Jaqueline And Amadeo Saburido

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  • Words: 23,055
  • Pages: 55
Austin American-Statesman

Jacqueline y Amadeo

PERSIGUIENDO LA ESPERANZA Su vida pasada desapareció entre las llamas. Ahora, guiada por un espíritu tenaz y la devoción de su padre, Jacqui lucha cada día por su recuperación. Hist oria: Da vid Haf etz Historia: David Hafetz

F ot ogr afía: Rodolf onzález otogr ografía: Rodolfoo G González

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Jacqueline and Amadeo

CHASING HOPE Los niños siempre miran. Siempre se voltean a mirar. Algunos gritan. Otros les preguntan a sus madres qué fue lo que le pasó. Algunos la siguen. Otros se esconden. En una ocasión en un supermercado un niño se le acercó y le dijo: “monstruo.” Es peor aún cuando los niños lloran. “Por dentro me siento una persona normal”, dice Jacqueline Saburido. Hay días que se queda en casa, recostada en cama, recordando el pasado. Sus últimas horas en Austin. Nadar en las islas con amigos y familia. Bailar flamenco. Manejar rápidamente por las caóticas calles de Caracas, Venezuela. Contemplar las estrellas desde el barco de su padre. Por un momento, medita sobre su vida pasada — la vida que se esfumó en las llamas. Sería fácil desaparecer ahora, a los 23 años. Las preguntas la acosan. ¿Seré alguna vez independiente? ¿Seré alguna vez normal? ¿Por qué me tuvo que pasar esto a mí? Cada día tiene la opción de quedarse en cama, o de seguir luchando por vivir mejor. “Tú escoges” dice ella. Y cada día Amadeo, su padre, está allí, calmándola, empujándola, alentándola. “Él es un ángel conmigo”, dice ella. Juntos se enfrentan a las preguntas y a las miradas. Ella entiende por qué la gente mira. Todos tienen curiosidad. Ella también siente curiosidad, y quiere verse a sí misma. Después de un año, se acerca al espejo y mira su reflejo.

LA CARA DE JACQUI A la distancia, Jacqui parece ser una persona vieja. Pero de cerca, no se sabe qué edad tiene.

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Su cuello está abolsado, los labios delgados y arrugados. Sus mejillas están manchadas, ásperas en algunos lugares y suaves en otros. En el lugar donde debiese estar su oreja derecha, tiene una delgada media luna de cartílago alrededor de un pequeño agujero negro. En el lado izquierdo, sólo tiene el agujero. Las aperturas de su nariz consisten de dos círculos planos. Una capa de piel esconde su ojo izquierdo. Por más de dos años el ojo izquierdo, casi ciego, destapado y sin párpado, estuvo cubierto por una gafa de plástico transparente. Un velo de cicatrices le impide la vista del ojo derecho. Su piel quemada ya no puede sudar ni protegerla del frío o del calor. La piel la siente caliente y apretada, como si estuviera cubierta por algo. Las incontables cicatrices que cubren su cuerpo se detienen a la altura de las rodillas antes de alcanzar los pies — pies que el fuego no tocó. Ha aprendido a usar sus pies como si fuesen manos. Sus dedos son los que sienten la cobija suave y el agua de la regadera. Los dedos de sus manos los han amputado. Lo que queda de los dedos de su mano derecha están fundidos los unos con los otros, haciendo la mano parecer un mitón. El daño causado a nervios ha dejado partes de su cuerpo sin sensación. Jacqui logra reconocer algunas texturas con la palma de su mano derecha. En la mano izquierda sólo siente pinchazos, que según ella, se sienten “como miles de agujas.” Las manos le duelen todos los días, pero no toma calmantes. Le gusta tocar y sujetar con sus palmas las manos de las personas que está por conocer. Con la ayuda de amigos, sigue adelante. “Abrázame fuerte,” piensa Jacqui. “No me voy a romper.” En Venezuela, donde Jacqui creció, sus amigos recuerdan una belleza delgada, de 5 pies y 4 pulgadas de estatura, de cabello liso color café y con los ojos negros. Jacqui era la hija única que se rehusaba a aceptar el “no” como respuesta. Al hablar, sus amigos reconocen a Jacqui. Su voz es la misma.

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Jacqueline Saburido no tiene orejas ni nariz, su visión es limitada, posee cabos en lugar de dedos y el dolor es constante. Sin embargo ella sobrevivió el incendio del choque en 1999 que mató a dos de sus amigas en el camino RM 2222 en Austin. Ella ha progresado mucho desde el verano pasado cuando todavía luchaba para realizar tareas tan básicas como el limpiarse la cara. En su casa cuelga un crucifijo tallado por una tía, él es uno de los muchos símbolos de fe que conserva cerca.

Jacqui se ríe de su padre que se ha dormido esperando al doctor. Su vida es una batalla constante contra la ansiedad y la depresión. Es una batalla que Jacqui gana más que pierde. ¿Qué bien me hace hundirme en la depresión? se pregunta.

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CHASING HOPE Jacqui exige como una niña malcriada, manda como jefe, y juega como chica de escuela. Hay alegría en su voz. Todavía canta desafinadamente al escuchar merengues y baladas en español. Jacqui cree que su amor a la canción le viene desde muy adentro. “La vida sin música no sería vida,” dice ella, “y la mejor manera de vivir, es vivir cantando.”

LA JORNADA Jacqui y Amadeo Saburido están en una cruzada: quieren salvar las manos y los ojos de Jacqui; de restaurar su independencia; de reconstruirla después del accidente. El 19 de septiembre de 1999, Jacqui viajaba en un auto de regreso a casa. Venía de una fiesta en las afueras de Austin. En el obscuro camino de regreso, un conductor borracho cruzó la línea amarilla de la carretera. Dos pasajeros murieron en el instante del impacto y gracias a las acciones desesperadas de dos paramédicos, dos pasajeros fueron rescatados del vehículo en llamas. Jacqui, atrapada en el asiento delantero, se quemó. Al despertar, Jacqui alucinaba en un hospital en Galveston. Estaba ciega. Sus padres, separados desde hacía años, hacían guardia junto a la cama viendo a su hija morir pedazo por pedazo. Jacqui sobrevivió. Salió del hospital irreconocible y sin poder valerse por si misma. Dependía completamente de otras personas. De acuerdo al informe del hospital que la dio de baja, Jacqui sufrió quemaduras de tercer grado sobre el 60 por ciento de su cuerpo. En 2 años y medio se ha sometido a más de 40 cirugías.

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Hoy, los deseos que tiene para su vida son muy básicos. Desea que le reconstruyan el párpado izquierdo y recobrar su visión. Quiere volver a usar sus manos. También desea volver a tener cabello, nariz y labios. Pero no hay médicos con soluciones mágicas. Además, los doctores no tienen mucho con qué trabajar. El cuerpo de Jacqui es una masa de cicatrices. “Sé que no seré la misma,” dice Jacqui, “pero quiero recuperar lo que pueda.” Amadeo lleva a su hija de ciudad en ciudad, buscando referencias médicas, y segundas, terceras y cuartas opiniones. Su búsqueda continuará mientras Jacqui tenga opciones y mientras ella tenga la voluntad de hacerlo. “Llevamos una vida errante”, dice Amadeo, que tiene 49 años. Padre e hija son compañeros de casa. Están juntos día y noche todo el año. Los dos se llaman “terco” el uno al otro porque cada quién está acostumbrado a hacer las cosas a su manera. Juntos, pero lejos de su patria, salen de compras, comen botanas, sobreviven, y a duras penas aguantan la rutina diaria de masajes, terapias y consultas médicas que ha consumido sus vidas por más de dos años. Juntos combaten una guerra contra la depresión. “¿Cuál es el propósito de esto?”, Jacqui le pregunta a su padre. “¿Para qué seguir luchando si nunca voy a mejorar?” “Hay esperanza”, Amadeo le contesta en su voz lenta y firme. “Has progresado mucho. Ambos estamos compartiendo esto”, le dice. “ Aquí estamos para luchar juntos.” Jacqui siempre busca una mayor aprobación en su padre. “Tú no me quieres,” le dice ella bromeando, pero también lo está poniendo a prueba. Antes de irse de Caracas, Jacqui era la que se ocupaba de su padre, lavándole la ropa a mano y haciéndole las maletas para sus viajes. Cuando tenía 17 años, Jacqui dejó a su madre para irse a vivir con Amadeo. Tenían un apartamento “penthouse”, autos nuevos, un avión y un yate para visitar las islas de arena blanca y mar azul. Jacqui tenía planes de un día manejar la fábrica de aire acondicionado de su padre.

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Antes que su madre se de cuenta y se los lleve, los niños siguen cada movimiento de Jacqui, mientras se dirige a la oficina de su sicólogo en Galveston. Es algo que ocurre a menudo y que Jacqui comprende. Allá, en Venezuela, ella también acostumbraba a mirar. Si veía alguien sin un brazo, ella miraba, aún sabiendo que ello incomodaría a la persona. “Soy muy curiosa”, dice.

Se necesitan varias manos para posicionar la máscara de silicona para reducir el desfiguramiento que Jacqui tuvo que usar por casi dos años mientras dormía. En julio de 2001, Jacqui sujeta la máscara en su lugar mientras Amadeo la asegura. Ella está determinada a ser tan normal como le sea posible y trabaja duro en darle la debida atención a su piel y a sus músculos. “Sé que no seré la mis-ma”, dice ella,“pero quisiera recobrar lo más que pueda”.

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CHASING HOPE Ahora, lucha para usar el baño, vestirse, y alimentarse por sí misma. Trata de ser feliz. “Mi sueño, el sueño de mi vida, la cosa más importante para mí desde muy pequeña, era encontrar a alguien que realmente me amara y a quien yo amara, y tener una familia con cuatro o cinco hijos”, dice Jacqui. Ahora se pregunta, ¿quién me amará? Enciende velas y reza. En su recamara tiene un pequeño estante con pequeñas estatuas de santos y de la Virgen María. En la sala tiene retratos de antes del choque. Adonde vaya Jacqui, la acompañan las estatuas de los santos, las fotos, y claro, su padre. Con Amadeo a su lado, le ha levantado el ánimo a otras víctimas de eventos trágicos; se ha enfrentado al conductor borracho que causó el choque; y ha viajado a Venezuela para ver a familia y amigos — y lo que queda de su antigua vida. Todos, incluso su padre, se sorprenden que haya sobrevivido. Quizás fue porque nació con un espíritu de lucha. Quizás sea por su perfeccionismo y por su incansable empeño en hacer las cosas bien. O quizás sea porque no está sola. Jacqui cree en milagros. Su padre cree en la ciencia. Antes de las cirugías, los dos se ponen de pie frente al altar de los santos de Jacqui y rezan. “La esperanza”, dice Amadeo, “es lo último en desaparecer.”

GALVESTON — JULIO DEL 2000 Jacqui sube la angosta escalera, tocando y sintiendo la orilla de los escalones con los pies, contando cada peldaño, hasta llegar al número 14. Se dirige hacia la puerta marcada en letras de molde pequeñas, “Jaus” (casa). Para aprender el idioma de su nuevo país, Amadeo le ha puesto el nombre en inglés, deletreado fonéticamente en español, a algunos objetos en casa.

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Casi dos años después del accidente, Amadeo apenas habla el inglés. Jacqui lo habla mejor, aunque no de manera perfecta. Viven en un apartamento de segundo piso en un complejo de edificios grises a sólo cuatro cuadras de la unidad para quemados de la división Médica de la Universidad de Texas, sigla UTMB. También están a cuatro cuadras de la playa. Desde el estacionamiento, se puede respirar el aire de mar del Golfo de México. El apartamento está muy bien ordenado y tiene la apariencia de ser una casa de verano. Jacqui se la pasa en casa la mayor parte de su tiempo libre. Espera su próxima cirugía, mira telenovelas en español y le envía correo electrónico a amigos y familiares en su país. “Estoy muy aburrida,” dice ella.

LA MÁSCARA La puerta del baño se abre y Jacqui se desliza calladamente sobre la alfombra con sus zapatillas de cuadros azules con rositas. Jacqui se acuesta sobre su cama, con las piernas colgando de la orilla. Tiene puesto un piyama gris. Tiene un oso de peluche grande sobre su pecho y ositos pequeños sobre sus piernas. Su traje de presión color beige, diseñado para reducir las cicatrices, lo tiene puesto abajo de su piyama. Dice que el traje la aprieta, pero que la hace sentirse segura. Es casi la medianoche. Jacqui decide que ya es hora de dormirse. “Ti-to.” Llama a su padre usando su apodo. Nunca están muy lejos el uno del otro en el pequeño apartamento, pero Jacqui llama a su padre con el volumen de una actriz de teatro. “¡Tito!”, lo llama Jacqui. “Gotas y crema. Y la máscara.” Amadeo, en calzoncillos y camiseta, lleva los pequeños envases de líquido y le pone gotas en los ojos a Jacqui. Lo hace con gran precisión — como ponerle una

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La madre de Jacqui, Rosalía, vino a visitarla por un mes a Galveston en junio de 2001. Jacqui, quien bromea diciendo que ahora es más como niña que nunca antes, ha tenido a veces relaciones difíciles con su madre. Después de la separación de sus padres, Jacqui a los 17 años, se fue a vivir con su padre haciéndose cargo de su penthouse en Caracas.

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CHASING HOPE gota de aceite a una bisagra – pero también lo hace de una manera tierna. Amadeo le unta suavemente el humectante a las mejillas. Las cejas pobladas del padre se le arrugan al concentrarse y se le nota un área de calvicie en medio del cabello oscuro. En la noche a menudo conversan sobre sus vidas. “Los niños son el reflejo de sus padres”, dice ella tarde una noche, mientras que su padre critica las costumbres de sueño de Jacqui. “Los niños”, responde él, “son el reflejo de los errores de los padres.” Cuando está lista para acostarse, Amadeo saca la armadura que tiene que ponerse Jacqui para poder dormir. Primero, la máscara. Cautelosamente, Amadeo recoge la máscara de silicona blanca que ayuda a suavizar las cicatrices. Parece una versión lisa y plana de una máscara griega. La coloca sobre la cara de Jacqui. Después, viene el capuchón dorado hecho de licra que mantiene la máscara inmóvil y que le hace presión sobre la cabeza. Posiciona la gafa sobre el ojo. Si Jacqui no se queja mucho del dolor, le coloca un aparato duro para el cuello que se llama “el watusi.” Finalmente, le pone en la boca una prensa diseñada para estirar los labios. Luego, más gotas y crema. Amadeo programa la alarma para sonar a las 2 de la mañana, hora a la que se despertará para ponerle a Jacqui otra ronda de gotas a los ojos. Se levantará de nuevo a las 4 y a las 6 de la mañana para repetir el proceso y mantener húmedos los ojos de Jacqui. Padre e hija se dan un abrazo de buenas noches. Rezan juntos o a veces Jacqui reza sola. Jacqui cierra su ojo derecho. El ojo izquierdo, sin párpado, se queda mirando fijamente a la oscuridad. Antes, Jacqui acostumbraba a dormir acostada sobre su estómago, pero ya no lo puede hacer. Le preocupa rasguñarse el ojo contra la almohada. También le preocupa que su padre se olvide de las gotas. “Paso asustada la noche entera”, dice.

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Algunas veces, Jacqui sueña que se mira en el espejo con el rostro que tenía antes. En otros sueños, se encuentra en la playa aterrorizada de que el sol queme sus manos y su piel sana. ¡Dios mío! Se despierta con un grito. Es sólo un sueño.

CARACAS — JULIO DE 1999 Dos meses antes del accidente, Jacqui sentía que su vida se desintegraba. Parecía tenerlo todo: belleza, inteligencia, dinero y amigos, sin embargo, sentía ansiedad. Estaba atrasada en sus materias universitarias. Estudiaba ingeniería industrial preparándose para administrar la fábrica de Amadeo, pero le dio un ataque de pánico durante unos de sus exámenes. Jacqui se había obsesionado con estos pequeños fracasos y no estaba segura si quería continuar con sus estudios. Fuera de clases, soñaba con tener casa propia, estar casada y tener niños, pero no había estado en una relación seria desde Marcos, el joven que sus padres le habían presentado dos años atrás en la playa. Marcos Martínez parecía ser perfecto. Era dulce y determinado. Al igual que los padres de Jacqui, los padres de Marcos eran españoles. Un día de broma Jacqui le dejó a Marcos un mensaje en el auto: “Te quiero para siempre” Jacqui y Marcos comenzaron a verse más seriamente cuando los padres de Jacqui se separaron. Cuando Marcos rompió con ella, Jacqui quedó devastada emocionalmente. Quería mucho a Marcos y empezó a obsesionarse con él. Fue a ver a un sicólogo con la esperanza de borrarse a Marcos de la mente, pero dos años más tarde aún seguía pensando sólo en él. Marcos dijo que siempre parecía que Jacqui añoraba algo, “quizás el amor.” Jacqui siempre se sintió un poco sola al crecer. “Lo tenía todo, pero no era feliz “, dijo Rosalía García, la madre de Jacqui. “Le faltaba una familia.” Jacqui siempre había considerado que su madre era veleidosa. Sin embargo, en esta época, Jacqui

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El 19 de Septiembre de 1999, Jacqui acosó a su amiga Johanna para asistir con ella a una celebración de cumpleaños en el Lago Travis. La fiesta parecía ser como una de aquellas en su país, con Jacqui, la segunda desde la izquierda, y sus amigos. Desde la izquierda, Luis Crespo; Julio Daal; Johanna Gil; Luis Cardozo; Laura Guerrero; y John Daal, al frente - bailando salsa y merengue. Unas horas más tarde un choque de autos dejaría muertos a Laura y otra celebrante, Natalia Chpytchak Bennett, y heridos a Jacqui, Johanna y Johan.

