio no es su escritura, ésta no es-tá porque no tiene presencia en sí misma. La escritura se representa en el lector y el lector aún no ha llegado, es un Recienvenido que en su venida (o por lo menos en su anunciarse) espera y promete la llegada el sentido.

La rebelión de lo marginal (el parargón y la invaginación) El centro es el pozo… El centro es el umbral

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El centro es el duelo Derrida. La escritura y la diferencia, “Elipsis”. Como se ha ido describiendo, el diferir y el aplazamiento de la escritura y del texto, impide verlos-leerlos como conceptos cerrados. La escritura sólo se revela en un proceso de develación88 y ocultamiento, donde se imposibilita la concepción de un centro y un origen. El texto y la escritura se presentan como un continuo desbordarse y devenir de la forma en el contenido y del contenido en la forma. Juego de tachaduras y borraduras (ocultamientos y revelaciones) que posibilita el carácter insaturable e inestructurable del texto. El texto se desborda y absorbe a su otro: texto y escritura es “lo otro”. Fenómeno al que Derrida llama invaginación y que se da en lo que Macedonio denomina Belarte, humorística o prosa a personajes89. Para exponer este “proceso” de invaginación o desbordamiento de la escritura (gramatología y grafonética, que no excluye el habla), Derrrida trabaja sobre el “concepto” de pararga y ergón. Términos recurrentes en la historia de la filosofía, el primero como límite (aquello que no está ni adentro ni afuera, que no es propio ni ajeno) y, el segundo, entendido como energía desencadenada, productividad pura o resultado (¿plusvalía?). Derrida en el intento por deconstruir las dicotomías dentro-fuera y propio-ajeno, (ligados a los conceptos de centro y ergón) trabaja sobre lo que el denomina parargón. Término que se pone en juego a lo largo de este trabajo, y que nos impide dar una definición que determine su ser o proceder. Sin embargo, es necesario señalar algunas particularidades; aunque el mismo Derrida nos advierte que el parargón no es un concepto (no es algo que podamos definir o determinar como una totalidad conceptual).90 Y aunque aquí (¿Dónde? Preguntaría Macedonio, ¡pero la respuesta es suya, lector!), tampoco pretendo conceptuar el término, acercaré al lector (y con él yo: nos acercaremos) al uso que de él hace Derrida; para luego ponerlo en juego con, y en, la escritura macedoniana. Derrida retoma lo que Kant llama pararga cuando se refiere a lo accesorio, a lo secundario y aquello que, en cierta medida, se entiende como periférico. Por lo cual, Derrida aborda tal problemática analizando lo que tradicionalmente se ha tachado (peyorativamente) con tales rótulos: marcos de cuadros, los paños de las estatuas, peristilos de edificios, pies de páginas (del mismo Kant), fragmentos o términos de una novela.91 La Belarte de Macedonio es también el eterno velar a Elena bellamuerte y es la espera de Recienvenido (El aun-aún no llegado, el prometido). 89 Aquí es relevante –por ser a la vez revelable y relevable– enfatizar que si bien la novela buena está dedicada explícitamente al lector salteado, la escritura macedoniana como tal, su prosa a personajes, está dedicada al lector: personaje, autor y receptor de la Belarte macedoniana. 90 Derrida insinúa tal carencia como lo propio de todo signo. 91 Cf. La diseminación, La verité en peinture, “El oui diré en el Ulises”… 88

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Y es precisamente en esta “reevaluación” de lo marginal en lo que se “centra” la mayoría de la deconstrucción y los estudios derridianos. Pero no para invertir la jerarquía en “la cosa” (el cuadro, el libro, la voz…), privilegiando lo que se ha considerado ajeno, suplementario, derivado o marginal. Esto implicaría aún una concepción estructural y formalista. Por el contrario, Derrida nos muestra cómo en el proceso de significación, cadena ingobernable de relaciones y derivaciones, se niega la im-posición de un límite, ya que la suplementariedad es la calidad misma de la diseminación en tanto devenir inveterado de la significación. Así, al no poder encontrar un inicio (origen de las trazas y huellas de la significación) tampoco podemos encasillar un objeto o un sujeto dentro de ningún limite, por más amplio que éste sea. Es más, con tal des-estructuración (conmoción) de la percepción y de la epistemología (ontológica) nos enfrentamos a la imposibilidad de mantener la dicotomía sujeto-objeto: si todo origen es una falacia suplementaria y rem(a)plazable, ¿cómo podemos confiar en la procedencia y propiedad de lo que “sentimos”, leemos o tenemos? Macedonio abandera esta cenestesia “post-estructural”92, y no está solo en esta tarea; también Derrida nos advierte sobre la imposibilidad de reconocer nuestro estilo o de oír nuestro propio timbre (la fuente siempre es otra). Sin embargo, Macedonio va más allá: ¿cómo tener la certeza de mi muerte o de la de mi amada, si su muerte se siente como la mía, si su muerte es aplazable o engañable? Si todo límite es cuestionable ¿cómo suponer un acaecer? ¿Cómo no dudar del “propio origen”? Hasta ahora me había resistido a utilizar este término. Pero creo que en este momento, al haber anunciado la imposibilidad o dificultad de ir más allá de la metafísica, de escapar a ella en tanto historia del ser, aquí el termino postestructuralismo carece de toda intención “meta-formal”. También he evitado utilizar el termino posmoderno o posmodernidad, y aprovecho la ocasión para señalar que respecto a este término considero útil ver a Macedonio como un posmoderno, por negar la estructura de toda forma y la formalidad de toda estructura. Además, Macedonio revalúa y cuestiona la pertinencia del proyecto moderno, que a mi parecer la Belarte describiría como: antiséptica promesa de la buena presencia por medio de la extirpación quirúrgica y el alucinar de la prosa “realista”. Así, Macedonio consciente o insatisfecho del proyecto moderno encarna un doble complot: el embellecimiento (la toma de Buenos Aires para la belleza) y la higiene o el suicidio longevista (Macedonio da tiempo al enfermar hasta que se agote, concibe la enfermedad como descanso para el cuerpo y se propone un enclaustramiento progresivo –aparentemente opuesto al crecimiento potencial del personaje de El zapallo que se hizo cosmos– y similar a la espera del lector ante la promesa de la Novela). Pero, tal vez, una de las relaciones más ricas que entabla la Belarte con el “concepto” de posmodernidad, se “da” en el sentido que Lyotard advierte: el llegar demasiado antes, como cuando el artista llega antes que su obra (la presenta en ausencia, la anuncia). Este carácter de posadem, propio, a mi parecer del performance, también lo posee Macedonio. Él mismo afirma en su poema Elena bellamuerte: “mi primer conocerte fue tardío”, y esta confesión se da en el eco continuo de una escritura avant-guard (vanguardista, a la cabeza), ausente, y recienvenida: más anunciada que llegada y, a la vez, llegada demasiado antes. En ella, incluso nosotros –lectores– “llegamos” demasiado pronto: antes de que la Novela esté terminada, e incluso antes de que inicie. 92

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(…) como los que recuerdan mi nacimiento no se acuerdan del propio, he optado por no creerlo necesario y afirmado la eternidad nuestra. (M. F. 1982, p. 233). (El dato de la fecha de ésta se me ha pedido tanto y con una sonrisa tan juguetona, que tuve la ilusión de que ello significaba que era posible una fecha mejor de nacimiento mío y se me alentaba a elegirla y pedirla, que se me habría de conseguir. Por si acaso, aunque no han progresado ni declarándose estas cortesías, dejo dicho que me gustaría haber nacido en 1900). (M. F. 1982, Papeles de Recienvenido, p. 17). Y es precisamente esta duda, propia de la conmoción consciencial, la que permite caracterizar su obra como una máquina para eternizar a Elena (tal como lo hace Piglia en La cuidad ausente y en el Diccionario de la novela de Macedonio Fernández): Poema al astro de luz memorial Poema a la Memoria en lo astral (Yo todo lo voy diciendo para matar la muerte en “Ella”) (M. F. 1982, p. 143). Con rosas apartaré de tu camino la hora pálida. A muerte Daréle a morder de sus pétalos mortales un día u otro. (M. F. 1982, Adriana Buenos Aires, p. 15393). Pero la manera en que Macedonio se propone anular la mortalidad de Elena es indesligable de su complot estético y textual. Complot que se caracteriza no sólo por reconocer sus falencias –su recienvenidez e incompletud- sino que requiere y solicita la participación del lector: A quien Macedonio pretende convertir en personaje –o revelar esta cualidad como su esencia. Macedonio desmonta las seguridades del lector para convencerlo de que es leído, de que es el personaje que escribe y posibilita eternizar a la Eterna. Así, la Belarte gana para sí al lector; lo pierde en la enrevesada arquitectura de su museística y, al igual que a Elena, le da o promete un porvenir. vigilo entonces la anudación que se labra entre nuestras horas y ardientemente busco echar, sin que lo sepas, Aquí no me refiero a la versión de Adriana Buenos Aires citada en la bibliografía, sino a la incluida en la recopilación de Ayacucho. Téngase en cuenta la dificultad de citar a Macedonio dada la variedad de versiones en las respectivas ediciones, por ello mismo es que desde el inicio advertí que cuando cite con las iniciales M. F., año de edición y el número de página me refiero a la recopilación de Ayacucho y sólo aclararé la sección u obra a la pertenezca la cita cuando lo considere necesario, como en este caso. 93

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nuevo nudo, invisible y el más fuerte. Mas no puedo trabarlo cuando ya has tornado. Y siempre quedaré temiendo ese pasado tuyo que vuelve, ese presente tuyo que me quitas. (M. F. 1982, p. 341). Así, en este intento por dilatar y engañar la muerte, el lector se convierte en un aliado de Macedonio; éste no sólo debe continuar la novela sino diferir su sentido; para así preservar el higiénico invento de Macedonio: la estancia de la novela, el hogar de la recienvenidez y el refugio de Elena. Cuya “estructura” se denuncia a sí misma como un recorrido imposible, y por ello mismo eterno y eternizante. Si lo hubiera animado el deseo de favorecerme, sabe perfectamente que, por ejemplo, soy el inventor del paréntesis de un solo palito; de la solapa desmontable contra solistas (es una solapita artificial, de gran sencillez, que (sustituye parte de la solapa natural, que nace con el saco, de gusto agradable y fácil digestión). Caramba: estoy confundido con un invento higiénico que proporciona la longevidad, por nonagenaria que sea la edad del que usa el remedio por primera vez. (M. F. 1982, El “capítulo siguiente” de la autobiografía de Recienvenido. p. 9). …………. Y ya que “yo” también acepto la posibilidad irreductible de que mi escritura me traicione, acepto y advierto que por más que este trabajo quiera establecerse en el limbo o parargón respecto al pensamiento metafísico (a su origen y a su clausura), evidentemente es producto de una “historia” y un lenguaje claramente metafísicos. Por ello reconozco las falencias que ello implica. No sólo acepto que mi estilo y timbre queden ignorados por mi propio texto, sino que intento develar el desencadenamiento energético (Ergón)94 del paragón y de la margen. Ese limbo donde me intento situar para leer cómo Macedonio –se- deconstruye su Belarte con herramientas propias de la metafísica logocéntrica. Para ello, a lo largo de este trabajo, intento exponer la tachadura y el pliegue que se revela en términos que impliquen relaciones de contenido, pertenencia, procedencia, forma(lidad) y por supuesto de origen.95 El ergón al ser energía desencadenada, también debe ser entendido como una fuerza vital, y de esta manera su consistencia cinética es otro nombre de la metafísica y de la ontología de la presencia. 95 Por esta razón, este trabajo, elaborado(ante) “con” un lenguaje metafísico e inmerso en esta historia, intenta decostruir las anteriores relaciones y dicotomías, sin prometer escapar a ellas. Al igual que Macedonio y Derrida, he escogido lo “marginal” como “objeto” de estudio: Una novela o conjunto de prólogos, de un “autor” poco mencionado (a pesar de que se caracteriza por el mucho anunciarse y el mucho faltar). Pero no para centrar ningún elemento o re-estructurar la 94

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La escritura (lo que implica también la lectura, recordemos que es el lector quien termina –y empieza– la Novela, por lo menos la “de” Macedonio) sólo se da en las “márgenes” del texto; donde el suplemento ya no es “legalmente” marginable, ya que las márgenes nada centran. La pararga (lo supuestamente accesorio o lo suplementario) es aquello que jamás se deja exponer ni presentar como algo presente, y por ello mismo tampoco se debe suponer como otro-nuevo o verdadero centro. Por el contrario, este deslizamiento de las márgenes y esta transferencia del “origen” y del “centro” es lo que revela la falacia estructuralista y la suplementariedad de todo ergón (su impureza, su ilusión de pureza, su injuriosa y vana promesa de completud). De esta manera, la margen nunca está al margen. La margen “centrable”, o más bien la margen que des-alinea y des-estructura, es la posibilidad del texto y la muerte del libro; es la anarquía como “principio” de toda estructura: forma informe, des-orden que funciona en el seno (no centro) de todas las estructuras antagónicas que abanderan un sistema jerarquizado de oposiciones. Esta rebelión de la margen no sólo frustra la promesa (sin anularla) de un retorno restituible a un sujeto (referente, autor, amante…)96 sino que es el carácter más “propio” de una escritura-lectura salteada, sin orden, sin principios, ni fin: de un texto sin telos ni arquía. La Belarte carece de orden forma y centro, sus márgenes se deslizan y en ellas –en ese gesto, en su movimiento- se fragua el complot: la conmoción consciencial. En las “márgenes” de la Belarte el lector se re-presenta a sí mismo y vela el sentido del texto. Es en el limbo del sentido “donde” el lector escribe y (se) lee. Pero este espacio no es ni un adentro ni un afuera, ni siquiera un quicio; es donde está lo que no está, es la novela dentro del museo, es la estancia donde encontramos a personajes “tenidos” que no aparecen en la novela, como el Chico del largo palo: obra o el “canon”, sino para mostrar que este juego con los límites y la marginalidad sólo es posible en los silencios y las márgenes del mundo como archi-texto. 96 La ausencia de centro es aquí la ausencia de sujeto y de autor (Cf. Derrida, “La estructura y el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, La escritura y la diferencia.). Aquí, en el no lugar del architexto derridiano (en Macedonio) la deuda que anuda texto, lector y autor descentra toda estructura y nos recuerda a San Agustín en dos aspectos: el éxtasis temporal de la lectura y su concepción de dios: círculo cuya centro está en la circunferencia, paradoja que refleja los tropos de toda lectura: el devenir del texto y la recienvenidez del sentido. Por otro lado, todo sujeto (autor, lector, amada, etc.) y todo objeto (escritura, texto, mundo, museo, etc.) se anuncian en el desengaño mismo de su totalidad, de su unidad y de su presencia presente. Su atomismo, su unidad y las articulaciones de su estructura se de-velan bajo la arbitrariedad de un centro metafísico: sus fronteras nos remiten a una geopolítica que se niega a sí misma: mi boca (propiedad de Mi Yo) se describe como un espacio vació de mí, es una bahía de lo “otro”, una intervención de lo otro en mí. Fenómeno al que Derrida se refiere con el término de invaginación. Lo que no sólo recuerda la problemática romántica de la coadunación (en biología, hacer de lo otro mi propio ser), sino que evidencia la fragmentación de la consciencia enunciada por el mismo romanticismo, por Nietzsche, Marx, Freud y Schopenhauer, entre otros que se han tomado el tiempo de cuestionar el yo, la moral, y la consciencia en la escena de la voluntad y la representación. 62

Por eso mi propaganda dice: “única novela donde no se deja entrar al muchacho del largo palo”, “es la novela del muchacho tenido lejos”. (M. F. 1982, p. 203). Y es precisamente este personaje quien, gracias a su falta de presencia, “presenta” grandes similitudes con la figura del lector e incluso del autor97(¿Está este personaje en la novela? y ¿dónde está la novela?). El autor del museo afirma que prefiere retirarse de su escritura antes de que ésta termine -la deja abierta-, el lector desde afuera de las páginas se lee en ellas y el Chico del largo palo está –por lo menos nombrado, escrito, mencionado- en una novela que le cierra las puertas. Estas tres figuras son los grandes faltantes que aparecen en el Museo de la novela de la Eterna, y con su ausencia quebrantan su forma y deslizan sus márgenes. Por lo cual la Belarte puede concebirse o prometerse como una metáfora de la diseminación, como un rodeo que invagina y coaduna lo otro (la tradición, al lector, los personajes…) para diferirse a sí misma desde su reserva: La retirada de la metáfora da lugar a una generalización abismal de lo metafórico -metáfora de metáfora en los dos sentidos- que ensancha los bordes o que más bien los invagina. (D. La retirada de la metáfora).

Una novela seguida Pero el espacio de la objetividad geométrica es un objeto o un significado ideal producido en un momento de la escritura Derrida. De la Gramatología. Como se ha visto, la escritura macedoniana conforma un “architexto” siempre precedido, siempre prologado. Sus márgenes no son seguras y sus límites indeterminables. Por el contrario, la metafísica no sólo emite juicios que consideran natural al habla y convencionalmente artificiosa a la escritura, sino que limitan la escritura frente a la lectura. Esta última se considera aún más aberrada y peligrosa; si la escritura es un peligroso suplemento, la lectura será su indómita aberración, un huérfano bastardo. Tradicionalmente (Platón, Rousseau, Saussure) se ha concebido a la escritura como indomable; su padre (autor, emisor) no está presente para reprender y guiar por el buen camino de la comprensión. De esta manera, el peligro de lo escrito reside en la posibilidad de ser leído. Es la lectura la que desata y corrompe al escrito. Por ello mismo, el logofonocentrismo confía en que la “lectura correcta” (solo hay una: Característica que obviamente es la esencia de la recienvenidez de Recienvenido, del autor, del lector, del sentido, de la Belarte… 97

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interpretativa y exegética) debe ser dócil a la letra –a su Verdad–. La exégesis positivista expurga la letra no sólo en busca de la voz, sino de la idea que ésta representa. Ya Derrida describe la tradicional relación entre la estructura de la escritura y la anarquía de la lectura: En ambos casos se trata de un recorrido lineal y orientado, cuya orientación no es indiferente y reversible dentro de un medio homogéneo. En una palabra, es más cómodo leer pero no escribir por surcos. La economía visual de la lectura obedece a una ley análoga a la de la agricultura. No sucede lo mismo con la economía manual de la escritura, y ésta ha dominado en un área y en un periodo determinados de la gran época fonograficolineal. (D. 1986, De la Gramatología, p. 363). Y Macedonio se reconoce inmerso en esta “gran época”, sabe que se va a enfrentar a lectores salteados, a lectores que sólo esperan el final y a lectores que exigen una cohesión causal en los sucesos, que imponen su voz ante los “tímidos” grafemas de los personajes. Y es precisamente a ellos a quienes les escribe Macedonio; a los lectores que aún no se saben personajes. La invitación al lector salteado es explícita, a él se ha dedicado la primera novela buena. Sin embargo, este museo de escritura salteada será el texto seguido del lector salteado: La supuesta escritura lineal pretende surcar la lectura y por ello el lector salteado ignora el arado, pero ya que El museo… es texto salteado “debe” leerse seguido. Además, Macedonio parece consciente de que la escritura puede sabotear todo anhelo de estructura, incluso en escritos aceptados como rutas o surcos definidos y claramente señalizados. La escritura se sabotea a sí misma, su anhelo (o más bien el nuestro) de constituirse en una estructura cerrada se clausura en el escribir mismo (proceso que, como hemos visto, involucra la lectura). Y es aquí donde Macedonio y Derrida se encuentran para anunciar la inevitable comunión entre lectura y escritura: ¿cómo discernir una de la otra? Además, ¿cómo determinar esta imbricación? Si bien, escritura y lectura copulan (en) el texto, éste es indeterminable como lugar o como momento. Así, el epígrafe citado arriba, señala una geografía imposible: si el “objeto textual” se da en la escritura, ¿cómo hallarlo, en un mundo de huellas diferibles, donde todo se está escribiendo y re-presentando continuamente –por algo otro–? La escritura no tiene un momento determinado porque el tiempo es en sí escritura, inscripción y muerte. El texto es la escritura inscrita en sí misma, es la “causa” y “efecto” de la citabilidad98, de la repetición y del aplazamiento (aquello que Derrida llama Différance). Por lo cual considero que la Belarte no se presenta como una escritura diferente, sino que revela y denuncia a la escritura en su posibilidad de constitución del sentido, pero de un sentido jamás instaurado. Así, el texto podría entenderse como un conglomerado de

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Posibilidad y necesidad de ser citado, extraído y puesto entre comillas. 64

“citas” que nunca traen al presente aquello que intentan recoger. Metáfora que tal vez se exfolie99 al entablar-desatar la relación entre texto y museo.

