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Compendio de cuestiones y polémicas sobre materialismo religioso

Dios en la filosofía de Gustavo Bueno Alfonso Fernández Tresguerres Publicado en J. L. Cabria y J. Sánchez-Gey (eds.), Dios en el pensamiento hispano del siglo XX, Ediciones Sígueme, Salamanca 2002, págs. 291-331 La reflexión filosófica de Gustavo Bueno sobre la religión parte de una constatación que nos parece difícilmente discutible, y es ésta: que siendo Dios (como en efecto es) uno de los contenidos esenciales de la religión, ésta no puede, pese a todo, identificarse sin más con Él. Y que esto es así lo prueba el hecho de que la religión (las religiones) se halla constituida por múltiples y diversos fenómenos que no tienen una relación directa e inmediata con Dios (a menos que con el padre Schmidt y la Escuela de Viena estemos dispuestos a hacer del hombre del Paleolítico un teólogo que habría llegado a la idea del Dios único y metafísico; un Dios que se habría mantenido latente en todas las formas primitivas de religiosidad). Al contrario: más bien habría que decir que Dios (el Dios de las grandes religiones monoteístas) es un contenido muy tardío en el desarrollo y desenvolvimiento de la historia de las religiones. Sólo cuando tenga lugar (por influjo, sin duda, de la filosofía griega) una enérgica rectificación del delirio mitológico propio de las religiones politeístas (de lo que Bueno llamará religiones secundarias) comenzará a abrirse paso la idea del Dios único propio del monoteísmo (de las religiones terciarias). Se trata, por tanto, de que la Idea de Dios ni agota ni recubre todo el campo de la fenomenología religiosa, y por lo mismo tampoco Dios puede ser visto como el contenido nuclear de la religión a partir del cual podría explicarse la génesis y desarrollo de las formas de religiosidad. Pero es que además existe otra importante razón que obliga a negar drásticamente la identificación entre Dios y la religión, y es que, en último término, cabe constatar la existencia de concepciones de Dios (de teologías, diríamos) que suponen la negación de la religión misma. Es el caso del Dios de Aristóteles, con el que no cabe mantener relación de ningún tipo, y, desde luego, tampoco ese peculiar tipo de relación a la que cabría calificar de «religiosa», porque el Dios aristotélico (motor inmóvil, pensamiento que se piensa a sí mismo) ni conoce el mundo ni la existencia del género humano. Otro tanto sucede con los dioses epicúreos, y lo mismo podría decirse del Dios de los deístas, al menos de aquéllos que se encuadran en las posiciones más radicales, como es el caso de Voltaire. Esta distinción de carácter ontológico entre Dios y la religión conduce a Gustavo Bueno a otra importante distinción, ahora de carácter gnoseológico, entre Teología natural (que quiere ser ante todo Teología filosófica) y Filosofía de la religión, y al análisis de sus relaciones mutuas y de sus peculiaridades y alcances respectivos en tanto que saberes sobre la religión. Comenzaremos por esta segunda cuestión para volver luego a Dios y a la religión.

I Teología natural y Filosofía de la religión En una sociedad dada es posible detectar la presencia de múltiples creencias (no todas ellas de carácter religioso, desde luego); creencias (nebulosas ideológicas, nubes de creencias más que sistemas plenamente organizados) que por fuerza entran en contacto y relación entre sí (de naturaleza conflictiva muchas veces), por lo que se ven obligadas a definir sus contornos, a delimitarse frente a las otras, a fundamentarse, en suma. Gustavo Bueno utiliza el término «nematología» para referirse a la actividad doctrinal que las diversas nubes de creencias despliegan con el propósito de alcanzar los objetivos antes señalados. Nematológicas son, pues, todas aquellas especulaciones –mitológicas, ideológicas, filosóficomundanas incluso, pero siempre doctrinales– encaminadas a establecer, fundamentar y justificar las coordenadas de una creencia determinada. Pero dicho esto, es necesario establecer alguna discriminación entre los diversos saberes nematológicos, pues no todos ellos son idénticos ni se presentan en el mismo plano. Por lo pronto, algunos son internos a la creencia en cuestión, en tanto que otros quieren mantenerse en el exterior de la misma (aunque, como es obvio, hayan brotado genéticamente de ella). En el primer caso hablaríamos de Nematología positiva, y en el segundo de Nematología preambular. La nematología positiva se ocupa de la reconstrucción y reexposición de los

contenidos de la creencia (Nematología positiva dogmática, «filológica»); mas también de la axiomatización de esos contenidos utilizando instrumentos que pertenecen a otros ámbitos distintos a la creencia en cuestión (Nematología sistemática o escolástica). Por último, la nematología positiva puede intentar regresar desde las creencias a los fundamentos desde los cuales aquéllas (en una perspectiva emic) se han constituido (Nematología fundamental). En cambio, la nematología preambular aspira a la reconstrucción y fundamentación de las creencias, pero «desde fuera», es decir, desde otros sistemas distintos a la nube ideológica de referencia y, por lo tanto, desde supuestos distintos a ella. Pues bien, cuando las creencias vienen referidas a instituciones constituidas a partir de religiones positivas terciarias (religiones monoteístas), la Nematología se presenta como Teología (porque ahora será Dios el contenido central de la creencia). En consecuencia, Bueno sostendrá de manera tajante que la Teología no es otra cosa que la Nematología de las nebulosas de creencias organizadas en torno a la Iglesia Romana y que la supuesta racionalización teológica es pura y simple actividad nematológica (sin que ello signifique, desde luego, que toda actividad nematológica sea de carácter teológico. Existen, por supuesto, múltiples nematologías de creencias que no tienen nada que ver con la religión. O dicho de otro modo: la Teología es nematología, pero no toda nematología es teológica). Paralelamente a la clasificación anterior, hablaremos ahora de una Teología positiva que, interna a la nube de creencias, parte de la fe, de la Revelación, sin intentar reducirla a la razón, sino, a lo sumo, delimitar el misterio, que intenta, en definitiva, leer en el libro de las Sagradas escrituras, y que puede presentarse, según los casos, como Teología dogmática, Teología escolástica y Teología fundamental. La pregunta es qué papel cabría asignar a la razón en el ámbito de la Teología dogmática, toda vez que los contenidos de ésta son declarados praeterracionales, praetelógicos o prelógicos. Según Bueno, la enorme diversidad de posturas al respecto podrían encajar en tres grupos: a) las que entienden la Teología dogmática como Teología ilativa: aquélla que mediante el «silogismo teológico» (que parte de una premisa mayor cuyo origen es la fe, y una premisa menor basada en la razón natural para alcanzar una conclusión teológica) intenta extraer conclusiones del inagotable deposito revelado; b) las que la entienden como Teología analógica o transpositiva: que intenta la re-exposición o transposición de un dogma dado a un sistema racional previo (por ejemplo, el dogma de la Santísima Trinidad a parámetros ópticos: Dios-Padre es el rayo de luz que se refleja en una espejo (Dios-Hijo) dando lugar a un nuevo rayo de vuelta (Dios-Espíritu Santo); y c): aquéllas que la ven como Teología dogmática estructural o interna: encargada de establecer comparaciones entre dogmas distintos. Y hablaríamos de Teología preambular, cuando, al contrario que la anterior, ya no es interna a la creencia, desde el momento en que pretende presentarse como Ciencia o Filosofía, y no parte de la Revelación, sino de la Naturaleza (quiere leer, diríamos, en el libro de la Naturaleza), aunque, en último término, sea la Revelación quien orienta esos conocimientos naturales. Teología preambular es, en una palabra, Teología natural: intento de justificar y fundamentar racionalmente la creencia religiosa terciaría, de reducir racionalmente tal creencia a sistemas de creencias mundanas. La cuestión que ahora es preciso plantear es la siguiente: ¿se podría afirmar que en la Teología natural se encuentra una respuesta adecuada a la pregunta por la religión? La respuesta de Bueno es terminante: en absoluto. Más aun: de lo que llevamos dicho parece deducirse la tesis según la cual (como nematología que es) más que un saber, en sentido estricto, sobre la religión es ella misma un fenómeno religioso que ha de poder ser explicado por una verdadera teoría de la religión (obviamente, la tesis nos parece que cobra carácter de evidencia referida a la Teología positiva). Y la forma en que dicho fenómeno es explicado por la Filosofía de la religión de Gustavo Bueno acabamos de verla: la Teología es mera actividad nematológica. Pero no se trata únicamente de que para poder considerar que la Teología natural responde adecuadamente a la pregunta por la religión fuera necesario compartir las creencias en torno a las cuales se articula (aunque algo de eso hay, desde luego; lo que nuevamente resulta mucho más claro en el caso de la Teología positiva). La cuestión es, gnoseológicamente hablando, mucho más interesante que todo eso. La Teología natural estructura y organiza sus contenidos en torno a la Idea de Dios. Pero Dios, como hemos comenzado señalando, no puede identificarse sin más con la religión ni puede ser considerado tampoco el contenido nuclear de la misma. Ocurre que el Dios de la Teología natural es el Dios

de la Ontoteología, y el problema de su existencia es competencia de la Ontología, no de la Filosofía de la religión en cuanto tal, y por eso la Teología natural se resuelve en Metafísica y no en una verdadera Filosofía de la religión. La gran diferencia entre una y otra es que ésta organiza sus contenidos no en torno a Dios, sino en torno al Hombre, que es quien se nos presenta como religioso, y por eso es Antropología filosófica, no Metafísica. Por lo demás, cabría añadir que el Dios de la Teología natural no es algo que pueda presuponerse como una realidad ya dada, en torno a la cual pudiera irse organizando dicha disciplina; y esto significa que sólo si se prueba efectivamente la existencia de Dios puede haber Teología, esto es, ciencia (logos) sobre Él. Pero, en cualquier caso, desde el momento en que la Teología centra sus contenidos y desarrollos en torno a Dios, se está cerrando a sí mismo el paso hacia una comprensión de los fenómenos religiosos, porque Dios –repitámoslo una vez más– no es la religión, y por eso, una vez que la Ontología se haya pronunciado sobre la existencia de Dios (tanto si ese pronunciamiento es afirmativo como si no lo es) todavía falta por explicar la religión misma, de la que hasta ese momento no se ha dicho gran cosa; aunque, ciertamente, lo que se ha dicho (que hay Dios o que no lo hay) sea fundamental. Lo que queremos decir es que negar o afirmar la existencia de Dios no es suficiente para considerar que se ha dado respuesta a la pregunta por la religión. Por eso ni la Teología natural (que la afirma) ni tantas filosofías ateas (que la niegan) pueden ser consideradas verdaderas filosofías de la religión. Dios es un fenómeno religioso, mas no la religión misma, de ahí que la respuesta a la pregunta por la existencia de aquél no pueda ser vista como respuesta adecuada ni suficiente a la pregunta por la esencia de ésta. La primera de esas preguntas (insistimos) ha de ser respondida por la Ontología; la segunda, por la Filosofía de la religión; Filosofía de la religión que, por supuesto, no ha de pensarse exenta de cualesquiera premisas ontológicas, como tampoco lo está de cualesquiera premisas antropológicas. Una filosofía de la religión es imposible –e impensable– al margen de una determinada concepción de la realidad y al margen de una determinada concepción sobre el hombre, y, en consecuencia, como tal disciplina filosófica ha de verse necesariamente dependiente de una determinada Ontología y de una determinada Antropología filosófica. Pero esto es una cuestión distinta. Lo que ahora intentamos aclarar es que de ninguna manera estamos autorizados a confundir la Ontología misma –la Ontoteología– con la Filosofía de la religión, y esto es precisamente lo que hace la Teología natural, tanto en su versión escolástica, medieval y moderna, como ilustrada, es decir, deísta. En la Escolástica (principalmente en Santo Tomás de Aquino), cualquiera que sea la valoración que pueda merecernos la Teología natural, en tanto que posicionamiento racionalista frente a las tendencias fideístas e irracionalistas del momento, es claro, sin embargo, que acaba por cristalizar en un cuerpo doctrinal, de carácter racional, sin duda, pero que no es, ciertamente, Filosofía de la religión, sino Ontología; y aun en el supuesto de que en dicha Ontología pudieran encontrarse las premisas de una verdadera Filosofía de la religión (en la medida en que los Preambula fidei pudieran ser vistos como un intento de fundamentación racional de todas las religiones), es decir, aun en el supuesto de que admitamos que se da un regressus efectivo de los fenómenos a las Ideas, es obvio que en el progressus queda bloqueada la comprensión adecuada de la religión, ya que desde esas Ideas determinadas es imposible cubrir la totalidad del campo fenoménico, desde el mismo momento en que muchos de esos fenómenos (y seguramente aquéllos más significativos) son declarados de naturaleza sobrenatural, y por ello accesibles sólo a la fe, no a la razón. Y por lo que respecta al cuerpo fenoménico de otras religiones distintas a la cristiana, será declarado de naturaleza demoníaca o tildado de mera idolatría. En la fase ilustrada, la teoría de la religión articulada en torno al concepto de «religión natural» de los deístas (Voltaire, Rousseau, &c.) rechaza todo contenido que no sea racional, lo que al cabo supone quedarse tan sólo con la afirmación de la existencia de Dios, a la que se llegará mediante una argumentación a posterioribasada en las causas finales (el Dios-relojero de Voltaire puede servirnos de ejemplo); un Dios que, después de todo, no pasa probablemente de ser un simple concepto metafísico que seguramente acaba por hacer tan imposible la religión misma como lo hacía el Dios aristotélico. Una concepción de Dios, en suma, que constituye seguramente la antesala del ateísmo moderno. Pero en todo caso, lo que ahora nos interesa subrayar es que el deísmo, lo mismo que había hecho antes la Escolástica, reduce el problema de la religión al problema de Dios, o lo que es lo mismo, la Filosofía de la religión a Ontoteología, y aunque a diferencia del pensamiento escolástico, que considera el cuerpo doctrinal del cristianismo de naturaleza sobrenatural, los deístas definan como simple superstición el campo fenoménico positivo de las religiones todas (sin excluir la cristiana),

porque superstición es para ellos toda proposición religiosa que no sea la escueta afirmación de la existencia de Dios, es evidente, no obstante, que con todo ello se está renunciando a la elaboración de una verdadera teoría de la religión, ya que la fenomenología religiosa resulta segregada de la teoría misma, encomendándose su clarificación y explicación a la Psicología, la Sociología, la Historia o a alguna otra disciplina científica particular. Así pues, que entre la Filosofía de la religión y la Teología natural pueda darse una convivencia pacífica, una suerte de complemento y cooperación, como no hace mucho tiempo pedía Juan Pablo II en una de sus encíclicas, es, según Gustavo Bueno, una pura ilusión. Mas bien habría que decir que cada una de esas disciplina se constituye por negación explícita de la otra, y por eso se entiende perfectamente que la Filosofía de la religión no haya podido surgir durante el reinado y dominio aplastante de la Teología natural, esto es, durante la escolástica cristiana medieval y moderna (ésta última representada muy especialmente por la escolástica española, con Francisco Suárez a la cabeza). Solamente cuando en el siglo XVIII se produzca la crisis y derrumbamiento de la Ontoteología (demolición que hay que atribuir de manera fundamental a Kant) comienza a abrirse paso la Filosofía de la religión, como disciplina autónoma y con pleno derecho a ocupar un lugar en el conjunto de las disciplinas filosóficas. Ahora bien, el pensamiento kantiano supone, es cierto, la ruina de la Ontoteología, pero no la de la misma Idea de Dios, que será considerada ahora ilusión trascendental, como componente esencial de la conciencia humana. A partir de este momento será factible el intento de repensar y reexponer el campo fenoménico positivo de la religión, no ya en términos sobrenaturales, como quiere el pensamiento escolástico, ni tampoco en términos sociológicos (como imposturas) o psicológicos (como alucinaciones), tal como pretenden los deístas, sino en términos de desarrollo de la conciencia, tal como hará Hegel, el año 1824, en sus Lecciones sobre filosofía de la religión, lo que supone la definitiva implantación de esta disciplina en el conjunto de las disciplinas filosóficas (sin olvidar el precedente de Espinosa, en su Tratado teológico-político, analizado muy detenidamente por Bueno en El animal divino). Pero, como ya hemos tendido ocasión de señalar, es preciso percatarse de que el cambio de perspectiva que se ha producido en la forma de plantearse la pregunta por la religión es muy profundo, porque ahora la problemática por ella suscitada ya no se resolverá en Dios (como en el caso de la Teología Natural), sino en el hombre. Y de este modo, la Filosofía de la religión se constituye como un subsistema de la Antropología filosófica; un subsistema que pretende dar cuenta de todos los fenómenos religiosos, que son fenómenos humanos. Por ese motivo no cabe imaginar una filosofía de la religión como disciplina «exenta», libre de cualquier premisa o presupuesto filosóficos; por el contrario, la Filosofía de la religión depende muy directamente de las posiciones de la Antropología filosófica a partir de la que se constituye, la cual, a su vez, carece de sentido al margen de un sistema filosófico global, en el que, entre otras cosas, se adopten compromisos ontológicos muy fuertes. Por eso, la Filosofía de la religión es materialista o es espiritualista, es antropocéntrica o no, y según lo que sea, así serán sus relaciones con la Teología natural. Mas si se persiste en definir con un término las relaciones entre ambas disciplinas, ese término no ha de ser otro que el de «incompatibilidad», en absoluto «armonía». La Filosofía de la religión se constituye en confrontación con la Teología natural, y por eso no es casual que sea posterior a ésta y que sólo comience a despuntar cuando se produce la crisis de la Ontoteología, esto es, en el momento en el que nace la duda respecto al Dios de las religiones terciarias. O dicho de forma todavía más radical: el horizonte desde el que es posible la Filosofía de la religión (en tanto que pregunta por la esencia de ésta) es el ateísmo (no tiene ningún sentido que se pregunte qué es la Religión el creyente terciario, dado que sobradamente cree saberlo ya). Por eso en modo alguno era de esperar que se hubiese constituido una disciplina como la Filosofía de la religión en la Edad Media, momento de apogeo del reinado de la Teología natural (reinado que se extiende incluso hasta el siglo XVI) ni tampoco en la Antigüedad, aunque en este caso por razones distintas: precisamente, por no hallarse constituidas las religiones terciarias. Todo esto no quiere decir, desde luego, que tras la crisis de la Ontoteología no pueden detectarse nuevos ensayos (incluso en el momento presente) de nematologías religiosas que, aunque acogidas formalmente bajo el rótulo. Filosofía de la religión aunque presentadas, por tanto, formalmente como Filosofía, son en realidad, Teología, y más en concreto Teología preambular. Este es el caso, según Bueno, de X. Zubiri y su concepto de «religación».

Zubiri parte de un supuesto (que es, en realidad, una mera creencia religiosa): todos los hombres, en tanto que son criaturas de Dios, están vinculados a Él en su mismo ser, constitutivamente. Esa vinculación es la religación, y esa religación es el fundamento de la religión. Tal concepto de religación metafísica (metafísica, porque el término de esa relación es algo in-determinado, in-finito, el ser fundante,la Poderosidad infinita) es un intento manifiesto y voluntario de mantener la problemática y la concepción de la religión en el ámbito de las religiones terciarias, presuponiendo, además, la fe cristiana. Observemos que ese supuesto general se desdobla (por así decirlo) en otros dos: primero, que existe un ens fundamentale de naturaleza divina; y segundo, que ese ser es el correlato de la relación trascendental implicada en la religión. Ahora bien, si negamos la existencia de Dios, no tiene ningún sentido hablar de su función religadora o apoderante. Para que toda la construcción metafísica de Zubiri tenga algún sentido, hay que comenzar por presuponer (y es mucho presuponer) que Dios existe. Pero es que ni siquiera aceptando ese supuesto se podría mantener la idea de religación: un ser personal, infinito (aun en el absurdo de que fuese consciente) no puede ser religador de la conciencia humana porque la absorbería, la disolvería en su misma infinitud. No hay, pues, forma alguna de considerar el planteamiento de Zubiri, no ya una filosofía verdadera de la religión, sino ni siquiera una verdadera filosofía: es antes religión que Filosofía. Se trata de la ideología nematológica característica de las religiones terciarias, desde la que no es posible comprender ni explicar los fenómenos religiosos, ni tan siquiera de delimitarlos adecuadamente, porque habría que concluir que todo ente finito (desde el momento en que es criatura de Dios), y no sólo el hombre, está religado. Todos: hombres, animales, plantas y seres inanimados son religiosos. Nos hallamos, así, ante una especie de pansebia(de piedad universal, de religación universal genérica), desde la que únicamente a través de una serie de «saltos» gratuitos se podría introducir ex abrupto (que no reconstruir) el campo de las ciencias y la Filosofía de la Religión: un primer salto habría de conducirnos desde la pansebia (que no es Religión, en sentido antropológico) hasta la religación personal; y un segundo salto nos llevaría desde esa religación personal, estricta (aunque todavía en un sentido genérico abstracto), hasta las religiones positivas. por qué no todos ellos son religiosos y por qué no todas las religiones son terciarias? ¿Respuesta de Zubiri? Mediante la construcciónPor lo demás, Zubiri tendría aún que respondernos a la siguiente pregunta: si todos los hombres están religados al Dios terciario, ¿ ad hoc del concepto de desfundamentación: el ateo es el hombre desfundamentado. (Permítasenos añadir por nuestra parte que, si a esto añadimos el juicio de San Anselmo, tendríamos que nuestro pobre ateo es un insensato desfundamentado, lo que sin duda debe ser algo terrible.) Ahora bien, Gustavo Bueno no tiene el menor inconveniente (más bien todo lo contrario) en utilizar el término «religión» (siguiendo la tradición de Lactancio) en el sentido de religatio, positiva, no metafísica, porque ahora el término de la relación son entidades positivas, reales):religación, porque entender la Religión como un fenómeno de religación constituye, a su juicio, la forma más adecuada, tanto gnoseológica como ontológicamente, de englobar y comprender ese conjunto de fenómenos a los que llamamos «fenómenos religiosos». Para ello, como es lógico, se necesita efectuar un enérgica reinterpretación de lo que haya de entenderse por «religación». Gustavo Bueno la definirá como el tipo de relación trascendental asimétrica que los sujetos humanos pueden mantener con entidades positivas que figuren como reales, y que, en principio, puede ser cualquiera de las clases que forman parte del espacio antropológico (personas, animales o cosas); relación trascendental porque la relación no se nos presenta como previamente dada a los términos ya constituidos entre los cuales se establece, sino como constitutiva ella misma de al menos uno los términos (en el caso de la religión, constitutiva de los dos: del hombre mismo, mas también del animal en numen); y asimétrica porque, evidentemente, del hecho de que A este religado con B, no se sigue que B esté religado con A. De este modo, la religión podría ser interpretada en términos de una estructura interna de asimetría trascendental entre el hombre y determinadas entidades reales. Según cuáles sean esas entidades, es decir, según el término de la religación, se distinguirían cuatro géneros de religación positiva ( (1) Religación de primer género (religación cultural): establecida entre los sujetos humanos y elementos no subjetuales, pero inmanentes al campo antropológico. Por ejemplo, la religación entre el hombre y sus herramientas. Se trata, en general, de la religación del hombre a sus propios productos culturales.

(2) Religación de segundo género (religación personal): entre los sujetos humanos y términos subjetuales e inmanentes; por tanto, otros sujetos humanos. Por ejemplo, la relación asimétrica niño/adulto. (3) Religación de tercer género (religación cósmica): entre sujetos humanos y términos no subjetuales y trascendentes (lo que no significa que no formen parte del espacio antropológico). Por ejemplo, la bóveda celeste, el Sol. (4) Religación de cuarto género (religación religiosa): entre sujetos humanos y términos subjetuales, pero trascendentes al campo antropológico; por tanto, sujetos no humanos, pero finitos. Así, la relación (emic) de los hombres con los dioses olímpicos, o del hombre paleolítico con los animales. Estos cuatro géneros de religación nos permiten (y esto es esencial para comprender que, a diferencia de la religación metafísica, la religación positiva se mantiene en el ámbito de la Filosofía de la religión), nos permiten –decimos– elaborar una Teoría de teorías sobre la Religión. Tendríamos así: (1) Teorías culturales: la Religión puede reducirse esencialmente al primer género de religación. La religación del hombre a sus formas culturales (la religión del hombre es su cultura). La religión así entendida sería básicamente fetichismo. (2) Teorías circulares: reducción al segundo género. La Religión es la religación del hombre a sus héroes (así, Evhmero, Comte o Durkheim, aunque en los dos últimos casos el término de la religación no es el héroe, sino la sociedad humana, la Humanidad incluso. También Feuerbach, para quien el hombre habría hecho a Dios a su imagen y semejanza). Ahora la religión se nos presenta más bien como ética, moral o política. (3) Teorías cósmicas o naturalistas: reducción al tercer género. Religión como religación con elementos de la Naturaleza. La religión se nos descubriría ahora como panteísmo. (4) Teorías angulares: reducción al cuarto género. La esencia de la Religión se encuentra en la conducta intencional o efectiva de los sujetos humanos ante otros sujetos no humanos (en el caso de la filosofía materialista de la religión esos sujetos son los númenes animales). El caso límite de las teorías angulares se encontraría en la religación metafísica, concepción ideológica (como hemos dicho) propia de las religiones terciarias. El concepto de religación positiva que hemos esbozado, según el cual sólo hay religación, y, por supuesto, religación religiosa, cuando el referente de tal religación sean entidades positivas reales, le sirve a Bueno para ensayar, al mismo tiempo, una distinción entre lo «religioso» y lo «sagrado», tan frecuente y acríticamente identificados. Pero lo sagrado no puede, según Bueno, identificarse sin más con lo religioso, porque tiene un campo mucho más extenso. Diríamos que lo sagrado podría entenderse como un género del que lo religioso sería una de sus especies, pero no la única. Lo religioso sería lo sagrado en tanto que tiene connotaciones de carácter conductual y personal, es decir, lo numinoso (si es cierto que, como afirma Bueno, el origen de la religión se encuentra en la relación o religación con númenes personales). Pero lo sagrado que, en principio, podría definirse de manera negativa: como lo no-profano, tiene como especies propias no sólo a lo numinoso, sino también a lo santo y al fetiche. Númenes, santos y fetiches, tales serían, según Bueno, las especies de lo sagrado. Pero de ellas, sólo la primera (y en menor medida la segunda) tiene que ver directamente con la religión, por lo que, como decimos, no cabe sostener la identificación entre lo sagrado y lo religioso como si se tratase de una misma cosa. Lo sagrado se delimita siempre sobre el fondo de lo profano, lo presupone, siendo lo profano, como dice Bueno, el «territorio originario», que no necesita definirse en función de lo sagrado, sino al revés (lo sagrado es lo no-profano). Y esto significa que lo sagrado puede verse como procediendo siempre del mundo profano y constituyéndose a partir de determinados contenidos que desde éste son vistos como algo extraordinario, anómalo e irreducible a lo cotidiano, a lo prosaico de la vida, sin que ello signifique que todo lo extraordinario haya de ser visto necesariamente como sagrado, porque lo sagrado, que sería, en definitiva, la característica que poseen determinados valores asociados a contenidos del espacio antropológico (las cosas sagradas están referidas siempre a los hombres, son sagradas para los hombres) sólo llega a serlo realmente, dice Bueno, cuando toma la forma de una presencia sui generis, cuando desborda esos contenidos del espacio antropológico con un prestigio sui generis (por ejemplo, algo es sagrado no sólo porque provoque temor a respeto, sino porque posee algo sui generis que lo produce).

Esos valores de lo sagrado a los que nos hemos referido pueden ser puestos en relación no sólo con los ejes del espacio antropológico, sino también con los cuatro géneros de religación de los que hemos hablado. Así, al eje radial, en el que se encuadran el primer y tercer género de religación, esto es, la religación cultural y la religación cósmica, le correspondería como modo o especie de lo sagrado los fetiches; al eje circular y a la religación personal, los santos; por último, al eje angular y a la religación religiosa, los númenes. Incluso (aunque con muchos matices en los que no podemos detenernos ahora), puede verse en las distintas formas de religión la presencia dominante de una u otra de estas especies de lo sagrado: en la religión primaria los númenes; en la secundaria los fetiches; en la terciaria los santos. El materialismo filosófico de Gustavo Bueno rechaza, por supuesto, toda hipóstasis de lo sagrado que suponga la existencia de cualquier sustancia o ente actuando detrás de las cosas sacras y manifestándose a través de ellas, pero no tiene inconveniente en reconocer en lo sacro a ese plus inagotable y borroso (relativo a cada época histórica) que se escapa a las pretensiones reductoras de la ciencia, que indica que el análisis de lo sagrado desde las categorías científicas no agota la totalidad de sus contenidos.

II Las ciencias de la religión Enseguida volveremos a la religación y al origen de la religión. Pero antes debemos ocuparnos de otra importante cuestión. Gustavo Bueno ha recusado severamente las pretensiones de la Teología natural de constituirse en el saber por excelencia sobre la religión, de responder a la pregunta por la esencia de ésta. Pero, ¿qué decir de las ciencias de la religión? ¿No tendrán, después de todo, razón los deístas al encomendar a distintas ciencias la clarificación y explicación de los fenómenos religiosos?, es decir, ¿no será el problema de la religión un problema que cabe resolver en clave eminentemente científica (psicológica, sociológica, antropológica, histórica, o una mezcla de todas esas perspectivas)? La respuesta de Bueno vuelve a ser en este punto terminantemente negativa. La filosofía materialista de la religión de Gustavo Bueno reconoce, en efecto, la existencia de múltiples ciencias de la religión, en el sentido de que los más diversos fenómenos religiosos entran ocasionalmente a formar parte del campo gnoseológico cubierto por distintas disciplinas científicas (fenómenos con los que dichas disciplinas pueden mantener relaciones tanto de neutralidad como de incompatibilidad). Y reconoce también la importancia de tales disciplinas científicas y la obligación inexcusable que tiene la Filosofía de la religión de contar con ellas, al menos mientras no abdique de lo que Bueno considera el método filosófico por excelencia: el método platónico de regressus (de los fenómenos a las Ideas) y de progressus (de las Ideas a los fenómenos), ya que es en alguno de esos ámbitos científicos donde se nos dan algunos de los fenómenos religiosos más significativos. Ahora bien, lo que Bueno niega es que exista una «ciencia de la religión», en el sentido de que la respuesta a la pregunta por la religión pueda considerarse establecida en el «cierre» de cualquiera de esas disciplinas científicas. ¿Dónde situar, en efecto, el «cierre» de la Psicología, la Sociología o la Antropología de la religión? Desde su punto de vista, en ningún sitio, y la razón general es que «Religión» no es una Categoría, sino una Idea; y una Idea que sólo puede ser clarificada removiendo todo un conjunto Ideas que forzosamente entran relación con ella, por lo que sería ilusorio suponer que su estructuración pudiese llevarse a cabo en un ámbito categorial determinado; antes bien, en tanto que tales Ideas son objeto propio de la Filosofía. Así pues, existen, ciertamente, múltiples ciencias de la religión, mas sólo en sentido oblicuo o intencional, pero no en sentido recto o efectivo. Concretamente, esas ciencias pueden, según Bueno, ser clasificadas en dos grupos, atendiendo al hecho de que se mantengan en un plano genérico o en un plano específico respecto a los fenómenos religiosos. Las ciencias del primer grupo se ocupan, ciertamente, de aspectos esenciales de la religión, pero no específicos de ella (y, desde luego, tampoco nucleares). Desde la perspectiva de estas ciencias, los fenómenos religiosos se nos muestran en lo que tienen de común con otros fenómenos no religiosos, lo que viene a

significar que tales disciplinas desbordan el ámbito propio y específico de la religión, por cuanto tales fenómenos no son exclusivos de la religión misma, sino propios también de otras conductas no religiosas. Dos ciencias son las que principalmente habría que incluir en este grupo: la Psicología de la religión y la Antropología (social o cultural) de la religión. Respecto a la primera podría servir como ejemplo la obra clásica de W. James, Las variedades de la experiencia religiosa. La objeción fundamental que habría que presentar a la Psicología de la religión es que no resulta ni mucho menos evidente que la religión sea un fenómeno psicológico (por otra parte, idéntica impugnación se hace, dentro de las mismas ciencias de la religión, por planteamientos sociológicos, caso de Durkheim, o por antropólogos, como Lévi-Strauss). Y si ello es así, sino es obvio que la religión sea un fenómeno religioso, difícilmente se puede esperar que la Psicología dé cuenta de la esencia de la religión. A lo sumo contribuirá a esclarecer determinados aspectos de ésta, más sólo en lo que tienen en común con otras formas de conducta no religiosas, e incluso con formas de comportamiento animal: no puede definirse la religión por el temor, la esperanza o el sentimiento de dependencia, pues tales emociones no sólo no son exclusivas de la religión, sino que ni siquiera son exclusivas del ser humano (los animales, en efecto, experimentan esos y otros sentimientos). En cuanto a la Sociología y Antropología de la religión (podrían recordarse aquí los nombres de Spencer, Durkheim, Malinowski, Harris o Engels, y acaso también Tylor, aunque en la teoría animista desempeñen un papel nada desdeñable importantes mecanismos psicológicos), aun reconociendo que se trata de perspectivas tan fértiles como sugerentes, hay que denunciar la incapacidad de esas disciplinas para construir esencialmente los fenómenos religiosos (incapacidad, en suma, para dar cuenta de la esencia de la religión). Antes bien, tanto el enfoque sociológico como el puramente antropológico de la religión parten de los fenómenos religiosos como algo ya dado, sin responder a la pregunta por el origen de la religión, y todo lo más que se consigue explicar es cómo contribuye ésta a mantener el equilibrio general del sistema social en el que la religión se da. En consecuencia, de ningún modo se construye una teoría específica de la religión, sino sólo genérica, oblicua, en la que, más que el origen y esencia de la religión, lo que se explica es su permanencia, su expansión o su desfallecimiento. En cuanto a las ciencias del segundo grupo, las que hemos dicho que se mueven en un plano específico, hay que decir que intentan explicar los fenómenos religiosos por sí mismos, y no mediante principios sociológicos, económicos o de otro tipo. Son, pues, ciencias que quieren mantenerse en la inmanencia de la fenomenología religiosa, elaborando sus construcciones y buscando su cierre en el ámbito de dicha inmanencia. Ese podría ser el caso de la Historia de las religiones y, sobre todo, el de la Fenomenología de la religión. Lo que habría que objetar en este caso es lo siguiente: no basta moverse en el plano fenomenológico para que una construcción sea científica, porque a la ciencia, si realmente quiere ser tal, le es indispensable determinar esencias y estructuras. Y que estas ciencias lo consigan es lo que desde las posiciones del materialismo filosófico niega Gustavo Bueno. Más que ciencias efectivas lo serían en sentido meramente intencional. Y esto no sólo porque los resultados a los que se llega puedan resultar más o menos discutibles, sino también porque la forma mediante la que a ellos se llega ha de considerarse radicalmente insuficiente, toda vez que se hace abstracción, por ejemplo, de los nexos causales. De ahí que los resultados alcanzados pudieran ser tan finos como precisos (la descripción perfectamente exhaustiva y absolutamente contrastada de un determinado ceremonial religioso, pongamos por caso), sin que ello signifique que estamos ante una ciencia en sentido estricto. En pocas palabras, lo que sucede con las ciencias fenomenológicas de la religión es que son incapaces de diferenciar entre el núcleoy el cuerpo de la religión porque desde un punto de vista fenomenológico los contenidos de uno y otro se presentan en el mismo plano. Una verdadera teoría de la religión ha de ser capaz, desde la perspectiva del materialismo filosófico de Bueno, de dar respuesta a la pregunta por el núcleo(origen o génesis), curso (desarrollo evolutivo de las diversas formas de religiosidad y especies básicas de la misma) y cuerpo (conjunto de determinaciones fenoménicas de cada una de ellas). Sin ello, es decir, sin dar respuesta a esas tres cuestiones, en modo alguno cabe pensar que se ha dado respuesta a la pregunta por la esencia de la religión, como tendremos ocasión de examinar más adelante. Pues bien, por lo que acabamos de ver, no parece que las ciencias de

la religión sean capaces de responder a ninguna de esas cuestiones (sencillamente, se trata de un proyecto que no puede conformarse a las exigencias de un cierre categorial científico). Más aún: las ciencias de la religión ni siquiera pueden por sí mismas delimitar el propio ámbito de la fenomenología religiosa, porque determinar si un fenómeno dado es o no religioso sólo puede hacerse partiendo de una determinada concepción de la religión, o si se quiere, de una determinada Filosofía de la religión. Pero es que, además, los fenómenos religiosos se nos presentan (intencional e intensionalmente) como fenómenos que poseen referencias verdaderas, es decir, como verdades, y por ese motivo el problema de la verdad es una cuestión inherente al campo mismo de la fenomenología religiosa, de donde resulta que la pregunta por la esencia de la religión no puede ser resuelta más que comprometiéndose con dicha cuestión. Ahora bien, ¿qué pueden decir las ciencias de la religión al respecto? ¿Cómo dilucidar el problema de la verdad de la religión desde categorías psicológicas, sociológicas, antropológicas o históricas? ¿Con qué autoridad el antropólogo en tanto que antropólogo o el psicólogo en tanto que psicólogo van a negar la existencia de seres divinos o sobrenaturales, o la existencia del mismísimo Dios terciario? Obviamente, la toma de posición al respecto no puede hacerse más que desde la Filosofía, porque sólo puede llevarse a cabo desde determinadas premisas de carácter ontológico. En realidad, en todo lo que venimos diciendo la cuestión fundamental que está en juego es la distinción entre el plano fenomenológico y el plano esencial.Esa es la clave para dilucidar las relaciones entre la Ciencia y la Filosofía de la religión, y asimismo lo es para poner de relieve las radicales insuficiencias de la primera. El plano fenomenológico nos coloca ante una pluralidad de fenómenos religiosos (ceremonias, mitos, textos sagrados, &c.) que pueden ser analizados en términos funcionalistas, remitiéndonos al ámbito de la Psicología, la Sociología o la Antropología. Tal es el plano por el que discurren las ciencias de la religión. Pero una verdadera teoría ha de ser capaz de alcanzar el plano esencial, en el que tiene que ser dilucidada la verdad de aquellos fenómenos y, por tanto, la verdad de la religión. Pero eso es lo que le está vedado a las ciencias de la religión, porque sólo desde una argumentación especulativa de carácter filosófico puede llevarse a término, sin que la ausencia de pruebas empíricas (si las hubiese estaríamos ante una ciencia) signifique que nos estemos moviendo en el vacío, o que no dispongamos de ningún indicio donde «hacer pie», y mucho menos que las conclusiones a las que virtualmente podamos llegar hayan de ser por completo gratuitas o impertinentes.

III La filosofía materialista de la religión Tenemos, pues, que, según Bueno, la respuesta a la pregunta por la esencia de la religión es, necesariamente, de carácter filosófico, competencia de la Filosofía de la religión, no de la Teología natural ni tampoco de saberes científicos particulares. Debemos ahora examinar las líneas maestras de la filosofía materialista de la religión por él defendida. Ello nos conducirá, finalmente, a encontrarnos con la Idea de Dios y a exponer las razones del ateísmo radical y terminante de Gustavo Bueno. El material religioso –observa Bueno– es fundamentalmente heterogéneo y por ello la definición de religión (definición que habría de suponer no sólo la delimitación del campo de la propia fenomenología religiosa, sino también el comprometerse con el problema de la esencia misma de la religión) no podría venir dada en términos de una definición analítica, unívoca, porfiriana, una definición por género y diferencia específica. Tales definiciones resultan a veces excesivamente vagas, y otras demasiado rígidas; en ocasiones desbordan el material fenomenológico, y en otras ni siquiera lo cubren en su totalidad. Y eso cuando no son simplemente metafísicas. Es preciso, por el contrario, detectar la génesis de la religión en algún tipo de experiencia cuyo desarrollo pueda dar cuenta lo mismo de la fenomenología religiosa que del desarrollo de las diversas formas de religiosidad. Ahora bien, ello sólo es posible si la esencia de la que hablamos la entendemos como una esencia genérica (procesual, dialéctica); una esencia que consta de un núcleo (el origen o génesis de la religión, en el caso que nos ocupa, y en general el lugar del que fluye la esencia) que se despliega en un cuerpo de determinaciones esenciales y se desarrolla en un curso de fases internas o especies. La respuesta que en El animal divino se da acerca del núcleo de la religión es que el origen de ésta se encuentra en la relación (o religación) del hombre con los númenes

animales. Más, ¿por qué animales? E incluso, ¿por qué númenes? La respuesta a la segunda pregunta es tajante: la religión consiste en algún tipo de relación, y si no hay númenes, sencillamente no puede haber relación religiosa de ningún tipo, no puede haber, en suma, religión, y sólo cabría volver a la explicación psicológica de la experiencia religiosa, que nada explica en realidad. Obsérvese, sin embargo, que esta tesis supone al mismo tiempo una limitación y una exigencia. La limitación es que los númenes no pueden ser infinitos, porque con un numen infinito no cabe mantener relaciones de ningún tipo. Luego los númenes han de ser personales. Ahora bien (y esta es la exigencia), tales númenes personales necesariamente existen, porque de lo contrario no serían personales (y sino hay númenes personales no hay relación religiosa ni religión). De donde se deduce que un numen personal que no existe no sólo no es personal, sino que ni siquiera es un numen. Tal es la clave del argumento ontológico-religioso, rescatado por Bueno del ámbito del Dios terciario (donde lo impugnará tajantemente) para aplicarlo a la génesis de la religión. Sin embargo, y supuesto que se le dé por bueno, todavía hay que preguntarse por qué razón tales númenes son identificados con los animales. Veámoslo. El argumento ontológico-religioso nos cierra el camino a las explicaciones de la religión en términos radiales: aquéllas que situarían la génesis de la experiencia religiosa en elementos de la naturaleza impersonal. Ahora bien, exigencias ontológicas obligan a Bueno a rechazar de plano que los númenes puedan ser entidades de carácter espiritual, sean divinas, sean demoníacas (númenes equívocos). Simplemente porque desde presupuestos ontológicos materialistas no puede admitirse la existencia de tales seres (otra cosa es que pudiéramos interpretar los démones como entidades personales extraterrestres, abriendo así el camino a una teoría de la religión que colocase la génesis de ésta en la relación con tales entidades; pero esto, en el momento presente no pasa de ser pura ciencia-ficción). En consecuencia, sólo cabe la posibilidad de que los númenes sean análogos, esto es, o humanos o animales. Si se opta por la primera alternativa nos encontraríamos ante filosofías de la religión de carácter circular; si por el contrario la opción recae en la segunda, la teoría sería angular. La concepción circular de la religión es, ciertamente, la que con más frecuencia ha sido defendida, presentando una amplia gama de variedades: desde aquellas teorías en las que lo humano-numinoso, en que se supone originada la religión, es entendido en un sentido infinito (metafísico), lo que sucede cuando se apela a la Idea de Hombre o de Humanidad como génesis de lo numinoso (Sófocles y acaso también Feuerbach), hasta aquéllas que consideran lo numinoso encarnado en individuos particulares (Evehmero), pasando por las que colocan el origen en determinadas instituciones humanas, sean supraindividuales, como el clan (Durkheim) o individuales, como la figura del padre (Freud). Sin olvidar aquellas filosofías de la religión que consideran ésta como el modo mediante el cual el hombre se constituye en hombre, al actuar como un mecanismo de compensación de un ser que, inicialmente indefenso, acaba por autocomprenderse como señor del mundo (Espinosa, Kant, Hegel, Scheler, Unamuno, o Bergson). No podemos detenernos en este momento en los pormenores de las teorías circulares. Siguiendo con nuestro hilo argumental lo que debemos es preguntarnos por qué motivo son rechazadas por Gustavo Bueno, aun reconociéndoles a algunas de ellas el carácter de verdadera filosofía de la religión. La cuestión tiene ahora que ver con determinados presupuestos filosóficos de carácter antropológico: la relación con los númenes comporta una desigualdad y asimetría irreversibles, en tanto que las relaciones humanas (circulares) son, esencialmente hablando, relaciones de igualdad. En consecuencia, las relaciones circulares no pueden ser numinosas. Y ello implica que aquellos casos de numinización humana que pudieran ser efectivamente constatados en la fenomenología religiosa han de ser declarados, desde una perspectiva filosófico-ontológica, como meras apariencias, porque la relación establecida con el individuo numinizado no es humana en sentido específico, no es, en rigor, una relación circular, sino angular, lo que viene a significar que el humano numinizado, más que como hombre, se presenta a los ojos de su adorador como un animal, o dicho de otro modo, el numen humano lo es no por lo que tiene de hombre, sino por lo que en él se percibe de animal.

Tenemos, pues, que el argumento ontológico-religioso nos ha llevado a la conclusión de que si no hay númenes personales (y reales) no puede haber experiencia ni relación religiosa, no puede haber, en definitiva, religión. Pero la religión es un hecho, por tanto los númenes existen. Al mismo tiempo, eso mismo conduce a rechazar las concepciones radiales de la religión. Por otra parte, las posiciones ontológicas materialistas sobre las que se sustenta la filosofía materialista de la religión impiden considerar siquiera la posibilidad de que tales númenes puedan ser entes divinos o demoníacos, y sí únicamente hombre o animales. Por último, la opción entres unos y otros, es decir, la opción entre concepciones circulares y angulares de la religión, nos ha venido impuesta por exigencias filosóficas de carácter antropológico. La conclusión es obvia: la génesis y el núcleo de la religión hay que colocarlo en la relación entre el hombre y los númenes animales, sencillamente porque no puede estar en otra parte. Hasta aquí (bien que nuestra exposición no le hace justicia), Bueno ha respondido a las preguntas por el origen y la verdad de la religión. En efecto, el origen de la religión se encuentra en la relación (religación, según el cuarto género) del hombre con los númenes animales, y su verdad equivale a esta afirmación: existen los númenes (verdad que se encuentra en las religiones primarias, mas no en las secundarias ni en las terciarias). Pero aún queda por responder a la pregunta por la esencia, porque el núcleo no es la esencia, que sólo se nos da en el desarrollo de aquél en un cuerpo y en un curso, lo que obliga a dar cuenta de la fenomenología religiosa y de la evolución de las diversas formas de religiosidad. Pero antes es necesario aclarar otra importante cuestión: ¿de qué forma ha podido tener lugar el proceso mediante el cual los animales se han constituido en númenes? ¿Cómo los animales, que al fin y al cabo no son más que animales (desde una perspectiva etic), han podido, en los orígenes de la religión, presentarse a los ojos de los individuos humanos (emic, por tanto) como númenes? La respuesta la hallaremos ahora en otro importantísimo concepto de la filosofía materialista de la religión: el concepto de religión natural. No podemos partir de la religión como algo ya dado, ni tampoco pensar que su introducción se produce ex abrupto. Pues bien, esa generación y preparación de la misma es lo que en El animal divino se halla asociado al concepto de religión natural, que puede ser vista como el género radical o raíz genérica de donde surge el núcleo de la esencia de la religión, como género generador, en definitiva, de la religión misma. Este periodo de la religión natural se extendería a lo largo del Paleolítico inferior, a partir de la utilización del fuego por el homo erectus, y comprendería unos 600.000 años. Desde luego, no se trata propiamente de una religión positiva, como tampoco el hombre es todavía hombre, según los criterios de la Antropología filosófica. Estamos más bien ante una protorreligión y ante un protohombre, pero, sin duda, en esos larguísimos años de religiosidad natural han debido ir configurándose ciertos patrones de conducta humana (y ello tanto en el modo de relacionarse el hombre con los animales como en lo que tales pautas de comportamiento tienen de distintivo, de transgenérico, respecto a la conducta etológico-genérica) que serán decisivos para la religiosidad posterior, y para el proceso mismo de constitución del hombre en hombre (resulta muy sugestivo, por ejemplo, interpretar, como hace Bueno, las tres virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad, prefiguradas en el comportamiento del hombre cazador). En especial, tiene que haberse iniciado una disociación entre el eje circular y el angular, una autocomprensión del hombre como distinto del animal, lo que implica un distanciamiento de éste; y tiene que haberse dado, en buena medida, tal disociación porque únicamente supuesto ese alejamiento es posible la religión (la relación religiosa exige distanciamiento y asimetría entre el hombre y sus númenes o dioses), y es posible, también, la constitución hombre en hombre. Este es el motivo porque el que la religión puede ser tomada como uno de los criterios más firmes para marcar el paso del protohombre al hombre. Esto supone, al mismo tiempo, considerar las relaciones religiosas nucleares como específicamente humanas, no como relaciones genéricas que pudieran ser detectadas también en animales de cualesquiera otras especies; o lo que es lo mismo: que no hay religiosidad animal. Naturalmente, tal tesis sólo en confrontación con los etólogos puede ser apuntalada. Bástenos en este momento decir que lo específico de la religión humana (específico en sentido transgenérico), frente al intento de hacerla desaparecer en estructuras genéricas más amplias, tales como rituales y conductas supersticiosas presentes en el mundo animal, y aun en el supuesto (que por el momento no se ha dado) de que los etólogos pudieran descubrir entre tales rituales algunos que tengan que ver con el saludo etológico interespecífico (único lugar, según Bueno, en el que podríamos encontrar el equivalente etológico a la conducta etológica: lo que, en cierto modo, podríamos

denominar saludo religioso), lo específico (decimos) de la religiosidad humana se encuentra en su carácter ceremonial y mítico (y acaso principalmente en el último). Por eso, en la constitución misma de la religión primaria, en el proceso mediante el que los animales que rodean al hombre primitivo se convierten en númenes, es esencial el factor lingüístico que permite la cristalización de una mitología (de la que acaso fuesen un importante complemento las figuras pintadas en las cavernas). Y como quiera que el lenguaje fonético articulado no puede ser atribuido al Neanderthal, no puede hablarse propiamente de religión (ni de hombre, en sentido estricto) hasta el Paleolítico Superior, pudiendo ser visto el Musteriense como una fase intermedia entre la religión natural y la positiva. Durante ese largo periodo de religiosidad natural los animales seguramente se presentaban a los ojos de los hombres como seres poderosos y extraños, seres entre los que es preciso convivir y sobrevivir, y de los que se depende en tanto que ellos son una de las fuentes principales de alimentación. En ese contexto no resulta difícil conjeturar la amplia variedad de emociones y sentimientos que debió suscitar el animal: dependencia, sí, pero también miedo, amor, odio, recelo, admiración, asombro... Y a medida que se iba produciendo una progresiva consolidación de las relaciones circulares, se iba dando también una definitiva disociación entre el eje circular y el angular, y con ello, al tiempo que la constitución paulatina del hombre en hombre, una «segregación» o «extrañamiento» cada vez mayor de los animales, que continúan siendo vistos, no obstante, como «centros de inteligencia y voluntad», no como simples elementos impersonales. Seres extraños, pues, pero que, sin embargo, nos envuelven y nos acechan y a los que nos sentimos ligados por una estrecha dependencia. Y son seguramente esa dependencia y extrañamiento los que explican el establecimiento de la religión primaria. Pero antes de que eso ocurra es preciso que es algún acontecimiento venga a romper la situación inicial, que lo que llamamos «religión natural» se des-componga, se desestructure, de-genere, de forma tal que la re-composición, la re-estructuración y la regeneración a otro nivel, mediante procesos de anamórfosis, conduzca al núcleo de la religión. En la religión natural el animal aún no es un numen ni la relación establecida con él es estrictamente religiosa, de ahí que únicamente si algún acontecimiento acaba por romper (por des-componer) ese estado de cosas, cabe pensar que pueda producirse el proceso de numinización, cuando la antigua relación se establezca (se re-componga) en otros términos que ahora sí serán propiamente religiosos. Ese es el origen de la religión primaria. Esa ruptura de la que hablamos tiene mucho que ver no sólo con los cambios que se van produciendo en los propios hombre, sino también (y acaso principalmente) con el progresivo agotamiento de la caza, lo que hace no que desaparezcan completamente las referencias animales empíricas, pero sí que éstas sean más escasas e infrecuentes. En ese contexto, el animal, que nunca ha dejado de ser visto como una fuente de alimentación (el proceso del que hablamos no nos sitúa en ningún plano espiritual), comienza a ser percibido desde la perspectiva de la esencia universal,de los arquetipos (asociados tal vez al nombre y a la representación pictórica). Esa referencia a los animales concretos desde la perspectiva de las esencias, que tiene probablemente el sentido de continuar su reproducción simbólica (el animal no puede desaparecer del todo mientras poseamos su esencia, su símbolo, su arquetipo), es lo que nos introduce de lleno en el contexto de la religión primaria. La formación de esa esencia simbólica que tal vez comenzó por hallarse asociada a algún elemento corpóreo del animal mismo (como pieles o huesos), para luego estarlo a su representación pictórica, desemboca, finalmente, en construcciones mitológicas y fantásticas en las que se combinan figuras zoomorfas y antropomorfas (como el «hechicero» de Trois-Frères), dando así paso a las religiones secundarias, cuya falsedad (falsedad por que los dioses no existen y los númenes animales sí) puede, en consecuencia, considerarse anunciada en las primarias. Así pues, la religión primaria es aquélla donde propiamente hay que colocar la verdad de la religión, en la medida en que consiste en la relación del hombre con los númenes animales, pero una relación no alucinatoria o falsa, sino verdadera, en tanto que tales númenes tienen una existencia real. Por lo que respecta a los fenómenos religiosos que cabe detectar ligados por nexos esenciales al núcleo de la religión en esta primera fase de su curso evolutivo (fenómenos que en cada una de las etapas del desarrollo de las formas de religiosidad constituirán el cuerpo de la religión), cabe señalar el concepto de «lugar sagrado» («santuario» en el que reside el numen o su símbolo); también la existencia de protoespecialistas religiosos (tales como brujos, hechiceros o chamanes, protoaugures y protoauríspeces), así como diversas ceremonias relacionadas con el culto y diversas normas de conducta (como tabúes, por ejemplo).

El paso a la religión secundaria (que sería la forma de religiosidad propia del Neolítico y del Bronce, con una duración aproximada de unos 10.000 años, desde el 12.000 al segundo milenio a.n.e.) ha de ser explicado, entre otros motivos, por dos acontecimientos fundamentales: por un lado, el progresivo agotamiento de la caza, lo que supone la desaparición de las referencias reales y efectivas de los grandes númenes del Paleolítico. Se trataría de un fenómeno (dado que sus esencias no han podido desaparecer) de ocultación de los númenes, de transformación de sus arquetipos en misterios. Por otra parte, la domesticación de los animales supondrá un cambio muy significativo en sus relaciones con el hombre, quien, más que como subordinado a ellos, aparece como su dominador (él es quien los cuida, alimenta, controla su reproducción, &c.). La consecuencia de todo ello es, en pocas palabras, que la numinosidad pasará ahora a la figura humana, dando así lugar a la religión de los dioses antropomorfos, que, sin embargo, permanecen asociados a los animales y reciben su numinosidad por contagio de estos: el dios será a veces el «señor de los animales», o bien estos son su símbolo, su representación, su reencarnación incluso. Esta transformación nos introduce de lleno en el pleno delirio religioso, característico de la religión secundaria, que habría de ser calificada así de religión falsa, religión de falsos dioses, por contraposición a la verdad de la religión primaria. Por lo hace al cuerpode la religión secundaria, habría que señalar el surgimiento de importantes categorías religiosas: «templo», «sacerdote», «liturgias y dogmáticas» plenamente religiosas, así como la progresiva influencia de la casta sacerdotal en el conjunto de la vida familiar, social, política, económica y cultural. Hacia el segundo milenio a.n.e. (en la Edad de Hierro) se producirá el paso a la religión terciaria, cuya plenitud se alcanza en el cristianismo y el islamismo. El paso a este tercer tipo de religiosidad hay que explicarlo a partir de diversos acontecimientos, principalmente el nacimiento de la Ciencia y la Filosofía (la actividad teológica terciaria es impensable al margen de la Filosofía) y el desarrollo demográfico y político de las sociedades neolíticas que hará posible la confluencia de mitologías no siempre compatibles. Y es tal vez esa incompatibilidad la que subyace al principio de simplificación mitológico (cuyo límite será el monoteísmo) introducido por la religión terciaria frente al delirio secundario. Desde el punto de vista de la religión primaria, la religiosidad terciaria supone la impiedad por excelencia, toda vez que el animal no sólo es despojado de sus atributos numinosos, sino que acaba por ser convertido en un objeto impersonal de la naturaleza, tal como sucede en la doctrina del «automatismo de las bestias», característica de la tradición cristiana. Pero impiedad también desde las coordenadas de la propia religión terciaria, en la medida en que con ella se prepara el advenimiento del «dios de los filósofos», el advenimiento del deísmo y, en el límite, del ateísmo. En cuanto al cuerpo propio de la religión terciaria, hay que decir que se conservan en lo esencial las categorías propias de la religión secundaria (templo, sacerdote, liturgia, &c.), aunque rigurosamente rectificadas. ¿Y qué decir del futuro de la religión? De manera casi telegráfica señalaríamos lo siguiente: según Bueno, el creciente interés por formas de vida extraterrestre, y la progresiva preocupación por el mundo animal (Declaración Universal de los Derechos del Animal (1978), asociaciones para la defensa de los animales, &c.) podrían ser un indicio de que agotada la religión terciaria, que ha terminado por conducir a la iconoclastia y al ateísmo, parecen, en el momento presente, estar abriéndose paso nuevas formas de religiosidad secundaria (los extraterrestres son hoy nuestros démones) y primaria, una nueva forma de religación con el mundo animal.

IV Dios y la religión. El ateísmo de Gustavo Bueno En lo que llevamos dicho, se dibujan ya (al menos eso creemos) tanto la concepción que Bueno tiene de Dios, como su negación (la negación de su existencia real, aunque no, desde luego, la de su existencia fenoménica en la historia de las religiones), es decir, su ateísmo, o su antignosticismo, tanto en sentido esotérico (negación tajante de que alguien pueda poseer fuentes especiales o privilegiadas, reveladas, de conocimientos sobre la divinidad; conocimientos praeterracionales, derivados de una comunicación directa con Dios), como en sentido teológico-filosófico (negación expresa de la existencia y esencia del Dios terciario). Dios es, ciertamente, un contenido de la historia de las religiones, lo mismo que los dioses politeístas de las religiones secundarias y que, como éstos requiere alguna explicación. Se trata de un contenido tardío, no originario ni nuclear, que surge en las religiones terciarias,

codeterminadas por la Filosofía (el Dios monoteísta es, en último término, el Dios de los filósofos), y cuya existencia no tendría, en principio, por qué plantear más problemas de los que pueda plantear la de Zeus u Osiris. Que Dios no es el contenido nuclear de la religión se prueba por el hecho de que un ser infinito no puede ser personal y, por tanto, no puede ser un numen. Que Dios no existe puede probarse en términos de una ontología materialista que niega la posibilidad de númenes equívocos de carácter espiritual. Un Dios, en suma, que puede ser visto como la disolución de la religión misma y la antesala del ateísmo. Ahora bien, con ser cierto, sin duda, esto que decimos, es decir, con ser cierto que tal es el pensamiento de Gustavo Bueno, resulta, con todo, radicalmente insuficiente y esquemático, y debemos, en consecuencia, precisar un poco más, tanto en lo que se refiere a la formación de la Idea de Dios como a su negación en el pensamiento de Gustavo Bueno. En la Escolástica medieval y en la Teología natural, pero también en la Ilustración y en el deísmo (lo que Bueno denomina el horizonte clásico o también sistema teológico o escolástico) es difícil que se hubiera planteado el problema de la formación de la Idea de Dios, precisamente porque el horizonte clásico es un horizonte teológico, un horizonte que gira en torno a Dios. Y esto es cierto tanto para la Religión, establecida en torno al Dios terciario, de tal modo que cualquier otra forma de religiosidad es vista como falsa, demoníaca, idólatra, como para la propia Filosofía primera que es vista como hallando su culminación en el conocimiento de Dios. Las relaciones entre ambas (Religión y Filosofía) son muy diversas, sin excluir el enfrentamiento, pero esas relaciones dialécticas surgen cuando se comparan las dos concepciones de Dios a las que se supone que cada una de ellas ha llegado de manera independiente, es decir, cuando comparan el Dios de los filósofos y el Dios de la religión. Entre esas posiciones acerca de la relación existente entre el Dios de los filósofos y el Dios de las religiones (hasta ocho cree Bueno poder detectar), no hay, curiosamente, lugar para el Dios de los filósofos ateos, sencillamente porque una tal concepción de Dios no tiene cabida en los parámetros teológicos del horizonte clásico. Desde ellos el ateo –observa Bueno– no puede ser visto más que como lo vio San Anselmo: como un insensato. Después de Kant, y la consiguiente crisis de la Ontoteología, la Filosofía ya no puede entenderse como culminando necesariamente en Dios, antes bien, la Idea de Dios comienza a ser vista ella misma como una Idea histórica. Pero tampoco la religión puede entenderse sin más como centrada u organizada en torno a Dios, desde el momento en que se descubren religiones que no se organizan en torno a Dios, que son, incluso, ateas. Tal es lo que Bueno denomina el horizonte moderno (sistema no teológico o moderno), que es un horizonte no teológico. En este nuevo horizonte es posible, según Bueno, una dialéctica evolucionista o transformista (frente al fijismo del horizonte clásico), desde la que puede ensayarse una ordenación evolutiva de las diversas formas de religiosidad, y de las diversas concepciones, tanto filosóficas como religiosas, de Dios. Un intento tal, en el que se encuadra plenamente la filosofía de la religión de Bueno, en la medida en que en ella se defiende una teoría evolutiva de la religión, hubiera sido imposible en el horizonte clásico, establecido sobre una dialéctica binaria en la que sólo una posición se considera verdadera, considerando a las demás como falsas, ilusorias o aparentes, y ello tanto en lo que se refiere a la religión misma como a las concepciones filosóficas de la divinidad. En este nuevo horizonte no teológico resulta factible lo que era imposible desde el horizonte teológico, a saber: partir de filosofías y religiones no teológicas hasta encontrar el momento en que ambas confluyen en torno a la Idea de Dios; confluencia que, supuesto que se rechace una especie de armonía preestablecida entre ambas, no podrá explicarse, según Bueno, más que mediante procesos de co-determinación diamérica entra ambas, mediante la cual partes de la religión se engarzan por mediación de una filosofía teológica (tal sería la sistematización efectuada por las religiones superiores), y, al mismo tiempo, partes de la Filosofía se coordinan y sistematizan a través de la religión, a través de la Idea de Dios. O dicho de otro modo: en algún momento de su proceso evolutivo (en las religiones terciarias) la religión confluye con la Filosofía, de forma tal que la religión se desarrolla teológicamente por mediación de la Filosofía, y a su vez la Filosofía se desarrolla teológicamente por mediación de la religión. De este modo, filosofías organizadas al margen de Dios culminan en una Teología, y sobre todo –y esta es, tal vez, la tesis clave en la filosofía de la religión de Bueno– religiones que comenzaron constituyéndose al margen de la Idea de Dios, alcanzan en su evolución y desarrollo una dimensión teológica por influencia de la Filosofía.

Esto obliga a dejar de ver a la Religión y a la Filosofía como estructuras globales o enterizas (como en el horizonte clásico), para verlas como esencias procesuales, dialécticas, evolutivas o plotinianas, cada una de las cuales (Filosofía y Religión) se van desarrollando mediante diversas modulaciones de la Idea de Dios, siendo, no obstante, esas modulaciones evolutivas las que permiten mantener su unidad, las que permiten continuar hablando de Filosofía y de Religión. Dos son, según Bueno, las modulaciones de la Idea de Dios que podemos hallar en la Religión: DR1.– la del "Dios concreto" de las religiones positivas primarias y secundarias; un dios concreto que es miembro de una clase (la clase de los dioses olímpicos, por ejemplo) y cuya modulación corresponde a las religiones politeístas. Y DR2.– la del "Dios metafísico" de las religiones terciarias; un Dios que, aunque distinto del Dios de los filósofos (distinto del Acto Puro y Motor Inmóvil aristotélico), procede, sin embargo, de la Filosofía, y que hace su aparición al final del curso de las religiones, justamente por su interferencia con la Filosofía. Por su parte, en la Filosofía se dan también dos modulaciones de la Idea de Dios: DF1.– el "Dios finito" (óntico): el Demiurgo platónico, los dioses epicúreos, incluso el Gran Ser, de Comte. Y DF2.– el "Dios infinito", absoluto, ontológico. El Dios de Aristóteles y Plotino, pero también el Dios de San Anselmo y Sto. Tomás, de Leibniz y Kant, el dios de los teístas, pero también el Dios que cuya existencia niegan los ateos. Se trataría, en este caso, de un ateísmo ontológico o metafísico:negación de Dios terciario asociado al teísmo monoteísta. Pero cabe también un ateísmo óntico o positivo: negación, en este caso, de los dioses positivos, primarios y secundarios. Así, si desde la perspectiva del horizonte clásico o sistema teológico, es el ateísmo metafísico, el ateísmo del que niega al Dios terciario, el que constituye la auténtica impiedad, la asebia, y con ellas el nihilismo religioso (que seguramente arrastra consigo un nihilismo axiológico y un nihilismo metafísico más amplio, toda vez que Dios es concebido como el Ser), desde la perspectiva del horizonte moderno o sistema no teológico (desde la perspectiva, queremos decir, de la Filosofía de la religión de Bueno, en la medida en que ella se enmarca en ese horizonte), será el ateísmo óntico, el ateísmo de quien niega los dioses positivos en nombre de un Dios único metafísico, o si se quiere decir de modo positivo, será el teísmo terciario el constitutivo de la asebeia, de la irreligiosidad y del nihilismo religioso. En El animal divino, Bueno sigue el curso evolutivo de las religiones hasta el momento en el que se produce la confluencia con la Filosofía, por cuyo influjo (que puede cifrarse en la crítica a la los dioses mitológicos, contrapuestos a un Dios único, incorpóreo e infinito) el Dios de las religiones se transforma o convierte en el Dios de los filósofos. Dios aparece, pues, al final del proceso evolutivo de la religión, pero final no sólo en sentido cronológico, sino también (y acaso principalmente) sistemático y dialéctico: el final de la religión, el momento de su consumación y de su muerte, porque la liquidación de las mitologías secundarias, y con ellas de sus dioses, ha sido llevada a cabo mediante una Teología filosófica que cristaliza en la Idea de un Dios metafísico, incompatible con la religión misma, a la que hace imposible, como puede comprobarse fácilmente en la Teología aristotélica y en su concepción de Dios. Mas, ¿en qué funda expresamente Gustavo Bueno su negación del Dios de los filósofos, del Dios terciario? No es Bueno de aquéllos que, con Hanson, sostienen que al ateo le basta con exigir al teísta, que, al fin y al cabo, es quien afirma, pruebas de la existencia de Dios, de tal modo que la imposibilidad de presentar tales pruebas basta para concluir que Dios no existe. En opinión de Bueno esto es una simple argucia de abogado: el ateo debe enfrentarse de modo directo a los argumentos del teísta, demostrando la imposibilidad de la Idea de Dios, de su esencia y sus atributos, lo que, sin duda, es demostración sobrada de la no existencia de Dios. Y de este modo, tampoco puede estar Bueno de acuerdo con el diagnóstico que sobre el agnosticismo hace Hanson: el agnóstico, en efecto, no padece, según Bueno, de incongruencia lógica; su error consiste, en realidad, en suponer que el Dios monoteísta es posible y que, por tanto, tiene sentido discutir su existencia o inexistencia. Pero, precisamente, lo que hay que comenzar por negar es la posibilidad misma de la Idea de Dios, del Ser infinito. Al ateo no le basta, en efecto, con negar la existencia de Dios, sino que debe negar también su esencia, o mejor aún, debe, ante todo, negar esa esencia; negación que implicará de modo inmediato la negación de la existencia. Dicho de otro modo: la demostración de la inexistencia de Dios se alcanza mediante la demostración de la imposibilidad de la esencia del Ser Perfectísimo e Infinito.

