Locke - Segundo Ensayo Del Gobierno Civil - Repartido

  • July 2020
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JOHN LOCKE Segundo ensayo sobre el gobierno civil

encima de la otra y le confiriera, por medio de una evidente y clara designación, un derecho indudable de dominio y soberanía.

Capítulo I "Del poder político"

6. Mas aunque sea éste un estado de libertad, no es, sin embargo, un estado de licencia; pues aunque el hombre en tal estado tenga una libertad incontrolable para disponer de su persona o de sus posesiones, no tiene, sin embargo, libertad para destruirse a sí mismo ni a ninguna criatura de su posesión, excepto cuando algún fin más noble que su mera preservación se lo demande. El estado de naturaleza está gobernado por una ley de la naturaleza que obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla, que siendo todos iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones. Pues los hombres son todos obra de un Hacedor omnipotente e infinitamente sabio, todos siervos de un Amo soberano y enviados a este mundo por orden de Él y para cumplir Su encargo; en consecuencia, son de Su propiedad y han sido hechos para durar lo que a Él, y no cualquiera de ellos, le plazca. Y así, al haber sido todos dotados con iguales facultades y compartir una comunidad de naturaleza, no puede suponerse ninguna subordinación entre nosotros que nos autorice a destruirnos recíprocamente, como si hubiésemos sido creados para usarnos el uno al otro, según lo fueron las criaturas de rangos inferiores al nuestro. Por la misma razón que cada uno está obligado a preservarse a sí mismo y a no renunciar a su estado voluntariamente, y cuando su propia preservación no esté en juego, deberá, en la medida de lo posible, preservar al resto de la humanidad y no podrá, a menos que se trate de hacer justicia con quien ha cometido una ofensa, quitar una vida o dañarla, o menoscabar lo que tiende a la preservación de la vida, la libertad, la salud, los miembros o los bienes de otro.

3. Considero, por lo tanto, que el poder político es el derecho de dictar leyes, incluida la pena de muerte y, en consecuencia, todas las penas menores necesarias para la regulación y preservación de la propiedad, y el derecho de emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de tales leyes y en la defensa del Estado ante ofensas extranjeras. Y todo ello exclusivamente en pos del bien público.

7. Y para que todos los hombres se abstengan de invadir los derechos de los demás y de dañarse el uno al otro, y se observe esa ley de la naturaleza que se preocupa por la paz y la preservación de toda la humanidad, los medios para ejecutarla están en manos de todos los hombres, de modo que todos y cada uno tienen el derecho de castigar a quienes transgreden la ley en la medida en que ésta sea violada. (...)

Capítulo II "Del estado de naturaleza"

13. A esta extraña doctrina -es decir, que en el estado de naturaleza cada hombre tiene el poder de ejecutar la ley natural- no dudo que se le objetará que no es razonable que los hombres sean jueces de sus propias causas; que el amor a sí mismos los hará parciales en su favor y en el de sus amigos. Y, por otro lado, que los defectos naturales, la pasión y la venganza los llevarán demasiado lejos en el castigo de los otros hombres, de lo que no surgirá nada más que confusión y desorden, y que por lo tanto Dios ha designado al gobierno para restringir la parcialidad y la violencia de los hombres. Concedo sin reserva que el gobierno civil es el remedio apropiado para los inconvenientes del estado de naturaleza, los cuales por cierto han de ser grandes cuando los hombres pueden ser jueces en su propia causa. Pues es fácil imaginar que quien fue tan injusto como para hacer un daño a su hermano, difícilmente sea tan justo como para condenarse por ello. Pero quisiera que quienes hacen esta objeción recuerden que los monarcas absolutos son sólo hombres, y que si el gobierno ha de ser el remedio de los males que

Un ensayo sobre el verdadero origen, alcance y finalidad del gobierno civil. Selección del Prof. Claudio Lassevich; Buenos Aires, La Página – Losada, 2003.

4. Para entender correctamente el poder político y deducirlo desde su origen, debemos considerar en qué estado se hallan naturalmente todos los hombres; éste es un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus posesiones y personas como les parezca adecuado, dentro de los límites de la ley de la naturaleza, sin pedir permiso o depender de la voluntad de ningún otro hombre. Es también un estado de igualdad, en el que todo poder y jurisdicción son recíprocos, pues nadie tiene más que otro. Nada hay más evidente que el hecho de que las criaturas de la misma especie y rango, que nacieron promiscuamente para disfrutar de las mismas ventajas de la naturaleza y usar las mismas facultades, también deberían ser iguales entre sí, sin subordinación o sujeción, a menos que el señor y amo de todas ellas, por manifiesta declaración de su voluntad, pusiera a una por

