Las 1001 Lenguas

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  • Words: 35,692
  • Pages: 154
Las 1001 lenguas

Nuevo punto de vista Colección dirigida por Maria Àngels Viladot

LAS 1001 LENGUAS Josep Maria Nadal Farreras

Primera edición: noviembre 2007 Segunda edición: marzo 2008 Diseño cubierta: Marina Yxart Fàbregas Portada: Reproducción de un original de José Luis Pascual © 2007: Josep Maria Nadal Farreras © 2007 de la edición: Editorial Aresta SC Sant Joan, 3 17141 - Bellcaire d’Empordà (Girona) www.editorialaresta.com

ISBN: 978-84-935948-2-4 Depósito Legal: B-9.454-2008 Impreso en España por Romanyà Valls, SA Verdaguer, 1― 08786 Capellades

Este libro se ha impreso en papel 100% Amigo de los Bosques

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«Después que hemos batido cazando los bosques y los prados de Italia y no encontramos al exótico animal que perseguimos [Dante habla, expresamente, de una pantera] debemos investigar más científicamente sobre él para descubrirlo… para que, con nuestro inteligente estudio… hagamos caer más profundamente en nuestras redes a aquel que se olfatea por todas partes y no aparece por ninguna». Dante Alighieri (1303-1305). De Vulgari Eloquentia (XVI, 1, 137).

INDICE Prólogo

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Capítulo 1. El lenguaje: patrimonio de nuestra especie 1.1. La necesidad de las lenguas 1.2. La diversidad lingüística

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Capítulo 2. Las lenguas en la historia de Europa 2.1. El nacimiento de las lenguas románicas 2.2. La relación entre el origen de las lenguas y las naciones 2.3. El De Vulgari Eloquentia 2.4. La época de las monarquías absolutas El caso italiano El caso francés Codificación lingüística Catalán – Castellano 2.5. Las lenguas en los estados–nación modernos

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Las lenguas después de la Revolución Francesa

2.6. Recapitulación

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Capítulo 3. Las lenguas en el inicio del siglo XXI 3.1. Análisis de la nueva complejidad lingüística 3.2. Factores de la diversidad lingüística 3.3. Mapas políticos y mapas etnolingüísticos 3.4. Globalización y multiglosia 3.5. Uniformización o fragmentación de la cultura 3.6. Mundo global y etnicidad 3.7. Gestionar la nueva diversidad interna 3.8. El valor de la diferencia

BIBLIOGRAFIA

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NOTAS . . . . . . . . . . . . . . .

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Prólogo A menudo se habla del Homo loquens. Con ello se quiere afirmar que la actividad simbolizadora del lenguaje es una característica fundamental del ser humano. Pero el lenguaje se manifiesta a través de lenguas y estas siempre sirven, entre muchas otras cosas, para establecer solidaridades de grupo. Quizás por ello hay tantas y son tan importantes. Este libro pretende ser una reflexión sobre la historia de las lenguas. Y muy especialmente sobre su futuro. El siglo XX se fue anunciando tempestades y los primeros años del XXI parecen confirmarlas: los hablantes de las lenguas pequeñas, en alguna ocasión, necesitamos usar alguna lengua grande. De vez en cuando, pues, necesitamos abandonar nuestra lengua. Y eso, que no tendría que representar un problema mayor, a menudo es vivido como una muerte anunciada, como un camino irreversible a la uniformidad. Por eso las lenguas hacen sufrir. Hay quien considera que este sentimiento, y en general todos, es un mal consejero. Dicen que nos hace irracionales y que, en consecuencia, impide una reflexión desapasionada, es decir, objetiva. Pero en la historia de las lenguas no podemos olvidar los sentimientos de sus hablantes porque son una parte de la propia historia. La objetividad, pues, exige tomar en cuenta los sentimientos de los hablantes.

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Pienso que ya va siendo hora de decirlo. En ningún lugar está escrito que para construir un estado sea necesario maltratar a ninguno de los miembros de este estado. Y yo, que quisiera ser parte de uno de estos estados, me siento maltratado. Y tampoco está escrito en ningún lugar que conocer y usar una lengua grande, aunque sea la del estado, tenga que implicar necesariamente abandonar alguna de las lenguas pequeñas, que también son lenguas del estado. O deberían serlo. Este es hoy un problema general: ¿cómo hacer compatibles la necesidad de lenguas globales y la pervivencia de lenguas pequeñas? O, lo que es lo mismo, ¿cómo construir un estado sin destruir sus naciones y sus lenguas? Resolver este problema es fundamental porque es la única manera de conseguir que la vida en común deje de basarse en el sufrimiento. En el de nadie. Y, por consiguiente, que la convivencia sea posible. De esas cosas quiere tratar este libro. Algunas ideas ya se insinuaban en una recopilación de artículos en catalán: La llengua sobre el paper (2005). Muchas otras son fruto de las discusiones mantenidas con los compañeros de la universidad y de un seminario que unos cuantos profesores de la Universidad de Girona dimos en la Universidad Intercultural de Chiapas (San Cristóbal de las Casas) en diciembre de 2006. Ojala sirva para tender puentes.

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Capítulo 1. El lenguaje: patrimonio de nuestra especie 1.1. La necesidad de las lenguas ¿Podemos vivir sin naciones y sin lenguas? Si formulo esta pregunta es porque muchos estudiosos han pronosticado que en un futuro inmediato nuestros únicos espacios posibles serán el mundo global y el mundo estrictamente local. Es decir, pronostican que las naciones (y especialmente los estados–nación) y las lenguas no tienen cabida en el mundo del futuro. Estudios recientes1 se han referido a que en 100 años las especies biológicas animales se habrán extinguido en un 20% según estimaciones pesimistas realistas y en un 2% de acuerdo con estimaciones optimistas realistas. Mientras, en el mismo período de tiempo un 90% de las lenguas del mundo podría desaparecer según los autores más pesimistas o un 50% según los cálculos más optimistas. Es evidente que la pérdida de la biodiversidad ha merecido y merece una atención masiva y que, en contraposición, sorprende la poca gente que habla y se preocupa de la pérdida de la diversidad lingüística. Volvamos a la pregunta del inicio: ¿es cierto que las

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lenguas y las naciones están destinadas irremediablemente a su desaparición y que nos dirigimos a un cuasi monolingüismo global? Una primera respuesta negativa podría basarse en la 2 idea de que para conseguir una vida plena los hombres necesitamos un espacio situado entre la dimensión global y la dimensión local en el cual podamos encajar las naciones y las lenguas. Y si eso es así, parece inevitable la tendencia humana a formar unidades de convivencia y de decisión colectiva de pequeña escala.3 Veamos los argumentos en los que se apoya esta necesidad humana de configurar unidades de convivencia y cómo las lenguas han jugado y juegan un papel fundamental en la definición de estos grupos. 1) El primero se refiere a la necesidad de la cooperación altruista. Ya hace tiempo que el sociólogo Émile Durkheim señaló que la cooperación es fundamental para la supervivencia de la sociedad humana. Al fin y al cabo, los humanos, así como el resto de los mamíferos, han escogido un sistema de reproducción muy complejo que exige una muy elevada probabilidad de supervivencia para unos pocos descendientes. En esta situación, la protección es fundamental. Y la protección implica cooperación. Pero, ¿entre quiénes debe darse esta cooperación? Los antropólogos y los psicólogos se han referido a un ámbito de cooperación cuya frontera se traza por la confianza en la reciprocidad de la ayuda voluntaria. Hace mucho tiempo, antes del Homo sapiens, los grupos eran muy pequeños: entre ocho y veinte miembros;4 todos se conocían, el sentimiento de pertenencia al grupo era elevado y la cooperación era, pues, obligada. En cambio hoy, en la compleja sociedad

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occidental actual es el estado, transformado en estado social, quien asegura la unidad del grupo y quien tiene la responsabilidad de la protección de sus miembros, convirtiéndose así en la garantía forzada del altruismo. El cambio ha sido importante. En efecto, en el caso de las sociedades primitivas, la solidaridad era una consecuencia de la similitud, de la conciencia de pertenecer al mismo grupo social o étnico.5 Es muy probable que esta idea contenga una intuición correcta: la gente se siente moralmente obligada con aquellos con los que comparte identidad. Para Émile Durkheim, esta identidad compartida proviene de una actividad ritual común. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, las sociedades se desarrollan, aumenta el número de sus miembros y, al mismo tiempo, aumentan su movilidad y anonimato. En esta nueva circunstancia, rotos los lazos naturales propios de los grupos más pequeños del pasado, alguna cosa tenía que asegurar la unidad del grupo. La pertenencia al mismo ya no puede fundamentarse en vínculos naturales primarios y es la identidad social, basada en la presunción de similitud, la que juega un papel crucial. Una similitud que muchas veces viene marcada por el uso de la misma lengua. En cierto sentido podríamos decir que la lengua ha pasado a hacer de carné de identidad en una comunidad pretendidamente homogénea desde un punto de vista lingüístico, porque es a través de su uso que establecemos relaciones y nos hacemos conocer y, sobre todo, reconocer. Incluso hay quien considera que si las lenguas cambian constantemente es para evitar que los tramposos las puedan aprender para hacerse pasar por miembros del grupo y así beneficiarse de la ayuda de sus miembros sin estar dispuestos a devolver, cuando sea necesaria, esta ayuda.6

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En definitiva, estas reflexiones apuntan a que un cierto tipo de comunidades intermedias son necesarias para la protección de sus miembros y que la lengua ayuda a definir sus límites. El estado, sin detenernos a definir de qué tipo, ha satisfecho esta necesidad. 2) Un segundo grupo de reflexiones sobre la necesidad de las lenguas se refiere al papel que las primeras formas de lenguaje han jugado en la cohesión y estabilización de los grupos. Tenemos que buscar el origen del lenguaje en la necesidad de los primates superiores de establecer alianzas especiales para superar los problemas del entorno, incluyendo los que podían originar individuos de la propia especie.7 El psicólogo Robin Dunbar, como sugiere el título de una obra suya que traduzco libremente como El acicalamiento, el chismorreo y el origen del lenguaje,8 se basa en la idea de que la función fundamental del lenguaje se centra en el establecimiento de un contacto social y que, en consecuencia, puede considerarse como un equivalente del acicalamiento mutuo que practicaban los primates superiores para crear y asegurar los límites de los grupos. Teniendo en cuenta la complejidad del lenguaje humano, tenemos que admitir que es mucho más que un simple sistema de intercambio de información. Y al mismo tiempo tenemos que preguntarnos qué debió suceder en el pasado para que fuera necesaria esta complejidad tan elevada. Las primeras formas del lenguaje parecen relacionarse con la creación y el mantenimiento de los grupos de los primeros homínidos. Todo indica que el Homo erectus, hace más o menos un millón de años y, por tanto, mucho antes del Homo sapiens, ya poseía un protolenguaje que permitía

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caracterizar con precisión los animales, los vegetales, los materiales, los utensilios y otros elementos naturales o elaborados y seguramente también evocar situaciones sociales y sentimientos, es decir, caracterizar comportamientos psicológicos. ¿Qué pudo suceder para que más tarde, hace más o menos unos 40.000 años, fuera necesario un sistema lingüístico como el nuestro, diferente y mucho más complejo que el protolenguaje inicial?9 No fue ni la caza ni la transmisión de saberes relacionados con la fabricación de utensilios, puesto que estas actividades podían desarrollarse con el protolenguaje. Recordemos que el protolenguaje caracteriza la primera fase de la hominización anterior a la explosión del Homo sapiens y del lenguaje. ¿Por qué nuestros antepasados necesitaron una nueva forma de comunicación diferente del protolenguaje inicial? Cuando los estudiosos de la evolución humana intentan explicarse por qué un animal que hace mucho tiempo debía parecerse al chimpancé y al gorila pudo adquirir un sistema de comunicación tan elaborado como el nuestro, que le permite tanto dictar leyes o describir la naturaleza como explicar sus sueños, expresar sus sentimientos y plantearse un estado de la cuestión de sus pensamientos o de sus proyectos, llegan a la conclusión de que el protolenguaje resultó insuficiente cuando fue necesario alejarse del «aquí» y del «ahora». Es decir, cuando nuestros antepasados tuvieron que traspasar los límites temporales y espaciales del acto comunicativo. Y esto debió de producirse cuando se hizo necesaria la función narrativa que, de este modo, sería lo que explica la necesidad del nuevo lenguaje. Como dice el lingüista francés Bernard Victorri10 «...los conocimientos sobre el mundo se presentan en todas las sociedades humanas

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precientíficas bajo la forma de una narración. En todas estas sociedades encontramos historias de dioses, de gigantes o de otros personajes imaginarios utilizados para explicar por qué el Sol gira alrededor de la Tierra, por qué cada año después del invierno regresa la primavera, por qué resuena el trueno o soplan los vientos, etcétera». Si esto es así, debemos preguntarnos qué presión evolutiva empujó a nuestros antepasados a necesitar la función narrativa. Porque a priori no es fácil comprender qué ventajas podían obtener nuestros antepasados con una actividad tan alejada de las duras necesidades del día a día. Todo parece indicar que si el lenguaje actual se originó para posibilitar la función narrativa fue porque esta podía jugar un papel decisivo en la solución de las crisis sociales recurrentes de las sociedades arcaicas del Homo sapiens. Esta podría ser la explicación. El lenguaje proporcionaba un mecanismo que podía ayudar a evitar la aparición de estas crisis recurrentes: narrar qué había sucedido antes podía servir para prevenir aquello que no era deseable que se repitiera. La función narrativa originaba además una conciencia colectiva capaz de neutralizar los intereses individuales y, por lo tanto, también se originaba una nueva cohesión del grupo: la conciencia de pertenecer a un grupo con historia. En resumen, el lenguaje fue fundamental para la supervivencia de la especie; y las subespecies que no superaron la barrera del protolenguaje, como por ejemplo el Homo neanderthalis, no pudieron formar grupos solidarios con los que resistir las crisis de convivencia y acabaron desapareciendo. Así pues, la lengua hace posible, por una parte, vivir una historia común y, por otra, narrarla. Y además, la lengua tiene otra característica que la convierte

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en el mecanismo más ágil para la preservación de la historia del grupo: cada lengua es aprendida por los jóvenes a partir de los viejos, de manera que cada lengua viva es el encaje de la tradición.11 Además, la lengua común de un grupo es el mecanismo a través del cual la memoria de la historia conjunta puede compartirse. Estas reflexiones abundan en la idea de la inevitabilidad de las lenguas. Más adelante ampliaré la necesidad de la diversidad lingüística. 3) La tercera y última perspectiva con la que se justifica la necesidad de naciones y lenguas se refiere a la manera como los seres humanos adquieren su lengua. En los inicios de la vida, los seres humanos disponen de la capacidad para producir un número extraordinario de articulaciones, que nunca se han encontrado en una sola lengua. Es lo que el lingüista Roman Jakobson12 denominó the apex of babble. En la etapa de adquisición de la lengua, los humanos disponen de una capacidad lingüística muy superior a la que de hecho necesitan para adquirir una única lengua, la suya. Al pasar del estadio prelingüístico a la primera adquisición de palabras, es decir, al entrar en un estadio que ya es genuinamente lingüístico, olvidan una buena parte de su capacidad de producir sonidos lingüísticamente significativos. Es en este preciso momento cuando los seres humanos adquieren realmente su lengua. Por consiguiente, podemos sospechar que es posible que necesiten olvidar la serie infinita de sonidos, que en el inicio son capaces de producir, para dominar después el sistema finito de sonidos que caracteriza su lengua.13 Es decir, que necesitan desprenderse de una capacidad global y pasar a una capacidad limitada, a una capacidad más pequeña que es la que se

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corresponde con lo que llamamos lengua. En resumen, según estos estudios, la forma como los humanos adquieren su propia lengua corrobora la necesidad de las lenguas como factor de definición de la comunidad y como factor de pertenencia al grupo.

1.2. La diversidad lingüística Como hemos visto en el apartado 1.1, hay argumentos que justifican que los seres humanos necesitamos vivir en grupo y que la lengua está muy relacionada con la definición del mismo. Lo ha explicado muy bien el filósofo Xavier Rubert de Ventós:14 el impulso de la pertenencia está inscrito en las estructuras ecológicas y biológicas, antropológicas y lingüísticas a las que pertenecemos y que nos definen. La diversidad lingüística sería, pues, el resultado de una necesidad humana. Esta idea puede parecer discutible si tenemos en cuenta los problemas que las barreras lingüísticas generan. Fijémonos en ello. En primer lugar, una buena parte de los lingüistas actuales aceptan que en el mundo hay una cantidad enorme de lenguas, unas seis mil. Muchos de estos lingüistas también aceptan que es probable que todas estas lenguas provengan de una única lengua común originaria. En segundo lugar, una gran mayoría piensa que hay un antes donde era más fácil la intercomunicación gracias a esta lengua común. ¿Cómo casan estas dos ideas? Si antes el

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mundo era mejor con una sola lengua, ¿por qué ahora hay tantas? Preguntémonoslo con el crítico y escritor francés George Steiner:15 ¿por qué el Homo sapiens, que tiene un aparato digestivo que ha evolucionado y funciona con una complejidad uniforme en todo el mundo, que tiene una organización bioquímica y un potencial genético esencialmente idénticos, que tiene una corteza cerebral que presenta en todas las circunstancias las mismas cisuras, por qué estos mamíferos que pertenecen a una especie uniforme pero con individuos diferenciados no utilizan una lengua común? La respuesta que ya hemos avanzado es esta: los seres humanos parecemos adaptados a usar y a descodificar la lengua como un indicador de la pertenencia al grupo y este hecho explica por qué las fronteras lingüísticas han jugado un papel tan importante en el desarrollo de las sociedades humanas. En un primer momento, en las sociedades más antiguas, la densidad de la población era baja porque, de hecho, el número total de la población también lo era y, como todo el mundo se conocía, no era fácil hacerse pasar por un miembro del grupo con la intención de obtener provecho. Es posible que el propio lenguaje fuera, de acuerdo con esta circunstancia, bastante uniforme. Pero más tarde, cuando la densidad y el número de la población crecieron, también tuvieron que crecer los grupos y empezaron a aparecer relaciones entre personas que no se conocían. En consecuencia, también debieron aumentar las posibilidades de que los intrusos pudieran moverse impunemente dentro del grupo. Entonces fue necesario recurrir a la diversidad lingüística como una característica identificatoria. Solo enton-

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ces las fronteras grupales y las lenguas que las definían se hicieron imprescindibles. Esto es lo que nos explica aquel terrible pasaje del Antiguo Testamento (Jueces, 12,1): «Entonces Jefté reunió a todos los hombres de Galaad y lucharon contra los de la tribu de Efraín. Los de Galaad derrotaron a los de Efraín porque estos les habían dicho: «Ustedes los galaaditas son renegados de Efraín y Manasés.» Los galaaditas ocuparon los vados del Jordán que conducen a Efraín, y cada vez que algún sobreviviente de Efraín decía: «Déjenme cruzar», los hombres de Galaad le preguntaban: «¿Eres de la tribu de Efraín?» Si él contestaba: «No», ellos decían: «Muy bien, di “Shibolet”». Si decía: “Sibolet”, porque no podía pronunciar la palabra correctamente, lo agarraban y allí mismo, en los vados del Jordán, lo degollaban. En aquella ocasión murieron cuarenta y dos mil hombres de la tribu de Efraín».16

La lengua, como ilustra este texto, sirve para dibujar fronteras. Pero ni las fronteras ni las diferencias, y por tanto tampoco las lenguas, no son necesariamente malas. Solamente hay que saber (y querer) gestionarlas adecuadamente. Nada más.

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Capítulo 2. Las lenguas en la historia de Europa En este capítulo veremos cómo, entre los siglos VIII y XX, Europa se ha construido en paralelo con sus lenguas. Sin embargo, el espacio lingüístico creado como culminación de este proceso de doce siglos parece hoy romperse por presiones contrapuestas por arriba y por abajo. La presión por arriba conduce a una reducción de la diversidad lingüística y a la supervivencia de unas pocas lenguas globales; la presión por abajo, en cambio, tiende a un aumento de la fragmentación dialectal. Por arriba, todo indica que el inglés, el castellano, el chino mandarín, el francés, el hindi y algunas otras «lenguas imperiales» tienden a ser las únicas lenguas del futuro debido a unos procesos que luego estudiaremos; por abajo, en cambio, otras lenguas más pequeñas parece que tengan que fragmentarse irremediablemente en diversas lenguas tribales, unas veces de base territorial y otras de base social. Las dudas actuales, casi siempre planificadas, sobre la unidad de la lengua catalana serían un ejemplo de esta tendencia. En realidad, ocultadas por la estabilidad aparente de las lenguas, siempre han pervivido dos fuerzas antagónicas: una, fragmentadora, espontánea, más relacionada con la oralidad; otra, unificadora, más relacionada con la escritura, que depende de una planificación y, por consiguiente, de un

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esfuerzo consciente. La oposición entre la espontaneidad y la planificación en los dos procesos es importante porque evidencia el papel que ha tenido (y tiene) la institucionalización en la historia de las lenguas. Hecho este comentario, entremos ahora en el objeto de este capítulo que pretende dar una visión general de la construcción en paralelo de una parte de Europa y de sus lenguas.

2.1. El nacimiento de las lenguas románicas Entre los siglos VIII y IX la lengua dominante —un único latín para todo el Imperio Romano— empezó a perder fuerza y a ser substituida por los latines hablados (lo que suele llamarse, aunque el singular puede conducir a error, el latín vulgar), que poco a poco dejaron de percibirse como modalidades del latín. Este cambio paulatino se aceleró cuando el consejero del emperador Carlomagno, Alcuino de York (York, 735–Tours, 804) planteó una reforma del latín proponiendo una única pronunciación del latín escrito que, por definición, también era único. Los latines hablados que existían hasta este momento perdieron el nexo de unión con el latín escrito y empezaron a ser percibidos como algo diferente, ya no latino. Hasta entonces el conjunto de hablas que conocemos como el latín vulgar se había asociado a una única escritura y, por ello, era percibido como una sola lengua,17 motivo por el cual a veces se ha afirmado18 con una cierta provocación, que lo que real-

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mente nació a principios del siglo IX fue el nuevo latín hablado producido por la reforma de Alcuino. Los latines hablados hasta ese momento, lejos de adaptarse al único latín hablado propuesto por dicho consejero, continuaron existiendo, y entonces, al oponerse al nuevo latín hablado, fueron percibidos con mayor intensidad como algo diferente del latín. Tenemos que insistir en dos hechos que nos impiden afirmar, sin matices, que entre los siglos VIII y XI se produjo el nacimiento de las lenguas románicas. El primero. Los cambios asociados a la reforma de Alcuino no comportaron ninguna modificación en la realidad empíricamente observable. En la vida cotidiana todo el mundo continuó hablando como antes. Para decirlo en broma: no se rompió ninguna familia porque los abuelos hablaran una lengua (latín) y los nietos otra (romance). El segundo. El cambio tampoco implicó el nacimiento de las lenguas románicas porque, como se ha señalado,19 los vernáculos (las distintas variedades del antiguo latín vulgar) en la vida ordinaria solamente funcionaban a un nivel más o menos local en el que las lenguas, en el sentido de construcción social, no eran necesarias. El latín escrito (y ahora también hablado, pero como Alcuino prescribía) continuó ejerciendo durante siglos una función integrativa absolutamente vital en el nivel de la comunicación supralocal en el que las lenguas son imprescindibles, pero en aquel momento sólo tenía sentido en relación a la Iglesia. Es decir, en aquella época todavía no puede hablarse con propiedad de lenguas románicas independientes. Más bien de una scripta romana rustica, una especie de convención, una simplificación funcional del latín, con la intención de

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atenuar la distancia entre dicha lengua y la realidad hablada.20 En esta línea, el escritor occitano Pèire Bec21 afirma lo siguiente para el occitano: «El antiguo occitano, para empezar, se impuso oponiéndose. Es la lenga romana, apelativo que no tiene otro sentido que el de designar a la lengua vulgar en contraposición al latín». Lo mismo podemos afirmar para el resto de las lenguas románicas. Por lo tanto, las lenguas románicas todavía no nacieron como tales en aquel momento, aunque esto sea lo que los historiadores de las lenguas solemos proponer. Así pues, si podemos hablar de una fractura entre el latín y el romance entre los siglos VIII y IX pero no, todavía, de lenguas románicas independientes, ¿dónde tenemos que situar los primeros momentos de estas lenguas? Hay diferentes teorías. Intentaré analizarlas partiendo, aunque no esté necesariamente de acuerdo con ella, de la corriente denominada modernista, que sitúa el origen de las lenguas vinculado al de las naciones modernas, varios siglos más tarde. Después me referiré a las otras explicaciones.