Ontológicamente, la Idea de Espíritu, que se presupone, sin duda, en el Dios terciario, se habría formado, según Bueno, por la paulatina eliminación de los cuerpos perceptibles, desembocando, así, en el concepto de espacio vacío y de forma pura, y, en el límite, en el concepto de Espíritu, al que habría que retirarle uno de los atributos esenciales de toda materialidad determinada: la codeterminación por otras materialidades, con lo que se acaba, finalmente, en la consideración de un tipo de entes poseedores de una capacidad causal propia: se trata del Acto Puro aristotélico, del Ser Inmaterial, que en cristianismo pasará a ser, al mismo tiempo, Ser Creador plenamente autodeterminado, que es, en suma, causa sui. Este es probablemente el contexto en el que hay que situar las vías tomistas (uno de los grandes argumentos teístas), que desembocan en la consideración de una Causa primera, entendida, desde luego, como causa sui y, al mismo tiempo, como causa del mundo. Ahora bien, la idea de Causa primera es, según Bueno, un mero concepto ad hoc para poner término a un regressus ad infinitum, que no es necesario iniciar; que no es necesario cuando se parte de una adecuada doctrina de la causalidad (que, por cierto, es también incompatible con la afirmación de una creación desde la nada, ex-nihilo), aunque sí pueda serlo si se entiende de forma errónea la causalidad, como en el tomismo. Y el término de ese regressus, la Causa primera, se comprende que haya de ser entendida necesariamente como causa sui, como Causa Incausada, porque de los contrario no habría término. Pero la Idea de causa sui es absurda –argumenta Bueno–, puesto que si su ser y su substancia consisten en ser efecto de su propia causalidad, entonces debe ser anterior a sí misma. Y esto sin necesidad de detenernos ahora en la consideración de que identificar esa Causa Primera con Dios es, como se ha señalado muchas veces, una conclusión enteramente gratuita de Sto Tomás de Aquino. En el segundo de los grandes argumentos teístas, el desde Kant conocido como argumento ontológico, de San Anselmo (sin olvidar sus reformulaciones, especialmente la leibniziana) juega un papel decisivo, absolutamente esencial la Idea de Posibilidad, y por eso no es extraño que, por las razones que venimos apuntando, sea aquél al que Bueno confiere una mayor beligerancia y el que le parece (es una suposición nuestra) de un mayor peso. En realidad, el argumento se constituye mediante el «juego» de tres grandes Ideas: Posibilidad, ciertamente, pero también Existencia y Necesidad. Es la versión de Leibniz (si Dios es posiblesu existencia es necesaria) la que introduce explícitamente la Idea de Posibilidad. Pero es obvio que se encuentra presente también en la originaria formulación anselmiana: se da por supuesta la posibilidad de la Idea de Dios como el ser mayor que el cual nada puede ser pensado, la posibilidad de la Idea del Ser perfectísimo, para a partir de ahí argumentar que la existencia, y también la existencia necesaria, es una perfección, y concluir que Dios existe. El Dios terciario (el Dios del argumento de San Anselmo) exige necesidad absoluta, existencia absoluta y posibilidad (posición) absoluta. Ahora bien, cualquiera de estas tres Ideas, cuando es interpretada y tomada en términos absolutos –argumenta Bueno–, resulta sencillamente metafísica. Así, la necesidad absoluta se nos presenta necesariamente como un límite, porque necesidad es originariamente necesidad positiva, esto es, necesidad es necesidad de algo en relación con algún contexto determinante. Por su parte, la Idea de Posibilidad, un término sincategoremático, en la medida en que obligadamente está siempre referida a un término complejo (posibilidad de A), tomada en sentido absoluto, como posibilidad absoluta, se nos presentaría exclusivamente en función de A, en un contexto cero. De tal forma que A sólo se relacionaría con una hipotética situación suya preexistente (su esencia). Entender la posibilidad absoluta como la forma originaria, implicaría presuponer –dice Bueno– una existencia negada, clausurada en su pura reflexividad, para más tarde ser puesta de nuevo. Y esto es lo que presenta un carácter indudablemente metafísico. La posibilidad originaria es siempre posibilidad positiva: posibilidad que se nos presenta ahora, no en función de A o de la esencia de A, sino en función de un determinado contexto; posibilidad positiva es, en definitiva, composibilidad; y esto significa que la posibilidad de A debe ser interpretada como compatibilidad de A con otros términos o conexiones de términos que tomemos como referencia. Desde esta perspectiva cobra sentido la definición negativa de «posibilidad» como «ausencia de contradicción»: en efecto, posibilidad sería ausencia de contradicción de algo (A) con algún (un contexto de referencia). «Ausencia de contradicción» deja así de ser un concepto negativo-absoluto para presentársenos como contextual. La posibilidad absoluta se nos manifiesta, de este modo, como un desarrollo límite de la posibilidad como composibilidad, sería la composibilidad de A consigo mismo, idea que sólo cobraría sentido en el supuesto de que A fuese simple (o lo que es igual, impensable, porque todo lo pensable es complejo), ya que si fuese complejo necesariamente se inserta en contextos anteriores a él por mediación de sus componentes constitutivos múltiples. Por último, la Idea de Existencia es también un

término sincategoremático: existencia es siempre «existencia de algo», de una esencia considerada posible (composible). También podría entenderse de dos modos: la existencia absoluta sería existencia de algo considerado en sí mismo, al margen de cualquier contexto exterior a él; la existencia positiva, en cambio, sería entendida siempre como co-existencia. Al igual que sucedía con la necesidad absoluta y la posibilidad absoluta, Bueno considera que la existencia es originariamente existencia positiva, en tanto que la existencia absoluta ha de ser vista como un modo límite y metafísico: en pocas palabras, porque la existencia absoluta presupone un término absoluto que sea posible, pero con posibilidad también absoluta. La existencia ha de ser entendida originariamente como coexistencia; existir algo equivale a coexistir con otros términos, tener la posibilidad de coexistir con ellos y tener también la posibilidad (en la perspectiva de la estructura de lo coexistente) de coexistir con otras clases o en otros lugares, posibilidad, asimismo, de moverse. Pero esa posibilidad de coexistencia no es, desde luego, posibilidad absoluta, sino composibilidad de ese algo existente con otros existentes; o lo que es lo mismo: existencia es siempre contingencia (la existencia de algo puede definirse también por su no existencia en otros lugares o en otras clases. No es pensable, al menos en sentido originario, la existencia de algo en todo tiempo y lugar. Existir es también (en la perspectiva de la génesis) no estar absorbido por otros términos del contexto. De este modo, la existencia absoluta sería un límite dialéctico de la idea de existencia positiva (coexistencia), una consecuencia de la reflexivización del concepto de coexistencia: sería la coexistencia de A con A, lo que resulta absurdo, porque la coexistencia de A con A es la no coexistencia. Pero que el argumento anselmiano presuponga necesidad absoluta, posibilidad absoluta y existencia absoluta no sería motivo suficiente –reconoce Bueno– para considerarlo absurdo o rechazarlo de plano, basándose en el carácter derivativo de tales ideas, sino, a lo sumo, para negarle su carácter de argumento originario o primitivo. La clave del asunto se encuentra en la posibilidad misma de Dios; admitida la posibilidad, no habría mayores dificultades para deducir su existencia como coexistencia relativa a nosotros (en términos de re-ligación metafísica, al modo de Zubiri), y su necesidad como necesidad positiva a partir de su idea posible. Ahora bien, la posibilidad de Dios (posibilidad que, como se ha dicho, ha de ser entendida como posibilidad límite, posibilidad absoluta) no ha de ser únicamente considerada como posibilidad de la Idea de Dios, sino también (puesto que su Idea implica su existencia) como posibilidad de su existencia real. Pero es esta existencia real la que se niega, porque –argumenta Bueno– aunque se hubiera llegado a la posibilidad absoluta de Dios desde un contexto de composibilidad, dado que su posibilidad implica su existencia, habría que concluir que Dios no sólo es posible, sino también existente, pero un Dios tal forzosamente anegaría el mundo, haciéndole desaparecer, y con él a todos los seres humanos, es decir, un Dios tal no sería, finalmente, composible con el mundo mismo. La contradicción estribaría en que se habría llegado a la posibilidad absoluta de Dios desde un contexto de composibilidad y, al mismo tiempo, es justamente ese Dios el que no puede ser composible con el mundo. Por tanto, Dios no existe, y de igual modo que su posibilidad implica su existencia, su no existencia implica su imposibilidad. Es, por así decirlo, la propia Idea de Dios la que acaba por hacer imposible a Dios como Idea, porque si la Idea de Dios implica su existencia, su no existencia implica la negación (la imposibilidad) de su Idea. Y con ella la negación, por imposibilidad, de los atributos con los que se establece su esencia: por ejemplo, ¿cómo poder hacer compatible la idea de un Dios omnisciente con el hecho de sistemas caóticos deterministas, pero impredecibles? ¿O cómo entender que Dios pueda ser, a un tiempo, infinitamente Bueno e infinitamente Justo? O la idea misma de Omnipotencia divina, que reclama la existencia de un número infinito de individuos sobre los que ejercerse, si ha de ser tal Omni-potencia. Y, en definitiva, ¿cómo conciliar la Idea de Dios en tanto que Ser Infinito (la Idea de Dios como Ser o Fundamento del ser) con la atribución a tal Ser de las características de personalidad, conciencia y voluntad? Conciencia y personalidad son dos «figuras» del ente finito; dos atributos –argumenta Bueno– que desarrollados al infinito, llevados más allá de todo límite (desmesurados), desaparecen, como desaparece (o se desfigura) la circunferencia cuyo radio se hiciera infinito. Y en todo caso, ese Ser Infinito (el ens fundamentale) no podría ser llamado Dios, siempre que por Dios entendamos por Dios el ser con el que cabe mantener una determinada relación que cabría calificar de «religiosa» (o religación), porque con un ser tal no es posible relación alguna, como no lo es con el Dios aristotélico. En cambio, cuando la existencia viene referida a sujetos numinosos finitos, no presenta, en principio, mayores dificultades; ni tampoco su posibilidad (composibilidad): un numen sería posible si es composible (no incompatible) con otros númenes en un mismo lugar (por ejemplo,

los dioses en el Olimpo). Pero tales númenes, a diferencia del Dios anselmiano, no son necesarios, sino contingentes (el Dios terciario no es posible y los númenes no son necesarios). Eso no obstante, la existencia de tales númenes puede ser deducida (necesaria, por tanto; pero no la de un numen determinado, sino sólo la de algún numen) supuesto un contexto determinante dado. Tal contexto es precisamente –según Bueno– el argumento ontológico transportado desde el ámbito de la Teología terciaria al ámbito de la religión primaria. Esta versión del «argumento ontológico numinoso» como lo denomina Bueno, se fundaría en la relación entre la esenciadel numen (su numinosidad) y su existencia: un numen sólo puede ser numinoso (diríamos: sólo puede ser numen) si existe. Podríamos, tal vez, decirlo de otro modo: un numen es necesariamente un numen para alguien, es decir, si existe (si coexiste) junto a otros sujetos, y eso significa, al mismo tiempo, que un numen es siempre un ser personal, y, en consecuencia, un numen que no exista no puede ser personal ni numinoso. Ese es el motivo por el que el Dios terciario (el numen, diríamos, de la última fase evolutiva del curso de la religión), al presentarse como esencia infinita, deja de ser un numen (porque un numen infinito no puede ser personal y, por tanto, no cabe mantener con él relaciones de ningún tipo), y nos coloca a las puertas del ateísmo. Bibliografía a) Obras de Gustavo Bueno Con el objeto de no alargarnos en exceso (de una forma tal que resultase intolerable para los coordinadores de esta obra colectiva) hemos evitado cargar nuestra exposición con citas textuales y notas, pero el lector puede juzgar por sí mismo lo ajustado o no de nuestra «lectura» de Bueno, leyendo, a su vez, la obra de éste. En el caso de la Filosofía de la religión y el problema de Dios, los escritos principales son El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión (1985), 2ª edición corregida y ampliada con 14 Escolios, Pentalfa, Oviedo 1996; y Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Barcelona 1989. Es importante también la conferencia pronunciada en la Universidad de León, con el título «Los valores de lo sagrado: númenes, fetiches y santos», en Los valores en la ciencia y la cultura, Universidad de León 2001, págs. 407-435. Pero nos parece que resulta también obligado un cierto conocimiento de su Ontología y de su Antropología filosófica. Respecto a la primera, las obras más importantes son: Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972; y Materia, Pentalfa, Oviedo 1990. En cuanto a la segunda: El mito de la cultura. Ensayo de una filosofía materialista de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 1996 (5ª edición, noviembre de 1997); y los artículos: «Sobre el concepto de "espacio antropológico"», El Basilisco (1ª época), nº 5, págs. 57-69, Oviedo 1978; «Ensayo de una teoría antropológica de las ceremonias», El Basilisco (1ª época), nº 16, págs. 8-37, Oviedo 1984; «El sentido de la vida», en El sentido de la vida. Seis lecciones de filosofía Moral, págs. 377-418, Pentalfa, Oviedo 1996 (Los dos artículos mencionados anteriormente se hallan recogidos también en esta obra.); y «La Etología como ciencia de la cultura», El Basilisco(2ª época), nº 9, págs. 3-37, Oviedo 1991. b) Sobre la Filosofía de la religión de Gustavo Bueno Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico, Pentalfa, Oviedo 2000 (Se trata de una antología de textos de Bueno, y aunque no existe ninguna entrada a la voz «Dios» (aunque sí, por supuesto, a «Religión»), su consulta resultará enormemente fructífera, especialmente (por su novedad) la de aquellos textos que son el resultado de una entrevista con el propio Bueno: para la cuestión que nos ocupa, especialmente la voz «Agnosticismo». Alfonso Fernández Tresguerres, «Bueno y Bergson. Sobre Filosofía de la religión», El Basilisco (2ª época) nº 13, págs. 74-88, Oviedo 1992. Alfonso Fernández Tresguerres, Los dioses olvidados, Pentalfa, Oviedo 1993. Alfonso Fernández Tresguerres, «El concepto de "religión natural". Deísmo y filosofía materialista de la religión», El Basilisco (2ª época), nº 18, págs. 3-12, Oviedo 1995. Alfonso Fernández Tresguerres, «Lecturas de El animal divino. Respuesta a Gonzalo Puente Ojea», El Basilisco (2ª época), nº 19, págs. 88-97, Oviedo 1995.

Alfonso Fernández Tresguerres, «Segunda respuesta a Gonzalo Puente Ojea», El Basilisco (2ª época), nº 20, págs. 81-86, Oviedo 1996. Alfonso Fernández Tresguerres, «El animal divino y Los dioses olvidados», Epílogo a la 2ª edición de El animal divino, de G. Bueno. Pablo Huerga Melcón, «Notas para una crítica a Gonzalo Puente Ojea», El Basilisco (2ª época) nº 19, págs. 82-87, Oviedo 1995. Gonzalo Puente Ojea, «La verdad de la religión. A propósito de un libro de Gustavo Bueno», en Elogio del ateísmo, Siglo XXI, Madrid 1995, págs. 84-187. Gonzalo Puente Ojea, «Carta abierta a Alfonso Tresguerres», El Basilisco (2ª época), nº 20, págs., 79-80. Gonzalo Puente Ojea, «Respuesta a Gustavo Bueno y Alfonso Tresguerres», El Basilisco, en el mismo nº 20, págs., 89-92.

Ateísmo lógico Alfonso Fernández Tresguerres Lo que yo tampoco creo

Para mis alumnos {*} Decía Tierno Galván que la diferencia entre el ateo y el agnóstico estriba en que el primero no quiere, en realidad, que Dios exista, en tanto que el segundo se limita a «no echar de menos a Dios», conformándose con «vivir en la finitud» y con la vida que le ha sido dada en este mundo. Y yo, que no me considero autorizado a ser portavoz de nadie, y tampoco del ateo, no dudo en sostener que tal afirmación es una solemne majadería. Al menos, en lo que a mí respecta, estaría encantado de que Dios existiera y no vivir en la finitud, porque a mí, como a Unamuno, no me da la gana morirme. El problema es que Dios no existe, y que lo que yo quiera o deje de querer en lo más mínimo le importa a este Universo que continuará su expansión hasta muchísimo tiempo después de yo me haya ido. Y añadiré, además, que no echo de menos a Dios, mas no por ser buen agnóstico, sino porque ¿cómo añorar a quien jamás se ha conocido? Y naturalmente que me conformo con la vida que tengo, inmersa en la finitud, pero, una vez más, no por agnóstico, sino porque no me queda otro remedio: de no conformarme, el resultado sería el mismo. Así que, mira por dónde, siendo ateo, poseo las características que Tierno demanda a un sano y sensato agnosticismo, e incumplo la que, según él, resulta esencial al ateo.

No. Las diferencias entre el ateo y el agnóstico estriban en que el segundo es escéptico en este asunto, y el primero, no. Si el agnóstico se mantiene en un estado de duda teórica (lo que es una redundancia, porque nunca la duda puede ser práctica: en último término, uno está obligado a decantarse por una cosa u otra; y en el caso que nos ocupa, el agnóstico, si en verdad lo es, no es posible que actúe en su diario acontecer más que como ateo, quiero decir que es de imaginar que vivirá como si Dios no existiera); y se mantiene en ese estado de duda a costa, seguramente, como sospecha Hanson, de infringir las normas del razonamiento lógico más elemental, el ateo sostiene, en cambio, que Dios no existe. Así de simple. El diagnóstico que hace Tierno acerca de la diferencia entre el agnóstico y el ateo parece apoyarse, entre otras cosas, en Sartre, quien habría dicho que aunque Dios existiera, habría que ser ateo. Mas yo creo que el uso que hace de las palabras del filósofo francés es debido o a una mala interpretación o a una auténtica mala fe. Al menos, yo siempre he entendido que lo que en verdad Sartre quiere decir es que aunque Dios existiera, habría que renegar de Él, es decir, habría que ser antidios, oponerse a Él, del mismo modo que se puede ser antimuchas otras cosas y oponerse a ellas. Y el motivo, no es otro, seguramente que el problema del mal, incompatible, sin duda, con un Dios Omnipotente y Bueno que habiendo podido evitarlo, no lo ha hecho. Y de nada sirven los intentos agustinianos al respecto, argumentando, por ejemplo, que del mal obtiene Dios beneficios mayores (Dios escribe recto en renglones torcidos), o que el mal es, en verdad, nada, no es una entidad o una sustancia, y, por tanto, algo que en modo alguno Dios haya podido crear, puesto que no es nada, sino mera apariencia, vacío, ausencia de bien (argumentos de defendidos antes por los estoicos; el segundo de ellos con un más que evidente anclaje en la participación platónica), o, por último, que el mal depende de la libertad humana; ninguno de tales intentos, repito, resuelven de forma convincente tal problema. Pero, a fin de cuentas, cuando nos metemos en esos vericuetos, tales como que si Dios ha podido evitar el mal y no ha querido hacerlo, entonces no es Bueno, y si ha querido y no ha podido, no es Omnipotente, y, finalmente, que si no ha querido ni ha podido, entonces ni en Bueno ni Omnipotente, no hay más que una solución lógica: sencillamente, Dios no existe. Por supuesto, no hay experiencia alguna ni evidencia de ningún tipo que demuestre la existencia de Dios, ni tampoco argumento alguno capaz de hacerlo. Ni el de san Anselmo, quien, partiendo de la Idea de Dios como la del ser que reúne todas las perfecciones y dando por supuesto que la existencia en la realidad es una perfección, concluirá afirmando que negar a Dios tal perfección supone incurrir en una contradicción. Argumento que, en efecto, nada prueba, porque es lo cierto que ni la existencia es una perfección (algo que perfeccione una esencia) ni aun admitiendo que lo fuese, existe contradicción alguna en afirmar que el Ser Perfectísimo únicamente existe como Idea, puesto que si se le niega la existencia no se está negando un solo atributo, sino todos, es decir, se está afirmando, sencillamente, que no existe un ser que posea las perfecciones que se atribuyen a Dios, o lo que es lo mismo, que Dios sólo existe como Idea. Ni tampoco las conocidas vías tomistas, en las que, establecido que el Universo en su conjunto es contingente, se sostiene que su existencia únicamente puede explicarse mediante la de un Ser Necesario, que, gratuitamente, se identifica con Dios (mas no un Dios cualquiera, claro, sino, justamente, el Dios del cristianismo), como si repugnara más a la razón la existencia de una materia eterna que la de un Ser personal igualmente eterno, siendo así que más bien sucede al contrario, no pudiendo hacerse la identificación que el Doctor Angélico sugiere más que apelando a la fe (Más aún: recientemente, Stephen Hawking ha argumentado que el Universo ha podido muy bien generarse a partir de la nada). O estableciendo, igualmente (siguiendo la causa eficiente de Aristóteles), que todas las cosas de este mundo, y el mundo en su conjunto, forzosamente han de tener una causa, hasta llegar a defender una excepción: la existencia de una Causa Incausada, que de nuevo, sin razón alguna, se identifica con Dios, que se convierte así en causa sui, lo que Santo Tomás considera absurdo referido a cualquier otra cosa, ya que por fuerza, si es causa sui, necesariamente ha de ser anterior a sí misma, mas no en el caso de Dios. Lo cierto es que derruidas por Kant las pretensiones de la Ontoteología, muy pocos son los que han vuelto a defender argumentos, supuestamente demostrativos, de este tipo, y los que desde entonces maneja el teísmo discurren por otros cauces; alguno de los cuales es abierto, precisamente, por el propio Kant. Me refiero a aquello de que es necesario postular la existencia de Dios como una exigencia del mundo moral (lo que, dicho sea entre paréntesis, resulta incongruente, me parece a mí, con su propia doctrina de la moralidad), o afirmando,

como harán otros, que si Dios no existe, la vida no tiene el menor sentido, &c. Argumentaciones, a lo que yo entiendo, de una extremada debilidad, puesto que para actuar moralmente me basta y me sobra con el dictado de mi racionalidad, y el que la vida tenga o no tenga sentido es cuestión tan confusa como metafísica, porque a saber qué es eso del sentido de la vida, y porque, en cualquier caso, cada cual puede hallarlo en las ocupaciones más variopintas. De manera que si no existe la menor evidencia de la existencia de Dios, al no existir experiencia alguna que la constate ni argumento de ninguna clase que lo demuestre, lo más lógico es concluir que Dios no existe. Creo que en esto Hanson tiene razón. E incluso puedo estar de acuerdo con él en que el que no existan razones sólidas para pensar que una afirmación es verdadera, es en sí misma una buena razón para pensar que es falsa, y, por tanto, una vez examinadas todas las pruebas que se han propuesto para demostrar la existencia de Dios poniendo de relieve que ninguna de ellas es convincente, eso mismo es prueba suficiente de que Dios no existe. Pero creo que se puede ir algo más allá. Según Hanson (son sobradamente conocidos sus escritos «El dilema del agnóstico» y «Lo que yo no creo») la proposición «Dios existe» no es analítica, sino sintética y de hecho, y, en consecuencia, no puede ser probada por la mera reflexión ni tampoco ser lógicamente demostrada. Pero eso significa que tampoco puede ser demostrado lo contrario, a saber: que Dios no existe. De tal manera, que la no existencia de Dios sólo cabe ser deducida de la imposibilidad del creyente para probar su existencia (tiene que demostrar quien afirma, y del hecho de que no pueda hacerlo se puede concluir que lo que afirma es falso). Tal es, si yo he entendido bien, la esencia de la recusación que hace Hanson del teísmo. Mas, ¿por qué asegura que no se puede demostrar que Dios no existe? Veamos. Una proposición del tipo Todo A es B puede ser falsada (bastaría con encontrar un A que no lo fuese), pero nunca plenamente verificada. En cambio, otra del tipo Algún A es B podría ser verificada (bastaría hallar un A que lo fuese), pero no puede ser falsada. Pues bien, la proposición «Existe Dios» posee el formato lógico de Algún A es B. Y es precisamente el hecho de que el creyente no haya logrado probar que es verdadera lo que permite concluir que es falsa. Mas nunca podrá el ateo, por sí mismo, demostrar que lo sea. Por eso resulta falaz, en opinión de Hanson, que tras mostrar el ateo la ausencia de prueba de que Dios exista, se le pida, a su vez, una prueba de que no existe, ya que tal prueba es imposible, como lo es probar que sea falsa la proposición Algún A es B. Y una prueba de ese tipo es, justamente, la que piden al ateo tanto el teísta como el agnóstico, sin advertir (y en ocasiones sin advertirlo, para su desconcierto, el ateo mismo) que la prueba de que Dios no existe es que no hay prueba ni evidencia alguna de que exista. Si la evidencia es prueba de que existe, la no evidencia lo es de que no existe. Y en concreto, el agnóstico es, en opinión de Hanson, absolutamente incongruente. Enfrentado al teísta, trata la proposición «Dios existe» como una cuestión de hecho, pero no probada, y por eso rehúsa adherirse a ella. Mas enfrentado al ateo, la aborda como una cuestión lógica del tipo Algún A es B, y, en consecuencia, le pide una prueba lógica de que Dios no existe; prueba que no puede darse, del mismo modo que no puede falsarse la proposición Algún A es B. Ahora bien, en estricta racionalidad habría que exigirle que jugara a lo mismo en los dos casos: si se decide por ser un coleccionista de hechos (como dice Hanson), entonces tiene que admitir que hay razones para negar la existencia de Dios (a saber: que no hay evidencia alguna de que exista); y si opta por actuar como un lógico, deberá admitir que si nunca se podrá establecer definitivamente que Dios no exista, entonces tampoco se podrá establecer definitivamente que exista. En ambos casos, si es coherente y usa su razón, se verá abocado al ateísmo, puesto que ni el ámbito de los hechos ni en el de la lógica existen sólidos fundamentos para sostener que Dios existe. No es mi intención en erigirme aquí en defensor del agnóstico (más bien al contrario), pero me parece que si es incongruente tratando la proposición «Dios existe» de forma distinta, según se enfrente al teísta o al ateo, no acabo de entender por qué lo sería si decidiendo actuar como lógico en los dos casos concluyera que no se puede demostrar definitivamente ni

la existencia ni la no existencia de Dios. Como quiera que sea, a mí me parece que la incongruencia del agnóstico estriba en no pedir a ambos (teísta y ateo) pruebas de los dos tipos, es decir, en el ámbito de los hechos y en el de la lógica. Así las cosas, es obvio que en el primero de ellos el teísta no dispone de prueba alguna que confirme la existencia de Dios, mas tampoco el ateo de que no exista. Si estamos tratando con un conjunto finito de elementos es posible falsar la proposición Algún A es B (simplemente mirando: por ejemplo demostrar que es falso que alguno de mis alumnos sea de Aragón), de igual modo que se podría verificar que Todo A es B (que todos mis alumnos tienen dos orejas). Pero es claro que si tratamos con un conjunto potencialmente infinito, ni cabe verificar Todo A es B ni falsar Algún A es B. Así, yo nunca podría falsar la afirmación de que hay un ser que es Dios, de la misma manera que no podría falsar que en mi casa vive una familia de duendes invisibles. La batalla contra el teísta no se puede librar en el terreno de los hechos. Ni el primero tiene prueba empírica alguna de la existencia de Dios ni el ateo podría probar que no existe un ser que es Dios, máxime cuando se trata de un ente que comienza por ser declarado invisible. Aun así, estoy de acuerdo con Hanson en que la ausencia de prueba empírica es prueba suficiente de su no existencia (de igual modo que del hecho de que no haya prueba alguna de que en mi casa habite una familia de duendes es prueba suficiente de que nos hay tales duendes). Pero creo que el ateo puede ir un poco más lejos. Porque pasando el terreno de la lógica (que es donde verdaderamente ha de librarse tal batalla), no es menos evidente que el teísta no puede demostrar que Dios exista, pero sostengo, en cambio, que el ateo puede demostrar que no existe. Es decir, sostengo que sí es posible falsar una proposición del tipo Algún A es B; falsarla no en el terreno de los hechos, pero sí en el de la lógica. Tratada como una cuestión que sólo pudiera resultar falsada o verificada en la experiencia, es claro que el ateo nunca podrá demostrar que no existe Dios, del mismo modo que no cabe falsar la proposición Algún A es B, y sólo le queda el recurso de argüir que la no existencia de Dios se deduce de la imposibilidad del teísta para confirmarla. Tratada como una cuestión lógica, así como es obvio que el teísta no puede demostrar la existencia de Dios, creo que el ateo sí puede demostrar su no existencia. Es lo que en alguna ocasión he denominado ateísmo lógico. La clave de tal ateísmo estriba en mostrar que la Idea de Dios es lógicamente contradictoria y configura la imagen de un ser imposible. Hablando en términos de Hanson: lo que sostengo (lo señalaba antes) es que sí es posible falsar la proposición Algún A es B (en el caso que nos ocupa: hay un ser que es Dios) siempre que la esencia misma designada por B sea imposible o lógicamente contradictoria. Dicho de otro modo, ahora con Aristóteles, lo que dice Hanson es que una proposición universal afirmativa (A) puede ser falsada, más no definitivamente verificada, en tanto que una proposición particular afirmativa (I) puede ser verificada, pero no falsada. Ahora bien, ¿cómo falsamos una proposición universal afirmativa del tipo Todo A es B? Evidentemente, encontrando un A que no lo sea, es decir, probando la verdad de su contradictoria, esto es, la particular negativa (O): Algún A no es B. Paralelamente, entiendo que podemos falsar una proposición particular afirmativa, Algún A es B, probando la verdad de su contradictoria, es decir, la universal negativa (E), esto es, probando que Ningún A es B. Probando, por tanto, que ningún ser puede existir que posea la esencia denotada por B, o llevado el asunto a la cuestión de la que tratamos, que ningún ser puede existir que posea la esencia designada por la Idea Dios, por ser imposible y lógicamente contradictoria. Demostrado que Ningún A es (ni puede ser) B, queda igualmente probado que es falso que algún A lo sea, esto es, queda probada la falsedad de la proposición «Existe Dios», o lo que es lo mismo, queda probada la proposición «No existe Dios». ¿Y eso es posible? Yo creo que sí. La esencia de la que hablamos, la denotada por la Idea Dios, es la de un ser que reúne todas las perfecciones, la de un Ser Perfectísimo. Pero tal Idea es lógicamente contradictoria, y tal contradicción se advierte en el momento en que se comparan los atributos inherentes a tal Idea, es decir, las perfecciones que se le atribuyen, tratando de mantenerlas todas a ellas a un tiempo. Pero si bien la contradicción puede percibirse en la comparación de diversos atributos entre sí, resulta, desde luego, clamorosamente evidente (y con sólo este argumento me basta) cuando se compara cada uno de ellos separadamente o en conjunto, es decir, la Idea misma de perfección, con otro de los atributos divinos: la Omnipotencia. Este atributo no sólo se considera, de hecho, parte de la esencia divina, sino que por fuerza ha de ser considerado, si

en verdad entendemos la Idea de Dios como la Idea del Ser Perfectísimo. Pero ocurre que un Ser Perfectísimo no puede ser, a la vez, Omnipotente, y si no lo es, no es Perfectísimo. Sucede que la perfección que entraña cada uno de los atributos individualmente considerados (y la Perfección en conjunto) exige que permanezcan esencialmente invariables, es decir, que ninguno de ellos pueda experimentar aumento ni disminución de aquello a lo que se refiere. Y otro tanto puede decirse si en lugar de considerarlos de manera individual, nos referimos a ellos en conjunto, es decir, a la Perfección misma: es absurdo pensar que tal Perfección pueda crecer o mermar, porque entonces no sería Perfección, si es que puede hacerse aún más perfecta, ni lo sería tampoco si fuese susceptible de hacerse menos perfecta. Ahora bien, cualquiera de tales alternativas entraría en flagrante contradicción con la Omnipotencia y obligaría a negarla. Si Dios no puede ser más ni menos Justo, Omnisciente, Misericordioso… si no puede, en suma, ser más Perfecto ni tampoco menos, entonces no es Omnipotente. Y si puede serlo, entonces no es Perfecto. La contradicción, pues, nace de la Idea misma del Ser Perfectísimo, al que necesariamente es preciso atribuirle la Omnipotencia, que acaba por comprometer la Idea misma de Perfección, ya que ésta no puede aumentar ni disminuir en un Ser Perfecto, pero si no puede hacerlo, entonces, también necesariamente, es obligado negar en él la Omnipotencia.. La Perfección exige la plenitud y excluye el cambio, pero tales exigencias niegan la Omnipotencia. Aun podemos insistir en ello, nuevamente con Aristóteles: un Ser Perfecto ha de ser Acto Puro, sin potencialidad alguna, pero la ausencia de tal potencialidad supone excluir de su esencia la Omnipotencia. Es más: con que hubiera únicamente algo que Dios se viera incapacitado de hacer, eso sería suficiente para negar su Omnipotencia. Así que aún en el supuesto de que fuera verdad aquello que decía Agatón (citado, precisamente, por Aristóteles): De sólo esto se ve privado de poder hacer que no se haya producido lo que ya está hecho,

hasta

Dios:

eso bastaría para probar la imposibilidad de la Omnipotencia. La Idea de Dios es, así, lógicamente contradictoria y denota la Idea de un ser imposible. Es falso, pues, que existe Algún A que es B, un ser que es Dios, puesto que es verdad que Ningún A es B, ningún ser es Dios, dada la imposibilidad de la esencia designada por B, es decir por la Idea de Dios. En consecuencia, la proposición «Dios existe» es falsa y la que sostiene que «Dios no existe» es necesariamente verdadera. Decía Leibniz [Monadología, § 45] que si Dios es posible, existe. Pues bien, si Dios no es posible, no existe. Y no es posible. Luego no existe. Tal es, en esencia, lo que sostiene el ateísmo lógico. Sin duda, el ateo dispone de otros importantes argumentos, además de éste. Yo no reniego de modo pleno (lo repetiré una vez más) del argumento de abogado de Hanson, a saber: que, en último término, tiene que demostrar quien afirma, y de la imposibilidad de hacerlo, cabe concluir que lo que sostiene es falso, máxime después de que el ateo haya puesto de relieve lo no concluyente de los argumentos o pruebas esgrimidos por el teísta. Ni, por supuesto, del que sostiene la incompatibilidad del mal con la existencia de un ser Bueno y Todopoderoso; problema al que hacíamos alusión al comienzo de estas notas, y del que decíamos que ninguno de los ensayos que se han hecho para hacer compatible la Bondad y el Poder de Dios con la existencia del mal convencen en modo alguno. Más me inclino yo a estar de acuerdo con Mark Twain, cuando afirma que «El nuestro es con mucho el peor Dios que la genialidad del hombre ha hecho brotar de su imaginación demente» [Reflexiones sobre la religión, Tercero].

No es posible una justificación de Dios, esto es, una teodicea, al menos de carácter racional, por mucho que Leibniz, que es quien acuña el término, se haya empeñado en probar lo contrario. Al igual que en el caso de la Ontoteología, es Kant quien ha mostrado el fracaso inevitable de tal empresa: no es posible, sostiene, una teodicea doctrinal o especulativa, sino, a lo sumo, una auténtica o práctica, que, renunciando a las pretensiones de alzarse como conocimiento, se base exclusivamente en la fe. Así lo afirma expresamente: «la teodicea no es tanto un asunto de ciencia, cuanto, mucho más, de fe» [Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la teodicea. Observación final].

Ni renuncio tampoco de la fuerza que para la posición del ateo supone el propio relato bíblico: Dios nos crea débiles, sabedor de que vamos a pecar, y para ayudarnos a ello, nos coloca delante tentaciones a cada paso (por ejemplo, nos hace sexualmente activos todo el año, y, al mismo tiempo, el hacer uso de tal capacidad se convierte en uno de los pecados más horrendos, o eso dicen sus intérpretes y vicarios en la Tierra), y luego nos castiga, incluso por toda la eternidad, con un Infierno que dicen ser algo espantoso. Y esto un ser de Bondad y Misericordia infinitas Como de nuevo señala Mark Twain en la obra mencionada (cuya publicación no quiso él hacer en vida y que únicamente 54 años después de su redacción fue autorizada por su hija, en 1960): «Dios, hábilmente, formó al hombre de tal manera que no pudiese evitar obedecer las leyes de sus impulsos, sus apetitos y sus diversas cualidades desagradables e indeseables. Dios lo ha hecho así a fin de que todas sus salidas y entradas estén obstruidas por trampas que posiblemente no pueda eludir y que le obliguen a cometer lo que se llama pecados –y entonces Dios lo castiga por hacer estas mismas cosas que desde el comienzo de los tiempos Él siempre se había propuesto que hiciera» [Reflexiones, QUINTO].

Absurdo, sin duda. Pero luego resulta que luego se hace hombre, ya que envía a su hijo Jesús, que no es otro que Él mismo, para que nos redima del pecado y del mal. Pero resulta que Cristo muere en la cruz sin que nadie, ni siquiera sus más allegados discípulos, sepan muy bien quién era ni a qué vino, hasta que san Pablo ve la luz y hace, al parecer, la interpretación correcta de la figura de Cristo y su misión… Y entretanto, el Diablo, que también fue credo por Dios, sabedor perfectamente de lo que iba a hacer, continúa haciendo de las suyas, sin que el Señor Todopoderoso se decida a pararle los pies de una vez por todas… En fin, absurdos todos ellos de los que en algunas otras ocasiones ya me he ocupado. Digamos, finalmente, que el hecho de que a duras penas se hallará cultura alguna en la que no se dé algún tipo de creencia religiosa, es argumento que, en ocasiones, el creyente utiliza para probar que «algo habrá», cuando es lo cierto que la posición que verdaderamente tales circunstancias viene a reforzar es, precisamente, la del ateo: el Dios del monoteísmo es una creación tan humana (nacida, seguramente, de la propia filosofía) como puedan serlo los dioses egipcios o los aztecas. Aun así, el creyente es muy libre de creer lo que estime oportuno. Yo ya lo sabía sin que hiciera falta que me lo dijera Mark Twain: «No hay algo tan grotesco y tan increíble que el hombre corriente no pueda creer» [Reflexiones, Tercero].

Y de creerlo, justamente, porque, acaso de tan absurdo como resulta, quizá sea verdad. O de apelar a la autoridad de Tomás de Aquino y argumentar que no existen tales absurdos ni contradicciones, sino únicamente un entendimiento limitado como el nuestro que no es capaz de entender. Y a mí, particularmente, su creencia me trae enteramente sin cuidado y me resulta del todo respetable, siempre que, a mí vez, pueda esperar de él un respeto similar. Pero, en lo que a mí respecta, incluso dejando otros argumentos a un lado, el ateísmo lógico que he tratado de exponer, me sobra y me basta para convencerme de la falsedad de aquello en lo que yo tampoco creo.

—— {*} que me pedían razones humanas y filosóficas, y me imploraban argumentos inteligibles más que verbalismos, afirmando ser superfluas las citas no seguidas de comprensión, y que no puede creerse lo que no se entiende primero, y que es ridículo que alguien predique a otros lo que ni él ni sus alumnos pueden captar con el entendimiento. Pedro Abelardo [Historia calamitatum, Cap. IX.] ——

El ateísmo

mixto Iñigo Ongay Se diagnostica el trabajo de Alfonso Fernández Tresguerres, «Ateísmo lógico», publicado en El Catoblepas, nº 110

Con el título «Ateísmo lógico», Alfonso Fernández Tresguerres nos ha ofrecido en el número 110 de El Catoblepas (correspondiente a abril de 2011) un trabajo en el que el profesor asturiano expone las razones que fundarían un juicio negativo respecto al problema de la existencia de Dios. En este sentido, siguiendo esencialmente la pauta de otros ensayos anteriores suyos, Tresguerres estaría reconstruyendo en el mencionado artículo una argumentación filosófica (pues que filosóficas son sin duda algunas de las ideas más centrales que atravesarían toda esta cuestión: Dios, existencia, necesidad, posibilidad, causa, &c.) de signo ateo, es decir, no sin duda teísta pero tampoco meramente agnóstica. Una argumentación, en efecto, tendente a la negación más terminante de la existencia de Dios. Y ello, añadiríamos para mejor así hacer justicia a las posiciones del autor de El Signo de Caín, tanto por motivos lógicos («ateísmo lógico») como por razones puramente factuales (pues es así que, según parece, de la incapacidad del teísta a la hora de demostrar la existencia de Dios, deberá concluirse, a la Hanson, que este simplemente no existe de hecho dado que, como ya se sabe, «el que afirma tiene que probar», &c.). Esto es; si a la incapacidad del teísta de probar sus asertos «en el terreno de los hechos» (algo que, adviértase, ya de suyo probaría la inexistencia de Dios) se suma el carácter contradictorio de la esencia divina (y es que, al fin de cuentas, Dios no es siquiera posible en el terreno de la lógica) se seguirá simplemente, tras la combinación de ambos tipos de argumentos «a la mayor gloria del ateísmo», que Dios no existe y ello por mucho que, tal y como le sucede a Tresguerres según «confesión de parte», estuviésemos encantados de que el Padre Eterno existiese a fin de no vivir en la finitud puesto que, apoyándonos en Unamuno, simplemente no nos da la gana de morirnos. Una vez semejante conclusión ha quedado bien aquilatada, sigue

diciendo nuestro autor, cabrá, sí, «respetar» las «creencias» del teísta (pues al fin y al cabo éste es muy libre de creer lo que estime oportuno incluso cuando se ampara en fideísmos del tipo «credo quia absurdum» de Tertuliano) siempre y cuando éste, a su vez, sea también capaz de ofrecernos un respeto semejante a los que, en nombre del «ateísmo lógico», «no creemos». Pues bien. Al menos si no nos equivocamos en la interpretación, estas son, aunque sin duda que muy resumidas, las líneas esenciales sobre las que pivota la argumentación atea que Alfonso Fernández Tresguerres habría compuesto en su trabajo. Y en este contexto, nos gustaría comenzar aclarando lo siguiente: si nosotros, por nuestra parte, nos hemos decidido a «responder» a algunas partes de su ensayo, ello no se debe tanto a que pretendamos enmendarlas en el nombre de los contenidos mismos que Tresguerres estaría negando (puesto que la perspectiva desde la que procederemos tampoco pretende ser teísta y mucho menos agnóstica, postura esta que consideramos contradictoria), ni tampoco porque nos parezca que el filósofo asturiano esté equivocado al «creer» o «dejar de creer» lo que le parezca oportuno en este punto, sino porque la idea misma de ateísmo desde la que él mismo razona en todo momento nos parece enteramente indefinida al menos si es verdad que el «ateísmo» (como en general todos los conceptos negativo-funcionales) se dice de muchas maneras. Ello, estimamos, será razón más que suficiente para tratar de «diagnosticar» (es decir, «clasificar» pero no necesariamente «valorar» o, menos aún, «descalificar») la posición, sin duda que atea, de Tresguerres, sirviéndonos para ello de algunos de los delineamientos doctrinales expuestos por Gustavo Bueno en su reciente libro La fe del ateo (Temas de Hoy, Madrid 2007). Veamos. En efecto, tal y como Gustavo Bueno nos lo advierte en su libro, el término ateísmo, en cuanto que construido según una estructura funcional definida por el «alfa privativa», sólo alcanzará un sentido preciso al recortarse sobre los contenidos determinados que se nieguen en cada caso, con lo que ciertamente, no se podrá en modo alguno, salvo que utilicemos una brocha demasiado gorda en nuestro análisis, confundir la negación de la existencia de los dioses ónticos de los panteones politeístas griegos, romanos, fenicios, egipcios o cartagineses (ateísmo óntico) con la negación de la existencia del Dios metafísico de las religiones terciarias (ateísmo ontológico) como no será tampoco indiferente que la operación negar, contenida en el alfa privativa de referencia, aparezca como referida al Dios católico (ateísmo católico) o al Dios de Mahoma (ateísmo musulmán). Tampoco será igual, referir la negación a la existencia de Dios conservando su esencia o constitutivo formal (ateísmo existencial) que negar la esencia divina bien sea en alguno de sus componentes o atributos en el sentido del ateísmo esencial parcial (como lo hacen los deístas respecto de la providencia,razón por la que Voltaire pudo tipificarlos como «ateos corteses») bien sea en relación a la totalidad de la esencia de Dios (en el sentido del ateísmo esencial total según el cual, dejando enteramente al margen el problema de la existencia de Dios –problema que ahora, aparecerá como capcioso en su mismo planteamiento–, lo que propiamente no existe es la propia idea de Dios). En fin, tampoco será exactamente lo mismo el ateísmo privativo característico de tantos «ateos militantes» que necesitan definirse incesantemente en función de los propios contenidos negados (por ejemplo, apostantando u organizando «procesiones ateas» en plena semana santa católica, &c., pero también «echando de menos a Dios» suponemos que a la manera como también se echa de menos el «miembro fantasma») que el «ateísmo negativo» propio de aquellas personas que se desenvuelven al margen de Dios, &c. Pues muy bien. Así las cosas, y desde este punto de vista, nosotros por nuestra parte nos apresuramos a manifestar nuestro acuerdo total con Tresguerres a la hora de señalar el error de diagnóstico de Enrique Tierno Galván en consideraciones como las que el autor asturiano menciona al comienzo de su trabajo. En efecto, si Tierno afirmaba que el «ateo no quiere que Dios exista» mientras que el «agnóstico se limita a no echar de menos a Dios conformándose con vivir la finitud», nosotros, procediendo desde las mallas clasificatorias que acabamos de resumir, interpretaríamos la postura propia de quienes en efecto «no quieren que exista Dios» (acaso sea esta la situación de Nietzsche desde su ateísmo postulatorio, pero también la doctrina de Jean Paul Sartre en El Ser y la Nada) como un «ateísmo privativo» (pues todos nos definimos a la postre por nuestros enemigos) mientras que, ciertamente, «no echar de menos a Dios», si es que «echarle de menos» tiene algún sentido, cuadraría más bien con el «ateísmo negativo» de signo más neutro. No entendemos en cambio demasiado bien lo que quiere decir Tresguerres cuando asegura que estaría encantado si Dios existiese, puesto que tal «confesión», por mucho que se ampare en la autoridad de don Miguel de Unamuno, no tendría mayor alcance, al menos si hemos entendido correctamente el núcleo de su «ateísmo lógico», que «desear» la existencia de un decaedro regular al que se comienza por considerar como un contrasentido geométrico a la luz de las leyes de Euler. Con ello, no es que neguemos a

Tresguerres su derecho a «no querer morirse», pero desde luego nos parece sorprendente que nuestro autor pueda declararse «encantado» ante la «existencia» de un conciencia egomórfica incorpórea e infinita que empezaría por hacer imposible la existencia del mundo, una conciencia por lo demás, de la que se predica a la vez la omnipotencia y la incapacidad de dotar a sus propias criaturas la virtud creadora, &c., &c. Simplemente si la esencia divina es contradictoria, no cabrá ni «estar encantado» ni «afligirse» (muy literalmente, a la manera de Espinosa: ni reír ni llorar) ante la afirmación, ahora declarada como imposible, de su existencia. Ahora bien, si la postura que Tierno enjareta al ateo es en realidad propia tan solo de una de las variedades de ateísmo, con lo que en efecto, la diferencia entre este y el agnosticismo no podría situarse donde Enrique Tierno Galván la hace residir, tampoco cabrá, según pensamos, limitarse a declarar que frente al escepticismo del agnóstico que, inconsecuentemente, retiraría el juicio de existencia, el ateo sostiene que Dios no existe (y menos aún rematar semejante declaración con un rotundo «así de simple»), y ello puesto que tal posición, sin perjuicio de que en efecto se coordine hasta identificarse con la postura propia del ateísmo existencial (en el que valdría situar a Hanson, cuyos argumentos parecen resultar tan caros a Tresguerres), no por ello se solidarizará con otras versiones del ateísmo que dirigieran su trituración no tanto a la «existencia» como a la «esencia» divina, o a algún componente especialmente significativo de la misma. Este, sin ir más lejos, sería el caso de argumentos tan clásicos como el de Epicuro al que Tresguerres se refiere, puesto que en lo referido al problema del mal, retirar la Bondad divina (si es que Dios ha podido evitar el mal pero no ha querido hacerlo) como negar su Omnipotencia (si es que Este ha querido evitarlo sin poderlo) no equivale sin más a destruir la totalidad de su constitutivo formal a la manera del ateísmo esencial total. Por las mismas razones cabría suponer, en la dirección de un ateísmo parcial por referencia al teísmo terciario, que Dios, aunque exista, no es omnipotente o no es bueno o simplemente no gobierna el mundo, &c., planteamientos todos ellos que nos pondrían muy cerca del deísmo o de concepciones como pueda serlo la del propio Epicuro con sus dioses de los Entremundos. Pero a nuestro juicio, cuando de lo que se trata es de aquilatar lo que las diferentes variedades del ateísmo puedan dar de sí, es justamente el ateísmo existencial a la Hanson el que puede estimarse enfangado en un callejón sin salida. Y es que, en efecto, aunque nosotros desde nuestras propias premisas podamos sin duda aceptar con Tresguerres que «no hay experiencia alguna ni evidencia de ningún tipo que demuestre la existencia de Dios, ni tampoco argumento alguno capaz de hacerlo», ello, no se deberá tanto a que «Dios sólo exista como idea», tal y como el filósofo asturiano concluye de su crítica, mutatis mutandis «kantiana», del argumento ontológico anselmiano, sino más bien, diríamos, a que por el contrario, «Dios no existe como idea», esto es, a que lo que ni existe ni puede existir es la misma idea de Dios que tanto el teísta como el ateo existencial (tanto San Anselmo como Santo Tomás, tanto Hanson o Richard Dawkins como Alfonso Fernández Tresguerres a lo largo de la mayor parte de su trabajo) proceden dando enteramente por supuesta. Pero hay más. Y es que, si bien es cierto que, tal y como Tresguerres parece detectar con ojo clínico, las vías tomistas, sin perjuicio de poder recorrerse con total comodidad en la línea del regressus, hacen imposible todo progressus crítico al mundo del que se partió (y de ahí su formalismo metafísico), también se hará preciso reconocer, nos parece, que argumentos como el de San Anselmo no podrán en modo alguno desactivarse con objeciones del tipo «la existencia no es una perfección» como parece suponer Tresguerres (en la línea de Gaunilo, de Santo Tomás o incluso de Kant), puesto que no se trata tanto de que lo sea. De lo que se tratará en el fondo, y esto es algo que ni Santo Tomás ni Kant pudieron tomar debidamente en cuenta, es de que presupuesta la existencia de la idea de Dios como ser necesario (es decir, presupuesta la existencia de Dios como idea), resultará imposible (por contradictorio), proceder como lo hace el ateo existencial concluyendo que tal ser necesario es, sin embargo, sólo contingente (i. e., no necesario). Con ello, la cuestión no residirá tanto en determinar que «Dios no exista», a la manera como determinamos, por vía negativa, y tras un exhaustivo sumario empírico de los «hechos», que no existe el «monstruo del Lago Ness», puesto que Dios no es una esencia respecto de la cual la existencia aparezca como posible sin perjuicio de que pueda eventualmente negarse (como lo hace el ateo) en ausencia de pruebas, &c., &c. Simplemente si Dios es una esencia, esto es, si la idea de Dios figura como posible (composible) no ya en sí misma sino con respecto a los propios componentes que la integran así como en relación al mundus adspectabilis (si Dios es posible), entonces no quedará más remedio que reconocer inmediatamente, al menos si no se pretende incurrir en una contradicción, su existencia real (Dios es necesario) y ello porque la esencia de Dios, esto es su mismo constitutivo formal, tal y

como el propio Santo Tomás se hizo cargo del asunto sin perjuicio de sus críticas a la prueba a priori, viene a coincidir con su Esse. Y la cuestión sigue siendo que si Él pudo decir a Moisés «soy el que soy», tal afirmación habrá que retraducirla, según todo el ciclo de la escolástica tomista, del siguiente modo: Dios es, en efecto, el ipsum esse subsistens. Para decirlo de otro modo: si es verdad que el ateo (existencial) pero también el agnóstico razona como si resultase posible reconocer la idea de Dios al tiempo que se retira su existencia real, ello, al cabo, es algo que sólo podrá hacerse al precio de quedar vigorosamente enredado en la misma maquinaria del argumento ontológico (particularmente cuando este mismo se contempla desde la perspectiva de su reformulación modal a la manera de Leibniz) puesto que entonces, quien así procediese se verá forzado a afirmar de modo contradictorio que Dios es al mismo tiempo necesario e inexistente. Y ello, añadiríamos zambulléndose en el propio argumento ontológico que se pretendía destruir, sólo que ahora bajo la figura del «insensato» que la propia maquinaria argumentativa anselmiana reclama inexcusablemente. Para decirlo de otro modo: si el ateo –parece razonar el teísta–comienza declarando como existente la idea del Dios terciario (aunque sólo sea la de su idea, al modo de Tresguerres), entonces no podrá en modo alguno resistirse sin contradicción ante la conclusión, avasalladora, de que tal idea, a la que se reconoce como posible, implica a fortiori la existencia del Ens Necessarium. Y es que justamente, a nuestro juicio no reside en otro lugar la misma inconsistencia del agnóstico. En efecto, no se tratará, como lo sostiene Tresguerres, de que este haya renunciado a exigirle tanto al teísta como al ateo «pruebas» tanto «en el ámbito de los hechos como en el de la lógica» ni tampoco, desde luego, de que no haya advertido que la ausencia de evidencias constituye evidencia de ausencia (algo en todo caso bien discutible, e incluso gratuito como principio lógico al menos cuando tomamos distancias de las consabidas argucias de abogado) puesto que la verdadera cuestión reside en que, argumentando ad hominem, cuando se comienza reconociendo la existencia de Dios como posible,no cabrá, tras ello, mantener por más tiempo que tal existencia es sin embargo, sólo problemática como si, por imposible, el ser necesario fuese contingente. ¿Quiere todo esto decir que podamos y debamos dar por buenas las conclusiones que tantos filósofos teístas (desde San Anselmo a Descartes, desde Duns Scoto a Malebranche o Malcom) han pretendido extraer de la prueba ontológica? No sin duda, puesto que sin perjuicio de reconocer al argumento el vigor de sus engranajes lógicos, siempre cabrá proceder en la dirección del ateísmo esencial total, «abriendo el proceso a la posibilidad de la esencia» para decirlo con la fórmula empleada por Gustavo Bueno en su libro El papel de la filosofía en el conjunto del saber, es decir, siempre será posible discurrir, a sensu contrario, concluyendo por modus tollens en lugar de modus ponens, que Dios es imposible. Y ello –esta es nos parece la cuestión– en virtud del mismo circuito argumental aducido en el Proslogio, sólo que leído ahora a a la inversa. Como señala Gustavo Bueno en su obra La fe del ateo: «El ateísmo esencial (que no necesita mayores especificaciones, porque estas las reservamos para los casos del ateísmo esencial parcial, que sólo son ateísmos esenciales por relación a los teólogos que reconocen a esos atributos negados como integrantes del constitutivo formal de Dios) es la negación de la idea misma de Dios. El ateísmo esencial, en el sentido dicho de ateísmo esencial total, no niega propiamente a Dios, niega la idea misma de Dios, y con ello, por supuesto, niega el mismo argumento ontológico. Descartes o Leibniz, como es bien sabido, ya lo supusieron, al obligarse a anteponer a su argumento la «demostración» de que existía la idea de Dios, es decir, en la teoría de Leibniz, la demostración de que la idea de Dios era posible. Pero el ateísmo esencial impugna las pretendidas demostraciones de Descartes, Leibniz y otros muchos en la actualidad, de esta idea, y concluye que no tenemos idea de Dios clara y distinta, sino tan confusa que habría que considerarla como un mosaico de ideas incompatibles (si, por ejemplo, se considera incompatible la omnipotencia y la omnisciencia de Dios: si Dios es omnisciente, ¿cómo pudo tolerar, si fuera omnipotente, el Holocausto?), así como un mosaico de estas ideas con imágenes antropomórficas o zoomórficas («inteligente», «bondadoso», «arbitrario», «anciano»). La llamada «Idea de Dios», en su sentido ontológico, sería en realidad una pseudoidea, o una «paraidea» (a la manera como el llamado concepto de «decaedro regular» es en realidad un pseudoconcepto o un paraconcepto, es decir, para decirlo gramaticalmente, un término contrasentido). Desde la perspectiva del ateísmo esencial, en la que por supuesto nosotros nos situamos, las preguntas habituales: «¿Existe Dios o no existe?», o bien: «¿Cómo puede usted demostrar que Dios no existe?», quedan dinamitadas en su mismo planteamiento, y con ello su condición capciosa. En efecto, cuando la pregunta se formula atendiendo a la existencia («¿Existe Dios?») se está muchas veces presuponiendo su esencia –o si se quiere, el sujeto gramatica= l, y no el predicado– (si la existencia se toma como predicado gramatical en la proposición: «Dios es existente»). Y, esto supuesto, es obvio que no es posible la inexistencia de Dios, sobre todo teniendo en cuenta que su existencia es su misma esencia; y dicho esto sin detenernos en sus

consecuencias, principalmente en ésta: que quien niega la esencia de Dios está negando también la existencia, precisamente en virtud del mismo argumento ontológico que los teístas utilizan.» (Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, pág. 20.)

Mas todo esto, insistamos en ello, querrá a su vez decir que, de acuerdo a un tal argumento ontológico invertido, comenzar situando el onus probandi sobre los hombros del teísta para, después, y en virtud de la incapacidad de este ante el trámite de demostrar la existencia de Dios, concluir de una manera bastante «ventajista», a poco que se piense la cosa, que, entonces, Dios no existe es tanto como conceder, ya de entrada, demasiado (por no decir directamente todo) al adversario. Y ello puesto que Dios, a diferencia de la familia de duendes de Tresguerres, la tetera invisible de B. Russell, los unicornios a los que se refiere Dawkins en su libro El Espejismo de Dios, o el monstruo del espagueti volador de tantos ateos existenciales de nuestros días, no puede existir al aparecer «simplemente» (y ya es bastante) como un mosaico de ideas extraídas del espacio operatorio ordinario, un mosaico, absolutamente hiper-complejo de imágenes contradictorias entre sí del que, desde luego, no cabe en modo alguno predicar la «existencia» pero no, en absoluto, porque carezca de ella sino porque lo que hemos comenzado por retirar es ahora la misma unidad interna entre sus partes. La llamada idea de Dios es en realidad una paraidea que no existe (no existe como idea) y de la que no se puede predicar ni la existencia ni la inexistencia puesto que ambas cosas, obsérvese, presupondrían por igual concebir a Dios como una esencia pensable y consistente la cual, eso sí, podrá declararse como inexistente de hecho, a la manera, efectivamente, de los duendes de Tresguerres. Pero la idea de Dios no puede existir y si se reconoce que puede (algo que desde luego el ateo existencial parece conceder implícitamente al exigir pruebas «en el terreno de los hechos») entonces Dios existe. Así de simple. Sea de esto lo que sea, nosotros sin duda no pretendemos (entiéndase esto bien) que Alfonso Tresguerres ignore absolutamente estos planteamientos o que los haya pasado enteramente por alto a la hora de componer su trabajo. Al contrario, justamente los asertos en los que funda su «ateísmo lógico» se coordinan, nos parece, de manera bastante aproximada con los contenidos mismos de lo que Gustavo Bueno denomina «ateísmo esencial total». Así, sin ir más lejos, el profesor ovetense demuestra con total limpieza geométrica que los atributos de la «perfección» y de la «omnipotencia» que la tradición ha venido asignando al Acto Puro resultan sencillamente incompatibles entre sí. Creemos en efecto, que tal argumento, junto con otros muchos que podrían mencionarse (véase al respecto el extraordinario artículo de Javier Pérez Jara, «Materia y racionalidad. Sobre la inexistencia de la idea de Dios», en El Basilisco, nº 36, 2005), representan pruebas suficientemente poderosas para avalar conclusiones como estas, extraída por el mismo Tresguerres: «La idea de Dios es, así, lógicamente contradictoria y denota la Idea de un ser imposible. Es falso, pues, que existe algún A que es B, un ser que es Dios, puesto que es verdad que Ningún A es B, ningún ser es Dios, dada la imposibilidad de la esencia designada por B, es decir, por la Idea de Dios. En consecuencia, la proposición «Dios existe» es falsa y la que sostiene que Dios no existe es necesariamente verdadera. Decía Leibniz (Monadología, & 45) que si Dios es posible, existe. Pues bien si Dios no es posible, no existe. Y no es posible. Luego no existe. Tal es en esencia, lo que sostiene el ateísmo lógico.»

Tal es, en efecto, lo que sostiene el «ateísmo esencial total». Pero si ello es así (como ciertamente nos parece que lo es), no entendemos que digamos demasiado bien qué es lo que quiere decir Tresguerres cuando procede, diríamos, componiendo acumulativamente este planteamiento con las «argucias de abogado» propias del «ateísmo existencial». De hecho, Tresguerres, sostiene en repetidas ocasiones a lo largo de su texto (y también en otros, véase al respecto por ejemplo «Dios en la filosofía de la religión de Gustavo Bueno», publicado en El Catoblepas, nº 20, 2003, pero también su contribución al manual Filosofía de primero curso de Bachillerato editado por la editorial ovetense eikasía), que el ateo no debería renunciar del todo a argumentos como los de Hanson, &c., &c. Ahora bien, la cuestión es que una tal acumulación argumental, muy lejos de vigorizar la conclusión que Fernández Tresguerres parece extraer cuando razona como un ateo esencial (la idea de Dios no existe porque es contradictoria) conduce su razonamiento en la dirección de una suerte de «ateísmo mixto –esencial– existencial», y esto –esto es, semejante ateísmo «bifronte»– es lo que resulta, ahora sí, claramente inconsistente, o incluso, llevado al límite, contradictorio. De otro modo, al proceder acumulativamente según lo dicho, Tresguerres parecería estar reconociendo con una mano que Dios es imposible como idea, mientras que con la otra se concede que su esencia es pensable sin contradicción, aunque desde luego falsa al no existir Dios «de hecho» (y de otro modo no tendría ningún sentido exigir al teísta pruebas

al respecto), con lo que, ahora, la proposición «Dios no existe» parecería estar tratándose de una manera análoga a enunciados tales como «el monstruo del Lago Ness no existe». Pero esto es justamente lo que no puede hacerse. Por decirlo de otra manera, cuando ante el problema de la existencia de Dios, empezamos por pedir pruebas al que afirma, dando en consecuencia por descontado que «el que afirma», llámese Santo Tomás, llámese Leibniz, tiene una idea clara y distinta del «sujeto» al que atribuye el predicado gramatical «existe», entonces, velis nolis, volvemos a comportarnos como el «insensato» de San Anselmo, quedando en consecuencia prisioneros de la potencia dialéctica del mismo argumento que, por otro lado, Tresguerres ha reconocido en su condición de «ateo esencial» (y de ahí, suponemos, su mención a Leibniz, si es que esta no es ella misma meramente retórica). Repitamos esto con las propias palabras de Fernández Tresguerres: Si Dios es posible existe. Con lo que, el argumento de abogado de Hanson demostraría, todo lo más, y esta es precisamente la dialéctica a la que nos referíamos, que Dios existe porque el Ens Necessarium, Perfectissimum et Realissimum es posible. Ahora bien, así las cosas, no resulta sin duda nada fácil determinar las razones por las que Tresguerres ha considerado necesario enrocarse en una estrategia acumulativa tendente a combinar el «ateísmo esencial» («ateísmo lógico») con el «existencial» (el «ateísmo –diríamos, a falta de mejor rótulo– de abogado») sin parar mientes en que dicha yuxtaposición conduce a un verdadero callejón sin salida. Si no nos equivocamos demasiado por nuestra parte, creemos que estas razones, sean ellas mismas las que sean, estarían vinculadas a un equívoco en el que el profesor asturiano ha incurrido repetidamente a lo largo de su texto. Nos referimos a la constante división entre el terreno de los «hechos» y el ámbito de la «lógica», como dos perspectivas, al parecer duales, que según el autor de Los dioses olvidados cabe separar, sin perjuicio suponemos de sus entrecruzamientos &c., a la hora de analizar estas cuestiones. En estas condiciones, parecería (y de hecho así lo sugiere el propio Tresguerres en más de una ocasión) que, situado en el «terreno de los hechos», el ateo podrá proceder como un «coleccionista de hechos», limitándose, por vía empírica, a pedir al teísta que demuestre sus afirmaciones para concluir, en ausencia de evidencia, que Dios sencillamente no existe. Cuando nos situamos, empero, «en el terreno de la lógica», el ateo podrá sin duda «ir más lejos» (el sentido del ateísmo esencial), demostrando por su parte (ahora sin que el teísta, por así decir, tenga necesidad alguna de abrir la boca) que Dios no puede existir al denotar su misma esencia la idea de un ser contradictorio. Con ello, según parece dinamarse del sentido general de la argumentación, ambos tipos de ateísmo (esencial y existencial) se yuxtapondrían armónicamente, reforzándose mutuamente para desesperación del teísta que, acosado por ambos francos, no podrá sino reconocer que en efecto «Aquel» al que todos llaman Dios no existe y además es imposible. Pues bien. A nosotros nos parece sin embargo que tal división jorismática entre los «hechos» y la «lógica» no es mucho más que una hipóstasis metafísica que resulta, principalmente, de ignorar que la «lógica», en su ejercicio, no es otra cosa que la propia concatenación de los propios «hechos» según sus ensortijamientos propios, y ello de tal suerte que estos mismos quedarían disueltos en tanto que hechos (es decir en su entretejimiento constitutivo) al margen de la lógica. Ello, a su vez, demuestra que el propio sintagma «ateísmo lógico», aunque se emplee como sinónimo de «ateísmo esencial», no dice nada, puesto que también el «ateísmo existencial» (por no mencionar otras especies del género «ateísmo», pero también de «agnosticismo» o incluso de «teísmo», posiciones todas ellas que resultaría evidentemente absurdo tipificar como «ilógicas» o «anti-lógicas») son igualmente «lógicas» como es «lógico», asimismo, el proceder del «coleccionista de hechos» al que se refiere Tresguerres. Si con «ateísmo lógico» se pretende aludir a la posición de quien afirma que la idea de Dios es contradictoria «en el terreno de la lógica» como contradistinto al de los hechos, esto mismo será decir muy poco o decir un contrasentido –y particularmente metafísico– pues ni siquiera es verdad que la Idea de Dios sea contradictoria en sí misma. La Idea de Dios, exactamente igual que la idea de un decaedro regular, al menos cuando razonamos fuera de las premisas de la propia teología natural, no es de suyo una idea simple que pueda suponerse como contradictoria «lógicamente» respecto de sí misma, sino un conglomerado muy complejo de términos plurales (omnisciencia, omnipotencia, providencia, aseidad, simplicidad, actualidad, infinitud, &c.) que resultan, ellos sí, incomponibles «de hecho» tanto mutuamente (y por eso la idea de Dios no puede componerse, esto es, no es posible) como con relación a la propia pluralidad de términos que componen el mundo en marcha (y por eso la idea de Dios no es compatible con un mundo al que anegaría si es que Dios es infinito) y ello, a la manera como también resultan incomponibles, según la lógica material ejercitada operatoriamente por

la geometría sólida, las caras, las aristas y los vértices de un decaedro regular; mas no «al margen de los hechos», o, por razones meramente «lógicas» (al menos cuando estas se interpretan como desconectadas hipostáticamente de aquellos) sino contando con los hechos (geométricos) mismos, y a su través. Y en efecto, esta es, nos parece, la razón principal por la que el ateísmo esencial ni siquiera entra a discutir la «existencia» de Dios como si su «esencia» pudiese darse, en cambio, por supuesta como esencia pensable, aun cuando sólo fuese para concluir que dicha «esencia» corresponde a la de un «ser imposible». Si este «ser» es, esencialmente, imposible será porque ni siquiera su idea puede componerse lógico-materialmente, entre otras cosas, porque no podrá coexistircon el mundo en marcha. Con ello, adviértase la radicalidad de la cuestión, ni siquiera decimos (desde el ateísmo esencial total) que el «creyente» o el «teísta» se equivoquen al atribuir «existencia real» a Dios (pues esto, representaría a la postre, un simple «error de identificación»), sino, más bien, que ni el «creyente» ni el «teísta» ni el «agnóstico» o el «ateo existencial» tienen una idea de Dios sobre cuya existencia real pudieran, eventualmente, mantener posiciones contradictorias. Simplemente sucede que el «teísta» no dice absolutamente nada (al menos etic) cuando afirma que Dios existe porque de hecho lo que no existe, salvo por el nombre, es la propia idea que San Anselmo creía percibir clara y distintamente «en su corazón». Pero si nadie en absoluto tiene una idea clara y distinta de Dios y sí tan solo un mosaico incongruente de imágenes obtenidas de contextos mundanos muy diversos, ¿qué decir de la actitud de «respeto» que Tresguerres, acaso irónicamente claro está, pretende mantener sobre las «creencias» del teísta terciario? Ante todo esto: que tal «respeto», signifique lo que signifique psicológicamente, en modo alguno podrá dirigirse tanto a la propia fe del teísta en Dios Padre Omipotente, puesto que, para empezar, esta fe no existe como no existe la propia idea de Dios. De otro modo, la fe del creyente terciario no estaría, salvo emic, referida a Dios mismo (¿hemos de repetir que nadie, y tampoco desde luego los propios «creyentes» tienen idea alguna sobre Dios?), sino más bien a un conjunto de personas –finitas– o instituciones de las que la propia para-idea a la que «todos llaman Dios» habría derivado. Si con su «respeto», lo único que Tresguerres quiere decir es que en efecto «tolera» la fe (natural) de los «creyentes» católicos en las instituciones vinculadas con la Iglesia, no tendríamos desde luego nada que oponer ante semejante «actitud» salvo en lo que se refiere a su subjetivismo (aunque, eso sí, no podríamos menos que preguntarnos en todo caso de cuántas «divisiones acorazadas» dispone Tresguerres para dejar de «tolerarla»), pero en todo caso, repárese en esta circunstancia, no cabe, al menos desde las premisas del ateísmo esencial, «respetar» a los que «creen en Dios» por la sencilla razón de que en Dios, salvo que por imposible empecemos por considerarlo como una esencia componible, literalmente no cree nadie más que en el terreno de las apariencias. Todavía más confuso resultará, por los motivos dichos, «echar de menos a Dios» o manifestar que «se estaría encantado si Él existiese» (aunque a renglón seguido se reconozca que, desafortunadamente, esa esencia cuya existencia se considera como deseable, no corresponde a ningún ser real) puesto que ni Unamuno, ni Tresguerres ni yo mismo disponemos de una idea consistente sobre la que discutir.

