LOS JÓVENES Y LA EXPERIENCIA
Francisco Eichholz Sólo un título le hace a usted digno de confianza. J. W. Goethe
Dígale usted que cuando sea hombre, respete los sueños de su juventud. Friedrich Schiller
Tal cual son propuestos, “los derechos de los jóvenes” deben suscitar ante todo preguntas. ¿Por qué los derechos de los jóvenes? ¿Qué son aquí los derechos? ¿Se poseen? Y aun, ¿qué son aquí los jóvenes? Sí, por qué no, ¿o acaso sabemos lo que sea un joven? Y una vez más, pues en esta asociación de nombres se oye una consigna siempre urgente, pero demasiado oportuna, quizás, para tomársela en serio: ¿Por qué los derechos de los jóvenes? Ante el futuro La juventud, pasaje que media entre la infancia y la adultez, supone una cualidad de lugar en la vida. ¿Qué decir de ella? En La línea de sombra, Joseph Conrad dedica algunas palabras al tránsito entre la primera juventud, donde “cada recodo del sendero posee su seducción”, y la segunda y última juventud, “dominada por el hastío y la irreflexión”; digamos, momentáneamente: por el arrogante convencimiento de que la educación ha terminado. ¿Pero sabe ya el joven vivir? Sólo la instrucción y el adiestramiento tienen fin. También la educación tal cual nos hemos habituado a entenderla. ¿Por qué sin embargo ha de surgir la creencia de que la experiencia acaba? ¿Donde yace la arrogancia de los
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jóvenes? ¿Es exclusiva de ellos? Expuesta a una decisión a la que no podrá sustraerse, la presumida independencia del joven se encontrará, tarde o temprano, ante el llamado de la sociedad a integrar sus filas. Los bríos de una adolescencia que descubre y se encomienda graves misiones cederán a una resignación que dará comienzo a la despedida de la juventud. Ha llegado el momento de hacer algo parece que te dice todo el mundo y tú dices que sí, con la cabeza. En plena decadencia metafísica caminas ahora con una libretita en la mano impecablemente vestido, con la modestia de un hombre joven que se abre paso en la vida dispuesto a todo.1
Todavía joven y orgulloso, podemos suponer que el paso a la sociedad deparará alguna que otra decepción a las ingenuas ilusiones de quien se hace al mundo de los mayores con gallarda convicción. Así es como, por lo menos el poema de Lihn, presta oído a ese llamado. Conrad, en cambio, no demuestra el mismo entusiasmo. La escasa confianza que sus oídos conceden a los mayores impide que su acción ceda y se resigne al mandato que no le viene de sí. Su manifiesto hastío es arrogancia en contra de la voz convocante de los mayores. Por eso se miden en él conveniencia y lealtad hacia sí; lo que habrá de sucederle a todo joven que se halle impregnado de esos aires altivos que a algunos depara la segunda juventud. Pero Lihn habla de modestia y disposición, palabras que enseñan menos desenfado que el que lleva al joven Conrad a arremeter contra los puestos vacantes que la sociedad espera rellenar. Preciso es detenerse aquí, en este paso y sus variantes. Aunque la edad tiene una incidencia insoslayable en la escucha y admisión social de las personas, es fundamentalmente la formación civil la que brinda el pasaporte hacia la 1
Monólogo del padre con su hijo de meses; Enrique Lihn.
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sociedad. ¿Ambiciona el joven esta condición? No mientras su nombre propio pueda prescindir de títulos que lo auspicien, antecedentes que lo favorezcan a la hora de ingresar en el mundo socio-laboral. Pero estos antecedentes se harán necesarios, y deseables, cuando la requerida consolidación económica los reclame. Asumiendo responsabilidades en el n nombre propio, desde entonces convertido en marca pública e indeleble, y sin poder disentir o evitar los juicios que a él se adhieran, el joven estará obligado a labrarse un futuro a partir de este volátil patrimonio. Ahí donde el consenso colectivo programa y delimita sus acciones, el joven participa de una empresa social de la que en adelante verá depender su libertad. Una autonomía recientemente estrenada se verá subyugada por una necesaria heteronomía. Y esto significa que entre él y las generaciones mayores se gestarán compromisos bidireccionales, pactos o contratos. Llevados por la ambición, unos los tomarán rápido, otros, en cambio, más lento, con desconfianza o desinterés, con una pasión desfavorable hacia la estabilidad jerárquica del conglomerado social. Justo en el umbral de este pasaje sin vuelta atrás, éstos, los más lentos, verán trepar por la tierna cepa de una infancia aún palpitante la desconfianza hacia la adultez y la restringida temporalidad que enangosta el cauce más caudaloso de la vida. Pero conveniente será, no obstante, que el ingreso en la sociedad no tarde, si por prudencia se prefiere esquivar el inevitable rechazo con que ella habrá de defenderse de los espíritus altaneros que, acaso se dirá, desatienden los requisitos imperantes para la participación normada. Sólo uno mismo puede obligarse a ser inoportuno, y no es mucho el tiempo que para esas artes otorgan los demás. Las perspectivas libertarias de la juventud no podrán subordinar las restricciones del hombre contra el que se dirigen. Ese hombre tiene el mundo a su favor. La persistencia de ese ímpetu lleno de futuro entonces decaerá. El presente y su seriedad tomarán su lugar. Este presente dominante y su futuro se presentan pronto. En un pasaje de Adiós a los padres, Peter Weiss caracteriza, no sin nostalgia, la desgracia que a las seducciones de la primera juventud –y la infancia– trae la llegada de la segunda juventud, que arriba con la seria voz de los representantes de las asperezas de la vida.
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Corríamos sobre el blanco tapiz de agujas sedosas de pino, echábamos un vistazo al tronco hueco donde vivía la lechuza, buscábamos conejillos sobre el musgo, perseguíamos libélulas en el estanque, oíamos gritar al cuclillo entre los árboles, cuántos años teníamos aún por delante. [Más tarde, la voz de los padres] ...después entrarás en la vida y tienes que saber algo, si no te hundirás. Cuando se hablaba de la vida había que mostrarse sombrío y triste. La vida era algo serio, esfuerzo, responsabilidades.
Orientado hacia el futuro en el presente de una ola que no revienta ni trae todavía su resaca, el joven no lamenta aún el paso del tiempo que luego, agobiado por el “fue” que concurrirá a su conciencia, habrá de resistir. Este “fue” hará germinar la cuenta que el paso del tiempo, tarde o temprano, extiende al presente y su futuro, imponiéndole las metas que la juventud había postergado y que las exigencias sociales volverán ineludibles. Entonces el presente, más que un paso, será la contención que al mero tiempo opondrá la voluntad. Y esta manera insidiosa de contraer la temporalidad preferirá un pájaro en la mano a cien volando.2 ¿No reconocemos ya al adulto, empecinado en no volver a perder lo que durante su juventud derrochó? Una determinada economía de la vida gana prioridad con los años. Y si ella es la preponderante, ¿no justificaremos entonces a los padres que le dan a observar a los jóvenes la posición conveniente para resistir los inminentes embates que la vida no ahorra? Pero en nombre de su experiencia, la posición del padre ante el hijo enmascara un rechazo y una obstrucción a la experiencia del joven. La máscara del adulto se llama “experiencia”. Es inexpresiva, impenetrable, siempre igual; ese adulto ya lo ha experimentado todo: la juventud, los ideales, las esperanzas, la mujer. Todo era ilusión. [...] Pero tratemos de quitar la máscara. ¿Qué ha experimentado ese adulto? ¿Qué quiere demostrarnos? Ante todo, una cosa: él también ha sido joven, también él quería lo que queremos nosotros; él 2
Escribe Schopenhauer: “Cuanto más envejecemos, nos hacemos más económicos. Porque, en la edad avanzada, cada día de la vida que se va produce en nosotros el sentimiento que experimenta un condenado a muerte a cada paso que se le acerca el patíbulo” (De la diferencia de las edades de la vida). En verdad, a la muerte no suele prestársele atención sino tarde en la vida, pero sí urge, y pronto, el tiempo, que falta, paradojalmente, para ser consumado.
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tampoco quería a sus padres, pero la vida le ha enseñado que los padres tenían razón. Y muestra su sonrisa de superioridad, pues a nosotros nos sucederá lo mismo. De antemano desvaloriza nuestros años, los convierte en una época de simpáticas necedades, en una infantil embriaguez que precede a la larga sobriedad de la vida formal.