2.2. La relación entre el origen de las lenguas y las naciones Desde las famosas conferencias que en 1985 pronunciara el historiador Eric Hobsbawm,22 muchos historiadores han aceptado que la nación no es una entidad social primaria ni invariable. Desde el punto de vista histórico,

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pertenecería exclusivamente a un período concreto y reciente. La nación sólo sería una entidad social en la medida que hace referencia a un cierto tipo de estado territorial moderno, el estado–nación. Según esta corriente modernista, los estados (o la voluntad de crearlos) han sido lo que ha originado los nacionalismos y, finalmente, las naciones (con sus lenguas). Lógicamente, estos historiadores se ven obligados a creer que las naciones y los fenómenos que se les asocian (las lenguas nacionales, por ejemplo) solamente pueden explicarse teniendo en cuenta las condiciones y los requisitos políticos, técnicos, administrativos, económicos o de otro tipo que los hicieron posibles. Y, en consecuencia, deben situar el origen de las naciones y de los fenómenos que se les asocian en una época posterior a la Revolución Francesa. De esta manera, el mapa de las lenguas, así como el de los estados– nación, sería una teoría reciente y, por consiguiente, las lenguas no podrían haber sido un símbolo de identidad colectiva antes del siglo XVIII. Esta es, por ejemplo, la idea del historiador John H. Elliott23 cuando afirma, refiriéndose al Conde Duque de Olivares, que la unidad que él concebía era primordialmente institucional, legal y administrativa. Por consiguiente, no era lingüística, cultural o étnica, consideraciones, estas, que eran en gran parte extrañas a la sensibilidad del siglo XVII.24 El historiador Peter Burke25 también ha llegado a la misma conclusión refiriéndose al caso italiano. «¿En qué medida —se pregunta Burke— los hombres de este período (está hablando de la Época Moderna) se consideraban italianos? La invasión de 1494 creó, o por lo menos alentó, cierta clase de solidaridad contra los extranjeros, los bárbaros, lo cual ilustra la afirmación hecha por los sociólogos sobre la importancia de la identidad por reacción. En

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suma, en los escritos de los intelectuales posteriores a 1494 hay muchos más signos de la conciencia italiana que los que había antes de esa fecha. Sin embargo, esta conciencia panitaliana no debe compararse con el nacionalismo moderno porque, generalmente, carecía de la exigencia distintivamente nacionalista de que un pueblo debe organizarse en una unidad política». Esta carencia era provocada, según Burke, por la fragmentación ciudadana y de clases sociales. Pero en el siglo XVI ya existían solidaridades horizontales transregionales (de clase) que justifican, en cierta medida, la idea de una identidad colectiva italiana. El lingüista Robert A. Hall26, por ejemplo, se ha referido a la unificación lingüística de las clases superiores a través, fundamentalmente, de la lengua escrita. A pesar de eso, Peter Burke27 continúa negando que la lengua pudiera ser en esta época un símbolo de identidad colectiva: «Debemos llegar a la conclusión de que en los siglos XVI y XVII la conciencia de ser italiano no estaba todavía estrechamente vinculada con la lengua». Según las tesis modernistas de Eric Hobsbawm a las cuales acabamos de referirnos, al crearse el estado moderno se eliminan las viejas formas feudales y se concibe una nueva forma de división territorial. Las nuevas fronteras no siempre se realizaron con base en características culturales comunes —naciones— sino que a veces se realizaron con base en otros conceptos diferentes del de nacionalidad, como, por ejemplo, las fronteras naturales o de poder y, en consecuencia, los nuevos estados no siempre coincidieron con las comunidades nacionales. Unas veces, agruparon varias comunidades nacionales y, otras, las naciones originarias quedaron divididas o dispersas en diversos estados–nación.

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Los nuevos estados, que pretenden ser nación allí donde no coinciden estado y nación, tienen que inventar tradiciones que unifiquen y legitimen su cultura. La no coincidencia de las naciones y los nuevos estados–nación explica buena parte de las tensiones de los siglos XIX, XX y XXI. Contra estas tesis modernistas que defienden que el nacionalismo es un fenómeno moderno que crea naciones y reinventa la tradición, el historiador inglés Adrian Hastings,28 nos presenta una nueva perspectiva. En su obra ha defendidido el valor de la etnicidad y los particularismos culturales en la génesis del nacionalismo y ha insistido en que las naciones no son un invento moderno, sino que, en la mayoría de los casos, ya estaban consolidadas hacia el siglo XVI y, en Inglaterra, desde el siglo XI.29 En su estudio sobre el origen de la nación inglesa, subraya como factores particulares: la unidad religiosa, centrada en el arzobispado de Canterbury, la antigua tradición de lengua y literatura vernácula y los límites territoriales excepcionalmente claros. Nos dice, también, que la limitación del poder real, es decir, del Rey, y la existencia de parlamentos contribuyeron a mantener viva la nacionalidad inglesa, a diferencia del caso francés, donde el absolutismo habría adormecido el nacionalismo hasta su despertar con la Revolución Francesa. Adrian Hastings intenta revalorizar la contribución de la etnicidad a la formación de las naciones; poseer una etnicidad compartida sería una condición necesaria pero no suficiente para la formación del nacionalismo. Para ello son necesarios, además, otros factores como el desarrollo de una lengua vernácula escrita y la vivencia de una guerra o de algún otro tipo de experiencia unificadora. Para este historiador, la nación es una comunidad caracterizada por lazos hori-

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zontales que establecen sus miembros. Estos factores ciertamente ya habían sido reconocidos también por Eric Hobsbawm (que él denominó protonacionalismo popular). También han discutido las tesis de Eric Hobsbawm los teóricos del nacionalismo que siguen la corriente etnosimbolista, en especial Anthony Smith30, Montserrat Guibernau31 y Josep R. Llobera.32 Estos autores diferencian entre el nacionalismo (moderno o contemporáneo), que necesita inventar la nación, y las naciones antiguas y no siempre «inventadas». Defienden la existencia de identidades colectivas y territoriales de antes del siglo XVIII; es decir, naciones no inventadas por el nacionalismo, que solían basarse en la identificación con un rey o con una dinastía, con una ciudad o una región, etcétera, y, por lo tanto, defienden la existencia en la Edad Media de una conciencia de identidad colectiva. Estas ideas ponen sobre la mesa aquellos viejos conceptos de Pierre Vilar:33 las agrupaciones en potencia o el panorama de etnias regionales subyacentes y todavía vivas. Una buena parte de los problemas pendientes de solución en este siglo XXI son consecuencia de estas realidades todavía vivas que existen por debajo, y a veces en contra, de los estados–nación, aunque algunos insistan en olvidarlas. Ello nos obliga a buscar los factores objetivos de comunidad que podían haber existido antes del siglo XVIII. El historiador Xavier Torres34 ha estudiado para el caso catalán algunos de estos factores que nos permitirían hablar de naciones antes del nacionalismo: por ejemplo, las libertades y los privilegios. Pero, ¿qué hacer con los territorios y las lenguas? ¿Podemos considerarlos, antes del siglo XVIII, factores objetivos de comunidad? Es decir, ¿tenían, contrariamente a lo que afirmaron los historiadores John

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Elliott para el catalán en 1987 y Peter Burke para el italiano en 1996, alguna significación social? En definitiva, ¿definían naciones? Examinémoslo.

2.3. El De Vulgari Eloquentia A principios del siglo XIV hay un caso destacado de reflexión sobre territorios y lenguas. Se trata del De Vulgari Eloquentia de Dante Alighieri. Al estudiar los territorios de la Romania afirma lo siguiente: «Pero todo lo que en Europa queda fuera de estos límites, tuvo un tercer idioma, aunque ahora aparezca como triforme, pues unos, para afirmar, dicen oc, otros oil y otros si, como, por ejemplo, los hispanos, los francos y los italianos».35 Explica luego que una ilusión de estabilidad oculta la inevitable variación lingüística a través del tiempo porque el cambio gradual de las cosas es difícil de percibir;36 en realidad, cuanto más tiempo necesitamos para advertir que una cosa cambia, más tendemos a considerarla estable. A partir de este planteamiento, Dante explicita su propósito: superar la variación lingüística del territorio del si a través de la elaboración de un volgare illustre común. Los escritores tenían que ser los protagonistas de la operación. Se trataba, pues, de hacer realidad algo que en aquel momento era posible y necesario. La tarea no era fácil porque la lengua, que Dante compara a una pantera, no puede ser hallada en los bosques y en los prados de Italia, o sea, en la realidad empíricamente observable, sino que tiene que buscarse, con métodos racionales, en el nivel de la

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representación. Dice Dante: «Después que hemos batido cazando los bosques y los prados de Italia y no encontramos al exótico animal que perseguimos [Dante habla, expresamente, de una pantera] debemos investigar más científicamente sobre él para descubrirlo… para que, con nuestro inteligente estudio… hagamos caer más profundamente en nuestras redes a aquel que se olfatea por todas partes y no aparece por ninguna».37 Al aludir a los métodos más racionales, Dante evidencia hasta qué punto era consciente de que la lengua es el producto de una construcción. Para Dante, el volgare illustre tenía que surgir de una lengua escrita construida a partir de los mismos supuestos que habían utilizado los inventores de la gramática, del latín escrito. En definitiva, una lengua que era percibida y, en cierto sentido, era inalterable en el tiempo y única en el espacio. Continúa Dante,38 refiriéndose a la gramática, «que realmente no es otra cosa que cierta inalterable identidad de una lengua, en distintos tiempos y lugares. Esta gramática, al estar regulada por el consenso general de muchos pueblos, no parece sujeta a ningún criterio individual y, en consecuencia, no puede ser variable. Por ello descubrieron esta ciencia, para que, junto a los cambios del lenguaje, fluctuantes según el arbitrio de cada uno, llegáramos a conocer de algún modo, o al menos imperfectamente, las autoridades literarias y los hechos históricos de los antiguos o de aquellos a quienes la diferencia de lugares geográficos hace que sean muy distintos de nosotros». Los «métodos más racionales» también evidencian que Dante39 era muy consciente de la significación social de la lengua escrita. Por ello, al referirse a las cosas más nobles de los italianos, que no son exclusivas de ninguna ciudad sino que son comunes a todas, destaca la

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lengua común, aquella fiera que deja su huella en cualquier ciudad, pero que, en cambio, no reside en ninguna. ¿Qué era, para el Dante de comienzos del siglo XIV, la lengua italiana? Él mismo nos lo responde: «Encontrado así lo que buscábamos, llamamos insigne, cardinal, áulica y curial a la lengua común en el Lacio, la que es propia de toda ciudad italiana y da la impresión de que no es de ninguna, y con la que se miden, calibran y comparan todas las lenguas comunes de los municipios de Italia».40 El volgare illustre es, de este modo, aquel referente en torno al cual giran y vuelven a girar, se mueven o se paran, todos los vulgares municipales; es, por lo tanto, lo que regula el control social. ¿No es acaso una identidad colectiva lo que Dante pretende fijar a través de la construcción de la lengua italiana común? Estas reflexiones de Dante fueron en su momento una excepción y, además, no tuvieron ninguna continuidad hasta dos siglos más tarde. Pero tenemos que destacar con sorpresa que coincidieron en el tiempo con prácticas lingüísticas relevantes surgidas en otros territorios: por ejemplo, la plenitud de la koiné literaria occitana o las figuras, tan importantes lingüísticamente, del Rey Alfonso X para el castellano o de Ramon Llull para el catalán. No creo que esta coincidencia sea casual. Más bien me inclino a sospechar, sin poder asegurarlo, que el tránsito del siglo XII al XIII representó un momento crucial en la construcción de las lenguas románicas.

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2.4. La época de las monarquías absolutas Con el Renacimiento se recuperaron las preocupaciones de Dante. En todos los casos se hace evidente que la construcción de la lengua, sea cual sea, era un factor cargado de significación social. Y, por lo tanto, era uno de los factores objetivos de comunidad a los que se refiere Eric Hobsbawm. Solamente me referiré a dos casos: el italiano, que no triunfó definitivamente hasta el siglo XIX, y el francés; pero creo que las cosas sucedieron de un modo parecido en todas partes, aunque con éxito diverso.

El caso italiano En la Italia renacentista de 1435 tuvo lugar el famoso debate entre los humanistas Flavio Biondo y Leonardo Bruni sobre si la gente vulgar y los literatos de Roma habían utilizado la misma lengua (an vulgus et literati eodem modo et idiomate Romae locuti sint). Como he señalado,41 este debate, aunque parezca una mera discusión erudita, era, de hecho, una discusión sobre la necesidad de crear una lengua italiana escrita; se trataba, pues, de retomar y discutir la vieja propuesta de Dante. Tres cuartos de siglo después, ya en el XVI, la cuestión estalló con fuerza en lo que se conoce como la questione della lingua italiana, el gran debate sobre cómo fijar la norma con la cual debía construirse y difundirse

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un modelo lingüístico unitario en Italia. Quiero destacar que de lo que se trataba era de la difusión o socialización del modelo. Inicialmente se impuso un modelo arcaizante de base toscana impulsado por escritores nacidos fuera de la Toscana. Giovan Francesco Fortunio,42 con las Regole grammaticali della volgar lingua, y Pietro Bembo,43 con las Prose della volgar lingua, fueron sus figuras principales. Este modelo arcaizante se fundamentaba en cuatro tesis. Estas son las tres primeras: 1) el vulgar debe considerarse una lengua de dignidad equiparable a la del latín; 2) el vulgar, si se utiliza en un nivel culto, puede servir para crear literatura; y 3) este nivel culto puede conseguirse a través de la imitación de los grandes autores toscanos del siglo XIV, especialmente Bocaccio y Petrarca. La cuarta idea se refería al acceso al volgare illustre, referente fundamental en mis reflexiones, como ya he dicho. El historiador de la lengua italiana Claudio Marazzini44 ha señalado que según Pietro Bembo, que era oriundo de la región del Véneto, el hecho de haber nacido en la Toscana no garantizaba el dominio de la lengua literaria porque esta no se basa en la lengua hablada, sino en la escrita, y solamente puede ser dominada y conocida en profundidad con tiempo y mucho estudio. De hecho, ser florentino era, para Bembo, un inconveniente. Por eso reprocha a los florentinos que «cuando agarráis la pluma muy a pesar vuestro se os pegan, a causa de la fuerza oculta del uso popular continuado, muchas de sus maneras de hablar...; cosa que no sucede a aquellos que han aprendido a escribir vuestra lengua en las buenas composiciones y no en otro lugar».45 El arcaísmo y la base escrita de la lengua literaria implicaban un alejamiento de la lengua natural y, por consiguiente, favorecían que los no florentinos pudiesen

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apropiársela como mínimo en igualdad de condiciones respecto de los naturales de Florencia. El dominio de la norma y no el hecho de haber nacido en Florencia se convertía, así, en el instrumento fundamental de la socialización lingüística porque, al adquirirse conscientemente a través del estudio, ponía la lengua literaria al alcance de todos, tanto de los florentinos como de los no florentinos. Este es un hecho fundamental. Sin embargo, lo que más refuerza la idea de que la lengua ya tenía en esta época significación social es la reacción florentina de signo naturalista que se produjo durante el gobierno de Cosimo I (duque en 1537 y gran duque en 1569), alrededor de la Academia Florentina (fundada en 1541). En relación al control del acceso al volgare illustre, el Discorso o dialogo intorno alla nostra lingua de Niccolò Machiavelli ya había cuestionado las ideas de Pietro Bembo a las que hemos hecho referencia hace poco. Maquiavelli hablando de los no florentinos, respondía a Bembo lo siguiente: «Aunque con mil fatigas intentan imitar esta lengua (se refiere al volgare illustre), si leéis sus escritos veréis en mil lugares que la usan mal y perversamente porque es imposible que el arte pueda más que la naturaleza».46 Pero un poco más tarde, coincidiendo con la política expansionista que caracterizó el gobierno de Cosimo I, el humanista Benedetto Varchi propuso una relectura de Pietro Bembo que supuso un freno a las premisas del clasicismo vulgar y permitió que el naturalismo florentino recuperase el protagonismo.47 Entre las ideas de Benedetto Varchi sobresale una propuesta de clasificación de las lenguas. Entre otras distinciones establece una diferencia entre lenguas.

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Lenguas propias

extranjeras otras

diversas iguales

desiguales

La distinción entre lenguas «extranjeras otras» (incomprensibles para un hablante que no las conozca; por ejemplo el turco o el árabe para un toscano) y lenguas «extranjeras diversas» (aquellas que, en cambio, pueden entenderse parcialmente por un hablante que no las conozca) se basa en la comprensibilidad y se relaciona con los conceptos de «distancia lingüística» y de diasistema de los que tanto hablan actualmente los sociolingüistas. Las lenguas «extranjeras diversas» pueden ser de dos tipos: «iguales» (cuando tienen una dignidad equivalente; por ejemplo, los cuatro dialectos de la Grecia antigua: el dórico, el jónico, el ático y el eólico) o «desiguales» (cuando no tienen la misma dignidad como, por ejemplo, las otras lenguas italianas, que hoy llamamos equivocadamente dialectos, en relación al florentino). Se trata, pues, de una clasificación que ya prefigura

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el uso interesado de la distinción entre lengua y dialecto, es decir, que se basa en la desigualdad de las lenguas. Para proponer la generalización de una lengua común a través de la conversión de una determinada variedad en lengua, hace falta convertir el resto de las variedades en meros dialectos (de aquella). El modelo de lengua propuesto por Benedetto Varchi ―con una base florentina y naturalista― se corresponde plenamente con la política expansionista que intentaba desarrollar Cosimo I y cambia el modelo propuesto por Pietro Bembo. En ambos casos, sin embargo, lo que se discute interesadamente es el control de la dirección del proceso de socialización de una lengua para todos, aunque en este caso solamente fuese, de momento, en el nivel culto. La lengua tenía, efectivamente, significación social en estos inicios de la Edad Moderna italiana, al margen, eso sí, de que el proyecto no arraigara hasta el siglo XIX. El caso italiano, el territorio del si al que se había referido Dante, nos ofrece una situación singular. La presencia de la variación lingüística era muy fuerte en la Italia de aquella época. Tanto, que Claudio Marazzini48 ha llegado a afirmar que en el siglo XIX, ya en plena unificación, el italiano incluso era una lengua impopular. La lengua natural continuaba siendo el dialecto, es decir, las lenguas italianas anteriores al italiano, y por eso el italiano solamente podía ser percibido como un instrumento formalmente elevado, casi como el latín. Era, en cierto sentido, una lengua muerta, como había afirmado el gran escritor Alessandro Manzoni. De hecho, en el año 1861, según las estimaciones más optimistas, la gente capaz de utilizar el italiano no superaba el 10% y, según las más pesimistas del lingüista Tullio de Mauro,49

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en los años de la unificación nacional los italianófonos eran poco más de 600.000 sobre una población que ya había superado los 25 millones de individuos; es decir, menos de un 2,5% del total. Indudablemente esto era debido al hecho de que en la Edad Moderna en Italia no había habido una administración unificada y, por consiguiente, la construcción de la lengua se había reducido a los escritores y a una muy pequeña parte de los sectores más elevados de la sociedad. A comienzos del siglo XIV Dante ya era consciente de que una lengua se basa en la escritura. Lo explicitó más tarde Lorenzo el Magnífico: «Non si puo dire che sia veramente lingua alcuna favela che non ha escrittore».50 Y lo mismo pensaron más tarde todos los protagonistas de la questione della lingua. Las letras eran, en Italia, lo único que podía construir, y que, de hecho, construyó, la lengua italiana. Que su imposición efectiva tuviese que esperar hasta los siglos XIX y XX no implica que la lengua no representase ya, mucho antes, una característica fundamental de la identidad colectiva: un factor objetivo de comunidad, en definitiva.

El caso francés Cuando a finales del beau XVIè siècle francés, Enrique IV accedió al trono de Francia, la unificación territorial estaba casi completada y eso había permitido, entre otras cosas, que desde hacía tiempo ya se hubiesen podido tomar decisiones válidas para todo el territorio real.51 Una de estas decisiones, en este caso concreto del rey Francisco I, hizo que el año

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1539 se convirtiera en una fecha emblemática de la historia de Francia. En los artículos 110 y 111 de las Ordonnances du Roi François Ier sur le fait de la justice et abbréviation des procés, que se conoce como la Ordonnance de Villers–Cotterêts,52 se exigía que todos los documentos oficiales fueran «pronunciados, registrados y tramitados a las partes en lenguaje materno francés y no de otra manera» («prononcés, enregistrés et delivrés aux parties en langage maternel français et non autrement»). El profesor de la Universidad de Montpellier Philippe Martel53 ha explicado que desde el siglo XV la lengua del Rey, el francés, ya iba penetrando en la administración de los territorios occitanos. Otros historiadores de la lengua francesa también han destacado que ya desde Luis XI, todavía en el siglo XV, la lengua francesa se había beneficiado del soporte constante del gobierno real. Por ese motivo, las historiadoras de la lengua francesa Jacqueline Picoche y Christiane Marchello–Nizia54 han llegado a la conclusión de que en muchos casos la Ordonnance no fue más que la consagración de una situación previa, porque el antiguo occitano ya había empezado a retroceder como lengua literaria desde la época de la cruzada albigesa de principios del siglo XIII y como lengua jurídica desde el siglo XV. Pero otros no dejan de destacar que la Ordonnance Villers–Cotterêts marcó un punto de inflexión en la sustitución del occitano por el francés. Como ha indicado Philippe Martel55 «durante mucho tiempo la política lingüística de la monarquía había tenido una actitud tolerante y había dejado que fueran los propios gobiernos locales los que por su cuenta acabasen descubriendo que para hablar con el Rey era mejor utilizar su lengua [la del Rey, claro está]. Y en muchos casos descubrieron rápidamente esta verdad». En

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otras palabras: como mínimo en lo que se refiere a la lengua escrita, nos parece que el sentimiento diglósico ya había nacido en el siglo XVI. Solo más tarde el Rey puso las cosas en su sitio siguiendo una evolución de amplitud europea que promovía en todos los lugares las lenguas de estado. Este fenómeno se relaciona con el proceso secular que llevaba al poder real a limitar los espacios de autonomía heredados del período feudal; y quizá también pueda relacionarse con el aumento de la disidencia religiosa que favorecía el refuerzo de principios unitarios. Por consiguiente, desde comienzos de la Edad Moderna la lengua francesa ya parece acompañar, como un factor objetivo de comunidad, la construcción del Estado francés. Esta lengua francesa que se imponía en todo el territorio por la fuerza de las armas56, tenía que consolidarse como una lengua estandarizada. Por eso la cuestión fundamental que se planteó durante los siglos XVI y XVII fue cuál debía ser el modelo de lengua francesa. No podemos detenernos mucho tiempo en esta historia centrada, básicamente, en dos puntos: la fijación de una forma de trascripción escrita de la oralidad (es el gran debate sobre la ortografía) y la fijación de una manera de hablar y de escribir cultas (el bon usage). Pero, aunque sea brevemente, nos ocuparemos de este segundo punto siguiendo muy de cerca las ideas de la lingüista Danielle Trudeau.57 El discurso teórico de los gramáticos y literatos de comienzos del siglo XVI, más o menos hasta 1530, se caracteriza por dos rasgos fundamentales: el pluralismo, que intenta legitimar todos los dialectos de Francia, y el rechazo a construir una norma a partir de una justificación social y política. Como ha puesto en evidencia Danielle Trudeau, esta

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es la idea de Geoffroy Tory, autor de una obra fundamental, el Champ Fleury, impresa en París en 1529. Frente a este discurso teórico, la práctica lingüística real iba reafirmando la lengua de la corte como la base del bon usage.58 Francia, pues, vivía una situación contradictoria: por una parte, un discurso teórico que, aunque ya había asumido que la lengua tenía que reducirse a reglas, todavía no había aceptado que la norma depende de cuestiones político-sociales; y por otra parte, la práctica lingüística real que, por la vía de los hechos consumados, iba imponiendo un francés uniforme basado en la lengua de la corte. Estas dos direcciones hacían imposible que se produjera una auténtica generalización de un modelo de lengua. En un caso, porque el pluralismo no era compatible con un único modelo de bon usage; y en el otro, porque la norma surgía únicamente del uso de una elite cortesana que la utilizaba para marcar claramente las diferencias sociales y, por lo tanto, no podía estar interesada en que se generalizara su dominio. Hacía falta aceptar que las reglas de la lengua tienen una entidad autónoma, independiente de cualquier grupo social, especialmente de la corte, que hasta entonces se había considerado, y era considerada, como la depositaria y, en buena medida, la creadora de la buena lengua, del bon usage. En definitiva, hacía falta que se pusiesen las bases de un proyecto no excluyente basado en el valor de una norma al alcance de todos.59 Era necesario, por lo tanto, que la lengua, como la pantera de Dante, pudiese olerse en cualquier sitio, pero que no fuera exclusiva de nadie. Esto es lo que se produjo en la segunda mitad del siglo XVI. Pierre de la Ramée en la Gramere, impresa en 1562, y en la Gramere de Pierre de la Ramée, lecteur du Roy a l’Université de Paris, à la

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Royne, mere du Roy, impresa en 1572, que es una reedición muy modificada de la primera obra, nos define el francés como algo que es constante y obligatorio, como algo que se puede observar regularmente, en oposición a la variación y a los estilos particulares. Pero, este bon usage general ¿dónde puede hallarse? Danielle Trudeau nos ha propuesto estos dos fragmentos de Pierre de la Ramée para responder a la pregunta:60 1) «el pueblo es soberano y señor de su lengua; la posee como un alodio y no debe reconocimiento alguno a ningún señor» y 2) «la escuela de esta doctrina no reside, como piensan estos delicados etimologistas, en los auditorios de los profesores de hebreo, griego o latín de la Universidad de París, sino que está en el Louvre, en los mercados, en Greve, en la Plaza Maubert». Es en este momento cuando se llega al punto final de la formación de una ideología lingüística capaz de socializar (y creo que ya podemos decir nacionalizar) el francés. A finales del siglo XVI y a comienzos del XVII François de Malherbe (Caen, 1555 – París, 1628), poeta, crítico y traductor francés, acabó de darle forma y, por encima de todo, fuerza. Desde un punto de vista socio-político el discurso lingüístico contribuyó decisivamente a cambiar la mentalidad. A partir de este momento el valor de los hombres vendrá determinado por la conformidad del estilo a las normas. Estas, pues, ya no tienen su origen y fundamento, contrariamente a lo que sucedía hacia 1530, en un determinado grupo social hegemónico, sino que tienen una entidad autónoma. Cualquier persona, por lo tanto, es capaz, con esfuerzo, de apropiárselas; así, esta concepción del bon usage facilita la

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movilidad social. De este modo, la lengua se convirtió en un elemento cohesionador de la nación, hecho que nos demuestra hasta qué punto la ideología del bon usage, de la buena lengua, se puede relacionar en Francia con los cambios ideológicos que acompañaron la formación del estado bajo la monarquía absoluta;61 en definitiva, nos revela hasta qué punto la lengua empezaba a ser, en Francia, uno de aquellos factores objetivos de comunidad que echaba en falta Hobsbawm para que se pueda hablar de nación antes del siglo XVIII.

