INTRODUCCI�N AL NARCISISMO Sigmund Freud (1914) I. El t�rmino narcisismo proce de de la descripci�n cl�nica, y fue elegido en 1899 por Paul N�cke2 para designa r aquellos casos en los que individuo toma como objeto sexual su propio cuero y lo contempla con agrado, lo acaricia y lo besa, hasta llegar a una completa sati sfacci�n. Llevado a este punto, el narcisismo constituye una perversi�n que ha acaparado toda la vida sexual del sujeto, cumpli�ndos e en ella todas las condiciones que nos ha revelado el estudio general de las pe rversiones. La investigaci�n psicoanal�tica nos ha descubierto luego rasgos de esta conducta narcisista en personas aquejadas de otras perturbaciones; por ejemplo seg� n Sadger, en los homosexuales, haci�ndonos, por tanto, sospechar que tambi�n en la evoluci�n sexual regular del individuo se dan ciertas localizaciones narcisis tas de la libido3. Determinadas dificultades del an�lisis de sujetos neur�ticos nos hab�an impuesto ya esta sospecha, pues una de las condiciones que parec�an l imitar eventualmente la acci�n psicoanal�tica era precisamente tal conducta narcisista del enfermo. En este sentido, el narcisismo no ser�a ya una perversi�n sino el compl e-mento libidinoso del ego�smo del instinto de conservaci�n; ego�smo que atribuimos justificadamente, en cierta medida a todo ser vivo. La idea de un narcisism o primario normal acab� de impon�rsenos en la tentativa de aplicar las hip�tesis de la teor�a de la libdo a la explicaci�n de los demencia precoz (Kraepelin) o esquizofrenia (Bleuler). Estos enfermos, a los que yo he propuesto calificar de parafr� nicos, muestran dos caracter�sticas principales: el delirio de grandeza y la fal ta de todo inter�s por el mundo exterior (personas y cosas). Esta �ltima circuns tancia los sustrae totalmente a influjo del psicoan�lisis, que nada puede hacer as� en su auxi lio. Pero el apartamiento del parafr�nico ante el mundo exterior presenta caract eres 1 La introducci�n al narcisismo apareci� en el Jahrbuch f�r Psychoanalyse, con e l t�tulo de Zur Einf�hrung der Narzissimus. 6, 124, 1914. Incluida luego en la cuarta serie de Aportaciones a la teor�a de las n eurosis. (Primera edici�n. 1918; segunda, 1922), figura actualmente en el tomo V I de las Obras completas editada por Internationaler Psychoanalytischer Verlag. La versi�n espa�ola original ha sido totalmente revisada. 2 En nota de 1920 al trabajo Tres ensayos para una teor�a sexual, Freud comenta que en verdad el t�rmino narcisismo habr�a sido usado primero por Havelock Ellis en 1898. (Nota de J. N.) 3 Otto Rank (1911) / 2 / peculiar�simos que ser� necesario determinar. Tambi�n el hist�rico o el neur�tic o obsesivo pierden su relaci�n con la realidad, y, sin embargo, el an�lisis nos demuestra que no han roto su relaci�n er�tica con las personas y las cosas. La con servan en su fantas�a; esto es, han sustituido los objetos reales por otros imag inarios, o los han mezclado con ellos, y, por otro lado, han renunciado a realiza r los actos motores necesarios para la consecuci�n de sus fines en tales objetos . S�lo a este estado podemos denominar con propiedad �introversi�n� de la libido , concepto usado indiscriminadamente por Jung. El parafr�nico se conduce muy dif erentemente. Parece haber retirado realmente su libido de las personas y las cosas del
mundo exterior, sin haberlas sustituido por otras en su fantas�a. Cuando en alg �n caso hallamos tal sustituci�n, es siempre de car�cter secundario y correspond e a una tentativa de curaci�n, que quiere volver a llevar la libido al objeto.4 Surge aqu� la interrogaci�n siguiente: �Cu�l es en la esquizofrenia el destino de la libido retra�da de los objetos? La megaloman�a, caracter�stica de estos es tados, nos indica la respuesta, pues se ha constituido seguramente a costa de la l ibido objetal. La libido sustra�da al mundo exterior ha sido aportada al yo, sur giendo as� un estado al que podemos dar el nombre de narcisismo. Pero la misma m egaloman�a no es algo nuevo, sino como ya sabemos, es la intensificaci�n y concr eci�n de un estado que ya ven�a existiendo, circunstancia que nos lleva a consid erar el narcisismo engendrado por el arrastrar a s� catexias objetales, como un narcisismo secundario, superimpuestas a un narcisismo primario encubierto por di versas influencias. Hago constar de nuevo que no pretendo dar aqu� una explicaci �n del problema de la esquizofrenia, ni siquiera profundizar en �l, limit�ndome a reproducir lo ya expuesto en otros lugares, para justificar una introducci�n del narcisismo. Nuestras observaciones y nuestras teor�as sobre la vida an�mica de los ni�os y de los pueblos primitivos nos han suministrado ambi�n una importante aportaci�n a este nuevo desarrollo de la teor�a de la libido. La vi da an�mica infantil y primitiva muestran, en efecto, ciertos rasgos que si se pr esentaran aislados habr�an de ser atribuidos a la megaloman�a: una hiperestimaci�n del poder de sus deseos y sus actos mentales la �omnipotencia de las id eas� una fe en la fuerza m�gica de las palabras y una t�cnica contra el mundo ex terior: la �magia�, que se nos muestra como una aplicaci�n consecuente de tales premisas megal�manas5. En el ni�o de nuestros d�as, cuya evoluci�n nos es mucho menos transparente, suponemos una actitud an�loga ante el mundo exterior. Nos fo rmamos as� la idea de una carga libidinosa primitiva del yo, parte de la cual se destina a cargar los objetos; pero que en el fondo contin�a subsistente como ta l viniendo a ser con respecto a las cargas de los objetos lo que el cuerpo deun 4 V�ase el an�lisis del caso Schreber, mi discusi�n acerca �el fin del mundo�. 5 Cf. Totem y tab�. / 3 / protozoo con relaci�n a los seud�podos de �l destacados. Esta parte de la locali zaci�n de la libido ten�a que permanecer oculta a nuestra investigaci�n inicial, a l tomar �sta su punto de partida en los s�ntomas neur�ticos. Las emanaciones de esta libido, las cargas de objeto, susceptibles de ser destacadas sobre el objet o o retra�das de �l, fueron lo �nico que advertimos, d�ndonos tambi�n cuenta, en conjunto, de la existencia de una oposici�n entre la libido del yo y la libido objetal. Cuando mayor es la primera, tanto m�s pobre es la segunda. La libido o bjetal nos parece alcanzar su m�ximo desarrollo en el amor, el cual se nos presenta como una disoluci�n de la propia personalidad en favor de la carga de objeto, y tiene su ant�tesis en la fantas�a paranoica (o auto percepci�n) del �fin del mu ndo�6. Por �ltimo, y con respecto a la diferenciaci�n de las energ�as ps�quicas, concluimos que en un principio se encuentran estrechamente unidas, sin que nues tro an�lisis pueda a�n diferenciarla, y que s�lo la carga de objetos hace posibl e distinguir una energ�a sexual, la libido, de una energ�a de los instintos del yo. Antes de seguir adelante he de resolver dos interrogaciones que nos conducen al n�dulo del mismo tema. Primera: �Qu� relaci�n puede existir entre el narcisi smo, del que ahora tratamos, y el autoerotismo, que hemos descrito como un estad o primario de la libido?7. Segunda: si atribuimos al yo una carga primaria de li bido, �para qu� precisamos diferenciar una libido sexual de una energ�a no sexua l de los instintos del yo? �La hip�tesis b�sica de una energ�a ps�quica unitaria no nos ahorrar�a acaso todas las dificultades que presenta la diferenciacin ent re energ�a de los ins-
