Esbozo de un análisis panorámico del curso de Historia de las Ideas Políticas La idea general que vertebra este curso es la del Estado (conformación histórica, evolución de su concepción y problemas que en torno a su definición, fundamentación, función y control, se han desarrollado a lo largo de la tradición del pensamiento político occidental). Se comienza con la modernidad entendiendo que antes no podemos hablar de Estado en sentido estricto, esto es como poder político legítimo – en tanto reclama con éxito el monopolio de la fuerza legal- y soberano, único poder reconocido sobre un territorio delimitado y una población determinada (y que desde 1648 supone una igualdad formal – soberanía y autonomía- respecto de otras unidades similares en el sistema internacional). Por otra parte sólo a partir de la modernidad es que lo político y la política (que se identificarán progresivamente con la esfera del gobierno y la institucionalidad de lo estadual) se definirán como algo específico e ‘independiente’ de cualquier otra esfera de la actividad social (religión, economía, sociedad). Es precisamente en esta etapa inicial y con referencia al fenómeno de autonomización de la política y la emergencia efectiva del estado que se inscribe el pensamiento de Nicolás Maquiavelo (siglo XVI). Esto en el contexto más amplio de las transformaciones que dan lugar al proceso de larga duración a través del cual se transita desde el feudalismo (Edad Media) hacia el Capitalismo (Modernidad). Desde la superposición de soberanías fragmentadas (poliarquía feudal), propias del mundo medieval, hegemonizado por ideas universalistas (Imperio, Iglesia) hacia la constitución de las soberanías estatales centralizadas y autónomas. De tal proceso emergen los grandes Estados Absolutos (estados territoriales-militaristas, burocráticos y patrimonialistas) propios de las Monarquías basadas en la tradición y el Derecho divino de los príncipes a gobernar. Sin embargo se tratará de un mundo moderno que se construye cada vez más en torno a un progresivo desarrollo secular donde el hombre y el discurso racional se van volviendo preeminentes (unidad 1 y unidad 2). Procesos marcados profundamente por dos desarrollos básicos: 1) el modo de producción capitalista (producción privada de bienes y servicios, como valores de cambio, para un mercado progresivamente caracterizado por la relativa libre circulación y asignación de los factores productivos,- tierra, capital y trabajo) y el consiguiente ascenso de la burguesía y 2) la creciente disputa política-ideológica inaugurada por la reforma protestante y las subsecuentes luchas religiosas que marcan los siglos XVI y XVII (disputa que se zanjará en 1648 con la Paz de Westfalia con que concluye la Guerra de los Treinta Años, dando por definitiva la separación entre estado político e Iglesia). Producto derivado de este complejo entramado es la creciente necesidad de discutir los fundamentos del poder político (es decir los principios de legitimación del estado) (Unidad 2). Frente al modo tradicional de fundamentación del poder político basado en la tradición, la costumbre, la fuerza o el derecho divino de los gobernantes se levanta el iusnaturalismo, o teoría del derecho natural. Se desarrolla una nueva legitimación del estado, ahora con base en la razón y el consenso voluntario de hombres en principio considerados libres e iguales. Bajo el enfoque de las teorías contractualistas el estado se piensa como construcción social, artificial, racional. Su función será la de proteger los intereses de quienes le instituyeron. Así la sanción de un estado político nace por definición como un poder limitado destinado a la protección de los derechos naturales de los hombres que le fundan y para su protección y preservación. Su objeto es entonces la protección de estos derechos