Codificación lingüística

De acuerdo con esta dimensión de la norma, entre los siglos XV y XVI se desarrolló una gran actividad codificadora —gramáticas y diccionarios— en la mayoría de las lenguas románicas. La elaboración de estas herramientas, que el investigador francés Sylvain Auroux62 ha llamado «el proceso de gramatización», jugó un papel determinante en la unificación lingüística y, por consiguiente, también en la construcción de una representación de la lengua. Podríamos decir que una gramática y un diccionario expresan, incluso físicamente, la reificación más evidente de la lengua que, de esta manera, puede percibirse como un objeto independiente de los usuarios y de los que la han construido. En este sentido, la magnitud de la gramatización renacentista indica que la lengua ya se movía por entre las naciones de antes del nacionalismo. Dicho de otro modo: las lenguas que las gra-

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máticas y los diccionarios renacentistas construyen para unificar lingüísticamente territorios y dar respuesta, así, a las nuevas necesidades horizontales de comunicación deben considerarse «factores objetivos de comunidad» y son socialmente significativas en la medida en que posibilitan la movilidad social y fomentan la cohesión. Estos espacios horizontales de comunicación en el Renacimiento todavía no podían incluir la oralidad, a excepción de la predicación y de los espectáculos teatrales. Y teniendo en cuenta el grado de alfabetización de la época, que no era muy elevado, tampoco podían afectar a todos los grupos sociales con la misma intensidad. Por ello, entre los siglos XV y XVIII, las lenguas son, fundamentalmente, un asunto de la literatura y de la administración y, por lo tanto, un tema que afecta básicamente a las clases dirigentes. Pero esta falta de socialización no estaba motivada por la naturaleza de la propia lengua, sino que era una consecuencia de una educación que todavía no llegaba a todos.

Catalán – Castellano

La situación italiana, como hemos visto anteriormente, es muy peculiar y no creo que pueda servir de modelo para explicar la historia lingüística del resto de la Europa románica. Los territorios de la «Hispania» y de la «Gallia» presentaban una situación bien distinta de la italiana, puesto que ambos habían iniciado la construcción de un estado a finales del siglo XV. Ya me he referido al papel que la lengua

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francesa jugó en el proceso francés. Pero esta línea evolutiva, ¿fue también la de la Península Ibérica? La historia general del catalán en la Edad Moderna ha sido muy bien estudiada por el historiador de la lengua catalana August Rafanell.63 Pero ha sido otro historiador, Joan Lluís Marfany,64 quien ha dedicado más atención a estudiar los efectos de la inclusión del espacio catalanohablante en el estado monárquico español. En su estudio nos hace ver que el castellano se convirtió a partir del siglo XVI en la lengua usada por la monarquía, directamente o a través de sus órganos centrales, para dirigirse a sus súbditos catalanes y que este hecho influyó en los hábitos lingüísticos de los catalanes e interfirió con la lengua materna. No obstante, dicho esto, tenemos que rechazar formalmente la idea de que la actividad políticoinstitucional fuese uno de los caminos principales de la castellanización de la sociedad catalana. Al contrario: todo indica que la persistencia del catalán en este ámbito se convirtió en una barrera fundamental para frenar los avances de dicha castellanización. El castellano fue, pues, la lengua de la monarquía desde Fernando II, quien, a pesar de que hasta 1479 usó a menudo el catalán, entre 1481 y 1510 solamente lo utilizó entre una y cuatro veces al año.65 El emperador Carlos I usó muy pocas veces el catalán para dirigirse a sus súbditos catalanes, con excepción del año 1533 en que lo hizo en ocho ocasiones sobre un total de diecisiete66 y ya a partir de mediados del siglo XVI los órganos centrales usaron siempre una misma lengua, el castellano. Era parte de la lógica interna de la construcción de un estado absolutista. A pesar de esto, el catalán continuó siendo la lengua de las instituciones de la tierra y esta fidelidad lingüística de las instituciones y de la vida política de

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la Cataluña de la época es un hecho destacable y de una trascendencia histórica enorme.67 Joan Lluís Marfany se pregunta por qué la inclusión del espacio catalán en la monarquía hispánica tuvo unos efectos mucho menos negativos para la lengua que los que tuvo la inclusión del espacio occitano en la monarquía francesa. No fue, en primer lugar, porque las elites catalanas, la oligarquía dirigente, no fuesen capaces de entender e incluso usar el castellano. De hecho sabemos que su comportamiento era claramente diglósico desde finales del siglo XV; en eso no eran diferentes de los occitanos. Por ejemplo, las elites catalanas a menudo usaban el castellano en presencia de un extranjero: en realidad, son frecuentes los casos en que dos catalanes hablan entre sí en catalán pero cambian al castellano en presencia de un extranjero.68 Tampoco fue, en segundo lugar, por tener una clara voluntad de defender la lengua per se, puesto que esta todavía no había sido investida con la condición de esencia y símbolo de la catalanidad. Se trata, simplemente, de que en medio de la creciente castellanización de la vida social, las instituciones encargadas de preservar las constituciones, las leyes y las libertades de la tierra asociaban explícitamente el uso del catalán a dicha preservación.69 Por consiguiente, el castellano era, a efectos oficiales, la lengua de la monarquía fuese cual fuese la lengua del monarca y de sus ministros. Pero, paralelamente, el catalán era la lengua de las instituciones catalanas, aunque de vez en cuando sus representantes se expresasen en castellano.70 Occitano y francés, por un lado, y catalán y castellano, por el otro, mantuvieron entre sí relaciones muy diferentes en los inicios de la Edad Moderna. Las condiciones de partida podían ser, en parte, parecidas, puesto que en ambos

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casos existía una lengua oficial de la monarquía y unas elites que ya eran capaces de usarla y que, de hecho, empezaban a adoptarla en los usos más formales. Sin embargo, desde el inicio existía una diferencia importante: el pasado y la imagen del mismo eran muy diferentes en ambos territorios. Antes de su incorporación a la monarquía francesa, los países occitanos nunca habían compartido un territorio unificado políticamente. En cambio, los países de habla catalana, sí. Y este hecho es fundamental cuando de lo que se trata es de construir una identidad colectiva que pueda compartir factores de comunidad, es decir, que pueda imaginar, para utilizarlo, conscientemente o no, un pasado más o menos común. Es cierto que los reinos de Valencia y de Mallorca habían tenido su propia historia independiente, pero compartían con Cataluña y Aragón el monarca y un origen común. Estos hechos, sin embargo, no pueden explicar que las cuatro lenguas no tuviesen la misma significación social y, en consecuencia, que la pervivencia del catalán y del occitano como factor objetivo de comunidad fuese, en sus respectivos territorios, tan diferente. Tiene que haber algo más. Y son los historiadores quienes podrían ayudarnos a averiguarlo. Tanto la monarquía francesa como la española eran monarquías compuestas. No obstante, desde la entronización del emperador Carlos I hasta Felipe II, la monarquía española se había convertido en una monarquía universal. Según algún historiador, este imperio debe considerarse, por definición, «un sistema anacrónico a cuya efectividad deben oponerse no sólo el absolutismo monárquico, sino incluso el papado».71 El historiador Jonh H. Elliott ha llegado a afirmar que «la lengua, como Nebrija nos recuerda, siempre fue compañera del imperio; pero el imperio habla en muchas lenguas».72

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Sospecho que el proyecto imperial español, tan alejado del proyecto de estado que a comienzos del siglo XVI representa para Francia Francisco I, explica por qué las etnias subyacentes y los símbolos que las definían (también las lenguas, claro está) han podido resistir la fuerza homogeneizadora. En todo caso, en la misma época en la que Francisco I publicaba la Ordonnance de Villers–Cotterêts (1539) y, de este modo, convertía el francés en la lengua del estado, en Bolonia, en el año 1530, durante la proclamación de Carlos I como emperador, podía escucharse un discurso del poeta y humanista Romolo Amaseo73 titulado, muy significativamente, De linguae latinae usu retinendo (Sobre el mantenimiento del uso del latín).

2.5. Las lenguas en los estados–nación modernos

Las lenguas después de la Revolución Francesa

La Revolución Francesa significó un cambio importante en la organización de la sociedad europea del siglo XVIII que afectó, también, la relación fragmentación—unificación de las lenguas. Para ilustrarlo podemos referirnos a la nueva interpretación que se dio al suceso de Babel en los escritos inmediatamente anteriores a la Revolución: estos textos nos muestran hasta qué punto Babel pasa a proponerse como un milagro en lugar de como un castigo. Como sabemos, la Biblia, en el libro del Génesis, dice que los hombres iniciaron la construcción de la famosa torre

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de Babel para alcanzar el cielo. Yahveh, para evitar el éxito de la empresa (que se oponía a su propósito de que la humanidad se extendiera por toda la superficie de la Tierra, se multiplicara en ella y la sojuzgara), hizo que los constructores comenzasen a hablar diferentes lenguas, después de lo cual reinó la confusión y se dispersaron. Toda la Tierra tenía una misma lengua y usaba las mismas palabras. Los hombres, en su emigración hacia oriente, hallaron una llanura en la región de Sennar y se establecieron allí. Y se dijeron unos a otros: «Ea, hagamos ladrillos y cozámoslos al fuego». Se sirvieron de los ladrillos en lugar de piedras y de betún en lugar de argamasa. Luego dijeron: «Ea, edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo. Hagámonos así famosos y no estemos más dispersos sobre la faz de la Tierra». Mas Yahveh descendió para ver la ciudad y la torre que los hombres estaban levantando y dijo: «He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua, siendo este el principio de sus empresas. Nada les impedirá que lleven a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y allí mismo confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los otros». Así, Yahveh los dispersó de allí sobre toda la faz de la Tierra y cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se la llamó Babel, porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los habitantes de la Tierra y los dispersó por toda la superficie. (Génesis 11:1–9).

El lingüista Sylvain Auroux 74 nos cuenta que en el siglo XVIII, Douchet, autor del artículo Langue de la Encyclo-

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pédie, reinterpreta este castigo bíblico: «El inconveniente que trataban de evitar con sumo cuidado era, precisamente, lo que Dios quería y les exigía. Sabían muy bien que Dios les pedía desde hacía un siglo o más que se dispersaran a través de colonias por todas partes; pero ellos, en cambio, tomaban todas las medidas necesarias para impedirlo o dejarlo en suspenso. Dios confundió su lenguaje y pobló poco a poco cada país con los habitantes que se habían agrupado por el uso de una misma lengua y que, después, se habían visto obligados a alejarse de las de otras familias a causa de los inconvenientes de no entenderse». Podemos observar, pues, que poco antes de la Revolución Francesa el castigo bíblico de Babel fue reinterpretado positivamente y fue convertido de castigo en milagro; de este modo, las lenguas eran como un instrumento divino destinado a que los hombres fundaran las naciones. ¿O tendríamos que decir, ya en esta época, los estados–nación? En todo caso, las construcciones políticas que se originaban en este momento se basaban, por primera vez, en la exigencia de una coincidencia absoluta entre comunidad lingüística y comunidad política y, por lo tanto, su construcción siempre iba acompañada de políticas destinadas a la homogeneización o, como decía el revolucionario Henri Gregoire en 1793, a «eliminar los patois y a universalizar el uso de la lengua francesa». Con la Revolución Francesa se habría consolidado la idea de que la lengua tenía que universalizarse en la nación y habría sido en este momento cuando la lengua habría empezado a dejar de ser lengua de clase para convertirse en lengua nacional, única e impuesta por la fuerza a todos los ciudadanos de la nación.75 No podemos esconder que los estados–nación surgidos después de la

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Revolución Francesa se han basado en la homogeneidad cultural producida a partir de la expansión de una, y solo una, de las etnias. Por eso los estados-nación siempre han practicado la limpieza étnica. Pero esta nacionalización de los estados era solamente una opción. La opción que triunfó, ciertamente. Sin embargo, ni era la única posible ni tampoco era necesariamente la más racional y la más aceptada por todos. Es lógico, pues, que fuera en este preciso momento cuando, para reforzar las resistencias a la imposición del mapa de los estados–nación, se elaborara un programa alternativo de percepción de las lenguas. Un mapa de lenguas alternativo era, lógicamente, la opción de las naciones y de las lenguas sin estado. La lengua escrita jugó en este momento decisivo un papel central en el proceso de construcción de unas «representaciones» de la realidad lingüística con las que poder justificar las diferentes teorías lingüísticas del mundo románico: en unos casos, intentando que una y solo una de las lenguas escritas en cada estado se convirtiera en la lengua nacional; en otros casos, intentando convertir las otras lenguas escritas en el estado, o algunas de ellas, en lengua nacional de las naciones sin estado propio. En eso se basa, al fin y al cabo, la pugna entre los diferentes mapas de lenguas que se proponen. Y los filólogos, con sus gramáticas y diccionarios o con sus historias de la lengua, han jugado un papel fundamental que deberíamos estudiar con mayor detenimiento. Que el paso de las monarquías compuestas76 a los estados–nación modernos marque un momento determinante en la historia lingüística europea no lo duda nadie. Aunque los historiadores del francés Michel de Certeau, Dominique

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Julia y Jacques Revel,77 entre otros, lo han estudiado en referencia únicamente al caso francés, sus conclusiones son válidas, con diferentes intensidades y cronología, para toda la Romania. Durante el Antiguo Régimen, dicen estos autores en relación a Francia, es conocido el papel que jugó el estado monárquico en la destrucción de las culturas periféricas (las culturas alejadas o diferentes de la del monarca) por medio de la imposición sistemática de la lengua francesa en los actos públicos. Ya nos hemos referido a la Ordonnance de Viller–Cotterêts. Pero en este momento (principios del siglo XVI) todavía no se trataba de afrancesar unas masas que, de todas maneras, en una sociedad estrictamente jerarquizada, no tenían acceso fácil a la cultura escrita. Después de la caída del Antiguo Régimen, con la construcción de los estados–nación modernos, la legitimación del poder político dejó de tener una vinculación estrictamente personal con el Rey y adquirió un carácter territorial, colectivo y nacional que hizo necesaria la identificación de todos los ciudadanos con el estado–nación y, por consiguiente, exigió la construcción de una nueva identidad colectiva, cosa que equivale a decir que exigió compartir, aunque sea, si hace falta, a través de la coacción, aquellas «pautas comunes, experiencias y símbolos» que pudiesen ayudar a generar una conciencia de «pertenencia». Los símbolos, los valores, las normas, etcétera, sirven precisamente para marcar fronteras con los demás y para cohesionar a todos aquellos que, diferentes de los otros, son iguales entre sí (aunque sólo sea en la imaginación); y para separar los que pertenecen a la misma comunidad nacional de los que no pertenecen a ella. La igualdad en que se basa la identidad colectiva se construye a partir de la posesión objetiva o subjetiva de aquellas características que,

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al ser exclusivas y excluyentes, se consideran cargadas de significación social.78 En este sentido, la posesión de la lengua oficial se convirtió en un símbolo importante de la representación social de la nueva identidad colectiva: si eres de la nación (=estado) X, entonces posees la lengua oficial de X. La lógica de esta idea, que es una consecuencia inevitable del hecho de que una de las etnias (o naciones) se haya apropiado del estado, conducía inevitablemente a la limpieza étnica, es decir, a negar significación social a todas las otras lenguas (del estado) que eventualmente podían utilizarse para construir identidades colectivas alternativas que podían ayudar a reclamar un estado plurilingüe o a crear un estado–nación propio. En la construcción de la lengua, estos dos procesos, la nacionalización del estado y las resistencias que se le oponen, han seguido una trayectoria similar. Lo que diferencia la creación de las lenguas nacionales oficiales de un estado de la creación de las lenguas nacionales sin estado es únicamente el grado de éxito conseguido; pero el proceso es esencialmente el mismo. En ambos casos se intenta externalizar al máximo el objeto lengua (así como el resto de los símbolos) para que sea percibida como una realidad natural perenne y, en consecuencia, con una historia independiente de los propios individuos, porque los precede.79 Esta ocultación del proceso de construcción e imposición de la lengua explica por qué es tan importante encontrar (o inventar) un acta fundacional, es decir, la necesidad de hallar un «primer documento»: las Glosas Silenses y las Glosas Emilianenses del siglo X para el castellano, los Serments de Strasbourg del siglo IX para el francés; los juramentos feudales que aparecen a partir del siglo X o las Homilies d’Organyà del siglo XII para el

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catalán;80 los graffiti de la catacumba romana de Comodila, de la primera mitad del siglo IX, el Indovinello veronese, de comienzos del siglo IX, o las fórmulas Sao ke kelle terre, de 960–963, para el italiano; o el poema sobre Boeci y la Cançon de Santa Fe d’Agèn, del siglo X, para el occitano. Las fechas de algunos de estos documentos y, con ello, la pretendida acta de nacimiento de la lengua, son discutibles. La de las glosas castellanas, por ejemplo, según el latinista y medievalista, Manuel C. Díaz y Díaz,81 tiene que retrasarse un siglo. Incluso es discutible que estos textos reflejen algo más que una cierta conciencia no latina; por ejemplo, el filólogo Francisco Rico82 dice de las glosas castellanas que «no es el castellano el idioma de la glosa y casi me atrevería a decir que en algunos casos ni siquiera son lengua de verdad». En el caso del italiano, cuando el italianista Bruno Migliorini83 estudia el indovinello veronese llega a la conclusión de que no se puede asegurar que quien lo escribió se diera cuenta de que estaba escribiendo en una lengua diferente del «latinajo» con el que acostumbraba a escribir y concluye que en esta época las expresiones en vulgar todavía no pueden considerarse como expresiones de una misma lengua. Pero como de lo que se trata es de retrasar tanto como sea posible la existencia de una lengua,84 todo vale. Aunque sea a costa de jugar a la prestidigitación: lo ha reconocido implícitamente el filólogo mejicano Antonio Alatorre85 en su obra Los 1.001 años de la lengua española cuando, en el prólogo, explica que «los primeros documentos que muestran palabras escritas en nuestra lengua no tienen fechas, pero los expertos dicen que se escribieron en la segunda mitad del siglo X, es decir, entre los años 950 y 1.000. Situándonos arbitrariamente a medio camino, podría-

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mos concluir que el acta de nacimiento de nuestra lengua se escribió en 975. Ahora bien, un acta de nacimiento supone una criatura viva. Puesto que esas palabras se escribieron, es claro que vivían ya en boca de la gente. En 1975 nuestra lengua no tenía 1.000 años de edad, sino 1.000 y pico; un pico expresado por la unidad de la cifra 1.001…, la cual es simbólica. Además, es difícil decir 1.001 sin pensar en Las 1.001 noches, ese producto colectivo de un pueblo que se distinguió, entre todos los que contribuyeron a la hechura de nuestra lengua, por su inventiva y fantasía. El ingrediente esencial de Las 1.001 noches es la magia. Y, bien visto, ¿no tiene algo de mágico la historia de una lengua?» Una magia, la de las historias de las lenguas, que en algunos casos ha conseguido que el hipotético primer texto sea concebido «como si» realmente fuera un acta de nacimiento. Es el caso de Francia, que ha convertido los Serments de Strasbourg en la pieza fundamental de la historia de la lengua francesa. Según el lingüista francés Claude Hagège,86 son el acta de nacimiento de la lengua francesa; para la también lingüista Renée Balibar,87 la lengua francesa es la lengua del Estado, que es la forma constitutiva de la nación francesa después del suceso histórico de los Juramentos de Estrasburgo; para el historiador de la lengua francesa Bernard Cerquiglini,88 después, y solamente después, de los Juramentos de Estrasburgo, existe el francés.

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2.6. Recapitulación Hasta ahora nos hemos referido a lo siguiente: En Europa, el fin del Imperio Romano comportó la crisis de la lengua institucional global de la época: el latín. En este momento, los mil y un dialectos que, aunque no eran percibidos claramente, ya coexistían localmente por debajo del latín hegemónico, afloraron libremente y se convirtieron en lo que el lingüista Zalco Muljačić89 ha llamado mil y una microlenguas. Por eso, contrariamente a lo que ha afirmado el historiador del español Juan Ramon Lodares,90 no parece cierto que el mundo necesariamente solo pueda ir de lo más pequeño a lo más grande. A partir de este momento, en el antiguo mundo del latín quedó definido un nuevo espacio lingüístico presidido por el localismo en el que las lenguas, en el sentido moderno y estrictamente social del término, todavía no existían:91 era el espacio de la no–lengua o de las nuevas microlenguas, entendiendo por microlenguas los idiomas que en este estadio todavía no podemos considerar ni lenguas ni dialectos. Esto es así porque una lengua se construye a partir del sometimiento dialectal planificado (es decir, buscado conscientemente) y forzado (es decir, producido por algún tipo de aparato coactivo) y, en este momento, que se inició en el siglo VIII, todavía no se daba ninguna de estas dos condiciones. En este espacio de la no–lengua tampoco existían los dialectos porque el dialecto está sometido a una dependencia que solamente le permite tener sentido en relación a una lengua: solamente se puede ser «dialecto de x», siendo «x», necesariamente, una lengua.

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Más tarde, la modernización implicó una reorganización de las sociedades, que pasaron a ser mayores que el mundo local que había substituido al Imperio Romano, pero más pequeñas que el propio imperio y, por consiguiente, se produjo un cierto reagrupamiento del espacio lingüístico. Creo que este último proceso es una etapa de larga duración que se proyecta desde el siglo V hasta fines del XX. Se inició en el siglo V con la etapa postimperial de las microlenguas («Microlenguas» en el diagrama de la página siguiente). En la etapa posterior, que empezó en el siglo VIII y se ha prolongado hasta hoy, se dibujan claramente tres subetapas: la primera se inició en el siglo VIII con la reforma carolingia y con la escrituración de algunas, solo algunas, de las antiguas microlenguas («MEscrituradas») en la que el contacto entre el mundo germánico y el romano fue un hecho decisivo;92 la segunda subetapa se habría iniciado entre los siglos XV y XVI, con los inicios de las monarquías absolutas y con la aparición de la imprenta, que comportó la codificación lingüística de algunas, de nuevo solamente algunas, de las lenguas previamente escrituradas («MECodificadas»), proceso en que el desarrollo de la imprenta fue fundamental93 y, finalmente, la tercera subetapa se habría iniciado en el tránsito del siglo XVIII al XIX con los estados–nación modernos cuando, a partir de la ecuación «un estado, una lengua», algunas, solamente algunas, de las lenguas previamente escrituradas y codificadas se convirtieron en lenguas estatales («MECEstatales»). Esta última subetapa parece finalizar, como enseguida veremos, a principios del siglo XXI. Tenemos que señalar que a partir del siglo XVI algunas de las lenguas, y no únicamente las europeas, se convirtieron en «lenguas imperiales».94 El hecho es impor-

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tantísimo. Hoy, probablemente tan importante como la institucionalización estatal, que parecía la culminación de cualquier historia de una lengua. Veamos a continuación un resumen gráfico de todo este proceso.

