La Rata

  • June 2020
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  • Words: 44,406
  • Pages: 141
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3 Copyright @ 2008 Oscar Freyre Guerrero. Todos los derechos reservados. Está prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o formato, para uso comercial, no así para su distribución gratuita. Cualquier comunicación con el autor, hágase a: [email protected]

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La rata

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"Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir, mas dame tú el don de la hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros". La Odisea

6 La fiesta de las ratas

Con gran esfuerzo alzó la cabeza y, como muchas noches, desde hacía tanto que ya había perdido la cuenta, la rata contempló la Luna gorda que tanto la hacía soñar, escondida en las sombras de aquella alcantarilla abierta que encontró por error. Pronto le empezó a doler el cuello y, con cierta opresión en el corazón, tuvo que dejar escapar otra noche, otra Luna. Era enana, encorvada y, como para todo cuadrúpedo y rastrero, el cielo y las ilusiones le estaban vedados, sometida a mantener la cerviz baja, la mirada sumisa y el espíritu apagado. Naturalmente constituida para vivir de los desechos, oler las heces, beber los orines y comer toda clase de porquerías que yacieran bajo su nariz. La rata era una sobreviviente. Retrocedió lentamente, sin dejar de ver la Luna, y, como una sombra entre las sombras, se sumergió en su cloaca. Tras ella, acurrucada en la oscuridad, alejada de la luz que se filtraba por la alcantarilla destapada, su amiga no dejaba de temblar. –No deberíamos estar aquí... –dijo su amiga temerosa. –Ah, no pasa nada –alardeó, sin dejarla terminar–. Vamos de una vez si tanto miedo tienes. Se apresuró para no ser descubierta. Nadie podía salir a la superficie, ni asomarse, ni ver lo que existía bajo la Luna. Se decía que había monstruos enormes que las cazaban, las recluían en cárceles y, luego de engordarlas por un tiempo, les inoculaban venenos diversos, o, vivas, les abrían las entrañas para divertirse con ellas. Se decía que, como resultado de estos suplicios, se había visto ratas que, además de su propia cabeza, cargaban a cuestas otra en las espaldas, que no les dejaba de hablar y se devoraba su comida hasta que desfallecían por inanición y morían de locura. Corrió lo más rápido que pudo, saltando escombros y osamentas gigantescas. El camino era muy accidentado, pero ya lo conocía de memoria, y como nadie más que ella

7 había transitado por ahí durante décadas, no se había modificado más que por sus huellas. Sus patitas pequeñas y torcidas casi no tocaban el suelo, y su contextura elástica se adaptaba con increíble facilidad a todos los agujeros y cavidades. Escuchó a lo lejos un sonido sordo, multitudinario, sonido de mar o de viento que ella no conocía, pero que soñaba con vivir. En su mundo subterráneo nada se movía por sí solo; nada más que las ratas y los bichos daban vida a los objetos con su paso presuroso. Se detuvo para calmar la respiración, jadeaba con ritmo frenético, extenuada. A medida que recobraba el aliento, empezaba a escuchar con mayor claridad ese rumor tan familiar: era su cáfila, royendo y cortando los desechos que, nadie sabe cómo, llegaban de la superficie, y que ellas llamaban alimento. Con mucho sigilo se acercó, intentando no ser notada hasta estar en medio del colosal festín. Sabía que era muy grave lo que había hecho y que el castigo sería severo. Había escuchado de ratas que, comidas vivas por la cáfila, desaparecieron en cuestión de segundos en los estómagos satisfechos de algunas de las ansiosas compañeras que habían alcanzado a tragar una que otra pequeña lonja de sus carnes. Decían también que nada dejaban de ellas: ni la piel, ni los dientes, ni las uñas, ni los huesos. Pero a pesar del riesgo de ser devorada hasta la total extinción y de siempre jurarse nunca más volver, desde que vio a la Luna por primera vez, siempre regresó. Al principio transcurrían largos periodos de sufrimiento, asaltada en las noches por imágenes alucinantes, por voces que la llamaban, hasta que no podía resistir el deseo de verla. Luego, más por costumbre que por valor, las incursiones se fueron haciendo más frecuentes. Por último, haciendo caso omiso de su instinto, abatida por el terror y acicateada por el deseo, dejó su suerte al azar. Quién sabe qué ocurrió esa noche. Un paso en falso, una piedra nueva en el camino, un jadeo descuidado, las impredecibles reglas de la fortuna, el inconsciente afán de alardear ante su amiga. Al fin y al cabo, los motivos de la vida son casi siempre inescrutables. –¡Rata! –se oyó un grito.

8 Las ratas tienen una aguda percepción y un gran instinto, buen oído y mejor olfato, sienten las vibraciones del piso y las oscilaciones del viento. –¡Rata! –se oyó otro grito. Cientos de narices infalibles que husmean el aire y nunca perdonan una falta. –¡Rata, rata! –dos, tres gritos. Y no por malicia ni crueldad, sino por necesidad. –¡Rata, rata, rata! Sino sólo por supervivencia. –¡Rata, rata, rata, rata! De pronto eran decenas de ratas en éxtasis enajenado. –¡Rata, rata, rata, rata, rata! Los ahora centenares de chillidos eran el de una sola rata inmensa. El rumor de la especie. –¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata! Voz descomunal, ensordecedora. –¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata! Le empezaron a temblar las patas y sólo pudo controlarlas ajustando fuertemente su vientre; tuvo incontinentes ganas de defecar, pero ajustó el ano; los ojos empezaron a desorbitársele y entonces se erizó, inhaló aire, llenó sus pulmones y, con furia inusitada hasta para ella, empezó a chillar con más fuerza que ninguna. –¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata, rata! Apuntando con la nariz a su joven e inexperta amiga que, por azar y para su buena fortuna, había quedado inmóvil y confundida, sin entender aún lo que sucedía. –¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata, rata! Sin perder un segundo, la rata, enajenada en la multitud, una rata más entre las ratas, una sola todas, se lanzó sobre su compañera y le arrancó el hocico de un mordisco. Esta,

9 sorprendida, no atinó a nada, sólo escuchaba a lo lejos el fragor, y adivinaba miles de caras de ratas frenéticas, furibundas. Y mientras la joven compañera miraba a la rata con tristeza, antes de ser arrancados, sus ojos parecieron preguntarle desconsolada ¿por qué tú? Pero no había tiempo que perder, era cuestión de vida o muerte, y siguió royéndola hasta los huesos como una mínima parte, insignificante, de la gigantesca rata engendrada del miedo y la rabia mientras el corazón se le encogía de dolor y desprecio por su propia cobardía. Con tal voracidad se atragantó la canalla de su amiga, que ni una gota de sangre pudo encontrar su libertad fugándose a través de los poros del suelo, o mezclándose con la corriente de orines y emociones que surcaban las tierras del olvido. Al final, nada; nada de esa fiesta para el recuerdo, sólo su vientre saciado y dichoso. Lo que restó de la noche la rata no tuvo atisbo de sueño. Recordar a su joven compañera, muerta por su culpa, le rompía el corazón. Es terrible, pero una rata no puede oponerse a su instinto de supervivencia. El miedo la paraliza, le confunde el entendimiento y toda su mente y pensamiento se concentran en no morir, en seguir viviendo, y la hace capaz de traicionar a sus propios amigos. Tampoco pudo consolarse con la marina frescura de sus propias lágrimas, pues no debía levantar sospechas. Anegada de dolor y martirizada por el cansancio, llegó el amanecer sin poder concilliar el sueño, porque en tal estado se encontraba su alma que no se permitía conciliaciones. Finalmente fue derrotada por el agotamiento. Pero poco duró su descanso. Había que amanecer con todas las demás, y hacer primero lo que todas las ratas hacen al despertar: gruñir, babear, darse pellizcos con los dientes, amontonarse sin sentido, apachurrarse, olisquearse, gruñirse, chillarse, roer y roer. Esa era la vida de la rata. Sentía que los días huían de ella como los bichos que perseguía, como el agua de los desagües; y como las carnes de su compañera devorada desaparecieran, eran los dientes de un tiempo que inflexible devoraba su vida. Durante todo el día no dejó de pensar en su amiga. ¿Y si no la hubiese traicionado? Ahora

10 también ella estaría muerta. Pero ¿acaso no era ella la que la había obligado a ir, no era ella la que soñaba con la Luna y su mundo? Cerca estuvo de confesar, pero el tiempo le ganó nuevamente la partida y la noche llegó. Deambuló durante horas por su fétido laberinto subterráneo hasta que, sin saber cómo ni por qué, se encontró en el pequeño recinto secreto, el pasaje al mundo lunar, como ella se refería a él cuando estaba con su amiga. Venía a su mente su gesto sorprendido, su carita triste. Recordaba en su mirada una gran sorpresa, y la pregunta silenciosa ¿por qué tú? Evocó sus años de infancia, cuando a escondidas compartían sus intimidades, y ella, que era la mayor, le enseñaba a su amiguita los secretos del rastreo de aguas podridas en qué solazarse, de los olores hediondos, los lugares recónditos de las miasmas, la persecución de bichos. Ocultas edificaban una amistad con esmero, prohibida por las leyes de la cáfila, pues sólo aquellas actividades concernientes a unificar al grupo y fortalecer el tumulto se podían ejercer.

11 La Luna De pronto un intenso resplandor la hizo volver en sí. No podía ver nada, sólo la fuerte luz blanca que la cegaba. Mareada, casi perdió el conocimiento. Cerró los ojos, pero el resplandor seguía ahí. Apretó los párpados para protegerse de la luz, pero nada, persistía. Opuso sus manos y no fue suficiente. Al fin, bajó la mirada y, al abrir sus ojos, vio sus manos blancas, luminosas; vio sus patitas que brillaban con intensidad, vio su pequeño vientre bañado en plata. –¡Estoy ciega! Entonces se vio lejos del suelo. Estaba erguida, parada en sus dos patas posteriores, con la cabeza en alto. Alzó la mirada nuevamente y recuperó la visión. Ahora, su nariz y sus ojos se convirtieron en tres estrellas que resplandecían sobre las aceras, donde refulgía la Luna, ahora sí hermanada con ella. Se sentía no una estrella fugaz, sino una constelación en busca de su destino, inmensa, noble, en armonía con el universo y dispuesta a todo. Ya no era más una rata entre las ratas, ya no era parte de una grey; empezaba a existir por sí misma, había abandonado su cáfila para ser única e indivisible; lucharía por sus sueños como nadie lo había hecho antes, cortaría sus cadenas con filo veloz y agudo, destazaría al miedo y arrojaría de sus entrañas todos sus temores. Necesitaba un nombre, y lo tenía, se llamaría Óscar, que en alemán significa “la lanza de los dioses”. Las nubes avanzaron y taparon a la Luna, y la rata por primera vez quedó totalmente sola. La esperó por largo tiempo, ahí, parada en la oscuridad, con la cabeza en alto, intentando encontrarla entre las nubes, llamándola con su voz chillona, tratando de ganarle al viento, que empezaba a silbar fuerte. La noche comenzó a enfriar y los murmullos de la oscuridad congelaron su alma. Tuvo miedo, y mucho. Cruzó los brazos entumecidos, se encorvó, pegó el mentón al pecho, bajó la mirada. Ya no brillaba, estaba nuevamente gris. Y la tierra, con su boca abierta, parecía susurrarle que regrese a sus

12 entrañas. Le pesó mucho la cabeza. Se encorvó más y más, hasta que sus patitas delanteras casi tocaron el suelo. Miró abajo, a la alcantarilla, a su mundo oscuro de desperdicios y heces. Pero entonces se incorporó de golpe. No, sus patitas delanteras jamás tocarían el suelo nuevamente para andar. Jamás se arrastraría de nuevo, encorvada y temerosa por ese mundo hediondo; sólo así la muerte de su amiga no habría sido en vano y quizá algún día se podría perdonar. Ese mundo ya no era suyo, ahora era a este, al mundo de la Luna, al que pertenecía. El viento se calmó y las nubes se marcharon. La Luna blanca le sonrió nuevamente. Miró por última vez la alcantarilla abierta y se despidió de la cloaca y de la cáfila. Había sido un día muy intenso y triste, aunque sentía haber vuelto a nacer. Demasiado cansada ya, encontró refugio y por fin logró reconciliarse con el sueño.

13 El Sol Al día siguiente, cuando la rata despertó, ocurrió un fenómeno extraño y desconocido. Fue cegada por una enorme bola de fuego dorado, una esfera ígnea gigantesca. Fue raro; en lugar de acobardarse, se sintió reconfortada, acogida por un calor que la llenaba de energías. –¡Luna, Luna! La Luna parecía haberse convertido en fuego para calentarla, para abolir el frío que sentía, para iluminar su mundo y permitirle ver con toda claridad su camino y la belleza de todo cuanto la rodeaba. Aturdida, dando vueltas, tardó algunas horas en recuperar la visión, y aun entonces no totalmente. La rata había vivido en la oscuridad del subsuelo tanto tiempo que no estaba acostumbrada a esa intensa claridad. En la cloaca todo era oscuridad, tinieblas y frío. Para entrar en calor había que tiritar y para ver había que oler, oír y palpar. Todo se veía tan brillante que apenas podía mantener sus ojos abiertos. De cada objeto emanaba un resplandor amarillo y todos parecían arder. A medida que pasaba el tiempo aparecían nuevos colores y los anteriores se intensificaban. Ella nunca había visto los colores. En su mundo todo era gris, y la única luz que había visto, al final de su residencia en los vertederos, era la de su hermana Luna, que la protegía. Vio el rojo de las rosas, el azul del cielo; vio el verde claro de las hojas de los helechos, y el verde oscuro de los geranios. Vio también toda la gama de marrones de los troncos de los árboles y los vio a estos, gigantes y fuertes, y quedó impresionada de su nobleza. –¡Luna! –dijo expectante. La volvió a llamar mientras seguía admirada por todo cuanto resplandecía. Le respondió una voz poderosa, como si entonara un himno solemne ante el cual se encorvó y, pasmada de terror, sus manitas tocaron el suelo y transformáronse en patas torcidas, con las cuales corrió a toda velocidad a refugiarse.

14 –Hermana rata. Resonó la voz poderosa, haciéndole temblar hasta los huesos. –Buenos días, hermana rata; ya amaneció, y como eres nueva aquí, he venido a saludarte. Aunque la voz era amable, su fuerza, su eco poderoso la llenaban de pánico. –No me tengas miedo, hermana Rata, que ningún mal te voy a hacer. Ven, quiero conocerte, sal de tu escondrijo. Más por el miedo que por el tono cálido y protector de estas palabras, la rata salió. Primero asomó la punta de su nariz, atreviéndose apenas a olfatear, luego apareció lentamente, encorvada, reducida y diminuta, levemente tullida, hasta que emergió de su escondrijo. Y mientras ese Dios incandescente la observaba y ella sentía su calor, el terror la había paralizado tanto que sólo atinaba a doblarse más sobre sí misma y permanecer inmóvil, en sus cuatro patas, sin despegar la mirada de un punto fijo en el suelo. –Por qué me llamaste Luna? ¿Acaso no sabes quién soy? Yo soy el Sol. Alimento a las plantas con mi luz y soy el regazo que refugia a todos del frío. Soy más grande que la Tierra y estoy más arriba que la Luna. Tiño al mundo de colores y hago que todos los puedan ver. Soy la protección y guardia de todo ser viviente; soy el día, soy la vigilia, el quehacer. En suma, soy la vida. Al escuchar esto, la rata quedó admirada y se atrevió a preguntar tímidamente: –¿Y entonces por qué nunca supe de ti? El Sol le sonrió y ella sintió su calidez. –Hermana rata, tú siempre has vivido en las cloacas, en las entrañas de la Tierra. Nunca viste la luz del día, que es mi luz, ni sentiste la calidez de mi calor, que es el refugio y protección de todos.

15 Entonces, la rata alzó la mirada y lo vio, inmenso, en lo más alto del cielo, en medio de un resplandor infinito que se extendía por todo el horizonte, hasta llegar más allá de la vista y los sentidos, habitar en todos lados, ocupar todos los espacios sin quitárselos a nadie, haciéndolos cálidos para todos, de una luz tan intensa que apenas si podía mirarlo. –¿Si todo esto a lo que llaman día eres tú, qué es la oscuridad que yo veía desde mi alcantarilla? –Esa es la noche, el mundo de la hermana Luna. La región incierta de la penumbra, del sueño, del frío y las tinieblas, el mundo de los ciegos, sin color, sin refugio, del embuste y la perfidia, la tierra de la emboscada y la traición. El lugar donde residen los rastreros, los olvidados. Esa es la puñalada trapera, la zancadilla artera, la palabra engañosa, donde nada se ve como es ni se hace como se debe. El mundo del desperdicio y del desecho. Donde el miasma inunda las almas, la rapiña debilita las voluntades, el terror extingue al individuo y la cáfila reina. Al oír estas palabras, la rata se incorporó, se irguió en sus dos patitas traseras e, inflando su pecho, alzó las manos hacia el Sol. –Oh, hermano Sol, yo no te conocía; tienes toda la razón, eres muy sabio. Yo he estado ahí, es horrible. No hay día y sólo hay noche. No hay color y todo es gris. No tenemos el amparo de tu regazo ni la calidez de tu amable fuego. El miedo es lo que respiramos y la cáfila gobierna sólo para que ninguna de nosotras pueda existir. Vivimos para comer lo que otros botan sin oler otra cosa que no sea pestilencia. Contigo siento el calor de tu mirada, todo está lleno de luz y de colores. Delineas claramente las formas evitando el engaño y distinguiendo lo hermoso de lo feo, lo bueno de lo malo. ¿Sabes?, yo nunca he pertenecido en realidad a ese mundo de oscuridad e insania, por eso siempre intenté escapar, pero era sumamente peligroso. Al fin luché con todas mis fuerzas y lo logré, aunque en el intento perdí a una buena amiga. Ese mundo es pérfido y cruel como quien lo gobierna: La Luna que nos congela con su débil resplandor, que

16 confunde nuestras miradas. La maldigo a ella y a su mundo por haberme mantenido apresada tanto tiempo. –Veo que eres una de nosotros, rata; entonces debes tener un nombre, porque todos los que no pertenecemos a una cáfila tenemos uno. La rata dudó un momento, masculló algo ininteligible y luego, irguiéndose aún más y estirando el cuello, le contestó casi gritando: –¡Óscar, me llamo Óscar! –Es un buen nombre, Óscar; es un nombre para la guerra ¿Contra quién vas a luchar? La rata se mantuvo pensativa por un momento. –Aún no lo sé, no sé contra quién, pero sé para qué. Voy a luchar para encontrar mi sentido en esta vida y realizar todos mis sueños. –Me parece muy bien, rata, ¿y cuáles son esos sueños? –Todavía no los descubro, pero debe haber alguno. Todos tenemos un sentido, una razón por la cual existimos, eso creo; y esa razón, ese motivo, es el sustento de todos los sueños. –Y tú quieres encontrar tu utilidad en esta vida. –Exacto, y entonces tendré un sueño y haré todo, hasta morir, para realizarlo. –Te felicito, rata, eres muy valiente, y estoy seguro de que tendrás éxito. Ahora te tengo que dejar, mi mundo es vasto y de todo él me tengo que ocupar. Pero antes te bañaré en oro para reluzcas como yo, para que tu brillo aturda a tus enemigos y encandile a tus adeptos. Diciendo esto, la irradió con su poderosa luz y ella recibió su energía. Pero cuando el Sol ya se había ido, aunque estaba en todos lados, ya no estaba con ella. Sintió un enorme dolor. Un dolor que aumentaba a cada instante, que se iba extendiendo por todo su cuerpo. Se miro las manitas, la panza, las pequeñas patas, los hombros delgados, y más que bañada en oro parecía burdo hierro levemente enrojecido. Sentía en la piel un ardor desconocido. Creyó que hasta las entrañas le ardían. Empezó a dar pequeños

17 saltos presa de una creciente desesperación y emprendió una corrida tan veloz que parecía volar. Iba y venía, sin decidirse a ir a algún lado. ¿Y qué haría ahora? ¿Qué era esta sensación que tomaba su cuerpo? Pensó en su amiga, que había muerto por ella y en medio de su tribulación le pidió perdón. Extrañó el frescor de la Luna y su fría luz que por tanto tiempo la alegró; extrañó el generoso baño de plata con el que fue forjada alguna vez, sus primeros pasos sobre el asfalto frío de la noche. Extrañó también a su cáfila, que la protegía y calentaba, que le lamería las llagas, curaría las heridas, calmaría el dolor y le prodigaría compañía. Aunque ya poco tiempo le quedaba, se prometió nunca más traicionar a sus amigos, ni renegar de ellos como hasta entonces lo había hecho tantas veces. Cayó de rodillas y, sollozando, llamó a la Luna.

18 El delfín Iba dando tumbos y traspiés cuando sintió el estómago en la boca y el alma se le escapó del cuerpo. Miró hacia abajo: el piso había desaparecido, estaba cayendo, se había arrodillado en el abismo. Se sintió sola. Sin Luna, sin cáfila, abandonada, y se preparó para morir. Repentinamente un estallido y se hundió en una corriente pestilente y cenagosa que la empujaba y a la cual no podía oponerse. Se sumergió por unos segundos que se hicieron eternos. Y aunque se atragantó un poco, no fue demasiado. Pronto estaba flotando, agotada, sin saber a dónde había ido a parar. Sólo sabía que algo la empujaba hacia delante. Se sintió de nuevo en la cáfila por la intensidad del pestilente olor, arrastrada por una corriente invisible, aunque a veces se daba de golpes con lo que parecían dos paredes, a su derecha e izquierda, pero igual marchaba velozmente hacia no sabía dónde. Hasta que pronto se vio en medio de agua, tanta, que se perdía en el horizonte, tanta, que sus ondas parecían montañas. Nunca había probado agua salada, tanto, que no se podía beber. Sin embargo, esa gigantesca masa de agua le calmaba el ardor de su oscura piel quemada por el Sol, la arrullaba con su menear, la consolaba con su respiración prolongada. Era el agua más limpia que jamás había visto. No era como el agua de las cloacas, espesa y opaca. Su olor fresco la reconfortaba y en su liviandad se sentía ingrávida. A lo lejos, largas ondulaciones se extendían y movían con coreografía sincronizada, hasta terminar en tubos de agua que se sumergían en sí mismos. El agua amable la condujo suavemente mientras ella se dejaba envolver extasiada. Después, cuando la rata tocó suelo, aún seguía hipnotizada por la belleza del mar. Alrededor de ella, larguísimas líneas ondulantes de espuma muy blanca la acompañaron hasta la orilla, diluyéndose en la arenosa orilla. Atrás quedaron sus huellas, que iban siendo devoradas por el agua con paciencia. La tierra era tan blanda y fina que por un instante creyó estar recorriendo la piel de algún animal enorme. Se sentía tan agotada

19 que se tendió en el límite del agua, sobre esa piel húmeda que tomó la forma de su cuerpo, y quedó dormida.

Cuando despertó, la marea había subido y la rata, casi flotando, se sintió sobre nubes tibias. El agua cálida de la tarde la reconfortó, y el cielo, que empezaba a ofrecer sus múltiples colores, la llenó de esperanzas. Contempló el horizonte largo rato, viendo cómo el Sol se sumergía en la gran masa de agua que parecía extinguir su fuego poco a poco. De pronto se asustó. El Sol se estaba ahogando en la inmensidad acuática, echando vapores de colores que se perdían a lo lejos, tiñendo el cielo con su sangre. Se incorporó súbitamente; el agua le llegaba a la panza. Veía con desesperación cómo el Sol estaba muriendo, y con él morirían los colores de las cosas, se difuminarían los contornos en la oscuridad y se confundiría lo bello con lo feo, lo bueno con lo malo. Vio cómo el agua se enfurecía y cómo las ondas, antes sincronizadas en una hermosa danza, ahora conformaban un caos frenético y agresivo. Escuchó ahora la respiración violenta y entrecortada del agua. Y en medio de toda esa barahúnda, divisó un gran animal que surcaba el mar con despreocupada alegría, jugueteando en el fin del mundo, y se acercaba a ella. Temerosa, retrocedió hasta la orilla. El animal se detuvo a unos metros de la rata y asomó la cabeza. Era grande, lustroso y por su expresión parecía siempre sonreír. Con voz juguetona le dijo: –Hola, amiga, ¿tú quién eres? Ella se paró, se limpió la tierra en el agua y le respondió con preguntas. –¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¿No ves que el Sol se ahoga, y con él la luz que tiñe al mundo de colores, y el calor que nos abraza, y la claridad para el correcto discernir? Aquel extraño animal, más grande y hermoso de lo que ella creyó distinguir a lo lejos, quedó confundido por su reproche.

20 –¿Qué el sol se ahoga? ¿Cómo puede ser? ¿Dónde? –le preguntó buscando la tragedia en el horizonte. –¿Que no lo ves? ¿No ves cómo tiñe el cielo de rojo con su sangre? ¿No ves el humo gris que poco a poco va invadiendo el horizonte? El extraño entendió; aquel gracioso animalillo nunca había estado en el mar. Sonriendo le respondió: –No, amiga, no te alarmes; ni el Sol se ahoga ni se acaba el mundo. –Y entonces toda esa agua en la que se está hundiendo... –Esa agua, como tú la llamas, tiene un nombre, es el mar. Y el Sol no se está ahogando, sólo va a tomar una siesta. También él necesita descansar. La rata, un poco más tranquila, quedó en silencio por un rato, viendo hacia el horizonte, pensativa. –¿Y las aguas, que antes bailaban tranquilas y ahora saltan con violencia? –Es el mar, que se prepara para el frío de la noche; él también quiere calentarse. La rata estaba sorprendida. El mar, el Sol y ahora este extraordinario animal que parecía saberlo todo. Agobiada por muchas interrogantes, pero mucho más tranquila, la rata se sentó en la tierra y, contemplando el sueño del Sol, preguntó: –¿Y dónde duerme el Sol? –El Sol duerme muy lejos, nadie sabe dónde, en el ocaso. –¿Y el mar se molesta por eso? –No, ya te he dicho, no está molesto, sólo se calienta. –¿Y esta tierra tan suave? –Esta tierra es la arena, y es donde descansa el mar. –¿Y esas aves que vuelan bajo el agua? –No son aves, se llaman peces, y no vuelan, nadan.

21 –¿Y esas ondas de agua que vi en la mañana, esas que luego formaban tubos y avanzaban hasta hundirse? –Esas son las olas; es el regalo más hermoso del mar, mi sueño. Al escucharlo hablar sobre su sueño, la rata se irguió y redobló su atención. Él ya tenía un sueño, eso que ella tanto anhelaba. El momento que vivía era tan hermoso, algo que nunca había experimentado. –Tú pareces saber mucho sobre el Mar. –Por supuesto, este es mi mundo, yo vivo aquí. Mi nombre es Daniel, y soy un delfín. ¿Cuál es tu nombre? –El mío es Óscar y soy una rata. Me he escapado de las entrañas de la Tierra en busca de un sueño. La eterna sonrisa del delfín pareció curvarse aún más. –¡Es maravilloso, Óscar, maravilloso encontrar a alguien en busca de un sueño! –Cuéntame del tuyo, ¿lo encontraste? Entonces, Daniel se sentó junto a la rata y, abrazándola por el hombro, contemplando ambos el horizonte carmesí, empezó su relato. –Por mucho tiempo, como tú, yo viví con mi manada. Y como tú, vivía bajo sus reglas, las cuales no admitían diferencias ni para los sueños. La vida era pescar para comer y comer para pescar. Así transcurrían los días, y con ellos los años, y con los años la vida se iba perdiendo en el horizonte arrastrada por cada marea. Pero yo siempre tuve un sueño, desde muy pequeño. Mi sueño era salir de mi atolón en busca de la ola perfecta. Por mucho tiempo estuve practicando mis técnicas para deslizarme por las olas y entrar en perfecta armonía con el mar. Poco a poco mis amigos me fueron abandonando. Dedicados únicamente a la pesca, con sus sueños perdidos u olvidados, siempre desaprobaron mi búsqueda. Llegó un día, entonces, en el que decidí marchar, sin decir nada a nadie, en busca de mi sueño.

22 –¿Y no tuviste miedo? –interrumpió la rata, intrigada por el relato de Daniel. –Claro que lo tuve, y mucho. Pero ya no podía dar marcha atrás, no viviría más una vida sin sentido, esclavizada por la necesidad y la rutina. Decidí que dedicaría, desde entonces, todos mis días a la búsqueda de mi sueño, porque los sueños han sido hechos para volverse realidad. Mientras más prestaba oídos a los pensamientos de Daniel, más reconocía la rata, en el Delfín, la profunda sabiduría de quien había tenido la magnífica experiencia de llevar a cabo su sueño. –Muchas aguas transité y distancias recorrí. Vi muchas cosas extrañas y nuevos animales. Al fin, entendí que no debía temer a lo desconocido, porque cuando deseas algo con todo tu corazón, nada puede impedir que lo consigas, salvo tus temores. La rata, emocionada, no pudo contenerse y ya estaba parada, saltando, brincando de entusiasmo, aplaudiendo con sus manitas las sabias palabras del delfín, haciendo hurras y gritando barras. Este Daniel era un gran tipo, un sabio que le enseñaría cómo realizar su sueño. Viejo amigo, viejo sabio, se dijo la rata, este Daniel sí que sabe vivir. –Al fin, después de mucho buscar, y no sin correr muchos riesgos y vencer tantos peligros, llegué a un mar donde, más allá de la orilla, tierra adentro, refulgían pequeñas lucecitas dispuestas desordenadamente. Fue allí donde encontré la ola perfecta. –¿Y por qué la abandonaste? –preguntó la rata desconcertada. –Porque decidí regresar a mi atolón para alentar a mis compañeros a que busquen sus sueños. Vaya con este Daniel, si no sólo es sabio, sino también bondadoso y pródigo, pensó Óscar. –Pero eso sí, Óscar, no conseguirás tus sueños si no escuchas a tu corazón. –¿Y cómo haré para escucharlo? –Sólo sigue tu sueño con todo esmero y llegará un momento en que tu corazón te

23 hablará. La rata ya no podía más con su alegría y, desatada de entusiasmo, empezó a entrar en el mar, a sumergirse en clavado, a perseguir a las olas, deslizarse sobre ellas, hacer mil piruetas, saltar por los aires hasta tocar el cielo, seguir los pasos de su mentor. –¡Espera, Óscar, con calma, tenemos mucho tiempo! Primero debes descansar; estarás agotada luego de tu larga travesía y de todas las cosas nuevas que has conocido hoy. La rata se calmo, lo miró de aleta a hocico admirada. Qué animal tan noble y sabio era el delfín. Daniel le devolvió una mirada comprensiva y paciente, la mirada de un sabio. –Hoy descansaremos. Mañana nos espera un arduo día. Hay que ser pacientes. La rata asintió, como lo hacen los buenos pupilos, y se dispuso a compartir con el mar aquel suave lecho de piel llamado arena, que era donde empezaba a nacer por primera vez su sueño. No apareció la Luna para importunar su reposo con palabras vanas, ni su compañera muerta inquietó su corazón. En el cielo negro sólo parpadeaban minúsculas estrellas cuyo brillo no era sometido por el presuntuoso resplandor de la Luna. El viento, si bien era fresco, no enfriaba, y la arena tibia que le había regalado el Sol le daba abrigo. El mar se había calmado y con voz suave y tranquila la arrulló hasta que sus ojos se cerraron. Esa noche durmió bien. –¡Óscar! –escuchó la rata en sueños; una voz lo llamaba a lo lejos, desde la bruma. –¡Óscar, Óscar! La rata soñó que caía nuevamente hasta terminar en la corriente pestilente y se despertó de un salto. A lo lejos vio a Daniel, que le había lanzado agua de un coletazo. Era muy temprano y apenas había amanecido. Buscó al Sol en el horizonte, no lo encontró. El cielo estaba teñido ahora con una gama continua de azules que se aclaraba

24 hacia lo alto hasta brillar en un resplandor amarillo, casi blanco. Bostezó e instintivamente empezó a girar en busca del Sol. Del lado opuesto del mar, tras las montañas, asomaba el Sol apenas, como un bostezo, tras el cielo incandescente, desplegando sus millones de finos tentáculos, casi blancos, sobre los picos luminosos de los cerros, que parecían querer estallar. Absorta quedó la rata al ver tal despliegue de belleza. Y con los brazos extendidos, sintiendo el cálido abrazo solar, se dijo: así se despereza el Sol. –¡Óscar! –le dijo Daniel. Salió la rata de su ensimismamiento y saludó a Daniel, haciéndole señas para que se acerque a ella. –Vamos, ven conmigo a correr olas, te enseñaré. La rata no podía más con su felicidad. Y dando brincos de alegría se empezó a hundir en el mar. A lo lejos se podía ver las grandes paredes de agua avanzando sincronizadamente, formando cilindros verdosos, cerrándose en largas barbas blancas y burbujeantes que se extendían a todo lo largo del atolón, creando una trama de cintas sinuosas, un ejército de espuma. Mientras la rata veía a Daniel atravesar las barreras blancas como una lanza, dando brincos y piruetas, ella luchaba por mantener la respiración y tragar la menor cantidad de agua posible, moviendo desesperadamente sus patitas para poder remontar la espuma. Pero el agua se escurría entre sus dedos y la corriente le empezaba a ganar la partida. La rata no se desanimó. Estaba demasiado entusiasmada para echar su sueño por la borda ante la primera dificultad y le imprimió más fuerza a su desesperado pataleo. Más y más hasta que realmente se sintió surcar los mares como un delfín. Soy un delfín, soy un delfín, chillaba atorándose mientras tragaba enormes cantidades de agua. Ahora su pataleo era un frenesí que la llevaba al borde del delirio. Daniel, Daniel, mírame, soy un delfín, soy un delfín, mientras su panza no dejaba de hincharse hasta casi reventar. Pero Daniel no la escuchaba, demasiado ensimismado como estaba jugueteando con las olas.