Las cuadrillas de rescate tuvieron que emplear las “Mandíbulas de la Vida” para abrir el Oldsmobile, arriba, conducido por Natalia Chyptchak Bennett, quien murió. Jacqui estaba en el asiento del pasajero. Laura Guerrero que también murió, se hallaba atrás con Johanna Gil and Johan Daal, que quedaron heridos.

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CHASING HOPE comenzó a tener desacuerdos y discusiones con todo el mundo, incluso con su padre. Juzgaba a los demás de acuerdo a estándares que a menudo nadie podía alcanzar. “Cada día me ponía peor “, dijo Jacqui. “Lloraba. Me deprimía. No estudiaba. Quería encerrarme y olvidarme de todo.” Cuando necesitaba escaparse Jacqui manejaba su auto, un Toyota Corolla verde que Amadeo le había regalado cuando se graduó de la preparatoria — a pesar de la oposición de Rosalía. Le encantaba manejar rápidamente, escuchando salsa y tomando las curvas cerradas del camino. Así, se sentía en control. Los martes y jueves ponía su falda y zapatos de baile negros en el auto —el par con las puntas y los tacones de metal. Jacqui había comenzado a estudiar Flamenco a los 18 años. Pensaba que ese baile español, sensual y fuerte, revelaba el verdadero carácter de una mujer. “Lo puedo sentir en mi sangre”, decía Jacqui. Tenía problemas concentrándose en las clases, pero a veces, después de regresar a casa, le daban ganas de practicar. En el estacionamiento de la casa, taconeaba sola y cantaba — uno, dos, tres…cuatro, cinco, seis, o también subía a su casa, prendía la música a todo volumen, salía al balcón, miraba su reflejo en el vidrio y bailaba hasta no poder más.

DEJANDO CARACAS — AGOSTO DE 1999 Jacqui decidió tomarse un descanso de la universidad e ir a estudiar inglés en EE.UU. Decidió viajar a Austin, donde una amiga de la familia que vivía en Texas la podría ayudar con los arreglos necesarios. Amadeo pensaba que Jacqui se merecía un descanso, pero Rosalía le rogó a su hija que se quedara. “Yo no creo en este tipo de cosa, pero tuve una premonición en lo más profundo de mi corazón”, dijo Rosalía. “Algo que me decía no, no, no.” Jacqui tuvo sus propios presentimientos.

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“Sé que algo me sucederá”, le dijo a Yelitza Villar, su querida prima mayor y compañera de escuela en el colegio católico privado. “No vayas si no quieres,” Yeli le respondió. Pero los preparativos ya estaban hechos. Una semana antes de irse, Jacqui se fue al club de playa a montar su Jet Ski alrededor de las aguas tranquilas de los canales. Respiraba el aire profundamente y disfrutaba de la brisa. “Bueno, goza esto”, se acuerda haberse dicho, “porque no sabes si tendrás otra oportunidad de hacerlo.” El 20 de agosto de 1999, en el aeropuerto principal de Caracas, Jacqui y sus padres se tomaron fotos en la cafetería. “Usa bien tu tiempo” le dijo Amadeo. Rosalía y Jacqui se abrazaron y se besaron. “Te veo pronto”, le dijo su madre. Desde el avión, Jacqui, veía a sus padres en la torre de observación. Se encontraban de pie, separados el uno del otro. Comenzó a llorar.

AUSTIN — 18 DE SEPTIEMBRE DE 1999 Jacqui llamó a Amadeo desde Austin diciéndole que iba ir a un cumpleaños ese sábado por la noche en el lago Travis en las afueras de la ciudad. La recogería el joven venezolano que festejaba su cumpleaños. A su padre no le gustaba la idea y le pidió a Jacqui que llevara dinero para un taxi por si acaso. Jacqui llevaba casi un mes en Austin estudiando inglés en una escuela privada cerca de la Universidad de Texas. Estaba contenta consigo misma, y pensaba quedarse un semestre más. Al llegar a Austin, vivió un tiempo con una familia que hablaba español, pero al poco tiempo se mudó a su propio apartamento. Su vecina era Johanna Gil, una estudiante venezolana de 20 años de edad a quien había conocido en su clase de inglés. Jacqui y Johanna lo hacían todo juntas. Johanna no estaba interesada en la fiesta de ese sábado, pero Jacqui insistió en ir.

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La piel en la cabeza de Jacqui está muy estirada sobre la superficie del cráneo y se raja fácilmente. Esto hace que se requieran vendas y tratamientos frecuentes. Ella se siente como si estuviese empezando a crecer de nuevo, pero dice que ahora no sabe si llegará a la madurez. “En realidad”, he vuelto a nacer nuevamente, y es como si hubiese muerto. He vivido todas las etapas de un bebé”, dice ella.

Brian Fitzpatrick y John McIntosh fueron dos de los paramédicos que ayudaron en el rescate de Jacqui desde el auto en llamas en septiembre de 1999. A pesar de los años de experiencia como rescatadores, ambos han sido atormentados por el choque y su imposibilidad de rescatar a Jacqui antes de quemarse.

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CHASING HOPE Jacqui y Johanna habían llegado acompañadas de Laura Guerrero, una estudiante Colombiana de 20 años. Laura venía con su novio, Johan Daal, un venezolano de 22 años. La pareja se había conocido el año anterior cuando los dos llegaron a Austin para estudiar. REGGIE A medida que pasaban las horas, Jacqui empezó a aburrirse. El festejado, quien la había recogido a ella y a La madre de Reggie Stephey lo recogió esa Johanna, había bebido y no las podía llevar de regreso a mañana de su práctica de futbol americano en la casa. Se quedaron esperando a que llegara alguien que preparatoria de Lake Travis. Reggie tenía 18 años y las pudiese llevar a casa. jugaba ala abierta. Era un joven popular, de físico En Austin, Reggie caminaba hacia su auto. delgado, con cabello ondulado de color café. No hablaba ni caminaba bien, declaró un testigo Al principio del verano, Reggie se había ido a más tarde. Al hacer su declaración ante el jurado, Reggie vivir a su propio apartamento. Cuando Reggie era niño dijo que no podía acordarse de cuántas cervezas se había su padre murió dejándole $70.000 dólares de herencia de tomado en la fiesta. una póliza de seguros. Reggie se mantenía con ese dinero Unos minutos después de manejar hacia el oeste y con el que ganaba doblando ropa en una tienda en un por la carretera RM 2222, el Yukon de Reggie comenzó a centro comercial. subir por el camino conocido por los bomberos como La madre de Reggie lo llevó a recoger su preciada “Tumbleweed Hill.” camioneta, el GMC Yukon azul de 1996, al que le instalaban un nuevo parachoques de metal en la defensa. Reggie había comprado el Yukon azul con el dinero de la TRANSPORTE A CASA herencia. Le hizo varias modificaciones al vehículo, inclusive elevándolo varias pulgadas. Una joven rusa se ofreció a llevar a Jacqui y a sus Esa noche, Reggie se juntó con unos amigos de amigas a casa. Natalia Chyptchak Bennett era una escuela en un muelle del lago Travis. Él y sus amigos estudiante de 18 años que asistía a la universidad bebieron cervezas frías de una heladera. Más tarde, (Community College). Reggie dijo en una declaración antes del juicio que sólo Jacqui, quien rara vez bebía, había estado había bebido dos o tres cervezas. observando a Natalia cuidadosamente. Le pareció que Cerca de la medianoche, cuando sus amigos Natalia estaba sobria. comenzaron a irse, Reggie se fue solo a una fiesta en el centro de Austin. Laura y Johan se sentaron atrás en el coche de Un testigo de la fiesta declaró en el juicio que los Natalia, un Oldsmobile Ninety Eight Regency, modelo ojos de Reggie se notaban enrojecidos. de 1990. Jacqui y Johanna recuerdan haber discutido sobre quién se sentaría en el asiento delantero. “Tu siéntate adelante”, dijo Jacqui. “No, ve tú”, le dijo Johanna. Finalmente Jacqui se sentó adelante. DOS FIESTAS Jacqui no se acuerda si se abrochó el cinturón. El reporte de la autopsia dice que Laura no lo hizo. En la fiesta, Jacqui y sus amigas vieron por Natalia se puso el cinturón y prendió la radio. televisión la pelea de boxeo de Oscar de la Hoya contra Laura se durmió en los brazos de Johan, quien también Félix Trinidad. Luego, bailaron salsa y merengue como se durmió. en las fiestas de su país. Johanna se quejó que Natalia no estaba manejando lo suficientemente rápido. “Vamos, vamos”, le dijo, hasta que Johanna accedió.

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Rosalía y Amadeo adoraban a Jacqui. Vestida completamente de blanco para su primera Comunión,“parecía una princesa”, recuerda Rosalía. Madre e hija eran y aún son perfeccionistas, arreglándose ellas así, sus ropas y sus alrededores .

Jacqui, al frente a la izquierda, posa con su prima Yelitza Villar, al frente al centro, y amigos. Desde la izquierda, Jenny Kahoiti, Marila Marquez, Maryory Romero y Sharon Rengel en una fiesta antes de salir de Caracas en 1999. Jacqui y su familia vivían bien en Caracas. Uno de los lugares de vacaciones favoritos de Jacqui era la Isla de la Tortuga en Venezuela Isla de la Tortuga. Aquí tenía 15 o 16 años. c

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CHASING HOPE Natalia recuerda lo que dijo Johanna “A paso de tortuga, nunca vamos a llegar.” Mientras Johanna hablaba, Jacqui recuerda haberse dado la vuelta y pensar: “Vamos a chocar.”

EL ACCIDENTE — 19 DE SEPTIEMBRE DE 1999 Aproximadamente a una milla de distancia, el paramédico John McIntosh se despedía de los bomberos y la tripulación del helicóptero de rescate y se dirigía hacia Austin en la ambulancia. Su compañero iba atrás atendiendo a una paciente; una mujer que había chocado su auto contra un poste de teléfonos. Eran las 4:22 de una madrugada calurosa. Este probablemente sería el último socorro que tendrían que dar los paramédicos esta noche. McIntosh, un ex-paramédico del ejército norteamericano, manejó casi una milla en RM 2222, pasando junto al Centro de Investigación de la compañía 3M, en una parte obscura del camino alineada por árboles y algunas luces de calle. Después de pasar una pequeña curva, McIntosh pisó el freno. Más adelante, una explosión de llamas rojas interrumpía la oscuridad del cielo. Dos coches chocados frente a frente estaban sobre el carril. Al disminuir la velocidad, McIntosh se dio cuenta de un adolescente parado en el camino, sosteniendo un teléfono celular y moviendo los brazos frenéticamente. Reggie Stephey parecía estar aturdido y perdido. Acababa de llamar al número de emergencia 911. La parte delantera del Yukon de Reggie se veía chocado, pero aparte de eso, el vehículo había sufrido daños menores. Gracias a la bolsa de aire, Reggie sólo sufrió una pequeña marca rojiza – la marca que le dejó el cinturón de seguridad sobre el pecho. “Ey, hay una emergencia”, le dijo Reggie al operador del 911, pero no podía recordar el nombre de la carretera en la que estaba. Caminó hacia el otro

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vehículo. Vio una pequeña llama y escuchó un gemido del asiento delantero. La parte de adelante del Oldsmobile de Natalia estaba doblado como un acordeón. El camino estaba cubierto de vidrios rotos. En el asiento delantero, Jacqui luchaba por liberarse. Estaba atrapada entre el tablero y el piso. Las llamas del motor comenzaban a alcanzarle la cara. A su lado, Natalia yacía muerta, aplastada contra el volante. Laura estaba hecha una bolita sobre el piso atrás del asiento del conductor. También estaba muerta. Los otros dos pasajeros en el asiento trasero, los venezolanos Johanna y Johan, estaban confundidos, pero ilesos. McIntosh detuvo la ambulancia y abrió la ventana de su puerta. “¿Hay alguien en el vehículo?” “No en el Yukon,” dijo Reggie. “El coche pequeño se está incendiando.” “Espera al otro lado del camino”, le dijo McIntosh. El paramédico se estacionó al otro lado del choque. “Este es Rescate 16. Estoy junto a un coche en llamas”, dijo en la radio. “Creo que hay personas adentro.” McIntosh prendió las luces de emergencia y corrió a abrir las puertas traseras de la ambulancia. “Parece que hay personas adentro”, le gritó a su compañero mientras sacaba el extinguidor rojo. Desde el interior de la ambulancia, Brian Fitzpatrick, un paramédico con 29 años de experiencia, veía las llamas. Fitzpatrick entrena a otros paramédicos en rescates acuáticos para salvar a personas en lagos y ríos. Jamás había estado en una situación como esta. Fitzpatrick y su compañero habían sido entrenados para dar asistencia médica a personas heridas, no para rescatarlos de vehículos en llamas. Fitzpatrick fue a usar la radio. McIntosh, extinguidor en mano, corrió al Yukon. Se aseguró que el coche estaba vacío, y luego corrió hacia el Oldsmobile.

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A medida que se recobraba, los médicos querían que Jacqui extendiera su codo y sus manos cinco veces diariamente. Cuando Jacqui se cansaba, su padre le reclamaba por qué ella no hacía los ejercicios.“Es porque duele”, Jacqui contestaba. Pero Amadeo continuaba ayudándola con sus ejercicios. Padre e hija saben que aumentar la flexibilidad y la movilidad es crucial para que Jacqui pueda ser más independiente.

En diciembre de 1999, tres meses después del accidente, Jacqui estaba todavía drogada y ciega y solo tenía una muy remota percepción de la realidad. Tampoco tenía mucho control sobre su cuerpo: sus músculos se habían atrofiado después de meses do no usarlos. Necesitaba la asistencia constante de Amadeo y de otros, y a menudo se hallaba abatida. “En una de esas semanas, ella lloró cada día”, dijo Amadeo. Ese mes Jacqui celebró su cumpleaños número 21 en la unidad de quemados en Galveston.

Jacqui muestra ésta foto de ella con su padre como un recordatorio de su vida pasada. Fue tomada justo antes de salir de Venezuela a Austin en 1999, es un recuerdo de lo perdido, pero también de lo que aún tiene: las memorias y su padre.

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CHASING HOPE Las llamas se salían del compartimento del motor y se elevaban rápidamente hacia el otro lado del tablero. McIntosh apuntó el extinguidor hacia el fuego y soltó un chorro continuo de polvo blanco. En cosa de segundos, las llamas se empequeñecieron. McIntosh continuó apretando el gatillo del extinguidor hasta que el vehículo quedó apagado. Puso el extinguidor en el suelo y miró dentro del compartimento del motor. Hacia el fondo, en medio de la nuble blanquecina, una pequeña llama brillaba intensamente. McIntosh inspeccionó el auto rápidamente. Johanna estaba sentada cerca de la puerta derecha trasera con la frente cubierta de sangre. Johan estaba sobre la división central del piso. Sin hablar y confundidos, ambos miraban hacia el paramédico. McIntosh había visto choques espantosos antes. En una ocasión en el ejército, sólo pudo mirar sin poder hacer nada mientras un piloto intentaba escaparse de un helicóptero cargado de soldados que se estaba quemando. Los soldados heridos caían. El personal de rescate, impotente, no tenía el equipo necesario para salvarlos. McIntosh jaló la manija de la puerta izquierda trasera. Se abrió sin ruido. Agarró a Johan, el venezolano de 200 libras, y lo arrastró afuera del auto. Respirando rápidamente, McIntosh miró el motor de reojo. Las llamas habían vuelto, moviéndose lentamente sobre el tablero. “Tengo que apurarme”, pensó. En la ambulancia, su compañero, Fitzpatrick, operaba la radio. Puso un llamado a los bomberos con los que habían acabado de estar con la esperanza de que estuviesen cerca. Logró comunicarse con ellos. Arriba, en el aire, el helicóptero de rescate STAR Flight volaba en círculos. La tripulación había visto el fuego y llamaron a Fitzpatrick. “Quizás los necesitemos”, dijo el paramédico. “Busquen un lugar para aterrizar.” Fitzpatrick agarró su chaqueta a prueba de fuego y salió corriendo. Vio a McIntosh que arrastraba a Johan al otro lado del camino.

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“Dios mío”, pensó Fitzpatrick, “hay personas en el auto.” Corrió a buscar sus instrumentos médicos. McIntosh terminó de mover a Johan. “Ay”, gritaba con dolor el venezolano mientras su pie se arrastraba sobre el camino. McIntosh regresó al Oldsmobile. La joven, Johanna, continuaba mirándolo fijamente. La sacó del asiento y comenzó a arrastrarla al otro lado del camino. Las llamas crecían. No queda mucho tiempo, pensó. Mientras McIntosh arrastraba a Johanna, su compañero lo alcanzó. Juntos la llevaron al otro lado de la vía. “Hay más gente”, le gritó McIntosh corriendo. Las llamas habían crecido y ahora consumían el tablero. Las hélices del helicóptero esparcían el humo y la poderosa luz de rescate alumbraba el área. El olor acre del plástico derretido quemaba las narices del paramédico. McIntosh, casi sin aliento, tosía por el humo. En el auto, McIntosh trató de sacar a Laura, pero el pie de la joven estaba atorado bajo el asiento delantero. Fitzpatrick entró a desenredarla, y mientras lo hacía, la imagen de su esposa y su bebé le pasaron por la mente. Su hijo estaba a punto de dar sus primeros pasos. “¿Dejaré a mi hijo huérfano?”, pensó. Las piernas de Laura se soltaron. Los paramédicos sacaron su cuerpo fláccido. Jacqui se lamentó. Las llamas estaban alcanzando el compartimento de pasajeros. Mientras acostaban a Laura al otro lado del camino, Fitzpatrick vio que el interior del techo del Oldsmobile comenzaba a incendiarse. Mientras que Fitzpatrick examinaba a Laura a un lado del camino, McIntosh corrió de vuelta para ayudar a Jacqui. Jacqui estaba de frente al fuego: gritaba, lloraba, se retorcía y trataba de liberarse. McIntosh estiró la manija de la puerta. La puerta no se abría.