naturales (vida, libertad, propiedad) de los cuales son sujetos poseedores todos los hombres, independientemente de su condición socio-económica o pertenencia comunitaria. Contra la tradición y el poder político absoluto, tiránico y despótico, se edifica un nuevo poder político destinado a guardar el respeto a la ley y los derechos de los individuos (Estado de Derecho). La concepción tradicional de la sociedad, de carácter organicista y estamental será contestada por una sociedad de hombres iguales, libres y racionales, una sociedad individualista. (Unidad 2). Es en este contexto de los siglos XVII y XVIII, que se verán tres autores que aunque con conclusiones políticas diversas se inscriben en este modelo iusnaturalista: Thomas Hobbes (teórico del derecho absoluto pero con base en la razón), John Locke (teórico de la república representativa, aunque restrictiva) y Jean Jacques Rousseau (teórico de la democracia radical antítesis del gobierno representativo). Cerrando la unidad se debería encuadrar el pensamiento político del idealismo alemán con Emmanuel Kant y sus ideas cosmopolitas (Unidad 2). Algunas corrientes teóricas han querido ver en estos procesos el reflejo teórico y político de una clase social (la burguesía) que progresando en el dominio del mundo económico comienza a pensar necesaria la readecuación del poder político a sus intereses específicos. Es que los progresos del capitalismo en torno al crecimiento y estructuración de un mercado nacional integrado y en expansión requerían abolir las trabas que suponían las arbitrarias y obsoletas relaciones y estructuras institucionales del feudalismo residual (téngase en cuenta que al mencionar antes los procesos de transición decíamos se trataba de procesos de larga duración). Esto sugiere relaciones y procesos que se solapan y yuxtaponen: en un contexto crecientemente capitalista subsisten relaciones y estructuras de carácter feudal sobre todo en regiones atrasadas y rurales. Las relaciones serviles y de dependencia basadas en coacciones extraeconómicas – la fuerza, la herencia o la tradición- debían ser removidas y desplazadas por relaciones ‘formalmente’ libres que permitiesen conformar un verdadero mercado de productores y consumidores. La legitimidad de la herencia, la tradición y el privilegio (propios del mundo estamental, noble, aristócrata y feudal) son dejadas atrás por un nuevo tipo de relaciones “libres”, racionales y burguesas (volvamos a insistir: se trata de procesos de cambio político que se expresan con diferentes ritmos y no sin contradicciones según el espacio que se considere). La idea de los derechos naturales y del estado como resultado de un pacto o contrato entre iguales abrió un flujo, ahora ascendente, para la nueva legitimidad. La soberanía popular afirmó la idea de una sociedad de hombres libres capaces de definir su propio destino político sometiendo a control el aparato del estado. Tal lógica una vez inaugurada entre las elites (agrarias, comerciales e industriales) ya no pudo ser contenida dentro de lo estrechos límites de una ciudadanía restringida. Los resultados no se hicieron esperar y el siglo XVIII se cierra conociendo la apertura de la primera ola de revoluciones burguesas que inauguran una nueva forma de política: la política proto-democrática. (Unidad 3). Con las primeras “revoluciones burguesas” (Inglesa en 1688; Norteamericana en 1776 y Francesa en 1789) se salda un primer diálogo político fundamental: el que fuera mantenido por el Antiguo Régimen por un lado y la nueva burguesía republicana por el otro; entre la tradición aristocrática y la modernidad burguesa; entre el estado absoluto y el nuevo estado de derecho en ciernes del 'rule of law' (gobierno de la ley). Durante este largo período de la revolución política (del siglo XVII al XIX), y en medio de una fuerte fluidez de las estructuras institucionales, los principales discursos políticos de la modernidad disputarán por la imposición de los nuevos significados
políticos que han de revestir al orden por constituirse. Republicanismo, liberalismo, democracia, conservadorismo, socialismo pugnarán por ganar la batalla en la definición del concepto de sociedad, Estado y la idea central de Nación y su ideología el nacionalismo (Unidad 3). Un diálogo toca a su fin pero otro se despliega paulatinamente en su reemplazo. Los ideales de “libertad, igualdad y fraternidad” sirvieron a la burguesía revolucionaria para disputar la resignificación del mundo social y político frente al mundo del privilegio y la herencia. Se irán consolidando la sociedad individualista, la economía de libre mercado y el estado político liberal (como teoría del Estado limitado). Reencontrada la democracia (reencontrada decimos porque desaparecida la polis griega - siglo V a.C.