25 Pero la escuchó un tramboyo que pasaba por ahí con su cardumen y avisó a sus compañeros, quienes quedaron atónitos ante tan insólito espectáculo. Un erizo alargado y de piel parda chapaleaba desesperado, levantando tanta espuma que más parecía un bote a punto de naufragar, y más que avanzar retrocedía. La risa fue unánime. “Este erizo es increíble, sí que tiene talento, se decían los tramboyos”. “Daniel”, gritaba entre gárgaras, “Daniel, soy un delfín”. Y el auditorio marino no paraba de ovacionar, tomados por la risa. El arduo desempeño de la rata tuvo un final accidentado: a punto de reventar por lo hinchada, vio acercarse velozmente un inmenso muro de agua coronado por un ejército de soldados de espuma que se cernió sobre ella, machacándola, haciéndola rodar, lanzándola por el aire, estrellándola contra el fondo marino y, por fin, revolcándola contra la arena hasta dejarla desmadejada sobre la playa. Sin embargo, pronto llegó otro ejército de espuma para levarla y arrastrarla algunos metros mar adentro, repitiéndose entonces la violenta rutina de machacones, rodaderas, lanzamientos aéreos, estrellones y revolcones. Así anduvo la rata, en tal indisposición y trámite, durante algún rato, hasta que, pareciera que harto el mar de cebarse en ella, la arrastró hasta el fondo y, como estocada final, la alzó y acabó estrellándola en la arena de la playa. La rata, casi muerta, tosía convulsa y lívida mientras vomitaba y echaba tanta agua que parecía haberse agujereado. Tirada sobre la arena, oyó a lo lejos a los tramboyos que celebraban su desgracia y, ahítos de risa, le lanzaban hilarantes diatribas. Por fin se fueron y la rata quedó sola. Tirada bajo el Sol que laceraba su piel y la sal que martirizaba su carne, ya no le importó nada; por primera vez, la rata deseó morir. Para qué tantos sueños, para qué tantas convicciones y sacrificios, si al final siempre iba a terminar de hazmerreír, siempre obtendría sólo burlas y desprecio. Tal vez ella era una rata y sólo eso. Qué ridícula, qué necia, qué seso achicharrado, se dijo. Ser un delfín, pensó soltando una carcajada hecha lamento, un delfín, mientras se atragantaba con sus lágrimas, que a pesar de tanta sal

26 eran muy amargas; un delfín, quiso reír cuando sólo le salía llanto. Y, tirada boca arriba, vio con tristeza sus manitas acalambradas por el esfuerzo, su pancita hinchada por el mar y su alma hecha añicos. Nunca se había sentido tan ridícula, tan minúscula, insignificante. Deseó perderse en el mar hasta ahogarse en sus aguas, pero ya estaba muy cansada. Miró hacia lo alto al Sol que la cegaba, y sin tener ya más fuerzas sus ojos se cerraron.

Pero despertó. Estaba flotando, arrullada por las aguas mansas de la orilla, acariciada por la espuma, bajo la tenue luz del alba. Las heridas del día anterior habían cerrado y sus músculos habían sido tonificados por el agua salada. Desde la lejanía la adormecía el ronquido sereno del mar. Sintió el contacto de una piel lisa pero cálida que la reconfortó. Vio sobre ella unos ojos pequeños y amables y un gesto que parecía siempre sonreír. Incluso con el corazón embargado de aflicción, quiso darle una sonrisa que nunca salió. Era su amigo, Daniel, que no la había abandonado. Se le oprimió el corazón aún más por la alegría generosa de poseer un buen amigo, un amigo sincero. Entonces, recordó lo sucedido el día anterior; recordó la espuma, su pataleo frenético, su ridícula esperanza de ser un delfín, sus gritos de triunfo mientras en realidad estaba construyendo su derrota, los tramboyos, el ridículo. Sintió vergüenza y lástima por sí misma. Miró a su amigo con melancolía y le susurró un perdón, una disculpa. Pero él no pareció escucharlo. –¡A levantarse! –le dijo con entusiasmo, como si nada hubiera pasado, como si el día anterior no hubiera recibido la peor humillación de su vida–. Vamos, vamos, que ayer no fue un buen día para mi pupila y hoy hay que recuperar el tiempo perdido. La ayudó a incorporarse. Le sorprendió sentirse tan bien. Aunque estaba lacerada y llena de cicatrices y cayos, sentía haberse recuperado bien durante la noche. –Ayer recibiste una verdadera golpiza. Nunca había visto algo así, y que se sobreviviera para contarlo. Te felicito, has demostrado una fortaleza sin precedentes. Vas a ser una estupenda alumna.

27 Al oír esto, la rata se entusiasmó mucho, recobró sus ganas de vivir. Estas mágicas palabras le habían devuelto el deseo de soñar y las fuerzas para realizar todos sus anhelos. Sin duda, Daniel era un verdadero maestro, todo un soñador. –¿De verdad piensas eso? –le dijo. Por supuesto, mi querida rata. Ayer fuiste vapuleada por las olas, pisoteada por el mar, estrellada contra el fondo una y mil veces, revolcada en la arena, inflada y desinflada, retorcida, maltratada de toda forma imaginable, arrojada en un verdadero portento de lanzamiento hasta quedar incrustada en la arena. Cosa maravillosa que yo nunca había visto realizar, y menos aún sobrevivir para contarlo. Si a eso no le llamas un milagro, o un don extraordinario, la verdad no sé qué es. Tú sí que estás hecha para el mar pupila mía. Ya nada de él podrá dañarte. Estas palabras insuflaron un fervor casi religioso en la rata por su nuevo amigo. Óscar quedó admirado de esa paradoja de la vida, de cómo aquello que para ella había sido un terrible maltrato era un portento de la naturaleza en la mirada de Daniel. Y aunque quedó un tanto confundida por no entender del todo las palabras de su amigo y mentor, estaba convencida de la razón que las asistía, y quedó perpleja ante el poder de tal sabiduría, que era capaz de encontrar beneficio en la contrariedad y el escollo. Le quedó como lección no dejarse engañar por la peor paliza, detrás de la cual podría hallarse tal vez el mayor don. –Es verdad, maestro, no me había dado cuenta –afirmó, devota, la rata. –Es verdad, amiga rata, pero para eso estoy aquí, para ayudarte en tu camino. Y, recuerda, es fácil defender algo que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las adversidades. Ahora sígueme. Dichas estas palabras, la rata sintió aún más devoción y respeto por el delfín. Es fácil defender algo que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las adversidades, se dijo la rata intentando retener la frase para siempre en su memoria: es fácil defender algo

28 que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las adversidades, repetía para sí misma. El maestro era una inmensa fuente de sabiduría y de conocimiento sobre la vida. Caminó la rata y nadó Daniel hasta llegar a pocos metros de donde se proyectaba, casi horizontal sobre el mar, un acantilado contra el que se estrellaban las olas y se deshacían en espuma. Era una mole de piedra estriada por la erosión marina. La roca, vencida por mareas milenarias, había dejado paso al Mar en su interior, a un vientre que de día estaba casi vacío y silencioso, pero que por la noche resonaba con la furia de aguas ofuscadas. La rata alzó la mirada y no alcanzó a divisar la cumbre. Le pareció la cabeza de un gigante que intentaba tragarse al Mar. Ambos lo contemplaron por un rato, hasta que Daniel la miró y le dijo: –Ya llegamos, rata. Como ves, el gigante detiene la espuma del Mar con su enorme cabeza y con la boca muy abierta ha tratado de beberse toda su agua durante tantos años como tiene el mar, la Tierra, la Luna y el Sol. Si trepas hasta su coronilla y te lanzas desde su borde, podrás evitar las espumas que tantas dificultades te han opuesto, podrás llegar directamente a la ola y ahí correrla siguiéndome y aprendiendo de mí. Siempre existe una solución simple para un problema complejo, es cuestión de buscarla con el corazón. La rata reconoció tan elevado ingenio. Siempre existe una solución simple para un problema complejo, es cuestión de buscarla con el corazón. Ella, como buen aprendiz, estudiaría todo cuanto pronunciara el maestro y lo retendría por siempre en su cabeza. Siempre existe una solución simple para un problema complejo, es cuestión de buscarla con el corazón, se repitió la rata y, sin esperar más, se aprestó a aplicar los secretos que su maestro le había revelado. Riesgo y simplicidad, resumió la rata para sí, mientras corría hacia el acantilado como un guerrero dispuesto a todo. Rápidamente escrutó la tremenda roca con ojos inquisitivos, frunció el seño, abrevió el rictus, se mordió los labios, bufó, pero nunca se detuvo. Riesgo y simplicidad, repitió, riesgo y simplicidad. Desde hoy

29 esa sería su sentencia. Pronto diseñó una estrategia basada en esos dos nuevos principios fundamentales de su existencia, su nuevo método de vida consagrado al éxito, a la realización de sus sueños. Sin perder un segundo, elaboró un detallado mapa topográfico del coloso en su mente. Riesgo y simplicidad. Sorteó las primeras erupciones rocosas de la falda del coloso de piedra. Todo estaba bajo control, ahora sí, su destino estaba trazado, realizaría su sueño. A medida que avanzaba la ladera se inclinaba más y las rocas eran más numerosas, hasta que por fin todo fue piedra. Pero no había problema alguno, el mapa que había trazado en su cabeza le ayudaría a encontrar el camino correcto hasta la cima. Riesgo y simplicidad. A unos metros del suelo la arena desapareció y el cerro se hizo de una sola roca, tomando una inclinación casi recta. Pero la rata ya lo tenía todo previsto. Tomando como guías ciertas salientes de tonos distintivos se orientaba con fina precisión. Siguió así, y aunque un poco agitada, no disminuyó la marcha. El ascenso fue constante hasta unos metros más. A esa altura, las cosas le fueron más fáciles. La roca, ya fuera del ámbito del agua, estaba casi seca, mucho menos resbalosa, y la rata, con sus pequeñas uñas, se podía adherir mejor. Ahora aceleraba el ascenso con breves brinquitos. Riesgo y simplicidad. Se confió. Siempre hay imponderables. Para una mejor escalada, siempre hay que hacer análisis de suelos. Una saliente se desprendió sin aviso y la tomó por sorpresa. No le dejó tiempo para enmendar su comprensible error. Tampoco tuvo tiempo para mirar hacia abajo. Nunca hay que subestimar una cuesta. Se le desorbitaron los ojos de terror y el corazón casi se le escapa por la boca. Lo primero fue un pinchazo: una roca la había recibido con su filo más agudo. Pero no había soltado todavía un chillido de dolor cuando recibió otro golpe en el codo, que le electrificó el espinazo y culminó con una punzada en la nuca. Eso era sólo el principio, faltaban aún varios metros de caída. Rodó pinchándose, raspándose, chancándose por todos los lados de su cuerpo. Más abajo en su descenso, una saliente la recibió con tal fuerza que le voló uno de los dientes delanteros y le distorsionó para

30 siempre su original rostro de rata. La boca ensangrentada dejó su rastro, un graffiti rojo que parecía decir “Aquí estuve yo, Óscar, la rata que nunca renuncia a sus sueños”. Unos metros todavía más abajo, después de más pinchazos y raspones, rebotó contra una saliente aún mayor y fue expelida lejos de la cuesta. Llegó finalmente al suelo y se dio de cara con una roca solitaria, como puesta allí para la ocasión. Perdió la conciencia, aplastada sobre la roca, sin que Daniel pudiera hacer algo para ayudarla. Esta vez la rata no tuvo oportunidad de lamentarse, ni de extrañar a la Luna ni a su mundo, ni de sentir vergüenza. No se arrepintió de nada ni deseó morir. No podía, estaba casi muerta. A la mañana siguiente, al despertar, Daniel contemplaba una pocita formada por la crecida del mar, sobre la que se había formado un lecho de algas y juncos que dejó allí la marejada de la tarde anterior, adornado con doradas estrellas marinas. En medio de aquel regazo verde y marino yacía, sombría, la oscura masa de la rata, que empezaba a despertar. Sumamente adolorida, la comenzaron a atormentar los accidentes del día anterior. Pero el delfín la aplaudía entusiasmado con sus aletas y no la dejó ni recordar. –Rata, simplemente eres increíble. Estabas subiendo con tal maestría que cualquiera hubiera dicho que eras una experta escaladora. Y luego caíste con tanta excelencia que estoy seguro de que eres una consumada caedora. Te felicito, rata. Ya me enseñaste tus habilidades en el arte de precipitarte por una cuesta rodando y estrellarte contra cuanta roca fuere posible y luego lanzarte en una caída libre de siete metros para intentar con éxito un clavado contra el suelo más sólido que pudieras encontrar. Todo eso está muy bien, pero ahora a lo nuestro. No descuides tus sueños por diversiones vanas. Apurémonos, que ya hemos derrochado un día entero y no tenemos tiempo que perder. La rata quedó boquiabierta. Jamás había sospechado que poseía tales habilidades. Nunca podría agradecerle al delfín el haber descubierto tantas virtudes en ella misma. Sin duda todo este aprendizaje le ayudaría a encontrar el propósito de su vida. Cansada pero con entusiasmo se incorporó, y aunque le faltaba uno de sus dientes roedores se sintió

31 contenta y con fuerzas para subir hasta la cima. El delfín alzó la mirada hacia la montaña y le dijo: –Recuerda, rata, cuando deseas algo con todo tu corazón nada puede impedir que lo consigas, salvo tus temores. Estas palabras, sabias y mágicas, ejercieron en la rata la influencia de un hechizo de poder. De un salto se elevó sobre aquel lecho de algas y estrellas marinas en donde yacía derrotada, y convertida en una estrella fugaz partió disparada esquivando salientes, evitando trampas, superando escollos, de brinco en brinco. No paró hasta la cima. El delfín la miraba con las aletas cruzadas y asintiendo con la cabeza. Así se hace, rata. Desde ahí arriba todo era distinto. El viento corría libre y fuerte, sin tropezar con obstáculos ni perderse en vericuetos que detuvieran su marcha poderosa. Desde ahí nada hacía sombra al cielo, que se veía más puro e infinito que nunca. Desde ahí, el mar se aplanaba bajo su mirada y sus grandes olas no eran más que un par de rizos ralos sobre una cabeza calva. Desde ahí, el delfín era minúsculo, insignificante. Ella estaba en la cima del mundo, coronaba la cabeza del gigante de roca, lo dominaba todo y empequeñecía hasta al mar. Corrió libre, tan libre que por momentos se elevaba sobre el viento y flotaba. Aceleró y, encarando el precipicio, saltó más allá de la roca, con los brazos extendidos, abrazando al cielo. Bajo ella veía pasar la saliente donde se estrellaba la espuma de las olas reventadas; vio la inmensa boca abierta con que el gigante intentaba devorar al mar; vio las curvas blancas de espuma quedar atrás y delante de ella, abajo, el gran sueño, la ola perfecta. Sintió la liviandad de las aves, la frescura del viento; sintió hermanarse con el cielo y volverse parte de él; se sintió estrella fugaz surcando el horizonte cuando, sin darse cuenta, ya estaba en definitiva caída libre y acelerada. Fue a dar al mar justo antes de la explosión de la gran ola que, de un solo golpe y enviándola hasta el fondo, se propuso convertir sus sueños en añicos.

32 Dicen que cuando uno percibe la cercanía de la muerte el caudal de todos los recuerdos lo anegan a uno con su vendaval furioso de imágenes intensas y una multitud de sonidos. Aunque la rata fue estrellada y vapuleada como nunca por la ola perfecta, parecía que no estuvo nunca cerca de la muerte, porque no la asaltó ninguna larga y veloz ráfaga de recuerdos e imágenes nítidas, sino, más bien, la sensación de un tiempo cíclico en el cual todo daba vueltas para llegar a un mismo momento: el tiempo del fracaso. Aterrada, al dolor que ejercía sobre ella la perfección hecha ola se le sumaba, o más bien, multiplicaba, el recuerdo del primer revolcón que le fue infligido por la espuma del Mar, intensificando el miedo y el sufrimiento. Pero aquella vez fue sólo espuma, ahora era ola y, por si fuera poco, ola perfecta. Lo peor estaba por venir. Durante todo ese tiempo, desde que había caído a la cloaca hasta dar con el Mar, y luego de ser varada en la playa, Daniel le había hablado mucho del sueño, de la ola perfecta. Pero nunca le dijo que había un pelotón de olas perfectas, un ejército. Así, cayendo sobre ella una tras otra, las olas perfectas repitieron su procedimiento una y otra vez, hasta que por fin, quizá cansadas, se retiraron, dejando al mar sosegado.

Al abrir los ojos todo estaba tan oscuro que pensó estar muerta. Se oía un ruido constante y fuerte, murmullo de entrañas, miles de ecos. Respiró profundamente y tanto resonó su aliento que temió estar en el vientre de un monstruo terrible. ¿Se la habría devorado el mar? Poco a poco recordó la golpiza propinada por el mar y sus olas, pero el miedo no le dejó tiempo para el lamento. Pronto cesó el murmullo y quedó casi en completo silencio. Miró hacia arriba en busca del cielo estrellado pero sólo encontró negrura. Se incorporó, medio mareada dio unos pasos y cayó al agua. Era salada y calma. Debía estar en el mar, debía estar en su entraña. Las olas la habían masticado, sus muelas de espuma molido y su lengua de arena ablandado hasta tragársela. Le ardía

33 la piel, y al tocarse notó que estaba pelada por algunas partes. Seguro ya la estaba digiriendo. –¿Rata? –la aterró una voz convertida en multitud–. ¿Rata, estas ahí? Soy Daniel. La rata, aunque sorprendida, sintió un gran alivio y su suspiro se multiplicó hasta irse apagando en silenciosas reverberaciones. –¿Daniel? –Sí, rata, soy yo. –¿Dónde estamos, amigo Daniel? –Estamos en la boca del gigante de roca. –¿En su boca? ¿Y cómo llegué aquí? –Fue después de volar como un halcón contra las rocas en busca de presa. Fuiste tragada por el gigante. Estuviste magnífica, portentosa. Nunca había visto correr a alguien olas como tú lo has hecho. Y no una, decenas de ellas, olas inmensas, haciendo toda clase de piruetas, casi sin moverte de tu sitio, yendo y viniendo, tomándoles el pulso, siguiéndoles el ritmo, sumergiéndote y saliendo disparada hacia el aire, surcando el cielo como un pez volador y volviendo a entrar en picada sobre sus crestas, haciendo giros múltiples en sus tubos, retando a la espuma y volviendo a entrar en ellas sin cesar. Eres una alumna muy rápida. Les has perdido el miedo. Ahora sólo te falta aprender todo lo relativo a la velocidad. La rata, aunque un tanto confundida, estaba feliz, no quería perder más tiempo. Había pensado que nuevamente fracasaba. Qué ingenua e ignorante. Nunca más debía dudar de la sabiduría de Daniel, el maestro de las olas. –Sígueme –le dijo el delfín. La rata estaba renga y tullida, y aunque algunas vértebras se le habían movido ligeramente de su sitio y otras aplastado un tanto, por su contextura naturalmente elástica, nada tenía roto ni dislocado. Caminaba de medio lado, tambaleándose con gran equilibrio,

34 como un bailarín tropical. Avanzó hasta que sus patitas ya no tocaban el suelo rocoso y empezó a nadar siguiendo el sonido y la estela que dejaba el delfín en el agua. Al salir, el mar estaba tranquilo y el cielo invadido por estrellas. Nadaron algunos metros paralelos a la playa hasta que Daniel se detuvo. –Rata, he notado que tienes aletas muy cortas y no adecuadas a la velocidad. Mientras tú descansabas he estado estudiando ese problema y obtuve una solución. ¿Ves ahí en la playa, tiradas en la arena, esas algas y juncos? Los usaremos para fabricarte aletas, para que te desplaces con gran velocidad sobre el agua. Sin preguntar, la rata nadó hasta la orilla, tomó las algas y los juncos y se dispuso a regresar. –Espera, rata, quédate ahí. Separa las algas de los juncos y los juncos de las algas y obsérvame con detenimiento. Debemos fabricar cuatro aletas, una como mi aleta posterior, otras dos como mis dorsales y, por último, una como mi aleta superior. Pero pon mucho cuidado en que sean proporcionales a tu tamaño. Primero arma las estructuras con los juncos y luego rellénalas de algas hasta que queden suficientemente sólidas, pero también elásticas. La rata asintió moviendo cavilosa su cabecita y echó manos a la obra. Durante horas estuvo armando industriosamente las estructuras inspiradas en las aletas del delfín. La arena ya empezaba a enfriar mientras el deseo de su corazón se transformaba en cuatro hermosas aletas de juncos engarzadas con algas. Rengueaba alrededor de ellas acomodando, amarrando y retocando. Aparecían los primeros resplandores del día en el horizonte y tras las montañas se levantaba el Sol cuando las aletas por fin estuvieron listas. Le hizo una seña a Daniel, quien le respondió con algunas piruetas de alegría. La rata tomó distancia y contempló la obra de su ingenio. Tomó las aletas y una a una se las fue atando al cuerpo con sogas hechas de algas trenzadas. Cogió la última y, casi en el agua, se sentó, alzó sus patitas juntas y las encajó en la aleta posterior. Sentía la

35 suavidad de las algas, que reconfortaban sus maltrechas patitas, torcidas por tantos golpes. Rodeó sus piernas con los amarres y los ató a la altura de la rodilla. Convertida en una extraña sirena, se retorció hasta que el agua fue suficientemente profunda como para nadar. –Ahora espera ahí un momento y mírame nadar. El delfín nadó suavemente a su alrededor haciendo lentos giros para que la rata pudiera estudiar el movimiento, uso y función de cada una de sus nuevas aletas. –Estudia y comprende la función de cada aleta que ahora tienes. Cada una es una herramienta indispensable para el nado a alta velocidad. La rata frunció el seño e intentó retener hasta el mínimo detalle de cada movimiento y posición de las aletas de Daniel. Estuvieron así por al menos una hora, la rata con dudas y Daniel con respuestas, hasta que el delfín se detuvo. –¿Has entendido cómo funcionan las aletas? La rata asintió con gran decisión. Ya estaba lista para surcar los mares a altas velocidades y remontar las olas. Se tendió horizontal e inició su nuevo nado con todo el cuerpo. Pronto cogió gran velocidad, una velocidad que jamás había soñado. Se sentía feliz, libre por fin de las ataduras terrenales. Intentó con éxito un par de giros, atravesó la espuma con facilidad y se dirigió hacia donde nacen las olas.

–Mírame, Daniel, mírame, por fin puedo nadar a gran velocidad, por fin soy un delfín. Daniel pronto estuvo a su lado sonriéndole, con esa sonrisa perenne que sólo saben tener los delfines. La rata, al verlo cruzar las aguas junto a ella como una saeta, supo por qué siempre sonreía. Los que realizan sus sueños obtienen la felicidad. –¡Soy un delfín, soy un delfín! –gritaba exultante la rata. Mientras celebraba a su compañero, la rata saltaba junto a él sobre la espuma de las olas. Su nado era muy singular. Por todas las golpizas recibidas, la rata había quedado

36 muy maltrecha, y aunque sus ondulaciones se atascaban e interrumpían de vez en cuando en un tronar de vértebras retorcidas, no lo hacía mal. Unos metros más y ya había llegado a donde nacían las olas. Juntos tomaron la primera que apareció. Era tan solo un retoño, pero la acompañaron hasta que fue madurando. Cuando ya asomaba una cresta la adelantaron y empezaron un nado casi paralelo a ella. La ola crecía y crecía y ambos tomaban más velocidad, sintiendo la fortaleza de su cuerpo acuático y la suavidad de su textura. –¡Muy bien, rata, muy bien! –la alentó Daniel. –Ya empiezas a dominar la velocidad. La rata no cabía en sí de gozo. La felicidad la abrumaba. –¡Soy un delfín, soy un delfín! –chillaba mientras emprendía un gran salto con pirueta sobre la ola y volvía a entrar al tubo. De pronto, perdiendo la estabilidad, la rata entró en un ciclo sin fin de volteretas, se hundió en el agua como un tirabuzón y no paró hasta penetrar la arena; pero fue expulsada rápidamente y arrojada a la playa. Esta vez no hubo revolcones y machacones, sólo un gran susto y un fuerte golpe. Aún atontada, pero sin magulladuras y con las aletas destrozadas, la rata se incorporó. Estuvo petrificada por algunos minutos hasta que se recuperó. Vio al delfín acercarse a la orilla y un poco molesta le preguntó: –¿Y ahora qué pasó? ¿No es que ya dominaba la velocidad? –Tú sí, pero no tus aletas. Parece que las dorsales estaban demasiado pequeñas, por eso perdiste la estabilidad a tan alta velocidad, entraste en un trompo y no pudiste salir de él. Pero tú ya estás lista. Ahora hay que hacer las aletas perfectas con el corazón. Claro, tan sencillo, riesgo y simplicidad. Si buscaba sus sueños con el corazón lo único que podría detenerla eran sus miedos. ¡Qué sabio era Daniel! Y, sin perder más tiempo, se aprestó a fabricar nuevas aletas. Ya conocía la estructura general, ahora sólo debía darles las dimensiones todavía más ajustadas a su tamaño. Recorrió toda la playa, a

37 saltitos, balanceos y tropezones, crujientes sus vértebras y coyunturas, en busca de las mejores algas y los juncos más flexibles. No podía dejar nada al azar, usaría materiales perfectos para realizar su sueño. Al fin obtuvo lo suficiente para empezar. Esta vez, primero planificaría y luego armaría. Se hincó e inició la planificación de su trabajo dibujando diagramas en la arena. Rayó la arena y escribió en el suelo por horas sin detenerse. Por momentos, cuando el mar insaciable lanzaba sus aguas sobre sus jeroglíficos para tragárselos y dejar nada más que montoncitos ininteligibles de arena, parecía rendirse. Pero luego, pataleando iracunda, se trasladaba a otro pedazo de playa que parecía más seguro y empezaba nuevamente. Cuando terminó su tratado sobre la dinámica de los fluidos, alzó la mirada y, sorprendida, vio la magnitud de su obra. Todo tipo de símbolos crípticos y complicados cálculos se extendían por una vasta porción de playa. Terminada la tarea se dijo: “Duro trabajo el de ser delfín, duro trabajo”. Entonces partió en busca de todo aquello que le permitiría surcar el mar, convertirse en delfín, jamás dejar de sonreír. Deambuló por la playa haciendo círculos, sin que se le escapara ni un centímetro de arena, recolectando algas y juncos. Luego fue al bosque en busca de resina para usarla de pegamento, caminando a trompicones con su ritmo tropical. Iba reuniendo a su paso algas, juncos, grasa, resina. Así, por fin, equipada y planificada, puso manos a la obra. Esa noche no durmió, trabajó hasta el alba, mientras Daniel pirueteaba sobre las olas, acercándose con curiosidad para ver cómo avanzaba su discípula. Al alba la rata ya había terminado dos aletas: la posterior y la superior. Le faltaban las dos dorsales, para las cuales tendría especial cuidado y dedicaría extrema atención. Revisó sus cálculos nuevamente, hizo algunas correcciones, o, más bien, precisiones, y por fin se decidió a construirlas. Con empeño y mucho tesón las terminó ya entrado el día. El Sol se posó en lo alto del cielo y ahí se mantuvo quieto por un tiempo, como a la espera del resultado de los afanes de rata.

38 Azul, verde, blanco, el mar tronó a lo lejos. Ella tomó distancia. Miró tiernamente a sus prótesis. Parecían tener vida, respirar. El rocío del mar las refrescaba dándoles un aspecto lustroso y terso. La suave brisa les comunicó sutil movimiento. Estaba orgullosa de su trabajo porque lo había hecho con el corazón. Se ató las aletas. Eran más suaves y flexibles que las anteriores, pero también más resistentes y livianas. No había usado nada en exceso y no parecía faltarles nada. Frías y húmedas, la reconfortaron y la resina de árbol las mantuvo herméticamente pegadas a su cuerpito. Las sintió adherirse a sus carnes e insuflarle nuevas fuerzas. Ahora eran parte de ella y nadie se las arrancaría. Jugó con los músculos de su espalda y sintió cómo respondía su aleta superior. Sus nuevos apéndices reaccionaban a cada impulso de su cuerpo, dándole control absoluto de ellos. La rata se retorció revolcándose hasta el mar, donde emprendió su carrera hasta las olas. Tal era su soltura y velocidad que el crujido de sus vértebras quedaba atrás sin darle alcance. Remontó con facilidad la espuma penetrándola de frente, y al ver que una gran ola se le acercaba se sumergió rápidamente y de un gran salto voló sobre ella, hizo un giro y se clavó en el agua de nuevo. Con un poderoso aleteo posterior salió a la superficie sin perder velocidad, un sutil movimiento de sus aletas dorsales la estabilizó y la dirigió en línea recta al regazo donde nacían las olas. Surcaba las aguas, ondulante, dejando una huella blanca tras ella. Se deslizó sobre el reflejo del mar realizando todo tipo de figuras hasta que alcanzó la cresta de una ola y jugueteó ahí como un verdadero delfín. Junto a ella festejaba su maestro Daniel con su sonrisa sempiterna. –¿Ves, rata?, si buscas tus sueños con el corazón nada te puede detener, salvo tus propios miedos. “Nada me podrá detener, soy un delfín; ahora nada me podrá detener”, se repetía la rata. Y siguió jugueteando con el mar hasta que llegó la noche, y con ella el agradable reposo que otorgan los sueños realizados.

39

Se despertaron tarde a la mañana siguiente, cuando ya el Sol estaba sobre ellos y el mar agitaba sus aguas. Esa noche, por primera vez, la rata durmió en el mar, tras la superficie tersa donde nacían las olas. Se desperezaron juntos y juntos pescaron por un rato, hasta que salieron a la superficie y el delfín le dijo: –Rata, ya has aprendido todo sobre las olas, ya estás lista para entender el sentido de correrlas. Aunque la rata no entendió bien lo que Daniel le quería decir, la alegraron sus palabras: ya lo sabía todo sobre las olas, ya estaba preparada. –Ahora ya podemos partir en busca de tu ola perfecta; al correrla encontrarás el sentido de tu vida. Diciendo esto con mucha ceremonia, el delfín emprendió la marcha y la rata, en silencio, la siguió. –Recuerda, verás muchas cosas nuevas, pero no debes temer a lo que no conoces. Nadaron juntos por largo tiempo en el mar, que parecía nunca terminar. Las mareas cambiaron su rumbo y las aguas, su color; el viento, su temperatura y la brisa, su aroma, pero nada los detenía, guiados por sus corazones. La rata sintió su alma inmensa diluirse en las aguas y formar parte del gran mar, una parte especial de él, y recordó las palabras que alguna vez le había dicho el delfín: todos somos especiales y todos tenemos un sueño, que al realizarlo nos hará parte de un todo magnífico, parte del mar. A lo lejos, con emoción, divisó un inmenso pez, un pez que relucía como ningún otro del mar, más aún que el delfín, una montaña flotante que nadaba hacia ellos echando vapores de su lomo, vapores de diversos colores. –¡Mira, mira, el gran pez! –gritó la rata deslumbrada por el gran animal, y, recordando las sabias palabras del delfín, se acercó raudamente a saludarlo: no le temas a lo que no conoces.