necesariamente surgen del hecho de que los hombres sean jueces en sus propias causas, lo que hace del estado de naturaleza algo insoportable, desearía saber qué tipo de gobierno será y cuánto mejor resultará que el estado de naturaleza, aquel donde un hombre al mando de una multitud tiene la libertad de ser juez en su propia causa y puede hacer con sus súbditos lo que se le antoje, sin la menor cuestión o control por parte de quienes ejecutan su parecer, debiendo los demás someterse a él en todo lo que haga, esté guiado por la razón, el error o la pasión. Mucho mejor es en el estado de naturaleza, donde los hombres no están obligados a someterse a la voluntad injusta del prójimo, y si aquel que juzga, juzga mal en su propia causa o en la de otro, es responsable por ello ante el resto de la humanidad. Capítulo III "Del estado de guerra" 17. A esto obedece que quien intenta colocar a otro hombre bajo su poder absoluto se pone en estado de guerra contra él, pues ello ha de entenderse como una declaración de que atentará contra su vida. Porque tengo razón para concluir que aquel que quiere ponerme bajo su poder sin mi consentimiento, abusará de mí como le plazca cuando disponga de mí y asimismo me destruirá cuando se le ocurra. Pues nadie puede desear tenerme bajo su poder absoluto a menos que sea para obligarme por la fuerza a hacer lo que va en contra de mi derecho a la libertad; es decir, convertirme en esclavo. Estar libre de semejante coacción es lo único seguro para mi preservación, y la razón me ordena considerar enemigo de mi preservación a quien me arrebate la libertad que me protege. De manera que aquel que haga intento de esclavizarme se pone en estado de guerra contra mí. Aquel que, en estado de naturaleza, arrebatara la libertad que le es propia a cualuiera que se encuentra en tal estado, necesariamente debe ser considerado como alguien que tiene intención de sacarle todas las otras cosas, pues la libertad es el fundamento de todo lo demás. De igual manera, aquel que, en estado de sociedad, arrebate la libertad que pertenece a los miembros de dicha sociedad o estado, debe ser tenido por alguien que se propone arrebatarles todo lo demás y así considerárselo en estado de guerra. 19. Aquí tenemos la clara diferencia entre el estado de naturaleza y el estado de guerra, los cuales, por más que algunos hombres los han confundido, son tan distantes entre sí como un estado de paz, buena voluntad, ayuda mutua y preservación y un estado de enemistad, malicia, violencia y mutua destrucción. Los hombres que viven juntos conforme a la razón, sin un superior terrenal común y con autoridad para juzgarse entre ellos, constituyen propiamente el estado de naturaleza. En cambio la fuerza, o una intención declarada de ejercer la fuerza sobre la persona de otro individuo, cuando no hay ningún superior terrenal en común al cual apelar en procura de alivio, es el estado de guerra; y la carencia de tal apelación le da al hombre el derecho de guerra contra un agresor, aun cuando éste viva en sociedad y sea un conciudadano. (...). Capítulo IV "De la esclavitud"

21. La libertad natural del hombre consiste en ser libre de cualquier poder superior sobre la tierra y en no estar sometido a la voluntad o a la autoridad legislativa de hombre alguno, sino en tener sólo a la ley de la naturaleza como norma. La libertad del hombre en sociedad consiste en no estar sujeto a ningún poder legislativo sino aquel establecido por consentimiento en el seno del Estado, ni bajo el dominio de ninguna voluntad o la restricción de ley alguna, excepto aquellas dictadas por el poder legislativo según la mision a él confiada. (...) la libertad de los hombres sometidos a un régimen de gobierno consiste en tener una norma para vivir según ella; norma común a todos los miembros de esa sociedad y hecho por el poder legislativo en ella establecido. Una libertad que me permita seguir mi propia voluntad en todas las cosas sobre las cuales la ley nada prescribe, no estar sometido a la voluntad inconstante, incierta, desconocida y arbitraria de otro hombre, pues la libertad natural consiste en no estar bajo otra restricción que la impuesta por la ley de la naturaleza. Capítulo V "De la propiedad" 24. Tanto si consideramos la razón natural, la cual nos dice que los hombres, una vez nacidos, tienen derecho a su preservación y, en consecuencia, a comer y beber y a todas aquellas cosas que la naturaleza ofrece para subsistencia, como en la "revelación", que nos ofrece un relato de los dones mundanos que Dios concedió a Adán y a Noé y a sus hijos, es en extremo evidente que Dios, como dice el rey David (Salmo 115.06): "ha dado la tierra a los hijos de los hombres", es decir, ha dado la tierra a la humanidad en común. Pero, admitiendo esto, a muchos les parece muy difícil entender cómo cualquier individuo puede llegar a tener en propiedad cosa alguna. No me contentaré sólo con responder que, si es difícil justificar la "propiedad" a partir de la suposición de que Dios le dio el mundo a Adán y a su descendencia para que lo tuvieran en común, es imposible que cualquier individuo excepto un monarca universal tenga "propiedad" alguna a partir de la suposición de que Dios le dio el mundo a Adán y a sus herederos directos, excluyendo a todo el resto de su descendencia. No me contentaré sólo con responder esto, sino que también me consagraré a mostrar cómo los hombres pueden llegar a tener en propiedad varias parcelas de lo que Dios dio a la humanidad en común, y eso sin que haya ningún pacto expreso entre los miembros de la comunidad. 25. Dios, que le dio el mundo a los hombres en común, también les dio la razón a fin de que hagan uso de ella para mayor ventaja y beneficio de la vida. La tierra y todo lo que hay en ella fueron dados a los hombres para sustento y comodidad de su existencia. Y aunque todos los frutos que produce naturalmente, y las bestias de ellos se alimentan, pertenecen a la humanidad en común, en tanto que son producto espontáneo de la naturaleza, y aunque nadie tiene originalmente un dominio privado sobre ninguno de ellos que excluya al resto de la humanidad, pues están en estado natural, sin embargo como fueron dados para uso de los hombres, necesariamente debe haer algún medio de apropiarse de ellos antes de que puedan ser utilizados, o resulten beneficiosos para algún hombre en particular. Los frutos o los venados que alimentan al indio salvaje, quien no conoce cotos de caza y es usuario de la tierra en

