“Los cordeles de Daniel” Borrador 1 (15/jul/2009)
Se trenzan entre sí los pequeños pedazos de pan y se hunden lentamente en el plato de sopa junto a Daniel, un pequeño niño de 9 años que vivía en un pueblo junto a un lago, del cual su nombre y ubicación, es lejana y difícil de pronunciar. La sopa de Daniel, que esperaba sobre la mesa de madera, se la había dejado su mamá desde antes del amanecer. Estaba helada, y los pequeños pedazos de pan ya se habían deshecho en el fondo espeso y gris del plato, espeso como el cielo de aquel día invernal, que se trenzaba entre nubes de lana blanca y nubes de lluvia negra, que de tanto en tanto dejaban caer unas gotas que, por los agujeros en el techo de la casa de Daniel se dejaban caer sobre la mesa, junto al cuchillo que su madre le había dejado para tomar la sopa. “¿Un cuchillo pa’ tomar la sopa?” Pensó Daniel, antes de bostezar, después de mirar lo lejos que quedaba la cocina, antes de quitarse la última legaña y después de darse cuenta que, a través de la ventana, dos niños de impermeable amarillo caminaban con sus cañas de pescar hacia la playa.
Les había perdido de vista, ya que no podía caminar más rápido. Las pesadas botas de cuero de culebra que ocupaban tanto Daniel como los niños que ya no alcanzaba a ver, como a todos los niños que en ese pueblo uno podría llegar a conocer, todas las mañanas tenían que salir a pescar antes de jugar o aprehender a leer, ya que en ese pueblo no había colegio ni una plaza donde salir a correr.
¿Qué había entonces en este pueblo pedregoso y maldito? ¿Habían escaleras de tierra, habían árboles, casas encaramadas en los cerros, habían quebradas cubiertas de volantines, habían micros de colores? No. Esas cosas existen, pero están escondidas en cuentos que todavía no se han escrito. No me acuerdo si lo vi, me lo contaron o lo leí en una revista, pero Daniel probablemente hubiera mirado un pueblo con casas de muros destartalados, no porque las tablas estuviesen rotas o podridas, sino por la alarmante falta de clavos. Caminando un par de cuadras, doblando hacia la izquierda, Daniel mira una larga fila de pobladores desconocidos. Desconocidos no por afuerinos, no por turistas y menos por invitados, es más, todos en esa fila eran vecinos de toda la vida, sin embargo, no se miraban, no comentaban si había sol, si estaba nublado, no se preguntaban la hora, ni menos se daban la mano. ¿Cómo se iban a dar la mano? Si todos en esa fila sostenían una bola de cordel entre sus brazos. Cordel que desde la madrugada los papas y las mamas, muertos de hambre y de frío sacaban de los pantanos, y bajo el sol del medio día, lo cambiaban por pescado. Desde las suaves olas del lago, aparece el hilo de humo negro de las chimeneas del barco, que viaja desde la ciudad en la orilla opuesta a donde estamos hablando, ciudad, como muchas ciudades, donde varios han ido y pocos han regresado. El barco no es como cualquiera que en un pueblo normal podría estar estacionado. Tiene en su cubierta 350 carretes de hilo sano, 47 mil ovillos de lana de venado, 340 metros de culebras anudadas, entre otros tantos miles de metros de hilo curado. Siete de esos carretes están amarrados a unos volantines gigantes, elevados por un grupo de enanos. El barco se estaciona y un viejo pelado se coloca con una mesa y un carrete del porte de una rueda de un auto. Hace pasar a la madre de Daniel que no se fijó que él la estaba mirando, ella, la primera de la cola que estaba esperando, le pasa su bola de cordel hacia sus viejas y frías manos.“Esta bola de mala calidad no merece más que una cabeza de pescado” y diciendo eso, el viejo enhebra la pita del cordel en el carrete del que ya les había contado, dejando en las manos de la mujer una cabeza de pescado del porte de la de uno de los niños que me está escuchando. A los siguientes de la cola, el viejo les ha pagado: 22 espinas sin carne, variedad de escamas incomibles, ojos para caldo y una serie de menudencias e interiores que
no vale la pena seguir contando. “Wacalacinco veces”, pensaba Daniel, imaginando el plato preparará su mamá con el producto de su trabajo.