LENGUAS IMPERIALES

antes del siglo V

siglos VIII–XX

LATÍN

ME s.VIII-

M MECE MEC s. s. XV-XVIII s.XVIII-XX

siglo XXI

espacio de las LENGUAS siglos V-VIII

LAS MICROLENGUAS

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Capítulo 3. Las lenguas en el inicio del siglo XXI Los inicios del siglo XXI se caracterizan por una dinámica acelerada de cambios. En referencia a las lenguas, el hecho fundamental es que la mayoría de ellas han dejado de vivir aisladas y, por consiguiente, debemos repensar la pareja lengua-territorio. Nos lo dificulta el hecho de que todavía estamos muy condicionados por el marco histórico anterior y que, debido a ello, tendemos a considerar los conflictos lingüísticos como un enfrentamiento exclusivo entre la lengua de un estado culturicida y la lengua previa de un territorio que en su momento fue incluido, casi siempre con violencia, en este estado. Tenemos que admitir que esto ha sido así a menudo hasta fines del siglo XX. La Europa actual, sin embargo, ha experimentado un aumento extraordinario de la complejidad lingüística. Hay dos motivos que lo explican. El primero, que hoy haya más lenguas que ofrecen resistencia a la lengua del estado y que, por tanto, cuestionan el propio estado–nación reclamando un estado plural y, cuando no hay otra salida, su propio estado. El segundo, la llegada de muchas otras lenguas como consecuencia de los flujos migratorios actuales. El librito Llengües ignorades, de los lingüistas Jordi F. Fernández y Gorka Redondo,95 es una exposición, aplicada a España, de la explosión del primer fenómeno. Sus autores nos explican las reivindicaciones de las lenguas Andalú, Aragonés, Asturianu, Barranquenho,

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Benasqués, Eonaviego, Estremeñu, Fala de Xálima, Haketia, Mirandés, Montañés, Murciano, Português raianu y Romanó– caló. El libro Les llengües de Catalunya. Quantes llengües s’hi parlen?, editado por el Grup d’Estudi de Llengües Amenazades (GELA) de la Universitat de Barcelona,96 es una presentación del segundo fenómeno; se nos explica que en la actualidad en Barcelona se hablan unas 300 lenguas distintas. El espejismo de la igualdad, deseada pero socialmente inexistente, nos ha hecho creer que todas las lenguas son iguales y que, en consecuencia, su magnitud no tiene importancia. Lo hemos escuchado a menudo en boca de lingüistas. Incluso algunos hacen un panegírico de la pequeñez: en lo pequeño está lo bueno, dicen. Pero las cosas son diferentes y en las conversaciones de la calle ser lengua pequeña o ser lengua grande forma parte substancial de los argumentos. Y no podemos negar que las lenguas son, si atendemos a su magnitud, muy diferentes. Aunque ello no implica, claro está, que no tengan todas sus derechos, entre ellos el de sobrevivir. He aquí, en la Tabla I, un resumen muy general de la situación de las lenguas del mundo atendiendo a su magnitud. Ha sido realizado por el sociolingüista francés Louis–Jean Calvet: 97

60

Tabla I. Situación de las lenguas según su magnitud

Numero de hablantes

Nº de lenguas

% de lenguas

más de 100 mill.

8

0,13%

entre 10 y 99,9 mill.

72

1,2%

entre 1 y 9,9 mill.

239

3,9%

entre 100.000 y 999.000

795

13,1%

entre 10.000 y 99.000

1.605

26,5%

entre 1.000 y 9.999

1.782

29,4%

entre 100 y 999

1.075

17,7%

entre 10 y 99

302

5%

De 1 a 9

181

3%

Una primera constatación. Desde una perspectiva territorial, siempre existe alguna relación entre el número de lenguas y el número de hablantes: cuando hay muchas lenguas, toca a menos hablantes por lengua. La diversidad lingüística está reñida, pues, con las lenguas grandes. Hay otros factores que se relacionan con la magnitud. Por ejemplo, hay lenguas que ocupan mucho espacio en la Tierra. De hecho, solamente 5 grandes lenguas (inglés, francés, ruso, castellano y chino mandarín) ocupan el 74% del planeta.98 Veamos el desglose en la Tabla II.

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Tabla II. Superficie del planeta que ocupan las cinco lenguas principales

Inglés

29,6 %

Francés

15,2 %

Ruso

13,1 %

Castellano

8,9 %

Chino mandarín

7,2 %

TOTAL

74,0 %

Hay lenguas que son oficiales en muchos estados: entre 9 lenguas (inglés, francés, árabe, castellano, portugués, indonesio, chino mandarín, ruso e hindi) suman 139 estados.99 Encontramos el desglose en la siguiente Tabla III. Tabla III. Lenguas oficiales en más de un estado inglés

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45 Estados

francés

30 Estados

árabe

25 Estados

castellano

20 Estados

portugués

7 Estados

indonesio

4 Estados

chino mandarín

3 Estados

ruso

3 Estados

hindi

2 Estados

Hay lenguas habladas por un porcentaje muy alto de la población del mundo: entre 11 lenguas (chino mandarín, inglés, hindi, castellano, ruso, árabe, bengalí, indonesio, francés, alemán y japonés) suman el 60,72% de los hablantes de la Tierra.100 La Tabla IV nos muestra el desglose:

Tabla IV. Lenguas mayores y porcentaje de población mundial que las habla

chino mandarín inglés hindi castellano ruso árabe bengalí indonesio francés alemán japonés

16,66% 8,33% 8,28% 6,53% 4,61% 4,10% 3,18% 2,65% 2,15% 2,13% 2,10%

La conjunción de estos factores favorece a unas pocas lenguas que, como veremos a continuación, Louis– Jean Calvet ha clasificado por orden de magnitud en: «hiperlenguas» y «lenguas imperiales», por un lado, y «lenguas estatales» y «lenguas periféricas», por otro.

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3.1. Análisis de la nueva complejidad lingüística ¿Cómo analizar esta nueva complejidad lingüística del siglo XXI? ¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Cómo tenemos que tratarla? ¿Se produce con la misma intensidad en todos los lugares? Pensar en estos temas nos cuesta mucho porque rompen los esquemas previos y, además, porque nos colocan delante de un mañana incierto. Pero tenemos que hacerlo si queremos intervenir en la construcción de nuestro futuro. Louis–Jean Calvet101 ha propuesto un buen instrumento para empezar a abordar la cuestión: el modelo gravitacional. Parte de la idea de que la diversidad lingüística postbabélica no es un desorden incontrolado sino que presenta regularidades que pueden interpretarse. Las que más nos interesan ahora son las que condicionan su sostenibilidad. La más potente y general es la que se basa en las relaciones de fuerza entre las lenguas: «Partiendo del principio de que las lenguas se relacionan a través de individuos bilingües y de que los sistemas de bilingüismo están jerarquizados, condicionados por relaciones de fuerza [...], llegamos a una representación de las relaciones que mantienen entre sí las lenguas del mundo en términos de gravitaciones alrededor de unas lenguas pivote escalonadas a distintos niveles [...]». Lo explicaremos con más detalle. Antes ya me he referido al hecho de que desde los inicios del siglo XIX hasta fines del siglo XX la construcción del estado–nación explica porque las relaciones de fuerza entre lenguas siempre se han limitado a una relación bilateral

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entre la lengua del Estado y cada una de las lenguas que el nacionalismo estatal necesita e intenta silenciar. Esto ha sido así porque los Estados multilingües siempre se han caracterizado por la territorialidad de las lenguas históricas no oficiales en el Estado (cada territorio ha tenido su lengua histórica que, por lo tanto, se caracteriza por una cierta concentración de sus hablantes) y por la tendencia de estos estados–nación a generalizar la lengua oficial. De este modo el conflicto solía producirse solamente entre dos lenguas porque era una consecuencia del intento del estado–nación de introducir la lengua estatal en cada uno de los territorios en los que previamente ya se había consolidado otra lengua. Pero hoy, en cada territorio hay un montón de lenguas y, al mismo tiempo, cada territorio se relaciona con otro territorio mayor en el que se incluye que, a su vez, también se relaciona con otro territorio mayor en el que se incluye que, a su vez, también se relaciona... y así hasta cubrir, de momento, el planeta entero. El modelo gravitacional tiene en cuenta de este modo todas las lenguas. El Gráfico 1 refleja la idea básica de Louis–Jean Calvet:

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En este modelo se explicitan las relaciones de fuerza que mantienen entre sí las lenguas con una hiperlengua, el inglés, en torno a la cual gravitan diez o doce lenguas supercentrales o imperiales, entre ellas el español. En torno a estas lenguas orbitan las lenguas centrales que a su vez tienen a su alrededor las llamadas lenguas periféricas. Un hablante de lengua central, cuando quiera adquirir una segunda lengua lo hará en el sentido centrípeto y esco-

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gerá la lengua supercentral o imperial sobre la que orbita, o la hiperlengua. Por su parte, un hablante de lengua supercentral, como el español o el francés, escogerá otra lengua supercentral o mayoritariamente la lengua hipercentral (inglés); por último, los que hablan inglés tenderán a no aprender ninguna otra lengua. Así, la adquisición de segundas lenguas se produce mayoritariamente en sentido centrípeto hacia lenguas de mayor magnitud. En la tabla V se especifican las lenguas que más atracción ejercen:102

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Tabla V. Las lenguas más aprendidas como segunda lengua Lengua

68

primera

vehicular

segunda

1

chino mandarín

900

915

15

2

inglés

343

722

379

3

hindi

400

661

262

4

castellano

344

365

21

5

árabe

234

240

5

6

indonesio

39

190

151

7

portugués

172

181

9

8

ruso

159

165

6

9

francés

70

129

58

10

swahili

3

83

80

11

hausa

30

76

46

12

persa

37

60

23

13

yuè (cantón)

56

56

0’5

14

tagalo

22

41

19

15

birmano

34

39

5

16

lingala

––

35

?

17

ahmárico

18

34

16

18

ful

24

28

4

19

kikongo

11

18

6’5

20

mandingo

9

17

8

21

serbocroata

8

10

2

22

nyanja

7

9

2

Calvet103 también ha puesto de manifiesto la relación que existe entre la situación de las lenguas en el sistema (centro o periferia) con el fenómeno de las traducciones estableciendo dos principios fundamentales. Primero, la mayor parte de las traducciones del mundo se producen a partir de originales escritos en alguna de las lenguas del centro del sistema: 40% del inglés, que es la lengua de la que más originales se traducen; entre el 10% y el 12% del francés, alemán y ruso; y entre el 1% y el 3% del italiano, castellano, danés, sueco, polaco y checo. Segundo, las traducciones a partir de obras escritas en las lenguas periféricas a lenguas del centro del sistema son escasísimas: menos del 5% de las obras publicadas en Estados Unidos y Gran Bretaña son traducciones; solamente entre el 10% y el 12% en Alemania y Francia; del 12% al 20% en España e Italia y menos del 25% en Suecia. De este modo, las «lenguas de las cuales se traducen obras» son casi en su totalidad lenguas del centro del sistema. Y las «lenguas a las cuales se traducen obras» son casi exclusivamente lenguas de la periferia del sistema. El esquema siguiente muestra estos dos principios.

PERIFERIA



traducciones

+

CENTRO

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Calvet no presenta su modelo de las lenguas como algo inamovible. Al modelo que hemos visto basado en la funcionalidad de las lenguas y con fuerzas centrípetas que favorecen a las lenguas de mayor envergadura hay que contraponer otros factores, como la identidad, que se oponen a la atracción del núcleo del sistema y limitan el poder de la hiperlengua y de las lenguas imperiales. En ellos reside la esperanza de supervivencia de las lenguas centrales y periféricas. El catalán, el gallego o el vasco serían ejemplos de la resistencia de lenguas históricas a desaparecer por la presión de una lengua imperial, el castellano. La aparición de variantes del francés, o del árabe, en los territorios en los que se expandieron, serían ejemplos de nuevas variedades lingüísticas que pueden oponerse al monolingüismo global. Las lenguas no son, pues, objetos de arte; pertenecen a los que las hablan y cambian cada día, adaptándose a las necesidades del hombre. Un idioma no solo desaparece porque otro idioma lo domina, sino también, quizás sobre todo, porque los ciudadanos deciden abandonarlo, no transmitiéndolo a sus hijos. Pero, de igual manera, las lenguas se resisten a desaparecer porque sus hablantes así lo han decidido. Y no parece justo, ni tampoco lógico, que sean obligados, aunque sea de una manera encubierta, a comportarse de otro modo. Esta situación nos obliga a plantearnos cómo pueden convivir las lenguas ahora que ya no viven aisladas. Nos obliga, pues, a plantearnos las funciones de las lenguas. El modelo origina dos preguntas fundamentales. 1) ¿Se produce un reparto funcional de las lenguas (una especie de multiglosia)?

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2) Si es así, la posición jerárquica de cada lengua en el sistema, ¿determina las funciones que se le asignan? Todo parece indicar que sí. He aquí algunos ejemplos tomados de nuestra vida cotidiana. En nuestro mundo universitario, el inglés se ha convertido en la lengua básica, casi única, de la investigación. Unas pocas lenguas del sistema, las que he llamado lenguas imperiales, parecen tener la exclusiva de las relaciones internacionales. O, por poner un ejemplo de otro tipo, algunas religiones tienen una correspondencia evidente con el uso de alguna lengua determinada: el árabe, el latín hasta hace pocos años, el sánscrito, el copto, el geez... Observemos que a menudo se produce un encaje mecánico entre lenguas y funciones de acuerdo, entre otras cosas, con la magnitud de ambas. Y estas correspondencias, que la jerarquía condiciona, son más complejas en los territorios multilingües, donde las áreas de comunicación ponen en juego grupos diferentes y lenguas diferentes. Podemos concluir, pues, que el monolingüismo aumenta a medida que nos acercamos al centro de gravedad del sistema diseñado por Calvet, donde hay unas pocas lenguas muy grandes, entre las que el inglés ocupa la posición central. Paralelamente, el multilingüismo se convierte en una característica de la periferia del sistema, que es el lugar donde están situadas la mayoría de las lenguas del mundo, que también son las más pequeñas. Solo escapan a esta tendencia, los hablantes monolingües de lenguas pequeñas que todavía viven totalmente aislados. En este caso, el monolingüismo no es una consecuencia de la fuerza de estas lenguas sino de su posición marginal. Y ahí el monolingüismo terminará cuando también termine la marginación de dichas lenguas. El politólogo Josep M. Colomer104

71

ha centrado muy bien la situación. Una lengua define un área de comunicación. La mayoría de la gente vive en diversas redes de comunicación de magnitud diversa que pueden ser organizadas a través de distintas lenguas. Se puede hablar de lenguas grandes y de lenguas pequeñas teniendo en cuenta el número de personas al que se las vincula. Actualmente muchos individuos comparten un sistema lingüístico dual formado por alguna lengua pequeña local y por una o más lenguas francas. Por ello solamente una minoría de los hablantes del mundo puede ser unilingüe. Veamos todo esto en el Gráfico 2.

Gráfico 2. Magnitud de las lenguas

monolingüismo +

hiperlengua lenguas imperiales

magnitud

lenguas centrales lenguas periféricas

multilingüismo

72



La situación final es esta: 1) Un pequeño porcentaje de los hablantes del mundo vive en territorios donde hay muchas lenguas y, por ello, se ve obligado a practicar el multilingüismo: el 5% de la población del mundo, que no es mucha, debe repartirse el 96% de las lenguas del mundo, que son muchas. Lógicamente estas lenguas tienen pocos hablantes. 2) Todos estos hablantes, además, se han visto obligados, por ley o por la fuerza de las cosas, a adquirir alguna de las lenguas grandes, que en los estados multilingües siempre coincide, si solamente se adquiere una segunda lengua, con la del estado. 3) todo el mundo supone que en la mayoría de las situaciones utilizando alguna de estas grandes lenguas será comprendido por sus interlocutores. En cambio, las lenguas pequeñas, las históricas del territorio y las que acaban de llegar con la inmigración, ya no forman parte de las cosas que se dan por supuestas, es decir, han dejado de formar parte de las pautas de comportamiento que regulan las relaciones en el anonimato. Las consecuencias lingüísticas de esta situación son fáciles de imaginar: las lenguas pequeñas han dejado de ser seguras.

73

3.2. Factores de la diversidad lingüística Hasta hace muy poco tiempo, la lingüística ha vivido obsesionada para que se le reconociera el carácter de ciencia y, para conseguirlo, solamente se ha preocupado de las características estructurales de las lenguas. Esta es la razón que explica por qué para la lingüística todas las lenguas son iguales. Incluidas las lenguas muertas. Y es cierto que, desde un punto de vista estructural, todas las lenguas son iguales. Pero cuando las consideramos como una construcción social hay muchos factores que las hacen desiguales. Y de estas desigualdades surgen las relaciones de fuerza que las sitúan en una posición u otra, mejor o peor, dentro del sistema. Y es también de estas desigualdades de donde surge la tendencia, hoy más fuerte que nunca, a la reducción de la diversidad. Y por tanto, aquello que sitúa muchas lenguas en situación de riesgo. Veamos a continuación los principales factores que actúan modificando la diversidad lingüística: el crecimiento demográfico, el crecimiento de la vida urbana y la inmigración. A la postre, el contacto entre lenguas.

Crecimiento demográfico Una simple comparación imaginada entre el número de las lenguas que debían hablarse en los inicios del Homo sapiens y el número actual señala un crecimiento. En los primeros momentos del Homo sapiens la población debía ser muy pequeña y por lo tanto el número de lenguas debía ser

74

una o, como mucho, unas pocas. No vamos a detenernos ahora en la difícil cuestión del hipotético origen común de las lenguas. El psicólogo Robin Dunbar105 ya señaló que tenemos que buscar el origen del lenguaje en la necesidad que tenían los primates superiores de establecer alianzas sociales para superar los problemas del entorno, incluyendo los grandes problemas que podían originar individuos de la misma especie. Robin Dunbar se basa en la idea de que la función esencial del lenguaje es la de establecer un contacto social, lo que los lingüistas llaman la función fática, y que, en consecuencia, puede considerarse como un equivalente del acicalamiento mutuo que practican los primates superiores para crear los grupos y asegurar sus límites. Los inicios de la diversidad lingüística parecen relacionarse con la creación y el mantenimiento de los grupos de los primeros homínidos. La diversidad lingüística, pues, viene de lejos. Pero es innegable que entonces había menos lenguas que hoy. Porque hoy todos los especialistas están de acuerdo en que se hablan unos miles de lenguas (unas seis mil, dicen muchos estudiosos). Tampoco nos detendremos en la cuestión polémica del número exacto de las lenguas que hoy se hablan en el mundo. Todo apunta a que existe alguna relación entre crecimiento demográfico y crecimiento de las lenguas: como mínimo tenemos que aceptar que el primero es una condición necesaria para el segundo. Pero los dos crecimientos no han sido paralelos porque el crecimiento demográfico no es una condición suficiente para el crecimiento del número de las lenguas que está condicionado por otras variables. Hoy, por ejemplo, el mundo tiene una población siete veces mayor que la de principios del siglo XIX y, en cambio, el crecimiento de las lenguas no ha sido el mismo. Al contrario: parece que

75

entre los siglos XVI y XX el crecimiento del número de lenguas se ha detenido y algunos investigadores incluso creen, como ya hemos dicho antes, que hoy estamos ante una muerte masiva de lenguas. Examinémoslo. Lo que hemos dicho acerca de la Europa moderna y de su influencia en el mundo explica que el crecimiento del número de lenguas se haya detenido. Los factores clave han sido la creación de los estados y su deriva hacia los estados– nación, juntamente con la modernización que las ha acompañado (concentración de la población, aumento de las vías de comunicación, homogeneización de las formas de vida, etc.). Ya antes, con la escriturización (siglos VIII–XIV) y con la codificación que la imprenta implicaba (del siglo XVI hasta el XVIII), se había producido una cierta reducción de la diversidad. Por eso la distribución de las lenguas del mundo convierte a Europa en el continente que tiene menos lenguas. Veámoslo en el resumen106 de la Tabla VI:

Tabla VI. Distribución de las lenguas por continente

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Continente

lenguas

porcentaje

América

1.000

15%

África

2.011

30%

Europa

225

3%

Asia

2.165

32%

Pacífico

1.302

19%

Crecimiento de la vida urbana y la inmigración En los últimos cincuenta años los cambios poblacionales se han caracterizado por el crecimiento espectacular de la vida urbana y por las migraciones selectivas hacia unos pocos países. Hacia el año 1950 la población rural del mundo doblaba la población urbana, poco después del 2000 se han igualado y en el año 2030 se calcula que la población urbana doblará la rural. Y esta evolución es más acusada aún en los países en vías de desarrollo puesto que en 1950 en estos países la población rural triplicaba la urbana, hacia 2015 se igualarán los dos tipos de población y se calcula que en el año 2030 la población urbana habrá sobrepasado claramente a la población rural. Por eso no tenemos que pensar, como sucede a menudo, que las ciudades y sobre todo las grandes ciudades son un fenómeno de los países desarrollados. En la Tabla VII se refleja el crecimiento del fenómeno migratorio en los últimos 40 años.

Tabla VII. Crecimiento migratorio de los últimos 40 años

año 1965 1990 1997 2000

población desplazada (millones) 77 111 140 175

77

De este modo llegan, tanto a las «megaciudades» como también a las ciudades grandes y medianas de los países receptores de inmigrantes, muchas lenguas, a veces con una demografía muy pequeña y a menudo sin tradición escrita, que se superponen a la o a las lenguas históricas y a la del estado, si es diferente. La complejidad lingüística resultante se ha convertido en un factor de reducción esencial debido a que cuanto más alta es la densidad de lenguas, más amenazadas viven.107 Y esta amenaza está causada, entre otras cosas, por la relación existente entre la alta densidad lingüística y la baja magnitud de las lenguas:108 cuando hay muchas lenguas, todas, o casi todas, son muy pequeñas. Esta tendencia es más acusada en los países en vías de desarrollo. De hecho, parafraseando a Calvet, la ciudad funciona como una aspiradora que traga plurilingüismo y escupe monolingüismo.109 La generalización de la vida urbana será un factor clave para entender el futuro de las lenguas. Y también el comportamiento lingüístico de la inmigración porque, cuando en un territorio coexisten la lengua del estado y la lengua histórica, los inmigrantes, como ha señalado el teórico político Will Kymlicka,110 tienden a integrarse en la cultura dominante que, por lo general, ofrece una mayor movilidad y mejores oportunidades económicas. Y algunas veces este comportamiento es aprovechado conscientemente por el estado para imponer «su» lengua. Cataluña, y de un modo especial Barcelona, no han podido escapar a estas tendencias. La Tabla VIII muestra esta nueva complejidad; la tabla indica la procedencia de los colectivos de inmigrantes en Cataluña, donde hoy representan más o menos el 10% de la población.

78

Tabla VIII. Distribución de la inmigración según sus áreas de procedencia

Rumania Otras nacionalidades europeas Total Europa

39.091 51.382 90.473

5,7 7,5 13,2

Marruecos Otras nacionalidades africanas Total África

170.129 52.895 223.024

24,7 7,7 32,4

37.302

5,4

35.615 41.770 88.468 99.778 265.631

5,2 6,1 12,8 14,5 38,6

27.947 44.702 72.649

4,1 6,5 10,6

689.079

100

Total América Central Argentina Colombia Ecuador Otras nacionalidades suramericanas Total Suramérica China Otras nacionalidades asiáticas Total Asia TOTAL EXTRANJEROS

Fuente : IDESCAT. Padrón municipal a 1 de enero de 2005.

79

El Gráfico 5 muestra la evolución demográfica de Barcelona, donde en los últimos años el crecimiento vegetativo negativo ha sido compensado por el gran crecimiento derivado de la inmigración.111

Gráfico 5. Evolución demográfica de la ciudad de Barcelona entre 1901 y 2003: componente natural y migratoria

80

Finalmente, la Tabla IX explica la evolución de la población extranjera en Barcelona, Cataluña y España entre 1991 y 2004.112

Tabla IX. Evolución de la población extranjera en Barcelona, Cataluña y España (1991–2004)

BARCELONA Población % total extranjera población

CATALUÑA

ESPAÑA

Población % total Población % total extranjera población extranjera población

1991

23.720

1,4

66.334

1,1

353.367

0,9

1996

29.059

1,9

98.035

1,6

542.314

1,4

2001

95.356

6,3

310.307

4,9

1.572.017

3,8

2004 189.373

11,9

624.846

9,4

3.034.326

7,0

Fuente: Censo de 1991 y 2001. Padrón de 1996 y Padrón continuo de 2004, con datos del INE.