tintos del yo y libido del yo, libido del yo y libido objetal? Con respecto a la primera pregunta, haremos ya observar que la hip�tesis de que en el individuo no exis te, desde un principio, una unidad comparable al yo, es absolutamente necesaria. El rol tiene que ser desarrollado. En cambio, los instintos autoer�ticos son pr imordiales. Para constituir el narcisismo ha de venir a agregarse al autoerotismo al g�n otro elemento, un nuevo acto ps�quico. La invitaci�n a responder de un modo decisivo a la segunda interrogaci�n ha de despertar cierto disgusto en todo ana lista. Repugnamos, en efecto, abandonar la observaci�n por discusiones te�ricas est�riles; pero, de todos modos, n o debemos sustraernos a una tentativa de explicaci�n. Desde luego, representacio nes tales como la de una libido del yo, una energ�a de los instintos del yo, etc ., no son ni muy claras ni muy ricas en contenido, y una teor�a especulativa de estas cuestiones tender�a, ante todo, a sentar como base un concepto claramente delimitado . Pero, a mi juicio, es precisamente �sta la diferencia que separa una teor�a es pecu6 Esta fantas�a tiene por base un doble mecanismo: o el flujo de toda la carga d e libido al objeto amado o su retracci�n total al yo. 7 Strachey recuerda una ci ta de E. Jones en el sentido que Freud ya en 1909 (reuni�n del 10 de noviembre d e la Sociedad Psicoanal�tica de Viena) plante� que narcisismo era una etapa nece saria intermedia entre el autoerotismo y el amor objetal. (nota de J. N.) / 4 / lativa de una ciencia basada en la interpretaci�n de la empiria. Esta �ltima no envidiar� a la especulaci�n el privilegio de un fundamento l�gicamente inatacabl e, sino que se contentar� con ideas iniciales nebulosas, apenas aprehensibles, q ue esperar� aclarar o podr� cambiar por otras en el curso de su desarrollo. Tale s ideas no constituyen, en efecto, el fundamento sobre el cual reposa tal cienci a, pues la verdadera base de la misma es �nicamente la observaci�n. No forman la base del edificio, sino su coronamiento, y pueden ser sustituidas o suprimidas sin da�o alguno. El valor de los conceptos de libido del yo y libido objetal re side principalmente en que proceden de la elaboraci�n de los caracteres �ntimos de los proceso s neur�ticos y psic�ticos. La divisi�n de la libido en una libido propia del yo y otra que inviste los objetos es la prolongaci�n inevitable de una primea hip�t esis que dividi� los instintos en instintos del yo e instintos sexuales. Esta pr imera divisi�n me fue impuesta por el an�lisis de las neurosis puras de transfer encia (histeria y neurosis obsesiva), y s�lo s� que todas las dem�s tentativas d e explicar por otros medios estos fen�menos han fracasado rotundamente. Ante la falta de toda teor�a de los instintos, cualquiera que fuese su orientaci�n, es l�cito, e incluso obligado, llevar consecuentemente adelante cualquie r hip�tesis, hasta comprobar su acierto o su error. En favor de la hip�tesis de una diferenciaci�n primitiva de instintos sexuales e instintos del yo testimonia n diversas circunstancias, adem�s de su utilidad en el an�lisis de las neurosis de tran sferencia. Concedemos, desde luego, que este testimonio no podr�a considerarse defi nitivo por s� s�lo, pues pudiera tratarse de una energ�a ps�quica indiferente, q ue s�lo se convirtiera en libido en el momento de investir el objeto. Pero nuest ra diferenciaci�n corresponde, en primer lugar, a la divisi�n corriente de los i nstintos en dos categor�as fundamentales: hambre y amor. En segundo lugar, se ap oya en determinadas circunstancias biol�gicas. El individuo vive realmente una d oble existencia, como fin en s� mismo y como eslab�n de un encadenamiento al cua l sirve independientemente de su voluntad, si no contra ella. Considera la sexua -
lidad como uno de sus fines propios, mientras que, desde otro punto de vista, se advierte claramente que �l mismo no es sino un agregado a su plasma germinativo , a cuyo servicio pone sus fuerzas, a cambio de una prima de placer, que no es s ino el substrato mortal de una sustancia inmortal quiz�. La separaci�n estableci da entre los instintos sexuales y los instintos del yo no har�a m�s que reflejar esta doble funci�n delindividuo. En tercer lugar, habremos de recordar que toda s nuestras ideas provisorias psicol�gicas habr�n de ser adscritas alguna vez a s ubstratos org�nics, y encontraremos entonces veros�mil que sean materias y proce sos qu�micos especiales los que ejerzan la acci�n de la sexualidady faciliten la continuaci�n de la vida individual en la de la especie. Por nuestra parte, aten de/ 5 / mos tambi�n a esta probabilidad, aunque sustituyendo las materias qu�micas especiales por energ�as ps�quicas especiales. Precisamente porque siempre procuro m antener apartado de la Psicolog�a todo pensamiento de otro orden, incluso el bio l�gico, he de confesar ahora que la hip�tesis de separar los instintos del yo de los instintos sexuales, o sea la teor�a de la libido, no tiene sino una m�nima base psicol�gica y se apoya m�s bien en fundamento biol�gico. As�, pues, para no pecar de inconsciente, habr� de estar dispue sto a abandonar esta hip�tesis en cuanto nuestra labor psicoanal�tica nos sumini stre otra m�s aceptable sbre los instintos. Pero hasta ahora no lo ha hecho. Pue de ser tambi�n que la energ�a sexual, la libido, no sea, all� en el fondo, m�s q ue un producto diferencial de la energ�a general de la psique. Pero tal afirmaci �n no tiene tampoco gran alcance. Se refiere a cosas tan lejanas de los problema s de nuestra observaci�n y tan desconocidas, que se hace tan ocioso discutirla c omo utilizarla. Seguramente esta identidad primordial es de tan poca utilidad pa ra nuestros fines anal�ticos como el parentesco primordial de odas las razas hum anas para la prueba de parentesco exigida por la autoridad judicial para adjudic ar una herencia. Estas especulaciones no nos conducen a nada positivo; pero como no podemos esperar a que otra ciencia nos procure una teor�a decisiva de los instintos, sie mpre ser� conveniente comprobar si una s�ntesis de los fen�menos psicol�gicos pu ede arrojar alguna luz sobre aquellos enigms biol�gicos fundamentales. Sin olvid ar la posibilidad de errar, habremos, pues, de llevar adelante la hip�tesis, pri meramente elegida, de una ant�tesis de instintos del yo e instintos sexuales, ta l y como nos la impuso el an�lisis de las neurosis de transferencia, y ver si se desarrollan sin obst�culos y puede ser aplicada tambi�n a otras afecciones; por ejemplo, a la esquizo frenia. Otra cosa ser�a, naturalmente, si se demostrara que la teor�a de la li bido ha fracasado ya en la explicaci�n de aquella �ltima enfermedad. C. G. Jung lo ha afirmado as�8, oblig�ndome con ello a exponer prematuramente observaciones que me hu biese gustado reservar a�n alg�n tiempo. Hubiera preferido seguir hasta su fin e l camino iniciado en el an�lisis del caso Schreber sin haber tenido que exponer antes ss premisas. Pero la afirmaci�n de Jung es por lo menos prematura y muy es casas las pruebas en que la apoya. En primer lugar, aduce equivocadamente mi pro pio testimonio, afirmando que yo mismo he declarado haberme visto obligado a amp liar el concepto de la libido ante las dificultades del an�liss del caso Schrebe r (esto es, a abandonar su contenido sexual), haciendo coincidir la libido con e l inter�s ps�quico en general. En una acertada cr�tica del trabajo de Jung ha de mostrado ya Ferenczi9 lo err�neo de esta interpretaci�n. Por mi parte s�lo he de 8 Wlandungen und Symbole der Libido, en Jahrbuch f�r Psych. Forschungen, 1912. 9 Intern. Zeitschr. f. Psychoan., I, 1913. / 6 /