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El verano de 2001: Con un poco de ayuda de una tablilla de Velcro en su mano, Jacqui es capaz de servirse Fetuccini Alfredo por si misma. Cada vez que logra hacer algo nuevo, su padre la aplaude.“Mira, estás comiendo por ti misma”, exclamó Amadeo un día que le limpiaba la mayonesa alrededor de la boca.“Sí, pero tienes que limpiarme la cara como si fuera niña una pequeñita”, se quejó.

Por más de dos años, los ojos de Jacqui, incluyendo su ojo izquierdo sin párpado, necesitaron de gotas humectantes y crema para evitar secarse. Durante su visita a Galveston, Rosalía ayudó con la tarea de ponerle gotas cada media hora durante el día y cada dos horas en la noche. Hoy, los ojos de Jacqui todavía necesitan gotas aunque no tan frecuentemente.

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CHASING HOPE Recogió el extinguidor rojo del suelo, lo apuntó, y apretó el gatillo. Nada. Arrojó el extinguidor al suelo. Jacqui gritaba por la ventana rota. McIntosh no entendía sus palabras. “Soy paramédico. Mi nombre es John”, le dijo, agitado, “te voy a sacar. No te abandonaré.” McIntosh jaló la puerta con sus manos, pero estaba atorada. Trató de alejar el asiento de las llamas, pero no se movía. Las llamas se acercaban cada vez más a la cara de Jacqui. Ella se echó para atrás para alejarse de las llamas. Empujaba usando su brazo derecho que estaba fracturado. McIntosh jalaba la puerta, dobló el metal del marco de la ventana unas cuantas pulgadas —lo suficiente como para meter los dedos. La puerta no abría. Jacqui volteó su cara para distanciarse de las llamas. No podía alejarse lo suficiente. McIntosh miró la oreja y el cabello oscuro de la chica. Se sintió atrapado e impotente ante la catástrofe que se aproximaba. Las llamas tocaron la cabeza de Jacqui. Las chispas le alcanzaron el cabello. El fuego avanzó, esparciéndose rápidamente en la cabina del auto. “¡John, para!”, le gritó Fitzpatrick. “Tienes que alejarte.” Las llamas salían por las ventanas, quemándole los vellos del brazo y las mangas de la camisa. McIntosh retrocedió, quedándose como espectador a la tragedia. Jacqui luchaba. Las llamas la rodeaban. Su nariz y sus orejas se incendiaron. Se le desprendían mechones de cabello prendidos. Comenzó a gritar. Los paramédicos nunca habían escuchado gritos así antes. Eran gritos de sufrimiento y desesperación, de terror y desesperanza. “Una agonía absoluta”, pensó Fitzpatrick. En ese momento, él también comenzó a gritar. “Oh, Dios mío, ¡se está quemando viva!” Los alaridos de Jacqui parecían eternos. Una grúa se estacionó. Fitzpatrick corrió hacia él.

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“¡Necesito tu extinguidor, ahora!” le gritó. Agarró el cilindro plateado. Corriendo de vuelta, desenganchó el seguro, apuntó y apretó la manilla. Nada. Miró el indicador. Vacío. Se escuchó el rechinar de metal cuando lanzó el extinguidor contra la calle. La bomba de incendios subía la loma. Fitzpatrick corrió hacia los bomberos haciendo señales desesperadas. Uno de los bomberos escuchó los gritos de Jacqui por encima del fuego. Saltó del camión y desenrolló una manguera. Otro bombero comenzó a bombear el agua. Fitzpatrick sacó una segunda manguera y ayudó a desenrollarla. McIntosh agarró una barra de metal para tratar de abrir la puerta de Jacqui. Trató de doblar la parte de arriba de la puerta ardiente, dobló el marco de la ventana y rompió la manija de la puerta. Finalmente, en su desesperación, le pegó un golpe al auto con la barra de metal. Jacqui dejó de gritar. Su cuerpo cayó sobre las llamas, con la cabeza colgándole sobre el brazo derecho. Los paramédicos se quedaron escuchando, no el sonido del fuego, sino el silencio. “Gracias a Dios. Murió”, dijo Fitzpatrick. Un bombero comenzó a inundar el auto con agua. Otro apuntó una segunda manguera sobre el vehículo. En unos segundos, las llamas se apagaron. Puntos de un rojo intenso brillaban sobre el cuerpo de Jacqui. Delicadamente, un bombero le echó agua. Su cuerpo humeaba del vapor. De pie junto al auto, a McIntosh lo salpicó un agua negra. “Tengo que atender a los vivos”, se dijo a sí mismo, y fue a donde estaba su compañero. “Fritz”, le dijo, “está muerta.” Fitzpatrick necesitaba saber con certeza. Fue al Oldsmobile. A un lado del camino, Johanna y Johan miraban a McIntosh. El paramédico colocó sus manos sobre el cuerpo sin vida de Laura. “Ella está muerta” le gritó McIntosh a su compañero.

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Mes tras doloroso mes, Jacqui se empeña en volverse más independiente. Inicialmente, una de las cosas que Jacqui podía realizar sin ayuda era el limpiarse la cara con una toallita de limpieza. Ella espera recobrar más de su visión. Antes de la operación de este año que le cubrió el ojo con un trozo de piel, ella solo veía sombras; su ojo derecho es capaz de distinguir mayor detalle.

La vista de Jacqui ha mejorado, pero el verano pasado ella tenía que situarse solo a pulgadas de la pantalla del computador para poder leer los mensajes. Le tomaba 20 minutos el escribir un correo electrónico de tres párrafos. Ella seleccionaba cada letra empleando el ratón de computadora y un tablero en la pantalla. Jacqui no tolera las faltas de ortografía.“Esto exige un montón de paciencia”, dice ella suspirando.“No tengo un montón de paciencia”.

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CHASING HOPE Fitzpatrick miró dentro del auto. Cada centímetro parecía estar quemado. Los asientos parecían una pasta derretida. Fitzpatrick le tomó el pulso a Jacqui, y se quedó paralizado. Al otro lado del camino, McIntosh lo oyó gritar. “¡Dios mío! ¡Aún está viva!” Jacqui movió la cabeza e hizo un ruido. Los restos de su cabello, quemado y ondulado, colgaban de su cráneo. La piel de su cabeza estaba achicharrada, el rostro irreconocible. Uno ojo parecía estar quemado y abierto, el otro quemado y cerrado. Su blusa se veía derretida y su piel llena de costras y resquebrajada. Era una silueta negra. Los bomberos, los trabajadores de rescate y la policía llegaron en una ola de sirenas y luces rojas. Los bomberos movieron el asiento delantero, alejando a Jacqui del tablero. Un guardia del parque, Al Reyes, iluminó a Jacqui con una linterna. “¿Quieres hablar en español?”, le preguntó. “Quiero morir hablando inglés”, contestó Jacqui. Primero preguntó sobre las otras muchachas y luego dijo: “¿Me voy a morir?” “Estás gravemente herida, pero haremos todo lo posible”, le dijo Reyes, pero no pensaba que fuera a vivir. Los bomberos abrieron la puerta con las “mandíbulas de la vida”, una garra hidráulica que corta metal. Los paramédicos vendaron las quemaduras y trataron de levantarla, pero Jacqui estaba pegada al asiento. Cuidadosamente, la despegaron. Un bombero le sostuvo la mano, donde la piel le colgaba. Jacqui lloraba. Parecía entrar y salir de la inconsciencia. Los hombres la envolvieron en una hoja de papel especial para quemaduras, la amarraron a una camilla, y en la oscuridad, corriendo, la llevaron al helicóptero. En las cercanías, Reggie todavía estaba hablando con Linda Garza, la operadora de emergencia del 911. Sentada en la estación de policía de Austin, Garza leía la información reportada en pantalla sobre el estado de las víctimas: Dos muertos y una persona atrapada en un

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auto en llamas. Los compañeros de trabajo de Linda la rodearon y se pusieron a escuchar. “¿Linda, voy a estar bien?”, le preguntó Reggie. “Vas estar bien”, le contestó. “Espero que no hayas herido a nadie”, le dijo unos momentos más tarde. Durante la conversación Reggie le mencionó su Yukon: “Quería mucho a ese auto.” Durante la llamada, que Garza piensa que duró 80 minutos, la más larga de su carrera como operadora del 911, Reggie culpaba al otro conductor por el choque. Dijo que el otro conductor había cruzado la línea amarilla que divide el camino. Casi tres horas después del accidente, el nivel de alcohol en la sangre de Reggie marcó 0.13 – muy en exceso del límite legal de .08. Un policía sentó a Reggie en el asiento trasero de la patrulla. Reggie seguía hablando con la operadora del 911. “Quiero irme a la casa”, le dijo. “¿Cuándo puedo irme a la casa?” Reggie le pidió permiso por teléfono a Garza para recostarse en el asiento. Luego cerró los ojos y se durmió. A las 4:51 de la mañana despegó el helicóptero STAR Flight. Jacqui gritó durante el corto viaje. Ella recordaría para siempre el sonido que hacían las hélices metálicas. Más tarde, en el hospital, estando inconsciente por la morfina, se imaginaba que su padre volaba a rescatarla. Ni McIntosh, ni Fitzpatrick creyeron que Jacqui sobreviviría. Días más tarde, los compañeros de trabajo se reunieron para analizar lo que había sucedido. Juntos, repasaron lo sucedido durante el rescate y concluyeron que pasaron 8 minutos desde el momento que vieron el fuego, hasta extinguirlo por completo. Jacqui estuvo expuesta al fuego intenso por 45 segundos.

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Mientras espera ver al cirujano plástico, el Dr. Luis Scheker en el Jewish Hospital en Louisville, Kentucky, Jacqui examina una foto de su ojo izquierdo, cubierta de notas escritas por su especialista en ojos. Su prioridad: encontrar la forma de crear un nuevo párpado para ‘el. Una vez que obtenga esto, podrá comenzar el trabajo de recobrar algo de su visión.

Jacqui permite que su padre le ajuste el sombrero antes de salir en un día completo de diligencias y citas con médicos en Lousiville. Ella tiene un montón de sombreros llamativos para escoger, la mayoría han sido regalos de su familia y amigos.

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CHASING HOPE CARACAS — DOMINGO 19 DE SEPTIEMBRE DE 1999 La mañana del accidente, antes del amanecer, Rosalía se despertó en su apartamento con un fuerte dolor en el pecho. Ansiosa e incapaz de dormirse de nuevo, se reposó en la cama. Recuerda llamar a su cuñada más tarde y decirle “Algo le ha pasado a Jacqui.” Amadeo pasó ese domingo por la mañana caminando cerca de su apartamento en el Ávila, por las impresionantes montañas que se elevan sobre Caracas. Regresó temprano en la tarde, para encontrar mensajes desesperados en su grabadora. La amiga de la familia que había ayudado a preparar el viaje de Jacqui había estado llamando toda la mañana. Al regresar la llamada, Amadeo se enteró que algo terrible había sucedido. Amadeo llamó a Rosalía. Le dijo que Jacqui había estado involucrada en un accidente, pero que iba a estar bien. Los dos hicieron reservaciones de avión para esa misma tarde.

AMADEO Y ROSALÍA Jacqui, hija única, era el único lazo que mantenía juntos a Amadeo y Rosalía. Se casaron de muy jóvenes y en poco tiempo se dieron cuenta que no eran compatibles. Se separaron en 1996, mucho después de que había acabado su matrimonio de 21 años. A primera vista, parecían tener mucho en común. Los dos habían nacido en Galicia, una provincia rural y pobre de España. Los dos llegaron de adolescentes a Venezuela con padres que buscaban una vida mejor en ese país sudamericano rico en petróleo. El padre de Amadeo pasó los diez primeros años de la vida de su hijo trabajando en construcción en Venezuela. Cuando volvió a Galicia, le enseñó carpintería a su hijo, pero el hijo no quería trabajar con las manos. Amadeo soñaba con volar un avión de guerra

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y gobernar España como lo hacía General Francisco Franco. “Fui un niño rebelde”, dice Amadeo. Después de ubicarse en Caracas, Amadeo comenzó a trabajar. Era todavía un adolescente cuando abrió con un amigo una compañía que hacía instalaciones eléctricas — la primera de una serie de negocios. Años más tarde, Amadeo y su hermano mayor compraron Climar, la fábrica de aire acondicionado que la familia aún maneja. “Para mí fue siempre importante sentirme diligente”, señaló Amadeo. “Qué malo es el decir, ‘No soy bueno para nada’. Eso me llenaba de miedo.” Amadeo y Rosalía se conocieron en 1974 en una playa. Sus familias los presentaron. Rosalía era una bella joven de 18 años, de ojos azules y con cabello largo de color castaño claro. Rosalía vivía con su madre, una mujer sumamente estricta que se había ido a trabajar como ama de llaves en Caracas después de la muerte su marido. Rosalía trabajaba en un salón de belleza cuando conoció a Amadeo. En esa época, Amadeo, un joven de 21 años e hijo de carpintero, manejaba un nuevo y llamativo Mercedes blanco. A pesar de esto, Rosalía lo recuerda como un joven tímido vestido en un traje de baños fuera de moda. A Rosalía le agradaba el hecho de que Amadeo se comportara como todo un caballero: Siempre le abría la puerta del auto y le decía cosas bonitas. Amadeo admiraba la belleza de Rosalía. Estaba consciente de que ella tenía una personalidad difícil, pero a Amadeo nunca le había molestado las cosas difíciles. Amadeo titubeó antes del matrimonio, pero decidió casarse. Mantuvo su palabra, tal como su padre se lo había enseñado. Las discusiones comenzaron después de casarse en 1975. “Yo era explosiva”, dijo Rosalía, “y él no hablaba” Rosalia dijo que Amadeo no la respetaba, y que ella llegó a extrañar al joven caballeroso que la había cortejado. Amadeo dijo que quería una esposa trabajadora, — una mujer como su madre, que trabajaba

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A Jacqui le encanta divertirse y ha hecho varias amistades a lo largo del camino. Un amigo de la unidad de quemados en Galveston, Félix Rodríguez, recuerda haber pensado que Jacqui estaba loca por bailar durante su terapia. Pero ella lo inspiró a continuar adelante cuando él pensó en darse por vencido. Mientras se despiden después de una sesión terapéutica en Galveston, Jacqui bromea con Felix por haber engordado y admira la dexteridad de manos que ha desarrollado.“Tiene una fortaleza increíble”, dice Félix.“Ella no se permite rendirse”.

Recepcionistas y terapistas en Galveston se preocupan de Jacqui. Angela Poulter trabaja con Jacqui en estirarle los dedos y el pulgar para lograr hacer la maniobra pinza.

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CHASING HOPE En el barco, Amadeo le enseñó a Jacqui a pescar, y a mantener el motor. Su deseo era enseñarle a valerse por sí misma, como sus padres le habían enseñado a él. “Creo que mi padre quería un varón”, dijo Jacqui. “Yo siempre tenía grasa en las manos.” De pequeña, Amadeo sentaba a Jacqui en sus rodillas al manejar y la dejaba guiar el auto. Cuando creció lo suficiente para que sus piernas alcanzaran el acelerador, Jacqui le ordenó a Amadeo que se quitara del medio. Ella manejaba mientras que Amadeo agarraba firmemente el freno de emergencia. Amadeo le daba a Jacqui todo lo que quería — CRECIENDO un auto nuevo, un Jet Ski. Cuando Amadeo se oponía, Jacqui le insistía hasta que cediese. Jacqui estaba A la joven mamá le encantaba tener niñita. Años perfeccionando el arte de someter al mundo a sus deseos. después todavía recuerda cómo se veía Jacqui vestida para Todos los que la conocen — primos, amigos y su Primera Comunión: un traje blanco, guantes blancos parientes – la describen como: “La reina con el poder de y un listón blanco en el cabello. convencer.” Ella puede ser como la piedrita en el zapato “No quería que ni siquiera una mosca la tocara”, – no deja de llamar la atención. Y tiene una lengua capaz dijo Rosalía. de resucitar a un muerto. Le decían que sí sólo para no Madre e hija eran inseparables. Rosalía llevaba a tener que escucharla más. Jacqui consigo cuando hacía los mandados. Le enseñó a “¿Decirle que no a Jacqui?” “¡Imposible!”, dice leer apuntando a los anuncios en la calle. En la casa, una amiga. “Siempre cuesta menos decirle que sí.” Jacqui observaba a su mamá limpiar el apartamento hasta Durante su adolescencia, cuando la relación de dejarlo impecable. sus padres se estaba deteriorando, Jacqui y su madre En la sala, Rosalía colocaba los figurines de comenzaron a tener enfrentamientos. Ambas tienen el Blancanieves y los Siete Enanos muy cuidadosamente mismo carácter fuerte. sobre la mesa redonda de vidrio. A los enanos los ponía Jacqui declaró que quería vivir como sus amigas alrededor del borde de la mesa a precisamente la misma — tener invitados, dar fiestas de cumpleaños en el distancia el uno del otro y a Blancanieves, la paraba en el apartamento y ponerse lápiz de labios — pero su madre centro. no lo permitió. Rosalía le enseñó a Jacqueline que las Después de mudarse su padre, Jacqui se quedó decoraciones de la casa, no eran para tocarse. En poco con Rosalía, pero dentro de poco tiempo su madre no tiempo Jacqui también medía la distancia entre los quería que Jacqui tocara nada en la casa. enanos. Finalmente, a los 17 años, Jacqui cargó el auto “Debe ser genético”, recuerda Jacqui con un con su ropa, sus animales de peluche y los álbumes de suspiro. fotos de la familia y se mudó a la casa de su padre. Cuando niña, Jacqui vio mucho menos a su Mudar todo tomó cinco cargas de auto y lo hizo sola. padre, que trabajaba entre 14 y 16 horas al día en la Al llegar al penthouse nuevo de Amadeo al otro fábrica. Ella lo llamaba “Amadeo.” Durante los fines de lado de la ciudad, Jacqui tomó control. Perdía la semana pasaban más tiempo juntos. Amadeo llevaba la paciencia con la servidumbre y con frecuencia ella misma familia a la costa caribeña de Venezuela. hacía la limpieza, las compras y el planchado. “Era una la tierra mientras criaba a cinco hijos — pero Rosalía quería quedarse en la casa. “He resuelto cada situación que he enfrentado en la vida”, dijo Amadeo, “excepto ella. No sé si ella es imposible, o yo soy un incapaz.” Amadeo consideraba el divorcio cuando Rosalía se embarazó. Jacqueline Saburido García nació el 20 de diciembre de 1978.