común con los demás, deben ser suyos y son tan suyos, es decir, tan parte de sí mismo, que sobre ellos ningún otro podrá tener derecho, antes de que su propietario haya derivado de ellos algún beneficio para el sustento de su vida. 26. Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores sean comunes a todos los hombres, sin embargo cada hombre tiene una "propiedad" en su propia "persona", a quien nadie tiene derecho alguno sino él. La "labor" de su cuerpo y el "trabajo" de sus manos, podríamos decir que son suyos por propiedad. Cualquier cosa, entonces, que saque del estado en que la naturaleza la ha producido y dejado, modificándola por su labor y añadiéndole algo que le es propio, de tal forma se ha convertido en su propiedad. Al haberla sacado del estado común en que la naturaleza la había puesto, por medio de su labor le ha añadido algo que excluye el derecho común de los otros hombres. Por ser este "trabajo" propiedad incuestionable del trabajador, ningún hombre excepto él tiene derecho a lo que una vez se le agregó a la cosa, al menos cuando queden bienes comunales suficientes, y de tan buena calidad, para los demás. 27. Quien se alimenta con las bellotas que recogió bajo un roble, o con las manzanas que cosechó de los árboles del bosque, sin duda se ha apropiado de ellas. Nadie puede negar que el alimento es suyo. Yo pregunto, entonces, ¿cuándo comenzaron a ser suyas? ¿cuando las digirió? ¿o cuando las comió? ¿o cuando las cocinó? ¿o cuando las llevó a su casa? ¿o cuando las recogió? Y es claro que si el hecho de recogerlas no las hizo suyas, ninguna otra cosa pudo hacerlo. Ese trabajo estableció una distinción entre las suyas y las comunales. El trabajo de recogerlos les agregó a los frutos algo más de lo que la naturaleza, madre común de todos, les había acordado, y así se convirtieron en su derecho privado. ¿Y si alguien dijera que él no tenía derecho a las bellotas o manzanas que de tal forma se apropió, porque no tenía el consentimiento de toda la humanidad para hacerlas suyas? ¿Fue un robo tomar para sí lo que pertenecía a todos en común? Si un consentimiento tal fuera necesario, el hombre se habría muerto de hambre, a pesar de la abundancia que Dios le había dado. Vemos en las tierras comunes, que siguen siendo tales en virtud de un pacto, que el hecho de tomar cualquier parte de lo que es común y sacarlo del estado en que lo dejó la naturaleza, es lo que determina la propiedad, sin la cual las tierras comunales no tienen sentido. Y tomar esta o aquella parte no depende del expreso consentimiento de todos los miembros de la comunidad. Así, el pasto que mi caballo ha comido, el heno que mi siervo ha segado y el mineral que he extraído de algún lugar, al que tengo derecho compartido, se convierten en mi propiedad sin la concesión o consentimiento de nadie. El trabajo lo hice yo, sacarlos del estado común en el que estaban ha establecido mi propiedad sobre ellas. 29. (...) Y entre aquellos que se consideran la parte civilizada de la humanidad, que han hecho y multiplicado leyes positivas para determinar la propiedad, esta ley original de la naturaleza realtiva al establecimiento de la propiedad, sobre lo que antes era común, sigue teniendo vigencia. (...) 30. Tal vez a esto se objete que si el hecho de recoger las bellotas u otros frutos de la tierra, etc., confiere derecho a ellos, entonces cualquiera puede acumular tanto como

quiera. A lo que respondo que no es así. La misma ley de la naturaleza que por este medio nos da la propiedad, también pone límites a ella. "Dios nos ha dado todas las cosas en abundancia" ¿Es la voz de la razón confirmada por la inspiración? ¿Pero cuánto nos ha dado Él "para que lo disfrutemos"? Tanto cuanto cada uno pueda usar para beneficio de su vida antes de que se eche a perder, tanto cuanto pueda apropiarse por medio de su trabajo. Todo lo que excede la parte que puede utilizar pertenece a los demás. Nada fue creado por Dios para que el hombre lo eche a perder o lo destruya. Y así, considerando la abundancia de provisiones naturales que durante largo tiempo hubo en el mundo, y los escasos consumidores, y cuán pequeña sería la parte de esa abundancia que el trabajo de un solo hombre podría abarcar y acumular con perjuicio para los demás, en especial manteniendo dentro de los límites impuestos por la razón lo que podría ser de su uso, quedaría muy poco espacio para peleas o altercados sobre la propiedad así establecida. 31. Mas como la cuestión principal acerca de la propiedad no atañe hoy a los frutos de la tierra ni a las bestias que subsisten en ella, sino la tierra misma, por ser aquello que sostiene y lleva consigo todo lo demás, creo que es obvio que su propiedad también se adquiere como en el caso anterior. Tanta tierra cuanta un hombre labre, plante, mejore, cultive, y cuyo producto pueda usar, será de su propiedad. Es como si por su trabajo él pusiera cercas, separándola de las tierras comunales Tampoco invalidaría su derecho decir que todos los demás tienen igual título a ellas y por lo tanto no puede apropiárselas, no puede cercarlas, sin el consentimiento de todos los miembros de su comunidad, es decir, de todo el género humano. Dios, cuando dio el mundo en común a toda la humanidad, también le ordenó al hombre que trabajara; y la penuria de su condición así lo exigía. Dios y su razón le ordenaban someter la tierra, es decir, mejorarla para el beneficio de su vida, agregándole así algo que era suyo, su trabajo. Aquel que, obedeciendo este mandato de Dios, sometió, labró y sembró cualquier parte de la tierra, le añadió algo que era propiedad suya, y a lo que ningún otro no tenía título ni podría arrebatarle sin inferirle una injuria. 32. Tampoco era esta apropiación de cualquier parcela de tierra, mejorándola por el trabajo, un perjuicio para los demás hombres, dado que todavía quedaban tierras suficientes y de buena calidad y más de lo que quienes todavía no tenían tierras podían usar. (...) 33. (...) [Dios] Lo ha dado [el mundo] para que lo usaran los hombres trabajadores y racionales, y es el trabajo lo que da su título de propiedad, no el capricho o la codicia de los peleadores y revoltosos, aquel a quien le había quedado tanto para mejorar como lo que ya había sido tomado, no tenía por qué quejarse, no debía mezclarse con lo que ya estaba mejorado por el trabajo de otro; si lo hacía, era claro que deseaba el beneficio de los esfuerzos de otro -a lo cual no tenía derecho- y no el terreno que Dios le había dado, en común con los demás, para trabajarlo, y del cual quedaba tanto como ya era propiedad de otro hombre y más de lo que pudiera utilizar o abarcar con su trabajo.