confirmar lo dicho por Ferenczi y repetir que jam�s he expresado tal renuncia a la teor�a de la libido. Otro de los argumentos de Jung, el de que la p�rdida de la funci�n normal de la realidad s�lo puede ser causa de la retracci�n de la libido no es un argumento, sino una afirmaci�n gratuita; it begs the question (escamotea el problema) y ahorra su discusi�n, pues lo que precisamente habr�a que investigar es si tal retracci�n es posible y en qu� forma sucede. En su inmediato trabajo impo rtante10 se aproxima mucho Jung a la soluci�n indicada por m� largo tiempo antes: �De todos modos, hay que tener en cuenta �como ya lo hace Freud en el caso Schr eber� que la introversi�n de la libido sexual conduce a una carga libidinosa del yo, la cual produce probablemente la p�rdida del contacto con la realidad. La p osibilidad de explicar en esta forma el apartamiento de la realidad resulta hart o tentadora.� Pero contra lo que era de esperar despu�s de esta declaraci�n, Ju ng no vuelve a ocuparse grandemente de tal posibilidad, y pocas p�ginas despu�s la excluye, observando que de tal condici�n �surgir� quiz� la psicolog�a de un a nacoreta asc�tico, pero no una demencia precoz�. La inconsistencia de este argumento queda demostrada con indicar que tal anacoreta, �empe�ado en extinguir toda hue lla de inter�s sexual� (pero �sexual� s�lo en el sentido vulgar de la palabra), no tendr�a por qu� presentar siquiera una localizaci�n anormal de la libido. Pue de mantener totalmente apartado de los humanos su inter�s sexual y haberlo subli mado, convirti�ndolo en un intenso inter�s hacia lo divino, lo natural o lo anim al, sin haber sucumbido a una introversi�n de la libido sobre sus fantas�as o a una vuelta de la misma al propio yo. A nuestro juicio, Jung olvida por completo en esta comparaci�n la posibilidad de distinguir un inter�s emanado de fuentes e r�ticas y otro de disinta procedencia. Por �ltimo, habremos de recordar que las investigaciones de la escuela Suiza, no obstante sus merecimientos, s�lo han logrado arro jar alguna luz sobre dos puntos del cuadro de la demencia precoz: sobre la exist encia de los complejos comunes a los hombres sanos y a los neur�ticos y sobre la analog�a de sus fantas�as con los mitos de los pueblos, sin que hayan podido consegui r una explicaci�n del mecanismo de la enfermedad. As�, pues, podremos rechazar l a afirmaci�n de Jung de que la teor�a de la libido ha fracasado en su tentativa de explicar la demencia preoz, quedando, por tanto, excluida su aplicaci�n a las neurosis. II. El estudio directo del narcisismo tropieza a�n con dificultade s insuperables. El mejor acceso indirecto contin�a siendo el an�lisis de las parafrenias . Del mismo modo que las neurosis de transferencia nos han facilitado la observa ci�n las tendencias instintivas libidinosas, la demencia precoz y la paranoia ha br�n de 10 Versuch einer Darstellung der Psychoan. Theorie, en Jahrbuch, V, 1913. / 7 / procurarnos una retrospecci�n de la psicolog�a del yo. Habremos, pues, de deduci r nuevamente de las deformaciones e intensificaciones de lo patol�gico lo normal , aparentemente simple. De todos modos, a�n se nos abren algunos otros caminos d e aproximaci�n al conocimiento del narcisismo. Tales caminos son la observaci�n de la enfermedad org�nica, de la hipocondr�a y de la vida er�tica de los sexos. Al dedicar mi atenci�n a la influencia de la enfermedad org�nica sobre la distri buci�n de la libido sigo un est�mulo de mi colga el doctor S. Ferenczi. Todos sa bemos, y lo consideramos natural, que el individuo aquejado de un dolor o un mal estar org�nico cesa de interesarse por el mundo exterior, en cuanto no tiene rel aci�n con su dolencia. Una observaci�n m�s detenida nos muestra que tambi�n reti ra de sus objetos er�ticos el inter�s libidinoso, cesando as� de amar mientras s
ufre. La vulgaridad de este hecho no debe impedirnos darle una expresi�n en los t�rminos de la teor�a de la libido. Diremos, pues, que el enfermo retrae a su yo sus cargas de libido para destacarlas de nuevo hacia la curaci�n. �Concentr�ndose est� su alm a�, dice Wilhelm Busch del poeta con dolor de muelas, �en el estrecho hoyo de su molar�. La libido y el inter�s del yo tienen aqu� un destino com�n y vuelven a hacerse indiferenciables. Semejante conducta del enfermo nos parece natural�sima , porque estamos seguros de que tambi�n ha de ser la nuestra en igual caso. Esta desaparici�n de toda disposici�n amorosa, por intensa que sea, ante un dolor f� sico, y su repentina sustituci�n por la m�s completa indiferencia, han sido tambi� n muy explotadas como fuentes de comicidad. An�logamente a la enfermedad, el sue �o significa tambi�n una retracci�n narcisista de las posiciones de la libido a la propia persona o, m�s exactamente, sobre el deseo �nico y exclusivo de dormir . El ego�smo de los sue�os tiene quiz� en esto su explicaci�n. En ambos casos ve mos ejemplos de modificaciones de la distribuci�n de la libido consecutivas a un a modificaci�n del yo. La hipocondr�a se manifiesta, como la enfermedad org�nic a, en sensaciones som�ticas penosas o dolorosas, y coincide tambi�n con ella en cuanto a la distribuci�n de la libido. El hipocondr�aco retrae su inter�s y su libido con especial claridad esta �ltima �de los objetos del mundo exterior y los concentra ambos sobre e l �rgano que le preocupa. Entre la hipocondr�a y la enfermedad org�nica observamos, sin embargo, una diferencia: en la enfermedad, las sensaciones dolorosas ti enen su fundamento en alteraciones comprobables, y en la hipocondr�a, no. Pero, de acuerdo con nuestra apreciaci�n general de los procesos neur�ticos, podemos d ecidirnos a afirmar que tampoco en la hipocondr�a deben faltar tales alteracione s org�nicas. �En qu� consistir�n, pues? Nos dejaremos orientar aqu� por la exper iencia de que tampoco en las dem�s neurosis faltan sensaciones som�ticas displacientes comparables a las hipocondr�acas. Ya en otro lugar hube de manifestarme inclinado a asignar a la hipocondr�a un tercer lugar entre las neurosis actuales , al / 8 / lado de la neurastenia y la neurosis de angustia. No nos parec�a exagerado afirm ar que a todas las dem�s neurosis se mezcla tambi�n algo de hipocondr�a. Donde mejor se ve esta inmixti�n es en la neurosis de angustia con su superestructura de histeria. Ahora bien: en el aparato genital externo en estado de e xcitaci�n tenemos el prototipo de un �rgano que se manifiesta dolorosamente sensible y presenta cierta alteraci�n, sin que se halle enfermo, en el sentido corriente de la palabra. No est� enfermo y, sin embargo, aparece hinchado, congestionado, h�medo, y constituye la sede de m�ltiples sensaciones. Si ahora damos el nombre de � erogeneidad� a la facultad de una parte del cuerpo de enviar a la vida an�mica e st�mulos sexualmente excitantes, y recordamos que la teor�a sexual nos ha acostumbrado hace ya mucho tiempo a la idea de que ciertas otras partes del cuerpo � las zonas er�genas� pueden representar a los genitales y comportarse como ellos, podremos ya aventurarnos a dar un paso m�s y decidirnos a considerar la erogeneidad como una cualidad general de todos los �rganos, pudiendo hablar entonces de la intensificaci�n o la disminuci�n de la misma en una determinada parte del cuerpo. Paralelamente a cada una de estas alteraciones de la erogeneidad en los �rganos, podr�a tener efecto una alteraci�n de la carga de libido en el yo. Tale s ser�an, pues, los factores b�sicos de la hipocondr�a, susceptibles de ejercer sobre la distribuci�n de la libido la misma influencia que la enfermedad materia l de los �rganos. Esta l�nea del pensamiento nos llevar�a a adentrarnos en el p roblema general de las neurosis actuales, la neurastenia y la neurosis de angust