¿Qué es la experiencia en boca de un padre ante su hijo? No sólo un deseado encauzamiento hacia donde la vida se vuelve administrable: el lugar de los compromisos y las relaciones que den al joven terreno suficiente para enraizarse y cobrar posición. Aquí la vida vivida y los consejos que aporta encubren, tras la máscara “experiencia”, una frustración y una soberbia: tanto el desprecio por las experiencias y ánimos del joven, como el placer de desilusionarlos. Esta máscara aparenta un saber que es patrimonio de los adultos al mismo tiempo que destino ineluctable de los hombres jóvenes (obsérvese las dos veces que aparece el “nosotros”, donde el adulto basa, a priori, la verdad a posteriori de su consejo, el de un hombre mayor). Las palabras recién citadas las escribió Walter Benjamin a los veintiún años, haciendo oídos sordos, tal parece, a las palabras que su padre intentaría inculcarle. Vuelve a oírse, ahora más fuerte, la arrogancia del joven: ¡Maldita “experiencia” que sólo enseña a envejecer y repetir palabras de viejos hipócritas, endeudados con un pasado que sólo han de intentar remediar en un futuro –el de los jóvenes– que no les pertenece! Este joven detenta, aunque de manera irreflexiva, la experiencia suficiente para desafiar la petulante expresión con que el adulto justifica su vida ordinaria. De este modo hace gala de un saber arrogante, sin duda; pero no se le oirá decir, por ejemplo: “por fin sé vivir”; frase que parece estar detrás de la “experiencia” que el padre valida ante el hijo. No lo dirá pues rechaza la noción de experiencia convertida en administración. De una manera tan despectiva como la que estila el adulto, rechaza un saber –la razón de los padres– porque, le parece a él, no merece el crédito que detenta y ostenta. Al hacerlo tiene a la vista el prurito de la administración que ninguna experiencia pertinente a sus fuerzas le enseña. El modo como el adulto se sirve de “su” experiencia contrasta, así, con la irreflexión del joven, con una pasión que desafía el camino reglado y anticipable que los fines comunes
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imponen. Pero por la vía rebelde está el joven de todos modos en camino de una autocomplacencia peligrosa: las convicciones son prisiones y por ellas se libran guerras. Volvamos pues a las palabras de Conrad, para nosotros ahora decisivamente atingentes. Tal vez no estemos tan despistados si escarbamos aquí en busca de algo digno de ser dicho acerca de los derechos de los jóvenes. La seducción que ejercen las cosas se va perdiendo con el transcurrir de la juventud, nos dice. Con ella se pierde el fugaz instante de la emoción que en la primera juventud inspiró los juegos que paulatinamente, al ir cesando el asombro, se truecan en hastío. ¿Qué perdemos con su llegada? Perdemos ese presente que es un prodigio porque rebalsa la medida de lo posible, un presente que no tiene en cuenta su pasado y por eso no saca cuentas, un presente fugaz, siempre de paso. Para Stendhal, que suele ofrecer palabras sabias, el hastío sigue a la posesión; y podríamos pensar en la posesión contra el paso y la pérdida de lo presente. Y si seguimos por aquí, podríamos pensar también en la vanidosa posesión de un saber que impugna el saber de los padres, combatiendo quizá su modo de posesión. Tal como la propiedad y el uso se diferencian –en cuanto lo propio aparece cuando se hace objeto de reclamo en contra del uso impropio o desapropiante–, la posesión se muestra como lo contrario de la posibilidad (considerada aquí como lo que excede el marco de lo posible según las prerrogativas de los esquemas de apropiación de la conciencia dominante, que somete a su (re)conocimiento la posibilidad del imprevisto; pero considerada también como la imposibilidad de la posibilidad, del deseo que es potencia, que no “permanece deseo” porque desea su fin; imposibilidad que por eso es destino y desvío, un pasado –y un porvenir, una presencia sin presente– al que invocaremos aquí reiteradamente). Y una palabra tan enigmática como la experiencia, ¿no podríamos rehabilitarla mostrando cómo enseña a ver posibilidades en lugar de propiedades o posibilidades determinadas por su fin y disponibles para un poder? ¿No conseguiríamos con ello atenuar la influencia del hastío para reencontrar el mundo donde las cosas permanecen ajenas al sentido propio que se enseña en su instrumentalización? ¿Estaríamos equivocados si instaláramos ahí la pregunta por los derechos de los jóvenes, dándole lugar a una novedad que la repetición con los años resta? “La metamorfosis general de los hombres los hace pasar de la ternura al recelo”,
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escribe Stendhal. Es tierna y graciosa la carencia de heridas. Ahí no ha ganado aún todo el terreno la desconfianza que distanciará luego a cada cual de quienes ya no considere espontáneamente sus semejantes. Si no estamos descaminados al pensar que en esta ingenuidad se ve en el otro la imagen que refleja un espejo, hemos de creer que en el recelo sucede lo mismo, adjudicándose al otro un pensamiento tan poco inocente como el propio – y dejando de paso esa ingenuidad de ser inocente. ¿Acaso no sucede esto cuando nos percatamos de la existencia de un afuera nuestro? Y sin embargo, ¿cuánto tardamos en reaccionar a él, prestándole atención sólo de acuerdo a lo familiar que ahí reencontramos? Aquí la ingenuidad respecto de lo otro cede únicamente al recelo. Esta falta de experiencia del otro y lo otro, y falta, por eso, de perspectivas descentradoras del mundo propio, circunscriben el mundo a ese pequeño ámbito donde lo experimentable se encuentra tan disponible como limitado en su potencia nociva. En pos de combatir la “experiencia” del adulto que resiste la perspectiva que validan los bisoños años del joven, este último intenta derrocar esa imagen de sí que el espejo no le devuelve; repele él también, de esta manera, la otredad que para su mundo implica el adulto. ¡He ahí su arrogancia!, especie de autoafirmación que parece requerir de la negación del otro. Este joven se opone a la experiencia perita en evitaciones del adulto, a la vez que se enclaustra en la imagen de su propia victoria; quiere otra experiencia y se bate con denuedo en contra de la que se le quiere imponer. Le falta un espíritu sereno, dependiente de una paciencia y una cierta pasividad que sólo la experiencia-de-lo-otro enseña –o la experiencia sin más, pues, como dice Maurice Blanchot, no hay experiencia estrictamente hablando sino cuando está en juego algo radicalmente otro. El recelo, en cambio, es el triunfo de una familiaridad pequeña y mezquina. Se recela al usurpador, quien merece toda la desconfianza porque es depositario de una codicia que sólo el celo por lo propio, porque lo propio no sea arrebatado, sugiere. ¿Quién pretende, por el contrario, un saber capaz de fracturar esta familiaridad con que se contempla uno a sí? El recelo se va paulatinamente adhiriendo en el joven cuyo mundo conocido sirve de norma y límite para el mundo posible o aceptable, ese mundo que dejará de resultarle fastidioso cuando se le impongan los fines que enrielen el “caos pulsional de los años mozos” por el sentido común (para decirlo con las palabras del adulto, cuyas pulsiones siguen el curso indicado por sus
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deberes –y escapan a ellos a la sombra de la vigilancia que los mantiene en su cauce). Este objetivo revocará el hastío y, con los objetos de posesión que propone, fomentará la ambición, que crea la expectativa por lo que escapa al dominio de lo que se encuentra a la mano, al mismo tiempo que enseña a extender ésta. Todo ocurre muy rápido. El hastío se difumina cuando se presentan propósitos suministrados por nuevos fines. En el joven, la arrogancia también puede dictarla la ambición por una carrera que se presume ascendente. Pero por eso, en cuanto se observan aquí, en el filo de la juventud trocada en adultez, vaivenes entre la “libertad” y la ambición social, conviene que seamos precavidos y no nos dejemos alistar fácilmente. Una pregunta suspicaz abre el espacio para la problemática que se avisa: ¿No son las exigencias que las constantes autoridades pudieron imprimir sobre el veleidoso pero dócil espíritu joven las que aquí de nuevo ejercen el mando, ahora comprometido con la conciencia de un interés que hará en el joven más fácil su responsabilidad? Como si la prudencia hablara, el joven oirá: “Ha llegado el momento de hacer algo/ parece que te dice todo el mundo/ y tú dices que sí, con la cabeza.” “En plena decadencia metafísica”, ¿qué escucha el joven? El poema de Lihn retrata este momento como la sumisión que la decadencia de las propias energías es incapaz de esquivar. Habla incluso de modestia. Conrad, por su parte, pretende que el primer paso en el mundo es un primer mando. ¡Claro!, pues el suyo lo lleva a comandar un barco y a demostrar y demostrarse su pericia. Admirando su propia intrepidez desafía al mundo dominado por las codiciosas embestidas de los que van a morir; gente que desprecia y ridiculiza desde el vigor de unas energías que los más viejos sólo pueden envidiarle. Pero ya en tierra, la deseada autonomía económica se trueca en heteronomía social: no es inevitable que el joven caiga de rodillas, pero sí parece serlo que sucumba al aburguesamiento. ¿No existe, en contraste, una exigencia a seguir siendo joven, no por obstinación, claro, sino en nombre de la experiencia que da vuelta a cada esquina sin evitar las sorpresas que pueda depararle? Si el joven no hace más que rechazar la exigencia proveniente de quienes marcan el presente con su ponencia porfiada, entonces no es de extrañar que pierda su ternura cuando más dispuesto esté a ganar algo para sí, para demostrarse a sí lo que él y su “libertad” valen. Va a perder un sosiego cuando tenga por objetivo una o-posición. Oposición que viene condicionada por la posición magistral de los
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adultos ante los jóvenes, reproducida a su vez en el modelo de enseñanza escolar y universitaria que hace al adulto poseedor de una verdad que transmite para madrugar a los jóvenes inexpertos, jóvenes que desde entonces dejarán de serlo si se entregan, sumisos, al alero vaticinador de un maestro o, incluso, de un amigo. 3 Decíamos que intervenía aquí un tema que precisa atención: ¿cómo se instala en el joven la “conciencia de un interés”? ¿Cómo arriba un interés-a-futuro a la conciencia, sea para coincidir con los otros o con uno? ¿Por el oído? Nos referimos ya a la persistencia que en la conciencia cobra el “fue”. Lo mismo que embota a la experimentación, hace surgir a la “experiencia” –ligada, por cierto, a la responsabilidad. Sólo para imaginarnos una salida, atribuyámosle libertad al joven a la hora de decidir finalmente su futuro. La conciencia de un interés se traduce para Lihn en modestia: las guerras personales ya se han librado y no queda más que sentar cabeza (aunque con cierto entusiasmo y expectativa). El joven Conrad, en cambio, parece no transar en contra del hastío que la pedantería de los adultos le habrá ocasionado durante el tiempo que no pudo evitarla. Ese mundo reglado por una sapiencia fatua sigue resultándole intolerable, por eso tal vez se haga a la mar. Pero esta revuelta que toma partido en contra de la presuntuosa perorata de la “experiencia” será igualmente presa de una convicción; de ahí que el propio Conrad caracterice esta época como irreflexiva; y es que, en sus propias palabras: “experiencia significa siempre algo desagradable y contrapuesto al encanto y la inocencia de las ilusiones”. Ya advertíamos acerca del peligro de la autocomplacencia, pero también del resguardo que puede seguir al rigor con que la realidad hiere, pudiendo ello, igualmente, radicalizar las ilusiones. Los cabos sueltos, a pesar de todo, convergen aquí. ¿Qué justifica la convicción sino un interés? Pero ¿es pertinente hablar de interés? Tal vez debamos referirnos a una exigencia. ¿Es ella la voz de los mayores, de un imperativo social que reclama fidelidad, de los amigos, o de sí mismo –“esa voz que habla en lo profundo”, como la nombra Nietzsche–? Como exigencia, 3
Las experiencias, gustos y preferencias de los adultos pueden transmitirse de diversas formas y encontrar tierra fértil en la avidez que los jóvenes demuestran por contar con convicciones. Una manera nada imperiosa y sí muy capciosa elige el adulto cuando busca ganarse la confianza del oyente vía seducción. Una forma similar por su enmascaramiento impugnaba Nietzsche en un texto de juventud: Sobre el porvenir de los establecimientos educacionales, donde llamaba la atención sobre el modo como el estudiante estaba atado al profesor y, a través suyo, al Estado, el padre que impartía sus órdenes por el oído, aquel lazo que mantiene al alumno vulnerable a su lección. En este ensayo espero mostrar en ejercicio al seductor poder que ha tomado el lugar que antaño ocupó el Estado.
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en este último caso, habrá sido silenciosa, contrastando con la autoexigencia que replica a la perentoria voz de los adultos. La cuestión, queda con esto avisada, es la procedencia de esta exigencia. ¿Provendrá de un origen incierto, de una ley también incierta, inestable? ¿O será de nuevo una ley de origen social que llama en el joven al hombre que hay en él y que, revocando falsos designios, lo reconduce hacia los demás hombres? Entonces la exigencia sonará distinto. Es cosa de poner oído. Y oído, por lo tanto, a lo que haya de ser en cada caso la experiencia. Por su parte, la cuestión del fin será lo que defina la cualidad de cada una de las respectivas acciones: de futuro o para y a futuro. Según haya o no interés, consistirá una en la gratuidad y la otra en la utilidad, si nos permitimos por el momento presentarlas de manera somera y preliminar. De ningún modo estaremos con esto enmarcándonos al interior de la lógica bien restringida de los opuestos: la lucha entre los defensores del orden establecido y sus detractores, entre el campo capitalista y el campo de las ideologías socialistas. La “nueva voz joven” La posición centrada en un rechazo a la adultez está convencida de su verdad, que si bien no es fruto de una acabada experiencia, sabe, y eso parece bastarle, que el saber detentado por los adultos no es más que el pretexto legitimador de un poder. Pero, ¿no observamos aquí una autocomplacencia que tal vez no se vea satisfecha hasta destituir a la adultez de un lugar que ella –“la posición centrada en un rechazo a la adultez”– gozará ocupando? La pregunta persiste y ya no esconde su acechanza. ¿Qué llama aquí, qué exige, qué interesa? Aunque rebelde, el interés aquí no dejaría de ser utilitario, quedando contaminado con aquello que hacía su objeto de crítica. La seducción casi incontrarrestable del poder social encuentra en los dispositivos mediáticos todo tipo de señuelos, incluso para jóvenes insurrectos4. Con la progresiva 4
“En el amor todos se traicionan”, dice Lihn en el poema que venimos citando. En el compromiso amoroso se aprende a asumir una responsabilidad hacia sí por un otro cuyo celo obtendrá derechos para impugnar un asueto, una soltura o un desembarazo indebidos. Pero no es necesario que los jóvenes se casen para que comulguen con estos hábitos propios al vínculo social. Si en el matrimonio el otro tiende a disolverse en la identidad que las costumbres conyugales van gravando, la impoluta semejanza que así se atestigua como campo social –y público, por ende– encuentra en nuevos modos de socialización otras variantes. ¿Qué sucedería, por ejemplo, si esta semejanza dispusiera de campos aislados donde regir, fracciones de identidad
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diversificación de su oferta, el mercado ha hecho, especialmente de los jóvenes, receptores privilegiados para “lo nuevo” que el desarrollo cómplice de los medios pone en vitrina a diario. Internet –cuya principal faceta es hoy llevar el mercado a la casa, lo cual, en todo caso, está lejos de agotar sus enormes posibilidades– se parece a este lugar de infinitos sitios donde concertar intereses comunes a la vez que dispares. Esta fragmentación de la comunidad que antaño pretendió regirse por un único centro, sólo confirma el modus operandi del mercado, ineludible efecto del capitalismo tardío que engloba a los jóvenes en una dinámica signada por el valor de la novedad y la moda, y no, en cambio, por las predilecciones de las que se sienten dueños. Y aun así, ajenos a la determinación epocal a la que están sujetos la mayoría de sus procederes, los jóvenes toman para sí estas mercancías y el saber que implican como si los reflejaran a ellos y no al sistema del que dependen. Sus ínfulas, entonces, no se hacen esperar; la posición en la que quedan parece ameritarlas, pues: ¿no es acaso una posición magistral la que ocupa aquel joven que sabe procurarse prestigio hablando desde una experiencia breve pero difícil de asimilar para el adulto? La computación –y muy en particular Internet– provee potencialidades que sitúan al joven en una posición tal vez inédita. Apuntando a la jerarquía escolar, se han oído voces que pronostican una significativa alteración de los roles profesor→alumno. Todo ello no queda imaginarlo sino como una simiente de renovación y sugestión para el aprendizaje, despojando a los profesores de su papel tutelar acrítico y desposeyéndolos de un saber que resta lugar a la imaginación. Sin prestar a este fenómeno una mirada en exceso suspicaz, de todos modos cabe pensar que esta posición auspiciosa ocupada así por los jóvenes consiste, una vez más, en la de un saber que se mantiene vinculado con un poder, una posesión y una investidura vanidosas. ¿Nos sorprenderá por eso la ironía que aquí se consuma, pudiendo un saber desobediente al antiguo orden encontrar los resortes para su rebeldía en el nuevo? Quizá nos encontramos con un ejemplo más ingenuo cuando la siempre renovada escena musical –esa que se actualiza comercialmente– propicia entre sus adeptos una prestancia algo pomposa, un saber y estilo al que muchos jóvenes rinden culto. Esta vanguardia musical es incapaz de gestar los movimientos juveniles que desde los sesenta que casaran entre sí a individuos sin necesidad de que los modelos de semejanza coincidieran entre sí en un único molde?