40 Escuchó al delfín que le gritaba algo, con voz emocionada que parecía de desesperación, pero ella ya estaba demasiado lejos y frenética para entenderlo. –Soy un delfín, soy un delfín –chillaba la rata. Mientras se acercaba, el pez se hacía inconmensurablemente grande, un pez que parecía de metal. El fuerte hedor a muerte le hizo recordar a su cloaca. Se detuvo, pero ya era muy tarde, una maraña de tentáculos la atrapó junto a miles de peces que intentaban desesperadamente huir del monstruo. Todo era sacudidas y caos. Apretujados,

fueron

forzados

a

conformar

una

masa

informe

que

crecía

desmesuradamente a medida que el gran pulpo refulgente se movía parsimonioso. Muchos murieron ahí, aplastados. La masa de animales se sacudía desesperada intentando escapar. Un caos de espinazos rotos y aletas arrancadas enturbió el agua que ya no era agua sino una masa gelatinosa de despojos. La rata tragó, ahogándose, esa podredumbre de escamas y mutilaciones. Al final, la sangre. Cuando los tentáculos del gran pulpo alzaron la masa, sacándola del agua, la rata se sentía al borde mismo de la muerte, atragantada por el miasma marino y apachurrada por toneladas de cadáveres. Algunos aún se retorcían, emitían estertores, sudaban sangre. En medio de esos cadáveres, atrapada por los tentáculos, ya casi no podía respirar, cuando sintió un fuerte remezón y la masa se desparramó contra el lomo del pulpo formando una ruma inmensa. Se oyó un vocerío y mucha actividad. Iban, traían, llevaban, volvían. Seguro habían cazado al monstruo, seguro pronto la rescatarían. Aplastada boca arriba sintió cómo, poco a poco, se iba descargando del peso que la aplastaba, hasta divisar, arriba, muy arriba, por un resquicio, un débil rayito de luz. Ya estaban llegando. Aquí estoy, intentó gritar, pero aún había tantos cadáveres sobre ella que sus pulmones, comprimidos, no pudieron inhalar suficiente aire. Se sintió desfallecer, tuvo mucho miedo, y recordó las sabias palabras de Daniel: no le temas a lo desconocido. Tenía razón, todo saldría bien, sólo debía resistir, resistir hasta que la rescataran. Un tiempo después, no

41 sabía si fue poco o mucho, ya el peso no la agobiaba tanto y podía respirar con comodidad. Se tomó un tiempo para hacerlo, para reponer sus fuerzas. Riesgo y simplicidad, recordó, sólo mis temores me pueden vencer, y con gran esfuerzo empezó a escarbar hacia arriba a través de los cadáveres y trepó sobre los cuerpos viscosos que resbalaban bajo sus patas. Así anduvo hasta que se sintió capaz de alzar lo que quedaba sobre ella. Nuevamente la luz solar. Asomó su nariz, luego su cabeza, su cuerpo. La masa parecía no querer dejarla salir. Era tan viscosa que se pegaba formando un vacío que la succionaba hacia abajo. Utilizando las últimas fuerzas que le quedaban, al fin logró liberarse y quedar parada sobre aquella interminable ruma de cadáveres deshechos, aplastados, triturados por sus propios pesos, que yacían sobre el lomo ensangrentado del pulpo gigante. Era una visión estremecedora. –¡Dios mío, qué es eso! –¡Cuidado! Gran barullo y espanto se armaron en la cubierta. Gritos, sustos, sobresaltos. Hasta el capitán subió a ver qué sucedía. Decían por ahí que había aparecido entre los peces un pequeño monstruo de las profundidades marinas. Otros, al ver aquella rata despellejada e hirsuta con esos rudimentos de aletas ahora convertidos en cuernos descarnados que nacían de su espalda, creyeron ver al demonio mismo. –¡Maldición! –rugió el capitán al ver la cobardía que mostraba su tripulación ante el espectáculo de ese ser descoyuntado y maltrecho que coronaba el montón de cadáveres como una aparición siniestra y desconocida–. Es nada más que un erizo rata. Échenlo por la cubierta –sentenció con seguridad. Un rumor de voces temblorosas se extendió por todo el barco. Nadie se atrevía a acercarse. Entonces, el capitán, blandiendo un remo entre manos, se acercó a la rata, que permanecía anonadada, y le propinó un rudo golpe que le aplastó lo que le restaba de aletas y la hizo sumirse en un torbellino de lucecitas que brillaban ante sus ojos. Tal

42 hilaridad causó el furibundo palazo, que todos se unieron al chiste, propinándole manazos. Alguien quiso aplicarle el golpe definitivo, pero el infortunado resbaló al pisar un pez que aún se retorcía moribundo y fue a darle tal patada que el resto de sus compañeros sólo alcanzó a ver una bala gris cortando el viento a lo lejos, y el festejo se acabó. –¡Bueno, bueno, todos a su trabajo! –gritó el capitán con la respiración entrecortada.

Luego de alcanzar cierta altitud, la rata empezó a caer en picada. Mientras emprendía su camino hacia el mar, se fue deshojando poco a poco, dejando una estela de algas y juncos que flotaban como vestigios de algún vegetal aéreo, verdura o fruta. Sin mayores preludios, a gran velocidad, la rata tocó agua. Milagrosamente, aunque con el cuerpo molido, quizá ya inmune a los golpes, la rata sólo quedó un tanto aturdida. –¡Increíble, alucinante, has enfrentado al monstruo y has vivido! –exclamó Daniel. La rata flotaba boca abajo. Hecha añicos, con las pequeñas aletas destrozadas, alzó la mirada hacia el delfín. Ya no sentía dolor, ni pena. Tampoco quería morir. Sus ojos enrojecidos por la ira estuvieron a punto de saltarle de las cuencas. –Ves, nunca temas a lo desconocido. Sigue tu corazón –le decía Daniel. Un chillido infernal se propagó por todo aquel mar, un loco chillido de rabia y odio. Un chillido que no le pudo borrar esa sonrisa idiota y perenne al feliz delfín. –Estúpido infeliz, que use mi corazón. Si hubiese usado mi cabeza desde un principio nunca hubiera hecho caso a tus insensateces. Que soy increíble y alucinante, que he enfrentado al monstruo, que no le tema a lo desconocido. Me acaban de machucar, apalear, moler por última vez. Desde que estoy contigo no dejo de recibir golpizas en nombre de los sueños, la esperanza y las ilusiones. ¿Y qué hay de la realidad y sus peligros? ¿Qué hay de las limitaciones de la rata? No soy un delfín y nunca lo seré. Y no

43 existe ola perfecta para mí –alzó la mirada al cielo sin esperar respuesta alguna–. Soy una rata, y nací para vivir en la cloaca, para andar en cuatro patas, reptando, comiendo los desechos y las heces del resto. Tú con tus frases hechas y pensamientos fáciles, tú con tu pueril entusiasmo crees que todos debemos tener sueños y un sentido de vida –se le quebró la voz–. Y qué hay de las ratas sin aletas, sin piel lisa, sin cuerpo de torpedo. Para qué servimos, dime, para qué servimos, sino para comer desechos y mierda, para vivir subterráneos en la oscuridad, para huir, para ser cobardes y ocultarnos. El delfín quedó callado. Pensó por largo rato, pero no pudo responder. Así permanecieron, perdiendo en el horizonte todos sus sueños y esperanzas. Y aunque en sus almas crecía un pesado lastre de tristeza, el delfín no podía dejar de sonreír. Tanto tiempo había llevado esa máscara que ya no le era posible despegarla de su rostro, condenado a vivir con el corazón demolido y con la cara feliz. Cuando el cielo empezó a apagarse, despojado incluso de estrellas, la rata, lentamente, trepó al lomo del delfín. –Llévame a casa –le dijo a Daniel. Enrumbaron a la costa silenciosos y así permanecieron largo rato. Todo se había detenido. No se oía nada. Ni el viento, ni el mar, ni los habitantes de las aguas. Sólo el suave discurrir del surco de agua dejado por el delfín, trazando un camino que iba siendo tragado lentamente, una senda perdida por la cual ya no se podía regresar. Hacia donde uno dirigiera la mirada, sólo hallaba horizonte. Ahora el mar parecía un inmenso vacío en el cual, en lugar de avanzar, uno iba cayendo, un abismo oscuro que se confundía con la noche misma, una noche sin estrellas que guiaran a los dos viajeros. De pronto, inadvertidamente, un chasquido heló la sangre del delfín. Al mirar atrás, sobre la senda devorada por el agua, a lo lejos, varias estelas de espuma brillante se acercaban rápidamente hacia ellos. Aunque nadie dijo nada, la rata sintió el abrupto estremecimiento de su compañero, que de pronto emprendió desesperada marcha. La rata tuvo que asirse fuertemente de su aleta para no caer. Al mirar atrás, las estelas de

44 espuma ya habían desaparecido y no se escuchaba más que el chapaleo desesperado de Daniel. –Ya no hay nada, se han ido –las palabras de la rata produjeron resuellos en el delfín, que parecía atragantarse intentando acelerar la marcha. Por primera vez Óscar lo sintió angustiado. –Es demasiado tarde –suspiró el delfín con su absurda voz contenta y su sonrisa perenne. La rata no preguntó, sólo contuvo la respiración y se aferró con más fuerza a su amigo, que en vano intentaba acelerar más. –Tiburones –dijo Daniel con una exhalación. Como si hubieran escuchado a Daniel mencionar sus nombres, dos grandes dentaduras aserradas saltaron del agua. Eran bestias gigantes de narices puntiagudas, con ojos sin expresión, ojos de alguien sumido en su inmensidad blanca. Cayeron sobre el delfín lanzando dentelladas a diestra y siniestra, una y otra vez, atacando y retirándose. El agua se llenó de sangre que la corriente llevó lentamente al horizonte. El delfín, seriamente herido, había dejado de luchar. Transformado en un bulto de músculos colgantes fue engullido lentamente como una fruta madura. Luego los tiburones ya no lanzaban fuertes ataques punzocortantes. Ahora se prendían con sus mandíbulas y zarandeaban con violencia a ese amasijo se carnes retaceadas que luchaban por no desprenderse de algo que alguna vez fue el cuerpo de un delfín. –¡A él, a él, a mí no, a mí no, yo soy una rata, vivo en las alcantarillas y me alimento de desperdicios! –chilló la rata aterrada. Pero las bestias no parecían escuchar razones ni motivos; enajenadas por el olor a sangre, sólo masticaban, retorcían y tiraban enfurecidos. De pronto aparecieron más de ellos. Y más. Ya no era uno, ni dos, eran una multitud lanzando mordiscos por aquí y por allá, desgarrándose incluso entre ellos. Era una locura, una orgía de sangre y carne. Todo se tornó confusión y barbarie hasta que se apagó la luz. La rata ya no veía nada, estaba

45 inmersa en un agujero negro y pestilente. Sus gritos resonaban en aquella profunda caverna que no paraba de moverse. El hedor rancio que emanaba de ella la empezaba a marear. Intentó atravesar el agujero, soñando con refugiarse en la cloaca, ahí estaría a salvo.

El tiburón, atorado, ya no podía respirar. Con gran esfuerzo contrajo su garganta, tensó sus tripas y de un gran vomitón arrojó a la rata por los aires. Estaba libre, expelida como tantas otras veces desde que se empeñó tozudamente en alcanzar su sueño. Se fue alejando de la horda de bestias blancas y de su amigo, que iba desapareciendo lentamente desintegrado por sus fauces, hasta que estuvo tan lejos que ya no lo pudo distinguir.

46 La gaviota Al caer al agua aún tiritaba de miedo, aunque las imágenes de la carnicería ya se habían esfumado. En lo único que pensaba era en regresar a su cloaca. Convertida nuevamente en una rata, había recuperado su olfato y su agudo sentido de la ubicación le indicó al instante hacia dónde debía ir. Sin aletas, la marcha se hacía lenta y agotadora. Chapaleaba desesperada, lanzando más agua que la horda de tiburones que acababa de devorar a su amigo Daniel. Sabía que la tierra aún estaba muy lejos. Estuvo así, avanzando lentamente en su chapoteo agotador hasta que por fin divisó, oculta en la bruma de la mañana, una playa. Más y más rápido iba la rata extenuada, con lo último que le queda de fuerza para llegar hasta la siguiente ola, soportar un par de revolcones y golpizas y estar en la arena. Sin embargo, una corriente la atrapó y la llevó nuevamente mar adentro mientras veía con angustia cómo iba desapareciendo la playa. –¡No, no quiero morir, ningún sueño es tan valioso como para morir por él! –se dijo angustiada. “Ahora sé”, lloraba la rata, “ahora sé que lo mejor de la vida es estar vivo”. Cerró los ojos y se dispuso a morir. Su muerte no fue lenta. En ese momento abandonó su cuerpo y se elevó. Se había convertido en pájaro para dejar este mundo de sufrimiento, y volaba a un mundo mejor. El viento golpeaba suavemente su carita de rata, que por primera vez desde hacía mucho sonreía. Era una increíble paz. Al abrir los ojos todo a su alrededor era sutil algodón blanco. Estaba en el cielo, por fin libre de sus lastres y sus cloacas, libre de ser una rata sin ningún sentido de vida. Ahora sería un ángel y podría cumplir sus sueños. De pronto empezó a bajar, luego a caer, alcanzando una enorme velocidad, en picada, atravesando el lecho de algodón blanco. Como hacía tiempo que no comía y su barriga estaba vacía, sintió que el estómago se le escapaba por la boca y que los ojos se le salían de sus cuencas. Iba tan rápido que casi terminaba de despellejarse. No podía ser,

47 no había lugar para ella ni en el mar ni en el cielo ni en la tierra. ¿Acaso alguien la querría? La velocidad aumentaba sin cesar. Ya había pasado el lecho blanco y, muy pequeña, se veía la playa perdiéndose en el mar. Poco a poco todo se fue haciendo más grande hasta que pudo distinguir los árboles, las formas de la playa, las líneas de espuma, las grandes rocas, los cangrejos, las conchas, las piedras, los granos de arena. Con todas sus fuerzas, luchando contra el viento, que mantenía abiertos sus párpados, la rata pudo cerrar sus ojos. De golpe se detuvo, sintió un fuerte tirón en la espalda, un desgarrón y luego se estampó contra la arena. –¿Estás bien? Disculpa. Pesas mucho y te me escapaste de las garras. Era una voz que parecía salir de su propio vientre. La rata alzó la mirada y vio un ser grande, blanco, casi transparente que no daba sombra sino luz. –¿Eres un ángel? –dijo la rata. La gran ave sonrió. –No, todos piensan lo mismo, pero no. Soy una gaviota. Escuché tus gritos a lo lejos, cuando te estabas ahogando, cuando te diste por vencida, cuando renunciaste a tus sueños. Hablaba sin abrir el pico y su voz estaba en todos lados. Era una voz de paz y aliento que reconfortaba más que las aguas del mar. –Entonces, ¿no estoy muerta? –se sorprendió la rata. Sin dejar de sonreír y con la mirada llena de compasión, la gaviota le respondió: –No, claro que no, estás sana y salva. El arrullo de la presencia de ese ángel maravilloso la transportó a aguas calmas, donde se mecía suavemente. Su sonrisa no llevaba el estúpido rictus del delfín; era una sonrisa sutil que apenas podía percibirse con los ojos, pero que calaba hondo en el espíritu. –¿Y quién eres tú? –preguntó la rata.

48 –Yo soy Juan Salvador Gaviota. ¿Y tú, gracioso animalillo, tú quién eres? La rata se incorporó e irguió en sus dos patitas posteriores todo lo que pudo; tronaron sus vértebras y quedó medio torcida. Estaba deformada por tanto golpe y avatar, y cargaba una gran hinchazón que coronaba su espalda, adornada con finos listones de sangre. Todo tipo de porquerías se habían incorporado a la piel en las heridas cerradas, formando un oscuro pellejo de desechos. Las patitas se le habían torcido por las caídas y la columna vertebral se le descoyuntaba a cada salto. Además de un diente, había dejado una oreja en las fauces de un tiburón. –Yo, Óscar, la rata que ha abandonado las cloacas en busca de un sentido para su vida –dijo, sintiendo los ojos cálidos de Juan que se posaban sobre ella compasivos. –Esa es una tarea muy ardua, Óscar. La mayoría de animales necesita muchas vidas para tan sólo empezar el camino que tú ya has emprendido… pero yo te puedo guiar. La rata quedó emocionada ante tan generosa propuesta. No sabía qué decir, cómo agradecerle. Este pájaro sagrado había venido del cielo cuando más lo necesitaba, la había salvado la vida, y ahora le ofrecía guiarla hacia sus sueños. Seguro que ahora todo lo que había sufrido iría adquiriendo sentido. Pobre delfín, solo, buscando sus sueños sin rumbo ni brújula. Qué suerte tenía ella de haber sido escogida por la gaviota. Claro, el mar era como una cloaca interminable plagada de bestias hambrientas y el delfín… el delfín, una rata de aguas salobres. Por qué querer embarrarse en el fango que reposa bajo las olas cuando ella podía aspirar a posarse sobre las nubes transformada en ángel. Qué insensata y ciega había sido al seguir a tan abominable espejismo marino, a tan decadente gusano atrapado en aguas tan ponzoñosas que ni siquiera se podían beber. Pobre delfín, engañado por su propia ignorancia y encadenado a los confines de su miasma sin poder superar sus límites. Qué pena le daba. Ya no le guardaba encono alguno por su monserga vana.

49 –Dígame, maestro, haré lo que diga –más que respuesta le salió una genuflexión, una humillación pía, un besamanos. –Primero, rata, tendrás que entender muchas cosas, porque el que emprende un sueño sin el uso de su comprensión no llegará lejos. Estas palabras produjeron en la rata un violento espasmo de felicidad: claro, no era cosa de usar sólo el corazón, lo sabía, había que comprender. La gaviota siguió su discurso, inmutable. –Entender qué somos realmente y hacia dónde vamos, comprender al universo, sus fuerzas y secretos. Convencernos de que las únicas ataduras que nos ligan a estos límites materiales son nuestros miedos y nuestra estrechez de mente. Todo cuanto vemos, oímos y sentimos es sólo pensamiento; el espacio y el tiempo no existen sino en nuestro pensamiento. Somos y no somos, estamos y no estamos. Existimos pero debemos destruirnos, desaparecer para fundirnos con el universo, ser parte indivisible de él, una expresión sublime del todo. Todos somos divinos porque formamos parte del gran ser, pero para tener plena consciencia de ello debemos evolucionar y superar diversas etapas de pensamiento hasta llegar al estado de perfección. Superar nuestros pensamientos aprendiendo a meditar, aniquilando las ideas, poniendo nuestras mentes en blanco, sintonizando nuestro espíritu con el universo. El pensamiento es una energía de caos que interfiere con nuestros espíritus, los opaca, los individualiza y separa del todo. Cuando nuestro espíritu se hace libre del pensamiento, nos liberamos con ello de nuestras limitaciones espaciales y temporales. Yo, por ejemplo, he venido desde otro tiempo y otro espacio, un tiempo y un espacio muy diferentes a los tuyos, tiempo y espacio donde no hay límites materiales, lo que ustedes llaman cielo. Pero hay varios cielos, cada uno con un nivel distinto de perfección. Este, por ejemplo, es un cielo muy primitivo. Cuando los seres mueren, si han aprendido lo suficiente, se elevan a vidas en cielos superiores, si no, deben repetir su misma vida nuevamente. Por eso, nuestro

50 sentido de vida es aprender sobre el universo y sus secretos, estar en conjunción con el todo y acercarnos a su perfección. La rata no pudo oponer resistencia a la elocuente sabiduría de su nuevo compañero. Ser y no ser, ni verdadero ni falso sino todo lo contrario, estar sin estar, a la vez uno y todo. Armoniosa negación de todo axioma lógico. ¡La gaviota echó de un plumazo el principio de no contradicción! ¡Se deshizo por siempre del tercio excluido! La mente de la rata fue remecida desde su base. ¡Sabias palabras! Cayó de rodillas y lloró. Sus gemidos agonizaron por buen rato entre los árboles que limitaban la playa. Sus ojos se entornaron y sus manitas temblorosas asieron las patas peladas de la gaviota para lavarlas con sus lágrimas y secarlas con lo que le quedaba de piel. Sentía que su llanto la redimía de todos sus vicios y debilidades. Sentía que su corazón hinchado de dolor quería reventar, salir volando de su pecho convertido en gaviota. Atragantándose con su llanto hizo un gran esfuerzo para alzar la mirada hacia ese extraordinario ser enviado por el cielo a rehabilitarla. –Entonces, entonces… –se atoraba la rata–. Entonces eres un ángel. La gaviota le sonrió piadosa, extendiendo sus alas al cielo. –No, sólo soy alguien que ha venido a compartir sus conocimientos sobre el espíritu contigo. La rata continuó besándole las patas, lavándoselas y secándoselas con ahínco. Juan retrocedió. –No tienes que hacer eso, rata, ya te he dicho que sólo soy alguien que ha venido a ayudarte sin pedir nada a cambio –con sus alas la puso de pie y continuó–. Ahora descansarás de todas las peripecias que has pasado y meditarás toda la noche sobre el universo y sus secretos. Recuerda, siente las energías positivas fluir por tu ser interior. No dejes que tus pensamientos interrumpan tu meditación con sus energías negativas, aléjalos de tu mente.

51

Juan le dio la espalda y quedó contemplando el mar y las estrellas, que ya empezaban a brillar. Se sentó con las patas cruzadas y las alas entrelazadas. –Siéntate a mi lado y meditemos –le dijo a su nueva amiga. La rata lo obedeció. Sentada a su lado vio cómo cerraba sus ojos y su respiración se hacía lenta y pesada hasta casi extinguirse. Vio cómo opacaba a las estrellas con su brillo y parecía flotar en un aura blanca. Qué maravilloso ese pájaro. Ella sería igual. En armonía con el universo se volvería una estrella, se tornaría viento y surcaría los cielos por senderos desconocidos, hasta tierras aún no vistas; se liberaría de su dañado cuerpo material y su alma volaría libre por el tiempo y el espacio. Cruzó las patitas y entrelazó las manitas. Cerró los ojos e intentó respirar profundamente como su maestro. Sintió cómo todas las energías positivas del universo confluían en su espíritu. Se elevó en un aura blanca hasta los confines de un mundo desconocido. Estaba extenuada. Quedó boca arriba bajo las estrellas.

Cuando la rata se despertó empezaba a salir el Sol. Esa noche había dormido profundamente. “Meditar te llena de energías y reconforta el alma”, reflexionaba. “Es algo que se lo agradeceré a Juan por toda la vida. Es el principio del verdadero camino”, se dijo y se incorporó ávida de empezar su nuevo entrenamiento. –Ya estoy lista, maestro, disculpa que sea tan dormilona. Juan, que parecía haberse quedado dormido en la misma posición en que inició su meditación, se sobresaltó. –¿Qué, qué pasa? –Perdón si lo desperté maestro –dijo, contrita, la rata. –¡Despertarme! –bostezó Juan–. Nada de despertarme, yo nunca duermo, cuando llegues a la perfección lo entenderás, yo sólo medito. Dejé mi cuerpo junto a ti para que

52 estuvieras en compañía, pero estaba volando por otro lugar, en otro tiempo. La rata quedó maravillada. –¿Y yo también podré hacer eso, maestro? –interrogó ansiosa. –Claro, por supuesto, con mucho entrenamiento lo podrás conseguir. La gaviota, aún mareada por el prolongado viaje onírico, a duras penas se incorporó y, tomando unas conchas que yacían cerca a ella, se dirigió al mar y las llenó con agua. –Siéntate a mi lado mientras me desentumezco con las sales marinas. Observó largo rato cómo el maestro humectaba una a una sus plumas inmaculadas y las peinaba con su pico mirando su hermosa figura reflejada en el agua inmóvil de una de las conchas. Para poder volar hacia el infinito, le explicó, cada una de sus plumas, sin excepción, debía ser perfecta. La rata quedó extasiada por la belleza de aquel plumaje sin mancha que era capaz de llevar a la gaviota a mundos superiores. –¿Puedo tocarlo? –pregunto la rata con timidez. –Por supuesto, rata amiga, toma –le alcanzó una concha con agua–, con el agua purificadora del mar sentirás toda la energía. Y así fue. Mientras lavaba aquellas plumas blancas, la rata cerró los ojos para sentir su tersura, sutileza y la energía que le recorría todo el cuerpo al contacto con aquel pelaje propio de un personaje celeste. –Bueno, ahora empecemos tu entrenamiento; te enseñaré a volar, que es la forma en la que entrarás en contacto íntimo con el universo. Observa hasta el mínimo detalle de mis movimientos con sumo cuidado. La gaviota empezó a elevar sus alas lentamente, mostrándole al detalle cada uno de los movimientos necesarios para volar. Arriba, abajo, al lado. Extender, flexionar, juntar. Adelante, al medio, atrás. Una brisa suave ondulaba sus plumas, llenándolas de imperceptibles partículas de sal que las hacían brillar bajo la luz del Sol. Uno a uno se iban turnando los destellos que fascinaban a la rata, sumergiéndola en un trance

53 hipnótico. Al terminar aquella danza fantástica con una fórmula circular, la rata, alelada, casi se había ido de sí. –Estos son los pinitos del vuelo. Lo exclusivamente necesario para poder desplazarte en el aire. Aunque a eso aún no lo llamaría volar, es lo primero que debes aprender. A la vez que haces eso, como aún no tienes experiencia, deberás tomar un poco de carrera para darte un buen impulso. A duras penas la rata volvió en sí, y, cuando iba a emprender furibunda carrera, Juan la detuvo. –Con paciencia, mi querida amiga, con paciencia, todo a su tiempo. Antes de elevarte por los aires deberás memorizar el correcto movimiento de las alas. Practica tu aleteo ahí, donde te pueda ver, y siempre ten en cuenta que cualquier ejercicio que realices, hazlo meditando, pues la meditación es la base de todo aprendizaje trascendental. Señalándole un montículo cercano a la orilla, el maestro se sentó a meditar. La rata corrió a la duna, trepó sobre ella, aspiró hasta llenar por completo sus pulmones y empezó sus ejercicios. Zarandeó sus brazos frenéticamente, sin ton ni son. –Un momento, rata, detente un momento. La rata se detuvo ante la sonrisa compasiva de Juan. –Tómalo con calma, no hay apuro. Empieza por meditar y en tu meditación intenta recordar al detalle la clase magistral de vuelo que te acabo de impartir. La rata cerró los ojos y durante largo rato intentó reproducir en su mente los movimientos de su maestro. Poco a poco su mente fue poniéndose en blanco, sumida en el lejano murmullo del mar. Los recuerdos y sus imágenes se esfumaron, se sumergió en lo profundo de su mente, incorporándose a su auténtico ser. Abrió los ojos y sus brazos se empezaron a mover por sí solos. Lentamente primero, pesados, un poco torpes. –Muy bien, rata, estamos mejorando. Ahora el movimiento más fluido –aleccionó el maestro.

54 Las coyunturas de la rata empezaron a crujir. Un concierto de extraños ronquidos óseos salía de su cuerpo, deformado por los avatares de su accidentada vida reciente. –Eso es, ahora un poco más rápido. Intentó aumentar la velocidad de su aleteo, pero el dolor de los huesos se hacía insoportable. Las coyunturas se atoraban y saltaban, haciéndola retorcerse, quebrarse, enderezarse. –Ya casi lo tienes rata, ya casi... Una oreja le temblaba, algún ojo parecía saltársele, una pierna se retorcía, la boca se contraía; todo producto del desconcierto de sus coyunturas maltrechas y desordenadas. –¡Así, así, tú puedes! –la alentaba la gaviota. El dolor le iba cerrando los caminos y al fin una clara combinación de movimientos quedó para la posteridad. Retorciéndose como una serpiente acorralada, su cuerpo terminó por acomodarse a sus múltiples desperfectos. Una, dos horas. Perdió la noción del tiempo. Estuvo aleteando por largo rato mientras Juan Salvador le corregía la posición del cuerpo, comentaba sus aleteos, detalles, minucias, le contaba sobre los otros mundos que había visitado y sus maravillas. Su cuerpo se había acomodado a aquel concierto de frotaciones óseas. La rata había elaborado un intrincado estilo de aleteo, en el que coordinaba cada hueso y coyuntura en un patético baile rengo y saltarín para dejar toda ella de crujir. La voz del maestro se apagaba lentamente hasta que su espíritu partió en busca de la luz, en un viaje a lo desconocido a través de la meditación onírica. ¿Dónde estaría ahora?, ¿de qué prodigios estaría gozando? Los músculos le ardían acalambrados, pero con afán incansable la rata continuó así, por horas, a baile y brinco rengo, aleteando hasta el límite en que el dolor desaparece. Al regresar el espíritu de la gaviota de su viaje astral, fue testigo de un espectáculo que le sacó el alma del cuerpo. Anonadada quedó, admirada de aquel siniestro animalito

55 tullido que se retorcía en un grotesco calco de vuelo con increíble agilidad. Estuvo pasmada hasta que por fin reaccionó sacudiendo violentamente su cabeza. La rata estaba totalmente ida, surcando los aires de su imaginación, un contorsionista disparado por el impulso de un sueño desquiciado. De pronto un estruendo resonó en toda la playa y la rata salió de su ensimismamiento. El vientre de Juan exigía ya alimento. –Dios, ¿qué fue eso? –exclamó alarmada la rata. –No fue nada, mi querida rata, es que ya es hora de almorzar. Juan se paró haciéndole una señal con el ala. La rata abandonó el montículo y se acercó. –Has practicado intensamente durante horas, rata, eso es muy bueno, muestra tu temple y tenacidad, pero ahora tienes que reponer tus fuerzas. La rata, que había escapado del dolor por la intensa concentración a la que se había sometido, recobrada plenamente la conciencia, y de regreso en la realidad, empezó a sentir los estragos de tan dura actividad. Los músculos se le empezaron a acalambrar y sus coyunturas se quejaban por tanta fricción. Aun así, le sobraban ánimos para seguir trabajando en perfeccionar su técnica de aleteo. –Te he estado observando desde el tercer nivel celeste –le dijo Juan Salvador–, en donde anduve hoy ayudando a otra pupila, y te puedo decir con seguridad que lo has hecho muy bien. Ahora necesitas alimentarte. No es que sea necesario comer cuando uno llegue a la perfección, pero mientras estemos en este nivel primitivo y terrenal del espíritu, debemos alimentar el cuerpo al cual estamos encadenados. Ahora descansa, que debes estar extenuada, pupila mía, reposa mientras yo consigo algún alimento para ti. La gaviota alzó vuelo y, tras un breve reconocimiento sobre el mar, se lanzó en picada unas cuantas veces y regresó con algunos peces todavía retorciéndose en su agonía. –Comamos, pupila mía –invitó el maestro.

