La Silla

  • Uploaded by: Oscar Mauricio Ardila Suárez
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  • December 2019
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Basta con ocupar por unos instantes la misma silla donde el viejo Oscar pasa sus días para apreciar un poco desde su propio punto de vista el transcurrir de su vida. Se trata de un viejo solitario, callado, reservado. Poco conversador a pesar de su reconocida erudición y su soberbia capacidad para los discursos. Solíase decir que sus opinión pesaba más que los argumentos contrarios de cualquiera de sus detractores. Habiendo dedicado su juventud al estudio de la ciencia médica, abandonó el ejercicio de esta profesión para dedicarse a la investigación y a la difusión de sus ideas. Su vida terminó abruptamente cuando se le diagnosticó cáncer de laringe. Nunca había fumado. Nadie pudo explicar su origen. Aceptó con resignación una cirugía conservadora que sin embargo, calló para siempre su voz y lo limitó a difundir sus pensamientos por medio escrito. Mi madre, su hermana, me dijo alguna vez que nunca se le conoció novia y por lo tanto nunca se casó. Nunca supo si no hacía parte de su vida el querer compartirla, o si su orientación sexual no iba encaminada hacia las mujeres. Por mi parte, creo solemnemente que mi viejo tío, el viejo Oscar, amó mucho más a las mujeres que muchos de los que se jactan de haberse acostado con una multitud de ellas. Su vieja silla de madera maciza descansa en una terraza con vista a la mayor parte de la ciudad. En frente de ella, una mesa del mismo material, llena de incontables libros, manuscritos y bolígrafos, además de la cicatriz dejada sobre la madera por la misma taza de café puesta en un único sitio durante incontables años. Este pequeño estudio se encuentra rodeado de lo que parecería una jaula de cristal. Un acuario. Una pecera. Paredes de vidrio que lo protegen de los implacables vientos que sobre aquel sector de la casa se posan, sin censurarle la perspectiva del amanecer ni el sol de los venados al atardecer. Cierta vez me senté con el viejo con el único fin de desentrañar su vida amorosa. Al escuchar mi pregunta desvió la mirada de mis ojos, entrecerrándolos mientras respiraba lentamente. Pasado un instante, tomó su taza de café, señaló con su dedo la silla y se alejó del lugar sin más explicaciones. De ese modo fui testigo de su vida. Sentado al frente de aquel depósito de manuscritos logré dar con su vida entera narrada a lo largo de innumerables hojas amarillas. Había abandonado su profesión como médico cuando encontró en su voz su único medio para cautivar a la mujer de sus sueños. Considerándose poco atractivo e interesante, decidió dar solución a esto último entregándose por completo a la erudición, al estudio y a la retórica cautivadora de públicos y mujeres. Al parecer, su amor de juventud nunca compaginó con sus pensamientos abstractos y sus filosóficos ensayos, abriéndose paso a otra sociedad, suficientemente alejada de él, pero mucho más terrenal y entretenida para ella que todo cuanto pudiera otorgarle aquel ser extraño inmerso en libros y discursos. Mi tío comprendió entonces que no se es interesante por poseer conocimiento ni capacidades intelectuales, sino por realizar una y otra vez todo cuanto pudiera entretener a la mujer amada. De este modo, poco a poco, te vas haciendo imprescindible para ella hasta el punto que no es capaz de dejarte. Este conocimiento llegó muy tarde a él. Había dedicado su juventud y parte de su adultez a un ideal que ahora carecía de sentido: la palabra. No pudiendo abandonar su empleo como orador, se resignó a vivir sólo hasta cuando la enfermedad lo postró a vivir sentado en la misma silla donde me encuentro ahora. El viejo se dedicó desde ese momento a escribir. Seguramente sus memorias pasarían al olvido de no haberme convertido en un testigo heredero de su testimonio. Y el acabará sus días escribiendo sobre todo aquello que alguna vez quiso decir. Escribiendo una y mil veces cartas de amor a aquella mujer desconocida que sólo vive en sus pensamientos. Eldanior

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