35. La naturaleza ha dejado bien establecidos los límites de la propiedad, que dependen del trabajo humano y de lo que resulte conveniente para la vida. Ningún trabajo humano pudo someter o apropiarse de todo, tampoco podía consumir más que una pequeña parte para su uso; de manera qu era imposible que cualquier hombre interfiriera con el derecho de otro o adquiriera para sí una propiedad en perjuicio de su vecino, quien seguía teniendo espacio para una posesión tan grande y tan buena (después de que el otro había tomado la suya) como la que antes había sido tomada en propiedad. Esta limitación confinaba la posesión de cada hombre a una proporción muy moderada y sólo a cuanto pudiera apropiarse para sí sin dañar a nadie; así ocurría en las primeras edades del mundo, cuando los hombres corrían más peligro de perderse, si se alejaban de su mutua compañía y vagaban por la vasta extensión de tierra desierta, que de estorbarse por falta de lugar donde afincarse. 36. (...) Pero fuera como fuere, pues no voy a insistir en ello, lo que sí me atrevo a afirmar osadamente es que la misma regla de propiedad, a saber, que todo hombre debería tener tanto como lo que es capaz de utilizar, puede seguir aplicándose en el mundo, sin perjuicio de nadie, dado que hay tierras suficientes en el orbe para abastecer al doble de habitantes, si la invención del dinero, y el tácito acuerdo de los hombres a atribuirle valor a la tierra, no hubiese dado lugar a apoderarse de extensiones más grandes de tierra y a tener derecho a ellas. Cómo ocurrió esto, lo mostraré más ampliamente a continuación. 37. Es seguro que, en el principio, antes de que el deseo de tener más de lo que los hombres necesitaban hubiese alterado el valor intrínseco de las cosas -el cual depende sólo de su utilidad para la vida del hombre- o hubiesen aceptado que un pedacito de metal amarillo, que perduraba sin pérdida o deterioro, tendría el mismo valor que un gran pedazo de carne o toda una parva de maíz, los hombres tenían derecho a apropiarse, por medio de su trabajo, de tantas cosas de la naturaleza como pudieran usar. Sin embargo no podían ser muchas, ni causar perjuicio a lo demás, cuando igual cantidad abundante quedaba para aquellos que quisieran aplicar el mismo trabajo. Antes de apropiarse de la tierra, aquel que recogía tantos frutos silvestres como podía, mataba, cazaba o domesticaba tantos animales como era capaz, empleaba sus esfuerzos aplicándolos a alguno de los productos espontáneos de la naturaleza para alterarlo en cualquier sentido respecto del estado en que la naturaleza lo había dejado, agregando su trabajo a ellos, adquiría así su propiedad. Pero si esos bienes perecían en su posesión sin el debido uso, si los frutos se echaban a perder o los venados entraban en putrefacción antes de que pudiera consumirlos, cometía una ofensa contra la ley común de la naturaleza y era susceptible de ser castigado porque invadía la porción de su vecino. Pues sólo tenía derecho a aquello que podía usar y pudiera servirle para satisfacer las necesidades de la vida. 38. Las mismas medidas gobernaban también la posesión de la tierra. Todo terreno en el que labraba y cosechaba, y los frutos que podía usar antes de que se echaran a perder, eran suyo por derecho de propiedad. Todo terreno que labraba y cuyos frutos podía utilizar para alimentarse, así como el ganado, también eran suyos. Pero si el

pasto de su parcela se echaba a perder en el terreno o los frutos de su plantación perecían sin que los recogiese, esta parte de la tierra, a pesar de que la hubiera parcelado, seguía considerándose yerma y podía convertirse en posesión de cualquier otro. (...) (...) todavía las tierras eran en común, sin que tuvieran propiedad fija de la que utilizaban, hasta que se establecieron reunidos en grupo y construyeron ciudades y entonces, por consentimiento, les llegó el momento de establecer las fronteras de sus diferentes territorios y acordar los límites entre ellos y sus vecinos, fijando por medio de leyes internas las propiedades de quienes pertenecían a la misma sociedad. (...) 40. Tampoco es tan extraño como tal vez parezca a primera vista, que el trabajo pueda dar más valor a la tierra que cuando ésta era comunal, porque el trabajo sin duda es lo que introduce la diferencia de valor en todas las cosas. Dejemos que cada uno considere cuál es la diferencia entre un acre de tierra plantada con tabaco o azúcar, sembrado con maíz o avena, y un acre de la misma tierra pero comunal, sin labranza alguna, y encontrará que la mejora introducida por el trabajo es lo que constituye la mayor parte del valor. Creo que sería un cómputo muy modesto decir que de los productos de la tierra útiles para la vida del hombre, nueve décimos son resultados del trabajo. No, si estimáramos rectamente las cosas tal y como llegan a nuestro uso y sumáramos los diversos gastos que en ellas se han invertido -esto es, lo que en ellas se debe puramente a la naturaleza y lo que obedece al trabajo-, encontraríamos que en la mayor parte de ellas el noventa y nueve por ciento debe atribuirse enteramente al trabajo. 41. No puede haber una demostración más clara de esto que lo que ocurre en muchas naciones de América, las cuales son ricas en tierras y pobres en todas las comodidades de la vida (...) al no mejorar esas tierras por medio del trabajo, esas naciones no tienen una centésima parte de las comodidades de las que nosotros disfrutamos, y hasta el rey de un vasto y fructífero territorio allí se alimenta, aloja y viste peor que un jornalero de Inglaterra. 42. Para que esto quede un poco más claro, repasemos los diversos estados por los que pasan algunos de los productos necesarios para la vida antes de que los usemos, y veamos cuánto de su valor reciben del trabajo humano. El pan, el vino y el vestido son cosas de uso diario y que se utilizan en gran abundancia; sin embargo, si el trabajo no nos proveyera de estos bienes tan útiles, las bellotas, el agua y las hojas o las pieles serían nuestro alimento, bebida y vestido. Pues si el pan es más valioso que las bellotas, el vino que el agua y la tela o la seda que las hojas, pieles o musgo, ello se debe enteramente al trabajo y la industria. Unos son el alimento y la vestimenta que la naturaleza sin otra ayuda nos da; las otras, elementos que nuestra industria y esfuerzos producen para nosotros. En qué medida éstas exceden a las otras en valor, lo vemos cuando computamos qué proporción de trabajo constituye la mayor parte del valor de las cosas de las que disfrutamos en este mundo; también que los terrenos productores de materias primas son de escaso valor, si es que tienen alguno, tan escaso que, incluso entre nosotros, la tierra que queda en estado natural y no tiene