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El teléfono es la línea de vida de Jacqui con su familia y amigos en Venezuela. Algunas cosas no cambian: cuando crecía a ella siempre le gustaba hablar por teléfono. Su amiga íntima, Sharon Rengel dice que ahora, ella siente que Jacqui está al otro lado del teléfono… esperando que suene”.

Mientras crecía en Venezuela a ella le gustaba el vestirse en jeans y usar maquillaje liviano, es un país que genera una vasta cantidad de reinas de belleza. Ella nunca se arreglaba exageradamente “pero siempre se veía perfecta”, recuerda su ex novio. Jacqui, quien todavía es meticulosa acerca de sus ropas, hojea en Louisville en Agosto de 2001, la edición de la revista People que trae los mejor y peor vestidos. Fue la primera revista que leyó por sí misma, empleando un aparato magnificador sobre su ojo derecho.

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El viaje a Caracas en Diciembre de 2000 fue de alegría y dolor. El entusiasmo de estar en su país y de volver a ver su gente fue moderado por la preocupación de lo que pensarían sus amigos y de la realidad constante de que ella no podría hacer muchas cosas que sus amigos sí podían hacer. En la noche del año nuevo, Jacqui estuvo rodeada de amigos, incluyendo Marvin Arévalo, izquierda; el novio de Marvin, Adolfo Portilla, de pié; María Eugenia; y Sharon Rengel.

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CHASING HOPE adoración mutua. Todo era Jacqueline y su padre, su padre y Jacqueline”, dijo un amigo. Amadeo dijo que esos años con Jacqui fueron los más felices de su vida.

DEJANDO CARACAS El día del accidente de Jacqui, Rosalía echó su ropa precipitadamente en una maleta y le encargó a su hermano que sacara la basura. “Mi mente no aceptaba que el accidente fuese verdad”, se recuerda. Amadeo no estaba seguro de qué pensar mientras empacaba. Quizás el accidente no había sido tan serio. Salió deprisa al aeropuerto acompañado por su hermano menor.

GALVESTON — UNIDAD PARA QUEMADOS, 19 DE SEPTIEMBRE DE 1999 El helicóptero que llavaba a Jacqui aterrizó en Galveston en la Rama Médica de la Universidad de Texas (UTMB, sigla en inglés). Empujaron a Jacqui rápidamente a través de las puertas eléctricas hacia la unidad para quemaduras llamada “Blocker Burn Unit.” Los doctores y las enfermeras la rodeaban. En Austin, en el Hospital Brackenridge, Jacqui fue tratada por poco tiempo y puesta en un respirador. Llegó a Galveston completamente inmovilizada, bajo sedantes, y tambaleándose entre la vida y la muerte. La mayoría de las quemaduras fueron clasificadas de tercer grado – el tipo más severo. Las llamas habían arrasado con su piel y en algunos lugares, el fuego había llegado hasta el hueso. El daño peor fue a su cara y a sus manos. Su trasero, uno de sus muslos, partes de su espalda y el área bajo las rodillas, evitaron ser lesionados seriamente. Jacqui también tenía fracturas en el brazo, una pierna y una mano. La unidad para quemados, un centro médico de

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cuidado intensivo nacionalmente reconocido, está ubicado en el segundo piso de un hospital de varios pisos de color café en UTMB. Un conjunto de puertas anchas automáticas separa los corredores que son de color blanco y naranja. Las enfermeras mantienen la pequeña unidad a una temperatura de 84 grados Fahrenheit para proteger a los pacientes cuyas pieles ya no puede retener el calor. Cuando llegó Jacqui a la pequeña unidad de ocho camas, las enfermeras y los doctores comenzaron la lucha noche y día para salvarle la vida. La piel, el órgano más grande del cuerpo, tiene la función de mantener los líquidos dentro del cuerpo y las bacterias fuera. La piel de Jacqui no podía cumplir con ninguna de estas dos funciones. Las enfermeras rápidamente inundaron al cuerpo de Jacqui con antibióticos y suero. Le limpiaban sus heridas y le cambiaban los vendajes constantemente. Era una labor muy exigente. Los líquidos del cuerpo de Jacqui empapaban su cama sin cesar. Las enfermeras mantenían la habitación de Jacqui a una temperatura cerca de los 100 grados Fahrenheit y salían bañadas en sudor. Era una crisis tras otra contra la vida de Jacqui. Se encontraba en “shock” y en peligro de que dejaran de funcionar sus órganos internos; la inflamación le restringía la circulación sanguínea; su cuerpo, agotado, comenzó a consumirse a sí mismo. El personal del hospital le puso un tubo de alimentación por la nariz que le daba con un líquido alta en calorías y proteína. Jacqui recibía una dieta constante de tranquilizantes y morfina. Le dieron medicamentos “hasta el límite”, como lo expresó una enfermera. Jacqui perdía y recobraba la consciencia. Más tarde, no recordaría nada. La enfermera Raquel Goodheart, una veterana con 10 años en la unidad para quemados, nunca había visto sobrevivir a nadie con quemadas tan serias a la cabeza. Ella rezó por Jacqui. “Dios en el cielo, ten piedad.”

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Durante su estadía en Austin para el juicio de Reggie Setephey en Junio de 2001, Jacqui se despide de Jo Allison Bennett de la División de Testigos de las Víctimas del Condado del Procurador del Distrito de Travis. Antes de volver a Galveston, Jacqui le mostró a sus padres su antiguo dormitorio y la universidad. Ellos también visitaron el Hospital Brackenridge, donde Jacqui fue tratada antes de ser transportada por aire a Galveston.

Reggie Stephey, en su cumpleaños número 20, es encontrado culpable por intoxicación y por la muerte involuntaria de Laura Guerrero y Natalia Chpytchak. Será elegible para libertad condicional en el 2005. Él y Jacqui aparecieron en el video contra la ebriedad producido por la policía de Austin. El daño causado, dice él, es “un dolor que nunca desaparecerá”.

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CHASING HOPE AQUÍ ESTOY Amadeo y Rosalía llegaron a la unidad para quemados alrededor del mediodía del día siguiente. “Usted no reconocerá su hija”, le dijo un doctor a Amadeo. “Estoy listo”, contestó Amadeo. Vestido en un traje amarillo, con máscara quirúrgica y guantes, entró a la habitación de Jacqui. Estaba envuelta en gasa como si fuera una momia y rodeada de tubos y cables que invadían su cuerpo. Sólo tenía la cara y los dedos de los pies descubiertos. Se le habían hinchado los brazos hasta llegar al tamaño de sus piernas, y su cabeza se le había inflamado hasta que no se reconocían sus facciones. Mechones de cabello quemado se adherían a su cabeza como trozos de carbón. Su piel se veía achicharrada. “Su cara no existía” se recuerda Amadeo. “No había ninguna parte de ella donde pudiera yo decir, ‘Esa es Jacqui’. No. Nada excepto sus pies.” Escuchó a Jacqui inhalar en el respirador. Aquí estoy, le dijo. Tuviste un accidente. No te preocupes. Ya estarás bien… sé que me estás escuchando. Amadeo se quedó hasta no poder aguantar más. “Nunca en mi vida había llorado como lo hice ese día”, dijo Amadeo. “De ahí en adelante, lloré en silencio. Lloré durmiendo; lloré despierto. Creo que lloraba todo el tiempo.” Afuera, Rosalía quería ver a Jacqui. Amadeo trató de calmarla. “Rosalía, prepárate”, le dijo finalmente Amadeo. “Nuestra hija parece un monstruo.” Goodheart escoltó a Rosalía, quien temblaba, a la habitación de Jacqui. La enfermera, de 45 años, habla de forma directa con los pacientes y sus familias. En su voz se nota un vestigio de su acento de Buffalo, Nueva York. Hace el esfuerzo de nunca mostrar sus emociones, pero el caso de Jacqui le llegó al corazón. Goodheart, con una hija de casi la misma edad y dudó que Rosalía fuera capaz de ver a su hija.

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En la habitación, Rosalía se paró junto a la cama de Jacqui, helada, apenas respirando. Miraba la cara y el cabello a su hija. “Chiquita,” le dijo finalmente Rosalía. “Aquí estoy. Es tu mamá. Estoy aquí a tu lado. Todo está bien. Tú estarás bien. Te vas a mejorar. Sé que estás escuchando.” Mientras su madre hablaba, Jacqui movió su pie. Después, en el pasillo, Rosalía se desplomó y lloró. Goodheart, a un lado y fuera de vista, también lloró.

COSECHANDO PIEL Ese día, los médicos le asentaron los huesos fracturados a Jacqui. Le pusieron clavijas, barras y placas de metal. Le hicieron un corte a la mano para lavarle impurezas y tejido muerto con un potente chorro de agua a presión. El miércoles, los cirujanos empezaron el proceso de remoción de piel muerta, llamado en inglés “debridement.” El término se refiere al proceso, llevado a cabo con tijeras y navaja, de eliminar capas de piel muerta hasta llegar a la piel que sangre. Los cirujanos cubrieron las quemaduras con auto-injertos (autografts) — tiras delgadas de piel sana, tomadas de partes del cuerpo de Jacqui que no se quemaron. Las tiras de piel se pasan a través de una máquina que le hace pequeñas perforaciones. Esto les permite a los doctores estirar más la piel y cubrir un área mayor. La creación de injertos de piel dejaba atrás heridas dolorosas. Los médicos no cosechaban más piel hasta que cicatrizaran las heridas. Mientras tanto, los doctores usaban homoinjertos (homografts)— tiras de piel que han sido almacenadas que provienen de cadáveres. Estos sirven como parches temporales hasta que el cuerpo de la persona quemada los rechace. Los cirujanos demoraron el proceso de remoción de piel de la cabeza de Jacqui con la esperanza de salvarle

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Jacqui ya no usa el traje completo de presión de cuerpo que por tanto tiempo compartió su closet con su ropa — toda muy ordenadas. Ahora, solo necesita usar bajo sus prendas la parte inferior del traje de presión.

Jacqui y su papá, Amadeo, han luchado arduamente por aquellas pequeñas victorias que han logrado resultados dramáticos. En julio de 2001, sus vidas se hallaban dominadas por una serie de rutinas extenuantes de terapias y tratamientos. Ella dormía con una máscara para reducir el desfiguramiento - algo que ahora ella ya no necesita - y su padre le ayudaba con los ejercicios de flexibilidad para su brazo antes de irse a dormir.

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CHASING HOPE lo más posible de su cara. Sus párpados se destruyeron, pero sus ojos habían sobrevivido. Días después, le cerraron los ojos. Si los hubieran dejado descubiertos, se hubieran secado y Jacqui hubiera perdido la vista. El doctor Dwayne Roberts, oftalmólogo residente de 30 años de edad, observó una de las primeras cirugías. El joven médico nunca había visto un caso tan severo. Alrededor de la mesa quirúrgica, los médicos trabajaban en silencio y rápidamente. “No vamos a poder salvar a esta chica”, pensó Roberts.

AFERRÁNDOSE Amadeo y Rosalía observaban cómo transportaban a Jacqui de cirugía a cirugía. Los médicos operaban en turnos sobre diferentes partes de su cuerpo. Rosalía no creyó que Jacqui iba a poder sobrevivir. Tomaba calmantes y rezaba. “Le rogué tanto a Dios por ella”, dijo Rosalía. Amadeo dijo no tener la menor duda que su hija sobreviviría. Él se dormía en una silla junto a la cama de su hija. Amadeo y Rosalía se hablaban muy poco. Se sentaban en distintos lugares de la sala de espera y rentaron apartamentos por separado. Sin embargo, cada uno de ellos mantenía un monólogo con Jacqui. Después de unos días, Jacqui comenzó a responder a las preguntas que le hacían. Para decir que sí, movía su pie de arriba a abajo, para decir que no, lo movía de lado a lado. Amadeo y Rosalía querían tocar a su hija, pero no sabían en dónde poder hacerlo —su cuerpo entero parecía ser una herida abierta. “Los pacientes necesitan contacto con otras personas”, les dijo Goodheart. “Es tan importante como la inyección de morfina.” Un día, las enfermeras le dijeron a Rosalía y a Amadeo que se quitaran los guantes y le dieran un masaje en los pies a Jacqui. Rosalía quería besar a su hija. “Hágalo, bésele los dedos de los pies”, le dijo Goodheart.

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La enfermera recuerda ver a Rosalía besarle los pies de Jacqui y los sostenerlos por un largo tiempo.

CARA Y DEDOS Amadeo y Rosalía observaron cómo las orejas de Jacqui iban desapareciendo y los dedos de las manos se adelgazaban. Al limpiarle la cara con almohadillas de gasa húmedas, Goodheart recuerda sentir que los labios de Jacqui se estaban desprendiendo. “Un día”, dice Goodheart “sus labios acabaron en mis manos.” “Después de los labios, se le cayó la oreja derecha”, dijo Goodheart. La oreja izquierda y su nariz también se desprendieron. Jacqui batalló infecciones y fiebres altas. Los cirujanos le sacaron hueso muerto del cráneo con un taladro, y cosecharon más piel. El 10 de octubre, tres semanas después del accidente, hubo una pequeña buena noticia: los médicos decidieron que Jacqui podía respirar por sí misma. Apenas podía hablar. “Hola mamá”, susurró en voz ronca. Poco después de su llegada, los médicos le habían amputado a Jacqui parte de los dedos de las manos. Le dejaron lo más posible, con la esperanza de que parte del hueso lograse sobrevivir. Amadeo continuó firmando permisos médicos. Dijo que no sabía cuánto más pensaban amputar los médicos. En la sala de operaciones, los cirujanos emplearon tijeras para cortar el hueso blando muerto que tenía Jacqui entre el puño y la primera coyuntura de los dedos.

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La hora de partida de Galveston fué las 6:30 a.m. Jacqui se le queja a Amadeo: “no me tomastes una foto en mi departamento, mi departamentito. “Le dice que el acoplado le parece muy pesado. Él le responde: “Puedes bajarte a alivianarlo”. Luego de dos días de camino y casi 1.000 millas, Jacqui, Amadeo y su ama de casa, Angélica, arribarán a Louisville, Ky., a comenzar la próxima etapa de sus vidas.

La decisión de irse de Galveston a Louisville, Kentucky, demoró dos semanas en tomarse. Antes de comenzar a empacar, Jacqui conversó con una amiga en Venezuela. “Kentucky es el pollo de Kentucky Fried Chicken, explicaba. “El lugar es muy distinto que acá. “Después de observar a Amadeo trabajar por dos días, Jacqui se incorpora, llevando cargas livianas al camión U-Haul.

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CHASING HOPE OJOS Las suturas que mantenían cerrados los ojos de Jacqui se abrían a medida que la piel de su cara se encogía al cicatrizarse. A comienzos de octubre, la córnea derecha de Jacqui — la membrana transparente situada en el frente del ojo — se secó y se partió. Roberts y el equipo oftalmológico operaron a Jacqui de urgencia. A principios de noviembre, la córnea izquierda se empezó a deteriorar. Los médicos se apresuraron a hacerle un transplante. Para cubrirle el ojo, emplearon un procedimiento en que se cose la membrana conjuntiva — la capa transparente que cubre el blanco del ojo — sobre la córnea. Lo mismo se hizo en su ojo derecho. Estas operaciones compraron tiempo. “Hicimos absolutamente todo lo posible por ella”, dijo Roberts. El doctor Roberts se había encariñado con Jacqui. Cambiaba sus turnos de trabajo para coincidir con las cirugías de Jacqui. Goodheart recuerda que el joven médico no tenía niños, pero cuidaba a Jacqui como a una hija. Roberts había estudiado español en la secundaria, y trataba de servir como traductor para Amadeo y Rosalía cuando tenían dificultades entendiendo los detalles sobre la condición de Jacqui. Los dos estaban agradecidos. Un día Rosalía le dio un fuerte abrazo. “No me soltaba y comenzó a llorar”, dijo Roberts “yo también empecé a llorar.”