81

3.3. Mapas políticos y mapas etnolingüísticos Antes nos hemos referido a la importancia que la delimitación de los territorios ha tenido en la creación de los estados y, de un modo muy especial, en la creación de los estados–nación. La cartografía y la estatalización siempre han hecho buenas migas. Por eso los mapas no han sido ni son irrelevantes. Algunas lenguas lo expresan muy bien: salir o no salir en el mapa es sinónimo de ser o de no ser. Las fronteras, pues, son fundamentales. Pero estos mapas políticos construidos por los estados y las fronteras que los delimitan son artificiales y, además, no son inocentes: intentan que el territorio acabe siendo realmente un reflejo del mapa, que es el objetivo de las fuerzas estatales hegemónicas. Por eso, la construcción de los estados–nación intenta imponer los mapas políticos sobre unos mapas etnolingüísticos que reflejan la realidad previa al estado. El objetivo siempre es el mismo: borrar del mapa aquello que no encaja con el estado–nación; y para hacerlo el estado–nación siempre ha utilizado prácticas violentas. Aunque algunos quisieran que no lo recordáramos. Ya lo advirtió el historiador Ernest Renan113 en ¿Qué es una nación?, aquella famosa conferencia que pronunció en la Sorbona en 1882: «El olvido, diría incluso el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación, de ahí que el progreso de los estudios históricos resulte a menudo un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica, en efecto, descubre los hechos violentos acaecidos en el origen de todas las formaciones políticas, incluso aquellas cuyas consecuencias han sido de lo más

82

benéficas. La unidad siempre se hace brutalmente; la reunión de la Francia del Norte y de la Francia del Sur ha sido fruto de un exterminio y de un terror continuado durante cerca de un siglo...» La memoria histórica, con leyes ad hoc o sin ellas, siempre molesta a las fuerzas hegemónicas del estado– nación porque pone al descubierto sus prácticas violentas. Y como ha puesto de manifiesto Will Kymlicka114 esa violencia con la que todo el mundo sabe que se han trazado las fronteras estatales es precisamente aquello que ahora hace que sea tan difícil discutirlas. Y si uno se atreve a hacerlo, queda fuera de la ley. Pero las fronteras se han introducido injustamente y por tanto continúan siendo el origen de muchos conflictos. ¿Acaso no es este hecho lo que explica por qué solamente los territorios de lenguas periféricas (léase no estatales) están atravesados por fronteras políticas que, tanto si se trata de analizar el pasado como si se trata de proyectar el futuro, impiden una historia común del territorio y de su lengua? Un estudio de las contradicciones entre los dos mapas sería muy ilustrativo115 y siempre nos mostraría el mismo problema: el que origina la construcción del estado– nación que siempre se ha basado en la inclusión forzada de viejas naciones. De esta inclusión siempre resulta un desequilibrio lingüístico interno: la coexistencia en un mismo territorio de individuos bilingües y de individuos monolingües. Y, por la lógica del sistema, todos los individuos monolingües son hablantes de la lengua del estado que, así, se convierte en la única lengua segura, porque es conocida por todos, para hablar con desconocidos. Hoy, como ya hemos dicho, esta situación se ha agravado a causa de la presencia de otros grupos que tienen asimismo su propia lengua identitaria, que a menudo no es ni la del estado ni la histórica del

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territorio. En Cataluña esta es una situación frecuente, aunque es cierto que grupos importantes de inmigrantes tienen como lengua propia el castellano y, claro está, esta coincidencia se utiliza en el proceso de homogeneización cultural del estado. Por eso la elección de una de las lenguas del país receptor, la del estado, conocida por todos, o la del territorio, conocida solo por algunos que, además, no se pueden identificar mecánicamente, lleva irremediablemente al uso de la lengua del estado, que es la única que forma parte del conjunto de cosas que damos por supuestas. Existen más razones que llevan al predominio de la lengua del estado. Y en ningún caso son atribuibles a la inmigración. Pero sí a la utilización que de ella puede hacer el estado en su política nacionalizadora (y, por lo tanto, nacionalista). Por eso Kymlicka reclama que sea posible que las minorías nacionales, con la condición de practicar una política liberal, puedan ejercer el control del proceso migratorio. Y es que no podemos olvidar, como nos recuerda Kymlicka, que es bastante frecuente que los estados animen deliberadamente a los inmigrantes (o incluso a los emigrantes procedentes de otra parte del propio estado) a asentarse en tierras tradicionalmente ocupadas por minorías nacionales como una forma de inundarlas demográficamente y de restarles poder, reduciéndolas a una minoría incluso en el interior de su propio territorio histórico.116 Las contradicciones de las fronteras tienen también un reflejo en la nominación, que es un elemento fundamental en el mantenimiento de una lengua. Salir en el mapa es sinónimo de ser y ser implica tener un nombre. Lo simboliza muy bien la narración bíblica sobre la creación del mundo: «Y dijo Dios: “Sea la luz”; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó la luz de las tinieblas.

84

Llamó a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche; y fue la tarde y la mañana del primer día». Lo mismo parece decirnos la narración del Popol Vuh117, que recoge la tradición maya sobre el origen del mundo: «Luego la Tierra fue creada por ellos. Así fue en verdad como se hizo la creación de la Tierra: “Tierra!”, dijeron, y al instante fue hecha». Decir Tierra es darle existencia a la Tierra. Pero la fragmentación del territorio histórico de las antiguas naciones producida por el mapa político convierte la nominación de las lenguas periféricas en un conflicto recurrente. Pregúntenselo ustedes mismos: ¿cuáles son los nombres de sus lenguas? ¿Todos las llamamos igual? En el caso del estado español, es la diferencia que hay entre pasar de castellano a español y pasar de catalán a catalán, valenciano y balear. La desvertebración del territorio y las incertidumbres de la nominación son características de las lenguas periféricas y dificultan su individuación, que también puede verse perjudicada por la proximidad entre las lenguas en concurrencia y por la falta de gramatización. La estandarización es, en este sentido, fundamental. Pero también ahí, otra vez, surgen problemas porque entre las lenguas periféricas y la lengua del estado suele producirse un proceso de «aclimatación», es decir, se produce un acercamiento estructural entre ambas lenguas, sea en la dirección que sea, que siempre acaba ocultando la lengua menor y, por tanto, es el paso previo a su expulsión del mapa. Eso es lo que ha sucedido entre las lenguas del territorio que hoy es Francia, una de las cuales es el francés hoy hegemónico: las otras lenguas, entre ellas el picard, al acabar siendo tan parecidas al francés, han podido pasar, sin serlo, por meras variantes dialectales de aquel. Y, claro está, han dejado de tener nombre y han sido

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borradas del mapa. Sin nombre, de hecho, han dejado de existir como lenguas.

3.4. Globalización y multiglosia Hace muy poco tiempo nos mirábamos el fenómeno de la diglosia con desconfianza. Eran tiempos en los que las tensiones lingüísticas solamente se producían entre dos lenguas: la hegemónica del estado y la histórica del territorio (que el estado quisiera eliminar). En esta situación conflictiva, la diglosia parecía una capitulación de la lengua más débil ante las embestidas de la lengua fuerte a la que se veía obligada a ceder las funciones altas. La diglosia, así, era percibida como un paso más en el retroceso incesante de las lenguas débiles. Probablemente, la idea de que el bilingüismo lleva inevitablemente a la sustitución lingüística fuera fruto de una simplificación derivada de esta situación. Pero como ha advertido el sociolingüista Albert Bastardas,118 la bilingüización es una condición necesaria para el cambio de lengua pero no una condición suficiente. En la situación actual, cuando los antiguos territorios —los de las naciones y los de los estados— ya no definen espacios cerrados por efecto de la globalización, algún grado de multiglosia parece inevitable. Como mínimo, momentáneamente. En primer lugar, porque han nacido muchas funciones que se definen al margen y más allá de estos territorios. Y en segundo lugar, porque difícilmente será posible que la población recién inmigrada renuncie de un

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modo inmediato a continuar usando sus lenguas en algunas funciones, por ejemplo en el ámbito familiar. Estoy convencido, como ha puesto de manifiesto Will Kymlicka, de que lo que reclaman los grupos étnicos inmigrantes no es, precisamente, el reconocimiento de su lengua como marcador nacional. Aunque también me parece evidente que la precariedad de su situación exige que sus lenguas continúen siendo lenguas de uso normal en algunas de las áreas de comunicación más locales: la familia, los amigos, la religión, etc. No podemos desdeñar la protección que la lengua y el grupo étnico pueden ofrecerles y es bueno que se la ofrezcan, como mínimo en los momentos más difíciles posteriores a su llegada. Por lo tanto, más que mirarnos la multiglosia como algo a evitar, tenemos que plantearnos cómo gestionarla para asegurar que las lenguas históricas continúen ejerciendo un papel fundamental en la construcción de una sociedad cohesionada y, así, evitar que desaparezcan. Las tensiones son de muchos tipos y probablemente las lenguas históricas están jugando el papel más difícil. En primer lugar porque las áreas globales de comunicación y las funciones que se les asocian serán ocupadas, siguiendo la lógica del mercado, por las grandes lenguas –la hiperlengua, las lenguas imperiales y como mucho algunas de las lenguas de estado. En este nivel cualquier intervención, incluso la de los propios estados, parece casi imposible. Y, en segundo lugar, porque, en el otro extremo, hay unas áreas estrictamente locales que parecen reservadas, también mecánicamente, a todas y cada una de las lenguas, las históricas y también las nuevas. En estas áreas también es difícil intervenir porque su regulación se produce al margen de cualquier planificación pública. En

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ambos casos la correspondencia entre lenguas y áreas de comunicación con sus funciones se produce mecánicamente de acuerdo con las características de ambas. Las consecuencias del mecanicismo de estas correspondencias entre lenguas y funciones son enormes porque hacen difícil cualquier planificación. Resulta especialmente importante constatar que durante cierto tiempo todas las lenguas, por muchas que sean, tienen asignada alguna función. La situación, pues, aparenta ser razonablemente satisfactoria y estable. Como mínimo, produce la impresión de que ninguna de las lenguas pueda desaparecer rápidamente. En realidad, sin embargo, es extremadamente dinámica y el indicador fundamental para conocer hacia dónde evolucionará se encuentra en la ocupación de los espacios de comunicación no asignados mecánicamente. El punto de partida siempre es el mismo: el desplazamiento de poblaciones ha originado una situación multilingüe en la que entran en competencia lenguas de magnitudes muy distintas que ocupan jerarquías diferentes en el sistema gravitacional. Las lenguas pequeñas que se encuentran en una situación de este tipo son las más amenazadas. Unas veces, esta amenaza proviene del hecho de que estas lenguas pequeñas entran en contacto con lenguas grandes, sea la del estado o alguna otra, en las grandes concentraciones urbanas; otras veces, proviene del hecho de que las grandes lenguas, sea la del estado o alguna otra, se expanden a territorios tradicionalmente reservados a las lenguas pequeñas. Si pensamos en Cataluña, tenemos una situación mixta: por una parte, diversas lenguas pequeñas (pequeñas en el contexto catalán, claro está) han llegado con los movimientos migratorios y han entrado en concurrencia con el catalán, la lengua históri-

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ca del territorio; pero, por otra parte, lenguas imperiales han entrado a competir con el catalán; es el caso del castellano desde fines del siglo XVIII con la construcción del estado– nación, o del inglés desde hace poco tiempo con la globalización (Gráfico 6):

Gráfico 6. Lenguas imperiales y lenguas pequeñas que compiten con el catalán

inglés (hiperlengua) castellano (lengua del Estado) catalán (lengua histórica) 300 lenguas de inmigración

En estas situaciones de multilingüismo, que hoy son las más frecuentes, es necesario encontrar pautas de comportamiento para la vida cotidiana. Los sociólogos Peter

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L. Berger y Thomas Luckman119 insistieron en ello ya en el año 1963. Cuando salimos a la calle queremos saber de antemano cómo hemos de comportarnos y poder prever cómo se comportarán los otros. En la mente creamos expectativas sobre lo que esperamos de los otros y sobre lo que los otros esperan de nosotros, y estas expectativas condicionan el comportamiento lingüístico. Cuando las comunidades son pequeñas y todos sus miembros se conocen y reconocen sabemos que podemos utilizar la lengua común. Esta lengua, que se da por supuesta, solamente no podrá usarse en las relaciones con un forastero establecido en el lugar, que es forastero no por ser desconocido, porque en general sabemos quién es, sino porque no comparte la lengua de la comunidad. Fijémonos en la manera como nos referimos a los otros: los griegos les llamaban bárbaros, es decir los que no hablan sino que sólo balbucean; los rusos llaman mudos a los alemanes, etcétera. ¿Pero qué debemos hacer ante una persona desconocida cuando los grupos son complejos lingüísticamente y, por su magnitud, implican a menudo relaciones de anonimato? ¿Qué podemos suponer que habla un desconocido? ¿Y qué puede suponer un desconocido que hablamos nosotros si tampoco nos conoce? Hace unos años la nación o, si se quiere, la comunidad podía concebirse como un todo homogéneo y, por tanto, todos podíamos suponer, aunque no fuera cierto, que todos, conocidos y desconocidos, compartíamos, entre muchas otras cosas, la lengua. La concentración lingüística era suficiente para presuponer que sabíamos qué lengua utilizar. Pero hoy, en las comunidades modernas, y de un modo especial en aquellas en las que se ha producido una gran entrada de población inmigrada, el supuesto fundamental es que no todos compar-

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timos la misma lengua. Y en esta situación es necesario que una lengua haga la función de lengua vehicular; es decir, que haga la función de lengua con la que se relacionan individuos supuestamente de lenguas diferentes. Y esta función no viene determinada mecánicamente por las relaciones de fuerza. O en todo caso es posible algún tipo de intervención. El punto de partida no es el mejor, ciertamente, puesto que la tendencia que los movimientos migratorios están provocando es el uso de las grandes lenguas (lo que he llamado las lenguas imperiales) en las relaciones entre inmigrantes y población receptora, en lugar del uso de los idiomas del país receptor. De hecho pueden acabar siendo, sin que sea su responsabilidad, un factor de desestabilización de los grupos receptores.120 No obstante, creo que en esta área de comunicación es posible intervenir. Y por eso es tan necesaria la reflexión y la planificación. Relacionemos estas tendencias con algunos de los datos sobre el conocimiento (Tabla X) y los usos lingüísticos (Tabla XI) de los inmigrantes de Barcelona, elaborados por la Generalitat de Catalunya en junio de 2006:

91

Tabla X. Conocimiento del catalán y del castellano entre inmigrantes de China, Rumania, Marruecos y Ecuador

catalán China

Rumania

Marruecos

Ecuador

% entiende

26,3

49,4

43,2

62,6

% y habla

2,9

17,2

11,2

10,7

% y escribe

4,7

2,3

6,3

5,4

% NS/NC

1,7

0,4

0,7

0,0

castellano China

Rumania

Marruecos

Ecuador

% entiende

34,4

20,8

20,3

8,7

% y habla

27,1

28,2

45,4

8,9

% y escribe

26,9

50,4

33,0

88,0

% NS/NC

0,8

0,2

0,0

0,0

92

Tabla XI. Usos lingüísticos

amigos China catalán

Rumania

Marruecos

Ecuador

5,4 %

13,6 %

11,3 %

7,7 %

castellano

39,6 %

82,3 %

72,9 %

99,0 %

su lengua

88,5 %

77,6 %

87,5 %

otra

3,7 %

2,9 %

10,5 %

NC

1’2 %

-

0’2 %

1,5 % -

familia China

Rumania

Marruecos

Ecuador

catalán

1,6 %

5,3 %

1,5 %

3,2 %

castellano

9,4 %

17 %

36,7 %

99,0 %

su lengua

95,5 %

94,9 %

91,0 %

0,3 %

2%

2,6 %

14,5 %

4,7 %

0,4 %

0,6 %

otra NC

-

-

trabajo China catalán

Rumania

Marruecos

Ecuador

4,9 %

16,3 %

15,5 %

9,0 %

castellano

79,3 %

96,6 %

90,4 %

98,3 %

su lengua

55,6 %

11’5 %

19,6 %

otra

3,5 %

0,7 %

2,1 %

0,9 %

NC

0,6 %

-

0,6 %

-

-

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El desconocimiento del catalán entre la población inmigrante evidencia que el catalán, a diferencia del castellano, no puede darse por supuesto. Por eso la lengua castellana se convierte en la lengua vehicular por excelencia. O dicho de otro modo, por eso el catalán no puede ser, en estas circunstancias, la lengua vehicular de Cataluña. Y, claro está, eso afecta a todos los hablantes, sea cual sea su lengua. A los catalanes también. Por eso descubrir que el empleado que cada día nos atiende en la panadería comparte el catalán con nosotros (que es un saber necesario para que uno se decida a usar esa lengua para dirigirse al otro) puede ser una auténtica aventura que, cuando se da, cuesta tiempo. Pero estos datos se han obtenido de una población adulta y recién llegada. No es de extrañar que el conocimiento activo o pasivo del catalán sea tan débil. El castellano, unas veces, ya era conocido de antes (es el caso de los ecuatorianos y, en parte, de algunos marroquíes), y otras veces, les era una lengua familiar percibida como una adquisición útil más allá de su estancia en Catalunya, prevista como temporal,.. Por lo tanto tenemos que esperar a ver qué sucede cuando la perspectiva temporal haya desaparecido y, sobre todo, cuando podamos obtener datos de la segunda generación de inmigrantes, aquellos que hoy están escolarizados. Sabemos, por ejemplo, que en Québec la primera generación de inmigrantes tenía el mismo comportamiento y tendía a adquirir el inglés y que hoy, en cambio, la segunda generación está aceptando el francés como lengua general. Debe quedar claro, pues, que no estoy narrando una historia con un final necesariamente infeliz. Porque no tenemos que olvidar que las lenguas periféricas tampoco son

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iguales y que no lo son, en parte, por las diferentes políticas lingüísticas que les acompañan. En este sentido el catalán está en una situación más ventajosa que otras lenguas porque: —es de las lenguas periféricas con mayor número de hablantes, en todo caso, suficientes; —es una lengua escrita con una literatura, un uso científico y un uso público reconocidos; —ha elaborado una visión histórica que la individualiza claramente en el imaginario colectivo y, además, ha seguido un proceso de gramatización importante, especialmente a partir de los últimos años del siglo XIX; —y, finalmente, dispone de un soporte institucional importante que la ha convertido en la lengua de la administración y de la enseñanza. En el caso catalán existen, pues, elementos que abren posibilidades. Y la capacidad de autogobierno de que disfruta el territorio es grande, a pesar de no ser suficiente. La cuestión fundamental será cuál va a ser la lengua vehicular del futuro. La lengua que ocupe esta posición será una lengua que todos los miembros de la comunidad, sea cual sea su lengua nativa, tendrán que dar por supuesta, aquella que utilizarán en los contextos comunicativos no marcados, la comunicación en el anonimato. Por eso es fundamental que todos los ciudadanos tengan un conocimiento, aunque sea pasivo, de la lengua histórica del territorio donde viven. El conocimiento del catalán debe ser, pues, obligado en Cataluña. El gran problema está en que los estados–nación, por definición, no son compatibles con una lengua nacional que no sea la única de todo el estado, ni tan siquiera son compatibles con dos lenguas nacionales en determinados territorios.

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El problema siempre es el estado–nación. El jurista Miquel Caminal121 nos lo advirtió. Repito sus palabras: «Tenemos que empezar a cambiar la idea de estado–nación si queremos quitar la razón a aquellos que continúan reclamando para las naciones sin estado el derecho a la autodeterminación. El estado–nación en sociedades multiculturales y plurinacionales no ha sido ni es neutral. Proclama una nación y oculta las demás [...]. Solamente habrá neutralidad si se seculariza el estado y se le libera de la clausura cultural–nacional». El nacionalismo excluyente es una característica inevitable del estado–nación y puede impedir la construcción de un estado común en armonía. Este nacionalismo, y no otra cosa, es aquello que empuja a todas las lenguas no estatales de España a la desaparición y lo que frena el acomodo de los catalanes en el estado. Creo que el estado, considerado como un medio para asegurar el bien de los ciudadanos y no como un fin en sí mismo, todavía es necesario. Porque la mayoría de la gente solo puede buscar su bienestar con instrumentos colectivos. Sin embargo, todos deberíamos comprender que debe ser posible integrarse en este estado sin tener que cargar con la violencia y el dolor de la destrucción de las partes y, por tanto, sin que sea necesaria la muerte planificada de las lenguas. Eso quiere decir pasar del estado–nación al estado plural. Una última cuestión para acabar. Pierre Bourdieu ha señalado que el inconsciente de una disciplina representa su historia. Y Louis–Jean Calvet122, aludiendo a la idea de Bourdieu, nos ha explicado cuál puede ser el inconsciente de la lingüística: la relación del lingüista con el poder, del lingüista con la norma, del lingüista con la unificación lingüística de un país. Es cierto. Un lingüista difícilmente puede pensar

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en su lengua sin sentirse implicado, incluso sentimentalmente. Yo prefiero decirlo claramente desde un principio. E incluso reivindicarlo. Siento dolor de lengua cuando intento analizar el futuro de la lengua catalana, que es la mía. Y no pienso que mis reflexiones sean, por ello, menos acertadas. Ni más, claro está. Aunque este apego sentimental a la lengua propia también forma parte de lo que tenemos que explicar y solucionar. Y esconderlo sería engañarse y engañar. Porque no podemos olvidar que uno de los mecanismos con los que una lengua se impone sobre otra consiste en hacer creer al que la habla que el cambio es una cuestión baladí. Incluso, a veces, que es un paso indoloro y alegre hacia el progreso; algo, pues, deseable y positivo. Pero no es cierto. La unificación lingüística se lleva a cabo a menudo sin el consentimiento de los sujetos, sin tener en cuenta su sufrimiento, en nombre de un pueblo entendido como una masa compacta a la que, indudablemente, nadie puede preguntar, y a partir de la que, por eso mismo, los partidarios del nacionalismo estatal ejercen impunemente el totalitarismo.