Sobre un supuesto ateísmo bicéfalo Alfonso Fernández Tresguerres Comentarios a propósito de un diagnóstico

{*}

En el número de mayo de El Catoblepas publica Iñigo Ongay lo que él denomina un diagnóstico de mi artículo «Ateísmo lógico», aparecido en esta misma revista el mes de abril. Si yo no lo he entendido mal, Ongay se muestra básicamente de acuerdo con lo que constituye el núcleo esencial de mi argumentación, a saber: que Dios no existe porque la Idea Dios es lógicamente contradictoria y denota la esencia de un ser imposible. Pero me recuerda (por si yo los había olvidado) los distintos tipos de ateísmo que distingue Gustavo Bueno, y me

hace saber (por si yo no lo sabía) que el que yo defiendo se encuadra en lo que Bueno denomina «ateísmo esencial total». A continuación repite, con la extrema pulcritud a la que nos tiene acostumbrados, doctrinas de Gustavo Bueno, buscando la manera de aplicarlas a mi escrito, no ya con pretensiones meramente clasificatorio-críticas, sino críticas, sin más, en el sentido de deficiencias que cabe detectar en mi argumentación y objeciones, por tanto, de las que, a su juicio, ésta se hace merecedora. Dado que lo esencial de mi postura le parece admisible, sólo cabe conjeturar dos cosas: o bien que los reparos de Ongay resultan intrascendentes o bien que supone que he venido a dar a esa posición que el considera acertada por un camino plagado de errores, vale decir, por casualidad. Por supuesto, no todas las objeciones de Iñigo Ongay tienen el mismo peso, y de hecho algunas hay (y comenzaré por ellas) que, a mi entender, no tienen ninguno. Me refiero, en concreto, a aquéllas que apuntan a cuestiones de carácter meramente psicológico-subjetivo. Así, no se entiende –sostiene él– como, si Dios no existe, puedo afirmar que me gustaría que existiera. Se trata de algo tan absurdo como si declarara que me gustaría que existiera el decaedro regular. Bien. Creo, en primer lugar, que es preciso situar esas palabras mías en su preciso contexto, que no es otro que el de la confrontación con Tierno Galván, quien, sobre defender un agnosticismo absolutamente insustancial e inconsistente –si alguno hay que no lo sea–, establece la diferencia entre ateo y agnóstico –y de alguna manera también la fundamentación de su propio agnosticismo– en términos psicológicos del siguiente tenor: que el ateo quiere que Dios no exista, en tanto que el agnóstico se limita a no echar de menos a Dios, conformándose con vivir en la finitud. Mis palabras no tenían otro objeto que desbaratar, ad hominem, la posición de Tierno: tampoco yo, siendo ateo, echo de menos a Dios y también yo me conformo con vivir en la finitud: lo primero, porque no tendría ningún sentido echar de menos a alguien, no ya que no conoces, sino que ni siquiera existe; y lo segundo, porque no tengo más remedio: si no me conformara con vivir en la finitud, daría exactamente lo mismo. Y, al tiempo, yo, siendo ateo, puedo querer perfectamente que Dios exista. Y advierta Iñigo Ongay que ese yo que ahí habla no tengo por qué ser necesariamente yo, es decir, Alfonso Fernández Tresguerres, sino un yo impersonal, al modo de Fichte, acaso el lector, todo lector. En cualquier caso, la argumentación puramente psicológica de Tierno queda desactivada puesto que en el terreno del mero querer psicológico-subjetivo el ateo puede satisfacer las condiciones del buen agnóstico establecidas por Tierno, e incumplir la, también según él, esencial al ateo. Ahora bien, ¿qué quiere decir Ongay, que es absurdo querer que exista lo que no existe? Naturalmente. ¿Acaso digo yo otra cosa distinta? Dado que Dios no existe, lo que yo quiera o deje de querer no tiene la menor relevancia y no pasa de ser una declaración meramente psicológico-subjetiva que a nadie importa. ¿Tal vez continúa sin advertir Ongay que el objeto de todas esos observaciones era derrumbar la argumentación de Tierno, poniendo de relieve que los quereres en estas cuestiones son absolutamente irrelevantes y que la diferencia entre agnóstico y ateo es que el primero es escéptico y el segundo no; uno duda y el otro afirma que Dios no existe. Así de simple. ¿O no es así de simple, al menos en tanto que una primera y elemental diferenciación básica entre una y otra postura? Mas aun en el supuesto de que quien hablara fuese Tresguerres y dijera que le gustaría que Dios existiera porque esto de vivir le parece cada vez más divertido y maldita la gracia que le hace pensar que un día todo ha de acabarse para siempre, ¿qué pasaría? Desde luego que ése sería mi problema, y que la puesta en escena de mi emotividad íntima, a Ongay y a cualquiera puede traerle perfectamente al pairo; y, en último término, si Dios no existe, querer que exista es empresa tan absurda como pretender que llueva lanzando piedras a las nubes. Pero, más allá de eso, en nombre de qué supuesta coherencia lógica con no se sabe qué supuestos principios filosóficos podría nadie (ni siquiera Iñigo Ongay) negarme el derecho a querer o dejar de querer lo que me venga en gana: por ejemplo, que todos los ateos estemos equivocados y que, después de todo, tal vez tenga razón Tomás de Aquino y lo que sucede es,

sencillamente, que no podemos entender. La apuesta pascaliana me parece empresa tan baldía y estéril como pretender dar coces a la luna, pero no seré yo (que no experimento especial simpatía por Pascal) quien ponga el grito en el cielo acusándole de incoherente porque piensa lo que ni siquiera puede ser pensado (algo así como el necio de san Anselmo, pero al revés). Y, por supuesto, la mención de don Miguel de Unamuno en este contexto es meramente literaria y en modo alguno busca dotar de fuerza a mis palabras amparándose en su autoridad, porque, entre otras cosas, que Unamuno diga que quiere o no quiere morirse es tan irrelevante como que lo diga la cartera o el carnicero de la esquina. No menos insustancial, ni de carácter menos psicológico, son las observaciones que hace Iñigo Ongay a mi declaración de respeto a las creencias del teísta. Se equivoca mi facultativo al diagnosticarme: no hay ninguna ironía en tal declaración. Obviamente, yo, a diferencia de Stalin, no dispongo de ninguna división acorazada con la que tomar el Vaticano, si eso es lo que quiere decir al afirmar que cómo podría dejar de tolerar la fe del creyente (es sorprendente que hasta en las ironías y los ejemplos tengamos que recurrir a otro). Pero si podría mostrarme, de mil formas distintas, intolerante y poco respetuoso con la de mis vecinos o mis alumnos, pongamos por caso. Y lo que digo es que a mí me da exactamente igual lo que crea cada cual, por mucho que yo pueda estar de acuerdo en que tal creencia no puede ser sino una creencia en apariencias, como lo son, seguramente, muchas creencias, puesto que en aquello que es y cuyo ser se halla constatado, sencillamente no se puede creer, sino exclusivamente constatar o conocer: es absurdo que yo diga que creo que el rey de España se llama Juan Carlos. Pero, en fin, dado que, al parecer, no cabe respetar a quien cree en apariencias, ¿qué me sugiere Iñigo Ongay? ¿Qué irrumpa en la catedral en misa de doce intentando sacar de la caverna a aquellos pobres prisioneros, que reparta pasquines a la salida, o acaso que prenda fuego a la catedral con todos dentro? Ahora bien, aun hallándose básicamente de acuerdo con lo que constituye el núcleo esencial de mi argumentación, afirma Ongay dos cosas: por un lado, que se trata de un ateísmo indefinido; algo que no acabo de entender, dado que tan fácil le ha resultado calificarlo como perteneciente al grupo del ateísmo esencial (a no ser que sea indefinido, precisamente, por no comenzar recordando la clasificación de los ateísmos hecha por Gustavo Bueno). Y, por otro, que denominarlo «ateísmo lógico» es no decir nada, puesto que todos lo son. Depende, me atrevería a sugerir por mi parte. Si el término «lógico» se utiliza para indicar que un argumento o razonamiento se halla constituido de tal forma que sus proposiciones se concatenan respetando las normas de la lógica elemental –en lugar de conformar un puro sinsentido–, y ello con independencia de que pudiera encerrar en todo o en parte alguna contradicción, como sucede con la Idea de Dios manejada por el teísta, entonces es evidente que no sólo todos los ateísmos, sino también todos los agnosticismos y teísmos, lo son. Pero esto es una observación de una trivialidad sorprendente e intrascendente. Y, de hecho, ninguno de los lectores de mi escrito ha entendido (que yo sepa) que con el título del mismo pretendo ponerle sobre aviso de que lo que va a leer es un conjunto de proposiciones hilvanadas lógicamente; un escrito que, con independencia de la verdad o falsedad de su contenido, presenta una coherencia interna, en lugar de tratarse de una logorrea carente por completo del menor significado. Mas si «lógico» se entiende referido al carácter mismo de la propia argumentación, en la que se concluye que Dios no existe porque la Idea de Dios es lógicamente contradictoria y denota, por tanto, la esencia de un ser imposible, entonces sencillamente no es cierto que todos los ateísmos –ni agnosticismos ni teísmos– puedan ser denominados «lógicos» en el sentido preciso al que acabo de referirme, aunque sin duda que algunos autores, con independencia de la posición que finalmente acaben defendiendo, podrían reclamar para su propia argumentación la pertenencia a tal familia de argumentaciones: ése podría ser el caso –se me ocurre sobre la marcha– de Hanson o san Anselmo. Mas si Iñigo Ongay en lugar de «ateísmo lógico» prefiere hablar de «ateísmo esencial» o de «ateísmo esencial total», me parece muy bien. Supongo que, en este caso, nos hallamos ante una mera discrepancia terminológica sin mayor alcance. En cualquier caso, de lo que se trata es que Dios no existe porque la Idea de Dios es lógicamente contradictoria y apunta, por tanto, a una esencia imposible.

En cambio, no entiendo muy bien qué quiere decirse cuando se afirma –como hace repetidamente Ongay– que la Idea de Dios es imposible, por lo que ni existe ni puede existir y, en consecuencia, no cabe predicar de ella ni la existencia ni la no existencia. ¿Cómo es que si la Idea de Dios no existe no se puede decir que no existe? Si de ella no se puede predicar ni la existencia ni la inexistencia, ¿cómo es que Ongay pueda predicar de ella su inexistencia? Es más: ¿cómo puede comenzar por decir que no existe para acto seguido afirmar que no se puede decir ni que existe ni que no existe? Esto ya empieza a parecer que tiene mucho que ver con la lógica, pero en el primero de los sentidos que distinguía antes. Pero es que, además, y yendo un poco más allá, ¿será forzoso concluir que si la Idea no existe y, por tanto, no podemos decir nada de su existencia o inexistencia, entonces tampoco podemos pronunciarnos acerca de la existencia o inexistencia de la esencia designada por tal Idea, es decir, acerca la existencia o no existencia de Dios? Supongo que no es a esa especie de retorcido agnosticismo a donde quiere llegar Ongay, puesto que se declara ateo. Mas si la idea de Dios no existe, ¿cómo puede decir él «Dios no existe»? Pero lo dice, y –como afirmaría san Anselmo– hasta los insensatos entendemos lo que quiere decir, a saber, que no existe el ser al que se refiere tal Idea. Si la Idea de Dios no existiera, ni él ni yo –ni nadie– podríamos escribir una sola palabra al respecto, del mismo modo que ni él ni yo –ni nadie– discutimos acerca de la existencia o inexistencia del turuluflu. Así de simple. La Idea de Dios existe y no es imposible, puesto que existe. Lo que no existe es la esencia denotada por tal Idea, esto es, la del ser que reúne todas las perfecciones –en el supuesto, como apuntaría Tomás de Aquino, de que nosotros, pobres mortales imperfectos, podamos entender siquiera lo que es la perfección–. Si la Idea de Dios no existiera, y, al mismo tiempo, el conjunto de Ideas a ella asociadas, ¿cómo podría hablar Iñigo Ongay del Ens Neccessarium, Perfectissimum et Realissimun? Lo que no existe y es imposible no es la Idea, sino, precisamente, el Ens. La Idea de Dios es la del ser Perfectísimo, como la Idea de decaedro regular es la del poliedro con diez caras iguales (si no existiera la Idea, ¿cómo podríamos decir que no existe el decaedro regular? Si no existiera la Idea, ¿cómo podríamos decir que no existe Dios?). Ahora bien, el decaedro regular es imposible (porque es imposible un poliedro con diez caras igual) y, en consecuencia, no existe. Paralelamente, Dios es imposible (porque es imposible el Ser Perfectísimo) y, en consecuencia, no existe. Cuando no se podría predicar la existencia o inexistencia de ninguno de esos dos seres es, precisamente, cuando ni siquiera existieran como Idea. Y esto no significa, ni muchísimo menos, como parece pensar Iñigo Ongay –no sé muy bien si interpretando a Hanson, a mí o a los dos– que se comienza reconociendo la existencia de Dios como posible. En absoluto –por lo menos en lo que a mí se refiere–. Se comienza reconociendo la existencia de Dios como imposible, mas no porque sea imposible o inexistente la Idea de Dios, sino, justamente, porque lo que es imposible e inexistente es el contenido encerrado en tal Idea. De manera que en modo alguno comienzo por reconocer que Dios es imposible como Idea (absolutamente al contrario: Dios sólo es posible como Idea) para acabar reconociendo que su esencia es pensable sin contradicción (absolutamente al contrario: justamente porque su esencia –la esencia designada por tal Idea– no es pensable sin contradicción es por lo que se concluye que Dios no existe). Y tiene razón, en efecto, Gustavo Bueno: quien niega la esencia de Dios, niega también su existencia. Pero negar la esencia, por declararla imposible, no es lo mismo que declarar imposible o inexistente la Idea: si la Idea no existiera, ¿cómo podríamos negar siquiera la esencia a la que se refiere? Respecto a mi querencia a la argumentación a lo Hanson, como dice Ongay, para finalizar diagnosticando que me enroco innecesariamente con la posición del filósofo inglés, hasta acabar defendiendo, en último término, un ateísmo mixto (debe tratarse de una ironía), mitad existencial y mitad esencial (entiendo yo), o acaso las dos cosas a un tiempo, debo decir lo siguiente: ni hay tal enroque ni existe tal ateísmo bicéfalo en mi postura. Es cierto que he dicho en más de una ocasión que el ateo no tiene por qué renunciar, sin más, a la argumentación de Hanson. Trataré de explicar los motivos, y también los de mi

desacuerdo con el filósofo inglés que no quedaron, al parecer, suficientemente claros en mi escrito anterior. Argucia de abogado o no, yo entiendo que la obligación de probar recae, primariamente, en quien afirma, y del hecho de que no pueda demostrar lo que sostiene cabe llegar, según los casos, a conclusiones variables. El que alguien no pueda probar la conjetura de Riemann no es razón suficiente para concluir que es falsa, máxime cuando la distribución de los ceros no triviales de la función zeta se ha verificado ya en ni se sabe cuántos miles de millones de ceros. Lo que no es, desde luego, una demostración. Mas el que alguien no pueda demostrar que existan duendes o sirenas es una buena razón para pensar que no existen. Y la afirmación «Existe Dios» tiene más que ver con lo segundo que con una conjetura matemática, cuyos casos a favor hacen más que proba= ble que sea correcta, aunque todavía no haya sido demostrada. Veámoslo desde otro ángulo. Hanson, si yo lo he entendido bien, comienza dando por supuesto (erróneamente, a mi juicio) que el ateo jamás podrá demostrar que Dios no existe. Así las cosas, obviamente tendrá que proporcionar alguna prueba quien dice saber que Dios existe. Pero ocurre que ninguna de tales pruebas demuestra nada, ni existe tampoco el menor indicio empírico ni lógico que apunte hacia la posibilidad de tal existencia. ¿Qué concluir? Es cierto, como supone Hanson, que la ausencia de una prueba en contra (de la existencia de Dios) no es nunca una prueba a favor (de tal existencia). De ahí que insista (a mi modo de ver de forma plenamente justificada) en que pruebe quien afirma. Pero no es menos cierto (y en esto no parece reparar Hanson) que la ausencia de una prueba a favor no es nunca, al menos concluyentemente, una prueba en contra. Pero, insisto, si ésa fuera la situación en la que inevitablemente nos encontramos, ¿qué concluir? ¿Acaso que Dios existe o más bien que no hay razonablemente ningún motivo para pensar que exista? Hablemos de duendes, si se quiere, y se verá lo mismo, aunque de modo más rotundo y también ridículo. Imaginemos que nadie pudiera demostrar de modo definitivo y concluyente que no existen. Sin embargo, yo afirmo que en mi casa habita una familia de ellos, que son invisibles por lo que, en consecuencia, nadie más que yo puede verlos porque tengo mucha fe en ellos. En el supuesto de que no se me ingrese automáticamente en el manicomio, se me pedirán pruebas, antes de hacerlo. Pues bien, no puedo proporcionar ninguna, no dispongo del menor indicio ni lógico ni empírico ni de ningún otro tipo, no ya para demostrar que existen, sino ni siquiera para sembrar en mis interlocutores alguna duda al respecto. Pregunto: ¿admitiran, pese a todo, que acaso existen los duendes, o no sucederá más bien que todo aquél que esté en su sano juicio concluirá que el mío se halla trastornado? El ateísmo a la contra de Hanson no demuestra de modo terminante que Dios no existe, pero sí que es muy razonable pensar que no existe. Mas el teísta, que no ha probado absolutamente nada, replica: «¿Y usted puede probar lo contrario. Demuéstreme que Dios no existe» («¿Y usted puede probar lo contrario? Demuéstreme que no existen duendes invisibles»). Se trata de una de las argucias y defensas más estúpidas, tramposas e inconsistentes del teísta. Y, a mi modo de ver, es mérito de Hanson el denunciarla, desafiarla y destruirla. Si no fuera posible demostrar la inexistencia de Dios, el ateísmo de Hanson sería, probablemente, el mejor argumento del que dispondría el ateo. Y renunciar de modo pleno a él supondría abrir las puertas al escepticismo, que acaso argumentaría que aunque el teísta no haya podido probar que Dios existe, quién sabe, a lo mejor existe, después de todo; escepticismo que, como sin duda sabrá Ongay, tan buenos servicios ha prestado históricamente al teísmo.

He ahí las razones de lo que he denominado mi simpatía por la argumentación a lo Hanson (y es una simple forma de hablar. No se me venga ahora con que en estos asuntos no caben simpatías ni antipatías). Pero concluir que me enroco con dicha argumentación para acabar defendiendo un ateísmo mixto, es una interpretación errónea. Si Iñigo Ongay lee detenidamente mi escrito, observará que, en gran medida, tiene como hilo conductor la discusión con Hanson, y la crítica y el intento de superación de su postura. Porque, a mi juicio, y en contra de lo que él supone, el ateo sí puede probar que Dios no existe, y, siendo así, está en la obligació= ;n de hacerlo, en lugar de mantenerse meramente a la contra. Y la prueba, en pocas palabras, es ésta: Dios no existe porque la Idea de Dios es lógicamente contradictoria y denota una esencia y un ser imposibles. Lo que yo afirmo no es, pues, como parece creer Ongay (una nueva ironía, sin duda) que Dios no existe y además es imposible, sino algo mucho más simple: Dios no existe porque es imposible. —— {*} He dudado si responder a Iñigo Ongay, y me apresuro a aclarar que ello no es debido a que considere enteramente carentes de interés su diagnóstico o sus objeciones, y menos aún movido por algún tipo de menosprecio hacia Ongay, ni como persona, desde luego, ni tampoco como egregio representante y divulgador del materialismo filosófico, sino únicamente porque no tengo el menor deseo de eternizarme en interminables discusiones que me provocan un soberano aburrimiento, entre otras razones porque, con frecuencia, no consisten los tales debates en otra cosa que en tratar de decir lo mismo con palabras distintas. Advierto, pues, que no volveré a responder. Ni a él ni a ningún otro. Habrá quien piense, acaso, que tal decisión es producto de una soberbia tan estúpida como injustificada. E, igualmente, tal vez haya quien crea que con ello pretendo eludir un debate que no quiero afrontar, dada la escasa confianza que tengo en la solidez de mi posición o en el alcance de mi arte dialéctica (o retórica, que no se sabe muy bien cuál de las dos cultivamos en estas polémicas). Pues bien, cada cual es muy libre de suponer lo que estime oportuno. A mí me da exactamente lo mismo. Eso sí, deseo que se hable mucho del ateísmo lógico y de Tresguerres…, aunque sea bien (algo así decía, asimismo, don Miguel de Unamuno).

Dice el necio que el necio dice en su corazón: «hay Dios» (I) Desiderio Parrilla Martínez

Atendiendo a las dudas expuestas por los lectores de Razón atea sobre el primer ensayo acometemos un segundo intento de respuesta al argumento ateo esencialista. La crítica alcanza al materialismo filosófico desde el que es formulado dicho argumento

§1. §2. §3.

Exposición Exposición

exotérica de la refutación. acroamática de la refutación. Pars destruens. i. ¿Qué entendemos por Realismo Filosófico? ii. ¿Qué entendemos por Concepto? iii. ¿Qué entendemos por Idea? iv. ¿Qué entendemos por Principio? v. ¿Qué entendemos por Logicismo esencialista? vi. Crítica desde el Realismo Filosófico al Materialismo Filosófico. §4. Pars edificans. i. Prueba antilogicista de la existencia de Dios desde el Realismo Filosófico. ii. Notas filosóficas explicativas del primer ensayo. Escolio 1. El término «Misterio» en el primer ensayo. Escolio 2. El término «Paradoja» en el primer ensayo. Escolio 3. Los términos «Ontologismo» y «Fideísmo» en el primer ensayo. Escolio 4. La irracionalidad de «color rojo» en el primer ensayo. Escolio 5. El tratamiento del «decaedro regular» en el primer ensayo. §5. Parte Prospectiva. i. El ateísmo católico es, en realidad, un ateísmo modernista anticatólico. ii. Función de la «Filosofía cristiana» y su postura frente al ateísmo católico. §1. Exposición exotérica de la refutación Estado de la cuestión: el ateísmo esencial propio del Materialismo Filosófico no se conforma con negar la existencia de Dios, puesto que, sabida la diferencia entre la esencia y la existencia de un ente, quien dice «Dios no existe» está presuponiendo la esencia de eso cuya existencia dice negar. Sin embargo, hablamos de un ateísmo esencial, frente al ateísmo existencial, cuando no se admite siquiera la esencia de Dios, es decir su misma Idea como tal. La Idea de Dios de la Teología Natural, para el ateísmo esencial, es una construcción conceptual tan preñada de contradicciones que no es siquiera posible «pensarla» en sentido estricto. Es una «paraidea», o una pseudoidea, como «decaedro regular» o «triángulo exinscrito en una circunferencia con la propiedad geométrica 3 + n cevianas (siendo n ≥1)». A este ateísmo esencial le llamamos total frente al ateísmo esencial parcial, que «todavía» retira algún o algunos de los atributos que parezcan ajenos al constitutivo formal divino, por ejemplo, la providencia, conservando la existencia –llamado «ateísmo cortés» o deísmo por Voltaire– por intentar corregir las contradicciones conceptuales de tal Idea. Pero la cuestión es que la Idea de Dios, la Idea de un ser inteligente de naturaleza incorpórea, como construcción racional es, para el ateísmo esencial del materialismo filosófico, de todo punto incorregible. Desarrollamos nuestra réplica al ateísmo esencial total en los siguientes trece pasos: A) La Idea de Dios está constituida por notas incompatibles, de manera que su esencia es imposible; como las notas constitutivas de la Idea de Dios son contradictorias entre sí forman un todo lógico imposible. No hay composibilidad intensional de sus notas esenciales. Tal Idea es, en consecuencia, una paraidea o pseudoidea, como un círculo cuadrado, verbigracia. B) Las contradicciones entre las notas esenciales de la Idea de Dios podrían resumirse en el siguiente cuadro{1}:

C) Dado que la esencia de la Idea de Dios es imposible resulta igualmente imposible pasar desde su esencia a su existencia. La Idea de Dios no remite a la existencia extramental, o extraconceptual, porque ni siquiera existe como Idea. Concluimos la necesaria inexistencia de Dios a través de la imposibilidad de su esencia. D) Por tanto, Dios ni siquiera es una Idea y la proposición «Dios existe» es una proposición falsa (como la expresión geométrica: «endecágono trazable exclusivamente con regla, compás y neusis») por ser una falsa proposición (una proposición mal construida o pseudoproposición, un «sinsentido formal», como el enunciado aritmético: «tres manzanas divididas entre seis melones equivalen a media pieza de pomelo»). E) Concedemos la mayor: la Idea de Dios no existe. La Idea de Dios carece de esencia lógica en cuanto que Idea. Desde luego hay que darle la razón a Gustavo Bueno cuando opina –mejor, cuando debería opinar– que la Idea de Dios no es una Idea real. F) Sin embargo, objetamos: «Dios» no es una Idea, no por ser una pseudoidea, sino por ser un Principio. En consecuencia: la condición de pseudoidea que se atribuye a la Idea de Dios es, a su vez, otra pseudoidea de rango superior que anula las instrucciones de la pseudoidea de rango inferior. Es una pseudoidea la Idea de pseudoidea aplicada a la Idea de Dios, dado que Dios no es realmente una Idea, ni tampoco lo parece. Dios no es Idea ni como apariencia ni como realidad. Tal «pseudo-idea» es una pseudo-pseudo-idea por definición, y por ende, no existe. Sin querer enredar la terminología, en vez de usar Pseudoidea podemos emplear el sintagma «Idea contradictoria». Pero preferimos utilizar la terminología propuesta por Gustavo Bueno: es falsa la Pseudoidea de Dios en cuanto que es falso hablar de la Idea de Dios, sin que eso signifique que no existan pseudoideas en general, aunque no sea aplicable esta noción al caso concreto que nos ocupa y por la razón ya aducida. G) Axioma lateral: por otro lado, se puede probar la existencia de Dios sin apelar a su esencia. Es un hecho que las cinco vías de Santo Tomás sólo dan el nombre, no la esencia, de Dios. Dice el escolio de las vías: «Et hoc dicimus Deum», «y a esto le llamamos: Dios», pero no dice: «y a esto lo definimos: Dios». Todas las vías aposterióricas de Tomás de Aquino para demostrar la existencia de Dios acaban en Dios como Principio. Por eso, se dice que podemos conocer la existencia de Dios, aunque no conozcamos su esencia. Ahora bien, ¿qué conocemos cuando conocemos que Dios existe? Tomás de Aquino sostiene que de Dios conocemos que es Principio; pero ¿es éste conocimiento suficiente de la existencia de Dios en cuanto tal? Desde luego, no, si se acepta que Dios es también quiditativo y que no conocemos su quididad. Sin embargo reiteramos el axioma: no se precisa pasar de la esencia a la existencia para demostrar la existencia, tanto más cuanto el realismo filosófico enfoca la esencia de Dios como una quididad actual ignota, de modo que se rompe con la teoría platónica de la participación; la analogía de atribución extrínseca sólo se mantendría en la física de causas (cosmología trascendental) y en el conocimiento habitual de las operaciones (antropología trascendental). En el punto §4.i. desarrollaremos más extensamente esta objeción al argumento esencialista ateo.

H) Los Principios son transcategoriales, no son objetivables como las Ideas, y la captación de su quididad esencial no es conceptual; la razón reside en que la intelección de los Principios es habitual pero no objetiva. I) En consecuencia, el «Principio Dios», como cualquier otro Principio, no puede exhibir notas contradictorias en su esencia puesto que ésta no es un objeto de las operaciones del entendimiento (Concepto) ni de la generalización (Idea). Tal esencia no es concebible ni conceptualizable, aunque exista como esencia real. Su quididad, de hecho, es el acto de ser mismo; por tanto, Dios está por encima del intelecto. De manera que es imposible hacer cuadros acerca de las dicotomías (o múltiples dicotomías) establecidas entre las notas esenciales contenidas en la Idea de Dios, dado que tales notas no existen. Ciertamente, toda Idea debe estar compuesta de notas sin contradicción, porque en caso de albergar notas opuestas entre sí cada una de estas determinaciones en realidad no serían más que Ideas distintas, aunque opuestas las unas contra las otras y reunidas de modo falaz bajo un mismo nombre, dando apariencia de unidad allí donde no la habría, siendo la identidad del conjunto sólo real en eso, en apariencia. Como veremos en §3.v, Juan Duns Escoto es el antecedente máximo del Materialismo Filosófico y de este ateísmo esencial total. La prueba de la existencia de Dios formulada por Escoto parte de los entes, pero «esencializados»: de lo efectuable a lo efectivo, de lo finible a lo finitivo, de lo verbal a lo nominal. Para el Doctor Sutil, es inconveniente que el universo carezca del supremo grado posible de ser. Y en esta línea modifica el argumento anselmiano: «Dios es aquello, conocido lo cual sin contradicción, no puede pensarse sin contradicción que exista algo mayor. Y que debe añadirse sin contradicción es evidente, porque aquello que al ser conocido o pensado incluye contradicción debe ser dicho no pensable, porque entonces se trata de dos objetos pensables opuestos que no forman un único objeto pensable, porque ninguno de los dos determina al otro». Como Dios no es ideado objetivamente como Idea no puede –vía contradictio– albergar en su interior Ideas de rango inferior o subideas (omnisciencia, omnipotencia, infinitud, creación ex nihilo, &c.). Por tanto, dicho «cuadro eidético» será un cuadro absolutamente carente de valor gnoseológico, será un «pseudocuadro lógico», inconsistente desde el punto de vista lógico, aunque su factura no carezca de otros valores (estéticos, lúdicos, políticos, psicosociales de filiación, de adoctrinamiento social, como vademecum para uso interno de los adeptos, &c.) como otros cuadros semejantes que, a modo de emblemas o pasatiempos, usan la lógica sin aportar por ello ningún valor de verdad: «Esto no es una pipa» de René Magritte, el árbol de los Shephirot de Isaac Luria, un Mandala tibetano, el panel mistagógico de trabajo para superar un rito de paso francmasónico, la máquina lógica del Ars Magna et Ultima de Raimundo Lulio, las dicotomías de los pitagóricos acusmáticos, o el vulgar Kakuro de un periódico dominical. J) Supuestos Gnoseológicos: La postura del materialismo filosófico que concibe a Dios como Idea es heredera del esencialismo logicista de la escolástica degenerada. Entendemos por «escolástica degenerada» la que oculta el «actus essendi» de la tradición tomista (esse, existencia) o no mantiene la distinción ontológica real entre esse y essentia o no da prioridad a la primera sobre la segunda. K) Declaración de principios doctrinales: el materialismo filosófico fundado por Gustavo Bueno nos parece el sistema filosófico más potente del presente y su ateísmo esencial total el producto filosóficamente más acabado del ateísmo actual, frente a la especulación infantil y naïfe de materialismos de corte positivista, emergentista, naturalista o fisicalista. Por eso, dedicamos nuestra reflexión a la crítica de este sistema y desdeñamos la pérdida de tiempo, y la falta de desafío intelectual, que supondría enfrentarnos con jíbaros, «galeatos» e indocumentados, de la talla de Mario Bunge, Richard Dawkins, Stephen Jay Gould, Christopher Hitchens, Sam Harris, Daniel Dennet, y adláteres. L) El realismo filosófico de tradición escolástica desde el que reflexionamos comenzó a ser formulado canónicamente por Étienne Gilson, continuó con Cornelio Fabro, pero sólo con la labor aglutinadora de la Escuela de Navarra y, en particular, de Leonardo Polo y su teoría de los hábitos intelectuales (el abandono del límite mental) permite resolver los problemas del objetualismo de la escolástica degenerada y sus herederos (que son como el Nuevo respecto el Antiguo Testamento escolástico) incluyendo ese codicilo contraproducente de la propia escolástica degenerada que ha sido el materialismo filosófico de Gustavo Bueno.

M) Presentamos de antemano la tradición desde la que pensamos, sin que esto convierta nuestra reflexión en una petición de principio que inicia un razonamiento recíproco y una consiguiente demostración en círculo, reduciéndose la reflexión que aquí ensayamos a un dialelo falaz, acaso en un plurium interrogationum. Nuestra argumentación no funcionará anafóricamente presuponiendo constantemente lo que vamos a demostrar. Pero si pedimos los principios es para mostrar la potencia explicativa de los mismos, muy superior a la capacidad dialéctica de los principios explicativos rivales; en este caso: las premisas racionales del materialismo filosófico. Contra el fundamentalismo gnoseológico moderno que pone la garantía de la verdad en el inicio, el realismo sostiene que la investigación filosófica está teleológicamente finalizada desde el atractor de la verdad, de manera que la verdad no está tanto en las premisas iniciales sino en las conclusiones perfectivas de las mismas, venciendo aquellas premisas cuya potencia dialéctica muestre ser superior. Por tanto, la tradición realista como conjunto de premisas de estos dos ensayos iniciales, más que constituir una petitio principii, revela la naturaleza de nuestro primer ensayo como una especie de entimema –un megaentimema, diríamos, un entimema gigantizado al modo del relato de una sola línea de Augusto Monteroso– del cual vamos a explicitar ahora en esta segunda ocasión todos sus implícitos materiales y formales (entre ellos, el propio origen histórico del materialismo filosófico), mostrando así la superioridad de las premisas realistas respecto de las cuales criticamos las premisas de tradiciones alternativas, tales como el hiperrealismo del materialismo filosófico. Empecemos, pues, a ensayar esta segunda respuesta. §2. Exposición acroamática de la refutación §3. Pars destruens i. ¿Qué entendemos por Realismo Filosófico? La escolástica postomista, arrastrada en parte por el nominalismo o por el racionalismo subyacente en algunos escolásticos tardomedievales, ha ido convirtiendo paulatinamente los hallazgos de Santo Tomás en un formalismo repetitivo o en un esencialismo logicista (consideración del ente fundamentalmente como esencia), que, a través de Suárez y Descartes, han contribuido a abrir la vía al racionalismo posterior, con su olvido de la participación trascendental del acto de ser en los diversos entes y la falta de distinción entre esencia y acto de ser, con su olvido de la inefabilidad del acto de ser; así se introduce una tendencia monista o univocista que lleva al racionalismo total (Spinoza, v. gr.) a culminar en el idealismo y en sus sistemas o en el materialismo objetivo (esencialista o fisicalista o una mezcla de ambos, originando el pluralismo al modo del materialismo filosófico que nos disponemos a criticar). La escolástica formalista o esencialista ha predominado más o menos en la presentación de la obra de Santo Tomás tanto en la llamada «segunda escolástica» del Renacimiento como en los escolásticos del siglo XIX, aunque hayan hecho importantes aportaciones en diversos campos. Santo Tomás representa, en el siglo XIII, ante el problema de la racionalización progresiva del pensamiento cristiano, una actitud de equilibrio entre: a) el logicismo de los dialécticos tipo Pedro Abelardo, b) el teologismo, misticismo, fideísmo y voluntarismo de la escuela franciscana y c) el racionalismo naturalista de los seguidores «latinos» de Averroes {2}. Esta posición del Doctor Angélico sufrió un rudo embate de Duns Escoto, que consideraba a Santo Tomás un tanto inficionado del necesarismo grecoárabe. La defensa del Aquinate frente a Escoto, protagonizada fundamentalmente por Cayetano, llevó a una acentuación dialéctica del racionalismo y naturalismo, aunque por supuesto sin llegar al extremismo de Siger de Brabante. Los dominicos y jesuitas de los siglo XVI y XVII

continuaron esta trayectoria cayetanista, y prepararon el ambiente que en parte hizo factible el racionalismo moderno. Nada puede extrañar, por ello, que el renacimiento escolástico del siglo XIX aceptara como clásicos del pensamiento cristiano determinados planteamientos y soluciones de la sistemática racionalista de Wolff. De ahí el innegable matiz racionalista que domina en la Neoescolástica del XIX. El Realismo Filosófico surge propiamente como tal en reacción al desarrollo de este neotomismo de finales del siglo XIX y principios del XX. Rompe, por tanto, con los ensayos neoescolásticos surgidos de la escuela italiana de Piacenza (1751), en el Colegio Alberoni de los lazaristas, que trataba por un lado de entender esta crisis de la escolástica tardomedieval y por otro de superarla, manteniéndose además en diálogo con la filosofía moderna postcartesiana. Este neotomismo se transforma en Realismo Filosófico ya en el siglo XX gracias a Étienne Gilson, que es el primero que consigue entender y formular el problema que aqueja a la tradición escolástica desde la Baja Edad Media{3}. La siguiente figura destacada es Cornelio Fabro, que trata de resolver este problema sin conseguirlo. Posteriormente se generan en la cristiandad círculos de estudio y renovación influidos por estos autores, rompiendo definitivamente con el tomismo tradicional de la manualística{4}. En España esta labor ha sido llevada a cabo fundamentalmente por la escuela neotomista de Barcelona (M. Canals, E. Forment, C. Cardona, M. Artigas, &c.) y por la escuela de la universidad de Navarra. Efectivamente, diversos filósofos –especialmente a partir de la segunda mitad de nuestro siglo– han abordado la temática del ser como acto, y merced a sus meritorias y competentes investigaciones han conseguido recuperar para el discurso filosófico esta trascendental e importante cuestión del actus essendi,llevándola a niveles de elaboración y esclarecimieniento especulativo francamente espléndidos. Entre estos pensadores podríamos destacar a Aimé Forest, Norberto del Prado, R. Garrigou Lagrange, Marie-Dominique Roland-Gosselin, S. Ramírez, Cornelio Fabro, Etienne Gilson, Carlos Cardona, Clemens Vansteenkiste, &c. La problemática planteada por Heidegger ha sido retomada por esta tradición, poniendo de manifiesto cómo el ens o ser concreto es en virtud del esse o acto de ser que tiene su fundamento último en el Ipsum esse subsistens, el Ser subsistente: Dios (cfr. Cornelio Fabro, Dall' essere all' esistente, Brescia 1957; Partecipazione e causalitá, Turín 1961). Este diálogo con el existencialismo ha llevado a un primer plano la doctrina metafísica del «esse» (Ser, existencia, «actus essendi»), sobre la que se ha proyectado luz nueva, así como sobre la distinción cardinal, en las criaturas, entre esencia (ser así) y existir (ser ahí). Dichos autores han profundizado notablemente sobre el sentido y las implicaciones de la concepción aquinatense del «esse», y sobre las repercusiones que su olvido ha ocasionado en la historia de la escuela tomista. Pero nos parece que este Realismo Filosófico no se consolida hasta la labor aglutinadora de la Universidad de Navarra (UNAV) y sus iniciativas investigadoras como Escuela cuya manifestación filosófica más madura nos parece la Gnoseología y Metafísica de Leonardo Polo. La ampliación trascendental, la teoría de los hábitos intelectuales y el abandono del límite mental son las tres aportaciones que rescatan el actus essendi del esencialismo y el logicismo en que la escolástica decadente había introducido a la aportación original de Santo Tomás de Aquino. ii. ¿Qué entendemos por Concepto? Para este Realismo Filosófico, la facultad de la inteligencia (entendimiento) implica una pluralidad de operaciones. La primera operación, u operación incoativa, es la abstracción. De la abstracción salen dos líneas prosecutivas: a) las operaciones generalizantes, en la que se obtienen Ideas generales y b) operaciones explicitantes, o racionales, que conocen mejor la realidad abstracta, y conocer mejor la realidad abstracta es justamente conocer sus Principios. El concepto es un signo formal de la sustancia en cuanto que pensada. Es el objeto conmensurado con la operación incoativa de la abstracción, y supone la posesión inmanente del inteligible en acto como fin ya dado en la coactualización de la facultad del entendimiento.

El concepto como forma pensada es una identidad intencional con la forma real. Sin embargo, el abstracto puede ser elevado a concepto sólo cuando se conoce como universal. Mientras no se alcanza el concepto nos mantenemos en el ámbito de las apariencias (las doxai, disjecta membra de opiniones, creencias, convicciones, sentimientos, imaginaciones, fantasías, certezas, donde estamos culturalmente sumidos), pero no superamos el «cajón de sastre» de las representaciones, hasta alcanzar lo real tras superar lo aparente. Universal significa uno en muchos: uno, la esencia o forma, se da realmente en muchos. Los clásicos distinguieron en las cosas reales, por eso, la forma y la materia, lo común (el uno) y lo diverso (los muchos). La forma está entera en cada uno de los muchos. Concepto es la forma unitaria (inteligible) de algo múltiple (sensible). Así es como surgió el concepto de sustancia primera: la realidad es sustancial porque en ella las formas no son abstractas sino que están concretadas, individualizadas, materializadas o actualizadas. La sustancia es, de algún modo, una consideración estática de la realidad. El abstracto: «algo que se parece a un tambor o un tubo» se corresponde con el concepto geométrico: «cilindro» que, según advirtió Platón, es intemporal e inespacial (podemos pensarlo, analizarlo, &c., con independencia de la velocidad de revolución del rectángulo en torno a su eje). Pero el concepto concibe lo real porque puede predicarse de un sujeto real (sustancia primera, ousía o esencia con actualidad) y no sólo de un sujeto pensado (sustancia segunda, especie genérica){5}, condición que no cumplen las meras representaciones abstractas, confusas y oscuras (así, el abstracto: «tubo de gusano» de la Teoría de las Supercuerdas que, en realidad, es sólo una metábasis ilegítima desde el concepto topológico: «botella de Kline»). iii. ¿Qué entendemos por Idea? Inmediatamente nos damos cuenta de que, con un solo abstracto, no es posible conocerlo todo: necesitamos muchos. Esto quiere decir que podemos seguir pensando, más aún, que debemos hacerlo, porque podemos conocer más. Podemos reunir varios abstractos en una «Idea general». Para ello hay que fijarse en una nota o propiedad común, que es la que los unifica. A partir de perro, gato y caballo, podemos formar, por ejemplo, la Idea de animal, la de vertebrado, la de mamífero, la de cuadrúpedo o cualquier otra; en cada caso hemos tomado una propiedad distinta como base para formar una Idea. Las Ideas generales las formamos a partir de una nota común a varios abstractos, es decir, dejando de lado otras muchas propiedades de cada abstracto. Aunque caballo y gato sean mamíferos, no son lo mismo. Por eso, cuando aplicamos una Idea general a algo, en realidad estamos afirmando que esa cosa es un caso de esa Idea general. Un perro no es un vertebrado, sino un caso de vertebrado, un caso en el que la Idea general tiene validez: la verdad o el error, en esta operación intelectual, depende de que apliquemos bien o mal las Ideas. La definición no supone el ser extramental sino el tener intensional, el con-tenido nocional merced al cual una Idea obtiene, mantiene o retiene su significado específico. El juicio implica el ser, la referencia al ser («S es P») pero una definición no apela al ser extramental, sino sólo al tener eidético: a la composibilidad lógica de las notas. Así la definición de hombre sería: «hombre equivale a animal que tiene razón», pero no «el hombre es un animal racional», dado que la definición no apela a la forma real (al ser extramental) sino a las formas pensadas (al ser intramental) y la intensión y sus relaciones lógicas, en este caso de identidad. La expresión judicativa de las definiciones es una metábasis allo genos entre dos órdenes de conocimiento distintos: la operación de negar (generalizante, de generalizar) y la operación de Razón (explicitante, del Lógos). Las segundas intenciones, sin embargo, no son elucubraciones: abstrahentium non est mendatium. Las notas intensionales que conforman las Ideas poseen una forma esencial. Aunque las notas que distinguimos en las Ideas posean una distinctio rationis, ésta posee fundamento in re, está fundamentada en la realidad gracias a las operaciones de la abstracción y la razón, como se aprecia en el ejemplo de «hombre como animal racional». Sin embargo, las formas pensadas no están presentes in res, sino fundamentadas objetivamente ex rebus. Hablamos de formas pensadas, no de formas actuales o reales, pero la diferencia entre estas formas en la materia y las formas en la mente presuponen, para el realismo filosófico, una distinctio rationis cum fundamento in re. Ciertamente, no toda intención

es intención de realidad: hay objetivaciones que son intencionales respecto de las Ideas generales, no respecto de la realidad. Obtenemos así las segundas determinaciones, las intenciones lógicas, intenciones respecto de otras intenciones que son las Ideas generales y las relaciones que éstas guardan entre sí. La lógica es esta unificación de las Ideas generales y los objetos puramente racionales. Sólo cuando la operación de generalizar pretende emanciparse de la abstracción previa y la razón subsiguiente, la forma pensada pierde todo contacto con la forma real, bien por «detrás» (las primeras intenciones de la abstracción o el entendimiento) bien por «delante» (las conexiones articulantes descubiertas en la realidad extramental por la Razón). La generalización funciona bien cuando actúa conjugada con las demás operaciones, cuando las tres (abstracción, generalización, razón) «sincronizan relojes», y actúan simultáneamente a una para operar con y desde la realidad. Si no actúa como parte de este equipo, la generalización se convierte en un terzo incommodo, hasta que se independiza totalmente y se pierde el contacto con el acto (actualidad) del ser real. Entonces surge los diferentes istmos que nos apartan del istmo realista: conceptualismo, abstraccionismo, esencialismo, logicismo, racionalismo, idealismo, fenomenismo, materialismo, &c., diferentes especies que se subsumen bajo tres géneros gnoseológicos: A) representacionismo, B) naturalismo y C) constructivismo. Las consecuencias: el ser real se sustituye por el ser pensado, el conocimiento por la lógica, el signo formal por el signo instrumental (principalmente lingüístico, aunque también por cualquier signo material: el relator de las máquinas, artefactos, enseres, &.), la Gnoseología por la Semiótica (o por la coordinación de todas sus subdisciplinas [sintaxis, semántica, pragmática] como una gnoseología nueva que hace del vicio necesario virtud suprema, una gnoseología logicista al modo del materialismo filosófico, por ejemplo). Entonces las Ideas sólo poseen distinctio formalis a parte rei, y las Ideas se consideran formalmente salva veritates, al margen de lo real (ser real) y de su verdad (ser veritativo). En los juicios atribuimos un predicado a un sujeto; por eso su forma es «S es P». Es posible, también, aplicar Ideas generales a otras menos generales y a abstractos (por ejemplo, si decimos que todos los animales son vivientes, o todos los gatos son animales), pero eso, propiamente, no es un juicio, porque no hacemos más que clasificar, incluir unos grupos en otros (la llamada «lógica extensional» o de enunciados, lógica de cuantificadores, de conjuntos expresada en los diagramas de Venn, &c.). El juicio, en cambio, es una operación intelectual por la que «conocemos» que la realidad no es sólo sustancia, sino naturaleza, es decir, un Principio de operaciones. El logicismo, en parte, es la confusión del juicio (operación de la Razón, orden racional) con la definición (operación de la generalización, orden de la Idea). La capacidad judicativa es una operación racional, la definición es la operación de la facultad de negar (o de generalizar). La facultad de negar, o facultad generalizadora, genera las segundas intenciones lógicas, y requiere de las primeras intenciones (los conceptos) de la abstracción, para poder operar, pero es sólo un puente, como facultad prosecutiva, tendido entre la abstracción inicial y la razón subsiguiente, de donde también extrae sus relaciones (aunque las asimile modificándolas, como la hierba que la vaca ingiere se destruye primero como hierba para transformarse en tejido o grasa de vaca después; las relaciones reales de la Razón son puestas así como pasto al servicio de la operación de generalizar, pero ésta las asume transformándolas en relaciones sólo pensadas). El puente es un medio, nunca un fin, pero si convertimos el medio en fin en sí mismo surge el logicismo (o panlogicismo formalista), donde la Lógica se absolutiza y desplaza a la Gnoseología. Una consecuencia directa del logicismo es la eliminación de la metafísica: la sustitución de las propiedades trascendentales por las categorías de la modalidad. Las Ideas como esencias son segundas intenciones que el logicismo tiende a reducir a signos instrumentales, eliminando la intencionalidad que comportaban como signos formales. El ser extramental de las primeras intenciones se sustituye por el pensar formalizado de las segundas intenciones, reguladas por las leyes lógicas de la combinatoria algebraica, sustraídas de la Razón. Pensar no es identificar de modo intencional lo sustancialmente real sino organizar signos mediante

criterios regulativos basados en la denominación, definición, clasificación, ordenamiento y confrontación dialéctica de las diversas Ideas, desde lo que cada una de éstas exige según su identidad nocional considerada a parte rei. El ser extralógico se esfuma: la actualidad de las formas reales es sustituida por la mera posibilidad (o imposibilidad o necesidad) de las formas meramente pensadas{6}. La consideración formal «químicamente pura» anula, por tanto, el ser extramental, lo trascendental: el ser cuyo acto consiste simplemente en que es. iv. ¿Qué entendemos por Principio? Con las Ideas generales «pensamos» sobre las cosas: las agrupamos según sus características, y explicamos su comportamiento mediante leyes que sus límites y fronteras nos imponen. Por eso mismo, somos conscientes de que la realidad puede ser «conocida» con mayor profundidad. Además de analizar, relacionar, clasificar, &c., podemos intentar profundizar en ella. En vez de pensar (con un fundamento real), queremos también conocer. A esta función de la inteligencia se la ha denominado tradicionalmente «razón»: saber la razón de algo es saber lo que hace que esa cosa sea como es, y esa razón hay que buscarla en la realidad misma. Pero entonces ya no nos movemos en el terreno de las Ideas generales (operación de negar) sino en los Principios (operación de razón). La razón sigue unas fases, unas operaciones distintas, que normalmente se conocen con los nombres de concebir, juzgar y razonar. Concepto, juicio y razonamiento son, por tanto, las tres operaciones con las que podemos conocer el fundamento de la realidad. Las Ideas generales se referían a una nota o característica del abstracto; el concepto, en cambio, se predica entero, sin análisis. Y sin embargo nos da a conocer algo de la realidad: su temporalidad y espacialidad, su concreción, su individualidad. Ahora, en lugar del análisis lógico, hemos comenzado el análisis del ser. La universalidad indica que el uno (la forma), en la realidad es en muchos, sin que por ello deje de ser uno. Puede haber abstractos irreales (representaciones tales como unicornios o «decaedros regulares») que la operación de generalizar clasificará entre los Imposibilia, los insolubilia, los entes de razón, &c. Pero el concepto siempre es sustancial, nos saca de la apariencia de las representaciones (creencias, sentimientos, opiniones...) y nos introduce en el ser extramental. Esta realidad extramental no es pasiva ni inerte, sino activa, y esa actividad puede ser conocida no como algo externo o yuxtapuesto, sino como perteneciente al ser de las cosas. Así como los movimientos pueden ser cuantitativos, cualitativos y locales, en el juicio conocemos tres categorías o propiedades reales: la cantidad, la cualidad y la relación. No distinguimos, a veces, un animal de otro más que por características exteriores, que pueden darse o no, y, sobre todo, por sus operaciones, que le son «propias». El hombre ríe porque tiene curiosidad por las paradojas, puede ser libre o desear la felicidad; la suma de los ángulos de un triángulo en el plano euclideo es de 180º y sólo puede haber trigonometría de triángulos trirectángulos en un espacio curvo; el número de elementos químicos de la tabla periódica no puede rebasar el número 173, &c. Estas operaciones o actualidades propias no son circunstanciales, sino algo que pertenece a su naturaleza. El burro rebuzna y el perro ladra; podría ser al revés, pero es así, y aunque en este caso se trate de algo casi insignificante para conocer qué es cada uno de ellos, podemos distinguirlos, sin embargo, de un modo claro, puesto que no se trata de una nota común o que pueda serlo. La actividad o eficiencia, el acto de ser, es, pues, lo que el juicio aporta al conocimiento. Las propiedades o accidentes que derivan de esta actualidad pueden predicarse de un sujeto como suyos, no porque los hayamos clasificado en grupos según un criterio más o menos objetivo pero elegido por nosotros. Gracias a los conceptos y a los juicios conocemos mejor la realidad, porque conocemos las causas (física filosófica) y los propios (ciencias experimentales) que la constituyen: su materia, su forma y su eficiencia: sus características esenciales. Pero no basta con esto. Siempre buscamos el porqué, la razón de esas propiedades y de esas causas: queremos llegar al fundamento. Y esto es lo que hacemos al razonar. En un razonamiento enlazamos juicios según una relación de principio a consecuencia: tal cosa es el principio o fundamento del que se deriva tal consecuencia. Cuando hacemos esto, no con Ideas generales (cosa que también

puede hacerse) sino con juicios, buscamos el fundamento «real»: dicho fundamento son los Principios. v. ¿Qué entendemos por Logicismo esencialista? (N. B.: La pretensión de confeccionar unas condensadas reflexiones sobre un tema de tanta envergadura como es el origen de este Logicismo esencialista conlleva una cuidadosa y exigente labor de síntesis y concreción expositiva para eludir la posible trivialización de las cuestiones desarrolladas, incurriendo en falacias como la Ignorantia Elenchy o la creación de un hombre de paja. Hablaremos aquí de escolástica suareciana, escotista, albertista, de nominalismo o terminismo, &c. Presentar a todos ellos como si formasen un grupo, corriente o escuela puede llevar a falsear las aportaciones o hallazgos de los diversos autores. Da cierto rubor esta exposición de brocha gorda, pero la caricatura mantiene el perfil y hace reconocible con verdad los rasgos característicos del modelo retratado.) En su obra Duns Escoto, Gilson se acerca a Escoto queriendo encontrar el punto original que explica la divergencia entre Escoto y el Aquinate. Éste parece estar –a juicio de Gilson– en el hecho de que Escoto pertenece a la familia de los metafísicos de la esencia, pues investiga la «entidad» sin recurrir al acto de ser, tan propio del tomismo. Duns Escoto enfoca la estructura metafísica del ente haciendo que la esencia se presente antes que la existencia. Por eso Gilson asegura que hay dos metafísicas del ser. En la primera, la existencia es el acto de la esencia: hay ente porque hay ser. En la segunda, la existencia es un modo de la esencia: hay ser porque hay esencia real. Tomás, para el realismo filosófico, no sólo mantiene un equilibrio entre la piedad (sebía) y la racionalización (lógos), sino entre el esencialismo y el existencialismo. Leonardo Polo advierte cómo el intento de destruir los supuestos reductos paganos en Tomás por parte de Escoto, generó una simetrización neopagana respecto del paganismo precristiano: hablamos de la filosofía moderna{7}. En efecto, la filosofía tiende siempre a ser esencialista, lo era antes y después de Tomás, de modo que santo Tomás puede verse como una islita rodeada por el inmenso piélago esencialista, el océano del abstraccionismo y el mar del logicismo. De modo que Tomás no fue paradigma de la filosofía medieval católica, sino una auténtica excepción dentro de la misma y fuera de ella (escolástica judía y musulmana). Su realismo nos hace situarnos ante un especimen de «caso único». En el Comentario de Boecio (480-525) a la Isagogé de Porfirio se ha querido ver el inicio de esta distinción clásica entre esencia y acto de ser, cuando se afirma: «diversum est esse et id quod est». ¿Quiere esto decir que se da una distinción real entre esencia (lo que algo es) y existencia? Esta será la interpretación tomista, pero en Boecio el tema no es tan claro. Probablemente este pasaje sólo quiera aludir al hecho de que en las criaturas existe composición y que sólo Dios es simple. Las criaturas están compuestas de materia y de forma; la forma da el «esse» (ser), es aquello por lo que algo es (quo est). La distinción entre el esse y el id quod est es la distinción entre la forma y el todo (el ente compuesto de materia y forma). Insistamos en este punto: lo que interesa a Boecio es señalar la composición en contraste con la simplicidad de Dios. El esencialismo medieval propiamente comienza con Avicena (900-1037): todo aquello que no incluye necesariamente la existencia en el contenido de la esencia, es decir, todo lo que no es el ente necesario, no tiene el ser como constitutivo esencial. Los atributos de Dios se entienden más bien como notas contenidas en el concepto de Dios; se equipara el actus essendi a la existencia y la esencia, y no el acto de ser, tiende a situarse en el centro como eje que articula la reflexión metafísica ulterior. Desde esta perspectiva ligeramente desviada hacia la Lógica surge la matriz de lo que serán todas las metafísicas esencialistas posteriores. Cuando no se pueda admitir que la existencia se siga de la esencia como algo exigido

concomitantemente por ésta, hay que decir que estas cosas existen por otro; lo que tiene el esse ut accidens, como accidente sobrevenido, es lo posible. Ricardo de San Víctor (†1173), en las pruebas que expone sobre la existencia de Dios a partir de los grados de perfección, acusa un matiz aviceniano (el mismo que hará suyo Duns Escoto más tarde): de la posibilidad de las esencias se sube al que puede poner en el ser a esas esencias. Su misticismo de linaje agustiniano modera la deriva hacia el esencialismo. La tendencia logicista de Guillermo de Auvernia (1180-1249), hijo en esto de su tiempo, rompe este dique teórico y da rienda suelta al esencialismo germinal larvado en el avicenismo, aunque sin llevarlo todavía a su máxima expresión. Guillermo de Auvernia identifica la esencia con el quod est y la existencia con el quo est. En las criaturas estas dos cosas se distinguen, siendo el quo est un accidente del quod est, al modo de Avicena. La separación en la criatura del quod est y el quo est exige la existencia de un ser necesario, en el que esencia y existencia se identifican. Aunque no sigue a Avicena en el «necesitarismo» de la creación el «acto de ser» se ecualiza con la «existencia» y la reflexión teológica y metafísica sigue orbitando en torno a la esencia como centro de gravedad. Juan de la Rochelle (†1245), siguiendo a su maestro Alejandro de Hales, consolida esta distinción entre quod est y quo est respecto de su antropología y su angeleología, convirtiéndose en punto de apoyo arquimédico para autores posteriores como san Buenaventura (1221-1274). De hecho, la lista de los buenaventurianos que sobreviven a Santo Tomás y se oponen a él podría alargarse (Pedro de Trabes, Eustaquio de Arras, Roger Marston, &c.). Al terminar este siglo encontramos a Ricardo de Mediavilla, quien mantiene la casi totalidad del legado agustiniano, aviceniano y buenaventuriano: no distinción entre esencia y acto de ser y pluralidad de formas, entre otras, que van consolidando de manera triunfal un esencialismo que cuenta con un clima académico muy favorable donde priman la Lógica y la Gramática de los dialécticos. A finales del siglo XIII, sin embargo, el agustinismo franciscano ve fragmentada su unidad; esto explica la síntesis que ensayará Duns Escoto en los primeros años del siglo XIV, síntesis que vendrá lastrada por este logiscismo de base. En la Facultad de Artes se tendía a hacer una filosofía desligada de la teología, y muy dominada por la Dialéctica y el terminismo de los Gramáticos, quienes además están dando a conocer a Aristóteles desde las traducciones que realizan del «Comentador». En este clima averroísta, Siger de Bravante (†1282) –por ejemplo– está en contra de la distinción entre esencia y esse, coincidiendo paradójicamente con los agustianisnos. Pero la paradoja se disuelve cuando entendemos la orientación marcadamente logicista y terminista que homogeneizaba por entero a todos los maestros de la Universidad, con independencia de la congregación a la que pertenecieran y la filiación doctrinal a la que por idiosincrasia estuviera adscrita la frailería. Santo Tomás rompe con esta tónica para mantener un fino equilibrio entre las partes. No se discute que lo esencial del tomismo está en su metafísica: una metafísica del conocimiento derivada de una metafísica del ser. La cima del tomismo es esta metafísica del ser, del esse, actus essendi (mejor que de la «existencia», que no es más que el resultado, el hecho de ser asociado a las causas predicamentales). Esta es la distinción fundamental: lo que algo es, la esencia, es gracias a que recibe el acto de ser, esse. Y no como accidente, como algo exterior (Avicena); por el esse, lo que es es y puede ser un lo que. La esencia (sinónimo de sustancia y de naturaleza) está en potencia respecto al acto de ser. Porque tiene el ser, la esencia puede considerarse el vehículo del ser (forma dat esse) y, en ese esse, son la forma, la materia, los accidentes, &c. Se salvaguada así la experiencia metafísica como experiencia original auténtica respecto de los diferentes reduccionismo que la amenazan (teologismo antidialéctico, fideísmo mistizoide, naturalismo, intuicionismo, terminismo nominalista, psicologismo ontologista, empirismo, fenomenismo, logiscismo, abstraccionismo) sin negar por ello la legítima autonomía de otras disciplinas como la Teología preambular, la Física, las ciencias positivas, la Psicología, así como elementos extracientíficos asociados sin embargo a las ciencias tales como la Teología Revelada, la Mística, &c. El esse no es un Concepto, y menos una Idea, ni una noción abstracta. Se puede hablar de concepto de ente (esencia y ser) pero el ser es acto, y el acto fundamental. Gracias a él las

cosas son y pueden ser pensadas. La metafísica anterior había sido esencialista. Sin duda, resulta cómodo pensar a la esencia «posible» de, por ejemplo, «Dios»; analizarla en todos sus pormenores y después «añadirle» (San Anselmo, Descartes, Leibniz, Gödel, Plantinga, &c.) o «negarle» (Kant, Faure, Russell, Bueno, &c.), como se decía, la existencia. Se llega a una metafísica esencialista de este estilo, pasando previamente por otra que no admite distinción real entre esencia y acto de ser. Frente a ambas se sitúa la propuesta metafísica de Santo Tomás: al acto de ser se llega metafísicamente –no lógicamente ni empíricamente– pero es imposible no advertirlo si se quiere explicar el hecho, esto sí de experiencia empírica y de razonamiento lógico, de que las cosas sean cosas diversas (esta esencia, aquella otra, &c.) así como integrables en una pluralidad de disciplinas y doctrinas con su específico modo de ser y de organizar el material esencial. Este sistema ordenado podía devolver el orden sistemático a la Universidad, alcanzando la eutaxia de las Facultades dentro de la Institución, y desde ahí integrar el cuerpo de la cristiandad católica. Efectivamente, este orden puede darse porque el núcleo doctrinal implica este mismo orden, de modo que el todo reproduciría de un modo fractal, homeomérico, esa parte que es el plasma germinal: el fenotipo sería la manifestación de este genotipo saludable, que acabaría con la metástasis desequilibrada y anárquica de los diferentes reduccionismos cancerígenos que descomponen el tejido humano y social de la cristiandad. El realismo filosófico es liberal pues permite la asimilación de todo lo verdadero que se pueda encontrar en cualquiera de las doctrinas realmente existentes pero sin caer por ello en ese vicio teórico del eclecticismo sin jerarquía, dado que para el realismo hay una prioridad que rige esta integración: la distinción real de esencia y existencia. La composición esencia-acto de ser posibilita este equilibrio a todos los niveles dado que implica limitación y conjugación, sin dejar ningún aspecto fuera de su reflexión, y sin que ello suponga la creación de un sistema filosófico, cerrado y acabado, lo cual sería contrario a su pretensión antiesencialista, incompatible con el monismo y el univocismo. Este fue el tema que Gilson desarrolló con mayor riqueza: la investigación histórica del tomismo como filosofía del acto de ser. Gilson tiene el mérito de haber hecho descubrir al mundo contemporáneo un tomismo más profundo y original del que aparecía en las obras de los neotomistas y neoescolásticos, poniendo de relieve sobre todo la noción existencial y concreta de esse, que según Gilson no ha sido comprendida por el existencialismo moderno (cfr. R. Echauri, Heidegger y la metafísica tomista, Buenos Aires 1970). La escolástica degenerada o aberrante deforma el tomismo: la originalidad tomista reside en la noción de esse, que queda «esencializada» en la manualística posterior. De hecho, pensadores posteriores, incluyendo a muchos seguidores del Doctor de Aquino, concebían el ente como cosa, con lo que esta noción trascendental fue perdiendo contenido y sentido, hasta quedar en los sedicentes tomistas como un concepto vacío, al que se alude por respeto formalista a los textos del maestro. Ni siquiera los discípulos directos demuestran que lo han entendido del todo. Así, Egidio Romano (1247-1316), que fue pupilo del «Maestro común», aunque defiende la unidad de la forma, introduce un elemento de completo oscurecimiento en el tema, central, de la distinción entre esencia y acto de ser. A Gil de Roma se debe precisamente la terminología de «esse essentiae» y «esse existentiae»; esencia y existencia (y ya no esse o actus essendi como escribe Santo Tomás de Aquino) aparecen como dos cosas, quizá para remarcar más claramente la distinción real. Pero si ese «esse essentiae» es ya algo, ¿qué valor tiene la distinción? Aquí se anticipa ya la noción de «esse diminutum» para la esencia, clave angular del esencialismo de Duns Escoto, que generará la noción de «concepto objetivo» como noción que suplanta a la de «concepto intencional». En todo caso, la «existencia» será un predicado accidental. Se vuelve a Avicena y la metafísica se convierte en una investigación sobre las esencias.