- la democracia se desvaneció con ella y desde entonces quedó asociada con el desorden y el faccionalismo) el problema ahora se planteaba en torno a varias cuestiones cruciales: ¿Cómo evitar que la democracia no se convirtiera en un nuevo despotismo, el de la mayoría?, ¿Cómo aceptar extender los derechos políticos (ciudadanía extendida) sin perder el control político (esto es sin que signifique una amenaza a la propiedad)?; ¿Cómo lograr una ciudadanía responsable y por tanto capaz de gobernar? y a la vez ¿Cómo lograr gobiernos políticos responsables hacia los gobernados? (Unidad 4). Muy pronto la idea del poder revolucionario constituyente y promotor de un nuevo mundo político basado en la libertad y la igualdad ‘formal’ burguesa mostró sus insuficiencias y miserias. La revolución evidenciaba ahora el problema de toda dinámica revolucionaria: ¿Cómo poner fin a la revolución?, ¿Cómo cristalizar el poder constituyente en constituido?, ¿Cómo estabilizar el cambio y canalizar el conflicto sin amenazar el nuevo orden establecido? (Benjamín Constant, Alexis de Toqueville). Paulatinamente entre el siglo XVIII y el XIX se produce una ruptura con el iusnaturalismo siendo este desplazado por el utilitarismo del radicalismo inglés (desde Jeremy Bentham a John Stuart Mill). Del problema de la fundamentación acerca del poder político con base en los principios se transitó hacia la justificación de su funcionamiento atendiendo a sus resultados. Dado que los principios que podrían justificar su origen pasaron a considerarse meras abstracciones imposibles de demostración empírica se prefirió en este sentido evaluar los criterios de acuerdo a los cuales habría de entenderse su funcionamiento efectivo. Se trataba ahora de encontrar reglas prácticas que orientasen la actividad política. ¿Cómo habría de gobernarse? La respuesta se encontró en torno al logro de la máxima utilitarista “la mayor felicidad para el mayor número”. En tal sentido la democracia se entendía mas como un resultado práctico necesario antes que un principio ideal a perseguir. La idea de “un voto, un hombre” fue la fórmula mediante la cual se pensó se evitaría que los gobiernos deviniesen despóticos y la única forma en que cada individuo podría revelar sus preferencias en torno a como lograr su mejor felicidad (en otras palabras la forma en que cada quien podría decidir como vería mejor protegidos sus propios intereses) (Unidad 4). Los mismos ideales (de libertad, igualdad y solidaridad) se convirtieron en las banderas bajo las cuales tomaron forma nuevos actores sociales nacidos a la sombra de la doble revolución, política y económica (revolución industrial). Las clases trabajadoras, especialmente el proletariado industrial en formación, antes ausentes, comenzaron a reclamar por su “voz” en el espacio de lo público. Un espacio público que tuvo como marco político institucional e identitario al Estado-nación y su ideología, el nacionalismo (Unidad 3 y 4). Las clases proletarias y burguesas, obreros y capitalistas, serán los nuevos actores del diálogo político que atravesará todo el siglo XIX, dentro de los marcos progresivamente consolidados de verdaderos estados-nación. Ambos actores nacieron como imágenes especulares de un mismo fenómeno, ya mencionado, la revolución
industrial que desde el último tercio del siglo anterior (especialmente desde 1770-80) vino a transformar radicalmente las estructuras socioeconómicas del mundo capitalista (que ya deja de ser básicamente comercial y pasa a ser fundamentalmente industrial manufacturero). La igualdad formal de los agentes en el mercado y la armonía fundamental de los intereses individuales a largo plazo que suponía la “mano invisible” de la economía política clásica (Adam Ferguson, Adam Smith, David Ricardo) comenzaba a ser contestada por los profundos desgarramientos sociales del industrialismo capitalista. Si la idea de orden y desarrollo institucional que preservara la libertad individual quedó como baluarte del liberalismo, las ideas de igualdad, crítica social y transformación radical de las instituciones económicas y políticas fueron reivindicadas por el socialismo científico de Karl Marx (Unidad 5). Mientras el liberalismo del siglo XIX siguió reflexionando en torno a cómo preservar la libertad individual contra el despotismo que podría implicar la democracia, la crítica socialista reflexionó en torno a como realizar efectivamente la democracia, superando la ‘igualdad formal’ presupuesta por el Estado representativo de la burguesía liberal (Unidad 5). La crítica social marxista apuntando al análisis de las contradicciones del modo de producción capitalista