El texto como ciudad y la ciudad como museo En ese sentido, dentro del orden de la escritura como en el orden de la ciudad, en tanto la reapropiación absoluta del hombre, (…) lo peor, es simultáneamente, lo mejor. Lo más lejos dentro del tiempo de la presencia perdida es lo más próximo del tiempo reencontrado de la presencia. Derrida. De la Gramatología. Siempre teniendo en cuenta el sugestivo título de la novela buena de Macedonio, me es imperdonable no ahondar en el término de museo, en tanto tiempo de escritura y espacio para leer: escritura del tiempo en un espacio reinscribible. En primer lugar, qué mejor lugar que el museo para analogar con el espaciamiento temporal en el que se da la escritura100. El término museo suele ir acompañado (seguido) de un artículo indefinido y uno o varios sustantivos. Estos sustantivos están en plural o en singular y pueden ser de cualquier género, simples o compuestos. En los casos en los que el artículo es definido, el sustantivo suele ser compuesto, colectivo o plural; no recuerdo ningún museo de una uña o museo de aquel escritorio. Sin embargo, en el caso del título de la primera novela buena “de” Macedonio, el sustantivo (que modifica directamente al “sujeto” de esta “seudo-oración”) tiene la particularidad de ser singular y estar precedido por un artículo definido. Es verdad que El museo de la paz, se presenta como un caso similar, pero La novela de la Eterna, aparentemente no refiere un Es útil retraer que el mismo Derrida postula el carácter autoafectivo y antropofágico de la metáfora: se retira (da un rodeo) para re-presentarse. Intento hablar de la metáfora, decir algo propio o literal a propósito suyo, tratarla como mi tema, pero estoy, y por ella, si puede decirse así, obligado a hablar de ella more metaphorico, a su manera. No puedo tratar de ella sin tratar con ella, sin negociar con ella el préstamo que le pido para hablar de ella. No llego a producir un tratado de la metáfora que no haya sido tratado con la metáfora, la cual de pronto parece intratable. Por eso desde hace un momento me voy trasladando de desvío en desvío, de vehículo en vehículo, sin poder frenar o detener el autobús, su automaticidad o su automovilidad. (D. La retirada de la metáfora). 100 Escritura que, por supuesto, involucra la voz. La viva voz que muere en el intento de oírsehablar y que resurge en el espacio del dictado y la escritura, donde la fuente se dilata –siempre es otra– y se refunde en la inconsciencia de su propio timbre. ¿Cómo pensar en Un timbre, Un tono o Un ritmo, por fuera del compás gráfico de la escritura? Cf. D. 1989, La escritura y la diferencia. 99

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concepto abstracto, ni un nombre común colectivo como sería el caso de “El museo del hombre”. Además La novela (de esta frase) puede entenderse como propiedad de la Eterna (nombre de algo o alguien) o como un “objeto único” que hace referencia a La Eterna (pliegue metafórico entre el sustantivo y la cualidad). Pero lo que realmente interesa aquí es que los museos que estamos acostumbrados a visitar o eludir, reflejan todo el anhelo romántico por recoger el pasado; por preservarlo y juzgarlo bajo una lógica lineal y causal del tiempo. Pero, irónicamente, son estos espacios los que nos permiten transitar por el tiempo: dándole tiempo al tiempo, emplazándolo en salas y paredes –“su” historia, la historia del tiempo y el tiempo de la historia tienen lugar en el museo–. Así, la museística rompe con los conceptos estructuralistas con los cuales señalamos sus elementos, salas y paredes. No hay nada mejor que un museo para expresar las aporías que implica una concepción lineal del tiempo y la esperanza de ubicar la procedencia y el funcionamiento de algo. El museo es el espacio donde los tiempos y espacios confluyen para resistirse a toda categoría historicista y geográfica, y a su lógica vectorial. En un museo la silla ya no es silla, su sillidad (¿la cosa de la cosa?) ha sido desplazada aunque aún amenace con la posibilidad de que alguien se siente en ella; lo cual se ha prestado para que se piense como un símbolo o un concepto ideal de silla, que paradójicamente es una silla tan particular que la rotulamos bajo una época, un estilo e incluso como propiedad de alguien (que ya no la posee). El Museo de la … en su calidad de museo101 refleja la citabilidad de todo signo: lo inabarcable de “todo” contexto102. Aunque en apariencia el museo pretenda o deba contextualizar o descontextualizar103, no hace más que denunciar calladamente esta doble imposibilidad. Un arma del siglo XIX ha sido extraída de su supuesto lugar de origen y privada de su supuesta función; lo mismo sucede con La fuente de Duchamp. La “museística” amplía continuamente el contexto (ni contextualiza, ni descontextualiza). La lógica del contexto está basada en la falacia del origen y la

Museo. (Del lat. musēum, y del gr. μουσεον). 1. m. Lugar en que se guardan colecciones de objetos artísticos, científicos o de otro tipo, y en general de valor cultural, convenientemente colocados para que sean examinados. 2. m. Institución, sin fines de lucro, abierta al público, cuya finalidad consiste en la adquisición, conservación, estudio y exposición de los objetos que mejor ilustran las actividades del hombre, o culturalmente importantes para el desarrollo de los conocimientos humanos. 3. m. Lugar donde se exhiben objetos o curiosidades que pueden atraer el interés del público, con fines turísticos. 4. m. Edificio o lugar destinado al estudio de las ciencias, letras humanas y artes liberales (Cf. Diccionario de la Real Academia de la lengua, edición digital, 2004). 102 Perdóneseme la paradoja de clausurar el valor veritativo de los juicios categóricos con uno de ellos, pero ello es una prueba más de las inconsistencias que denuncio. El mismo Macedonio describe con la lógica de la Belarte que no hay regla sin excepción, excepto que no hay regla sin excepción. 103 Tradicionalmente se afirma que un museo de historia natural contextualiza, mientras que en un museo de arte contemporáneo es más frecuente la presencia de objetos “propios” de otros espacios. 101

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propiedad, y la “museística” sólo anuncia estos conceptos en la contradicción que implica todo juicio universal y toda economía del origen y de la presencia.104 Por lo anterior, sugiero pensar esta museística como un nudo textual que no se limita a lo que comúnmente reconocemos como museo(s); sino como una ciudad105 que se absorbe y niega a sí misma en el proceso de ampliar sus márgenes. Ciudad que se pres(en)ta para las transformaciones y el embellecimiento propuesto por el Presidente y la Belarte macedoniana (para el complot). Para indagar acerca de la “urbanidad” y “ciudadanía” de la escritura macedoniana – su museística– es necesario preguntarnos por la denominada “Literatura urbana”. Estas aporías irreductibles del museo (lo que aquí llamo museística) no son exclusivas de ciertas obras o circunstancias, pero algunos ejemplos pueden ser útiles: Magritte parece ser el más locuaz (Esta no es una pipa), La fuente de Duchamp des-enmascara el nombre como un rótulo más de la museística y al suplemento como el lenguaje mismo, pero también el hecho de encontrar un objeto de madera bajo el rotulo de “cama de Bolívar” (x de tal), incluso algunas acotaciones sobre su origen y materialidad, nos ponen en una situación crítica y paradójica. ¿Cómo conciliar el hecho que la esencia de una cosa es que se caracteriza por servir para tal otra, que fue creada en tal momento por alguien y utilizada por otro, pero que de todas estas condiciones ahora sólo posee el recuerdo que nosotros le brindamos? Esto implica una apertura a una lógica paraconsistente, donde las leyes como “el tercero excluido” o “el principio de no contradicción” se desplazan para aceptar, como aceptamos siempre, que: esa es la espada de alguien que ya no la posee, que tal animal es de un lugar diferente al que está. Pero estas contradicciones tienen su raíz y su excusa en la idea de procedencia; lo problemático es que así como Wittgenstein nos señala que el significado está en el uso y es mediado por el contexto, Derrida y Macedonio nos advierten que cada vez que intentamos definir o determinar un contexto, creamos otro, lo re-enmarcamos y lo diseminamos. ¿Cómo pensar en un museo concluido? El museo expropia lo “otro”, coaduna la historia en un afán de suplantación caníbal e insaciable. 105 Ciudad. (Del lat. civĭtas, -ātis).1. f. Conjunto de edificios y calles, regidos por un ayuntamiento, cuya población densa y numerosa se dedica por lo común a actividades no agrícolas.2. f. Lo urbano, en oposición a lo rural.3. f. Ayuntamiento o cabildo de cualquier ciudad.4. f. Título de algunas poblaciones que gozaban de mayores preeminencias que las villas.5. f. Diputados o procuradores en Cortes, que representaban una ciudad en lo antiguo.~ deportiva.1. f. Conjunto urbano formado por instalaciones deportivas y otras dependencias anejas.~ dormitorio.1. f. de varios kilómetros de longitud y de poca anchura, con una sola avenida central y calles transversales que van a dar Conjunto suburbano de una gran ciudad cuya población laboral se desplaza a diario a su lugar de trabajo.~ jardín.1. f. Conjunto urbano formado por casas unifamiliares, provista cada una de jardín.~ lineal.1. f. La que ocupa una faja de terreno al campo.~ sanitaria.1. f. Conjunto urbano formado por un gran hospital y otras dependencias anejas.~ satélite.1. f. Núcleo urbano dotado de cierta autonomía funcional, pero dependiente de otro mayor y más completo, del cual se halla en relativa cercanía.~ universitaria.1. f. Conjunto de edificios situados en terreno acotado al efecto, destinados a la enseñanza superior, y más especialmente la que es propia de las universidades.□ V. gas ~. (Cf. Diccionario de la Real Academia de la lengua, edición digital, 2004). Pequeño mundo que crece como un zapallo, que se cree cosmos en el loco anhelo del orden y el progreso; pero que, como el zapallo, describe el caos que le subvierte: se explota. 104

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Rótulo común en las obras “contemporáneas” (entre Macedonio y nosotros). La literatura urbana suele ser un término común pero que, por lo general, sólo hace referencia al lugar en que se desarrolla la acción descrita en la narración, y a la psico-fisiología de sus personajes. Pero aquí intento relacionar “el orden de la escritura” con “el orden de la ciudad” desde otra perspectiva. No me pregunto si los personajes piensan, hablan o calzan como personas de ciudad.106 Sino que trato de describir aquello que entiendo por texto, a la luz de la escritura macedoniana107 entendida como el quiasma seminal de su habitabilidad: “lugar” de ser (en) el tiempo de la representación, su “forma” de prometerse y anunciarse. Así, planteo la escritura macedoniana bajo una “metáfora arquitectónica” carente de estructura, por- venir: ________________ (… la espera en la espera: el tiempo para darse un espacio, y el espacio para tomarse un momento, el anunciarse desde la ausencia, el representarse)108. La Belarte es la aldea de la recienvenidez, la estación de paso entre la ciudad y el museo. Una rúbrica orgánica que se articula en la textura de la museística y en el urbanismo del archi-texto (la lectura). De esta manera, para exponer el ser del texto (sin olvidar el ente, la diferencia, su aplazamiento temporal, su hacer-se) y describir lo particular de la escritura macedoniana recurro al potencial sémico de la bisagra ciudad-museo. Y, por ello, aprovecharé la lectura que Piglia hace de Macedonio, y que reinscribe en La ciudad ausente y en el Diccionario de la novela de Macedonio Fernández. El mismo Macedonio parece censurar el privilegio de este tipo de análisis. Además, este “cosmopolitanismo” exige otro tratamiento que escapa a mi intención (a la Mía, no necesariamente a la de este texto). 107 Aunque parezca tarde, advierto que, para mí, la particularidad de la escritura macedoniana respecto con la escritura en general o la “expuesta” en otras “páginas” es inenunciable, reside en la Différance misma, en su impresentabilidad. Por ello no es que todo escrito sea igual. Rechazo la idea que concibe la decostrucción como la excusa para afirmar que cualquier cosa puede ser cualquier cosa y que imposibilita todo juicio ya sea particular o universal. Si tuviera que reformular esta falacia, afirmaría que la decostrucción es la apertura que nos permite concebir cómo algo no está dado plenamente y que, por ello, puede ser otra cosa, tal vez cualquier cosa, pero sólo esa: ¿Cuál? Esa que aun es impresentable, indecidible. Por esta razón no busco definir lo particular de la escritura macedoniana, sino describir algunas características que no se erigen como tótems incuestionables, sino que se prometen en el transcurso de mi lectura. 108 Aún espero la metáfora, no la tengo, aunque la prometo. Por ello, así como cuando Macedonio trata la metafórica de la siesta, dejo al lector la tarea de esperar y escribir lo que yo no encontré. Respecto a las metáforas de la siesta, después de intentar varias Macedonio afirma: (Pero esto ha de ser dado en versión, es decir, en metáfora, no en definición. Quien tenga la metáfora de la siesta, la dé. Yo se la pediré al gallo insomne de la Noche de la Siesta…) (M. F. 1982, “Poema de trabajos de estudios de las estética de la siesta”, p. 149). 106

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Del Diccionario…109 debemos tener en cuenta las siguientes “definiciones”: Ciudad. En Museo. La ciudad se opone a la estancia la Novela (…) La ciudad está fuera de la novela, cuyo marco se define justamente en la línea divisoria de los espacios (…) “Todos los habitantes (de la Estancia) sentían lo soñado de encontrarse allí reunidos (…) por eso cuando andan por las calles de Buenos Aires se sienten reales y ansían volver a latir en la novela, van a la ciudad como a la Realidad, vuelven a la estancia como al sueño”. Buenos Aires. (…) Buenos Aires es la realidad, la historia, por eso es necesario el complot para restituirla a ese tiempo donde existen los sueños sin lastres ni estatuas y calles sin nombres de próceres. Una nueva fundación: la aldea de la Recienvenidez. Museo. (…) Novela equivale a museo: lugar dedicado a las musas de la Eterna. Sitio de la Inolvidable donde se vencerá el Olvido-muerte. (…) Lugar donde se presta vida, en donde es posible la Eterna, con su toda presencia en el presente y su olvido total del pasado. (…) Lugar en donde se guarda la Historia sin tiempo ni vida de increíbles personajes. Expongo las anteriores “descripciones” con el fin de advertir y diferenciar lo que llamo orden de la ciudad (urbanística que desestructura al texto) de aquello que Piglia, y, tal vez, el mismo Macedonio, señalan como ciudad o Buenos Aires. Y para ello, aprovecho la idea del Complot, como la posibilidad de toda ciudad: su acción urbanizadora. La urbanística macedoniana describe la remodelación como su “forma” misma y, por ello, también se presenta como el hogar de la recienvenidez: de quien espera llegar y sabe hacerse esperar. Pero ya que no comparto la concepción geométrica ni la dicotomía entre ciudad-aldea, ficción–realidad, como estructuras de la novela macedoniana, creo que me es más útil La ciudad ausente, ya que parece describir la escritura macedoniana en el parargón de/entre la ciudad y lo otro: en la estación (el umbral entre la estancia y la ciudad). En La ciudad ausente Piglia no sólo nos presenta a un Macedonio-personaje, sino que lo “sitúa” en una atmósfera propicia. Este relato se desarrolla en el “interior” y las cercanías de un museo, en el que se encuentra la máquina que Macedonio ha inventado para mantener viva a Elena (su eterna-amada). Aquí la acción transcurre, no sólo en el interior de un museo, sino en el “espacio” de la novela-cosmos, “lugar” de la Novela que nos remite a la Estancia. Término que, en el Diccionario de la novela de Macedonio Fernández, el mismo Piglia señala como: • Lugar de encuentro entre los lectores y el autor. • Lugar de la urdimbre del arte, de lo eterno, de la no vida. • Espacio donde los pasados desaparecen o se transforman. Resalto que el diccionario, en tanto objeto de consulta surcada, promete saciar el apetito del lector salteado, a quien Macedonio promete y estafa. 109

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Características, similares a las que adjudico a la ciudad como museo, claro está que allí lector es autor; es encuentro de un mismo recienvenido. Además, en La cuidad ausente, las márgenes de este museo se pierden y fusionan con los “limites” de la ciudad.110 Espacio en el que Macedonio (se) da tiempo y construye la máquina que hace Eterna a Elena por medio de recuerdos y reviviscencias: su pasado es su futuro. Así, en el intento por ampliar las márgenes de la re-escritura de Piglia, la escritura macedoniana se puede leer a la luz de una ciudad en pleno crecimiento, tal como lo fue el Buenos Aires de principios del siglo XX.111 Época, en la que se dio la mayor inmigración y asentamiento de extranjeros: la ciudad se constituye en el proceso de adopción y coadunación; la ciudad hace propio lo extraño. Sobre esto, Horacio Ferrer112 nos regala una historia de cómo “lo argentino” y “lo bonaerense” se ha formado a partir del “cambalache”, de cómo la consolidación de una “identidad nacional” sólo es posible bajo la mezcla de culturas: en la deuda con lo –el– otro (que somos –con lo que se es, lo que se fue o con lo que podrá ser–). De esta manera, podemos ver la escritura macedoniana no sólo como la ciudad que Es-Ausente, sino como el Buenos Aires de Ferrer: en donde el Lunfardo y el Tango, en tanto sus expresiones más propias, le son ajenas. Ferrer afirma que la arquitectura de esta ciudad parte de estructuras aptas para adoptar al recien-llegado –venido–, al emigrante. La Pampa y el conventillo se configuran como espacios de trueque y reconocimiento. Así como la Pampa es el hogar del gaucho, el conventillo es el lugar del compadrito, aquel que vive entre casitas y pensiones (tal como lo hizo Eduardo y el mismo Macedonio).113 El conventillo, según Ferrer es una especie de inquilinato en el que con-vivían tanto inmigrantes como “nativos”, y en el que tuvo origen la poesía, el dialecto popular114 y la música “tradicional argentina”: el verse, el lunfardo y el tango. Pero es necesario advertir que la ciudad, como espacio, no discrimina entre nativos y extranjeros, aquí todos son recienvenidos. Y Macedonio da cuenta de ello al permitir entender su escritura como un murmullo de conventillo, como el chisme propio de

Al referir los “límites” de la ciudad resulta útil relacionarlos con los de El Castillo de Kafka, ya que en ambos “espacios” “sobra” o es imposible la tarea de un agrimensor. 111 Ciudad ya crecida es como amor olvidado: nada es ni es Nada. 112 Ferrer, Horacio. El libro del tango: arte popular de Buenos Aires. 113 Aquí la oposición entre los espacios urbanos y los rurales, entre lo natural y lo artificial, se engloba bajo el enclave de “urbanismo y museística” (urbe=orbis), en tanto espacio(s) modificable(s) y modificante(s): la estación de la novela, donde se allega el lector, donde se pierde. Urbanizar.1. tr. Acondicionar una porción de terreno y prepararlo para su uso urbano, abriendo calles y dotándolas de luz, pavimento y demás servicios.2. tr. Hacer urbano y sociable a alguien. U. t. c. prnl. (Cf. Diccionario de la Real Academia de la lengua, edición digital, 2004). 114 Parece significativo –significable– que Borges defina el lunfardo como “lenguaje de ocultación”, propio de los ladrones y malevos. Sin embargo, lunfardo no sólo designa el código lingüístico, sino a quien lo utiliza. 110

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aquellas pensiones que tanto quería.115 Por lo anterior, me atrevo a afirmar que su novela y su escritura se “diseminan” bajo el “no-principio” del chisme y formulan una “arquitectura” similar a la del conventillo. Es innegable que la escritura (no sólo la macedoniana) se escribe y disemina como un rumor de pensión. Es indomable y fatal como los chismes de la pensión de Adriana Buenos Aires. La escritura como chisme imposibilita rastrear un principio o sospechar un final; no tiene responsable ni dueño. Nadie se atribuye su autoría (hacerlo es imposible o falso), aunque todos colaboren en su creación. El chisme es un murmullo sin origen y sus huellas (rastros) siempre remiten a algo más, a algo otro. El chisme es tan huérfano como la escritura de Platón, su padre no está presente para corregir malentendidos, su fuerza crece geométricamente y denuncia todo logofonocentrismo. Todo discurso de viva voz también es parricida: niega y asesina a su autor, desconoce su origen y siempre remite a otra fuente: difiere y disemina la significación. Mis palabras son pronunciadas por otro y “yo” pronuncio la palabras de otro: la cita no sólo denuncia el carácter ideológico de toda posición sino la fragmentación de la consciencia de quien se cree UNO a la hora de tomar partido: de dictar una orden o de acatar otra. Así como Macedonio da la voz (la pluma) al lector y no reconoce su propio timbre, en un tono similar, Derrida denuncia el anhelo del oírse/hablar absoluto como una utopía ante la imposibilidad de rastrear un origen, reconocer nuestro timbre o percibir nuestro estilo. ……….. La museística macedoniana “es” una ciudad-prótesis. Nada está presente en sí mismo, el sentido da un rodeo. Ni la obra ni su autor están presentes; la estancia de la novela (su espera y su lugar de ser) es una ciudad ausente, recienvenida, en espera; y en ella tanto el lector como la escritura son huérfanos del sentido y la dirección. La escritura se anuncia como un inquilinato de suplementos y el no-lugar (la posibilidad) de la espera y la diferencia. Por ello, lo que vale para el texto inconsciente de Freud vale para el texto en general: No hay, en general, texto presente, ni siquiera texto presente-pasado, texto pasado como habiendo sido presente. El texto no se puede pensar en la forma, originaria o modificada, de la presencia. El texto inconsciente está tejido con huellas puras, con diferencias en las que se junta el sentido y la fuerza, texto en ninguna parte presente, constituido por archivos que son ya desde siempre transcripciones. Láminas originarias. Todo empieza con la reproducción. Ya desde siempre, es decir, depósitos de un sentido que no ha estado nunca presente, cuyo presente significado es siempre reconstituido con retardo, nachträglich, a destiempo, suplementariamente, nachträglich quiere decir también suplementario. La apelación al suplemento es aquí originaria y socava lo que se reconstituye con retardo como presente. El suplemento, lo Este era uno de los motivos por los que la mamá de Borges desconfiaba de Macedonio. Además debe a-notarse que su novela mala se desarrolla en una pensión de este tipo. Lo que no implica que en su novela Buena (por estar la ciudad ausente –ésta aún no es–), no estén presentes las características de la pensión o el conventillo. 115

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que parece añadirse como lo lleno a lo lleno, es también lo que suple. “Suplir: 1. añadir lo que falta, proporcionar lo que hace falta de excedente”, dice Littré, respetando como un sonámbulo la extraña lógica de esta palabra. (D. 1989, La escritura y la diferencia, “Freud y la escena de la escritura”). La escritura se desencadena “en” el complot. El texto es la espera-promesa-espera del sentido; es el lugar y la habitación del ser (y la pensión del no-ser, diría Macedonio). Somos (en) la escritura. Nos movemos en el texto (leemos y escribimos) como por los pasajes de un conventillo. Pero estas calles y pasajes (de este museo=textual y texto=ciudad) no tienen un sentido dado, todas son una contravía. No hay nunca una presencia presente, incluso la Belarte está por llegar, es recienvenida. Macedonio propone un complot contra la confianza geográfica y textual, en el cual revela la suplementariedad de su museística y la ausencia del sentido. Macedonio afirma haber intentado cambiar las direcciones de las calles, el nombre y lugar de los parques y las estatuas, tal como disloca la supuesta estructura de sus textos. Es evidente que su Belarte ha decostruido la ciudad; la ha embellecido y eternizado para ofrecernos infinitos recorridos de lectura: le ha “dado” una textura de museo, éste es su complot. Macedonio desde la estancia de la novela decostruye la ciudad, propone un cambio de direcciones, remplaza las estatuas y la embellece con el murmullo de su ausencia. Y de manera similar, destruye el libro para erigir el texto (leerlo y escribir sin origen ni final); tarea en la que participamos, querámoslo o no: En esta oportunidad insisto en que la verdadera ejecución de mi teoría novelística sólo podría cumplirse escribiendo la novela de varias personas que se juntan para leer otra, de manera que ellas, lectores personajes, lectores de la otra novela personajes de ésta, se perfilan incesantemente como personas existentes, no “personajes”, por el contrachoque con las figuras e imágenes de la novela por ellos mismos leída. Tal trama de personajes leídos y leyentes con personajes sólo leídos, desarrollada sistemáticamente cumplirá una uniforme constante exigencia de la doctrina. Trama de doble novela. Dígolo para confesar que mi libro está muy lejos de la fórmula de la Belarte de personajes por la palabra. Queda también esto, pues, como “empresa abierta”. (M. F. 1982, p. 353, el subrayado es mío). …… Por lo anterior, creo posible describir al texto, y en especial a la escritura macedoniana, bajo la tachadura urbanística del museo y a la vez bajo la urbanidad de la museística. Es decir, bajo el carácter iterativo del signo, bajo la citabilidad y la falsificación de la firma, en el saqueo de la propiedad y la pertenencia, e incluso de la identidad. 72

Aquí la firma no es garantía de nada, más que de la muerte que anuncia todo nombre. La ciudad se cita y recoge a sí misma en su museística, en el proceso de expansión misma, describiendo la duplicidad e iterabilidad de toda marca; su pasado nunca presente. Por ello, yo citando a Derrida, siempre en el régimen de las comillas, insisto: Yo quería insistir sobre esta posibilidad; posibilidad de sacar e injertar en una cita que pertenece a la escritura de toda marca, hablada o escrita, y que constituye toda marca en escritura antes mismo y fuera de todo horizonte de comunicación semiolingüístico; en escritura, es decir, en posibilidad de funcionamiento separado, en un cierto punto, de su querer-decir “original” y de su pertenencia a un contexto saturable y obligatorio. Todo signo, lingüístico o no lingüístico, hablado o escrito (en el sentido ordinario de esta oposición), en una unidad pequeña o grande, puede ser citado, puesto entre comillas; por ello puede romper con todo contexto dado, engendrar al infinito nuevos contextos, de manera absolutamente no saturable. Esto no supone que la marca valga fuera de contexto, sino al contrario, que no hay más que contextos sin ningún anclaje absoluto. Esta citacionalidad, esta duplicación o duplicidad, esta iterabilidad de la marca no es un accidente o anomalía, es eso (normal/anormal) sin lo cual una marca ni siquiera una marca podría tener un funcionamiento llamado “normal”. ¿Qué sería de una marca que no se pudiera citar? ¿Y cuyo origen no pudiera perderse en el camino? (D. 1989, Márgenes de…, p. 363, el subrayado es mío).