ia, y no s�lo en el de la hipocondr�a. Por tanto, haremos aqu� alto, pues una in vestigaci�n puramente psicol�gica no debe adentrarse tanto en los dominios de la investigaci�n fisiol�gica. Nos limitaremos a hacer constar la sospecha de que la hipocondr�a se halla , con respecto a la parafrenia, en la misma relaci�n que las otras neurosis actu ales con la histeria y la neurosis obsesiva, dependiendo, por tanto, de la libid o del yo, como las otras de la libido objetal. La angustia hipocondr�aca seria l a contrapartida, en la libido del yo, de la angustia neur�tica. Adem�s, una vez familiariza dos con la idea de enlazar el mecanismo de la adquisici�n de la enfermedad y de la producci�n de s�ntomas e las neurosis de transferencia �el paso de la introve rsi�n a la regresi�n�, a un estancamiento de la libido objetal11, podemos aproximarnos tambi�n a la de un estancamiento de la libido del yo y relacionarlo con l os fen�menos de la hipocondr�a y la parafrenia. Naturalmente nuestro deseo de sa ber nos plantear� la interrogaci�n de por qu� tal estancamiento de la libido en el yo ha de se sentido como displacentero. De momento quisiera limitarme a indic ar que el displacer es la expresi�n de un incremento de la tensi�n, siendo, por tanto, una cantidad del suceder material la que aqu�, como en otros lados, se tr ansforma en la 11 Cf. �Sobre los tipos de iniciaci�n de una neurosis�, 1912. / 9 / cualidad ps�quica del displacer. El desarrollo de displacer no depender�, sin em bargo, de la magnitud absoluta de aquel proceso material, sino m�s bien de ciert a funci�n espec�fica de esa magnitud absoluta. Desde este punto, podemos ya apro ximarnos a la cuesti�n de por qu� la vida an�mica se ve forzada a traspasar las fronteras del narcisismo e investir de libido ojetos exteriores. La respuesta de ducida de la ruta mental que venimos siguiendo ser�a la de que dicha necesidad sur ge cuando la carga libidinosa del yo sobrepasa ierta medida. Un intenso ego�smo protege contra la enfermedad; pero, al fin y al cabo, hemos de comenzar a amar p ara no enfermar y enfermamos en cuanto una frustraci�n nos impide amar. Esto sig ue en algo a los versos de Heine acerca una descripci�n que hace de la psicog�nesis de la Creaci�n: (dice Dios) �La enfermedad fue sin lugar a dudas la causa final de toda la urgencia por crear. Al crear yo me puedo mejorar, creando me po ngo sano�. A nuestro aparato ps�quico lo hemos reconocido como una instancia a la que le est� encomendado el vencimiento de aquellas exciaciones que habr�an de engendrar displacer o actuar de un modo pat�geno. La elaboraci�n ps�quica desarrolla extraordinarios rendimientos en cuanto a la derivaci�n interna de excitaciones no susceptibles de una inmediata descarga exterior o cuya descarga exteri or inmediata no resulta deseable. Mas para esta elaboraci�n interna es indiferen te, en un principio, actuar sobre objetos reales o imaginarios. La diferencia su rge despu�s, cuando la orientaci�n de la libido hacia los objetos irreales (introversi� n) llega a provocar un estancamiento de la libido. La megaloman�a permite en las parafrenias una an�loga elaboraci�n interna de la libido retra�da al yo, y quiz � s�lo cuando esta elaboraci�n fracasa es cuando se hace pat�geno el estancamien to de la libido en el yo y provoca el prceso de curaci�n que se nos impone como enfermedad. Intentar� penetrar ahora algunos pasos en el mecanismo de la parafrenia, reuniendo aquellas observaciones que me parecen alcanzar ya alguna importancia. La diferencia entre estas afecciones y las neurosis de transferencia reside, par a m�, en la circunstancia de que la libido, libertada por la frustraci�n, no per manece ligada a objetos en la fantas�a, sino que se retrae al yo. La megaloman�a
corresponde entonces al dominio ps�quico de esta libido aumentada y es la contraparte a la introversi�n sobre las fantas�as en las nerosis de transferencia. Correlat ivamente, al fracaso de esta funci�n ps�quica corresponder�a la hipocondr�a de l a parafrenia, hom�loga a la angustia de las neurosis de transferencia. Sabemos ya que esta angustia puede ser vencida por una prosecuci�n de la elaboraci�n ps�quica, o sea: por conversi�n, por formaciones reactivas o por la constituci�n de un dispositivo protector (fobias). Esta es la posici�n que toma en las parafrenias la tentativa de restituci�n, proceso al que debemos los fen� menos patol�gicos manifiestos. Como la parafrenia trae consigo muchas veces �tal vez la mayor�a� un desligamiento s�lo parcial de la libido de sus objetos, podr �an distin/ 10 / guirse en su cuadro tres grupos de fen�menos: 1�. Los que quedan en un estado de normalidad o de neurosis (fen�menos residuales); 2�. Los del proceso patol�gico (el desligamiento de la libido de sus objetos, la megaloman�a, la perturbaci�n afectiva, la hipocondr�a y todo tipo de regresi�n), y 3�. Los de la restituci�n, que ligan nuevamente la libido a los objetos, bien a la manera de una histeria (dem encia precoz o parafrenia propiamente dicha), bien a la de una neurosis obsesiva (paranoia). Esta nueva carga de libido sucede desde un nivel diferente y bajo distint as condiciones que la primaria. La diferencia entre las neurosis de transferenci a en ella creadas y los productos correspondientes del yo normal habr�an de fail itarnos una profunda visi�n de la estructura de nuestro aparato an�mico. La vid a er�tica humana, con sus diversas variantes en el hombre y en la mujer, constit uye el tercer acceso al estudio del narcisismo. Del mismo modo que la libido del objeto encubri� al principio a nuestra observaci�n la libido del yo, tampoco hasta llegar a la elecci�n del objeto del lactante (y del ni�o mayor), hemo s advertido que �l mismo toma sus objetos sexuales de sus experiencias de satisf acci�n. Las primeras satisfacciones sexuales autoer�ticas son vividas en relaci�n con funciones vitales destinadas a la conservaci�n. Los instintos sexuales se ap oyan al principio en la satisfacci�n de los instintos del yo, y s�lo ulteriormen te se hacen independientes de estos �ltimos. Pero esta relaci�n se muestra tambi �n en el hecho de que las personas a las que ha estado encomendada la alimentaci �n, el cuidado y la protecci�n del ni�o son sus primeros objetos sexuales, o sea , en primer lugar, la madre o sus subrogados. Junto a este tipo de la elecci�n d e objeto, al que podemos dar el nombre de tipo de apoyo (o anacl�tico12) (Anlehn ungstypus), la investigaci�n psicoanal�tica nos ha descubierto un segundo tipo q ue ni siquiera sospech�bamos. Hemos comprobado que muchas personas, y especialme nte aquellas en las cuales el desarrollo de la libido ha sufrido alguna perturba ci�n (por ejemplo, los perversos y los homosexuales), no eligen su ulterior objeto er�tico conforme a la imag en de la madre, sino conforme a la de su propia persona. Demuestran buscarse a s� mismos como objeto er�tico, realizando as� su elecci�n de objeto conforme a u n tipo que podemos llamar �narcisista�. En esta observaci�n ha de verse el motiv o principal que nos ha movido a adoptar la hip�tesis del narcisismo. Pero de est e descubrimiento no hemos concluido que los hombres se dividan en dos grupos, se g�n realicen su elecci�n de objeto conforme al tipo de apoyo o al tipo narcisist a, sino que hemos preferido suponer que el individuo encuentra abiertos ante s� dos caminos distintos para la elecci�n de objeto, pudiendo preferir uno de los d os. Decimos, por tanto, que el individuo tiene dos objetos sexuales primitivos: �l mismo y la mujer nutriz, y presuponemos 12 �Anacl�tico� en la traducci�n inglesa. �Apoyo� se refiere a los instintos sex uales que se apoyan en los instintos del yo. (Nota de J. N.) / 11 /