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promovió el rock. Tanto como la vanguardia computacional, y en consonancia con la madurez del capitalismo, depende de la novedad que proporciona la complicidad tecnoeconómico-mediática (Internet –por lo menos para el gran público– es el infinito escenario de lo actual; la presentación que de ello hace está modelada según categorizaciones heredadas que rigidizan más que ponen a prueba la experiencia ahí vuelta obra o, más exactamente, producto, sometiéndola a una presentación estable, afín a su comunicabilidad, es decir, al interés que su efecto suscita en cuanto mercancía). Y así, absorbida por la información actual y homogeneizada por la irresistible pertenencia a las nuevas comunidades juveniles, la experiencia, y el saber que a partir suyo pudiera elaborarse, pierde la distancia con respecto a las novísimas investiduras del poder (poder de la representación, detentado mediáticamente) y, a la vez, la ocasión de someterlo a crítica, la que los jóvenes ejercen de un modo banal, pasando sin demora entre los despojos que va dejando el imperativo de actualidad al que sucumben tarde o temprano. Esperanzados aquí en la defensa de una noción de derecho que no acabe consumida por la distinción entre favorecidos y desfavorecidos, según haya o no quienes requieran del auxilio del Estado, pero tampoco por la distinción entre capacidades e incapacidades, parece oportuno que la sistemática objetivación del joven en favor del interés del mercado, de las categorías sociales vigentes que éste se encarga de mantener con leves e inofensivas variaciones, y del futuro rendimiento productivo que el orden social predominante persigue, dé para algo más que estos meros tanteos.5 Si no adviene una crítica que les renueve a los 5
Difícil escabullir otro mero impulso, circunscrito ahora al quizá más ensayístico de los lugares: la nota a pie de página. Si el derecho no debe articularse como merecida subvención del Estado al desposeído, ni tampoco concederse como resultado de las capacidades demostradas, ¿de qué modo, pues, entenderlo? El derecho a la educación, quizá el más requerido derecho del joven, perfila públicamente al joven en cuanto estudiante. ¿Qué suele significar esta figuración? Aquí se discute si se debe y quién debe subsidiar la educación, además de aquél que deba ser su justo destinatario. Se supone, por una parte, que todo joven merece educación, es decir, que todo joven merece ser estudiante. Desde la perspectiva que el libre mercado ilumina, se trata en cambio de premiar la eficacia probada o a probarse a futuro, pretexto que sumado a la movilidad social del pobre que así se consigue favorece la justificación del préstamo privado para el financiamiento educacional. El derecho a la educación se merece entonces por naturaleza o por logros. Pero el derecho concedido como “derecho a ser estudiante”, ya sea que el estudiante deba devolver el dinero que se le prestó o, fin complementario a éste, colabore mediante su trabajo al crecimiento del país (en el caso que se subsidiara completamente la educación), implica el estudio para el lucro. Es claro: cuando se habla aquí de educación, se trata de un medio. En cambio, ¿quién piensa la donación de este derecho como un abono, pero un abono sin la expectativa de una ganancia (para el interés privado o público)? ¿Quién cree que el gasto en la educación de los jóvenes se gasta en el porvenir, justo aquello que impide el lucro –en cuanto la ganancia, en el tiempo
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jóvenes una relevancia política (un papel, no una militancia), ¿qué sentido tiene pensar en sus derechos? Del anhelo que espera ver en ellos una práctica ajena a las determinaciones del mercado procede una expectativa que piensa sus derechos de una manera distinta. La práctica en cuestión es crítica, pues se rige por el modo heterodoxo que late en aquel joven que anticipa la asignación del rol prefijado que le espera. Los derechos en este sentido dependerían de una actuación política que hiciera figurar al joven en cuanto otro. La crítica, entonces, habría de ser tarea del mismo joven, su tarea, siendo la experiencia que se cuenta la guía que lo habrá conducido a ella en razón del testimonio del ser, como joven, otro, eso que, precisamente, no suele contar-se. De la elaboración de sus experiencias, pues, dependería para él que se abriera lugar (cubierto, cada día más, por las ofertas de identidad, que aplastan el espacio para este testimonio disidente a la par que desinteresado). El sentido de política –de habitación del espacio público– que sería preciso atender aquí, merecerá una elucidación más adelante. Pues bien, ¿acaso no es eso, el abrirse del lugar, precisamente el derecho para el joven? Si no consigue serlo habría quizá que adjudicárselo al mercado, según llegamos a advertir entre sus efectos la multiplicación de los lugares comunes a la vez que una precavida inmunidad hacia lo ajeno. La apertura, según creo, es la voz que se abre a la escucha y la escucha que se abre a la voz (a todo su cuerpo y a todo el cuerpo); por eso es el fruto que arroja la elaboración de la experiencia (como incorporación de lo otro), su cuento –que no cuenta, en el sentido de no hacerse valer como derecho a lo otro-de-lo-social, si con ella no ha advenido antes una práctica ascética apta para resistir la provocadora categorización de “lo joven” que dispensa el mercado. Esta indispensable ascesis, condición para una actuación heterodoxa, dista del modo como suelen obtenerse los siempre por venir, queda fuera del alcance del presente? La disyuntiva entre financiamiento público o privado para la educación olvida que ella, la educación, implica un tiempo de futuro y no a futuro, implica un tiempo venidero, un tiempo irre-presentable, tiempo del quizá, tiempo al que el interés que el presente deposita en el futuro debe ceder. Desde esta perspectiva el tema no se concentra en aquello que los jóvenes necesitan para estudiar –como si estudiar fuera una necesidad–, sino en lo que motiva su aprendizaje, en el futuro que ahí espera, pues la motivación es el aliento y la pro-vocación del futuro –futuro al que el presente, él mismo, se presta. Este prestarse al futuro, no siendo exclusivo al joven, es como su impronta. El derecho a la educación –articulado en consonancia con el derecho del joven como derecho al joven– se parecería entonces a un derecho al futuro como derecho del futuro, derecho que las sociedades capitalistas, porque no cuadra en el proyecto por el que se conducen, prefieren intentar someter –nunca lográndolo– para no estar entregados al devenir del tiempo como apertura a lo otro.
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derechos: tras la lucha expectante o la pasiva espera hasta hacerse merecedor de alguna de las prerrogativas que el poder social reparte para encuadrar las acciones de “todos” en los registros normativos que sostienen los hábitos de las “sociedades libres”. Del mismo modo, pero tomando en consideración una solicitud aparentemente distinta que se hace sobre ellos (sólo aparente, digo, porque en ambas de lo que se trata es del llamado a la complicidad), habría que precaver a los jóvenes de cualquier embrujo sedicente capaz de manipular las “viriles energías de la juventud” en favor de una re-acción política desmesurada, que frente a la carencia de hitos colectivos y utópicos, se manifiesta con rugidos antes que con palabras. Aquí, la discreta y paciente rebeldía se pierde en las licencias que a la fuerza obtiene la masa. Baste por ahora sólo insistir denunciando en la promoción de lo actual –ni siquiera lo “dicho”, sino lo pro-pagado, eso que suele ser objeto de comercio– un registro tan imperioso, porque cautivante, como antaño pudieron detentarlo los mayores, quienes, a menudo esclavizados por los deseos que en sus hijos van a la siga de la representación mercantil de sí mismos, tampoco dejan de sucumbir a las deificaciones de un presente consagrado al perpetuo presente de la información, presente éste que está regido, tal como lo denunciaran hace más de medio siglo Horkheimer y Adorno, por la “racionalidad instrumental”, devenida en parte a causa de la imponente presencia del orden capitalista en la sociedad. Son las manifestaciones ya tardías de este orden las que ejercen su seducción sobre los jóvenes. Por eso, la eventual promoción que este orden hiciera de sus derechos se cuidaría de no lesionar su propio funcionamiento, donde los jóvenes están llamados a irrumpir sin interrumpir, a hablar, pero no a ser escuchados. De modo que el vasto dominio informático, según veíamos, favorece, al mismo tiempo que el comercio de la información convertida en un bien preponderante, el desarrollo de habilidades para hacerse de estos saberes y estar así en conocimiento de las claves de prestigio actuales, que ejercen parecida influencia entre jóvenes y adultos, otorgando también a los primeros, de modo excepcional, la posibilidad de capitalizarlas. Particularmente entre ellos, Internet ha dado ocasión para oír algo que hasta no hace mucho hubiese resultado inverosímil: “no estoy en pie para permitirme no saber algo que los jóvenes saben”. El joven entra a la sociedad con pasaporte de joven. Incluso habla su
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propio dialecto, y se lo debe entender para aprovisionarse debidamente de la pericia necesaria para participar de mundos tan sobresalientes5. Pero con todo ¿es en efecto así? ¿A qué viene tanta suspicacia? Regresemos al punto en cuestión. Tal parece que una nueva voz se hace hoy obedecer. Ella brama actualidad. Boyante actualidad. Pero en el habla conectada a esta omnímoda voz ofertora, la juventud, que hace las veces de su jactancioso y saciado megáfono, pierde la elocuencia que sólo puede prodigarle la orfandad respecto de un saber poderoso porque regente. Un don de la lengua que se da devolviéndose sobre sí y hablando desde sí, de otra manera, vemos que se extravía, inaudito, en el asidero que el habla del joven –en su tendencia a deshabitar la lengua materna– encuentra en referentes novísimos.6 Ahí deja el joven de ser joven; ahí deja de darle crédito a la experiencia que está siempre por-venir. Ahí, en cambio, su voz repite dichos ya transados en el mercado de los valores legitimados, donde se asumen roles que evitan el aprieto de la inexperiencia (de la “experiencia”) y su inherente peligro.7 Ahí se ha llegado a puerto. ¡Y cuán pronto va el joven llegando a puerto! ¿No será que el puerto se mueve? ¡Qué prodigio! Con desenfado frente a la legalización de una experiencia, preguntemos: ¿Se habrá ella acabado, se habrá traducido al anglicismo que hoy tiende a borrarla en cuanto cepa 5
Si los “mundos jóvenes” basan su consistencia en la atención que les presta el mercado, porque esa atención existe, los adultos han perdido la posibilidad de legitimar su resistencia hacia lo juvenil e “inexperto” (es decir: lo que no coincide con el registro adulto). Coludido con los medios, el mercado facilita la permisividad que antes estuvo vetada por los mayores. La interdicción, a este nivel, se vuelve contra ellos en lo que antes pudo ser motivo de algún orgullo gerontocrático. La vejez es hoy sólo falta de lozanía y belleza. Mientras mayor es el efecto de los valores que el mercado pone en vitrina, mayor es la reprobación de la vejez. Con ello, los nóveles consumidores-cómplices obtienen un poder que los asemeja a los productos del mercado. A este respecto basta con hacer constar el papel que los jóvenes tienen en las imágenes que la televisión ha puesto delante de los ojos de tantas personas tanto tiempo diariamente. Haciendo las veces de maniquíes de la moda, aparecen representando lo deseable. 6 Y lo que ahí encuentra es un padre. Espero que al criticar este paternalismo no esté acudiendo en beneficio de un asesinato edípico que reinstaure la figura del padre criollo, del que Chile supo por casi treinta años y del que no parece dispuesto a quedar guacho cuando, para estar al día, se recurre a símbolos identitarios nacionalistas (autosuficiencia xenofóbica). Los sustitutos internacionales nos recuerdan eso sí que “lo social” ha visto fracturado el vínculo comunitario que mantuvo mientras existieron horizontes utópicos congregantes. ¿Depende este vínculo, en Chile, de un padre dominante, de su habla-guía proyectora de futuro? 7 La experiencia –toda experiencia– supone inexperiencia; ya una vez aludimos a ello solapadamente y lo volveremos a hacer de manera explícita. Hölderlin escribió a los veintiseis años: “[...] y no hay, desde todos los puntos de vista, época más peligrosa que el tránsito de la juventud a la madurez. Creo que en ningún otro período de la vida le dan a uno tanto que hacer los otros hombres y la propia índole, y esta época es, en rigor, la época de los pudores y la cólera y los insomnios y las angustias y los tormentos, la época más amarga de la vida.” Pero hoy para el joven hay casi más ofertas que demandas, de ahí la torpe arrogancia de la que muchos hacen gala.