ALUCINACIONES Lentamente, Jacqui regresaba al mundo — ciega, en agonía a pesar de las drogas, e incapaz de moverse. A veces Jacqui imaginaba que la pisoteaban caballos que le arrancaban la piel. En otros sueños, se encontraba atrapada en una casa que se quemaba. A

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veces, recostada en la cama, trataba de apagar llamas invisibles. En sus archivos médicos, el personal del hospital grababa sus palabras: “¿Dónde están las otras niñas? … Miren ese auto manejado como loco. … Señor, por favor ayúdeme a soltarme el cinturón de seguridad.” Jacqui no se acuerda mucho de su estancia en la unidad para quemados, pero recuerda vívidamente las alucinaciones. Se imaginaba que el personal del hospital estaba tratando de matar a sus padres. En su mente, veía a Amadeo siendo apuñalado, luego rescatado y luego apuñalado de nuevo. Cada vez que Amadeo salía de la habitación, Jacqui quería la puerta cerrada con llave.

LAS PREGUNTAS DE JACQUI ¿Cómo me veo? ¿Cómo está mi piel? ¿Mi cabello? ¿Mis manos? Jacqui le preguntaba a todos — a sus padres, a los doctores, a las enfermeras, a los visitantes. Hacía preguntas todo el día. Amadeo y Rosalía tenían miedo de traumatizarla todavía más, así que pospusieron lo más posible decirle la verdad y le pidieron a los que visitaban que evitaran responder a las preguntas de Jacqui. “Te ves mejor que la vez pasada”, le decía la gente. Jacqui seguía con sus preguntas.

EL SALÓN DE LA TINA El salón de la tina es una de las paradas diarias que hacen los pacientes en el camino a la recuperación. Muchos pacientes lo recuerdan como una cámara de torturas. El salón debe su nombre a una gran tina de acero inoxidable que se encuentra adentro. Después de cortar los vendajes, las enfermeras meten a los pacientes en la tina para darles un baño de agua tibia con cloro, o los acuestan sobre una cama de acero inoxidable y los

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Una noche en Louisville, Jacqui decide estacionar el minivan, a la izquierda. Ella no puede hacerlo sin ayuda — es una realización devastadora. Después Amadeo consuela a su hija.“No es culpa suya”, dice.“Es culpa de la vida”.

El ignorar a Jacqui es difícil, pero Sheker lo intenta. Durante una visita en Enero, Jacqui se coloca los anteojos del cirujano, para el deleite de su prima Yeli. Los Saburidos hallan humor en la vida cuando pueden. Jacqui dice que trata de vivir día a día disfrutando cada momento. “Hago bromas”, dice ella, “para hacer lo que es posible”.

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CHASING HOPE someten a manguerazos de agua mientras les tallan las heridas con jabón. Estos baños pueden durar hasta tres horas. Los pacientes reciben una fuerte dosis de morfina antes de bañarse y escuchan música a todo volumen para que tengan algo que los distraiga mientras están en la tina. A pesar de esto, las familias a veces escuchan los gritos desde el fondo del pasillo. Jacqui les rogaba no tener que tomar los baños. Déjenme sola, déjenme irme de aquí, Jacqui recuerda gritar. Su único consuelo era la música. Las enfermeras recuerdan que Jacqui cantaba “Pretty Woman” en inglés — se sabía toda la letra. Todo lo que quería era quedarse en cama. Cuando las enfermeras le disminuían la morfina, los terapeutas la obligaban a levantarse a caminar. Después de meses de estar inmóvil, no podía sostener su cuerpo por sí misma. Se habían atrofiado sus músculos y su equilibrio se había deteriorado. El sólo acto de sentarse, la hacía vomitar. Todo le dolía. Los terapeutas amarraban a Jacqui a una tabla y, poco a poco, la levantaban. Sin tener ese soporte, se hubiera caído al piso como un títere. A pesar de estar ciega, comenzó lentamente a dar pasos cortos. Parecía una momia al caminar y después de caminar cinco pies se sentía exhausta. Los terapeutas intentaban mover las coyunturas de Jacqui y estirar la piel cicatrizada que su pobre cuerpo intentaba sanar. Su codo izquierdo estaba inmóvil. Al cicatrizar, su piel empezó a encogerse y le empezó a jalar la barbilla hacia el pecho. Los doctores la operaron para quitarle presión a su cuello. Jacqui lloraba al despertar y lloraba de noche. “Decía cosas como ‘no quiero hacer esto’, significando ‘déjenme morir’” Roberts recuenta, “Lo bueno es que esos episodios no duraban mucho.” Goodheart recuerda que Jacqui gritaba y lloraba, pero también que seguía tratando de mejorar. “Es la niña más positiva que he conocido”, dijo Goodheart.

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¿SOY FEA? Amadeo es el que comenzó a decirle la verdad a Jacqui. Rosalía dijo no poder hacerlo. Según Rosalía, “Le dio la noticia poco a poco.” “Primero, le dijo que le habían puesto puntos para cerrarle los ojos.” ¿Y mis orejas, papá? Jacqui preguntaba. Mi amor, ellas lucen así… Fue paso por paso. “Se olvidaba de la respuesta debido a la morfina” decía Amadeo. Unos días más tarde, Jacqui hacía la misma pregunta de nuevo. Una semana más tarde, la repetía. La respuesta a una pregunta en particular la buscó de su madre: “¿Me veo bonita o fea?” “Chiquita, por supuesto que no eres la misma de antes” Rosalía le dijo. “Pero poquito a poco te arreglarán.” “Pensé que posiblemente no me veía tan mal”, dijo Jacqui, “porque conociendo a mi mamá, ella me lo diría.” Jacqui estaba bajo la impresión de que su padre disimulaba mejor los hechos que su madre. “¿Y mis manos?”, Jacqui seguía preguntándole. “Todavía no sabemos”, le contestó Amadeo.

¡BUH! Jacqui cumplió los 21 años en la unidad para quemados. Se sentía como si estuviera viviendo una segunda niñez. “Era una niña pequeña nuevamente. Y jugaba con mi padre”, decía Jacqui. Una noche mientras la acostaba, Amadeo se refirió a Jacqui como “mi patito lindo.” Ella le contestó “patito”, y pronto lo acortó a “Tito.” Para diciembre, Jacqui hacía bromas. A veces fingía dolor cuando la tocaban o cuando le desactivaban el monitor de oxígeno que tenía pegado al dedo del pie. Lo hacía para que vinieran a su socorro las enfermeras.

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Después de un largo día en el hospital para la cirugía de la mano de Jacqui, Amadeo, bromeando se mete a la cama de hospital para un descanso.“¿Tito, quién es el paciente acá?” pregunta ella. Amadeo se preocupa todo el tiempo por Jacqui. Si fuese independiente, dice él, podría relajarse aunque fuera un poquito. Él teme morirse mientras ella aún lo necesite.

Mientras otro cirujano sostiene la mano de Jacqui, el doctor Luis Sheker, enhebra una aguja para adosarle un parche de piel entre los dedos. El procedimiento, uno más entre los cuarenta a los que se ha sometido desde el choque, se hizo para explorar el codo izquierdo en busca de un nervio dañado, y para crearle espacio entre los dedos de la mano izquierda para darle dexteridad.

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CHASING HOPE Una broma favorita era la de pedir ayuda en una voz muy débil y ronca: “Por favor, que venga alguien. Tengo un secreto. Acérquense a mí…” “¿Estás cerca?” le preguntaba a los doctores y las enfermeras a medida que se acercaban. Luego, gritaba, “¡BUH!” La primera vez, Goodheart salió de la habitación temblando. “Me asustó de verdad”, decía Goodheart acordándose de ese momento. El espíritu de lucha de Jacqui y la dedicación de sus padres los hicieron la familia favorita en la unidad para quemados. Goodheart comentó que ella y las otras enfermeras necesitaban tomar descansos de cuidar a Jacqui. “Llegue a sentir mucho su dolor”, dijo Goodheart. Antes de irse a la casa, Roberts siempre se detenía a conversar con ella. “Todos estábamos tan sorprendidos” dijo Roberts. “Era imposible no encariñarse con Jacqui.” Cuando Jacqui perdía energía, las enfermeras la ayudaban a seguir adelante. Un día que se sentía muy cansada para caminar al salón de la tina, las enfermeras comenzaron a cantar “La Cucaracha.” Formaron una línea de conga junto con Amadeo y Rosalía, y Jacqui se les unió. “La cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar...”, cantaban bailando por los pasillos del hospital.

Durante el día, Amadeo se encontraba al lado de su hija. La alimentaba, le limpiaba los ojos, le cepillaba los dientes y la ayudaba en el baño. Se mantenía al tanto de sus medicamentos y tratamientos, preocupado que una enfermera pudiese olvidar algo. “Nunca he visto un padre tan dedicado en toda mi vida”, dijo Goodheart. Cuando Roberts llegaba para su inspección diaria de los ojos de Jacqui, Amadeo tenía ya listas y alineadas todas las cosas necesarias: vendajes, utensilios y gotas para los ojos. “Amadeo no se olvidaba de nada”, dijo Roberts. Ni siquiera de las sanguijuelas. En enero, los cirujanos plásticos le tomaron un músculo de la frente de Jacqui y lo trasplantaron sobre el ojo izquierdo para cubrírselo. Pero la sangre comenzó a acumularse indebidamente sobre el músculo y las venas dañadas de Jacqui no podían drenar el tejido. Buscando un remedio, los médicos recurrieron a una técnica muy antigua: le pegaron sanguijuelas al párpado para que chuparan la sangre que se acumulaba. Lo hicieron con la esperanza de que sus venas tendrían tiempo suficiente para desarrollarse. “Era una tarea muy desagradable”, dijo Roberts. Alguien tenía que hacerse cargo de las sanguijuelas. Amadeo se ofreció de voluntario. Por cinco días quitaba las sanguijuelas con pinzas cuando se llenaban de sangre. “Era inconcebible”, recuerda Amadeo. Después de cinco días, murió el tejido que cubría el ojo.

SANGUIJUELAS En la noche, Amadeo dormía períodos de 15 y 30 minutos. Se quedaba despierto para ver si Jacqui necesitaba algo y tomaba siestas más tarde. A lo largo de su recuperación, Jacqui se apoyó más en su padre. Temía que Rosalía no fuera lo suficientemente fuerte para apoyarla, y no creía que su madre tuviera la capacidad de tomar las decisiones necesarias.

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LA VERDAD “Papi, mis dedos, no los siento”, Rosalía recuerda que Jacqui lloraba. “No siento mis dedos. Papito, mamá, mis dedos.” A veces soñaba que los tenía, otras veces, soñaba que habían desaparecido. “Tito, no quiero vivir”, Jacqui lloraba al despertar.

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Para ayudar a Jacqui a desplazarse en sus nuevos alrededores, ella y Amadeo cuentan los peldaños en su nuevo complejo de apartamentos: 17. Lo hacen juntos. Aún cuando algunas veces la esperanza pareciera desaparecer en medio de la oprimente rutina diaria, Amadeo y Jacqui aún tienen la esperanza que Jacqui se recobrará y será capaz de cuidarse completamente por sí misma.

En el otoño de 2000, Jacqui sostuvo mas operaciones en su mano izquierda para terminar de separarle los dedos. Ese verano ella fue capaz de agarrar un lápiz con su mano derecha y escribir por primera vez, una pequeña pero significativa victoria. El doctor Luis Scheker le inspecciona su mano izquierda durante una revisión en Enero.

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CHASING HOPE “Por favor no digas eso”, Amadeo lloraba al abrazarla. Finalmente, durante los últimos días de enero, los médicos, las enfermeras y los psicólogos se reunieron con Amadeo y Rosalía para planear cómo decirle a Jacqui sobre sus manos. Pronto la darían de alta y en poco tiempo recuperaría la vista. Amadeo le pidió a su primo — un médico venezolano — que viniera a Galveston a hablar con los médicos. Después de un tiempo, el primo le dio la noticia a Jacqui. “Has sufrido quemaduras muy graves”, explicó el primo. “Perdiste gran parte de tus dedos.” “No voy a llorar. No voy a llorar”, Jacqui se dijo a sí misma. “Voy a ser valiente.” Más tarde, Jacqui dijo que posiblemente se hubiera dado por vencida si hubiese comenzado a llorar. A veces podía sentir sus dedos a pesar de ya no tenerlos. Podía sentir cómo los abría y los cerraba. Los médicos le dijeron que esas sensaciones se llaman movimientos fantasmas.

JACQUI Una vez hecha, la pregunta nunca cesaba de repetirse. “¿Por qué yo?” “¿Pero por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?”, se decía Jacqui. “Es una pregunta sin fin. Nunca para.” “¿Estoy siendo castigada? ¿Fui mala? ¿Fui mala con mi madre? ¿Y qué de Laura y Natalia? ¿Fueron malas también?” “Es nuestro destino”, Jacqui pensó, “o es el demonio.” “Debo tener una misión en la vida”, se dijo a sí misma. “¿Pero, por qué nacer sólo para sufrir?” Su psicólogo le dijo que las cosas malas pueden sucederle a las personas inocentes. Hay bebés que nacen sin dedos. Quizás no exista respuesta, pero Jacqui la sigue buscando.

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“La vida debe tener un propósito”, se dijo a sí misma.

EL ESPEJO Al final de cinco meses en el hospital, Jacqui comenzó a distinguir sombras con su vista. “Le doy gracias a Dios”, dijo, “Si me hubiese visto a mí misma, no hubiera podido continuar luchando.” Su primera visita al espejo fue borrosa. Luego, en marzo del 2000, un mes después de haber sido dada de alta de la unidad para quemados, visitó al doctor Roberts, quien le puso unas gotas para dilatar su pupila derecha. Por unas pocas horas Jacqui pudo ver bien. Al regresar al apartamento en Galveston, Jacqui agarró dos fotografías enmarcadas y se sentó en la orilla de la cama para mirarlas. En una foto tomada en Caracas, Jaqui tenía el cabello largo, en la otra, sonreía junto una la fuente de la Universidad de Texas. Puso los retratos uno junto al otro en la mesa de noche y se dirigió hacia el espejo del baño. Se inclinó para adelante, acercándose, inspeccionándose a sí misma, pulgada por pulgada. Se tocó la cara. Su tío Antonio Saburido se acuerda escucharla decir “Lo que era — y lo que soy ahora.” Comenzó a llorar. Antonio, que estaba cuidando a Jacqui mientras Amadeo no se encontraba, se sentó con ella y la abrazó. Lloró por horas. Luego, repentinamente, Jacqui sacudió su brazo haciendo un movimiento como si estuviese lanzando algo al piso. “¡Ya!”, dijo. “Es suficiente.” Prendió su estéreo, puso un mambo popular y agarró a su tío. En calcetines, y en la sala, comenzaron a bailar al compás de una canción tras otra. Antonio, un señor fornido de 49 años, se esforzaba por seguirla. Finalmente, sin aliento, Antonio tuvo que sentarse. “¡Más, tío!”, Jacqui le rogaba, escondiendo su propio cansancio. “Tío. Ay, tío.”

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Ahora en la Universidad de Louisville, Jacqui escucha una canción de Ella Fitzgerald y escribe su letra como parte de un ejercicio en su clase intensiva de “Inglés Como Segundo Idioma.” El martes ella trabaja en una copia ampliada del texto mientras la instructora Leila Wells escribe notas en el pizarrón. Finalmente, Jacqui no necesita tener a Amadeo con ella en cada momento, lo cuál le ha permitido a él realizar un corto viaje.

En un esfuerzo de último minuto, en marzo, un cirujano exitosamente le cubrió el ojo izquierdo sin párpado. Más adelante este año, los médicos planean cortarle una ranura para que ella pueda ver, ello abrirá el camino para hacerle más cirugías en los ojos y una mejor visión. c

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CHASING HOPE Sondra comenzó a comer de nuevo y todavía repite algunos de los consejos de Jacqui: Llora cinco minutos cada día, y luego, sigue adelante. “Jacqui me dio su bendición”, dijo Sondra.

Continuó bailando sola.

FÉLIX Y SONDRA Cuando vio a Jacqui bailar por primera vez, Félix Rodríguez creyó que estaba loca. Félix y Jacqui hacían juntos sus tratamientos de rehabilitación física. A ambos los habían dado de alta de la unidad para quemados. Un día, a los terapeutas se les ocurrió cantar y Jacqui se levantó a bailar cha-cha-chá. Félix, cuya estancia en el hospital había coincidido con la de Jacqui, nunca pensó que alguien en su condición pudiese, ni quisiese, bailar. Al soltarse a bailar, Jacqui parecía estar diciendo: ¡Miren, puedo moverme! No se compadezcan tanto de mí. Félix, de 40 años no se sentía así. El cuarenta y cinco por ciento de su cuerpo había recibido quemaduras de tercer grado como resultado de un choque. Perdió un ojo, las orejas, la nariz y parte de los dedos. Estaba listo para darse por vencido. Jacqueline lo ponía muy nervioso. Félix andaba en una silla de ruedas, mientras que Jacqui sudaba haciendo ejercicio sobre una bicicleta estacionaria. “El sólo hecho de verla me inspiró a seguir adelante”, dijo. Las enfermeras le pidieron a Jacqui que regresara a visitar otros pacientes. Jacqui aceptó y al visitar hablaba muy francamente sobre los tratamientos médicos que había recibido. Las visitas la hacían sentir útil. La hacían sentir que su vida no era un desperdicio. Sondra Silva, una agente de bienes raíces de entre treinta y cuarenta años, fue a Galveston para hacerse injertos de piel después de una seria infección que le consumió gran parte de la piel de una pierna. Sondra sentía que su vida se acababa. Había perdido su negocio y no sabía cuándo volvería a caminar de nuevo. Deprimida, dejó de comer. Jacqui le mostró a Sondra su piel y le describió el proceso que tuvo que pasar para recuperarse. “Me hizo sentirme tan humilde que comencé a llorar”, dijo Sondra.