as� el narcisismo primario de todo ser humano, que eventualmente se manifestar� luego, de manera destacada en su elecci�n de objeto. El estudio de la elecci�n de objeto en el hombre y en la mujer nos descubre diferencias fundamentales, aun que, naturalmente, no regulares. El amor completo al objeto, conforme al tipo de apoyo, es caracter�stico del hombre. Muestra aquella singular hiperestimaci�n s exual, cuyo origen est�, quiz�, en el narcisismo primitivo del ni�o, y que corre sponde, por tanto, a una transferencia del mismo sobre el objeto sexual. Esta hi perestimaci�n sexual permite la g�nesis del estado de enamoramiento, tan peculiar y que tanto recuerda la compulsi�n neur�tica; estado que podremos referir, en consecuencia, a un empobrecimiento de la libido del yo en f avor del objeto. La evoluci�n muestra muy distinto curso en el tipo de mujer m�s corriente y probablemente m�s puro y aut�ntico. En este tipo de mujer parece su rgir, con la pubertad y por el desarrollo de los �rganos sexuales femeninos, lat entes hasta entonces, una intensificaci�n del narcisismo primitivo, que resulta desfavorable a la estructuraci�n de un amor objetal regular y acompa�ado de hipe restimaci�n sexual. Sobre todo en las mujeres bellas nace una complacencia de la sujeto por s� misma que la compensa de las restricciones impuesta por la sociedad a su elecci�n de objeto. Tales mujeres s�lo se aman, en realidad, a s� misma s y con la misma intensidad con que el hombre las ama. No necesitan amar, sino s er amadas, y aceptan al hombre que llena esta condici�n. La importancia de este tipo de mujeres para la vida er�tica de los hombres es muy elevada, pues ejercen m�ximo atractivo sobre ellos, y no s�lo por motivos est�ticos, pues por lo general s on las m�s bellas, sino tambi�n a consecuencia de interesant�simas constelacione s psicol�gicas. Resulta, en efecto, f�cilmente visible que el narcisismo de una persona ejerce gran atractivo sobre aquellas otras que han renunciado plenamente a suyo y se encuentran pretendiendo el amor del objeto. El atractivo de los ni� os reposa en gran parte en su narcisismo, en su actitud de satisfacerse a s� mis mos y de su inaccesibilidad, lo mismo que el de ciertos animales que parecen no ocuparse de nosotros en absoluto, por ejemplo, los gatos y las grandes fieras. A n�logamente, en la literatura, el tipo de criminal c�lebre y el del humorista ac aparan nuestro inter�s por la persistencia narcisista con la que saben mantenr a partado de su yo todo lo que pudiera empeque�ecerlo. Es como si los envidi�semos por saber conservar un dichoso estado ps�quico, una inatacable posesi�n de la l ibido, a la cual hubi�semos tenido que renunciar por nuestra parte. Pero el extr aordinario atractivo de la mujer narcisista tiene tambi�n su reverso; gran parte de la insatisfacci�n del hombre enamorado, sus dudas sobre el amor de la mujer y sus lamentaciones sobre los enigmas de su car�cter tienen sus ra�ces en esa in congruenci de los tipos de elecci�n de objeto. Quiz� no sea in�til asegurar que esta descripci�n de la vida er�tica femenina no implica tendencia ninguna a dis minuir a la muer. Aparte de que acostumbro / 12 / mantenerme rigurosamente alejado de toda opini�n tendenciosa, s� muy bien que es tas variantes corresponden a la diferenciaci�n de funciones en un todo biol�gico extraordinariamente complicdo. Pero, adem�s, estoy dispuesto a reconocer que ex isten muchas mujeres que aman conforme al tipo masculino y desarrollan tambi�n la hiperestimaci�n sexual correspondiente. Tambi�n para las mujeres narcisistas y que han permanecido fr�as para con el hombre existe un camino que las l leva al amor objetal con toda su plenitud. En el hijo al que dan la vida se les presenta una parte de su propio cuerpo como un objeto exterior, al que pueden co nsagrar un pleno amor objetal, sin abandonar por ello su narcisismo. Por �ltimo, hay todav�a otras mujeres que no necesitan esperar a tener un hijo para pasar d el narcisismo (secundario) al amor objetal. Se han sentido masculinas antes de l a pubertad y han seguido, en su desarrollo, una parte de la trayectoria masculin a, y cuando esta aspiraci�n a la masculinidad queda rota por la madurez femenina , conservan la facultad de aspirar a un ideal masculino, que en realidad, no es
m�s que la continuaci�n de la criatura masculina que ellas mismas fueron. Cerra remos estas observaciones con una breve revisi�n de los caminos de la elecci�n d e objeto. Se ama: 1�. Conforme al tipo narcisista: a) Lo que uno es (a s� mis mo). b) Lo que uno fue. c) Lo que uno quisiera ser. d) A la persona que fue u na parte de uno mismo. 2�. Conforme al tipo de apoyo (o anacl�tico): a) A la m ujer nutriz. b) Al hombre protector. Y a las personas sustitutivas que de cad a una de estas dos parten en largas series. El caso c) del primer tipo habr� de ser a�n justificado con observaciones ulteriores. En otro lugar y en una relaci� n diferente habremos de estudiar tambi�n la significaci�n de la elecci�n de obje to narcisista paa la homosexualidad masculina. El narcisismo primario del ni�o por nosotros supuesto, que contiene una d e las premisas de nuestras teor�as de la libido, es m�s dif�cil de aprehender po r medio de la observaci�n directa que de comprobar por deducci�n desde otros pun tos. Considerando la actitud de los padres cari�osos con respecto a sus hijos, h emos de ver en ella una reviviscencia y una reproducci�n del propio narcisismo, abandonado mucho tiempo ha. La hiperestimaci�n, que ya hemos estudiado como esti gma narcisista en la elecci�n de objeto, domina, como es sabido, esta relaci�n / 13 / afectiva. Se atribuyen al ni�o todas las perfecciones, cosa para la cual no hall ar�a quiz� motivo alguno una observaci�n m�s serena, y se niegan o se olvidan to dos sus defectos. (Incidentemente se relaciona con esto la repulsa de la sexuali dad infantil.) Pero existe tambi�n la tendencia a suspender para el ni�o todas l as conquistas culturales, cuyo reconocimiento hemos tenido que imponer a nuestro narci sismo, y a renovar para �l privilegios renunciados hace mucho tiempo. La vida ha de ser m�s f�cil para el ni�o que para sus padres. No debe estar sujeto a las n ecesidades reconocidas por ellos como supremas de la vida. La enfermedad, la muerte, la renuncia al placer y la limitaci�n de la propia voluntad han de desaparecer para �l, y las leyes de la naturaleza, as� como las de la sociedad, deber�n dete nerse ante su persona. Habr� de ser de nuevo el centro y el n�dulo de la creaci� n: His Majesty the Baby, como un d�a lo estimamos ser nosotros. Deber� realizar los deseos incumplidos de sus progenitores y llegar a ser un grande hombre o un h�roe en lugar de su padre, o, si es hembra, a casarse con un pr� ncipe, para tard�a compensaci�n de su madre. El punto