El mismo maestro de Santo Tomás (1206-1280) San Alberto Magno no se hizo eco de la novedad tomista. Es sintomático que habiendo fallecido seis años después de Santo Tomás, mantenga un tratamiento pre-tomista de la cuestión de la esencia y del esse. Siguen presentes en él Boecio y, sobre todo, Avicena. En otras palabras, San Alberto es más «esencialista» que metafísico del ser. La disputa escolástica sobre este tema es alimentada también por Enrique de Gante (†1293). Aunque intenta profundizar en la distinción tomista de esencia y acto de ser, vuelve a Avicena: el acto de ser se olvida; esencia y «existencia» se confunden. Las criaturas podrían no ser: sólo así se distingue la esencia de la existencia. Pero desde el momento en que existen, no hay ya distinción ninguna y el ser se reduce al existir, es decir, a estar sometido efectivamente a la causalidad empírica. La actualidad del ser se reduce a la facticidad empírica. En consecuencia, puede hablarse de una distinción «intencional» según consideremos los seres que percibimos desde el punto de vista racional (en cuanto que son así o asao) o desde el punto de vista sensible (en cuanto que están ahí o allá). Pero como el ser se reduce a la existencia y ésta al principio ontológico en virtud del cual se pueden percibir los seres, que lo son por existir, entonces prevalecerá el interés racional sobre la esencia mientras que la existencia interesará más bien a la sensibilidad y al conocimiento empírico, que se ocupará de lo obvio y de lo evidente. La filosofía será una ciencia de esencias que podrán existir o no, según tengan un referente empírico, pero que exigen una demostración no presencialista sino articulada y secuencial, que posee el mérito de lo arduo. Verdadero será lo que sea susceptible de exposición empírica, pero esta verificación por aproximación no compete a la filosofía, que sólo opera con las esencias mediante el intelecto, tomándolas como conceptos o como ideas generales desde su realidad ideal al margen de su realidad existencial. La discusión sobre Dios se hará hegemónica dentro de una metafísica planteada de esta manera, dado que prácticamente es el único objeto filosófico al ciento por cien: no es empírica la comprobación de su existencia, su realidad es puramente formal y sólo puede ser demostrado mediante procedimientos formales a partir de meras esencias. La «distinción formal» de Duns Escoto está preformada en esta distinción «intencional» de Enrique de Gante: es más que una simple distinción de razón, y mucho menos que una distinción real. Nos hallamos, pues, ante la endíasis que originó la bifurcación entre racionalismo y empirismo. Como vemos, el esencialismo originó esta dicotomía y sólo el esencialismo podía reconciliar lo múltiple con lo uno tras este pecado original gnoseológico, v. gr., con el pluralismo materialista de Gustavo Bueno, donde los tres géneros de materialidad aúnan las multifurcaciones originadas: M1 (fisicalismo, corporeísmo, positivismo, cosismo o reísmo naturalista), M2 (psicologismo, representacionismo, cognitivismo, sociologismo, estructuralismo), M3 (el predicable «propio» como fundamento de la verdad científico-positiva, y que la Filosofía trató de recuperar como: Tercer reino de Frege, Mundo 3 de Popper, universo de los designadores rígidos de Kripke, juicios sintéticos a priori de la analítica trascendental) y, por supuesto, M como materia ontológica general que es el ser (ens commune) reducido a esencia (existencia sin acto de ser). La metafísica de Juan Duns Escoto (1266-1308), supone una significativa y nueva recepción de Avicena que tiende a agravar este esencialismo cada vez más antimetafísico, en tanto en cuanto dificulta la experiencia originaria del ser. Ciertamente, Escoto es desde una perspectiva exclusivamente especulativa un metafísico excepcional, pero a condición de admitir que cognoscitivamente ejerce una metafísica más «nocional» que «experimental», o nulamente experimental. Escoto considera el ente como una noción abstracta, indeterminada: lo que es algo, en oposición a la nada. En otras palabras, Escoto entiende por ente la esencia. En este sentido, el ente es anterior a cualquier determinación real. El ens commune se reduce a una esencia indeterminada que posibilita cualquier determinación pensable o realizable. Bueno habla a veces de la materia ontológico general (M) como la versión materialista de «Dios»; en realidad, como vemos, es sólo la versión esencialista del «ens commune». Mutatis mutandis, en realidad sería la noción de «Ego trascendental» la noción que más se acercaría al Principio de Dios (Dios como Principio de toda Identidad), aunque para realizar esta transformación se requeriría

entender a Dios desde la objetivación esencialista perpetrada por Escoto. Para Escoto, en la medida en que Dios se conoce a sí mismo, en cuanto que el intelecto de Dios conoce la esencia divina, produce un mundo, que entonces (con una posteridad que no es temporal) hace surgir las Ideas como esencialidades ideales: un tercer reino de pura idealidad, donde todas las esencias encajan entre sí de un modo perfectamente trabado y cerrado, que según Escoto es, por ende, principiative a Deo. Pero este reino es independiente de la esencia y del entendimiento de Dios, en cuanto la voluntad de Dios no puede cambiar su legalidad, que se impone de suyo desde su propio cierre esencial. Según la terminología escotista: es ciertamente principiative a Deo, pero formaliter ex se. ¡He aquí unas coordenadas que secularizadas y desteologizadas, anuncian el Ego trascendental (E) de Gustavo Bueno donde la Idea «sujeto operatorio» sustituye a la idea de «Dios»! El Materialismo Filosófico es, en suma, un escotismo marxista, en cuanto el ser se reduce a las esencias y éstas se producen mediante el trabajo en forma de «cultura objetiva». Resulta, por tanto, muy importante para nuestro ensayo entender bien esta consolidación del esencialismo a través de Duns Escoto. No se comprende apenas qué quiere decir ente si se habla de él antes de cualquier determinación «real» (a parte rei), salvo que se entienda la esencia, que puede pensarse como posible, prescindiendo de su «existencia» y, por supuesto, del «acto de ser», que no se sabe ni lo que es, a no ser sólo como sintagma lingüístico. En este sentido, ente es aplicable a cualquier cosa, a todo «algo», desde las sustancias primeras hasta Dios, pasando por el «ens commune». E, incluso, cualquier cosa, aunque no sea (Impossibilia, seres paradójicos, dentro de los entes de razón). Así, se dice que ente se predica unívocamente. La univocidad es una intentio que se refiere al concepto. Es una comunidad conceptual de notas, no «real», cuya composibilidad define su identidad como esencia racional. Por eso, realmente no puede decirse nada de esa comunidad; sólo puede pensarse lógicamente el orden intrínseco de las notas esenciales, y organizarlas desde lo que cada esencia impone de suyo. El objeto propio del entendimiento es, por tanto, el ser inteligible en sí, el ente en toda su extensión. Por eso, la actividad propia del entendimiento es establecer las relaciones y conexiones entre los conceptos. La distinción ontológica de Santo Tomás no tiene cabida en este esquema. Sin embargo, Escoto advierte que podemos distinguir allí donde no podemos sin embargo separar, de modo que donde Santo tomás ponía una distinción real, Escoto habla de algo menos que una distinción real y algo más de una mera distinción de razón. El «algo» nos mantiene en la indeterminación del ser como mera esencia y el más y el menos acotan el espacio donde el pensamiento puede realizar sus distinciones conceptuales a múltiples niveles (entre lo empírico y lo racional, entre lo posible y lo necesario, &c.) pero siempre operando en el ámbito de las esencias, lo intraconceptual, donde todo es proyectado desde el espacio real al espacio proyectivo: desde las piedras a los teoremas matemáticos, pasando por los iones de calcio de las neuronas y los colores vistos, &c. El sistema de Gustavo Bueno es una inmensa aplicación de la «distinción formal» al momento histórico presente, elevando a concepto todas sus manifestaciones culturales actuales. Hay distinción formal siempre que el entendimiento puede distinguir en un ente formalidades distintas de otras, y conectarlas entre sí. Esta distinción formal sirve a Escoto para plantear una solución de los universales en el sentido de un «realismo» más acentuado que el tomista. Desde esta distinción formal surgen los elementos conjugados de Gustavo Bueno, las figuras de la dialéctica como movimientos ejercidos en el espacio lógico del juego del pensamiento. La comprensión análoga de los géneros (en Gustavo Bueno: diferencias cogenéricas/transgenéricas/subgenéricas, géneros anteriores y posteriores... su sistema en suma) es impensable sin la noción de «haeccitas» que se deriva como un teorema a partir de los axiomas esencialistas de la «distinción formal». Este sexto predicable, o predicable de la identidad, como híbrido entre intensión y extensión es una versión esencialista del accidente necesario o «propio» (propium, idion). Sin embargo, la haeccitas resulta necesaria para el esencialismo que rechaza el «actus essendi» que es, empero, indispensable para la

comprensión del «propio» como predicamento para el Realismo Filosófico, según vimos en §3.iv, para evitar la desviación hacia este esencialismo. El propio es una noción fundamental para la Filosofía de la Ciencia, dado que la ciencia experimental sólo descubre propios y sistematiza relaciones propias entre propios (cierre categorial). Por eso, una filosofía esencialista que haga Filosofía de la Ciencia deberá emplear el «propio» esencializado como «haeccitas», mientras que una filosofía realista que reivindique la actualidad o acto de ser, deberá utilizar para el mismo menester la noción clásica de «propio» sin esencialización ninguna. Ciertamente, la «haeccitas» considerada de manera absoluta liquida la noción de «propio», y a la inversa, pero sólo la haeccitas introduce la pluralidad de formalidades, de manera que la absolutización de esta noción es inevitable, dado que todo posee haeccitas, más aún todo es haeccitas, como en la filosofía de Bueno se advierte a través de la introducción de categorías tales como: géneros anteriores y posteriores, esencias plotinianas, conceptos conjugados (diamérico/metamérico, lisológico/morfológico), &c. Al realismo filosófico le pueden interesar tales nociones para evitar el fijismo de cierta comprensión monista del compuesto hilemórfico (synolon), pero no para esencializar la Ontología General ni la Metafísica, y crear así una metafísica ametafísica, sin acto de ser. Además, no todo es propio o aunque algún ente pueda poseer ordo essendi «propio», tal vez no lo poseamos ordo cognoscendi. Podemos asumir así, con estas cautelas metodológicas, su teoría de la esencia plotiniana, pongamos por caso, pero en todo caso, asumamos lo que asumamos, rechazaremos siempre y de plano su teoría holótica al ser una reducción logicista de la metafísica, que restringe la analogía al ámbito lógico formal de relaciones entre partes y todos (totalidades isológicas-distributivas aposterióricas, totalidades sinalógicas-atributivas aprióricas). Aunque podamos asumir, por seguir con el ejemplo, las esencias plotinianas como segundas intenciones lógicas cum fundamento in re para emprender ciertas investigaciones de «filosofía segunda» (en Filosofía de la Religión, Epistemología, Política, Derecho, &.), reivindicaremos esta asunción, en todos los casos, desde una metafísica del ser en Gnoseología, dado que somos realistas y no escotistas en cuanto a la «filosofía primera». Para Escoto, el objeto propio del entendimiento no es el ente sensible, sino el ser inteligible en sí, el ente en toda su extensión. Por eso la actividad propia del entendimiento es establecer las relaciones y conexiones necesarias entre los conceptos. Si Escoto puso la teología como prius en la escala de los saberes, lo empírico sólo se conocía formalmente (a parte rei). La essentia tiene un esse diminutum, minúsculo, pero real-formal. El realismo tomista admite el axioma teológico de aristóteles: sin el principio de no-contradicción no podríamos hablar con sentido, pero lo único que garantiza este principio es la noción de sustancia (ousía con actualidad) y, estrictamente hablando, una sustancia, una actualidad pura e inmaterial: el Acto Puro, actualidad principal que garantiza la actualidad de este principio no sometido al devenir. Para Aristóteles y Tomás este Principio divino del Acto Puro/Causa primera no es una forma pensada, sino una forma real (Aristóteles, Metafísica, IV, 5, 1009 a 32-38). El realismo aristotélico-tomista admite el Dios como Principio (y actualidad pura) respecto del Principio de no-contradicción que rige la actualidad inteligible de los seres con distinctio realis o distinctio rationis cum fundamento in re. Para el teologismo de Escoto, sin embargo, Dios es todo, lo demás es casi nada: sólo admite una distinctio formalis a parte rei. Para Gustavo Bueno las ciencias positivas realmente existentes pasan a ser el prius en esta jerarquía del saber. Como lo empírico es el prius, lo teológico es derrocado de su puesto. De lo Teológico sólo hay un conocimiento formal, virtual, aceptado a efectos de mera hipótesis, conjetura, suposición o elucubración gratuita. Para Bueno su pluralismo convierte el saber teológico en un saber de segundo grado y hasta de tercer grado. El naturalismo y el fisicalismo del materialismo admiten sólo formalmente lo racional en la teología: más que de materialismo filosófico habría que hablar de materialismo escotista. Escoto coloca la Teología como prius, pináculo de la pirámide, y lo empírico como la base; de lo empírico sólo tenemos conocimiento formal, formalizado mediante las esencias. Bueno invierte los términos, es un escotismo puesto patas arriba. Las ciencias positivas o experimentales realmente existentes son el prius del saber y fuente de certeza y verdad; de la teología sólo tenemos un conocimiento formal, virtual, hipotético. Los tomistas del «otoño de la Edad Media» que reaccionan frente a esta falsificación esencialista lo suelen hacer desde una radicalización mistizoide del actus essendi: así, por ejemplo, el Maestro Eckhart y sus discípulos (Suso, Taulero, Ruysbroek). Incluso los

adversarios de la corrupción de la escolástica en la Baja Edad Media (Gerson, por ejemplo) no lo harán desde el tomismo sino que tenderán a ser pietistas de orientación ockhamista, asociados a la «Devotio moderna». Es un flaco favor defender la Filosofía desde la piedad porque desnaturaliza tanto la Teología como la Dialéctica, todos salimos perdiendo y ninguna de las partes interesadas sale ganando. Juan Crapeolo (†1444) es uno de los pocos sucesores de Santo Tomás que sigue, en filosofía, los puntos cardinales del tomismo. La doctrina sobre el esse y la distinción entre esencia y acto de ser está más clara en Crapeolo que en muchos tomistas anteriores y que en casi todos los posteriores hasta el siglo XX. Frente del Ferrariense (1474-1526), hay que situar a Tomaso de Vio, Cayetano (1469-1534), como la cara y la cruz de este momento crucial, contribuyendo a desnaturalizar importantes tesis tomistas. Pierde, por ejemplo, el sentido profundo de la distinción entre esencia y acto de ser. También hay que destacar, por contraste, a Jean Poisont, Juan de santo Tomás (1589-1647), contemporáneo de Descartes, que permanece fiel a la tradición realista tanto en metafísica (teoría del esse) como en Gnoseología (teoría del signo formal). Responsable de esta deriva hacia el logicismo esencialista es en gran medida la escolástica barroca posterior, salmantina, complutense y conimbricense, de cuyas fuentes bebe la neoescolástica española en que se formará Gustavo Bueno{8}. La línea tomista obtiene una significación especial en la escuela dominicana de la Universidad de Salamanca, aunque más en el campo de las filosofías segundas (derecho, filosofía política, moral, &c.) que en el de la Metafísica. Cuando algunos de los dominicos de Salamanca abordan cuestiones metafísicas, como es el caso de Domingo de Soto (1494-1560) será para negar la distinción real entre esencia y acto de ser, influido sin duda por autores nominalistas. Pese a su ambigüedad, podríamos rescatar la labor de Domingo Báñez (15281604) respecto de la doctrina del actus essendi, aunque su tendencia marcadamente logiscista, puesta de manifiesto en la Polémica de Auxilii, no se acomoda al tomismo estricto. Los albertista tampoco son una excepción a este alejamiento del tomismo. El autor más importante de esta corriente, Juan de Nova Domo, con un Tratado sobre el ser y la esencia, niega la distinción real; entre esencia y ser se da sólo la distinción que hay entre nombre y verbo. La esencia, se dice, es la fuente; el esse, lo que de ella brota. Naturalmente, de este planteamiento sale una metafísica esencialista y, en el fondo racionalista, que tiene en Suárez su siguiente paso. Francisco Suárez (1548-1617) en la 2ª parte de sus disputationes metaphysicae (1597), trata los diversos «entia»; al ampliar el concepto de «ens reale» a lo realmente posible y al limitar fundamentalmente la metafísica a lo cognoscible por nosotros en el ser, es decir, la esencia, se diseñaron las líneas esenciales de la metafísica moderna. El conceptualismo suplanta al «actus essendi». Los filósofos que practican este conceptualismo quieren o una filosofía de las habas contadas (nominalismo terminista, logicismo donde la metafísica se reduce a la lógica combinatoria y las segundas intenciones), o una filosofía que les permita caer como un gato sobre el ser, de pie y con todo bajo control (un esencialismo que anuncia ya el racionalismo moderno). Esta es la crítica de «conceptualismo» dirigida por Juan Arana a Javier Pérez Jara en la polémica mantenida en Thémata («De la incomprensión en filosofía», Thémata 40, 2008, págs. 295-313). En la misma línea que Escoto, para Suárez la unidad del concepto de ser es absolutamente primera, porque expresa aquello por lo que las cosas convienen y se unifican. Arranca Suárez de la distinción entre concepto formal y concepto objetivo. El concepto de ente en cuanto ente es el concepto objetivo de ente. Hay que partir del concepto formal. ¿Cómo se forma? Separando lo que en una misma cosa está unido, obtenemos un concepto particular, unificando lo que está diversificado en varias cosas, obtenemos el concepto general de ente (concepto formal). A ese concepto formal le corresponde un concepto objetivo, ya que todos los entes reales tienen alguna semejanza, en razón de ser, y, por tanto, pueden representarse bajo esa razón. En busca de esa semejanza en razón de ser, que permita un concepto objetivo, Suárez distingue entre el ser como participio y el ser como nombre (participialiter et nominaliter

sumptun), entre existencia y esencia. Así, mientras el ser-participio expresa lo real, restringe el ser a lo existente, el ser-nombre dice la esencia real y, sin negarle la existencia actual, se limita a hacer abstracción de ella. Por no afirmarla, es aplicable a lo posible, que la niega. Por no rechazarla, se puede decir de lo actual, que lo incluye. Por consiguiente, se dice de todos los seres sin excepción. Por tanto, el concepto objetivo de ser es la esencia real: la idea primera y más universal es el ser-nombre, la esencia de las cosas. Duns Escoto ha sido tal vez el primero que ha entendido el ser no primeramente como ens reale, sino como ens possibile seu ideale, y tal vez sobre el tal vez, pero lo que es seguro que ha sido Suárez quien ha llevado este modo de proceder a su máxima expresión. Todo el sistema suareciano se funda esta premisa: para la consistencia (ratitudo) le basta la non repugnantia ad existiendum, es decir, la pura posibilidad lógica, la no contradicción {9}. Ciertamente, ni para Escoto ni para Suárez las esencialidades son independientes de Dios, aun cuando en éstas la compatibilidad e incompatibilidad no puedan por menos que proceder de las esencias tal como son de suyo, con independencia del ascendente divino. Pero no parece que hayan faltado escotistas que las consideraran completamente independientes de Dios, porque Dios era sólo otra esencia entre las esencias, una cosa entre cosas, según el dictum de Grocio: «actuar [pensar] como si Dios [el actus essendi] no existiera». Es difícil decidir si Leibniz compartía de corazón esta tesis, pero lo cierto es que ya aquí se confunde totalmente el plano del ser real de Dios respecto del ser ideal de las esencialidades, porque el esse ya no se transmite ni como reliquia lingüística dentro de la tradición escolástica. Discípulo de Suárez, Hurtado de Mendoza (1592-1651) prosigue esta deriva hacia el conceptualismo que olvida el ser, y donde la contemplación (theoría) se sustituye por la especulación (speculum) que tematiza esencias, las trata bajo reglas lógicas sometidas a la composibilidad de las notas esenciales de los conceptos (quiddidades) bajo el régimen exclusivo del principio de no contradicción, constituyendo la arquitectónica de un saber sistemático. La teoría tradicional de las «operationis mentis», atribuida a la lógica, la relega a la psicología, volviéndose a una orientación nominalista de la lógica. Basándose en el nominalismo, enseña en metafísica que el concepto de ser es unívoco, con lo cual se tiene en cuenta que esta ciencia necesita en general un concepto claramente definible, delimitado como idea clara y distinta, en dicotomía o alianza con una multiplicidad de otras ideas claras y distintas. En esta catena aurea de maestro-alumno, el siguiente discípulo por orden de importancia es Francisco de Oviedo (1602-1651), cuya obra «Integer cursus philosophicus» (1640) defiende en metafísica la univocidad del concepto de ser, definiendo ya la posibilidad del ente real como la no repugnancia de sus notas esenciales. Fue B. Jansen quien advirtió en este esencialismo basado en la quidditas del sujeto (el contenido de sus notas) el antecedente temático de las verdades de razón de Leibniz y su composibilidad analítica. Lo real se reduce a «sustancia segunda» (Abstracto genérico, Concepto definido o Idea general), con coherencia lógica intrínseca, al modo de una obra de ingeniería cuyos elementos están trabados entre sí, en una arquitectura consistente respecto de sus tensiones internas y resistentes respecto de las tensiones venidas desde fuera del sistema edificado. Los ladrillos son nociones; la argamasa y el cemento son las reglas algebraicas de la combinatoria lógica. El maestro de obras es la mecánica docente de las Universidades católicas que operan mediante la disertación y la disputatio canónica, al modo de la mano invisible de una selección académica. Todo encaja como en un grandísimo crucigrama, pero esta posición carga con el handicap del formalismo nocional. Nadie toma por real un juego o pasatiempo, que a lo sumo se acepta como experimento mental, la elucubración de pedalear en el aire. A una bicicleta le quitas la cadena y por muy rápido o fuerte que pedalees la energía que comunicas al eje no se trasmite a las ruedas y no avanzas en la realidad ni un milímetro. Ha sido cortado el vínculo con lo real, antes establecido por la intencionalidad, la analogía con alcance ontológico o primariamente metafísico, y el actus essendi. La analogía se niega o se relega a lo lógico. No se contempla las realidades metafísicas, se reflexiona sobre conceptos metafísicos, se especula, se los refleja en disputatios, disertaciones, glosas, pero el nexo de esta teoría se establece con una semiótica, una pragmática, una situación sociológica, y no la realidad metafísica misma. Razones que favorecieron este formalismo logicista podían ser: no descollar ni significarse en el ámbito académico parametrizado para evitar al Santo Oficio bajo la acusación de alumbrado

(futuros modernistas, ontologistas, &c.) y la heterodoxia del que apela a la experiencia personal en vez de a la autoridad eclesiástica (tan cercana al libre examen individual frente a la sanción comunitaria), evitarse la coacción de los compañeros de congregación por significarse (pecado de soberbia o indocilidad contra la prudencia) o ningunear a los demás hermanos con un supuesta vanagloria de querer afirmarse a sí mismo mediante la fama por más valer que los demás (ascética del «agere contra» impuesta colectivamente dentro de la congregación por la práctica regulada de la «corrección fraterna» y la delación). En todo caso, el ente al ser sólo lo posible, destruye el conocimiento como acto o actualidad. El objeto no es acto, o coactualización junto con la operación. El objeto es potencia, posibilidad, disponibilidad para, pero no efectividad, es mera suposición, hipótesis. Las esencias tienen un mero valor formal, virtual, de modo que de la metafísica sólo se tiene un conocimiento formal, no materialmente cargado por datos reales. Las esencias metafísicas pueden ser denominadas, definidas, clasificadas, pero sólo admitidas a título de posibilidad (al modo de la hipótesis platónica de la eikasía). La argumentación es formal y la postura metafísica sólo se podrá descubrir por su capacidad apagógica, de reducir al absurdo las posiciones metafísicas rivales. Todo verbum mentis carece de verbum ex plenitudine, a lo sumo es un verbum volans, crentes de fundamento in re, insostenible desde lo real porque nada real lo sostiene. Aquí interviene la tradición nominalista que destruye la intencionalidad: Aureoli, Durando, Jacobo Metz, el propio Ockham... Al negar Suárez la distinción real entre esencia y existencia, si el esse no añade ninguna determinación real a la esencia, la única distinción real admisible será la distinción entre la esencia en cuanto posible y la esencia actualizada. Llegamos así a una metafísica esencialista, cuyo representante máximo será Christian Wolff. ¿Qué es el ens para wolff? Ens dicitur quod existere potest, consequenter cui existentia non repugnat. Así, la metafísica se convierte en la ciencia del ser posible. La existencia será el complemento de la posibilidad. Existentiam definio per complementum possibilitatis. Por tanto, Wolff localiza la entidad en la posibilidad, y desde ella explica la esencia con sus esenciales, atributos y modos, hasta dar razón de la existencia. En esta coyuntura suareciano-wolffiana, surge Kant. ¿Qué añade la existencia a la posibilidad?, se pregunta Kant. Y contesta que nada, pues lo que habría de añadir a lo posible sería lo imposible: una esencia posible que excreta existencia actual. Como el universo estacionario de Bondi genera desde la nada 2 átomos de hidrógeno por cada m³ por cada 1.000 millones de años, este atributo de la existencia sería capaz de crear desde su condición de ser esencial, meramente ideal, seres realmente existentes. Nos encontraríamos ante un atributo que añadiera algo a la realidad, que pusiera algo en la realidad, capaz de realizar desde sí ex nihilo lo real aunque fuera un creador irreal, fuera de lo real, una mera noción mental. Hemos entrado en el idealismo absoluto o material, diría Kant. Pero –proseguiría Kant– la diferencia entre un salvavidas real y un salvavidas imaginario quedó muy clara para 1500 pasajeros del Titanic. Con una llave inglesa imaginaria no se puede apretar una tuerca real y con una «escalera de razón» no se puede conquistar la altura. Todos nosotros elegiríamos tras 3 días de ayuno una galleta real antes que un filete virtual, pues nadie esperaría el «milagro epistémico» de la esencia creadora de existencia dentro de nuestro estómago. La existencia, por tanto, es una posición y no un atributo y, por tanto, no añade nada. El ser no es un predicado real. Para confirmarlo, pone el ejemplo de los cien táleros, posibles y reales. El hecho de que consideremos un contenido solamente como posible o lo veamos como empíricamente real o como necesario, no hace cambiar en lo más mínimo su estructura como tal, ni añade a su concepto un solo elemento nuevo. Implica, sin embargo, una posición distinta que le es asignada por nosotros dentro de la totalidad de nuestro conocimiento práctico, crematístico: los límites que me impone, las oportunidades que me ofrece, el uso que puede darme: es el «por mor de», o Vorhanderheit de Heidegger, «el ser a la mano», frente al Zuhanderheit, «el ser ahí». Por tanto, la existencia es una de las categorías de la modalidad, la categoría que empleamos cuando la relación de la cópula significada se pone como real. Lo que concuerda con las condiciones materiales de la experiencia corporal (con la sensación), es real. Mientras que lo posible coincide con las condiciones formales de la experiencia. Ciertamente, Bertrand Russell en su On Denoting no va mucho más lejos que Kant, aunque aporte su intrumental lógico-simbólico. Kant y Russell reducen la existencia a las proposiciones y éstas al sujeto cognoscente. En la tradición realista, la existencia se puede

decir de dos maneras: existencia de re y existencia de dicto. La primera es la existencia en sentido ontológico: el principio ontológico en virtud del cual algo puede ser constatado en algún tipo de experiencia, con independencia de los medios de que disponemos para ejercer tal constatación. La segunda es la existencia en sentido proposicional, o existencia veritativa: «darse el caso», «ser el hecho», «tener lugar» y se refiere al ámbito Lógico (la operación de negar, o de generalización), como vimos en §3.iii: la cosa es idéntica a sí misma, a = a, y formando una sola unidad formal mediante el enunciado proposicional, donde se asegura la unidad y la identidad de esa cosa. Supone la noción de «verificación», que hace depender la verdad, la existencia, del sujeto que verifica mediante su capacidad de elaborar proposiciones y afrontar observaciones. «El sujeto contempla la identidad mediante sus proposiciones» significa: que «el sujeto cognoscente» y «la identidad» están fundidos «en la proposición» producida bajo las condiciones formales y materiales impuestas por el sujeto: quiquid recipitur ad modum recipientis recipitur. La identidad del objeto consigo mismo es suya en cuanto el sujeto la produce; algo es, por tanto, un objeto en cuanto es puesto ante sí por un sujeto. La existencia proposicional es un sentido derivado de existencia, originado por un sentido primitivo anterior: la existencia de re; si no aceptamos esta condición derivada de la existencia de dictoacabamos en el representacionismo idealista o en el constructivismo materialista. Pero ocurre que ni siquiera este sentido más primitivo de existencia, a saber, la existencia en sentido ontológico, es el actus essendi. Por tanto, con más razón tampoco la «existencia necesaria» («esencia que envuelve la existencia» de los racionalistas tipo Descartes, Leibniz, Spinoza, Wolff, &c.), es decir, la existencia en sentido lógico o asociado a las proposiciones, alcanzará este «acto de ser». La existencia en sentido ontológico, o extramental, se circunscribe a la física de causas, y no puede, por tanto, trascender el ámbito predicamental. Esta «distinción real» fue la que el padre Copleston SJ trató de mostrarle a Bertrand Russell en su controversia radiofónica sobre la existencia de Dios, sin conseguirlo. Dicho sea de paso, el esfuerzo lógico de Leibniz me parece mucho más genial que el subterfugio kantiano. ¿La existencia no es un predicado? Ni falta que le hace. Es el presupuesto de todo predicado: la quidditas del sujeto, su principio de individuación, su mónada. Kant, como Santo Tomás, afirma contra Leibniz que de una mera noción o potencialidad no puede inferirse la existencia en acto. Pero Santo Tomás no reduce el ser a mera esencia formal posible, mientras Kant sí lo hace, y en Leibniz todavía no se puede afirmar con rotundidad; podemos conceder el beneficio metafísico de la duda: in dubio pro reo. Este es el contexto cultural del conceptualismo de Gustavo Bueno heredado de la «escolástica degenerada» e inyectado en su argumento esencial ateo: una pseudoidea, como bien dice Bueno, es una agrupación de notas incompatibles entre sí y, por tanto, IMPOSIBLE LÓGICAMENTE (ya que por posibilidad lógica se entiende AUSENCIA DE CONTRADICCIONES), y si una presunta «idea» está envuelta en contradicciones eso implica que CARECE DE ESENCIA y, si no tiene esencia o connotación semántica, CARECE DE SENTIDO DISCUTIR SIQUIERA SU EXISTENCIA CONTEXTUAL (ni menos real en el sentido que tenga un referente real), YA QUE UNA EXISTENCIA SIN ESENCIA O LA EXISTENCIA DE ALGO IMPOSIBLE ES ABSURDO. ¿Q.E.D.? Sólo se puede responder afirmativamente si se admite el logicismo esencial que hemos expuesto in statu nascendi. En caso de tener experiencia del «actus essendi» o de no aceptar las deficiencias Gnoseológicas del esencialismo expuestas hasta aquí desde el Realismo Filosófico, lo demostrado sería la tesis opuesta y habríamos culminado de modo exitoso una «reducción al absurdo» que destruiría apagógicamente este mismo esencialismo: U+25A0 (■). vi. Crítica del materialismo filosófico desde el realismo filosófico Gustavo Bueno sostiene que Dios es una paraidea o una pseudoidea; supone una esencia absurda por ser intensionalmente contradictoria, pues alberga una multiplicidad de notas incompatibles entre sí. En realidad, Dios ciertamente no es una Idea falsa por el mero hecho de que no es una Idea en modo alguno. Para el Realismo Filosófico tal como lo profesamos, no hay concepto de Dios; Dios no puede ser pensado como objeto ni como Idea. Dios es un Principio no un abstracto, una Idea ni un Concepto.

Uno de los centros de esta Gnoseología realista es el desarrollo de la teoría de los hábitos intelectuales de la tradición aristotélico-tomista por parte de Leonardo Polo. Existe un conocimiento actual que no se ejerce desde las operaciones sino desde los hábitos, que permite un «abandono del límite mental» que son los objetos (abstractos, conceptos o ideas). Esta evolución dentro de la teoría del conocimiento realista provoca, a su vez, una evolución en la metafísica de esta tradición. Esta evolución es llamada por Leonardo Polo «ampliación trascendental»: se genera una ampliación del ámbito metafísico, de lo que trasciende el ámbito categórico-material, de manera que no sólo existe el ser cósmico sino también el ser personal. De esta manera se rompe con la «simetrización» entre la filosofía clásica pagana y la filosofía pagana moderna, y surge el espacio filosófico que permite elaborar una filosofía cristiana propiamente dicha. La edad media fue el intento, no culminado del todo, de elaborar esta filosofía cristiana a partir de la filosofía clásica pagana, pero los supuestos greco-romanos de los que partía o contra los que reaccionaba le impidieron cumplir con su cometido y desembocaron en esa imagen especular de la filosofía del paganismo clásico que es la filosofía del paganismo moderno, sin conseguir estabilizar una filosofía netamente compatible con la experiencia cristiana, según hemos desarrollado en los parágrafos anteriores. El desarrollo de los planteamientos tomistas por parte de Leonardo Polo surgen, por tanto, de la «ampliación trascendental» y el método del abandono del límite mental: pensar trascendiendo el límite del objeto permite ampliar el ámbito metafísico desde el ser cósmico hasta el ser personal humano. Polo distingue el acto del concepto respecto del acto del hábito. Todo Principio (incluido Dios, pero también la persona y sus facultades) sólo puede ser actualizado por el conocimiento desde el hábito intelectual y no sólo desde la operación de las facultades. La «superación del límite mental» supone el conocimiento habitual de las operaciones. Dios como Principio puede entonces estudiarse desde la ampliación trascendental que amplía la noción de ser; existe el ser cósmico y el ser personal, y sólo desde el conocimiento habitual de las operaciones personales se puede acceder, analógicamente, a la esencia del ser divino como ser esencialmente personal. Con los hábitos intelectuales el intelecto agente ilumina las operaciones en ejercicio, pero este conocimiento no es conceptual, objetivo, de esencias, sino habitual. No requiere especie impresa; es extraesencial, trascendental, transcategorial. Al conocer en acto el acto de los inteligibles en acto participamos siquiera analógicamente de la esencia divina en una de sus notas: el Dios monoteísta de la Teología racional es, de hecho, el Ipsum Intelligere subsistens, el noesis noeseos noesis. En el conocimiento habitual participamos no sólo ontológica, sino también gnoseológicamente, de Dios y descubrimos, aunque sea en una insatisfactoria aproximación analógica, lo que es Dios, cuál es su esencia, lo que supone Dios en cuanto conocimiento divino. Dios es reflexión sobre sí mismo, reflexión de la reflexión; podemos descubrir qué significa desde dentro de nuestras facultades dicha forma de reflexión. Desde una criatura podemos conocer algo de la esencia divina mediante el solo uso de la razón natural. Esta criatura es la persona humana. La persona humana desde sí misma a través del ejercicio de los hábitos intelectuales puede descubrir lo que es Dios para sí mismo. La conciencia es aquella operación según la cual se conoce que lo que se conoce se conoce, porque se conoce (o al conocerlo). En este sentido, pese a la infinita desemejanza, la persona ejerciendo sus facultades naturales descubre qué significa ser imagen de Dios. No es un ontologismo, dado que la relación mantiene la infinita distancia insalvable dentro de un conocimiento limitado estrictamente al esse hominis. Lo que se conoce no es la esencia de Dios directamente sino indirectamente, analécticamente, mediante el conocimiento habitual que la persona humana tiene de sus propias operaciones. Estas operaciones (noesis) no son «cosas», lo conocido (noema) tampoco son «cositas» mentales; el conocer no es nada, conocemos desde la nada. El conocer es radicalmente originario, primordial, de modo que conocer el conocer nos permite conocer de manera radicalmente imperfecta, aunque radicalmente efectiva, el Principio originario cuya esencia, entre otras notas, consiste en ser el noeseos noesis.

La Antropología trascendental es la disciplina que constituye esta ampliación de la metafísica, que no muestra a Dios como Causa del ser cósmico sino como Identidad Original del ser personal. Leonardo Polo consigue formular de modo estricto la estructura del ser personal en relación al ser cósmico y al ser divino. Desde el «esse hominis» se puede acceder analógicamente a la «essentia Dei». La esencia de Dios no es una esencia contradictoria, aunque «quoad nos» aparezca como oscura (caligo). La esencia divina se descubre analógicamente por el conocimiento habitual que obtenemos de las operaciones intelectuales. Surgen, entonces, diversas propiedades trascendentales del ser personal humano que se descubren mediante los hábitos intelectuales: Libertad (intellectus ut co-actus), Comunión (co-existir), Amor donal. Desde estas propiedades trascendentales del ser personal humano conocemos las propiedades trascendentales del ser divino en cuanto Principio personal: Verdad, Bondad, Identidad (Unidad) Originaria. El Ser no puede ser sólo inteligible (ser cósmico) sino intelegente (ser personal). Entre el ser personal humano y el ser personal divino no hay contradicción sino la continuidad analógica con sus momentos sincopados de desemejanza infinita y de cierta similitud, con su consiguiente oscuridad comprensiva, debido a la desproporción, el abismo cualitativo, entre el prius y su analogado secundario. Pensar la Libertad de Dios fuera de esta analogía establecida desde la ampliación trascendental es imposible. Y, en caso de pensarla desde dentro de la ampliación trascendental, pensar en la Libertad de Dios y sus notas como una Idea es contradictorio, dado que no hay Idea de Dios; nadie, absolutamente nadie, (ni Luis de Molina, ni Báñez, ni Fray Luis de León, ni Prudencio Montemayor, ni Kilber, ni...) tiene ni idea sobre Dios ni sobre la Libertad divina y, menos que nadie, Gustavo Bueno. Contra san Anselmo: nadie tiene cierta Idea de Dios, dado que Dios es un Principio sin ideado. Hacemos extensiva a Gustavo Bueno la refutación del argumento a simultaneo que el Realismo Filosófico dirige contra el argumento anselmiano. Por tanto, reflexionar sobre la libertad divina en relación a la libertad humana como si consistiera en la composición lógica de dos Idea es o bien una reflexión imposible o bien un discurso falaz o bien una «metafísica prematura». La polémica De Auxilii es un caso de «metafísica prematura» como veremos en §5.ii. La Doctrina del materialismo filosófico sobre Dios como Idea contradictoria es un discurso falaz, sin que ello signifique que no ofrezca planteamientos de interés para la tradición realista como la asimilación de la doctrina de las disciplinas α y β-operatorias. En contra de lo que sostiene Gustavo Bueno la contradicción no está entre la relación Libertad humana/Libertad divina sino en pensar la Libertad divina como una Idea. Para el realismo no hay conocimiento de la Idea de Dios; la esencia de Dios se descubre analógicamente desde la antropología trascendental, gracias al conocimiento habitual de las operaciones de la persona humana. Pero Dios como principio análogo no puede ser pensado como Idea, dado que es un Principio trascendental analogado por referencia al conocimiento habitual que poseemos del ser personal humano. Por tanto, la contradicción está en el pensamiento filosófico de Gustavo Bueno; lo absurdo es su doctrina materialista de la religión. El único «decaedro regular» que el realismo filosófico descubre aquí es ese argumento del ateísmo total a partir de la esencia, que pretende pensar lo impensable, creando confusión y oscuridad donde no la hay, proyectando la oscuridad de su sistema hacia fuera en un caso de transferencia teórica. La filosofía materialista es, por tanto, oscurantista en este punto; sostiene cuadraturas del círculo, incluso esferizaciones del cubo, cuando pretende pensar lo trascendental como unívoco, o inequívoco al modo de una idea general, creando ese «hierro de madera» que es la Idea de Dios. Repetimos: la pseudoidea de Dios es una pseudoidea, porque Dios no es una Idea. Gustavo bueno no tiene ni Idea de lo que dice cuando dice que Dios es una Idea (o una paraIdea). Después pretende hacer pasar esta Ignorantia elenchy por una contradicción, y no sólo eso, sino que también endilga esta contradicción suya (de iure) a la tradición realista como contradicción de facto. Semejante quid pro quo se resuelve fácilmente para el realismo filosófico: no aceptándolo; eso basta para que no nos den gato por libre con esta pseudo-lógica armada sobre unacontradictio in adjecto. De una premisa falsa se puede seguir cualquier cosa:

incluso una reinterpretación –sin duda interesante y genial– de la tradición escolástica, como interesante y genial es el Señor de los Anillos o el Śrīmad Bhāgavatam. En la filosofía de Escoto se concibe la materia ad instar formae, según la manera de la forma. En el caso del Doctor Sutil esta postura está posibilitada por la introducción de la distinción formal a parte rei, que permite considerar a la materia con cierta independencia de la forma, de suerte que ella misma tendría la formalidad correspondiente a su propia índole como materia. Poniendo en relación la distinción materia (potencia)/ forma (acto) con la distinción modal entre posibilidad y actualidad, resulta que la materia, amorfa, pura indeterminación posee cierta forma, su propio acto, de modo que la forma se trasforma en posibilidad actualizada por las diferentes modalidades de materialidad. Más que de Materialismo Filosófico deberíamos, por tanto, hablar de materialismo escotista en Gustavo Bueno, en cuanto que es un logicista. La materia en Escoto cobra significado nuevo, significa actualidad de la posibilidad. La pura potencia, en Escoto, no anula el objeto dado que la materia es un concepto objetivo, y la mera posibilidad, la posibilidad lógica u objetiva se ha convertido en un tipo de posibilidad actual, con actualidad, aunque conformado lógicamente. La mera posibilidad de algo, en cuanto que lógicamente posible, implica que es ello mismo actual de algún modo: una materialidad lógica, donde los «conceptos objetivos» son auténticas sustancias, de primer y no de segundo orden, patrón de toda sustancialidad. En efecto, si otorgamos a la esencia un «esse diminutum» el «concepto formal» o «concepto como signo intencional» sufre un cambio sustancial al liquidarse y desaparecer como tal y generar una nueva modalidad de concepto: el «concepto objetivo», que será el fundamento de la Idea como representación del racionalismo moderno y del idealismo. Este «concepto objetivo» es lo que desde el Realismo Filosófico entendemos como «caso lógico», y que la «escolástica degenerada» denominó «Idea clara y distinta» y que influye en autores tan eminentes como Balmes, Ceferino González, &c. La diferencia entre ambas posturas es que el realismo mantiene el «caso» en el estricto campo lógico, mientras que las «Ideas claras y distintas» de la «escolástica degenerada» invaden el campo ontológico y hasta el metafísico y lo falsifican con un subrepticio logicismo antirealista. Posteriormente este «concepto objetivo» se reificó con el positivismo fisicalista: «los hechos brutos», cuyo antecedente es el «conocimiento intuitivo» de Escoto, que derivará en el intuicionismo nominalista de Ockham, que llega hasta nosotros en la forma de intuición intelectual en Fichte y Schelling, en Schopenhauer, Bergson, Husserl, Moore, &c. Con Marx, el «concepto objetivo» dejó de concebirse como un producto mental para empezar a ser un producto del trabajo humano, el resultado (ergón) de las operaciones transeuntes (kínesis, poíesis) que generan la cultura objetiva. Entonces, inevitablemente, la filosofía, el conocimiento intelectual ha de arrancar de los vestigios culturales, las reliquias conceptuales que se identifican con las diversas formalidades materiales que constituyen el mundo, porque la formalidad se identifica con la materialidad y la materialidad con la formalidad desde el momento mismo en que la materia posee de suyo forma (haeccitas, distinción formal) y la forma posee actualidad, identificada ésta con el conocimiento directo e inmediato (esse diminutum, conocimiento intuitivo) de saberes mundanos realmente existentes, acerbo científico y filosófico, reliquias del pasado en el presente, datos de experiencia psiquiátrica o apotética, invariantes psicosociales acumulados en libros, en normas vigentes u obsoletas, &c. Pensar no podrá ser entonces más que razonar la organización lógicas de estos Conceptos o Ideas frente a las organizaciones que otros pensadores plantean sobre los mismos Conceptos e Ideas. Gustavo Bueno, ciertamente, es hijo de su tiempo, pero el ser se manifiesta en el mundo aunque no sea el mundo, y los del mundo no lo quieran reconocer. Cuando este logicismo sea asumido deliberadamente como ideología y la posibilidad de los Conceptos o Ideas ya no sea un tipo de actualidad sino el único o, al menos, el más importante tipo de actualidad, entonces el logicismo se transformará en panlogismo: esta actualidad de la posibilidad será el único o principal modo de actualidad, de manera que la actualidad real, metafísica, se despreciará, será de segunda división, de una categoría inferior, mera palabrería huera, un blablabá irreal, una logorrea sostenida en el vacío especulativo cuya

ausencia de contenido sólo se encubre con el ornato verbal. Nos encontramos así, inevitablemente, ante la auténtica trasmutación de los valores gnoseológicos, y el fundamento teórico de la teoría de los tres géneros de materialidad (M1, M2,M3), así como de la materia ontológico-general (M), combinada con el Ego trascendental como principio regulador que pretende mantener un fino equilibrio entre los extremos no logicistas (fisicalismo [M1], psicologismo y sociologismo [M2], cientificismo [M3]), manteniendo todos los factores en una relación de recíproca tensión lógica, sin que uno prevalezca sobre los demás (pluralismo materialista) en el espacio posibilitado por la «distinctio formalis» omnipresente y, por lo que se ve, omnisciente e infalible. El Ego trascendental sería la Identidad de la materia lo mismo que para Escoto Dios era la fuente objetiva de identidad para los conceptos, así como su composibilidad equilibrada y racional. Idea de «Dios» en Escoto = Idea de «Ego Trascendental» en Bueno. Frente al universal in re, de re, post rem, Escoto afirma la formalidad a parte rei, lo que todavía no quiere decir que para Escoto el universal sea a parte rei. Serán Descartes y, sobre todo, Spinoza quienes den este paso definitivo que anula el realismo. De hecho para el padre del racionalismo total, el ordo et conexio rerum es lo mismo que el ordo et conexio idearum. Escoto inaugura un abstraccionismo que encaja a la perfección con el esencialismo de Avicena. El abstraccionismo al que nos referimos tiene que ver con la distinción formal de parte de la cosa (distinctio formalis a parte rei). Es, como decimos, el germen del «concepto objetivo», expresión que surge en la escolástica tardía y cuyo sentido se prolonga en el representacionismo de la modernidad, el naturalismo cognitivista o el constructivismo contemporáneo en todas sus formas (también en la Idea de «cultura objetiva» marxista de la que el Materialismo Filosófico es deudor). Dicho «concepto objetivo» es susceptible de definición y vinculado a contenidos. Al entender así el concepto, Escoto y sus epígonos se oponen al realismo filosófico. Para el realismo el contenido entendido no es inmanente al concepto mismo, en este sentido el concepto no está en la mente, sino en la realidad entendida: sólo pertenece a lo que es trascendente al propio concepto. El «concepto objetivo» de la escolástica degenerada es la Némesis del «concepto formal» del realismo, para el cual «concepto» se usa elípticamente por «concepto de». Para el realismo el concepto no tiene contenido y la preposición «de» expresa, como genitivo subjetivo, el carácter intencional del concepto, su esencial referencialidad a la realidad en él conocida. Consecuencias de este esencialismo: El ser se reduce a la esencia posible. Lo actual (el actus essendi) se reduce a lo posible. Las propiedades trascendentales se reducen a las categorías de la modalidad. El matematismo reduce todo a Ideas claras y distintas. Lo racional es lo supuesto, lo puesto por la voluntad, es el ficto: no es posible distinguir lo formal de lo fantástico o imaginario. Se confunden las facultades: la formalidad del entendimiento con la formalidad de la imaginación. La creencia y la duda sobrevienen hegemónicas sustituyendo a esta confusión de operaciones. El esencialismo (Escoto) entronca con el terminismo nominalista (Ockham): el discurso es sólo hipotético. Los signos remiten a la realidad cuando se pueden verificar con una intuición de los individuos designados, consignados, significados con la proposición. La razón sólo comunica hipótesis, la sensibilidad aporta esta intuición inmediata vía empireia. Lo que no se puede percibir de modo sensible no puede ser remitido al ámbito extralingüístico o metadiscursivo (ultrasignificativo). Surgen las diversas modalidades de empirismo, sensismo, modernismo sentimental, fenomenismo en todas sus formas, naturalismo, &c. Cuando la experiencia empírica no pueda darse, se recurrirá a la lógica y sus reglas formales para decidir entre teorías rivales argumentando contra la coherencia (no la adecuación) de las teorías rivales mediante el argumento apagógico o reducción al absurdo. Como se puede apreciar, el actus essendi se desvanece. La metafísica se torna hipotética, no aporta conocimiento sólo relatos especulativos sin referencia extramental. El conocimiento extramental sólo puede ser empírico (adecuación emprírica positivista y fisicalista) y el conocimiento intraracional sólo puede ser lógico-formal (coherentismo formalista basado en la dialéctica apagógica y el principio de no-contradicción). La lógica no sirve de nada si no se contrasta con los hechos. Por

eso, cuando no se puedan ofrecer las pruebas empíricas requeridas, en ausencias de estas demostraciones positivas, se podrá recurrir al procedimiento inverso de mostrar la incoherencia lógica del sistema racional rival. Al menos este será un procedimiento válido hasta la crisis del intuicionismo de Korterweg, Brouwer, &c. La razón y el discurso lógico es un instrumento para percibir límites en los discursos en conflicto mediante la argumentación indirecta: pensar es pensar contra alguien, como sostiene el método dialéctico que Bueno asume, entendiendo dialéctico tanto en sentido platónico, como marxista, como medieval (Dialéctica del Trivium = Summulae lógicas). En este neoracionalismo, tal vez el ordo et conexio idearum no sea el ordo et conexio rerum, pero es seguro que la contradictio et antitesis idearum (las esencias absurdas o contradictorias, pseudo o paraideas) impedirá el ordo et conexio de las cosas ideadas correspondientes. Este neoracionalismo presupone la noción de «concepto objetivo». Derivada de la distinción formal, la noción del «ser objetivo» parte del presupuesto de que el intelecto no se dirige naturalmente, intencionalmente, hacia la cosa que ha de ser conocida, pues crea su propio objeto de conocimiento que ya no representa la realidad en sí de la cosa tal como es en el mundo, sino la modificación que sufre el intelecto mismo en su actividad. El contenido del intelecto tiene, entonces, un ser objetivo que representa más la actividad subjetiva que el ser de la cosa. Cada elemento del todo que el análisis lógico puede seleccionar en la cosa adquiere su propio ser, que ya no puede ser substancial en el sentido de la unidad de la existencia material-formal, sino únicamente objetivo, formal, puesto que su ser lo recibe de la actividad formalizadora del intelecto analítico. En definitiva, una vez que se efectúa la distinción formal, el intelecto ya no tiende naturalmente hacia la verdad como a su materia propia que lo llena de ser, sino que transforma en verdadero su objeto por el solo hecho de inteligirlo. Concepto e Idea son las nociones básicas que se estructuran diversamente bajo la superficie de la terminología característica de cada escuela. La aparición del esse objectivum en filosofía no tiene sólo consecuencias gnoseológicas, sino que es síntoma de un importante cambio metafísico en la noción misma de ser, que de su consideración como acto pasa a ser tomado como esencia. La distinción entre un ser objetivo y un ser formal es tomada tal cual por Descartes de Scoto. Descartes emplea estas dos nociones como fundamento para la demostración de la existencia de Dios: la luz natural me enseña que debe haber tanta realidad formal en la causa de una idea como realidad objetiva hay en esa idea. La realidad objetiva es la que corresponde a la cosa conocida en la inteligencia; la realidad formal a la cosa en su existencia fuera de la mente. El principio de su correspondencia permanece inexplicado en las pruebas cartesianas, sencillamente porque está presupuesto por la adscripción a la metafísica escotista de la distinción formal, que enuncia tal correspondencia. El ser objetivo, la realidad objetiva o la esencia objetiva, denominaciones que puede presentar el mismo concepto en la terminología medieval, cartesiana o espinozista, adquiere el rango que anteriormente le estaba reservado a la realidad natural. Pues, desde Aristóteles, el decir sigue al ser, y no viceversa. Si para el griego, el ser se dice de muchas maneras, para los modernos a partir de Escoto, el ser es de las mismas maneras que dice el decir. El razonamiento apagógico, o per impossibile, tan caro para Gustavo Bueno y sus seguidores, consiste –como sabemos– en probar una tesis por la exclusión o refutación de todas las tesis alternativas. El primero que encumbró a valor supremo este modo geométrico, más bien matemático, de contraprueba formalista fue Kant con sus paralogismos y antinomias. También considerado como argumento de reducción al absurdo, es una prueba indirecta por la cual se demuestra una tesis cuando su negación nos conduce a una contradicción lógica: si suponemos ¬A y llegamos a una contradicción (B ^ ¬B), entonces podemos afirmar que A es necesariamente verdadera. En lógica proposicional, el argumento de la reducción al absurdo corresponde a la regla de inferencia primitiva denominada Regla de Introducción de la Negación o Regla de Reducción al Absurdo. En lógica simbólica, la reducción al absurdo se representa: si S ∪ {¬P} |− F, entonces S |− P. En esta representación, P es la proposición a demostrar, y Ses una serie de proposiciones previas que tomamos como ciertas (por ejemplo, los axiomas de la teoría en la que trabajamos o los teoremas anteriores que ya han sido demostrados). Consideramos la negación de P en conjunto con S. Si esto lleva a una contradicción F, entonces podemos concluir que S nos conduce necesariamente a P. en cuanto postura filosófica tiene como base la confianza en que la esencia de la existencia es única, esto es, que sólo hay un tipo de existencia. Esta esencia existencial poseería las siguientes características principales: a) al monopolio de la eficacia y actualidad (no hay más actualidad que la de las existencias esencialistas, b) sólo lo existente es eficaz –capaz de interactuar– y

esa eficacia es única; c) coherencia: lo existente no contradice lógicamente a lo existente; d) es ilimitada: la existencia no puede estar limitada por nada ya que el límite sería a su vez existente. Pero los principios son anhipotéticos y la captación del acto de ser (no de Dios) es inmediata. La experiencia del Ser como actus essendi es inmediata, la primera captación intencional, previa a los conceptos. Otras premisas epistemológicas del argumento apagógico dentro del logicismo son: 1) Las ideas no son simples sememas, piezas aleatorias de un gran juego de construcción lingüística. Existe una correlación natural entre ellas. 2) Cualquier palabra presupone todo el lenguaje que la soporta. 3) El valor de verdad de una idea se toma en relación a un sistema verificativo. Así pues, los conceptos claros y distintos, aunque no tengan correlato actual o empírico, son siempre verdaderos. Sólo por el hecho de no entrañar contradicción hemos de considerarlos tales. La música (y también la idea de música) es verdadera porque es. Un gato (y también la idea de gato) es verdadero porque es. Y 4) no hay verdad sin coherencia, ni coherencia sin verdad. La verdad, además, ha de ser siempre apriorizable. Eso le da el carácter universal que la distingue de la opinión. Además de estas premisas se exigen ciertas inferencias ontológicas: 1) No hay 'posibles' que hayan quedado fuera de la realidad, excepto por una exclusión de sistema. Hablo, claro está, de la realidad sub specie aeterni. 2) No se entiende la posibilidad como mera imaginabilidad u opinión, sino como Idea clara y distinta, es decir, no contradictoria; esto es, pensable y, en consecuencia, verdadera Idea aunque no necesariamente Idea verdadera. 3) Todo lo posible es, pero sólo lo mejor deviene actual (existente). Consecuencia: la Inteligencia, pues, es lo único que restringe el ser actual de lo intrínsecamente posible; lo único que establece un límite entre lo actual y lo idealmente existente. Es, propiamente hablando, el demiurgo, el Ego trascendental de Bueno. Sólo lo mejor, la mejor organización posible de Ideas y Conceptos, viene a decir el neoracionalismo, deviene actual. Entiendo por «mejor» aquello que permite la máxima expresión de fenómenos mediante la exposición exhaustiva de una Symploké de esencias. Aquí el neoracionalismo se basa en el axioma, que se da por sabido y aceptado: «lo lleno [lo que explica mejor casi todo] es mejor que lo vacío[lo que no explica casi nada]». ¡He aquí Leibniz redivivo, con el Materialismo Filosófico como el mejor de los mundos posibles! El optimista Pangloss tiene un duro adversario en los hipermegajigateraoptimistas buenianos: nuestro mundo comprende el máximo despliegue de fenómenos, y lo hace en tanto que un mundo que sólo no admita lo contradictorio es más rico que otro que añada a ésta, que es la mínima, otras restricciones de tipo moral o estético (las críticas ateas o gnósticas al demiurgo por el mal existente en el mundo serían de esa índole). Se podría objetar a los ateos que un mundo que también admita lo contradictorio será más rico en fenómenos que el anterior. Pero eso es un absurdo para el logicista, porque lo contradictorio no puede darse nunca actualmente, como ya ha argumentado desde su axiomática. Todo lo cual nos conduce a un problema de teodicea, y es si Dios debió excluir el mal (o bien menor) cuando éste no es contradictorio con el mayor bien. La previsible respuesta es que no, que el mal forma parte de la creación perfecta, esto es, de la mejor creación posible. De ahí deriva toda la Ética y Política del Materialismo Filosófico. Para acabar damos una sistematización de este logicismo que sostiene la argumentación apagógica. Toda proposición es congruente o absurda. Una proposición absurda equivale a una pura contradicción (por ejemplo, «A = no A»). Toda proposición congruente es verdadera o falsa. Defino «verdad» como no contradicción («mi madre es vieja»), y «falsedad» como contradicción parcial ([«mi madre me dio a luz» + «mi madre aún no ha nacido»] = «mi madre aún no ha nacido»).La más simple de las proposiciones congruentes es la tautología, que muestra la adecuación entre un sujeto y un predicado (digamos, «A = A»). Una tautología siempre es verdadera. Por otro lado, las proposiciones no tautológicas expresan la relación entre las mismas proposiciones (proposiciones gramaticales) o entre los distintos sucesos en el mundo (proposiciones fácticas). Las proposiciones gramaticales sólo afectan al lenguaje, y no son ni verdaderas ni falsas. Siendo meramente consensuales, no requieren razón alguna. Las proposiciones fácticas afectan a la realidad y son descritas como verdaderas o falsas. Defino

«realidad» como la posibilidad de ser, esto es, como inteligibilidad. Una proposición fáctica puede ser contradictoria o no contradictoria. Toda proposición contradictoria, en tanto que congruente, es parcialmente ininteligible. Luego es más falsa que verdadera. Toda proposición no contradictoria es inteligible. Luego es más verdadera que falsa. Una proposición verdadera puede ser actual o inactual. Defino «actual» como «existente en este mundo, aquí y ahora», e «inactual» como «inexistente en este mundo, aquí y ahora»: la Symploké. En ese caso: ¿Cómo podemos conocer ciertas proposiciones inactuales si no están en este mundo? Afirmaremos que las conocemos porque comparten el mismo estatus lógico. Es más, dos proposiciones pueden ser igualmente fácticas y verdaderas y sólo una de ellas ser postulada «a posteriori» como proposición actual. Sin embargo, no podemos saber «a priori» por qué esa proposición es actual en lugar de inactual: Para alcanzar una certeza al respecto, debemos indagar la razón. Si definimos a Dios es posible entonces cotejar (experiencia) su existencia o inexistencia. Pero definirlo como superexistente es tautológico. Definirlo como motor inmóvil (Aristóteles) no proporciona un criterio de verificación: puede ser o no ser, pero ¿cuál es la parte empírica que nos da la excusa para postularlo? Si, además, viola algunos principios lógicos, difícilmente sea. La demostración lógica de algo es posible, pero no basta la lógica: la lógica, a priori, negaría la posibilidad de que un electrón esté en dos lugares al mismo tiempo. Por eso es crucial la experiencia. No podemos demostrar la inexistencia de Dios como de muchas otras cosas, incluso lógicamente posibles (que Dios sea la naturaleza, por ejemplo). Pero podemos, claro que sí, demostrar que nosuceden procesos. El resultado de esta deriva es una mentalidad, que podría ser resumida así: No se trata sólo de un grado de racionalidad la postura de no creer algo de lo que no se tienen pruebas, al punto de confundirlo con una creencia más. Simplemente no existen una innumerable cantidad de cosas que no se han probado, justamente por eso. Claro que el principio de no contradicción parece axiomático, así como el de existencia negativa. Pero eso no amerita sacar la consecuencia de que las afirmaciones, por ejemplo, de la física son creencias, de la matemática, de la biología. Me parece que el ateo no sólo cree que algo que no tiene evidencias no existe, también resuelve a partir de esa falta de evidencias y de algunas evidencias a favor, que Dios, el motor inmóvil, el alma, el demiurgo, Zeus, &c., son fabulaciones, es decir, no tienen entidad fuera de las «creencias». No es lo mismo creer en los vampiros que «creer» que los vampiros no existen, porque lo segundo es una no creencia (allí cabe lo de que «lo imaginario carece de eficacia y además la eficacia de lo existente sólo tiene un modo», pero: ¿es un pre-juicio o un juicio?). En definitiva, para esta mentalidad logicista los principios se reducen a creencias en el empirismo, la verdad a certeza en el racionalismo. Es el triunfo del subjetivismo del giro copernicano. Para este naturalismo lo empírico es el principio supremo. Lo inteligible y la abstracción aristotélica se reducen a semiótica (signos lógicos de esencias). Dios no sería una entidad más. Dios sería, de existir, igual a una realidad sobrenatural, es decir, más realidad frente a una realidad meramente natural. La diferencia es cualitativa no cuantitativa por lo que no importa el número de entidades que existan o dejen de existir. Lo que quiero decir es que una realidad sobrenatural que alegorizamos como una realidad con Dios, digamos, es una realidad más compleja, compleja al punto de incognoscible, que una realidad sin él, esto es, una realidad meramente natural; de forma que lo que hay que averiguar no es tanto si existe fulanito o menganito si no si nuestra realidad es autoconsistente desde presupuestos naturalistas o no, o simplemente se deja naturalizar hasta cierto punto. Una visión científico-racional busca minimizar el número de creencias. El naturalista dirá además que sólo se deben aceptar aquellas realidades que puedan ser aprehendidas por la experiencia empírica. Mas dicha experiencia tendrá que ser validada de forma intersubjetiva, supongo, pues no puede tener el mismo estatus epistemológico la percepción de una piedra cayendo que una aparición mariana de modo que para ello recurrimos al método científico, el cual, lo que hace a grosso modo es postular aquellas entidades comprensibles por la razón y afirmar que sólo ellas existen siendo de este modo que el naturalista acaba considerando a la naturaleza, esto es, a todos los fenómenos naturales, como el principio único y absoluto de lo real, y la argumentación apagógica su único aliado suprasensorial. Una vez más, Ockham