ninguna mejora de pastura, labrantía o cultivo, se llama yerma, como por cierto lo es, y descubriremos que el beneficio que de ella se obtiene es prácticamente nulo. 43. (...) Ya que no son sólo los esfuerzos del labrador, la labor del cosechador y el trillador y el sudor del panadero los que han de computarse en el pan que comemos, sino también el trabajo de quienes domesticaron los bueyes, los que extrajeron y forjaron el hierro y sacaron las piedras, los que derribaron y ensamblaron la madera empleada en el arado, el molino, el horno o cualquier otro de los utensilios, que son muy numerosos, utilizados desde que se sembró la semilla hasta que se hizo el pan, y que deben ser puestos en la cuenta del trabajo y percibidos como un efecto de él. (...) 46. La mayor parte de las cosas que realmente son útiles para la vida del hombre, y que la necesidad de subsistencia hizo que los primeros comuneros del mundo buscaran -como hacen ahora los americanos- por lo general son cosas de corta duración, las cuales, si no se consumen, se deteriorarían y perecerían. El oro, la plata y los diamantes son cosas a las que el capricho o el acuerdo han acordado valor, pero que no sirven para cubrir las necesidades de la vida. Ahora bien, de las cosas buenas que la naturaleza había provisto comunalmente, cada uno tenía derecho de usar (como ya se ha dicho) tanto cuanto pudiera y tenía propiedad sobre todo lo que pudiera afectar con su trabajo; todo lo que su industria pudiera alcanzar, para sacarlo del estado en el que la naturaleza lo había puesto, era suyo. Quien recogía cien bushels de bellotas o manzanas tenía propiedad sobre ellas; eran sus bienes apenas lo recogía. Sólo tenía que preocuparse de usarlas antes de que se echaran a perder, pues si no, había tomado más de lo que le correspondía y les habían robado a los demás. Y, por cierto, era algo insensato y deshonesto acumular más de lo que se podía usar. Si le regalaba una parte a cualquier otra persona, para que no se echara a perder inútilmente en su posesión, era un uso válido el que hacía. Y si trocaba ciruelas que se habrían echado a perder en una semana por nueces que podrían comerse durante un año entero, no incurría en perjuicio pues no gastaba la provisión común ni destruía parte alguna de la porción de bienes que pertenecía a los otros, en la medida en que nada se echara a perder en sus manos sin ser utilizado. De nuevo, si quería cambiar sus nueces por una pieza de metal pues le gustaba a causa de su color, o intercambiar sus ovejas por conchillas o su lana por una gema resplandeciente o un diamante y guardárselos durante toda su vida, no invadía el derecho de los demás; podía acumular tantos bienes durables como se le antojara, pues lo que sobrepasaba los límites de su propiedad legítima no consistía en la cantidad de sus posesiones sino en dejar que se echara a perder lo que, teniendo en su poder, no usaba. 47. Y así se introdujo el uso del dinero, una cosa perdurable que los hombres pueden gurdar sin que se arruine y, por mutuo consentimiento, pueden intercambiar por los productos verdaderamente útiles para la vida pero perecederos. 48. Y al igual que los diferentes grados de laboriosidad permitieron darles posesiones a los hombres en diferentes proporciones, la invención del dinero les dio la oportunidad de conservarlas y aumentarlas (...)

50. Pero, dado que el oro y la plata, al tener escasa utilidad para la vida del hombre, en comparación con la comida, el vestido y el transporte, sólo tiene valor a partir del consentimiento de los hombres -valor del que el trabajo, sin embargo, constituye una gran parte- es claro que los hombres han consentido una posesión desproporcionada y desigual de la tierra. Pues mediante voluntario consentimiento, han establecido la forma en que un hombre, rectamente y sin injuria, puede poseer más tierra de la que puede utilizar, recibiendo oro y plata a cambio de la sobrante. Pues el oro y la plata pueden permanecer largo tiempo en posesión de su propietario, sin echarse a perder. Esta distribución realizada al margen de las reglas de la sociedad y del pacto, se ha logrado acordando que esos metales deben tener valor. Capítulo VII: "De la sociedad política o civil" 87. Al nacer el hombre, como lo hemos demostrado, con derecho a la libertad perfecta y a disfrutar sin límites de todos los derechos y privilegios que le otorga la ley de la naturaleza, y en igual media que cualquier otro hombre o grupo de hombres en el mundo, tiene por naturaleza el poder no sólo de preservar su propiedad -es decir, su vida, libertad y bienes- contra las injurias y atentados de otros hombres, sino de juzgar y castigar las transgresiones a esa ley cometidas por otros hombres, en el grado que la ofensa lo merezca; incluso podrá aplicar la pena de muerte en crímenes donde lo abominable del hecho, en su opinión, así lo requiera. Pero como ninguna sociedad política puede existir ni subsistir sin tener en sí misma el poder de preservar la propiedad y, a fin de lograrlo, el de castigar las ofensas de todos los miembros de esa sociedad, única y exclusivamente habrá una sociedad política allí donde cada uno de los miembros haya renunciado a su poder natural y lo haya dejado en manos de la comunidad en todos aquellos casos en que no esté imposibilitado para pedir la protección de la ley establecida por la comunidad. Y así, al estar excluido todo juicio privado de cada miembro en particular, la comunidad pasa a ser el árbitro que decide según las normas y reglas establecidas e imparciales, aplicables a todos, y administradas por hombres autorizados por la comunidad para que las ejecuten. Así, decide todas las diferencias que puedan surgir entre los miembros de esa sociedad en cuestiones de derecho, y castiga aquellas ofensas que cualquier miembro haya cometido contra la sociedad, con las penas que la ley ha establecido. Guiándonos por esto, es fácil discernir quiénes constituyen una sociedad política y quiénes no. Aquellos que están unidos en un cuerpo y tienen una ley común establecida y una judicatura a la cual apelar, con autoridad para decidir las controversias entre ellos y castigar a los ofensores, forman entre sí una sociedad civil. Pero aquellos que carecen de una autoridad común a la cual apelar -me refiero a una autoridad terrenal- continúan en estado de naturaleza, donde cada uno -por falta de otra persona- es juez y ejecutor en sí mismo, lo que equivale, como lo he mostrado antes, a estar en perfecto estado natural. 88. Y así el Estado se origina mediante un poder que establece qué castigo se impondrá a las diversas transgresiones que considera merecedoras de tal, cometidas