56 Hambrienta, la rata se arrojó sobre los peces que aún se movían. ¡Qué infinita humildad y bondad la de su maestro! Servirla a ella, una rata miserable, un aprendiz de gaviota. ¡Qué sabiduría y corazón tan grandes los de aquel ángel hecho ave! Ella no merecía tal suerte. La gaviota apenas había probado bocado. –¿Y usted no come, maestro? –preguntó solícita la rata. –Los seres celestes como yo comemos lo mínimo necesario para mantener en pie nuestras sutiles encarnaciones. La rata atacó con avidez los peces y vio cómo, con estas palabras insondables, la gaviota se sentó y reanudó el ritual de su aseo. Luego de comer, un llanto quebrado inundó el espíritu de la rata, a quien nadie jamás había tratado de esa manera. Tomando una concha se abalanzó sobre la gaviota, pero un rugido aterrador retumbó por toda la playa. –¡Jamás! Se erizaron los pelos y aflojaron los esfínteres de la rata, pero nuevamente aquella voz ventrílocua le arrulló el espíritu. –Mi querida pupila rata, recuerda que para volar hasta los mundos superiores hay que mantener la perfección del plumaje. No puedes tocarlo así no más, sin asearte las patas. Pero era obvio, qué idiota era, qué absurda y minúscula, necia, cómo se le ocurría siquiera rozar aquella herramienta divina con sus manos, ensuciadas por el terreno acto de comer. Cuando el maestro retomó su meditación, roncando a todo pulmón, la rata a duras penas pudo calmar su llanto emocionado y continuar con sus ejercicios. ¡Qué magnánimo, qué caritativo, qué noble era su maestro¡ Preocuparse así por un ser tan ínfimo como ella, una rata de alcantarilla. ¿Cómo podría pagárselo? Cuánto haría para mostrarle su infinito agradecimiento por haber compartido con ella toda su sabiduría, por encaminarla al camino de la verdad. Ya sabría su maestro cuánto devoción le profesaba. ¡Qué

57 exaltación, qué felicidad sentía! Por horas practicó sus técnicas de vuelo hasta que la gaviota regresó de su viaje astral. Entonces, sin esperar a que se recomponga de la agotadora travesía, corrió a recoger agua con las conchas . –Maestro, permíteme limpiar tu cuerpo puro –exclamó la rata con devoción. La gaviota no pareció sorprenderse. –Así sea, hija mía. Extendiendo sus alas para que la rata tuviera el privilegio de limpiar cada una de sus plumas. Al terminar el aseo, la gaviota se incorporó e hizo una finta. –Ahora voy por peces, para que tu esforzado cuerpo recupere sus energías. Pero tal perfección no debía ensuciarse con labores mundanas. –No, maestro, déjeme ir a mí, un espíritu como el suyo no debe perderse en quehaceres vanos. –Cuánta razón tienes, querida rata; en este mundo hay muchos seres que, como tú, necesitan de mi ayuda. Además, ahora que ya estás aprendiendo a aletear, aprenderás también a pescar. No es que sea necesario comer cuando uno llega a la perfección, pero mientras estemos en este nivel primitivo y terrenal del espíritu debemos alimentar el cuerpo al cual estamos encadenados. Además, de ese modo, asumirás mejor tu nueva condición de gaviota. Así que ahora haremos una prueba de tus habilidades pesqueras. Tienes diez minutos para traer todo el pescado que puedas. La rata se dirigió a la orilla y se detuvo. Aún tenía temor a que aparecieran los tiburones. Recordó además al monstruo de metal con sus enormes tentáculos atrapando la multitud de peces. Pero se sobrepuso. Recolectó rápidamente algas de la playa, se construyó una red de tentáculos y se la amarró a la cintura. Había obtenido cierta experiencia marina en sus peripecias con el delfín. Corrió lo más rápido que pudo hasta el agua y brincando las primeras líneas de espuma se sumergió para salir deslizándose sobre las olas hasta pasarlas. Tras ellas algunos pequeños cardúmenes se agitaban

58 ondulantes bajo el agua. Sabía que debía ser muy rápida. Se desató la red de la cintura, soltó sus tentáculos y, velozmente, atravesó el cardumen desplegando la red y atrapó buen número de peces, tantos, que terminó en el fondo por el peso de su pesca. Aguantó la respiración hasta que llegó una ola que, reventándole encima, la lanzó hacia la orilla, donde se arrastró tosiendo hasta abandonar el agua. Atragantándose, expulsó agua caudalosamente, tratando siempre de hacer el menor ruido posible para evitar interrumpir el viaje astral de su maestro. Pero este escucho su sufrimiento y, sin esperar segundo alguno, incorporándose con suma preocupación, fue en su ayuda. –Dios mío, rata, no debiste traer tanta comida, casi mueres aplastada. –Gracias, maestro, gracias por salvarme la vida nuevamente –hizo un gran esfuerzo para zafarse del bulto que la apresaba–, no sé qué sería de mí sin usted. Desató la red rápidamente. Sentía un agujero en el estómago. El pescado se desparramó en la arena y la rata se lanzó sobre él desesperada, pero un picotazo la detuvo en seco. –Con moderación, rata, la ruta de la perfección es un camino de mesura y templanza. Para llegar a ella hay que fortalecer el espíritu. Pero no te preocupes, que yo te ayudaré. Comerás cuando yo termine, así no cometerás excesos. Para cuando la gaviota se había saciado, apenas quedaban unos cuantos pescados flacos y pestilentes. Eructó y reanudó sus meditaciones. Pronto el maestro había entrado nuevamente en comunión con el universo. Entonces la rata se hincó hambrienta y, dando gracias al maestro que fortalecía su espíritu, deglutió los cadáveres con voracidad. Varias horas más tarde, cuando empezaba a anochecer, un prolongado bostezo anunció a la rata el arribo de su maestro. Tanto se había entrenado que no sentía el ardor de sus coyunturas, protegidas ya por gruesos cayos óseos. Y efectivamente, estaba más liviana. Qué gran sabiduría la de la gaviota; en menos de un día de trabajo la había hecho

59 bajar buena parte de su masa corporal. Al despertar, la gaviota quedó impresionada de la resistencia y el aspecto de su miserable pupila. Era toda ella hueso y pellejo. –Descansa, mi querida rata, descansa. Lo has hecho muy bien, creo que con ese peso ya estás lista para volar. Ahora necesitas recuperar energías y descansar para mañana. Ve a pescar y esta vez intenta conseguir algunos camarones, que tienen mucho hierro y te harán mucho bien a la sangre. El maestro se sentó y continuó su meditación mientras, de cuando en cuando, buscaba el tiempo transcurrido en las sombras que a su paso dejaba Sol. La rata volvió a reunir su pesca generosa y fue a darle el alcance a Juan Salvador, que entusiasmado por la cantidad de peces dijo: –Bueno, mi querida rata, ahora hay que desempaquetarlos, lavarlos con mucho cuidado y servirlos en conchas para poder comerlos. Reconfortada por la alegría de su maestro, la rata desató la red y se dispuso a lavar uno por uno los peces en el mar. Entre arenga y arenga de la gaviota, que no dejaba de meditar, ahora en posición tendida, como la llamaba ella. Esta vez, la rata se esmeró más con la cena. Recolectó choros y cangrejos de las rocas y entró al mar nuevamente a buscar conchas de abanico. Sacó algunas machas esquivas que se escondían en la arena y de un lago cercano llevó caléndulas para adornar la mesa. Al terminar todo, meditó de rodillas con la frente apoyada en la arena hasta que su maestro pareció haber regresado de sus viajes. Entonces la rata lo interrumpió tímidamente. –Maestro, maestro... –susurró. –¿Qué pasa, qué, qué pasa...? ¡Diantres!, rata, ¿aún no sabes que no debes interrumpir mis viajes astrales? ¿Ya está la comida? La rata bajó la mirada. –Perdón, maestro. Ya está, maestro.

60 A duras penas la gaviota se pudo contener. La rata había preparado un auténtico banquete. Las conchas estaban dispuestas en círculos concéntricos y en cada una de ellas había acomodado con exquisito cuidado diversas variedades de peces adornados con mariscos y cubiertos con algas de diversos colores. Grandes cangrejos colorados sostenían cada concha y una lluvia de pequeños pulpillos había caído sobre ellas. Eso era el paraíso. –Lo hice especialmente para usted, maestro, para agradecerle todo lo que me ha dado. Conseguí los cangrejos en las rocas –la rata le mostró sus heridas orgullosa–, y las algas las recolecté por toda la playa... –Ts, ts, sí, sí. Vamos a comer de una vez –se impacientó la gaviota sin saber por dónde empezar. Tímidamente, la rata cogió una pequeña concha que llevaba en ella un pez escuálido. El maestro le hizo tirar el bocado con un rápido picotazo. –¡¿Acaso estás loca?! ¡Tú no puedes comer esto! No te das cuenta de que te embotarías y no podrías practicar. Además, si quieres volar, debes estar liviana y perder un poco más de peso –le gritó con los ojos desencajados de ira mientras se atragantaba con todo lo que le entraba en el pico. Expulsó un tremendo escupitajo. Navegando en la inmensa baba expulsada sobre la arena se divisaba espinazos de pescado–. Eso es para ti, ahí tienes suficiente calcio para tus huesos y calorías para tu ejercicio. Así no engordarás, y te mantendrás ágil y liviana. La rata asintió agachándose, hincada con la frente en la arena, y comió tímidamente los desperdicios de la gaviota mientras esta no paraba de regalarse con el opulento banquete. Sin decir palabra, la gaviota devoró y escupió hasta hartarse. En cuestión de minutos todas las conchas estaban ya vacías y sólo quedaba un viscoso montículo de espinazos y baba verdusca del cual se alimentaba temerosamente la rata.

61 –Cuando termines acompáñame en mi meditación y no te levantes hasta que yo te diga. Ah, y no oses interrumpir mi viaje astral –dijo terminante la gaviota. Se alimentó de los escupitajos de cascarones de camarón y espinazos de pescado esparcidos por todo el derredor de la gaviota, desentrañando desperdicios de la arena, bebiendo babas gelatinosas antes de ser absorbidas por el suelo. Al acabar, y sin cambiar de posición, acompañó en la meditación a su maestro. La ansiedad no dejó dormir bien a la rata. Prácticamente no pudo conciliar el sueño. Al alba se paró y empezó sus ejercicios sobre el montículo hasta que, avanzado el día, el maestro anunció su retorno con un largo bostezo. Al verlo regresar, la rata se preguntó cómo hacía el maestro para nunca dormir. Su admiración por él no conocía límites. La gaviota estuvo algunos minutos volviendo en sí. Se irguió y le dijo a la rata: –Bueno, rata, ya regresé. Ahora veamos si puedes elevarte por los aires. Por fin llegaba el momento tan esperado, la prueba de fuego. Obtendría los réditos de sus largas sesiones de entrenamiento. Bajó del montículo y se concentró al máximo. Entonces empezó a correr, renga como estaba, y a dar brincos en círculos alrededor de la gaviota, aleteando frenéticamente, saltando en intentos desesperados por elevarse. La polvareda y el arenal que levantó fueron tales que empezó a formar una fosa alrededor de su maestro. –¡Basta, basta! Así nunca te elevarás –tosió la gaviota–. Detente. Te diré lo que haremos. ¿Ves aquella gran roca que se eleva a lo lejos y esa otra al otro extremo de la playa? –la rata asintió en silencio–. Si corres en círculos jamás volarás. Debes ir de extremo a extremo aleteando, concentrándote mucho, sintiendo fluir las energías del universo por tu interior. Recuerda, te lo he dicho una y mil veces, ¡medita!, ¡medita! Volvió a concentrarse y emprendió veloz carrera hacia la roca elevada, aleteando violentamente. Tras ella dejaba una estela de arena y sudor. Entre tumbos, brincos y revolcones anduvo la rata por mucho tiempo, yendo de un lado a otro de la playa sin

62 siquiera detenerse a tomar aliento, atragantada con la arena y el polvo. De pronto, una fuerte brisa cruzó su recorrido. Tan flaca y esquelética estaba la rata que la brisa la elevó por los aires mientras aleteaba con más furor para mantener su vuelo. –¡Maestro, maestro, soy una gaviota! –chilló la rata entre tumbos y revolcones–. ¡Puedo volar! Pero otra corriente de aire cruzó la brisa que la elevaba y formó un remolino que metió a la rata en una violenta espiral que le hizo votar hasta el último espinazo mal digerido de su estómago. Así anduvo la rata trastornada, girando por toda la playa, incrustándose en la arena para salir volando nuevamente, machacándose contra las rocas, estrellándose contra los árboles que limitaban la playa, hasta que el mar se tragó el remolino y fue a parar al agua, donde una gran ola la terminó de vapulear. Magullada, la rata encalló en la orilla. Casi sin conciencia y abrumada por el fracaso, no escuchó las carcajadas de la gaviota, que gritaba destemplada: –¡Esta rata es colosal, colosal! Así yació la rata hasta la mañana siguiente, cuando fue despertada por la gaviota. –Rata, rata, levántate, ya tengo la solución a tu problema. Lo que sucede es que en un principio las gaviotas nos dedicamos a pescar y somos empolladas hasta que nos crecen las plumas adecuadas para el vuelo. Creo que nos estamos saltando pasos. No hay que ser impacientes, todo a su debido momento. Recuerda, se requiere paciencia y tenacidad para comprender la totalidad del universo… La rata se levantó. –¿Y quién me va a empollar? Yo no tengo padres. –No te preocupes por eso, desde hoy yo te tomo como mi hija, yo te empollaré. Llorando de agradecimiento, la rata se tiró a los pies de la gaviota y le besó las patas. De un violento picotazo el maestro la apartó.

63 –¡Basta, rata! ¿Es que no lo entiendes? Yo no estoy acá por tu agradecimiento, tan sólo he venido a ayudarte para que puedas alcanzar la perfección –la rata le agradeció con mil y una reverencias–. Ahora construiremos tu nido. La rata siguió al maestro hasta la gran roca que limitaba la playa en su extremo oriental. La arena estaba surcada por el rastro que la rata había dejado al ser revolcada, lanzada, recogida y vuelta a revolcar por el tornado. Juan voló hasta una saliente en lo alto de la roca. –Acá construiremos tu nido. Recolecta pajas secas en tu red y tráelas. Luego te indicaré cómo armarlo. La rata contuvo sus lágrimas y bajó en busca del material necesario para su nuevo hogar. ¡Qué bondad sin límites, qué acción desinteresada, prohijarla aquel elevado personaje, aquel ser generoso! Hojas, ramas, paja, lianas. No pudo más. Un manantial de lágrimas de felicidad brotó de sus ojos, transfigurando todo cuanto veía. El Sol brillaba más que nunca, tiñéndolo todo de pan de oro. El mar fue más azul y el cielo más celeste. Las hojas de los árboles tornáronse esmeraldas y las aves, serafines. Por horas recorrió la playa y el bosque en estado de plenitud, hasta que llenó su red de paja y ramas secas. ¡La gaviota la había acogido con su paternidad bienhechora! Cuando regresó, la gaviota estaba meditando sobre la saliente. Trepó con gran esfuerzo hasta ella, no sin caer varias veces vencida por el peso de su carga. Al llegar estaba molida. Esperó ahí hasta que el maestro volvió de su viaje. –Muy bien, rata, ahora debes hacer un nido circular trenzando las ramas y cubriéndolo de paja para que mantenga el calor. En cuestión de segundos, la gaviota volvió a entrar en profunda meditación. La rata se aprestó a hacer su nido. Aún no lo podía creer. Trenzó y amarró las ramas por horas y con mucho afán lo cubrió de paja como lo había indicado el maestro. ¡Tenía un padre! Al terminar quedó contemplando su obra. Era un gran nido perfectamente circular, envidia de

64 todos los pajarracos que lo hubieran visto. ¡Ah, padre mío, estarás orgulloso de mí! Ahora podría ser empollada y le crecerían plumas nuevas para poder volar. Ahora podría aventurarse a los confines del tiempo y el espacio, adonde viajaba el maestro. Estaría en armonía con el universo y en camino a la perfección. Estas y otras elucubraciones fueron interrumpidas por el retorno del maestro. –Bien hecho, rata, has hecho un excelente trabajo. Jamás había visto un nido tan perfecto. Cada cosa que hagas debe serlo, así te acercarás a la perfección en cada uno de tus actos. Antes de que la rata pudiera agradecer o si quiera alegrarse por las felicitaciones de su maestro, un estruendo salió del estómago de la gaviota. –Ahora debes comer para recuperar tus fuerzas. Anda a pescar. Ya sabes que debes entrenarte para ser gaviota y las gaviotas, en un principio, pescan y son empolladas. Y recuerda, al preparar la comida, que todo cuanto hagas debes hacerlo con perfección. El maestro se sentó y continuó su meditación mientras, de cuando en cuando, buscaba el tiempo transcurrido en las sombras del Sol. La rata no podía esperar para demostrarle al maestro que cada día podía mejorar. Le prepararía un banquete que jamás olvidaría. Echó manos a la obra mientras la gaviota se acomodó en el nido con placidez y regresó a las alturas estelares de sus meditaciones. Jamás pupilo alguno, ni de este u otros mundos, le haría tal agasajo. Nadó, buceó, trepó, corrió al bosque, cazó animalitos y bichos, recolectó frutos. Cuidadosamente, sirvió un banquete digno de un dios. No tuvo que esperar demasiado a que el maestro aterrizara en este mundo. Pronto su estómago tronó y un prolongado bostezo lo trajo de vuelta. El maestro nuevamente quedó admirado por la industria de la rata, pero contuvo su emoción. Los peces estaban tan frescos que aún se movían. Había tantos colores en aquella mesa que muchos de ellos

65 no podrían ser hallados en el arco iris. La rata lo esperaba hincada de rodillas, con la frente pegada al suelo. –Maestro, las flores más dulces y coloridas que pude encontrar están acá. Los bichos más sabrosos que rondan bajo las sombras están acá... –¡Shit! Ya, silencio, rata, tanto viajar me ha dejado hambrienta y tú no paras de parlotear. La gaviota abrió el pico y lo dejó así extendido en toda su amplitud. Ante tal posición, la rata quedó desconcertada, sin saber qué hacer. Percatándose de esto, la gaviota cerró el pico y suspiró largamente. –Rata, yo no necesito comer, mi yo incorpóreo no necesita alimentos, pero me he materializado para poder ayudarte y voy a vivir por ello como ser de este mundo. Aun así, yo no necesito comer, pero lo hago para luego poder darte el alimento apropiado para tu entrenamiento. Incluso, podría hacer que esta modesta comida que me has preparado vuele a mi boca, pero voy a dejarte el honor de que me alimentes con tus propias manos. Nuevamente abrió su pico y lo mantuvo extendido. La rata, luego de seleccionar la comida meticulosamente, asegurándose de tener en mente la combinación adecuada de sabores, fue acomodándola con gran cuidado. Una vez lleno el pico, la gaviota saboreó extasiada por algún rato hasta que este se vació. Repitieron la operación una y otra vez, mientras la gaviota daba instrucciones, indagaba por sabores, hacía críticas y lanzaba regaños, hasta sentir que el vientre le reventaría si probaba un solo bocado más. Entonces, la rata se dispuso a comer, pero de un picotazo furibundo la gaviota la detuvo. La comida estaba deliciosa y quería guardarse el resto para más tarde. –¿Qué haces, estás loca, comerte mi comida? ¿Con qué te voy a alimentar luego? La rata se encogió hasta formar una pelota de hematomas y pellejos desgarrados. Ya más calmado, el maestro continuó.

66 –La guardaremos para más tarde. Ahora métete al nido para que te empolle. En unas horas te daré de comer. Ahí estarás suficientemente caliente para que te crezcan las nuevas plumas. Pero antes… –se irguió y extendió sus alas–. Con la lengua. Te doy el honor. La rata mojó las plumas de su maestro y limpió con su lengua cada resquicio de la gaviota. Fue feliz. Los antros más pestilentes de sus axilas, las entrepiernas sudorosas, la cloaca fétida, hasta que el maestro se hastió de tanta sumisión y asqueado gritó: –¡A tu nido! Rápidamente la rata obedeció. Entró en su nido y la gaviota se acomodó plácidamente sobre ella. Pero el nido de ramas y paja no tenía suficiente fuerza y cedió, y la rata soportó todo el peso de la gaviota en su espalda. Estuvieron así por largo rato, la gaviota cómodamente sentada en el nido y la rata intentando hallar una posición en la cual el maestro no la aplastara tanto. Cuando ya la había encontrado y lograba meditar, una tremenda ventosidad hizo retumbar el nido de tal forma que por poco se desarma. Luego, un gran hedor. –Rata, despierta, hora de comer. Abre la boca, ahora yo te daré tu alimento. La rata obedeció. Abrió el hocico y entre gases y estertores le entró un gran caudal de heces por él. Así continuó la gaviota por algún rato, expeliendo desechos entre profusas exclamaciones de placer. –Ah, oh, uh. Ahora estás recibiendo parte de mí, de mis entrañas. Parte de la gaviota te hará gaviota. La rata lloraba de felicidad recibiendo toda esa gaviota intestinal, intentando no desperdiciar nada, conteniendo la respiración para no escupir ni una gota de aquel maná. Terminada la comida con un largo pedo, el maestro aconsejó sabiamente: –Ah, ahora meditemos.

67 Al retornar de su viaje, el maestro se dispuso a comer lo que había quedado del banquete. Estaba malogrado. Furioso, despertó a la rata a picotazos. –Rata, rata. ¡Diantres, rata! Despierta, no seas tan dormilona. La ociosidad no te llevará a la perfección. Rata, ¿no te das cuenta de que necesito mantener el calor para que te puedan crecer nuevas plumas? Tienes que preparar una nueva comida. Sin esperar salir totalmente del sueño, la rata hizo un pequeño agujero en su nido por el cual salir y entrar sin incomodar al maestro. Tal proceder se repitió por varios días. El maestro, sumido en largas meditaciones de las cuales despertaba sólo para asegurarse de la correcta alimentación de la rata. La rata empollada durante horas en espera de que le crecieran sus plumas, saliendo sólo a pescar cuando el maestro lo ordenaba y preparándole cada vez mayores agasajos, engullendo cada vez más desechos. Qué más podía pedir que ser sustentado por aquel maná que brotaba día a día por el recodo más íntimo de su maestro. De vez en cuando, con temor a enojar al maestro, la rata preguntaba cuándo iban a crecerle las nuevas plumas. Cada día las preguntas se hicieron más ansiosas, hasta que la gaviota notó que tal estado de cosas no podría mantenerse por mucho tiempo más. Al cabo de varios días, al regresar de su viaje astral matutino, el maestro se paró del nido por primera vez. Aleteó un poco para desentumecer sus huesos y orear sus plumas y la rata escuchó sus sabias palabras. –Veo que ya te han crecido nuevas plumas, rata. En efecto, en el poco pelo trinchudo y chamuscado que le quedaba, a la rata se le habían formado duras y finas costras de estiércol tan sólidas como piedras. La rata no pudo contener su alegría: sí, tenía plumas, ásperas y verduscas aunque con la luz del Sol seguro se tornarían blancas y suaves como las del maestro. Saltando de felicidad, le pedía al maestro hacer su primera prueba de vuelo.

68 –Está bien, rata, pero recuerda bien los movimientos del vuelo, porque si fallas caerás en picada. –No se preocupe, maestro, mucho he practicado y los he aprendido bien. –Ahora, echa el nido abajo y ponte en el fondo de esta saliente. Concéntrate bien y luego corre hacia el vacío. La rata quedó un momento mirando el nido que por esos días la había alojado y que tanto esfuerzo le había costado construir. Con mucha tristeza lo echó cuesta abajo. Un agujero se le abrió en el corazón. Lentamente fue cayendo el nido, haciéndose pedazos, aquel hogar donde transcurrieron los días más felices de su vida, donde su espíritu tuvo el honor de cobijarse bajo el fuego de su insigne mentor y nutrirse de sus entrañas. Poco a poco el nido se fue deshaciendo, dejando tras de sí sus restos óseos. Aquellos felices días quedaban atrás. Entraba a una etapa nueva de su vida, una etapa de vuelo y libertad. Con el corazón reventándole de emoción, fue al fondo de la saliente y se concentró por largos minutos. Luego se lanzó a correr aleteando frenéticamente. Al llegar al filo del abismo dio un gran salto y se elevó algunos metros sobre la saliente, pero, antes de que pudiera gritar su triunfo, cayó en picada acelerada con tal velocidad que ni siquiera pudo seguir aleteando. Esta vez todo terminó rápido y sin preámbulos: acabó de cabeza con medio cuerpo enterrado en la arena. Al rato pudo distinguir, aunque no entender, la voz telepática de la gaviota que algo le decía. Pasaron los minutos y el maestro proseguía con su discurso sin darse cuenta de que la rata se ahogaba, pataleando desesperadamente con la cabeza hundida en la arena. Al fin la cogió de las patas, la arrancó del suelo y la tiró sobre un montículo. Sin esperar a que la rata se repusiera del todo, continuó su perorata. –Parece que las plumas no te han crecido bien; vamos a tener que darles una ayuda. Irás por toda la playa y recolectarás todas las plumas que encuentres, de preferencia las menos deterioradas y más tupidas.

69 La rata obedeció al instante y sin chistar. Si quería volar, debía hacer lo que el maestro decía; había sufrido peores reveses como para que este la detuviera. Recorrió por horas la playa hasta el anochecer. Al regresar, traía su red llena de plumas de toda gama de grises, dispuestas cuidadosamente para que no se estrujaran. El maestro seguía despatarrado, sumido en sus viajes estelares. La rata esperó ahí por horas hasta su retorno. Cuando se despertó, tardó algo en recuperarse de su prolongada travesía. –Ya es hora de tu comida, rata. Fue lo primero y único que dijo el maestro. La rata empezó a vaciar cuidadosamente su red para que las plumas no se estropearan. –Apura, rata, apura, que el hambre te va a matar. Y aunque no sentía hambre, sabía que el maestro tenía la razón, debía comer. Terminó rápidamente de vaciar la red y, luego de una ardua jornada, la mesa quedó más espléndida que nunca. –No está mal, rata, estás mejorando, aunque tengo pupilos que lo hacen mejor. Esta vez el maestro escupió gelatinosas masas de espinazos a su alrededor y la rata comió de ellos. Al terminar, la gaviota se dispuso a reanudar sus viajes. –Rata, en este momento tengo otro pupilo en un lugar muy alejado de este mundo que necesita mi ayuda, te pido paciencia. Tendida en la arena, la gaviota viajó en auxilio de su discípulo desconocido. La rata no perdió el tiempo. Reanudó sus ejercicios de vuelo sin detenerse hasta el siguiente arribo del maestro. ¿Cómo serían aquellos mundos a los que su maestro ascendía? ¿Qué fabulosos seres habitarían sus parajes celestes? ¡Pronto ella también transitaría los pasajes más recónditos del universo junto a su maestro! –Muy bien, rata, veo que tomas tus ejercicios con mucho afán. Descansa un rato y anda a pescar, que ya es hora de comer –dijo la gaviota a su regreso.

70 La rata interrumpió su entrenamiento para ir a pescar. Así continuaron sus existencias por algunos días más: la rata preguntando al maestro por el uso de sus nuevas plumas y él respondiendo que aún no estaba lista, que tuviera paciencia. Hasta que la gaviota notó cierta impaciencia en las preguntas de la rata. Volar como un ángel. Mundos celestiales. Ser y no ser. Entonces, supo que la rata estaba lista. –Muy bien, rata –dijo el maestro al despertar, antes de que la rata empiece con su salmodia de preguntas–. He visto cómo has evolucionado todos estos días, con qué tesón has entrenado, cómo se ha templado tu carácter y fortalecido tu voluntad. Veo que ya estás lista. La rata tembló toda de emoción al escuchar tales palabras de su maestro, y de hinojos, con la frente en el suelo, apenas pudo agradecérselo. –Ahora escoge las mejores plumas de entre todas las que has recolectado, las mejor conservadas, las más tupidas y más blancas de todas –ordenó la gaviota. Horas tardó la rata en realizar la tarea, escogiendo las mejores plumas, limpiándolas, clasificándolas por tamaños y colores y disponiéndolas ordenadamente en filas. Cuando terminó ya había oscurecido y sólo las estrellas y la espuma fosforescente del Mar iluminaban la playa. Al cabo de un rato, el maestro había regresado completamente de su viaje astral. La rata lo había esperado meditando, postrada a su lado, con la frente pegada a la arena. –Bien hecho, rata, ahora déjame estudiar cada pluma para poder ponerla en el lugar adecuado. El maestro escogió una pluma blanquísima, de punta roma, la pegó a la espalda de la rata y lentamente sintió cómo se abría paso, primero por la piel de la rata y luego a través de su carne. Primero percibió que algo se rompía, pero luego penetró suavemente. La primera pluma fue la que más dolió, un pinchazo agudo que tomó a la rata por sorpresa.

71 Un terrible aullido de dolor estalló en toda la playa. De un salto intentó incorporarse, pero el maestro le lanzó una seguidilla de terribles picotazos impidiéndoselo. –¡Ya, rata, no seas débil! La perfección exige pequeños sacrificios. La gaviota fue escogiendo cada pluma e incrustándoselas en la espalda. Escogía siempre las más blancas y romas de todas, quebrándole la piel y haciéndola saltar de dolor y recriminándola con severas punciones. Finos hilos de sangre corrieron por su espalda, rodeando promontorios callosos y cicatrices hasta empozarse en la arena. Pero la rata era fuerte y, mordiéndose los labios con el único diente de rata que le quedaba, no quiso flaquear en presencia del maestro, y no soltó lamento alguno. Luego continuaron los brazos y las piernas, las costillas y la panza. Al final la cabeza. La rata terminó completamente emplumada y tan agujereada que hasta respirar le causaba dolor. –Ya está, rata, pero has perdido mucha sangre, así que necesitas alimento –dijo la gaviota. –Pero maestro, me duele mucho y tengo pocas fuerzas. –¡Calla, rata, no seas tan débil! Pensé que habías templado tu carácter y fortalecido tu voluntad. Tu cuerpo es sólo la cárcel de tu espíritu. ¡Levántate! ¿No ves que el agua del mar cicatrizará tus heridas y hará estas plumas parte de ti? Llorando de vergüenza, la rata besó las patas de su maestro y, a pesar del intenso dolor y la disminución de sus fuerzas, se incorporó y caminó hasta el mar retorciéndose por los pinchazos que le martirizaban la piel. –¡Pero apura, rata, apura que no tenemos toda la noche! –urgió su maestro. A toda carrera, la rata entró en el mar, pasando las sinuosas líneas de espuma y sumergiéndose en sus aguas. Por unos segundos no sentía el cuerpo; su pellejo estaba adormecido, pero luego comenzó a nacer un ardor que no paraba de aumentar. La sal empezó a lacerar sus pellejos y meterse por sus heridas. La llenó un calor interior que parecía no disminuir nunca. De un gran salto salió del agua y nadó de tal modo hasta la

72 orilla que pareció caminar sobre las aguas. Ni siquiera en la arena consiguió reposo para el dolor. Revolcándose y retorciéndose, no paraba de chillar. –¿No ves qué bien te ha hecho, rata, ya no sangras? –la animó la gaviota. Y era cierto, ya no sangraba, casi instantáneamente las heridas habían cerrado al contacto con el agua salada. De pronto, “miel”, pensó la rata, “la miel endulzará mis saladas cicatrices”. Haciendo un último esfuerzo, sin dejar de retorcerse y chillar como un demonio, la rata se arrastró hasta el interior del bosque en busca de miel. Raspándose y enganchando sus heridas en las ramas, divisó por fin un panal. Intentó trepar hasta él, pero no pudo. Entonces, blandiendo una rama, echó abajo el panal y desesperada se lanzó sobre él y se revolcó en su cera y miel. No tuvo mucho tiempo para calmar sus heridas en la miel, porque pronto un enjambre de abejas le propinó innumerables picaduras tóxicas. Sin aplacar las heridas de las plumas e infestada de abejas, la rata salió despavorida y no paró hasta el mar. Aunque el dolor era intenso, se sumergió largo rato hasta que tuvo que salir a respirar, pero las abejas eran muy pacientes y la esperaban disciplinadas para infligirle más picaduras. Así estuvo la rata, sumergiéndose en el ardor de las aguas saladas que cocinaban sus heridas y elevándose entre picaduras de abejas hasta que todas murieron hincándole sus aguijones. Ya en la playa, votando agua por todos los agujeros de su cuerpo, la rata emprendió el regreso al panal. En él se revolcó hasta calmar el dolor de las heridas y pinchazos.

