Karma

  • April 2020
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  • Words: 2,230
  • Pages: 8
KARMA

-Moco, mamá –dijo la nena. -Limpiate –contestó la madre desde el asiento delantero del carro. La niña se pasó el brazo por debajo de las narices, juntando en la tela de la manga de su camisa todo el líquido viscoso que fluía. Sentado junto a ella, su hermano la miró, por si a ésta se le ocurría estornudarle encima. La niña seguía en su proceso de limpieza nasal, esta vez con la otra manga; se pasó el reverso de la mano, y concluyó con una fuerte aspiración que hizo volver a su interior todo aquello que hasta entonces no se había decidido a salir. Una vez finalizado el operativo, miró a su alrededor y descubrió a su hermano que la seguía observando. -¿Qué mirás, estúpido? –dijo. -A vos, tarada –contestó el niño. –Sucia, chancha –agregó. -¡Mamá! ¡Yonatan me está relajando! La madre se dio vuelta y miró con seriedad al niño, quien se sintió aún más amilanado por la diferencia de alturas entre el pescante del carro, desde donde le llegaba la mirada inquisidora de la madre, y el fondo en el que se encontraban sentados él y su hermana, entre las bolsas de residuos que cubrían todo. -¡Yonatan! ¡Dejá quieta a la Yésica! –dijo la madre. -¡Pero si yo no le hice nada! –se defendió el niño. -¡No me interesa! –dijo la madre. -¡Te dejás de joder ya mismo! La niña, sabiéndose ganadora, miró a su hermano y le sacó la lengua. Éste le respondió con un gesto obsceno de su mano, ante lo cual la niña abrió

la boca y miró a la espalda de su madre, con

claras intenciones de

denunciarlo. El niño se dio cuenta a tiempo, y le dirigió una furiosa mirada que la hizo callar. El carro transitaba a los saltos por los baches de la calle. El hormigón estaba parchado con alquitrán, pero los pozos volvieron a aflorar. Cada vez que una rueda caía en un pozo las bolsas cambiaban de lugar entre sí, cayendo sobre los dos niños, que las apartaban como podían. El hombre que guiaba el carro se detuvo en una esquina. -¡Bueno, gente, abajo! –dijo. La mujer descendió con rapidez, y al pasar junto al caballo le palmeó la grupa. -¡Vamos, gurises! –dijo, dándose vuelta. -¡Yo voy para este lado, y ustedes para el otro, dénlen! Los niños se bajaron con mucho cuidado de no romper ninguna bolsa. Una vez les había pasado; Yonatan, atropellado como siempre, enganchó con un pie una bolsa mal cerrada, y todo su contenido se desparramó en el piso del carro. Tuvieron que juntarlo entre los dos con su hermana, y después el niño recibió una paliza de su padre. No querían que una cosa parecida volviera a ocurrir; Yonatan, porque aún tenía fresco el recuerdo del dolor padecido, y Yésica, para no tener que pasar por un trance similar al de su hermano, que se le figuraba debía de ser bastante desagradable. Los niños corrieron hacia la primer casa de esa cuadra, riendo y empujándose entre sí. El primero en llegar fue Yonatan, que se apresuró a tocar el timbre. Esperó. Instantes después llegó su hermana, que volvió a tocar. -¿Qué hacés, tarada? ¡Se van a enojar, mongólica! –dijo Yonatan.

-¡Shhhh...! -dijo la niña, que oyó girar a la llave en la cerradura al otro lado de la puerta. Ésta se abrió apenas, y por la rendija se oyó una voz de mujer que preguntó: -¿Quién es? Habló Yonatan. -Señora, ¿no tiene comida o pan viejo, o algo de ropa usada para mis hermanitos? –dijo, poniendo voz apesadumbrada. Ese tono lo ensayó en el asentamiento, haciendo competencias con su hermana para ver a quién le salía mejor. Siempre ganaba Yonatan. Al menos, eso era lo que él pensaba; estimaba que su superioridad se debía a que su hermana era una niña, y además a que era dos años menor que él, pues apenas había cumplido los seis. La puerta se cerró sin que la voz de señora respondiese una sola palabra. Yonatan sabía que cada hogar era diferente, y dentro de cada casa, según la persona que abriera la puerta, recibían un trato también distinto. Esta señora era viejísima, Yonatan calculaba que tendría más de sesenta años. Vivía sola, aunque a veces la visitaba un niño que debería ser su nieto. Cuando estaba el niño en la casa, era él quien abría la puerta, de par en par. Miraba a Yonatan de arriba abajo, con cara de asco. -¿Quién es, Leandro? –preguntaba la voz de la señora desde alguna parte lejana en el fondo de la casa. -¡Unos bichicomes pidiendo, abuela! –decía el niño. -¡Deben ser los nenes de siempre, deciles que esperen! –respondía la voz.