por los miembros de esa sociedad. Este es el poder de hacer leyes, al que debe sumarse el poder de castigar cualquier injuria inferida a alguno de sus miembros por alguien que no pertenezca ella. Este es el poder de hacer la guerra y la paz. Ambos poderes se encaminan a la preservación de la propiedad de todos los miembros de esa sociedad tanto como sea posible. Mas aunque todo hombre que ha entrado a formar parte de una sociedad haya abandonado su poder de castigar las ofensas contra la ley natural según se lo dicte su juicio personal, ocurre que, junto con el poder de juzgar las ofensas que ha cedido al poder legislativo en todos aquellos casos en que puede apelar al magistrado, también le ha cedido al estado el derecho de emplear su propia fuerza personal para la ejecución de los juicios del Estado en todos los casos en que se recurra a él. Estos juicios del Estado, ciertamente son sus propios juicios, sean hechos por él mismo o formulados por su representante. Y aquí tenemos el origen del poder legislativo y ejecutivo de la sociedad civil (...).

daño que éste pueda inferirles, es probable que se sientan en estado de naturaleza en relación con él, el cual sin duda se halla en dicho estado. Y tan pronto como puedan procurarán protegerse bajo la seguridad de la sociedad civil, motivo por el cual ésta fue ante todo instituida y en virtud de la cual entraron en ella. (...) El pueblo, al no encontrar sus propiedades seguras bajo el gobierno como entonces se ejercía -a pesar de que el gobierno no tiene otra finalidad que preservar la propiedad-, reparó en que nunca podría estar seguro, ni descansar, ni considerarse parte de una sociedad civil, hasta que el poder legislativo estuviera delegado en cuerpos colectivos de hombres, llámense senado, parlamento o lo que sea, en virtud de los cuales cada persona individual fuera súbdito, al igual que otros hombres de más baja condición, de esas leyes que él mismo, como parte del poder legislativo, había establecido. (...) me pregunto si ese individuo no permanecería en perfecto estado de naturaleza y, en consecuencia, estaría excluido de la sociedad civil.

89. Por lo tanto, toda vez que cualquier número de hombres esté así unido en una sociedad, de modo tal que cada uno haya renunciado al poder ejecutivo que tiene por ley natural y lo haya cedido al poder público, entonces, y sólo entonces, hay una sociedad política o civil. (...)

Capítulo VIII: "Del origen de las sociedades políticas"

90. Y de esto resulta evidente que la monarquía absoluta, que algunos hombres consideran el único tipo de gobierno del mundo, es por cierto incompatible con la sociedad civil y excluye todo tipo de gobierno civil. Pues al fin de la sociedad civil es evitar y remediar aquellos inconvenientes del estado de naturaleza que necesariamente surgen de que todo hombre sea juez en su propia causa, estableciendo una autoridad conocida a la cual todos los miembros de la sociedad deben obedecer. Dondequiera existan personas que no cuentan con una autoridad de ese tipo a la cual apelar, y que decida cualquier diferencia entre ellas, esas personas continúan en estado de naturaleza. Y en esa condición se halla todo príncipe absoluto con respecto a quienes están bajo su dominio. 91. Pues al suponerse que ese príncipe absoluto tiene todo el poder en sí mismo, tanto el legislativo como el ejecutivo, no hay juez al cual recurrir y persona ante la cual nadie pueda apelar, que justa, imparcialmente y con autoridad decida y de cuya decisión puedan esperarse alivio y castigo de cualquier injuria o inconveniente surgido a causa del príncipe o por su orden. De manera que un hombre así, tenga el título que tenga, sea Czar, Grand Signior o como os guste, está a tal punto en estado de naturaleza respecto de quienes están bajo su dominio, como lo está respecto del resto de la humanidad. Pues dondequiera haya dos hombres que no tiene, sobre la tierra, ley vigente y juez común al cual apelar para la decisión de controversias de derecho entre ellos, estos hombres continúan en estado de naturaleza y sometidos a todos los inconvenientes que éste conlleva. (...) 94. Pero, por más que los aduladores hablen para distraer el entendimiento de la gente, ello no impide que los hombres se den cuenta de las cosas. Y cuando perciben que un hombre, en el estado que sea, está fuera de los límites de la sociedad civil de la que ellos forman parte, y que no tienen apelación, en este mundo, contra cualquier