Varios días tuvieron que transcurrir para que pasaran totalmente los dolores y las infecciones. La piel fue recuperando su elasticidad al desprendérsele una a una las costras. A veces, para poner a prueba su templanza, la gaviota se acercaba sigilosa y le arrancaba una costra luego de hundirle el pico bajo la piel. Entonces, la rata salía despavorida, aullando de dolor, agradeciendo entre alaridos y lágrimas los detalles del

73 maestro. Pero al fin valió la pena. Las plumas, aunque marrones por la sangre, la miel y la tierra que las había manchado, le quedaron fuertemente adheridas al cuero, formando parte constituyente de su cuerpo. En esos días la rata no ejercitó sus aletazos, sólo se dedicó a meditar al lado de su maestro, a pescar, recolectar flores, miel y resina, a cazar pequeños reptiles que pululaban por el bosque, alimentar a su maestro con sus manos, asearlo con su lengua y a comer todo lo que ofrecía y expelía su cuerpo. Apenas estuvo recuperada retomó su entrenamiento con más furor que nunca. Había que recobrar el tiempo perdido. Cada movimiento era debidamente estudiado y repetido cientos de veces, hasta que se convertía en un acto reflejo. Un día el maestro se puso de pie. –Ya estás preparada, rata. Ya tienes nuevas plumas y una técnica de aleteo perfecta. Ahora trepa la gran roca hasta la saliente en la que te empollé y lánzate a toda carrera desde ella. Y no tengas miedo, ten confianza en tus capacidades. Recuerda que todos somos parte indivisible del universo. Sin dejarse embargar por la emoción para poder concentrarse a fondo, la rata corrió hacia la roca. Mientras lo hacía se sintió ligera, casi incorpórea. Sus plumas y su raquitismo la suspendían por momentos en el aire y su forma aerodinámica de cabeza puntiaguda le proporcionaba gran velocidad. Trepó sin esfuerzo hasta la saliente y se detuvo un instante al fondo de esta. Desde ahí las olas del mar empequeñecieron y su espuma se desvanecía como el agua en la arena. Recordó sus tribulaciones y sufrimientos, recordó el desengaño del delfín y el tiempo perdido, la esperanza fugitiva que había regresado a ella. Recordó cada amanecer y ocaso, evocó todas las noches de incertidumbre y padecimiento. También cada golpe. Las olas, las rocas, la arena, el pulpo gigante, sus cazadores y el tornado. Vio a lo lejos el horizonte, el pliegue donde se divide el mundo en dos: la tierra de las ratas y el espacio de los ángeles, un mundo sutil al cual ella pronto pertenecería. A lo lejos, más allá del horizonte, el cielo era una caldera enorme lanzando humos de colores. La rata echó un último vistazo hacia la tierra, ese mundo

74 subaéreo que pronto dejaría atrás. Corrió hacia el vacío y antes de llegar a él dio el gran salto. Su poco peso la hizo elevarse varios metros y aleteó desesperadamente. Esta vez se pudo sostener en el aire. El maestro la observaba desde tierra boquiabierto. Se sentía liviana, incorpórea, hecha de aire y nubes, de polvo estelar. Como un abejorro escuálido, su incesante aleteo zumbaba casi sin desplazarla de su sitio. Desde la tierra se veía una mancha negra que ensuciaba el cielo limpio de la mañana, un enjambre informe de moscas y desechos flotando sin rumbo. Desde el aire la rata veía la inmensidad del mundo, el mar inconmensurable y la arena donde este reposaba; más allá, limitando la playa, el bosque se había convertido en un lecho de nubes verdes y su maestro, pequeño y resplandeciente, en medio de todo aquello. Qué gran felicidad sentía la rata. Al fin podía volar, ser parte del cielo. Verlo todo desde arriba proporcionaba una perspectiva más vasta y completa de las cosas. Una tenue brisa la arrastró lentamente haciéndola dar suaves vueltas como un tiovivo. –¡Soy una gaviota, soy una gaviota! –extendiendo los brazos hacia el cielo–. ¡Soy una gaviota, soy una gaviota! –abrazando al universo entero. Chillaba la rata al fin convencida de haber logrado su cometido, mientras su zumbido tronaba rompiendo la paz de aquel paraje tranquilo. Volaba. Pero no volaba, era una pelusa de polen perdida en la brisa de la mañana, arrastrada al garete por las corrientes matutinas. Con el pasar de los minutos la brisa tomó fuerza y se hizo viento, que la impulsó en vueltas cada vez más rápidas hasta que ya no pudo ni chillar ni aletear. Tan rápido giró que los colores se mezclaron y las formas se confundieron, tornándose todo en caos. El trompo de mugre y plumas se estrelló en la arena y empezó a rodar como una bola de paja en el desierto, rebotando y cayendo sin parar. En tal situación estuvo la rata por largo rato, yendo y viniendo a volteretas y rebotes hasta que fue a dar a una gran roca que se elevaba en el extremo opuesto de la playa. Al fin quedó atracada en una hendidura de donde el viento ya no la pudo sacar no sólo por haber quedado estrechamente

75 apretujada, sino también porque de tanta arena que llevaba en sus plumas su peso se había duplicado. Tantas piruetas había hecho la rata que el mundo no paró de girar por largo rato. Poco a poco se fue disipando el mareo y empezó a distinguir los colores, objetos y sonidos, y entre ellos, al maestro y su voz telepática. –No estuvo mal, rata, las plumas funcionaron, aunque te faltó equilibrio y estabilidad. Estoy seguro de que con un par de alas más largas podrás maniobrar adecuadamente en el aire. Después de todo, aunque había sido revolcada en la arena y machacada contra las rocas, el maestro tenía razón. No había por qué darse por vencida ahora. Había volado y lo único que le faltaba eran alas adecuadas. Sin decir palabra, la rata se zafó de la hendidura, se hincó de rodillas, besó las patas de la gaviota en agradecimiento por todo lo logrado y por el sabio consejo y emprendió el proyecto de sus nuevas alas, no sin que antes esta le propinara su picotazo diario y le hiciera lamerle las axilas y el ano. Con la experiencia ganada en la fabricación de las nefastas aletas de delfín que en tantos embrollos la habían metido, inició la construcción de sus nuevas alas. Con un junquillo como lápiz hizo todos los cálculos necesarios, tomando en cuenta distintas trayectorias y velocidades de viento, densidades de masas de aire, peso y masa corporales, forma y tensión muscular, intentando deducir dimensiones y formas óptimas para sus alas. Luego recorrió toda la playa y buena parte del bosque en busca de materiales adecuados para ellas. El método fue el mismo que el usado para la construcción de las aletas, pero esta vez la experiencia le proporcionó mayor exactitud en sus cálculos. Al cabo de algunas horas de concienzudas cuentas y trabajo arduo la rata había concluido su labor, aunque sólo sabría si con éxito cuando probara sus alas. Estaban hechas cada una de finas varillas de junco trenzadas de tal forma que adquiriesen un arco perfecto y buena elasticidad. Tenían cada una dos partes a manera de brazo y antebrazo que, pegadas a sus brazos, se manejaban con un mecanismo de

76 poleas. Las plumas fueron pegadas con resina de árbol. Esta vez no esperó a que su maestro regresara de su viaje astral. No pudo, la ansiedad le devoraba las entrañas. Corrió hacia la cima rocosa para emprender vuelo desde ella, pero en pleno camino notó que sólo con extender sus alas ya planeaba levemente sobre la arena. Entonces empezó a aletear. Los primeros aleteos fueron pesados, pues aunque había practicado bastante, no lo había hecho con alas y no conocía la resistencia del aire. Tampoco manejaba bien la flexión de sus alas, aunque no tardó en controlar el sistema de poleas. Poco a poco fue encontrando los ángulos más eficientes y acostumbrando sus músculos a las largas alas que ahora tenía. Aunque descubrió que los movimientos necesarios para controlar sus alas eran distintos a los de sus entrenamientos, el concepto era el mismo. Así, la rata no tardó en realizar largas aleteadas sin mayores esfuerzos. Por fin se elevó en el espacio nocturno venciendo las ráfagas bajas que venían desde el mar y empezaban a elevarse por el calor de la arena tibia. Batió y batió sus alas hasta sobrepasar la gran roca, girando entonces en un ángulo cerrado para planear rasante sobre la orilla. Las aguas eran calmas y la espuma fosforescente alumbraba su vuelo. Aleteó nuevamente y se elevó dirigiéndose hacia el bosque. Sobre él pudo sentir las hojas de las copas de los árboles acariciando su vientre, y dejando sus alas extendidas apoyadas sobre el aire, se detuvo sobre una rama. Anduvo así, extasiada por todo cuando veía y sentía, por horas, volando de lugar en lugar, posándose de rama en rama, planeando sobre las olas del mar que apenas se levantaban, haciendo figuras y giros. Transcurrieron las horas y al fin amaneció. Todo se veía distinto desde el aire: la noche, el mar, las estrellas, el Sol que despertaba. Al mediodía, cuando el maestro despertó, la rata volaba en círculos sobre él chillando a todo pulmón. –¡Maestro, maestro, ya puedo volar, soy una gaviota, soy una gaviota!

77 La gaviota alzó la mirada y la vio sobre él. Sacudió la cabeza y se frotó los ojos. No lo podía creer: era la rata, volando con ese hechizo que ella había llamado alas. Embargado por el horror y la desesperación, no pudo decir palabra. Ahora quién le prepararía tan exquisitos banquetes, quién le asearía delicadamente sus alas, quién le llevaría la comida al pico, quién la haría divertirse con hilarantes golpes y estrellamientos, quién se hincaría a sus pies y le besaría las patas, quién la reverenciaría. Tendría acaso que volver a arrojarse sobre los desperdicios de los barcos pesqueros peleándose con otras gaviotas por algunos pocos desechos, picoteándose unas a otras, arranchándose colas o cabezas de pescados. En suma, ¿ahora quién la llamaría por su nombre?, volvería a estar condenada al anonimato, desaparecería nuevamente. –Muy bien, rata –dijo la gaviota con voz entrecortada que su pupila interpretó como sincera emoción. Voló hacia la rata torpemente por el sobrepeso resultado de tanta comilona. Debía dar punto final a tal evento contra natura–. Te felicito, rata. Ahora estás lista para entrar en armonía con el universo. Tus alas son impresionantes, nada tienes que envidiar a cualquier gaviota. Has hecho un trabajo excelente. ¿Cómo están pegadas tus alas a tu espalda? –Con un arnés están atadas, maestro. –¿Y el arnés a qué parte de las alas se agarra? –A su esqueleto, maestro. –¿Y con qué están pegadas tus plumas a su esqueleto? –Con resina del árbol de goma, maestro. –Muy bien hecho, rata, tu ingenio es admirable. Se hinchó de orgullo y agradecimiento el corazón de la rata. –Ahora sígueme, rata. Empezaremos tu entrenamiento con el control del vuelo lento y de gran altura.

78 El maestro emprendió un lento vuelo ascendente. A cada metro el panorama de la rata se ampliaba más. Parecía ver más allá del horizonte, tras los picos nevados de las montañas. A medida que ascendía todo se hacía más pequeño, mínimo, perdiendo los colores y las formas, confundiéndose en un todo armónico. Esa era la esencia del universo, donde toda individualidad desaparecía; todo objeto se atomizaba para desvanecerse y conformar un solo cuerpo, para transformarse en energía pura. Y ella era espectadora privilegiada del grandioso espectáculo que era la verdad. Subieron más y más, hasta sobrepasar las nubes. Ahora todo resplandecía, era energía pura. Alzó la mirada y vio al Sol más grande y reluciente que nunca. Enloquecida de emoción, comenzó a chillar: –Soy una gaviota, soy una gaviota. Arriba, arriba, hasta las estrellas. La rata empezó a aletear frenéticamente hacia el Sol. Sus poderosos rayos colmaron su cuerpo de fuerzas, su espíritu de vida y el pegamento de sus alas de tal calor que empezó a derretirse. Al cabo de unos segundos la rata empezó a desplumarse. Ya no avanzaba y comenzó a descender, dejando al principio una escasa estela de plumas. Tal era su emoción que no notó el peligro, y empezó a caer a gran velocidad. Su forma aerodinámica hacía mucho más rápida la caída. Recordó aquel momento decisivo en su vida, cuando ahogándose, rendida luego de hacer un último intento por llegar a la playa, empezó a elevarse sin saber cómo ni por qué, y luego de llegar hasta las nubes, caer y caer como una roca. Ahora había superado al maestro, la velocidad que entonces alcanzó no era nada comparada con esta. Agitó con más ahínco sus alas peladas, y zumbaba el bambú como un enjambre de mil moscas. –Soy una gaviota, soy una gaviota –gritaba frenética. Poco a poco todo iba recobrando sus colores y formas, su ser individual y distinto. El Mar, la playa, el bosque, los árboles, los montículos, la espuma, las gotas de agua que saltaban al reventar las olas.

79 Se proponía esperar hasta el último segundo para detenerse y demostrar al maestro que era mejor que él. Aceleraba su aleteo mientras recordaba la tarde en que conoció a su mentor. Caía y caía mientras se proponía dominar la velocidad. Esos momentos le parecieron eternos, pero eran sólo fracciones de segundo. Milésimas durante las cuales se concentran los sentidos para descubrir detalles que en otros momentos serían borrados instantáneamente de la memoria por ser irrelevantes. Nunca, por ejemplo, la rata se había dado el trabajo de observar individualmente cada grano de arena de la playa, notando que, efectivamente, no hay un grano igual a otro. Aún en esa multitud de particularidades, el cerebro tiene la capacidad de descubrir, deducir, discernir, aunque tales funciones no sirvan de mucho en aquellas circunstancias ineluctables. Sus brazos estaban chorreados de goma derretida. Sus plumas volaban libres para no volver. No hubo tiempo para mayores reflexiones. Un estallido y golpe tras golpe. Molerse los huesos. Hundirse en la aguas. Aplastarse contra el fondo. Por inercia o porque todo fue tan rápido que aún no asimilaba su fracaso, siguió batiendo sus alas furibunda hasta salir del agua y casi despegar “¡soy una gaviota!”. Hundirse nuevamente, burbujear, “soy una gaviota”. Cuando despertó, lo primero que vio fue al maestro, esperándolo con rostro preocupado y lo llamó con un estertor. –Maestro, maestro, ya no puedo más, voy a morir. Dando un suspiro de alivio, el maestro le respondió: –¡Estás loca, rata! ¿Ahora que has conseguido volar te vas a rendir?, ¿ahora que has tocado las nubes y has sido parte del universo? Descansa un poco y luego construiremos unas alas que no se derritan con el calor del Sol. Yo pasaré la noche en vigilia a tu lado, haciéndote reiki, transmitiéndote energía vital y sanadora con imposición de alas. Era cierto, el maestro nuevamente tenía razón, no podía rendirse ahora que había volado hasta lo más alto del cielo y casi tocado el Sol. Recordó todo cuanto vio y sintió

80 desde aquellas alturas maravillosas. Dormiría ahora con la ayuda del reiki del maestro para reponer sus fuerzas. Mañana estaría sanada e iniciaría la construcción de unas alas que lo resistirían todo, los vientos más fuertes, las caídas más severas, el Sol más ardiente. Pero apenas cerró los ojos para descansar oyó un graznido. –¡No seas demente, roedor!, no puedes dormir ahora, tienes que comer algo, no tienes suficientes energías para resistir toda la noche sin alimento. Ahora el mar está calmado y no tendrás que hacer mucho esfuerzo para pescar. Los bichos del bosque duermen y podrás emboscarlos fácilmente. Levántate de una vez y ve a cazar. Y hazlo con perfección, per-fec-ción –y le dio un picotazo en la cabeza. El maestro tenía razón, la acción de aquel día le había consumido casi todas sus fuerzas y necesitaba reponerlas para sobrevivir a la noche. Medio muerta, la rata se puso en pie y partió hacia el mar. Se movía tullida y renga, sin poder disimular los crujidos de sus vértebras, sonámbula. El maestro lo sabía todo, debía ser una cena especial, una fiesta por su primer vuelo. Y así fue, una comilona maravillosa, una clara muestra de que estaba a un paso de la perfección. Preparó la cena y con sus últimas fuerzas, hincada de rodillas, con la frente en la arena, esperó a que el maestro regresara de su viaje astral. –Rata, rata –el maestro la sacó de su ensueño con un certero picotazo–. Despierta, rata, no seas ociosa, ya tienes que comer. Abrió el pico y quedó así, esperando a que la rata lo nutriera. La rata lo alimentó con gran tiento, agradecida de poder servir de tal forma a su maestro. La gaviota escupió y la rata comió y bebió de los gargajos desparramados a su alrededor. Sólo pepas y cáscaras sumergidas en babas gelatinosas quedaron para ella, pero así y todo supo disfrutar su dulzor. Terminado el agasajo para uno y la servidumbre para la otra, el maestro retomó su viaje astral y la rata perdió la conciencia instantáneamente, sumida en el más profundo de los sueños.

81 Esa noche, la rata emprendió vuelo con alas que jamás había visto, compuestas de una estructura de juncos dispuestos en forma de abanico unidos por delgados y translúcidos pellejos curtidos de rana. Las alas se plegaban y desplegaban con gran facilidad y con ellas viajaba más rápido que el viento y soportaba las temperaturas más cálidas. Así, alada, voló hasta los confines del universo, hermanándose con el Sol y las estrellas hasta que, convertida en luz, se tornó en un astro más que brillaba por siempre en el fondo de la noche estrellada. Despertó al empezar el alba, cuando apenas el Sol empezaba a dar color al mundo y las estrellas se tomaban un descanso. Aún en el ensueño, se paró y echó manos a la obra. Sus sueños le habían mostrado el camino. Fabricaría las alas perfectas. Realizó cálculos e hizo planos durante toda el alba. Afinando sus métodos, desarrolló cientos de fórmulas que esta vez, además de velocidad y fuerza del viento, resistencia del aire y aerodinámica en general, incorporaban impactos, calor y resistencia de materiales. Por fin sería digna pupila de su maestro. Juncos, algas, ranas. La gaviota estaría orgullosa de ella. Arneses, sogas, estructuras. Esta vez no lo defraudaría. Despellejó a los batracios, embadurnó los pellejos con aceite de culebras y los dejó curtiendo al Sol por algunas horas, untándolos con aceite de cuando en cuando. Las ranas eran pellejos y los pellejos, suaves pieles, flexibles y lisas por donde resbalaría fácilmente el viento, tan finas y ligeras que casi se podía ver a través de ellas. Atar, armar, acomodar, ajustar. Ya estaba todo listo, ahora sólo había que probarlas. Sabía que esta vez las sentiría distintas, pero el concepto de vuelo era el mismo. Dio un aletazo suave y prolongado intentando percibir la justa medida de la fuerza necesaria para controlar sus nuevos apéndices. Otro más para sentir la resistencia del aire y ya se había elevado. Ahora sus alas eran más livianas y flexibles que las anteriores, le daban mayor control y le demandaban menor esfuerzo. Sin esperar más se aventuró hacia el cielo azul de la mañana. Estaba despejado, sin nube alguna que se interpusiera entre ella y el Sol.

82 Pasaría la prueba de fuego de una vez, no esperaría más. Aleteó con fuerza y rápidamente tomó altura. Aleteó sin parar hasta que abajo, en la Tierra, las formas desaparecieron y los colores se mezclaron para formar un todo indivisible. Estaba en el reino del Sol, jugueteando junto a él, contemplando el vasto mundo bajo sus patas. –¡Estoy junto al Sol, estoy junto al Sol! –chillaba agitando las alas y haciendo ágiles figuras, llenándose de vida, bañándose con los rayos del Sol. –¡Estoy junto al Sol, estoy junto al Sol! –los chillidos fueron tan fuertes que se escucharon en toda la playa, y la gaviota se despertó con gran sobresalto para entender por fin que ya todo estaba perdido: la rata no necesitaría más de ella. Con curiosidad y resignación, trabajosamente, alzó pesado vuelo siguiendo el sonido del chillido. Poco a poco los gritos se hicieron más fuertes hasta que divisó a la rata volando alrededor del Sol. –¡Maestro, maestro, ahora ya estoy listo para viajar a las estrellas como usted! El maestro le regaló una sonrisa resignada. Ahora ella misma debería conseguir su comida, asear sus plumas y preocuparse de su supervivencia. Ya no habría más agasajos ni comilonas. Rendida, la gaviota emprendió su regreso a tierra. Gorda y falta de físico por tanta comilona y tanto ocio, su vuelo se había tornado lento, cansino, disimulado muy bien por su impostura y elegancia. Sería muy difícil, si no imposible, conseguir un idiota que la sirviera tan bien y con tanto esmero como aquella deleznable rata. Mientras en estas disquisiciones se perdía el maestro, la rata volaba a su alrededor sin parar de chillar. –¡Soy una gaviota, soy una gaviota! Tanta idiotez le colmaba la paciencia. ¡No podía ser, todo eso era un horrible error! Las ratas no vuelan y menos mejor que una gaviota. Pero aquel era el triunfo de la credulidad y la estupidez extrema, llevada a tales límites que la convertían casi en sabiduría. No podía más, no soportaba ese especial entusiasmo patrimonio de los idiotas absolutos. Deseaba matarla, quería que algo ocurra y que cayera en picada nuevamente

83 hasta darse contra la roca más sólida de la playa, se partiera en dos el cráneo y muriese instantáneamente mientras ella recobraba la corona del vuelo de aquella playa. Que muera, que muera, rata maldita. Abajo, un grupo muy diverso de animales retozaba en la arena a pierna suelta. “Ahora vería aquel engendro infecto”, se dijo Juan Salvador. Jamás podría competir en elegancia y belleza con ella. Voló hacia la manada heterogénea y sobre ellos empezó a hacer hermosas figuras con mucha impostación. Tan elegante y llamativamente sabía volar Juan que toda bestia sin excepción, al ver aquel despliegue, quedó extasiada. Poco a poco todos estaban de pie admirándola y aplaudiéndola. Nuevamente el alma le volvía al cuerpo. Jamás la informe rata podría igualar su porte elegante. Pero pronto un chillido desgarró el aire y le arruinó el momento de triunfo. Era la rata, que llegaba chillando a todo pulmón sin darse cuenta de que perdía altura rápidamente y arrastró consigo a la gaviota en su caída hasta dar en el suelo. Tan siniestra aparición heló la sangre del improvisado auditorio, que empezó, con piedras y palos, una descomunal paliza contra la rata. Toda la chusma enardecida se abalanzó sobre ella dando de alaridos. –Un murciélago, cuidado, un murciélago –decían alarmados, enloquecidos. Querían liquidar al chupador de sangre. Todo ocurrió muy rápido. La gaviota intentó huir de aquel lío, pero gorda y lenta como estaba, fue atrapada en la maraña de golpes. Poco pudo hacer con sus pesados aletazos. Cuando las fuerzas de la turba se agotaron y se tomaron un momento para reponerlas, vieron a la gaviota en el suelo con el pico partido y el cuello roto. Sus plumas blancas ahora refulgían con el rojo brillante y oscuro de la sangre. Al ver la atrocidad que habían cometido, al reconocer el error, quedaron helados. Uno a uno cayeron a la arena los garrotes. Miradas de soslayo. Silencio cómplice.

84 La turba se fue alejando lentamente y cabizbaja hasta que sus pasos se hicieron imperceptibles. Entonces, algo se movió bajo la gaviota. Unas manitas se asomaron y, forcejeando, la rata escapó del pájaro moribundo. Se arrastró confusa por unos segundos e instintivamente se tomó el rostro, tanteándolo hasta llegar al ojo. No estaba, le faltaba un ojo, de un palazo lo habían reventado, sólo quedaba una cuenca llena de humores gelatinosos y partes de tejidos de lo que antaño fuera el globo ocular. Sin medir la real magnitud del suceso, mareada por tal golpiza, se dijo que aún le quedaba otro y que sería suficiente. A duras penas pudo ponerse en pie y, al voltear, sobre un charco rojo que se iba tragando la arena sedienta, vio al maestro casi desplumado. Su pico estaba partido, y sus alas y cuello, rotos. Hilos de sangre nacían de las comisuras de sus ojos y sus labios, y discurrían por su pellejo hasta perderse entre las pocas plumas que le quedaban. Una braza ardiente a punto de consumirse. La rata cayó de rodillas a su lado con los brazos extendidos, viéndola horrorizada de pies a cabeza. Llorando desconsolada, apenas le salían las palabras. –Maestro, maestro, qué le han hecho. ¿Por qué no les habló a la mente como a mí?, ¿por qué no nos hizo viajar a otro lugar superando los límites del tiempo y del espacio?, ¿por qué no nos desvanecimos como un rayo de luz para hacernos un uno indivisible con el universo? Maestro, no lo entiendo, no muera, maestro. Lo tomó entre sus brazos y sus lágrimas ardieron en el rostro maltrecho de la gaviota. Con ojos entornados que parecían saltarse de sus órbitas, atragantándose con su propia sangre, entre burbujas y gorjeos, el maestro logró decir unas últimas palabras. –Maldita rata estúpida, todo esto por tu culpa, maldita rata... La gaviota había muerto y la rata quedó confundida por sus postreras palabras. De rodillas, con el cuerpo inerte de Juan Salvador Gaviota en su regazo, recordando la noche entera todo lo vivido, cada golpe, cada caída y cada ofrenda de comida a la gaviota, entendió entero el significado del último estertor de la gaviota. Si era tan poderoso ¿por

85 qué no se había salvado a sí mismo?. Su muerte absurda lo hacía no más que un charlatán, un vividor. No había perfección ni energías universales de las cuales ser parte. Sólo una inmensa soledad y el destino incierto que nos espera a cada cual. Y mientras el universo entero escapaba de sus manos hacia el cielo, aquellos dos seres miserables, uno vivo y otro muerto, fueron haciéndose pequeños, perdiendo contornos y colores, hasta desaparecer en el vasto caos anónimo e informe que conforma todo cuanto existe.

Con el alba la rata despertó. El mar se retiraba llevando consigo a la gaviota. Sus plumas lavadas por el agua y engarzadas con espuma fosforescente brillaban como nunca en el crepúsculo de esa aurora púrpura que nunca olvidaría. Un séquito de peces la acompañó hasta las olas que, llorándola, la llevaron hasta el fondo. Entonces, la rata partió.

86 El corcel negro Caminó toda el alba, el amanecer, el día y muchos días más. Anduvo interminables horas sin rumbo, por enmarañados senderos, caminos rocosos, pasajes estrechos. Atravesó bosques, ascendió por montañas, cruzó desiertos. Avanzó sin detenerse, perdiéndose en la inmensidad de ese mundo ajeno para desaparecer. Caminó hasta que sus fuerzas se agotaron y sus cuatro patas, trémulas por el cansancio, se doblaron. Era sólo una rata. Cayó de bruces al suelo y, cerrando el único ojo que le quedaba, esperó morir.

Un tenue murmullo telúrico la despertó. Sintió, con su vientre pegado al suelo, un lejano retumbar de tambores. Era de día y un Sol muy claro, de luz casi blanca, iluminaba la pradera en medio de la cual yacía la rata. Alzó la mirada y se vio sumergida en un inmenso océano verde cuya hierba se mecía al compás del viento como las mareas del mar. Corrientes de aire se entrecruzaban silbando entre los pastos, que al rozar murmuraban un secreto antiguo y remoto de tierra y vegetal. El retumbar se acercaba rápidamente. La rata se encorvó en sus cuatro patas y husmeó entre la hierba, intentando adivinar qué causaba tal estruendo, pero no logró ver nada a través del alto pasto. Avanzó en busca de un claro y no hizo más que dar vueltas por largo rato. Al fin, las plantas se hicieron más cortas y su visión se despejó. Entonces, vio volando al ras de la hierba una hermosa figura negra que de tan prieta parecía ser la noche misma donde brillaban los astros. De tal manera refulgía con la luz del Sol, que la rata pensó que se había tragado todas las estrellas. Así, la rata quedó extasiada durante horas por la belleza y hermosura de tal animal. Al caer la noche, por fin se detuvo. Era un animal grande y de soberbia belleza, de patas largas y fuertes y un cuello ancho que podía llegar hasta el suelo. Sus cascos de mármol negro refulgían y su larga crin ondeaba en el viento como los estandartes de los ejércitos victoriosos. Sus ojos rojos le daban un temible aspecto fiero y su ancha grupa y

87 lomo otorgaban una especie de poder a su presencia. Perturbada por la belleza de aquel ser, la rata se acercó con el sigilo propio de las especies rastreras dedicadas a la carroña. A buen recaudo, tras una roca cercana, lo vio comer del abundante pasto de la pradera. El viento se había aplacado y en el silencio absoluto de aquel paraje sólo se oía el rumiar de ese magnífico animal. La noche era muy clara, plagada de estrellas que conferían un tono azulado a todo cuanto bajo ellas existía. De pronto, se escuchó un sonido seco de cuchillas cortando el viento. Cuando la rata alzó la mirada, a pocos metros, acercándose a gran velocidad, un inmenso pájaro extendía enormes garras afiladas hacia ella. El rostro aquilino y la mirada endemoniada le anunciaron pronta muerte. Helada quedó la rata ante el siniestro cazador. Más tarde, lo recordaría todo como una eternidad, el tiempo que se detiene esperando la muerte. Garras afiladas, mirada acerada, una sombra tras otra, cascos relucientes, relinchos, crin negra, ojos rojos, plumas otoñales, chillidos que se alejan, maldiciones que se pierden en el fondo estrellado de la noche. Con mucha agitación, la rata se puso de pie sobre sus dos patitas. Irguiose cuanto pudo, sacudió el polvo de su maltrecho cuerpo e hincho su pecho. –Gracias, amigo, de muerte segura me has salvado. ¿Quién eres? –Yo soy el caballo al que llaman Bucéfalo. Corro libre por la pradera, vuelo sobre la hierba y reposo en el pasto que me alimenta. Crepita la tierra bajo mis cascos y el viento juega con mi crin. Así paso los días y las noches, adornando esta planicie con mi presencia. Todos quienes pasan por acá se detienen y me observan. Aprecian mi fortaleza y hermosura, admiran mi pelo negro, las llamaradas de mis ojos rojos, mis cascos relucientes como el mármol, mi paso poderoso. –Yo soy Óscar, la rata que salió en busca de sus sueños. –¿Y cuáles son tus sueños? –Darle un sentido a mi vida, un sentido hermoso y trascendente.

88 –¿Y no quisieras ostentar belleza y hacer crepitar la tierra bajo tus pies mientras corres libre por la pradera, sentir el viento refrescar tu rostro y a los demás contemplar tu hermosura con gran admiración? La rata se imaginó grande y estilizada volando al ras de los pastos, erguida sobre la pradera, surcando la planicie negra e incorpórea. –Nada me haría tan feliz como correr sobre el viento como tú, tener tu mirada de fuego, la bravura con que derrotaste al águila, y que cuando la tierra retumbe bajo mis cascos una muchedumbre de animales extasiados contemplen mi belleza. Sin esperar un segundo, el caballo se irguió, feliz de poder compartir su destino con alguien más. –Entonces, manos a la obra. Te enseñaré a deslizarte sobre la hierba, a correr con el viento, a hacer temblar la tierra sobre tus cascos, a ser más negra que la noche y a brillar más que las mismas estrellas que la alumbran. Pero primero debes saber que la belleza también debe ser interior. Deberás estar dispuesta al sacrificio, al servicio al prójimo. La rata asintió ansiosa de empezar. Esta vez sería distinto. Lo sabía. El corcel no era un hablador, un simple charlatán, no, él la salvó, había vencido al águila. Era un animal noble y fuerte, que no necesitaba a ningún incauto que lo sirviera, ni algún tonto con el cual limpiar su conciencia. Eso es, una vida de entrega y sacrificio, en la cual ella sería un hermoso héroe de leyenda. Bucéfalo dio media vuelta y empezó a trotar lentamente y con mucha elegancia alrededor de la rata. –Observa bien todos mis movimientos y retenlos en tu mente. Que no se te escape nada, pues cada detalle es vital para dar la mejor impresión. El caballo avanzaba con pasos cortos y altos, coordinados de tal manera que lo mantenían siempre a la misma altura del piso. Realmente parecía flotar. Con el cuello casi recto sobre su lomo y la cabeza bien en alto, más que trotar, se deslizaba sobre aquel interminable mar de hierba verde.

89 Por largo rato repitió el caballo su paso majestuoso y la rata, con mucho esmero, jamás perdió detalle alguno de su andar. De vez en cuando, se aventuraba tímidamente a intentar algunos movimientos. Al principio le fue muy difícil. Quedaba confundida con la complejidad y cantidad de tal quehacer. Prácticamente todos los músculos de su cuerpo debían coordinarse para darle la debida elegancia. Más que una forma elaborada de andar, era un magnífico baile. Se devanó los sesos la rata todas esas horas por descifrar tal industria mientras el caballo la alentaba, aconsejaba y daba algunas ambiguas instrucciones, sin atreverse ella a intentarlo de una buena vez. Al fin, muy avanzada la noche, cansado el corcel aunque sin haberse agotado su paciencia, tomó conciencia de algo que jamás había notado. –Rata, hoy he aprendido algo importante contigo, algo que jamás había notado antes y que es en extremo fundamental para poder llevar a buen puerto nuestra empresa. Y es que es menester para algunas actividades como esta que no se piense tanto y se sienta más. Lo que quiero decirte, rata, es que para poder ser como caballo debes sentirte caballo y dejar que tu espíritu haga lo demás. Debes abandonar tu ser de rata y transformarte en un corcel. Hay cosas que no se pueden conseguir con el ingenio, sino con la pasión. Debes meditar mucho sobre ello y transformar tu espíritu primero. Te lo digo porque yo, de tanto intentar descifrarme para darte explicación, he empezado a entorpecerme un poco. La rata quedó muy pensativa con lo dicho por el corcel. Sin duda tenía razón. No podía dejar tal tarea sólo en manos del ingenio. Y es que tal danza compleja no era nada más cuestión de coordinación adecuada de los movimientos, sino, sobre todo, de una disposición adecuada del espíritu. –¡Cuánta razón tienes, Bucéfalo! ¿Entonces, qué debo hacer?

90 –Lo que debes hacer sólo lo sabes tú y sólo tú lo puedes resolver. Pero ya es muy tarde y pronto hasta las estrellas dormirán. Dejemos que el descanso repare lo que la ansiedad ha maltrecho y que el sueño guíe tus respuestas. ¿Por qué no?, se dijo Óscar. Muchas veces el sueño ya le había obsequiado soluciones. –Gracias, mi amigo, intentaré entonces soñar en ser caballo, a ver cómo se siente. Tal vez aprenda algo y mañana veremos. –Bien dicho, amiga rata, al despuntar el alba tendremos las respuestas. La rata se tendió en el pasto tibio de la noche al lado del caballo, esperando ambos que los sueños guiaran sus destinos. Esa noche la rata soñó con praderas. Soñó con vientos que la llevaban al ras de la hierba y estrellas que la conducían en la noche. Soñó que era negra como el cielo sin Sol y fuerte como un corcel. Soñó deslizarse sobre los pastos y ser un astro en un firmamento lejano y verde. Se sintió en su sueño danzar suavemente por planicies sin fin y sintió cada músculo coordinado en sutiles movimientos. Cada nervio lo sintió y sus ojos desprendieron fuegos rojos de furia y valor. Sintió la tierra temblar bajo sus cascos y su crin ondear al compás de la brisa que saludaba su rostro. Era un corcel.

Al alba despertaron ambos amigos y pastaron un poco antes de empezar. –Dime, amiga rata, ¿solucionó el sueño tus cuitas? ¿Condujo tu espíritu a mejor disposición? –Tuve un sueño maravilloso, en el cual recorría las praderas convertida en corcel. –Qué bien, amiga rata, entonces ya estás lista. –Casi. Aún tengo que arreglar unos asuntos. –Ve, pues, y luego empezaremos.