El nieto les cerraba la puerta en las narices sin preocuparse demasiado por transmitir el mensaje a sus destinatarios, quienes, por otra parte, escucharon todo el diálogo. Esta escena se repetía casi sin variaciones cada vez que el niño abría la puerta. Si era la señora quien atendía, lo que ocurría era lo de esta vez. En ambos casos, las situaciones confluían a un punto en común: la puerta cerrada y una larga espera en silencio. Luego de transcurridos unos minutos, que para los dos hermanos eran eternos, la puerta volvía a abrirse y esta vez emergía del interior de la casa la señora en persona. Siempre tenía algo para darles, y era muy amable. A Yonatan le hubiera gustado tener una abuela como ella. Nunca conoció a su abuela; pero Yonatan se imaginaba que debería de haber sido como esa señora, dulce y buena. -Hola, niños… ¿Cómo están hoy, bien? –dijo la señora, asomándose. -¡Muy bien, doña! –dijo Yonatan. Y agregó con rapidez: -¿Tiene algo? Hubiera querido contarle eso que estaba pensando recién, y que le gustaba mucho empezar la recorrida de la cuadra en esa casa, porque ella les saludaba y les hablaba. En otras casas ni les abrían; en algunas, les decían siempre que no, o a veces les daban y a veces no. En algunos lados les daban cosas, y a veces comida buena, de verdad; pero ni los miraban. Esta señora era la única que los saludaba. Para las fiestas, les hacía un regalo especial: una generosa porción de su propia cena de nochebuena. Con eso comían los cuatro, es decir, los dos hermanos y sus padres. En esa cuenta Yonatan no incluía a la bebé, porque era muy chiquita y comía comida de bebé. Además, pensaba, para cuando pudiera comer comida de grande como él, tendría que salir a ganársela, en lugar de quedarse

durmiendo todo el día, calentita junto al brasero, como una reina, con toda la casa para ella sola. -Tomá, mi amor –dijo la señora, alcanzándole al niño un paquete envuelto en papel de fábrica de pastas. –Estos ravioles no los voy a comer, compré de más, y se me van a poner feos. Me parece que les va a dar para todos, pero los tienen que comer hoy, mirá que se pasan, ¿entendiste? Yonatan asintió con la cabeza. Le iba a decir a la señora que no se preocupara, que ellos estaban acostumbrados a comer de todo. La madre era una genia de la cocina; cualquier cosa que llegaba a sus manos, lo transformaba en un manjar. Si la comida estaba muy pasada y tenía olor fuerte, o color feo, la lavaba bien en el balde y después la calentaba en el primus, y quedaba como recién hecha. A veces combinaba más de una comida, porque lo que sacaban de las bolsas no alcanzaba ni para uno. Otras, improvisaba algo nuevo de todo lo que juntaron a lo largo del día. Una genia, mamá. -¡Gracias, señora! –dijo Yonatan. Sintiéndose en la obligación de decir algo más, para no parecer desagradecido con la amabilidad de la señora, agregó -¡chau! –y salió corriendo. Al llegar al carro, le entregó la comida al hombre y volvió hasta la puerta de la casa de al lado. Tocó timbre y esperó. Miró a su padre, quien le hizo un gesto con la mano de que se diera vuelta y prestara atención a la puerta. Tiene razón papá –pensó. Debía concentrarse en su trabajo. A algunas personas no les gustaba ver que el padre los esperaba en la esquina mientras los niños recorrían las casas pidiendo. Una vez, una señora, que le iba a dar una bolsa con algo, al ver que el hombre estaba a unos metros, oculto detrás de unos árboles, cambió de idea y regresó a la casa sin darle nada.