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ancestral? De expertise será adecuado hablar para referirse a la experiencia que mejor sepa administrar los medios para alcanzar fines predeterminados. Y claro, el interés que aquí imparte su régimen no es otro que aquel que aporta al adulto su cualidad: él, el que sabe. Ya no persiste el heroísmo que quiere sacudirse a la generación de los padres. No es necesario. “¡Qué desconsuelo!”, dirá el joven que a punto estaba de zarpar. Pero es cierto. Cuando las distintas posibilidades que antaño dieron a la vida un sabor aventurero son absorbidas por el mercado, los caminos a andar están cada vez más anticipados y propuestos, como ofertas que el pasivo y pacífico consumidor aceptará si quiere participar de algunos de los beneficios y placeres controlados que la sociedad comercia. El trabajo no es una obligación, a nadie se le impone, y pocos, no obstante, lo rechazan. Ya no puede entendérselo, sin más, como el necesario mal menor para evitar uno mayor. Paulatinamente el trabajo ha dado a las sociedades una impronta distinta, merced del reconocimiento que su obra es susceptible de suscitar entre los seres socializados. Es por ello la puerta que se le abre al joven para ingresar al salón, ahora más amplio, de la sociedad (del hall al mall). En ciertos casos, todavía la experiencia del padre, sus propias conquistas, la posición de su nombre, proporciona la llave que le permitirá al joven ingresar al mundo de las convenciones por la puerta ancha, sin andarse con pasitos y a tientas, como un inquilino en casa de sus patrones. Pero en general puede presumirse que habrá nuevas ofertas que producirán nuevas demandas y nuevos puestos laborales. Con este nuevo y vasto despliegue de profesionalismo hacia áreas antes inaparentes se habrá ampliado el marco de receptividad reclutadora de una sociedad crecientemente tecnificada. Tal vez entonces ya no haya rechazo, ni de los jóvenes a los padres ni al revés. ¿Pero qué será de la voz joven? Voces nuevas, ¿nuevos derechos? ¿Derechos a las voces jóvenes o a las novedades? Derecho como apertura a la voz joven Se trataba de detectar la proveniencia de la exigencia que imprimía en el joven, en el registro de su voz, los rasgos detentores de saber y poder que suelen caracterizar la voz de los adultos. ¿Qué es lo que ahí llama y a qué llama esa exigencia? Llama una insatisfacción social, llama un deseo que pretende reconocimiento, llama (a) la acentuación de una mismidad, sea poco o muy gregaria, pero colectiva al fin. Lo que llama llama la atención,
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se le dan derechos, se le prestan oídos. Llama el otro a uno, y lo llama, parece que oye el segundo, a hacerse reconocer, ni siquiera a con-testar. Sabemos por experiencia a qué se da derechos y presta oídos: a lo que se ambiciona o envidia, en todo caso a lo que se desea, eso que atrae.8 Los jóvenes quieren ser mayores. Sus deberes son los derechos de los mayores. Y lo mismo, pues, sucede en el umbral del mundo laboral. Tarde o temprano tendrá que entenderse el joven con el adulto en una retórica y un tono menos parecido al del primero y más al del segundo, que suele contarse en una lengua y un lenguaje en los que no ha hecho la experiencia de lo que dice y acredita. Y si, por otro lado, cobra el joven, día a día, más escucha, ella no ha dejado de ser objeto de administración para los intereses de los adultos. La pregunta a la que arribamos es la siguiente: ¿tienen derecho los jóvenes en cuanto jóvenes a intervenir en las escenas públicas, comandadas habitualmente por la voz jactanciosa? ¿En cuanto jóvenes? A estas alturas todavía no deja de ser una perogrullada la pregunta por el joven en cuanto joven. Los jóvenes: ¿los que “adolecen” de falta de expertise? Esta es una determinación conceptual de los adultos en complicidad con el trabajo expuesto a las coordenadas que marca la competitividad del libre mercado. Para hablar de jóvenes sería preferible hablar de “voz joven”, distinta de “nueva voz joven” o “voz jactanciosa”, esa voz que puede oírse tanto en jóvenes como en adultos –pero que es marca, y esto va quedando claro, del poco respeto a las singularidades que ofrecen aquellos que avanzan por la vía rápida vestidos con ropas que no son suyas y revestidos con cómodos prejuicios. El peligro, se lo oíamos recién decir a Hölderlin, habita en el terreno que media entre la propia índole y la voz de los otros. Tensión, ésta, entre el camino que toma el hijo pródigo para volver a su familia, a lo propio su-yo, como un retorno a sí y en sí, a su identidad, y el camino que lleva a una encrucijada, a un terreno salvaje, ni propio ni impropio, que sin embargo habita en lo propio como lo impropio, como lo propiamente impropio. El derecho a la propia índole, ¿no hemos venido aquí defendiéndolo? ¿Pero y el 8
Pero la envidia también los resta. El deseo puede incluso producir vergüenza y hacer que en lo deseado caiga la humillación que se evitó para no alterar la dignidad propia. Este deseo no es de menores a mayores, sino de mayores a menores, incluso subordinados, como aparece en algunas notables escenas de la película La lista de Schindler, aquellas en que intervienen el mayor a cargo del campo de concentración y su sirvienta judía. El derecho interviene aquí como autorización, aunque sea o quiera ser generosa.
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derecho a lo otro?, ¿acaso no cobra edad la experiencia cuando se le presta atención al otro? Sí, pero ese otro no ha de hacerse eco del llamado que lo convierte en comunidad –o lo reconvierte, según se crea, como parece hacerlo Habermas, que la comunidad, como el hogar de Ulises, la casa propia del “nosotros”, antecede a la otredad–, dentro de la cual jactarse porque se ostentan sus bienes simbólicos. Por eso es importante la (im)propia índole, de ella depende una responsabilidad de sí como (solicitado por) otro. La deseada convergencia consigo mismo es el encuentro con una identidad que se hace fácilmente accesible en la identificación con las mercancías de la economía de los bienes simbólicos. Con ello se cierra la posibilidad para la identificación de lo otro y de la (im)propia índole en cuanto destino ajeno a toda determinación. Por eso, ya que se trata de darle voz a ese otro que habita en cada uno como uno mismo, ¿admitiremos que para él, como para la (im)propia índole, no hay oídos?, ¿admitiremos que por eso calla (el otro en uno)? Los jóvenes disfrutan hoy, hasta cierto punto, de algún crédito. Ellos mismos son los detentores de un saber que se comercia y trae dividendos. Sin embargo, en la mayoría de los casos, e incluyendo a muchos de los que ya cuentan con esa expertise internetera, por ejemplo, sigue siendo un trauma el ingreso al mundo laboral, el mundo donde las reglas son de los mayores. En primer lugar: nadie consigue crédito por ser joven. Los adultos escuchan, buscan, detectan en el joven, por ejemplo en una entrevista de trabajo, sólo si sirve para lo que ya se sabe que ha de servir. Más se lo mira que se lo escucha. Si no tiene curriculum, a los adultos sólo les quedan ojos, casi nunca oídos. Y si no fuera así –se apresuraría el adulto a sentenciar–, no habría valido la pena tanto sacrificio. En efecto: tardó él en conseguir ser parte útil y efectiva de la sociedad, y por lo mismo tardó también en hacerse merecedor de los derechos con los que la sociedad premió sus esfuerzos, abriéndole los caminos que por sus medios desde entonces transita. Pero hoy los jóvenes tecnificados, dueños de una voz actual que no busca oídos sino que impone escucha, no esperan permisos por merecimientos. Sin embargo, no es la juventud lo que la sociedad madura oye aquí. Lo que se hace oír es la actualidad del mercado, la novedad que difunden los medios y los jóvenes aprenden a recepcionar y apropiar (la crítica debe estar atenta a este ventrílocuo, que también hace hablar –produce tanto como refiere– a la “opinión pública”). Los adultos podrán reconocer en ella un valor, pero jamás una experiencia que
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no esté atada a un saber útil –ese que saben reconocer porque les es provechoso. Para conseguir hospedarse en la casa –la empresa– de la voz adulta, la voz joven tendrá que dejar de serlo, acompañando a las generaciones anteriores hasta que acontezca un nuevo relevo en la historia trascendente del capital. Virtual o no, será una posición en la sociedad, el prestigio que otorgue un saber bien ponderado, lo que dé derechos al joven... en cuanto adulto. Pero tomemos distancia de la “realidad” e insistamos, ahora de manera más académica. En cuanto jóvenes, por cierto que existirán derechos. “En cuanto jóvenes” quiere decir aquí “en cuanto personas”, pues los jóvenes son “personas”, se dirá con presumida entonación. Y en efecto, ¿quién podría negarlo? Ser joven supone ser “persona”, supone reconocerse entre otros en cuanto semejante. Es en cuanto “personas”, por lo tanto, que se respetarán los derechos de los jóvenes, tal como deben respetarse los derechos de los niños, de las mujeres y los viejos, entre tantos otros que merecen de parte de la sociedad todo su reconocimiento. Pero “derechos”, tanto para los jóvenes como para las mujeres –y es lo que no se dice aquí–, significa aperturas. “Aperturas”: no se dice esto cuando los derechos, en cuanto igualdad, son objeto de codicia. Ahí se quiere penetrar y no abrir más espacio que el necesario para caber dentro, a como dé lugar. Tampoco se dice “apertura” cuando hay quienes son más semejantes que otros al modelo. Una puerta se abre cuando quien no abre a cualquiera espera hasta escuchar la clave acordada. Es de suyo evidente que las claves están hoy en poder de una entidad tan amorfa como multiforme: las claves han dejado de ser patrimonio exclusivo de unas castas. La familia, difuminado casi su rasgo patriarcal, ha crecido con la exposición del trabajo al mercado; las amistades, tan necesarias en el negocio, no pierden oportunidad de cultivarse fuera de los límites tan cercados hasta hace sólo dos décadas. Como se ve, sigue habiendo claves de ingreso a puertas que de otro modo permanecen cerradas. Si las claves las dicta el mercado (y no ya el partidismo político, por ejemplo), no ha dejado de ser cierto que las detentan los mayores, por lo menos en cuanto son quienes deben buscar la coincidencia con la comunidad de socios, empleados, clientes o consumidores. Hay acuerdos y derechos; en ese orden. Hay acuerdos, esto es decisivo para la vigencia del presente como presente. Acuerdo significa, hasta cierto punto, amistad,
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convergencia en torno a valores dignos de suscitar fidelidad. Un acuerdo es una forma familiar, es la vigencia de un entendimiento y por eso de un presente común, el presente de la comunicación. ¿Ofrece este delimitado tiempo presente apertura a los jóvenes, aquellos que no están fogueados con las costumbres y la “experiencia” de los adultos? Como joven, tendrá derecho quien se haga oír sin desconfianza o premeditado entendimiento. De otra forma, los manidos “derechos de los jóvenes” (o de cualquier otro segmento o condición social que requiera continuamente de estas banderas de lucha) les permitirán a las convenciones vigentes ampliar la legitimidad que ya tutoreaba el inestable tiempo presente, ese tiempo que ha de permanecer para asilar y acrecentar el poder (que rehuye la fugacidad y la movilidad, por ejemplo, del viaje, esa venturosa experiencia de los jóvenes que se trasladan para perder el centro de gravedad que los adultos llegan a mantener incluso durante sus viajes, anclados a hábitos que no se ponen a prueba). Si los “derechos de los jóvenes” no remecen los acuerdos sobre los que maniobran los adultos, sólo serán permisos, acuerdos ofrecidos por la parte que concede los derechos. Es cosa de recordar: te dejo hacer eso que tú quieres para demostrarte que premio anticipadamente la obediencia que me testimoniarás regresando cuando te lo he indicado. La motivación instrumentalizadora no ha dado un paso en la confianza que implica atenerse al joven en cuanto distante en su intimidad a los preceptos de sus mayores. Pese a los lazos que pretenden rodear a la familia y a las agrupaciones de todo tipo (reduciendo lo otro a lo mismo), esta distancia sólo merma cuando el joven, para obtener derechos (al precio de cumplir con deberes), se empeña en parecerse a sus mayores. Veamos cómo opera el reclutamiento. Los padres exigen que se cumpla la promesa que han hecho emitir al hijo; están en derecho de ser respondidos con los actos responsables de su hijo y tienen así poder sobre él, que ha empeñado su palabra. ¿Pero se llega a dar la palabra a los jóvenes para que no digan lo que se espera que digan? Aquí suele estar precisado a priori el campo de lo posible: se cuenta a los jóvenes cuando se cuenta con que se comportarán tal y como estaba previsto. No cabe duda que esta exigencia disfrazada de expectativa es motivo de violencia. Y tal vez la reflexión sobre los jóvenes deba hacerse en consonancia con una debida reflexión sobre la violencia, ¿o acaso dejaría de estar en lo cierto quien defendiera, más allá de otras condicionantes, la relación entre