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III. Lecturas y lectores -Autor: ¿Para qué diablos escribo? … -Lector: Yo busco y espero. -Autor: ¿Ser autor? -Lector: Porque me resisto a creer que “literato” es: quien deja en el mundo todo dicho y nada sabido. Autor: Lector, que a veces eres recuerdo de presencia frente a mis páginas y no tienes presencia: tu cara se acerca y espejea en mis hojas soñando ser, y no tienes presencia. Lo que me ocupa es el lector: eres mi asunto, tu ser desvanecible por momentos; lo demás es pretexto para tenerte al alcance de mi procedimiento. -Lector: Gracias. Macedonio Fernández. Museo de la novela de la Eterna. Como se ha visto a lo largo de este trabajo, en el intento por describir cada uno de los nudos temáticos que entrelazan mi lectura de Macedonio a la luz de la decostrucción, es necesario desplazar(me) (por) las diferentes ramas de este tejido textual. Así como para desarrollar el “concepto” de escritura fue necesario analizar las implicaciones que en ello tiene la figura del autor (en tanto “propietario”, “nombre propio” –autor, narrador, personaje- y firmante), ahora me es necesario referirme de nuevo a la escritura y al texto para analizar la problemática del lector y la lectura en Macedonio Fernández. De esta manera, es hora de enunciar una hipótesis de trabajo, que ya se ha descrito desde las primeras páginas: texto, escritura y lectura son nudos indiferenciables –también indecidibles- gracias a su insaturabilidad e indeterminabilidad. En tanto conjunto de signos y posibilidad del mismo, estos nudos gramatológicos conservan su arbitrariedad, su carácter diferencial y su iterabilidad; lo que impide que sean saturados o determinados. Archi-texto, archiescritura y archi-lectura116 se injertan, de-construyen y diseminan entre sí; cada Estos términos siempre anuncian, revelan, reservan y silencian, en su continuo relevo, su insaturabilidad (propia de todo signo) mediante el juego de ausencia-presencia del prefijo archi, que tacha su posibilidad de concepto. 116

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cual es la posibilidad y necesidad de los otros. En este juego textual, la marca (traza, huella, referente, fuente, moneda,…) se pierde en el camino de la repetición y la diferencia;117 la interpretación, la significación y la lectura se inscriben como pseudónimos, y las figuras del lector y del autor se configuran entre sí como estrategias textuales (posibilidad, germen y fruto de la escritura). Aunque términos como el de autor y lector implícitos (Iser) parezcan pertinentes en este trabajo, éstos se despojan de sus homónimos-opuestos (los suplantan). A pesar de que tanto el autor implícito como el lector implícito parecen requerir de sus “homónimos reales”, es necesario advertir que aquí su pertinencia no está ligada a la dicotomía real-implícito. Macedonio Fernández y Derrida diseminan una textualidad en la que es imposible rastrear huellas (signos) hasta un origen o contexto seguro o estable, por lo cual la idea(lización) de un sujeto (autor o lector) queda relegada a las categorías metafísicas (del oírse-hablar) que en este trabajo pretenden ser deconstruidas (tal como en Macedonio y Derrida). El lector ni el autor son rastreables, y una o más lecturas de una obra no determinan ni nos conducen a su “origen” (al “texto” ni al autor; sólo, tal vez, a parte de lo leído). Sin embargo, aunque la lectura misma y el lector como estrategia textual son indeterminables, aquí serán elementos cuestionados118 para leer cómo Macedonio y Derrida decostruyen la posibilidad de un lector realempírico: productor y/o propietario de una serie de interpretaciones que surgen y determinan al libro o a la obra (aquí ya no sería pertinente el término texto en su acepción derridiana). Retomando lo ya visto sobre la lucha constante de Derrida en contra de la metafísica y el logofonocentrismo, podemos afirmar que la gramatología, al mostrar las falencias de las estructuras dicotómicas de la metafísica (del estructuralismo, del formalismo, del idealismo, de la dialéctica, del marxismo…) promueve una fractura de la identidad, de la propiedad y, por ende, del sujeto y del mundo como totalidad jerarquizada.119 Mientras que Macedonio nos “sitúa” en

Diferencia: aplazamiento como temporización del espacio y espaciamiento del tiempo; aliento, darse tiempo para proyectarse espacialmente, expandirse para tomar-se un momento. 118 La lectura y los lectores serán interrogados en su “ausencia”; no será una entrevista metafísica del ser-presente y/o del ser como presencia. 119 Este fraccionamiento de la identidad y del sujeto puede verse como una radicalización de algunos planteamientos propios del psicoanálisis y del marxismo; no es gratuito que Freud, Marx y Nietzsche promuevan un cuestionamiento sobre la totalidad y la unidad del sujeto, de la consciencia y de la política. Es relevante ver cómo esta “escuela de la sospecha” decostruye en cierta medida lo que podríamos llamar sujetos trascendentales: el estado, la consciencia, la lógica, la moral… al introducir términos como los de ideología (falsa consciencia), inconscientesubconsciente, que permiten ver toda estructura y toda lógica como “ficciones completas” (Cf. Nietzsche, Fragmentos póstumos). 117

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un limbo similar al cuestionar las supuestas certezas con las que constituimos nuestra lógica de la percepción.

Posición: el problema de la procedencia y la pertenencia La teoría de conmoción consciencial “de” Macedonio promete al lector la duda del ser, enfrentándole a uno de los supuestos más arraigados del pensamiento metafísico: el atomismo del Ser y el ser de la consciencia, el Yo. La convicción de que somos parece lo más propio de nosotros: “yo soy yo, yo soy (mi nombre)”, “esto otro –lo de afuera– es mío”. Estos supuestos son recursos epistemológicos tradicionales que nos resistimos a cuestionar, por más que en ocasiones se ponga en entre dicho su sentido (Frege) o se insinúen como tautologías (Russell). Pero es precisamente a estos recursos a los que Macedonio encuentra como limitaciones y falsas certezas, que preservan lo que llamamos realidad. Cuando se me contesta que, por ejemplo, que “yo” es el cuerpo, digo que entonces tenemos imagen para la palabra yo y la palabra cuerpo queda sin imagen, error cuyo padecimiento se experimenta en la frase “mi cuerpo” ¿De quién? De Yo El cuerpo de Yo, es decir: “El cuerpo de yo es mi yo. En las solas dos palabras “mi yo” ya está el absurdo: mi significa: de yo; “mi yo” equivale a “el yo de yo”. (M. F. 1982, p. 131). Macedonio no sólo recurre a diversos ejemplos explícitos en su prosa, sino que el hecho mismo de leerlo (a él y/o a su obra) constituye en si la imposibilidad de un Yo que posee y se distancia de lo(s) otro(s). Su obra no es de él, y a la vez es más que mía y suya, y nuestra. Lector y autor confluyen –en– un quiasma seminal: la lectura es el engranage que “sincroniza” la dilación y la promesa del sentido; yo y él somos lo otro, lo aún no llegado. Esto no se debe entender como un mero popurrí de pronombres, sino como la cancelación misma de los límites del texto, de la lectura y de la escritura; es decir, de la dicotomía sujeto–objeto necesaria para “estructurar” y “delimitar” esta diferencia. El lector es el autor, y éste no está en ningún lado; o sólo está “en” el des-plazamiento siempre diferido e irrecuperable de la lectura. Así, Macedonio Fernández nos ofrece una “solución” para la frustración romántica de un yo que se enfrenta a lo otro. La conmoción de la consciencia y la omisión como otro modo en que “aparece”, se anuncia o se re-presenta el ser. Por ello, no es gratuito (nada lo es, ni la nada)120 que muchos de sus ejemplos, temas y Sin embargo, el hecho de que nada sea gratuito, no implica que las deudas sean determinables, ya se ha visto que el autor y la firma como deudas del portador del nombre propio no son más que testamentos que atestiguan a la escritura-lectura como la muerte, como una experiencia del tiempo y de la imposibilidad de recoger y retraer la historia y la tradición (el sueño de la 120

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personajes encarnen o empapelen cuadros prototípicos del romanticismo y, a la vez, decostruyan el anhelo metafísico de la presencia presente y del oírse hablar absoluto: • • • •





El no existente caballero (NEC) puede leerse como un reflejo del conflicto entre el hombre y la sociedad. La muerte como limitación es desplazada por la fuerza de la pasión, del amor y el recuerdo (revivicencia). El museo de la… se constituye o sustituye por su pre-sentación. El prólogo desplaza (a) la novela. Recienvenido no sólo es intangible, rechazado e incomprendido sino que es ajeno a sí mismo, es su alter-ego, su doble. Sin embargo, el tema o la problemática del doble o del desdoblamiento romántico no sólo lo padece y describe Recienvenido, sino también el autor quien se desdoble en la sombra que le persigue: el lector y su escritura. La cuestión de la creación y de la originalidad, parece ser un “posible tema” en el Museo de la novela de la Eterna y es una reflexión constante en el romanticismo (claro está que es necesario diferenciar la omisión y el endosamiento de la Belarte macedoniana del pasivo genio natural del romanticismo). Lo natural y lo artificial se describen bajo las alegorías de la cirugía (la extirpación y el implante), de la escritura y de la realidad.

Con lo anterior queda abierta la posibilidad de la “re-apropiación” de “formas” o “fórmulas” denominadas románticas, como una característica más de la ironía macedoniana. Ironía con la que decostruye el ya mencionado conflicto romántico entre el Yo y la naturaleza o las imposiciones sociales. La ironía macedoniana (al ser más que una cuestión de estilo, de forma o de contenido, ¡estos rótulos ya no son seguros!) también pone en entredicho otros conceptos románticos como: el genio natural quien se desborda expresando lo que siente como ajeno, en un éxtasis de lirismo y subjetividad. Esta violación del Yo recorre las diversas “categorías” o “formas” en las cuales Macedonio in-e-scribe al lector y sus “tipos”. El lector perezoso, el salteado, el lector-autor, el lector de vidrieras… son “modos” que jamás constituirán la totalidad de una lectura, no son categorías, sino que por el contrario muestran la imposibilidad de determinar al ser (de la lectura o del lector) bajo la supuesta totalidad de sus modos-de-ser-aparecer. La descripción e inscripción de los diferentes lectores-personajes describen el fracaso de todo intento por apresar el Yo (sea del lector, del autor, de la amada…, del ser). Intento característico no

hermenéutica positiva e ideal de Gadamer). 77

sólo del libro de La Metafísica de Aristóteles,121 sino también de todas las corrientes positivistas y estructuralistas de occidente.122 El lector en Macedonio está ausente, es inubicable como toda sensación. El lector es siempre un recienvenido que nunca llega, o que se espera en la llegada. Está antes que la novela, lo que lee (el texto y la escritura, a sí mismo) es un reenvió constante e infinito. De ahí, que la problemática del lector debe ceder paso a la de la lectura, siendo ésta la posibilidad diferente (diferencial, aplazada y espaciada) de la archi-escritura, y viceversa. Por lo cual, es necesario cuestionar la lectura en tanto espacio (texto) inhabitable en el tiempo de la representación: impresentable en tanto presencia presente. El texto es también recienvenido. Si el espacio y momento de la lectura es el único hogar del lector, éste es sin embargo inhabitable; es el lugar al cual se dirige la lectura sin nunca llegar: el lugar de la diseminación.123 No ocupamos un lugar dentro o fuera de la obra, tal vez, sólo nos desplazamos como márgenes ilusorias y negligentes. Así, leer puede verse como esperarse en la llegada, proyectarse, cuidar el texto: dar-nos tiempo.

Los pliegues de la lectura y el rodeo metafórico Aunque la intención de este capítulo es referir las particularidades del lector y la lectura en Macedonio, para analizar cómo se “da” esta velación –espera124– del sentido, me es necesario volver a injertar la escritura y el texto como el lugar o El mismo Aristóteles describe la metafísica como el “estudio de las primeras causas y de los principios”( Cap. I, p. 7), estudio del ser en sus modos de ser con los que Aristóteles intentó determinar el ser del ser (su materia o esencia, su forma, su eficiencia, su fin, su propósito, etc.), a partir de las causas primeras; las cuales implican y erigen las principales dicotomías metafísicas: sujeto-objeto, materia-forma, causa-consecuencia, acción-reacción, potencia-acto… (Cf. Aristóteles, Metafísica, en particular el libro primero). 122 Historia que se expande desde Euclides hasta los Principia Matemática de Russell y Whitehead, y que se ha enfrentado a las paradojas que esto implica y que han sido formuladas desde Epiménedes hasta Goedel y, por supuesto Macedonio. 123 He intentado describir la diseminación como el sustrato indecidible de la escritura y como la anarquía que subvierte toda tesis interpretativa, pero esta noción también mantiene fuertes nexos con el estado de yecto y la actitud de cuidado e interpretación (Sorge) propuesta por Heidegger; y con la “semiosis infinita” de Peirce, en la cual el interpretament final es una posición, una actitud o reacción que encamina pero no controla la semiosis. 124 Espera y cuidado que se “da” en el pliegue de la despedida (el luto del sentido) y bienvenida del no-llegado. El tiempo que se da, que se reserva en la espera misma, es como la moneda falsa, es una promesa que se traiciona en su propio rodeo. Así como Macedonio vela (saluda y despide) a su amada y al lector, leer es esperar bajo el gesto de la despedida, es un rodeo metafórico: el sentido se hace esperar, se despide con una promesa tal como El Museo de la novela… 121

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momento de la lectura. Por lo cual, retomo algunos puntos de la “hermenéutica metafísica” de Macedonio y, “luego”, me pregunto por la hermenéutica heideggeriana, en tanto huella de la gramatología derridiana; y que, por tanto, se inscribe en mi lectura de Macedonio.

a. El espacio de la lectura y el tiempo del texto Un sonido no consuma nada; sin él la vida no sobrepasaría el instante. La acción relevante es teatral (la música [separación imaginaria entre el oído y los demás sentidos] no existe), global e intencionalmente sin sentido. (...). La respuesta adecuada (levantarnos por la mañana y descubrir que nos hemos convertido en músicos) (acción, arte) puede darse con un número cualquiera (incluyendo ninguno [ninguno y número, como silencio y música, son irreales] de sonidos. El mínimo automático (ver lo anterior) es dos. John Cage. Silencio. El tiempo del texto es indesligable del tiempo de la lectura; pero, como ya lo ha señalado Ricoeur, la experiencia narrativa nos conduce a una ruptura de la concepción lineal del tiempo y nos arrastra a un éxtasis temporal, donde la percepción también se muestra contradictoria a nuestras certezas metafísicas. Ya Heidegger anunciaba que en el estado de yecto, propio del proyectarse en la lectura y la concepción pura (no vulgar) del tiempo, implica una ruptura de las fronteras entre sujeto y objeto. Sin embargo, es sugerente ver que también Macedonio, al igual que Derrida, parece ir más allá de Heidegger al anular la dicotomía entre concepción profunda y concepción vulgar del tiempo. Macedonio nos conduce a lo que podemos enunciar como la “atemporalidad del texto”, pero que está más cerca de la temporalidad Ricoeuriana, que de una negación de la historia. A pesar de las complicaciones terminológicas que implica comparar a Macedonio con Ricoeur o con Derrida, es necesario ver cómo los tres apuntan, en cierta medida, hacia una concepción no lineal del tiempo. Macedonio promueve reflexiones que nos llevan a una decostrucción de la metafísica y formula tesis similares a las del post-estructuralismo derridiano, a pesar de llamarse autor-metafísico. Bautiza como atemporal lo que para Ricoeur es la temporalidad: la conjunción de lo presente, de lo pasado y de lo porvenir; de aquello que en Belarte son silencios, relatos, ausencias, y lo que aún no ha escrito el lector.

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Por ello, es peligroso afirmar que Macedonio ignora la historia o que sea metafísico (en su acepción Derridiana), ya que, precisamente, por el intento de promover una lectura “salteada”, no lineal, debemos considerar el llamado de advertencia que nos hace para no olvidar nuestra condición temporal-histórica: la muerte como posibilidad existenciaria: estamos traídos-a-delante, arrojados, esperándonos, y es precisamente desde este no lugar donde la escritura hace mundo; hacemos historia y experimentamos la muerte en la representación misma del tiempo: en el devenir de nuestras huellas y el ocaso de la presencia: (en) el eterno retorno de la metáfora, (en) el rodeo del lenguaje, (en) el architexto. En “Tímpano”,125 Derrida nos aclara que si bien para la metafísica la metáfora es “la pérdida provisoria del sentido” porque se le considera “amenazante y extraña con respecto a la intuición”, la metáfora es a la vez cómplice de lo que amenaza. Por ello mismo es que la metafísica describe el (su) “esfuerzo impotente y onírico de dominar la ausencia reduciendo la metáfora en la paraousia absoluta del sentido” (D. 1986, De la Gramatología). Y es precisamente en la dilación del sentido y el rodeo metafórico126 en donde se da o más bien en “donde” se hace esperar la escritura macedoniana. La Belarte explicita y evidencia la diferencia del sentido, bajo la metáfora de la metáfora: Presencia que desaparece en su propio resplandor, (…) borradura del rostro del ser, éste sería el eterno retorno insistente de lo que sujeta la metafísica a la metáfora. A las metáforas. Esta palabra no se escribe más que en plural. (…) La metafórica es de entrada plural por lo que escapa a la sintaxis, y por lo que da lugar, en la filosofía también, a un texto que no se agota en la historia de su sentido (…), en la presencia, visible o invisible, de su tema (sentido y verdad del ser) Pero es también porque la metafórica no reduce la sintaxis, dispone por el contrario de desviaciones, por lo que se arrebata a sí misma, no puede ser lo que es más que borrándose, construye indefinidamente su destrucción. (D. 1989, Márgenes de la filosofía, “Tímpano”, p. 307) Leer a Macedonio (a él y a su obra, él es ella) es entablar un diálogo con la historia como archi-texto ineludible, pero indeterminable e inabarcable. La tradición se pierde o retrasa en el rodeo de la representación, no se deja traer adelante, al presente. La Historia (del ser) se disemina y fragmenta en la multitud –nunca estática– de historias, de metáforas del ser, de lo ya ido, de lo nunca presente. Por ello, considero que la escritura macedoniana se configura como un museo, sin ser éste un concepto que determine su obra (ni más faltaba).127 Texto incluido en Derrida, Márgenes de la filosofía. Rodeo que Derrida describe como la retirada de la metáfora, pero “una” retirada que no es ausencia sino más bien un eterno retorno. 125 126

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Un museo es la más clara condición de la imposibilidad de recoger la historia y, a la vez, su más valioso intento. Pero si la historia es condición e imposibilidad de un retorno seguro, el museo no es ni un rezago de la historia ni el mero fracaso por aprehenderla. La historia es un museo en sí mismo, es el lugar y el momento de entablar el diálogo, es el “hogar” de la metáfora. Pero las relaciones que se entablan allí nunca son seguras ni unidireccionales; la periodización puede entenderse como una propiedad de los museos pero también como una invención imposible (o por lo menos como una promesa inconclusa: El museo de la novela de la Eterna). Es por ello que el Museo de Macedonio (no sólo el de La novela de la Eterna, sino el “resto” de su obra) expresa lo que todo museo revela en silencio: el contexto es indeterminable y, por ello mismo, los objetos (todo signo) pueden extraerse de los palacios a los museos, tal como las palabras se citan y saltan de (con)textos a (con)textos.