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EL AÑO LARGO Los meses pasaron. En el apartamento en Galveston, Jacqui dormía hasta tarde. Al despertar, se enfrentaba a días llenos de terapia física, citas con el psicólogo y el médico, y a más cirugías. En la unidad para quemados, los cirujanos habían tenido éxito creando un párpado para el ojo derecho de Jacqui, pero nunca lograron cubrirle el ojo izquierdo. Día a día, Jacqui vivía su vida por medio de las manos de otras personas. Otras manos la bañaban, otras manos la alimentaban, otras manos le aplicaban la cera caliente al cuello, otras manos le estiraban la piel y le daban masajes a las cicatrices. “Era como cuidar a una muñeca de porcelana”, recuerda su tío. La rutina era la de nunca acabar. Jacqui progresaba tan lentamente que ella misma se enfurecía. Pero, poco a poco, Jacqui comenzó a ver mejor y a caminar más. Finalmente, en julio, diez meses después del choque, sintió que había recuperado por completo la conciencia. Aún le era difícil aceptar lo que le había sucedido y adentro del apartamento las distracciones eran mínimas y la pena constante. “No hago nada”, les decía Jacqui a sus amigos en Venezuela. “Ya no lo tolero.”

DE VUELTA A CASA — VENEZUELA, DICIEMBRE DEL 2000 La esperaban con globos de “caras felices” en el pasillo cerca de la sección de reclamo de equipaje. Se esforzaban por ver a Jacqui a través del vidrio. Amigos y

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CHASING HOPE primos veían el ir y venir de la multitud de pasajeros que pasan por el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Caracas. Finalmente, llegó el avión. Jacqui decidió viajar a Venezuela porque llegó al punto de no aguantar más su rutina diaria. “Me dije a mí misma que si me quedaba ahí, me moriría — no de la enfermedad, sino de la depresión”, dijo Jacqui. Volver a Caracas la llenaba de miedo. Había estado viviendo en un mundo muy aislado. Como lo decía su amigo Félix, “mientras más cerca estés del hospital, menos te mira la gente .” Ahora, sus amigos la verían. El sólo pensarlo le aceleraba el pulso. “¿Me rechazarán?”, se preguntaba. Eran mediados de diciembre cuando se bajó del avión acompañada de su padre. Llevaba puesto peluca, orejas y nariz prostética. También portaba un sombrero especial: una gorra de Santa Claus de un rojo brillante. Rosalía había regresado unos días antes y fue a ver a su hija al aeropuerto. Sus amigos no la reconocieron. Se notaba que la peluca, las orejas y la nariz eran de plástico, como una máscara. Marvin Arévalo, su amiga íntima desde la secundaria, solo reconocía el contorno de Jacqui. De chicas, Marvin se apoyaba más en Jacqui. Ahora, cuando Marvin vio los ojos y las manos de su amiga, no sabía que decir. “Al fin te veo”, le dijo Jacqui, abrazándola. “Te quiero mucho”, le contestó Marvin. Marvin sintió venir las lágrimas. Al verlas abrazarse, la tía de Jacqui le dijo, “¡Ven acá Jacqui!, ¿No me vas a saludar a mí?” Todos estaban alrededor de ella. Jacqui no podía ver el shock de sus amigos ni el esfuerzo que hacían por contener las lágrimas. Durante las tres semanas que estuvo en Venezuela, algunos amigos de Jacqui perdieron control de sus emociones al verla por vez primera. Algunos se desmayaron. Su primito lloró y corrió a esconderse. Sharon Rengel, una compañera de escuela que ahora estudia medicina, vomitó y se quedó recostada un día

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entero. En el aeropuerto, el sobrino de Amadeo se alejó repitiendo: “Esta no es mi prima. Esta no es mi prima” Jacqui reconocía a cada persona por su voz y cuando una de sus amigas comenzó a llorar, ella también lo hizo. “Está bien — no te preocupes”, le dijo Jacqui. “Te trajimos una sorpresa”, dijo su prima Yeli mientras la llevaba a su viejo Toyota Corolla. “¡Mi carrito!”, dijo Jacqui animada. Pero decidió regresar a la casa en el auto del novio de Marvin, un Jeep. No quiso que nadie la ayudara a subirse al Jeep. Sus amigos insistieron y querían ayudar, pero Jacqui se sentó por su cuenta. “En ese momento, supe que era Jacqui de verdad”, dijo una de sus amigas. El apartamento “penthouse” estaba decorado con luces y con un letrero grande en inglés y en español que decía: “Bienvenida a Your Home.” A pesar de la bienvenida, todo se sentía muy extraño. Esa noche, en su vieja recamara, Jacqui se sentó con su maleta. No la podía desempacar sola. Después de años de limpiar la casa por su cuenta, ahora no podía hacer casi nada sin que la ayudaran. “No se sentía que era mi casa” se acuerda. “Y yo, me sentía como otra persona.”

¿QUIÉN LA AMARÁ? Marvin lloraba en casa. “¿Por qué no murió? ¿Por qué Dios la dejó vivir así?” le preguntaba Marvin a su madre. De adolescentes, las dos amigas habían soñado juntas de su futuro. Se imaginaban tener maridos ricos o maridos pobres y contaban los hijos que todavía no habían nacido. Jacqui le decía con buen humor que Marvin sería la primera en casarse. “¿Quién se enamoraría de ella ahora?” Marvin le preguntaba a su madre. “¿Cómo va a tener una familia?” Al día siguiente fue a ver a Jacqui. Llegaron más amigas. Algunas lloraron y Jacqui las consoló.

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CHASING HOPE “Si Jacqui quiere vivir, es por algo”, Marvin se acuerda haber pensado. “Estaré con ella hasta el fin.” Algunos amigos nunca la visitaron. Los padres de Marvin no tuvieron el coraje. Querían recordar a Jacqui como era antes.

LA REVELACIÓN Al principio Jacqui intentó suavizar su apariencia usando la peluca, orejas y nariz. Las usaba incluso alrededor de amigos cercanos. Pero el plástico se sentía pesado y la hacían sentirse muy artificial. “Estás entre amigos”, todos le decían, “estás en tu casa.” Cuando Yeli le quitó la peluca a Jacqui, Marvin quedó boquiabierta, pero continuó conversando. “Me voy a quitar la oreja”, dijo Jacqui, y meneó la cabeza entonando una música de bailadora “striptease.” Se sacudió una oreja y luego la otra. Todos se rieron. “Qué payasa eres”, le dijo Marvin. Jacqui se quedó con la nariz puesta. “Esta es una nariz muy cara, cuesta mucho — pero es tan fea”, se quejó. “Te pareces a Pinocho”, le dijo Marvin. Al día siguiente, cuando Marvin entró al apartamento, Jacqui se había quitado la nariz. Marvin pudo verle las fosas nasales destruidas. “Dios mío”, pensó, “dame fuerza.”

Todas las mejores amigas de Jacqui — Yeli, Marvin y Sharon — se vistieron de camisetas amarillas. Por una noche, todas se vestirían igual. Cuando Marcos la vio por primera vez casi se desmaya. Tomó un aliento profundo y trató de imaginarse el antiguo rostro de Jacqui. Jacqui quería conversar, pero había demasiada gente en la habitación. Todos sabían lo que había pasado. Jacqui sentía sus miradas. Antes de irse, Marcos se acercó. “Me dijo que admiraba mucho mi fortaleza”, dijo Jacqui. Más tarde, Jacqui se enteró que Marcos había llorado en la cocina. Le dolió saberlo. “No quiero que me tenga lástima”, le dijo Jacqui a una amiga. Hubo tristeza durante casi todo el viaje a casa. Cuando todos le cantaron “Feliz Cumpleaños”, Jacqui y Amadeo lloraron. Más tarde, las amigas de Jacqui vieron a Amadeo sentado solo en el balcón. Jacqui quería quedarse en Venezuela, pero sentía desesperanza al ver a sus amigas haciendo todo lo que ella ya no podía hacer. “Todas tendrán carreras, se casarán y tendrán familias”, Jacqui le dijo a una amiga de la universidad una noche. “Mi vida está arruinada.” “Tienes que continuar luchando”, le respondió su amiga, “y llegarás a tener lo que deseas al igual que nosotras.”

UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD

FELIZ CUMPLEAÑOS Jacqui quería ver a su antiguo novio. Le había llamado a Marcos después del accidente y todavía guardaba esperanzas. “Deseaba que me amara por lo que yo era”, dijo Jacqui. “Lo quise, pero no sé si aún lo quiero.” Marcos asistió al cumpleaños 22 de Jacqui, el 20 de diciembre. Yeli había planeado una fiesta con el tema “caras felices.” Pusieron velas en un pastel de cumpleaños con “cara feliz” y decoraron el lugar con globos amarillos.

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Mucho acerca de Jacqui parecía ser igual que antes. Hablaba sin parar y contaba chistes, aunque algunos veían su humor como un mecanismo de defensa. Jacqui continuaba siendo el centro de atención. Pero ahora sus amigas y amigos veían en ella una nueva madurez y perspectiva. “Ha aprendido a vivir con lo que tiene y con lo que es. Y lo hace.” dijo Marvin. “No tiene manos, pero tiene este pedazo de dedo …y lo aprecia diciendo, ‘La vida me dio esto.’”

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CHASING HOPE Una noche, Marvin trajo una estatuilla de la Rosa Mística, una Virgen popular en Venezuela que se decía había aparecido por vez primera en Italia en 1947. Jacqui le pidió a todos los presentes — amigos, amigas, primos, primas, tíos, tías — que se juntaran alrededor de una mesa redonda en la sala de visitas. Colocaron la estatua en el centro, encendieron las velas y comenzaron a rezar el rosario. Amigos y parientes se turnaron haciendo oraciones por Jacqui. Nadie supo exactamente qué decir. Algunos agradecieron a Dios por haberlos reunido y por haber salvado a Jacqui. Cuando le llegó el turno a Jacqui, hubo silencio. “Rosa Mística”, comenzó. Le agradeció a Dios haberle permitido volver a Venezuela y encontrar a todos bien. Rezó por las víctimas de quemaduras, por los niños abandonados y por todos aquellos que sufren. Jacqui pidió tener fortaleza para ella y para su familia y le dio gracias a Dios por darle una segunda oportunidad. “No la desperdiciaré”, dijo.

jóvenes “algo que pensar.” Luego, le pidió perdón a las víctimas y ofreció juntarse con ellas personalmente. Desde hacía tiempo, Jacqui había tenido curiosidad sobre Reggie — cómo era físicamente, qué tipo de persona era. Al regresar a su asiento después de atestiguar, Jacqui no pudo aguantarse. Se detuvo un instante y lo miró detenidamente. “Parece ser buen tipo”, pensó. Parte de ella se sentía mal por Reggie, pensando que él ya no podría atender la universidad. Pero por otra parte sabía que él era el responsable por las vidas que se habían destruido. “Quisiera que existiera una condición entre la culpabilidad y la inocencia”, dijo Jacqui más tarde. Mientras el jurado decidía el veredicto, Jacqui y los demás damnificados accedieron a juntarse con Reggie en la sala de conferencias.

PERDÓN LA CORTE DEL CONDADO DE TRAVIS — JUNIO DEL 2001 Reggie Stephey entró a una habitación callada y miró cada uno de los rostros sentados alrededor de la mesa de conferencias: Mauricio Guerrero y Johan Daal, el padre y el novio de Laura Guerrero, y Jacqui con Amadeo. “Lo siento”, dijo Reggie. El juicio de Reggie estaba en su segunda semana. Jacqui y Amadeo habían regresado de Venezuela cinco meses antes. Manejaron a Austin, la capital de Texas, para que Jacqui pudiese hacer su declaración en corte. Reggie lloró al ver a Jacqui subir al asiento de testigos — fue la primera vez que la había visto. El mismo día de su cumpleaños número 20, el jurado encontró a Reggie culpable de dos cargos de homicidio por las muertes de Laura y Natalia. Podrían sentenciarlo a 40 años de cárcel. Al atestiguar, Reggie le pidió libertad condicional al jurado — dijo que deseaba educar a los adolescentes sobre los riesgos de tomar y manejar. Eso les daría a los

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Jacqui habló al final de la reunión y le dijo a Reggie cómo había cambiado su vida. “No te odio”, recuerda haberle dicho, “pero necesitas entender que cometiste un error muy grave.” Hubo silencio. “Te perdono”, le dijo Jacqui recuerda que Reggie le dijo que quería poder devolverle su pasado. “Te admiro”, le dijo Reggie. “Haré cualquier cosa que pueda por ayudarte — estoy a tus órdenes.” Jacqui le fijó la mirada. “Bueno”, le contestó, “Necesito a alguien que me limpie la casa.” Justo cuando terminaban la conversación, el jurado salió con el veredicto. Amadeo y Mauricio Guerrero abrazaron a Reggie. Reggie le dio a Mauricio el crucifijo que había sostenido en sus manos durante el juicio. Reggie, recuerda Jacqui, la abrazó delicadamente. “Creo que él pensaba que me iba a romper.”

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CHASING HOPE LA CONFERENCIA DE PRENSA Los reporteros rodearon a Jacqui mientras ella trataba de controlar sus emociones. El jurado sentenció a Reggie a 7 años de cárcel y le impusieron multas de $10,000 dólares por cada muerte. El juez declaró las dos sentencias concurrentes, significando que Reggie sería elegible para recibir libertad condicional en cuatro años. A Reggie no lo habían sentenciado todavía por las heridas causadas a los tres sobrevivientes. Johanna tenía múltiples heridas incluyendo huesos dislocados, una fractura de la nariz y dos dientes perdidos. Johan sostuvo tendones rotos en sus rodillas y en una mano. “Aunque tenga que sentarme aquí frente a la cámara, sin orejas, sin nariz, sin cejas y sin cabello – lo haré mil veces si eso ayuda a que alguien tome una decisión responsable”, Jacqui le dijo a los reporteros. “Nosotros, los que somos más fuertes, debemos pasar por experiencias que nos ayuden a enseñarles a las personas más débiles cuales son las decisiones correctas.”

ÁNGELES DE SALVACIÓN Antes de regresar a Galveston, Jacqui se reunió en su hotel con los paramédicos y los bomberos que la rescataron. Jacqui no había tenido la oportunidad de verlos en el juicio y quería darles las gracias por su ayuda y preguntarles lo que había sucedido. Brian Fitzpatrick, el que descubrió que Jacqui estaba viva, y John McIntosh, el que intentó sacarla del auto, entraron caminando al restaurante del hotel. Estaban nerviosos. El accidente les había afectado profundamente. El día después del incendio, Fitzpatrick se detuvo un momento mientras guardaba su abrigo de protección contra fuego. “¿Porqué no se lo tiré por encima?”, pensó. “¿Porqué no le escupí al fuego?” Muchas noches, la esposa de Fitzpatrick lo escuchaba quejarse durante las pesadillas en las que revivía el accidente una y otra vez.

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A McIntosh, el ex-paramédico del ejército, le daban pesadillas en las que miraba detenidamente una barra de metal en sus manos. Después del choque, McIntosh llamaba con frecuencia a las enfermeras de la unidad para quemados en Galveston y les preguntaba sobre la condición de Jacqui. Finalmente, McIntosh decidió ir a Galveston para ver a Jacqui, rompiendo así una de las reglas fundamentales de su oficio — el de mantener una distancia emocional de las personas a las que ayudan. McIntosh no estaba seguro por qué lo hacía, sólo sabía que tenía que hacerlo. “A veces uno necesita una lección sobre lo que significa la vida”, dijo McIntosh. “Jacqui es la persona más fuerte que he conocido en mi vida.” En el hotel, Jacqui entró caminando por el pasillo. Los dos hombres se sorprendieron de lo mucho que había progresado. Jacqui le puso el apodo de “Kojak” a McIntosh por tener la cabeza afeitada. Al poco tiempo comenzaron las preguntas. “¿Cuánto me había quemado cuando me viste por primera vez?”, le preguntó. “No”, le dijo McIntosh, “todavía no te habías quemado cuando llegamos.” Jacqui se erizó. “Dios mío”, pensó, “¿por qué no me sacó del carro este hombre?” A Jacqui le dieron ganas hasta de ahorcar al paramédico, pero respiró profundo y continuó haciendo preguntas: ¿Por qué no rompieron el asiento? ¿Por qué no me sacaron del auto? “No pude mover la puerta”, le explicó McIntosh. “Hicimos todo lo que pudimos.” Jacqui contuvo su rabia. “No puedes hacer nada, Jacqueline”, se dijo a sí misma. “Y si estás aquí, es por ellos.” “Bromeamos un poco y les di las gracias”, dijo Jacqui. Los paramédicos tomaron fotos y se despidieron de Jacqui con un abrazo. “Mis ángeles de salvación”, les dijo. Antes de que se fueran, Jacqui le sobó la cabeza a McIntosh.