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juventud y delincuencia? Cuando la sociedad se hace cuestión de la edad en que las acciones de un joven deben tener consecuencias penales, ¿no debe acaso ella, irresponsablemente (al)armada, mirarse y preguntarse si tiene o no derecho de impugnar las secuelas de violencias solapadas? Pueden imaginarse las palabras del padre tras haberle dado al hijo una oportunidad para que pruebe lo que él pudo ahorrarle si hubiese sido escuchado debidamente: “te lo dije”. La pedantería de los padres es necesaria para evitarles sentirse responsables de un fracaso. Lo mismo sus exigencias. Pero nadie enseña a vivir sino la misma experiencia. Nadie vive por otro la vida que a cada uno le ha tocado en suerte. ¿Será pues un deber dar al joven la oportunidad para que experimente? Este deber entra en colisión con la manera como la sociedad regula sus fronteras (sus deberes y sus derechos). ¿Dónde, en qué espacio de lo social pueden darse estas “pruebas”? Imponiendo pruebas, ahí sí hay derechos, tal como premios en un juego bien normado. Pero cumpliendo, el joven no tiene oportunidad de probar: sólo se cumple lo acordado. Las pruebas para alcanzar derechos se ejercen muchas veces de manera tácita, tal como un acuerdo que nunca fue suscrito y cobra siempre vigencia cuando la acción no es tal y como la deseaba quien sustenta la autoridad. El presente que así rige no recuerda tomándose en cuenta a sí mismo como efecto del pasado (efecto de efectos). La autoridad, como veíamos, es transmitida entre padres o adultos. Se apela a un derecho de padre que supone y prescinde a la vez de una promesa hecha efectivamente por el hijo, lo mismo que el contrato social y la posibilidad de un acuerdo entre seres inconmensurables: joven-adulto, pobre-rico, civil-militar, citadino-campesino, débil-fuerte, etcétera. Pero para nuestro caso: ¿Qué derecho es éste si no el que da la “experiencia” a los mayores? La “experiencia”, en efecto, es una cédula de identidad interactiva con la múltiple gama de poderes sociales. Pero mejor será no proseguir por aquí: de hacerlo tendríamos que dejar de orillar y abordar decididamente el tema latente del patriarcado, que aunque desfalleciente por la llamada crisis de la familia, persiste en sus connotaciones androcéntricas y conservadoras (aun en las sociedades liberalesdemocráticas). Una peligrosa temporalidad
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La experiencia, dijo alguna vez Orson Wells, y con esto nos retrotraemos a la diferencia entre propiedad y posibilidad, consiste en aprender que siempre hay más posibilidades (más tiempo del que cabe en lo presente). Se aprende entonces que nunca es posible aprehender la vida de una vez y para siempre. Y si acaso el presente perfecto del poder cediera en alguno de sus apretados cabos, tal vez, recién entonces, aprendería el mayor a perder lo suficiente para ganar lo que no puede asirse: la vida..., que siempre volvemos a oír, renovada, en los relatos que sobreviven a los hombres para volverles a enseñar los ánimos que en el trajín olvidaron; los cuentos, esos que van quedando a la vereda del camino por el que las urgencias humanas transitan con el vértigo que extraviarán luego, cuando envejezcan y vean, al final de su surco, el comienzo del que toca a las nuevas generaciones. Los relatos, como tierras sin confín, son la experiencia que aguarda siempre a los que aún están llamados a la vida.9 La experiencia, la propia y la ajena, ¿no es la renovada vivencia de lo viejo? No es, pues, una posesión. Y si la juventud ha de extraviar inevitablemente la vitalidad de sus sueños, pues que no lo haga en manos de las certezas regentes, adonde los sueños van a estrellarse porque corta es la fe que ahí habita, la fe de cada convicción que se tiene por verdadera y domina, por eso, sobre ese torpe vigor juvenil, que aunque falto de experiencia, no por eso está requerido de la experiencia de los adultos, cuyas palabras orientarán al joven recién cuando en ellas resuene el beneficio de la sabiduría que convoca en el presente al pasado que la conclusiva sabihondez oblitera. Este olvido encubre una exigencia de pensamiento y su denegación. Habría que fomentar el habla indigesta, aquella cuyo registro exuberante resulta incomestible para las compactas versiones oficiales que reducen la singularidad y 9
Esta renovación se debe a una cualidad que la información sólo ha venido a desplazar del ámbito del habla: de momento que ella exige a su mensaje una inteligibilidad de suyo, favorece la retirada que padece la transmisión de experiencias por medio de relatos. A diferencia de la información, que “cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva” y “sólo vive en ese instante”, debiendo “entregarse totalmente a él, y en él manifestarse”, los relatos se asemejan “a las semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad germinativa hasta nuestros días.” De esta germinación depende una enseñanza que la información, consumida en el presente que ayuda a circunscribir, no proporciona. La retirada de la narración, que Benjamin, en su ensayo El narrador, lamenta al hacer esta comparación nada casual, viene en parte posibilitada por la prisa, que trae aneja la preponderancia del asunto “puro” y su explicación por sobre la proliferación de las huellas narrativas: los efectos de la historia, que va contándose como la historia natural, que en lugar de un encadenamiento explicatorio, aparece jalonada de muerte: demostración del curso inescrutable del mundo: alegoría de la precariedad de todo esfuerzo humano.
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abundancia de los acontecimientos al marco donde la atención adiestrada en los hábitos uniformados no pierde pie. Relatos del pasado inédito (que habitan de todas formas el presente, claro que espectralmente), piezas imposibles de capitalizar en un presente que enseña acuerdos y aprende así a recordar lo sabido, lo que se pregunta con la respuesta informada en la misma pregunta, lo que se descubre luego de haber sido escondido. El futuro que este presente complacido se representa brilla como su finalidad, finalidad, por eso, presente en el inicio de su búsqueda. ¿Debemos, pues, recordar? ¿Recordar qué? No recordaremos interesadamente, desde un presente que no se deja hender por los cauces que le dan vida. El niño es el padre del hombre, escribió Julien Green. Re-cordar la infancia, la antigüedad del hombre que inunda el presente apropiado por contención de lo otro; recordar activamente y hacer cundir el pasado al que de otra manera permanecemos presos, como el primogénito al padre. Yace ahí, en la memoria del hombre, un pasado latente, sin contenido determinable e imposible de someter a las exigencias del “hoy” que gobiernan sobre el adulto, casi siempre entregado a las responsabilidades que ha contraído casi sin darse cuenta, sin contárselo ni responsabilizarse ante sí como otro. Una suerte de pérdida del presente abre campo a la memoria: [...] y sólo cuando enmudece en mí el instinto de observación y de control y mi conciencia pierde pie, vuelven a aflorar los impulsos de la época más antigua de mi vida.10
Que el presente se cuente como pasado, que se cuente en sus influencias, en su historia, que se con-cite como devenir y no oponga resistencia al hiato temporal que se abre bajo sus pies, ¿acaso no sería recomendable para que, tal como el padre ante el hijo, dejara de sellar en su corazón el recuerdo de una juventud que aunque muerta ronda siempre como un fantasma? “Que los estudiantes se conviertan en sus propios archivistas”, aconsejaba Foucault cuando el modelo patriarcal estaba en trance de perder su pilar adiestrante.11 Sería 10
Adiós a los padres; Peter Weiss. Que los jóvenes se recuerden, que recuerden su pasado sin subsumirlo y capitalizarlo en el presente del testimonio absoluto, que les pertenece del mismo modo como ellos mismos pertenecen a los puestos que sus ambiciones habrán conquistado. Cito a continuación un extracto de la memoria que en la cárcel, en los albores 11
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necesario que así fuera, que los jóvenes, pero también, ojalá, los que guardan memoria de su juventud (los “jóvenes adultos”, denominación ambigua pero provocadora, quizás, de la suspensión de la dialéctica joven-adulto y su teleología, como de hecho sucede en la narración que hace Conrad –el ex-marino– de su pasado, narración que, como literatura, no consigue ni pretende apropiarse del pasado como condición de posibilidad del presente), los que actúan o actuaron durante un tiempo determinado entre la universidad, o su falta de ella, y el trabajo, hicieran memoria y dieran testimonio de sí, se acreditaran hasta calibrar sus derechos en cuanto jóvenes, resistiendo a su vez la memoria de quienes pretenden haber superado su infancia y su juventud. ¿Pueden confiar los jóvenes en la memoria de los adultos, tan comprometida con el presente del que son dependientes en sus posiciones o resignaciones? Recordar para liberar al presente de las exigencias que le impone un pasado presentificado o revivido con un interés, el del presente; liberarlo para el experimento que somos, para una exigencia siempre anterior: el fantasma genealógico que se prefiere eludir, como si la lengua fuera un bien apropiable, justo lo que quiere el dueño de casa que se olvida de sí como huésped. ¿Y no es cierto que la experiencia que se impone a otro es la de un pasado que sirve para hacer presente –y justificable– un poder, y desde él la propiedad del “hoy” en cuanto aquello factible? Pero la experiencia que viene (no la que se tiene), una suerte de memoria de lo impensado, trae un tiempo incómodo al tiempo de lo vigente. Esta experiencia viene a los jóvenes. Todo depende de que se abran espacios en el discurso público para que sea penetrado por narraciones que no pretendan dar cuenta fehaciente de los hechos, sino que los traten con la deferencia que brinda el saberse distante de la derrota, escribió, todavía muy joven, Régis Debray, uno marcado por el 68: “Pasar directamente de los bancos de los alumnos, los de la primera fila, a la cátedra del profesor sin haber alborotado nunca en el fondo de la clase y jugando rara vez en el patio, no es una suerte envidiable, y tal era la nuestra, o casi. Esta medida de economía hace ganar un tiempo precioso en la carrera que tiene como meta la cátedra y la búsqueda de la verdad; pero vuelve al individuo torpe y poco natural para toda la vida. Este olvido forzado de la juventud era, me parece, la causa principal de la situación de embarazo y violencia que dominaba nuestras relaciones. No queríamos ver nuestros defectos, y ellos mismos nos obligaban a maltratar la juventud en nosotros mismos. Aquella juventud que nos costaba trabajo perdonar en los demás.” (Escritos en la cárcel.) En esta confesión resuena fantasmalmente aquel epítome de mayo del 68 que decía “la imaginación al poder”. En él puede discernirse la instrumentalización de una fuerza en favor de un potenciamiento usurpador. A propósito, Cocteau decía que la pureza de una revolución sólo dura cinco días, después de los cuales, es de creer, el gesto revolucionario se toma a cuenta de un nuevo poder. Esta objetivación oportunista del pasado extravía el empeño crítico hacia el poder. Por eso puede resultar sospechoso que los jóvenes aparezcan como los detentores de un significado de poder que se reinstala en el presente como presente renovado. Todavía diremos algo acerca de la figura paterna en el ejercicio de la memoria.