95. Al ser los hombres, como se ha dicho, libres por naturaleza, iguales e independientes, nadie puede ser sacado de este estado sometido al poder político de otro sin su propio consentimiento, lo que se hace mediante acuerdo con otros hombres, a fin de unirse en una comunidad para vivir cómodos, seguros y en paz los unos con los otros, en un sereno disfrute de sus propiedades y protegidos contra cualquiera que no forme parte de ella. (...) Cuando un grupo de hombres ha consentido en hacer una comunidad o gobierno, quedan de inmediato incorporados y forman un cuerpo político, en el cual la mayoría tiene el derecho de actuar y decidir en nombre de los demás. 96. Pues, cuando un número cualquiera de hombres ha formado, por el consentimiento de cada individuo, un comunidad, por ese mismo acto ha constituido un solo cuerpo, con el poder de actuar corporativamente, lo cual sólo se consigue por la voluntad y determinación de la mayoría. Porque, como lo que hace actuar a cualquier comunidad es sólo el consentimiento de los individuos que forman parte de ella y, por ser un cuerpo, debe moverse en un mismo sentido, es necesario que el cuerpo se mueva hacia donde lo lleva la fuerza mayor, que es el consentimiento de la mayoría. (...) el acto de la mayoría se toma como el acto de la totalidad (...). 99. Y así, aquello que origina y de hecho constituye cualquier sociedad política no es sino el consentimiento de una pluralidad de hombres libres que aceptan la regla de la mayoría, para unirse e incorporarse a tal sociedad. Y es esto, y sólo esto, lo que dio origen o pudo darlo a cualquier gobierno legítimo del mundo. 113. [se suele ofrecer la siguiente objeción] "Que como todos los hombres nacen bajo alguna forma de gobierno, es imposible que ninguno sea libre alguna vez y tenga la opción de unirse con otros hombres para formar un nuevo gobierno o para erigirlo legalmente." (...)

117. Y esto, por lo general, ha dado lugar a confusiones en este asunto; porque en los Estados que no permiten que ninguna parte de sus dominios sea desmembrada, ni que la disfrute nadie que no pertenezca a su comunidad, el hijo normalmente no puede disfrutar de las posesiones de su padre sino bajo los mismos términos en que su padre lo hizo, es decir convirtiéndose en miembro de la sociedad, por lo cual se pone al punto bajo el gobierno ya establecido, al igual que cualquier otro súbdito de ese Estado. Y así el consentimiento de los hombres libres que nacen bajo un gobierno, y que es lo único que los convierte en súbditos de éste, al darlo separadamente cada individuo cuando le llega el turno -es decir cuando llega a la mayoría de edad- y no todos juntos, la gente no repara en ello y piensa que dicho consentimiento no se ha dado o que no es necesario, por lo cual concluye que ser súbdito es algo tan natural como ser hombre. 119. Al ser todo hombre, como se ha demostrado, libre por naturaleza, y no poder someterlo ningún poder de la tierra excepto su propio consentimiento, debemos considerar que se debe entender como declaración suficiente del consentimiento de un hombre para convertirlo en súbdito de las leyes de cualquier gobierno. Suele hacerse una distinción entre el consentimiento expreso y el tácito, que se puede aplicar al caso que nos ocupa. Nadie duda de que el consentimiento expreso de cualquier hombre para entrar en una sociedad lo convierte en miembro perfecto de tal sociedad, en súbdito de tal gobierno. La dificultad radica en qué ha de considerarse consentimiento tácito y hasta qué punto obliga, es decir, hasta qué punto ha de considerarse que alguien ha consentido y, por ello mismo, se ha sometido a cualquier gobierno cuando no ha hecho ninguna manifestación de ello. A esto respondo que todo hombre que tenga posesiones o disfrute de alguna parte de los dominios de cualquier gobierno, está por ello dando su tácito consentimiento de sumisión; y mientras siga disfrutándolos está obligado a obedecer las leyes de ese gobierno (...). 120. (...) Por lo tanto, quienquiera que, de ese momento en adelante, por herencia, compra, permiso u otro procedimiento disfrute de una parte de tierra anexada a un Estado o situad bajo el gobierno de éste, debe tomarla aceptando las condiciones que regulan esa tierra, es decir, sometiéndose al gobierno del Estado bajo cuya jurisdicción está, igual que cualquier otro súbdito de él. 121. Pero dado que el gobierno tiene jurisdicción directa sólo sobre la tierra y alcanza a quien la posee (antes de que se haya incorporado concretamente a la sociedad) sólo en la medida en que la habite y disfrute de ella, la obligación bajo la que uno está, en virtud de tal disfrute, de someterse al gobierno, empieza y termina con el disfrute mismo. Capítulo IX: "De los fines de la sociedad política y del gobierno" 123. Si el hombre en estado de naturaleza fuera tan libre como se ha dicho, si fuera amo absoluto de su propia persona y posesiones, igual al más grande y súbdito de nadie, ¿por qué renunciaría a su libertad y su imperio, y se sometería al dominio y el

control de otro poder? A esto la respuesta es obvia: aunque en el estado de naturaleza un hombre tiene semejante derecho, su posibilidad de disfrutarlo es muy incierta y está constantemente expuesta a la invasión de oteros, pues al ser todos los hombres tan reyes como él, todo individuo su igual, y al no observar la mayor parte de ellos estrictamente la igualdad y la justicia, el disfrute de la propiedad que tiene el hombre en tal estado es sumamente insegura. Esto lo lleva a querer dejar una condición que, por libre que sea, está llena de temores y peligros continuos; y no sin razón busca y desea unirse en sociedad con otros hombres que ya se han unido o tienen intención de unirse para la preservación mutua de sus vidas, libertades y posesiones, es decir, de todo aquello a que doy el nombre general de "propiedad". 124. Por lo tanto, el grande y principal fin para que los hombres se unan en Estados y se sometan a gobiernos es la preservación de su propiedad, hecho para el que faltan muchas cosas en el estado de naturaleza. Primero, falta una ley establecida, fija y conocida, recibida y aceptada por consentimiento común para actuar como patrón de lo bueno y lo malo y como criterio para decidir en todas las controversias que surjan ente los hombres. Pues aunque la ley natural sea clara e inteligible para todas las criaturas racionales, los hombres sin embargo, al estar cegados por su propio interés e ignorarla por no haberla estudiado, tienen tendencia a no considerarla obligatoria cuando se aplica a sus casos particulares. 125. Segundo, en el estado de naturaleza falta un juez conocido e imparcial. (...) 126. Tercero, en el estado de naturaleza a menudo falta poder para respaldar y apoyar la sentencia cuando es justa y para darle su debida ejecución. (...) 131. Pero aunque los hombres, cuando entran en sociedad, entregan la igualdad, la libertad y el poder ejecutivo que tenían en el estado de naturaleza a las manos de esa sociedad, para que el poder legislativo disponga de ellos según lo requiera el bien de la sociedad, tal renuncia cada uno la hace sólo con la intención de mejor preservarse a sí mismo, a su libertad y su propiedad, pues no se puede suponer que ninguna criatura racional cambie su condición con la intención de estar peor. Por eso, no puede suponerse que el poder de la sociedad o legislatura por ellos constituida se extienda más allá del bien común, sino que está obligado a asegurar la propiedad de cada uno, protegiendo contra los tres defectos arriba mencionados, que hacían del estado de naturaleza algo tan inseguro y difícil. Y así, quienquiera tenga el poder supremo o legislativo de cualquier Estado, está obligado a gobernar no ya por decretos extemporáneos sino según leyes establecidas, promulgadas y conocidas por el pueblo y, aplicadas por jueces imparciales y rectos, que han de resolver las controversias según tales leyes. Asimismo, está obligado a emplear la fuerza de la comunidad dentro del país sólo para ejecutar tales leyes o, en el exterior, para impedir o castigar las injurias extranjeras y preservar a la comunidad de incursiones e invasiones. Y todo esto no ha de estar dirigido a otro fin que la paz, la seguridad y el bien del pueblo.