(intuicionismo sensista) y Escoto (esencialismo y abuso de lógica) se dan la mano para oscurecer la realidad Metafísica bajo el oscurantismo de la ametafísica naturalista. Este afán de crear una contradicción teórica vía apagógica desde las coordenadas neoracionalistas-naturalistas puede ser hasta cierto punto un juego lógico legítimo. Parafraseando a Tristan Tzara: que Gustavo Bueno y sus seguidores se diviertan creando absurdos, como Lewis Carroll creaba sus silogismos dementes, podría ser como «confitar mierda», pero obligar luego a los demás a que asuman esa contradicción como propia es como «querer comérsela». La Idea de Dios de Gustavo Bueno no es sólo un «hierro de madera» sino un «hierro de madera carente de átomos de hierro y de polímeros de madera». «¿Puede una quimera suspendida en el vacío especulativo alimentarse sólo de segundas intenciones?», preguntaba Rabelais. Contestamos: el desarrollo de los argumentos teóricos en torno a la «supuestísima» contradicción contenida en la Idea de Dios son un buen ejemplo de ello. ¿Cómo no va existir esta contradicción? Pregúntenle a Gustavo Bueno, que ha partido de una contradicción para demostrar una contradicción. Como en la acusación que el Canciller Bacon dirigía en su Novum Organum contra los peripatéticos (en realidad contra la «escolástica degenerada»): «establecen principios generales y consultan la experiencia sin apartarse un paso de los principios con que la han fundado; después de haber decretado a su antojo las leyes de la naturaleza hacen de la observación la esclava violentada de su sistema» (NO, § 63). De esta manera, Gustavo Bueno se expone a tener siempre razón. ¿Cómo no va a existir el Marqués de Carabás si hasta el Gato con Botas está a su servicio? Y a la inversa, ¿cómo no va a existir el Gato con Botas? Pregúntenle al marqués de Carabás y le contarán mil anécdotas probatorias y jugosas sobre su existencia. ¿Cómo no va a ser absurda la Idea de Dios? Pregúntenle a Gustavo Bueno y a sus discípulos y verán cómo estos avezados zahorís de la contradicción descubren contradicciones por doquier, olvidando que la única contradicción es la que ellos han creado y desde la cual reinterpretan toda la tradición escolástica. Ciertamente, un hombre que sólo tiene un martillo piensa que todo es un clavo... Gustavo Bueno nos recuerda a la pantera rosa descrita por Deleuze: que pinta con un spray de pintura rosa todo lo que le rodea para desaparecer y pasar desapercibida cuando cierra los ojos. La Doctrina sobre la Idea de Dios de Gustavo Bueno es una contradicción con patas que pinta con su spray de contradicciones lógicas las Doctrinas teológicas que le rodean. Y que después como el avestruz sigue la estrategia de cerrar los ojos y no ver la realidad de lo que pasa. Pero basta con gritar: «¡El Rey va desnudo!», para perderle el respeto a esta estrategia. Ciertamente, la Idea de Dios es contradictoria, pero esta contradicción sólo hace absurda la Filosofía de la religión de Gustavo Bueno y su argumento ateo esencial, y no afecta en modo alguno a la tradición realista. Vemos además una simbiosis muy oportuna entre la Doctrina materialista de la Idea de Dios (como modelo de Idea contradictoria) y la interpretación materialista de la tradición escolástica sobre Dios (como el espacio donde se elabora tal contradicción). Si la reconstrucción materialista de la tradición escolástica sirve para demostrar tal Idea materialista de Dios, razonable es que sea la Idea materialista de Dios la que, en su momento oportuno, salga en defensa de la interpretación materialista de la tradición escolástica. Ambas se sirven mutuamente, de manera que cada una sostiene a la otra, y no sería nada sin ella, como las dos manos autopoiéticas del grabado de Escher se reclaman entre sí para no desaparecer en la pura nada. Después de todo: una mano siempre lava otra mano. Sin embargo, cabe dar otra interpretación de la historia de la tradición escolástica, como la que venimos proponiendo hasta ahora y que concretaremos todavía más en §5.ii, cuando analizaremos con detenimiento la «metafísica prematura» de la «escolástica degenerada» aplicada a la controversia de Auxilii, tan querida para don Gustavo y su escuela. No obstante, el logicista tiene derecho a proseguir enrocado en su universo; de hecho, en los momentos oportunos empleará sus recursos ad hocfrente al adversario: cerrojazo teológico, fideísmo irracional, evacuación metafísica, &c., en un sistema bien trabado donde todo encaja como en un crucigrama hipersimplificado. Después de todo nos enfrentamos a Maestros de Lógica, aunque sólo a eso. El denominado «cerrojo teológico» es el arma que esgrimen dichos maestros cuando nos negamos a jugar según sus reglas esencialistas. A estos Dialécticos

contestamos: la «Teología negativa» no es la Tetera microscópica de Russell ni el Unicornio Rosa Invisible, dado que no jugamos bajo las reglas que reducirían Dios a tal tetera o unicornio. Basta leer a ese tomista radical que fue Eckhart para darse cuenta de que no jugamos según el reglamento logicista que nos convertiría en adeptos del Pastafarismo, aunque nosotros mismo estemos en radical desacuerdo con el teologismo de Eckhart. Gustavo Bueno, como todo lógico coherente, se arriesga a tener siempre razón, pero permítasenos recordarle aquel chiste malo tan afrentoso para los lógicos: «Un profesor de física presentó un presupuesto millonario para la realización de un experimento, a lo que el decano le respondió: «Otro experimento… ¿Es que no pueden apañarse con papel, lápiz y una papelera, como los matemáticos? ¿…O como los filósofos que sólo necesitan papel y lápiz?» Pero Dios es un Principio no una Idea. La Idea es una noción analógica, un Principio no lo es, ni tampoco equívoco. Ni siquiera puede decirse que los Principios sean unívocos sino, antes bien, origen de univocidad y unidad, es decir, de Identidad. El Principio es siempre la Identidad originaria y originante de todas las identidades específicas originadas. Más que proposiciones tautológicas son los principios pre-tautológicos de las proposiciones tautológicas. Así, podemos buscar los diversos términos análogos de «salud» o de «ente», pero es imposible buscar analogados secundarios del «Principio de no contradicción». Las formulaciones de este principio en diversos idiomas no son analogados secundarios del susodicho Principio en cuanto proposiciones con sentido sino en cuanto enunciados escritos en algún idioma realmente existente. La proposición del principio de no-contradicción carece de analogados secundarios, dado que los análogos secundarios deberían diferir accidentalmente o de un modo semejante (por ejemplo, como propios), de modo que estaríamos a un nivel predicamental, y el principio es la condición de posibilidad previa de este orden y cada una de sus categorías. De hecho, la identidad de cada categoría está presuponiendo el principio de antemano. A lo sumo, podríamos afirmar que en el orden predicamental el enunciado: «nada puede ser y no ser simultáneamente en una misma dirección y en un mismo sentido», es analogatum princeps respecto de « ‫משהו יכול להיות ולא להיות באופן סימולטאני בעצמו כתובת ובעצמו‬ ‫ »חש‬o «Ничто может быть и, чтобы не одновременно в том же адрес и в тот же одно ощущаемый», porque recurrimos al criterio extrínseco de que es nuestra lengua nativa, a diferencia del inglés o el griego clásico, que no lo son. Pero aquí estamos haciendo un uso del Principio, convirtiéndolo en «material lingüístico», lenguaje objeto de un metalenguaje, que lo mismo usa el enunciado del Principio que cualquier otro enunciado de una lengua realmente existente, por ejemplo: «deme una Coca-cola, por favor» (o: «Give me a Coke, please»), dado que nos encontramos en el orden de la mención y no del uso, y no mencionamos la proposición del Principio, sino su enunciado en cuanto material lingüístico, que presupone una identidad significativa que presupone a su vez el uso previo del Principio de no-contradicción como en cualquier otra organización categorial con pretensiones significativas con sentido. Ilustremos esta imposibilidad de los Principios para establecer una relación de analogía con el ejemplo de los «imperativos categóricos» dentro de la razón práctica kantiana. Dentro de su sistema moral, tales imperativos son principios de determinación de la facultad de querer, en cuanto que principios prácticos a priori, formales, necesarios y universales, obtenidos por universalización lógica, inmaterial, a partir de las reglas prácticas subjetivas o máximas (imperativos hipotéticos o condicionados). Como tales, los imperativos categóricos son principios que conceden moralidad a la voluntad y no sólo legalidad al obrar. El imperativo categórico otorga unicidad al campo de la moral y permite cerrar de forma unívoca y sintética el ámbito ético, frente a otros campos ajenos a él (lúdico, estético, sibarítico, &c.). Las 5 formulaciones que desarrolla Kant implican una pluralidad enunciativa, pero no pueden entenderse como la relación analógica entre un prius y 4 análogos secundarios. Las cinco formulaciones son mutuamente convertibles entre sí y poseen el mismo rango semántico, luego no hay jerarquía ni subordinación entre ellas, de modo que no es una analogía de proporcionalidad, dado que hay igualdad y no subordinación entre ellas; la identidad entre las 5 fórmulas impide, por otra parte, que sea una analogía de atribución. Respecto del principio práctico: «toma como ley la máxima que puedas considerar ley universal», las leyes concretas: «se debe devolver siempre todo lo prestado» o «todos debemos socorrer siempre a todos los necesitados en la medida que nos sea posible» no son analogados secundarios, sino deducciones lógicas, lo mismo que «4» ó «2+2» ó «2²» ó «IV» no son analogados subordinados de «1+3». Respecto del principio de gravitación universal de Newton, no se

puede decir que 1.94758789 × 10^20 N (la fuerza con que se atraen la luna y la tierra) ó 490,062 N (la fuerza con que se atraen el cuerpo de una persona de 50 kg y la superficie de la tierra) sean analogados subordinados suyos, o analogados de proporcionalidad sensu stricto. Dios, como Principio, carece de analogados secundarios. Por eso es absurdo el intento de Gustavo Bueno por analizar dialécticamente la Idea de Dios, usando la Teoría del Acto Puro como analogado principal y el resto de Ideas de Dios como analogados subordinados y derivados históricamente de este prius. Según Gustavo Bueno, el desarrollo de estas doctrinas a partir de la creación de la teología racional evolucionan hasta generar contradicciones que anulan la propia Idea de Dios desde sí misma. La acumulación de anomalías hace que se abandone la reflexión racional de modo que los instrumentos categoriales se pongan al servicio de otros intereses no teológicos: así, la «ciencia de simple visión» de Molina son las «verdades de razón» de Leibniz que después se transforman en los «juicios sintéticos apriori» o en la doctrina de las disciplinas α y β-operatorias del propio Materialismo Filosófico, &c. Es cierto que Dios, considerado ilegítimemente como Idea, es unum in multis, concepto universal. Aunque sería una operación válida no sería una acción legítima, puesto que aunque se pueda pensar a Dios como Idea hay que hacerlo bajo la claúsula o condición material de no reducirlo de lo que es (Principio) a lo que no es (Idea) como efectivamente hace Bueno. En todo caso, aceptemos ad hominem Dios como Idea en cuanto que Dios fuera una Idea, y no sólo porque pudiera considerársele, eventualmente, como Idea a efectos exclusivos de desarrollar un ejercicio lógico-formal. Entonces, efectivamente, Dios como Idea se diría de muchas maneras. El término «Dios» como Idea no sería equívoco ni unívoco, sino análogo. Ahora bien, podríamos distinguir dos variedades de analogía: a) analogía plurívoca (analogía cuyo analogado princeps, su prius, sería flotante, oscilante, fluctuando, «nadando» entre diversos polos) y b) analogía multívoca (analogía cuyo prius está fijado, es fijo, como un designador rígido) donde incluiríamos las clásicas analogías de atribución y proporcionalidad, con todas sus variantes. En el primer caso, para caracterizar la analogía plurívoca usamos la propiedad «flotante», que implica un carácter procesual, de devenir según la metáfora heraclítea del río metafísico (panta rei): como una veleta flotando sobre el haz del mar a merced de las corrientes y sus olas. Un palo que traza elipses sobre el agua, define en la superficie ondas, pero si ese mismo palo inmediatamente golpea en puntos discretos dentro del área definida por esa elipse, surgirán múltiples ondículas que se fusionarán con las primeras ondas o las asimilarán o generarán tensiones que producirán ondas nuevas que a su vez... Esta analogía plurívoca, dinámica, que implica cambio, mutación y movimiento, fue empleada por los musulmanes en su teoría del Motor Inmóvil en relación a la comunicación del movimiento (y de la verdad profética) al Universo sublunar mediante la acción de los Motivos inmóviles (Ángeles) de las estrellas fijas; y Gustavo Bueno la aplica, por ejemplo, al fenómeno físico de la convección del calor como aceleración de las partículas y su transmisión en un medio líquido. Lo que ocurre es que la identidad de la que hablamos hay que concebirla como una identidad viviente, dinámica, cuyos contenidos puedan transformarse los unos en los otros, y en otros que deseamos mejores; y no como una identidad fijista, que nos constriña a formas de identidad esclerosadas. No es un prius megárico, exento, es un heno-analogado. Dios, por tanto, considerado como Idea es un analogado plurívoco: el Dios de Hobbes..., el Dios de Descartes..., el Dios de..., con el «de» como genitivo objetivo. Según Bueno, la Idea de Dios, en nuestra tradición, está vertebrada fundamentalmente por la modulación aristotélico-tomista y desde esa fuente lógica se ha generado como un manantial el flujo continuo de analogados secundarios sobre lo divino. La Idea de Dios, como ya se ha señalado, no sólo no es «eterna» o «intemporal», sino que tampoco es unívoca; es decir, hay varias modulaciones de la Idea de Dios, muchas contrapuestas entre sí. Por eso, ni siquiera tiene sentido hablar de «Dios» en general, a menos que estemos sobreentendiendo a qué Idea de Dios nos estamos refiriendo, como es el caso de esta discusión, donde la Idea de Dios hace referencia, fundamentalmente, al Dios de la Ontoteología católica, cuya principal modulación es la aristotélico-tomista, como de hecho ha sido reconocido explícitamente por la Iglesia Católica en Concilios. Pero existen otras modulaciones (la mayoría, por cierto, condenadas tajantemente como blasfemas por el catolicismo), por lo que concluimos que la Idea de Dios (repetimos: salva veritate, como un ensayo meramente lógico) se dice de muchas maneras.

Por ejemplo, ¿es Dios finito, como el de Platón o el de Aristóteles? Podría ser un Dios inmutable, y por tanto no procesual, como pueda serlo el de Fichte o Hegel; así, también se define como incorpóreo, y por tanto parece claro que no hablaríamos del Dios corpóreo de Hobbes. Igualmente, puede tratarse de un Dios raciomorfo, egoiforme y personal, y por tanto no nos acogeríamos al Dios impersonal de los estoicos, de Plotino, de Bruno, de Spinoza, o de Einstein. Y si no sólo es egoiforme, sino, además, providente, no se trataría del Dios sin significado religioso de Aristóteles o del deísmo ilustrado. Otro Dios puede ser, desde luego, omnisciente, y que por tanto no se trata del Dios que sólo conoce los universales, pero no los particulares. Dado que es nada más y nada menos que creador ex nihilo del Mundo, no se trata, por supuesto, del Dios personal pero infinito y anegador del Mundo del krausismo. Algunas concepciones de Dios carecen del atributo de omnipotencia, como pueda ser el caso del Dios de Hans Jonas. Quizá haya algunas dudas respecto del atributo de Omnibelevolencia, depende de si nos pronunciásemos explícitamente. ¿Estará la Voluntad del Dios de subordinada al Bien o, al contrario, será el Bien el que esté subordinado a la Voluntad caprichosa e impredecible de Dios, al modo del Dios voluntarista propio del franciscanismo de Ockham? Desde el Realismo Filosófico, dejando ya aparte estos ensayos meramente lógicos útiles sólo como segundas intenciones, Dios como Principio no tiene analogados secundarios, porque los Principios carecen de principios semejantes que alberguen sin embargo una cierta desemejanza. ¿Cuál sería la desemejanza dentro del Principio de Identidad? ¿En qué podría consistir tal desemejanza entre este prius y sus supuestos análogos segundos? ¿Admitiría el Principio de Tercio Excluso una jerarquía de nociones análogas, y esos analogados serían verdaderos o falsos? Si fueran verdaderos, o, al menos, hubiera un solo análogo secundario verdadero, el prius sería falso, y si todos los analogados fueran falsos entonces desaparecería la relación de analogía. El hecho de que haya habido diversas concepciones teológicas sobre Dios no da la razón a la tesis sobre Dios como Idea, sino que se la quita. Precisamente, para estas doctrinas había diversas Ideas de Dios, porque todavía no habían tematizado (aunque sí tal vez vislumbrado) el hecho de que Dios es un Principio y no una Idea General. Son víctimas del esencialismo que hemos venido condenando hasta aquí y que ha originado lo que Leonardo Polo denomina «metafísica prematura»: tomar la lógica por lo real; incluso Santo Tomás que desarrolló genialmente la «distinción real» de la esencia y el acto de ser, así como la doctrina teológica de Aristóteles desde la teoría de la analogía, no alcanzó a formular netamente, con suficiente nitidez, la noción de Dios como Principio, e incurre numerosas ocasiones en esta «metafísica prematura». Pero aunque no sea un antilogicista absoluto, lo es de manera relativa, y supuso un paso importante en la formulación de este mismo antilogicismo retomado por el Realismo Filosófico. Con sus límites, santo Tomás prosigue la labor iniciada por el estagirita de concebir a Dios como Principio, aunque ni Aristóteles ni el Aquinate consigan mantener este descubrimiento en todo momento de la reflexión, generando toda clase de anomalías logicistas e incurriendo él mismos en esta «metafísica prematura» que trata de evitar. Algunas de estas anomalías han sido analizadas por Gustavo Bueno y sus discípulos y otras por Leonardo Polo como, por ejemplo, la concepción del Doctor Angélico de la creación en la quaestio 45 de la Summa Teológica cuando la presenta como una relación accidental. Leonardo Polo leyó el pasaje con 15 años y descubrió que Tomás podía ser corregido y ampliado en este punto, pues si la creación por definición tiene que ver con lo primero, si es extra nihilum, si el ser creado es el ser en cuanto ser, entonces la relación participada con el Creador no puede ser un accidente, una categoría predicamental, sino una relación transcategorial de Principios. En ese momento tiró la Summa a la papelera{10}. Leonardo Polo con su desarrollo de la Gnoseología realista mediante la teoría de los hábitos cognoscitivos permite el desarrollo de la metafísica con la ampliación del campo metafísico que se amplía incluyendo la antropología dentro del campo trascendental, originando así la antropología trascendental. Desde esta ampliación trascendental facilitada por el abandono del límite mental podemos liberarnos de las desviaciones iniciadas por las diversas «metafísicas prematuras», así como de la «escolástica degenerada» y estudiar a Dios más allá del logicismo o el terminismo, de manera que se tematice como Principio. El realismo filosófico que profesamos, contra el materialismo filosófico de Gustavo Bueno, sostiene que la filosofía tiene por cometido profundizar y ahondar en los Principios no incrementar las Ideas o catalogarlas en una Symploké. La filosofía de Bueno dentro de su

programa logicista confunde la metafísica con la lógica. Para el Realismo, sin embargo, conocer es, en último término, referirse a principios. Referirse a principios es el acontecimiento radical de lo que llamamos ‘evidencia’, y en ese acontecimiento radical se resuelve la capacidad nuestra que llamamos conocer{11}. Desde la «metafísica prematura» Dios es una Idea, y las anomalías prosiguen o se recrudecen (Gustavo Bueno, de hecho, las amplifica artificiosamente), pero en cuanto se trata la noción de Dios como un Principio, desaparece la pluralidad significativa, que pasa a ser entendida como equivocidad, puro equívoco o incomprensión de lo que Dios sea como noción. Dios como Idea (las muchas Ideas análogas o ideaciones analógicas sobre Dios) y Dios como Principio son dos maneras equívocas de usar Dios. Creemos que esto es lo que intentaba trasmitirle san Anselmo a Gaunilo sin conseguirlo, atrapado como estaba en el esencialismo dialéctico de su propia «metafísica prematura» y sin el auxilio de una Gnoseología de los hábitos suficientemente desarrollada, como ya contamos con ella desde Leonardo Polo. De Dios como Principio a las diversas Ideas de Dios, o Dios como Idea general, non valet illatio. Las Ideas de Dios son equivocaciones, designaciones equívocas del término y la noción de «Dios». Dios como Idea implica el politeísmo semántico, incluso el babelismo o, a lo sumo, el «henoteísmo epistémico»; Dios como Principio es monista, monoteísta. Desde el Acto Puro conque Aristóteles fundó la Teología racional hasta el tratamiento analógico que Tomás hace de esta noción, valet illatio, pero es válida la consecuencia en cuanto que nosotros podemos reconstruir el proceso reflexivo desde la ampliación trascendental y el abandono del límite mental que anula el pluralismo equivocista, manifestando la coherencia lógica de la Teología racional, pese a todos sus bandazos y superficialidades, sus confusiones, baches e incomprensiones históricas, desde el Principio único que es Dios. Esto no quiere decir que no se pueda seguir pensando más desde el Principio, sólo despeja equívocos que –por ejemplo– Gustavo Bueno habría ayudado a detectar, aunque él mismo sea víctima de ellos: el logicismo de su filosofía es heredero del logicismo tardomedieval a través de la manualística o la escolástica salmantina y coimbricense, &c. Nos consuela pensar que ni genios como Feijó, Balmes o Ceferino González, que han educado a lo mejor de una generación de españoles –por ejemplo, la generación de don Gustavo– pudieran detectar estas deficiencias: el error gnoseológico no era imputable dado que no había plena advertencia ni pleno consentimiento. Así, por ejemplo, el concepto balmesiano de Metafísica está condicionado por el ambiente filosófico de su época. No entiende por Metafísica el tratado del ser en cuanto ser, lo cual supone un olvido del actus essendi, sino todo aquello que siendo Filosofía no es Lógica, Física o Moral. Por eso, su Metafísica abarca la Estética (tratado de la sensación), Ideología pura, Gramática general (que «no puede separarse de la Ideología»), Psicología y Teodicea. Está Balmes tan situado en el ámbito filosófico de su época que aun la Ontología la incluye en la Ideología, «porque la cuestión ontológica no se resuelve como es debido, en no situándose en la región de las Ideas». No se pregunta, bajo el influjo racionalista, primariamente por el ser o por Dios sino por las Ideas de ser o de Dios. De acuerdo con la escuela suareciana niega la distinción real entre esencia y existencia (Filosofía Fundamental, «Idea de ente», OC. XVIII, págs. 177-243). Tanto más disculpable resulta este logicismo cuando ni los neoescolásticos ultramontanos que redactaron la Aeterni Patris, y pretendieron rehabilitar a base de «cristazos» el tomismo desde el derecho canónico y el Magisterio eclesiástico, fueron capaces de captar estos matices imposibles de ser captados antes de 1879 cuando se iniciaron los estudios históricos que fundamentan nuestro actual Realismo Filosófico{12}. Pero esa ingenuidad y candor filosófico no es atenuante a partir de ahora tras la lectura de estos ensayos que ponen bajo su conocimiento y responsabilidad intelectual correcciones ineludibles, si es que no asistimos a un eclipse de sindéresis por parte de los seguidores del materialismo filosófico. Coda final: dijimos en §3.iv que el hombre ríe, tiene sentido del humor, porque se interesa por las paradojas; por eso hace chistes o capta la realidad como chistosa y se ríe: hasta la risa es chistosa (paradójica) desde un punto de vista biológico y cultural. Es un propio que enlaza con otro propio: el ser religioso. El hombre ve en la paradoja lo religioso y en lo religioso la paradoja. Pero dejemos esta cuestión de la Paradoja para su lugar oportuno (Escolio 2 de §4.ii). En todo caso, este gusto del ser humano por las paradojas es un «propio» según la cuarta acepción expuesta por Porfirio. Acabemos esta primera parte del ensayo con una distendida risotada: «Dice el necio que el necio dice en su corazón: hay Dios».

Notas {1} Javier Pérez Jara, «Monismo, espiritualismo y Teología», El Catoblepas, nº 68, octubre 2007, pág. 9. Cfr. «De la Física a la Metafísica: cuestiones sobre Teología Natural, Mecánica Cuántica y Cosmología», El Catoblepas, nº 72, febrero 2008, pág. 1; «Determinismo y causalidad: sobre la inexistencia del 'Libre arbitrio'», Thémata (Sevilla), nº 38, 2007, págs. 267-284; «Materia y racionalidad: sobre la existencia de la Idea de Dios», El Basilisco (Oviedo), nº 36, 2005, págs. 27-64. {2} Cfr. Étienne Gilson, La unidad de la experiencia filosófica, Rialp, Madrid 1998, págs. 15-113. {3} Antonio Livi, Étienne Gilson: filosofía cristiana e idea del límite crítico, EUNSA, Pamplona 1970. Étienne Gilson, El realismo metódico, Encuentro, Madrid 1997; Las constantes filosóficas del ser, EUNSA, Pamplona 2005; El Tomismo,EUNSA, Pamplona 1978 (1ªed.: traducción de la 6ª ed.), 2002 (4ªed.); El ser y la esencia, Emecé, Buenos Aires 1951; El espíritu de la filosofía medieval, Emecé, Buenos Aires, 1952. {4} Para entender estas tendencias de la filosofía neoescolástica: Filosofía cristiana en el pensamiento católico de los siglos XIX y XX / Emerich Coreth (ed. lit.), Walter M. Neidl (ed. lit.), Georg Pfligersdorffer (ed. lit.), 3 Volúmenes, 1994, especialmente Vol. 2 (Vuelta a la herencia escolástica). {5} Leonardo Polo, Curso de Teoría del conocimiento, Vol. II, EUNSA, Pamplona 1999. {6} Leonardo Polo, Curso de Teoría del conocimiento, Vol. III – IV/1ª Parte, EUNSA, Pamplona 1999. Cfr. El conocimiento del universo físico, EUNSA, Pamplona 2008. {7} Juan A. García González, «Polo frente a Escoto», Studia poliana Pamplona 9 (2007) págs. 47-65. Leonardo Polo, Curso teoría del Conocimiento, vol. II, págs. 211-218. Cfr. Nominalismo, idealismo y realismo, Eunsa, Pamplona 1997; «La coexistencia del hombre», XXV Reuniones filosóficas, Pamplona 1988. Sobre el origen escotista de la sustitución de las nociones trascendentales por las modales, Miscelánea Poliana, IEFLP, 9 (2006). http://www.leonardopolo.net {8} En http://www.unav.es/pensamientoclasico/index.html, la «Colección Pensamiento Medieval y Renacentista» junto con «Pensamiento Clásico Español de los siglos XIV al XVII», sendas colecciones de Eunsa donde están siendo traducidas y glosadas las obras de la escuela de Salamanca, autores complutenses, coimbricenses, al modo de la Fundación Gustavo Bueno. E. Forment, Historia de la filosofía tomista en la España contemporánea,Encuentro, Madrid 1998. {9} A. Llano, Metafísica y lenguaje, Eunsa, Pamplona 1984, págs. 302-331. {10} Mª. J. Franquet, «Trayectoria intelectual de Leonardo Polo», Anuario Filosófico, Eunsa, Pamplona 1996 (29), pág. 303. {11} Leonardo Polo, La crítica kantiana del conocimiento, Cuadernos del Anuario filosófico, serie universitaria, nº 175, Pamplona, Universidad de Navarra 2005. Étienne Gilson, Introducción a la Filosofía Cristiana, Encuentro, Madrid, págs. 48-157. {12} Filosofía cristiana en el pensamiento católico de los siglos XIX y XX / Emerich Coreth (ed. lit.), Walter M. Neidl (ed. lit.), Georg Pfligersdorffer (ed. lit.), Vol. 2, 1994, (Vuelta a la herencia escolástica), pág. 287.

Variaciones sobre el ateísmo esencial Iñigo Ongay Se responde al artículo de Desiderio Parrilla Martínez, «Dice el necio que el necio dice en su corazón: ‘hay Dios’ (I)», publicado en el número 86 de El Catoblepas

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Con el artículo titulado, de modo tan anselmiano como –a su modo– carnapiano, «Dice el necio que el necio dice en su corazón ‘hay Dios’ (I)»,publicado en el número 86 de la revista El Catoblepas, don Desiderio Parrilla Martínez, profesor de Filosofía de la Universidad Francisco de Vitoria de Madrid, ha tenido a bien ofrecer una respuesta «en forma», extensa, detallada, al ateísmo esencial (el autor dice, creemos que bien intencionadamente, esencialista) defendido por Gustavo Bueno en su libro La fe del ateo (Temas de Hoy, Madrid 2007); una respuesta, sin duda que «crítica» por su alcance que, de dar por buenas al menos las palabras de su autor, habrá de hacer mella asimismo en el propio corazón doctrinal del materialismo filosófico desde el que dicho ateísmo esencial total estaría dibujándose. En esta dirección, hay que añadir, ya contábamos en las páginas de esta misma revista (concretamente en su número 84, correspondiente al mes de febrero de 2009) con otro trabajo firmado por el propio Parrilla que, bajo el título «¿Cómo traducir el apotegma credo quia absurdum?» habría sentado, si no nos equivocamos demasiado, las bases de la labor demoledora que su autor pretendería llevar a cabo respecto a las premisas esenciales del materialismo filosófico. Una labor que, a juzgar por la «Parte prospectiva» que don Desiderio encaja en el índice de su «Dice el necio...», alcanzará, suponemos que en el momento indicado, a ofrecernos una prueba «antilogicista» de la existencia de Dios ejecutada desde el Realismo filosófico del que el propio autor parte. Pues bien, sin entrar a valorar, al menos de momento (algo de ello se dirá más adelante) el alcance que pueda corresponder a una tal «parte» prospectiva de su trabajo, nuestro propósito en las siguientes páginas será justamente responder los argumentos del señor Parrilla tratando, eso sí, de hacerles en todo momento la debida justicia. En otras palabras: lo que nos proponemos es, sencillamente, criticar su crítica y hacerlo así, por lo demás, desde las propias posiciones que Parrilla ha tratado de triturar. Ahora bien, una «crítica» (es decir, una clasificación) no puede en ningún caso ejecutarse desde el conjunto cero de premisas. Lo que con esto queremos decir es algo ciertamente muy claro; criticar, por razones lógico materiales muy precisas, constituye una operación, o acaso un conjunto de operaciones que no podría en modo alguno llevarse a término al margen de un conjunto de parámetros precisos que hagan las veces de criba o cedazo, es decir, de conjunto de criteriossean o no balmesianos. Y en este sentido, la primera pregunta que cabría formular ante el cuidado texto de don Desiderio es acaso la siguiente: ¿desde qué perspectiva estará nuestro autor efectuando su respuesta al ateísmo esencial de Gustavo Bueno? Creemos que resultará evidente a cualquier lector mínimamente competente del trabajo de Parrilla que tal texto aparece elaborado, tal y como su propio autor se encarga de recordarnos por activa y por pasiva desde su particular punto de vista emic, en virtud de las premisas ontológicas y gnoseológicas propias del «Realismo filosófico» desarrollado por autores como puedan serlo Esteban Gilson, Cornelio Fabro o Leonardo Polo. A esta nómina de precedentes, como es natural, Desiderio Parrilla gustaría de añadir –insistimos: emic– al mismo Santo Tomás de Aquino, sin perjuicio de las recaídas en el logicismo que al «Realismo filosófico» de Polo y de Parrilla le es dado detectar en las obras del Doctor Común. Y es que, ya sabe, nadie es perfecto... salvo, suponemos, el Ens Perfectissimum. Con ello, como se advertirá, vistas ahora las cosas desde el punto de vista etic, estará don Desiderio razonando desde unas posiciones ontológicas –si se quiere, ontoteológicas– que, atendiendo a la plantilla crítico-combinatoria ofertada por Gustavo Bueno en su obra El mito de la felicidad{1}, cabrá encuadrar, no tanto –como ha ocurrido con muchos otros «críticos» de Gustavo Bueno– en el «materialismo unitarista o monista»{2}, cuanto en la concepción del mundo que corresponde al «espiritualismo simple o asertivo», es decir, a aquellas modulaciones del espiritualismo{3} que, sin negar por principio la existencia de vivientes corpóreos o incluso de cuerpos no vivientes (y aun dando enteramente por supuesta dicha existencia, a título por ejemplo de términos a quo en la línea del regressus como en las cinco vías tomistas o en la prueba ejecutada por Aristóteles del Motor Inmóvil desde la consideración de la eternidad del movimiento del mundo), contempla sin embargo, en alguno de sus tramos, la existencia de vivientes incorpóreos tales como puedan serlo inteligencias separadas, ángeles, demonios, Dios Padre, las almas del purgatorio, &c. Y más en particular, nos parece, la respuesta de Desiderio Parrilla al Materialismo Filosófico estaría abriéndose paso desde las coordenadas esenciales de la filosofía exenta por modo dogmático o escolástico{4} (en este caso, sin duda, tomista y no por ejemplo escotista o suarista, doctrinas a las que se considerará desde el «Realismo» variedades decadentes o degeneradas de la escolástica) tal y como esta tradición ha venido siendo administrada por una institución totalizadora como pueda serlo la Iglesia Católica Romana (incluyendo, por ejemplo, al Opus Dei o a los Legionarios de Cristo) en muchos seminarios, institutos superiores o

universidades privadas españolas. Y de hecho, muchas declaraciones distribuidas a todo lo largo de la extensa contribución de Parrilla resultarían, si no interpretamos mal, extraordinariamente indiciarias respecto a tal encaje de la perspectiva de nuestro autor en la concepción exenta de la filosofía, una concepción que ahora podrá sin duda considerar a la metafísica en cuanto que doctrina del Ser o del Esse o de los Primeros Principios a título de Prima Philosophia frente, por ejemplo, a la Lógica que ni siquiera podrá, por sus competencias propias, ocuparse del Ser extra-mental o extra-conceptual, &c., &c. Pues muy bien. Precisamente desde estas posiciones exentas de inspiración escolásticotomista, que desde luego nosotros no podemos en modo alguno despreciar puesto que al contrario, las consideramos como constitutivas de uno de los modelos posibles de verdadera filosofía, Desiderio Parrilla comienza por proceder concediendo entera beligerancia al rival con el que pretende medirse e incluso asignando al Materialismo Filosófico la condición que «cuadra al sistema filosófico más potente del presente», un reconocimiento este que nosotros por nuestra parte, hemos de comenzar, a su vez, por reconocer en lo que vale a efectos dialécticos si es verdad que pensar es siempre pensar contra alguien. Y es justamente en razón de esta circunstancia, desde luego ciertamente central a efectos crítico-dialécticos, que nosotros no podemos sin duda tomar la réplica de don Desiderio simplemente a beneficio de inventario. Antes al contrario, frente a tal réplica resulta obligado, desde el materialismo filosófico, hacerle el tipo de justicia que toda argumentación verdaderamente filosófica sin duda merece, es decir, resultaría en este sentido imprescindible otorgarle la debida beligerancia polémica a la tesis de nuestro interlocutor tratando, en la medida en que nos sea posible, de reducir sus argumentos. Y ello aunque sólo sea porque damos enteramente por supuesto que es sólo en virtud de tal negación de la propia negación arrojada por Parrilla en su artículo que el mismo ateísmo esencial podrá sostenerse como tal filosofema central en el materialismo filosófico.

2 Pues bien, nosotros ciertamente hemos de empezar por renunciar absolutamente a entrar a valorar lo que pueda dar de sí la «parte» prospectiva del trabajo de Parrilla y ello por la sencilla razón de que, fuera al menos de la ciencia media, dicha parte de su artículo simplemente no existe más que como parte intencional, es decir, no existe más que pintada o contenida en el más íntimo de los Secretum mentis de la subjetividad de don Desiderio de donde se deduciría que tal parte prospectiva, y precisamente en cuanto prospectiva no es una verdadera parte de su artículo. En este sentido, nada podemos decir –careciendo, insistimos, de ciencia media– sobre su supuesta «prueba antilogicista de la existencia de Dios desde el Realismo» limitándonos, todo lo más, a recordarle al señor Parrilla aquella vieja conseja de la fábula de Esopo: Hic Rhodus, hic salta. Pero en fin, sea de esto lo que sea, la «refutación» del ateísmo esencial contenida en el trabajo de Desiderio Parilla sigue, esencialmente, la pauta siguiente: la idea de Dios carecería de esencia lógica (aunque, al parecer, podría tenerla muy bien «extralógica») en cuanto idea real y en este sentido, desde luego, no podría ser considerada como tal idea real –cosa que al Realismo filosófico no le duelen prendas en reconocer al ateísmo esencial– pero, eso sí, no tanto por constituir –como habría sostenido Gustavo Bueno– una pseudoidea compuesta de notas incompatibles entre sí, cuanto por representar un Principio que resultaría de una ampliación trascendental de nuestro conocimiento habitual del ser personal humano. En cuanto que tal Principio, según sigue afirmando don Desiderio, Dios ocupará sin duda una posición transcategorial que hará parecer vano, pueril, inane, al menos fuera del estrecho logicismo que se habría consolidado en la tradición filosófica a partir de Escoto, pretender contemplar las contradicciones que supuestamente mediarían entre las diferentes notas constitutivas de la esencia divina (entre sus atributos), o también entre tales notas y la existencia de las criaturas, puesto que la verdadera contradicción, ella misma responsable de todas las anomalías detectadas por el ateísmo esencial, no será ahora otra que la propia consideración de Dios como una idea. Y es que, en efecto, es esta concepción de Dios como pseudo-idea la que aparecerá ahora, a la luz irradiada por los presupuestos del Realismo, como una pseudo-idea o una para-idea de «orden superior». En este sentido, sería, parece reconocerse, mérito principal

del Materialismo filosófico haber contribuido a aquilatar, por modus tollens, las nefastas consecuencias que se siguen del logicismo esencialista escotista, aunque sea explorando tales consecuencias hasta su aberrante final. Así al menos, parece insinuarse, otros, acaso tentados de incurrir en logicismos similares, podrán escarmentar en cabeza ajena. Pero si Dios no es una esencia lógica compuesta de una pluralidad de notas o atributos, ni, como lo sostiene expresamente nuestro autor, tampoco lo parece, no resultará por más tiempo posible tratar de «demostrar» la existencia de Dios a priori, partiendo, como tiende a hacerse en los argumentos anselmianos, de la perfección de la idea de Dios (pues tal cosa no existe), aunque pueda muy bien, probarse tal existencia a posteriori, sin apelar a su esencia, por mucho que tales argumentos –por ejemplo, y suponemos que muy principalmente, las cinco vías tomistas– no nos ofrecen tanto la idea, cuanto el nombre de Dios. Pues bien, sea. Sucede sin embargo que no está en modo alguno nada claro qué quiera decir Parrilla con eso de que Dios no es tanto una idea cuanto un principio. Y si no lo está es, ante todo, porque la propia idea filosófica de principio, lejos de comparecer como una noción unívoca, es al menos análoga, queriendo por lo tanto decir diferentes cosas en diferentes contextos. Subsisten, en efecto, muy diversas modulaciones de la idea de principio al punto de que no estará, creemos, fuera de lugar exigir algo más de claridad al respecto de lo que se quiera decir en este punto. Más en particular, y tomando, para mejor así argumentar ad hominem, como referencia de análisis la doctrina aristotélica tal y como esta misma permaneció operando sobre el tomismo tradicional, no sería lo mismo referirse, por un lado, a los principios del orden del conocimiento que a los principios del orden del ser. Así, mientras que los principios del ser podrían ser tanto intrínsecos (como puedan serlo la materia y la forma sustancial según la doctrina del hilemorfismo) como extrínsecos (las causas finales y eficientes) a un compuesto dado, los principios del conocimiento, de acuerdo a la doctrina aristotélica de la ciencia silogística, habrían de ser las proposiciones fundamentales de las que partiría todo proceso deductivo, proposiciones que por cierto no podrán a su vez ser demostradas pues que en tal caso, al tener que demostrarse por sus conclusiones (y, realmente, ¿cómo si no habrían de probarse tales principios?), parecería que todo podría ser demostrado circularmente. Consecuencia que desde luego a Aristóteles le interesaba bloquear a toda costa desde su concepción proposicionalista de la ciencia {5}. Tal y como lo señala Gustavo Bueno: «Ahora bien, si los principios del silogismo tuvieran que demostrarse por sus conclusiones (circularmente), parece que todo podría ser demostrado (pues las conclusiones formales serían, por serlo, las que apoyaban a los principios circularmente, por el hecho de haber sido deducidas de ellos); y si los principios del silogismo tuvieran a su vez que demostrarse por otros silogismos, parece que nada podría ser demostrado. Luego es necesario –concluye Aristóteles– que se den unos principios (distintos de las conclusiones y de la cadena silogística) procedentes del «exterior» de los cursos silogísticos formales; estos principios introducen la materia en el proceso científico.»{6}

Ahora bien, damos por evidente que el Dios, ya sea el Dios ontoteológico de la Teología preambular, ya sea el Dios terciario de la Teología positiva católica, no es ni puede ser un principio del ser en el sentido intrínseco reseñado (y si lo fuera, es decir, si Dios fuese la forma sustancial de los compuestos hilemórficos, o bien la materia prima, entonces sin duda recaeríamos en el panteísmo o, incluso, en doctrinas como las defendidas en su momento por autores como pueda serlo David de Dinant, &c.). Pero entonces, ¿podrá acaso sostenerse que Dios es un principio del conocimiento? No sin duda si hemos de atenernos a la doctrina del Doctor Angélico. Pues según Santo Tomás pudo plantear este asunto, a la altura del siglo XIII, Dios mismo, sin perjuicio de comparecer sin duda como el Ser más excelente (es decir, como un Primum ontológico), no es ciertamente el Primum cognitum{7} del entendimiento en Teología Natural (no revelada) toda vez que este mismo, por lo menos in statu vitae, estaría representado más bien por la esencia de las substancias materiales, es decir, el mundus adspectabilis ordinario. Y es justamente desde ese mundus adspectabilis y a su través que el entendimiento de la criatura deberá, procediendo a posteriori según las vías ab effectibus ad causam, arribar regresivamente como a su término ad quem, a ese Ser al que «todos llaman Dios» y que se presupone, no se sabe muy bien por qué razones, es exactamente el mismo, con unidad numérica, para cada una de las vías. Con ello, nos parece evidente que Santo Tomás estará dando en todo momento por descontado que el Ipsum Esse Subsistens constituiría en todo caso un Summum Cognitum y no, sin duda, un Primum. De esto se dimana asimismo que, juzgando desde la perspectiva del tomismo, «Dios no es una idea simple primera, ni un principio primero, sino una idea compuesta de otras, o una conclusión»{8}.

En Teología positiva por el contrario, Dios (o al menos la «revelación» de la que Dios hace partícipes a los hombres) puede figurar como un Primum cognitumen la medida en que Santo Tomás, precisamente procurando justificar el encaje de la doctrina sagrada respecto de los rigurosos criterios gnoseológicos ofrecidos por la teoría aristotélica de la ciencia, percibió como necesario poder retrotraer dicha doctrina, como a su contexto gnoseológico subordinante en el sentido de Aristóteles, a la Scientia Dei et beatorum, pero, eso sí, sólo a precio de disolver el carácter propiamente filosófico («de razón natural») de la conclusión teológica pues ahora, esta misma remitirá tan solo a principios que, por sí mismos, son «de fe». De otro modo: justificar la condición de Dios como principio del cocimiento en razón de la subordinación de la teología positiva a la revelación, a la ciencia de los beatos o a la propia ciencia divina supondría pedir enteramente el principio puesto que, presuponemos, la ciencia divina no existe por la sencilla razón de que Dios no existe tampoco. Sin embargo, Dios, visto ahora como una conclusión (más que como un principio) en el plano del conocimiento, podría, eso sí, ser considerado como un principio en el plano del ser si por tal entendemos un principio causal extrínseco, sea en sentido final, sea, sobre todo, en el sentido eficiente. Este es sin duda el camino recorrido por Santo Tomás en sus cinco vías, y es también, si no nos equivocamos en el diagnóstico, el camino que el Realismo filosófico ha podido transitar manteniéndose con ello en todo momento en la «mente del Angélico». En esta dirección, es justamente en tanto que creador del mundo ex nihilo sui et subjecti y también como conservador de todas las criaturas sobre el abismo de la nada del ser que Dios aparecería como principio. Y no se tratará tanto de demostrar –como de todas maneras nos veríamos forzados a hacerlo si procediésemos según la conclusión teológica dogmática– la existencia de Dios, ex consideratione novitatis mundi, puesto que el mundo podría ser muy bien eterno (posibilidad que Santo Tomás siempre consideró abierta para la razón natural), pero aunque lo fuese –es decir aunque fuese eterno según el tiempo– seguiría siendo creado por el Ser por esencia desde su propia eternidad. Desde tal punto de vista, ciertamente, la propia creación del mundus adspectabilis (del «ser por participación») por mano del Ipsum Esse (del «ser por esencia») podría muy bien comenzar a verse, desde el tomismo, en tanto que «producción del ser en cuanto ser», y ello frente a todas las demás producciones llevadas a términos por las causas segundas que propiamente no comprometerían al ser en cuanto ser sino, todo lo más, a tal ser o a tal otro{9}. Habría, en resolución, que darle la razón a F. Ocáriz cuando concluye: «La creación implica además –y sobre todo– una situación metafísica de la criatura: ser criatura no es sólo ni principalmente tener principio en el tiempo, sino que además indica ser sin ser el Ser: tener el ser implica la composición real de essentia y esse que lleva consigo la total dependencia de la criatura con respecto a Dios en el plano más radical: el del ser, y como consecuencia, también en el plano del obrar, ya que operari sequitur esse; es decir, en cuanto el actuar es un modo del ser.»{10}

Ahora bien, esta consideración de la idea de creación ex nihilo (sobre cuya inteligibilidad, dicho sea de paso, nos permitimos comenzar por dudar {11}) nos pone muy cerca de las vías a posteriori recorridas por Santo Tomás. Y efectivamente es muy cierto (desde nuestra perspectiva) que las vías tomistas permiten, dadas sus premisas, remontarse con total comodidad regresiva desde la inmanencia del plano fenoménico a un principio causal ad quem al que, por hipótesis, «todos llaman Dios». Este regressus se configura, para el caso del sistema «pentalineal» de las vías tomistas, como cinco metábasis o pasos al límite independientes entre sí (vía del movimiento, de la eficiencia, de la contingencia, &c., &c.) que terminan por «desembocar», en virtud de una confluencia dialéctica ejecutada por catábasis {12}, en una sola referencia dotada, por así decir, de unidad numérica: y es esta referencia, sinalógicamente idéntica para cada una de las vías, lo que, se supondrá, todos llaman Dios. Con todo, lo que sucede en rigor es que cuando las cosas se plantean de este modo, la primera cuestión que se abre camino es la siguiente: ¿es siquiera posible interpretar a Dios como un principio del Ser en este sentido, es decir como una causa eficiente primera, cuando es el caso de que por aparecer como absolutamente infinita y también absolutamente simple, tal causa habría de anegar en su seno, abismándolos, sus propios efectos y ello, al precio de hacerse, a la postre, incompatible con ellos? Nos parece, en este sentido, que muy difícilmente podrá considerarse al Dios ontoteológico, obtenido por Santo Tomás en el límite de un regressus sobre el plano fenoménico, a título de principio (en sentido ontológico) del mundus adspectabilis desde el momento en que este mismo «principio», de existir como tal causa primera, haría imposible, por razones ontológicas bien diáfanas –y por cierto, ya recorridas a su modo por Parménides– la existencia «extra-causam» de toda criatura que no sea igualmente infinita. Tal regressus desde el mundo comprometería inmediatamente, tras su

paso al límite, cualquier posibilidad de recuperar en el progressus todo «principiado», con lo que, no se trataría tanto de que Dios exista como principio cuanto de que si esto es así, es decir, si Él existe, lo que ya no podría existir con él (esto es: co-existir) en modo alguno es el propio mundo del que habríamos partido originalmente a quo. De otro modo: si el Máximo (para decirlo con Nicolás de Cusa) es un principio, entonces un tal Máximo es al mismo tiempo el Único.

3 Pero lo principal es lo siguiente: que aunque diésemos por supuesto ad hominem que Dios es desde luego un principio ontológico en el sentido indicado, no por ello, tal principio demostrado a posteriori desde el mundo, dejaría de aparecer como una quididad, esto es, como una esencia real (por hipótesis: realísima) que, al cabo, terminaría por identificarse con el propio Dios –pues en Dios no hay accidente ni nada en absoluto que difiera de su propia esencia{13}. Ahora bien, dicha quididad, sin perjuicio de la simplicidad que habría que presuponerle en todo momento, permitiría al entendimiento distinguir con fundamento in re por la parte del objeto una pluralidad de notas o atributos diferentes entre sí en las criaturas, y ello sin necesidad alguna de recaer en la doctrina –que no tenemos ningún inconveniente en calificar de «logicista» si don Desiderio insiste en ello– de la distintio formalis a parte rei expuesta por Escoto. Simplemente sucede que la distinción lógica de los atributos divinos está plenamente fundada y justificada, incluso por la parte del objeto, ya que: «Si bien en Dios la naturaleza y los atributos son en todo uno y lo mismo, a causa de su infinita perfección, equivalen a las innumerables realidades dispersas y distintas en las criaturas, cuya operación no es la esencia, y cuya esencia no es la existencia, &c. Tenemos, pues, por parte del objeto fundamentos reales para nuestras distinciones mentales.»{14}

Es más, Dios en cuanto que tal esencia o quididad poseerá de una manera eminente, sin límite alguno, todas las perfecciones que puedan encontrarse en las criaturas (pues Él es, según el Concilio Vaticano I, Omnique perfectione infinitum) y aunque dichas perfecciones no estorben la simplicidad indivisa de la esencia, no por ello, dejará de ser enteramente legítimo distinguir en tal quididad su «ciencia» de su «infinitud», su «bondad», su «inmutabilidad», &c., &c. Y de hecho, como es bien conocido, la esencia, considerada como ella misma «posible», del Ens Perfectissimum representa, por así decir, el punto fundamental de arranque de todas las modulaciones de lo que Kant llamó «argumento ontológico» de la existencia de Dios, sea en su versión anselmiana, sea en su versión escotista, cartesiana, leibniziana, &c. (o en las versiones ofrecidas por Malcom o por Plantinga, también por Ch. Harsthorne, &c.). Contra semejante argumento, al que desde luego nosotros comenzamos por reconocerle entera beligerancia crítica desde las posiciones propias del ateísmo esencial, ninguna fuerza pueden hacer las razones de Kant o de Gaunilo, pues estos filósofos, operando en este punto a la manera de verdaderos «insensatos» anselmianos, ni siquiera fueron capaces de reconocer la distancia que media entre unas «islas maravillosas» o «cien taleros posibles» y el Ens Realissimum ac Perfectissimum cuya esencia, presupuesta como necesaria, no puede ser sin contradicción meramente contingente. De hecho, ni siquiera Santo Tomás habría ido mucho más lejos que Gaunilo en este punto, puesto que suponer que la existencia de Dios no es absolutamente evidente quoad nos es algo que sólo puede hacerse si, a su vez, se comienza por desconectar, confusamente, su esencia de su existencia. Mas entonces, si tal desconexión es ciertamente posible (aunque, insistamos, ilegítima) para nosotros, esto, sólo querría decir que el argumento ontológico no es, en la tradición tomista, un argumento originario, quoad nos, y ello sin perjuicio de que una vez obtenida la esencia de Dios por otras vías, la propia conexión necesaria –secundum se– entre dicha esencia y su existencia real quedaría enteramente reconstruida dado que Dios en su calidad de Esse tantum, esto es precisamente por aparecer como el Ser por esencia, no puede no existir. Por eso no tiene ningún sentido sostener que Santo Tomás rechazó el argumento ontológico si tras ello, no se aclara inmediatamente que sólo lo rechazó para mejor así recuperarlo de otro modo: «Por consiguiente digo que la proposición “Dios existe”, en sí misma, es evidente, porque en ella el predicado se identifica con el sujeto, ya que Dios es su mismo ser. Pero con respecto a nosotros que desconocemos la naturaleza divina, no es evidente, sino que necesita ser demostrada por medio de cosas más conocidas de nosotros, aunque por su naturaleza sean menos evidentes, es decir, por sus efectos.» (Suma teológica, I, q. 2, a. 1, in c.)

En estas condiciones, se sigue de lo dicho que sería una contradicción negar la existencia del Ipsum Esse subsistens al identificarse en él, pero no en los taleros kantianos o en las islas fabulosas del Liber pro-insipiente, su esencia y su existencia, con lo que Dios seguiría siendo, aunque sólo sea secundum se, una esencia necesaria. Ahora bien, si ello es así, ¿no se deberá a que se está dando en todo momento por sobre-entendido, en el ejercicio, que tal esencia necesaria es al mismo tiempo posible? Y ello porque si fuera el caso que ciertos atributos suyos como puedan serlo el ser y la infinitud (pero también su omnisciencia, o su omnipotencia, o su providencia, &c., &c.), fuesen incompatibles entre sí o con el mundo, entonces la propia esencia quedaría internamente pulverizada, triturada hasta su desaparición como tal esencia real (sea en el orden lógica sea también –y muy señaladamente– en el orden real), y ello en virtud del mismo argumento ontológico que como hemos visto Santo Tomás no rechaza ni puede rechazar en sí mismo. De donde, nos parece, no podría sino seguirse la siguiente conclusión: Dios no es desde luego una idea, pero no lo es no por ser un principio ontológico del ser (en cuyo caso el mundo no podría existir) sino porque ni siquiera es una esencia (ni lógica ni extra-lógica) y sí, más bien, una conjunción inconsistente de atributos incompatibles unos con otros y con el mundus adspectabilis. Sin embargo, cabría preguntar desde el «Realismo antilogicista», ¿por qué comenzar a tratar a Dios, que como tal Principio por fuerza habría de aparecer como «ahipotético», a la manera de una esencia «lógica» en lugar de conceptuarlo como un ser real en sentido extramental?, ¿no supondría esto jugar según el «reglamento» del logicismo que, «arriesgándonse a tener siempre razón», sólo parece capaz de encontrar «contradicciones» allá donde él mismo las ha introducido previamente, en un ejercicio de «metafísica prematura»? Cuando nos alejamos de las premisas del logicismo podrá concluirse que Dios, en la medida misma en que aparece como un Principio transcategorial, inevitablemente rebasará con mucho, sin perjuicio de su existencia extramental y precisamente por ella (es decir por ser su existencia efectivamente extra-mental), las nociones que sobre Él podamos fabricarnos. Esta circunstancia no significará, desde la perspectiva del Realismo filosófico, que la esencia divina sea contradictoria aunque desde luego se nos aparezca como oscura y confusa quoad nos, o incluso como constitutivamente paradójica dado ante todo que las buenas dosis de oscuridad y confusión que permanecen envolviéndola serán en todo caso el resultado de un «Misterio». Con ello, podrá sin duda el Realismo filosófico de don Desiderio refugiarse en aquel dictum «apofático» de Santo Tomás de acuerdo al cual: «sicut Deum imperfecte cognoscimus, ita etiam imperfecte nominamus, quasi balbutiendo.» Mas semejante planteamiento no tendría sentido alguno (o peor: tendría el sentido que es propio de una petición de principio) si comenzáramos por retirar no ya la existencia de Dios sino, justamente, la existencia de la esencia divina. Lo que con ello queremos decir es lo siguiente: no es dable comenzar por tratar a Dios como Acto de ser en su existencia «extralógica» o «real» por la sencilla razón de que es esta misma existencia la que, según se ha demostrado, resulta imposible. Y si don Desiderio afirma tener constancia de ella, tal «evidencia» que, según se ve, resultará «captable inmediatamente» tendrá forzosamente que haberle llegado a nuestro interlocutor por otros canales distintos que por sí mismos tendrán muy poco que ver con el Ipsum Esse Subsistens. Suponemos que don Desiderio no dispone de fuentes privilegiadas de conocimiento acerca de la naturaleza divina (puesto entre otras cosas que si dispusiera de revelaciones particulares de las que se hubiese hecho acreedor no se sabe muy bien por qué razones, la discusión no podría continuar o cambiaría enteramente de signo), pero entonces podrá don Desiderio, si quiere, tener «evidencia» inmediata de los milagros atribuidos a San José María o a cualquier otro sujeto operatorio canónico (por ejemplo a Santo Domingo de la Calzada, o a San Juan Diego o a San Cucufato) puesto que tales milagros –al menos en su sentido material– no se niegan desde el ateísmo esencial{15}, o podrá también tener «evidencia», emic, del carácter sacramental de un mundo en el que pueden «leerse» los vestigios de la divinidad{16}, pero no, en modo alguno, del Dios terciario cuya existencia se habrá retirado tras la destrucción de su esencia. Y la cuestión principal en este punto reside en que, retirada dicha existencia, por razón de su imposibilidad, las «evidencias» de las que parte nuestro interlocutor deberán inevitablemente reinterpretarse de otro modo, en particular desde un marco de referencias ontológicas entre las que ya no podrá figurar la idea del Dios terciario. Y es que como sostiene con toda razón Desiderio Parrilla: «Nadie, absolutamente nadie (ni Luis de Molina, ni Báñez, ni Fray Luis de León, ni Prudencio Montemayor, ni Kilber, ni...) tiene ni idea sobre Dios ni sobre la Libertad divina y, menos que

nadie, Gustavo Bueno. Contra San Anselmo nadie tiene cierta idea de Dios, dado que Dios es un Principio sin ideado.»

Ciertamente frente a tal declaración por parte de Desiderio Parrilla, lo único que podemos hacer por nuestra parte es convenir en que en efecto nadie, tampoco Gustavo Bueno, tiene ninguna idea de Dios de donde se sigue que nadie, incluyendo a Leonardo Polo y sus seguidores, se refiere a nada en absoluto al pronunciar el nombre del Altísimo y no tanto porque tal nombre carezca de sentido cognitivo genuino o genere pseudo-proposiciones en el sentido de Carnap, sino más bien porque lo que tal nombre denota es en realidad una pluralidad de ideas incompatibles entre sí.

4 Pues muy bien. Todos sabemos más o menos lo mismo acerca de Dios como esencia real, a saber: nada. En estas condiciones, y dando enteramente por evidente que Desiderio Parrilla no puede apelar a canales diferentes y privilegiados de conocimiento (de otro modo: dando por descontado que don Desiderio no es desde luego un iluminado en pleno delirio gnóstico) ni dispone tampoco de ninguna evidencia del Actus essendi (pues esta evidencia es imposible), lo que nos parece que se sigue de ello es que, así las cosas, Parrilla debería de tratar de demostrar que Dios puede existir aun siendo contradictorio. Esto es, Parrilla debería tratar de disolver –por mucho que ello signifique «jugar con el reglamento logicista»– las contradicciones, a nuestro juicio irrevocables, que se derivan de la conjunción de los diferentes atributos divinos así como del ensamblaje ad hoc del Dios ontoteológico de tradición aristotélica con el Dios de Abraham, Isaac y Jacob de las religiones terciarias. En particular, haría muy bien don Desiderio en explicar cómo es posible que Dios, desde su eternidad y su simplicidad absoluta, pueda de hecho crear el mundo en el tiempo, o cómo puede un Ser perfecto desear absolutamente nada, o cómo es posible que un Ser que se comienza a conceptuar como omnipotente sea incapaz de transferir la virtud creadora a las propias criaturas, o también cómo es que Dios, desde su omnisciencia y omnipotencia, puede hacerse compatible con la existencia del «pecado de Judas» sin que tal pecado pueda reputarse tan obra de su providencia como la conversión de San Pablo. Y resulta forzoso añadir que mientras nuestro autor no remonte estas contradicciones por vía argumental, las «ironías» más o menos humorísticas, cuyo ingenio no negamos, que nos ha venido ofreciendo sobre tablas como las contenidas en el extraordinario trabajo de Javier Pérez Jara, «Materia y racionalidad sobre la inexistencia de la Idea de Dios», no tendrán, por sí mismas, más alcance que el que cuadra a la furia fideísta y anti-filosófica de una suerte de San Pedro Damián redivivo que quisiera alejar a los sencillos de la sabiduría del mundo bajo el muy paulino eslogan «alejaos de necias filosofías». Pero las contradicciones no desaparecen por eso. Tampoco se harán desaparecer las contradicciones contenidas en la (para)idea de Dios mediante el expediente de hacer remitir tales anomalías a la condición «misteriosa» del Padre Eterno como lo hace Parrilla en su artículo «Como interpretar el apotegma ‘credo quia absurdum’». Esta estrategia, al margen de representar una respuesta no diremos que estúpida, pero sí desde luego enteramente ad hoc, en realidad pide el principio dado que sólo si la esencia de Dios existiera, lo que está por demostrar, podríamos reconocer el misterio que la envuelve. Todo ello, creemos, da buena muestra del grado de cercanía que las posiciones de Parrilla mantienen con respecto a la falsa conciencia (siendo sí, el «cerrojazo teológico» una de las manifestaciones posibles de la misma); una falsa conciencia entendida en el presente contexto como una suerte de «atrofia» de la capacidad autocorrectora de un sistema de ortogramas en ejercicio tal que cualesquiera materiales conflictivos o contradictorios respecto del tal ortograma, puedan, ahora, quedar encapsulados, procesados o en el límite ignorados, de tal suerte que ante una masa crítica de contradicciones envueltas en la esencia del Dios terciario, un teólogo, digno heredero de los padres capuchinos antes que de los tomistas tradicionales, podrá sin duda «procesar» tales contradicciones sin necesidad ninguna de corregir sus posiciones de partida, simplemente enjaretando las anomalías a los presupuestos logicistas del adversario como también podría haberlas atribuido a las malvadas acechanzas de Satanás, o a los peligrosos planes de la Francia a los que se refería el Padre Vélez, a las maquinaciones del anticristo, &c., &c.

Y nos parece muy bien. Queremos decir que quien no se consuela es, seguramente, porque dispone de un sistema de ortogramas suficientemente viciado como para poder dar cuenta de toda contradicción que se abra paso en el horizonte. Pero sea como sea, calcule don Desiderio que la esencia de Dios no va a dejar de ser contradictoria e inconsistente por ingeniosos que puedan ser los chistes –por no decir los insultos frailunos– con los que estime oportuno aderezar su celo antidialéctico. Chistes a los que, todo hay que decirlo, siempre será posible dar la vuelta añadiendo al lenguaje objeto un nuevo estrato metalingüístico del modo siguiente: «dice el necio que el necio dice que el necio dice en su corazón ‘hay Dios’». Notas {1} Vid Gustavo Bueno, El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005. Nos interesa particularmente en el presente contexto la tabla de modelos genéricos de concepciones de la felicidad contenida en las páginas 195-196. {2} Un caso, creemos que «ejemplar» (por su grosería) de crítica al ateísmo esencial de Gustavo Bueno llevada a cabo desde el materialismo monista puede encontrarse en Fermín Huerta Martín, «Gustavo Bueno y los crucifijos»,El Catoblepas, nº 84, febrero de 2009. El lector interesado puede leer asimismo las inteligentes respuestas debidas a Joaquín Robles («El crucifijo y el camuflaje») y a Marcelino Suárez Ardura («¿Dios salve la Razón?»), aparecidas en el número 85 de esta misma revista. {3} Véase Gustavo Bueno, op. cit., pág. 197. {4} A este respecto, debe verse, Gustavo Bueno, ¿Qué es la filosofía?, Pentalfa, Oviedo 1995, págs. 33 y ss. {5} Nos basamos en Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, vol. 1, Pentalfa, Oviedo 1992, págs. 84-85. También puede consultarse el análisis, ya clásico, de Pierre Aubenque, El problema del ser en Aristóteles, Escolar y Mayo, Madrid 2008, págs. 183-186. {6} cfr. Bueno, op. cit., pág. 85. {7} Para este asunto véase Gustavo Bueno, «El puesto del Ego trascendental en el materialismo filosófico», El Basilisco, nº 40, pág. 13. {8} cfr. Bueno, op. cit., pág. 11. {9} Una interesante exposición de este asunto puede encontrarse en el libro de Eduardo Hugon, Las veinticuatro tesis tomistas, Porrúa, México 2006, pág. 233. {10} Cfr. F. Ocáriz, «Rasgos fundamentales del pensamiento de Santo Tomás», en C. Fabro & al., Tomás de Aquino también hoy, Eunsa, Pamplona 1990, pág. 72. {11} Y en esta «duda», por no decir en esta negación absoluta, no estamos solos pues que toda la tradición filosófica griega en pleno (de Parménides a Plotino, pasando por Platón, Aristóteles, &c., &c.) habrían desconsiderado la idea de creación de la nada del ser como una noción absurda y al límite ininteligible. Y ello, habríamos de añadir por nuestra parte, con toda razón, al menos si es verdad que «de la nada, nada viene» con lo que la propia idea de creación podría empezar a ser interpretado como un «mecanismo» análogo a aquel por el que la paloma procede «de la nada del ser» desde el fondo de la chistera del mago. {12} Vid la voz «Catábasis» en el Diccionario Filosófico de Pelayo García Sierra. {13} En efecto, como lo señala Santo Tomás en muchos lugares (por ejemplo en el capítulo XXI de la Suma contra los Gentiles), «Dios es su esencia» dado que: «En todo aquello en que no se identifican su esencia o quididad, hay alguna composición. Pues como en todo ser se da su esencia, si en él no hay otra cosa sino su esencia, entonces todo lo que dicho ser es será su esencia ; y así dicho ser será su esencia. Mas si en dicho ser hubiese algo que no fuese su esencia, entonces necesariamente habría en él algo más que su esencia, y por consiguiente habría en él alguna composición. Por ello la misma esencia, en los seres compuestos, de algún modo se significa por alguno de sus componentes; por ejemplo la humanidad en el hombre. Mas ya se demostró que en Dios no hay composición alguna, de donde afirmamos que Dios es su misma esencia.» {14} Cfr. Eduardo Hugon, op. cit., pág. 185. {15} Sobre este asunto, vid. Gustavo Bueno, «Los milagros de Santo Domingo»,El Catoblepas, nº 87, mayo de 2009, pág. 2. {16} Vid. Étienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval, Rialp, Madrid 2004, págs. 106-107.

El problema de la verdad en las religiones del Paleolítico David Alvargonzález Ponencia al Congreso Filosofía y Cuerpo: debates sobre la filosofía de Gustavo Bueno (Murcia, 10 al 12 de septiembre de 2003) 1. Introducción En primer lugar, quiero agradecer al profesor Patricio Peñalver y a los organizadores de este curso la confianza que han depositado en mi al invitarme a impartir esta conferencia, así como también quiero agradecer a Gustavo Bueno y al resto de los presentes su asistencia. El objetivo último de esta ponencia es tratar, de un modo problemático, un asunto que es central en la filosofía de la religión de Gustavo Bueno: la cuestión de la verdad de la religión. La filosofía de la religión expuesta en El animal divinollama inmediatamente la atención por defender la verdad fundamental de algunas religiones manteniendo, al mismo tiempo, las posiciones ateas explícitas del materialismo filosófico. Como es sabido, las religiones que en El animal divino se consideran fundamental y esencialmente verdaderas son las religiones del Paleolítico superior, las religiones que Bueno llama «primarias». En esas religiones los grupos humanos estaban religados con númenes que eran ciertos animales realmente existentes, esos mismos animales que aparecen representados en el llamado «arte» parietal. La discusión acerca de la verdad de las religiones es considerada por Gustavo Bueno la tarea más importante que puede desarrollar una filosofía de la religión y, en todo caso, es un asunto al que no se puede dar respuesta desde las ciencias de la religión. Además, la afirmación de la verdad de las religiones del Paleolítico es, en El animal divino, una tesis central porque sería esa verdad la que haría inteligible y necesario el surgimiento de las religiones. Así, se llega incluso a afirmar que, si no se pudiera hablar, de algún modo, de la verdad de la religión, no sería posible construir una auténtica filosofía de la religión {1}. Por tanto, la discusión acerca de qué se entienda por «religión verdadera» nos parece, en este contexto, de una importancia innegable. En cualquier caso, queremos aclarar que este breve ensayo sobre la verdad de las religiones del Paleolítico está hecho desde el propio sistema del materialismo filosófico. Nuestra intención es tratar el tema de la verdad de las religiones de un modo problemático, destacando algunos aspectos que nos parecen importantes para su completa comprensión. 2. Componentes mitológicos en las religiones del Paleolítico 2.1. La «inversión antropológica» y los orígenes de la magia y de la religión. La Biología ha ido poniendo progresivamente de manifiesto que los hombres comparten con el resto de los animales multitud de rasgos genéricos: características bioquímicas, genéticas, citológicas, histológicas, anatómicas y fisiológicas. Del mismo modo, la Etología y la Psicología animal comparada han descubierto patrones etológicos, estructuras sociales y culturales, y pautas psicológicas que también son comunes a animales humanos y no humanos. Muchos de estos rasgos comunes pueden ser explicados en razón de las relaciones filogenéticas que guardan unas especies animales con otras. Estas evidencias de las ciencias son, sin duda alguna, una referencia inexcusable para cualquier antropología filosófica del presente y lo son, eminentemente, para el materialismo.