91 Partió la rata a recorrer la pradera. Con sus manos extendidas jugueteaba rozando la hierba acompasada por el viento. Sintió la libertad de los corceles que juegan sin rumbo en la llanura. De vez en cuando se detenía a pastar, y aunque al principio el pasto le parecía un poco amargo y la hizo vomitar algunas veces, no tardó en acostumbrarse. Por momentos levantaba la cabeza para observar al corcel. Había algo indescifrable en su belleza que poco a poco empezaba a intuir. Aún no se atrevía a trotar como caballo; no estaba lista, el interior debía estar en armonía con la apariencia. Tropezó. Un tronco carbonizado se le había cruzado en su camino. Intentó quitarse las manchas negras y sólo consiguió ensuciarse más. Miró sus manos tiznadas. Quedó pasmada. No había sido un tropiezo sino una señal. La iluminación fue instantánea. Ella sería tan negra como el carbón, más que el propio corcel. Arrastró el tronco hasta la vera de un riachuelo, se secó el sudor de la frente y siguió recorriendo la pradera en busca de nuevas señales. Luego de muchas horas nada más encontró. No sin algo de frustración regresó al riachuelo y empezó a machacar el carbón, lo mezcló con aceites de plantas y consiguió un menjunje espeso que se untó. Cada pliegue, cada cicatriz, cada pelo fueron cubiertos de negro. Se cubrió toda hasta terminar negra como el carbón. Entonces la rata quedó contemplándose por largo rato en las aguas calmas de un riachuelo transparente. En el fondo, su imagen tomaba distintas formas, reflejada por las piedras planas incrustadas en el fango. En la superficie, se multiplicaba concéntrica por las gotitas de tintura que caían al arroyo. Era negra azabache, tan negra que apenas se distinguía de la noche misma, y los rayos del Sol se convertían en estrellas refulgentes sobre su piel. Se sentía cerca del corcel, pero algo le faltaba. Por horas recorrió nuevamente la pradera en busca de respuestas, pero nada obtuvo. Triste y cansada se sentó a la vera del riachuelo que había visto nacer al cachorro de corcel. Mirándose por largo rato, su imagen fue cambiando con el paso de las aguas y el transcurso de la luz. Al caer la noche, todo se hizo azul oscuro e intenso, y de entre las piedras lavadas por el arroyo brilló una, blanca y pequeña. Tal señal estremeció

92 el alma equina de la rata. Tomó la piedrita y la admiró con cuidado. Era completamente blanca y lisa, sin un solo poro, sin una sola mancha, sólo un círculo negro en su superficie. “¡Mi ojo, mi ojo perdido!”, se dijo emocionada. Le dio vueltas contra la noche estrellada y parecía ser la Luna de tan redonda. “¡Ha regresado!”. La acercó a su rostro, lentamente, a su cuenca vacía. “De regreso, lo tengo de regreso”, se animó. La sintió fría contra su piel y presionó con fuerza. El sonido de un corcho disparado la hizo saltar y la piedra llenó el vacío que algún tiempo atrás dejó su ojo reventado. Un dolor insoportable anidó en su nervio óptico. La rata se revolcó, pataleó, se tiró al agua helada del riachuelo. El dolor no pasaba con nada. No había cómo sacarlo. Intentó con las manos, con palos, piedras, flagelaciones. Nada. Pero poco a poco la piedra se entibió. Su cuenca se acomodó a ella. Su nervio la hizo suya. Su párpado recuperó sus funciones. Ahora la piedra miraba por ella. Fue como recuperar parte de su cuerpo. La rata se asomó al arroyo nuevamente. Se vio reflejada en sus aguas por largo rato. Admiró su negrura, que brillaba a la luz del Sol. Admiró el nuevo ojo que le devolvía una extraña simetría a su cara. En las ondulaciones del riachuelo su imagen se multiplicaba cientos de veces, deshaciéndose y haciéndose nuevamente para darle su espíritu de corcel. Ya estaba lista. Sin perder tiempo llamó a Bucéfalo, que cabalgaba junto al viento de la pradera. –Veo que ya estás lista, amiga rata –dijo el corcel. –Sí, querido amigo, veamos cómo me va ahora. Luego de tanto fracaso, la rata había aprendido a ser prudente y su paciencia se había fortalecido. El corcel empezó su trote lento que parecía hacerlo flotar. La rata, cerrando los ojos, sintió la brisa bifurcándose contra su rostro. Sintió bajo sus cuatro patas la fuerza de una tierra pródiga. Entonces empezó a trotar junto al corcel. Al principio su andar era un tanto rígido. Pero pronto relinchó en ella el espíritu del corcel y se dejó llevar por las fuerzas telúricas que bullían desde lo profundo de la pradera. Corriendo a toda velocidad,

93 forzó al caballo a acelerar la marcha. Sintió al Sol iluminarla y a la tierra temblar bajo sus patas. Los pastos se abrían ante su paso poderoso y el polvo huía hacia el cielo. Todos los elementos se hermanaron con el espíritu del corcel. –¡Soy un corcel, soy un corcel! –chillaba la rata mientras movía sus patitas tan rápido que no se podían distinguir, mientras se tambaleaba tronchada y chueca, corriendo frenética de medio lado, convertida en una minúscula caricatura de caballo, un caballo infernal, un caballo maldito. –Soy un corcel, soy un corcel –se decía, hasta que un tronco se atravesó en su delirante travesía hacia la belleza y la dignidad, y convertida en una bola de carnes y huesos mal concertados, empezó a rodar sin fin sobre guijarros y espinas hasta dar a parar a una gran roca contra la que perdió su ojo postizo. Descorchado, el ojo rodó hasta perderse en medio de la hierba. Tenía las patas descarnadas y todo el pellejo plagado de espinas, además de un inmenso chichón en la coronilla. Un poco más tullida, pero no más adolorida que en otras desventuras, la rata se incorporó un tanto mareada. Instintivamente se tocó la cuenca vacía en su rostro. –¡Mi ojo, mi ojo! –chilló desesperada–. ¡Mi ojo, mi ojo! Se arrastró enloquecida entre la maleza en busca de su tan querido apéndice. Ni el doloroso chichón ni las punzantes espinas distrajeron su búsqueda furiosa. Por horas se arrastró medio ciega por la tierra esperando hallar aquella pieza tan importante para su espíritu de corcel. Sin ella se le deformaba el rostro más de lo que ya estaba, y la cuenca vacía perforaba un agujero insondable en su alma. Al verla en tal estado de desesperación, el corcel tuvo la discreción de postergar las tareas pendientes de la rata. Sin decir nada, se marchó a juguetear con el viento y los pastos de la pradera. Por horas estuvo la rata reptando sin hallar sino guijarros y espinas. Pero el tiempo transcurre presto y sigiloso y entonces llegó la noche, y con ella brillaron las estrellas con su luz blanca. Entonces la rata vio a su ojo, que la miraba reluciente desde el fondo del arroyo. Ahí la

94 había esperado todo el día, haciéndole guiños de vez en cuando como una broma pesada. Regresó el alma al cuerpo de la rata y, sin perder tiempo lo tomó, lo limpió de polvo y paja y se lo colocó nuevamente: conexión de cuerpo y alma de corcel. Pero la conexión volvió a resultar dolorosa. Era el sacrificio que demandaba su nueva condición. Pataleó, se revolcó, se dio de pedradas en la cabeza, pero no quería, no podía sacárselo. Se arrojó al agua, crujieron sus dientes, pataleó y pataleó, la piedra se entibió, se acomodó y asumió la temperatura de su cuerpo. Vio su reflejo en el agua calma del riachuelo y supo lo que debía hacer. Esa noche no durmió bien. La ansiedad no la dejaba conciliar el sueño. Varias veces despertó exaltada, sudorosa, jadeante y febril. Soñó que llevaba largas patas y pesados cascos que retumbaban sobre la tierra. Se soñó cubierta por un pelaje liso y muy negro y con una larga crin desplegándose en el viento.

Con el alba despertó y se aprestó a sus nuevos quehaceres. Ahora sabía lo que tenía que hacer. Primero arrancó cada una de las plumas que aún quedaban incrustadas en su pellejo. Cada extracción le causó profundo dolor, tanto, que varias veces su ojo postizo salió expelido por los aires. Cada una le hizo recordar, con pena y vergüenza, a la gaviota farsante que tanto usufructuó de su ingenuidad, y muchas veces fue mayor el dolor de este recuerdo funesto que el de la pluma contra natura y forastera. Al fin, terminó de extirparse todas las plumas, se lavó las heridas en el arroyo y curó su cuerpo agujereado con suaves aceites vegetales. Dándose un tiempo para disipar el dolor, reposó sobre la hierba sus adoloridas carnes por algunas horas. Hacía mucho que no se tomaba un descanso. Lo contempló todo con el amable sosiego que se aprecia las cosas desde el ocio. Observó el tiempo, el mundo y sus propias experiencias. Miró sus angustias y esperanzas. Contempló el arroyo y la pradera, y en ella, al hermoso corcel negro. Ella sería como el corcel y lo primero que necesitaba para ello era belleza.

95

No podía esperar más. Carbón, aceites, batán. No tardó mucho en hallarlos. Todo para ser negra como el carbón. No era fácil, debía resistir tierra, viento y agua. Pero aún faltaba más. No sólo era encontrar sus materiales, era también el sacrificio y disciplina necesarios. Llegó hasta las montañas que se elevaban a un extremo de la pradera. Sufrir, sufrir, se repetía como una letanía. Era lo único que le daría sentido a lo vivido hasta ahora. No vano sufrimiento de delfín o gaviota, no, santo sufrimiento de corcel, sufrimiento redentor. ¡Santo, santo!, se alentaba. Vio al frente unos cactus. Sufrimiento, rigor, disciplina, frenesí místico, cactus, púas, dolor, sangre. “¡Sufre, Óscar, sufre! Sufre ahí donde crecen los cactus, entre las rocas aráñate”, se increpaba. La rata cayó de rodillas resollando, enrojecida ella por su sangre y los cactus por la cochinilla. La señal, suspiró, la señal. El sacrificio había dado sus frutos: sangre y cochinilla. A duras penas pudo llegar al arroyo. A su vera, fabricó su tinte de dolor y cochinilla y pintó con él sus labios mientras el agua transcurría llevándose una imagen que jamás sería la misma. Luego delineó sus ojos cuidadosamente con la tintura de carbón y con un cepillo que había fabricado de madera y espinas martirizó los pocos pelos que tenía. Con palitos de madera rizó sus pestañas ralas y con un amasijo de paja dio rubor a sus mejillas. Poco a poco la rata se iba transformando. Regresó entonces a recorrer la vastedad de la llanura en busca de pelusas. De vuelta en el riachuelo, tejió una fina capa de pelos, la tiñó de negro y se lo pegó al pellejo con resina. Descansó entonces por algunas horas, esperando a que todo cuanto llevaba puesto encima cuaje. Se contempló en el arroyo y quedó admirada por lo que vio. Era otra. Su belleza no tenía par y ya casi adquiría por completo el espíritu del corcel. Al secarse todo en su lugar, la rata retomó sus tareas. Necesitaba una crin. Tomó su bolso de paja y se adentró en la pradera en busca de hierbas. De tanto en tanto, corría al arroyo para admirar su belleza. Buscó meticulosamente hierbas medio secas, muy finas,

96 de suave textura. En esa tarea estaba cuando se enredó en una especie de telaraña muy fuerte y lisa. Era la baba de gordos gusanos que hilaban con ella finas tirillas de una seda blanca. Había hallado el pelo perfecto. Con mucho cuidado enrolló los hilos en un ovillo y buscó un palo a modo de huso. A la vera del riachuelo, admirando por horas sus labios encarnados, sus pestañas rizadas y el rubor de sus mejillas, hiló la seda dándole un grosor homogéneo y formando con ella una sola y larga pita. Dibujó, cosió, tejió. Al fin, se decidió por un diseño: el pelo rubio y ondulado contrastaría bien con su negro azabache y sus pestañas rizadas. Así, otras tantas horas se abocó a la confección de un largo peluquín de seda, que partiría del final de la frente y recorrería su espalda hasta la mitad de su espina dorsal. ¡Girasoles, girasoles para mi rubia cabellera!, se dijo. Armada de su cesta recolectó los pétalos más tiernos por toda la pradera. ¡Girasoles, girasoles! Tiñó el bisoñé. Para asegurarse de no perderlo bajo ninguna circunstancia, la rata enhebró lo que restaba de seda en una aguja hecha de espina por espina, y, en un santo sacrificio, se cosió el peluquín, ¡dolor que redime! Con lágrimas en los ojos pero dicha en el corazón, se contempló en el arroyo nuevamente. Estuvo ahí admirándose por horas. Su suave pelaje negro, sus pestañas rizadas, sus labios rojos, el rubor de sus mejillas, su rubia cabellera. Era un dechado de belleza. Ahora, para ser como en sus sueños, sólo le faltaban largas ancas de caballo.

Paseó oronda por la pradera, blandiendo su rubia crin, haciéndola juguetear con la brisa, abultando sus labios encarnados hacia el Sol que ya se retiraba, pestañeando sin cesar. Obsesionada por su adquirida belleza pasaron las horas y fue ya muy tarde cuando se decidió a emprender su última tarea para ser un completo corcel. Buscó varas largas de madera lo suficientemente fuertes para resistir, no sólo su peso, sino también su andar poderoso, pero parecía que todos, incluso las plantas y las cosas se habían ocultado en sus sueños. Entonces, sin desesperar, se contempló en el riachuelo hasta que, arrullada

97 por el contoneo de su imagen que se hacía y deshacía al concierto de las aguas, quedó dormida.

Cuando despertó ya estaba avanzada la mañana, y continuó admirándose por largo rato. Pasaban las horas y la rata sólo veía pasar su reflejo y cambiaba de posición de tanto en tanto, cuando, más que cansada de la misma imagen, ansiaba verse desde otro ángulo, en un vano intento de aprehenderse toda ella, en su íntegra hermosura. Llegó la hora de pastar y pastó. Y apenas hubo terminado, sin siquiera prestar atención a las palabras del corcel, se dirigió nuevamente al arroyo y estuvo admirándose por horas. Así pasaron los días hasta que una noche sin estrellas y de fuertes ventarrones, la rata tuvo un sueño que le heló los huesos y le paralizó el corazón. Soñó que estaba muy vieja y con el pelo blanco y que su rubia cabellera se había convertido en una melena de canas hirsutas; las fuerzas la habían abandonado y cuando intentó usar sus nuevas ancas de caballo y exhibir belleza de corcel, ya era un cansado jamelgo. No pudo escapar de su sueño, que duró hasta el amanecer y durante todo él. Atrapada a la vera del arroyo, sólo pudo ver en sus aguas reflejado su pellejo calvo salpicado de canas y sus labios arrugados por el tiempo. Por fin, despertó al despuntar el alba. Se le habían anunciado los peligros de la vanidad. De inmediato, decidió remediar su frívola pereza, y sin esperar despertar totalmente, aún en el ensueño, partió en busca de maderos para sus patas. Fue difícil pero después de largos recorridos por la vastedad oceánica de la pradera, deteniéndose sólo para aplacar la sed instantes antes de desfallecer, pudo encontrar cuatro largos troncos que le servirían de patas. Volar sobre la hierba, exhibir sus labios rojos, blandir su crin rubia, sólo estaba a un paso. Por patas palos y por cascos piedras. Casi no faltaba nada. Se retiró unos metros para observar su industria y no reconoció error en ella: su ingenio había producido unas

98 hermosas patas articuladas que le brindarían el grácil movimiento de un corcel. Ahora sí estaba lista. Ató sus patas a las bases de sus zancos y se encontró con la primera dificultad: no conseguía ponerse de pie. Por más que se revolcó y retorció no pudo alzarse sobre ellos. Frustrada, la rata, estuvo por echar todo sus esfuerzos por la borda, pero su reflejo en el arroyo era demasiado hermoso como para renunciar a él. Retomó sus intentos con más furia. Estaba parada sobre la hierba, podía ver desde ahí toda la pradera, los arroyos que la surcaban, sentir en su rostro un viento libre de polvo y paja. Meneó la cabeza y su crin se desplegó rubia como los rayos del Sol. Intentó caminar, pero descubrió que no era tan fácil. Si bien sus nuevos apéndices la elevaban a estatura de corcel, eran difíciles de maniobrar. Necesitaría mucha práctica y no había tiempo que perder. Practicó por horas. Primero alzar y bajar las patas, manteniéndose en el mismo lugar, sin perder el equilibrio. Luego pasos cortos. Al final del día, luego de múltiples caídas, aunque aún no dominaba el andar, ya podía dar algunos pasos antes de desbarrancarse sobre espinas o piedras que siempre la esperaban en tierra.

Practicó días sobre los zancos, sufrió muchísimas caídas, pero al fin dominó el arte de correr como corcel. Entonces se dirigió corriendo a toda prisa hacia un pequeño grupo de animales que pacían en la pradera. Mientras corría se sentía volar al ras de la hierba; iluminada por el Sol se transformó en la noche misma y en todas sus estrellas, el viento la celebraba y la celebraban los pastos inclinándose ante su paso poderoso, que hacía temblar a la tierra y retumbaba más allá del horizonte, donde los pájaros levantaban vuelo temerosos del portento. –¡Soy un corcel, soy un corcel! –chillaba la rata mientras los animales que habían ido a admirar su belleza la miraban atónitos.

99 –¡Soy un corcel, soy un corcel! –mientras pestañeaba enloquecida y abultaba sus labios rojos para que fuesen admirados por su recién ganado auditorio, que había quedado pasmado ante tan macabra aparición. Chillaba la rata enardecida cuando cayó de bruces al tropezar con una formación rocosa suficientemente alta como para que sus pasos no puedan superarla. Escuchó carcajadas, enrojeció, eso fue todo. Ya verán, se dijo vengativa. Pero pronto recibió un empellón y cayó nuevamente. Intento voltear a ver quién era y la esperó una contundente coz. Quiso pronunciar unas palabras, pero más golpes se lo impidieron. Todo le daba vueltas. El corcel la mantenía aplastada contra el suelo con una pata en su cabeza mientras la flagelaba con una rama de ortiga. Los resuellos del corcel agitaban toda la explanada. Le pegó y le pegó, cada vez con más furia, tembloroso, jadeante. Se fueron apagando los insultos con los que acompañó sus golpes, hasta ponerse tieso y trémulo. Sus azotes tornábanse caricias; sus diatribas, susurros. Yo te redimo rata, te redimo, alcanza a susurrar. Su voz se quebró en un “te perdono” y se agotó entre exhalaciones y jadeos. Cayó la ortiga. Cayó el caballo. La rata apenas podían moverse y los dos yacían lado a lado.

Esa noche la rata tuvo terribles visiones. Soñó con imágenes de fuego y sal, de piedra y espina. Soñó que era cocinada en un azadón, secada en sal al Sol, ablandadas sus carnes y golpeadas con piedras, y espetadas con espinas gigantes. Soñó desbarrancarse mil veces desde altísimas torres de madera y caer sin fin en insondables oquedades. Pero después de todo ese suplicio, al final del camino, desde el fuego inagotable, desde las piedras que machacaban sus carnes, desde los abismos del dolor y el desengaño, surgió un inmenso ser, cuyas patas, jamás antes vistas en ningún paraje de este mundo, hechas de maderas e ingenio, sostenían a un noble corcel negro de rubia crin y labios rojos.

100 Cuando despertó, el Sol ya había levantado vuelo y todos los colores brillaban nuevamente. El corcel la esperaba parado a su lado. La rata se sobresaltó, esperando otra golpiza. –Rata, has hecho mal. Muy mal. ¿No ves que no se es Corcel para sacar provecho de ello? Nuestra vida debe ser de sacrificio y entrega. Una vida de honor y servicio. ¿Qué es eso de estar corriendo por la pradera llamando la atención de todos para ser admirada? ¿Qué es eso de caer en el muelle vicio de la vanidad? Para conseguir la verdadera belleza hay que empezar por dentro, con rigor y sacrificio. La rata apenas tuvo palabras. A hinojos besó las patas del corcel. –Cuánta razón tienes, corcel. Qué débil y egoísta he sido. Merezco ser castigada. –No es para tanto rata, ya ayer te discipliné. Sólo espero que no caigas nuevamente, pues, a pesar de ese error, hasta ahora has ido bastante bien. –Gracias, corcel, por comprender mi debilidad. Juro que jamás volverá a ocurrir. –Está bien, rata, ahora continúa con tus quehaceres. A pesar de la pateadura del día anterior, la rata no había quedado muy descalabrada. Sólo bastaron algunos remiendos para poderse admirar nuevamente en el riachuelo. Por días pasó el tiempo entre la admiración y el sacrificio. Su imagen en las aguas, sus labios rojos, su crin rubia, su pellejo azabache, machacones, pinchazos y pellizcos redentorios. Y habría seguido así por días si no fuera porque un lejano griterío la interrumpió. A lo lejos, un tumulto de animales se aglomeraba alrededor del corcel negro peleándose por subir al trineo de madera al que estaba atado. Un chancho aplastaba a un conejo, y una ardilla mordisqueaba la oreja del chancho. Un puercoespín pinchaba a la ardilla y un zorrino asfixiaba a este último. Todos sin excepción hubieran dado su vida por, al menos, haber acariciado a Bucéfalo. Por fin se calmó el barullo cuando el caballo dio su veredicto: la ardilla. Entonces esta trepó al trineo y paseó por toda la pradera a velocidades que nunca conoció. Todos abandonaron sus rencillas y quedaron admirados por la belleza del

101 corcel y envidiaron la suerte de la ardilla. El veloz galopar fue festejado por la chusma animal, que aparecía en la pradera periódicamente para admirar al corcel y, con suerte, ganar su favor. Sí, ella sería un corcel y todos le rendirían pleitesía, pelearían por ser llevados por ella a la velocidad del viento, y festejarían cada paso que ella diera sobre estas tierras. Pensando esto retomó sus ejercicios la rata.

Por días estuvo la rata en febril estado. Practicando, casi sin dormir, casi sin comer. Tomando descansos sólo para reponerse con la fuerza que le otorgaba su imagen en el arrollo. Por las noches practicaba en sueños, vagando libre y noble por la pradera, embriagada por visiones de grandeza y hermosura. Corre, corcel, corre, domina la pradera. Abultando los labios, estirando el cuello para dejar que su crin juguetee con el viento. El suelo tiembla y la rata también. La sombra del corcel se acerca más negra que la noche. Sus ojos rojos encendidos de furia. Ella sale disparada. ¡No, no! Pero él no le hace caso y sigue. Se acerca con estruendo. Acelera la marcha. ¡No, no, perdón, no! Ya casi la alcanza. ¡Ay, no! Una patada. Cae al suelo. Se arrastra. Intenta ocultarse. ¡No, perdón, perdón! No deja de chillar. La atrapa. La muele a golpes. La ortiga. ¡Herejía! Puñete. ¡No, por favor, no! ¡Suciedad! Mordiscos. ¡No, no! Atorándose con su propia saliva. ¡Vanidad! Más furia. ¡Ay, ay! Sudoroso. ¡Redención! Jadeante. ¡Sí, sí! Trastornada. ¡Más, más! Enloquecida. ¡Pégame, pégame! Él tiembla. La ortiga. Ella pide más bajo su pezuña. Él jadea, lame, susurra, rígido, tembloroso, epiléptico. Redención. Muy bajito. Una caricia. Redención. Cae, extenuado, jadeante, desorbitado, y la rata despierta.

Al día siguiente saludó al corcel sin poder apartar las imágenes de su sueño. Aun en la experiencia onírica el castigo había sido suficiente. La rata se sentía rara, distinta. Una honda resaca invadió su alma. Sin buscar explicaciones corrió al arroyo. Se miró reflejada

102 en el agua, negra, rubia, hermosa. Era un corcel, las medidas disciplinarias de Bucéfalo daban frutos. “Soy un corcel, un hermoso corcel”.

La rata se hizo experta en el paso ligero, en el trote acompasado, en la carrera veloz, en el salto al galope, en toda clase de piruetillas y figuras vistosas. Ese día la rata había estado ajustando los últimos detalles de su trote acompasado, mezclándolo con algunas figuras llamativas, cuando escuchó algunas voces. Al pasar vio al corcel acercarse a dos animales que no podía distinguir. Por fin había llegado su oportunidad. Se acercó a ellos con su más esmerado paso, realizando toda clase de figuras, con la cabeza bien en alto, los labios rojos abultados y meneándose suavemente para lucir su rubia crin, que se desplegaba en el viento. Poco a poco fue distinguiendo aquellas carnosas figuras. Era un cerdo bien alimentado y su vástago, un lechón muy saludable y sonrosado. Cuando la rata llegó al lugar en cuestión, ya el corcel había marchado con su pesada carga sobre el trineo de liviana madera, partiéndose el lomo por mantener su buen talante y elegancia aún halando tal peso. El suelo retumbaba con estruendo inusitado por el esfuerzo del corcel y los ojos del caballo parecían saltar de sus cuencas debido al gran esfuerzo. Pero con todo, Bucéfalo mantuvo su dignidad intacta, sintiendo desmadejarse su cuerpo a cada tranco. Regresó con su carga el corcel, acezante y sudoroso. El lechón, avistando a la rata, le dijo a su padre: –¡Papá, un pony! Quiero pasear, quiero pasear, yo también quiero pasear –berreó el regordete hasta que ataron el trineo a la rata. –¡Soy un corcel, soy un corcel! –alcanzó a decir la rata, pero luego de algunos breves pasos no pudo mantener las patas estiradas. Los maderos simplemente reventaron y sus queridas patas de corcel salieron disparadas por los aires hechas añicos, mientras ella hundía el hocico en tierra. Tal fue el

103 esfuerzo al que se sometió, que sólo logró sentir sus huesos crujir y a su ojo descorcharse. La rata se sentía desvanecer y entonces se dejó llevar. Llevar a su antiguo mundo de desechos y miasma, de oscuridad y anonimato. Añoró a su cáfila y su cloaca, añoró el sinsentido de esa vida rutinaria cuyos días transcurrían tranquilos y cuyos monótonos tonos no enardecían la existencia como en estos mundos exteriores. Quizá la muerte la llevaría de regresó. Se dejó llevar. La tierra retumbó terriblemente. Una fuerte carcajada. Un pesado golpe. –Ya, hijo, no pasó nada –consoló el gran cerdo a su cría, que se había echado a llorar, pero el cerdo no paraba de reír–. Ya me habían contado de aquel animal extraño que hacía toda clase de gracias y coqueterías delirantes. Secó las lágrimas de su lechón, lo tomó en sus brazos y se marchó con una gran historia que contar. La rata, sin resuello y descoyuntada, tardó bastante en recuperarse. Mientras se reponía sintió al corcel desplomarse. Alzó la mirada. Estaba tendido sobre el pasto, despanzurrado, temblando de dolor. Apretaba los dientes y sus ojos de fuego se apagaban anegados por lágrimas apenas perceptibles. Intentó varias veces ponerse en pie, recuperar la compostura, pero el dolor de su cuerpo era tan intenso que fuertes punzones lo pinchaban desde la grupa hasta la punta de la nariz. La rata se arrastró hasta el arrollo, donde se arrancó el bisoñé rubio y lo remojó en el agua. Arrastrándose regresó donde el corcel y mojó con él su frente afiebrada de esfuerzo por mantener su dignidad. Sus dientes crujían y terribles temblores lo sacudían desde el alma. Una honda aflicción apagaba la voz de la rata. –Amigo corcel, ¿por qué jalaste al cerdo si pesaba demasiado? El corcel, entre crujidos y estertores, le respondió. –¿Es que no entiendes, rata? Esto es lo que soy: belleza, admiración, dignidad, nobleza. Sin ello no soy nadie, no existo. Toda mi vida la he dedicado a ello. Los animales

104 me aplauden, se extasían con mi hermosura, y yo los llevo todo lo rápido por la pradera para que sientan al viento acariciar sus rostros. Se dejan conducir por mí y luego se van contando a todos cuán hermoso soy, cuán noble. Envidian mi porte y elegancia, temen y adoran el estruendo de mi pisada poderosa. Yo soy belleza, soy hermosura, deleite y admiración. –¿Aun a costa de tus huesos y vértebras? –Sí, aun a costa de mi vida. A lo lejos, prolongados mugidos interrumpieron el murmullo de la hierba agitada por el viento. Eran una vaca y su ternero que venían a conocer al mayor portento de nobleza del cual se había escuchado hablar por esas tierras y también a su hilarante compañero. En un esfuerzo supremo el caballo se incorporó. Aunque a duras penas se podía mantener en pie, tensó todos sus músculos para poder disimular su paso tembloroso. Pronto parecía haber recobrado su porte y elegancia. Pronto el negro de su piel pareció la noche misma que se había tragado a las estrellas. Pronto parecía flotar sobre los pastos, y convertido en viento se dirigió a su destino. –¡Corcel, corcel! –lo llamó la rata–. No vayas, quédate conmigo, vamos a mi cloaca. Ahí sanarás tus heridas y recobrarás tu salud. Ahí te cuidaremos y estarás a buen recaudo. Ahí podrás ser una rata más entre las ratas, desaparecer en un mundo oscuro de tinieblas sin color. No vayas, amigo, que son animales grandes y pesados. –Amiga rata, te juro que eso quisiera. Quisiera huir contigo a la penumbra, desaparecer de las praderas, sumergirme en tu cloaca y ser una rata más entre las ratas. Pero ya es muy tarde. Sólo soy el corcel negro, y sólo sé ser admirado, esa es mi vida y mi sustento. Huye tú, huye mientras puedas, porque la vida pasa, el valor se acaba y, de pronto, quedas atrapado y ya es demasiado tarde para emprender la retirada. La rata vio a su amigo internarse en el océano de hierba y dirigirse al sufrimiento que lo esperaba al final de su camino. Lo vio volar al ras de los pastos y vencer al viento en su

105 carrera, bajo la noche oscura y sin estrellas. Un viento convertido ahora en el hedor fúnebre que precede a la muerte. Una noche convertida en cripta ineludible. Lo vio hermoso y noble, y supo que quien se alimenta de lo que muestra termina devorado por lo que es. Supo que cada quien es propietario exclusivo de sus condenas, contumaz reo de sus esperanzas. Supo además muchas otras cosas que aún no pudo decirse. Encorvada sobre sus cuatro patas, la rata aprovechó la oscuridad de la noche para deslizarse por la hierba. Confundida entre las sombras y oquedades de la tierra, abandonó la pradera sumergiéndose en las tinieblas de un destino incierto.

Aunque dicen que nunca hay que detenerse para mirar atrás, la rata se detuvo y, alzándose sobre sus dos patas posteriores, contempló a lo lejos la pradera extenderse por todo el horizonte; vio su hierba verde extenderse como las olas del mar y escuchó aquel antiguo secreto que la convocó por primera vez el día en que llegó y que nunca logró descifrar. Más allá, tras las rocas, vio al caballo en el salitral, sufriendo su destino. Entonces el corazón se le oprimió y sintió convertirse toda ella en sal. Volteó la mirada hacia las montañas que se elevaban sobre un horizonte distinto y dejó su pasado atrás.

Los senderos eran largos y plagados de bifurcaciones. La hierba, por lo general demasiado alta para ella, sólo se acortaba de vez en cuando para dejarle ver las montañas siempre lejanas. El suave vaivén del pasto ya no la arrullaba; ahora confundía sus pasos mareándola, haciéndole errar el camino. Rozó el viento la hierba. El sol empezó a quemar, ¿Un aviso de alerta?, levantó la mirada y el ave aquilina se supo descubierta. Era ella nuevamente. Un pequeño golpe de suerte a su favor. Un chillido agudo y punzocortante partió el murmullo del viento entre la hierba. El ave dejó ver su sombra, haciendo círculos, ocultando y mostrando el Sol a su presa. Intentó marearla y lo consiguió. Hora de correr. Correr. Hierba, muéstrame el

106 camino, muéstrame, se dijo la rata. Echó a correr. Se acercaba. Cayó. Se detuvo, la miró fijamente, se cagó. Iba muy rápido, muy rápido. La rata esquivó. El águila alzó el vuelo. Siguió corriendo. No pudo evitar ver a los lados. Cuerpos desplumados, destazados, que pasaban esparcidos a su alrededor. Se sumergió en el terror. Volvió a detenerse, volvió a cagarse, la tomó el temblor en las patas, se aproximaban las garras, el pico aquilino, los ojos rojos. Todo duró una fracción de segundo, pero le bastó para reconocerlo, admirada: la perfección era ella, esa crueldad que llevaba en los ojos, su belleza, sus garras, su pico, la envergadura imponente, la mirada indiferente. Jamás seré como ella, nadie lo será, se reprochó. Esquivó nuevamente. Corrió. La pradera se abrió y abruptamente se topó con los árboles. Se había salvado. Siguió corriendo y ya bajo la sombra del bosque se detuvo. La vio pisar tierra, devorar a sus presas. Eran seis o siete pollitos y una gallina destazada. Una familia entera echada a perder. Levantó la mirada. Tenía el pico ensangrentado. La vio con indiferencia, de soslayo, esa indiferencia que conforma el verdadero desprecio. Desprecio a las moscas, a las cucarachas, a las ratas. La rata se conmovió. El pico, las garras, las alas, los ojos, la dignidad, el talento. La libertad es solitaria. La rata sonrió. Perfección. Ya no tenía miedo. Salió del bosque a la pradera. No se apuró, tampoco se tardó. No le temblaban más las patas. Era una rata y no le tenía miedo a su destino. Ya estaba al lado de ella y bajó la cabeza. Entregó el cogote a esas garras aceradas, al pico aquilino, a esos ojos de fuego, a esa indiferencia. Residir en sus tripas era la única forma en que ella tendría algo, aunque fuera mínimo, de dignidad, de utilidad. Pero el águila siguió arrancando esmeradamente cada trozo de carne de su presa. No la miró. No dijo una palabra. –Gracias, gracias, águila, soy una rata y tú lo sabes. Gracias porque yo soy nada. Ahora sé que existe alguien que no es parte de una grey, alguien libre y sin cáfila, que existe por sí misma.