Vigilia y muerte; interpretar (en) Macedonio Fernández La muerte circunda la escritura macedoniana, Belarte es a la vez velarte, su ac(s)echo en-trama una doble urdimbre: 1. Por un lado, la muerte como condición existenciaria exige al lector que se proyecte, que –se– espere y tome las riendas indomables de la lectura. 2. Y por el revés, la escritura misma cuestiona la proyección existencial en torno a la imposibilidad de evadir la muerte, al describir ésta como un “límite” ilusorio y franqueable. Tragedia y Humorística no sufren límite en el Arte ni en la vida. De Pensamiento: Haya poder contra la Muerte: El Ser no tiene ley, todo es Posible. (M. F. 1982, No toda es vigilia…, p. 101). La muerte en Macedonio Fernández es a la vez el motor de la interpretación y el presupuesto de la vigilia. Pero “aquí” la vigilia es también una alegoría de la reserva del texto y de la espera del lector: Ojos abiertos no son todo vigilia ni toda la vigilia A cosas de nuestra alma vigilia llama sueños. Pero hay de ésta también un despertar que la hace ensueño: Siempre faltará algo para determinar un signo, más una obra literaria (semema extendido en palabras de U. Eco). 127

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la crítica del yo, la Mística. Vigilia, no lo eres todo. Hay lo más despierto que tú: la mística. Y ensueños entre párpados recogidos. (M. F. 1982, No toda es vigilia… p. 100). Y es precisamente ante esta nueva concepción de la vigilia, donde se erige o devela el estado interpretativo. Si bien la modorra y la siesta reflejan la lucidez del ensueño al que nos lleva la Belarte, es el morir –la espera de la muerte– lo que caracteriza la lectura macedoniana. Por ello, resulta interesante ver cómo su escritura describe la interpretación (lectura-escritura) como el proceso de morir viviendo, de velar y descubrir: un proceso que tampoco tiene inicio ni final: Si nuestra sensibilidad, que es toda la Realidad y todo lo que somos, todo lo que hay y es, tuviera cesación, y cesación sería así nuestra supuesta inexistencia anterior al nacimiento como la supuesta inexistencia subsiguiente a la muerte, es decior, así la cesación que cesa con el nacimiento como la que empieza con la muerte, -si cesáramos un día de existir… no lo sabríamos nunca, ¿no es así? Algo que no acontece en la sensibilidad, en el sentir –que es el único modo posible de Ser, fuera de él nada hay; nunca existió algo que no fuera, todo él, un mero sentir– no acontece ni es, de algún modo. (M. F. 1982, El dato radical de la Muerte). Macedonio concibe la interpretación como el desenmascaramiento de la muerte en tanto límite y garantía de la analítica existencial (como la de Ser y tiempo): Macedonio eterniza a Elena en su escritura, así como el Macedonio personaje de la Ciudad ausente de Piglia re-vive a su amada (su ser-estado pasado) por medio de la narración. En la Belarte amor mata muerte, porque sólo olvido mata amor. Incluso el olvido al igual que la muerte parece inexperimentable: No hay posibilidad de que notemos un día que no existimos. Para hablar de la vida hay que existir y para hablar o pensar en la nada también. (M. F. 1982, El dato radical de la Muerte). Y es precisamente la concepción de la muerte y de la lectura –en tanto interpretación, hermenéutica y poiesis– otro de los puntos de contacto entre la escritura macedoniana y la crítica a la metafísica (tanto heideggeriana como derridiana). Así como Heidergger ve “en” la muerte la única posibilidad de anular toda posibilidad –la imposibilidad de toda posibilidad– y a la vez concibe la muerte como la certeza (en la) que (se) proyecta al Dasein hacia su “propio” cuidado (reconocimiento, interpretación y espera de lo otro en tanto otro y de sí mismo en tanto él mismo), Macedonio reconoce en la muerte su propia espera y llama al lector (Personaje por absurdo: “el personaje que sueña con la novela y el 82

personaje con quien la novela sueña”. Cf. M. F. 1982, p. 238) para que éste asuma su posibilidad más propia se lea inscrito en la novela y, como personaje, escriba la novela. Reacuérdese el metódico plan de Dulce-Persona y Quizagenio por perder al lector (de sí mismo), hacerlo personaje y tomar su vida de persona: --Buscaba el lugar de la novela donde pudiera haber vida; creía que fuera aquí en la ventana de “La Novela” donde se respira y vendría vida para nosotros dos. (M. F. 1982, p. 282). (…) --Lector: ¡Cómo trocaría mi pesadez terrena por tu levedad! ¿Por qué pensativa, Dulce-Persona? --Porque todo sentir es triste, tal vez. --¡Valiera mi vida para prestártela, atribulado personaje! --Pero ya es bastante que uno a otro nos pensemos. (M. F. 1982, p. 291). Así el plan de estos dos personajes refleja el propósito de Macedonio y de su Belarte: que el lector abandone su vivir y se deshaga de sus seguridades metafísicas para leer en el devenir de la lectura la espera de su propia muerte. En la Belarte el lector se lee y en esta re-presentación se fracciona su consciencia (la aparente unidad de “su yo”). --Autor: No debo decirle al lector: “éntrese a mi novela”, sino indirectamente salvarlo de la vida. Yo busco que cada lector entre y se pierda a sí mismo en mi novela; (…) El primer lector que se desterró de sí mismo y cayyó al aire delgado de mi novela (esto ocurrió en la página 14) era un estudiante de veintitrés años que (…) --Lector: ¿No soy yo? --Autor: Tal vez (…) También tú estás bienvenido. (…) --Nuevo lector: Yo espero nerviosamente mi turno de descender a páginas de la novela. ¿No lo estoy ya? --Quizagenio: ¿De veras, lector, eres quien lee, o ahora eres leído por el autor, puesto que te dirige la palabra, habla a la representación que de ti tiene y te sabe como se sabe a un personaje? --Lector: nada me intereza quíen sea; me basta este delicioso mareo que me entra en los ámbitos de la novela. (M. F. 1982, p. 297). Y aunque la concepción de la muerte entre Macedonio y Heidegger dista considerablemente, ambos describen la interpretación como la experiencia de vivir la muerte y a la vez suplantarla, esperarla; y en el caso de Macedonio, incluso dejarla plantada. Heidegger reclama una consciencia de la muerte, no sólo como presupuesto sino como certeza garantizada por la muerte del otro –esperamos y vivimos nuestra 83

muerte en el duelo ajeno–. La muerte debe hacerse presente como conscienciade-mi-muerte: el Dasein debe traer, prever o considerar su muerte como un límite inamovible, para proyectarse, elegir, interpretar. Mientras que Macedonio vive su duelo en la duda de la muerte. (…) la emoción del miedo de ya haber muerto gestionada por el método que he propuesto y defendido como única novelística artística: experimentar miedo actual de haber muerto, de estar muerto (Novelística), prueba que las afirmaciones de nuestra consciencia de estar vivos tampoco valen, como vivir en otro por el amor (Pasión (-un recíproco afán de ser uno el otro-)) prueba que la destrucción de mi-cuerpo no afecta a la eternidad consciencial individual. (M. F. 1982, el subrayado es mío). Macedonio anula la muerte de Elena y ha logrado esto en la dilación y la diferencia misma de la experiencia. Macedonio trae a sí la experiencia de la muerte en tanto muerte del otro, y esto sólo es posible en vida; o, como él lo diría, en vivires. No hay una manera de no vivir la muerte. Macedonio vive (en) la muerte, pero no sólo porque todo muera a nuestro alrededor, sino porque estamos en espera de todo, esperamos en la muerte (en la llegada). Así como todo se re-presenta en algo otro (la metáfora se retira sobre si misma) la muerte tampoco llega nunca; tal vez, sólo podemos evitar “vivir-experimentar” la muerte al morir (estado que supone la imposibilidad de toda experiencia). Aporía que también Derrida destaca como inherente a la experiencia: El Dasein tampoco puede dar testimonio de la muerte; asimismo sólo en tanto que ser vivo o moribundo –moribundo que permanece en vidaatestigua el ser para la muerte (…), el Dasein no muere o no muere propiamente en el curso de una experiencia, de un vivir, de una experiencia vivida (…) El Dasein no tiene jamás el Erleben (experiencia vivida) de su propio deceso (Ableben) ni de su propia muerte (Sterben). (D. Esperarse (en) la llegada). La analítica existencial de la muerte, la concepción de la muerte como límite, clausura –imposibilidad de toda posibilidad– se basa en: Una lógica de la presuposición [que] consiste en preocuparse por lo que hace posible ya y de antemano cualquier enunciado, cualquier determinación, cualquier tema, cualquier proyecto, cualquier objeto. (D. Esperarse (en) la llegada). Y es precisamente esto lo que describe la escritura macedoniana: la muerte no sólo anula las dicotomías objeto-sujeto, vigilia-sueño, sino que ella misma en tanto límite se vuelve indiscernible. No podemos estar seguros del inicio o el ocaso de ninguno de los estados con los que caracterizamos nuestra existencia: Vigilia no es toda la de los ojos abiertos, amor mata muerte, olvido no llega, amar ya es haber (ya) amado desde y hasta siempre, etc. Los pro-yectos descritos por Macedonio (su escritura, su encargo al lector y sus vivires de personajes) anulan 84

la muerte y todo orden metodológico y ontológico; pero a la vez, “traen” la muerte al presente –la esperan– (¿el aquí del estar-ser-ahí, adelante y proyectado del Dasein?) al revelar la fugacidad del tiempo y la impresentabilidad del presente, de lo-vivido (¿Releven-Erlebnis?) (…) la emoción del miedo de ya haber muerto gestionada por el método que he propuesto y definido como única novelística artística: experimentar miedo actual de haber muerto, de estar muerto (Novelística), prueba que las afirmaciones de nuestra consciencia de estar vivos tampoco valen, como vivir en otro por el amor (Pasión) (-un recíproco afán de ser uno el otro-), prueba que la destrucción de mi-cuerpo no afecta a eternidad de la consciencia individual. (M. F. 1982, p. 129). La Belarte y la velación –espera– de Macedonio ratifica la imposibilidad de la muerte como experiencia propia. Macedonio muere con Elena tal como su nombre muere con su firma; la identidad, la propiedad… y la individualidad se rezagan bajo el imperio de la cenestesia y la heteronimia: La muerte, en fondo, es el nombre de la simultaneidad imposible y de una simultaneidad que sabemos simultáneamente, que, sin embargo, nos esperamos juntos, al mismo tiempo, ama, como se dice en griego: al mismo tiempo, simultáneamente, nos esperamos esa anacronía y ese contratiempo; el uno y el otro no llegan nunca juntos a esa cita y el que allí espera al otro, no es el que llega allí el primero o la que acude allí la primera. Para esperar allí al otro, en esa cita, hay que llegar a ella con retraso, por el contrario, y no con adelanto. (D. Esperarse (en ) la llegada). Macedonio nos espera en la muerte, nos invita a abandonar la vida (las seguridades metafísicas), nos con-mueve a perdernos en la novela e interpretarla (leer-la – escribir-la). Para leer-hacer la escritura macedoniana es necesario abandonar la vida en tanto actuar impersonal (leer algo ya dado) para entrar en la Novela: apropiarnos de nuestras posibilidades para leer lo aún no escrito, lo ilegible: escribir lo no leído. Sólo un ser-relativamente-a-la-muerte puede pensar, desear, proyectar, incluso “vivir” la inmortalidad como tal. (D. Esperarse (en ) la llegada). De esta manera, interpretar más que morir o ser consciente de la muerte o de nuestros límites, es cuestionar todo límite; es velar. “Estado” de espera en el que se encuentra el lector: la novela no está escrita, el lector espera por y en ella, y sólo en esta espera puede engendrar la escritura, prometerse y proyectarse, relatarse. Por lo cual el lector, en su oficio, se confabula (“muere”) con Macedonio para vencer la muerte; así, lo que vale para Barthes, vale para Macedonio: En la afirmación de esos bordes, puntos extremos de la obra, se afirma también el deseo de cancelar el trazo indeleble de la muerte, la suspensión radical del tiempo de la presencia del “otro”: “todo sigue”, la muerte no ha 85

ocurrido, queda el texto que hace presentes en su cambio incesante, en l metamorfosis de sus lecturas, las facetas de la vida de ese otro, ajenas aún a la extinción. La lectura se ofrece plenamente como un acontecimiento capaz de contemplar la muerte, incorporarla en la mirada para cancelarla. (D. Las muertes de Roland Barthes, 1999, Prólogo de Raymundo Mier, p. 36).

Elenabellamuerte: escribir-esperar, leer-velar La velación, vivencia y dilación de la muerte en Macedonio se da y reserva (retiene y abstiene) como la posibilidad misma de eludir esta posibilidad. Morir no es una necesidad. La muerte es inexperimentable bajo la dicotomía yo-lo otro. Es “lo-otro” que muere “en-mí”, a-trae mi propia muerte como posibilidad, la representa en mi reflejo: La muerte del otro, esa muerte del otro en “mí”, es, en el fondo, la única muerte nombrada en el sintagma “mi muerte” (…) Es otra dimensión del esperarse como esperarse el uno al otro; uno mismo se espera (en) la muerte esperándose el uno al otro hasta la edad más avanzada en una vida que, de todos modos, habrá sido tan corta. (D. Esperarse (en) la llegada). De ahí, que amor en tanto pasión, recuerdo, proyecto e interpretación de “lo-otroen-mí” mata muerte. Amor sólo muere por olvido, por no ser, por ausencia de proyecto, de proyección del porvenir traído aquí delante. El olvido en tanto muerte de-lo-otro-en-mi (ausencia sin llamado, sin escucha) representa la propia muerte. Macedonio experimenta el aparente olvido que implica la soledad, la partida de la amada: la ausencia de ella. Pero Elena en tanto Bellamuerta es recuerdo que traiciona la muerte, se finge olvidada para re-presentarse y eternizarse en las reviviscencias de su amado. Es Macedonio quien afirma: Grave y gracioso artificio de muerte sonreída. ¡Oh cual juego de niña lograste, Elena, niña vencedora! a las alturas de Dios fingidora en hora última de mujer (M. F. 1982, Elena Bellamuerta).

La palabra se dirige a esa efigie, a ese espectro que adviene desde el acontecimiento de la muerte: “al otro en mí” (…) El trabajo de duelo es una invención de los nombres sucesivos de las muertes. Es también la invención de su trayectoria y su desembocadura (…) no es la muerte final (…) Es otra muerte: la fatiga del lenguaje. (D. 1999, Prólogo de Raymundo Mier, p. 32).

Y aunque en principio la eternidad de Elena parece mérito de Macedonio, la Belarte rompe las relaciones causales: en últimas sería el lector quien efectúa el 86

perfecto plan de Macedonio, pero ¿Quién es el lector y dónde termina su tarea? Es la espera en la espera lo que permite o promete el gracioso artificio de eludir la muerte, tal como lo recuerda el final del poema Elena Bellamuerta: Mi ser perdido en cortesía de gallardía tanta, de alma a todo amor alzada. ¡Cuándo será que a todo amor alzado servido su vivir, a su boca chocada y rota última copa pruebe otra vez, la eterna Vez del alma el mirar de quien hoy sólo el ser de Espera tiene cual sólo de Esperado tengo el ser! Así, Macedonio procura matar la muerte y eternizar a Elena. Su espera devela el porvenir de Elena. Pero en esta espera quien espera se espera, Macedonio llega tarde y se anuncia con demasiada antelación, se anuncia y en su llamado el lector se hace personaje y autor; su tarea es escribir la novela y por tanto debe esperar y diferir el sentido y la llegada de la muerte. Quien lee, escribe; y en este doble gesto difiere la muerte (no hay final concluido): Si la muerte, posibilidad más propia del Dasein, es la posibilidad de su imposibilidad, aquella se convierte en la posibilidad más impropia y más expropiante, más inautentificadora. (D. Esperarse (en) la llegada). La recienvenidez se rev-b-ela. Macedonio sabe su retardo, se ve arrojado y suplido, llega tarde. En su poema Elena Bellamuerte el autor reconoce: ¡Oh! Elena, oh niña por haber más amor ida mi primer conocerte fue tardío y como sólo de todo amor se aman quienes jugaron antes de amar (…) (El subrayado es mío). Sin embargo es necesario leer esta confesión en el marco de la Belarte y la museística. Recuérdese que la Eterna se queja o no acepta un “antes-del-amor” e incluso este “antes de amar” del último verso citado arriba no debe leerse literalmente; Elena es la niña del fingido morir128 y su juego consiste en destejer el tiempo: Criatura de porfía de amor que al tiempo destejió que llamó a sí su primer día, Tal como todo personaje que por terquedad del autor debe morir dos veces; es decir fingir su muerte antes de terminar el libro. 128

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(M. F. 1982, Elena Bellamuerta). De esta manera, tanto Elena como la Belarte se anuncian y re-presentan en su promesa (y en su escritura prometida) y decostruyen la aporía de la muerte como experiencia imposible. Juego que hace eco en Deunamor, quien hace de un instante (el feliz y fugaz instante en que su amor fue correspondido por Dulcepersona) su eternidad; tal como Macedonio trae el pasado de Elena para asegurarle y augurarle su porvenir, tal como el lector espera y vela la prometida novela (muere en ella y “se hace” personaje). La muerte en tanto metáfora de la paradoja del tiempo y consecuencia de la concepción lineal del tiempo, también para Derrida presenta inconsistencas: Hay varias maneras de pensar la posibilidad de la imposibilidad como aporía. (…) se dice, en efecto, que la aporía es la imposibilidad, la impracticabilidad, el no-pasar: aquí, el morir sería la aporía, la imposibilidad de estar muerto, tanto la de vivir o, más bien, la de “existir” la muerte de uno mismo como la de existir una vez muerto, esto es, en el lenguaje de Heidegger, la imposibilidad para el Dasein de ser lo que es, ahí donde es, hay Dasein (…). La aporía (la muerte) es que, si hay que resistir la aporía, si ésa es la ley de todas las decisiones, de todas las responsabilidades, de todos los deberes sin deber, para todos los problemas de frontera que puedan presentarse alguna vez, no se puede simplemente resistir la aporía como tal. La aporía última es la imposibilidad de la aporía como tal. (D. Esperarse (en) la llegada). Por ello considero que leer, interpretar las huellas del pasado, del tiempo, también es el acto de abrirse campo –espacio– en el tiempo: ser tiempo, ser muerte, morir y hacer historia. Interpretar es darse tiempo y dar un paso (en) al futuro (“morir un poco” ). Es velarse y descubrir(se) en la espera de la “propia” muerte (la del otro en mí, mi luto) y la dilación del sentido. A veces, a tu lado, se entrecierran tus ojos y me olvidan. Olvidado y cerca de tí soy como quien quedó en la noche a la cabecera de un amor que se ha dormido. Pero no duermes, partes; amas siempre, pero no a mí. Vigilo entonces

La claridad de la muerte se proyecta en la palabra, la marca con su persistencia en la memoria, con su degradación paulatina, con lo punzante de su reaparición. (…) Sobre-vivir, “escribir-sobre-vivir” (…) La sobrevivencia es la vida más allá del advenimiento de la muerte, invadida por la muerte. Y la escritura se inscribe siempre en esta periferia (…) ¿Quién, qué es lo que sobrevive a todas las muertes? ¿El nombre propio de quien muere (¿Eterna, 88

la anulación que se labra entre nuestras horas y ardientemente busco echar, sin que lo sepas, nuevo nudo, invisible y el más fuerte. Mas no puedo trabarlo cuando ya has tornado. Y siempre quedaré temiendo ese pasado tuyo que vuelve, ese presente tuyo que me quitas. (M. F. 1982, pp. 340, 341).

Bellamuerta …?) es más que una realidad vacía, un filo que separa al sobreviviente de la vida? La vida del sobreviviente es la suya, pero otra: una vida ajena a la vida, separada de ella; es más un tiempo parásito, suplementario, una mera espera más allá de ese instante en que se contempló a la muerte (…) (D. 1999, Prólogo de Raymundo Mier, p. 32).

De esta manera, en la lectura como en la Belarte y en la pasión macedoniana la memoria y la consciencia se diluyen en un simulacro retórico (pero no sólo verbal) que entrelaza la auto-afección y el desdoblamiento. En Macedonio el-recuerdo (es) el-por-venir: la posibilidad de la Belarte y la evasión de la muerte. Pero este recuerdo carece de las fronteras geometrizantes y geopolíticas de la consciencia individual: el Yo. Por lo cual me resulta sugerente re-tomar las palabras de Piglia acerca de la lectura en Borges. Palabras que recuerdan a Macedonio y sus recuerdos: No hay memoria propia ni recuerdo verdadero todo pasado es incierto y es impersonal (…) Recordar con una memoria extraña es una variante del tema del doble pero es también una metáfora perfecta de la experiencia literaria. La lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos. Las escenas de los libros leídos vuelven como recuerdos privados. (…) Podemos imaginar a alguien que en el futuro (…) comienza imprevistamente a ser visitado por los recuerdos de un escoro escrito (…) Entonces ve la imagen de un patio de mosaicos y aljibe (…); ve la figura frágil de Macedonio Fernández en la penumbra de un cuarto vació; ve un blanco y negro naipe clavado con una navaja (…) (R. Piglia, “La memoria”).129

Ricardo Piglia, “La memoria”. Este ensayo, tomado de la Revista El Malpensante, Número 55, aborda la concepción de la lectura en Borges a partir de sus últimos cuentos, pero como en toda interpretación quien lee es más que uno, las experiencias se cuelan reviviendo recuerdos ajenos. Aquí me es imposible abstenerme de apropiarme y ofrecer ese recuerdo común (e impersonal) de un Macedonio que vive los recuerdos de su amada, que recuerda para dar vida, que anuncia elrecuerdo (como) por-venir. En cuanto al tema del doble recuérdese o retómese lo mencionado en el Cáp. II del “presente” trabajo. 129

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Y si bien lo anterior describe de manera casi perfecta la Belarte macedoniana y el plan postergado del Presidente por eternizar a la Eterna, también alude a la exigencia implícita del Museo de la… para que su perfecto plan se lleve a la practica. La conmoción consciencial sólo es posible bajo la expectativa de un lector que al brindar sus recuerdos, poner su consciencia a disposición de la novela, disloca los límites entre lo propio y lo ajeno; un lector que fractura su consciencia, que se sueña Macedonio y re-vive a Elena. Pero esta fantasía macedoniana (la conmoción consciencial) puede verse como un requisito de la lectura; y aquí no me refiero exclusivamente a la propuesta por macedonio, o más bien hago énfasis en la simetría que existe entre la interpretación macedoniana y las propuestas teóricas de la hermenéutica heidegeriana y la gramatología derridiana. La lectura “en” Macedonio es posible; nótese que Piglia espera el sentido de la Belarte en su propia escritura, dilata su sentido en obras como La Ciudad Ausente, El diccionario de la novela de Macedonio Fernández y ensayos como el arriba citado donde enuncia la posibilidad de conmoción como requisito para ingresar a la a-temporalidad de la novela: el texto se prologa y la promesa queda abierta. (…) Tal vez en el porvenir alguien, una mujer que aún no ha nacido, sueñe que recibe la memoria de Borges como Borges soñó que recibía la memoria de Shakespeare. ((R. Piglia, “La memoria”).

La recienvenidez de Recienvenido, el porvenir del lector. El valor “pre”, “estar ante”, estaba ya ciertamente presente en “presente”. Derrida. Envío. A pesar de ya haber insinuado la recienvenidez como característica del texto y del lector y como fundamento de la suplementariedad de todo signo, considero necesario re-tratar algunas estrategias o poses de Recienvenido con el fin de aclarar lo que llamo recienvenidez. En primer lugar, es necesario destacar que sus aventuras –su no hacer, la omisión por acto– son narrados en primera persona (por lo menos aparentemente, si se tiene en cuenta la heterogeneidad del yo, su falta de unidad y de presencia); pero a la vez sus papeles constituyen “su” autobiografía escrita por “otro”. Recienvenido no tiene presencia pero tiene voz y eco; sus promesas resuenan en figuras como el narrador, el autor, el lector y el editor de sus papeles. Y es precisamente este eco el que refleja el endosamiento de la escritura y la 90

heterogeneidad de su procedencia. La voz de Recienvenido es un eco que augura su futuro (promete su pasado y adivina su porvenir), se representa a sí misma porque nadie puede dar constancia de lo que aún no es, de quien no ha llegado; de ahí que sus papeles constituyan “su” “autobiografía hecha por otro”. Los papeles de Recienvenido son su propio oráculo. El sentido de su escrito aún no está presente. El ser-no-hacer de Recienvenido está cifrado en una escritura por-llegar; y por ello mismo este personaje nos sirve de metáfora para aludir al lector. El yo que lee, se lee. Se re-presenta a sí mismo: muere, se-muere. Tanto el lector como Recienvenido no son sólo incumplidos que están retrasados; son enviados de lo –el– otro y de sí mismos. El lector, en Macedonio, está en representación del autor y de sí mismo: aún no ha llegado y ya se refleja en el texto. El lector, falto de presencia (su objetivo y razón de ser –la novela- aún no está), acude en ausencia: en la lectura anuncia su propia ausencia y experimenta su propia representación, es lo-otro y su-otro: El primer lector que se desterró a sí mismo y cayó al aire delgado de mi novela era un estudiante de veintitrés años (…) - Lector: ¿No soy yo? - Autor: Tal vez. Siento pasos leves y una traviesa sombra en esta página. También tu estás, Bienvenido. (…) - Nuevo lector: Yo espero nerviosamente mi turno de descender a páginas de novela. ¿No lo estoy ya? - Quizagenio: ¿De veras, lector, eres quien lee, o ahora eres leído por el autor, puesto que te dirige la palabra, habla a la representación que de ti tiene y te sabe como se sabe a un personaje? - Lector: nada me interesa quien sea; me basta este delicioso mareo que me entra en los ámbitos sutiles de la novela. (M. F. 1982, Museo de la…, p. 297). Pero esta representación no se limita a un reflejo o a una identificación a partir de un “nombre común”, lector. A pesar de que en la Belarte la increpación al lector (estrategia de conmoción consciencial) implica una tipificación –no totalitarista– de las cualidades interpretativas y de algunos aspectos o modos de ser-leer, lo fundamental es que no hay texto sin lector, ni un único lector. Por lo cual no hay ni habrá una sola lectura ni una sola novela. Toda escritura exige, espera, necesita y posibilita ser leída. Ningún signo tiene un sentido o significado dado (ya ahí), siempre espera al prometido lector, quien nunca llega por completo, porque el sentido jamás queda instaurado o instituido. El sentido se releva y en este rodeo el lector también se retira –en tanto metáfora de sí mismo-. …………………. 91

b. El intérprete y lo interpretable, en el camino de la diferencia La diferencia es un estado inestable y el instante del lenguaje en que algo que debe poderse expresar no puede serlo todavía. Lyotard. La Diferencia. En el intento por abordar la lectura como el tiempo del texto, considero útil revaluar la hermenéutica, en tanto huella de la estética de la lectura y de la recepción. Para ello parto de los postulados de Heiddeger expuestos en Ser y tiempo y sus conferencias “La cosa” y “El origen de la obra de arte”. Mi elección se funda en que considero que estos textos perfilan conjuntamente una “teoría de la recepción”, una crítica a la metafísica y un llamado ante el olvido de la diferencia. Si nos movemos en un mundo (ser –en– el tiempo), en el cual los signos representan algo otro y prometen una presencia –del significante– siempre aplazada, es necesario preguntarnos: ¿Qué no es signo? ¿Qué no representa, suple y difiere a su otro? ¿Qué no es lenguaje? Al aceptar el mundo (el ser – tiempo– del tiempo) como un tejido de signos sin un sentido dado, el ser del ser humano se anuncia como intérprete. Pero si bien, ya desde Heidegger se postula este proyectarse como la actitud interpretativa propia del hombre, aquí pretendo vislumbrar algunas implicaciones de tal concepción; a saber: la clausura de la concepción lineal y causal del tiempo, la imposibilidad de un origen hermenéutico o de una teleología positivista y, por ende, el continuo diferir de la significación. Sin embargo, antes de postular las características del des-a-emplazamiento del significado –o pérdida del sentido– abordaré algunas particularidades de la propuesta heideggeriana, que se insinúan como brechas hacia la clausura de la metafísica: que se diseminan en el devenir inveterado de la huella (–en– el tiempo de la re-presentación).