-¡Decile al borracho de tu padre que si quiere plata para el vino, o si le quiere dar de comer a sus hijos, que salga a trabajar! ¿Para qué los paren, si después no los pueden mantener? –dijo en aquella ocasión la mujer, muy enojada. Había mucha gente con mal carácter, recordó Yonatan. Como no le abrieron volvió a la casa de la señora, encontrando a su hermana todavía parada junto a la puerta. -¡Dale, Yésica, que mamá se va a enojar! ¿Qué hacés acá? ¡Vamos! -dijo, tomándola de un brazo y arrastrándola hacia la casa vecina. La niña se resistió a los manotazos, zafando de su hermano. Volvió a la puerta justo cuando ésta volvió a abrirse. La señora salió con un objeto entre sus manos. -¡La encontré! A ver si te sirve, nena –dijo. –La verdad es que la iba a tirar, porque está demasiado deteriorada; pero de repente tu mamá puede arreglarla un poquito. Y si no, bueno... La tirás vos, como quieras. Tomá. Le alcanzó el objeto a la niña. Ésta lo tomó entre sus manos y se quedó mirando aquella cosa. -¿Te gusta? –preguntó la señora. La nena no contestó. Nunca antes tuvo una muñeca de verdad. La observó con detenimiento. Le faltaba el brazo izquierdo completo y un pedazo de la pierna derecha; era calva y tenía un ojo verde y otro negro. De hecho, el negro era un botón de sobretodo. Su atuendo era limpio, pero viejo y gastado. -¿Te gusta, nena? –insistió la señora. -¡...Muchísimo...! –dijo la nena. -¡Muchas gracias, es usted muy buena...! –Y sin darle tiempo a la dueña de casa a decir más nada, echó a correr con todas sus fuerzas hacia el carro, oprimiendo la muñeca contra su pecho.

La señora entró a la casa y cerró la puerta. El niño, entretanto, salió corriendo detrás de su hermana. Le dio alcance en el preciso momento en que llegaba al carro, la tomó de un hombro y la detuvo junto al caballo. -¿Qué tenés ahí...? ¡Quiero ver! ¡Mostrame! ¡Dale! –dijo Yonatan, manoteando el objeto que su hermana seguía oprimiendo contra su pecho mientras intentaba darle la espalda. -¡Soltá! ¡Soltame, bruto! ¡Mamá...! –dijo la niña, mirando hacia el pescante del carro desde donde ambos padres les observaban. La madre acababa de subir, y el padre encendía un cigarrillo, despreocupado ante esa nueva pelea. -¡Soltáme, bruto, soltá! ¡Mamá...! –insistió la niña. La madre terminó de ordenar unas cosas y le hizo un gesto al padre, quien, una vez depositado el cigarro en la comisura de sus labios, tomó entre sus manos las riendas y les dio un tirón, indicándole al caballo que su tiempo de segar pasto concluyó y que era hora de iniciar la retirada. -¡Arriba, gurises! –dijo la madre. -¡Ya mismo, carajo! ¡Dejensén de peliar y suban de una vez! ¡Ya! En ese momento, aprovechando una distracción de la niña, Yonatan logró desprender de entre sus brazos al objeto, que voló por el aire y cayó ante la nariz del caballo, aún no resignado a abandonar su almuerzo. La muñeca le golpeó en el hocico; la miró unos instantes con curiosidad y luego le dio un mordisco, arrancándole la cabeza y mitad del tronco. Al comprobar que aquello que le cayó del cielo no era para nada comestible, el animal lanzó el bocado lo más lejos que pudo de sí, con un violento gesto de su cabeza. Al sentir de

nuevo el tirón de las riendas de su amo, giró sobre sí mismo, pisando con uno de sus cascos el resto del plástico caído. A todo esto el niño había trepado al carro de un salto y se escondió entre la crecida montaña de bolsas, protegiéndose de una eventual represalia de alguno de sus progenitores. La niña, aún sin entender lo ocurrido, seguía inmóvil, con los brazos abiertos. Quiso gritar con todas sus fuerzas, pero sintió que la levantaban por los cabellos y la tiraban en el fondo del carro, cayendo entre las bolsas y rompiendo algunas. -¡Que nos vamos, carajo! –dijo el padre. -¡Ya oyeron a su madre! ¡Manga de desgraciados! ¡Siempre jodiendo, los dos! ¡Ya van a ver en casa! La niña sintió que se asfixiaba, cara abajo contra una bolsa de residuos rota en su caída, que exponía ante su rostro su contenido de cáscaras de banana, yerba, huesos de pollo y envases plásticos. Levantó la cabeza a tiempo para ver cómo se alejaba de su vista, a tranco de caballo viejo y aplastada contra el cemento de la calle, un pedazo de plástico parecido a media muñeca. Le dolía el brazo, le dolía el pelo. Le dolía todo. Quiso llorar, pero no pudo. A su lado, oyó las burlas de su hermano. Notó que el resfrío la acosaba de nuevo. -Moco, mamá –dijo. -Limpiate –contestó la madre desde el asiento delantero del carro.

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