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de su supuesta verdad inmanente (o trascendente). ¿O acaso defenderemos la posibilidad de que exista una memoria, un testimonio también, fidedigno? Tendremos tantas versiones como perspectivas. Unas más ajustadas, otras menos, pero ninguna coincidente con lo sucedido y dueña por eso de la verdad. Menos interesadas, las de los jóvenes pueden fácilmente resultar enriquecedoras de la ficción (lo real entendido como posible y mutable) que nos tiene a todos viviendo un tiempo común y comunicable. ¿Qué derecho permite embargar las opiniones cuando no complacen las interpretaciones prevalecientes? El discurso regente se procura su propio marco para reconocer y sancionar lo que no le sea provechoso. Pero en su parsimoniosa retórica se disimulan constantemente sus defectos, tantos que su habla se empobrece tal como la verdad que por ella cobra validez. Por eso, nos recuerda Derrida, siempre existe la posibilidad de desarticular la propiedad contextual de los actos de habla e interponer una intercontextualidad, es decir, la posibilidad siempre abierta de que el contexto sea intervenido y caiga así la ley que organizaba su sentido, la posibilidad, entonces, de que un contexto sea interrumpido por otro que no se disuelve en la propiedad del primero, sino que atenta siempre en contra de ella. La continuidad sería, en vista de esto, la primacía devoradora de un contexto sobre el resto. En la sociedad dominada por las comunicaciones se hace esto evidente. Se trata de lo público, el formato que predispone un índice de repetibilidad (pensemos nada más en un curriculum vitae o en una alocución oficial, representativa). La tradición, las costumbres, especialmente en cuanto aparecen presentadas por los medios, siguen un modo como si fuera el único. Pero toda edición, todo contexto está abierto a la irrupción de lo inédito. Que esa apertura no sea clausurada depende de que la fuerza histórica no sea reducida a la eficacia del presente. Esta apertura debe ser tenazmente defendida. Existe, pues, un no-saber al que el saber tendría que abrirse y exponerse. Una apertura a este nosaber que hace posible todo saber sería una apertura a la procedencia de todo presente, a su historia, que no es, como la contó Hegel, la sedimentación del sentido que asegura esa dimensión verídica que tan interesado estaba en hacer valer como momento de una progresión teleológica. La distancia temporal, como lo vio el mismo Hegel, es constitutiva de la conciencia en cuanto conciencia mediada del sentido; ¿pero es esta mediación inmune
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a los efectos de la historia?12 Hacia un derecho del secreto Un oído a los jóvenes significa una oportunidad para que no sean presas del hastío y las secuelas que impone; presas de la “experiencia” que puede intervenir como la voz falsamente auxiliadora que habla como un loro desde y de lo consabido.13 Y si bien es cierto, además, que para producir acontecimiento el joven debe expresarse, las oportunidades que se ofrezcan para oírlos debieran abrirse a su modo peculiar, permitiendo que su voz dé cuenta de sus experiencias a la vez que enriquezcan éstas los códigos admisibles de comportamiento. Esta cuenta, en cualquier caso, no dará cuenta cabal, constativa de una realidad que por eso consigue presencia, autoridad y merecimientos. En esta cuenta los jóvenes, en lugar de declarar “lo joven” y sus derechos, dan cuenta de sí, se recuerdan, crean, inventan y figuran como otros, despojados de los nombres con que los adultos los denominan y llaman a sus posesiones, a la vez que se libran a los caminos que hayan de abrírseles.14 Dislocándose y dislocando “lo joven”, un discurso que proviniere de la experiencia del joven y la hiciese hablar tendría que perder, además del habitual carácter confrontacional que suele convertirse en requisito para la escucha o siquiera la atención, 12
¿Inmune a la obra de la historia? Leer un texto es auxiliarlo, auxilio que provoca los sentidos en juego al tiempo que hace cundir sus efectos. En El dedo de Diógenes, donde Pablo Oyarzún hace bastante más que sólo esbozar una ascesis, a la vez que se hace cargo de la “fuerza histórica” y de la necesidad de que ella no sea “reducida a la eficacia del presente”, como también –y siguen siendo sus palabras– de la “irrupción de lo inédito”, de lo inactual; además de todo ello, en dicho libro se ofrece, dotando a esta irrupción de concretud, una radiante exploración del concepto de anécdota. Existe una directa relación entre edición y anécdota, nos dice. Edición es hacer salir, expeler (edo). Por su parte, “anécdota” viene del griego an-ékdotos: dícese de quien no se ha casado, el soltero que se ha privado (an) de salir a la luz pública, de editarse. Por lo tanto, anékdotos puede querer decir inédito: lo que no habiendo sido hecho público aún, permanece en la esfera de lo privado. ¿Pero no es la anécdota lo que anda en boca de todos? Claro, pero es más bien, a fin de cuentas, lo que circula en la esfera pública como perteneciente a la esfera de lo privado (pues nadie -tampoco el solterose sustrae a la luz pública, y es por eso, en tanto anda ahí suelto, en defecto de civilidad, una amenaza pública). Las anécdotas son las solteras del discurso –algo así como su interrupción– que andan por ahí cargadas de incivilidad. La anécdota del poder, ¿acaso no es su genealogía, tal como la entendió Nietzsche? 13 Saber casi siempre impostado sobre una herencia a la que se atiene sólo una memoria protectiva del presente: la memoria voluntaria de los que tienen algo que ganar haciendo permanecer su cultura, que muy fácilmente se apropia de actualísimas importaciones y demuestra con ello su apetito por lo que es marca de prestigio. 14 Apertura al futuro heterogéneo y a la figuración de múltiples pulsiones que en el adulto, en cambio, en consonancia con su disminución, se amparan bajo el alero de una máscara: la “experiencia”, esa voluntad de verdad que debe su porfía a la necesidad de abolir las fuerzas que desestabilizan su fuerza, una fuerza reactiva que se comporta como ley gracias a la autoridad ganada tras años de imponerse como medida.
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también la calidad de pre-grado con que los mayores suelen considerarlo. Y es que para invadir de voces diferentes el albergue de lo público, ese espacio en apariencia más amplio pero colmado de voces que repiten, como en un eco, lo dicho –palabras que apenas se dan a la suerte y prefieren resguardarse tras el aval de la opinión inveterada, ese anquilosamiento, ni más ni menos, de la verdad, sometida a la coerción de la prensa y la televisión, por cuya mediación se cree representar, de modo transparente porque cuasi-inmediato, la “opinión pública”–, un discurso que llegara a provocar una vertebración de la experiencia joven en consonancia con la necesaria y hasta urgente exploración de sentidos tendría que sobrepasar estas barreras de lo reconocido y trascender el recinto donde la palabra que “lo joven” suele emitir representa algo que ya siempre se cree saber qué es, lo sepan los padres, los adultos o los saberes instituidos, fáctica o académicamente –en ningún caso proclives a la provisoriedad de la experiencia joven, menos incómoda con el exceso del acontecimiento. Si lo pensamos positivamente, la sociedad habrá de hacerse un servicio dotando a los jóvenes de oportunidades para que amplíen el espectro de posibilidades que ésta se permite. Aunque los derechos de los jóvenes son un riesgo para la sociedad, como tal son uno necesario para su sobrevivencia en base a la mutación y no a la permanencia, o a la permanencia en la mutación. Sin posesión no hay celo, sin celo hay transformación. Que la escucha no sea, pues, el derecho que se da a un náufrago al subirlo a bordo de un barco donde la jerarquía no tolera remociones. No se esperan favores sino diálogo. Que hable la voz impertinente del joven, dócil a la experiencia que se da y no se tiene o detenta, que hable esa voz que no administra ni resiste el devenir, esa voz que envejece con el tiempo, no con su tiempo –tiempo, este último, de los adultos, los crecidos, aquellos que alcanzan la decrepitud antes que la madurez, tal como le sucede al presente del que no supieron prescindir cuando, con las últimas transformaciones epocales-tecnológicas, cesó. Que la voz joven tenga derechos significa que pueda quebrantar la quieta temporalidad que confía –y qué poco se confía aquí– en la adecuación de proposiciones y hechos: esa pretenciosa facultad de decir la verdad de la cosa en el presente –ahora y mientras este ahora se haga durar, y hasta que, casi sorprendido por la vejez y la muerte, deje el mayor de estar en poder de sostenerla o siquiera de apoyarse en ella. Y he aquí una voluntad, tomando en cuenta el fustigamiento al que la sometió Nietzsche, que desea un mundo
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constante, lo que la lleva a reducir la obra del tiempo y a olvidar la peculiar deuda con ese pasado que nunca ha sido presente y que es donación de futuro, el futuro que los adultos comprometidos con el presente no tienen derecho de privarle a los jóvenes. Este futuro, huelga decirlo una vez más, no es el que arremete en contra del conservadurismo para festejar cada día la actualidad estólida que canta la “nueva voz joven”, que torna el futuro en la posibilidad de un “hoy” permanente. Tal vez, según lo visto, el derecho a los jóvenes consista en el derecho que la sociedad debe concederle a lo que suele relegar al área privada-de lo público. ¿Acaso la democracia no consiste en la autorización por principio de que algo puede decirse públicamente? La voz joven tendría que defender, pues, su derecho a decir lo que los excluyentes contextos públicos reprimen, haciendo oír lo que nadie dice que debe decirse. Ellos, al no estar comprometidos con el “nosotros social”, son quienes pueden perturbar esta falsa pluralidad que condena a su sistema las singularidades. La singularidad de cada joven, la suya como la de cualquier otro, la singularidad de la experiencia y la experiencia de la singularidad imposibilitan la reunión en un “nosotros”. Desde los secretos de la singularidad, esos que no son reductibles al espacio público y tampoco al privado, los jóvenes aparecen como la posibilidad para la proliferación de diferencias. Y es que la concepción de la política y la democracia como apertura donde todos son iguales (comunicabilidad), niega, disuelve o prohibe el secreto: limita el derecho a lo secreto – aquello inconfesable– al dominio de lo privado. Por ello, la heterogeneidad de lo secreto respecto del dominio de lo público tendría que provocar una pregunta por lo político, que no ha de dejarse impávidamente aislado de su historia y de la genealogía de su concepto – como demanda, con razón, Derrida.15 La sociedad y el mercado: la enemistad y sus derechos Aunque carente de responsabilidades y llamado por eso al ocio, de pronto el joven escucha otro llamado, uno que en vistas de su futuro le presenta la necesidad de hacer de su vida algo útil. Este llamado, a la vez que le llama a ser un hombre entre hombres, le resta
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Ver Deconstrucción y pragmatismo.