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CHASING HOPE GALVESTON, JULIO DEL 2001 — ESTIRÁNDOSE “Tito, Tito, mi codo me duele mucho.” Jacqui está sentada en el sofá. Su pierna descansa sobre los pantalones de mezclilla de su papá. Ella y Amadeo intentan estirar su brazo izquierdo. Habían acabado de regresar a Galveston del juicio en Austin. Cuando a Reggie lo mandaron a la cárcel, Jacqui y Amadeo volvieron al apartamento en Galveston — de nuevo a la rutina. En el sofá, Amadeo le sujeta el codo y la muñeca a Jacqui. Cuidadosamente, Amadeo baja el brazo izquierdo hasta casi llegar a su pierna y luego lo sube a hacia su pecho. Debido a la pérdida de músculo y nervio, el brazo está muy marchitado. Juntos, Jacqui y Amadeo intentan ampliar el movimiento del brazo y fortalecerlo. “Cuando se está quemada”, dice Jacqui, “todo es difícil.” Sus cabezas están casi tocándose. A veces mientras Amadeo empuja y levanta el brazo, Jacqui apoya la cabeza en el hombro de su papá. “Despacio, con cuidado”, le dice Jacqui. Luego empiezan con las manos, doblando las muñecas y tratando de doblar la base de los dedos que se soldaron juntos durante su recuperación en la unidad para quemados. “Cada día mejora un poco”, dice Amadeo. “Es sólo un milímetro por mes. Pero en seis meses ya serán seis milímetros.” “Relájate”, le dice Amadeo. Jacqui suelta su mano y le aprieta la nariz a su papá.

JACQUI Jacqui mira la camisa de su piyama queriendo abrochar un botón o mira al aparador de la cocina queriendo sacar algo de adentro.

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Hay dos opciones: pedir ayuda o tratar de hacerlo sola. Jacqui vive dependiente de otros – al ducharse, al usar el baño, al comer y al vestirse. “Me siento como si estuviera creciendo desde muy pequeña de nuevo, con la diferencia de que ahora, no sé si lograré llegar a ser adulta”, dice Jacqui. En algunas ocasiones le preocupa depender demasiado de su padre. Su camino a la independencia está lleno de incertidumbre y de ansiedad. Si intenta lograr algo y fracasa, puede caer en la depresión; si tiene éxito, se preocupa de no poder lograr la siguiente meta. Jacqui suprime el temor y sigue adelante. “Soy muy testaruda”, dice. Con una esponja amarrada alrededor de su antebrazo, Jacqui se asea y luego se seca. Dejando colgar el cepillo de dientes entre sus labios, lo manipula con las palmas de sus manos y se lava los dientes. Con la palma de su mano sobre el ratón de la computadora lenta y laboriosamente escribe correos electrónicos. Selecciona las letras una por una en la pantalla de la computadora y no se permite a si misma escribir con errores. “Los perfeccionistas sufrimos mucho.” dice Jacqui Manipula el botón de su piyama con las manos y los dientes. Agarra con los dientes, aprieta y estira. Finalmente, después de treinta minutos, logra cerrar un botón. “¡Lo logré! ¡Lo logré! ¡Lo logré!”

AMADEO Toda su vida, Amadeo ha confiado en sí mismo y en su capacidad para resolver cualquier problema. “Siempre he sido capaz de enfrentar cualquier situación”, dice Amadeo. “Siempre he sido una persona luchadora.” Ahora, nada se sabe con certeza. Sus días giran en torno a Jacqui. Amadeo no sabe cuándo podrá volver a trabajar y ha perdido la esperanza de tener su propia vida.

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CHASING HOPE Viven de sus ahorros, sus inversiones y el dinero que sus hermanos le envían de Climar. En su ausencia el negocio ha sufrido. La fábrica pierde dinero y el número de empleados en Climar se ha reducido considerablemente. Para disminuir gastos, Amadeo tuvo que vender el auto de Jacqui. Jacqui no tiene seguro médico. Le debían al hospital UTMB alrededor de $1.3 millones de dólares. Pero según el abogado de los Saburidos, el estado de Texas, entidad que administra a UTMB, acordó reducir su cuenta a $450.000 dólares. Incluyendo el verano del año 2001, Amadeo calcula que se han gastado cerca de 500,000 dólares en vivienda, en viajes por razones médicas, en terapias y en otros gastos médicos. Después del choque, Jacqui demandó a General Motors, el fabricante del Oldsmobile, por un defecto en el diseño de la línea de combustible que provocó el incendio. El abogado de los Saburido, Craig Sico, de Corpus Christi, Texas, declaró que Jacqui sólo hubiera sufrido fracturas si la línea de combustible hubiese estado cubierta de la manera correcta. Los Saburido también demandaron a Reggie Stephey por ser el causante del choque. Los dos casos fueron resueltos fuera de la corte por una cantidad que no se dio a conocer. Representantes de la General Motors se negaron a discutir el caso. La causa del incendio del auto nunca llegó a la corte. Sico no cree que el monto de la resolución del juicio cubra los gastos futuros de Jacqui. Un experto contratado por Sico, calculó que esos gastos sobrepasarán los $9 millones de dólares. Esa cantidad incluye el costo por pagarle a alguien por cuidar de Jacqui – la labor que ahora desempeña su padre. “¿Qué pasará cuando yo me muera?”, piensa Amadeo. Amadeo siente el peso del tiempo. A la medianoche de su cumpleaños 49, Amadeo está en el apartamento de Galveston bañando a su hija adulta. Amadeo dice que no querer más a Jacqui que antes, sólo que su hija lo necesita más. Uno no sabe

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cuánto se quiere a alguien hasta que esa persona lo necesite a uno. “El amor es infinito”, dice Amadeo, “o no es amor.”

GALVESTON, JULIO DEL 2001 — LA DECISIÓN Amadeo espera hasta que la telenovela termine para hablar con Jacqui. Después de casi dos años en Galveston, están pensando mudarse a Louisville, Kentucky, para estar cerca del médicoLuis Scheker, un dominicano que se especializa en la reconstrucción de manos, y su colega, un especialista de ojos. Confían en Scheker, quien habla español y está muy dedicado al caso de Jacqui. El doctor ha comenzado una serie de cirugías para separarle los cabos de dedos de la mano derecha, y está listo para operarle uno de los párpados en agosto. Los Saburido necesitan decidir pronto si se van a mudar. Jacqui está indecisa. Galveston es cómodo — ahí tiene amigos y terapeutas. A comienzos de año cuando fue a Kentucky para una operación de la mano, se sintió aislada y deprimida. Su psicólogo le aumentó al doble la dosis de Zoloft. “Ay, ay, ay”, exclama Jacqui, “¿Sí o no? ¿Sí o no?.” A Jacqui le toma dos semanas decidir hacer el cambio.

LA SALIDA Los Saburido se levantan antes del amanecer para hacerle las últimas cargas al camión de mudanza. Le hacen la última revisión a los armarios y debajo de las camas. Dejan atrás sólo los muebles que rentaron y las pequeñas etiquetas que hizo Amadeo — “tei-bol”, en la mesa del comedor, “jaus”, en la puerta de entrada. Por última vez, Jacqui cuenta los 14 escalones desde el segundo piso, luego, se suben al camión rentado

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CHASING HOPE junto con Angélica Castro, el ama de llaves que trajeron de Venezuela. “Ciao. Adiós, Galveston, y en nombre de Dios, nos vamos”, dice Amadeo a las 6:10 de la mañana, “Anota la hora.” Empieza a caer la lluvia cuando cruzan el puente de salida de la isla. Jacqui descansa. “Así es la vida”, dice Amadeo. “Buena. Mala. No sé si es mala o buena.”

CAMINO A KENTUCKY Kin-tokay. Ken-tuky. Ken-twocky. Discuten cómo pronunciar el nombre del estado donde tendrán su nueva casa. Se acercan a la frontera con Arkansas. Tras el volante, Amadeo escucha, sin inmutarse, los discos compactos de salsa y merengue de Jacqui. “¿Esto es música?”, pregunta. Más tarde, Amadeo calienta la voz desafinada y canta: Sí, sí, sí este amor tan profundo Eres mi querida consentida Y quiero que todos lo sepan.

“¿Entiendes?” le pregunta Amadeo mientras se alejan. “Ya Tito, está bien.”, dice Jacqui, y canta a coro con la radio. “Nunca más volveremos.” Amadeo entra al hotel. En la recepción, Jacqui se dirige directamente a unos folletos para turistas y levanta los que tienen fotos de Graceland. Se los entrega a su padre. “Es insoportable cuando se pone así”, dice Amadeo con un suspiro mientras sale a buscar algo para cenar. La niña está viendo la tele cuando Amadeo regresa con la comida. Jacqui se pone de pie en un brinco y dice con una voz llena de anticipación. “¿Y?”

LA TUMBA DEL REY

Es una mañana húmeda de cielo azul. Jacqui se apura al poner pie sobre la calle caliente. Evita pisar las áreas con sol y trata de caminar sobre las sombras creadas por el museo y por los aviones de Elvis. Los tres entran de lleno a la muchedumbre. Jacqui luce casi normal entre la multitud, portando su sombrero blanco de playa y acompañada por su padre y Angélica. Jacqui saluda a un niño. El niño regresa el GRACELAND saludo, pero la madre le da un pequeño manotazo creyendo equivocadamente que el niño la miraba de En una noche de julio, la silueta de la ciudad de manera irrespetuosa. Jacqui se enoja. Memphis pasa lentamente junto al auto. Jacqui decide Adentro de Graceland, Amadeo describe las cosas que quiere ir a visitar a Graceland, la casa de Elvis que Jacqui no puede ver — como el vestido de bodas de Presley. la novia de Elvis. “Ya es tarde”, le dice Amadeo. “Graceland “¿Blanco o beige?”, Jacqui detesta el beige. probablemente esté cerrado.” En el patio, Jacqui se para en la sombra junto a la “Me gustaría verlo”, le dice Jacqui en una voz tumba del Rey. dulce. “Me hace triste”, dice. “Era joven cuando La mansión blanca está cerrada cuando llegan. murió.” “Tito, lo podemos ver mañana”, dice Jacqui. Amadeo está parado cerca y dice: “Me gusta el Amadeo responde que no quiere pasar otra noche lugar, pero no Elvis.” más en el camino. Hay silencio.

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CHASING HOPE 17 ESCALONES Después de dos días en carretera y cerca de 1.000 millas de manejo, llegan al nuevo apartamento que se encuentra a 15 minutos del centro de Louisville. El grupo de apartamentos da la apariencia de ser parte de una arboleda en los suburbios. Jacqui salta del auto, cuenta los 17 escalones de madera de la escalera y entra al nuevo apartamento en el segundo piso. “Hello, hello, hello”, dice de habitación en habitación, caminando sobre la nueva alfombra beige. Las paredes blancas y las puertas huelen a pintura fresca. Jacqui inspecciona los muebles rentados, y con los pies, empuja una silla reclinable a otro lugar. “Es más bonito que el apartamento de Galveston. Magnífico.” dice Jacqui. “Tito, aquí ponemos la televisión.” Ya estando en su recamara, Jacqui piensa en las personas de Galveston que echará de menos: los amigos de la unidad para quemados, las enfermeras y los doctores. Se pregunta si hará amigos aquí. “Sólo Dios sabe.”

LOS ZAPATOS EN EL CLOSET Jacqui se pone de manos y rodillas en el closet. Decide que cada par de zapatos se guardará con los tacones mirando hacia la pared y las puntas hacia el centro. Claro, la distancia entre los zapatos se calcula cuidadosamente. Las fotos de Jacqui reaparecen junto al sofá. En su recamara, pone las fotos de su mamá junto a su computadora. Amadeo cuelga la cruz de Jacqui en la pared sobre la cama. Jacqui quiere que sus vírgenes y santos miren hacia su cama. Amadeo se queja de que perderán el depósito de 100 dólares por culpa de los clavos que están metiéndole a la pared. Jacqui lo observa mientras marca la pared y lo prepara para los estantes.

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“¿Sabes Tito? Si algún día me caso, no te dejaré solo”, dice. “Por supuesto que no. Vas a querer que yo me siga encargando de tus cosas”, le contesta Amadeo. Jacqui se carcajea. “Cierto”, dice ella.

JACQUI INTENTA CONDUCIR Llega el auto nuevo — un minivan de marca Honda Odyssey. Jacqui lo quiere estacionar. Está lloviznando y está oscureciendo. Jacqui concentra su vista sobre el espacio desocupado y lucha por girar el volante con sus palmas. La lluvia cae más fuertemente. No lo puede estacionar sin ayuda. Se baja del vehículo. Está molesta. Pierde el equilibrio en el césped mojado y casi cae sobre un arbusto, pero recobra su equilibrio al último instante. Más tarde, en el apartamento, Amadeo la abraza fuertemente y descansa su cabeza sobre la de Jacqui. La sigue a su recamara y la deja ahí. “No es su culpa”, dice Amadeo. “Es culpa de la vida.” Jacqui se recuesta en la cama con las luces apagadas. En la oscuridad, el lugar donde no le faltan dedos y no hay cicatrices ni ceguera, llora. “Hace dos años”, dice, “yo podía hacer muchas cosas.”

LA OFICINA DEL DOCTOR SCHEKER Jacqui mira a la bebita que se revuelca sobre la alfombra al otro lado de la sala de espera. Le manda besos. “Ay, qué linda”, dice. Jacqui tiene recostada sobre su rodilla una ampliación fotográfica de su ojo izquierdo. Ha venido a ver al doctor Scheker, el cirujano especialista en manos. El día siguiente, Scheker y un cirujano de reconstrucción

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CHASING HOPE de ojos le van a reconstruir su párpado izquierdo. Todavía no han decidido exactamente cómo lo van a hacer. Jacqui no quiere añadir más cicatrices a su cara o remover tejido de sus pies. Sus pies son una posible fuente de piel sana para las cirugías, pero también son la única parte de su cuerpo en la que posee sensación completa. “Tú nos tendrás que decir qué hacer”, le dice Scheker a Jacqui con su acento dominicano. Schecker es una persona directa, optimista y calmada. Jacqui obtuvo el nombre de Scheker de parte de una prima. Un día sin aviso, Scheker la llamó y le dijo que viniera a Lousiville para una consulta. El doctor le examina la cara a Jacqui y le explica cuáles eran sus opciones. Una opción consiste en cubrir el ojo usando piel y vasos sanguíneos provenientes de uno de sus pies. “¿Qué quieres hacer?”, le pregunta Scheker. Se sientan uno junto al otro, separados por unas cuantas pulgadas. “Quiero un párpado”, Jacqui le responde calladamente. El doctor deja solos a Jacqui y Amadeo para que lo piensen. Los minutos que pasan son difíciles y silenciosos. Jacqui suspira y hace tap con su pie sobre el piso. Amadeo le da un masaje en la espalda. “Todo el mundo tiene una opinión, pero yo no quiero que me toquen mis pies”, dice Jacqui. Cuando Scheker regresa, Jacqui intenta buscar otra solución. “ Jacqui,”, te aprecio mucho,” le dice Scheker, sonriendo, “pero lo que exiges, es mucho.” Deciden cancelar la operación mientras Jacqui lo piensa más. Antes de irse, Scheker examina el brazo izquierdo. Jacqui tiene muy poca sensación en el brazo y no puede doblar los dedos. Debe haber un nervio obstruido. Habrá que operar. “Hay mucho por hacer”, le dice el doctor.

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CIRUGÍA, 24 DE AGOSTO Los Saburido tienen que estar en el hospital en 45 minutos para la cirugía del brazo y la mano izquierda. Jacqui está en cama mientras Amadeo le quita la máscara y el capuchón. “Quiero dormir un minuto más”, Jacqui murmura desde su almohada. “Son las 7:30 de la mañana”, Amadeo contesta impacientemente. “Levántate. ¿Qué te vas a poner?” “Ay, Tito, deja de preocuparte”, le dice ella. Jacqui se sienta en la cama, todavía durmiendo, mientras Amadeo apuradamente le pone las gotas en los ojos y le coloca la gafa. Amadeo quiere que Jacqui se mueva más rápido. “Siempre es igual contigo, toda tu vida”, le dice él. “Así es como soy. Soy así”, Jacqui canta inventando una melodía infantil. “Y nadie me va a cambiar.” Amadeo saca la blusa verde del closet. “Mi sombrero blanco, por favor”, pide Jacqui. Antes de salir, Jacqui se arregla el sombrero y se detiene frente a la pared de los santos y los ositos de peluche. Hija y padre rezan en silencio. “Vamos”, dice Jacqui mientras desciende las escaleras. Cuenta las escaleras hasta llegar al 17 y espera a que su padre la alcance.

LA SALA DE ESPERA Amadeo se encuentra sentado solo en la sala de espera. Cuando Jacqui sale para que la preparen para la cirugía, le pide a Amadeo que no la acompañe. Le dice que quiere hacer más por sí misma. Jacqui y Amadeo le tienen fe al doctor Scheker. Quizás ella pueda recobrar algo de su independencia o quizás sea capaz de usar sus manos, piensa su papá

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CHASING HOPE Han considerado algunas otras posibilidades para mejorarle la vida a Jacqui, como quitarle los dedos de los pies y ponérselos a las manos como dedos, pero Jacqui no está lista para hacer ese sacrificio. Quizás en algunos años más. Amadeo se dirige a la antesala de operaciones a darle un beso a Jacqui. Ella se encuentra de espaldas sobre una camilla y bajo unas cobijas blancas. Tiene puesta un gorrito de cirugía azul. Amadeo le dice lo que siempre le dice: “Estarás mejor después de esto. Te estaré esperando cuando salgas.” Se la llevan en la camilla. Amadeo le sonríe.

LA OPERACIÓN Jacqui pide más anestesia. “¿Acaso no quieres escucharme cantar?” Scheker pregunta mientras Jacqui cae bajo la anestesia. El brazo izquierdo descansa sobre una delgada tela azul. Iluminado por dos grandes luces en forma de platos, el brazo luce de un color blanco pálido. Mientras Jacqui duerme, siete doctores y enfermeras toman sus posiciones alrededor de la mesa de operaciones. Se escucha una música rock suave y el “bipbip” de los monitores médicos. Scheker se sienta en un banco, mira por los largos lentes de aumento negros y marca el lugar de la incisión con una línea azul. Corta la piel con el escalpelo. Muy lentamente, hace pequeños cortes en el tejido cicatrizado usando pinzas, tijeras y un instrumento quirúrgico que parece horquilla. Los músculos de Jacqui deberían tener un color rosa, pero no tienen color alguno. Abajo, enterrado en el tejido cicatrizado, Scheker descubre el nervio. Sigue el camino del nervio, estirándolo poco a poco mientras busca el lugar obstruido. El nervio desaparece detrás de una bola de cicatrices. “¿Adónde vas?”, dice.