auguraba su seguro colapso, la inminencia de la revolución social y la superación del capitalismo hacia un mundo sin clases, sin coerciones ni dependencias y por supuesto sin estado ni política. Un mundo, el del modo de producción socialista caracterizado por una superación total de la alienación y la necesidad. Un reino de la igualdad y la libertad donde ya no existieran ni explotadores ni explotados (Unidad 5). Sin embargo la historia del siglo XIX demostró que el sistema capitalista lejos de sucumbir en sus propias contradicciones encontraba la forma de superarlas saliendo de las mismas cada vez mas fortalecido. Esta constatación llevó a numerosos debates en el seno mismo de las organizaciones obreras donde las tendencias revolucionarias (marxistas ortodoxas) y las revisionistas (marxistas moderados, reformistas) llevaron a sucesivas escisiones (Partidos de la Socialdemocracia, socialistas y comunistas). Más allá de los debates teóricos-ideológicos el capitalismo continuó evolucionando a la par de una sociedad industrial cada vez mas compleja, tecnocrática y burocratizada. Los estados nación embarcados en una carrera por captar porciones cada vez mas importantes de poder político y económico (desarrollo del capital monopolista y expansión imperialista) aceleraron una competencia que pronto se volvió violenta con la aparición de nuevos y poderosos actores en escena (EEUU y Alemania). La Primer Guerra Mundial (1914-1918) y la emergencia exitosa del primer estado socialista en el corazón del Imperio zarista (Revolución Rusa bolchevique de 1917) supusieron su corolario mas impactante a la vez que marcaron una fractura entre el mundo decimonónico que expiraba y el advenimiento de un nuevo orden, que no obstante tardó cerca de 30 años en consolidarse. El mundo de la liberal democracia se resquebrajó irremediablemente y de sus escombros emergieron los años de inestabilidad, esa larga “guerra civil” europea que no se terminó de saldar hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Durante los ´20 y los ´30 las democracias sufrieron sus primeros colapsos (Alemania, Italia, Austria, Polonia, España) y los estados de excepción emergieron como el fenómeno de la época. Un nuevo tipo de estado se estructuró en torno a un fuerte componente ideológico, y un decidido liderazgo carismático encumbrado sobre el edificio del partido único. Un Estado de vocación omnímoda, totalizadora, expansionista y por sobre todas las cosas antiliberal. La política se resolvió en la violencia, interna y externa, y el exterminio de la diferencia, hacia dentro y hacia fuera. La fuerza intolerante de los extremismos se adueñó de la sociedad en Europa central y meridional. La esfera de lo privado se
subsumió en el ámbito de lo público mientras el individuo se disolvió en masa dispuesta al genocidio (la solución final nacionalsocialista, las purgas stalinistas). El nacionalismo nacido en el siglo anterior se constituyó, mostrando su cara más agresiva, en un rasgo predominante del escenario internacional. Fascismo y Totalitarismo son los protagonistas del período y centro del debate teórico en torno al estado y la sociedad. El clivaje político fundamental se constituyó en torno a la democracia frente al fascismo (Unidad 6). En tal contexto, 1929 y la crisis económica internacional, la consolidación del régimen soviético y las exigencias bélicas de la II Guerra mundial no hacen más que catalizar y acelerar profundos cambios en la relación Estado-sociedad, incluso en los países que habían quedado a salvo de las tendencias antidemocráticas (EE.UU.,GBr). Los desequilibrios económicos y sociales (paro, deflación, desarticulación del sistema multilateral de pagos, creciente proteccionismo) obligaron a una cada vez mayor intervención del estado en la organización social, incluso en áreas que antes le estuvieron vedadas. Una política activa por parte del estado sirvió para promover una segura salida de la crisis económica (implementación de las políticas keynesianas: inversión pública como inducción de la demanda interna) y una vez vencidos los fascismos alejar toda posibilidad de expansión de la revolución social mitigando el conflicto ideológico mediante redistribución administrada de rentas. Las reformas no fueron ajenas a la necesidad de reasegurar la sustentabilidad de las condiciones de acumulación capitalista. (Unidad 7). Y es que al amparo del modelo industrial de producción