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derechos al ocio que “se permitía”. Respondiendo a este llamado, el joven olvida que el tiempo que se daba para-no-hacer-nada le daba tiempo para probar, tiempo que no es lineal, tiempo en el que ocurren encuentros que no responden a búsquedas forzadas.16 Este tiempo da lugar a otra cosa que una posición, que quiere tener lugar, que busca o exige reconocimiento. Visto de este modo parece que los derechos de los jóvenes son un caso ejemplar del derecho a lo que no goza de una identidad definida en el estrecho marco de la temporalidad determinada por un fin (aunque sea la entretención). Si esto es así, un derecho asignado a los jóvenes, tal parece, pone en tela de juicio la noción operante, actual, de los derechos. Considerando que la noción de joven que se ha ido delineando aquí desmerece aquella que lo cataloga como quien aún no ingresa al mundo laboral y tiene por ello ocasión de perder el tiempo, podríamos atender sus derechos como un derecho a lo otro y al otro. Un otro que no aparece a la luz que sobre él proyectamos es alguien que no se nos parece. Y un derecho a lo que no se nos parece abre una grieta en la noción moderna del derecho, apegada a un concepto del hombre en relación con la comunidad humana, que proyecta sobre cada individuo una pertenencia social esencial. El foco de esta proyección que implica al otro en un “nosotros”, eso común a todos, faculta en uno la comprensión del otro porque antes ella, la comunidad, ha llamando y comprendido, o introducido en sí al otro que cada cual es. Esta comunidad, que no es sino la casa propia donde buscamos ser acogidos, sacados de un afuera indómito, nos comprende temprano, cuando la voz de los padres nos llama.17 Aquí se llama a lo conocido (en los dos sentidos). Aquí acaba el 16
“En esos tiempos en que todos estamos obligados bajo pena de lesa respetabilidad a entrar en alguna profesión lucrativa y a trabajar en ella con entusiasmo, un grito del partido opuesto, el de los que se contentan con tener lo suficiente, con mirar a su alrededor y gozar mientras tanto, puede sonar un poco a bravata y fanfarronería. Sin embargo no debería ser así. Lo que suele llamarse ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante, tiene derecho a mantener su posición al igual que la industriosidad.” Apología del ocio; R. L. Stevenson. 17 “Era mi propio dueño, creaba mi propio mundo. Sin embargo, en alguna parte intuía la llamada, la llamada siempre idéntica que llegaría hasta mí rodando a través del jardín. En algún lugar estaba siempre la perspectiva de esa llamada, aún ahora aparece la expectativa de la llamada, el temor de que todo puede acabar en un instante. Cuando me llamaban por primera vez permanecía mudo, apartaba la llamada de mí, en mi soledad había olvidado mi nombre, actuaba como si la llamada no fuera para mí. Pero el nombre volvía una y otra vez hacia mí, hasta llenarme todo, hasta que casi desbordaba de él, y tenía que contestar, tenía que admitir que el nombre me había encontrado. A menudo intentaba llamarme de otro modo, pero cuando la llamada me arrojaba mi único nombre, me encogía, me hería como un arpón, no podía escapar a él.”; Adiós a
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misterio del nombre, su secreto. El nombre, el lenguaje mismo no es aquí más que un medio de comunicación, el medio de la comunidad, su medida. Por eso somos, en este llamado, lo que la comunidad nombra, lo que llamando somete a sí, a la familiaridad de su sentido. Requeridos de una casa ingresamos a un dominio: el orden de las cosas, el orden de lo social, donde respondemos al nombre que nos evade de la incógnita que somos, como si el nombre dijera lo que somos sólo porque nos reconduce al seno materno (que entre tanto está regido por el dominio masculino –nomos– del padre). ¿Dependen los derechos de los jóvenes del reconocimiento que se les dé como miembros de esta comunidad que al llamarlos los olvida como otros? ¿No ocurre más bien que por responder a este llamado los jóvenes pierden derecho como jóvenes para ganar derechos como adultos, estando entonces en equivalencia con los que llaman? El lugar que este derecho abre es estrecho. Para que haya más lugar, la lengua oficial o reconocida –y su complicidad con los medios– tendría que permearse, oír a la voz joven. De otro modo, si ella no presta oído, lo público seguirá siendo el espacio de lo ya dicho, eso que aunque no se escucha, domina. Hace falta un oído para lo no dicho. Hacen falta palabras peligrosas y franquía para ellas. En pos, como quedaba dicho más atrás, sólo al pasar, de un diálogo, y de un diálogo infinito, el “nosotros” habrá de aprender a extraviarse escuchando al otro que lo habita y que hace resonar, como “nosotros”, el derecho a la interrupción del diálogo aceptado de la comunidad de actores reconocidos. “Derecho a lo otro”, pero no sólo a que hable: derecho a ser escuchado y a sentirse escuchado; deber, no queda más que admitirlo, a escuchar al otro. La famosa frase de Voltaire: “No estoy de acuerdo con tu opinión, pero daría sangre de mi vida para defender tu derecho a expresarla”, se queda corta, pues el derecho implica aquí, además, el deber de escuchar, un deber que demanda perderse a sí mismo. Y si se trata de escuchar voces recónditas, el derecho de los jóvenes es el derecho a un pasado irreductible a la memoria que, manteniendo vigente a la comunidad, únicamente se reconoce a sí en el lazo familiar que estrecha el tiempo sido con los intereses del presente, de su presente. Resistiendo este presente que el adulto detenta al precio de olvidar al joven –esa fragilidad– que fue, los derechos de los jóvenes dejarán de depender del
los padres, Peter Weiss.
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condicionamiento que sobre sus voces impongan las concesiones de los adultos y comenzarán a hablar por la voz de sus experiencias, fruto de la escucha prestada a la memoria sin propósito. Si bien la restricción que el rito de iniciación social impone a esta voz es cada vez más seductora, no por ello es menos asimilante a un patrón de consenso que deslegitima la dimensión antagónica que Nietzsche defendió al escribir: “Quien vive de combatir a un enemigo, tiene interés en que éste siga con vida.” El interés porque cada individuo siga con vida no lo defiende la sociedad para favorecer antagonismos. Más bien lo hace persiguiendo lo contrario: otorgando los derechos que comprometan una voluntad de acuerdo, y con ella, una garantía para la paz. Entre los más jóvenes, especialmente, el acuerdo se anticipa a la voluntad gracias a que el mercado alimenta deseos. De este modo, el mercado transforma el hastío en una avidez social que se propone como meta el reconocimiento de los jóvenes entre sí en cuanto partícipes de modas. El mercado da lugar, pero al mismo tiempo cerca ese lugar, dejando a los jóvenes reducidos a contextos semánticos tácitos, tal como puede observarse en comunidades excluyentes y autocomplacientes donde la oferta amistosa oscurece el derecho a disentir como un derecho al otro y lo otro. Lejos de darle vida, la insaciable comunidad parece consumir la otredad. Si en cambio creemos, desde una perspectiva que espera mucho de los jóvenes (pero no apuesta nada), que llegará a prosperar en ellos la posibilidad de un putativo acuerdo racional universal, no es difícil imaginar lo excluido que muchos de ellos se sentirán. Por una motivación que tal vez provenga de la f(r)iccionante experiencia en la que suelen hallarse en relación con los pareceres adultos, la rebeldía en ellos acostumbra antagonizar con un acuerdo racional, si acaso tuvo lugar, asentado en el olvido de su forzosa contingencia, de la que deriva una inevitable parcialidad habituada a reducir a su buena voluntad de (omni)comprensión racional aquella diferencia de la que el joven es figuración. La invitación al trabajo, la competitividad y la equidad atraen tanto como imponen consensos en la esfera pública, convitiéndose a los jóvenes en prosélitos que deben ganar, para su reconocimiento, una expertise, con cuyo auspicio habrán ingresado a la circulación social asentando aún más los valores que la definen y la ponen a salvo de la crítica necesaria, esa que precisamente los jóvenes están llamados a encarnar en la medida que se
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den espacios y tiempos, pero también oídos, para que su diferencia consiga alguna incidencia en la esfera pública. No hay que engañarse con respecto a los derechos de los jóvenes y pensar que la comunidad social debe acogerlos en su “nosotros”. Ese acogimiento es el inculcamiento de modelos deseables de conducta y pautas de ambición que delinean para el joven un futuro en el que muy pronto dejará de serlo. El caso es simple y arduo: debemos mantener viva la vigilancia frente a las diversas formas de exclusión. El mismo consenso –no hay que demorar esta aseveración– puede privar a una voz. Y la democracia, ese talante utópico que nos va quedando, requiere que todas ellas se hagan oír. Requiere que la enemistad encuentre un lugar y modo de explicitarse que no esté sujeto a una tolerancia limitada o a la reacción en contra de una “intolerancia” punible. Requiere de oídos para lo que se prefiere silenciar, ojos para lo que no se atisba o simplemente se pasa por alto, imaginación para traspasar las fronteras que distancian las distintas perspectivas que habitan, muchas de ellas agazapadas, en una misma sociedad. La enemistad es necesaria si se desea una sociedad pluralista, una sociedad que no pretende arribar a una Justicia Final y brega cada día para lograr la justeza posible en el campo inestable en el que los sucesos humanos tienen lugar – inestabilidad que se verifica en el desacuerdo del presente consigo, condición estructural, por lo demás, de toda justicia. Y cómo, si es ella particularmente inestable, podría exigírsele a la juventud participar e integrar el consenso predominante. Aquí, en el consenso, se ciernen los peligros de la complacencia. Si el joven resulta autocomplaciente cuando una convicción lo domina y le hace creer que su razón está por sobre la de los demás y él mismo, por ende, por sobre ellos, los adultos, todavía más uniformados que los jóvenes absorbidos por las ofertas identitarias del mercado, llegan a creer lo mismo cuando justifican sus prácticas haciendo de la hegemonía provisional que las sustenta una verdad inconmovible. En ambos casos dominará “lo mismo” sobre “lo otro”, lo desconocido. Pero para con los jóvenes hemos de lamentarlo aún más. Ellos son, qué duda cabe, los experimentadores de los límites y los reveladores de la exclusión a la que está de continuo expuesta la experiencia –y por obra de lo que en boca de los adultos es la “experiencia”. ¿Quién advertirá que ella no es más que una estabilización temporal del poder? ¿Quién tiene oportunidad de mirarla desde afuera? ¿Quién carece de “experiencia”?