Ahora bien, en lo que toca a los rasgos etológicos y psicológicos genéricos a hombres y a otros animales no humanos, puede ocurrir, en algunas ocasiones, que las leyes etológicas y psicológicas, sin dejar de actuar, queden subordinadas a nuevas configuraciones específicamente antropológicas. Un ejemplo de este proceso nos lo ofrece la «conducta supersticiosa», descrita por Skinner en palomas, cuando ésta queda integrada en la institución cultural humana de la magia. La «conducta supersticiosa» es una referencia obligada a la hora de evaluar los componentes etológicos y psicológicos genéricos a otras especies que están presentes en la institución cultural humana de la magia. Lo que ya no resulta tan claro es que la magia pueda reducirse totalmente a una variedad más de conducta supersticiosa al lado de otras. La razón fundamental es que la magia, como institución cultural específicamente humana, es, fundamentalmente, una teoría, es una explicación acerca del funcionamiento de ciertos procesos que hoy caen en el dominio de las ciencias naturales, y una explicación acerca de la relación de ciertos sujetos humanos (los especialistas, los magos) con esos procesos «naturales». Desde luego, la magia es una teoría distorsionada, falsa, es una forma de falsa conciencia que se redime con sus aciertos. Pero resulta indudable que es una construcción teórica, un modo de explicar lo que ocurre que exige el lenguaje fonético doblemente articulado propio de los hombres. La magia, además, es una institución cultural supraindividual que no se puede reducir a procesos psicológicos o sociales, subjetivos o intersubjetivos, porque tiene componentes de cultura objetiva (por que implica la construcción de objetos, y por el lenguaje{2}). Podríamos decir que, en la magia, las conductas supersticiosas quedan reorganizadas de un modo sui generis que no puede ser explicado ateniéndose solamente a las categorías etológicas o psicológicas. A este proceso por el cual las leyes etológicas o psicológicas que regulan la conducta, sin dejar de actuar, se subordinan a nuevas configuraciones específicamente antropológicas, lo llama Bueno «inversión antropológica». Creemos que la idea de «inversión antropológica» puede utilizarse también para intentar entender los orígenes de las religiones (el paso del estado protorreligioso o de la «religión natural» a la «religión primaria», en la terminología de Gustavo Bueno). Antes de que haya un lenguaje fonético doblemente articulado, las relaciones entre los grupos protohumanos del Paleolítico y los animales de su entorno son relaciones etológicas y ecológicas que incluyen la caza y la depredación, son relaciones interespecíficas parecidas a las que mantienen otras especies animales entre sí. Ahora bien, podemos aventurar la conjetura verosímil de que, con el despegue de la cultura objetiva (armas, instrumentos, «arte» mueble que permite representaciones) y, especialmente, con el desarrollo del lenguaje fonético doblemente articulado, puedan empezar a aparecer las primeras teorías explicativas acerca de la naturaleza de los animales y acerca de las relaciones de los hombres con ellos. Es entonces cuando las conductas etológicas de los hombres frente a ciertos animales pasan a ser ya una praxis específicamente humana y esos animales se convierten en númenes. De acuerdo con el esquema de la «inversión antropológica», diremos que las relaciones etológicas y ecológicas y las conductas psicológicas, sin dejar de estar presentes, quedarán reorganizadas a una escala específicamente antropológica, aquella en la que aparece la religión como institución cultural (formando parte de la «cultura objetiva»). Suponemos que las religiones del Paleolítico tienen cierto grado de elaboración teórica puesto que no son sólo una forma de caza o un tipo más de relaciones etológicas o de sentimientos psicológicos sino que implican, como un componente esencial suyo, una representación acerca de la naturaleza de los númenes y acerca de las relaciones de los hombres con los númenes. Por eso, los fenómenos religiosos son «fenómenos teoréticos» {3}, son fenómenos organizados por una cierta teoría explicativa acerca de su naturaleza, a lo que contribuye el hecho de que sean fenómenos narrados (ya que si quedan encerrados en la esfera de un solo individuo no tienen relevancia antropológica). Nosotros suponemos, con Bueno, que no puede haber praxis humana sin teorías o representaciones entrelazadas «diaméricamente» con esa praxis, porque teoría y praxis, ejercicio y representación, son «conceptos conjugados» {4}. Así como la magia, en cuanto teoría explicativa, como categoría específicamente antropológica, no se confunde con la conducta supersticiosa, genérica a otros animales, del mismo modo, la religión, en lo que tiene de teoría explicativa acerca de los númenes y de las relaciones de los grupos humanos con ellos, no se confunde con la conducta ritual o con la caza, que son también conductas etológicas genéricas con otras especies no humanas. Además, como venimos diciendo, esa nueva figura antropológica que es la religión es un parte importante no sólo de la «cultura subjetiva{5} e intersubjetiva{6}» sino también de la «cultura objetiva» (por ejemplo, en el arte mueble, en las pinturas parietales, o en los mitos y leyendas que se van constituyendo).

2.2. Componentes míticos de las religiones del Paleolítico. En las sociedades anteriores al surgimiento de la filosofía (nos referimos ahora a la filosofía en sentido estricto), los mitos incluyen ordinariamente componentes que pueden considerarse falsos cuando se evalúan desde el presente. La génesis de esos mitos, sin embargo, no es propiamente psicológica en un sentido introspectivo, ni siquiera en un sentido conductual, sino que es, más bien, psicosocial y cultural (intersomática y extrasomática) en la medida en que incluye relatos construidos a partir de materiales reales, haciendo uso de las posibilidades combinatorias de un idioma particular (que es cultura objetiva), y trasmitidos y transformados a lo largo de generaciones. Los mitos podrán proceder, algunas veces, de una ilusión (por ejemplo, una ilusión perceptiva, en el mito de Eco), pero las más de las veces no será así. En todo caso, los mitos no son ilusiones, sino que son modos de organizar conjuntos de fenómenos según una racionalidad especial, que hace uso, muy a menudo, de las relaciones de parentesco. Por eso, el paso del mito al logos no hay que interpretarlo como el paso de la necedad a la razón sino como el paso de un tipo de racionalidad a otra ulterior mejor conformada (por ejemplo, la sustitución de las relaciones de parentesco por otros esquemas más abstractos y más ajustados a cada clase de fenómenos). El lenguaje fonético complejo es un componente esencial de los mitos, como también lo es de la magia y de la religión. Para que los mitos, la magia y las religiones existan hace falta un lenguaje suficientemente complejo como para permitir la construcción de las teorías explicativas que tienen que estar presentes en esas instituciones culturales. Gustavo Bueno, en El animal divino, considera que el «núcleo»{7} de las religiones del Paleolítico está en las relaciones que se establecen entre los grupos humanos y ciertos animales reales, los númenes, dotados de inteligencia y de voluntad, parecidos en ciertos aspectos a los humanos pero también, a la vez, diferentes en otros rasgos. Estas relaciones entre los hombres y sujetos operatorios no humanos son las que corresponden al «eje angular» del «espacio antropológico»{8}. En la magia, sin embargo, el mago establece relaciones con entidades no operatorias a las que pretende dominar: la magia cae, por tanto, según Bueno, fundamentalmente, dentro del «eje radial». También serían «radiales» los mitos cosmológicos acerca del origen y del funcionamiento de la naturaleza no animada. Ahora bien, Bueno también reconoce que en el «cuerpo» de las religiones del Paleolítico están presentes mitos acerca de la naturaleza de los animales numinosos y de la relación de los hombres con esos animales{9}, mitos, por tanto, de naturaleza «angular». Por nuestra parte, defenderemos que ciertos componentes de esos mitos narrados a la luz de las antorchas frente a las pinturas parietales, referentes a la naturaleza de los animales numinosos y a la naturaleza de las relaciones entre los hombres y los númenes, no sólo forman parte del «cuerpo» de las religiones paleolíticas sino que forman parte también de su «núcleo». Nos parece que, para que tenga lugar la «inversión antropológica» que conduce desde las relaciones etológicas y ecológicas entre los grupos protohumanos y los animales hasta las primeras religiones, esas relaciones ecológicas y etológicas tienen que componerse con representaciones mitológicas acerca de las características propias de los númenes personales y de las relaciones de éstos con los hombres. Esas teorías mitológicas (que son posibles gracias al lenguaje fonético doblemente articulado) tendrían al menos alguno de los siguientes contenidos: 1. Adjudicar a los animales la capacidad de entender a los hombres cuando éstos les hablan: el ruego, la oración, la ofrenda y el sacrificio son componentes de las religiones del Paleolítico que suponen que los animales tienen capacidad verbal similar a la humana {10}. 2. Adjudicar a los animales más inteligencia de la que tienen (rasgo que puede aparecer conectado o no con el anterior). 3. Adjudicar a los animales caracteres de personalidad humanos (pendenciero, adulador, &c.) y caracteres morales propios de personas (malo, bueno, dañino, mentiroso, desleal, &c.). 4. Suponer que los animales están sujetos a normas morales en su trato entre ellos y con los hombres.

5. Por último, en los casos en los que aparece una combinación fantástica de caracteres morfológicos de varios animales no humanos (los teriomorfos) o de animales no humanos y humanos (los teriántropos), esta combinación de rasgos también podría interpretarse como un componente mítico del núcleo de las religiones del Paleolítico{11}. Las relaciones ecológicas y etológicas entre humanos y animales son reales pero, por sí solas, no darían lugar a religión alguna. Solamente cuando se componen con alguna de estas concepciones mitológicas (o con varias a la vez) puede tener lugar esa reorganización de lo etológico y lo ecológico de acuerdo con estructuras antropológicas, dando lugar, en el Paleolítico, a la institución cultural que llamamos religión (según el modelo de la «inversión antropológica»). La relación de los componentes etológicos y ecológicos con estos otros componentes mitológicos se ajusta al modelo de la relación que Bueno llama «sinecoide» {12}. El animal real (oso, bisonte, mamut, ciervo &c.) se convertirá en un «numen personal» sólo si se le adjudican una o varias de estas características. Si las relaciones etológicas y ecológicas entre los grupos humanos del Paleolítico y los animales no están mediadas por ninguna teoría explicativa entonces no puede hablarse propiamente de religión, como tampoco puede hablarse de praxis específicamente humana (salvo que caigamos en una hipóstasis de la praxis){13}. Las sensaciones subjetivas de miedo temor o incertidumbre y las conductas de huida, acecho o sumisión que el hombre pueda tener ante ciertos animales, por sí solas, se mantienen en un terreno psico-etológico. Por eso, consideramos que esos componentes míticos de los númenes personales son componentes «nucleares» de las religiones paleolíticas pues sin ellos éstas desaparecerían como tales o no llegarían a constituirse. Estas representaciones acerca de la naturaleza de ciertos animales y de las relaciones de los grupos humanos con ellos son las que están entrelazadas «diaméricamente» con las praxis humanas del eje «angular». Si teoría y praxis son conceptos conjugados, la praxis específicamente humana no puede llegar a constituirse como tal al margen de esas representaciones. Nosotros no vemos ningún inconveniente en considerar, si se quiere, que la relación práctica de grupos humanos con ciertos animales sea la relación básica en torno a la cual se organizan los componentes mitológicos superestructurales, siempre y cuando estemos entendiendo las relaciones entre base y superestructura de un modo «diamérico», como «conceptos conjugados», tal como las entiende el materialismo filosófico. Como el mismo Bueno dice, la base soporta a la superestructura pero no como los cimientos soportan a un edificio, sino como los huesos de un organismo soportan los demás tejidos del vertebrado: pero los tejidos no brotan de los huesos sino ambos del cigoto y los huesos necesitan de los otros tejidos {14}. Parafraseando a Bueno podemos decir que lo decisivo es, por un lado, no «hipostasiar» o «sustancializar» la relación angular básica tratándola como si tuviese autonomía, y por otro, no reducir la superestructura a la condición de un epifenómeno que marcha arrastrado, como una espuma flotante, por el oleaje de fondo{15}. Por eso, al aplicar este esquema a las primeras religiones tenemos que reconocer que la relación angular básica no tiene autonomía y la superestructura mitológica no es un mero epifenómeno y, entonces, habremos de concluir que ambas tienen que formar parte del «núcleo» de las «religiones primarias». Los contenidos mitológicos de las religiones paleolíticas también pueden formar parte del «cuerpo» de esas religiones. En todo caso, si suponemos que las relaciones etológicas y ecológicas se componen de un modo «sinecoide» con los contenidos mitológicos antes citados las diferencias entre lo que es «nuclear» y lo que pertenece al «cuerpo» de una religión variará dependiendo de los términos del «sinecoide» conectados en cada caso. En general puede decirse que, en el Paleolítico, la institución antropológica de la religión tenderá a darse en continuidad con otras instituciones próximas (que se podrán diferenciar, cuando se las contempla desde el presente). Un ejemplo de esta situación se daría cuando el numen «esencializado» (por ejemplo, pintado) pasa a cumplir, en algunos casos, la condición de fetiche. Otro ejemplo nos lo proporcionan las situaciones en las que los magos, brujos, hechiceros, chamanes, aurúspices o augures controlan rituales religiosos dados en continuidad con rituales mágicos o fetichistas como en los ritos de caza, en los ritos que propician la resurrección de los animales, o en la interpretación del vuelo de las aves o de las entrañas del animal. Así entre los makuna de Colombia el mago puede anular la voluntad de la presa y obligarla a acercarse. Esta «confusión» de instituciones, en la que estaría instalado el nativo, no tiene nada de extraño si se la contempla desde la «ley morfodinámica de las

culturas», expuesta por Bueno en El mito de la cultura{16} (y esto sin necesidad de caer en el relativismo cultural emicista de Marett o Crowley). La «ley morfodinámica de las culturas» también nos permite interpretar como probable, aunque sea una mera conjetura fundamentada en conocimientos etnográficos, que en las religiones del Paleolítico pueda aparecer ya una «Teología causal» incipiente. Gustavo Bueno llama «Teología causal» a los «contenidos mitológicos que explican fenómenos meteorológicos, o de cualquier otro tipo, que tengan que ver con los númenes [...] a partir de operaciones atribuidas a estos númenes divinos»{17}. Pues bien, aunque el desarrollo técnico del Paleolítico nos parezca muy limitado, ya pueden surgir analogías entre esas técnicas paleolíticas y ciertos procesos naturales cuyas causas se imputan a un numen finito real, incluso aunque ese numen esté oculto. Algunos ejemplos tomados de nuestros contemporáneos primitivos pueden ilustrar este extremo. El relámpago es interpretado con cierta frecuencia como una lanza o una flecha manejada por el numen y, entre los maidu de California, se cree que es el propio numen descendiendo rápido del cielo y derribando los árboles con sus brazos en llamas. En otras ocasiones se interpreta la lluvia como si estuviera causada por un sujeto operatorio que derramara el agua al modo como ésta cae de la escudilla, o se supone que es el numen el que estaría llorando por la muerte de un pájaro sacrificado por los hombres, como ocurre entre los zulúes. Los «cambios de temperamento» del mar o del viento también suelen ser atribuidos a un numen oculto. Los cauces de los ríos son interpretados, entre los nativos australianos de la falda sur de la cordillera de Mann, como si fueran rastros de serpientes numinosas gigantes. 2.3. Sobre el origen del lenguaje específicamente humano Nosotros asumimos la tesis de El animal divino y de El mito de la culturasegún la cual el comienzo del proceso de «inversión antropológica», el tránsito de lo zoológico y etológico a lo específicamente antropológico, coincide con el despegue de la cultura objetiva y, singularmente, con el desarrollo de un lenguaje fonético con doble articulación y con un grado de complejidad similar al actual. Incluso podemos decir que, cuando la cultura extrasomática constituida por objetos es aún relativamente escasa (comparada con la actual), como en el Paleolítico, el lenguaje, sin embargo, ya puede tener una gran complejidad y una capacidad combinatoria muy importante. Ese lenguaje es, además, el que posibilita que el individuo se convierta en persona, que entre en un mundo de normas morales, y que acreciente el radio de sus proyectos y de sus recuerdos. El lenguaje hace que se pase del conocimiento «en el ejercicio» al conocimiento representado, de la conducta animal a la praxis humana «diaméricamente» relacionada con la teoría (aunque esas teorías puedan ser consideradas confusas o parcialmente erróneas cuando se evalúan desde el presente). Este criterio del desarrollo de lenguaje fonético es uno de los criterios más efectivos, aunque no el único, que tenemos para diferenciar al hombre de sus precursores prehumanos{18}. Siguiendo las tesis de El animal divino nosotros vamos a suponer que el origen de las religiones no es anterior a la aparición de este lenguaje fonético complejo{19}. Este lenguaje permite construir mundos de símbolos sin correlato real, permite transferir propiedades humanas a los animales o a las cosas (o transferir propiedades animales a hombres o a entes inanimados), y permite construir todas estas combinaciones no como mundos privados (como imágenes, como alucinaciones, como sueños indescriptibles, como «mentefactos») sino, precisamente, como parte de la cultura extrasomática. Esta es la razón por la que resultan tan importantes para el materialismo los estudios científicos y las discusiones filosóficas acerca del origen del lenguaje específicamente humano. Pues bien, en El animal divino, Gustavo Bueno, basándose en los estudios de Lieberman, suponía que el hombre de Neanderthal carecía de lenguaje fonético doblemente articulado debido a la morfología de su tracto vocal. Suponiendo que un lenguaje de estas características es imprescindible para que pueda hablarse de las religiones como instituciones específicamente antropológicas, Bueno ponía el comienzo de esas religiones positivas (las religiones «primarias») en los inicios del Paleolítico superior, haciendo suya la tesis de Bernhard Rensch según la cual el importante desarrollo de la cultura objetiva en el Paleolítico superior sería el mejor indicio del surgimiento del lenguaje {20}. En este modelo acerca del origen del lenguaje humano (fonético, doblemente articulado, &c.), éste aparece de un modo relativamente súbito con el Homo sapiens sapiens.

Desde hace ya bastantes años, sin embargo, viene abriéndose paso otra concepción alternativa en la que el origen del lenguaje fonético típicamente humano sería un proceso más lento que podría haber durado hasta 300.000 años y podría incluir al Homo heidelbergensis, al Homo rhodesiensis, a otros Homo sapiens arcaicos, al Homo neanderthalensis, e incluso a Homo erectus. Los indicios que permiten dar beligerancia a esta hipótesis son, en primer lugar, paleontológicos. Los estudios de Phillip Lieberman y Jeffrey Laitman {21}sobre la estructura del tracto vocal concluyen que los australopitecos, los parántropos y el Homo habilis tenían la laringe en posición elevada con lo que sus capacidades fonéticas serían parecidas a las de los chimpancés. Sin embargo, los fósiles de Broken Hill (780.000-150.000) y de Steinheim (415.000-245.000) tendrían basicráneos flexionados lo que indicaría unas capacidades fonéticas similares a las de Homo sapiens moderno. Para los Neanderthales, Lieberman y Laitman dedujeron que su aparato fonador sólo permitía articular algunas vocales (sin la [a], ni la [i]) y algunas consonantes. Sin embargo, esta hipótesis ha resultado muy controvertida desde el momento en que Jean-Louis Heim, del Museo de Historia Natural de París, demostró, en 1989, que la reconstrucción que había hecho Laitman del cráneo «el viejo», un Neanderthal de Chapelle-aux-Saints, era errónea y que, en realidad, la flexión basicraneal de este fósil era bastante parecida a la de los Homo sapiens modernos, lo que le daría capacidades fonéticas muy similares. El estudio realizado por Baruch Arensburg {22} del hioides de Kebara, hallado en 1989, confirma la hipótesis de que los Neanderthales eran tan capaces de hablar como nosotros. A todo esto se añade el descubrimiento, en el año 1998 en el valle de Lapedo (Portugal), de los restos fósiles de un niño de unos cuatro años de edad que tendrían una antigüedad de 24.500 años. Los estudios de Joao Zilhào, del Instituto Portugués de Arqueología, y de Eric Trinkaus, un especialista en neanderthales de la Universidad estadounidense de St. Louis, concluyen que se trata de un híbrido entre neandertales y cromagnones que sería descendiente de una especie de híbridos (puesto que los neandertales ya se habían extinguido 4.000 años antes{23}). De confirmarse la hibridación entre neanderthales y cromagnones {24}, la hipótesis de Lieberman y Laitman quedaría aun más debilitada. Por otra parte, P.V. Tobias ha puesto de manifiesto la existencia de áreas parecidas a las de Wernicke y Broca en Homo habilis{25}, aunque el desarrollo temprano de estas áreas puede estar ligado más al uso de la mano que al desarrollo del lenguaje fonético. R.F. Kay, M Cartmill y M. Barlow han estudiado el canal hipogloso, por donde pasa el nervio responsable de los movimientos de la lengua, en chimpancés, gorilas, australopitecos y en las diversas especies de Homo. El tamaño de este canal puede ser un indicio de la importancia de los movimientos finos de la lengua. Han encontrado similitudes entre chimpancés, gorilas y australopitecos, con canales estrechos, mientras que el Homo de hace 300.000 años, el hombre del Neanderthal y el Homo sapiens sapiens tendrían canales significativamente mayores{26}. A. M. MacLarnon y G. Hewitt han visto indicios de nervios mayores para el control de los músculos torácicos involucrados en la respiración característica del lenguaje fonético que estarían ya presentes en Homo erectus{27}. Por último, y sin querer ser exhaustivos, los estudios de Homo habilis (OH24) y de Homo ergaster (ER 3733) de Atapuerca, con basicraneos muy bien conservados, dan capacidades fonéticas al primero muy superiores a las del chimpancé y a las de los australopitecos, mientras que el segundo sería compatible con una morfología del aparato fonador similar a la actual.{28} Además de la discusión de las fechas en que se habría desarrollado el lenguaje fonético es necesario tomar en consideración la hipótesis del origen gestual del lenguaje defendida, entre otros por G.W.Hewes, M.C. Corballis, D.F. Armstrong y R. Fouts {29}, porque, de confirmarse ese modelo, entonces se podría hablar de lenguaje gestual doblemente articulado en una época más temprana de la evolución humana, la referida a los fósiles que hoy se agrupan (problemáticamente) bajo el rótulo de Homo habilis. Por último, se van acumulando lentamente evidencias de una cultura objetiva compleja anterior al Paleolítico superior. Podemos citar las lanzas de madera de Schöningen (Alemania, 400.000 años) la de Clacton-on-Sea (Inglaterra, 300.000 años) o la de Lehringen (Alemania, 75.000-125.000 años). En la Gran Dolina de Atapuerca, en niveles de 350.000 años, se han encontrado instrumentos utilizados para el curtido de pieles. Más impresionante todavía es el hallazgo de la venus de Berekhat Ram (Israel), una figura de arte mueble realizada en lava que tiene una antigüedad de 250.000-280.000 años. También son muy significativos para nuestra discusión los restos de ocre asociados a industria lítica del abrigo rocoso de Jinmium (Australia) datados en 75.000-116.000 años. Da la impresión de que se va abriendo paso

progresivamente la tesis de Alexander Marshack según la cual el arte sofisticado del Paleolítico superior no podría haber aparecido de repente.{30} Como es evidente, no corresponde a la Filosofía la discusión de los aspectos técnicos de estos hallazgos pero sí es imprescindible tenerlos presentes a la hora de discutir sobre los orígenes de las religiones. Desde luego, nos damos cuenta de que la simple capacidad fonética o la capacidad de utilizar signos gestuales no permite afirmar automáticamente la existencia de unos lenguajes suficientemente potentes como para que puedan aparecer los mitos, la magia o la religión en el Paleolítico inferior o medio. Por eso, sobre este asunto no cabe otra actitud que mantenerse expectantes ante los nuevos descubrimientos. 3. Componentes «angulares» y «circulares» en las religiones del Paleolítico 3.1. Componentes «angulares» y «circulares» en los númenes personales de las religiones del Paleolítico En el apartado segundo hemos defendido la tesis de que la relación de los grupos humanos con ciertos animales sólo llega a constituirse como religión cuando los aspectos etológicos y ecológicos quedan subsumidos y reorganizados en estructuras específicamente antropológicas que exigen un lenguaje fonético desarrollado. Sólo cuando tiene lugar este proceso de «inversión antropológica» ciertos individuos animales se convierten en númenes personales y aparece la religión como institución cultural (intersubjetiva y objetiva). Pues bien, en este apartado argumentaremos que para que ciertos individuos animales (que son animales de la Zoología) se conviertan (emic) en númenes personales hace falta la composición de elementos «angulares» con elementos «circulares», hace falta que los aspectos «angulares» (etológicos y ecológicos), sin dejar de actuar, se reorganicen de un modo sui generis al componerse con contenidos «circulares». Por tanto, consideramos que para dar cuenta del surgimiento de las religiones del Paleolítico no es suficiente el «eje angular» sino que, en el caso más sencillo, esas religiones, en cuanto instituciones antropológicas, constituyen figuras «bidimensionales» en las que los rasgos «angulares» y «circulares» se determinan mutuamente. En la tabla número uno tratamos de presentar de un modo sumario los componentes «angulares» y «circulares» presentes en los númenes personales de las religiones paleolíticas. En la primera fila nos atenemos a la situación en la que los númenes tienen como correlato a un animal real: bisontes, osos, mamuts, rinocerontes, felinos. Esos animales reales existen con su morfología y sus rasgos conductuales, y también son reales las relaciones etológicas y ecológicas que tienen con grupos humanos. Éstos serían los componentes «angulares» que van a estar presentes en el «núcleo» de la religión. Ahora bien, para que el individuo animal se convierta en numen personal hace falta que estén presentes alguno o varios de los rasgos que recogemos en la columna de la derecha. Tabla 1 Componentes «angulares» y «circulares» presentes en los númenes personales de las religiones del Paleolítico Componentes angulares Componentes circulares Morfología del animal real Numen que entiende lo que los I Relaciones etológicas y hombres le dicen (oración, Númenes con ecológicas (caza, depredación, plegaria, sacrificio) correlato en un &c.) de grupos humanos con Numen con inteligencia igual a la animal real ciertos animales reales humana o superior Numen con caracteres de II Númenes fantásticos personalidad parecidos a los Númenes sin teriomorfos construidos humanos (astuto, obstinado, correlato en un combinando rasgos de varios pendenciero, &c.) animal real animales

Numen con virtudes y defectos morales (bueno, dañino, desleal, mentiroso) y que dirige su conducta por normas morales Númenes fantásticos construidos por combinación de rasgos morfológicos humanos y animales: teriántropos Estos rasgos son los mismos que enumeramos cuando hablamos de los componentes mitológicos del núcleo de la religión: adjudicar a los animales capacidad verbal similar a la humana, adjudicarles más inteligencia de la que efectivamente tienen, adjudicarles caracteres de personalidad humanos y caracteres morales propios de personas y, por último, suponer que están sujetos a normas morales en su trato entre ellos y con los hombres. Todos estos rasgos son «circulares» porque están tomados de las relaciones entre las personas humanas (aunque aparezcan exagerados o transformados). Cuando están presentes, reorganizan las relaciones ecológicas y etológicas de un modo específicamente antropológico. Si todos ellos (u otros parecidos) están ausentes, deja de poder hablarse de religión y de númenes personales. Bisontes, osos, mamuts, rinocerontes, felinos, son los animales que aparecen pintados con mayor frecuencia en las cuevas paleolíticas, aunque no son los más frecuentes en el ecosistema. Esta circunstancia es compatible con la interpretación propuesta ya que, por muchas razones (morfología, conducta, &c.) no resulta gratuito suponer que son precisamente esos animales los que son más propicios para componerse con los rasgos circulares que acabamos de citar y convertirse así en númenes personales. En la segunda fila, damos cabida a la situación en la que los númenes no tienen un correlato en un animal real. En primer lugar, está el caso de aquellos númenes que han sido construidos combinando rasgos de varios animales: son los númenes teriomorfos, que también tienen que tener características «circulares» si es que han de ser númenes personales y no simplemente animales fantásticos. En segundo lugar, consideramos el caso de los númenes que combinan características morfológicas animales y humanas, los teriántropos, en los que la composición de los ejes «angular» y «circular» es explícita. Los teriomorfos fantásticos y, sobre todo, los teriántropos, aparecen regularmente en el arte mueble y parietal del Paleolítico superior desde sus inicios en el Auriñaciense. Sin pretensión de ser exhaustivos, podemos citar algunos ejemplos significativos de teriántropos: la estatua de marfil de un hombre con cabeza de felino encontrada en el abrigo de Höhlenstein-Stadel (Alemania), con una antigüedad datada en 30.000 años, el famoso teriántropo de la cueva de Chauvet, mitad bisonte y mitad humano, de 31.000 años de antigüedad, el mamut con piernas humanas de Pech-Merle (Gravetiense), el «hechicero» de Gabillou, en la Dordoña francesa (Solutrense), el hombre con cabeza de pájaro de la «Escena del Pozo», en la cueva de Lascaux (Solutrense), los numerosos teriántropos grabados en la cueva de Los Casares (Guadalajara) del Auriñaciense o Solutrense (teriántropos peces, teriántropo nadador, teriántropos pájaros, teriántropo perro, teriántropos cabalgantes), y la multitud de teriántropos del «arte» parietal magdaleniense (Hornos de la Peña, Les Combarelles, Le Portel, Eastern Cape Province, Teyjat, Espélugues, los dos famosos «hechiceros» de Trois Frères, los teriántropos «orantes» de Altamira, la máscara zooantropomórfica de El Juyo), y del Aziliense (el teriántropo de Rocamadour, el teriántropo grabado en hueso de Mas d'Azil). Aunque pueda parecer paradójico a primera vista, estos númenes teriántropos pueden considerarse una prueba indirecta de la interpretación hecha por Gustavo Bueno en El animal divino según la cual las pinturas parietales del Paleolítico no pueden explicarse solamente como mitos o magia de caza (como pretendieron el abate Breuil, Montespan o el Conde Begovien) sino que tienen un significado específicamente religioso. Como vemos, en los teriántropos los rasgos morfológicos animales y humanos aparecen compuestos de un modo explícito por lo que, si esa combinación tiene lugar en el ámbito pictórico de las morfologías, no parece gratuito suponer que las conductas animales y las praxis humanas (con sus aspectos morales, éticos, normativos, lingüísticos &c.) pudieran haber sido también combinadas, gracias a la potente herramienta del lenguaje fonético, de modo que esa composición de rasgos animales y humanos fuera imputada a los animales reales que se convertirían en los númenes de las primeras religiones. Los teriántropos serían así la prueba de que esos procesos combinatorios no son meras suposiciones sino que estaban teniendo lugar efectivamente. Otra

confirmación la encontramos entre nuestros contemporáneos primitivos que frecuentemente adjudican a ciertos animales caracteres humanos (maldad, pereza, diligencia, elegancia, &c.). Por último, las muestras de teriomorfos fantásticos, si bien son menos frecuentes (teriomorfos de Los Casares y Les Combarelles, osos con cabeza de lobo y cola de bisonte de Trois Frères, orantes pájaros de Altamira), también prueban que los rasgos de diferente procedencia son combinados en la pintura y en el arte mueble, lo que permite conjeturar que también se compusieron las conductas de diferentes animales. En cualquier caso, si suponemos que el numen es, siempre, un numen construido (no como alucinación subjetiva psicológica sino como contenido de la cultura extrasomática), entonces la cuestión que se plantea es la de cuáles son los componentes esenciales de su constitución. La filosofía de la religión «angular» pone el núcleo de esa constitución en las relaciones etológicas entre grupos humanos y ciertos animales. Estas relaciones irían variando progresivamente hasta dar lugar, por «metábasis»{31}, a las relaciones entre los grupos humanos y los númenes personales, las relaciones que podríamos ya considerar características de la «religión primaria». Nuestra propuesta consiste en sustituir el modelo de la «metábasis» por el de la «catábasis» {32}, que exige la convergencia de varias líneas diferentes, a la hora de proponer un modelo sobre el origen de las religiones. Además, el modelo de la conexión «sinecoide» permite considerar la posibilidad (teórica, al menos) de que algunas de esas líneas convergentes puedan ser relativamente diferentes en los orígenes de religiones diferentes.Resulta muy arriesgado determinar de una vez por todas cuáles son los cursos mínimos que puedan diferenciarse en dicho proceso de «catábasis». Las relaciones etológicas con animales cumplirán, sin duda, una función constitutiva en la medida en que el animal es un foco efectivo de inteligencia y voluntad. Ahora bien, si es que el numen es un numen personal, será imprescindible un curso que proceda de allí donde la noción de persona se configura en el ejercicio, es decir, de la cultura «circular» extrasomática {33}. El animal se convertirá así en numen personal por un proceso de convergencia de contenidos «angulares» (etológicos, ecológicos) y «circulares» (capacidad verbal, moralidad, personalidad, &c.). El componente que, en todo caso, nos parece esencial (y base de la relación «sinecoide» a la que hacíamos referencia) en la reconstrucción del proceso de «catábasis» que conduce a las religiones prístinas es el de la cultura objetiva extrasomática, en particular el lenguaje fonético, aunque también la pintura, el arte mueble, la danza, y la música. Sería a través de esa cultura extrasomática simbólica como se abre paso la «catábasis» que compone en una identidad los cursos «angulares» y «circulares». Nosotros consideramos muy improbable (por no decir imposible) que pueda haber religiones «circulares» puras en el Paleolítico. Ello es debido a que, aún en el caso en que un grupo humano tomara como númenes a otros sujetos humanos, probablemente sería a costa de adjudicarles algunos caracteres no humanos, que tendrían que ser caracteres animales, y entonces estaríamos de nuevo en un caso de composición de elementos «angulares» y «circulares», sólo que ahora el animal real de referencia sería un hombre desde el punto de vista etic. Cabría acaso una posibilidad puramente teórica límite en la que esa «numinización» de hombres reales consistiera sólo en una exageración de rasgos exclusivamente humanos, sin introducir ningún rasgo animal. En este caso habría contenidos mitológicos (los correspondientes a esos rasgos exagerados) pero no habría componentes angulares. Hacemos referencia a esta posibilidad límite como el geómetra habla de distancia cero o de triángulo birrectángulo, como situaciones degeneradas. Precisamente nuestra propuesta consiste en afirmar que los elementos «circulares» y «angulares» tienen que componerse entre sí para que pueda hablarse de religión en el Paleolítico: si consideramos sólo las relaciones «circulares» corremos el riesgo de que la filosofía de la religión se convierta en sociología de la religión pero, por la misma razón, si sólo tomamos en cuenta los aspectos «angulares», corremos el riesgo de que la filosofía de la religión sea sólo etología o ecología de la religión. Así pues, nosotros nos oponemos a las teorías de la religión que ponen el núcleo de la religión en un solo eje, sea éste el circular o el angular (teorías unidimensionales). Si la religión supone relación de los sujetos humanos con otros sujetos operatorios, y si esa relación supone capacidad verbal y caracteres y normas morales en esos otros sujetos operatorios, entonces los númenes tienen que ser una composición de elementos «angulares» y «circulares». Las teorías circulares puras no habría que descartarlas por el hecho de que los hombres que toman a otros hombres como númenes no sean hombres o sean «hombres vulgares» {34}, porque la

adoración o el culto a un animal, la conducta de ruego hacia un animal que hoy sabemos que no habla ni entiende, tiene tantos componentes falsos como la adoración o el culto a otro hombre y, entonces, los hombres del Paleolítico que ven en los animales cualidades humanas (númenes personales) también serían «hombres vulgares». La razón para descartar las teorías «circulares» puras es que son teorías «unidimensionales», lo mismo que las teorías exclusivamente «angulares». Las teorías puramente «angulares» no dan cuenta de por qué los númenes tienen caracteres humanos, por qué hablan, por qué se les puede hablar, por qué adquieren compromisos morales, por qué se atienen a normas, &c. Las teorías puramente «circulares» no dan cuenta de por qué esos hombres (etic) convertidos en númenes (emic) tienen caracteres que los alejan del propio grupo y los convierten en seres diferentes, en animales especiales. 3.2. Comentarios acerca de las diferencias entre los ejes del «espacio antropológico» Los númenes de las religiones primitivas son sujetos corpóreos, finitos, que realizan operaciones, por eso se parecen poco al Dios incorpóreo del cristianismo o al Dios aristotélico, que es un Dios absorto, «pensamiento del pensamiento». Esos númenes prístinos tienen que estar construidos a partir de los sujetos operatorios que tenían a la vista los hombres del Paleolítico que no son otros que los animales. Ahora bien, estos animales que realizan operaciones son tanto animales no humanos como animales humanos. Los ejes del «espacio antropológico», cuando se analizan desde categorías gnoseológicas del presente, pueden reorganizarse en dos grupos (ver nuestra tabla segunda). Por un lado los ejes «circular» y «angular», en los que se reconocen las operaciones de los sujetos animales (humanos y no humanos), son ejes que remiten a contextos operatorios «beta»{35} y en donde se da una co-determinación operatoria de unos sujetos por otros. De otro lado está el eje «radial», que podríamos coordinar con los contextos «alfa» operatorios {36}, en el que los sujetos humanos operan sobre cuerpos que no son ellos mismos operatorios, sobre cuerpos inanimados. Esta proximidad de los ejes «circular» y «angular» (frente al «radial») es una de las causas por las que, en el registro etnográfico e histórico, es muy frecuente que se considere a ciertos primates en continuidad con los hombres o, al contrario, que se considere que ciertos grupos humanos caen del lado de los animales. Basten algunas muestras, sin querer agotar este abundante material etnográfico. Los oubi de Costa de Marfil llaman a los chimpancés «hombres feos» ya que, según su mitología, a los seres humanos se les obligó a trabajar, pero los chimpancés, que son más listos que los hombres, desobedecieron esa orden y fueron desterrados a la selva y despojados de su belleza. Está prohibido matarlos porque se les considera más inteligentes que a los humanos. Los guro (Costa de Marfil) los consideran antepasados directos, los baulé (Costa de Marfil) los llaman «queridos hermanos», los beté (Liberia) los consideran «hombres salvajes» y «hombres que volvieron de la selva», y los mende del Norte de Nueva Guinea se refieren a los chimpancés como «personas distintas». En las cosmologías de varias sociedades preestatales amazónicas las diferencias entre animales humanos y no humanos son sólo de grado: así, por ejemplo, entre los achuar y entre los makuna consideran la caza como una interacción social en la que tanto los hombre como los animales están regidos por códigos morales. En la región canadiense subártica los indios cree aplican las relaciones sociales y de parentesco a animales humanos y no humanos sin solución de continuidad, de modo que hay vínculos de filiación y de amistad entre unos y otros. En el siglo V-VI antes de Cristo, Herón el fenicio confundió a los chimpancés o a los gorilas con «gente cubierta de pelo». Según Jacob Bontius {37}, los malayos dicen que los orangutanes hablarían si quisieran, pero no lo hacen porque temen que, de hacerlo, se les obligaría a trabajar. De hecho el término malayo orang-után puede ser traducido por «vieja persona de la selva» o «ser razonable de los bosques». En 1699, Edward Tysson, en su Anatomía de un pigmeo, confundió a un chimpancé con un humano, y su descripción fue tomada por Linneo para su Homo troglodytes (Hombre de las cavernas). Por otra parte, los ejemplos de humanos degradados de su condición son también abundantes. En general, las sociedades en las que hay canibalismo o esclavitud establecen una diferencia de naturaleza entre los del grupo propio y los de fuera. Sin llegar a ese extremo, hay muchas sociedades preestatales en las que se llama «hombres» a los de la cultura propia de modo que el resto son otra cosa: los indígenas de Borneo se llaman a sí

mismos orange (hombres), baka los pigmeos del Camerún, oroma los galla de Abisinia (en general hay que pensar que los hombres de las sociedades preestatales no son relativistas culturales ni relativistas raciales). También es bien conocido que, en el propio imperio español, se planteó el problema de si los indios caribes americanos eran verdaderamente hombres o no. Tabla 2 Los ejes del espacio antropológico clasificados según el contexto operatorio, y las «religiones primarias» Desde el punto de vista emic: Desde el presente: Ejes del interpretación de ciertos Contextos reconocimiento de espacio fenómenos como resultado de operatorios operaciones antropológico las operaciones de un sujeto realmente existentes corpóreo Se reconocen las Interpretación de operaciones Angular operaciones de animales o humanas como ciertos animales producidas por númenes BETA personales con correlato real Se reconocen las o por seres fantásticos Circular operaciones de otros teriomorfos o teriántropos sujetos humanos Interpretación de fenómenos naturales (el rayo, el trueno, No se reconocen los vientos, el mar Radial ALFA operaciones encolerizado, &c.) como producidos por un sujeto operatorio corpóreo oculto Por último, no queremos dejar de comentar la última fila de nuestra segunda tabla. Desde el estado de las ciencias del presente, nosotros podemos hacernos una idea bastante precisa de cuáles son los cuerpos realmente operatorios y cuáles no, y por eso tenemos criterios efectivos para poder distinguir las relaciones «radiales» de las «angulares» y «circulares». Sin embargo, sabemos que en las sociedades preestatales es frecuente que se responsabilice a sujetos operatorios ocultos de ciertos fenómenos cuya etiología «radial» hoy conocemos: el relámpago, el trueno, el viento, el mar encolerizado, &c. Esos fenómenos son interpretados por los nativos de estas sociedades como indicios de la existencia de un sujeto operatorio (ver cuadro inferior derecho). Ahora bien, esos númenes operatorios ocultos están hechos a imagen y semejanza de los seres operatorios realmente existentes, que son los animales humanos y no humanos, y, si esos númenes ocultos están sujetos a normas y despliegan una praxis de tipo humano, entonces tienen también componentes específicamente «circulares». Desde este punto de vista no nos parece del todo imposible que pueda haber cierta «Teología causal» en el Paleolítico. Si todas estas situaciones se valoran desde el presente, entonces podemos apreciar cómo, en el origen de las religiones paleolíticas, encontramos tanto la presencia de los animales reales como la relativa ignorancia y confusión propia de los pueblos primitivos: ignorancia de las situaciones etológicas etic, mezcla de contenidos «beta operatorios» animales y humanos (mezcla de conductas animales y praxis humanas), ignorancia de los procesos causales naturales «alfa operatorios» y aplicación de esquemas operatorios a contextos que hoy sabemos que no lo son. En concreto, cuando negamos que el hombre del Paleolítico pueda tener conciencia clara y distinta de la diferencia entre lo angular y lo circular (tal como la podemos tener nosotros desde el presente) lo que pretendemos es evitar la sustancialización de la idea de hombre y de los propios ejes del espacio antropológico, reconociendo que son esos ejes y ese hombre los que están, en ese momento, constituyéndose. 4. La verdad de las religiones: la verdad en sentido emic, la verdad en «sentido interno a la historia de las religiones» y la verdad «desde el presente» En este apartado vamos a tratar de discutir el significado que puede tener la expresión «verdad de la religión» cuando se aplica a las religiones del Paleolítico. El objetivo es precisar en qué sentidos puede decirse que estas religiones son verdaderas y desde qué presupuestos puede afirmarse que no lo son. Para nuestra discusión tomaremos como marco general la

clasificación de las diferentes modulaciones de la idea de verdad expuesta por Gustavo Bueno en su libro Televisión: apariencia y verdad{38}, e intentaremos desarrollar esa clasificación en las direcciones que sean significativas para nuestro propósito. Discutiremos hasta qué punto podemos hablar de una verdad propia de la religión, si reconocemos que la relación de los grupos humanos con ciertos animales del Paleolítico, además de ser una relación etológica y ecológica real, tiene componentes míticos, tal como hemos intentado probar en la primera parte de esta conferencia. Finalmente, expondremos de un modo muy sumario las consecuencias que nuestras consideraciones tienen a la hora de tratar del «curso» de las religiones. 4.1. Modulaciones de la idea de verdad que no son pertinentes para nuestro análisis De las once modulaciones de la idea de verdad que distingue Gustavo Bueno, las modulaciones personales parecen, en principio, las candidatas más claras para aplicarse a las religiones del Paleolítico. Por ejemplo, puede fácilmente argumentarse que esas religiones son verdaderas en un sentido «dialógico» (por consenso o por acuerdo, modulaciones 8 y 9), o en un sentido normativo, coactivo (modulación 10). Más difícil nos parece que se pueda aplicar la modulación séptima (verdad soteriológica) a la fase de las religiones «primarias». Ahora bien, estas modulaciones personales de la idea de verdad no nos permiten discriminar las religiones «primarias» frente al resto ya que también son aplicables a las otras dos grandes fases de la religión. Por tanto, no creemos que estos sean los sentidos utilizados por Gustavo Bueno cuando afirma la verdad de las religiones «primarias» frente al delirio mitológico «secundario» y la impiedad «terciaria». La modulación quinta, la verdad lógico material, quizás podría servir para considerar la verdad de las religiones en un sentido Histórico que podríamos llamar «trascendental». Estamos ahora hablando de la Historia con mayúsculas, la Historia como disciplina científica {39}, pero ya sabemos que esa Historia es una ciencia problemática que, en algunos de sus tramos, se da en continuidad con la racionalidad filosófica, con la filosofía de la historia, lo cual implicaría interpretar, en el mejor de los casos, que en la filosofía se puede dar de algún modo (por degradado que sea) esa verdad lógico material. En este sentido «Histórico trascendental», vamos a referirnos a la posibilidad de considerar la verdad de las religiones como contenidos necesarios de la Historia, como si fuesen «falsedades» históricamente necesarias (y, por tanto, en ese sentido Histórico, «verdaderas»). Desde este punto de vista, los contenidos falsos presentes en las religiones, en la magia y en los mitos de las sociedades paleolíticas, serían trascendentales en cuanto constitutivos, en su curso y con sus rectificaciones, del proceso que conduce a la aparición del hombre moderno. Por eso, esas instituciones culturales no podrían ser despachadas, sin más, como simples alucinaciones psicológicas o farmacológicas. Utilizando este criterio, una religión sería «verdadera» si es la religión propia de su tiempo, y sería «falsa» si es una religión arcaica en ese tiempo, si es una religión de una fase anterior (por ejemplo, una religión «primaria» que exista como supervivencia o «refluencia» en la fase «terciaria»). Pero, en esta acepción de verdad Histórica trascendental, también ocurriría que las religiones de las tres fases serían verdaderas pues son todas necesarias como fases previas a la constitución de la etología y de la biología científicas y a la constitución de la filosofía materialista del presente{40}. 4.2. Modulaciones de la idea de verdad que consideramos pertinentes: la verdad emic, la verdad «desde el presente» y la verdad «en sentido histórico interno». Las modulaciones de la idea de verdad que consideramos pertinentes para nuestro propósito serán aquellas que nos permitan discutir y entender por qué las religiones de la fase «primaria» pueden considerarse verdaderas mientras que las religiones «secundarias» y «terciarias» no lo son. Para ello contemplaremos tres variedades de la idea de verdad: la verdad en sentido emic, la verdad «desde el presente» y la verdad «en sentido histórico interno» (según una perspectiva «analéptica»). Las dos primeras las exponemos con el objeto de establecer una comparación con la tercera. La verdad en sentido emic nos pone muy cerca de la primera modulación de verdad distinguida por Gustavo Bueno, la verdad de apercepción, la verdad de la cosa (el animal real en las religiones del Paleolítico) tal como se le presenta a los sujetos de un grupo (ya que lo emic no lo interpretamos como interno al sujeto sino como interno al grupo). La verdad se dibuja frente a la alucinación, la ilusión subjetiva o la pseudo-percepción. Los grupos humanos del Paleolítico saben que los animales reales no son alucinaciones y se representan algunos

de ellos como númenes personales (que tienen capacidad verbal, que son portadores de valores morales y de rasgos de personalidad humanos, &c.), componiendo características animales y humanas. A partir del Neolítico, con la domesticación de algunos animales, el sometimiento de otros y la extinción de parte de la megafauna, los grupos humanos dejan de ver a los animales como númenes, y el correlato real de los nuevos númenes se aleja a un lugar inaccesible (al cielo estrellado, al Olimpo, &c.), aun cuando muchos rasgos de las morfologías animales sigan presentes mostrando la génesis «primaria» de las religiones. Diríamos que en esta fase, si nos atenemos al punto de vista emic, aunque no puedan percibirse directamente los númenes, sin embargo, se cree percibir como reales los resultados de sus operaciones. Por último, en las religiones monoteístas filosóficas de la fase «terciaria» se construye un dios sin ningún correlato real, alejado del mundo, un dios sin morfología, completamente abstracto, el «dios de los filósofos», un dios al que ya no se puede rezar y que pone a las religiones al borde de su desaparición como tales. Desde el punto de vista emic, la verdad de estas religiones aparece como «verdad revelada» aunque sólo puede entenderse (etic) cuando se la considera dialécticamente como una rectificación del delirio politeísta «secundario». A diferencia de la verdad emic, nuestra propuesta, en las consideraciones que llevamos haciendo en esta conferencia, consiste en evaluar la verdad de las religiones desde el presente (desde un punto de vista «metaléptico»{41} propio de la filosofía y de cierto modo de entender la historia), caracterizando el presente por el estado actual de las ciencias (la Biología, la Etología, la Psicología, la Etnología, &c.) y por el sistema filosófico del materialismo. Nos parece que el punto de vista emic, aunque imprescindible como punto de partida para cualquier análisis, no es, sin embargo, suficiente. Supondremos que esta verdad «desde el presente» podría incluirse en la modulación quinta de Gustavo Bueno (la verdad lógico-material) por estar fundamentada en las ciencias y en una filosofía crítica que toma a las ciencias como canon de racionalidad. Desde esta perspectiva, resultaría que las llamadas religiones «primarias» tendrían en su mismo núcleo componentes míticos. Aunque los animales que se toman como númenes sean animales reales (cuando lo son), ello no implica automáticamente que la religión primaria sea verdadera, pues a esos animales, al ser vistos como númenes, se les están adjudicando unas cualidades (de personalidad, de inteligencia, vicios y virtudes morales, capacidad verbal, &c.) que sabemos que no tienen. Efectivamente, habría una relación etológica verdadera sobre la que se construye la religión, pero esa religión, en lo que tiene de específicamente religioso, en lo que tiene de específicamente humano (no en lo que tiene de genérico, etológico), no es verdadera (vista desde el presente) pues implica considerar a los individuos animales como númenes personales. Podríamos decir que el numen animal será numen no sólo por lo que tiene de animal (de individuo animal), sino por lo que se percibe (emic) en él de humano (de numen personal). Por eso nos parece problemático hablar de númenes reales, pues lo real (desde el presente) son los animales, no los númenes{42}, y todavía más problemático nos parece hablar de religión verdadera en esta fase «primaria». La religión paleolítica supone siempre contenidos que, vistos desde el presente, son falsos: por ejemplo, la apreciación (emic) en un animal de ciertos rasgos morales, de una inteligencia, una capacidad de entender el lenguaje específicamente humano, o unos poderes que desde el presente sabemos que no tiene, o que no tiene hasta ese extremo que se supone (y que conste que afirmar esto no supone, en absoluto, decir que el animal sea un autómata o que sólo responda instintivamente: nosotros reconocemos a los animales inteligencia y voluntad en el grado en el que la etología y la psicología animal comparada lo han puesto de manifiesto para cada especie). Por tanto, la «experiencia religiosa» será una experiencia verdadera (en las religiones primarias) en lo que tiene de «experiencia» (de trato con algo real, por ejemplo con el animal real) pero no en lo que tiene de «religiosa» ya que, en este sentido, es una construcción ficticia posibilitada por una cultura extrasomática simbólica capaz de generar contenidos con cierta independencia de las realidades no simbólicas. Si la verdad de la religión se hace residir en la existencia de los númenes y en la relación del hombre con ellos, no podremos hablar nunca de religión verdadera, pues el numen no existe en el mismo sentido en el que existe el animal. El animal es real etic (excluyendo ahora a teriomorfos y teriántropos), el numen personal es real en cuanto contenido emic, interno a una cultura. Existen animales y los grupos humanos tienen relaciones etológicas y ecológicas con ellos. Pero los númenes existen en cuanto parte del material antropológico, en cuanto construcciones (emic) de la cultura extrasomática, construcciones que, desde el primer momento, tienen componentes falsos.

Tampoco podríamos hablar de religión verdadera si en el Paleolítico se diera el caso de que el animal real que se tomara como referente fuera un sujeto humano (etic) percibido como un animal más. En esta circunstancia, la consideración de un sujeto humano como un numen tendría también, indudablemente, contenidos falsos. Por lo demás, los contenidos míticos (falsos) de los númenes teriomorfos fantásticos y de los teriántropos son evidentes y no exigen mayor comentario. En cuanto a las religiones «secundarias» y «terciarias», cuando éstas son analizadas desde la perspectiva del presente, se puede concluir que ambas tienen contenidos falsos. Por ejemplo, desde la Meteorología y desde la Astronomía del presente, sabemos que es falso atribuir operaciones al trueno, al relámpago, o a los planetas y a las estrellas. Desde el materialismo filosófico, que tomamos como canon de la racionalidad filosófica del presente, también conocemos las contradicciones insalvables a las que conduce la idea del dios filosófico «terciario». Por último, creemos que es posible hablar de la verdad de las religiones en un «sentido histórico interno», en una perspectiva «analéptica»{43}, de modo que la verdad de cada fase de la historia de las religiones habría que evaluarla por relación a las otras fases. Si no nos equivocamos, éste sería el modo que permite hablar de la verdad de la fase «primaria» y de la falsedad de las fases «secundaria» y «terciaria». Se dirá entonces que la fase primaria es verdadera porque el correlato real del numen existe (cuando existe), es un animal linneano, y mantiene relaciones etológicas reales con los grupos humanos, a diferencia del numen «secundario» que no existe porque es un numen puramente mitológico, fantástico, inventado, y a diferencia del numen «terciario» que es un ente abstracto con el que ya no cabe religación real. Así pues, cuando nos atenemos a la verdad en este «sentido histórico interno», las religiones «primarias» (algunas, al menos) son verdaderas, las religiones «secundarias» son falsas, mitológicas, y las religiones «terciarias» son impías, es decir, ya no son verdaderas religiones (aunque su crítica al delirio mitológico «secundario» permita hablar de verdad en un sentido dialéctico). Este modo de aplicar las categorías del pasado a momentos ulteriores, propio de este enfoque «interno a la historia de las religiones» es un modo de proceder «analéptico», frente al punto de vista «metaléptico» característico del enfoque «desde el presente». En todo caso, la terminología que venimos utilizando (verdad emic, verdad «desde el presente», verdad en «sentido histórico interno») no debe hacernos olvidar que todo juicio acerca de la verdad de las religiones pretéritas está hecho desde el presente. Ahora bien, eso no obsta para que, en ese juicio, decidamos suspender momentáneamente algunas de las categorías del presente. Por ejemplo, cuando nos atenemos al punto de vista emic estamos intentando ponernos en el lugar de los humanos paleolíticos deduciendo sus operaciones y las representaciones internas a sus culturas a partir de ciertas reliquias (por ejemplo, el «arte» mueble y parietal) y a partir de testimonios de nuestros contemporáneos primitivos (conociendo la dificultad de aplicar patrones contemporáneos al Paleolítico). En este caso, intentamos que la verdad de las religiones quede definida en la inmanencia de esas culturas paleolíticas, en la medida en que esto sea posible. Cuando hablamos de verdad de las religiones «primarias» en «sentido histórico interno (analéptico)», aunque hablemos desde el presente, estaríamos intentando definir esa verdad respecto a las religiones ulteriores, y por eso podríamos afirmar la verdad de las religiones «primarias» frente a las «secundarias». Solamente cuando hablamos de la verdad «desde el presente» estamos tomando como referencia de un modo explícito las categorías de las ciencias contemporáneas (etología, zoología, ecología, psicología, neurología, &c.) y de la filosofía materialista y concluimos que los númenes «primarios» tienen componentes míticos porque, según sabemos hoy, los animales del Paleolítico no pudieron entender lo que los humanos les decían, no pudieron tener normas morales, ni caracteres morales, &c. 4.3. Consideraciones acerca del «curso» de las religiones Nuestra propuesta de considerar la verdad de las religiones paleolíticas tomando como referencia el presente científico y filosófico obliga a realizar ciertos ajustes en la manera de entender el «curso» de las religiones. Bueno resume del siguiente modo el esquema del

desarrollo de las religiones en la historia propuesto en su filosofía de la religión: «En El animal divino [...] las religiones primarias son presentadas como las religiones «verdaderas» en absoluto; las religiones secundarias son las religiones absolutamente falsas -las religiones del delirio mitológico-, y las terciarias, aun siendo falsas en absoluto, son relativamente verdaderas (en tanto son la negación de las secundarias)»{44}. Nosotros pretendemos que este esquema se corresponde con el modo de entender la verdad de las religiones en la perspectiva que hemos llamado «interna a la historia de las religiones». Como vemos, en este esquema, la verdad («absoluta») está al comienzo, y contrasta con la «absoluta falsedad» de las religiones de la segunda fase y con la débil verdad de las terciarias (verdad que, además, las aboca a su propio suicidio como religiones). Salomón Reinach, en su famoso Orfeo{45}, critica la idea del salvaje libre de Rousseau, «emancipado de toda sujeción», y dice de él que no tiene nada que ver con los salvajes reales que estudia la etnografía y que, por tanto, ese supuesto salvaje no es un verdadero salvaje sino que es «un filósofo que se ha desnudado». Del mismo modo, la religión natural de los ilustrados no sería la religión de los pueblos primitivos realmente existentes sino la religión de los propios ilustrados proyectada al Paleolítico. Pues bien, en el esquema de Bueno también la verdad está al comienzo («la religión verdadera en absoluto») lo cual significaría decir que el hombre del Paleolítico es plenamente consciente de las relaciones etológicas y ecológicas que mantiene con los animales y con otros grupos humanos. Ahora bien, desde los análisis que venimos haciendo, esto supone perder de vista la confusión (cuando se ve desde el presente) en la que vivía el hombre del Paleolítico: sus supersticiones, leyendas, mitos, magias, todos los conocimientos falsos que afectan a sus relaciones con los animales lo mismo que a otras esferas de la realidad. Por eso, parafraseando a Reinach, quizás podríamos decir que ese hombre del Paleolítico con su religión verdadera se reconcilia mal con los datos de la etnografía, y que, realmente, no es un verdadero salvaje, sino que es «un etólogo que se ha desnudado». Cuando analizamos las religiones tomando con referencia para evaluar su verdad el presente científico y filosófico, todas las religiones, incluidas las del Paleolítico, tienen componentes falsos y esos componentes van variando en el curso histórico, de modo que se rectifican unos y aparecen, por reestructuración, otros nuevos. En la tabla número tres tratamos de presentar de forma resumida algunos de los contenidos falsos presentes en las religiones de las diferentes fases, y, en la columna de la derecha, añadimos algunas notas acerca de cómo esos contenidos falsos se van rectificando progresivamente y se van ajustando a los cambios objetivos que se producen fuera de esas religiones. Desde este punto de vista, el paso de la religión primaria a la secundaria es, precisamente, el primer episodio de corrección de esos contenidos falsos presentes en las sociedades paleolíticas (al considerar a ciertos animales como númenes dotándoles de capacidad verbal y de caracteres humanos). Y eso contando, desde luego, con el hecho de que esa rectificación conduce a las religiones del llamado delirio politeísta, esas religiones que también tienen contenidos falsos, sólo que ajustados a unas condiciones materiales diferentes. Tabla 3 Contenidos falsos en las diferentes religiones y su rectificación contenidos falsos rectificación de esos contenidos falsos –Suponer en ciertos animales reales características de –Domesticación de los personalidad e inteligencia que no animales y control sobre la religión tienen (por ejp.: capacidad de fauna: los animales reales «primaria» entender el lenguaje dejan de ser vistos como específicamente humano) númenes personales –Composición de caracteres –«Metábasis por expansión» humanos y animales «Desmitificación ascendente» –Suponer la existencia de sujetos operatorios corpóreos ocultos religión –Control y conocimiento detrás de procesos naturales o de «secundaria» precientífico de ciertos acontecimientos humanos fenómenos naturales o de (sociales, políticos, &c.)

acontecimientos humanos. –Crítica filosófica a los mitos oscurantistas: religión –«Desmitificación «terciaria» descendente» –Crítica a la idea de Dios de la Ontoteología. –Rectificación del lugar del ateismo hombre en el mundo y en relación con los animales Si es así, el paso de la religión «primaria» a la «secundaria» podría verse como un proceso de expansión de los contenidos mitológicos presentes ya en la fase «primaria» al alejarse los referentes donde esos mitos hacen contacto con el mundo real. Los animales ya no pueden ser esos referentes y, entonces, se postula la existencia de sujetos corpóreos ocultos a los que se hace responsables de sucesos reales. También podrá ocurrir que los mitos de la primera fase, en ocasiones transformados, den lugar a una dogmática, con lo cual el tránsito de la primera a la segunda fase incluiría procesos de desmitificación ascendente. {46} Cuando estudiamos el tránsito de la fase primaria a la secundaria desde las premisas de El animal divino parece inevitable preguntarse por la razón de ser de las religiones mitológicas. Si los númenes del Paleolítico han desaparecido (sometidos por los hombres, arrojados fuera de su ámbito) o han perdido su significado numinoso al cambiar el hombre sus coordenadas, si el hombre ha sometido a los animales («Dios ha muerto»), entonces ¿por qué los númenes reales animales son sustituidos por númenes falsos, mitológicos? Desde las premisas de El animal divino, cabría esperar que la ausencia de religación real, positiva, en el periodo secundario, conduciría a la desaparición de las religiones. Desde nuestro análisis, sin embargo, no es difícil dar cuenta de esa transformación, ya que suponemos que en las religiones primarias ya están presentes, como partes «nucleares» ineludibles suyas, los componentes mitológicos. Son esos contenidos mitológicos los que llevan a asignar a los animales reales unas características que, de hecho, no tienen, y llevan a interpretar ciertos contextos materiales como producidos por supuestos sujetos operatorios ocultos que, o no existen de hecho, o, si existen, no están causalmente conectados con esos contextos (tormentas, rayos, arco iris, ríos, &c.). Podemos ensayar una reconstrucción del tránsito de las religiones primarias a las secundarias desde el esquema según el cual en las religiones primarías podría distinguirse una relación angular básica y una superestructura mitológica, siempre que entendamos las relaciones entre esa base y la representación superestructural de un modo «diamérico» (no como las relaciones entre los cimientos y los muros de un edificio sino como las relaciones entre los huesos y los tejidos del vertebrado). Desde este punto de vista se puede decir que el desplome de las religiones primarias tuvo lugar internamente como un todo cuando las representaciones acerca de los númenes fueron incapaces de mantener y nutrir la relación angular básica como resultado de los cambios objetivos que tuvieron lugar en el exterior de la religión (lo mismo que el vertebrado desaparece cuando los tejidos que rodean el esqueleto no son capaces de captar energía o de canalizarla dentro de su propia morfología) {47}. Como queda recogido en la tabla tercera, y coincidiendo plenamente con las tesis de El animal divino, los componentes falsos presentes en las religiones mitológicas serán rectificados cuando el racionalismo ejercitado en la protociencia y en la filosofía griegas, tomando como canon la ciencia geométrica, se aplique al análisis de las religiones politeístas y de los mitos oscurantistas. El Dios de Aristóteles sería el resultado de esa crítica, pero es un dios al que ya no se puede rezar pues ni siquiera conoce el mundo, es la «antesala del ateísmo». Así entendido, el paso de la fase secundaria a la terciaria contendría aspectos de una desmitificación descendente{48}, racionalista, que pretende atajar el delirio mitológico (lo cual no significa que neguemos la racionalidad sui generis ejercida que pueda haber en los mitos que acompañan a las religiones primarias y secundarias). Esa desmitificación descendente no pudo tener lugar en el tránsito del Paleolítico a la fase «secundaria», pero no porque las religiones prístinas no tuvieran componentes míticos, que los tenían, sino porque la invención de la Filosofía y de la ciencia en sentido estricto todavía tenía que esperar varios milenios. Pero aunque, en la fase «terciaria», las religiones se desembarazan de algunos de sus mitos, otros siguen presentes como supervivencias y otros son elevados a la categoría de dogmas (dándose también la «desmitificación ascendente»). –Suponer la existencia del Dios filosófico teológico del deísmo y el teísmo –El lugar central del hombre en la creación

Finalmente, en nuestra tabla se recogen también los aspectos falsos presentes en las religiones terciarias, pues esas religiones suponen la existencia del Dios filosófico teológico del deísmo y el teísmo y separan al hombre del resto de los animales mediante el dogma del alma humana inmortal. Estos contenidos falsos, aunque estén elaborados de un modo teológico, son los que quedarán rectificados desde la filosofía materialista atea y las ciencias del presente (Biología, Paleoantropología, Etología, &c.). Así pues, si es cierto, como nosotros pretendemos, que las religiones primarias no pueden ser llamadas verdaderas en un sentido pleno (desde el presente) entonces, la ordenación de las religiones podría entenderse como un proceso que conduce desde la percepción parcialmente errónea de ciertos animales (y hombres) por parte de los grupos humanos del Paleolítico hasta la asimilación correcta de nuestro lugar frente a los animales (tomando como referencia la teoría de la evolución, la ecología y la etología). En medio estaría la fase del dominio de los animales (la fase «secundaria») y la fase «terciaria» que, por razones ya filosóficas, en algunas versiones modernas, se ve obligada a «forzar los fenómenos» para concebir a los animales como máquinas (en la Antoniana Margarita de Gómez Pereira). Pasaríamos desde el momento de confusión de la religión «primaria», en que se considera a los animales tan inteligentes como a los hombres o incluso más (el momento de confusión entre las características operatorias del hombre y de los animales y de exaltación de las capacidades de los animales), hasta el momento de la máxima separación entre animales y hombres (como justificación del propio trato dado a ciertos animales), el momento en el que esos animales sufren su máxima degradación como autómatas. Y este itinerario discurre paralelo al del menor o mayor extrañamiento de los númenes: los númenes «primarios» tienen como apoyo real a ciertos animales a los que se les dota de características humanas o ciertos hombres percibidos como animales, pero, en todo caso, animales reales, cercanos. Pero, dominados éstos, los númenes «secundarios», aunque siguen siendo númenes corpóreos, se extrañan, se alejan, y pasan a poblar lugares inaccesibles para el hombre. Y, mucho más aun, el numen «terciario» que pierde toda morfología y se convierte en algo remoto, en un auténtico punto de fuga, antesala de su propia disolución. Por eso, en este sentido preciso, los númenes «secundarios» son más verdaderos que los «primarios», verdaderos críticamente, pues surgen de la crítica a la numinosidad «primaria» que exalta y exagera las capacidades de los animales reales (incluidos, en su caso, los animales humanos). Vistas desde el ateismo, las religiones mitológicas son más verdaderas que las religiones «primarias» precisamente porque sus dioses, alejados ya de la referencia a animales reales, están más cerca del dios «terciario» y, por tanto, del propio ateismo. Desde el presente, las religiones «terciarias» son vistas de un modo problemático: por un lado, son preferibles a las «secundarias» por su sobriedad que critica el delirio mitológico secundario y nos pone en la antesala del ateísmo. Pero, de otra parte, cuando llegan a defender la posición extrema del automatismo de las bestias se sitúan en el punto más alejado que quepa concebir respecto de la biología y la etología contemporáneas. Al ateismo sólo le quedará, entonces, prescindir del dios «terciario» al considerarlo una idea imposible de componer con cualquier otra realidad y, teniendo a la vista las ciencias, desbloquear la idea moderna de los animales-máquinas. Como vemos, el curso de las religiones no nos conduce a la reaparición de las religiones «primarias» (tras el delirio «secundario» y la impiedad «terciaria»), sino que nos conduce, por decirlo de un modo breve, al «ateismo con Etología», y a la imposibilidad de nuevas formas de religión (aunque las religiones de las tres fases sigan existiendo durante mucho tiempo, como supervivencias, por razones muy diversas). Las religiones «primarias» ya no pueden volver a implantarse hoy como religiones verdaderas, lo cual sería una prueba indirecta de que, visto el asunto desde el presente, tampoco eran plenamente verdaderas en el Paleolítico. El propio Bueno reconoce que, desde un presente sin extraterrestres, la religión «primaria» no puede ser verdadera hoy y afirma que la nueva piedad creciente hacia los animales no puede interpretarse como un resurgimiento de la religión «primaria» {49}. Alfonso F. Tresguerres, por su parte, en su polémica con Gonzalo Puente Ojea afirmó repetidamente que los animales no son realmente númenes porque, si lo fueran, «El animal divino no sería un tratado de Filosofía de la religión, sino el catecismo de la religión primaria»{50}. Además, en Los dioses olvidados, se remonta hasta el Paleolítico para entender el vínculo religioso entre el toro y el hombre, que

estaría en los orígenes del toreo y sería perceptible en algunos componentes de la estructura actual de la corrida de toros (en el culto al toro y en su sacrificio), pero también afirma que, en la corrida española, ese vínculo ha pasado del ámbito de lo sagrado al de lo profano, convertido en juego o en arte, y ha perdido su antiguo carácter numinoso {51}. Por tanto, tampoco en este contexto se puede hablar hoy de religión «primaria» verdadera. Por lo que hace a los extraterrestres, desde nuestros presupuestos, incluso aunque el contacto con extraterrestres llegara a hacerse realidad, tampoco está claro que ese contacto tuviera que conducir necesariamente a una religión de tipo «primario»{52}. Conclusiones Para terminar esta conferencia nos gustaría presentar de un modo resumido algunas de las conclusiones más importantes que se siguen de nuestro estudio: 1. En el núcleo de las religiones «primarias» encontramos componentes míticos que coinciden con rasgos de naturaleza humana atribuidos a ciertos animales reales: capacidad de entender el lenguaje específicamente humano, caracteres de personalidad, caracteres morales (virtudes y vicios), conducta moral, &c. 2. En el arte mueble y parietal del Paleolítico superior, desde sus inicios, encontramos abundantes muestras de númenes sin correlato real: númenes teriomorfos fantásticos y númenes teriántropos. 3. Podemos considerar la verdad de una religión desde el punto de vista emic.También podemos considerar la religión «primaria» como verdadera cuando definimos esa verdad en un sentido comparativo con respecto a las religiones «secundarias» y «terciarias» («verdad en sentido interno a la historia de las religiones»). 4. Desde el presente (definido por las ciencias y por la filosofía materialista) en los númenes de las religiones «primarias» encontramos contenidos que podemos considerar falsos. Pues bien, esto es todo. Tan sólo me queda agradecerles su atención. Ver como complemento de este artículo la Galería de teriántropos Notas {1} Vid. Gustavo Bueno, El animal divino, Pentalfa, Oviedo 1985, 2ª ed., Oviedo 1996, pág. 99. Sin embargo, no creemos que haya que tomar esta afirmación de un modo rígido porque, como se verá en nuestro apartado cuarto, la verdad se puede entender de muchas maneras y, por tanto, la posibilidad de la filosofía de la religión también. {2} Para la idea de «cultura objetiva» véase Gustavo Bueno, El mito de la cultura,Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 1996, pág. 237. {3} Véase El animal divino, 2ª ed. 1996, pág. 22 y pág. 145, n. 117. {4} Sobre los pares teoría/praxis y conocimiento/acción como conceptos conjugados que tienen que darse «diaméricamente» entrelazados y no pueden aparecer separados véase Gustavo Bueno, «Conceptos conjugados», El Basilisco, 1ª época, nº 1, págs. 88-92. Véase también Gustavo Bueno, «Cuestiones sobre teoría y praxis» en Teoría y praxis. Actas del XII Congreso de filósofos jóvenes (1975), Valencia, Fernando Torres, 1997, págs. 47-72. Véase también Gustavo Bueno, Imagen, símbolo y realidad (Cuestiones previas metodológicas ante el XVI Congreso de filósofos jóvenes, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1979, 26 págs. {5} Véase Gustavo Bueno, El mito de la cultura, pág. 237. {6} Véase Bueno, loc. cit.