Los pequeños pies de Daniel se van trenzando entre el camino de piedras que lentamente se sumerge en el lago, rodeado por los tallos de totora en donde su madre y los demás papás sacan el cordel que luego le venden al viejo del barco, en sus manos hay una caña de pescar hecha con una rama de árbol, el anzuelo era un clavo que sostenía el cuadro de un tío lejano y estaba amarrado a la punta de un poco de cordel que a su mamá le había sacado. Él, como todos los niños del pueblo, se la pasaba todo el día pescando, a ver si un golpe de suerte permite que salga un pequeño pescado, que les evite comer esas sopas y caldos que a esta altura ya le tenían harto. Cerca de él se ponían otros niños. Cerca, pero no tanto, ya que al momento de aproximarse más de lo indicado, Daniel les ponía una cara de grieta, una cara de fantasma de debajo de la cama, una cara del viejo del saco y de la del hombre de cinco cabezas. Distinto, eso sí, era el asunto, si el niño que se acercaba era más grande y fornido que Daniel, lo cual no era muy difícil, tomando en cuenta que nuestro amigo era más bien flaco, teniendo que guardar para otro día sus gritos de caturra y sus gruñidos de espantapájaros, cambiándolos por los saltitos de un chincol que esquivaba garabatos. ¿Cuál era el problema? Veamos. Daniel ensarta en el anzuelo de clavo un tábano que andaba volando y con ligereza hace volar al pequeño insecto hacia las profundidades del lago. Tras un tiempo de permanecer suspendido en el agua un pequeño pez lo muerde, quedando atrapado, pequeño pez que sin embargo, podría ser el protagonista principal de una cazuela o un asado, a la plancha o a la sartén, sabe siempre mejor que el caldo de cabeza o de espinas, de escamas o de cola que su mamá compra en el barco, ya que nunca el viejo amarrete de los hilos ha soltado los pedazos más tiernos del pescado, los que seguramente terminaran en su panza, en la de su mujer, la de su tío o de su ahijado. No me he explicado completamente, vamos en que ha ensartado el pequeño pescado, pero si esto terminara aquí no habría motivo para insultarse o para ser insultado, el problema es que cada vez que la caña de uno de los niños ensarta un pequeño pescado, es engullido inmediatamente por otro pez de gran tamaño. Tan grandes son estos
peces y tan fornidos, que cortan la cuerda de la caña y se alejan nadando, dejando al niño con mucha rabia y cada vez con menos clavos. Tantos anzuelos de clavo ha perdido Daniel que ya el techo de su casa se está cayendo a pedazos y tanto ha gritado de no poder pescar nada que la mayoría de sus amigos ya lo han olvidado.
Este es el último clavo del día y el último pedazo de cordel, las nubes del cielo ya se han entremezclado, goterones de lluvia salpican sobre la superficie del lago y los peces riéndose saltan de espalda y de costado. Daniel tira el anzuelo con rabia y pasa lo que todos ya estábamos esperando. Un pequeño pez pica rápidamente y es devorado por otro de inmenso tamaño. Daniel, furioso, sostiene la cuerda como nunca antes la había agarrado. Frente al pez que trata de escaparse, se despegan sus pies de la tierra y empieza a deslizarse por el costado, antes de ahogarse en el agua se agarra de otro niño que lo mira asustado y mientras este le grita, siente como el cordel de él se junta con el del niño que lo está insultando. Este otro se da cuenta y por no perder la cuerda también se ve arrastrado, hacia un tercer niño que reclama con palabras tan rebuscadamente malvadas e hirientes que de escribirlas podría ver sus caras llenas de espanto. Por debajo del agua los cordeles de los tres niños se han enredado, formando una trenza, que es más resistente y más difícil de cortar para el fornido pescado. Aunque este ya no puede cortar la cuerda, la fuerza de los tres niños no alcanza para sacar del agua al animal el cual los arrastró desde la playa pantanosa hasta donde estaba pueblo y el barco. Tal era la fuerza de este animal y tanto el ánimo de Daniel y estos dos niños por no perder el cordel ni sus anzuelos de clavos, que pasaron a llevar a todos los que estaban parados en la fila, enredando el cordel de las cañas de pescar con las bolas de cordel de los adultos que estaban esperando, en un extraño baile dirigido por el pescado escapista, que tiraba desesperado, el cual entretejió esos cordeles en una gran red que se balanceaba para todos lados. En un último intento desesperado, el pescado tiró con tanta fuerza que arrastro a Daniel, los dos niños y a todos los que estaban en la fila y otros que estaban mirando que ahora sostenían esta gran red que terminó por atrapar al
pescado, que combatió largos minutos hasta que todos los hombres del pueblo a la orilla lograron arrastrarlo.
Minutos después murió y después de ser faenado, todos los pobladores se repartieron su justo pedazo, que les alcanzó, durante dos semanas, para tres comidas, repetición, para el perro y para el gato. Los pobladores, gracias a Daniel y un poco de suerte, habían descubierto que uniendo los cordeles se podían tejer redes para cazar los inmensos pescados que habitaban en el lago y no tener así que depender del buen o mal genio de ese viejo pelado, que nunca mas se apareció por este ni por poblados cercanos. Cuentan las copuchentas que es dueño de una farmacia o de un supermercado, aunque yo se que anda escribiendo cuentos para niños sentado frente a algún lago.
JMDLPH (Santiago, Julio 2007)