107 El águila había terminado su presa. Le dio la espala y continuó con la siguiente, sin palabras, sin proselitismo. La rata no existía. Partió sola, en compañía de su sombra; se extravió por los más intrincados laberintos de su alma. Se topó en sus recónditos recintos con delfines, gaviotas y caballos; con tiburones, pulpos y cerdos. Fue delfín, gaviota y corcel; fue erizo, murciélago y engendro de la naturaleza. Nada parecía haber valido la pena, nada como para perder la vida o la cordura, sólo meterse en la tripa del águila. Esa ave callada y solitaria le había dado el mejor regalo de su vida, la indiferencia, el desprecio sincero y silencioso, patrimonio exclusivo de los pocos seres libres de este mundo. Ahora sabía que no pertenecía a otra especie que a la cáfila, a otro mundo que a la cloaca, a otra existencia que al anonimato.

108 Lassie Se internó en las montañas sin perder el rumbo. Por primera vez la rata estaba en paz consigo misma. A medida que entraba en lo profundo de la montaña y se perdía en sus recuerdos, estos ya no la atormentaban. La travesía fue larga. Tuvo tiempo para pensar en todo lo vivido y sufrido. Cada golpe y cada frustración las sintió nuevamente, pero ahora el dolor quedaba atrás. Cada imagen vista y cada palabra escuchada las llevaría consigo hasta su muerte sin sufrir. Se prometió nunca olvidar lo vivido, ni vivir nuevamente lo pasado. Juró regresar a su cloaca y revivir la apacible y anónima vida que había llevado hasta ser tentada por la Luna y sus caprichos. Sería una rata rastrera y prescindible entre las ratas, oscura en la oscuridad y pequeña entre lo pequeño. Transcurriría su vida entre mazmorras pestíferas y desechos putrefactos. Se alimentaría de los restos de otros y habitaría en paz el mundo que le tocó en suerte. Ese y nada más que ese sería el camino de la rata.

En estas y otras disquisiciones anduvo la rata por días, durmiendo donde cayera la noche y comiendo lo que encontrara en su camino, hasta que una noche, a lo lejos, donde se perdían las formas y confundían los colores, vio, mientras bajaba la montaña, una infinidad de estrellas que parecían haber caído a la tierra. Sorprendida por tal visión, cambió su rumbo y se dirigió hacia ellas. Por un momento pensó que el cielo se había venido abajo, pero, al irse acercando más, le pareció que conformaban un extraño enjambre de luciérnagas que por algún motivo oculto se habían paralizado en pleno vuelo. Mientras menor era su distancia de aquel prodigio, más se confundía la rata y perdía el sentido en toda clase de elucubraciones. Una enorme sombra formada de rectángulos aparecía tras la miríada de luces. Luego, la sombra empezó a tomar colores difusos, a mancharse de distintos tonos, a mostrar formas y contornos, a tomar volumen, a partirse y dividirse mostrando múltiples objetos en su mayoría cúbicos. Los cubos se hicieron

109 complejas formas geométricas y luego un caos de vivos colores y luces de diversos tonos que colgaban en sus interiores, pequeños soles de un día artificial. Más se acercaba a aquella maraña de edificaciones y más admirada quedaba por su belleza y refulgencia. Había luces de todos colores y formas. Luces que sólo iluminaban, luces que se movían, luces que danzaban al compás de un ritmo inasible y mudo. Luces tan brillantes como el Sol mismo y tan tenues como el suave reflejo de una estrella en el agua del arroyo. Luces que encendían las pasiones y otras que oprimían el corazón. Todas aquellas luces y muchas más no sólo estaban afuera, en las aceras, sino que iluminaban el interior de las edificaciones y se podían ver a través de grandes agujeros rectangulares en ellas. Al entrar la rata en aquella vorágine de cemento y luces, se le sumó a todo ello un ruido ensordecedor, el sonido de mil olas, de mil truenos, de mil gaviotas y delfines, de mil corceles haciendo retumbar la tierra con su paso poderoso. Quedó tan confundida que no supo hacia dónde dirigir su mirada ni sus pasos. Al cabo de unos minutos, la admiración dejó paso a la confusión y esta al miedo, que en una rata suele terminar en espanto. Entonces sólo atinó a correr rauda, refugiarse en las sombras y, sin saber exactamente a dónde había ido a parar, se agazapó bajo un cúmulo de objetos que yacían al fondo de un callejón.

Amaneció y el Sol encontró a la rata dormida. Estaba extenuada por el miedo y las emociones de la noche anterior. Poco a poco todo fue llenándose de sonidos nuevamente. Primero cientos de bostezos, luego incontables corrientes de agua. Más tarde traqueteos, voces, adioses. Al fin, pasos de multitudes y multitudes de rugidos feroces y alaridos infernales. Tanto miedo tuvo entonces la rata que no se atrevió a asomar la cabeza hasta muy avanzado el día. Bajo el cúmulo de desperdicios esperó temblando de terror ante el tremendo estruendo de nuevos y desconocidos sonidos.

110 Al cabo de varias horas se atrevió a asomarse apenas; el hambre la hizo salir. Atardecía y todo se plagaba de sombras. Con el vientre tronando, la rata se deslizó por la penumbra, guiada por su agudo olfato, en busca de algún desecho que comer. Pero no fue fácil. Todo estaba impregnado de olores nuevos. Olor a aceites quemados, a humos asfixiantes, intensísimos aromas de flores embriagadoras. Miles de tentáculos de olores la arrastraban en todas direcciones, jalándola, tornándola, dándole vueltas y mareándola. Así vagó la rata sin rumbo hasta que llegó la noche y, anónima en su oscuridad, se sintió más segura. Era nadie, era una mancha oscura entre edificios percudidos, era una sombra entre las sombras. Libre para moverse y lejana a los peligros, tuvo más tranquilidad para poder rastrear su alimento. Los olores la llevaron hasta un pequeño muladar de donde provenía el reconfortante hedor de fruta recién podrida, en ese estado en el cual el alimento aún no se ha secado y se encuentra en pleno proceso de descomposición, en putrefacción fresca. La rata quedó extasiada por el olor. Era algo desconocido para ella, pues a su cloaca todo llegaba ya macerado y apenas si se podía distinguir otro olor que no fuera el de las heces. Devoró a sus anchas todo lo que podía caber en su estómago, vacío de no comer desde hacía días. En el muladar encontró una manzana apenas mordisqueada que alguien había tirado, unas cuantas naranjas hongueadas que, aunque le disgustaron bastante por su sabor amargo, las tragó con avidez. También había un espinazo de pescado con cabeza, sazonado con pequeños coleópteros y una deliciosa bolsa de cereal plagada de gorgojos, deleite de toda buena rata. Todo esto comió y otras menudencias y quedó agobiada por el banquete. Yació entonces en el muladar la rata satisfecha, remembrando su cloaca y su cáfila hasta que quedó dormida bajo la luz artificial de la ciudad.

111 Al día siguiente, al despertarse, la rata se sintió con más confianza. Ese extraño sitio de edificios enormes y luces cegadoras parecía un buen lugar para habitar: no había grandes peligros y le prodigaba abundante sustento como para una vida cómoda. Sin embargo, la asaltó la curiosidad por todo aquel barullo que empezaba al iniciar el día y adquirió su mayor manifestación cuando el Sol pendía sobre las cabezas de los seres de la tierra. Salió de su improvisado refugio en busca de respuestas. Con el sigilo natural a todo animal rastrero, se deslizó por las sombras y resquicios con cortos piques y paradas abruptas, desvaneciéndose bajo la luz y desapareciendo en la oscuridad. Grande fue su sorpresa al llegar a la salida del callejón. Casi se le hiela el corazón al ver una cáfila interminable de animales bípedos implumes recorriendo los caminos por todas partes, hacia todas direcciones, en todos sentidos, entrando y saliendo de los edificios, montados dentro de monstruos metálicos y rugientes. Todos deambulaban sin parar, a velocidad constante. De pronto la cáfila se detuvo ante una señal luminosa, retomó su rumbo y los individuos que desaparecían a lo lejos iban siendo sustituidos por otros y estos a su vez por nuevos y así interminablemente. Ese lugar era un vertedero de aquellos extraños animales de pieles multicolores. Era la cáfila perfecta, compuesta por piezas enajenadas moviéndose al unísono, silenciosas, obedientes, todas transcurriendo como las aguas de los ríos, llevadas por fuerzas ajenas, de miradas perdidas y respiración cadenciosa. Por rendijas y drenajes recorrió la rata ese inmenso lugar. Vio muchas cosas de las cuales no sabía el nombre y que jamás había conocido antes. Inmensos ingenios se alzaban por doquier, unos moviéndose, otros sonando, algunos encendiendo y apagando luces. Notó también, con mucha curiosidad, que varios de los bípedos llevaban consigo a otros animales, más pequeños y cuadrúpedos, halados por correas o cadenas, y que estos, de vez en cuando, eran acariciados y premiados con deliciosas galletas multiformes.

112 Al caer la noche, la rata se animó a entrar a una de las edificaciones donde parecían habitar todos los seres de ese mundo. Encontró en un callejón una rendija. Al atravesar la rendija estuvo tan a oscuras que su única pupila tardó en dilatarse lo suficiente como para recobrar la vista a tiempo. Cayó sin sufrir más que un gran susto. Pronto su visión se adaptó a la oscuridad y pudo distinguir todo cuanto había en aquel recinto. Anaqueles de metal, cajas hacinadas, herramientas de todo tipo, bolsas. Olisqueó y palpó hasta descubrir algunos pomos con granos, cereales y alimentos encurtidos. Se disponía la rata a darse un opíparo banquete cuando se escuchó un fuerte crujido, se encendió un pequeño astro en el techo y todo quedó empapado de una extraña luz amarillenta. Rápida corrió a esconderse tras unos toneles al fondo del recinto. Desde ahí pudo ver entrar a un gran bípedo y tras él, siguiéndolo en cuatro patas, un animal peludo y de largo hocico. Era un animal simpático de ojos tristones y tiernos que parecía siempre estar implorando o pidiendo perdón. Jadeaba constantemente con la lengua colgando y una sonrisa mendicante. El bípedo tomó algo que no pudo distinguir de un anaquel y rápidamente salió por donde entró gritando palabras ininteligibles a alguien que lo llamaba desde fuera. Entonces todo se hizo silencio. Sólo el olisqueo del cuadrúpedo, que se acercaba hasta que su cabeza apareció sobre los toneles. Amenazó con hurgar más por donde estaba la rata, pero al final se retiró y subió por las escaleras del sótano. Su caminar era grácil y su lengua se balanceaba graciosamente al ritmo de sus pasos. Al atravesar la puerta se escucharon aplausos y festejos y los agudos aullidos con que el animal sabía responder a las caricias mientras meneaba su cola juguetona. Lassie le llamaban con afecto.

A la mañana siguiente, un tenue rayo de luz se filtró por la rendija del sótano anunciando la salida del Sol. En la oscuridad del cuarto, su luz se hacía artificial y parecía sólida como un tubo de neón. La rata se paró bajo él con los brazos extendidos y sintió su

113 calor. En aquel mundo todo parecía fabricado con precisión, nada dejado al azar. Trepó en un anaquel donde estaban los encurtidos ordenados en frascos de colores y tomó de uno de ellos sólo unas cuantas cebollas, no quería llenarse demasiado, debía mantenerse alerta. Subió sobre los toneles y de ahí hasta la rendija interior del sótano. A través de ella la rata tenía acceso a la primera planta de la casa. Ahí todo estaba iluminado por una luz suave y constante que parecía estar en todos lados, aunque no salir de ninguno en particular. Una luz sin color se adaptaba a las formas y tonos del ambiente, parte constituyente de los muebles y adornos de la casa misma. Más que luz, parecía simplemente el color de las cosas. Pasó todo el día tras la rendija, observando muy concentrada lo que ocurría en aquel hogar, pero poco pudo entender. La familia estaba compuesta por sólo cuatro miembros. La madre, una mujer joven que despertaba siempre antes que los demás para preparar los alimentos para el día. El padre era adulto, entrado en los años suficientes para no ser joven ni viejo. Anduvo zapateando un buen tiempo en el piso superior hasta que bajó veloz a la primera planta, subiéndose la bragueta, acomodándose la corbata, metiéndose la camisa en el pantalón. Un vaso de leche, un pan con algo desconocido dentro, un beso a su mujer, un adiós. Ella entonces despertó de algún ensueño intrascendente y empezó una posesa carrera por toda la casa, yendo y viniendo, del revés y del derecho, acomodando, dando vueltas, poniendo y sacando, y de tanto en tanto deteniéndose sólo un segundo, para preguntarle con la mirada a su dios de horario y minutero sobre el tiempo y sus avatares. Este frenesí era abandonado brevemente sólo para compartir algunas palabras y arrumacos con Lassie, que la miraba desde la comodidad de una alfombrilla. Habituado a tales devaneos, Lassie recibía sus caricias con naturalidad y alegría, meneando la cola, dando pasitos en su sitio y moviendo la cadera en una suerte de danza de la felicidad. A veces ella simplemente lo tomaba de la cabeza y mientras lo acariciaba suavemente lo miraba fija a esos ojos hipnóticos que eran un bálsamo para

114 aquel ser atormentado por el tiempo. Luego, portadora de una tranquilidad que contrastaba radicalmente con el frenesí de instantes anteriores, retomaba sus quehaceres matutinos. En tal trance estuvo la mujer hasta que el reloj le dio la orden de ir a la planta superior. Corrió entonces y desapareció al subir las escaleras. Arriba se escuchó otra voz, una más aguda, que al principio sólo profería quejidos y sonidos ininteligibles. Por algún tiempo aquella vocecita no paró de hablar en lenguas. De pronto la mujer empezó a gritar y amenazar, y las diferencias parecieron solucionadas, si no por la razón, sí por la fuerza. Al rato ambos bajaron con rostros circunspectos. Ella con gesto marcial y él con cierto rubor en las mejillas, poco común en un niño todavía medio dormido. El amor estaba en el aire. Ella se sentó y él hizo un puchero. Ella miró el reloj y él, como todas las mañanas, tuvo que claudicar. Al terminar el desayuno ambos se pararon y con él delante de ella salieron de la casa, no sin antes colmar de caricias y besos a Lassie. La rata salió de su escondrijo. Muy sorprendida había quedado ante lo visto y oído. Parecía que los hombres se unían en pequeños grupos a los que llamaban familias, y en ellos establecían ciertas jerarquías para poder administrar el mutuo martirio con orden y la mezquindad con decencia. La rata quedó mirando a Lassie, que luego de olisquear inquieto por la casa se arrellanó sobre un mullido lecho que estaba a un lado de la sala. Regresó a su escondrijo y ahí esperó hasta que se abrió la puerta a la calle. Por ella entró la mujer. Parecía haberse quitado un tremendo peso de encima. Se dirigió a la cocina, acarició a Lassie, lavó los trastes y se paseó pausadamente por toda la casa. Parecía estar limpia. En la sala se dejó caer sobre un sillón y tomando un objeto con botones encendió una caja de donde salía toda clase de imágenes luminosas. Había un mundo encerrado dentro de ella, un mundo de luz y color, un mundo poderoso que atrapaba al espectador, lo absorbía con sus formas definidas y sonidos sobrenaturales, una flauta mágica que no distinguía entre ratas y humanos, llevándose a todos por igual entre danzas y brincos de alegría. Ni Lassie

115 se salvó del encantamiento. Pronto yacía en el regazo de la mujer, que no paraba de acariciar su lomo. La rata se arrastró sigilosamente por los rincones y aristas de la casa, hasta quedar a buen recaudo, bajo un aparador de madera, desde donde, babeante, fue tragada poco a poco por el mundo del televisor. Ahí los mares eran más azules que los del delfín y los delfines más sonrientes, las praderas más verdes que las del corcel y los caballos más hermosos, los cielos más vastos que los de Juan Salvador Gaviota, y en ellos las gaviotas eran verdaderos ángeles luminosos. Ahí todo era más real que lo real, todo depurado de lo accesorio, inmaculado. Era el mundo de la esencias. De pronto, un hombre luminoso bajó por escaleras luminosas también. La luz más resplandeciente que jamás vio se filtraba por las ventanas e inundaba todos los recintos de la casa con la perfección que sólo los dioses pueden conferirle a las cosas. Una luz constante, total, sin sombras ni penumbras. Desde dentro del televisor, el hombre se acomodó la camisa como nadie de este mundo podría hacerlo por más que lo intentase. Comió algo cotidiano como quien degusta una ambrosía. Ella entonces despertó del mejor sueño que nadie jamás había tenido. Era una mujer luminosa como ninguna de este mundo. No se aseó ni defecó porque era gente de la luz. Bajó las escaleras con más despliegue que la gaviota en su cielo. En la cocina se miraron con esas miradas que hacen temblar los corazones más encallecidos. Se besaron como sólo dos seres brillantes se pueden besar, sin saliva, sin lengua. Al unísono voltearon sus cabezas y ahí estaba, la esencia misma del amor y la felicidad. Era un animal como Lassie, distinto pero igual, compartiendo la misma esencia. Acariciado y festejado, perfecto en sus gracias y movimientos, en su mirada suplicante, en su lengüita juguetona. Y no suficiente con todo aquello, a cada instante los acompañaban música de ángeles. La mujer despierta con un beso en la frente a su hijo, que al instante la abraza como todo niño sueña con abrazar a su madre. Música de ángeles. El niño baja con su madre. Sus cabellos son la envidia del corcel, cuya crin sería un estropajo chamuscado a su lado, y el viento que los ondula sopla sólo para ellos. También aquel

116 niño de hermosura sin par posee arte para comer. Al fin, todos se unen en un concierto de abrazos y besos en torno a su mascota mientras salen de la casa. Una angustia terrible embargó a la rata. Ahora lo entendía todo. Había estado tirando su tiempo y esfuerzo por la borda, malgastando su sufrimiento. El mundo en que vivía, el mundo del mar, del cielo, de la pradera, de la cloaca, todo era un vasto mundo purgante e imperfecto. Y el otro, el mundo del televisor, era el mundo de la perfección, el mundo en el que todos los animales se hacían Lassies y los hombres, estrellas. Los únicos que habían entendido todo esto eran los hombres y sus mascotas. Este mundo era una caricatura grotesca de aquel otro perfecto y luminoso. Por ello, todos los hombres intentaban vestir como en la televisión. Por eso no hacían sino actuaban, no sentían sino mostraban. Por eso entrenaban a sus perros para que fueran tal y cual los de la luz. Y claro, en ese mundo perfecto no había heces, ni orines, ni desechos y por ello no había ratas. La mujer miró el reloj, que tomaba distintas formas y estaba en todos lados. Como en la televisión, era hora de recoger a su hijo. Apagó el televisor y fue por el pequeño, intentando caminar como su homóloga pero sin lograrlo. Entonces la rata salió de su escondrijo. Lassie quedó viéndola por un instante con su mirada amable, como queriendo reconocer en ella a un viejo amigo perdido hacía mucho tiempo, a uno de esos buenos amigos que se van sin tener tiempo de despedirse. Su mirada le deshizo el corazón. Sintió irresistibles ganas de abrazarlo, besarlo, acariciar su piel de largos pelos rojizos y suaves, de preguntarle cómo había estado todo este tiempo, hacía años que no te veía, qué había sido de su vida, lo había extrañado tanto. Un ladrido ronco y amistoso rompió el silencio del recinto. –Hola, ¿quién eres? –le dijeron. La rata titubeó, confundida por el cúmulo de sentimientos que aquel ser maravilloso le producía.

117 –Soy Óscar, la rata que ha salido en busca de sus sueños –respondió automáticamente la rata, aún perdida en su mirada–. ¿Y tú quién eres? –Yo soy un perro y me llaman Lassie, el bienamado. Lassie, el bienamado. Enmudeció la rata boquiabierta. Miles de ideas e interrogantes se le vinieron a la cabeza. Lassie, el bienamado. Era maravilloso que el amor fuese su patrimonio personal. En efecto, al verlo, siempre alegre y agradecido, al recibir su mirada tierna y suplicante, era inevitable sentir amor por aquel animal, era algo que tenía que suceder tarde o temprano. –¿Y quiénes son esos seres extraños que te alimentan y se deleitan con tu sola presencia? –interrogó ávida la rata. –Son hombres, y son muy buenos. Te enseñan cosas, te alimentan, te dan refugio y amor. –Y si los aman tanto, ¿por qué he visto a perros como tú caminar encadenados por los caminos exteriores? –No son cadenas –rió, benévolo, Lassie–, son correas, y las usan para protegernos. Es que ellos son muy sabios y saben lo que es mejor para nosotros. Ese era un increíble paraíso. No sólo prodigaban comida, refugio y amor, sino que además sabían qué era lo mejor para ellos y los protegían. –¿Y este paraíso en el cual vives cómo se llama? –Esta es la ciudad y estos, sus hogares, y en los hogares viven familias y las familias tienen perros como mascotas a quienes crían y protegen. La rata no podía creerlo. –¿Y nada les piden a cambio? –No. En realidad, sólo debemos recibir su afecto y eso los hace felices. ¡Qué maravilla, qué milagro! Un lugar donde todo era amor y abundancia. Un lugar donde nada costaba menos que recibir cariño y una sonrisa otorgaba la felicidad. Un lugar

118 donde la amarían sin más condición que recibir. Se le desbordaba el alma de contento. Ya podía sentir las caricias y el calor del afecto de los hombres. Ya podía ver sus corazones seducidos por su mirada tierna, sus voluntades quebrantadas por sus gracias, arrodillados, dándole de comer en la boca sin más pago que una sonrisa feliz. Todas estas cosas y muchas más imaginaba la rata en un estado de extraviado delirio. –¿Y cómo puedo conseguir un amo?, ¿cómo puedo ser mascota de alguien? –inquirió. El perro quedó un rato pensativo. –Tendrás primero que observar a los hombres y sus costumbres, y cuando estés habituada a ellas, te enseñaré lo demás. –¿Podría quedarme en éste hogar? –¡Por supuesto! Tú vivirás acá en el sótano. Tienes abundante comida y eres suficientemente pequeña para entrar y salir por el respiradero. Así podrás estudiarlos sin que noten tu presencia. –Gracias, Lassie, amigo, muchas gracias, esto es lo que he estado buscando toda mi vida.

Durante una semana, la rata fue atenta observadora de las rutinas y trabajos de los hombres, hasta que pareció llegar su momento. –Rata –le dijo amistosamente Lassie una mañana–, Ahora empezaremos contigo. Escucha bien y haz todo lo que yo haga. En primer lugar, debes aprender mi mirada. Es una mirada lastimera. ¿Cómo se consigue? Siente lástima por ti misma, siente pena, deseos de rogar, implorar. Pero también siente que ellos van a apaciguar tu dolor con su cariño. –¡Sí, sí, yo puedo! –se exaltó la rata, y la rata recordó sus momentos con la gaviota, cuando creyó que era un mesías iluminado, enviado para rescatar a los soñadores de este mundo.

119 –Muy bien, rata, se ve que comprendes rápido. A ver, ahora camina con elegancia y alegría. Esta vez la rata aplicó todo sus conocimientos equinos y se imaginó recorriendo la pradera con su crin ondulando por los aires. –¡Excelente, rata! Pareciera que has llevado clases avanzadas. La rata hinchó su pecho orgulloso y así estuvo aprendiendo todo cuanto debía aprender para ser un buen perro. Cada giro expresivo, cada detalle corporal, todo quedó en la cabeza de la rata. Observó y aprendió a dar la patita, a ir meneando la colita cuando la llamaban, a sentarse, a echarse, a hacer giros, a saltar el aro, a traer el diario, a despertar al amo cuando se había hecho tarde, a recibir cariño con sobriedad, jugar con los niños sin aplastarlos. A caminar en dos patas, ¡ni que se diga! Lassie quedó impresionado por las destrezas de la rata. –Bueno, rata, creo que ya casi estás lista, el resto te lo dará la experiencia. Desde hoy, cada vez que escuches una instrucción, tú también la seguirás. Cuando me digan que me siente, tú también lo haces. Cuando el diario golpee la puerta, saldrás tú conmigo y cogerás parte de él. La rata no cabía en sí de emoción. No podía esperar a tener un amo y empezar su vida de perro. Desde entonces obedecía en secreto cada instrucción, recogía el diario, hacía el muertito, jugaba con su niño imaginario. Por días siguió esa rutina. Siempre aprendiendo de la televisión, intentando obtener las mismas maneras y formas que sus seres. Una mañana, luego de irse el ama, Lassie la llamó un tanto circunspecto. –Amiga rata, todos estos día he seguido cuidadosamente tu evolución, y en verdad te digo que ya estás lista. Todo este tiempo que hemos pasado juntos me he encariñado contigo, y me da mucha pena que tengas que marcharte, pero ya es hora de que salgas en busca de tu propio amo.

120 Aunque feliz por la noticia, la rata echó un par de lágrimas y después de un fuerte abrazo se dijeron adiós. Mientras se alejaba escuchó la voz de Lassie. –Ten mucho cuidado, rata, que es muy peligroso ser un perro vagabundo. Encuentra pronto un amo.

El instinto de la rata la mantuvo a buen recaudo en las tinieblas y pequeños resquicios de la ciudad. Por muchos días y noches vagó sin rumbo por las aceras, viviendo agazapada en los vericuetos de la ciudad. ¿Cómo hallaría un amo? ¿Había acaso hombres sin perro? Entró a muchos hogares, pero todos ellos tenían ya un can. Las luces artificiales iluminaron su sendero y las sombras de la ciudad le prodigaron refugio, hasta que, tras una ventana, extinguiéndose en la penumbra de un dormitorio, la figura de un hombre triste yacía sobre una cama. Un hombre sin perro. La rata se apiadó de él. Sentía pena por su oscuridad. Ella sería su alegría, su luz, su perro fiel. A hurtadillas, para no importunar su sueño, la rata se filtró con la luz, a través de la ventana. Su sangre se agitaba de ansiedad. El hombre tenía el sueño pesado y apacible, aunque lucía un gesto de tristeza. ¿Cómo empezaría? Intentó algunas gracias sin éxito. Volteretas, jadeos, el muertito, vueltas en el piso, mirada suplicante. Nada, dormía profundamente. Debía intentar algo más radical. Paseó por la habitación por algún rato hasta que, sobre una silla de madera, encontró un diario doblado, lo tomó con el hocico y meneando la colita pelada de rata, trepó a la cama y lo soltó sobre la diestra de su amo. Jadeó y pataleó suavemente sobre el lecho, esperando una respuesta, pero el amo no se inmutaba. No había alternativa, debía arriesgarse, optaría por la medida más extrema: despertarlo. Para ello se requería largas horas de entrenamiento y suma concentración, pues de no hacerse correctamente, no sólo se despertaría al amo, sino también su cólera. La rata inhaló profundamente, mantuvo la respiración por un instante, cerró los ojos, recordó al detalle todo lo aprendido y entonces empezó a jadear, a restregarse suavemente contra su amo,

121 a lamerle la mano y la nariz, y, de tanto en tanto, lanzar uno que otro suave ladrido. Al cabo de un rato el amo le respondió con una caricia. –Ya, Boby, ya –murmuró, seguro recordando una mascota que ya no estaba. A la rata no le cabía tanta alegría en el pecho y lágrimas le brotaban de su único ojo. Se restregó nuevamente. Más caricias, más caricias. Otra vez, y otra. Soy amada, soy amada. Ahora lamía, babeaba su rostro como un verdadero perro. Caricias, lamidas, sobajeos, amor. Gracias, Lassie, soy amada, soy amada. Caricias, babas, piel. El amo despertó. –Boby –dijo saliendo del sueño. La sonrisa dulce, la mirada tierna, la mano amiga. La rata no pudo contener su emoción. –¡Soy Boby, soy Boby! –exclamó fuera de sí. Ladró a todo pulmón, pero pronto la sonrisa dulce se agrió hasta pudrirse en un hedor a muerto rancio y una tufarada penetrante le ahogó el alma. La mirada tierna se agrandó hasta ser espanto y asco y la mano amiga se endureció hasta caer hecha una roca. En un instante la rata fue impulsada por los aires para estrellarse contra la pared. Por un momento la rata creyó haber entrado al mundo de la televisión. Intensas luces de colores la iluminaban desde todos los ángulos. En medio de su confusión logró divisar al hombre furibundo que se acercaba con un palo dispuesto a acabar con ella. Ducha en palizas, la rata, sin saber cómo, se dio maña para escapar de su perseguidor, aunque ya al borde de la ventana por donde entró recibió un sólido garrotazo que terminó por desbaratar todos sus sueños.

Cuando despertó era de noche. Había tenido la suerte de caer en un drenaje. Protegida y subrepticia, logró sobrevivir. Aún le dolía todo el cuerpo y, para colmo de males, aunque el palazo había sido sólo uno, fue suficientemente violento y certero para

122 inutilizarle una pata y dejarla coja. La ciudad perdió sus formas y se pareció más a la ciudad del televisor, una ciudad sin materia, hecha sólo de luz. El cielo negro se tragó todo contorno hasta que las miles de luces se fundieron en él. La ciudad le había cortado la señal y la rata se vio atrapada en un canal sin programación, un puntito gris más entre los puntos de la pantalla del televisor. Esa noche la rata se juró no caer en nuevas tentaciones y emprender el regreso a su cloaca en cuanto despuntara el alba. Juró no ser delfín, ni gaviota, ni caballo. Juró no ser perro. Sólo sería una rata apacible en su cloaca, un punto gris entre las luces. A otros dejaba el resplandecer en los cielos o brillar en la pradera. A otros surcar los mares o ser amado incondicionalmente. Juró toda la noche para nunca olvidar su juramento. Juró sin ser vencida por el sueño ni el dolor ni el desasosiego.

Al llegar el alba empezó a cumplir su juramento. Se arrastró cojeando lentamente por los drenajes y los sótanos. Se ocultó en las sombras y se escondió de las furtivas luces de los autos. Por días y noches la rata siguió su marcha hacia las afueras de la ciudad. Poco a poco los jardines se hicieron más verdes y extensos y las casas fueron raleando. El sonido de los autos y las multitudes de humanos y perros iba dejando paso a otros, más sutiles y arcanos, que tímidamente asomaban por los postigos de aquella misteriosa naturaleza que se insinuaba a lo lejos, en los linderos de la ciudad. Se detuvo. Oculta al amparo de un muladar hediondo, se irguió. Echó una última mirada. No dudó. No había marcha atrás. Era la mirada de quien ve su lastre por última vez. La rata ya no creía. Al otro lado de la ciudad y más allá yacen sus sueños hechos añicos. Bajo el hermoso Sol de primavera, en el inmenso mar de aguas prístinas, sobre la blanca arena inmaculada, bajo el cielo azul de la mañana, entre la verde hierba que se arrulla en la pradera, junto a los hombres y perros de rostros felices, yacen sus sueños, desperdigados entre incontables miserias.

123 Ahora ella sabía que el orden que regía el mundo era el orden de la rata. Nadie, ningún animal, por más bello, sabio o afortunado que pareciese, escapaba a él. La rata impera.

124 A salto de rata Cuando salió de la ciudad ya era de noche. Una explanada interminable se extendía delante de ella, y atrás la ciudad era un televisor enorme que iniciaba su programación de neones y alumbrado público, un mundo encajonado en ilusiones inalcanzables, que se volvían realidad a base del sustento de toda esperanza, la estupidez universal. Las luces de la ciudad se elevaban hasta confundirse con las estrellas, fundiéndola con el cielo negro. La rata sintió que la ciudad se apoderaba de los cielos, tomaba por asalto la tierra y se sumergía hasta sus entrañas. Espantada corrió todo lo que pudo, corrió sin parar, enceguecida por la desesperación y el resplandor artificial de la ciudad. Corrió hasta que el viento ya no le llevó su rumor artificial, hasta que se ocultaron las estrellas y la oscuridad se tragó todo artificio, para dejarla sola en un vacío absoluto. Mínima, la rata cayó rendida en la explanada y se apagó en la noche, el sueño y la resignación.

Al despertar, la rata estaba perdida. La noche anterior corrió tanto y con tanta angustia que había perdido el rumbo. Hacia donde mirara, el horizonte era una sencilla línea recta. No quedaba rastro de la ciudad ni de las montañas. La explanada se extendía más allá de su vista. Sin embargo, la rata se incorporó y sin pensar continuó su travesía. Sus movimientos eran mecánicos y su mirada, perdida. No pensaba en el pasado ni en el futuro, no tenía recuerdos ni le quedaban esperanzas. Sólo sabía que si caminaba y no moría, algún día estaría de regreso en su cloaca. Caminar, caminar, caminar. Sus patas se movían autónomas. Caminar, caminar, caminar. Era el único pensamiento que cabía en su pequeño cerebro de rata. Caminó por días, rengueante, tullida, coja, tuerta, desdentada. Y por las noches soñó caminar. Y así la explanada se hizo más larga, más inagotable. Su noción del tiempo fueron sus pasos y su único sonido sus jadeos. Parecía no cambiar de lugar. Nada se modificaba, nada pasaba o quedaba atrás. Atrapada en un laberinto sin paredes, absoluto, su único objetivo fue seguir su marcha, hasta que las

125 patas se abran como rosas y sus carnes queden en el camino como pétalos marchitos. Hasta que el corazón, poco a poco, apague su marcha fúnebre o los pulmones revienten inflamados.