{7} Sobre el concepto de «esencia plotiniana» dotada de «núcleo», «cuerpo» y «curso», puede verse Gustavo Bueno, El animal divino, págs. 112-113. {8} Para el concepto de «espacio antropológico» véase Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996, lectura segunda. {9} «Diremos, en resolución, que de nuestras premisas no parece derivarse la necesidad de considerar a los mitos cosmogónicos o etiológicos, en general (aunque sí los que se refieren al numen específico) como formando parte del cuerpo de la religiosidad primaria. La religión, según esto, en su primera fase, no es una filosofía, ni siquiera una protofilosofía. Es, más bien, una política práctica (que implica, indudablemente, una mitología relativa a la conexión del los animales y los hombres, y los animales entre sí)» Bueno, El animal divino,pág. 301 (las cursivas son de Bueno, los subrayados nuestros). Ver también págs. 244, 245 y 301 {10} «El numen es un «centro de voluntad y de inteligencia» capaz de mantener unas relaciones con los hombres de índole que podríamos llamar «lingüística» (en sus revelaciones o manifestaciones) del mismo modo que el hombre puede mantenerlas con él (por ejemplo en la oración)», Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 153. {11} Vid. infra, apartado 3.4. {12} Una definición de «sinecoide» puede verse en Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba Editorial, Barcelona 1999, pág. 473. {13} Gustavo Bueno afirma (en El animal divino, pág. 245) que no puede haber religiosidad primaria si no hay un lenguaje dotado de una mínima gramaticalidad. {14} «La base soporta, sin duda, a la superestructura, pero no como los cimientos soportan los muros del edificio, sino como el tronco de un árbol soporta las hojas o como, mejor aún, los huesos del organismo soportan los demás tejidos del vertebrado: las hojas no son meras secreciones del tronco, sino superficies a través de las cuales se canaliza y se recoge la energía exterior que hace que el tronco mismo pueda crecer; los tejidos del vertebrado no brotan de los huesos, sino ambos del cigoto. Por consiguiente, las superestructuras desempeñan el papel de filtros, canales, &c., de la energía exterior que sostiene a la base del organismo; por lo que el «desplome» del organismo tendrá lugar internamente (sin perjuicio de que pueda agotarse la energía exterior que lo alimenta), cuando las superestructuras comiencen a ser incapaces de captar la energía o de mantener el tejido intercalar que la canaliza dentro de su morfología característica. Ésta es la razón por la cual solamente cuando haya habido un cambio efectivo la realidad de las superestructuras se manifestará como tal, por su incapacidad para «re-alimentar» a la base, sin la cual el sistema no se sostiene. Pero cuando el sistema morfodinámico funcione, las estructuras que forman parte de su fisiología no podrán considerarse propiamente como superestructuras: una catedral, en la sociedad medieval, no es una superestructura de la «base feudal», sino que es un contenido a través del cual la producción se desarrolla según formas económicas, políticas, de contacto social, de conformación de jerarquías, con funciones de banco, de fuente de trabajo, &c. Según esto, mientras no faltasen los recursos energéticos del entorno feudal (incluyendo aquí a las otras sociedades) las catedrales no podrían considerarse como «sobreañadidas», sino como partes internas de la anatomía de esa «cultura feudal»; cuando los recursos se agotan, porque se han desarrollado nuevas formas de producción, las catedrales podrán impedir que el sistema subsista y determinarán la ruina de su base, que se desplomará sustituida por otra.» Gustavo Bueno, El mito de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 1996, pág. 232. {15} Véase Bueno, G. Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Cultural Rioja, Logroño 1991, págs. 82-83. {16} Una definición de la «ley del desarrollo inverso de la evolución cultural» puede verse en Gustavo Bueno, El mito de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 1996, pág. 192. {17} Cfr. El animal divino, 2ª ed., 1996, escolio 8, págs. 381-383. {18} Desde nuestra interpretación, este es uno de los criterios (aunque no el único) para distinguir el espacio etológico del espacio antropológico que suponemos diferentes (pues el espacio etológico no incluye a la especie humana «en la medida en que en ella se neutralicen o interrumpan las leyes etológicas»). La cuestión del número de ejes o de si el nativo distingue (emic) unos ejes de otros nos parece subsidiaria ya que suponemos que, en el Paleolítico, los dos ejes operatorios (el «angular» y el «circular») se encuentran (emic), en muchos casos, confundidos e indiferenciados (según sabemos por nuestros contemporáneos primitivos), vid. infra apartado 3.2. {19} Véase Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 245, donde dice explícitamente que la «religión primaria» va asociada a un lenguaje fonético dotado de una mínima gramaticalidad

y, por eso, no se le podría atribuir religiosidad «primaria» al Homo erectus (puede verse el texto en nuestra nota 20) {20} «Ahora bien, si el lenguaje fonético articulado no puede atribuirse al hombre de Neanderthal [...] entonces habrá que concluir que la religión primaria positiva no es anterior al Paleolítico superior y que la época del Musteriense-Neanderthal es, a lo sumo, una fase intermedia entre la religión natural y la positiva. Considerar alalo al Homo erectus, como lo hizo Haeckel, es tanto como dudar que él sea hombre en sentido estricto, sin que por ello haya de dejar de tener una cultura relativamente compleja, incluso rudimentos de señales fonéticas. Lo que no se le puede atribuir es religiosidad primaria. Ésta va asociada a un lenguaje fonético dotado de una mínima gramaticalidad y los indicios más seguros para determinar las fechas de aparición de ese lenguaje fonético-gramatical son indirectos, a través de la uniformidad de las piezas fabricadas normalizadas, más que a través de argumentos paleo-anatómicos, como advierte Clark. Rensch nos ofrece un argumento convergente: "El hecho de que el rápido y constante progreso de la cultura no se iniciase hasta el Paleolítico superior (Auriñaciense) hace sospechar que fue en este periodo cuando surgió un lenguaje propiamente dicho, al utilizarse determinados sonidos y secuencias de sonidos como símbolos"» Vid. El animal divino, págs. 244-245. {21} P. Lieberman, The Biology and Evolution of Language, Harvard University Press, Cambridge MA 1984. {22} B. Arensburg, A. M. Tillier, B. Vandermeersch, H. Duday, L. A. Scheparts & Y. Rak, «A Middle Palaeolithic human hyoid bone», Nature, 1989, n. 338 : 758-760. {23} C. Duarte, J. Maurício, P. B. Pettitt, P. Souto, E. Trinkaus, H. van der Plicht & J. Zilhào, «The early Upper Paleolithic human skeleton from the Abrigo do Lagar Velho (Portugal) and modern human emergence in Iberia», en Proceedings of The National Academy of Sciences (USA), Junio, 22, 1999. {24} Los estudios de AND mitocondrial, llevados a cabo por Svante Pavo de la Universidad de Munich en 1997, inducen a pensar que los neanderthales y los humanos modernos pertenecen a dos especies diferentes que habrían tenido ancestros comunes hace medio millón de años. {25} P. V. Tobias, «The emergence of spoken language in hominid evolution», en Cultural Beginnings: Approaches to Understanding Early Hominid Life-Ways in the African Savanna, ed. J. D. Clark, Habelt, Bonn 1991, págs. 67-78. {26} R. F. Kay, M. Cartmill y M. Barlow, «The hypoglossal canal and the origin of human vocal behavior», en Proceedings of the National Academy of Sciences,1998, v. 95, págs. 5417-19. {27} A. M. MacLarnon y G. Hewitt, «The evolution of human speech and the role of enhanced breathing control» en American Journal of Physical Anthropology,1999, v.109, págs. 341363. {28} Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez, La especie elegida, Madrid, Editorial Temas de hoy, 1998. {29} G. W. Hewes, «Primate communication and the gestural origin of Language», Current Anthropology, 14, nº 1-2, 1973. M. C. Corballis, «The gestural origins of Language», American Scientist, vol. 87, nº 2, 1999. D. F. Armstrong, W. C. Stokoe & S. E. Wilcox, Gesture and the Nature of Language, Cambridge University Press, 1995. R. Fouts, Primos hermanos, Ediciones B, Barcelona 1999 (1997). {30} A. Marshack, «The Berekhat Ram figurine: a late Acheulian carving from the Middle East», Antiquity, 71, 327, 1997. {31} Véase Gustavo Bueno, «Sobre la idea de dialéctica y sus figuras», El Basilisco, 2ª época, nº 19, pág. 48. {32} Gustavo Bueno, op.cit., pág. 49. {33} Esto es así porque la idea de persona más próxima al materialismo filosófico es, como se sabe, la «idea evolucionista de persona» (idea 12 de las expuestas por Bueno en El sentido de la vida, lectura tercera, apartado V), una idea «circular» de persona que excluye explícitamente el «eje angular». Bueno critica la idea 6 («la idea cósmica» de Fontenelle, Kant, Flammarion o Hoyle) aunque esa idea sí es «angular» y no excluye el contexto «circular», y además es una idea que se toma en serio la probabilidad de la existencia de extraterrestres corpóreos. La idea 12 supone negar el estatuto de persona real a los sujetos no humanos porque, si se les reconoce, entonces la idea de persona y la de su libertad quedará comprometida. {34} «Decir que un hombre adora a otro hombre (o le presta culto) puede ser un modo de referir hechos empíricos frecuentes en el mundo antiguo (el culto al emperador), por no referirnos

al mundo actual. La verdadera cuestión es ésta: ¿en qué medida puede llamarse «hombre» a quien adora a otro hombre o al hombre que se deja adorar? Si aquel que es adorado es un hombre ¿no habrá que considerar semisalvaje a su adorador? Y si el adorador es un hombre ¿no sería preciso considerar al adorado por lo menos como un semidiós?». Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 91. «Si se corrige la conclusión diciendo que lo divino no significa otra cosa sino lo humanosobresaliente, entonces estamos afirmando que lo divino es lo mismo que cierto conjunto de cualidades humanas sobresalientes (afirmación que sólo podría aceptarla el hombre normal, con lo que el evemerismo vendría a ser sólo la opinión de los hombres vulgares)» Gustavo Bueno, El animal divino, págs. 97-99. Pero los grupos humanos mantienen con los númenes «relaciones lingüísticas»: «El numen es un «centro de voluntad y de inteligencia» capaz de mantener unas relaciones con los hombres de índole que podríamos llamar «lingüística» (en sus revelaciones o manifestaciones) del mismo modo que el hombre puede mantenerlas con él (por ejemplo en la oración)», Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 153. {35} Una reexposición breve de la teoría de las metodologías operatorias puede verse en Gustavo Bueno, ¿Qué es la ciencia?, Pentalfa, Oviedo 1995, págs. 74-88. {36} Gustavo Bueno, loc. cit. {37} Jacob Bontius, De cuadrupedibus, avibus et psicibus, Leiden 1650. {38} Gustavo Bueno, Televisión: apariencia y verdad, Gedisa, Barcelona 2000, págs. 273 y ss. {39} Distinguimos aquí la Historia como disciplina científica, como una de las ciencias humanas (que escribimos con «H» mayúscula) de la historia entendida como los acontecimientos históricos sobre los que trata esa disciplina (historia que escribimos con «h» minúscula). {40} En este sentido interpretamos el siguiente texto de El animal divino (pág. 24, nota 16): «Sólo cuando la religión sea considerada de algún modo como una ilusión trascendental, como una falsedad antropológicamente necesaria o interna (y no un error contingente o adventicio, aún cuando fácil es comprender la dificultad de establecer una línea divisoria entre lo que es necesario y lo que es contingente cuando se habla, en el materialismo histórico, de necesidades históricas) cabría hablar entonces, a nuestro juicio, de una verdadera filosofía (aunque negativa, y acaso metafísica) de la religión». Véase también Gustavo Bueno, «Sobre la realidad de los númenes animales en la religiosidad primaria», El Basilisco, nº 20, págs. 87-88. {41} Sobre las ideas de «analéptico» y «metaléptico» véase Gustavo Bueno, Etnología y utopía, Jucar, Madrid 1971 y 1987, nota 36, pág. 156. {42} Alfonso Fernández Tresguerres, en sus «Lecturas de El animal divino.Respuesta a Gonzalo Puente Ojea» (El Basilisco, nº19, págs. 88-97), afirma rotundamente que no es lo mismo decir que los animales son númenes reales que decir que son realmente númenes. La primera afirmación sería verdadera y la segunda falsa, y la dificultad quedaría así aclarada explícitamente. Efectivamente, nosotros también suponemos que los animales no son realmente númenes pero, entonces, nos parece que la expresión «númenes reales» encierra cierta confusión entre el punto de vista que pueda tener un lector ateo desde el presente, y el punto de vista emic de los grupos humanos paleolíticos para los que algunos animales reales son reconocidos como númenes. Por tanto, cuando se dice que los númenes animales son reales lo que se quiere decir es que hay unos animales reales que los hombres del Paleolítico consideran númenes (emic), aunque no son realmente númenes. {43} Vid. supra, nota 41. {44} Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989, «cuestión undécima», pág. 436. {45} Reinach, Salomón, Orfeo. Historia general de las religiones, Daniel Jorro, Madrid 1910, pág. 25. {46} Para el concepto de «desmitificación ascendente» véase Gustavo Bueno, El mito de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 1996, pág. 23. {47} Véase Gustavo Bueno, El mito de la cultura, pág. 232. {48} Para el concepto de «desmitificación descendente» véase Gustavo Bueno, El mito de la cultura, loc.cit. {49} Dice Bueno: «Recíprocamente (cuando nos situamos en el punto de vista del «adulto civilizado»), la numinosidad animal primaria sólo puede entenderse, no directamente, sino a partir de las experiencias secundarias o incluso terciarias» (Gustavo Bueno, «Sobre la realidad de los númenes animales en la religiosidad primaria», El Basilisco, nº 20, pág. 88).

Bueno también dice: «Ahora bien, no creo que pueda verse en la nueva piedad «hacia los animales», creciente en la «Humanidad de los cinco mil millones», algo así como el resurgimiento de la religiosidad primaria. Ésta ha desaparecido al desaparecer la relación objetiva y sólo queda su silueta en línea punteada» Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989, «Cuestión undécima», págs. 442-443 (subrayado nuestro). {50} Alfonso Fernández Tresguerres, «Lecturas de El animal divino. Respuesta a Gonzalo Puente Ojea», El Basilisco, nº 19, pág. 89 y 96. {52} Alfonso Fernández Tresguerres, Los dioses olvidados, Pentalfa, Oviedo 1993, págs.15556: «Pues bien, como hemos visto, tanto en las religiones primariascomo en las secundarias se puede constatar la importancia de las relaciones de carácter numinoso entre el hombre y el toro. Tales relaciones se resumen en dos líneas fundamentales: el culto (al toro) y el sacrificio (del toro), que han ido evolucionando hasta pasar del ámbito de lo sagrado al profano o lúdico, desembocando en la corrida española [...], en la que se presentan convertidas en juego o en arte, perdido ya, o cuanto menos borrado y desdibujado, su antiguo carácter numinoso» {52} En todo caso, como dice Bueno, «aun supuesta la posibilidad ontológica de los extraterrestres, no nos parece que podamos fundar (por motivos epistemológicos) en esta posibilidad la construcción de una filosofía de la religión», Bueno, El animal divino, pág. 167. Cfr. Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989, «Cuestión undécima», págs. 438-439.

La Idea de religión desde el materialismo filosófico Una aproximación

Joaquín Robles López Comunicación al Congreso Filosofía y Cuerpo: debates sobre la filosofía de Gustavo Bueno (Murcia, 10 al 12 de septiembre de 2003) Pero ¿qué es religión? La mayor parte de las personas dirán que la pregunta tiene una respuesta inmediata: lo que todo el mundo sabe. Está claro que preguntar por la definición de algo es meter al interlocutor en un berenjenal. No hay tantos problemas si preguntamos por conceptos claros y distintos como los de la geometría. ¿Qué es un triángulo rectángulo? Es cosa sabida: polígono de tres lados con un ángulo recto. Pero las ideas no se dejan atrapar tan fácilmente al estar formadas por conceptos que se entretejen de modo no siempre claro, con zonas de rozamiento, con incompatibilidades. Las ideas suponen una totalización trascendental (totalización en tanto que sus partes atributivas,{1} los conceptos, quedan atrapados en ellas; trascendental{2} puesto que la idea trasciende,desborda cada uno de los conceptos particulares que la forman). La alternativa a la filosofía es aquí certeza psicológica o impresión subjetiva de

una certeza imposible («más vale sentir la compunción que saber definirla», decía Tomás de Kempis). No podremos abordar directamente la cuestión de la religión sin dejar meridianamente claras las coordenadas gnoseológicas por las que nos movemos. Principalmente porque estas coordenadas son criterios para la crítica (discernimiento, clasificación) de las diferentes alternativas existentes, y, muchas veces, incompatibles entre sí, a la hora de «conceptualizar» la religión.{3} Por de pronto habrá que calificar de ilusos a quienes pretendan «atenerse a los hechos», cuando la propia selección o criba (al decidir cuáles son «hechos religiosos» y cuáles no) exige un criterio de demarcación previo que no es sino la misma Idea de religión de la que se parte. Por poner un ejemplo bien gráfico: las procesiones de Semana Santa de su ciudad son, para un católico sevillano, un «hecho» o fenómeno «religioso» pero para un iconoclasta protestante o musulmán serán unas ceremonias supersticiosas. Esta figura (dialelo gnoseológico) ha de tenerse siempre en cuenta: calificar un hecho como «religioso» implica la posesión de una Idea o concepto de Religión que no podría remitirnos, a su vez, a otros hechos que implicarían, otra vez, la posesión de la Idea y así sucesivamente (el criterio del criterio). Para no caer en esta paradoja asumimos el dialelo como necesario y su corolario: la verdad de una teoría filosófica {4} sobre la religión no la pondremos en su adecuación con unos hechos que ya han sido clasificados, pidiendo el principio, como «religiosos», sino en la solidez del entramado filosófico, cifrada en su capacidad para dar cuenta de las diferentes categorizaciones o definiciones previas, partiendo de ellas –in medias res–, por un lado, y en la claridad y pertinencia de sus criterios propios a la hora de reorganizar la materia, el cuerpo mismo, de las religiones, pero también su desenvolvimiento histórico (curso) como despliegue y rectificación de un núcleo esencial, por otro. Estos son, a nuestro juicio, los dos ejes sobre los que se vertebra la Filosofía materialista de la religión desarrollada por Gustavo Bueno en El animal divino. Su importancia y alcance no habrá que medirlo por la falsabilidad o verificabilidad de las tesis que contiene sino, antes bien, en su comparación con otras teorías que, sin perder nunca de vista el aspecto gnoseológico, miden críticamente estas tesis al tiempo que ellas mismas también quedan «medidas», clasificadas desde esta teoría materialista (gnoseológica y ontológica). Por decirlo de otra manera: la Filosofía de la Religión no pretende enfrentarse a unos hechos como si estos estuvieran dados de antemano de forma objetiva sino que –considerando que esos hechos no pueden sino haberse diferenciado, en virtud de algún criterio previo, de otros hechos no religiosos (físicos o bióticos, por ejemplo)– debe constituirse como Teoría (filosófica) de las teorías (categoriales: psicológicas, sociológicas) disponibles sobre la Idea de religión. Si la doctrina zoológica o zoogenética desarrollada en El animal divino por Gustavo Bueno nos parece la más sólida de las disponibles no es por la cantidad de fenómenos que pueden verificarla o falsarla sino por su despliegue en armonía con los fundamentos gnoseológicos y ontológicos que la sostienen y que, dados por verdaderos (y la discusión de esto es otra discusión que, por motivos más que obvios, no podemos reproducir) dichos fundamentos nos vemos impelidos (como los cuerpos en la ley de inercia) a colegir, con Gustavo Bueno, en que, mientras otras no especifiquen los suyos, esta es la única doctrina capaz de reorganizar de modo convincente el «material religioso»: «El interés de este ensayo va dirigido, antes que a ofrecer una doctrina materialista de la religión, a explorar las condiciones en las cuales fuera posible hablar de una filosofía materialista de la religión... Con esto, tampoco queremos negar la posibilidad de que alguien, con certera intuición, pueda llegar al centro mismo de la naturaleza de los fenómenos religiosos, si es que tal centro existe. Simplemente queremos decir que esa intuición (que nos pondría delante de una filosofía verdadera de la religión) sólo habría de interesarnos en cuanto que es un material más, que ha de ser sometido (incluso para ser consciente de su auténtica significación) al análisis de las condiciones exigibles a una verdadera filosofía.» {5}

1. La Filosofía de la Religión está subordinada a la Antropología Filosófica Es claro que la Religión es cosa de humanos: Dios no es religioso. Las operaciones humanas (ceremonias) pueden clasificarse según las coordenadas del Espacio Antropológico. Por «espacio antropológico» entendemos no sólo una construcción racional capaz de reorganizar los fenómenos de la experiencia social, política, cultural... de los seres humanos, sino el orden mismo implícito de esos fenómenos: si podemos reorganizar la materia (las acciones, operaciones, ceremonias, humanas) es por referencia a otras organizaciones previas que consideramos insuficientes o deficientes. En concreto: el espacio antropológico ejercitado

en la concepción animista de Tylor consta de dos ejes: el que representa las ceremonias constitutivamente{6} radiales en las que intervienen humanos y cosas inanimadas –de las que algunas quedarían «animadas» en virtud de una ilusión psicológica– y el circular en el que se representan las ceremonias en las que los humanos se relacionan entre sí. Las ceremonias religiosas, según esto, serían constitutivamente circulares por cuanto ha de suponerse que la «re-ligación» la llevan a efecto, de un lado, un humano, de otro, un ser dotado de inteligencia y voluntad que ilusoriamente se representa, por parte del primer extremo de esta relación binaria, como no-humano y superior. O bien la religión es el resultado de ciertos mecanismos de compensación{7} psíquicos sustanciados en la transferencia de las cualidades humanas (voluntad e inteligencia) a otros seres no humanos –por eliminación: cosas–, una ilusión, por tanto, un no-ser constitutivamente falso que se resuelve en el ámbito de la psicología (al fin y al cabo, una forma de neurosis –Freud–) o de la sociología (cuando la ilusión aparezca más como idola tribu, como ilusión trascendental conectada a los intereses políticos o económicos; en cualquier caso, una superestructura –Marx– explicable en términos funcionalistas). En el caso de Tylor o de Marvin Harris, las religiones constituyen un campo privilegiado para la antropología científica que «observa los hombres como hormigas» porque, aun considerándolas meras alucinaciones, justifican su presencia por su funcionalismo: organizando la vida social y biológica (nacimientos, matrimonios, defunciones, &c.) y cubriendo «poéticamente» necesidades completamente prosaicas como el alimento o la procreación. Sin embargo advertimos que las tesis de Tylor, Harris, Marx o Freud no terminan de encajar bien una cuestión: ¿Existen realmente seres no humanos dotados de inteligencia y voluntad? Invocar el funcionalismo de estas «ilusiones» no justifica una respuesta negativa: el ingenuo creyente en la vaca sagrada hindú podrá advertir el funcionalismo de esta creencia como prueba de la verdad de su sacralidad. Pero no es posible omitir esta cuestión desde un punto de vista filosófico. No nos podemos desentender de una cuestión que ya no es antropológica sino ontológica. La negación de la verdad de las religiones y su sustitución por su «función» es resultado de procesos no explícitos ni en Freud, ni en Marx, ni en Tylor... De un lado, la negación de la existencia de los númenes (dioses o espíritus) se sobreentiende vinculada al carácter ilusorio de los «hechos» que emic se califican de religiosos. Pero este carácter no se puede llamar ilusorio hasta que no se demuestra la inexistencia del objeto, es decir: el miedo que el hombre pueda sentir ante un rayo no es más ni menos ilusorio que el que pueda sentir ante Zeus mientras no se demuestre que Zeus no existe y que el rayo es un flujo de energía eléctrica{8} (lo que elimina el miedo a Zeus, pero no a los rayos). Y si en este caso, requerimos la ayuda de la Física, cuando hemos de negar la existencia de un Dios único e infinito, omnisciente... requerimos la ayuda de la Ontoteología que, vista de este modo, es la antesala del ateísmo. Por nuestra parte, entendemos el agnosticismo cientista como el resultado de esta indeterminación ontológica con su corolario gnoseológico: el agnóstico no puede decidir sobre la existencia o inexistencia de Dios al entender que esta cuestión desborda los límites de su intelecto, al modo kantiano, atendiendo entonces a su funcionalismo práctico: poniendo a Dios fuera del mundo –aunque sea postulando su existencia– o bien dejándolo dentro en virtud de su misma practicidad. Pero, en ambos casos, negando que un ente tal pueda ser objeto del conocimiento humano. Gustavo Bueno volvió a dar la clave de todo este asunto con su Teoría de las Ideas:{9} sólo suponiendo que las ideas vienen llovidas del cielo o bien autogeneradas, podemos defender de alguna forma el agnosticismo. Si suponemos que las Ideas se forman del entrelazamiento de conceptos que, a su vez, proceden de operaciones quirúrgicas (de quiros, mano) –y la negación de este supuesto arruina toda filosofía que quiera definirse como materialista, y aun realista u objetivista si se prefiere– no podemos admitir ninguna clase de agnosticismo por cuanto equivaldría a negar el supuesto admitiendo la existencia de Ideas que desbordan los límites de la racionalidad humana (histórica) en la que se han forjado – exactamente lo que le ocurre a Descartes en la III meditación teniendo que concluir el francés en que sólo el propio Dios (concebido como res infinita) pudo poner en él la Idea– como si fueran de otro mundo. Pero si las ideas son construcciones del intelecto humano inmersas en su propia historia o dicho de forma más precisa: totalizaciones que se modulan y despliegan a través de la historia de los hombres y de sus instituciones trabando en su seno nuevos materiales, modificándose o modulándose (como la idea de Dios o Religión o Alma o Basura...), entonces, tenemos que ser capaces de poder reconstruirlas {10} desde sus orígenes como Ideas que no pueden desbordar el propio espacio antropológico ni mucho menos el propio intelecto. El agnosticismo se topa aquí con la mayor de las sospechas: si la ontoteología es la antesala del ateísmo el agnosticismo puede serlo del teísmo.

El animal divino, en tanto que verdadera filosofía materialista de la religión, no puede pasar por alto la cuestión de la verdad de las religiones, verdad que habrá que buscar en alguno de los ejes del Espacio Antropológico en la forma de un núcleo o esencia a partir del que pueda reconstruirse su curso histórico.{11} Pero en el Espacio antropológico «clásico» bidimensional sólo podemos acudir al eje circular («Los hombres hicieron a los dioses a su imagen y semejanza») como eje en el que representar dicho núcleo (circularismo, evemerismo): es la tesis de Feuerbach y de Marx (y es aquí, según Bueno, y no en los análisis psicológicos o sociológicos del tipo «La religión es el opio del pueblo», donde encontramos la filosofía de la religión de Marx). No obstante la hipótesis de Evemero o Marx nos parece más apta para describir las fases secundaria y terciaria{12} del curso de las religiones que para cubrir satisfactoriamente los problemas de génesis. 2. Humanos y cosas. También animales. (La etología es el misterio de la teología) Si los ejes son dos, entonces, lo que no es humano no es animado (ni inteligente, ni dotado de voluntad) y lo que no tiene voluntad e inteligencia no es humano. Así, los dioses: o bien son humanos, personales, o bien son puros mecanismos sin conciencia. En la tradición de la Ontoteología escolástica encontramos estas dos posibilidades: de un lado, el Dios aristotélico (primer motor, causa primera) impersonal de las cinco vías tomistas; de otro el verbo encarnado, el Dios personal y en continua relación (religión) con los seres humanos. El primero no puede ser objeto de veneración o culto: Aristóteles afirma la existencia de Dios pero niega la de la religión. El Dios resultante de las cinco vías tomistas no es el Dios de la fe sino el de la teología preambular «natural» (racional); una Idea límite que sólo admite un progressus dogmático cifrado en el dogma de la Encarnación de la Primera Persona en la Segunda. Con esto probamos dos cosas: la primera, que no hay religión sino en la interacción de voluntades de distinta especie (humana y divina). Segunda: el núcleo de la religión no podemos ubicarlo en el eje radial. Pero si lo hacemos en el circular ¿Cómo distinguir las relaciones religiosas de las que no lo son, como las relaciones comerciales, &c.? El circularismo conduce a un cruce de caminos: o bien reconocemos que la religión no existe más que como alucinación, falsa conciencia, en donde el extremo numinoso de la relación es un humano amplificado hasta el límite como efecto ilusorio provocado por mecanismos de compensación psíquicos, o bien la religión es una impostura de las clases dirigentes, de los poderosos, cuyo fin es la perpetuación de su poder. Y aunque algo de verdad encontremos en estas dos afirmaciones, sin embargo, de ninguna de ellas podemos inferir razón alguna sobre el núcleo o esencia de la religión; todo lo más una explicación satisfactoria de ciertos mecanismos psicológicos o sociales que explican la potencia de su desarrollo en fases avanzadas, que explican su validez ecológica, tanto en las sociedades bárbaras como en las civilizadas. Pero las operaciones humanas han de contar con otros elementos que no son cosas pero tampoco humanos: los animales. En una doctrina bidimensional del Espacio Antropológico, las relaciones entre hombres y animales serán puestas en el eje radial («doctrina del automatismo de las bestias») o en el circular (Morris habla, por ejemplo, de «contrato animal» y Mosterín, aquí en España, de «derechos animales», sin medir lo arriesgado de sus afirmaciones) quedando así los animales «homologados» con las máquinas, en el primer caso, o con los seres humanos, en el segundo. Esta ubicación de las relaciones entre los hombres y las bestias es poco convincente en sus dos variantes: la radial, por defecto: es una infravaloración, a todas luces, la consideración de las bestias como mecanismos insensibles; la circular, por exceso: es un absurdo otorgar derechos y deberes éticos (no decimos «políticos» porque redobla lo absurdo) a los animales. Sin embargo, tras los estudios de Lorenz y la popularización de la etología a través de la ingente cantidad de documentales en los que los animales se nos muestran dotados de capacidad proléptica (¿cómo explicar de lo contrario la precisión con la que una manada de lobos acosa a su víctima de forma organizada pero, al tiempo, adaptada a las circunstancias aleatorias –reacción del perseguido, accidentes del terreno, &c.– con respuestas satisfactorias que incluyen el error y el aprendizaje o la jerarquía, reparto de funciones, &c.?) resulta algo más que arriesgado mantener una y otra. La primera porque si el comportamiento animal está condicionado mecánicamente, entonces, también el humano lo estaría: no es posible defender el determinismo animal, por un lado, y el indeterminismo humano por otro pues las razones que puedan invocarse para justificar uno son perfectamente trasladables al otro.{13} La segunda porque si los animales tienen inteligencia y

voluntad, algunas diferencias nos impiden concluir (como algunos vegetarianos hacen) en que comer animales es un acto de canibalismo.{14} Gustavo Bueno afirma que la primera opción se adaptó mejor a los dogmas y principios morales del Catolicismo que la segunda, que corrió mejor suerte en las Iglesias reformadas. La solución a este aparente dilema pasa por su destrucción: reconozcamos que los animales son seres dotados de inteligencia y voluntad que interactuan con los seres humanos. Reconozcamos que estas relaciones se han modulado a lo largo de la historia humana pero no han desaparecido. Reconozcamos que esa inteligencia y voluntad no son humanas, pero tampoco impersonal el ser que las posee. Y sobre todo reconozcamos –salvo negación del evolucionismo– que la inteligencia humana se ha segregado de la animal en lo que constituye el mismo proceso de formación, «especificación», del ser humano. Y el reconocimiento responsable de esta situación nos lleva de forma necesaria {15} a rectificar la doctrina bidimensional clásica del Espacio Antropológico con un tercer eje que Bueno llama angular en el que quedan representadas las ceremonias que, de alguna u otra forma, relacionan hombres y animales.{16} Y es que sólo una vez culminado el proceso de segregación de lo humano del reino animal pudo percibirse a los animales como máquinas. Por esto, aun reconociendo que el evemerismo o circularismo puede dar cuenta del estado de la religión en fases avanzadas de su curso, aceptamos con Gustavo Bueno su insuficiencia para aclarar las cuestiones relativas a la génesis y al núcleo de la religiosidad. Si los dioses, como dice Evemero, son hombres con vidas ejemplares habremos de apelar a la ilusión como fundamento y perderemos el horizonte imperativo de una ontología materialista recayendo en el subjetivismo o el funcionalismo; es decir: lo numinoso no tendría ningún fundamento in re. La inclusión de un tercer eje diferencia al espacio humano del animal (Espacio etológico) y explica la cuestión de la génesis: si otros hombres o cosas son numinosos no lo serán como resultado de una ilusión o engaño inconsciente sino porque reciben su numinosidad que previamente existía como la característica del comportamiento animal frente al humano: «Los hombres hicieron a los dioses a imagen y semejanza de los animales», entendámoslo como: los seres humanos, una vez que se autoconciben como distintos de los animales, percibirán a estos como seres amenazantes o bienhechores y esta es la verdadera religión: la del hombre cazador del Pleistoceno. Una vez superada la relación de dependencia de los animales (por la extensión de la agricultura y la ganadería hasta las revoluciones industriales {17}) esta relación religiosa originaria se transformará quedando desplazado el núcleo hacia los propios humanos que más que amplificados habrá que entender como receptores de una numinosidad que ya no puede ser aplicada a los animales que han sido, en este mismo proceso histórico, subordinados a la condición de seres inferiores (en el límite, «máquinas» con pelo). Nos interesa sobremanera llamar la atención sobre la responsabilidad que recae sobre lo que denominábamos el horizonte ontológico a la hora de hablar de una teoría filosófica materialista de la religión: los dos errores más frecuentes en la interpretación del monumental ensayo de Bueno son, por una parte, el entender la tesis zoogenética sobre el origen de las religiones como una tesis categorial o positiva basada en la observación de ciertos fenómenos (como que el panteón egipcio o maya esté compuesto por divinidades zoomorfas o las pinturas rupestres) y no como una teoría filosófica; por otra, si bien conectada con la primera (es, en rigor, su corolario) la desconexión de esta tesis con el método filosófico que Bueno ejercita en sus trabajos y que ha sido convenientemente representado en la Teoría del cierre categorial o los Ensayos materialistas, es decir, lo que anteriormente denominábamos la Teoría (filosófica) de las Ideas de Gustavo Bueno. Y estos dos errores se deben, según mi juicio, a una lectura desatenta de la primera parte de El animal divino, esto es, la parte gnoseológica. 3. El dialelo Los distintos saberes categoriales no pueden por sí mismos explicar la esencia de la religión de forma que la dan por supuesta. Nuestra progresía oficial tampoco tiene empacho ninguno en pedir, como sustitutivo laico de la asignatura de religión una «Historia de las religiones» invocando, suponemos, la neutralidad axiológica de semejante asignatura. Sin embargo nos parece que esta opción es más falsa que la primera: si la religión se adjetiva como católica sabemos a qué atenernos, más aun cuando se le añade la coletilla «y moral católica». Sabemos que los alumnos van a encontrar un poutpourri de psicología, sociología, filosofía moral, ética, cuyo interés fundamental es el adoctrinamiento y la catequesis. Pero ¿qué encontrarán en una supuesta «historia de las religiones»? ¿Acaso no es una posición

ideológica partir de la existencia real de las religiones suponiendo también que tienen una historia específica? ¿Y poner todas las religiones en el mismo plano como si fuera lo mismo el Concilio de Trento que el ritual de la zombificación? Una historia tal no puede construirse más que como enumeración rapsódica de acontecimientos relevantes en el curso de las religiones «del libro».{18} En cuanto el profesor en cuestión de una asignatura semejante «interpretara» los datos se habría acabado la neutralidad, con la diferencia, respecto al católico, que resulta mucho más impredecible el tipo de adoctrinamiento al que se van a ver sometidos los alumnos (aunque la misma asignatura parece pedir como fundamento el relativismo cultural). Si el profesor de religión católica está afectado por el cerrojo teológico, el de una eventual Historia de las religiones se vería afectado por el cerrojo ideológico. Este ejemplo ilustra hasta qué punto son ideologías no filosóficas aquellas que se despreocupan de la cuestión lógica y metodológica del dialelo. Con este ejemplo queremos ilustrar la imposibilidad de acuñar doctrinas exentas, intencionalmente objetivas y neutrales que partiendo (siempre de modo intencional) de unos supuestos fenómenos religiosos pretendan dar razón de su génesis, historia y esencia. El dialelo representa la figura de un círculo que se produce cuando en una argumentación o discusión se parte de aquello que se pretende demostrar como cierto. Pero no es, según el sentido que utilizamos, un círculo vicioso, sino una figura necesaria, por ejemplo, en nuestro caso: no podemos admitir que alguien pretenda tratar la génesis y la historia de las religiones sin partir de una Idea previa acerca de la religión en la actualidad, en el presente; sería como intentar la reconstrucción de un cocodrilo a partir de átomos de carbono. {19} Damos como razón de la necesidad del dialelo lo que sigue: no podemos situarnos fuera del tiempo ni podemos recorrer (regresar) inversamente las etapas del curso de las religiones «sin mirar al todo». Pero tampoco podemos pretender encontrar la esencia de la religión en alguno de los fenómenos que, en la actualidad, entendemos como «religiosos», sin construir una Teoría que sea capaz de mostrar cómo a través de ese fenómeno podemos reconstruir la génesis y evolución de las religiones o su propio cuerpo ya constituido (por tanto, de los fenómenos que quedan segregados del núcleo) del que partíamos. La necesidad de partir de una Idea en la que los materiales religiosos del presente están contenidos es incuestionable. Pero esto no quiere decir que todos los conceptos entrelazados en esa Idea (en tanto que estos conceptos se refieren, semánticamente, a un campo de fenómenos y, sintácticamente, a un conjunto de operaciones) tengan potencia para establecerse como núcleo de la religión. Cuando se dice que el origen de la religión es el miedo a la muerte, por ejemplo, se está suponiendo ya que las ceremonias funerarias y las explicaciones del sentido de la existencia, de la vida ultraterrena o la resurrección de la carne, forman parte de la religión. Pero aunque sean materiales de la religión en nuestro presente y de nuestro pasado, tal fenómeno no nos autoriza a establecer la esencia misma en este material concreto sin dar más explicaciones. Principalmente, si además esta tesis se nos presenta como científica, porque pretende cerrar categorialmente (en la Psicología) la cuestión. Pero dudamos, con Bueno, que Religión denote a un concepto claro de naturaleza psicológica o sociológica. Al menos por dos peculiaridades suyas: la primera «derivada de la misma extensión trascendental del campo religioso» que nos impide separar con claridad lo religioso de lo que no lo es (lo sacro y lo profano), «Pero también, sobre todo, de las peculiaridades intensionales de los mismos fenómenos religiosos, en sí mismos considerados» en tanto que estos fenómenos pretenden ir vinculados con verdades ontológicas que no admiten como modo de explicación el de las ciencias categoriales-sectoriales.{20} «Ahora bien, si suponemos que la verdad de estos contenidos proposicionales de la religión forma parte intrínseca del campo de los mismos fenómenos religiosos y si estas verdades no pueden ser sometidas a prueba en el recinto de las categorías antropológicas (a las cuales, en todo caso, según hemos supuesto, habrán de pertenecer las ciencias de la religión –y puesto que a la Antropología científica no le corresponde tratar la cuestión de la existencia y naturaleza de los dioses, que pertenece a la Ontología, ni la cuestión de la naturaleza de la ciencia que pertenece a la lógica–), entonces habrá que concluir que las ciencias de la religión no pueden penetrar en la esencia misma de la religión en tanto que incluye referencia a tales verdades». {21} Así, de esta manera, queda vinculada, según nuestra interpretación, la verdadera filosofía de la religión a una Ontología «responsable»: queremos decir que la conexión entre filosofía de la religión y Ontología está explícitamente ejercida (literalmente representada) en El animal divino pero no en otras: ¿han tratado Tylor, Harris, Freud, Marx... el problema de la verdad de la religión realmente? Seguramente han negado su verdad pero modus tollens («Si todo fenómeno real no es alucinatorio, entonces, todo fenómeno alucinatorio no será real»): pero lo que hay que

explicar es, precisamente, la razón por la cual suponemos que los fenómenos religiosos son alucinaciones o ilusiones. Nos parece que la razón no representada en los citados es, también ontológica: los fenómenos religiosos son alucinaciones porque los dioses no existen. Si preguntamos ¿por qué no existen? ¿no caeremos en un círculo vicioso al decir «porque son alucinaciones»? 4. La Teoría del núcleo (esencia) de la religión de Gustavo Bueno es una Teoría Filosófica y no una hipótesis científica Porque, además, toda teoría sobre la esencia de la religión lo es igualmente. En primer lugar, por negación de la posibilidad de cualesquiera ciencias categoriales para cubrirla completamente sin desbordar su campo específico (sin que quepa aquí la solución de la interdisciplinareidad dado que éste es un concepto denotativo que deja sin explicar la problematicidad misma de la Idea de religión expresada en las zonas de fricción de los distintos conceptos que puedan formarse). En segundo lugar porque entre el conjunto de fenómenos de los que se parte, dando por supuesto que son fenómenos religiosos, nos encontramos con la existencia de los dioses que, además y con toda razón, podemos calificar de central. Y si la cuestión de la existencia o inexistencia de los dioses se admite como fundamental entonces: O bien declaramos que la religión no existe en cuyo caso las ciencias de la religión serían ciencias de lo que no es. O bien declaramos que la religión es una patología de donde resultaría que las ciencias de la religión serían psicología aplicada a un tipo de neurosis o sociología aplicada a los idola tribus. O bien , con Santo Tomás, damos por probada la existencia de Dios por la Teología natural. O bien, modulando el argumento ontológico, admitimos la existencia de númenes en los que situamos la verdad de las religiones. Es decir: asumimos la existencia de estos númenes como la razón de ser de la posibilidad misma de una verdadera filosofía de la religión. Y estos númenes, entendidos como centros de voluntad y poder no humanos, sólo pueden ser los animales{22} pues los dioses de las religiones secundarias (mitológicas) desaparecieron engullidos en el infinito dios terciario y éste queda disuelto en el Ateísmo. La cuestión de la verdad ontológica de las religiones queda así ligada a los parámetros de una ontología materialista. En este sentido interpretamos la conocida polémica que sostuvieron Gustavo Bueno y Gonzalo Puente Ojea (con la participación de Alfonso Tresguerres y Pablo Huerga) en El Basilisco. Sólo los fenómenos y las operaciones en las que hombres y animales aparecen re-ligados pueden constituir el núcleo verdadero de las religiones o lo que es lo mismo: sólo a partir de esta re-ligación originaria podemos reconstruir las fases de la religión de acuerdo con una ontología materialista. Y, aunque a simple vista parezca paradójico, sólo así podemos demostrar la falsedad de las dogmáticas terciarias. Un ejemplo: si recaemos en psicologismos dejaremos abiertas todas las puertas a la posibilidad de que el argumento gire 180 grados: ¿no somos los ateos seres desilusionados o traumatizados por experiencias juveniles calamitosas, según algunos teístas recalcitrantes? Con esto no queremos decir que no existan otros fenómenos vinculados a las religiones realmente existentes sino que su vínculo presupone el desenvolvimiento de la esencia misma de la religión, esto es, su curso, al que se adhieren al modo, por ejemplo, de atributos diaméricos.{23} En cualquier caso, para muchos, la cuestión de la esencia (en rigor: de la verdad) de las religiones es un asunto sin importancia. Lo destacable será el análisis sociológico o psicológico de la cuestión. Pero, lejos de lo que pudiera pensarse, esta posición no es exclusiva del agnosticismo. Un fenómeno interesante y paralelo ha tenido (tiene) lugar en el terreno del

teísmo: el fideísmo irracionalista al que tampoco le interesa la cuestión de la existencia de los dioses. También este fideísmo acaba justificándose por sus efectos benéficos (psíquica y socialmente): por proporcionar «esperanza» o bienestar psíquico o bien, mantener la familia unida, &c. Pero del mismo modo que preferimos, entre los teístas, a Santo Tomás, por razones análogas, entre los increyentes, preferimos el ateísmo fundamentado de Gustavo Bueno. Porque mientras unos apelan únicamente a la fe o a la intuición, éste construye una verdadera filosofía materialista de la religión que niega la existencia del Dios terciario pero explica cómo pudo construirse semejante Idea. Notas {1} Los todos pueden ser atributivos o distributivos. Los primeros se definen por la relación sinalógica entre sus partes, su unidad procede de la composición entre partes diferentes. El aparato digestivo es una totalidad atributiva «conectiva» de partes desemejantes. Los segundos se definen por la relación de analogía o semejanza entre sus partes: un conjunto de cerillas dispersas sobre una mesa es una totalidad distributiva. {2} Trascendental no significa aquí «puro» o «a priori» en sentido kantiano sino, como en la tradición de la lengua española, «capaz» de desbordar el contexto en el que se gesta. Es trascendental el pecado original en la tradición católica puesto que trasciende a quienes lo cometieron y se traspasa a toda su descendencia, en este caso, a toda la especie. También «Basura» es una idea trascendental pues desborda cada una de sus especies quedando «conectada» con una concepción del mundo. {3} Por «conceptualizar» entiendo definir la esencia o núcleo de forma clara y distinta, si bien parcial e insuficiente, poniendo el núcleo de la religión en algún lugar: por ejemplo en procesos alucinatorios (Freud, Tylor, Engels) o sociológicos (Weber, Marx). {4} Distinguimos entre teorías científicas, filosóficas o teológicas. {5} Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 26, de la segunda edición, Pentalfa, Oviedo 1996. {6} La esencia de una ceremonia la encontramos en su momento constitutivo. (Ver Gustavo Bueno, «Ensayo de una teoría antropológica de las ceremonias», en El Basilisco, 1ª época, nº 16). {7} Serían los sentimientos de miedo, temor la verdadera causa de la religión. {8} Si prescindimos del análisis ontológico no podemos determinar a priori la falsedad o verdad de los sentimientos de temor o cualesquiera. A Descartes, aplicada la duda metódica sobre los datos de los sentidos le parece, en sus metafísicas meditaciones, que «Todas las ideas que aparecen en mi entendimiento son iguales» desde el punto de vista formal. {9} El lector puede consultar ¿Qué es la Filosofía? y El papel de la filosofía en el conjunto del saber, entre otros textos de Bueno. {10} «Re-construcción consecuente con el dialelo»: sólo desde nuestra posición histórica podemos referirnos a la cuestión de la génesis de la religión. {11} Gustavo Bueno reformula el argumento ontológico anselmiano de forma materialista: la posesión de Ideas o de conceptos «en el intelecto» implica la verdadera existencia de esas Ideas o conceptos: esencia y existencia forman una identidad sintética que, al menos en el caso de las Ideas, sugiere una unidad problemática. {12} Ver nota 23, sobre los atributos diaméricos de las religiones. {13} Tesis que defendió Gómez Pereira en su Antoniana Margarita, editada recientemente (Universidad de Santiago y Fundación Gustavo Bueno, 2000), en las que niega el alma de los brutos si bien más parece que su propósito fuera negársela a los humanos (ver el estupendo «Estudio preliminar» de José Luis Barreiro en la edición citada). {14} Nos parece innecesario, dada la naturaleza de esta exposición, dar más argumentos. {15} Y no por capricho o ganas de molestar de Gustavo Bueno como alguno ha sugerido (por ejemplo, Ricardo de la Cierva hablando de El Animal Divino y haciéndolo de forma más que despistada). {16} Aunque no todas las relaciones ni con todo tipo de animales son relaciones numinosas, angulares. {17} Gustavo Bueno ilustra la «muerte de Dios» proclamada por el loco de la linterna nietzscheano con una foto del matadero de Oviedo en la que aparecen unas vacas abiertas

en canal y colgadas por pernos. La potencia y sutileza de esta interpretación es impresionante. {18} Las que no tienen libro no tienen historia. Son objeto de la Antropología o Etnología. {19} En su última publicación, El mito de la izquierda, Gustavo Bueno presenta otro ejemplo de indudable interés: La nación política no puede construirse a partir de la nación étnica ya que la nación política ya nace en el seno del Estado del Antiguo Régimen en el que las naciones étnicas han sido reabsorbidas. No puede pretenderse fundamentar la nación política en la étnica. {20} Recordamos la imposibilidad de circunscribir la Ontología a un sector cuando, por definición, está en todos ellos. {21} Gustavo Bueno, El animal divino, págs. 58 y ss. {22} Al realizar este trabajo ya sabemos algo sobre las importantes objeciones que David Alvargonzález ha puesto a este asunto. {23} Ver escolio 13, «Atributos diaméricos de las religiones: dogmatismo y represión», pág. 401, en El animal divino, ed. cit.

¿Ortodoxos y heterodoxos?

Joaquín Robles López Crónica de un Congreso sobre Gustavo Bueno celebrado en Murcia del 10 al 12 de septiembre de 2003 «Sócrates, dijo, yo (Protágoras) me he encontrado en combate de argumentos con muchos adversarios ya, y si hubiera hecho lo que tú me pides: dialogar como me pedía mi interlocutor, de ese modo, no hubiera parecido superior a ninguno, ni el nombre de Protágoras habría destacado entre los griegos. Entonces yo (Sócrates), que me había dado cuenta de que no estaba satisfecho de sí mismo y de que no quería de buen grado dialogar respondiendo, pensé que no era cosa mía permanecer en la reunión». (Platón, Protágoras. 335 a, b. Traducción de Carlos García Gual.)

Nuestro propósito es este: aplicar el parámetro expresado en la pregunta titular de este artículo a una serie de ponencias desarrolladas en el congreso «Filosofía y Cuerpo» para mostrar, a través del desarrollo mismo de dicha aplicación, su «insolvencia» que, como trataremos de demostrar, se desprende del resultado que arroja. Y lo hace porque estos parámetros no son de naturaleza filosófica sino sociológica e incluso psicológica. Queremos decir que los mismos parámetros sólo tienen validez como criterios extra-filosóficos por lo que la clasificación de las distintas ponencias en un lado u otro es artificiosa e insuficiente. Artificiosa porque hay que forzar las interpretaciones desde los mismos parámetros postulados a priori cayendo en flagrante petición de principio. Insuficiente, pues muchas ponencias

quedarían fuera de la clasificación no pudiendo estar en ninguna de las dos clases especificadas. Se nos podría objetar que actuamos tramposamente al elegir un criterio de clasificación, sabiendo que no es válido, pudiendo elegir otros, pero si lo hacemos es porque consideramos que este criterio está operando, de facto, en la concepción que sobre el devenir del método filosófico de Gustavo Bueno, en sus desarrollos ulteriores, tienen quienes, obviamente, no son Gustavo Bueno, pero de alguna forma están vinculados al Materialismo filosófico. O sea, que es un criterio realmente existente (es posible que, además, vagamente representado) con una influencia decisiva –hasta el punto de ser la causa del abandono de las reglas de la dialéctica en más de un debate abierto en esta misma revista– a la hora de representarse la situación, el estado actual, de un sistema filosófico, el construido por Bueno, que no tiene parangón con ningún otro al haber desbordado ampliamente el «arco de los dientes» del constructor y haberse convertido (y esto es ya innegable muy a pesar del ninguneo sistemático al que la mayoría de autoridades académicas le han condenado) en un operador capaz de dar cuenta del incesante tejer y destejer de los materiales constituyentes de los conceptos y, a través de éstos, de las Ideas. Un sistema filosófico que ha adquirido un nivel de complejidad tal que es posible y necesaria su reexposición constante (doxográfica, y dogmática como es toda reexposición de un sistema filosófico) que, dada esta complejidad, genera muchos problemas y nuevos análisis, y, al mismo tiempo, posibilita su aplicación en progressus a nuevas situaciones o a otras Ideas no presentes en el discurso regresivo del propio compositor. Esto ya da una razón orientativa de lo que queremos demostrar aplicando estos parámetros: que al hacerlo todo queda desvirtuado («sociologizado», «psicologizado») y los argumentos filosóficos pasan a un segundo plano. Si estas consideraciones nuestras en torno a un Congreso tienen algún interés éste habría que situarlo no tanto en la negación de la utilidad y pertinencia del parámetro con el que las clasificamos cuanto en el distanciamiento crítico, que dicha negación supone, respecto a quienes pensamos que, de facto, están dándolo por bueno sin haberlo examinado atentamente. Y al paso, señalar cómo el Congreso sobre Gustavo Bueno celebrado en Murcia es por sí mismo la constatación efectiva de su impotencia (la del parámetro, claro, no la de Bueno) e insuficiencia. Es de suponer que se me agradecerá no extender más de lo debido las cuestiones preambulares de este asunto. Cuestiones que tienen que ver con los adjetivos ortodoxo y heterodoxo. Se me concederá de principio (lo que no es obligatorio) que, ciñéndonos al asunto que nos ocupa, serían ortodoxos quienes, al menos en sus ponencias, describieron algunos cursos del Materialismo Filosófico (bien metodológicos, bien doctrinales) re-exponiendo los argumentos de su compositor, y heterodoxos quienes partiendo de alguna exposición de Bueno, precisan, puntualizan, corrigen y, en el límite, niegan, algunas tesis sostenidas por el autor. Dando como buena esta división tendríamos entre los primeros a Íñigo Ongay, Silverio Sánchez y quien esto suscribe. Entre los segundos Alberto Hidalgo, Fernando Pérez Herranz y David Alvargonzález. El resto de ponencias no se ajustan ni al primero ni al segundo: Pedro Insua y Atilana Guerrero, por ejemplo –recientemente acusados, bien que veladamente y sin nombrarlos directamente, por parte de Pérez Herranz, de seguidismo dogmático, en esta revista digital– no caben, por sus ponencias de Murcia al menos, ni en el primero, pues no hicieron reexposiciones o doxografía sino que plantearon el desarrollo de dos cuestiones (el darwinismo y el dogma de la Encarnación, respectivamente) desde una perspectiva interna al materialismo filosófico pero sin repetir ningún análisis que sobre ellas hubiera trazado Bueno previamente sino, antes bien, aplicando a los materiales por ellos seleccionados los criterios del Materialismo Filosófico. Ni en el segundo, pues sus ponencias no suponían ninguna corrección o desviación del sistema que precisamente están ejerciendo.

Tampoco los dos primeros conferenciantes, Elena Ronzón y Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina satisfacen las exigencias del parámetro. Ronzón camina el sendero de la Antropología Filosófica de Bueno más, como los anteriores, se para en unos recodos específicos, en su caso, la constitución de la Idea moderna de «Hombre» en el XVI. Sánchez Ortiz de Urbina despliega la ontología de Bueno sobre el mapa husserliano en una densa y difícil exposición que sin duda merece una lectura paciente pero que, para nuestros fines y en cualquier caso, resultaría grosero encasillarla en un lado u otro. ¿Y cómo clasificar en un lado u otro las originales y divertidísimas disertaciones de Felicísimo Valbuena sobre la vigencia de las controversias cristológicas o de Francisco Giménez Gracia –estupendo su libro La cocina de los filósofos– sobre el pregón del queso l'afuega el pitu? ¿Y las exposiciones de Mariano y Patricio Peñalver? El primero compuso un homenaje a Gustavo Bueno a partir de aforismos sobre los cuerpos pensantes en la mejor de las tradiciones de la filosofía verdadera: la de Gracián. El segundo planteó problemas muy fértiles e insospechados sobre las religiones terciarias en su especificación como religiones con teología. Tampoco para ellos es apropiado el parámetro. Que tal cantidad de ponencias y comunicaciones no quepan en ninguno de los dos grupos creados a partir del parámetro ortodoxia/heterodoxia ya dice bastante sobre su validez, al menos, por relación a este campo fenoménico constituido por las diferentes exposiciones habidas en el Salón de actos de Cajamurcia. Sin embargo nos sigue pareciendo pertinente mantenerlo, de momento, aunque sólo sea porque siguen habiendo seis que lo cumplen a primera vista y porque, y no es menos importante, podría ampliarse el campo fenoménico con las diferentes aportaciones que los ponentes y otros que, o no estuvieron en Murcia o callaron, estando como estaban allí (por diferentes motivos entre los que cabe destacar el ofrecido por Pelayo Pérez que adujo necesitar al menos 25 minutos cuando se le informó que sólo disponía de 20), han realizado en otros lugares. Esta ampliación del campo podría remitir a unos y otros a un subconjunto u otro. Lo que nos interesa, empero, es llamar la atención sobre el hecho de que esta ampliación del campo oscurece aun más la cuestión dado que quienes pueden ser calificados de heterodoxos por artículos recientes (Pérez Herranz en su artículo sobre Vitoria, Descartes y el Imperio) resulta que en otros artículos anteriores serían ortodoxos (el mismo Pérez Herranz en su pulcra y original explicación de La filosofía de la ciencia de Gustavo Bueno, en El Basilisco, nº 26, 1999). Y sin embargo este mismo parámetro inválido está siendo utilizado como excusa para no entrar a discutir cuando al plantear, por parte de Insua, Guerrero y yo mismo, algunos «peros a Pérez» la reacción del crítico criticado consiste en insinuar prejuicios derivados del fervor ortodoxo de quienes critican al crítico. Reaccionando con indignación y espanto a las críticas y repitiendo los mismos argumentos en su exposición de Murcia, como si las respuestas críticas no hubieran existido (y exigiendo, además, que fuera Gustavo Bueno y no unos becarios quienes contestaran). Fernando Pérez Herranz cometió una indecencia dialéctica, tal y como manifesté en el coloquio posterior a su ponencia, a saber: la propia del método sofístico de un Protágoras al que le preocupa más su fama que la verdad y, temiendo perderla a manos de segundones, prefiere no mancharse las manos y ofenderse por el aluvión de datos (en rigor se trataba más bien de argumentos históricos) que Insua y Guerrero ofrecían en sus contraargumentaciones. Por descontado que la mera suposición de que éstos o quien esto suscribe actuamos a las órdenes o por encargo de Bueno hay que interpretarla como un insulto a repartir. Las críticas y argumentos pueden ser repasados en las páginas de El Catoblepas: nada hay en ellos que pueda resultar injurioso. Nada que pueda interpretarse como seguidismo dogmático, pues el único dogmatismo es el de Pérez Herranz, al que considerábamos capaz de hacer frente a estas críticas sin importarle de donde vinieran. Si Pérez Herranz no quiere medir sus fuerzas dialécticas defendiendo sus afirmaciones de los argumentos contrarios debe ser por otros motivos a los aducidos por él mismo porque: si los críticos repiten los argumentos buenistas sin ninguna originalidad ¿a qué viene pedir que el propio Bueno los repita otra vez? Y si son argumentos diferentes ¿cómo sostener la acusación de dogmatismo y seguidismo acrítico de quienes los formularon? No queremos decir que Pérez Herranz no tenga el derecho a callar (aunque tal derecho no nos parece tal sino, antes bien, la renuncia al derecho de contrarréplica) sino que el ejercicio de ese derecho lo obliga a dejar totalmente la cuestión. La falta de sindéresis está aquí en la repetición de los mismos argumentos del principio, como si no hubiera pasado nada, en un ejercicio de tolerancia extrema: «tolerancia» que no es ninguna virtud, sino arrogancia del que pasa olímpicamente de los argumentos de unos becarios (a los que por otra parte estima

capaces de reproducir la doctrina buenista, cosa que, personalmente, no considero nada insultante –ojalá que fuera así: es un elogio para el pianista que le digan que interpretó a Listz como el propio Listz) insolventes. Gustavo Bueno nos parece que contestó en Murcia y dio por buenos los argumentos de Insua y de Guerrero: ¿se defenderá ahora Pérez o seguirá fundamentando sus críticas en la necesidad de no ser ortodoxo o dogmático respecto a Bueno? Porque llevado este delirio de originalidad a su extremo resultaría que la mejor forma de ser buenista consistiría en, ¡¡partiendo de su método de análisis demostrar la falsedad del método de análisis!! (J. B. Fuentes se ha convertido en un verdadero especialista en esto). De diferente naturaleza fueron las intervenciones de Hidalgo y Alvargonzález: el primero no criticó ninguna tesis de Bueno sino que estableció dos periodos en su producción: el primero académico –en donde Bueno habría desarrollado su ontología y filosofía de la ciencia, esbozando además el proyecto de una noetología– y un segundo, mundano, coincidente con su retiro forzoso, en el que habría tratado otras cuestiones como la Televisión o España. En qué medida esto supone una crítica a la producción de Bueno es algo que se nos escapa: ahora es Bueno el heterodoxo de sí mismo. Sin embargo nos parece que la división que propone Hidalgo carece de fundamento. Nos parece que el método ejercido en los cinco tomos publicados de la Teoría del cierre categorial no difiere mucho del empleado en Televisión: Apariencia y Verdad o España frente a Europa, salvo en las peculiaridades propias de las diferentes Ideas tratadas en uno u otro caso. La división de Hidalgo creemos que está fundada en aspectos extrafilosóficos: si la Idea de Ciencia, por ejemplo, sugiere un análisis académico se debe a que la Filosofía de la Ciencia es una disciplina cultivada de modo muy prolijo en las distintas facultades de filosofía mientras que son mucho más raros los análisis sobre la Televisión o España en ese contexto. Pero este interés se basa en factores sociológicos o derivados de la diferente complejidad y abundancia de análisis disponibles en uno y otro lugar. Nos parece que Hidalgo y otros consideran mucho más importante la culminación del proyecto de una Noetología, esbozado en El papel de la filosofía en el conjunto del saber, que el despliegue del Materialismo Filosófico en otras Ideas como Basura pero, y desde el punto de vista filosófico, que no es otro que el defendido por Parménides en su diálogo con Sócrates, la cuestión filosófica está en determinar por qué la verdadera filosofía académica ha de centrarse en unas ideas y no en otras. Esta cuestión quedó inédita en la exposición de Hidalgo. David Alvargonzález, en una espléndida y clara exposición, rectificó la tesis central de El animal divino según la cual el núcleo verdadero de la religión estaría en el eje angular del Espacio antropológico aduciendo que en la génesis de las religiones estarían actuando mecanismos circulares, de falsa conciencia –cuya referencia fisicalista serían los teriántropos– y sugiriendo con ello que la tesis sobre la existencia de una verdad en las religiones es, cuando menos, problemática. Nos parece que estas observaciones de Alvargonzález, que obligan a precisar algunos aspectos relativos al concepto de Espacio antropológico, suponen una rectificación no sólo de las tesis de Bueno sobre la existencia de los númenes sino, sobre todo, de los principios ontológicos de una filosofía materialista de la religión. No podemos decir nada más al respecto aquí pero reconocemos que Alvargonzález nos obliga, con sus importantes observaciones, a volver sobre la cuestión precisando tal cantidad de análisis que se hace imposible tratar, en este lugar, con más extensión la cuestión. Lo que subrayamos es que las tesis del profesor de Oviedo no son una rectificación de Bueno sino la negación de los mismos parámetros de la filosofía materialista aplicados a un caso concreto: nos parece que si Alvargonzález tiene razón, entonces, el proyecto de una filosofía materialista de la religión tendrá que ser dado por muerto. Por ello tampoco creemos que el adjetivo heterodoxo tenga ninguna relevancia ni que opere ningún mecanismo sociológico o psicológico en esta negación, sino que hay unas dificultades bien apreciadas por Alvargonzález que obligan, si no se neutralizan, a abandonar uno de los desarrollos más importantes del Materialismo Filosófico. De la parte de los ortodoxos la cuestión es todavía más oscura: insistíamos al principio en la necesidad de reexponer los análisis de Gustavo Bueno, de difundirlos (y tanto más en un congreso dedicado al filósofo y celebrado en «la academia» de Murcia) pero ¿no es toda reexposición de un sistema o doctrina filosóficos necesariamente dogmática? ¿acusaríamos de dogmatismo a quien explica a sus alumnos la deducción trascendental de las categorías de Kant o las cinco vías de Santo Tomás, por ejemplo? ¿Acaso serían distintas las exposiciones doxográficas de un kantiano o tomista que las de quienes no lo son? La originalidad aquí no está, ni puede buscarse, en la corrección o rectificación (que por otro lado puede ser más intencional que efectiva) de las tesis explicadas sino en la composición formal y objetiva del análisis que, de forma necesaria, tenderá a privilegiar unos

aspectos sobre otros, introducirá ejemplos o analogías diferentes según el tipo de público al que se dirija o según la prudencia de cada cual y que, fundamentalmente, recorrerá unos caminos distintos llegando a unas conclusiones que podrían estar previstas previamente en lo explicado o podrían no estarlo sin que esto último suponga ninguna rectificación o crítica. Que este tipo de análisis lo hayan hecho individuos que no mantienen vínculos con la Universidad es un factor sociológico importante: el profesor de bachillerato no es claro por cortesía sino por obligación. ¿Acaso no tiene importancia sociológica que el bando heterodoxo esté compuesto en su totalidad por profesores universitarios? No nos atrevemos a decirlo tajantemente pero este fenómeno está presente: que se puede analizar de diferentes maneras es también claro. J. B. Fuentes en su crítica a la totalidad –Cuaderno de Materiales (versión digital)– lo interpreta como apoyo dogmático de profesores de bachillerato que al no poder entrar en la Universidad ven en Bueno a una especie de azote de las cátedras y se alinean con él como pago al pábulo que Bueno nos dio con sus críticas a los verdaderos cultivadores de la filosofía académica. Pero este argumento sociológico-psicológico puede ser puesto del revés apareciendo, entonces, los profesores universitarios como individuos que tienen la necesidad de criticar a Bueno como respuesta a sus ataques a la institución de la que comen, o bien como medio para obtener prestigio, y cátedras, entre los profesionales de la filosofía. Vamos, haciendo méritos para algún día poder decir: yo superé (rectifiqué, critiqué o derrumbé) a Gustavo Bueno. Si esta última interpretación es una grosería (sociologista, psicologista) ¿no lo es también la primera? ¿Acaso no lo es también cuando se distingue entre dogmáticos y críticos –ortodoxos y heterodoxos– y se postula la necesidad y originalidad de los segundos y la cerrazón y seguidismo de los primeros? ¿Y qué decir del que pudiendo tener razón en sus críticas se niega a sacar del error a quienes las cuestionan considerándolos inferiores, perros guardianes que repiten compulsivamente la voz de su amo? ¿puede alguien explicar a este miserable profesor de bachillerato dónde y en quienes está la falta de sindéresis, de decencia dialéctica? Concluimos en que, como en la apreciación de Galileo sobre los aristotélicos de su época, «es más buenista el que dice esto es verdad porque lo puedo argumentar y sostener responsablemente ante las críticas –vengan de donde vengan– que el que dice esto es verdad, o mentira, porque lo dice Gustavo Bueno».