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Cortando muy cautelosamente, trata de llegar al nervio desde el otro extremo. Se detiene. El nervio no está obstruido. Sencillamente no está ahí. Hay cinco centímetros de nervio que faltan. En su lugar hay tejido cicatrizado. “Esto no es bueno”, declara. Jacqui está dormida y ronca. Al salir de la sala de cirugía, Scheker se quita la vestimenta verde y los guantes. “Cuando llueve, cae a cántaros”, dice el doctor. Schecker se reúne con Amadeo en el pasillo. Los dos se apoyan en la pared y hablan en voz baja mientras las enfermeras pasan conversando. “A Jacqui le falta un pedacito de nervio”, explica Scheker. “Los nervios sólo pueden ser reemplazados por otros nervios. Si vamos a reemplazarlo, es muy posible que lo tengamos que sacar del pie.” “¿Quiere tomar usted esta decisión?”, le pregunta el doctor. Amadeo arruga la frente, con los brazos cruzados. “No quiero decidir por ella”, le contesta en voz baja y tranquila. Scheker se frota las manos y dice que se olvidará el nervio por ahora. En lugar de eso, le va a alargar a Jacqui los dedos de la mano izquierda ensanchándole la piel entre lo que le quedan de los dedos. “Lo veo en dos horas”, dice Scheker regresando a la sala de operaciones. El doctor se pone la máscara y comienza a cortar lo más posible de la piel amarillenta entre el dedo meñique y el pulgar. “Jacqui no se tiene lástima a sí misma”, dice un doctor mirando a Scheker. “Eso no es común.” Scheker empieza a trabajar con el espacio entre el pulgar y el dedo índice. Las incisiones son de solamente 2 centímetros de ancho y 2 centímetros de profundidad, pero Scheker tiene la esperanza que le darán más espacio para mover los dedos. El doctor le implanta parches de piel tomados del costado del cuerpo de Jacqui. Al terminar, se levanta la máscara y sale de la sala de operaciones.

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CHASING HOPE LA SALA DE ESPERA — PARTE II En la sala de espera Amadeo está sentado con la cabeza entre las manos. Está pensando. Esto nunca va terminar. Con cada operación, la situación de Jacqui se complica un poco más. Con cada pequeño avance, desaparece la esperanza de un cambio dramático. Esa misma esperanza se agota. Esto nunca terminará.

JACQUI Jacqui descansa en la sala de recuperación. “¿Estás dormida o despierta?” le pregunta Scheker. “Dormida”, le responde Jacqui en una voz débil y le pregunta al doctor que pasó. Scheker se lo explica. “Ay, ay, ay”, Jacqui dice con un suspiro. Llega Amadeo y le da pequeños besos a su hija. “Eres valiente. Estás haciendo cosas que otros no serían capaces de hacer.” “Te quiero mucho.” “Te quiero mucho.” “Me duele el diente”, le responde Jacqui. “Tócalo.” “¿Dónde? le pregunta Amadeo, tocándole la mejilla y sabiendo muy bien que ha empezado un juego. Tratará de evitar la trampa. Lentamente, le va tocando la mejilla. “¿Este?”, le pregunta. “No.” “¿Este otro?” “No. Más cerca.” Finalmente le toca el diente de enfrente. Ella le da un pequeño mordisco al dedo y agarra a su padre por la cabeza para abrazarlo.

ROSAS AMARILLAS Dos días más tarde, Amadeo sale a caminar. Antes, Amadeo trataba de decidir cuál sería el mejor camino a tomar con Jacqui, pero los caminos eran

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muchos y muy enredados. Si lo pensaba mucho, su mente daba vueltas hasta quedar en blanco. Ahora, prefiere no pensar las cosas demasiado mucho. Amadeo teme que Jacqui un día reviente de la desesperación y se dé por vencida. “Ella es valiente, pero no sé cuánto más pueda resistir, cuánto más pueda soportar. Estaré con ella por el tiempo que me quiera a su lado”. Esa tarde, cuando regresa a casa, le lleva a Jacqui un ramo de rosas amarillas. “¿Y mi beso?”, le pregunta ella.

EL SEGUNDO ANIVERSARIO — 19 DE SEPTIEMBRE, 2001 Amadeo pone las velas en un pedazo de pastel sobrante. “Ah, qué bella noche”, canta Amadeo. Al tomar fotos, la mano de Amadeo obstruye el lente y el flash de la cámara. No deja de tomar fotos. Jacqui se ríe. El segundo aniversario del choque ha sido triste. “Feliz cumpleaños a ti”, le canta Amadeo, “Feliz cumpleaños a ti.” Jacqui, como lo dice ella, cumple 2 años de edad. Todavía no tiene respuestas a sus preguntas: “¿Cuál será mi futuro? ¿Por qué yo?” Todavía cree que la vida tiene significado. “No sé si el significado es el de sufrir”, ha dicho ella, “o el de vivir, no como te gustaría, pero a donde la vida te lleva.” Entre las derrotas y la lenta recuperación, Jacqueline continúa celebrando sus pequeñas victorias. En los meses antes del aniversario, logró sostener un lápiz y escribir. Pasó la aspiradora en el apartamento. Usando nuevos anteojos, leyó su primera revista en dos años – una edición con los mejores y peores vestidos — y vio su primera película, “El planeta de los simios.” Un día, ella misma se puso las gotas y la crema en el ojo. Anhela ser más independiente. Se muere por manejar.

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CHASING HOPE Un día, en octubre, Jacqui le dijo a su padre que detuviera el auto. “Ponlo en “Park, bájate y sale. Cámbiate de lugar conmigo.” Amadeo la mira con preocupación. En una ocasión en Galveston, Amadeo se la pasó nerviosamente aferrado al freno de mano mientras Jacqui manejaba dos cuadras sin poder de ver los autos a su alrededor. En Kentucky, sólo dos meses atrás, Jacqui lloró después de no poder estacionar la camioneta. Amadeo la observa mientras se acomoda detrás del volante. Amadeo no tiene nada de qué aferrarse. El Odyssey no tiene freno de mano. Jacqui ajusta su asiento y pone el auto en marcha. “Ha pasado mucho tiempo desde que piso un acelerador”, dice, empujando el pie. “No, hija. Despacio.” le dice. “No, maneja sólo un poco. No tan rápido.” El Odyssey se mueve hacia adelante. Con la ayuda de su padre, Jacqui se mantiene sobre el camino serpentino que atraviesa el complejo de apartamentos. Completa una vuelta y luego otra. Finalmente, estaciona el vehículo frente al apartamento. Debido a los problemas de sus ojos y posibles futuras operaciones, Jacqui no sabe cuándo va a poder manejar de nuevo. Manejar en tráfico es un sueño y manejar sola sería todo un milagro. Pero, a pesar de todo, después de dos años, ha vuelto a manejar un auto y ha disfrutado hacerlo. “Estuvo perfecto”, dice. “Perfecto. Perfecto.”

MÍRAME Ahora, los estudiantes de secundaria en Austin y sus padres cuentan con un fuerte testamento de lo que le pasó a Jacqui. El Departamento de Policía de Austin entrevistó a Jacqui para un vídeo que muestra las consecuencias de tomar y manejar. El equipo de producción fue a Louisville para filmar la primera mitad del vídeo con Jacqui, y a una cárcel en Austin para filmar la segunda mitad con Reggie Stephey.

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En el vídeo, Reggie, vestido de recluso, dice que la palabra “perdón” no es lo suficientemente grande para expresar lo que él siente con respecto al daño que ha causado. “Es un dolor que jamás desaparecerá”, dice. “Nunca desaparecerá”, no importa lo que haga.” Cuando el equipo de producción llega a Louisville para filmar a Jacqui, Jacqui les pregunta acerca de Reggie: ¿Cómo son sus días? ¿Está solo en una celda? ¿Está triste? Esa noche, Jacqui dice que siente la obligación de hacer el vídeo. Es su manera de darle las gracias a las personas que la han ayudado y de mostrar que Dios la dejó aquí por una razón. “Algo me dice que, esté yo feliz o no, este es mi deber. “, dice ella. “Es una voz interna. No sé si es mi espíritu u otra cosa.” La mañana siguiente, Amadeo pinta la boca de Jacqui cuidadosamente con un lápiz para labios rojo. Para el vídeo, Jacqui escoge una blusa azul, una chaqueta negra, pantalones negros y un sombrero negro. Luce elegante al salir de su recamara. Al comienzo de la grabación, Jacqui suena insegura y nerviosa. Se esfuerza por responder a cada pregunta de manera perfecta. A medida que avanza la filmación, ella se vuelve más confiada y natural. Su voz se llena de pasión. “Los conductores ebrios no sólo lastiman a las personas con las que chocan, si no que le traen sufrimiento a toda su familia y a sus amigos.” “Mírenme”, dice viendo directamente a la cámara, “y pregúntense: ¿vale la pena tomar y manejar?” “Me encantaba mi vida antes”, dice Jacqui en otro momento, “Sentía que era capaz de hacer cualquier cosa.” “Ahora”, dice ella, “mi alma se siente atrapada. Aunque siento que mi alma es fuerte y que quiere ser libre.” “Pero ésta es mi vida y trato de disfrutarla”, dice ella.

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CHASING HOPE “Estoy aquí”, explica ella. “Puedo escuchar a mi padre. Puedo sonreír, ya saben, puedo reírme.” “¿De dónde sacas tus fuerzas?”, le pregunta el entrevistador. “Es muy sencillo”, dice Jacqui. “ El amor te da fuerza.”

Las quemaduras minan en el cuerpo, la mente y la billetera Survivors (Sociedad de Sobrevivientes de Quemaduras de Fénix) que es una sociedad sin fines de lucro.

Por David Hafetz REPORTERO DEL AMERICAN-STATESMAN Cada año en los Estados Unidos cientos de miles de personas sufren quemaduras —De acuerdo al Burn Survivor Resource Center (Centro de Recursos de Sobrevivientes de Quemaduras) las cifras varían entre 750.000 a mas de 2 millones — matando de 8.000 a 12.000 personas anualmente, y haciendo que ella sea la segunda causa de muertes accidentales de la nación, después de los accidentes de los vehículos motorizados. La mayoría de los sobrevivientes han sufrido quemaduras abarcando menos del 10 por ciento de sus cuerpos y solo una fracción de ellos requiere hospitalización. De acuerdo a la American Burn Association (Asociación Americana de Quemaduras), las quemaduras que cubren un 60 por ciento del cuerpo o más —como Jacqui— son responsables por solo el 4 por ciento de las admisiones hospitalarias. El tratamiento de las quemaduras ha avanzado dramáticamente en años recientes, ayudando a la sobrevivencia de mas gente con quemaduras severas y reduciendo el desfiguramiento causado por las heridas a través de procedimientos tales como injertos de piel y dermabrasión —que suaviza las cicatrices cepillando o raspando la piel. Estados Unidos tiene cerca de 140 centros de quemados. En Tejas, los centros mayores incluyen la Blocker Burn Unit de la división médica de la Universidad de Texas en Galveston, donde Jacqui fue tratada; el Galveston Shriners Hospital —un centro de quemaduras pediátrico de la UTMB (Rama Médica de la Universidad de Texas)— y el U.S. Army Institute of Surgical Research Burn Unit cerca de San Antonio en Tejas. El Burn Unit Survivor Resource Center (Centro de Recursos de Sobrevivientes de Quemaduras) estima que una quemadura que cubre el 30 por ciento del cuerpo puede costar mas de $200.000 dólares en gastos de hospitalización y atención médica. Otro efecto a largo plazo de los sobrevivientes de quemaduras, es el emocional. “En nuestra experiencia, la recuperación emocional toma mucho mas años que la recuperación de las heridas”, dice Amy Acton, directora ejecutiva de la Phoenix Society for Burn

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La sociedad ayuda a organizar un congreso mundial anual ( World Burn Congress), que junta a los sobrevivientes de quemaduras, sus familias y sus cuidadores. En la conferencia del año pasado Acton conoció a Jacqui. “Ella es una mujer increíble con mucho coraje”, dijo Acton.

Para saber mas Para información acerca de heridas causadas por quemaduras: www.phoenix-society.org www.burnsurvivor.com www.burnsurvivorsonline.com La causa principal de muertes accidentales en la nación son los accidentes de tránsito —muchos de los cuales implican alcohol. En el año 2000, el alcohol fue factor en cerca del 40 por ciento de las 41.821 fatalidades automovilísticas. De acuerdo a la Administración Nacional de Seguridad de Tráfico de Carreteras (National Highway Traffic Safety Administration), en Tejas el 50 por ciento de las 3,769 fatalidades ese año involucraron alcohol. Para información acerca del manejar inebriado: www.madd.org/home

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CHASING HOPE EPÍLOGO La vida de Jacqui ha mejorado desde el segundo aniversario del accidente. En marzo, Jacqui tuvo una cirugía “todo o nada”, como la describió Scheker, y otra operación para reconstruirle el párpado. Después de más de dos años de fracasos, uno de los cirujanos logró cubrirle el ojo con una capa de piel. No hubo necesidad de tocarle los pies. Después de seis meses, los médicos planean hacerle una incisión al párpado para que pueda ver a través de él e incluso posiblemente parpadear. En el futuro, Jacqui tendrá operaciones de córnea en ambos ojos para recobrar su vista. Tiene más cirugías planeadas para su mano derecha y todavía tiene la esperanza de que algún día le puedan reconstruir la cara. Ahora que tiene el ojo cubierto, Jacqui y Amadeo pueden dormir sin preocuparse de las gotas y la crema. Jacqui dice en broma que su padre se quedó sin mucho que hacer. Ella ya no se pone la máscara en las noches. Usa el traje de presión todo el tiempo, pero sólo la cubre de la cintura para abajo. Dice que ahora duerme como una reina. A fines de marzo, Jacqui podía escribir correos electrónicos rápidamente pegándole al teclado con un lápiz, y podía leer mensajes sin tener que usar una lupa. Ese mismo mes, Jacqui y Yeli comenzaron un programa de inglés intensivo en la Universidad de Louisville. Jacqui ha regresado a sus estudios, continuándolos donde los había dejado antes del choque. En busca siempre la perfección, se sacó un 10 en su examen de medio semestre. Amadeo se sienta junto a su hija durante las clases. Él toma notas cuando Jacqui no puede leer el pizarrón y le da vueltas a las páginas de los libros. En Venezuela, la compañía de Amadeo continúa a flote, pero la crisis económica y política del país son causa de mucha incertidumbre. A pesar de todas las dificultades, Amadeo pudo dejar a Jacqui sola con Yeli por casi dos semanas para visitar a su nueva novia en Guatemala. Fueron sus primeras vacaciones desde el accidente. Amadeo la conoció por que su hijo era uno de los pacientes que Jacqui visitó en la unidad para quemados. Buen viaje, Jacqui le dijo cuando se fue. “Tráeme de regalo una brisa del océano.” [email protected], 445-3616 ; [email protected], 445-3685

Como Ayudar

Jacqui en statesman.com

Jaqui Saburido tiene una cuenta bancaria privada para donacionespara ayudar que contribuyen a pagar sus gastos diarios y sus gastos médicos. Pueden hacerse donaciones en cualquier sucursal del Bank of America a nombre de ” Jacqueline G. Saburido, account 005779967916”. Las donaciones también pueden enviarse por correo a:

Statesman.com publicará mas sobre la historia de Jacqueline Saburido. Los artículos incluyen:

Jacqueline G. Saburido Bank of America 2200 Market St. Galveston, TX 77550 attn: Contribution account 005779967916

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̈Una curva interactiva de la vida de Jacqui. ̈Extractos de la llamada al 911 de Reggie Stephey ̈Extractos de ‘Jacqueline’, un video de servicio público del Departamento de Policía de Austinque incluye entrvistas con Jacqui y Reggie. ̈Extractos de la deposición en video del Dr. Luis Scheker, el médico de Jacqui en Kentucky. ̈Extractos de las deposiciones en video deun paramédico en el lugar del choque. ̈Una presentación, imprimible de la historia de Jacqui orientada al servicio de la comunidad se hallará disponible el miércoles. statesman.com-specialreports-jacqui

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CHASING HOPE Acerca de éste artículo David Hafetz y Rodolfo Gonzalez comenzaron a reportearéste artículoen junio de 2001. Durante los próximos meses ellos documentarán la vida de los Saburido en Galveston y Louisville, Ky. Gonzalez tomó mas de 3.200 imágenes, y Hafetz entrevistó cientos de personas en español e inglés. Hafetz, 30, comenzó a trabajar para el Austin American Statesman en 1998 luego de trabajar en el Philadelphia

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Inquirer. Gonzalez, 32, se unió al equipo en el 2000 luego de trabajar en el RockyMountain News en Denver, donde compartió el Premio Pulitzer 2000 por sus fotosdel baleo en el Columbine High School. Otros contruibuidores: Edición - Dave Harmon, Maria Henson Edición de fotos - Zach Ryall Diseño - Gladys Rios Edición de texto - Raeanne Martinez, Lisa Roe Presentación en la web - Vasin Omér Douglas, Suzanne Bakhtiari

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