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¿Puede una sociedad considerar provechosa una incorporación –distinta de una interiorización, una dialectización o reducción de la diferencia– de la otredad que la habita? En las prácticas no habituales se van dando experiencias que impiden su control y absorción en registros clasificables y admisibles. Limitar las prácticas es una necesidad que impone la ley. Preguntemos entonces, fingiendo estar del lado de la administración y la reserva: ¿por qué debiera haber derecho cuando éste permite y favorece el gasto y la pérdida? Pero, lo sabemos, la vida se marchita en la mera permanencia de un don que se evita perder: en la mediocre preocupación por el mal menor no encuentra sino su decrepitud. La experiencia extravía su fuerza revolucionaria cuando el pasado del que ella hace su material se trascendentaliza en garantías que obstruyen la posibilidad para la experimentación y, más aún, para que sus frutos sean acogidos en derecho y con derecho. El derecho debe configurarse como promesa de la Justicia inalcanzable; si se propone como objeto de una certeza o de una esperanza que desespera se estará condenando la inestabilidad que hace de la experiencia una tarea infinita, un eterno aprender a vivir, aboliéndola por preferirse la permanencia de una solución meramente restrictiva, incluso negativa. Por eso, el derecho habrá de ir siempre, y solamente, a la zaga de la Ley, que está orientada al futuro y es por eso una promesa, y sólo eso, de coincidencia del presente consigo mismo. El derecho a la vida, como licencia para vivir al modo como se vive, es un permiso, y como tal sólo autoriza lo controlable, lo que no descontrola el interesado criterio que ahí rige. En cambio, fundar el derecho en el beneficio de la experiencia sería fundarlo en la posibilidad interminable del aprendizaje. Y tal posibilidad carece de fundamento. ¿Cómo se hace posible lo posible? ¿De dónde le viene su derecho? De un tiempo pasado nunca sido adviene aquel futuro que no es proyecto del férreo presente, como le sucede al obstinado porvenir de lo actual. Este tiempo intempestivo, pretendidamente albergado en y por el presente como presente, nunca llega a presentársele a éste como tiempo con el que contar. Antes que suponerlo para su futuro como una posibilidad a su haber, el presente debe, en su esfuerzo por decir es, darse a la eterna tarea de contarlo, pues ya siempre habrá pasado para la conciencia y su conato de control. ¿Acaso no es eso la experiencia: un destiempo, el instante diferido, la huella del tiempo como tal? Derecho entonces a este pasado, a una
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memoria que pospone la finalización de su tarea y alarga siempre la cuenta, impidiendo que lo sido sea devuelto a la vida, capitalizado como aquello que sirve para la totalización del presente. Hay derecho para lo otro cuando el pasado y su paso embargador se liberan de la completud y convergencia de este presente perfecto, de su alterofóbica coincidencia consigo mismo, de sus autocomplacientes fines que encasillan el deseo en prácticas de utilidad social, reiteradoras y conservadoras del modelo prevaleciente, y propagadoras, además, del inmediato abandono al deseo, en cuyo auge se ven favorecidas las conductas fundadas en la reacción. Lo mismo que la intempestividad de la que es capaz un libro, y en particular un libro viejo, anacrónico, así como el arte, o un niño, y por qué no un joven, este tiempo, como un suspenso, una falta de inquietud por el requerimiento del futuro que proyecta el presente desde sí, instala un paréntesis e interfiere en la aceleración con que el mundo se dirige hacia sus fines. Un derecho a la ocurrencia es un derecho a la interrupción del tiempo continuo, un derecho al asalto, a la emergencia de lo que escapa a toda solicitud del presente que se (re)quiere presente a sí y sabedor de sí. ¿Se trataría del derecho a un tiempo ajeno al del intercambio? El tiempo de un permiso, el tiempo de una intención o voluntad de conceder derecho remite el tiempo (lo posible) al presente de la certidumbre: ese tiempo que se da bajo la lógica del intercambio y no hace, por eso, sino retornar a su punto de partida: lo dado. De otro modo, dar un derecho es permitirse perder el tiempo, dejar de dar una deuda. Si el derecho no se concede tal como un permiso, entonces sí entraña el deber que lo otro hace sentir hasta resquebrajar la unidad del uno, la voluntad del dador. ¿Implica este derecho un daño? Así puede percibirse cuando por daño se entiende la infracción de lo respetable, aquella dignidad que “merece” lo propio. Entonces nos encontramos con la figuración del joven en cuanto energía mal encauzada que obliga a corregirlo, dicho con la hipocresía habitual, “por el bien del conjunto de la sociedad”. Pero con ello, reitero, sólo nos hemos evitado la debida reflexión sobre la violencia, ya que no hay violencia juvenil sin violencia adoctrinante, esa que tan sutilmente vibra como una flecha, dice Derrida, en el curso de una dirección irreversible y disimétrica, aquella que va del padre al hijo, del maestro al discípulo, o del maestro al esclavo. Si se atendiese en esta inevitable unilateralidad de la “experiencia” la carencia de un derecho a réplica, ¿no
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tendríamos que restringir el derecho que se concede (a) la “experiencia”, al saber o a la posesión del saber, que es a su vez un saber de la posesión? A propósito de la incomunicabilidad de la experiencia es que Zaratustra enseña: el hombre sólo se experimenta a sí mismo. Pero en la lengua nuestra experiencia encuentra sostén y en sus nombres hay encuentro. Por eso es de temer una caída de la experiencia cuando el destino de nuestra lengua –cualquiera sea– se evade tentado por voces anglosajonas que comunican comercio y conducen a nuestro oído y a nuestra lengua en pos de una experiencia que no acontece, sino que desoye el suceso local; y muy local, el suceso pequeño y singular que presta palabra al habla que sabe oír. En el diálogo desde ahí forjado vuelve a acontecer la lengua que habitamos y que nos desafilia de los valores requeridos por la necesidad de una sentencia que no sabe hacer, desde su falta, lugar al diferimiento de la sentencia, que es donde ella, la lengua, reengendra futuro desde los momentos subordinados que la habitan. Al permitir que esta vocación del otro y lo otro que habita en la lengua y nos llama, tal como lo hace el cuerpo de cada cual, esa implacable e imperiosa necesidad, ese yo secreto que habitamos y nos habita –que somos cada uno como destino inevitablemente ciego–; al permitir que ese llamado, esta ley secreta, se deje únicamente oír en cada uno, no habremos hecho todavía suficiente, debiendo además dejarla acontecer como diálogo para que expanda los límites de lo lícito y reclame acogida a lo nuevo, que reluce intempestivamente, fuera de toda posesión, precisamente en lo actual –pero sólo en su paso, que la necesidad de posesión convierte en moneda de cambio. La concesión de un derecho al azar nos eximiría de las arrogantes demostraciones del derecho que detenta quien apela al sentido propio de la ley, brotando al instante lo contrario, una responsabilidad que no condena las consecuencias que se debe asumir en el nombre propio, una responsabilidad infinita, que viene de atrás y continúa, en nuestro nombre, tras nuestra muerte. Por boca de Nietzsche, su portavoz, la remota voz de Zaratustra llama a romper las tablas del bien y del mal que hacen de todo hijo un heredero que contesta con un sí al llamado que en su nombre hace oír la responsabilidad ante la ley estatuida. Rotas las tablas que amparan la condición por la que un tipo de vida perdura, la memoria tendría que dejar de dar cuenta (dar sustento: eso con lo que se cuenta) del hábito y la creencia en que esta vida descansa. La herencia de un nombre que se da puede ser hostil a la memoria protectiva
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que prolonga hacia el futuro el tiempo tenido en cuenta (ese tiempo galvanizado en cuyo nombre, como una garantía, giran los intereses del presente). En la memoria del nombre, por eso, hay más que decir; ellos tienen vida propia, y vida tras la muerte.18 Esta herencia que se da, nunca se da del todo: la donación es aquí, tal como un desvío, una tarea de futuro, una apertura en nada semejante a la lección que el presente le hace dar al pasado cuando lo toma en cuenta para una perpetuación del dominio habido, tal como sucede cuando el padre inculca responsabilidad a su vástago. Aquí el padre se cuenta, y comporta, como el hijo de su padre; heredero, por eso, de una autoridad. Sólo permaneciendo ajeno a la elaboración de las trazas del pasado que retornan le es lícito a este presente pretenderse poseedor del tiempo. Y esta posesión le resulta necesaria porque el solo paso del tiempo puede, al diferir la coincidencia del presente consigo, restarle la hegemonía respecto de eso “que pasa”. En cambio, sólo gracias a la interrupción de esta continuidad habrá de concernirnos el joven en cuanto otro, sin credenciales de adultez y eximido de los años de aprendizaje que le restan para merecer escucha. ¿De qué otro modo tendremos oídos –incluso como pueblo– para lo que no cabe en la comunicación y sólo se hace lugar en la experiencia del habla –que sabe oír las muchas hablas que habitan la lengua–, esa experiencia que precede al poder de la representación y su “realidad”, actualmente en vías de totalizarse mediáticamente?
“Hoy”, aquí, en el contexto que se abre porque un nuevo gobierno pretende, además de un estilo transparente, la acentuación de las virtudes republicanas de participación política, ¿qué significa ser-joven? Acogiendo un llamado de buena voluntad y de intenciones 18
Dice el poema: “Pero vive y verás/ el monstruo que eres con benevolencia/ abrir un ojo y otro así de grandes,/ encasquetarse el cielo,/ mirarlo todo como por adentro/ preguntarle a las cosas por sus nombres/ reír con lo que ríe, llorar con lo que llora,/ tiranizar a gatos y conejos./ Nada se pierde con vivir, tenemos/ todo el tiempo del tiempo por delante/ para el vacío que somos en el fondo./ Y la niñez escucha:/ ¡no hay loco más feliz que un niño cuerdo!/ Ni acierta el sabio como un niño loco./ Todo lo que vivimos lo vivimos/ ya a los diez años más intensamente.” (Monólogo del padre con su hijo de meses; Enrique Lihn.) Con Heidegger podríamos agregar a esa frase de Lihn que dice “preguntarle a las cosas por sus nombres”, que en su fondo la realidad de verdad del hombre es poética, es un crear. Pero tal vez no haya que preguntar. Morar poéticamente significa plantarse en presencia de los dioses y hacer de pararrayos a la esencial inminencia de las cosas. Poética, en su fondo, nuestra realidad de verdad es un don. La poesía toma el lenguaje para hacerlo hacedero (decir que saca primigeniamente a luz pública todo aquello de lo que después, en el lenguaje diario, hablaremos nosotros en redichas y manoseadas palabras). Lo que se da en el nombre no es una posibilidad para la representación: nombrar no es comunicar mediante signos, por medio de medios en vistas a un fin.
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irreprochables –aunque demasiado pertinentes y tal vez por eso oficiosas– los que acudimos hemos de dar una opinión capaz de animar una propuesta que evite su consumo en cuanto documento de cultura juvenil, pues nada más contradictorio si creemos que el futuro que se agita en la experiencia del joven llama a los adultos –memoria de una promesa– como el pasado pendiente que siempre falta al pretencioso “hoy”; ese presente que condensa y condena la inestable luz del día a la iluminación espectacular de los medios. Ellos, como luz de la luz, habrán de ocupar a la política que quiera resistir la representación totalizante, y ocuparla ojalá despertando a esas zonas tenues y pendientes que duermen a la luz del día el sueño siempre velado, el secreto que la experiencia que cobra habla habrá de relatar sin nunca develar. Atrevámonos pues a escuchar la atrevida voz-joven al interior del recinto donde los adultos tienen la palabra y el permiso para decidir por el resto. Abandonemos las impostaciones y démosle una oportunidad al imprevisto. O simplemente acudamos a la calle, donde jóvenes y adultos se cruzan y no se hacen mucho caso. Hagamos pertinente una situación cualquiera, un cruce inesperado, inevitable.
Santiago, Chile, Marzo 2000.
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