Ya había perdido la cuenta del tiempo y de sus pasos cuando el monótono silencio fue interrumpido por un rumor gastado que traía el viento desde muy lejos, un silbido apenas perceptible. El rumor se convirtió en sonido de flautas que sumió a la rata en un estado de hipnosis casi catatónico. A pocos, el leve silbido se transformó en murmullo, y el murmullo en gentío. Estaba salvada. Aceleró el paso, pero las voces se tornaron esquivas. Intentó seguirlas, zigzagueando para no dejarlas escapar, corriendo en círculos, teniéndolas casi al alcance de la mano. Se burlaban de ella. La emboscaban y huían. No podía ser, se iban, se alejaban. Desaparecieron. La rata se detuvo. Miró el cielo. Águila, ven por mí, llévame en tus tripas. Las voces regresaron rápido, aparecieron de la nada montadas en el viento. Esta vez por otra dirección. Otras se le sumaron por el lado opuesto. Y otras más, y otras. La rata corría sin rumbo sin saber a cuáles seguir. Al cabo de algunas horas, aunque nada había cambiado en la explanada, aunque parecía no haberse movido de su sitio, se podía escuchar un alboroto, y al llegar la tarde, torna y retorna la rata, ya distinguía algunas palabras. No transcurrió mucho tiempo cuando oscureció y la densa niebla de todas las noches depositó su glaucoma en el único ojo que a la rata le quedaba. Poco a poco, tal como llegaron, las voces fueron callándose nuevamente, escapando hacia toda dirección, hasta quedar apenas el silencio y la rata, rendida, caminando sin sentido ni consciencia. De pronto, extinguiéndose, a lo lejos, tras la niebla y la distancia, el último estertor de un fuego que luchaba por no morir sacó a la rata de su letargo y de las entrañas del silencio emergieron los sonidos más espantosos que jamás había oído. La rata se incorporó sobre sus patas traseras. Irguiéndose todo lo que podía, intentó descifrar aquel fuego y los sonidos de esa noche. Los lamentos apagados de árboles

126 condenados a la hoguera crepitando desde sus maderos achicharrados, las respiraciones pesadas de los durmientes y los exabruptos ininteligibles de sus pesadillas, cuerpos arrastrándose sigilosos sobre la tierra yerma de la explanada, un intenso olor a heces y orines. Se había salvado. Intentó acelerar la marcha pero estaba demasiado agotada. A ciegas, caminó durante algunas horas llevando su desesperación a cuestas. El viento fluctuante le entregaba y le quitaba los sonidos que la guiaban, mientras de la hoguera sólo quedaban sus cadáveres y el humo que se confundía con la niebla. Pero la rata no se rindió y siguió, guiada por su instinto, caminando renga por aquella explanada que a cada paso no es sino una réplica de sí misma, donde nada cambia, nada pasa ni hay porvenir. Por fin, pisa carnes. Un quejido de sorpresa. Más carnes, más quejidos, panzas, patas, cabezas, susurros. Ya no puede más y cae sumergiéndose en ese tumulto de cuerpos hacinados.

Un vocerío la despertó. Al levantarse, la rata quedó tan sorprendida por lo que vio que creyó haber muerto y ascendido a alguna especie de paraíso roedor. Por donde mirara había ratas. Ratas felices, correteando, jugando, chillando. Un sinfín de ratas viviendo al aire libre, sin ocultarse en cloacas ni alcantarillas, viviendo cada una su propia vida sin conformar todas una cáfila indivisible. –Hola, amiga– una voz nasal la sacó de sus visiones–. Ayer llegaste de la explanada, como todas nosotras lo hicimos alguna vez. Apareciste desde la niebla y caíste rendida entre nuestros sueños. Era una rata cana y sin ojos. Su voz, fluyendo como un remanso de paz, parecía provenir de todos lados. Poco a poco empezaron a llegar otras ratas, hasta que fueron cientos, quizá miles aglomeradas a su alrededor. –Te esperábamos. Hemos escuchado mucho de ti, Óscar. Como verás, en esta explanada no existe nada, nada sino nosotras. No hay árboles ni plantas. Tampoco viene

127 el Sol en el día, ni en la noche hay Luna o estrellas. Sólo el viento trayéndonos lo que necesitamos: ramas, troncos, lianas, pétalos y hasta flores enteras a veces. Nos trae frutas, granos y todo tipo de alimentos. Pero hay noches, cuando la niebla es suficientemente densa, en que nos trae voces, voces muy lejanas. Entonces, el viento nos habla sobre lo que ocurre más allá de la explanada y nos cuenta sobre las proezas de las ratas que, como tú y como nosotras, han salido en busca de sus sueños. Por eso sabíamos que llegarías, porque todas, al fin, llegan a esta tierra, la tierra de los sueños. La rata aún no se reponía de su sorpresa cuando todas las otras ratas, una por una, se acercaron a ella y, estrechándole las patas con palabras afectuosas, se presentaban por sus nombres. Yo me llamo Juan, yo Daniel, yo Salvador, yo Bucéfalo, y así estuvieron por horas hasta que cayó la noche. Entonces, la rata ciega le tomó la mano y sus cuencas vacías le dirigieron la mirada. –Yo soy Pedro, que es piedra, porque mi sueño siempre fue fundar la tierra de las ratas libres. Hace muchos años caí de bruces sobre estas tierras secas creyendo morir, pero el viento no sólo me trajo el sustento, sino también las palabras de otras que como yo transitaban por el mundo en busca de sus sueños. Fue así como todo se me aclaró, fundaría un pueblo donde las ratas descubrirían sus sueños y vivirían felices haciéndolos realidad. La voz de Pedro le penetraba hasta el tuétano, poniéndole la carne de gallina. La rata miró sobre su interlocutor y contempló por un instante a las miles de ratas, cada una enfrascada en su propio ingenio. –Todas ellas trabajan arduamente para lograr su objetivo. Al caer la noche sueñan con la consecución de sus proyectos. Al ponerse el alba se levantan y ponen manos a la obra. Todas con la certera convicción de que más temprano que tarde lo lograrán. La rata miró a Pedro con tristeza. –Pero yo ya no sé cuál es mi sueño.

128 –Lo sé, Oscar. Todas perdimos la esperanza alguna vez y por eso estamos acá, para descubrir nuestros sueños y revivir nuestra esperanza. Dándole una palmadita en el hombro, Pedro se marchó dejando a la rata a solas con sus tribulaciones. Esa noche no hubo fogata. Poco a poco una niebla negra cubrió todo resplandor hasta que no pudo ver ni sus propias manos. Tan densa era la niebla que ningún olor la atravesaba. Espantada, la rata empezó a chillar. –¡Pedro, Pedro, el mundo se apaga! Una voz lejana, que a duras penas se abría paso por aquella atmósfera de alquitrán e incertidumbre, aplacó su terror. –Tranquilo, Óscar, es hora de dormir. A la mañana siguiente la rata despertó tarde. El cansancio la había sumido en un sueño profundo que repuso sus fuerzas. Frente a ella, mirándola con sus cuencas vacías, Pedro le extendió la mano. “¿Cómo sabe dónde estoy? ¿Cómo puede ver?”, se interrogaba la rata. Cerró sus ojos. El viento iba de un lado a otro, haciendo imposible descubrir de dónde venían las voces que traía, ni a quiénes pertenecían, confundiendo lo próximo con lo lejano. “No puede ser, es imposible que sepa dónde estoy”, se decía la rata. –Buenos días, Óscar, un poco tarde para despertar. Acá los días amanecen temprano. Espero que hayas descansado bien, pues hoy nos espera una larga jornada. Sorprendida, no podía explicarse cómo parecía reconocer cada uno de sus movimientos y gestos. La rata tomó su mano y se incorporó. Aún no podía descifrar aquella voz que por momentos parecía ser de la gaviota, más tarde del delfín, a veces del corcel, aunque también la del perro. –Yo también puedo ver –anticipó Pedro, y antes de que la rata pueda hacer cualquier pregunta más, el fundador continuó–. Hoy vas a conocer nuestro pueblo y verás cómo todas las que estamos acá nos abocamos sin descanso a nuestros sueños.

129 Pedro emprendió la marcha y la rata, sin decir palabra, lo siguió. Era una mañana oscura y sin Sol. Del cielo blanco emanaba un resplandor, iluminando apenas la explanada, que tomaba bajo su luz un color indefinido. Más que luz, parecía haber sólo una penumbra gris. Ralas corrientes de viento atravesaban la explanada por todos lados, llevando sonidos que alguna vez, hacía mucho, habían extraviado su rumbo y jamás llegaron a su destino. Aquel era el lugar de las cosas perdidas. Ahí iba a parar todo aquello que alguien había tirado, lo que no tiene dueño, lo que nadie quiere, un mundo bastardo de desechos. Voces antiguas e ininteligibles vagaban sin rumbo, perdiéndose en la vastedad interminable de la explanada para algún día regresar. Voces y sonidos que quedaban como único indicio de aquellos muertos que algún día habitaron ese paraje olvidado, que alguna vez caminaron, hablaron y también soñaron. El lugar estaba plagado de ratas. Tantas ratas había como explanada alcanzaba la vista. Pedro seguía su marcha pausada, pareciendo verlo todo a través de sus cuencas vacías. En ese caos aparente, todos estaban concentrados en sus quehaceres. Royendo, raspando, armando y desarmando sus artefactos. Por doquier había ratas laboriosas. Pronto notó también que toda rata de aquel lugar llevaban consigo las cicatrices de sus sueños. Ratas cojas, mancas, ratas mutiladas, convertidas en gusanos, arrastrándose por la tierra, cuyas únicas herramientas eran sus bocas. Ratas desdentadas, desorejadas, peladas, sin dedos, sin cola, sin uñas, hasta a una rata sin nariz observó, intentando en vano olfatear un tronco apolillado. Todas tullidas y esqueléticas. Pedro salvó unos cuantos escollos antes de detenerse. –Óscar, este es Juan –dijo Pedro. –Hola, Pedro, cada día mejorando la vista. ¿Cómo hace? –concluyó dirigiéndose a la rata. Pedro sólo asintió con una sonrisa. Era una rata escuálida y con la panza hundida. Había perdido el brazo derecho desde el hombro en un accidente aéreo, al ser atacada

130 por un águila. En su lugar llevaba un mecanismo hecho de huesos y dientes de algún animal irreconocible. Juan era una de las ratas fundadoras. Llegó a aquel lugar apenas unos días después de que las primeras frutas podridas salvaran la vida de Pedro, arrastradas por el viento hasta donde yacía ciego y moribundo, ya próximo a descubrir su sueño de fundar un paraíso de libertad para las ratas. –Juan es un maestro en el arte de dominar los aires. Mucho ha avanzado desde que el viento nos trajo los primeros maderos y hojas secas –explicó Pedro. –En efecto –respondió Juan muy orgulloso–, sé mucho sobre el viento, aunque reconozco que aún no lo domino. He escuchado que tú lograste volar bastante bien. Seguramente podremos trabajar juntos. Con una sonrisa rápida pareció despedirse y continuó aplicándose en su último modelo. Era una gran máquina de madera podrida, lianas resecas y tiras de cuero curtido por hongos blancos. –La madera podrida es muy buena para volar, es muy liviana –comentó Juan mientras zarandeaba su prótesis como quien hace señas con la mano–. Todo cuanto llega acá es arrastrado por el viento. Por eso son buenos materiales para volar –y terminó con un suspiro:– ya no me falta mucho. Seguramente mañana lo debo probar. Era una estructura muy ligera de alas convexas que se curvaban hacia los extremos. Casi de medio metro de envergadura cada ala, se unían en el centro en una suerte de ingeniosa bisagra. Bajo ella colgaba un arnés de cuerdas cruzadas, diseñado para estabilizar el aparato con el movimiento del cuerpo, y en su base sostenía dos pedales conectados a través de un sistema de poleas a las alas, que las harían moverse verticalmente mientras describirían una fracción de giro necesario para vencer la resistencia del aire. Todo estaba escrito y calculado en la tierra dura y resquebrajada que sustentaba sus existencias en la explanada.

131 –Entonces mañana te veremos transformado en gaviota, mi querido Juan –dijo Pedro con aquella voz que parecía salir de las entrañas de la explanada y que quedaría para siempre rondando ese paraje, haciéndose inmortal–. Si todos tuviésemos tu ingenio, estoy seguro de que más temprano que tarde conseguiríamos nuestros sueños. Continuaron atravesando el tupido enjambre de ratas tullidas. “¡Ya lo tengo!, ¡lo tengo!”. Una voz se distinguía de las demás. A veces lejana o veces cercana. “Gran pez, gran pez”, susurraba. “Soy el rey de las mareas. ¡Ya lo tengo, lo tengo! ¡La espuma no, la espuma no!”. Iba y venía la voz. “Calculando, calculando”. Siempre repetía sus palabras. Pedro se detuvo. Casi imperceptible, en ese mundo sin luz ni sombras, apareció delante de ellos una pequeña fosa circular. A su vera, una rata desmembrada, sin piernas y sin manos, mascullaba frases delirantes. Al sentirlos, el gusano giró ágilmente sobre su centro hasta tenerlos frente a él. Estaba totalmente pelado y su piel era un callo grueso y mugriento. Alzó lo que alguna vez fue su pecho y se mantuvo erguido elevando la mirada. –¡Ya lo tengo, lo tengo! Sus ojos eran penetrantes y desorbitados por la falta de párpados. Amarrado a la cabeza llevaba un cinto de tela tan mugriento como ella, el que usaba para vendar sus ojos e intentar conciliar un sueño que nunca llegaría. –Hola, Daniel, veo que has solucionado tu problema –le dijo Pedro. El gusano no le respondió. Miró a la rata mientras se esforzaba por que los ojos no saltaran de sus cuencas. –Me lo hicieron los tiburones, tiburones –le dijo, estremeciéndose epiléptica con la sola mención de las bestias–. Me arrancaron de cuajo los brazos y las piernas, pero parece que no les gustaron, gustaron –una sonrisa siniestra salió de sus labios. Al menos ambos dientes le quedaban–. El mar me suturó las heridas pero al devolverme a tierra me lanzó contra las rocas y de milagro no perdí los ojos, los ojos –se hinchó de orgullo al ver el gesto espantado de la rata–. Desde entonces no he podido dormir ni una sola noche,

132 noche. No importa que no halla un solo rayo, rayo de luz. Sin párpados es imposible, imposible. Pero lo importante, importante es no renunciar a los sueños, sueños. Nada es tan importante, importante como eso, los sueños, sueños. Hay que dar la vida por ellos, vida por ellos –sus palabras eran entrecortadas y siempre se atoraba–. Tiburones, tiburones –masculló, y dando un rápido giro les dio la espalda y continuó posesa en su tarea. Sus labios habían tomado contextura ósea, formando verdaderas uñas, con las que asía sus herramientas y materiales de trabajo. Se movía frenéticamente de un lado a otro cogiendo, dejando, ajustando, amarrando, cortando. Su cuello había adquirido una elasticidad extraordinaria que le permitía contorsionarse hasta casi ciento ochenta grados. De pronto se dobló en dos y, disparándose como un resorte, lanzó un altísimo brinco que heló la sangre de la rata. Había empezado su verdadero frenesí. Sobre la tierra húmeda se podía distinguir una aleta dorsal preparada con algas que habían navegado por el viento hasta el pueblo de los sueños. Amarres y adefesios extravagantes pendían de ella como las tripas secas de algún viejo despanzurrado. Un poco más allá, aguardaban otros tantos remedos de aletas de diversas formas y texturas. Algunas puntiagudas y duras como las de los tiburones, otras delgadas y deshilachadas como las del pez globo. Las había en forma de garfio y también triangulares. Todo el rededor de la fosa estaba plagado de símbolos apretujados, de escritura críptica entre la cual el gusano saltaba y se retorcía con cuidado de no borrarlos. De vez en cuando se detenía a observar las cicatrices de la tierra y, siempre con una espina en el pico, habría aquellas heridas secas con marcas ininteligibles. Otro salto y continuaba su locura. Así pasaba los días, las tardes y las noches, sin poder cerrar los ojos; tendida boca abajo, sin desprender la mirada de sus delirantes garabatos.

133 –Ese es el espíritu que todos requerimos –nuevamente la voz ubicua de Pedro sacó a la rata de su sorpresa –. Si todos tuviésemos su energía y tenacidad, estoy seguro de que más temprano que tarde conseguiríamos nuestros sueños. Debían proseguir. Pronto dejaron atrás al gusano con sus piruetas y contorsiones, que poco a poco fue desapareciendo en el fondo grisáceo de la multitud de ratas. Sólo a veces, a la distancia, se lo veía elevarse por los aires. Se internaron más y más entre las ratas hasta detenerse al lado de otra de las elegidas. Era una rata coqueta de gestos amanerados. En su coronilla llevaba un penacho rubio de paja seca que le caía sobre la frente y sus párpados estaban adornados por largas espinas clavadas a manera de pestañas. Su pelo, aunque ralo y tiznado, más negro que el carbón, contrastaba con el rojo intenso de su boca. Se paró frente a ellos sin dejar de pestañear, abultando los labios como quien lanza obscenos ósculos a una gran concurrencia. Esta era el único miembro del pueblo que parecía entero. Erguida, muy derecha, los saludó con entusiasmo. –Bu-buenas tardes Pe-pedro. ¿Co-cómo ves el día para hoy? –Va a estar nublado. –¿Co-cómo haces Pe-pedro? Tú nu-nunca te equivo-vocas. Pedro asintió con la misma sonrisa de siempre. El tartamudo miró a la rata. –Bienve-venida a nu-nuestro pueblo O-óscar. Habíamos escu-cuchado mucho de ti últimame-mente, era un he-echo que llegarías en es-estos días –y sin perder en un ápice la rectitud de su postura, le tendió la mano–. Soy Bu-bucéfalo, un corcel ne-negro. So-sólo me falta mate-terializar mi esencia espiritual, ahora mi-mismo estoy trabajando en e-ello. Hablaba muy lentamente, como si las ideas le fueran esquivas o como esperando que su tartamudeo le diera tregua. –Llega-garon noticias tuyas y de tus cuitas como co-corcel. Escu-cuchamos que hasta pudi-diste llevar por unos metros a un ve-verraco enorme. Fue increíble. Se-seguramente tú po-podrás apreciar mis esfu-fuerzos en su verdadera magnitud.

134 La rata intentó responder, pero el entusiasmo de Bucéfalo la desanimó. –Es mi-mi obra ma-maestra. Entonces dio vuelta para mostrarles su portento y la rata vio con horror el alto precio de su sueño. Empernada a su espalda llevaba una gruesa barra de hierro oxidado que la condenaba a siempre estar erguida y tiesa, una gigantesca garra hundiéndole las uñas hasta las costillas, atrapándola por siempre en el laberinto de sus sueños. –Fue en la pra-pradera –dijo el corcel, dándoles la espalda sin perder el ánimo–. Durante me-meses de meditación y prácti-tica insuflé a mi alma el espíritu del co-corcel. Todos los días amanenecía con el alba para aprender a lleva-var el paso elegante, a trotrotar como suspendido en el aire, a hacer te-temblar la tierra bajo mis ca-cascos. Hice decenas de ma-máquinas e ingenios. Por las no-noches no dormía imaginándo-dome surcar la llanura tan ne-negro como la noche misma. Hice to-todo eso y muchas cosas más, y al fin tantos días de es-esfuerzo y noches de vigilia dieron su fru-fruto. Fui cocorcel. Bucéfalo los guiaba a paso de pingüino mientras su columna monovertebral hacía crujir todos sus huesos. –Ento-tonces, halé a una va-vaca en mi lomo y fui a recorrer la pra-pradera. El viento jugueteaba con mi-mi crin, ¡lo recuerdo tan bien! Fueron días, a-años. Pare-reció toda una vida. Me di cuenta de que siempre había sido co-corcel, que hasta entonces había vivido engaña-ñada. Por una eternidad estuve vo-volando sobre la hierba de la prade-dera. Se había detenido y su voz se entrecortaba aún más por la emoción. –A los lados las monta-tañas, a lo le-lejos el salitral. Llevé a la va-vaca como una pluma, como un gra-grano de are-rena, una insignificancia para mi potencia. Mi espíritu de co-corcel había aflora-rado, mi fuerza era infini-nita. Todavía siento el ar-ardor gratificante de los azo-zotes de la res en mi gru-grupa. Aún siento el viento, me-me siento vo-volar

135 sobre la para-pradera, aún ve-veo la-la hierba abrirse teme-merosa ante mi-mi pa-paso formidable. Hizo una breve pausa, y aunque quiso mirar al suelo, la garra no lo dejó. Sus labios se cerraron y confesó en un susurro sombrío que salía de sus entrañas, ya sin tartamudear: –Nunca me moví de donde estaba, ni un solo paso. Apenas intenté jalar se me trituraron las vértebras. E inmediatamente el rostro se le iluminó, ya estaba de regreso en su locura. Su voz retomó el entusiasmo y sus huesos crujieron mientras se dirigía a su artefacto. Con una mano sobre el lomo de su máquina y la otra extendida hacia el cielo, continuó su entusiasta perorata. –E-este será mi nuevo cu-cuerpo. Con él regresaré a la pra-pradera y llevaré ligeros como el viento a va-vacas y verracos. Mi color azabache será la envidia de to-tordos y alaza-zanes, y seré la noche misma de donde brillan las estre-trellas. La rata ya no lo escuchaba. Recordaba su vida en la pradera, la hierba, el viento, el riachuelo y al corcel muriendo en el salitral. Remaches, fierros oxidados, amarres de sogas podridas, engranajes, cadenas, poleas, huesos y esperanzas imposibles conformaban el cuerpo y las entrañas del absurdo engendro que tartamudeaba. Una piel hedionda hecha de retazos de pellejo yacía tirada en el suelo. Ese sería el negro pelaje del corcel. De la base del cuello y la mitad de la espalda pendían un par de tenazas que asirían la columna metálica de Bucéfalo; desde ahí él sería un verdadero corcel. Pronto su sueño se haría realidad. Ya era de noche cuando se despidieron de Bucéfalo. La neblina empezaba a tupirse, vendándole los ojos. –Si todos tuviéramos su entusiasmo, estoy seguro de que más temprano que tarde conseguiríamos nuestros sueños –sentenció Pedro.

136 Después de recorrer un largo trecho que la rata recorrió a tientas, cogida de la mano de Pedro, se detuvieron. –Este va a ser tu hogar, acá dormirás. Acá meditarás sobre tus sueños. La rata oyó los pasos de Pedro desvanecerse en la niebla. Quedó parada por un rato. Miles de ideas alborotaban su cabeza. Recuerdos lejanos de mares, playas y praderas oprimían su gastado corazón. Remotas imágenes de amigos perdidos anegaron sus ojos. Espuma, arena, hierba, luces. Todo se mezclaba en su memoria para formar un tumulto de sensaciones confusas que empezaba a adquirir un peso irresistible. La patas le temblaron y cayó al suelo abrumada por todo lo vivido. La noche se hizo interminable y apenas pudo dormir. Cuando todo quedó a oscuras, el silencio fue absoluto y de él empezaron a nacer los espantosos sonidos de la noche en la explanada. Los antiguos lamentos que arrastrados por el viento habían quedado atrapados por siempre, vagando sin rumbo. Los estertores de sueños desesperados, la tierra bajo cuerpos que reptan, gruñidos secretos, pasos furtivos, chillidos contenidos. De la oscuridad total de la noche emergía un mundo secreto de dentelladas y arañazos. Así transcurrió toda la noche. Algunas veces sintió roces casi imperceptibles de otros cuerpos. Otras, se sobresaltó al sentir algún aliento pútrido en la nuca o las orejas. La niebla se movía y cambiaba de densidad a medida que esos seres invisibles transitaban por la noche. Por momentos, fugaces ráfagas de viento amplificaban los sonidos, que llegaban a ella con mucha mayor nitidez, y reconocía en ellos lamentos, gemidos e imprecaciones. Aún de noche, minutos antes de llegar el alba, la bruma empezó a disiparse. Como un humo blanco y caliente, ascendió lentamente hasta perderse en el cielo, que ya empezaba a blanquear. Los siniestros sonidos de la noche dieron paso a bostezos, abrazos, saludos fraternos, promesas solidarias. Cuando se incorporó, escuchó a lo lejos la inconfundible voz nasal de Pedro, que parecía provenir de todos lados. Convocaba a todos los compañeros al evento más

137 importante en mucho tiempo, un hito en la vida y los sueños de nuestro amigo Juan. Después de muchos años de incesante esfuerzo, Juan había terminado su nuevo cuerpo de gaviota. El manco hacía los últimos ajustes. Todos estaban admirados. Se escuchaban por doquier palabras de aliento. De entre la multitud se elevaba el gusano, que no paraba de chillar. Por fin todo estaba listo. –Amigos míos, yo los he visto llegar a este lugar, y desde entonces todos hemos estado hermanados por un objetivo común, la búsqueda de nuestros sueños –orgulloso, hinchó su pequeño pecho de rata, y mientras se despedía de sus compañeros y de su vieja esencia rastrera para siempre, blandía el remedo que tenía por brazo–. Amigos míos, ha llegado la hora de despedirme, de surcar los cielos convertido en gaviota y llevar nuestra voz de esperanza a ratas desesperadas que deambulan sin rumbo allá afuera, de predicar nuestro mensaje. La rata no existe. Somos nobles animales atrapados en esta cárcel material. Pero no debemos estar condenados a la cloaca. Estamos hechos para el aire, el mar y la tierra. El raterío entero estalló en una unánime ovación. La muchedumbre se tornó fiesta y carnaval. Por los aires, cientos de ratas eran lanzadas acompañando al gusano en su vaivén. Un coro empezó a nacer por todas partes. –¡Que vuele, que vuele! Juan saludaba con su remedo de brazo extendido hacia el cielo. –¡Que vuele, que vuele! –coreaba eufórica la multitud. Entonces se dio vuelta y, con mucha calma, fue amarrándose el arnés. Colocó sus brazos en las alas y las patas en los pedales. –¡Que vuele, que vuele! La multitud bullía de impaciencia. Las voces se fueron apagando hasta que sólo quedó el ruido de los saltos y esfuerzos por ver a Juan y su máquina voladora. Cuando Juan hubo terminado de sujetarse y colocado sus patas en posición, instintivamente las ratas le

138 hicieron un espacio. El círculo a su alrededor empezó a ensancharse lentamente. Pero Juan no necesitó mucho espacio para emprender vuelo. Le bastó saltar y, con ágil aleteo, ya se había elevado algunos metros. Todos habían enmudecido. Boquiabiertos, veían a Juan ascender por los aires. De pronto, en común acuerdo, estalló la masa en un festejo ensordecedor. Tropezando, aplastando, empujando cuanto se atravesaba, las ratas siguieron frenéticas a la gaviota con los ojos puestos en el cielo. El pájaro gigante se detuvo en el aire, convertido en una gárgola de piedra incrustada en el mármol blanco del cielo. Se le vio gritar algo y empezó a aletear suavemente hacia el oriente, hacia el mar. Al instante el viento trajo su adiós. La algarabía regresó y llenas de festejos las ratas lo siguieron, viéndolo alejarse poco a poco sobre la explanada. De golpe todo se detuvo, la marcha, el festejo, los gritos, los saltos. Sólo quedó un murmullo transformándose en lamento, concluyendo en reprobación. Lentamente la multitud retrocedía. Miles de ojos se abrieron llenos de temor hasta que todas las bocas se cerraron. Lejos, casi devorada por el cielo, la extraña gaviota daba vueltas sin parar. Haciéndola girar sobre su propio eje, el viento poco a poco la desplumó mientras la llevaba de regreso, hasta que ya sin alas, luego de un gran medio giro, la estrelló justo donde había partido. Fue una caída violenta desde muy alto, en línea casi vertical. Luego, una suerte de explosión y una breve polvareda que se perdió en el aire. De la gaviota no quedó ni rastro, el viento se lo había llevado todo, así como lo trajo, y algún día lo devolvería, para que alguna otra rata ingenua tentara la misma suerte. De Juan quedó un rostro aplastado contra la tierra, un cráneo abierto en dos, el cerebro desparramado por todos lados y un cuerpo reventado de donde habían salido disparados huesos y vértebras. Una masa de vísceras y sangre. De la muchedumbre escaparon algunos lamentos ambiguos que se diluían al instante. Cada rata corrió de regreso a sus quehaceres, viéndose unas a otras de soslayo, encorvadas, calculándose los mutuos pensamientos. Pronto todo había vuelto a la

139 normalidad; era un día como todos en la explanada, sólo las miradas y posturas revelaban anhelos escondidos. La rata buscó a Pedro en la multitud, pero parecía habérselo llevado el viento. Anduvo perdida por un buen rato hasta que instintivamente se detuvo. Estaba en la pequeña parcela de explanada que Pedro le había asignado. Cansada y confundida por lo acontecido aquel día –la muerte de Juan, los sueños hechos trizas en lo que toma un parpadeo, la ambigua reacción del raterío–, se sentó a observar con cierto asco a la multitudinaria horda de ratas; todas, como ella, mutiladas por sus sueños. Aunque cada rata continuaba trabajando incesante en sus artefactos, ahora a todas las unía un vínculo indescifrable. Sin interrumpir sus labores, cada rata escrutaba furtivamente a las demás y aunque todas se sabían observadas, jamás cruzaban las miradas. Sus propios pensamientos la embargaron. No podía descifrar aquel extraño lugar a donde el viento y la desesperanza la habían llevado. ¿Sería ese el último refugio de las ratas libres? O acaso sólo un cementerio de ratas que se resistían a morir, o quizá, simplemente, a aceptar una muerte ya consumada. La voz profunda de Pedro la sacó de su ensimismamiento. A través del día la luz variaba imperceptible. El cielo permanecía blanco, las ratas siempre laboraban y sólo el viento cambiaba de dirección, de voz, de contenido. –Vamos, Óscar –dijo Pedro ceremonioso–, levántate, es hora de que conozcas el sitio más sagrado que tenemos, el sustento de nuestras vidas y esperanzas. Esta vez su voz fue más grave que nunca y en sus cuencas vacías, cicatrizadas de muñones nerviosos en sus fondos, la rata pudo percibir una intensidad diferente en su mirada. La rata lo siguió. El pueblo de las ratas era interminable. Por horas la rata creyó caminar en círculos sin encontrar un solo metro vacío. A su paso vio ratas con las taras más inimaginables, inventos de todo tamaño y forma, destinados a los más descabellados

140 propósitos. El suelo estaba plagado de inscripciones crípticas que sólo sus autores podían, si es que algún sentido tenían, descifrar. Las horas pasaban, la luz del cielo mantenía, desde la mañana, la misma intensidad. En la explanada no había mediodía ni tarde, sólo noche y día, y dos rápidas transiciones que no duraban más de media hora. Era imposible llevar la cuenta del tiempo. Por fin, abruptamente, apareció en el horizonte la explanada vacía. Todavía transcurrió bastante tiempo hasta dejar atrás a las ratas. Poco a poco la singular cáfila iba desapareciendo tragada por la sutil bruma. A lo lejos, una línea de ratas apareció y desapareció hasta que por fin todo fue vacío. Se habían internado en la explanada. Ahora, una honda sensación de desamparo la embargó. Por más que caminaban, parecían mantenerse detenidos en el mismo lugar. En la abierta inmensidad de la explanada nada cambiaba, todo permanecía inmutable salvo el viento. Varias veces se detuvieron a descansar. A medida que avanzaban, el viento se cargaba de sal, deshidratando su piel, y aunque la luz mantenía su misma intensidad, el Sol, invisible tras el cielo blanco, ardía con mayor fuerza. Los ojos le quemaron hasta que el peso de sus párpados apagó su visión. Entonces, cogida de la mano de Pedro, anduvo a tientas en total oscuridad. Por primera vez en días sus tripas ardieron. No probaba bocado desde que salió de la ciudad. El polvo de sal se había transformado en cristales que llagaban su piel pelada y el viento, aunque soplaba con furia, lo hacía en silencio, soterrado, como quien se prepara para hundir una puñalada por la espalda. Ya no podía más y cayó sobre sus rodillas. Se le hacía imposible respirar y con tal furia soplaba el viento que la rata debió clavar las uñas en la tierra para no ser la hoja sin rumbo que lleva el viento. Entre cristales de sal escuchó reverberar apenas la voz lejanísima de Pedro. –Levántate, ya no falta nada –la animó. Tomándola de la mano, casi a rastras, avanzó con ella un corto trecho. A cada paso la rata sentía escapársele un retazo de piel. De pronto una hedionda tufarada las envolvió.

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