m�s espinoso del sistema narcisista, la inmortalidad del yo, tan duramente negada por la realidad co nquista su afirmaci�n refugi�ndose en el ni�o. El amor parental, tan conmovedor y tan infantil en el fondo, no es m�s que una resurrecci�n del narcisismo de los padres, que revela evidentemente su antigua naturaleza en esta su transfo rmaci�n en amor objetal. III. Las perturbaciones a las que est� expuesto el nar cisismo primitivo del ni�o, las reacciones con las cuales se defiende de ellas e l infantil sujeto y los caminos por los que de este modo es impulsado, constituy en un tema important�simo, a�n no examinado, y que habremos de reservar para un estudio detenido y completo. Por ahora podemos desglosar de este conjunto uno de sus elementos m�s importantes, el �complejo de la castraci�n� (miedo a la p�rdida del pene en el n i�o y envidia del pene en la ni�a), y examinarlo en relaci�n con la temprana int imidaci�n sexual. La investigaci�n psicoanal�tica que nos permite, en general, p erseguir los destinos de los instintos libidinosos cuando �stos, aislados de los instintos del yo, se encuentran en oposici�n a ellos, nos facilita en este sect or ciertas deducciones sobre una �poca y una situaci�n ps�quica en las cuales am bas clases de instints act�an en un mismo sentido e inseparablemente mezclados c omo intereses narcisistas. De esta totalidad ha extra�do A. Adler su �protesta m asculina�, en la cual ve casi la �nica energ�a impulsora de la g�nesis del car�cter
y de las neurosis, pero que no la funda en una tendencia narcisista, y, por tant o, a�n libidinosa, sino en una valoraci�n social. La investigaci�n psicoanal�ti ca ha reconocido la existencia y la significaci�n de la �protesta masculina� des de un principio, pero sostiene, contra Adler, su naturaleza narcisista y su proc edencia del complejo de castraci�n. Constituye uno / 14 / de los factores de la g�nesis del car�cter y es totalmente inadecuada para la ex plicaci�n de los problemas de las neurosis, en las cuales no quiere ver Adler m� s que la forma en la que sirven a los instintos del yo. Para m� resulta completa mente imposible fundar la g�nesis de la neurosis sobre la estrecha base del comp lejo de castraci�n, por muy poderosamente que el mismo se manifieste tambi�n en los hombres bajo la acci�n de las resistencias opuestas a la curac�n. Por �ltimo , conozco casos de neurosis en los cuales la �protesta masculina� o, en nuestro sentido el complejo de castraci�n, no desempe�a papel pat�geno alguno o no aparece en a bsoluto. La observaci�n del adulto normal nos muestra muy mitigada su antigua me galoman�a y muy desvanecidos los caracteres infantiles e los cuales dedujimos su narcisismo infantil. �Qu� ha sido de la libido del yo? �Habremos de suponer que todo su caudal se ha gastado en cargas de objeto? Esta posibilidad contradice t odas nuestras deducciones. La psicolog�a de la represi�n nos indica una soluci�n distinta. Hemos descubierto que las tendencias instintivas libidinosas sucumben a una represi�n pat�gena cuando entran en conflicto con as representaciones �ticas y culturales del individuo. No queremos en ning�n caso significar que el sujeto tenga un mero conocimiento intelectual de la existencia de tales ideas sin que reconoce en ellas una norma y se somete a sus exigencias. Hemos dicho que la rep resi�n parte del yo, pero a�n podemos precisar m�s diciendo que parte de la prop ia autoestimaci�n del yo. Aquellos mismos impulsos, sucesos, deseos e impresiones que un individuo determinado tolera en s� o, por lo menos, elabora conscientemente, son rechazados por otros con indignaci�n o incluso ahogados antes q ue puedan llegar a la conciencia. Pero la diferencia que contiene la condici�n d e la expresi�n puede ser f�cilmente expresada en t�rminos que faciliten su consi eraci�n desde el punto de vista de la teor�a de la libido. Podemos decir que uno de estos sujetos ha construido en s� un ideal, con el cual compara su yo actual, mientras que el otro carece de semejante ideal. La formaci�n de un ideal ser�a, por parte del yo, la condici�n de la represi�n. A este yo ideal se consagra el amor eg�latra de que en la ni�ez era objeto el yo verdadero. El narcisismo aparece d esplazado sobre este nuevo yo ideal, adornado, como el infantil, con todas las perfecciones. Como siempre en el terreno de la libido, el hombre se demuestra aqu�, una vez m�s, incapaz de renunciar a una satisfacci�n ya gozada alguna vez. No quiere renunciar a la perfecci�n de su ni� ez, y ya que no pudo mantenerla ante las ense�anzas recibidas durante su desarro llo y ante el despertar de su propio juicio, intenta conquistarla de nuevo bajo la forma del yo ideal. Aquello que proyecta ante s� como su ideal es la sustituc i�n del perdido narcisismo de su ni�ez, en el cual era �l mismo su propio ideal. Examinemos ahora las relaciones de esta formaci�n de un ideal con la sublimaci�n. La sublimaci�n es un proceso que se relaciona con la libido objetal y consiste en q ue el / 15 / instinto se orienta sobre un fin diferente y muy alejado de la satisfacci�n sexu al. Lo m�s importante de �l es el apartamiento de lo sexual. La idealizaci�n es un proceso que tiene efecto en el objeto, engrandeci�ndolo y elev�ndolo ps�quica mente, sin transformar su naturaleza. La idealizaci�n puede producirse tanto en
el terreno de la libido del yo como en el de la libido objetal. As�, la hiperest imaci�n sexual del objeto es una idealizaci�n del mismo. Por consiguiente, en cu anto la sublimaci�n describe algo que sucede con el instinto y la idealizaci�n a lgo que sucede con el objeto, se trata entonces de dos conceptos totalmente dife rentes. La formaci�n de un yo ideal es confundida err�neamente, a veces, con la sublimaci�n de los instintos. El que un individuo haya trocado su narcisismo po r la veneraci�n de un yo ideal no implica que haya conseguido la sublimaci�n e s us instintos libidinosos. El yo ideal exige esta sublimaci�n, pero no puede impo nerla. La sublimaci�n contin�a siendo un proceso distinto, cuyo est�mulo puede p artir del ideal, pero cuya ejecuci�n permanece totalmente independiente de tal e st�mulo. Precisamente en los neur�ticos hallamos m�ximas diferencias de potencia l entre el desarrollo del yo ideal y el grado de sublimci�n de sus primitivos in stintos libidinosos, y, en general, resulta m�s dif�cil convencer a un idealista de la inadecu ada localizaci�n de su libido que a un hombre sencillo y mesurado ensus aspiraci ones. La relaci�n existente entre la formaci�n de un yo ideal y la causaci�n de la neurosis es tambi�n muy distinta de la correspondente a la sublimaci�n. La pr oducci�n de un ideal eleva, como ya hemos dicho, las exigencias del yo y favorec e m�s que nada la represi�n. En cambio, la sublimaci�n representa un medio de cu mplir tales exigencias sin recurrir a la represi�n. No ser�a de extra�ar que en contr�semos una instancia ps�quica especial encargada de velar por la satisfacci �n narcisista en elyo ideal y que, en cumplimiento de su funci�n, vigile de continuo el yo actual y lo compare con el ideal. Si tal instancia existe13, no nos sorprender� nada descubrirla, pues reconocere mos en el acto en ella aquello a lo que damos el nombre de conciencia (moral). E l reconocimiento de esta instancia nos facilita la comprensi�n del llamado delirio de au torreferencia o, mas exactamente, de ser observado, tan manifiesto en la sintomatolog�a de las enfermedades paranoicas y que quiz� puede presentarse tambi�n c omo perturbaci�n aislada o incluida en una neursis de transferencia. Los enfermos se lamentan entonces de que todos sus pensamientos son descubiertos por los dem�s y observados y espiados sus actos todos. De la actuaci�n de esta instancia les informan voces misteriosas, que les hablan caracter�sticamente en tercera p ersona. (�Ahora vuelve �l a pensar en ello; ahora se va.