El ser humano como intérprete

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Ser lenguaje, es el signo de la historia: es el diálogo de la historia en el tiempo de la historia; es sus historias mismas (stories). Tiempo en el que el lenguaje se representa como precioso bien o, como diría Rousseau, peligroso suplemento. Así, el “ser” humano se formula –a sí mismo y a lo otro– en y por el lenguaje. Éste constituye el “fundamento” de “nuestro” ser. Pero si somos diálogo, esto implica que no somos –estamos– solos; el lenguaje nos ha sido dado para expresar y nombrar, para hacer mundo e historia. Y aunque lo anterior corresponde a la posición del “segundo” Heidegger, esto no contradice los postulados de Ser y Tiempo. La Ereignis, en tanto proceso de apropiación-expropiación, ya implica la radical temporalización del Dasein; o como diría Derrida, es la diferenciación misma de la diferencia: espaciamiento del tiempo y temporización del espacio en el aplazamiento de la significación. Significación en la que todo significado puede estar en lugar de un significante, desplazando el sentido –refundiéndolo– e imposibilitando todo juicio universal o determinante. Nos movemos –somos– en este continuo devenir de la significación; y, por ello, Heidegger insinúa nuestro pro-yecto como el intento de adjudicar “un” sentido (en) el juego de la metáfora: donde el signo se injerta y se disemina en su apertura diseminante. Sin embargo, para abordar la cuestión del ser humano como intérprete -diseminador de la diferencia entre el ser y el ente-, en primera medida me acercaré a algunos postulados expuestos en Ser y Tiempo. A partir de Ser y Tiempo, el mundo se “conforma” como la “totalidad” de cosas que no son en sí, sino que ante todo están en relación con nosotros como instrumentos, útiles y cosas. Y por ello es que es posible afirmar que no hay mundo sin Dasein: el mundo es un carácter del Dasein mismo. Pero el Dasein, para constituirse como intérprete del mundo (mundo que de una u otra manera genera, y en el que es) debe llevar a cabo una “serie de pasos” o más bien modos de ser, que le permiten salir de la mundaneidad y la experiencia vulgar del tiempo para enfrentarse a su muerte como su mayor posibilidad (o como la máxima y última imposibilidad de todas sus otras posibilidades). En la experiencia vulgar del tiempo el hombre en tanto ser en el mundo, se encuentra –y pierde– en la familiaridad y fiabilidad de los útiles, sin apropiarse ni situarse. Hace uso de “sus” útiles inmerso en la cotidianidad del pensamiento metafísico, que le procura significantes trascendentales sobre los que reposa aletargado, sin escucharse ni a sí mismo ni a lo otro. Pero, a pesar de estar inmerso en la sordera o “vana charla”, la predisposición afectiva del hombre130 revela un estado de yecto propio de la estructura lanzada del Dasein.

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Especie de precomprensión, según G. Váttimo. 93

El Dasein, entonces, se refugia en la palabrería (Gerede), en el apaciguamiento, en el disimulo, en evitar el deceso, en la carrera hacia el anonimato del “se muere” (…) La posibilidad más propia del Dasein, a saber, la muerte, es la posibilidad de un poder no-estar-ya-allí o de un yano-poder-estar allí como Dasein. Y, de eso, tiene plena certeza (…) puede huir inauténticamente (impropiamente) de esta verdad o puede acercarse a ella auténticamente, esperándosela entonces propiamente, en la angustia y en la libertad. Esperándosela, es decir, esperándose (en) la muerte, y esperándose en ella a sí mismo. (D. Esperarse (en) la llegada). Sin embargo, es necesario que el ser humano salga del actuar impersonal, para que se apropie de sí, experimentando el devenir del tiempo fuera de su concepción lineal y metafísica. Para lo cual es necesario concebir al Dasein como poder ser, considerando a la muerte como posibilidad existenciaria, no como algo accidental, sino como algo constitutivo del Dasein. Éste (el Dasein) no es un ente ahí-delante o a-mano, como si fuera un objeto sustancial (Vorhandenseion), la esencia de este ente que es el Dasein es, justamente, la posibilidad, el ser posible (das Möglichsein)(…) El ser-posible es propio de este ente que es el Dasein y la muerte es la posibilidad más propia de esa posibilidad. (…)La muerte es una posibilidad que el Dasein mismo tiene que asumir. Con la muerte, el Dasein se espera él mismo (y tiende) en su poder más propio. (D. Esperarse (en) la llegada). Sólo al asumir la muerte como una posibilidad, que se sitúa por fuera del proyecto limitando y amenazando las posibilidades del Dasein, éstas se le revelan en tanto meras posibilidades. La muerte niega toda garantía, al ser ella la única garantía de que todo lo otro es mera posibilidad; y, por ello, mismo permite ver que la presencia de lo presente es sólo una fase del tiempo, mas no la única. Así, cuando el hombre se percata de que ya hay “dioses idos” (Elenas muertas) y aún otros por venir (la novela), la muerte “permite” una historia para el Dasein y posibilita una ruptura con la concepción lineal del tiempo (la Bellamuerta es y da historia a Macedonio, al presidente, al texto…, al lector). De esta manera, el Dasein es en sí disponibilidad de encontrarse, es afectividad; y por ello, cuando asume su existencia de manera “auténtica”, se enfrenta al mundo como posibilidad. Sólo al ver el mundo en tanto algo posible (no dado de antemano) puede apropiarse y proyectarse para elegir las posibilidades que le son más propias: El presidente promueve el complot, el zapallo se hace cosmos, Recienvenido espera en la llegada, Macedonio eterniza a Elena, endosa la novela y disemina la escritura. Tanto Heidegger como Macedonio instauran al hombre como lenguaje y diálogo, historia y posibilidad, desde la muerte; porque es allí (de) donde surge la historia. Pero esta historia debe entenderse como posibilidad, como historias, no como el ente trascendental único y veritativo abanderado por el positivismo metafísico. Este cobrar consciencia de la historia y de la muerte implica un salirse del 94

“anonimato del Se”131 para dirigirse a lo propio (diferenciar el Ser del Ente). El proyectarse, la decisión y la Sorge (el cuidado, la cura, la preocupación) son sólo posibles como hechos temporales. Así como luego Heidegger afirma, en escritos posteriores, que el Hombre intenta apresar el acaecer de la “Verdad” (lo “permanente”) en la palabra, en Ser y Tiempo el Dasein también se enfrenta al devenir y a sí mismo en busca de sus mejores opciones. Posibilidades que devienen y desaparecen amenazadas siempre por la finitud del Dasein. Por ello, la “voz de la consciencia” señala (al Dasein) una culpabilidad originaria que es a la vez la posibilidad de una culpa posterior: debe cuidar de sí, apropiarse: ser responsable, dar-se-tiempo, interpretar. Proyectarse en la espera: leer “el” mundo y escribir “la” historia. La analítica existencial de Ser y Tiempo postula al hombre como una posibilidad de elegir y dirigirse a sus posibilidades más propias, interpretando al mundo: dejando ser al ente. Allí, la escucha se torna activa, interpretar no es clasificar ni determinar, sino dejar ser, sin olvidar la diferencia. Por lo cual, el hombre al interpretar se enfrenta a la unidad de la llamada y de la respuesta; en busca del des-ocultamiento debe callar para escuchar al lenguaje, escucharse a sí mismo: esperarse: Desde un punto de vista ontológico, ese “todavía no” (espera esperándose) no es la anticipación de una completud o de una realización plena. (D. Esperarse (en) la llegada). Pero es el cuidado y la escucha lo que permite que esta espera posibilite interpretar, nombrar y comunicar. Y esto no sólo es una constante en los escritos Heideggerianos posteriores a Ser y Tiempo, sino una condición de la diseminación (de la escritura y del “significado”) en la gramatología y en la Belarte. Escuchar es dejar que lo otro sea otro, sin forzar al mundo para que encaje en categorías o conceptos; es permitir que la cosa de la cosa nos acerque a la elemental lejanía de la cuaternidad. El interpretar y crear propio de la obra de arte implica la escucha y el recogimiento elemental para poder nombrar lo ya ido y cuidar lo venidero: escuchar es permitirse entrar en la obra, activar su apertura y sus espacios de indeterminación (Iser): es perderse en la estancia de la novela y diseminar la escritura. Es dejar que la obra obre en nosotros; (en) el esencial combate entre tierra y mundo, entre divinos y mortales. Heidegger señala el habitar poético del hombre como el “Recogerse en la recolección”. Así, este proyectarse (escanciar-se) en y como la diseminación misma del significado, ya se esboza en Ser y Tiempo; donde se postula la interpretación como “esencia” del hombre: quien “lee” la(s) historia(s) en el injerto archi-textual de su escritura. Ya, desde la analítica existencial, el Dasein, en su experiencia o “modo autentico”, se anuncia como intérprete: quien desde el claro respeta y contempla lo “otro”, sin pretender agotar la palabra o la cosa, sin determinar sus diversos modos de ser o aparecer. 131

Falta de proyección: –forma de– ser vulgar del ser. 95

La angustia de saberse arrojado en el mundo y la experiencia anticipada de la muerte –única posible– llevan al hombre a una disposición de escucha que espera el acaecer del ser, respetando su reserva. Consciente de que hay algo por venir y algo ya ido, Heidegger advierte que el ser del ente no es aprensible, que la palabra no es clara transparencia; sino que por el contrario, el hombre en el mundo y desde el mundo, funda su historia en el desgarramiento del tiempo: en la huida de los dioses y la espera atenta de lo por-venir: el tiempo de la representación y la “retirada” de la metáfora:132 el traer(se) (a)delante, el volver a venir propio del complot macedoniano, de su dar tiempo a Elena (al texto, al lector,… al sentido).

El mundo como interpretable Porque en esta nueva música nada sucede excepto sonidos: los que están sobre el pentagrama y los que no. Los que no están aparecen en la música escrita como silencios, abriendo así las puertas de la música a los sonidos del ambiente. (…) Las casas de cristal de Miles van der Rohe reflejan lo que les rodea, (…) según la situación. (…) Y si miramos las estructuras de alambre del escultor Richard Lippold, es inevitable ver otras cosas, y también personas (…) a través de la red de alambres. El espacio y el tiempo vacíos no existen. Siempre hay algo que ver, algo que oír. En realidad, por mucho que intentemos hacer un silencio, no podemos. John Cage. Silencio, “Música experimental”. I have nothing to say and I am saying it and that is poetry. John Cage. Silencio. En primera medida, el Heidegger de Ser y Tiempo diferencia los útiles entre signos e instrumentos, afirmando que los signos son útiles constitutivamente informativos (su utilidad coincide en su capacidad de referencia), mientras que los instrumentos sólo nos llegan a decir algo sobre lo otro (el mundo) de manera accidental. Pero en los escritos posteriores a Ser y Tiempo, Heidegger da un paso fundamental: el mundo ya no es la “totalidad de entes intramundanos”, entre los que se mueve el Dasein; ya no disponemos del mundo mediante signos (útiles) en virtud de los cuales somos-en-el-mundo, sino que el mundo se afirma como el juego de espejos de lo que Heidegger llama cuaternidad.133 Esta retirada no debe entenderse como la clausura o ausencia de esta figura; por el contrario, su fuerza reside en su iterabilidad inaprensible. Cf. “La retirada de la metáfora”, texto en el cual Derrida describe este fenómeno casi como el eterno retorno del signo: la imposibilidad de la axiomatización lingüística y de limitar las fronteras entre lo literal y lo figurado. 133 Aquí, lo que he intentado describir como museística y Belarte está claramente emparentado con la “idea” de cuaternidad. Y, aunque éste es un término que Heidegger intenta esbozar, yo no sólo 132

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El mundo se insinúa como el juego “anilleante” de los cuatro (tierra y cielo, mortales y divinos). Juego en el que la cosa (la cosa de la cosa) hace cosa al mundo, acercando unos a otros los cuatro en su lejanía elemental (¿Différance?). Pero lo fundamental de esta concepción del mundo proviene de la historicidad del lenguaje y de la inscriptibilidad –citabilidad- de la(s) historia(s). En la intimidad del lenguaje (en su inocente peligrosidad y su riesgoso bienestar) el mundo se formula como la diferencia misma: aquello que permite y difiere la(s) historia(s). La intimidad y el lenguaje mismo permiten que el hombre se encuentre y comunique su pertenencia a la tierra, sin enfrentarse como sujeto a lo”otro”, en un intento por objetualizar o idealizar el mundo. El hombre en tanto ser-en-el-mundo tiene la posibilidad de fijar en la palabra el devenir del mundo, inscribirlo. El hombre –Macedonio, el presidente, el lector…– (se) llama (a) (lo) otro: intenta apresar lo perecedero. A pesar de la fugacidad diseminada en la celeridad de la muerte, el hombre se sitúa en el mundo, en el tiempo desgarrado; pero, a la vez, es el hombre quien “sitúa” –nombra– el tiempo. Por ello, para entender lo que Heidegger denomina mundo es necesario concebir la “anilleante” relación entre hombre, lenguaje, mundo e historia (divinos y mortales, la cuaternidad). El lenguaje, “la más alta posibilidad del ser del hombre”.134 Pero, aunque el lenguaje nombre el tiempo e instaure al hombre en el mundo, no debe concebirse como un útil. El lenguaje es el tiempo del hombre, su mundo y su historia; pero la historia del tiempo no se rige por un verbo nominal ni se da en la comunicación diáfana y transparente, sino que surge en la batalla del caos y la arbitrariedad del signo, donde la iterabilidad destierra al símbolo y dilata la significación (la metáfora se retira y recoge sobre sí misma; pero, a la vez, se expande y usurpa lo “otro”). Y en este enfrentamiento –estado de yecto– el hombre se encuentra con lo que fue y con lo que será: al nombrar al mundo –ser/hacer historia–, se aplaza el significado y se imposibilita la determinación. Sólo hay mundo donde hay “habla”, y donde hay mundo hay historia. Pero aquello que se nombra no es un objeto dado sino algo pro-veniente: algo prometido como presencia-presente pero siempre suplido por lo otro. Significado y significante se revelan en el frustrado anhelo de encontrarse.135 Pero “el mundo”, “la historia del mundo”, “su ser en el tiempo”, es la interpretabilidad misma: la reserva de su diferencia. Y ya que esta reserva se me resisto a definirlo, sino que tan sólo lo pongo en juego con la intención de desatar su fuerza sémica sin condicionar o imponerle un significado, proponiendo un contexto. 134 Por lo cual, tal vez, la muerte acontece o se anticipa en el lenguaje, ya que la experimentación de la muerte sólo es posible en la consciencia anticipada de la muerte como posibilidad ineludible. 135 Esta cadena de suplementos (invaginación de “lo-otro” como posibilidad del injerto y de la cita) es la diferencia indefinible que ya Saussure reclamaba como la “esencia” o carácter relacional de todo signo. 97

resguarda “en “ y “como” un museo, vale destacar el carácter de museo que caracteriza no sólo al Museo de la novela de la Eterna, sino a toda la obra macedoniana. La Belarte se erige y protege como un mundo particular pero, a la vez, señala la historia del mundo, las historias de la Historia y señala la misión del hombre: hacer historia; el lector en Macedonio descifra el museo para continuar la novela. Sin embargo, según Heidegger, para comprender el obrar y la “esencia” de la obra de arte es necesario distinguirla de la cosa y del utensilio. El arte no es ni mera cosa ni utensilio; revela el ser-utensilio del utensilio y a la vez señala la cosa de la cosa: es –el– acontecimiento de la verdad y la apertura de lo ente. La cosa no puede entenderse (como hasta ahora), bajo la concepción de res, ni de ens, ni de materia conformada (hileomorfismo). Ya que la cosa, y más aún la cosidad de la obra de arte no puede entenderse como una suma de propiedades que me conciernen sustancial o accidentalmente, ni como algo que está aún más próximo que nuestras sensaciones, ni como una materia determinada por la forma. Concepciones en la que se desatiende el ser-cosa de la cosa, al implicar o suponer las dicotomías sujeto-objeto y materia-forma. Cuando interpretamos una obra de arte, ésta se resiste a ser catalogada como útil o como mera cosa. No podemos afirmar que la obra sea una cosa con un suplemento o prótesis, ni un utensilio inútil creado por el hombre o con un valor estético añadido.136 La obra de arte instaura la verdad en el acaecer de la Cuaternidad, mantiene abierto lo abierto del mundo. No deviene con el mundo sino que su mundo “es el que se abre gracias a ella misma”. Sin embargo, no podemos pensar la obra como algo a-histórico que se puede colocar frente a un sujeto, ya que la obra al erigir y mantener un mundo nos devela a nosotros mismo como seres históricos: la batalla entre mundo y tierra, en la que reside y obra la obra, pone en juego la cuaternidad; juego que sólo es posible “sobre” el tiempo: en la lectura interpretativa consciente de la contravía del sentido, en el devenir de su huella y el diferir de su origen. La novela se difiere en su promesa. En este punto es necesario advertir que para Heidegger, el origen de la obra, su procedencia ya se sospecha como una huella indescifrable; de igual manera, la propiedad y la autoría. El obrar de la obra de arte, el acontecimiento de la verdad, niega o encubre su propio origen. El artista es el origen (lugar, fundamento y razón de ser) de la obra de arte, y viceversa; la obra se instala a sí misma: erige un mundo, lo mantiene y lo cuida, sin desgastarse a sí misma. Por ello es que su “material” es indescifrable (a diferencia de los útiles). Es más, el acaecimiento de su verdad, su “esencia” es a la vez un encubrimiento: el des-oculta-miento mismo se abstiene. La interpretación como estado de yecto no determina la obra sino que disemina su carácter apelativo: activa sus espacios de indeterminación Así, también el mismo Heidegger nos advierte que no podemos concebir la cosa como un utensilio sin utilidad ni elaboración. 136

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decostruyendo su promesa de estructura. Sus claros sólo son enunciables a contraluz y su sentido no es uno, porque aún no Es. Así, la obra es interpretable mas no aprehensible ni determinable. En ella el conflicto irreconciliable entre mundo y tierra desoculta lo ente que está en el ser, pero “gran parte de lo ente escapa al pensar humano”. La verdad de la obra sólo es expresable mediante el engaño y el disimulo. Sin embargo, su interpretabilidad está “garantizada” por ello mismo: la elemental complejidad de la cuaternidad se desata en la obra y el hombre tiene un lugar reservado (prometido) en esta batalla, en la que “re-posa” el obrar de la obra de arte. Para Heidegger, la obra en cuanto obra del hombre, obra en él. Por lo cual aquí intento interpretar la obra macedoniana sin caracterizar el estado de un objeto, sino que busco asistir a su desocultamiento. Acontecimiento que se abstiene y sólo es posible en la dinámica del disimulo: la verdad se nos rev(b)ela como no-verdad, y lo seguro se vuelve sospechoso.

De la interpretación a la lectura (escribir-citar) Ruptura por ejemplo significa en el centro moviéndose en todas direcciones y entonces el tiempo es claramente ¿Debemos parar y arreglarlo? luminoso. Sencillamente no puede ser de otro modo. Salga mal. Y las máquinas nunca son sincrónicas ni siquiera las que son sincrónicas. Si necesitamos varias cosas a la vez, usemos una como base, y un motor. J. Cage. Silencio, “45´ para un orador”. Si interpretar es situarse, y el-ser-auténtico se proyecta a sus posibilidades más propias, interpretar un poema es también participar –ser– de su “verdad”, es situarse en su combate interno. Combate entre mundo y tierra, divinos y mortales. La lectura es el combate donde la historia se rev(b)ela –escribe– como el lugar del hombre y el tiempo de la escritura. Al aceptar el interpretar como el ver-situarse (¿proyectarse?) en el juego temporal de la cuaternidad, la historia se “presenta como el lugar del hombre (generador y consumidor de historia). Sin embargo, no hay que “volver” a considerar al hombre o al Dasein como “centro” origen y fundamento de la historia, del mundo ni del lenguaje. A partir de los postulados del segundo Heidegger, el juego temporal de la Cuaternidad (posibilidad de su habitar poético) es el que anilla la relación entre lenguaje, mundo e historia (sin prometer un centro o un origen).