3.5. Uniformización o fragmentación de la cultura Como hemos visto en el capítulo anterior, Dante en De Vulgari Eloquentia nos explicaba que «cuanto más largo es el tiempo necesario para darnos cuenta de que una cosa cambia, más tendemos nosotros a considerarla estable». En

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el mundo moderno, los contactos entre culturas, que siempre habían existido aunque para mucha gente no fuesen evidentes, eran lentos y, además, tenían que pasar por el filtro de la enormidad de la extensión de los territorios. Por eso, ni los contactos ni los cambios que provocaban eran percibidos del todo. Y también por eso, aunque nunca era del todo real, la homogeneidad podía parecer incuestionable. Pero hoy todo ha cambiado. El mundo contemporáneo ha facilitado que los contactos culturales se produzcan muy rápidamente y que sean, como los cambios que provocan, muy visibles.123 Producir personas, socializándolas, que es lo que hace una cultura, implica mucho tiempo. Pero producir bienes culturales para vender, que es lo que pretende la industria cultural global, es algo muy distinto.124 Este es, aparentemente, el gran cambio que se ha dado en el paso del siglo XX al siglo XXI: de la producción de sujetos socializados, donde la cultura y la lengua, por tanto, tenían un papel fundamental, se ha pasado a la producción de bienes culturales para vender. Las personas han pasado a ser, solamente, compradores potenciales de cualquier cosa. Un cambio que pondría fin a la Época Moderna, aquella que he llamado, parafraseando a Dante, el «tiempo de la pantera». Esta época se había iniciado cuando «los métodos más racionales» que pedía Dante permitieron dar caza a la pantera, es decir, a las lenguas nacionales; y el fin de esa época coincidiría con la sociedad global actual, que considera que sus miembros son fundamentalmente consumidores, y ya no productores; una sociedad en la cual, como no se cansa de repetir el sociólogo Zygmunt Bauman,125 la vida, organizada alrededor del consumo tiene que apañárselas sin norma, está guiada por la seducción y por la aparición de deseos cada vez

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más grandes y por anhelos volátiles y no, en cambio, por reglas normativas. ¡Y siempre con la idea de que el cielo es el límite!.126 El mundo global y el mundo nacional se han caracterizado hasta hace poco por su carácter heterogéneo y homogéneo respectivamente. Nos hemos referido a ello a menudo. Y de un modo especial a la supuesta homogeneidad del mundo más local, en el que se ha basado la concepción habitual de las naciones. Pero hoy el mundo ha cambiado mucho y, además, muy rápidamente. Como ha indicado el pensador y político francés Sami Naïr127, si hasta hace poco se hablaba de la homogeneidad nacional en el seno de una heterogeneidad internacional, hoy se habla de la heterogeneidad nacional en el seno de una homogeneidad económica internacional. Las naciones, en este sentido, han ido perdiendo aquella homogeneidad interna que las definía y les daba sentido en el «tiempo de la pantera» y se han convertido rápidamente en los espacios paradigmáticos de la diversidad. Es posible que este cambio ayude a explicar la crisis de la cultura (de la humanística especialmente) y, en todo caso, explica el sentimiento de inseguridad de mucha gente. Por eso estamos obligados a repensar la nación en la que hasta ahora nos sentíamos tan seguros. Preguntémonoslo seriamente. ¿Es cierto que el mundo local postmoderno es el espacio ideal de la diversidad? Hay gente que continúa pensando que no. Y piensa eso por dos razones bien diferentes: Por un lado, unos continúan pensando que la homogeneidad social es una condición indispensable para la estabilidad y para la supervivencia de cualquier grupo social.128 Y, por lo tanto, se resisten a dejar de percibir el país

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de la misma manera de siempre, es decir, caracterizado por una fuerte homogeneidad interna. Para estas personas la nación imaginada les impide, en el mejor de los casos inconscientemente, percibir la nación real.129 Por otro lado, existe otro tipo de gente que, al contrario, cree que hoy estamos en plena globalización y que, por consiguiente, ya se ha llegado a aquel momento, tantas veces deseado en el siglo XVIII, en el que Dios ha de perdonar a los hombres del pecado babélico para devolverles la unidad lingüística (Tunc reddam populis labium electum). Y podríamos considerar que en este caso la lengua simboliza toda la cultura. Es decir, hay gente que cree que la nación ha dejado de ser necesaria. Según esta gente en este nuevo mundo globalizado ya no tendremos que lamentar los pretendidos inconvenientes derivados de la multiplicidad de lenguas. La idea de que la uniformidad total significa la culminación más lógica y positiva del progreso iniciado inmediatamente después del desastre de Babel es aprovechada con insidia por las identidades culturales hegemónicas, es decir, por los estados–nación, para demonizar aquellas identidades fuertes pero no hegemónicas (es decir, sin el soporte político de un estado exclusivo o de un estado plural) que son acusadas de favorecer una lógica de disgregación.130 Quisiera creer que he entendido a Maalouf131 cuando se refiere a «las identidades que matan». Pero al leer su libro me da la impresión de que a menudo cae en el prejuicio cuando se refiere a «las identidades asesinas» de los que, insertos en estas culturas amenazadas, adoptan actitudes más y más radicales, más y más suicidas, afirma: «Cuando colocamos a una comunidad en el papel de cordero y a otra en el papel de lobo, lo que hacemos es, sin saberlo, conceder impunidad

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por anticipado a los crímenes de la primera». Nadie puede negar que los crímenes de los corderos cometidos por venganza son abominables; pero también lo son, y muy a menudo ya lo han sido, los crímenes de los lobos que se cometen o se han cometido para aniquilar al débil. De la lectura de Maalouf podría deducirse que solamente la identidad de los amenazados puede convertirse en «identidad asesina». De hecho nos dice que «lo que llamamos por comodidad locura asesina es esta propensión de nuestros semejantes a transformarse en asesinos cuando sienten su tribu amenazada». Pero cuando preguntaban al pensador Isaiah Berlin132 qué es lo que transforma la aspiración a la autodeterminación cultural en una agresión nacionalista respondía con muchos matices. «He escrito en otro lugar que un Volksgeist herido es, por decirlo de algún modo, como una rama en tensión que cuando se la suelta golpea furiosamente. El nacionalismo, como mínimo en Occidente, es una creación de las heridas producidas por la coacción». Y es que, como también indica Berlin, el nacionalismo no es más que la respuesta a una herida hecha a una sociedad. Volvamos a la discusión sobre la uniformización y la fragmentación. No puede negarse que la globalización puede poner en peligro a muchas culturas. La amenaza a las identidades culturales no hegemónicas procede de la introducción inexorable, también en el ámbito de la cultura, de la lógica del mercado mundial. Y esta lógica es mucho más peligrosa en el caso de aquellas identidades culturales que no disponen de los recursos políticos para intervenir en el proceso. Esa afirmación no significa que la globalización aniquile, sin más, las identidades. Lo que la globalización pretende es situar la identidad en un ámbito privado que no sea relevante para la

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esfera pública.133 Este es el camino que lleva a la uniformidad global. Y por eso hoy, y tenemos que lamentarlo, todos nosotros nos sentimos infinitamente más próximos a nuestros contemporáneos de cualquier parte del mundo que a nuestros propios antepasados. No creo exagerar si digo que tengo más cosas en común con cualquier paseante de Praga, Seúl o Los Ángeles, que con mi bisabuelo. Y no únicamente por mi aspecto, mi manera de vestir o mi comportamiento, no sólo por la manera de vivir y de trabajar, por el tipo de vivienda o por utensilios de los que me valgo, sino también por las concepciones morales y por la manera de pensar.134 A pesar de que esta uniformización no puede negarse, hay otros hechos que parecen decirnos lo contrario. Y los hechos son los hechos. Fijémonos en ello. Hasta hace poco, para referirnos a territorios multilingües solíamos citar los casos del Brasil, con 195 lenguas, Estados Unidos, con 176 lenguas, México, que tiene entre 60 y 170 lenguas, o la India con 407 lenguas. Si queríamos impactar, citábamos el no va más: Papúa Nueva Guinea, con 826 lenguas. En este multilingüismo veíamos una realidad solamente explicable desde la lejanía de los países en cuestión, desde su historia peculiar o desde su exotismo. Por eso también nos alegrábamos de no estar en una situación parecida. Pero hoy, ¿cuál es realmente nuestra situación lingüística? Nos lo ha explicado el Grup d’Estudi de Llengües Amenaçades (GELA), del Departament de Lingüística General de la Universitat de Barcelona): «Uno de los equipos de investigación del Departamento de Lingüística general de la Universidad de Barcelona ha iniciado un proyecto para inventariar las lenguas que se hablan en Cataluña con el objetivo de elaborar materiales didácticos adecuados tanto

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para el aprendizaje del catalán como para la adecuación curricular a esta realidad. La hipótesis de partida es que en Cataluña hay hablantes, como mínimo, de más de 300 lenguas». A partir del trabajo de campo realizado, se puede llegar a la conclusión de que la diversidad lingüística de Cataluña es muy superior a la que nos llevaban todas las estimaciones realizadas hasta hoy, y que un porcentaje muy elevado de las personas inmigradas es políglota. Dejando de lado otros hechos, creemos que estos dos merecen destacarse y ser conocidos por la población en general, sobre todo si tenemos en cuenta los aspectos positivos que tal conocimiento conlleva tanto en la autoestima de la población inmigrante como en su vinculación con el país receptor; y también, ciertamente, en el hecho de que favorecen la reciprocidad y el intercambio en la dinámica de las lenguas. Está claro que no podemos negar que el mundo local se ha llenado de diversidad. O, como mínimo, que la diversidad actual, que es distinta, no se puede ocultar como la de antes. De golpe se ha hecho visible. En este discurso no importa que local se refiera a los estados–nación o a las naciones sin estado. Las consecuencias de esta fragmentación son enormes. Peter L. Berger y Thomas Luckman135 han señalado que el pluralismo pone en cuestión el conocimiento que los miembros del grupo dan por supuesto y que, por consiguiente, destruye las bases en las que descansa y se justifica la conciencia colectiva. Eso equivale a afirmar que en el mundo postmoderno se destruye la cultura, que es aquello que proporcionaba los repertorios de acción y de representación que hasta ahora permitían actuar en conformidad con las

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reglas del grupo. Para decirlo de una manera expresiva: sin normas, los miembros del grupo pierden la brújula. Insistamos de nuevo en ello. Hasta hace poco tiempo, la conciencia de comunidad implicaba ser muy consciente de un dentro y un fuera, de un nosotros y un ellos, una pertenencia posesiva y una cierta desconfianza hacia los grupos vecinos.136 La cohesión interna, pues, se complementaba con la diferenciación externa. Y a veces, ¡demasiadas veces!, los resultados de esta diferenciación externa, que sólo veía enemigos en el exterior, han sido horrorosos. Insisto en la importancia que ha tenido la conciencia de un nosotros: nos ha permitido fundamentar en el imaginario una identidad cultural de personas que pretendidamente comparten un origen común y se identifican como iguales, al tiempo que dibujan, lógicamente, una frontera a su alrededor. Hasta hace poco los extraños eran, siempre, los de fuera. Por eso hasta hace poco hablábamos de la fragmentación del mundo. Y también por eso los conflictos siempre se producían entre los fragmentos del mundo. Nunca dentro de estos fragmentos que siempre se imaginaban como homogéneos. Por este motivo los miedos provenían siempre del exterior. Pero los miedos actuales se centran en el enemigo interior. Y debido a eso, hoy, la evitación y la separación tienden a sustituir al sentimiento de unidad y se convierten en las principales estrategias para la supervivencia en las «megaciudades» contemporáneas. Ya no se trata de amar u odiar al vecino sino de mantenerlo a distancia. Al eliminar las ocasiones ya no nos hace falta escoger.137 Esta estrategia explicaría las tendencias actuales a la guetización que imposibilita la construcción de una comunidad. Si hasta hoy comunidad significaba igualdad identitaria, actualmente, el

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confinamiento espacial y social (y en eso consiste la guetización), favorece que se mantenga la homogeneidad de cada uno de los grupos que, sin disponer de los elementos que les ayudarían a integrarse, han penetrado en el territorio de una comunidad que hasta ahora se autoimaginaba como homogénea. De este modo, la antigua comunidad única sólo puede aspirar a convertirse en una suma de comunidades o, si lo prefieren, en una suma de identidades.138 Un cambio muy significativo que se manifiesta en la consolidación de lo que el jurista Javier de Lucas139 ha llamado «las fronteras interiores».

3.6. Mundo global y etnicidad La mundialización de la cultura se caracteriza por el choque entre unas personas inscritas en culturas fragmentadas, locales y ancladas en la historia, y unos bienes y servicios situados en el mercado por las nuevas industrias globalizadas.140 En este sentido, las empresas que producen estos bienes culturales piensan en un mercado mundial muy distinto de aquel mercado (nacional) que, según el historiador Benedict Anderson,141 en los inicios de la Edad Moderna ayudó a crear las lenguas y a imaginar las naciones. El mismo mercado que a menudo originó los conflictos entre los estados–nación (nacionalistas, ¡claro está!) y las naciones (¡también nacionalistas!) que no querían ser borradas del mapa. Por eso hay mapas y mapas. Hoy el mercado global choca con las culturas tradicionales atávicas de raíz única,

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según la expresión del poeta y filósofo martiniqués Édouard Glissant, que se basaban en una división del mundo, como mínimo del mundo occidental europeo, en fragmentos totalmente homogéneos y de una magnitud sostenible (inicialmente las naciones y más tarde los estados–nación, que en sus inicios siempre han sido plurinacionales). Una homogeneidad deseada, no lo olvidemos, y que en el caso de los estados–nación surgidos a finales del siglo XVIII siempre se ha intentado conseguir con la eliminación de la diferencia y con la práctica de la limpieza étnica: siempre se ha tratado, cuando ha sido posible, de destruir la diferencia y, cuando no lo ha sido, ¡se ha intentado destruir al diferente! Y el diferente en este contexto siempre era la nación o las naciones que han sido incluidas en un estado–nación(alista) concebido como si fuera una única nación hegemónica que imponía su homogeneidad. Parece, pues, que actualmente el mercado mundial, otra vez el mercado, aunque esta vez en una dirección diferente, presiona para volver a condicionar las culturas y las identidades colectivas que aquellas representan. Como mínimo podemos comenzar a observar que tras el cambio cultural originado por la mundialización se ha iniciado una rápida erosión de las culturas tradicionales singulares. Aunque es cierto que también se observa que este retroceso se ve frenado por la solidez de algunas de estas culturas tradicionales que continúan mostrándose productivas.142 El panorama parece claro: todos los problemas originados por la mundialización de los mercados culturales se sitúan en el espacio que se ha abierto entre las culturas y la industria, entre lo que es local y lo que es global, entre lo que se relaciona con el pasado y la innovación industrial.143 Y aquí

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las lenguas juegan, o dejan de jugar, un papel determinante. No podemos evitar aludir a un prejuicio, por llamarlo de una manera piadosa, que suele acompañar las reflexiones sobre el choque entre la globalización y las resistencias que se le oponen. Me refiero a la idea según la cual las comunidades culturales pequeñas, casi siempre las naciones no hegemónicas de un estado, deberían rendirse a la evidencia de que su asimilación a comunidades culturales mayores, las que han conseguido adueñarse del estado y pretenden convertirlo en una única nación (¡por eso son nacionalistas!), es el camino lógico e inevitable hacia una situación ideal. Y siempre se afirma eso en nombre de un cosmopolitismo que no puede esconder su carácter marcadamente particularista, por no decir provinciano: el deseo de proyectar su identidad como si fuese la única identidad universal.144 Por eso siempre se defiende el camino hacia la universalidad cuando se trata de naciones pequeñas sin estado y rápidamente deja de defenderse cuando les tocaría aplicarse el cuento a los estados–nación.145 Pero no estar de acuerdo con la utilización interesada de la magnitud de las lenguas para favorecer el desapego a las pequeñas lenguas (periféricas) no debería hacernos olvidar las dificultades reales que lo pequeño debe sortear en el siglo XXI. El mercado mundial parece conducir a pensar, como ya he dicho antes, que la nueva cultura será irremediablemente una cultura horizontal y, por consiguiente, sin ningún tipo de anclaje en el pasado particular de cada grupo. Pero también me he referido al hecho de que existe otra lógica, la lógica de la ecología, que frena, y en algunas ocasiones incluso hace retroceder, a la lógica del mercado. Y lo hace con tanta fuerza que el antiguo tablero de ajedrez nacional (o

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estatal) incluso parece estallar sin freno por debajo. Desde esta perspectiva, las identidades colectivas, que coinciden con las culturas nacionales pretendidamente homogéneas, no solo han sido erosionadas por la fuerza de la globalización, que obedece a la lógica del mercado mundial, sino que también han sido erosionadas por la fuerza de la etnización, relacionada con los movimientos migratorios, que ha introducido diferencias donde antes no las había; y, en este caso, ha predominado la fuerza de la lógica ecológica. Por eso algunos pensadores creen que el problema al cual hoy tienen que enfrentarse las sociedades contemporáneas es sobre todo un problema de dispersión de las referencias culturales y no tanto un problema de homogeneización universal.146 Por consiguiente, para unos el futuro parece dirigirse a una globalización que uniformiza culturalmente al mundo y, para otros, hacia una etnización que lo fragmenta de manera indefinida. Aparentemente, pues, dos visiones contrapuestas del futuro del mundo. No obstante, no estoy tan seguro de que la homogeneización global y la fragmentación interna de las culturas nacionales sean necesariamente dos procesos contrapuestos. Más bien me parecen complementarios. Amin Maalouf ya se preguntaba si es imaginable que la abundancia, en lugar de ser un factor de diversidad cultural, pueda llevar a la uniformidad.147 Esta sería una ley que ya había insinuado Zygmunt Bauman al advertirnos de que el orden global necesita mucho desorden local para no temer nada148 y también cuando nos mostraba el peligro de un multiculturalismo que, basado en la idea de la belleza estética de la diversidad cultural, actúa como una fuerza conservadora que presupone que la lealtad del individuo, y por consiguiente la pertenencia a una comu-

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nidad ya existente, es un hecho cerrado. Este tipo de multiculturalismo, si entiendo bien lo que afirma Bauman, acabaría produciendo una permanencia de las comunidades étnicas que únicamente conduciría a una federación de identidades pero no a una consolidación, con los cambios convenientes, de la identidad nacional. Todo acaba siendo un juego curioso: los espacios máximamente opuestos —el del mundo local y el del mundo global— parecen las dos caras de una misma moneda, complementarias ambas, y sin las cuales la moneda no es nada. Desde esta perspectiva, la globalización y la etnización serían dos procesos complementarios. Ambos ponen en cuestión la estructura intermedia, aquella que he definido, situándola en el «tiempo de la pantera», como el espacio de la racionalidad de la Época Moderna que parece llegar a su fin. Lo que quiero decir se comprende bastante bien si nos fijamos en una expresión muy simple: un montón de arena. La arena, que representa una realidad totalmente fragmentada, solo tiene una representación global. No hay ni una, ni dos, ni tres arenas porque arena solo puede ser percibida como un todo: un montón. Fragmentación total y unidad van juntas. Por eso Bauman se refería a que para no tener que temer nada el orden global necesita mucho desorden local. Y es que, como ha señalado Régis Debray, los objetos se mundializan y los sujetos se tribalizan.149 Vivimos ya en un mundo nuevo. Ahora, más que nunca, tenemos que repensar el tipo de sociedad que conviene construir y no continuar pensándola desde la mentalidad del siglo XIX. En nuestras sociedades pluralistas tenemos que convivir con hechos cotidianos que cada día se alejan más del caso modélico de un estado nacional con una población culturalmente homogénea. Aumenta la multiplicidad de las

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formas de vida, de los grupos étnicos, de las confesiones religiosas y de las representaciones del mundo.150 Y no podemos cambiar esta nueva realidad a menos que estemos dispuestos a pagar el precio de una limpieza étnica. Pero en este caso ya no valdría la pena salvar este tipo de identidad. Tanto si se refiere a un estado como si se refiere a una nación. Javier de Lucas ha planteado muy bien el problema central de este mundo nuevo. Lo importante es que la presencia de grupos no hegemónicos reclamando su diferencia identitaria pone en cuestión nuestras maneras de resolver las dinámicas de la ciudadanía, el vínculo social y las razones de la lealtad. La legitimidad democrática se basa en la presunta existencia de la comunidad de ciudadanos; pero esta comunidad nunca ha sido natural. Es más: cuando se ha presentado como una comunidad natural, es decir como el resultado del vínculo creado por las identidades primarias, siempre ha implicado la exclusión de los que no comparten estas identidades y, a menudo, su eliminación o su sumisión. El proceso de creación de los estados nacionales es el resultado de esta regla,151 pero también el de los estados de inmigración: el caso de los Estados Unidos de América y, todavía hoy, el de Australia así lo reflejan. Esta dialéctica entre identidad y ciudadanía nos revive con las reivindicaciones de las minorías. La reflexión más frecuente para resolver la cuestión continúa basándose en la pregunta siguiente: ¿existe alguna posibilidad, aunque sea muy remota, de que haya alguna cosa en común entre grupos que precisamente se definen por el hecho de no compartir ningún rasgo fundamental?152

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Para responder esta pregunta en la nueva situación estamos obligados a plantearnos la propia concepción del estado. Como ha advertido Javier de Lucas, probablemente estemos ante los últimos momentos de un concepto de soberanía anclado en la realidad histórica del estado nacional y especialmente en la ontología monista como fundamento metafísico de la política y también del estado moderno: en definitiva en la persecución de la unidad, no de la unión. Y este hecho se ha convertido en un lastre de la propia democracia, en la cual prevalece el objetivo de la homogeneidad. En este sentido, si queremos saber cómo tenemos que gestionar el mundo en el que vivimos tenemos que liberarnos del viejo estado–nación porque es incompatible, por definición, con el pluralismo.153 Antes de seguir quisiera precisar dos cuestiones a propósito de este pluralismo. La primera se refiere a la defensa de la diversidad lingüística considerada como un fenómeno del mismo orden que la diversidad biológica. Toda mi reflexión se ha basado en la idea de que en el mundo occidental detrás de una lengua (en el sentido de construcción social que le hemos dado al término lengua) se encuentra necesariamente la ocultación de una parte de la diversidad. Y esto es así porque una lengua se obtiene con un proceso uniformizador que hace irreconocibles los idiomas naturales que suplanta. Este proceso de construcción del mapa de las lenguas ha llegado a grados distintos de consolidación. En el mundo occidental existen pocas lenguas probablemente porque el mapa sólo refleja las lenguas, en mayúsculas, y no permite descubrir la diversidad que hay debajo. Podríamos decir que hemos borrado del mapa la diversidad. Y esta ocultación explica por

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qué en Europa existen aparentemente menos lenguas que en el resto del mundo y que estas tengan, a causa de su magnitud razonable, una mayor sostenibilidad. Hay menos lenguas, ciertamente, pero son, precisamente por eso, mayores y más sostenibles. En el resto del mundo, en cambio, donde se han construido estados y naciones, cuando se han construido, de una manera muy diferente, el proceso lingüístico en general ha sido muy distinto. Me temo que en estos casos cuando hablamos de lenguas nos referimos a unos materiales lingüísticos que a menudo todavía no se han proyectado en una lengua; es decir, a unos materiales que todavía son idiomas naturales o, en todo caso, a unos materiales lingüísticos que son lenguas de un modo diferente. Por eso hay tantas y también por eso son más pequeñas y menos sostenibles.154 Y sospecho que estos territorios, por razones prácticas, acabarán cayendo en el saco de alguna de las lenguas que consideramos globales, especialmente, aunque no exclusivamente, en el saco del inglés. Al fin y al cabo esta es la ventaja que el orden global obtiene del desorden local excesivo al que ya me he referido antes. Esta referencia a una magnitud razonable se relaciona, ya se ve, con el alcance de la ocultación dialectal y tiene como consecuencia una comunidad de hablantes de un peso también razonable. Durante el Renacimiento, sólo aquellas agrupaciones que justificaban un mercado con un número suficiente de (co)lectores pudieron convertirse en lenguas de imprenta. Y ya hemos comentado que esto era fundamental, como mínimo porque es lo que justificó un proceso de codificación y de gramatización que, a la postre, definió las lenguas. La de la magnitud lingüística es una consideración que los historiadores de la lengua solemos despreciar aunque

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creo que antes de abrazar ingenuamente el ecologismo lingüístico tendríamos que tenerla en cuenta. Y también tendríamos que tenerla en cuenta cuando valoramos la unidad de ciertas lenguas, que es lo que les da una mayor magnitud, y los intentos de promover su fragmentación. La segunda cuestión se refiere al multiculturalismo. La diversidad cultural es una nueva característica de las antiguas naciones pretendidamente homogéneas y tendremos que aprender a gestionarla. Me ocuparé de ello más adelante. Ahora quisiera, solamente, reflexionar sobre tres temas relacionados con el multiculturalismo. El primero. Me parece que tenemos que relacionar, aunque sin confundirlos, el multiculturalismo actual con lo que en épocas no demasiado lejanas, cuando pensábamos en el estado–nación homogeneizador, llamábamos plurilingüismo o plurinacionalismo. Es decir, aunque no sea lo mismo, existe alguna relación entre la diversidad inicial de los estados– nación y la diversidad de las naciones producida por los movimientos migratorios. La diferencia está en que el plurilingüismo era un problema que se centraba en la confrontación entre las pretensiones unificadoras de la nación hegemónica de un estado, aquella que se lo ha apropiado y que pretende imponerse como única nación homogénea, y las naciones de este estado que se resistían a ser aniquiladas. En este caso el problema, de orientación centrípeta, surgía del proceso de reorganización del viejo mapa de naciones que tenía que convertirse en un nuevo mapa de estados–nación. El multiculturalismo actual, en cambio, con una orientación centrífuga, es un fenómeno originado por la llegada de nuevas etnias a través del fenómeno migratorio y ha afectado tanto a los estados como a las naciones. Y todo parece indicar que hay

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diferencias substanciales entre las minorías nacionales y las minorías inmigrantes. El segundo. A menudo da la impresión de que el multiculturalismo es visto, más que como un hecho que tenemos que gestionar, como un modelo ideal al cual es deseable tender. Hoy, ciertamente, está de moda la estética de la diferencia, aunque ya hemos advertido anteriormente que la multiculturalidad es el punto de partida inevitable, pero no un estado ideal. En todo caso no podemos perder de vista que la multiculturalidad comporta elementos de conflicto, de división y de cambio. Y puede que estos cambios sean dolorosos.155 El tercero. En la nueva situación no es fácil ocultar las diferencias para hacernos de alguna manera iguales y poder así construir una nueva identidad colectiva en el sentido clásico. Podríamos decir que la sensación de transparencia que producía la homogeneidad imaginaria del pasado hoy empieza a llenarse de opacidad. Amin Maalouf se ha referido a ello al hablar de las minorías visibles,156 unas minorías que de antemano llevan escrito en la cara el color de su pertenencia. Y también se había referido a ello el filósofo Horace Kallen en el año 1924 cuando afirmó que el inmigrante, por mucho que cambie, no puede cambiar de abuelos.157 Todos hemos vivido situaciones en las que hemos topado cara a cara con la visibilidad del otro, aquella que pone una marca opaca en el colectivo que instintivamente quisiéramos homogéneo y, por ello, transparente. Este hecho explica la tendencia, cada vez más intensa, a creer que los inmigrantes tienen rasgos, a menudo derivados de diferencias radicales (como la religión, la etnia, la lengua) que les impiden integrarse. De este modo la noción de extranjero acaba

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convirtiéndose en un estereotipo negativo: el inmigrante tendría, sí, un exceso de alteridad158 o, como comenta Laitin, refiriéndose a Gellner, los inmigrantes de hoy forman un conjunto con unas características que dificultan una percepción homogénea dentro de la sociedad de acogida.159 Cuando relacionamos este hecho con la tendencia que he comentado a considerar el multiculturalismo como un modelo deseable empezamos a entender las tendencias a la guetización. Hace poco escuché una conversación en la calle sobre la inmigración magrebí. Dos frases reflejan el proceso que ya he mencionado. 1) «Antes venían y se vestían como nosotros. Ahora, en cambio, son más y ya se visten como en su casa». 2) «Siempre están en la plaza. Ya la llaman plaza de Tetuán».160 Estos comentarios evidencian que la fractura de la homogeneidad se percibe a partir de un exceso de visibilidad de sus características identitarias. Y esta percepción, es curioso, siempre se relaciona con los espacios públicos que nosotros hemos abandonado desde hace mucho. Lo ha puesto de manifiesto Marco Aime161 refiriéndose a un texto de Max Frisch: «Extranjeros hay demasiados. No tanto en las canteras o en las fábricas, ni tampoco en los establos o en las cocinas sino sobre todo en los espacios y tiempos de ocio. Especialmente los domingos, de golpe, hay demasiados extranjeros».