�) Esta queja de los enfermo s est� perfectamente justificada y corresponde a la verdad. En todos nosotros, y 13 De esta instancia ps�quica unificada al ideal del yo concibi� Freud posterior mente el S�per yo (1921-1923). (Nota de J. N.) / 16 / dentro de la vida normal, existe realmente tal poder, que observa, advierte y cr itica todas nuestras intenciones. El delirio de ser observado representa a este poder en forma regresiva, descubriendo con ello su g�nesis y el motivo por el qu e el enfermo se rebela contra �l. El est�mulo para la formaci�n del yo ideal, c uya vigilancia est� encomendada a la conciencia, tuvo su punto de partida en la influencia cr�tica ejercida , de viva voz, por los padres, a los cuales se agrega luego los educadores, los profesores y, por �ltimo, toda la multitud innumerable de las personas del medio social correspondiente (los compa�eros, la opini�n p�blica). De este modo son a tra�das a la formaci�n del yo ideal narcisista grandes magnitudes de libido esen cialmente homosexual y encuetran en la conservaci�n del mismo una derivaci�n y u na satisfacci�n. La instituci�n de la conciencia moral fue primero una encarnaci �n de la cr�tica parental y luego de la cr�tica de la sociedad, un proceso como el que se repite en la g�nesis de una tendencia a la represi�n, provocada por un a prohibici�n o un obst�culo exterior. Las voces, as� como la multitud indetermi nada, reaparecen luego en la enfermedad, y con ello, la historia evolutiva de la s conciencias regresi-
vamente reproducidas. La rebeld�a contra la instancia censora proviene ajena al deseo del sujeto (correlativamente al car�cter fundamental de la enfermedad) de desligarse de todas estas influencias, comenzando por la parental, y ajena al re tiro de ellas de la libido homosexual. Su conciencia se le opone entonces en una manera regresiva, como una acci�n hostil orientada hacia �l desde el exterior. Las lamentaciones de los paranoicos demuestran tambi�n que la autocr�tica de la conciencia coincide, en �ltimo t�rmino, con la autoobservaci�n en la cual se ba sa. La misma actividad ps�quica que ha tomado a su cargo la funci�n de la concie ncia se ha puesto tambi�n, por tanto, al servicio de la introspecci�n, que sumin istra a la filosof�a material para sus operaciones mentales. Esta circunstancia no es quiz� indiferente en cuanto a la determinaci�n del est�mulo de la formaci� n de sistemas especulativosque caracteriza a la paranoia14. Ser� muy importante hallar tambi�n en otros sectores indicios de la actividad de esta instancia cr�t ica observadora, elevada a la categor�a de conciencia y de introspecci�n filos�f ica. Recordar�, pues, aquello que H. Silberer ha descrito con el nombre de �fen� meno funcional� y que constituye uno de los escasos complementos de valor indisc utible aportados hasta hoy a nuestra teor�a de los sue�os. Silberer ha mostrado que, en estados intermedios entre la vigilia y el sue�o, podemos observar direct amente la transformaci�n de ideas en im�genes visuales; pero que, en tales circu nstancias, lo 14 Quisiera agregar a esto, solamente a manera de sugerencia, que el desarrollo y fortalecimiento de esta instancia observadora pudiera contener dentro de s� la g�nesis ulterior de la memoia (subjetiva) y del factor temporalidad, el �ltimo de los cuales no tiene empleo en los procesos inconscientes. / 17 / que surge ante nosotros no es, muchas veces, un contenido del pensamiento, sino del estado en el que se encuentra la persona que lucha con el sue�o. Asimismo ha demostrado que algunas conclusiones de los sue�os y ciertos detalles de los mis mos corresponden exclusivamente a la autopercepci�n del estado de reposo o del d espertar. Ha descubierto, pues, la participaci�n de la autopercepci�n �en el se ntido del delirio de observaci�n paranoica� en la producci�n on�rica. Esta parti cipaci�n es muy inconstante. Para m� hubo de pasar inadvertida, porque no desemp e�a papel alguno reconocido en mis sue�os. En cambio, en personas de dotes filos �ficas y habituadas a la introspecci�n, se hace quiz� muy perceptible. Recordarem os haber hallado que la producci�n on�rica nace bajo el dominio de una censura q ue impone a las ideas latentes del se�o una deformaci�n. Pero no hubimos de repr esentarnos esta censura como un poder especial, sino que denominamos as� aquella parte de las tendencias represoras dominantes en el yo que aparec�a orientada h acia las ideasdel sue�o. Penetrando m�s en la estructura del yo, podemos reconoc er tambi�n en el yo ideal y en las manifestaciones din�micas de la conciencia mo ral este censor del sue�o. Si suponemos que durante el reposo mantiene a�n alguna atenci�n, comprenderemos que la premisa de su actividad, la aut oobservaci�n y la autocr�tica, puedan suministrar una aportaci�n al contenido de l sue�o, con advertencias tales como �ahora tiene demasiado sue�o para pensar� o �ahora despierta�15. Partiendo de aqu� podemos intentar un estudio de la autoe stimaci�n en el individuo normal y en el neur�tico. En primer lugar, la autoesti maci�n nos parece ser una expresi�n de la magnitud del yo, no siendo el caso con ocer cu�les son los diversos elementos que van a determinar dicha magnitud. Todo lo que una persona posee o logra, cada residuo del sentimiento de la primitiva omnipotencia conf irmado por su experiencia, ayuda a incrementar su autoestimaci�n. Al introducir nu estra diferenciaci�n de instintos sexuales e instintos del yo, tenemos que recon ocer en la autoestimaci�n una �ntima relaci�n con la libido narcisista. Nos apoy amos para ello en dos hechos fundamentales: el de que la autoestimaci�n aparece
intensificada en las parafrenias y debilitada en las neurosis de transferencia, y el de que en la vida er�tica el no ser amado disminuye la autoestimaci �n, y el serlo, la incrementa. Ya hemos indicado que el ser amado constituye el fin y la satisfacci�n en la elecci�n narcisista de objeto. No es dif�cil, adem�s , observar que la carga de libido de los objetos no intensifica la autoestimaci� n. La dependencia al objeto amado es causa de disminuci�n de este sentimiento: e l enamorado es humilde. El que ama pierde, por decirlo as�, una parte de su narcisismo, y s�lo puede 15 No puedo precisar aqu� si la diferenciaci�n de la instancia, censora del rest o del yo es suficiente base para la distinci�n filos�fica entre conciencia y aut o-conciencia. / 18 / compensarla siendo amado. En todas estas relaciones parece permanecer enlazada l a autoestimaci�n con la participaci�n narcisista en el amor. La percepci�n de l a impotencia, de la imposibilidad de amar, a causa de perturbaciones f�sicas o a n�micas, disminuye extraordinariamente la autoestimaci�n. A mi juicio, es �sta una de las causas del sentimiento de inferioridad d el sujeto en las neurosis de transferencia. Pero la fuente principal de este sen timiento es el empobrecimiento del yo, resultante de las grandes cargas de libid o que le son sustra�das, o sea el da�o del yo por las tendencias sexuales no som etidas ya a control ninguno. A. Adler ha