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Por ello, considero válido concebir la cuaternidad como el juego diferencial y diferido de la diferencia, es decir, sin instaurar la cuaternidad como un concepto incuestionable y trascendente; sino como la promesa de la Belarte: la espera del sentido en la promesa del mismo (en su velación). Interpretar no es determinar el “conocimiento ideal” de la cosa –su idea, esencia o noumen–, ni la concordancia entre significado y significante, sino que consiste en emplazarse en medio de la obra misma; en el combate en el que lo ente se abre para dar paso a nuestra máxima posibilidad de ser: la muerte como amenaza diferida y posibilidad impresentable. Interpretar es el proceso de crear-cuidar, en el cual se hace efectiva la obra (acontecimiento, acaecer y devenir de la diferencia, su ocultarse). De esta manera, Heidegger describe el poetizar como habitar el mundo: coresponder a los dioses por el don del lenguaje, nombrar lo divino y comunicarlo a los hombres. Por ello, considero que de alguna manera éste “aunque con mérito habitar poéticamente el mundo” (Cf. Heidegger, “La cosa”) no está lejos del proyectarse a lo más propio, que desde Ser y Tiempo Heidegger promulgaba. Interpretar es a la vez adelantar y vivir la muerte; y, por ello, lo poético no es ningún valor atemporal sino que consiste en anticipar la historia y enfrentar el tiempo de indigencia: saber que los dioses se han ido y que otros han de venir, es recordar a los que pasaron y escuchar atentos los pasos que se acercan: es la posibilidad de ser todos los dioses, y (con Nietzsche) probarse todas las máscaras. De esta manera, el hombre habita el habla, produce mundo: devela y difiere la diferencia: el sentido. El lenguaje, en tanto fundamento del mundo y de la historia, es la posibilidad de ser del hombre: su tiempo. Lo cual no contradice los postulados de Ser y Tiempo, ya que sólo al poder nombrar, crear y escuchar podemos adelantarnos y experimentar la muerte como límite de nuestro “habitarpoético”. Y, tal vez por esto, interpretar es morir un poco y, a la vez, dejar que algo emerja, convirtiéndose en algo traído delante, producido. En el proyecto de hacer mundo, lo “poético” –la historia de la escritura, su espera y su promesa– describe el espaciamiento del tiempo en tanto diferencia inaprensible y posibilidad indeterminable: diseminación de la escritura, en el régimen de la cita y de las comillas.

Iterabilidad y diferencia en la apertura interpretativa. En este intento por diferir los postulados heideggerianos, es más que tentador establecer –apostar y anudar– un nexo diferencial de su propuesta. Heidegger proclama una lucha contra la metafísica, esta historia del ser que ha olvidado al 100

ser en su privilegio de lo ente, o que más bien ha olvidado la diferencia entre el ser y el ente.137 Sin embargo, a lo largo de sus postulados (sobre todo en Ser y tiempo) encontramos concepciones jerárquicas sobre el ser y sus posibles formas de concebir –ser– el tiempo. Además, busca o se pregunta por las esencias del ser y del lenguaje; y, aunque evada la idea de una “esencia trascendente” (la cuaternidad ya no es un principio metafísico formal, ni la muerte un límite geometrizante), sólo insinúa una ruptura con la metafísica de la presencia, en tanto axiomatización de los diversos modos del ser, de sus causas y primeros principios. Por ello, considero relevante exaltar la interpretación heideggeriana como reticente a restaurar una arquía o una teleología. Su hermenéutica no es la búsqueda de algo dado o trascendente, y no postula un fin u objetivo determinado o determinante. Heidegger, al romper con la concepción lineal del tiempo, instaura la imposibilidad de un origen originario y de una obra concluida. La obra es su apertura, y ésta se da (se reb-vela) en la interpretación misma, redimiendo toda conclusión al grado de promesa sin garantía. FIN Nótese que algunos artículos llevan al pie la palabra Fin, porque los más de mis lectores se quejan de que escribo muy corto, sin darse cuenta de que son ellos los que dejan de leerme cerca del principio. La palabra Fin hace constar que no he sido yo el que abandonó la compañía del lector. Que los lectores no se fíen y sigan; que no es auténtico ningún “acabado” -como dicen los vendedores de relucientes coches- de mis colaboraciones sin esa palabra, y faltando ella deberéis seguir leyendo. Les aconsejo, pues, sospechar de su impulso toda vez que crean concluido el artículo muy cerca de su comienzo. (M. F. 1982, Papeles de …, p. 17). El tiempo se anuncia en su historicidad, en la amenaza de muerte; restando toda relevancia (relevando) a las preguntas por el origen, el cierre o el valor de una obra. Es más, tales planteamientos señalan el obrar de la obra de arte como la posibilidad de todo útil y de toda cosa. Posibilidad que emerge en la interpretación como pro-yecto innenunciable en el que estamos inmersos, “en” el que somos. Por lo anterior considero que, de alguna manera, interpretar consiste, en últimas, en experimentar que oír y hablar son igualmente “no-originarios”. Con lo cual se advierte que la escritura heideggeriana se pro-yecta como una huella más “hacia” el de-velamiento de la Différance derridiana. “Donde” no sólo se desenmascara La metafísica en su intento por axiomatizar, conceptuar y subordinar lo múltiple a lo ideal (a lo uno) ha olvidado o negado la diferencia, y privilegiado la presencia, la verdad y la voz, en el intento por defender sujetos trascendentales –significantes inexistentes pero castrantes-: Dios, Yo, Estado, Iglesia, Cultura, Moral… 137

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la falacia estructural de todo centro, sino que se declara el carácter diferencial de todo trazo (huella, marca, grama, etc.), la reserva y/o recienvenidez de la presencia. Con lo cual se disemina la doble posibilidad de toda lectura (siempre doble): la iterabilidad de todo signo y la citabilidad de toda marca. De esta manera, aquí –en la lectura de Macedonio y en el mundo como architexto– las comillas no son sólo la posibilidad de la cita, sino la garantía del doble sentido. El signo se repite y aplaza; el sentido se difiere y el significado se oculta, se reserva. Los límites entre lo literal y lo metafórico se desvanecen en la dilación de la presencia y el ocultamiento de la fuente. Por ello, en el régimen de las comillas, me pregunto de nuevo: “¿Qué sería de una marca que no se pudiera citar? ¿Y cuyo origen no pudiera perderse en el camino?“ (D. 1989, Márgenes…, p. 363).

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IV. Un prólogo escapista Éstos ¿fueron prólogos? Y ésta ¿será novela? Esta página es para que en ella se ande el lector antes de leer en su muy digna indecisión y gravedad. Macedonio Fernández. Museo de la novela de la Eterna.

El quererse-oír-hablar-absoluto y el suplemento masturbatorio de Macedonio (El retorno de Elena) Como ya hemos visto, la metafísica logocéntrica (de la presencia y el Yo como plena consciencia) se caracteriza por el deseo y la ilusión de oírse-hablar y de sentirse tocar. Sin embargo, la “presencia” nunca está presente, y es precisamente en este punto donde Macedonio parece ofrecer una alternativa para este siempre frustrado anhelo (bastante romántico por cierto): la Belarte de conmoción consciencial. Macedonio, más que nadie, sabe de las limitaciones: se sabe mortal, el tiempo le pesa y ha tenido que encontrar un suplemento suficientemente fuerte para salvaguardar “su” amor y “su” ser del tiempo: ha hecho de Elena la Bella-muerta, la Eterna. Pero esto no ha sido una tarea fácil, y mucho menos para “alguien” que revela la imposibilidad se sentirse a sí mismo o de percibir su obra. Macedonio no sólo ha desbaratado los estatutos de la propiedad y la ubicación, sino que sabe que su estilo (lo particular suyo, de su obra) reside en el lector. Así lo afirma (en) el “prólogo final”, Al que quiera escribir esta novela: Lo dejo abierto: será acaso el primer libro abierto (...) es decir que el autor, deseando que fuera mejor o siquiera bueno y convencido de que por su destrozada estructura es una temeraria torpeza con el lector, (…), dejo autorizado a todo escritor futuro de impulso y circunstancias que favorezcan un intenso

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trabajo, para corregirlo y editarlo libremente, con o sin mención de mi obra y nombre”.138 (El subrayado es mío). Aquí nos encontramos de nuevo con el extraño distanciamiento entre autor y narrador, cuando éste presenta al autor en tercera persona y luego denomina la obra y el nombre del autor como suyos. Pero las limitaciones autorales son evidentes: Macedonio suple e hiperboliza las falencias de su novela buena al endosársela al lector. Y, de manera similar, encuentra en el amor mismo un suplemento eficaz a la mortalidad de su amada: el amor inmortaliza a los amantes; Elena es eterna, por lo menos hasta que llegue el olvido. Olvido que, como la muerte, sólo se puede experimentar como el anuncio de su llegada, nunca como su presencia presente.139 Así como en la escritura todo significado está o puede ser a la vez un significante, también en el amor todo signo suple o representa a algo ausente, al igual que en toda relación inmersa en el lenguaje: el amor de Macedonio llama –eterniza– a Elena, suple su ausencia. Cuando se califica la escritura alfabética como “sistema de significantes cuyos significados son significantes” (D. 1986, p. 377) se instituye un logofonocentrismo, que Derrida decostruye demostrando que siempre nos enfrentamos a puros representantes, en la dilación continua de la presencia prometida. Para Derrida la presencia –su promesa– no garantiza ni argumenta las dicotomías habla-escritura, presencia-ausencia. Por el contrario, el aplazamiento de tal promesa revela que la fuente y el objetivo del discurso se rehúsan a toda aprensión y concepción conceptual o “sensorial”. La presencia (el significado) nunca llega y esta “ausencia” o recienvenidez de la presencia se encuentra en todo proceso de comunicación (semiosis-diseminación) y se devela tanto en la escritura macedoniana, como en su suplemento amoroso. Macedonio no ama en la ausencia de la amada, porque “su” amor es la posibilidadde-ser-de-ella. Muerte no mata Amor, porque en Amor sólo olvido es muerte: y más Renunciar al renombre público –de manera pública– es también denunciar las políticas dictatoriales en las que el dictar se define y refugia bajo la norma absoluta del nombre propio, de quien habla, dicta y ordena; es denunciar la voz del poder, el poder sustentado en la voz que silencia y margina. Tanto Macedonio como Derrida revelan cómo todo poder se sustenta en la voz que niega su fuente y se erige como norma simulando su propio origen como garantía de justicia o de razón incuestionable. Ya Platón temía a los sofistas y desterró a los poetas, pero ¿no era él uno de ellos, –de ambos–? Dictar una ley es suponer un orden, ignorarla o silenciarla es un sofisma, anunciarla o implantarla es una dictadura. 139 Sin embargo, esta recienvenidez es propia a todo signo, es el carácter de su suplementariedad y la aporía de la metafísica de la presencia. Macedonio nos cuestiona sobre nuestras certezas epistemológicas y sensoriales. No son sólo la muerte y el olvido situaciones y experiencias límites o únicas. La interpretación misma (el estado de yecto y de ser-en-el-mundo –Dasein) se caracteriza por la fugacidad del signo, por la diseminación del significado y la iterabilidad de los significantes: Estamos “demasiado antes” (pos-adem), el signo deviene sobre nosotros sin darnos tiempo, la experiencia no es recogible, recopilable ni desmesurable: la muerte, el olvido y todo signo nos acechan sin alcanzarnos, somos un suplemento más en el tiempo de la representación. 138

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aún, en “verdadero” amor no hay olvido (éste llega tarde, si llega no fue (es) amor). Sin decirlo, Macedonio, al matar la muerte en el amor, anula las dicotomías presencia-ausencia y presencia-representación. Todo queda incorporado a la circularidad de una presencia desplazada o a lo que podríamos llamar un “eterno retorno del suplemento” (la retirada de la metáfora). Como se ha dicho, en esta cadena infinita de suplencias, Macedonio y Hölderlin exponen, de manera muy similar, el amor como “metaprincipio” de “unificación”. Pero en el caso de Macedonio se cancelan los amantes en tanto sujetos o consciencias trascendentales. Su “metaprincipio” en realidad no implica un “más allá”, un ideal, un origen o un fin. A mi parecer, el Amor en Macedonio constituye más bien la posibilidad como posibilidad misma, la proyección del ser en la cadena misma de la suplementariedad; cadena sin principio ni final, donde todo se suple por algo otro, diferenciando y dilatando el momento de su presencia. Por ello, en esta cadena de suplementos donde la presencia presente es siempre suplida, se imposibilita la dicotomía jerárquica entre presencia-ausencia; es decir, no sólo se clausura la idea de un amor no correspondido, sino que también se anula la condena contra la masturbación, en tanto mentira, carencia de significante o práctica peligrosa para la sociedad y para la salud.140 La condena de la masturbación está regida o anclada a una metafísica de la presencia. Y es esta idealización económica de la presencia de la que Rousseau parte para condenar y legislar el comportamiento de su Emilio. Y aprovechando que la condena o la discriminación de la masturbación es parte reveladora del logofonocentrismo rousseauniano, Derrida le dedica parte de su análisis en De la gramatología. Y ya que tanto la Belarte, como el personaje-Macedonio de Piglia, se caracterizan por una práctica que podemos identificar como masturbatoria,141 es útil tener en cuenta cómo Macedonio –y/o su escritura– anula la culpabilidad de tal práctica. La escritura en tanto suplemento del habla y de la idea (de su supuesta presencia y fiabilidad) ha sido denunciada por Rousseau (y la mayoría de los pensadores logofonocentristas) como “peligroso suplemento”, y es el mismo Rousseau quien señala el onanismo y la masturbación como una practica peligrosa –social y psicológica-; aclarando que tal peligrosidad proviene de su carácter suplementario e ilusorio. De esta manera, la inmoralidad que se le imputa a la masturbación es similar a la de la escritura. Por lo cual resulta provechoso leer a trasluz la denuncia Rousseauniana contra el onanismo y la concepción del amor y la pasión en la escritura macedoniana.

Tal vez éste es el momento de recordar la aséptica y escéptica relación que Macedonio describe respecto con la medicina, la cirugía (¡de extirpación psíquica!) y toda terapéutica de la salud. 141 Suplantación del sujeto –u objeto- deseado en la búsqueda del placer, evadiendo la mayor cantidad de obstáculos: la ausencia de lo que se invoca: de la amada, del placer, de sí mismo. 140

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En el caso de Rousseau, éste ejemplifica tal práctica en su Emilio, quien se encuentra inmerso en el aplazamiento mismo de la presencia de aquello que desea. En primer lugar, su deseo parece dirigirse hacia una Madre que parece sustituirse por la figura de mamá, un suplemento que le es negado y arrebatado por su padre y la sociedad. Luego, el deseo o amor sexual de Emilio se enfoca y/o deriva hacia Teresa; por lo cual, en este juego de sustituciones, ella ya resultaría ser un suplemento, que luego será desplazado por la masturbación, en tanto vía rápida para acceder al goce que en ella no está garantizado. Rousseau es consciente de que la masturbación elimina algunas complicaciones propias de aquello que parece suplir; si suple a una mujer (Teresa, Elena, Adriana…), carece de las deficiencias de ésta: no es necesario su presencia, ni su permiso o disponibilidad y ni siquiera su existencia. Sin embargo, estas características del onanismo no son vistas como ventajas por Rousseau, sino que parecen ser la garantía y razón de la inmoralidad peligrosa con la que califica dicha práctica. Es decir, el juicio ético de Rousseau – ¿como todos?– está sustentado en el privilegio de la presencia, sin sospechar que ya la mujer, e incluso el deseo son suplementos de algo más, de algo siempre perdido y jamás originario (claro está, aceptando que nunca se desea el deseo en sí mismo). Mientras que en el caso de Macedonio, de sus personajes y de su escritura, al reconocer la inubicación y recienvenidez de toda sensación (mundo como “pluralidad de sentires inubicados”), se acepta el carácter suplementario de todo signo; incluso de los amantes (y tal vez, del amor). A mi parecer una de las mejores lecturas que se han hecho de Macedonio es la que se encuentra inscrita en La ciudad ausente, de Ricardo Piglia. Allí, nos topamos con un Macedonio que recoge y suple muchas de las características del narrador, del Autor, del Presidente, y de Macedonio (quienquiera que sea). Piglia nos “presenta” un Macedonio que ha “sustituido” a su amada por una máquina a la que mantiene viva-eterna por medio de historias y recuerdos. Sin embargo, esta máquina es Elena y es Eterna, aquí no hay cabida para la ausencia o presencia de ella o de él. Así, en la escritura fúnebre de Macedonio Fernández, en la espera propia de su Belarte, la escritura difiere la ausencia de la amada; en la estancia de la novela, como en el museo de la Ciudad ausente, Elena encuentra su eterno retorno: “El lenguaje se añade a la presencia y la suple, la difiere en el deseo indestructible de unírsele”. (D. 1986, p. 353). Como ya lo ha señalado Macedonio, incluso en su novela mala, el amor y la pasión anulan la concepción atómica de la consciencia (el Yo). Así, como es ideológico situar el olor de la naranja en la naranja o en mi consciencia, también resulta imposible discernir en cual de las manos ha caído la ceniza del cigarrillo: Eduardo no sabe si el dolor que siente proviene de su mano o de la mano de su amante (Cf. Adriana Buenos Aires). Estas seguridades fisiológicas, físicas o geométricas con que limitamos nuestro ser no son más que falacias geopolíticas propias de la metafísica de la presencia.

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Macedonio no entiende de geografía ni de geometría, para él no hay límite claro. Y, por ello, al anular el Yo, como unidad atómica de la consciencia (y de la geopolítica tradicional), decostruye la inmoralidad y la posibilidad misma del onanismo. El autoerotismo es un imposible en una lógica que anula la posibilidad del reconocimiento y de la identidad. Si el onanismo es convocar lo ausente, afectarse a uno mismo con una presencia ausente, falsa o derivada; toda relación que involucre al yo y lo otro será siempre autoafectiva: El otro siempre es otro, respecto a sí mismo. Todo suple a algo más, (a) algo otro: “El suplemento se añade, es un excedente, una plenitud que enriquece otra plenitud, el colmo de la presencia” (D. 1986, p. 185). La Belarte macedoniana y el mundo como architexto pueden entenderse como un juego de sustituciones, que Derrida califica como: “Experiencia de restitución inmediata” en la que “El goce, entonces, parece no estar ya diferido”. Experiencia que, al igual que el onanismo, no espera la presencia, sino que es o supone en sí el goce mismo. Por ello, Macedonio al anular toda teleología rompe con la problemática instrumental de la pasión y la sexualidad. Las partes de una relación amorosa –y de toda relación- se revelan indiscernibles; como se ha visto, las dicotomías sujetoobjeto y ausencia-presencia se decostruyen y permiten que Macedonio describa lo que Derrida anuncia: “Vale decir que entre el auto-erotismo y el hétero-erotismo no hay una frontera sino una distribución económica” (D. 1986, p. 199). Y ya que Macedonio no acepta este recorte de diferencias, entre el yo y lo otro, parece suprimir la burocrática transición de suplementos que atormentan al Emilio de Rousseau. Mientras que Emilio se culpa y castiga por re-presentarse a su madre en su mamá, a la Mujer en Teresa, y por acceder al goce “mediante” el onanismo (que puede verse como un re-flejo de su deseo por algo siempre ausente o negado); Macedonio enrosca la cadena de suplementos en un Aleph borgiano “donde” ya no tiene sentido pensar en una lógica de la identidad, en una moral de la propiedad y mucho menos denunciar la auto-afección. Recordemos que ya Derrida nos ha advertido sobre la imposibilidad de reconocer el “propio” estilo o de oír el “propio” timbre: el oírse-hablar y el sentirse-tocar. Sin embargo, Derrida califica la autoafección como “una estructura universal de la experiencia” en la cual: (...) darse-una-presencia o un goce, la operación de lo tocante-tocado acoge al otro en la menuda diferencia que separa el actuar del padecer (...) Y sólo un ser capaz de simbolizar, es decir de auto-afectarse, puede dejarse afectar por el otro en general. La auto-afección es la condición de una experiencia en general (D. 1986, p. 209). Además, Derrida advierte que el anhelo de oírse-hablar conlleva a la supresión de la diferencia (¿olvido del Ser, Heidegger?):

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La voz y la consciencia de la voz -es decir pura y simplemente la consciencia, como presencia consigo- son el fenómeno de una autoafección vivida como supresión de la diferencia. (D. 1986. p. 210). Pero en Macedonio, esta menuda diferencia “está” en la borradura y ocultamiento de la diferencia misma: se pierde en la difuminación de sus límites, entre el yo y lo otro. Con Macedonio se proclama la imposibilidad del quererse-oír-hablar-absoluto, característico de la metafísica y su promesa de la presencia pura. Aquí, toda violencia radica en que la huella es su propio devenir inmotivado, aquí no hay ley ni lector que rastreen la fuga de la huella hasta un origen confiable. De esta manera, la Belarte, en tanto motor de esta suplementariedad y posibilidad de un amor que supera la necesidad de una presencia presente, se da en la velación del ausente, tal como en un rito funerario. Belarte es también “velarte”, es la espera y la despedida: es velar a quien se fue sin haber llegado, es la experiencia y la expectativa de la recienvenidez. Sin embargo, en el caso de Macedonio, del Presidente, de Elena-bellamuerta, de la Eterna e incluso del Macedonio de Piglia, este velar a la amada para traer al presente su ausencia, no se da (sólo) en la vigilia, tal como nosotros la suponemos: No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Es el soñar morir y el vivir narrando lo que eterniza y disemina en la escritura macedoniana. Es precisamente en este umbral de la vigilia en el cual se adormece el lector y se pierde en el entramado de la novela. El lector se eterniza en su inconclusa labor de autor: en novela inconclusa el lector nace dos veces en la experiencia misma de su muerte: aniquila al autor, usurpa su obra y se pierde en la espera de sí mismo: se suple en el entramado de la representación: se inscribe y se ve leído. El lector se re-presenta (en) la novela –la difiere y diferencia-, y en este gesto se despliega a sí mismo: se envía, se espera y se lee en su reflejo, en su otro, en su representante, en su representarse. Representación que de una u otra manera involucra un simulacro, una falsa invocación, un distanciamiento, que la Belarte devela bajo la recienvenidez de El hombre que fingía vivir: (Único personaje que necesita explicación. Y la tiene doble (puede que no se le consiga una, aunque prometo dos): le faltó existencia pero abundó de aclaraciones). (M. F. 1982, p. 227). El lector padece su delirio de autor al leerse, se representa en la escritura y se suplanta a sí mismo. En el anhelo de sentirse se toca y se habla sin reconocerse: se cree uno, es crédulo de su autonomía, su consciencia y su sensibilidad. Supuestos que la Belarte pretende dislocar al conmover la consciencia del lector, al hacerlo dudar de su certeza más profunda: de que es. En la Belarte el lector se abre al mundo en la apertura de la escritura, experimenta la cenestesia como pluralidad de sentires inubicados que impiden toda culpa onanista: ¿cómo reprender una práctica imposible?