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3.7. Gestionar la nueva diversidad interna ¿Cómo debemos gestionar esta diversidad interna? Y las lenguas, ¿qué papel jugarán? ¿Y mi lengua, cuál va a ser su destino? El escritor Amin Maalouf ha señalado que cada uno de nosotros es depositario de dos tradiciones: una, vertical, que proviene de nuestros antepasados, de las tradiciones de nuestro pueblo, de nuestra comunidad religiosa; y la otra, horizontal, que proviene de nuestra época, de nuestros contemporáneos.162 Dos herencias que entran en conflicto a menudo. Y hoy más que nunca porque las identidades atávicas son cuestionadas desde dos puntos. Por arriba y desde fuera por un conjunto de inclusiones (al estado, a Europa, al mundo...) que parecen ser el camino lógico hacia la uniformización global; por debajo y desde dentro por la fragmentación étnica derivada de los movimientos migratorios. Dos fenómenos contrarios, uniformizador uno y fragmentador el otro, y complementarios que siempre favorecen la horizontalidad y, por consiguiente, cuestionan todo tipo de anclaje histórico, también el que representa la lengua. Lo ha explicado muy bien Ángel López García: «Las minorías lingüísticas son hoy más minoritarias que nunca, porque el uso de la lengua propia se ha vuelto obsceno sin remedio. Sí, obsceno. El DRAE define obsceno sólo en términos morales relativos a lo sexual. Pero obscenus tenía etimológicamente otro sentido también, el de «excesivamente obvio», el de algo que está ante los ojos de todos y provoca su disgusto sin poderlo evitar. El término inglés obscene retiene todavía ese valor…. Esto es exactamente lo que les sucede a los hablantes de lenguas minoritarias en el mundo moderno».163

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Por eso la lógica que impone la magnitud tiende a convertir las lenguas grandes en una tentación y las pequeñas en un engorro. El pensador y filósofo Jürgen Habermas ha hecho notar que los estados nacionales, aunque podríamos añadir también las naciones porque siguen la misma lógica que los estados nacionales en su afán de conseguir un estado, se ven desafiados por estas dos fuerzas opuestas y completentarias y se pregunta si en sustitución de la homogeneidad es posible hallar un equivalente igualmente funcional para las relaciones existentes entre la nación de ciudadanos y la nación étnica.164 Amin Maalouf también se ha referido al mismo problema: en la era de la mundialización, con esta mezcla acelerada y vertiginosa que nos envuelve, se nos impone con urgencia una nueva concepción de la identidad.165 La cuestión que plantean Habermas y Maalouf tiene una relevancia especial para las identidades pequeñas y no tiene una respuesta fácil. De entrada, si nos situamos en un caso como el catalán, y es inevitable que yo me sitúe en él,166 su respuesta debe tener en cuenta dos cuestiones. La primera se relaciona con el choque entre una entidad inclusiva como el Estado español y una entidad, Cataluña, que ofrece serias resistencias a la inclusión: ¿cómo debe relacionarse Cataluña con España, si es que tiene que hacerlo, sin tener que desaparecer como comunidad? La segunda se relaciona con la propia Cataluña, considerada ahora como una entidad inclusiva de las minorías étnicas acabadas de llegar con los movimientos migratorios: ¿cómo puede cambiar la identidad catalana, sin tener que desaparecer como comunidad, para facilitar la integración satisfactoria de los inmigrantes? Tres ideas.

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Primera, a estas alturas no hace falta que diga que cualquier lector puede cuestionar legítimamente que los hombres necesitemos vivir en algún tipo, el que sea, de comunidad identitaria. El cosmopolitismo siempre puede constituir un argumento en contra. Algunas veces porque se cree realmente que se vive mejor en el desarraigo; otras veces porque con el cosmopolitismo se defiende malintencionadamente la inclusión de la minoría en una entidad mayor. Sin embargo, yo estoy convencido de que una vida plena exige una cultura concentrada en un territorio, centrada alrededor de una lengua compartida y utilizada por una amplia gama de instituciones sociales, tanto en la vida pública como en la vida privada (colegios, medios de comunicación, derecho, economía, gobierno, etcétera). Algunos le llaman «cultura societal» para destacar que implica una lengua y unas instituciones sociales comunes y no creencias religiosas, hábitos familiares o estilos de vida personal. Las culturas societales son inevitablemente pluralistas ya que se componen de individuos de todo tipo, sea cual sea el criterio que adoptemos. Esta diversidad es el resultado inevitable de los derechos y de las libertades que se garantizan a los ciudadanos, especialmente cuando estos derechos se combinan con una población étnicamente diversa. Pero esta diversidad queda limitada por la cohesión lingüística e institucional, cohesión que no ha surgido de la nada, sino que siempre es el resultado de políticas públicas deliberadas.167 Esta necesidad de culturas societales se produce, en primer lugar, porque es una exigencia funcional de la vida moderna; en segundo lugar, porque una comunidad requiere unas solidaridades internas que se basan en unos sentimien-

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tos de identidad y de pertenencia comunes; y, en tercer lugar, porque la participación colectiva en una cultura común es imprescindible para satisfacer la exigencia de igualdad de oportunidades. En este sentido, las culturas no son valiosas por sí mismas sino porque solamente a través del acceso a una cultura societal podemos acceder a opciones significativas.168 En eso parece haber un consenso bastante general. Defez lo explica así: «La situación humana siempre es de pertenencia a algún grupo o comunidad con el cual es inevitable algún grado de identificación». La segunda idea intenta precisar la primera. La afirmación de que todas las personas necesitan vivir en el seno de una cultura societal no nos dice nada sobre la cultural societal en la que tienen que vivir. Por consiguiente, en el caso de los estados plurinacionales, es inevitable que nos preguntemos si los miembros de una minoría nacional tienen que poder acceder a su propia cultura o si, en cambio, tienen que hacerlo en la cultura societal hegemónica del estado–nación en el que están incluidos.169 Planteando la cuestión en estos términos, estas dos opciones expresan el choque entre la cultura del estado y la cultura de las minorías incluidas en el estado. Este choque es el producto inevitable de la concepción nacionalista del estado. Cuando utilizo la palabra nacionalismo me refiero al principio según el cual se han construido los estados–nación actuales, entre ellos España: un único estado y una única nación. Estoy destacando, pues, que los estados–nación son fundamentalmente nacionalistas. Aunque eso sí, nacionalistas con éxito y, por consiguiente, con tendencia a negar este hecho.170 De este principio deriva la homogeneidad lingüística del estado y el arrinconamiento de todas las lenguas distintas

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de la oficial del estado (la lengua de la nación hegemónica); arrinconamiento que se justifica con el pretexto de que las lenguas que no son la oficial del estado son realidades del pasado. En este proceso tenemos que tener en cuenta que esta lengua, poco a poco y quizás a la fuerza, ha pasado a ser conocida por todos los ciudadanos del estado. Por eso cuando queremos responder a la pregunta en cuestión (¿en qué cultura societal tienen que poder vivir los miembros de una minoría nacional?) no podemos despreciar el hecho de que optar por la lengua (y la cultura) mayoritaria sería menos costoso que optar por la lengua de la minoría. Este es el argumento, que no deja de ser racional, que expuso reiteradamente Juan Ramón Lodares.171 Ni tampoco podemos dejar de tener en cuenta que la renuncia a la propia cultura y la adopción de la cultura mayor podría parecer un avance hacia aquella cultura caleidoscópica que parece ser la utopía de la modernidad cosmopolita.172 Antes me he referido a ello a partir de una reflexión de Amin Maalouf: todos nosotros estamos infinitamente más cerca de nuestros contemporáneos que de nuestros antepasados. El estado–nación, por lo tanto, parece exigir que los miembros de una minoría nacional incluida en el estado opten por la lengua societal común, la castellana en el caso español. Pero da la impresión de que esta mezcla caleidoscópica característica del cosmopolitismo se relaciona más con una civilización común que con una cultura común y, en este sentido, no ha implicado en ningún caso la desaparición de las culturas minoritarias en favor de la cultura hegemónica. Más bien la resistencia que las culturas minoritarias oponen a su desaparición es enorme y sorprendente.173 Lo repito: hay argumentos que ayudan a entender la solidez de las naciones

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y de sus lenguas. En primer lugar, la identidad cultural que determina los límites de lo que podemos imaginar y, por lo tanto, ofrece opciones significativas. Una identidad que, en segundo lugar, proporciona un anclaje para la autoafirmación de las personas y la seguridad de una pertenencia estable sin que tenga que realizarse un esfuerzo demasiado grande. En tercer lugar, una identidad cultural que, al transmitirse de padres a hijos, ayude a asegurar los vínculos intergeneracionales. Y podríamos añadir, parafraseando a Benedict Anderson, que todo parece indicar que en la ilusión de la perennidad de nuestra comunidad y de su lengua podemos encontrar una ayuda para superar el desconcierto con el que miramos la muerte. Precisamente, la crisis de las culturas societales asociada a la postmodernidad es lo que hace más inseguro el mundo y más incierta nuestra vida.174 Algunos ya se refieren a la sociedad de riesgo. Resumiendo. Lo que explica la resistencia de las culturas a desaparecer es el doble papel que juegan: por un lado, en tanto que constitutivas de la identidad personal; y por otro, en tanto que condición para el ejercicio de la autonomía y de la autenticidad de sus miembros;175 es decir, para una vida plena, libre y segura. Por todo ello, hoy se va imponiendo la idea de que el derecho a elegir las opciones vitales en el seno de la propia cultura debe ser considerado como uno más de los derechos humanos: los derechos humanos individuales deben incluir la pertenencia a una comunidad cultural porque esta es una condición necesaria para el acceso a la identidad personal y para la elección de valores y objetivos. Por lo tanto, la posibilidad de que una cultura sea autónoma y auténtica y de que proyecte objetivos importantes forma parte de los derechos fundamentales del hombre, al mismo nivel que los derechos

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individuales, ya que sin esta cultura estos derechos nunca podrían satisfacerse.176 En todo caso, desde una perspectiva democrática y liberal no es fácil explicar que todos los miembros de la cultura hegemónica tengan en el derecho a vivir en su propia cultura y que, en cambio, los miembros de una minoría no lo tengan. La igualdad de oportunidades que deben tener todos los miembros de un estado democrático que quiera evitar el conflicto y a la larga su propia disolución convierte en irrenunciable el derecho a vivir de cada una de las culturas incluidas en el estado. Y para que esto sea posible es necesario que se cumplan dos condiciones. La primera, que estas culturas no desaparezcan. Por lo tanto el estado tiene la obligación de implicarse positivamente en la defensa y el mantenimiento de todas las culturas societales que integra. El estado, pues, no puede ser neutral en esta cuestión. Ahí se juega ser o no ser democrático porque hoy todos sabemos que la neutralidad del estado esconde siempre la promoción de la cultura y de la lengua hegemónicas de la mayoría.177 Esta neutralidad esconde, por consiguiente, una concepción del estado ligada a la idea tradicional de un estado/una nación. Y, en consecuencia, esconde la continuación del proceso de limpieza étnica con el que inició, hace ya tiempo, su construcción.178 La segunda, que el conocimiento de la lengua minoritaria en su territorio sea, a diferencia de lo que es habitual, una condición indispensable para la ciudadanía. Una obligación para todos, en definitiva. Al utilizar lengua minoritaria me refiero a las lenguas del estado que no son oficiales en todo el estado sino que solo lo son en una parte. Y eso independientemente de si son mayoritarias o no en esta parte del

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estado, puesto que la condición actual de estas lenguas es una consecuencia de la política de construcción del estado– nación que se ha basado en sus inicios y a menudo todavía hoy en su aniquilación. En esta propuesta la ciudadanía de la nación está incluida en la ciudadanía del estado y, por tanto, todos los ciudadanos deberían conocer, como ya sucede en todos los casos que conozco, la lengua general del estado. No debería ser necesario advertir esto, pero la insistencia malintencionada de los que continúan viendo el estado– nación como una nación en construcción que necesita aniquilar todas las naciones previas nos obliga a ello: convertir la lengua minoritaria en obligatoria para todos los ciudadanos solo significa que todos deben conocer las dos lenguas, la general del estado y la de la nación, solo eso. El conocimiento generalizado de la lengua de la minoría nacional es la única garantía para que sus miembros puedan vivir en su propia cultura y en su propia lengua. Claro está, los miembros de la mayoría ya pueden hacerlo ahora y podrían continuar haciéndolo después. El conocimiento obligado de las dos lenguas, la propuesta que acabamos de hacer en definitiva, no deja de poner en situación de extrema debilidad a la lengua minoritaria. Razones de tipo práctico y razones ligadas a la relación de fuerza que condiciona la magnitud, lo explican. Por eso el estado, si realmente es un estado democrático, está obligado a una política positiva de protección y fomento de la lengua minoritaria. Que los miembros de una minoría nacional puedan vivir en su lengua con normalidad es una condición necesaria para que estas puedan sobrevivir. La política del estado debería empezar a ser una condición suficiente. Si no es así, las lenguas minoritarias no podrán sobrevivir. La realidad es que actualmente en Catalu-

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ña, y en el resto de los territorios de lengua catalana, todo el mundo, sin excepción, conoce el castellano pero no todo el mundo conoce el catalán y por lo tanto el castellano tiende a predominar, en líneas generales, en el uso social.179 Al fin y al cabo, la vida en comunidad continúa basándose en la idea que hay unas pautas de comportamiento, en este caso lingüístico, que sirven para ahorrarnos tener que pensar a cada momento cómo tenemos que comportarnos. Por lo tanto, se basan en la idea de que todos podemos compartir unos conocimientos lingüísticos y, por consiguiente, que no tenemos que plantearnos cada vez en qué lengua debemos hablar para evitar una relación fallida. Por eso, el estado tiene que adoptar una política de defensa de la lengua minoritaria. En este sentido, o el estado considera que la defensa de todas sus lenguas minoritarias es una cuestión de estado y se convierte así en un estado plural, o la limpieza étnica del estado–nación obliga a las naciones que incluye a defender su supervivencia fuera del estado, es decir, obliga a la secesión. Hasta hoy, que quede claro, ha sido el estado quien ha empujado las minorías nacionales a la separación. La tercera idea es una consecuencia lógica de las dos primeras: si vivir en el seno de la propia cultura societal es fundamental, ¿cuál debería ser la actitud de las minorías inmigrantes? ¿Deberían poder desarrollar sus propias culturas en el país de acogida? No es fácil responder estas preguntas. Descartemos, de entrada, la asimilación cultural de las minorías inmigrantes, que es lo que seguiría de acuerdo con la concepción tradicional y europea de la nación, que se basaba en la homogeneidad originaria. La asimilación solamente conduciría a reacciones étnicas defensivas.180 Y con ello se originaría un

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conflicto parecido al que han mantenido las minorías nacionales con los estados–nación(alistas) en los que han quedado incluidas. Descartada, por lo tanto, la política de asimilación, las sociedades europeas del siglo XXI tienen que afrontar el reto de la integración de las minorías inmigrantes. Si, como ya hemos afirmado, la pertenencia a una cultura societal es necesaria para la libertad y la igualdad, cualquier propuesta que impida disponer de libertad e igualdad en el seno de culturas societales viables es incompatible con las aspiraciones liberales y, por lo tanto, parece lógico animar a los inmigrantes a integrarse en la cultura societal de la sociedad de acogida.181 No parece lógico, en cambio, animarles a mantenerse dentro de su cultura puesto que, de momento, no disponen ni de la concentración territorial ni de las instituciones necesarias para sostener su cultura y, por consiguiente, solo conseguirían una vida marginal. Will Kymlicka lo explica con esta contundencia:182 «La libertad y la igualdad para los inmigrantes requiere libertad e igualdad dentro de las instituciones principales. Y esto, según sostengo, es un doble proceso: en primer lugar, implica la promoción de la integración lingüística e institucional para que los grupos inmigrantes tengan igualdad de oportunidades en las instituciones educativas, políticas y económicas básicas de la sociedad; y, en segundo lugar, implica reformar estas instituciones comunes de modo que acomoden las distintivas prácticas etno–culturales de los inmigrantes con el fin de que la interacción lingüística e institucional no exija la negación de sus identidades etno–culturales». Jürgen Habermas ha propuesto otra solución de la que se ha hablado mucho: crear una nueva identidad común,

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transcultural, que esté al margen de todos los signos culturales identitarios y de todo lo que sea etno–cultural. Lo ha llamado «patriotismo constitucional».183 Creo que se asemeja a la integración pluralista propuesta por Daniel Cohn Bendit y Thomas Schmidt en la que se reconocen los valores vinculantes comunes.184 Pero las cosas no son tan sencillas. Ya he dicho antes que en el caso de estados que incluyen diversas minorías nacionales, y son prácticamente todos, hay que situar el problema en el marco de una relación doble que ha de ser especialmente sensible a las diferencias identitarias. Por un lado, una relación entre la nación incluida y el estado– nación inclusor; por el otro, una relación entre la nación, ahora inclusiva, y las minorías inmigrantes. En nuestro caso, la relación entre Cataluña y España, y entre las minorías inmigrantes y Cataluña. Para empezar a resolver la cuestión haría falta que las culturas hasta ahora de algún modo hegemónicas (la castellana en España, y la catalana y la castellana en Cataluña) dejen de confundirse con la cultura política general compartida por todos. Habermas lo resume así: que la parte no se presente más como la fachada de la totalidad. Hasta ahí estamos de acuerdo. Pero en su propuesta Habermas considera que la pertenencia a una nación consiste simplemente en aceptar unos principios políticos y no en integrarse en una cultura societal.185 He discrepado abiertamente de esta idea puesto que estoy convencido de que no es posible una vida plena al margen de una cultura societal. Las preguntas del inicio, por lo tanto, siguen sin responder. Antes, utilizando una larga cita de Javier de Lucas, me he referido al peligro que origina considerar las comunidades

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como una cosa natural. Esta consideración siempre ha comportado la exclusión de los otros, la eliminación o la sumisión de los que no comparten nuestra identidad. Lo que se sigue de la idea de De Lucas es lo siguiente. En primer lugar, que es necesario repensar la idea tradicional de las comunidades nacionales, basada en el pasado, y más específicamente en el origen común y en la consiguiente homogeneidad. En segundo lugar, hace falta iniciar la construcción de una nueva sociedad en la que 1) se pueda mantener la cultura societal originaria, 2) sin que sea a partir de la idea de que las identidades primarias han de imponerse a todos los miembros de la comunidad y 3) que incorpore a la nueva cultura societal aquellos elementos de las culturas de los inmigrantes que puedan facilitar su integración. Y esto solamente será posible a partir de una negociación intensa entre las partes y de la aceptación de que la sociedad de acogida tendrá que cambiar considerablemente. Entre los signos identitarios primarios que podrían dejar de ser la base única de la nueva identidad colectiva y que pasarían a ser signos identitarios de solo una parte, mayoritaria o minoritaria, de la nueva sociedad está la lengua. Como mínimo, durante un tiempo. Y la lengua es uno de aquellos signos que hemos asociado con el sentimiento de deber al que antes me he referido: el deber de mantener la continuidad de la nación con todas sus características definitorias, entre las cuales la lengua juega un papel determinante. Por eso hay tanta angustia detrás del modelo: es como un dolor anticipado, un miedo a la posible muerte de la lengua y de la identidad. Un dolor producido, unas veces, por un sentimiento de culpa que nos puede hacer sentir traidores y, otras veces, por un sentimiento de haber fallado. Por eso no

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tiene que extrañarnos, aunque no estemos de acuerdo, que miembros de estas culturas amenazadas adopten actitudes cada vez más radicales, cada vez más suicidas.186 Ya se ve que la lealtad a la identidad puede ser, algunas veces, peligrosa. Puede serlo, ciertamente, pero no es inevitable. Por eso Amin Maalouf ha hablado, refiriéndose a la identidad y, por inclusión, a la lengua, de la necesidad de «domar la pantera»: Estuve a punto de dar a este ensayo este título: ¿Cómo domar la pantera? 187 ¿Qué significado puede tener «domar la pantera» si para algunos, y desde luego para mí, el mantenimiento de la identidad a través de la lengua es vitalmente fundamental? Maalouf ha insinuado un camino. Veámoslo. Entre los elementos que definen una cultura y una identidad he aludido a menudo a la lengua; pero no he insistido lo suficiente en que no se trata de un elemento cualquiera. De todas las pertenencias que reconocemos como propias, la lengua casi siempre es una de las más determinantes. Tanto o más que la religión. Pero la lengua presenta características que la hacen muy diferente de la religión: la religión es por naturaleza exclusiva mientras que la lengua no lo es.188 Es decir, se puede conocer y practicar más de una lengua. La lengua, pues, tiene la particularidad de ser al mismo tiempo un elemento de identidad y un instrumento de comunicación. Por eso, a diferencia de lo que sucede con la religión, separar lengua e identidad no parece ni viable ni beneficioso. La lengua es, por vocación, el eje de la identidad cultural y la diversidad lingüística es el fundamento de cualquier diversidad.189 Siguiendo estas ideas, podemos afirmar que las lenguas presentan una ambivalencia interesante. Cualquier

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lengua puede ser lengua de identidad y, desde este punto de vista, todas las lenguas son iguales. Y así no tendríamos que eliminar este papel identitario de las lenguas puesto que no hay nada tan peligroso como romper el cordón umbilical que une un hombre a su lengua.190 En esta línea, debe establecerse sin la más mínima ambigüedad el derecho de cada hombre a conservar su lengua identitaria y a utilizarla libremente.191 Pero las lenguas también son instrumentos de comunicación y, desde esta perspectiva, no todas las lenguas son iguales. Por eso antes hemos hablado de que determinadas funciones correspondían mecánicamente a algunas lenguas. El caso de las lenguas internacionales era un ejemplo sencillo. En este sentido, y volviendo a lo que nos ocupaba, la lengua de la sociedad de acogida puede jugar, y debe jugar, un papel especial: el de instrumento de comunicación de toda la sociedad. Y ello sin impedir, por lo que acabamos de decir, la lengua identitaria de nadie. Esta distinción permitiría compatibilizar la inevitable globalización lingüística —que otorga en exclusiva funciones a las grandes lenguas— y el mantenimiento de la diversidad lingüística, puesto que las lenguas de las minorías nacionales tendrían una función exclusiva fundamental: ser lengua vehicular en sus territorios. Es evidente que el camino a seguir no es el de la lucha abierta, perdida de entrada, contra el inglés, o contra alguna otra lengua globalizable, en nuestro caso el castellano.192 Se trata más bien de que la existencia de estas lenguas sea compatible y, por lo tanto, que se dé un reparto de funciones que permita la conservación y el desarrollo de la lengua nacional amenazada y que, además, consolide un cierto plurilingüismo. Este es posible porque no basta con la lengua identitaria y la lengua global por excelen-

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cia, el inglés, porque entre ambas hay un espacio inmenso que tenemos que saber llenar. Ahora la cuestión fundamental será cómo gestionar la multiplicidad de culturas y de lenguas. Y esta gestión pasa, con toda seguridad, por el fomento de diversas formas de poliglosia.193 Una poliglosia que también tendrán que aceptar los hablantes de la lengua hegemónica del estado.