indicado acertadamente que la percepci� n por un sujeto de vida ps�quica activa de algunos defectos org�nicos, act�a com o un est�mulo capaz de rendimientos, y provoca, por el camino de la hipercompensaci�n, un rendimiento m�s intenso. Pero ser�a muy exagerado querer referir todo buen rendimiento a esta condici�n de una inferioridad org�nica primitiva. No to dos los pintores padecen alg�n defecto de la visi�n, ni todos los buenos oradore s han comenzado por ser tartamudos. Existen tambi�n muchos rendimientos extraordinarios basados en dotes org�nicas excelentes. En la etiolog�a de las neurosi s, la inferioridad org�nica y un desarrollo imperfecto desempe�a un papel insign ificante, el mismo que el material de la percepci�n corriente actual en cuanto a la producci�n on�rica. La neurosis se sirve de ella como de un pretexto, lo mismo que de todos los dem�s factores que pueden servirle para ello. Si una paciente n os hace creer que ha tenido que enfermar de neurosis porque es fea, contrahecha y sin ning�n atractivo, siendo as� imposible que nadie la ame, no tardar� otra e n hacernos cambiar de opini�n mostr�ndonos que permanece tenazmente refugiada en su neurosis y en su repulsa exual, no obstante ser extraordinariamente deseable y deseada. Las mujeres hist�ricas suelen ser, en su mayor�a, muy atractivas o incluso bellas, y, por otro lado, la acumulaci�n de fealdad y defectos org�nic os en las clases inferiores de nuestra sociedad no contribuye perceptiblemente a amentar la incidencia de las enfermedades neur�ticas en este medio. Las relaciones de la autoestimaci�n con el erotismo (con las cargas libidinosas de objeto) pueden encerrarse en las siguientes f�rmulas. Deben distinguirs e dos casos, seg�n que las cargas de libido sean egosint�nicas o hayan sufrido, por lo contrario, una represi�n. En el primer caso ( dado un empleo de la libido aceptado por el yo), el amor es estimado como otra cualquier actividad del yo. El am or en s�, como anhelo y como privaci�n, disminuye la autoestimaci�n, mientras qu e ser amado o correspondido, habiendo vuelto el amor a s� mismo, la posesi�n del objeto amado, la intensifica de nuevo. Dada una represi�n de la libido, la carg a libidinosa es sentida como un grave vaciamiento del yo, la satisfacci�n del am or se hace imposible, y el nuevo enriquecimiento del yo s�lo puede tener efecto retrayendo de los objetos la libido que los invest�a. La vuelta de la libido objetal al yo y su transformaci�n en narcisismo representa como si fuera de nuevo un amo
r di/ 19 / choso, y por otro lado, es tambi�n efectivo que un amor dichoso real corresponde a la condici�n primaria donde la libido objetal y la libido del yo nopueden dif erenciarse. La importancia del tema y la imposibilidad de lograr de �l una visi �n de conjunto justificar�n la agregaci�n de algunas otras bservaciones, sin ord en determinado. La evoluci�n del yo consiste en un alejamiento del narcisismo primario y crea una intensa tendencia a conquistarlo de nuevo. Este alejamiento sucede por medio del desplazamiento de la libido sobre un yo ideal impuesto desde el exterior, y la satisfacci�n es proporcionada por el cumplimiento de este ideal. Simu lt�neamente ha destacado el yo las cargas libidinosas de objeto. Se ha empobrecido en favor de estas cargas, as� como del yo ideal, y se enriquece de nuevo por las satisfacciones logradas en los objetos y por el cumplimiento del ideal. Una parte de la autoestima es primaria: el residuo del narcisismo infantil; otra procede de l a omnipotencia confirmada por la experiencia (del cumplimiento del ideal); y una tercera, de la satisfacci�n de la libido objetal. El yo ideal ha conseguido la satisfacci�n de la libido en los objetos bajo condiciones muy dif�ciles, renunc iando a una parte de la misma, considerada rechazable por su censor. En aquellos casos en los que no ha llegado a desarrollarse tal ideal, la tendencia sexual d e que se trate entra a formar parte de la personalidad del sujeto en forma de pe rversi�n. El ser humano cifra su felicidad en volver a ser su propio ideal una v ez m�s como lo era en su infancia, tanto con respecto a sus tendencias sexuales como a otras tendencias. El enamoramiento consiste en una afluencia de la libido del yo al objeto. Tiene el poder de levantar represiones y volver a instituir p erversiones. Exalta el objeto sexual a la categor�a de ideal sexual. Dado que ti ene afecto, seg�n el tipo de elecci�n de objeto por apoyo, y sobre la base de la realizaci�n de condiciones er�ticas infantiles, podemos decir todo lo que cumpl e estas condiciones er�ticas es idealizado. El ideal sexual puede entrar en una interesante relaci�n auxiliar con el yo ideal. Cuando la satisfacci�n narcisista tropieza con obst�culos reales, puede ser utilizado el ideal sexual como satisf acci�n sustitutiva. Se ama entonces, conforme al tipo de la elecci�n de objeto narcisista. Se ama a aquello que hemos sido y hemos dejado de ser o aquello que posee perfecciones de que carecemos. La f�rmula correspondiente ser�a: es amado aquello que posee la perfecci�n que le falta al yo para llegar al ideal. Este ca so complementario entra�a una importancia especial para el neur�tico, en el cual ha quedado empobrecido el yo por las excesivas cargas de objeto e incapacitado para alcanzar su ideal. El sujeto intentar� entonces retornar al narcisismo, eligiendo, conforme al tipo narcisista, un ideal sexual que posea las perfecciones que �l no puede alcanzar. Esta ser�a la curaci�n por el amor, que el sujeto prefiere, en general , a la anal�tica. Llegara incluso a no creer en la posibilidad de otro medio de curaci�n e iniciar� el / 20 / tratamiento con la esperanza de lograrlo en ella, orientando tal esperanza sobre la persona del m�dico. Pero a este plan curativo se opone, naturalmente, la inc apacidad de amar del enfermo, provocada por sus extensas represiones. Cuando el tra tamiento llega a desvanecer un tanto esta incapacidad surge a veces un desenlace indeseable; el enfermo se sustrae a la continuaci�n del an�lisis para reali zar una elecci�n amorosa y encomendar y confiar a la vida en co�n con la persona amada el resto de la curaci�n. Este desenlace podr�a parecernos satisfactorio s i no trajese consigo, para el sujeto, una invalidante dependencia de la persona que le ha prestado su amoroso auxilio. Del ideal del yo parte un importante cam
bio para la comprensi�n de la psicolog�a colectiva. Este ideal tiene, adem�s de su parte individual, su parte social: es tambi�n el ideal com�n de una familia, de una clase o de una naci�n. Adem�s de la libido narcisista, atrae a s� gran ma gnitud de la libido homosexual, que ha retornado al yo. La insatisfacci�n provocada por el incumplimiento de este ideal deja eventualmente en libertad un acopio de la libido homosexul, que se convierte en conciencia de la culpa (angustia social). Este sentimiento de culpabilidad fue, originariamente, miedo al castigo de los padres o, m�s exactamente, a perder el amor de los mismos. M�s tarde, los padres quedan sustituidos por un indefinido n�mero de compa�eros. La frecuente causaci�n de la paranoia por una mortificaci�n del yo; esto es, por la frustraci�n de satisfacci�n en el campo del ideal de yo, se nos hace as� comprensible, e igualmente la coincidencia de la idealizaci�n y la sublimaci�n en el ideal del yo como la involuci�n de las sublimaciones y a event ual transfor-maci�n de los ideales en trastornos parafr�nicos. / 21 /