en masa (‘fordismo’) se percibió necesario la cobertura institucional del estado. Una producción en masa requería como condición para resultar sustentable en el tiempo un consumo en masa. En este sentido es que se debe entender en parte la edificación del Estado de Bienestar y sus instituciones básicas (previsión social, seguridad laboral, asistencia pública) que por otra parte pueden interpretarse como una externalización de los costes capitalistas asociados a la reproducción de la fuerza de trabajo. El orden de 1945-1974, clásicamente definido como los “treinta gloriosos años” del fordismo se han caracterizado por un desarrollo ininterrumpido de la economía capitalista industrial bajo el paraguas institucional del estado de Bienestar que si por un lado aseguraba la reproducción de las condiciones de producción y acumulación capitalista por otro servía a los fines de mantener la necesaria legitimidad social que el modelo requería (amortiguación del conflicto socio-económico). Esta última función a través del reconocimiento de una cada vez más amplia gama de beneficios y derechos económicos y sociales (ciudadanía social) (Unidad 7). La situación internacional cambió drásticamente a partir de la década del ´70 y la crisis del petróleo (1973-1974; 1978-1979). El abandono del patrón de cambios fijos con base en el dólar como moneda de reserva mundial y la creciente equiparación de las productividades de los principales actores del sistema económico internacional (EEUU, Europa y Japón) contribuyeron a acelerar cambios significativos en el sistema internacional y en la concepción misma del estado. La revolución científicotecnológica, especialmente a nivel de los transportes, las telecomunicaciones y la informática posibilitaron la descentralización espacial del proceso productivo y consecuentemente promovieron y facilitaron aún más el movimiento internacional de capitales (desarrollo del capitalismo financiero y especulativo). Todos estos factores, más la explosiva convergencia de una persistente inflación y un creciente paro industrial, entre los mas relevantes, condujeron a revisar la factibilidad de seguir manteniendo el costoso Estado de Bienestar con su incontrolable demanda social y su paralela ineficacia para satisfacerla (Unidad 7).
Desde la izquierda (James O`Connor, Claus Offe, Jürguen Habermas), se diagnosticó un “problema de legitimidad” del estado liberal - democrático (el estado no podía seguir con su doble función: mientras sacrificó su función de legitimación democrática decidió garantizar las condiciones de la acumulación capitalista). Desde la derecha se sostuvo que la llamada crisis fiscal del Estado (cada vez mas gastos y cada vez menos ingresos, en un marco de creciente burocratización e ineficiencia) había conducido al “problema de la ingobernabilidad de las democracias occidentales” (Samuel Huntington). Mientras los neoliberales (Friedrich Hayek, Milton Friedman, Robert Nozik) lo vieron como un problema básicamente económico, los neoconservadores prefirieron recostarse sobre la crítica cultural (Daniel Bell, Irving Kristol). De tales diagnósticos se desprendieron estrategias políticas divergentes en términos de teoría política (Unidad 7). En el plano internacional el Estado ha dejado ser el único actor relevante compartiendo ahora el escenario con otros múltiples actores (empresas trasnacionales, grupos financieros internacionales, ONG, múltiples regímenes internacionales – NAFTA, MERCOSUR, OMC, ONU, OEA), La agenda internacional se ha diversificado y desjerarquizado: nuevos temas antes relegados han adquirido relevancia urgente (medio ambiente, terrorismo, migraciones internacionales, narcotráfico, comercio internacional, integración económica, comunicaciones, biotecnología) y requieren para su tratamiento de una cooperación supranacional. La soberanía estatal está mutando requiriendo quizás una nueva conceptualización. Frente al derecho internacional (de y para los estados) va surgiendo un firme derecho de las personas (los derechos humanos, universales, de y para las personas). Nos adentramos a un mundo de incertidumbres, herencia de un siglo que ha acabado antes de tiempo y otro que ya inaugurado no termina por develar sus verdaderos contornos. Esta es la encrucijada donde el pensamiento político se dispara como necesaria reflexión acerca de cómo obtener orden y cuál ha de ser su naturaleza para que perdure (Unidad 7).