3.8. El valor de la diferencia Todo parece indicar que la tensión entre mundo global y mundo local continúa resolviéndose en un espacio intermedio que coincide con el de las culturas societales. Isaiah Berlin ha insistido en ello: «Ser humano significa ser capaz de sentirte en tu casa en algún lugar, con tu gente».194 También parece que la tensión entre la cultura del estado–nación, construido de acuerdo con la idea de que un estado ha de coincidir con una única nación, y la cultura de las naciones previas al estado, solamente tiene dos salidas. La primera salida. Si los estados continúan basándose en el modelo de estado–nación surgido en los siglos XVIII y XIX, entonces o bien los estados plurinacionales se dividen en tantos estados como naciones contienen o bien el estado se convierte inevitablemente en un destructor de naciones,195 o lo que es lo mismo, en una pantera asesina (por su nacionalismo). En eso corregimos radicalmente a Maalouf: la pantera asesina a menudo no son las naciones que el

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estado–nación quiere destruir sino los estados–nación destructores. La segunda salida consistiría en que los estados se basasen en un nuevo modelo plurinacional. Un estado que, en palabras del jurista mexicano Luis Villoro, «tendría que favorecer la unión a través de un proyecto común que vaya más allá de los valores propios de cada grupo cultural, un estado que no se presente como una comunidad histórica cuya identidad existe desde tiempos inmemoriales sino como una asociación voluntaria surgida de una elección común».196Un estado en minúsculas, pues, pero necesario y aceptado por todas las partes. También parece que las naciones de este nuevo estado plural que proponemos deben construirse una nueva identidad capaz de incorporar elementos significativos de las culturas de los inmigrantes. Y eso significa, claro está, que la cultura identitaria de Cataluña, vehiculada desde un principio por la lengua catalana y desde hace poco también por la lengua castellana, tendrá que cambiar substancialmente. López García197 ha insistido en que para resolver la utopía legitimadora de las antiguas naciones no podremos utilizar los mitos fundacionales. No sé si sabremos hacer y digerir estos cambios. Tampoco sé si querremos, y especialmente querrán, hacerlos. Pero no tenemos tiempo que perder. Nos lo recuerda George Steiner: la rotunda frase de Shakespeare «una casa de pueblo y un nombre» pone de manifiesto un determinado carácter. No hay lenguas pequeñas. Cada lengua contiene, expresa y trasmite no solo una singular carga de memoria de las cosas vividas sino también una energía evolutiva de su futuro, una potencialidad para mañana. La muerte de una lengua es irreparable, limita las

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posibilidades humanas. Para Europa, no hay una amenaza más radical, en sus propias raíces, que la marea exponencial del angloamericano y de los valores uniformes y la imagen mundial que este esperanto devorador implica. El ordenador, la cultura populista y de comercialización a gran escala hablan angloamericano, desde los clubes nocturnos de Portugal hasta los grandes locales de comida rápida de Vladivostok. Europa morirá, sin duda, si no lucha a favor de sus propias lenguas, sus tradiciones locales y sus autonomías sociales. Si olvida que Dios está en el detalle. Pero, ¿cómo podemos equilibrar las exigencias contradictorias de unificación político–económica y de singularidad creativa? ¿Cómo podemos disociar la preservación de la riqueza y la diferencia de la larga historia de odios mutuos? No sé cual es la respuesta. Solamente puedo decir que aquellos que son más sabios que yo tienen que encontrarla. Y que «se está haciendo tarde».198

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NOTAS 1

Pere Comellas (2006: 92), Skutnabb-Kangas (2000: 82–83). Will Kymlicka (2003: 245). 3 Josep M. Colomer (2006) y Xavier Rubert de Ventós (2006). 4 Josep Corbella, Eudald Carbonell, Salvador Moyà & Robert Sala (2000: 102). 5 Daniel Nettle (1999: 217–218). 6 Robin Dunbar (1998). 7 No parece que Josep Corbella, Eudald Carbonell, Salvador Moyà & Robert Sala (2000) piensen lo mismo. Eudald Carbonell (90-93), por ejemplo, cree que entre hace 350.000 y 450.000 años, no puede haber una fecha clara, la humanidad traspasó la frontera de la complejidad. En estas fechas aparecieron simultáneamente las características principales que nos definen como humanos. Entre estas características Carbonell incluye el lenguaje. Es cierto que no distingue entre protolenguaje y lenguaje, a diferencia de Bernard Victorri y Jean-Louis Dessalles. No obstante, en todas las ocasiones parece considerar que desde un punto de vista lingüístico las cosas ya estaban claras en aquel momento. Robert Sala (119) es más explicito en esta cuestión: al hablar de los Homo neanderthalis y de los Homo sapiens afirma que en aquella época ambos fabricaban los mismos utensilios, tenían un cerebro similar, tenían lenguaje y dominaban el fuego. Estaban, pues, en posición de igualdad. Eso indicaría que si al final los neanderthalis desaparecieron no fue porque fuesen inferiores en inteligencia…. Véase una buena síntesis del problema en Jean-Louis Dessalles, Pascal-G Picq & Bernard Victorri (2006). 8 Robin Dunbar (1996). 9 Bernard Victorri (2005 y 2006). 10 Bernard Victorri (2005: 227–228). 11 Nicholas Ostler (2005: 7). 12 Roman Jakobson (1968). 2

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NOTAS 13

Daniel Heller-Roazen (2005: 9–12). Xavier Rubert de Ventós (2006: 39). 15 George Steiner (1975: 72). 16 El escritor Quim Monzó (Por la reinserción social, La Vanguardia, 21 de junio de 2006) se ha referido recientemente a este fenómeno, aunque mostrando el caso contrario: el de utilizar el acento para simular que no formas parte del grupo: «A propósito del alud de robos violentos que hay en casas y chalets, Jordi Corachán escribía hace unos días en El Periódico que la Guardia Civil sospecha que, además de las bandas procedentes de la Europa Central y del este, hay también bandas indígenas que simulan acentos extranjeros para despistar a la policía…». También en el libro de memorias del periodista Carles Sentís (ver apartado bibliografía del presente libro) se cita una anécdota acaecida en Santo Domingo relacionada con el acento y con el suceso bíblico al que hemos hecho referencia. Traduzco del catalán el fragmento de Sentís: «Se hizo famosa otra muestra de la crueldad de Trujillo: como en la República Dominicana se vivía mejor que en Haití, muchos haitianos intentaban pasar la frontera durante la noche. El dictador ordenó matar a todos los que lo hubiesen conseguido. Como muchos de ellos sabían español, puesto que habían trabajado en la zafra en Cuba, intentaban hacerse pasar por dominicanos. Para identificarlos les obligaban a hablar y si no eran capaces de pronunciar, sin que se notara su acento afrancesado, palabras como perejil o mujer, les costaba la vida». Debo esta última información a Carlos Gorini, estudiante del Máster de Periodismo Cultural en la Universidad de Girona. 17 Al fin y al cabo no se trata de nada más que de aplicar el principio de transitividad: todos los lectes orals (di-lectes) idénticos a una misma lengua escrita son, lógicamente, la misma cosa. 18 Roger Wright (1982). 14

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NOTAS 19

Lluís V. Aracil (1983). Philippe Martel (2001: 85). 21 Pèire Bec (1977). 22 Eric Hobsbawm (1990). 23 John H. Elliott (1987). 24 Véase Francesc Espinet, Josep Lluís Gómez Mompart, Enric Marín, Eva Serra & Joan Manuel Tresserras (1988), para una respuesta a John H. Elliott. 25 Peter Burke (1996: 93–94). 26 Robert A. Hall (1942: 54). 27 Peter Burke (1942: 109). 28 Adrian Hastings (1977) 29 Joaquín Fernández A. Las raíces profundas del nacionalismo. Ciencias Sociales Online, marzo 2005, vol.2, Nº 1 (75-81). Reseña de Hastings, Adrian (2000): La construcción de las nacionalidades. Etnicidad, religión y nacionalismo. Madrid, Cambridge University Press, 269 páginas. 30 Anthony Smith (2000). 31 Montserrat Guibernau (2000). 32 Josep R. Llobera (2003). 33 Pierre Vilar (1981: 15–16). 34 Xavier Torres (2003). 35 Dante Alighieri (1997). De Vulgari Eloquentia (VIII, 5, 87). 36 Dante Alighieri (1997). De Vulgari Eloquentia (IX, 8, 95). 37 A pesar de la traducción, Dante se refiere explícitamente a una pantera: nec pamtheram quan seguimur adinvenimus. Dante Alighieri (1303-1305). De Vulgari Eloquentia (XVI, 1, 137). 38 Dante Alighieri (1997). De Vulgari Eloquentia (IX, 11, 97). 39 Dante Alighieri (1997). De Vulgari Eloquentia (XVI, 4, 137). 40 Dante Alighieri (1997). De Vulgari Eloquentia (XVI, 6, 139). 41 Josep Maria Nadal (1992). 20

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NOTAS 42

Giovan Francesco Fortunio (1516). Regole grammaticali della volgar lingua. 43 Pietro Bembo (1525). Prose della volgar lingua. 44 Claudio Marazzini (1993: 149–150). 45 Pietro Bembo (1525: 35). 46 Niccolò Machiavelli (1529). 47 Claudio Marazzini (1993). 48 Claudio Marazzini (1999). 49 Tullio de Mauro (1974: 43). 50 Pietro Bembo, (1525: 31). 51 Claude Hagège (1996: 50). 52 Documento firmado en Villers-Cotterêts entre el 10 y el 15 de agosto de 1539 por el rey de Francia Francisco I. 53 Philippe Martel (2001: 200–207). 54 Jacqueline Picoche & Christiane Marchello-Nizia (1989: 29). 55 Philippe Martel (2001: 106–107). 56 Danielle Trudeau (1992: 470) no cree que la expresión en langage maternel français et non autrement niegue la posibilidad de uso a los otros vernáculos. Se basa en el hecho de que el langage maternel puede referirse tanto al francés como a los otros vernáculos. Su argumentación está bien fundamentada. Pero también es verdad que la misma autora afirma que, de hecho, después de la Ordonnance los vernáculos fueron sustituidos por el francés de una manera bastante general. Nuestra argumentación, pues, no cambia fundamentalmente. Joan Lluís Marfany (2001: nota 16, página 193) se hace eco de la idea de Martel (1993: 126) según la cual Villers–Cotterêts era, ciertamente, un intento de frenar el uso del latín y, por consiguiente, no hace referencia explícita alguna a las otras lenguas; sin embargo, la razón de que no fueran prohibidas explícitamente se explica porque, de hecho, ya no contaban. Martel (2001) ha profundizado en esta idea y ha

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NOTAS demostrado de una manera convincente la línea argumental que he seguido. 57 Danielle Trudeau (1992). 58 Danielle Trudeau, (1992: 42). 59 Es la misma idea que encontrábamos en el caso de Italia: la norma, como solamente depende de la voluntad y el esfuerzo individual, es lo que posibilita la socialización de la lengua. 60 Danielle Trudeau (1992: 108). 61 Danielle Trudeau (1992: 198). 62 Sylvain Auroux (1994 y 1998). 63 August Rafanell (1999 y 2000). 64 Joan Lluís Marfany (2001: 107). 65 Joan Lluís Marfany (2001: 107–108). 66 Joan Lluís Marfany (2001: 109). Marfany destaca que en este año el vicecanciller era el catalán Miquel Mai. 67 Joan Lluís Marfany (2001: 110–111). 68 Joan Lluís Marfany (2001: 120). 69 Joan Lluís Marfany (2001: 135–136). 70 Joan Lluís Marfany (2001: 128). 71 Jordi Nadal (2001: 15). 72 Jonh H. Elliott (1994: 79). 73 Romolo Amaseo (1564: 101). Romolo Quirino Amaseo, nacido en Udine en 1489, hijo de Gregorio, fue jurisconsulto, humanista, docente de retórica, poesía y humanismo en Bolonia, en Padua y en Roma, donde murió en la pobreza en 1552. Compuso elegantes oraciones, de las cuales la más famosa es De latinae linguae usu retinendo, pronunciada en Bolonia en 1529. 74 Sylvain Auroux (1973: 116–119) 75 Renée Balibar & Dominique Laporte (1974); Michel de Certeau, Dominique Julia & Jacques Revel (1975); Brigitte Schlieben Lange (1996).

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NOTAS 76

El término monarquía compuesta se refiere, sustituyendo a los de Estado moderno, Estados nacionales de la primera Edad Moderna o Monarquías Absolutas, a aquellos conjuntos dinásticos resultantes de la agregación aleatoria de diversos territorios bajo el poder personal del rey. Véase Xavier Torres (2003). 77 Michel de Certeau, Dominique Julia & Jacques Revel (1975). 78 Benjamín Tejerina Montaña (1992: 14). 79 Esta es una idea claramente durkhemiana: la lengua heredada deja de ser vista como una lengua construida y se impone inevitablemente a los miembros de la comunidad lingüística. 80 Josep Moran & Joan Anton Rabella (2001). 81 Manuel C. Díaz y Díaz (1978: 30, 32). 82 Francisco Rico (1978: 78). 83 Bruno Migliorini (1960: 61–64). 84 Véase, por ejemplo, Emilio Alarcos Llorach (1982: 10) que, cuando sitúa el nacimiento del castellano en la época de las Glosas Emilianenses, precisa «¿qué significa eso del nacimiento de la lengua castellana? En rigor, deberíamos decir: milenario (aproximado) de la más antigua aparición escrita (por ahora) de algo que no es latín y parece castellano». El subrayado es mío. 85 Antonio Alatorre (1979: 9). 86 Claude Hagège (1996: 19). 87 Renée Balibar (1985: 11). 88 Bernard Cerquiglini (1991: 4). 89 Zalco Muljačić (2004). 90 Juan Ramon Lodares (2002: 10). 91 Consideramos la lengua como un objeto «secundario» que solamente es lengua «en la medida en que se ha constituido como tal a través de procesos sociales o sociolingüísticos». 92 Banniard, Michel (2004).

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NOTAS 93

Anderson, Benedict (1996). Nicholas Ostler (2005); Louis-Jean Calvet & Pascal Griolet (2005). 95 Jordi F. Fernández & Gorka Redondo (2006). 96 Grup d’Estudi de Llengües Amenaçades (GELA, 2005) de la Universitat de Barcelona. 97 Louis-Jean Calvet (2004: 64). 98 Louis-Jean Calvet (2002: 143). 99 Louis-Jean Calvet (2002: 142). 100 Louis-Jean Calvet (2002: 139). 101 Louis-Jean Calvet (2002: 26–28). 102 Del Moral (2002: 21–22). 103 Louis-Jean Calvet (2003). 104 Josep M. Colomer (2006: 101). 105 Robin Dunbar (1996). 106 Louis-Jean Calvet (2002: 145). 107 Louis-Jean Calvet (2004: 70). 108 Louis-Jean Calvet (2002: 145). 109 Louis-Jean Calvet (2002: 167). 110 Will Kymlicka (2003: 323). 111 Jordi Bayona (2005: 2). 112 Jordi Bayona (2005: 3). 113 Ernest Renan (2001:38). 114 Will Kymlicka (2006: 41–42). 115 Roland J.L, Breton (2002). 116 Will Kymlicka (2003: 323). 117 Popol Vuh (2005: 24). 118 Albert Bastardas (2006: 29). 119 Peter L. Berger & Thomas Luckman (2001). 120 Albert Bastardas (2006: 48–49). 121 Miquel Caminal (2003). 94

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NOTAS 122

Louis-Jean Calvet (2004: 30). Jean Pierre Warnier (2002: 30); Édouard Glissant (2002: 83). 124 Jean Pierre Warnier (2002: 19). 125 Zygmunt Bauman (2000). 126 Jürgen Habermas (1999: 103) se ha referido a José M. Guéhenno (1995: 71–73) para insistir en este cambio y definir la sociedad global como una sociedad que ha sustituido el estado democrático por un estado de derecho privado. 127 Sami Naïr (2003: 25). 128 Javier de Lucas (1996a: 12). 129 Utilizando estas dos expresiones (nación real/nación imaginada) no quisiera inducir a creer que la segunda es menos real que la primera. 130 Javier de Lucas (2003: 41). 131 Amin Maalouf (1999: 37, 39, 45 y 152). 132 Isaiah Berlin (1997: 46 y 65). 133 Javier de Lucas (2003: 38). 134 Amin Maalouf (1999: 135–136) . 135 Peter L. Berger & Thomas Luckman (2002: 80). 136 Pierre Vilar (1981: 12). 137 Zygmunt Bauman (2001: 86). 138 Zygmunt Bauman (2003: 138). 139 Javier de Lucas (1996b: 27). 140 Jean-Pierre Warnier (2002: 49). 141 Benedict Anderson (1996). 142 Jean-Pierre Warnier (2002: 85). 143 Jean-Pierre Warnier (2002: 23). 144 Javier de Lucas (2002: 40). 145 Ver, también, Antoni Defez i Martín (2003: 6–15). Para Defez «el cosmopolitismo, por un lado, tiende a ver a los seres humanos como seres no situados, siendo toda ubicación e identificación una especie de 123

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NOTAS naturaleza secundaria e inferior (o patológica); por otro lado, y como consecuencia, suele invocar una supuesta naturaleza humana, universal y racional como fundamento de la acción moral y política». 146 Jean-Pierre Warnier (2002: 108). 147 Amin Maalouf (1999: 149). 148 Zygmunt Bauman (2003: 125). 149 Esta cita de Régis Debray la he obtenido de Marco Aime (2004). 150 Jürgen Habermas (1999: 94). 151 Los Estados-Nación han surgido, la mayoría de las veces, a costa de «subpueblos» oprimidos o marginados. Jürgen Habermas (1999: 121). 152 Javier de Lucas (2003: 64). 153 Javier de Lucas (2003: 65 y 66). 154 Ver Daniel Nettle & Suzanne Romaine (2005). 155 Javier de Lucas (1996a: 10–11); Zygmunt Bauman (2003) insiste en la misma idea: «el reconocimiento de la variedad cultural es el principio, no el final, de la cuestión; no es más que un punto de partida para un proceso político largo y quizás sinuoso, pero al fin y al cabo, beneficioso». 156 Amin Maalouf (1999). 157 Horace Kallen (1924: 94). 158 Javier de Lucas (2003: 50) Fijaos que esto se relaciona con aquella pregunta que me hacía al inicio sobre si la representación es totalmente arbitraria o si, en cambio, está determinada por la realidad empírica que debe representar. Existe el prejuicio debido al cual inmigrantes demasiado distintos no pueden formar una identidad con nosotros. Es curioso, sin embargo, que exista una selección de las diferencias: los inmigrantes chinos, por ejemplo, no son visibles y, por tanto, sus diferencias son irrelevantes. Ver Marco Aime (2004:86-90). 159 David D. Laitin (2000: 184).

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NOTAS 160

La conversación tuvo lugar, concretamente entre dos arbucienses, el 9 de agosto del 2004 en la sala de espera del Hospital Josep Trueta de Girona. 161 Marco Aime (2004: 86). 162 Amin Maalouf (1999: 137–138). 163 López García (2004: 40). 164 Jürgen Habermas (1999: 47). 165 Amin Maalouf (1999: 47). 166 Como decía Paul Valery, detrás de cualquier teoría se esconde una autobiografía: Toute théorie suppose une autobiographie cachée. 167 Will Kymlicka (2003: 39–40). También Will Kymlicka (1996: 111– 150). 168 Will Kymlicka (1996: 121). 169 Will Kymlicka (1996: 122). 170 Antoni Defez i Martín (2003b: 287–300). La citación se ha extraído de la nota 15 y dice lo siguiente: «En realidad, el problema de la descalificación política y moral del nacionalismo proviene de dos frentes: por un lado, la no distinción entre tipos diversos de nacionalismos; por otro, de lo que podríamos llamar la naturaleza transparente del nacionalismo cumplido. En el primer caso, el asunto reside en percatarse de que hay nacionalismos agresivos, intolerantes y xenófobos, mientras que también los hay pacíficos, tolerantes y liberales. O mejor todavía: que los hay en mayor o menor medida decantados hacia uno u otro de estos dos extremos. Por su parte, el fenómeno de la transparencia del nacionalismo cumplido es simplemente la idea muy extendida entre los nacionalismos hegemónicos de que los otros sí que son nacionalistas mientras que ellos no lo son. Y éste no sería sólo un fenómeno propio de la platea política; también está presente entre los que investigan teóricamente el fenómeno del nacionalismo».

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NOTAS 171

Juan Ramón Lodares (2000). Ver los comentarios de Llorenç Comajoan y Joan Solà (2005). 172 Esta es la idea de Jeremy Waldrom (1992) comentada por Will Kymlicka (2003: 230–232). 173 Ver, además de las obras de Will Kymlicka y Zygmunt Bauman que hemos citado, la de Anthony D. Smith (1999: 125–147), especialmente el capítulo 4: Chosen Peoples: Why Ethnic Groups Survive. 174 Ver el espléndido trabajo de Zygmunt Bauman (2003). 175 León Olivé (1999: 89). La autenticidad se relaciona con «la correspondencia entre aquello que una persona cree y valora, y la manera como vive (León Olivé, 199: 196)». Una cultura auténtica se opone a una cultura imitativa que Luis Villoro (1998: 75) define del modo siguiente: «Una cultura imitativa responde a necesidades y proyectos propios de una situación diferente de la que vive un pueblo». La autonomía de las personas es uno de los conceptos que sustentan las sociedades modernas y en las cuales se basaban las democracias. La autonomía se refiere a «una voluntad que sigue las normas que ella misma dicta y no las que ha dictado otro» (Luis Villoro (1988: 95)». La autonomía de la cultura es una condición necesaria para el ejercicio de la autonomía de las personas. 176 Luis Villoro (1988: 132). No todo el mundo está de acuerdo con el reconocimiento de los derechos culturales. Albert Calsamiglia (2000: 135–150), por ejemplo, defiende que más que de «derechos» se trata de «aspiraciones» justas que deben negociarse, en el juego democrático, con la mayoría. Pero no creo que se pueda obviar que la realidad lingüística, entre otras cuestiones, existía antes de la creación del estado y que, consecuentemente, éste más que otorgar debe reconocer derechos. 177 Ver Will Kymlicka (1996; 2003) y Charles Taylor (1992).

151

NOTAS 178

Antoni Defez i Martín (2003a: nota 14): «La neutralidad del liberalismo se aplica a aquello que suele denominarse “concepciones del bien o de la vida buena”, y se propone como una especie de valor de segundo orden, ya que esta neutralidad no sería un bien sino un instrumento para asegurar valores como la justicia, la igualdad, la autonomía, la libertad, etcétera. En otras palabras: la neutralidad del Estado sería lo que permite que cada ciudadano pueda escoger autónomamente y libremente su concepción del bien o de vida buena. Ahora bien, aceptando que haya una distinción radical entre justicia, igualdad, etcétera y vida buena, es fácil darse cuenta de que el estado no puede ser neutral, ya que cuando legisla e incluso cuando no legisla –pensemos, por ejemplo, en los casos relacionados con la vida y la muerte, o en el hecho de que el estado liberal ni se plantee la abolición de la herencia- ya está favoreciendo alguna concepción del bien y, por supuesto, también alguna concepción sobre qué son los seres humanos y cómo han de vivir. En este sentido, el caso de la herencia no deja de ser sorprendente: el liberal contempla la propiedad privada como una ganancia personal –por esto, es necesario respetarla-, mientras que es obvio que la propiedad heredada no puede ser presentada como una ganancia personal, siendo además bastante determinante en relación con las ganancias reales de los individuos. Pero es más, ni tan solo la distinción entre lo justo y el bien es radical: cuando el liberal afirma que la libertad individual solamente debe estar limitada por la libertad de los otros, o cuando intenta resolver conflictos entre libertades diversas también está abogando por alguna idea substantiva de bien. Igualmente, la concepción del individuo como sujeto autónomo, racional y libre es ya un ideal de la vida buena y de lo que son los seres humanos: de hecho, una vida que no sea expresión de la autodeterminación sería una vida de cualidad inferior. En resumen: el liberalismo es una concepción que valora más la voluntad individual que

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NOTAS el valor moral que puedan tener en si mismas las distintas visiones del bien, las cuales son contempladas solamente como preferencias, ya que lo importante es la voluntad libre y autónoma; ahora bien, el liberalismo puede convertirse no solamente en un discurso ciego a las diferencias sobre la vida buena, sino también en un discurso opaco a si mismo, ya que bajo la ilusión de la neutralidad tiende a verse como aquello que, de hecho, no es». 179 Albert Rossich (2005: 16). 180 Daniel Cohn Bendit & Thomas Schmidt (1996: 149), Ciudadanos de Babel. Apostando por una democracia multicultural, Madrid, 1996, página 149. 181 Will Kymlicka (2003: 79). 182 Will Kymlicka (2003: 80). Del mismo libro, ver también el capítulo 7, La teoría y la práctica del culturalismo de inmigración, páginas 185– 218. 183 Jürgen Habermas (1999: 13). 184 Daniel Cohn Bendit & Thomas Schmidt (1996: 150). 185 Will Kymlicka (2003: 211). 186 Amin Maalouf (1999: 152). 187 Amin Maalouf (1999: 189). Isaiah Berlin (1997: 67) explica de una manera que me es muy próxima la agresividad de la pantera: «Pronto o tarde, el contragolpe llega con una fuerza irrefrenable. La gente está harta de sentirse menospreciada, de bailar al son de una nación superior, de una clase superior, de un superior cualquiera. Pronto o tarde, se plantean las cuestiones nacionalistas: Por qué hemos de obedecerlos? Qué derecho tienen a...? Qué pintamos nosotros?, Por qué no podemos ...?» 188 Amin Maalouf (1999: 174). 189 Amin Maalouf (1999: 174). 190 Amin Maalouf (1999: 175).

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NOTAS 191 192 193 194 195 196 197 198

Amin Maalouf (1999: 176). El añadido entre paréntesis es mío. Javier de Lucas (2003: 97 nota 2) y Amin Maalouf (1999: 179–188). Isaiah Berlin (1997: 63). Walker Connor (1972: 319–355). Luis Villoro (1988: 61). Ángel López García (2004: 60) George Steiner (2004: 40-41). La traducción es mía.

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