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Por esto, Macedonio arroga su escritura inconsciente de “su” estilo, se espera “a sí mismo” en Elena142 y abandona al lector para que se disemine y desdoble en el goce masturbatorio de representarse bajo la ilusión y la promesa de ser o llegar a ser: Nótese que hay una verdadera posibilidad en el adosamiento de la doble trama, por el que obtendría mediante una alquimia consciencial una asunción de la vida para el personaje-lector, con vigorización de la nada existencial del personaje-leído, que es mucho más personaje por ello, que acentúa su franco no ser con un énfasis de inexistencia que lo purifica y enaltece (…) y al mismo tiempo repercute la asunción de existencia del personaje leyente en el lector real, que por contrafigura con el personaje se desdibuja de existencia él mismo. (M. F. 1982, p. 353). Macedonio se retira con el gesto mismo de su llegada, y en la inconsciencia de su propio timbre escucha el nombre de Elena, porque como lo recuerda Derrida: Oírse es la experiencia más normal y más imposible (…) consistiría en soñar una operación de dominio ideal, idealizante, que transforma la hetero-afección en auto-afección, la heteronimia en autonimia. (D. 1989, Márgenes de la filosofía, “Qual, qual”, p. 338).

El peligro de una geopolítica de la presencia Lo Gráfico y lo político remiten el uno al otro según leyes complejas. Así, uno y otro deben revestir la forma de la razón como proceso de degradación, que entre dos universalidades y de catástrofe en catástrofe debería volver a una reapropiación total de la presencia. Derrida. De la gramatología. Faltaron tantos que si llega uno más, no cabe. Macedonio Fernández. 1982 Como lo he señalado, la metafísica de la presencia promueve y se fundamenta en una economía o política de la identidad y de la propiedad y, por ello mismo, los discursos de Derrida y Macedonio describen una crítica a tales presupuestos. Si no hay un origen, todo presupuesto acerca de la identidad será una falacia. Macedonio es –se promete– en Elena, difiere su ausencia en el deseo de/por su amada. Su goce no es onanista porque no está ni en él ni en ella. La pasión macedoniana es el afán en “donde” no hay lugar para culpas porque no hay espacio para sujetos; es el sentir sin ubicación, sin procedencia ni instrumentación. 142

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Así como Macedonio intenta convencernos de que nada somos y denuncia la idea de posesión como contraria a la pasión-amor y a la Belarte; también Derrida denuncia las aporías que se desencadenan bajo los principios de identidad y de propiedad.143 En De la gramatología, cuando Derrida analiza las implicaciones de la concepción Rousseauniana sobre el origen del lenguaje, afirma: Entonces el miedo absoluto sería el primer encuentro del otro como otro: como otro con respecto a mí y como otro con respecto a sí mismo. No puedo responder a la amenaza del otro como otro (con respecto a mí) sino transformándolo en otro (con respecto a sí mismo), alterándolo dentro de mi imaginación, mi miedo o mi deseo. (D. 1986, p. 349). Lo cual no sólo implica la iterabilidad y la suplementariedad de la fuente (quien dice, hace o es algo), sino que describe cómo la economía de la identidad y la propiedad se decostruye a sí misma. Toda relación entre sujetos “identificables” –no idénticos– (deseo, amor, odio, competencia, duelo, trueque…) genera una violencia contra sus propios principios. Principios que –en principio– podríamos “identificar” con los pronombres personales y posesivos. De esta manera, Macedonio, al igual que Derrida, ataca la idea de un sujeto soberano y expresivo capaz de gobernar sus objetos y discursos de manera discernible.144 El Yo y lo mío estratifican al ser y jerarquizan sus modos en propiedades e individuos-sujetos,145 estableciendo valores que, si bien no son Incluso Macedonio parece señalar la violencia que desencadena posturas (propias de la política y la religión moderna), lo cual constituye otro posible nexo con la decostrucción la cual desestabiliza o decostruye los conceptos de identidad y seguridad política. Cf. D. “La democracia como promesa” y D. “Nación y nacionalismo”, donde Derrida establece las relaciones entre el Discurso a la nación alemana de Fichte (emblema del pensamiento romántico nacionalista) y las políticas de “neo-colonización” de EEUU. Al respecto, en Notas sobre decostrucción y pragmatismo, Derrida afirma que: Ocurre en una determinada situación de compromiso, y cuando hablo de democracia por venir esto no significa que mañana se establecerá la democracia y no se refiere a una futura democracia; más bien significa que hay un compromiso con relación a la democracia que consiste en reconocer la irreductibilidad de la promesa cuando, en un momento mesiánico, “puede llegar a advenir”. Existe el futuro. Hay algo por advenir. Esto puede ocurrir…eso puede ocurrir y prometo abrir el futuro o dejar abierto el futuro. Esto no es utópico, es lo que tiene lugar aquí y ahora, en un aquí y ahora que trato de disociar del presente. A pesar de que esto es difícil de explicar brevemente en este contexto, trato de disociar el tema de la singularidad que ocurre aquí y ahora del tema de la presencia, y para mí puede haber aquí y ahora sin presencia. (El subrayado es “mío”). 144 Lo cual promete un reconocimiento de la propiedad y del origen, una supuesta certeza de saber que esto fue dicho por alguien; certeza que pervive y se intenta purificar a pesar de las dificultades que ella misma implica (subjetivismo, objetivismo, falta de fuentes, fuentes poco confiables…) 145 Aquí la dicotomía (como todas, siempre económica) entre sujeto e individuo, también pierde sus fronteras. Por ello, no ahondo en la caracterización política que se le ha concedido (Cf. 143

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estáticos, se piensan como inherentes a la cosa-sujeto. El Yo y sus propiedades anuncian un valor relacional con lo otro y lo del otro. Por lo anterior, considero válido afirmar que la tradición metafísica ha erigido una lógica geopolítica fundada en la unidad e identidad del yo. Supuesta unidad atómica del ser que, tanto en Macedonio como en Derrida, es desenmascarada como centro ficticio que aspira a subordinar la realidad bajo la contradicción romántica de la conjunción (y) y la disyunción (o). La identidad nunca es idéntica, lo igual no es lo mismo. En la estancia de la novela la identidad presenta un valor relacional. Pero también allí, el ser y el poseer carecen de todo norte: no hay una escala de valores (ética o moral) o unos principios del ser (lógicos o naturales, metafísicos u antológicos). En Macedonio Fernández, la presencia misma está diferida y ausente; y esta aporía disloca la geopolítica metafísica en sus cimientos: la economía del individuo, el ser y el tener. Ejemplo de esto es NEC, el No Existente Caballero, quien en su no-existir brinda o resalta el serpersonaje de los demás personajes. NEC, a pesar de no existir, es Deunamor: posee la imposibilidad de poseer. Y es precisamente la doble posibilidad y el “doble” nombre de NEC, lo que nos invita a ver cómo lo “más propio” de su ser (su nombre) se rehúsa a los parámetros de la pertenencia y la identidad: su nombre existe y es doble, NEC (su propia imposibilidad) es Deunamor.

Interpretar: la espera del nombre es el verbo En la geopolítica metafísica se ha establecido un estrecho nexo entre la posesión y la pertenencia con el bautismo. No sólo afirmamos que somos nuestro nombre, sino que para la mayoría de las religiones (judíos, islámicos y cristianos). Incluso para pensadores como W. Benjamin y Adorno el hombre tiene el poder y el deber de nombrar. A diferencia del verbo creador de dios, poseemos el verbo que nombra. Es decir, hacemos nombres, actuamos en la palabra (habla-escritura) o, como diría Austin, hacemos cosas con palabras. Pero la importancia del nombre y del bautismo no sólo implica la posibilidad de los actos preformativos e ilocutivos146, sino que además nos señala como parte de algo; el bautismo nos hace hijos de un dios y pertenecientes a determinado grupo (étnico, religioso, social, cultural, etc.). Por ello, es útil ver cómo las políticas del nombre propio (su economía: propiedad que Foucault, 1991). Tan sólo invito a pensar esta diferenciación como insuficiente y positivista. Toda diferenciación “está” siempre diferida por la diferencia misma; por lo cual, sería siempre insuficiente todo intento por determinar cualquier diferencia con el fin de determinar una identidad. 146 Dicotomía que, si no es irrelevante, paso por alto en este trabajo. 111

poseemos más allá de la muerte, a pesar de que la compartimos con infinidad de personas o cosas) dislocan su propia geopolítica. El bautismo no sólo conlleva la iterabilidad y la deuda entre firmante y firma (como ya se ha descrito), sino que nos lleva a pensar acerca de la responsabilidad de denominar algo bajo determinado nombre con la intención de dominarlo. Por esta razón, he decidido entrelazar dos concepciones sobre el lenguaje, una de Rousseau sobre el origen del lenguaje y otra de Piglia acerca de la escritura de Macedonio. Por un lado, Rousseau afirma que “Los primeros sustantivos no han sido nombres comunes sino nombres propios”. Mientras que Piglia y sus secuaces, en su Diccionario de la novela de Macedonio Fernández, al “definir” Alegoría, afirman: (…) Los nombres de los personajes funcionan como concreciones subjetivas de abstracciones universales. Al tomar la cáscara vacía del nombre propio y remplazarla por estas descripciones generalizadas y funcionales (la Eterna, el Viajero, el Presidente), (…) Los personajes son figuras casi planas que se mueven en la ambivalencia de los espacios: su vida en la ciudad los hace personas sin nombre (queda incompleta, entonces, la composición del personaje); su vida en la estancia los transforma en figuras de la alegoría del Amor, de la Pasión y Acción que se oculta y resplandece en los fragmentos episódicos de la ficción. Así, este doble movimiento atrapa al lector que no puede identificarse totalmente con los personajes porque éstos no son totalmente personas. Este extrañamiento es el que convierte en personaje al propio lector. Estas dos concepciones del lenguaje describen una sedimentación del nombre propio. Tanto para Piglia como para Rousseau, la función o característica de la cosa se refleja en su nombre. Pero en Macedonio esta sedimentación, lejos de conservar la oposición entre nombre propio y nombre común, destruye la dicotomía: la Eterna es eterna por un bautismo textual, vive por y en la palabra; ella hace eternos los recuerdos que la eternizan y éstos consagran su bautismo; los nombres del pasado auguran su eternidad. Macedonio bautiza a Elena como la Bellamuerta, y es su ida la que provee el recuerdo de su eterno advenimiento. Macedonio la vela y la nombra con su Belarte, pero “aquí” ya no es posible adjudicar un sentido o una dirección determinada a las relaciones ser-hacer o nombrante-nombre-nombrado. Por lo cual, considero incorrecto mantener la oposición entre nombre propio y nombre común, que atraviesa la “definición” de Piglia y el pensamiento de Rousseau. La cenestesia inubicable de Macedonio desliza los limites del ser y del tener, e imposibilita relaciones de causa consecuencia. La Belarte de conmoción consciencial implica la imposibilidad de saber quien soy, de saber si poseo el amor del otro o el mío –al otro o a mí mismo– o cuál me posee mí. No tiene sentido pensar si soy lo que hago, si soy lo que soy por lo que hago, si mi nombre indica mi actuar, o si mi actuar define mi nombre. En El museo de la… la sustantivación de adjetivos y adjetivación de sustantivos es recurso recurrente y relevante. Pero con esto no sólo se fractura la dupla rousseauniana compuesta por nombre común y nombre propio, 112

sino que se proclama la imposibilidad de una diferencia instituida entre el ser y el hacer. En Macedonio, la lectura se formula bajo el verbo de la espera: el nombre de Recienvenido sólo se lee en su ausencia: en la “vigilia” del sentido (en su velación). La lectura se formula como un complot que decostruye la dupla activo/pasivo. El lector hace-escribe, pero debe esperar y a la vez prometer el sentido. La escritura se retrae, no concluye. Escribir sólo es posible en la espera laberíntica de la lectura. El autor (por lo menos el de El museo de la novela…) espera el sentido del texto, escucha su nombre (el propio y el ajeno), lee lo escrito para invocar lo venidero: el verbo, la escritura. Y en la interpretación el nombre leído se hace verbo. De esta manera, interpretar es participar en la espera y promesa del texto; es dar tiempo – espacio– al tiempo, es hacer historia. En la espera de la muerte –del nombre y el sentido– la escritura aparece (se lee y vive) como verbo y vida. Así, la pasión activa, la espera y la realización se enlazan y difieren constantemente en la Belarte y el complot macedoniano. Incluso el suicidio por omisión, al igual que la Belarte, se anuncia como promesa o plan, pero a la vez se describe como un imposible y como un intento prematuro. Por más que Macedonio se describa como el no-hacedor (no-autor, no-lector, no-personaje, no-presente,… no-nada, ni “nada”) y enuncie su preocupación por ver qué le “faltó por dejar de hacer”, la omisión misma es su ser y su hacer. Ser-hacer que no está sujeto a la presencia y menos a las relaciones causales, basadas en una lógica lineal del tiempo.147 Al anular la oposición ser-hacer se consolida la omisión macedoniana como el (no) hacer eterna a la Eterna. Leer es esperar la espera, es dejar-(de)-hacer; es la vigilia que vela en la modorra de la siesta. Macedonio deja el trabajo a otro: el lector-es (es quien-es) eterniza a Elena, (es quien-es) vela-n a la Bellamuerta y concluye-n (sin finalizar) el texto. Macedonio no tiene afán; no sólo nos advierte que no hay amor no correspondido, sino que aclara que él no espera ni escribe sólo: no hay certeza para saber cuál de las partes (amante-amada, autor-lector…) somos, ¿cómo saber quién espera y quién está por llegar? No es el amor “de” Macedonio (“su actividad”) lo que eterniza a la Eterna, el amor es también inubicable y, por ello, no es encasillable en concepciones de pertenencia, efecto o procedencia. El amor es una omisión, es un velar; un hacerse-esperar que no es ni activo ni pasivo. Por lo cual, el término Pasión en Macedonio se debe entender fuera de la dicotomía pasión-acción, más bien debe entenderse como un esperarse a-sí-mismo-en-el-otro, lo que en palabras de Macedonio constituye: Un recíproco afán de ser uno el otro. Ficción que al no saberse tal, es denunciada como farsa peligrosa por Macedonio, Derrida y Nietzsche, entre otros. 147

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Pero éste es un afán que no corre. Afán que espera y deja (de) hacer. Y es precisamente bajo esta lógica de la omisión que Macedonio describe (y de-s-escribe) su propia escritura: es dejar hacer al lector, es un dejar (de) hacer y hacer a medias. Pero este hacer a medias no implica la calidad del producido sino su completud; por ello, se trata de un continuo completando la obra y no de una obra ya completada: la fuerza del gerundio supera, releva y denuncia la ilusión del participio. La escritura de Macedonio se anuncia a sí misma como una práctica que no llega a practicarse nunca totalmente: es tan sólo el “plan teórico” de su imperfecta puesta en práctica; es la práctica de la no producción.148 En El museo de la… la escritura se anula a sí misma: no sólo se enuncia sino que se “limita”, o más bien se pospone. El autor escribe que no escribirá más –promesa aplazada e incluso rota–, y además deja (de) escribir para que el lector lo haga. Su producción es a la vez un exceso de producción y un déficit de producido, se descuenta a sí misma hasta llegar a un cero textual que no es más que el desgaste necesario de la “escritura” en el proceso de “lectura”. Pero aquí ya no tiene sentido mantener la dicotomía escritura-lectura, y, menos, privilegiar uno de los términos. Además, esto nos llevaría a pensar en el lugar o el momento en el que se “da” esta relación (¿coprofagía, “inversión” sin producido, “trabajo” sin fruto…?). Y definitivamente la escritura de la escritura –la huella de “su” iterabilidad y su diferencia– se niega a ser de alguien: no es ni remite a un origen previo ni seguro. El no hacedor –el autor que deja de hacer su obra, el escritor que no escribe,… ¿Macedonio, pero cuál?– tampoco es. Al respecto, vale citar lo que Derrida afirma acerca de la escritura: He tratado de describir y de explicar cómo la escritura comportaba estructuralmente (contaba-descontaba) su propio proceso de destrucción y de anulación, (…) (D. “Posiciones”). En la estancia de la novela, donde se estanca el hacer, la auto-omisión es el vínculo entre lectores, autores y personajes: dejar-de-ser es condición y posibilidad de la cenestesia textual de la Belarte. La pluralidad de sentires inubicados descrita en la Belarte macedoniana implica la “ausencia” de todas las metáforas de la creación y de la percepción y, por ende, de las dicotomías que suponen: no hay sujeto ni objetos, recipientes ni contenidos, agentes ni pacientes, causas ni consecuencias. No hay dentro o fuera, ni tampoco amante o amada como figuras determinadas y definidas. Aquí no hay más que el juego diferido de la diferencia, donde la promesa de la presencia carece de eficiencia porque ya se es-tá (en) ausencia. Autor y texto (también el lector e incluso los personajes) se anuncian desde la distancia; se citan y 148

La negación o la tardanza de la Belarte macedoniana, su recienvenidez, no ha empezado a existir, es una promesa que se suple y desplaza a sí misma. Está por nacer, pero aún así, la afirmación de la Belarte, su promesa, se distingue de la negatividad romántica; ya que ésta –al igual que la crueldad Artaudiana– “permite acceder a una vida anterior al nacimiento y después de la vida (…); no a una muerte antes del nacimiento y después de la vida. Cf. . “Freud y la escena de la escritura” (D. 1989, La escritura y la diferencia).

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se esperan desde siempre y con retraso en el texto mismo: en “su” lectura. Y es precisamente este doble carácter (póstumo y a la vez prematuro) el que caracteriza la doble trama de la Belarte y su recienvenidez. El proceder de la Belarte implica la imposibilidad de apresar su ser (el del autor, el del lector, el sentido del texto,… el ser del Ser) y revela el “deber” de Macedonio (en tanto plan, proyecto, promesa, etc.): Y a mí me sirve para demostrar al lector que soy lector (…) (M. F. 1982, p. 57). Con lo cual, de paso Macedonio nos ratifica a nosotros –lectores- nuestro papel: escribir la novela: darle tiempo. Macedonio es el lector que (se) escribe; leer “su” novela es omitir e imitar al autor. Y por ello la Belarte no sólo desestabiliza los roles y posiciones de los “actores” de la lectura (todos somos personajes en deuda con nuestros homónimos), sino que conmueve los principios básicos que permiten o suponen una identidad y/o una relación causal y ubicacional: (un) dentro y fuera “dentro" y “fuera” del texto; principios que recrean el espejismo de las márgenes del “texto”, de los límites de una geografía imposible: la estancia de la novela. En la escritura macedoniana –(en) su ocultamiento– sobra un agrimensor (como en El castillo de Kafka, su misión es imposible u obsoleta) y, por ello, funciona como una crítica a la geopolítica propia de la metafísica de la presencia, y a sus principios de identidad y propiedad. En las propuestas teóricas, filosóficas, políticas, y culturales tradicionales, se devela un fundamento o significante trascendental incuestionable que, como ya hemos visto, es nombrado bajo diferentes máscaras y nombres: Yo, consciencia, Verdad, Lógica, Estado, Iglesia, Dios… Significantes que, a pesar de estar siempre diferidos, se insinúan como presencias inamovibles. Y ya que esta economía metafísica se fundamenta en la irreductibilidad del individuo (Yo), de la comunidad (homogénea o no) y de la propiedad (privada o pública), considero válido calificar esta economía de la presencia-presente como geopolítica. Entendiendo por geopolítica toda la serie de sustratos (activistas, ideológicos, económicos, etc.) que promueven y defienden la geometrización del poder; es decir, todas aquellas políticas que se niegan a cuestionar la autoridad como algo inherente a una presencia-presente, determinable y totalizable (el Yo, el estado, la Iglesia, la consciencia, el universo, el conjunto de los conjuntos, la ley, el getho, la pureza… el Ser). Sin embargo, el riesgo y la amenaza de estas políticas no reside en la suplementariedad de sus principios o el aplazamiento de sus promesas, sino en que justifican sus posibles atropellos en una economía irreductible del individuo, el estado y la propiedad. Así, todas las vías de hecho y derecho, todo el aparato legal, jurídico y penal de las sociedades occidentales está basado en la irreductibilidad del sujeto y la confianza en unas fronteras que delimitan su jurisprudencia: procedencia, pertenencia y propiedades. Y aunque sería obsoleto pensar o proponer una renuncia a tales procedimientos o “conceptos”, sí creo pertinente advertir que estos juicios

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(que aspiran o surgen de una supuesta moral o ley universal) padecen las aporías y limitaciones de todo juicio universal y de toda convención: son un edificio de ficciones sin sustento –como toda lógica, según Nietzsche–, ideologías que niegan o ignoran sus falacias. No es necesario sublevarse a “toda” ley, pero sí es importante identificar las inconsistencias de todo aparato jurídico, lógico y textual. …………….. Sitúo a Macedonio y a Derrida dentro de una red de críticas a la geopolítica: una historia llena de historias y discursos sobre nacionalismo, identidad, patria, leyes fronterizas, aculturación, colonialismo, etnología, autonomía gubernamental, y en fin, todo discurso (a tina o bala) que, con intención o sin ella,149 ha promovido guerras, hurtos, exilios y hambre en pro de la libertad, la democracia, la igualdad y el porvenir. Pero insisto, la falacia y peligrosidad de estos ideales trascendentales (Dios, Estado, Yo, Verdad…) no reside en que no sean presencias presentes, sino en que se representen como tales, en que no se prometan como promesas y posibilidades. Por lo cual, tal vez, debemos tomar e intercambiar las máscaras: ser todos los dioses, ver lo natural de la convención, lo convencional de la naturaleza y decir como Nietzsche: “soy todos los hombres”. Pero, no sólo para desenmascarar a los “dioses”, sino para reevaluar las funciones del estado, la iglesia, la educación, etc. en busca de una salida menos violenta.150 De ahí que la decostrucción de estos sujetos trascendentales lleve a postular nuevas posibilidades en su mero carácter de posibilidad: La democracia como promesa, o el fármaco (escritura, técnica, convención…) en su doble carácter de cura y veneno…, la escritura en la doble trama de lo literal y lo figurado. Además, en el intento por anudar la Belarte con la crítica a la geopolítica de la presencia, es útil insistir que ésta, como parte y todo de la metafísica, se erige bajo el yugo del totalitarismo y la violencia. Procedimientos y políticas excusadas o amparadas en promesas que impiden una ruptura o una salida pacífica: el significado, el valor veritativo de todo sistema geopolítico, es siempre diferido y la imposibilidad de una crítica se fundamenta en una promesa siempre aplazable (Cf. “La democracia como promesa”).