Capítulo XI: "Del alcance del poder legislativo" [se altera el orden con fines didácticos] 142. Estos son los límites impuestos al poder legislativo de todo Estado por la misión que la sociedad le encomendó y por la ley de Dios y la naturaleza, sea cual fuera la forma de gobierno: Primero: han de gobernar por medio de leyes establecidas y promulgadas, que no variarán en casos particulares, sino que habrá una misma ley para los ricos y los pobres, para el favorito de la Corte y el campesino que empuña el arado. Segundo: estas leyes no deben diseñarse para otro fin último que el bien del pueblo. Tercero: los gobernantes no deben aumentar los impuestos sobre la propiedad del pueblo sin el consentimiento dado por el pueblo o por sus diputados. Y esto es sólo aplicable a los gobiernos donde la legislatura existe de manera permanente, o por lo menos donde el pueblo no ha reservado ninguna parte de la legislatura para entregársela a sus diputados, que periódicamente serán elegidos por ellos. Cuarto: la legislatura no debe ni puede transferir el poder de hacer leyes a nadie, o depositarlo en un lugar diferente de aquel donde el pueblo lo ha depositado. 138. Tercero, el poder supremo no puede quitar a ningún hombre parte alguna de su propiedad sin su propio consentimiento. Como la preservación de la propiedad es el fin del gobierno y aquello por lo cual los hombres entran en sociedad, esto necesariamente supone y exige que al pueblo ha de permitírsele tener propiedades; pues si no, debería suponerse que la pierde al entrar en sociedad -y los hombres entraron en ella para conservarla-, lo cual sería un absurdo demasiado grande como para que nadie pudiera aceptarlo. Por lo tanto, los hombres que viven en sociedad pueden ser propietarios, tienen derecho a los bienes que por ley de la comunidad son suyos y nadie tiene derecho a quitarles todo o parte alguna de ellos sin su propio consentimiento. Sin esta garantía, no tendrían propiedad en absoluto. Pues realmente no tengo propiedad si cualquier otro puede, con derecho, quitármela cuando le plazca y contra mi consentimiento. En consecuencia, es un error pensar que el poder supremo o legislativo de cualquier Estado puede hacer lo que quiera y disponer de las propiedades del súbdito arbitrariamente o quitarle cualquier parte de ellas a gusto. (...) Pues la propiedad de un hombre no está en absoluto segura -aunque haya leyes buenas y equitativas que establezcan los límites entre lo que es suyo y lo que es de sus conciudadanos- si quien manda a esos súbditos tiene poder para quitar a cualquier individuo privado la parte que le plazca de su propiedad y usarla y disponer de ella como se le antoje. 139. Pero el gobierno, esté en las manos de quien esté, al habérsele encomendado esta misión, según antes lo he mostrado, tiene como finalidad que los hombres puedan tener y asegurar sus propiedades; así el príncipe o el senado, por poder que tenga para dictar leyes tendientes a regular la propiedad entre los súbditos, nunca puede tener el poder de quitar para su provecho la totalidad o cualquier parte de la propiedad de los súbditos, sin su propio consentimiento; pues ello sería, en efecto, dejarlos sin propiedad alguna. (...)

Capítulo XIII: "De la subordinación de los poderes del Estado" 149. Aunque en un Estado constituido que está asentado en su propia base y actúa de acuerdo con su propia naturaleza, es decir, que actúa para la preservación de la comunidad, puede haber un solo poder supremo, que es el legislativo, al que todos los demás están y deben estar subordinados; sin embargo, al ser el legislativo sólo un poder fiduiciario encargado de actual para ciertos fines, sigue permaneciendo en el pueblo un poder supremo para remover o alterar la legislatura (...). Y así la comunidad perpetuamente retiene el poder supremo de salvarse a sí misma de los intentos y designios de cualquiera, incluso de sus legisladores, cada vez que éstos sean tan necios o tan perversos como para planear o llevar adelante designios contrarios a las libertades y propiedades de los súbditos. 155. Puede preguntarse aquí, ¿qué ocurre si el poder ejecutivo, apoderándose de la fuerza del Estado, usa dicha fuerza para impedir la reunión y actuación del poder legislativo, cuando la constitución original o las exigencias públicas así lo requieren? A lo que respondo: usar la fuerza contra el pueblo, sin autoridad y contrariando la misión confiada a quien lo hace, equivale a un estado de guerra con el pueblo, el cual tiene el derecho de restablecer a sus legisladores en el ejercicio de su poder. (...) En toda circunstancia y condición el verdadero remedio al ejercicio de la fuerza sin autoridad es oponerse a ella también por la fuerza. El uso de la fuerza sin autoridad siempre pone a quien la ejerce en estado de guerra y lo convierte en agresor, exponiéndolo a ser tratado como corresponde.

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