Ya hemos hablado de lo obsoleto y falaz de rastrear una huella y más la intención de un autor o de cualquier fuente de escritura; pero por ello mismo, por la “doble” lectura de todo texto, no hay escritura inocente: todo discurso será culpable por ignorante, inocentemente homicida e incluso suicida por omisión. 150 La decostrucción es violentación violenta de y contra la violencia, es acción frontal ante la idea de margen; negación de los límites que lejos de promover un imperialismo anulan la idea de identidad y conjunto. La decostrucción está más cerca de la crueldad artaudiana que del utópico pacifismo socialista, precisamente porque reconoce lo violento de todo régimen o partido (incluso de las propias posiciones). 149

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Si el significado no está dado y la cosa no está determinada, todo juicio será un juicio a priori y todo juicio universal un imposible. Sólo en esta lectura doble del doble signo (donde lo literal y lo figurado son indiscernibles y devienen potencialmente), la traición de Judas se presenta como favor y entrega, la condena de Sócrates puede entenderse como salvación, la cicuta será, a la vez, veneno y cura, y la muerte como imposibilidad de toda posibilidad (Heidegger) será a la vez un imposible en el amor (Macedonio).151

La lógica de la promesa “Vs.” la espera y el disimulo En el intento por debelar la falacia logicista, positivista y metafísica, queda por preguntarnos, no por leyes o exclusiones, sino por la pertinencia de una lógica “paraconsistente”. Y para desglosar tal interrogante es útil recordar que Derrida y Macedonio no son los únicos que han puesto en tela de juicio estos ideales e instituciones fantasmagóricas (que pueden no existir, pero que asustan y oprimen). Entre las críticas a los significantes y pilares propios de esta geopolítica de la presencia podemos destacar las críticas marxista, nihilista, psicoanalítica y “antilogicista”. Y aunque este no sea el lugar para desglosar las críticas que ha enfrentado la metafísica de la presencia y sus sistemas y aparatos ideológicos, sí creo que es el momento pertinente para recordar brevemente las denuncias y posturas que acompañan y alientan este trabajo. En primer lugar, el aporte marxista en mi lectura de Macedonio se condensa en la denuncia que alerta sobre la presencia –o posibilidad– de una falsa o doble consciencia que recorre todo sistema político y filosófico. Al aceptar la ideología, en tanto fragmentación de la consciencia o falsa consciencia, es necesario sospechar de todo enunciado y de todo aparato político, jurídico y moral para descubrir la ideología que lo subvierte. Esto mismo, desde la perspectiva freudiana puede entenderse como el enmarañamiento irreductible de lo consciente y lo in-ysubconsciente. Si no hay unidad en o de la consciencia tampoco existe el yo que pretende conmover Macedonio (del que nos hace dudar) y que es el sustrato fundamental de toda geopolítica, de todo anhelo de identidad (individual o colectiva) y de toda justificación sobre su propiedad, poder y jurisdicción. Por otro lado, el desenmascaramiento nietzscheano que denuncia la farsa que supone todo intento logicista y axiomático nos lleva a un nudo ciego: clausura no dialéctica de la dialéctica: no hay verdades, principios ni argumentos por fuera del Recordar Los tres Judas de Borges y el fármaco derridiano, Ser y Tiempo y, El Museo de … Ninguno determina de manera excluyente al otro. Todo texto se lee en las márgenes de otro, en la red diseminante de la Archi-escritura. 151

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marco de referencia que éstas suponen (lo cual tiene su contraparte en las aporías de la teoría de números y en la teoría de conjuntos). Realidad o imposibilidad de la axiomatización que buscó y prometió el positivismo y la filosofía analítica y contra la cual chocó Frege, Russell y Whitehead, y que se revela en el elocuente silencio del capítulo VII del Tractatus Logico–Philosophicus de Wittgenstein. Problemática que luego se abordará “en” el campo de la lógica no formal, y por lo cual este trabajo también debe su impulso a las sospechas y preocupaciones de la lógica paraconsistente, en especial a los trabajos de Andrés Bombarieth M. y Newton D`costa. Por lo anterior (lo que está antes y lo que ya no está, con lo que presento o anuncio desde su ausencia y la mía) he pretendido –aún lo hago– abrir la escritura, en especial la macedoniana, a nuevas perspectivas. Es evidente que así como todo discurso resquebraja sus supuestas “estructuras”, la lógica tampoco logra ya comprender y contener la diseminación textual (archi-texto) mediante principios y conceptos. El carácter posmoderno de Macedonio se da al enunciar un desencanto ante el proyecto moderno y el estructuralismo positivista. Pero no sólo ante los ideales de progreso, confort y tecnificación. La Belarte describe la imposibilidad de una axiomatización, de una lógica a la vez consistente y totalizadora,… de una metafísica. Por ello resulta interesante ver cómo la Belarte se encuentra permeada no sólo por las preocupaciones psicologistas de los siglos XIX y XX (principalmente Schopenhauer y William James), sino también por el relativismo152 y los avances en contra de los grandes “saltos” en lógica matemática y teoría de números. Por lo anterior intento soslayar, a manera de brevísima sinopsis, el devenir de la lógica de principios del siglo XX. Siempre teniendo en cuenta que la Belarte es o se promete como el gran a-fuera del texto: la posibilidad y la necesidad de la intertextualidad y el injerto. Por lo cual esbozaré algunas posturas y descubrimientos que alentaron este trabajo y espero permitan vislumbrar las repercusiones e implicaciones de la lógica macedoniana, de su Belarte, en relación con “su” con-texto histórico, científico y cultural (archi-texto). Siguiendo a Douglas R. Hofstadter, por medio de su libro Gödel, Escher, Bach, un Eterno y Grácil Bucle, es posible afirmar que la lógica matemática padece el anhelo (tan romántico como metafísico) por:

Si bien en el teorema de Albert Einstein la velocidad de la luz (e) se formula como una constante que permite formular hipótesis y despejar sus ecuaciones, posteriormente se ha descubierto una “leve” desaceleración en ella (en la velocidad de la luz). Lo cual no sólo hace pensar en otras formas o límites del Universo sino que desacredita una de las últimas promesas de estabilidad y consistencia. Cosa que ya Macedonio tuvo por oficio. 152

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(…) mecanizar los procesos intelectivos del razonamiento humano. (Hofstadter, Douglas. 2001, p. 22153). Es decir, en el intento por seguir los pasos de Euclides, quien logró codificar la geometría, y de Aristóteles, quien codificó los silogismos, en el siglo XIX y XX se da un intento desbordante por axiomatizar no sólo el Ser (metafísica), sino los lenguajes (por parte de la filosofía analítica) y la aritmética (cuyo ejemplo por excelencia son los estudios de G. Frege y los Principia Mathematica154). Uno de los pasos relevantes en este recorrido –de corte positivista- por la historia de la lógica es el descubrimiento (en el siglo XIX) de varias geometrías no-euclidianas, pero igualmente válidas y funcionales. Lo cual, lejos de invalidar la propuesta euclidiana postula una incógnita enunciada explícitamente por Hofstadter (en un tono claramente macedoniano): ¿Cómo podrían existir muchas clases distintas de “puntos” y “líneas” en una realidad única? (H, D. 2001, p. 22). Posteriormente G. Boole y Augustus De Morgan encontraron vías, para nada aristotélicas, con las que estudiaron esquemas de razonamiento estrictamente deductivos. Pero fue G. Frege quien, junto con Giuseppe Peano, incluyeron en sus estudios de razonamiento formal el estudio de conjuntos y la teoría de números. Estos, junto con los descubrimientos de George Cantor acerca de la teoría de conjuntos (teoría que concibe diferentes clases de infinitos) y las paradojas que esto implicó en la concepción de “límites” en el cálculo tradicional, repercutieron en la filosofía analítica y en la lingüística del siglo XX. Una de las paradojas que describe la estrecha relación entre lógica, matemática y lingüística es la que describe el objetivo principal de los Principia Matemática: discernir los diferentes tipos de conjuntos y jerarquizar sus relaciones. De esta manera, Russell, al concebir lo que denominó como conjunto inconsciente,155 intentó discriminar entre conjuntos “tradicionales” o “comunes y corrientes” y aquellos que “se devoran a sí mismos” (que se contienen de manera inconsciente). Ejemplo de estos últimos son “el conjunto de todos los conjuntos” o “el conjunto de todas las Gödel, Escher, Bach, un Eterno y Grácil Bucle. En adelante me referiré a esta obra con las iniciales H, D. y el número de página. 154 Obra mancomunada de B. Russell y Whitehead, a la cual en delante haré referencia con las iniciales P. M. 155 Fernando Zalamea nos ofrece un posible definición o ejemplo de tal problemática, cito: “El conjunto inconsistente de Russell l (R) está formado por los conjuntos que no se pertenecen a sí mismos: R=[x:x NE x] [R es el conjunto de los equis tales que equis no pertenece a equis] Se deduce inmediatamente la contradicción (…) un ejemplo atractivo de una tal situación consiste en considerar el catálogo de todos los catálogos que no se listan a sí mismos: la pregunta de si los catálogos se listan o no a sí mismos lleva a una contradicción inescapable. Borges (¡también Macedonio!) era muy afecto a la contradicción de Russell l y a los principios de circularidad involucrados en ella.” Tomado de revista Gaceta, Abril 1997, p. 89. 153

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cosas excepto x”. Valga la aclaración de que para Russell un conjunto sólo podía pertenecer a una de estas dos clases y nunca a las dos a la vez. Sin embargo, esta ley (y ningún otro principio, por lo menos de los contenidos en P. M.) nos impide inventar el conjunto C: C: el conjunto de todos los conjuntos comunes-y-corrientes (… y preguntarnos:) ¿qué clase de conjunto es C: de los comunes-y-corrientes o de los que se autodevoran? (…) “El conjunto C no es ni de los comunes-ycorrientes ni de los que se autodevoran, porque cualquiera de las dos soluciones desemboca en una paradoja”. (H, D. 2001, p. 23). Aporía que si bien posibilita la afirmación de Gödel –esta teoría de números (P. M.) es incompleta–, también recuerda las paradojas de Epiménedes, Zenon, Lewis Carroll y la conocida paradoja de Grelling; en la cual se usan adjetivos de dos tipos: autodescriptivos y no autodescriptivos. Los adjetivos autodescriptivos dan origen a “conjuntos” autológicos, tales como “onomatopéyico”, “hexasilábico”, “enunciable”, “horrísono”… etc. Mientras que los adjetivos no autodescriptivos dan origen a “conjuntos” heterológicos: “potable”, bisilábico”, “incompleto”, “amarillo”, “saludable”… etc. De esta manera, aunque parecen ser más numerosos los “conjuntos” heterológicos, es cuestión que el lector se dedique a jugar con las palabras y formule más conjuntos autodescriptivos.156 Sin embargo, lo paradójico de la paradoja de Grelling consiste en la imposibilidad de responder la siguiente pregunta: ¿A qué categoría pertenece el adjetivo heterológico? ¿Nos arriesgaremos a decir que el adjetivo “heterológico” es heterológico? (H, D. 2001, p. 23). Y es precisamente a este tipo de paradojas a las que se ha enfrentado el positivismo logicista, el cual confía y promete la eliminación de este tipo de aporías e inconsistencias. Programa y reto157 en el que Russell y Whitehead juegan un papel primordial, ya que propusieron una jerarquía dentro de la teoría de conjuntos a partir de la formulación de un principio (bastante artificial) que puede resumirse en la siguiente norma: Todo conjunto sólo puede contener o abarcar objetos o conjuntos de tipo más bajo. Tarea en la que la auto-referencialidad lingüística juega un papel fundamental, explotada por el arte conceptual contemporáneo. Ténganse en cuenta algunas expresiones, de “mi colección”, que describen y orientan esta tarea; es decir que se auto-decostruyen a sí mismas. Grupo 1: “Sin palabras”, “Aquí me callo, sin más ni más”, “Nunca tengo la razón”, “No siento nada”, “No es que a mi me importe; eso no significa nada; total, eso no existe, ¡ve!”, “!Deja de obedecerme siempre”, “¡Sé espontánea!”, “Siempre te oculto algo”, “Sé que nunca te conoceré”, “No creas nada de nada!, “Eso es lo que no sé”, “En nuestra república reina el hombre”, “Esta es la monarquía de la democracia”... etc. 157 El programa de la lógica positivista puede resumirse como el anhelo de derivar toda la matemática de la lógica; pero sus repercusiones se reflejan en el proyecto metafísico: aprehender el Ser en sus diferentes modos de ser y aparecer. 156

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Lo que implica que ningún conjunto puede contenerse a sí mismo; y, por tanto, el “conjunto” C –el conjunto de todos los conjuntos comunes-y-corrientes pierde su calidad de conjunto. Pero es ante este forzado recurso o evidente triquiñuela que se ha de oponer no sólo Gödel (al demostrar la incompletud e incoherencia de los mismos P. M.), sino también el post-estructuralismo derridiano y macedoniano (la doble trama de la gramatología y la Belarte, que de ninguna manera erigen leyes para contrarrestar inconsistencias, por el contrario, se anuncian como “una” de ellas: la novela de la novela, la espera en/de la espera). En ambos casos se niegan y desbordan los límites de la teoría de los tipos de P. M. ¡Dónde está la Belarte! ¿A que clase de conjuntos pertenece el Museo, que en su ausencia e incompletud se contiene a si mismo, se desborda a sí mismo? Lo que demostró Gödel, con su teorema de la incompletad,158 fue que la demostrabilidad es un concepto más endeble que la verdad, independientemente del sistema axiomático de que se trate. Es decir que la formulación axiomática de la teoría de los números implica proposiciones indecidibles.159 Con lo cual Gödel concluye que el intento de Russell y Whitehead, por axiomatizar la aritmética, es incompleto. Posiciones que de una u otra manera reflejan el parargón de la bisagra que articula la gramatología derridiana y la Belarte: la recienvenidez del sentido (de la novela, del lector, del ser…) está garantizada por el deslizamiento de las márgenes; éstas nada centran: se contienen y se desbordan a sí mismas, su “conjunto” es indecidible. ………… De esta manera, la filosofía contemporánea, en su crítica al positivismo metafísico, le reprocha el apoyarse en resultados científicos sin tener en cuenta su falibilidad (y sin acoger sus métodos), generando sistemas cerrados incuestionables desde su “interior” (Cf. El método científico en filosofía, B. Russell). Pero paradójicamente, esto aleja a la metafísica de la lógica –que ella misma genera y defiende–. La lógica, en cuanto rama de la filosofía, parece revaluar y subvertir sus propios principios. Hasta el punto en que es necesario proclamar una lógica paraconsistente que se formula como posibilidad ante las inconsistencias y, por ende, revalúa y desacredita, paradójicamente, la razón y la consistencia como necesidad y requisito “lógico”.

Teorema que en principio aborda las proposiciones formalmente indecidibles en los Principa Matemática y sistemas análogos. 159 Algunas de estas proposiciones indecidibles comparten la forma y el fondo de algunas paradojas similares a la de Epiménedes, el cretence que afirma: “todos los cretences son mentirosos”; es decir, proposiciones lingüísticas autorreferenciales. Lo cual, para el caso de la crítica de Gödel equivale a afirmar: “Esta aseveración de teoría de números no tiene ninguna demostración en el sistema de los Principia matemática”. (Cf. Hofstadter, Douglas. 2001, p. p. 219 a 21). 158

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A pesar de que la lógica formal y tradicional ha procurado que sus principios le eviten caer en el idealismo, son estos mismos principios, restricciones y leyes los que han hecho que la axiomatización lógica desemboque en una metafísica idealista: ¡el principio como origen legislativo es metafísica! En respuesta y reacción a esto se ha dado lugar a una “lógica” que, en el intento por escapar a los principios lógicos, se promete como una herramienta (máquina descriptiva y descostructiva) posible para leer el mundo como architexto, como diferencia aplazable e inabarcable: la paraconsistencia. La lógica tradicional (formal e infinitesimal) se ha presentado como posibilidad de señalar su objeto y método de estudio (¿conjunto que se auto-devora?). Objeto que intenta generalizarse como “todo lo posible”; lo que conlleva al idealismo de “la totalidad abarcable” y del juicio universal. Pero son precisamente críticas como las del propio Russell las que reprochan al idealismo basar su metafísica en la idea de la unidad del mundo. Unidad que parte de “falacias lógicas” y devela la lógica como falacia. Así, el propósito de la lógica constituye su imposibilidad: considerar que es posible, y hasta necesario, emitir juicios generales sobre la experiencia sensible de lo que llamamos “el universo” o “la totalidad”, sin tener en cuenta que no podemos saber si “todo” lo que conocemos es “la totalidad”, y sin poder garantizar la inmovilidad de las estructuras que adjudicamos al sistematizar nuestra experiencia y sus objetos. Por ello, trabajos como los de Goedel, Lukasiewics y Da Costa (¡también Macedonio y Derrida!, al lado de John Cage, Stravinski, The Residents, Robert Wilson, Carlos Bonil, Douglas Hofstadter, etc.)160 se prometen como “adecuados” ante la imposibilidad lógica de la experiencia y de la escritura, es decir, del mundo (totalidad) como architexto (intotalizable). Así, la lógica paraconsistente se erige en oposición”161 o alternativa a la lógica tradicional, que ha intentado encasillar y definir el mundo (caos) bajo el orden de conceptos y categorías (cosmos), lo cual ya Nietzsche denunciaba como ficciones completas. (Cf. N. F. 1993, Fragmentos póstumos). Es precisamente la denominación de “Lógica paraconsistente” una proposición (huella, significante) que tales pensadores intentan validar como posibilidad de una “lógica fragmentaria e incluso errática”. Lo que implica la decostrucción de leyes y principios que supuestamente “garantizan” la consistencia, la verdad, y el sentido.

Las “enumeraciones caóticas” son una forma pantagruelesca más que denuncia la invalidez de toda lista, una lista siempre está abierta, denuncia el ocultamiento de los puntos suspensivos y el et caetera. Y aquí, antes de pretender insinuar un auge de la decostrucción, aludo a su eterno retorno, a su imposible consolidación como presencia: la decostrucción también es su promesa, y como tal se ha descrito a lo largo de la historia, o, por lo menos, a las márgenes de las historias y/o las literaturas de todas las épocas (antes y después de la modernidad). 161 Recordemos que: “No toda posición implica una oposición. No implica una trascendencia. Una posición sólo le importa a quien le importa.” Carlos Bonil, Exposición Medios eléctricos, Alianza Colombo Francesa de Bogotá, marzo de 2003. 160

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Pero esta problemática de la axiomática lógica (¡logocéntrica!) no es exclusiva de pensadores modernos o posmodernos. Incluso, todos aquellos que definieron y defendieron una lógica formal y cerrada, se enfrentaron a paradojas y aporías. Ejemplo de ello son las advertencias y leyes que pretenden evitar contradicciones y sinsentidos, como es el caso del principio de no contradicción, el del tercero excluido, el modus poenendis, el principio de pseudo Scotto, la ley o el postulado de las paralelas,162 la teoría de los tipos de P. M. etc.; todas éstas, leyes y propuestas que promueven un totalitarismo excluyente en busca de la unidad y el orden: una aporía más dentro de su añorada democracia, que no es más que la tiranía violenta que ignora la diferencia entre la unidad y la diversidad, el ser y el ente –el existente–. Así, con la imposibilidad de jerarquizar y axiomatizar las relaciones entre conjuntos, números, lenguajes y sistemas, se declara abiertamente la apertura del “conjunto universal” y su inabarcabilidad -mundo, texto, yo… sensibilidad-. Al respecto, vale la pena citar una de las posiciones de Derrida acerca de la lectura – diseminación- en tanto doble sesión, en la que se remarca: una nervadura, un pliegue, un ángulo que interrumpa la totalización (…) Por este ángulo, este pliegue, este re-pliegue de un indecible, una marca marca a la vez lo marcado y la marca, el lugar remarcado de la marca. (D. “Posiciones”, “primera pregunta”). Además, en este recorrido en el que se asoma la paraconsistencia como posibilidad y cualidad de la recienvenidez (y viceversa), nos enfrentamos a la “perdida” del sentido (luto, velación y re-conocimiento de dicha perdida). Recorrido que, en últimas, constituye o atraviesa la historia del ser -la metafísica-. Camino en el que el signo se “empieza” a vislumbrar como la escisión entre significado-significante, sentido-referencia (signum-signatum); con lo cual, la significación (proceso) se instaura o más bien dilata, como la imposibilidad misma de axiomatizar la realidad, la existencia y el ser. Problema que ha sido enfrentado por el platonismo, la escolástica y “los modernos” pasando por las plumas de pensadores como Platón, Aristóteles, Rousseau, Hegel, G. Frege, L. Wittgenstein,163 y Saussure (entre muchos otros); quienes intentaron conceptuar o axiomatizar la “supuesta totalidad” o sus “partes y estructuras”: el ser, la matemática y la aritmética, el lenguaje... los lenguajes, etc. Intentos de mérito extraordinario pero cuyo valor reside (por lo menos para el presente trabajo) en el fracaso de su propósito común: axiomatizar y determinar los diversos modos del ser. Razón por la que la Belarte se anuncia como una promesa paraconsistente que crítica, denuncia y se rehúsa a sucumbir bajo la violencia del anhelo logicista de la metafísica de la presencia. La novela no está pero se suple y dilata en su promesa. Es decir el quinto postulado de los Elementos, tratado en el que Euclides consolidó su geometría. Y que constituye el talón de Aquiles de su tratado, por lo cual fue objeto de estudios que, de manera errática, llevaron al descubrimiento de geometrías alternativas, como la geometría “astral” y la “hiperbólica”. (Cf. H. D. 2001, Capítulo IV). 163 Básicamente, el Tractatus logico-philosophicus. 162

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Si fracasara como tal la que llamo novela, mi Estética salvará el caso: admito que se la tome por novela, por fantasía de buen género, por novela suplente. Si falla la novela puede ser que mi Estética haga de buena novela. (M. F. 1982, p. 209). ……………. Por último y sin finalizar, ya que estas páginas buscan (aún) ser parte de este asomo y recienvenidez de la paraconscistencia, de la Belarte, y de la sublevación / subversión164 del paratexto, sólo me queda suplantarme: dejar la escritura en otras manos, por el momento, tan intangibles como las mías. Me copio y dejo este problema a otro, consciente de que esto no es ni un perfecto plan ni una imperfecta pieza su ejecución. Endoso mi escritura y acabo como empecé, anundando dos lecturas en la espera de su sentido y la reserva de “su” diferencia: Todo comienza con el remitir, es decir, no comienza. Desde el momento en que esa fractura o esa partición divide de entrada todo remitir, hay no un remitir sino, de aquí en adelante, siempre, una multiplicidad de remisiones, otras tantas huellas diferentes que remiten a otras huellas y a huellas de otros (…) Esta divisibilidad o esta Différance es la condición para que haya envío, eventualmente un envío del ser, una dispensación o un don del ser y del tiempo, del presente y de la representación. Estas remisiones de huellas o estas huellas de remisiones no tienen la estructura de representantes o de representaciones, ni de significantes ni de símbolos, ni de metáforas ni de metonimias, como estas remisiones de lo otro a lo otro, estas huellas de Différance no son condiciones originarias y trascendentales a partir de las cuales la filosofía pretende tradicionalmente derivar unos efectos, unas subdeterminaciones o unas épocas (…). Desde que hay remisiones, y ya desde siempre las hay, algo así como la representación no espera más, y hay que arreglárselas quizá para contarse de otro modo esta historia, de remisiones a remisiones de remisiones, en un destino que no está nunca seguro de juntarse, de identificarse o de determinarse. (D. Envío).

Gracias. Y Firmo. Yo firmo. La palabra subversión, aquí se despoja y enfrenta a todas las connotaciones que despliega la posibilidad de situarla en la cadena sémica de: su versión, sub-versión, versión, aversión…. Aquí se ha pretendido desestructurar y decostruir las razones y nexos que han llevado a la concepción de la falacia objetiva (basada en la dicotomía objeto-sujeto) y de estructura. Bajo las cuales se permite y facilita la jararquización y la discriminación de “lo marginal” (en este caso, la versión como suplemento o ausencia de objetividad). 164

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