En torno a la «verdad» de las religiones primarias

Iñigo Ongay de Felipe & David Alvargonzález Correspondencia en torno al problema de la «verdad» en las religiones primarias mantenida entre Íñigo Ongay y David Alvargonzález (julio-agosto 2004) Presentación Entre los días 10 y 12 de septiembre de 2003 tuvo lugar, en Murcia, el Congreso «Filosofía y Cuerpo: debates en torno a la Filosofía de Gustavo Bueno» {1}, en el transcurso del cual David Alvargonzález pronunció una conferencia titulada «El problema de la verdad en las religiones del Paleolítico»{2}. Meses después, ya en el verano de 2004, Íñigo Ongay, que había asistido a esa conferencia y que conocía el texto preparado por David Alvargonzález para su publicación, mantuvo con el autor un intercambio epistolar. A continuación, y en atención al interés filosófico que esas cartas pudieran tener, reproducimos la correspondencia que, en los meses de julio y agosto de 2004, se cruzaron Ongay y Alvargonzález.

•1• De: Íñigo Para: David Título: Fecha: Miércoles, 14 de julio de 2004

Ongay Alvargonzález Comentarios

Estimado David; Bueno, pues ya leí tu trabajo entero y me ha servido para hacerme una idea más precisa de la que me formé en Murcia acerca de tus tesis principales (nunca es lo mismo poder leer el texto tranquilamente, &c.) aunque también he podido ratificar la impresión que obtuve en su momento. Lo primero que habría que decir es que el artículo me ha parecido magnífico en cuanto que señalas problemas reales de la filosofía materialista de la religión defendida en El animal divino, sin que ello quite desde luego para que tus objeciones a su vez puedan ser objetadas. Tal y como yo lo he entendido el problema principal al que apuntas puede formularse del siguiente modo: los componentes mitológicos-circulares de las religiones primarias que Bueno situaba únicamente en el cuerpo de las religiones (que a su vez admite componentes de los tres ejes) habría que desplazarlos hacia el propio núcleo –que de este modo tendría que ser considerado ya bidimensional, resuelto entre los dos ejes operatorios del espacio antropológico– en tanto que al margen de tales componentes, la inversión antropológica que da paso a la religión desde la protoreligión natural etológica no podría tener lugar (y aquí la conexión sinecoide entre la relación angular-etológica «básica» y los componentes míticos «superestructurales» de la que hablas), ni tampoco podrían los individuos animales quedar convertidos en númenes personales. Pero si ello es así, entonces toda vez que las características que el paleolítico atribuye a los animales reales aparecen recusadas desde el estado actual de la zoología y la etología efectiva (los númenes no hablan ningún lenguaje humano –a pesar del Ameslan, el Yerkish y lo que se quiera–, ni menos entienden estos lenguajes, ni su conducta está regida por normas morales, &c., &c.) habrá que reconocer al menos tantos aspectos «falsos» en tales religiones (los aspectos mitológicos «superestructurales») como los que detectamos en las «secundarias» (y viceversa: de alguna manera se podrá decir que las religiones secundarias tampoco son falsas absolutamente como sostiene Bueno, puesto que suponen la rectificación de la mitología primaria y además están más próximas que estas a la disolución terciaria de la religión), de modo que la afirmación de las religiones paleolíticas como las verdaderas (la religión verdadera) quedaría seriamente comprometida. A la vez haces uso de las modulaciones de la idea de verdad recorridas por Bueno en Televisión: Apariencia y Verdad, para señalar que las religiones primarias serán verdaderas en todo caso en el sentido de la verdad «emic» (que coordinas con la verdad de apercepción de la que habla Bueno), pero no en el sentido la verdad entendida desde «el

presente» (desde el estado presente de las ciencias) supuestos sus componentes míticos, y considerando las cosas desde la perspectiva «interna a la historia de las religiones» (perspectiva que tu interpretas como la utilizada por Bueno para consignar a las primarias como verdaderas frente al delirio mitológico secundario, falso absolutamente, y a la verdad relativa de las terciarias), se podría decir incluso que las secundarias son verdaderas frente a las primarias –de aquí casi se seguiría efectivamente que las primarias son las absolutamente falsas, a pesar de la relación etológica real que incluyen, dado que no corrigen ningún contenido falso de formas anteriores de religiosidad (anteriormente sólo nos queda la religión natural)–. Como elemento referencial de todo ello, ofreces los teriántropos y teriomorfos del arte parietal y mobiliario, que componen rasgos «humanos» y «animales». Y evidentemente siempre hay que tener muy en cuenta que en el paleolítico no pueden darse los ejes como perfectamente disociados dado que en este momento tanto los ejes como el propio «hombre» permanecerían in fieri, y precisamente el eje angular y circular se habrían mantenido tan próximos entre sí que no tiene nada de particular las contaminaciones entre ambos... Ahora bien, aunque evidentemente debemos evitar la hipostatización de los ejes, no se trata de que los primitivos tuvieran una representación perfecta de la disociación de los mismos, si no de que nosotros, en nuestros días, con los ejes ya perfectamente disociados, y en vistas de que la religión no puede consignarse en su núcleo bajo el eje radial por no ser operatorio, ni tampoco en el circular, puesto que éste se mantiene regulado por el canon de la igualdad (lo que impide que pueda haber númenes humanos, circulares), sólo podremos mirar –apagógicamente– hacia el angular y entonces si nos encontramos númenes humanos (o rasgos humanos numinosos) lo serán en tanto que vistos emic desde el eje angular, sub specie animalitatis (cosa que también puede ocurrir con elementos radiales, plantas, &c.). Es decir, que lo crucial cuando procedemos in medias res, es dar por supuestos los tres ejes por más que en el paleolítico hayan permanecido confusos ellos mismos... en fin, el dialelo que como ya sabemos es siempre imprescindible tener en cuenta. Por otro lado, por lo menos tal y como yo veo el asunto, a los númenes reales (aunque según tu diagnóstico esto de los númenes reales hay que ponerlo en cuarentena) no sobreviene la numinosidad por vía del eje circular como parece que das tú por supuesto, si no del mismo eje angular (por eso te decía en Gijón que parecía que el eje angular quedaba un poco desdibujado), y ello sin perjuicio de que después pueda haber también relaciones numinosas entre humanos –sólo que estas relaciones entonces, como dice Bueno en El animal divino, dejarán de ser específicas en tanto circulares–. Y sobre todo: tal y como yo he leído siempre el libro (ya sé que en este asunto no estarás de acuerdo, como parece que tampoco lo está Tresguerres aunque su posición es más ambigua), no puede decirse que los númenes tengan o no «correlatos reales» en los individuos animales; más bien lo que sucede es que los númenes reales «están ahí fuera» (para decirlo televisivamente), en la megafauna pleistocena, en unos sujetos operatorios y prolépticos (no autómatas como ya sabemos), cuyas simetrías en sus relaciones etológicas con los sujetos operatorios humanos no son ninguna fantasía, tal y como tampoco es fantástica o alucinatoria la «comunicación no verbal», el saludo, &c., &c., y son estos mecanismos (bien reconocidos por la etología) los que están funcionando en la religación de cuarto género... es decir, que no hace falta que el tigre de dientes de sable o el oso de las cavernas entienda o hable los idiomas de los primitivos para que haya religión verdadera... En fin, esto es lo que se me ocurre de momento... Un saludo, Íñigo

•2• De: David Para: Íñigo Título: La verdad Fecha: Domingo, 1 de agosto de 2004

de

la

Alvargonzález Ongay religión

Apreciado Íñigo, En primer lugar quisiera darte sinceramente las gracias por tu carta y por dedicar parte de tu tiempo al estudio de mi trabajo. Puedo comprobar que has hecho una lectura detenida del texto y, por supuesto, una lectura también muy cuidadosa de El animal divino. Si todos los lectores fueran como tu, yo no podría menos que estar satisfecho puesto que el objetivo perseguido por mi estaría plenamente cumplido. Ese objetivo no es otro, como tu bien dices, que «señalar problemas reales de la filosofía materialista de la religión defendida en El animal divino», especialmente tratar de precisar las modulaciones de la idea de verdad que utilizamos cuando hablamos de «verdad de la religión». Por supuesto, yo no pretendí agotar el asunto y sólo quise llamar la atención sobre la importancia de su discusión. En tu carta mencionas a Tresguerres de quien dices que mantiene una posición ambigua. No estoy seguro de entender a qué te refieres y en qué medida crees que la posición de Tresguerres es distinta de la de Gustavo Bueno. Si pudieras aclararme este extremo sería para mi del máximo interés. Por supuesto, sigo a la espera de cualquier otro comentario. Un saludo muy cordial, David Alvargonzález

•3• De: Para: Título: Re: La Fecha: Lunes, 2 de agosto de 2004

Íñigo David verdad

de

la

Ongay Alvargonzález religión

Estimado David; Efectivamente me parece que Tresguerres se mantiene dentro de los límites de la más «exquisita ortodoxia» (por decirlo así, aunque ya sabemos, entre otras cosas por Joaquín Robles, que ese criterio habría que triturarlo) respecto a El animal divino. La referencia a Alfonso, venía a cuento precisamente de un párrafo de su respuesta a GPO [Gonzalo Puente Ojea], un párrafo que tú mismo citas en tu trabajo. Y es que matizar como hace él que los animales «no son realmente númenes» aunque sean «númenes reales» puede, en efecto, conducirnos a detectar una cierta ambigüedad subyacente al concepto mismo de «numen real» como concluyes tú, pero Tresguerres no lo detecta así; y a mí juicio con razón, dado que, como te indicaba en mi anterior mensaje, no debemos perder de vista que los númenes no están «en las pinturas parietales» o en la estatuaria mobiliar, sino en los mismos animales reales con los que el hombre mantiene relaciones numinosas también reales, en base a características de estos animales que no son alucinatorias ni falsas, ni meras invenciones, y que no dejan de resultar ratificadas por los mismos desarrollos de las ciencias etológicas (Gustavo Bueno habla del saludo, podríamos aludir a las paradas de intimidación, a las exhibiciones de fuerza, a las conductas estratégicas, la «inteligencia maquiavélica», la comunicación no verbal &c., &c.). Es decir, que no hace falta que nos imaginemos capacidades lingüísticas o morales, sensu stricto, en la megafauna pleistocena para que reconozcamos a los animales reales (sujetos operatorios dotados de «vis cognoscitiva y apetitiva») como auténticos «centros generadores de voluntad e inteligencia». En el momento en que perdemos de vista que los númenes no es que tengan «correlatos», sino que «están ahí», empezamos a movernos en la vecindad de Puente Ojea... Y por otro lado, tal y como también ponía de manifiesto en mi anterior carta, las precauciones críticas inexcusables a la hora de prevenir la hipostatización de los ejes del espacio antropológico, no deberían ser óbice de lo siguiente: aunque en el paleolítico los ejes puedan todavía aparecer formándose procesualmente, in fieri (de modo que sería realmente

disparatado imaginarnos al paleolítico como un avezado lector de El animal divino, que supiese representarse los ejes bien disociados a la hora de emprender la caza del rinoceronte lanudo), eso no quiere decir que nosotros no debamos proceder (el dialelo, al que aludía también en el otro mensaje) dando por supuestos los tres ejes, y entonces si el núcleo (otra cosa es el cuerpo que se resuelve en los tres ejes como ya sabemos) de la religión no podemos encastrarlo en el circular, ni tampoco en el radial (en uno por no aparecer como un eje operatorio, en el otro por que excluye la presencia de númenes al no admitir el «extrañamiento» al menos en principio), resultará imprescindible «tirar por la calle de en medio», razonando apagógicamente como sabemos muy bien... Otra cosa es que ulteriormente también otros seres humanos y otros elementos humanos y relaciones propiamente circulares puedan ser «numinizados» (como los teriántropos), aunque también podrá ocurrir lo mismo con elementos radiales (por ejemplo de tipo botánico), sólo que siempre que aparezcan como númenes lo harán «a título de animales» (vistos sub specie animalitatis). De otro modo: habría que ver si el teriántropo no es un hombre visto en tanto que animal. Y ahí, me parece a mí, que reside la clave del asunto... Por supuesto, excuso decir que estoy encantado de mantener esta pequeña discusión contigo dado que el tema además lo merece... Un saludo muy cordial Íñigo

•4• De: David Alvargonzález Para: Íñigo Ongay Título: Sobre la desestructuración de la intraestructura de la sociedad zoológica humana Fecha: Martes, 3 de agosto de 2004 Apreciado Íñigo, En primer lugar, gracias nuevamente por tu carta y por las precisiones que me haces en torno a la interpretación de Tresguerres que, ahora, sí he logrado entender. Quiero que sepas que yo tuve muchas dificultades a la hora de plantear estos asuntos en Murcia en una exposición de tan sólo cincuenta minutos, en la que muchos problemas quedaron pendientes. Esa misma dificultad se repitió cuando tuve que redactar el texto para el profesor Peñalver, porque la extensión máxima que se nos permitía era exactamente la cuarta parte de lo que yo he escrito. Patricio fue muy generoso admitiendo mi texto para la publicación pero aun así tuve que dejar muchas cosas fuera. Espero que tengas en cuenta estas circunstancias. Me llama la atención tu insistencia en la idea de que los númenes «están ahí» (como dices en la anterior carta: «mas bien lo que sucede es que los númenes reales 'están ahí fuera' (para decirlo televisivamente), en la megafauna pleistocena»). Sin perjuicio de que ésta sea o no una afirmación verdadera, lo que sí es seguro es que esto no es lo que mantiene Gustavo Bueno. Basta con citar el siguiente párrafo: «Los animales (ciertos animales), en condiciones determinadas, se manifiestan a los hombres como númenes porque la distancia real entre animales y hombres, en el terreno de la esencia, es precisamente, en el momento del «hacerse del hombre», la que está recogida en esa numinosidad. Por ello, los animales son númenes reales en tanto su numinosidad constituye el modo de configuración objetiva de esos animales ante los hombres, un poco a la manera como el color rojo es la cualidad cromática real según la cual se presenta al ojo humano un objeto que refleja la luz a 603,5 mμ. No es que el objeto coloreado sea «en sí mismo» rojo; pero tampoco su rojez es una «ilusión», ni siquiera una «cualidad secundaria» en cuanto sensación interna de la

mente (al modo cartesiano) o «proyección del cerebro», o una mera secreción de los nervios sensitivos (al modo de la «ley de Müller»). La numinosidad animal, precisamente por proceder de los animales reales no tendrá tanto que ver con las afecciones internas «proyectadas» por los hombres, del mismo modo que el color rojo también procede de una estimulación del área 17 de Broadman producida por una longitud de onda de 603,5 mμ (sólo después de haber recibido y procesado este estímulo el cerebro podrá reproducir el rojo subjetivo, pero no a título de proyección sino de reviviscencia). Por ello, la numinosidad (recogida ulteriormente en experiencias secundarias y terciarias) no procederá del hombre, sino de los animales.» (http://www.filosofia.org/rev/bas/bas22007.htm)

Por mi parte, lo que puedo decir es lo siguiente: Los animales son reales; las relaciones de los protohombres con esos animales también lo son. Son relaciones etológicas: las paradas de intimidación, las exhibiciones de fuerza, las estrategias mutuas de caza. En cuanto al saludo, sin perjuicio de que los etólogos hablen de «saludo» entre los animales, yo no estoy seguro que las ceremonia de saludo antropológica se pueda reducir íntegramente a la conducta correspondiente etológica. Probablemente la ceremonia antropológica del saludo ya se ha reorganizado de manera especial saliéndose del género de la etología, a la manera como la conducta de apareamiento entre humanos, teniendo como tiene componentes subgenéricos y cogenéricos fisiológicos, psicológicos y etológicos, se ha convertido en una ceremonia específicamente antropológica. Lo mismo ocurre con la religión, por eso tenemos que preguntarnos ¿cuándo los componentes etológicos (que yo nunca he negado y de los que siempre he partido) de las relaciones entre protohombres y animales se reorganizan a una escala específicamente antropológica? Una pregunta parecida a la siguiente: ¿cuándo la llamada «conducta supersticiosa» de Skinner pasa a reorganizarse de forma específicamente antropológica para dar lugar a la magia de las sociedades preestatales? La respuesta a esta segunda pregunta la da Bueno en su trabajo sobre medicina magia y milagro: la magia implica una reorganización teórica (verbal) de ciertos conjuntos de conductas y supone una teoría que ha sido socializada e integrada en la cultura objetiva del grupo. Mi respuesta en el caso de las religiones es exactamente la misma: la relación etológica de los protohombres con animales, por sí sola, no da lugar a la religión: esos individuos prehumanos podrán sentir temor, miedo, pánico, cariño, podrán afinar sus estrategias de caza, de huida, de acecho, de evitación. Todos esos sentimientos y esas conductas son cogenéricas, etológicas, psicológicas. No estamos diciendo que no existan, pero si pusiéramos exclusivamente en ellas el núcleo de la religión estaríamos haciendo una filosofía de la religión etologista o psicologista (como psicologista sería la teoría de la magia reduccionista skinneriana). Tomando el modelo que Bueno utiliza para la magia, podemos decir que la religión, como categoría específicamente antropológica, supone una teorización de esas relaciones etológicas, una teorización que exige la conducta verbal de los sujetos humanos o prehumanos para que así pueda hablarse de una teoría socializada e integrada en la cultura objetiva de un grupo: por eso, a falta de un registro de la conducta verbal primitiva, las pinturas parietales, como cultura objetiva que son, tienen un papel tan importante a la hora de evaluar el grado de teorización que se puede atribuir a esos grupos humanos (pues pintar ya es teorizar: componer, seleccionar). En este contexto, me parece que la oración (el ruego, la súplica, la plegaria, el contrato), es un componente nuclear de las religiones y es, sin duda, una categoría específicamente antropológica. Porque la religión es una institución cultural antropológica, no es una relación etológica sin más, como tampoco es una sentimiento psicológico (de pánico, de temor, de expectación) por intenso que éste sea. Los númenes son reales en cuanto que construcciones de la cultura objetiva. La circunstancia de que el propio Bueno, al explicar el núcleo de las religiones primarias, tome un ejemplo de la psicofisiología (el caso de la percepción del color rojo anteriormente citado) es muy significativa porque, a menos que el hombre tuviera un «órgano de la numinosidad» (como tiene un órgano de la vista con su sistema nervioso asociado), no se ve muy bien como se puede aplicar la analogía al caso. Por lo demás, yo nunca he utilizado el modelo de la proyección: yo nunca dije que las características humanas se proyecten sobre los animales. Mi tesis es que hay una composición (que está dada en la cultura objetiva extrasomática) de elementos angulares y circulares ya en las religiones primarias y que, por tanto, las religiones son, en el caso más sencillo, «figuras planas» desde el punto de vista del espacio antropológico. Utilizando un esquema que Gustavo Bueno ha usado al aplicar la teoría de la esencia a las sociedades políticas podríamos decir lo siguiente: Las relaciones angulares, por sí solas, no conforman el núcleo de las religiones primarias sino que han de ser vistas como un género próximo, un género radical o raíz, que tiene que ser descompuesto en partes suyas y reestructurado a otra escala para que el núcleo se constituya (por metábasis o catábasis que conducen a especificaciones transgenéricas). Del

mismo modo, la sociedad natural es un género radical que, al desestructurarse y reorganizarse, puede dar lugar a una sociedad política (y de aquí la interpretación del poder político como una reestructuración, por anamórfosis, del poder etológico). El género radical ha de ser descompuesto en partes y la recomposición, a otra escala, de esas partes, nos conduce, por anamórfosis, a la constitución del núcleo de la esencia que se nos muestra como si brotase del género radical (ver Bueno Primer ensayo de las categorías..., cap. 1 de la parte ontológica). En el proceso de reestructuración de un género generador para dar el núcleo, las partes del núcleo se reconocerán, retrospectivamente, como presentes ya en el género generador. Por eso, via remotionis, es fácil caer en el reduccionismo etológico (tanto en política como en religión como en tantas otras cosas) frente a las estructuras específicamente antropológicas, o es fácil caer en el reduccionismo etnologista frente a la Historia sensu stricto (como ocurre con las explicaciones etnologistas del núcleo de la sociedad política en sentido estricto). Pero la via remotionis nunca podrá pretender ser una via eminentia. (Bueno, op cit, cap. 1 parte ontológica, párrafo 6, distingue las sociedades naturales humanas de las sociedades naturales zoológicas por las manos (y de ahí la insistencia en el arte mueble y parietal) y por la conducta verbal que supone ya un logos organizado normativizado a escala específicamente antropológica). En el origen de las religiones también se daría este proceso de desestructuración de la intraestructura del espacio etológico y de la sociedad natural humana zoológica: 1.- Habría un proceso de descomposición de los animales reales en partes: anatómicas, morfológicas, fisiológicas, conductuales, etológicas. 2.- Habría un proceso de descomposición de los animales humanos en esas mismas partes a las que habría que añadir otras específicas: conductas verbales, normas sociales (vistas desde hoy como normas éticas y morales), normas técnicas, &c. 3.- Habría una recomposición y reestructuración de esas partes y entonces aparecerían los númenes. Esta reestructuración por anamórfosis del espacio etológico es la que dota de un significado completamente nuevo a los contenidos angulares: este es el momento en el que hablaríamos de «inversión antropológica». Los númenes entienden lo que los hombres les dicen y se muestran buenos, malos, generosos, despiadados, tramposos, leales, &c. Y esto son los teriántropos. [Y siguiendo la analogía: lo mismo que el paso de la sociedades naturales prepolíticas a las sociedades políticas, estatales, coincide con la aparición de la escritura y de la Historia; del mismo modo, el paso de las sociedades naturales puramente etológicas a las sociedades antropológicas (específicamente humanas y con religión como institución cultural) coincide con la aparición y desarrollo de la conducta verbal y el arte mueble y parietal.] No puedo comentarte ahora la segunda parte de tu carta relativa al espacio antropológico, a su estructura, al dialelo, &c. porque esta carta esta saliendo ya muy larga. Hay una cosa, sin embargo, que no puedo evitar decir. Probablemente tu estarás de acuerdo con Bueno y con Tresguerres en que las religiones primarias no existen en el presente como religiones verdaderas. Pues bien, si la religión primaria no es verdadera en el presente es evidente que sólo es verdadera en un sentido histórico, es decir, sólo es verdadera como religión del Paleolítico y no es verdadera «en un sentido absoluto». Esto es lo que yo traté de puntualizar, ni más ni menos. Por eso yo creo que es necesario distinguir las diferentes modulaciones de la idea de verdad cuando hablamos de la verdad de la religión. P.D.: esto es una carta privada escrita con urgencia, no es un texto para publicar. Un saludo muy cordial David Alvargonzález

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De: Íñigo Ongay Para: David Alvargonzález Título: Re: Sobre la desestructuración de la intraestructura de la sociedad zoológica humana Fecha: Martes, 3 de agosto de 2004 Estimado David; También yo tengo que darte las gracias por tu respuesta así como insistir en lo provechoso e interesante que me está resultando esta discusión sobre los problemas que suscitas. En cuanto al texto de Bueno que citas en tu carta, debo decir que no alcanzo a ver en qué medida puede encontrarse en él alguna posición que aparezca como contradictoria con las que yo he mantenido, sin perjuicio, eso sí, que comprenda que tú lo veas así, pero si lo ves, creo yo que se debe a que me estás atribuyendo algo que yo no sostengo, a saber: una interpretación sustancialista (no posicional) de la numinosidad de los animales reales como si estos mismos fueran númenes «al margen de sus relaciones con los hombres», como dice Gustavo Bueno en otra respuesta a GPO, en el mismo número de El Basilisco: «Puesto que los animales no son por sí mismos númenes sino que lo son sólo ante el hombre, en tanto que ambos están co-determinándose inmersos en el mundo. Los animales son númenes ante el hombre no a título de ilusorio efecto subjetivo suyo, sino por que la relación con ellos es la que les confiere una posición, en el conjunto del universo enteramente peculiar: los animales no son "por sí mismos númenes ante los hombres", sino que sólo lo son porque ambos estaban codeterminándose en un mundo común que los envuelve y que es cualquier cosa menos trasparente» («Religiones y animismo. Respuesta a GPO», pág. 78)

Pero es claro, que nada de todo ello (la necesidad de entender la numinosidad como dada en la codeterminación diamérica de los animales naturales y los hombres) quiere decir, que unos tales númenes sean el resultado de una ilusión, de una alucinación o que constituyan la clase vacía (como es el caso de lo son los númenes equívocos por ejemplo, divinos o demoníacos), «están ahí fuera», en los animales reales con los que los hombres reales mantienen relaciones reales de carácter numinoso: «Las religiones primarias, por tanto, no se habían constituido como consecuencia de una errónea visión o "proyección" a los animales de la propia numinosidad, puesto que la fuente de la numinosidad misma, manaría de pongamos por caso, la mirada de la serpiente, o habría comenzado o resonado en el rugido del tigre» (Ibid.)

Con lo que la numinosidad de los animales mismos «es real», más aún: «la tesis de la numinosidad real (no proyectiva o imaginaria) equivale a la afirmación de que las religiones primarias son verdaderas» como también afirma Bueno en el mismo texto que mencionas. En El animal divino, se sostiene esto mismo (los «númenes» existen porque son los animales reales) de un modo todavía más contundente, si es que cabe: «Sostiene [la filosofía zoomórfica de la religión] que son los animales los núcleos numinosos de la propia idea posterior de divinidad, y que, por consiguiente, tendrá sentido afirmar que la religión es verdadera porque los númenes de la clase N existen –son los animales (ciertas especies, géneros u órdenes de animales) y no son fenómenos ilusorios propios de la mentalidad prelógica, de la percepción salvaje.» (pág 184.)

Lamento tanta profusión de citas, de sobra sé que conoces todos estos lugares de la obra de Bueno mejor que yo, pero los saco a colación para demostrar que mi posición no es en absoluto inconmensurable con la de Bueno... Sobre la Inversión Antropológica: Desde luego que estoy de acuerdo contigo en que la religión es propiamente una institución antropológica que no cabe reducir al modo etologista a

sus componentes genéricos (el mismo saludo, si se trata de un saludo religioso ha de ser ya, eo ipso, ceremonioso y no meramente ritual), y que resulta de una anamórfosis de los mismos. Concretamente para que la relación etológica, protoreligiosa que mantuvieron los protohombres del paleolítico inferior con la fauna de su entorno diera lugar a religaciones de cuarto género con númenes (y no ya con animales naturales) fue precisa la entrada en escena de multitud de factores que determinaron entre otras cosas el propio extrañamiento respecto a los animales y, simultáneamente, la segregación del eje circular del espacio antropológico: entre otros, como ya sabemos, sin duda que destaca la adquisición de la conducta verbal a través del desarrollo del aparato fonatorio y de las zonas de control del habla del lóbulo temporal (áreas de Wernicke, Broca, cisura de Silvio &c., &c.), pero también la prohibición del canibalismo ... Y sin duda que también las conductas pictóricas y escultóricas tuvieron mucho que ver, con el proceso por el cual los animales reales, empíricos, individuales comienzan a ser considerados desde el punto de vista de su arquetipo, sub specie essentiae, como animales esencializado susceptibles de ser reproducidos... Ahora bien, que ello sea así, no obsta para que en este proceso de inversión no haya necesidad de introducir componentes míticos, y menos alucinatorios sin perjuicio de que de hecho pueda haber desde luego componentes mitológicos (así lo reconoce el mismo Bueno cuando habla del «hechicero de Trois-Frères», o de los «hombres de terceros clanes percibidos como superanimales numinosos»), lo mismo que también puede haber animales alucinatorios (por las hierodrogas de las que habla Clottes & Williams en su hipótesis Chamánica)... Sólo que estas «confusiones» –de rasgos humanos y animales–, al igual que los «errores etológicos» (confundir una liana con una serpiente por hacer uso del ejemplo que menciona Gustavo Bueno), sólo pueden producirse cuando se destacan sobre el fondo de la relación nuclear, del trato con los animales numinosos reales (entonces se entiende bien cómo es posible que se numinifique, por así decir, a otros hombres –emic–, qua «superanimales», también se entiende la presencia de teriántropos, si es que admitimos que estos sean «hombres» zoomorfizados. Todo ello en absoluto empece para que en tales «confusiones» estribe, en gran medida, algunos gérmenes que darán lugar en su momento al delirio mitológico secundario, y entonces es admisible perfectamente que en la propia religión nuclear anidan ya, secundum quid, las raíces del error secundario. Por último, ¿voy muy desencaminado si advierto que tu misma tesis puede conducirnos a concluir que las religiones secundarias (no diré mitológicas, para que no haya sesgo en mi pregunta, dado que desde tu perspectiva también las primarias lo son) aparecen diaméricamente como «más verdaderas» de algún modo que las primarias (desde la perspectiva «interna a la historia de las religiones»)? Digo esto toda vez que las religiones secundarias corrigen los componentes mitológicos (falsos) de las nucleares, mientras que éstas (que empezaría a comparecer como las «absolutamente falsas») no les será dado corregir ningún error anterior (en las religiones naturales no hay error alguno que enmendar).... En fin, espero tu próxima respuesta, y repito que te agradezco enormemente el tiempo que dedicas a discutir estos asuntos conmigo. Un saludo muy cordial, Iñigo

•6• De: David Para: Íñigo Título: Breves Fecha: Miércoles, 4 de agosto de 2004 Apreciado Íñigo,

Alvargonzález Ongay comentarios

Hasta donde yo puedo apreciar, me doy cuenta de que tus posiciones son las mismas que las de Gustavo Bueno. Lo único que quisiera decir es que, si esto es así, la tesis de que los númenes primarios «están ahí fuera» puede ser fácilmente malinterpretada porque, evidentemente, el color rojo (en el ejemplo de Bueno) no está «ahí fuera». En todo caso, no creo que este asunto tenga más importancia: quizás podríamos decir que la expresión «los númenes están ahí fuera» es una forma imprecisa de hablar (y todos somos más o menos imprecisos en algún momento). Me alegra mucho que reconozcas explícitamente que en las religiones primarias «puede haber [yo diría «hay»] de hecho componentes mitológicos». Y es interesante poder confirmar que esos componentes no están sólo en el Magdaleniense medio (el teriántropo de TroisFrères) sino que están ya en los primeros periodos del Paleolítico superior (Auriñaciense, Gravetiense, Solutrense). También me alegra mucho que admitas que en la religión primaria «anidan ya [...] las raíces (sic) del error secundario». En cuanto al curso de las religiones, tan sólo querría comentarte que parece muy raro que haya unas religiones absolutamente verdaderas en el Paleolítico y unas religiones absolutamente falsas después (las de la fase secundaria). Desde luego yo no digo, en ningún caso, que las religiones primarias sean absolutamente falsas. Lo que sí digo es que, desde el presente, todas las religiones son falsas (aunque esa falsedad tenga modulaciones diferentes en cada fase) y por eso los materialistas no somos hombres religiosos. Un saludo muy cordial, David Alvargonzález

•7• De: Íñigo Para: David Título: Re: Fecha: Miércoles, 4 de agosto de 2004

Breves

Ongay Alvargonzález comentarios

Estimado David; También a la hora de reconocer los «componentes mitológicos» de las religiones primarias, y el hecho de que en ellas anide el germen del delirio mitológico sigo a Gustavo Bueno (lo que por otro lado, querría decir que no es en este punto donde colisionan tus tesis con El animal divino). Concretamente en la página 259 de la segunda edición, el profesor Bueno alude al teriántropo de Trois Frères, y lo hace en los términos siguientes: «Pero la misma naturaleza operatoria de la esencialización contiene en sí un germen operatorio (combinación de esencias o arquetipos) que, por otra parte, habría que ver como la primera manifestación, en el período de la religiosidad primaria, de la actividad mitológica (cuyo monstruoso desarrollo dará lugar a los contenidos de la religión del segundo período). Como ilustración de esta fase de la religión primaria en la cual, los arquetipos, aún referidos a animales empíricos, aparecen ya en una mezcla combinatoria mitológica (fantástica), podría citarse el famoso hechicero magdaleniense de la cueva de Trois Frères (...)»

Esto en lo que toca a los componentes mitológicos. En cuanto al principio del error secundario: «En la medida en que la confusión objetiva entre las figuras antropomórficas y zoomórficas que se considera inevitable, sea más intensas en ciertas franjas de la religión primaria habrá que decir también que está forma de religiosidad contiene un principio de error o de falsedad objetiva. No será legítimo según esto, ver a la religión primaria como la sede exclusiva de la religión positiva verdadera. Antes bien, estaremos autorizados para poner en ella los gérmenes del error característicos de los ulteriores períodos de religiosidad.» (pág. 260.)

Reconocer esto es desde luego inevitable, dado entre otras cosas, que está claro que los teriántropos no existen realmente (es decir , no existen «más que pintados») a la manera como existen los númenes animales estrictos; en este mismo sentido también será un error tomar a un hombre (de otro clan) como un numen (un superanimal) o a una planta (una liana) por un numen animal (una serpiente) dado que ni los hombres pueden ser nunca –etic– términos del eje angular, ni tampoco pueden serlo las plantas (que no operan por ejemplo, ni tienen prolépsis, &c., &c.). Ahora bien, lo importante del asunto es darse cuenta de que si efectivamente pudieron producirse (y de hecho se produjeron) tales confusiones, esta circunstancia sólo pudo ser debida a que estos mismos se recortaron sobre el fondo de la relación nuclear básica, sobre el trato con los animales numinosos realmente existentes por así decir. Sin duda que los materialistas no somos personas religiosas, y tampoco yo adoro al oso ni nada parecido (mi posición es más bien, como decías tu en el texto, la propia del ateísmo post-terciario: ateísmo+etología), pero tampoco practicamos la impiedad primaria propia de las religiones metafísicas. Precisamente una de las claves de El animal divino, tal y como yo lo veo, consiste precisamente en que al ateísmo que se dimana de nuestros presupuestos ontológicos, le es suficiente aplicarse sobre los «dioses» de las religiones primarias (que de hecho no existen) y sobre todo de las terciarias (que ni siquiera son posibles), pero nuestro ateísmo no niega los númenes animales de la religión nuclear. Un saludo muy cordial Iñigo [Añadido a este correo hay otro que dice lo siguiente:] Una cosa que se me había olvidado comentarte en relación a lo del color rojo y la numinosidad. Efectivamente pienso que puede malinterpretarse muy fácilmente esto que decía yo de que los númenes están «ahí fuera», aunque también pudiera ser que el ejemplo cromático aportado por Bueno no se aplique puntualmente al caso que nos ocupa (lo que por lo demás, ocurre con todos los ejemplos); en todo caso me parece a mí que podríamos adelantar algo, precisando la cosa mediante la siguiente fórmula: «los númenes están "ahí fuera" (los animales) sólo que no están en cuanto númenes», con ello haríamos justicia al hecho de que sin perjuicio de que los animales no sean númenes independientemente de los hombres, aparecen como tales en su relación con los hombres. Ahora bien, yo sí creo que el asunto reviste una cierta importancia dado que si admitimos que los animales realmente existentes SON los númenes como sostiene Gustavo Bueno, entonces ya no podemos decir que los mismos númenes tengan o no correlatos reales, dado que si decimos esto, parecería que los númenes no existieran más que en las paredes de la caverna y no en el exterior de la misma (ahora sí, con toda precisión: «ahí fuera», fuera de la caverna). Un saludo muy cordial Iñigo

•8• De: David Para: Íñigo Título: Más sobre Fecha: Miércoles, 4 de agosto de 2004

númenes

Alvargonzález Ongay primarios

Apreciado Íñigo, Por lo que se refiere a los textos de Bueno que me citas (sobre todo el segundo texto de la página 260), el asunto, tal como yo lo veo, es que los teriántropos aparecen desde el inicio del Paleolítico superior, desde la aparición de las primeras pinturas parietales, y aparecen en gran número. Y, entonces, eso que Bueno llama el «principio del error» (y que retrasa hasta el

magdaleniense, como si fuese la fase última del periodo primario, en los ejemplos que aparecen en El animal divino) se convierte en un error sin más que es constitutivo de las religiones desde sus comienzos. Además, insisto, me parece que en el núcleo de las religiones primarias tiene que estar el ruego, la oración, la mediación con el numen, que es una categoría indudablemente religiosa y, si esto es así, entonces los componentes circulares y angulares tienen que estar compuestos ya desde el principio. Los materialistas no somos «hombres piadosos de la religión primaria» ni vemos a los animales como númenes personales. La religión primaria no es posible en el presente como religión. La precisión que haces en torno al asunto de los «númenes ahí fuera» diciendo que «los númenes están 'ahí fuera' (los animales) sólo que no están en cuanto númenes», me parece que recoge mejor lo que Bueno quiere decir en su respuesta a Puente Ojea. Aunque esa es mi interpretación del texto de Bueno y habría que preguntárselo a él. La necesidad de hablar de «númenes con correlatos reales» surge cuando nos encontramos con la realidad tozuda de que, desde comienzos del Paleolítico superior, existen númenes, los teriántropos, que no tienen ningún correlato real. Un saludo, David Alvargonzález

•9• De: Íñigo Para: David Título: Re: Más sobre Fecha: Jueves, 5 de agosto de 2004

númenes

Ongay Alvargonzález primarios

Estimado David; Sea o no preciso ajustar las fechas de la aparición de los númenes «facticios» (cosa en la que yo no tengo absolutamente nada que decir, al contrario, en cuanto a la documentación y erudición tu trabajo es enteramente inexpugnable), no acabo de ver los motivos que conducen a concluir que entonces, el principio del error se convierte en «error sin más» dado que esos númenes confusos –en cuanto que productos de la confusión de unos rasgos y otros–, ficticios, «erróneos» tampoco podrían haber sido elaborados por las operaciones combinatorias de los hombres, al margen de la relación nuclear a la que van referidos (y ello porque al fin de cuentas los teriántropos son númenes en lo que tienen de teriomorfos: lobos, osos, pájaros o lo que sean). Ahora bien, y aquí reside a mi entender lo principal, es precisamente esa relación lo que se consigna como verdadero. Otra cosa: las razón principal por las que supones que el núcleo mismo de la esencia procesual de la religión se realiza en una escala plana no es otra si he comprendido bien tus tesis, que la atribución a los individuos animales de características que son falsas «desde el presente» (es decir, que son falsas simpliciter diría yo): tales como los atributos morales – porque los animales no se rigen por normas ético morales–, las capacidades lingüísticas –ya que los animales no pueden entender lo que los hombres dicen–. Sin embargo, también cabe decir (de hecho es lo que dice Bueno) que los hombres pudieron mantener religaciones numinosas con los animales, trato de carácter «político» (ruego, adulación) o lingüístico (comunicación), &c., &c., en base a una serie de características que los animales sí tienen y que les califica como dotados de voluntad y de inteligencia, de vis apetitiva y cognoscitiva, &c. Pero la cuestión fundamental, en este punto, reside en la circunstancia de que las ciencias etológicas y la psicología animal y comparada ha venido reconociendo tales rasgos en los animales reales (sea o no en el grado en que se los atribuye el primitivo, esa es otra cuestión) y así puede entenderse muy bien que Gustavo Bueno haya declarado en repetidas ocasiones que antes de los desarrollos de la etología, la primatología, la etología cognitiva, los estudios

sobre el lenguaje de los animales, &c., &c., El animal divino no habría podido escribirse por cuanto las vías de desarrollo de una filosofía angular de la religión estaban enteramente bloqueadas. No hay que olvidar tampoco que los animales se presentan como «benéficos» o «maléficos» a los hombres, entre otras cosas, porque aparecen como tales en sus relaciones con éstos... Y en este mismo sentido, lo que quería decir con la piedad es que aunque en efecto los materialistas no seamos paleolíticos piadosos (entre otras cosas porque no somos paleolíticos), tampoco por ello somos impíos cartesianos o pereirianos que podamos perder de vista (haciendo caso omiso al darwinismo, a la etología y a otras muchas cosas más) que las «bestias» son animales, sujetos operatorios y prolépticos, en el fondo bastante parecidos a nosotros mismos –y no digo tampoco que tú permanezcas argumentando desde coordenadas automatistas–. Ciertamente que la religión primaria no es posible como religión en nuestros días, lo que sí es posible empero –y precisamente en nuestros días, quiero decir que hace un siglo y medio seguramente no lo hubiera sido– es convertir a los antiguos númenes personales en objeto de nuestra compasión, fundar organizaciones de defensa de los animales, ligas del bienestar animal, Proyecto Gran Simio, &c., &c. Tales organizaciones tienen mucho que ver con el eje angular del espacio antropológico... Yo también creo que la precisión que hemos introducido en los últimos mensajes se ajusta bastante bien a lo que Bueno ha sostenido en su polémica con GPO. Lo que no podemos negar, ni tampoco me hace falta, es que a lo largo del transcurso de la religión primaria (y repito sea en el momento que sea) hayan aparecido númenes sencillamente ficticios, inexistentes , como resultado de las operaciones combinatorias ejecutadas por los hombres en el proceso de esencialización de los animales naturales, y ello por un principio parecido al que dará lugar después al desbarre absoluto de las religiones mitológicas de los dioses y los démones secundarios (por lo menos hasta que no vengan los ovnis). Es decir, que El animal divino lo que no puede hacer es recusar la presencia de teriántropos, aunque como digo tampoco lo necesita. Yo al menos no acabo de ver en qué medida pone en apuros a las tesis de Bueno, el hechicero de Trois Frères pongo por caso, siempre que acusemos que los teriántropos son númenes justamente por ser terios, no por ser anthropos... que son dos cosas disociables (como se disocian en la nestoriana máscara de Juyo) En fin, repito que te agradezco enormemente la atención que estás dedicando a mis dudas y mis objeciones y el tiempo que estás invirtiendo en ellas. Un saludo muy cordial, Iñigo

• 10 • De: David Para: Íñigo Título: Más Fecha: Jueves, 5 de agosto de 2004

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Apreciado Íñigo, La cuestión de las fechas no es totalmente irrelevante porque Bueno, cuando habla del ídolo de Trois-Frères, lo pone como un ejemplo, al final de Paleolítico, de cómo las religiones primarias se irían convirtiendo en religiones secundarias. Si en las pinturas parietales anteriores al Magdaleniense no aparecieran teriántropos (como Bueno da por supuesto en El animal divino) entonces eso sí podría ser un indicio claro de la existencia de religiones angulares puras. Pero si resulta que hay teriántropos ya en el Auriñaciense, justo cuando aparecen las primeras pinturas parietales, entonces éstas no pueden ponerse como indicio de la existencia de la religión angular pura y sí pueden ponerse como indicio de la existencia en el

Paleolítico, desde sus comienzos, de religiones en las que se combinan los aspectos angulares y circulares. Hacer que la religión primaria angular pura sea anterior al Paleolítico superior es renunciar a uno de los argumentos más potentes que tenía (el arte mueble y parietal) y salvarse del naufragio viajando atrás en el tiempo. Me alegra comprobar que tú también admites que las religiones primarias no son posibles, como religiones, en nuestros días. Por tanto, como ya dije en otro correo anterior, las religiones primarias no son verdaderas en un sentido absoluto, no son verdaderas desde el presente y sólo son «verdaderas» cuando se las considera en sentido histórico. Una vez que se admite que las religiones primarias, vistas desde el presente, tienen componentes falsos, entonces es inevitable hacerse la siguiente pregunta: ¿cuáles pueden ser esos componentes falsos? Mi teoría de la composición de los ejes angular y circular en el núcleo de las primeras religiones trata de responder a esta pregunta. Por supuesto, se admiten otras hipótesis pero la pregunta continúa estando ahí. (Las hipótesis, para nosotros, serán considerar cada eje por separado, combinar ejes dos a dos o combinar los tres: las razones por las que yo elijo combinar los ejes circular y angular se explican en mi trabajo.) Por otra parte, al margen del juicio que nos merezcan las organizaciones de defensa de los animales, el proyecto Gran Simio, &c., es obvio que los animales no son personas. Sin embargo, los númenes de las religiones primarias sí son, en la teoría de Bueno, númenes personales. La idea de que el numen primario es un «numen personal» deja ver, de un modo explícito, que el numen tiene componentes angulares y circulares. Por último, decir que los teriántropos son númenes por lo que tienen de animales y no por lo que tienen de hombres es, desde mis posiciones, falso: si a los animales les despojamos de la capacidad de entendernos, les despojamos de sus caracteres morales, y, en general, de los rasgos circulares, pasan a ser ni más ni menos que animales, y por eso los materialistas no somos religiosos en el presente. Un saludo muy cordial, David Alvargonzález

• 11 • De: Íñigo Para: David Título: Re: Fecha: Jueves, 5 de agosto de 2004

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Ongay Alvargonzález respuestas

Estimado David; La mención del PGS, de las organizaciones de defensa de los animales, los movimientos de «liberación animal», &c. (sea como dices bien cuál sea el juicio que nos merezcan tales movimientos a nosotros, y aquí seguramente estaríamos por entero de acuerdo) tiene cierta importancia para el tema que nos ocupa según lo entiendo yo: y es que sin perjuicio de que evidentemente no podamos considerar a los animales como «personas» (aun cuando haya quien, con Singer por ejemplo, los considere así, equivocadamente sin duda), lo cierto es que tales manifestaciones de piedad, de preocupación por el bienestar animal, &c., no pueden analizarse si no es movilizando el eje angular del espacio antropológico... es decir, un poco al estilo de lo que señalaba Tresguerres en su libro sobre los toros, si los antitaurinos no están discutiendo de ética más que emic (y de ética desde luego que no están discutiendo, por razones obvias), no queda si no que estén hablando –etic- en claves «religiosas». Ahora bien, si esto es así, entonces esta misma circunstancia nos ofrece una contraprueba en favor de la verdad de las religiones primarias al menos de tanta importancia como el argumento que tú aduces para probar que tales religiones no pueden ser verdaderas desde el presente: si la verdad «paleolítica» de tales religiones se hubiese «evaporado» sin resto alguno (por ejemplo

de poder mantenerse la concepción de los animales que fue propia del cartesianismo) entonces la filosofía de la religión defendida en El animal divino no podría sostenerse tampoco, pero sabemos que esto no es así, que existen ingentes cantidades de congéneres que ven a los animales como objetos apropiados de piedad, e incluso como objetos de derechos y, lo que es todavía más importante, que los ven así –al margen de todas las precauciones que tengamos que poner a la hora de referirnos a tales movimientos– con buenas razones (es decir, que tampoco están delirando como si hablasen de «derechos de las piedras»), puestas de manifiesto desde el segundo cuarto del siglo veinte por el desarrollo de las disciplinas etológicas. Gracias a estas disciplinas podemos decir que el paradigma del maquinismo, de la inteligencia instintual, &c., &c., no puede en nuestros días menos que aparecer como arrumbado por el curso de las ciencias; y ello porque los animales exhiben capacidades cognitivas muy complejas, inteligencia, propósitos, conducta estratégica, comportamiento «maquiavélico» (en el sentido de Byrne con los macacos rhesus), cultura extrasomática, conductas comunicativas muy sofisticadas, y muchas otras cosas más. Bien, pero, ¿a qué viene esto?, pues a que tales características que hoy sabemos que los animales manifiestan realmente (y lo sabemos hoy, quiero decir que hace ciento cincuenta años no lo podíamos saber) constituyen precisamente las bases efectivas sobre los que se pudo articular la relación numinosa de los hombres del paleolítico con ciertos animales. De otro modo: los animales de la religión natural pudieron convertirse en númenes por razón de las propias características que ellos tienen efectivamente en tanto sujetos operatorios (exageradas sin duda por los paleolíticos, que no son «etólogos desnudos» como bien adviertes en tu trabajo) de manera que no es preciso que el hombre «proyecte» (por decirlo así, ya sé que me aclaraste que no defiendes el modelo de la proyección) sobre tales animales componentes circulares para que a estos les adviniese la «numinosidad» del eje circular. Y ello en el fondo querría decir lo siguiente: despojados de los atributos humanos, los númenes no son efectivamente más que animales, es decir, númenes primarios. Una cosa más: la contraprueba de que los teriántropos son númenes en lo que tienen de animales, es precisamente que los rasgos humanos, circulares, no pueden nunca resultar numinosos secundum se dado que el canon del eje circular es la idea de «igualdad» y la igualdad bloquea la numinosidad (por eso el hombre es el único animal que no puede ser un «animal divino»). Por otro lado, por indudable que sea el imprescindible ajuste de las fechas relativas a la periodización de la presencia de teriántropos, ello no debe hacernos perder de vista lo siguiente: «En este sentido, la religión primitiva no podría considerarse como una forma homogénea, sino compleja y confusa y aun contradictoria, en SU contenido en el concepto general de religión primaria que hemos dado) no sólo la multiplicidad de relaciones, sino el que, juntamente con las figuras animales, también las figuras humanas de otros hombres (de otras bandas, de otras tribus) pueden aparecer como numinosas.» (pág. 260.)

Ahora bien, este texto de El animal divino demuestra, creo yo, la capacidad de la filosofía angular de la religión para «tragarse» los teriántropos auriñacienses aunque estas figuras tan tempranas no pudieran haber sido tenidas en cuenta por Bueno en su momento. Digo esto toda vez que, si la religión primaria contiene «en su mismo principio» (principio que lo es lógico sobre todo, no tanto cronológico) el germen del error secundario siendo ella misma verdadera, entonces no hay razón para retirar una tal verdad por el hecho de que hayan aparecido númenes falsos en las primeras etapas de su desarrollo (en su principio, ahora cronológico)... Pero lo esencial es darse cuenta de que tales númenes «compuestos», falsos, no son fruto gratuito de la causalidad, sino que presuponen el trato nuclear con los númenes reales. Lamento mucho mi insistencia sobre todas estas cuestiones, pero el caso es que no acabo de ver las cosas...

Un saludo muy cordial Iñigo

• 12 • De: David Para: Íñigo Título: Fecha: Viernes, 6 de agosto de 2004

Alvargonzález Ongay Recapitulando...

Apreciado Íñigo, Después de leer tu último correo he vuelto a consultar las conclusiones de mi artículo. Te las transcribo para que no tengas que ir a buscarlas: «1.- En el núcleo de las religiones «primarias» encontramos componentes míticos que coinciden con rasgos de naturaleza humana atribuidos a ciertos animales reales: capacidad de entender el lenguaje específicamente humano, caracteres de personalidad, caracteres morales (virtudes y vicios), conducta moral, &c. 2.- En el arte mueble y parietal del Paleolítico superior, desde sus inicios, encontramos abundantes muestras de númenes sin correlato real: númenes teriomorfos fantásticos y númenes teriántropos. 3.- Podemos considerar la verdad de una religión desde el punto de vista emic. También podemos considerar la religión «primaria» como verdadera cuando definimos esa verdad en un sentido comparativo con respecto a las religiones «secundarias» y «terciarias» («verdad en sentido interno a la historia de las religiones»). 4.- Desde el presente (definido por las ciencias y por la filosofía materialista) en los númenes de las religiones «primarias» encontramos contenidos que podemos considerar falsos.» Si no me equivoco, me da la impresión de que tu podrías suscribirlas todas menos la primera pues para ti, como para Bueno, los componentes míticos de las religiones primarias no estarían en el núcleo sino en el cuerpo. Luego resulta que ciertas características de los animales estarían «exageradas sin duda por los paleolíticos»; y yo pregunto: ¿hace falta exagerarlas para que haya religión o puede haber religión sin exagerarlas como ocurre con el «etólogo que se ha desnudado»? El «etólogo que se ha desnudado» ¿tiene religión o es impío como nosotros?. Por lo demás, el párrafo que me citas de la página 260 de El animal divino,cuando insiste en la confusión y contradicción interna de las religiones primarias, parece que está diciendo algo parecido a lo que yo digo, con lo que no sé si pretendes decirme que yo estoy equivocado o que solamente estoy repitiendo lo que dice Bueno, en cuyo caso mis posiciones no tendrían ninguna novedad y no habría nada que discutir. Sinceramente, si hubiera logrado que tu consideres que hay problemas con la teoría de la verdad de las religiones primarias de Bueno (como me pareció que admitías en tu primer correo), y hubiera logrado que asumas tres de mis cuatro conclusiones, yo no podría aspirar a nada más porque ya sé que no estamos hablando de cuestiones científicas y que, en estos asuntos de filosofía, el grado de convencimiento es difícil que sea total.

Ahora bien, para no pecar de descortés voy a intentar argumentar sobre ese punto de posible desacuerdo, desacuerdo que podemos mantener finalmente, pues tampoco lo que yo afirmo es disparatado ni creo que entre en contradicción con los principios generales del materialismo: En primer lugar, si el núcleo de la religión primaria es verdadero en un sentido absoluto, como pretende Bueno, tienes por delante el reto de construir una religión primaria verdadera en el presente ya que se podría purgar a la religión primaria de los aspectos mitológicos de su cuerpo y quedarse solamente con el núcleo verdadero. Este argumento no es retórico y es la prueba por la que tiene que pasar toda filosofía de la religión que diga que hay unas religiones con un núcleo verdadero en sentido absoluto. En segundo lugar, yo nunca he negado que las relaciones etológicas entre los hombres del Paleolítico y ciertos animales sean reales pero, en la teoría de la esencia, esas relaciones jugarían el papel de género generador y no de núcleo. Del mismo modo, Bueno considera que las jefaturas o los liderazgos de las sociedades preestatales no son el núcleo del estado sino que forman parte del género generador. La razón para tomar esta opción es que no tenemos evidencias anteriores al Auriñaciense como para asegurar que la inversión antropológica haya tenido lugar en lo que respecta a la religión. Sin embargo, a partir del Auriñaciense, ya se pueden encontrar indicios (por leves que sean) de esa inversión antropológica en el llamado arte mueble y parietal. Por último, yo veo muchas dificultades al procedimiento de aplicar el canon emic de la igualdad para definir las relaciones circulares. Algo de esto se sugiere en mi artículo, aunque reconozco que este punto no pudo ser desarrollado suficientemente (ya te hablé de los problemas de tiempo en la conferencia y de espacio en el artículo). La igualdad de los sujetos humanos sólo llega a constituirse muy tardíamente en la historia. Pero, como no vamos a decir que no hay hombres hasta, pongamos por caso, la Revolución francesa, tenemos, nuevamente, que distinguir el punto de vista etic del punto de vista emic, el punto de vista del pretérito (o de nuestros contemporáneos primitivos) del punto de vista desde el presente. Desde el presente, las relaciones entre sujetos humanos de grupos de hombres paleolíticos diferentes son relaciones circulares, aunque emicunos grupos no se reconozcan a otros como humanos (si es que la palabra «humano» en ese contexto emic no es ella misma un anacronismo). Además, ya sabes que, desde mis posiciones la línea que separa etic lo radial de los otros dos ejes es más significativa, en esta discusión, que la línea que separa lo angular de lo circular, ya que esos dos últimos ejes son ejes beta operatorios. Esa afinidad de los ejes circular y angular es un argumento más a mi favor porque lo que nosotros distinguimos etic con claridad desde el presente, los grupos humanos del Paleolítico no lo podían distinguir emic con la misma exactitud (y por eso nosotros no podemos ser religiosos y ellos lo tuvieron que ser). En todo caso, como digo, lograr el acuerdo en tres de cuatro conclusiones es motivo para estar muy satisfecho y yo no espero nada más. Un saludo, David Alvargonzález

• 13 • De: Íñigo Para: David Título: Re: Fecha: Viernes, 6 de agosto de 2004 Estimado David,

Ongay Alvargonzález Recapitulando...

Estoy de acuerdo en líneas generales con el esclarecimiento del «desacuerdo» que has realizado en el último mensaje, en principio no tendría ninguna objeción que hacer siempre y cuando, claro está, se admita por otro lado que la primera de las conclusiones viene revestida de tal alcance que ella misma niega, de ser aceptada, la tesis de la verdad nuclear de la religión en el sentido en el que la defiende Gustavo Bueno. Ahora bien, si esto es así (y yo creo que en efecto es así) resultaría que esta primera tesis, basta ella sola para obligar, en el caso de que la consideremos certera, a retirar la integridad de la filosofía materialista de la religión defendida en El animal divino, y sostenida sobre la consideración de la religión primaria como la religión verdadera (algo parecido decía Joaquín Robles en su reseña del Congreso de Murcia). Esto es tanto como afirmar lo siguiente: no se mantiene ni de lejos el diagnóstico de que tus posiciones sean disparatadas (al contrario apuntan a auténticos problemas), pero sí de que de que tienen tal naturaleza que, una vez aceptadas, ya se estará, eo ipso, argumentando contra El animal divino. Otra cosa es que desde luego, la verdad es la verdad, independientemente de que la diga Gustavo Bueno o quien la diga... En el párrafo de la pág. 260, Gustavo Bueno afirma en efecto algo parecido a lo que tú dices, sólo que con una diferencia que no es en absoluto menor, y en ese sentido citaba yo el texto: lo que se rechaza es que el reconocimiento de que las religiones primarias contengan ya, desde su principio, los gérmenes del error y la confusión secundaria, exija retirar la verdad del núcleo de tales religiones. Pero es que hay algo más; de retirar dicha premisa habría que comenzar necesariamente, a argumentar como si las religiones hubiesen surgido del delirio, de la falsa conciencia o de lo que sea, es decir empezar en las mallas de un cierto «psicologismo», pero este modo de argumentar nos deja desguarnecidos (este punto lo pone de manifiesto Joaquín también, en su artículo de El Catoblepas,sobre la filosofía de la religión) frente al argumento recíproco que los teístas podrían perfectamente dirigir contra nuestro ateísmo. ¿No podría un teísta (por ejemplo, Ricardo de la Cierva), psicologismo por psicologismo, señalar que también nuestro ateísmo se ha originado en traumáticas experiencias adolescentes o causas por el estilo?... En relación a lo que me comentas de las religiones primarias en el presente: evidentemente una religión primaria no la podemos construir de la noche a la mañana, sin embargo, tampoco es completamente impensable que las religiones primarias reaparezcan en el horizonte como tales religiones (lo que exigiría una nueva piedad primaria, &c.). Una tal posibilidad aparece, como advierte Gustavo Bueno en Cuestiones Cuodlibetales sobre Dios y la Religión, ligada a un suceso que nosotros no podemos controlar como lo es el acaecimiento de «sucesos en la tercera fase». Se dirá que la existencia de los extraterrestres no ha sido probada y que aun la misma posibilidad de tales encuentros (que reclama no sólo que efectivamente existan los «marcianos», si no que además dispongan de inteligencia y tecnología en un cierto grado, que acudan a la tierra, &c.) resulta despreciable a juzgar de la mayoría de astrofísicos y astrobiólogos de nuestros días. De acuerdo, pero aunque esto solucione el asunto por la vía de los hechos, la posibilidad misma de la presencia en nuestro planeta de tales animales no linneanos abre las puertas al resurgimiento de la religión de los númenes primarios. De otro modo: mientras tales extraterrestres no aparezcan, sólo cabrá consignarlo como démones secundarios, pero si se presentaran un día en nuestro planeta podrán comenzar a comparecer como animales numinosos, como númenes primarios. Lo que en el fondo vale tanto como decir que los númenes de la religión secundaria son falsos, los de la primaria en cambio, verdaderos. Ciertamente que los ejes angular y circular pueden contaminarse muy fácilmente, dada su proximidad mutua como ejes operatorios. Es además muy probable su contaminación –emic– en el contexto paleolítico, donde, como tú mismo dices muy bien, el espacio antropológico estaba todavía formándose: el eje circular no se había segregado del todo, y en este sentido, resulta en cierto modo anacrónico hablar de «hombre» para este período. Pero insisto en algo que subrayaba en uno de mis primeros correos; que el paleolítico no se representase adecuadamente los tres ejes (como si fuese un materialista filosófico que se ha desnudado) no impide que nosotros, en nuestros días, con los ejes ya formados perfectamente, no debamos proceder dando la disociación de los ejes por supuesta. Y entonces si –razonando de manera eminentemente apagógica– el núcleo de la religión no puede residir ni en el eje radial, ni el circular, pues sólo queda una alternativa, necesariamente.

Preguntas: ¿hace falta exagerar las características de los animales para que haya religión? Respondo: se exageraron de hecho, y no tiene sentido plantear la cosa retrospectivamente como si esto no hubiese ocurrido. Ahora bien, sólo cabe decir, en este sentido, que son dichas exageraciones las que se explican por las características reales de los animales, no a la inversa. En fin, las cuestiones que planteas en tu mensaje son muchas, y todas de gran importancia, de manera que aquí sólo me es posible arañarlas... En todo caso, como dices, podemos mantener el desacuerdo, desde luego (dejando al margen que, como se ve, nos iba a resultar imposible disiparlo por completo). En todo caso, cuando el trabajo se publique, habrá ocasión de analizar las cosas con más detenimiento... Un saludo muy cordial Iñigo

• 14 • De: Íñigo Para: David Título: Homenaje a Fecha: Viernes, 6 de agosto de 2004

Bueno.

Ongay Alvargonzález Propuesta

Estimado David; Como sabes este septiembre el profesor Bueno cumple ochenta años. Pues bien desde hace algunos meses algunos de nosotros (José Manuel Rodríguez, Pedro Insua, Atilana, Eliseo, Sharon, Monse, Javi, Joaquín Robles, &c.) estamos preparando una especie de homenaje que se celebraría en el entorno de Oviedo o Llanes. Te lo comunico para que lo sepas, y ni que decir tiene que estás invitado a tomar parte. Te reenvío un correo que me dirigió esta mañana José Manuel comentando una propuesta de Felipe. Un saludo Iñigo

• 15 • De: David Para: Íñigo Título: Final Fecha: Lunes, 9 de agosto de 2004

y

Alvargonzález Ongay homenaje

Apreciado Íñigo, En primer lugar quiero pedirte disculpas porque he estado tres días fuera de casa y alejado del ordenador y me he encontrado hoy con tus dos últimas cartas. Permíteme hacer unas pocas puntualizaciones a tus últimos argumentos: Con toda sinceridad, el trabajo que discutimos no creo que obligue «a retirar la integridad de la filosofía de la religión defendida en El animal divino». Por de pronto, queda intacta toda la parte gnoseológica que trata sobre el análisis y la clasificación de los saberes acerca de las religiones.

Desde mi interpretación, las religiones primarias no surgen del delirio. Yo creo que la metodología para reconstruir el origen de las religiones tiene que partir siempre de la situación material en la que viven los grupos humanos de Paleolítico superior, en consonancia con el grado de complejidad de sus culturas y de sus técnicas. Es necesario resaltar, especialmente, que el surgimiento de las religiones primarias es anterior a la aparición de la ciencia y de la filosofía en sentido estricto y por eso esas religiones no pueden ser verdaderas cuando se evalúan desde el presente, aunque sean verdaderas como fases históricas necesarias. En mi interpretación no hay asomo de psicologismo porque los aspectos psicológicos de las religiones son cogenéricos y subgenéricos y, por tanto, previos a la inversión antropológica. Sin embargo, desde mis posiciones, no sería incorrecto decir que la filosofía de la religión angular pura (con núcleo exclusivamente angular) tiene muchos riesgos de caer en el etologismo (lo mismo que caen en el etologismo las teorías que explican la guerra desde las conductas de agresión). De los extraterrestres nada que decir: el materialismo filosófico es una filosofía del presente. Tampoco está claro que la improbable aparición de inteligencia extraterrestre conduzca necesariamente a una religión primaria verdadera. Desde los ejes del espacio antropológico son posibles siete filosofías de las religiones diferentes: Unidimensionales: radiales, circulares, angulares. Bidimensionales (que pongan el núcleo en una figura antropológica que exija dos ejes): radial-angular, radial-circular, circular-angular. Tridimensionales: que exijan los tres ejes para caracterizar el núcleo de la religión. Por último, sobre el asunto del homenaje al profesor Bueno, yo estaré encantado de asistir. Un saludo muy cordial, David Alvargonzález.

• 16 • De: Íñigo Para: David Título: concluyendo Fecha: Lunes, 9 de agosto de 2004

también

Ongay Alvargonzález yo

Estimado David; Ya iremos concretando las cuestiones relacionadas con el homenaje a Gustavo Bueno según se vaya acercando septiembre; ni que decir tiene que será un placer para todos contar contigo... Sobre las matizaciones que formulas, sólo diré que parece claro que como subrayábamos ya nos iba a resultar imposible borrar por completo el desacuerdo. Sin embargo sí tengo que darte la razón en que hablé con demasiada ligereza al aludir a la integridad de la filosofía materialista de la religión: lo que hay que retirar si tienes razón, David, es sólo la parte

ontológica (o nada menos que la parte ontológica, según se mire), que es la que presupone la afirmación de la verdad nuclear de la religión. Sobre el problema del psicologismo/etologismo, parece que aquí nuestras perspectivas son enteramente polares en cuanto que mientras que yo veo psicologismo por tu parte (cosa que tú mismo no adviertes), tú detectas muchas probabilidades de que nuestras posiciones recaigan en el etologismo (cosa que nosotros negamos por motivos parecidos: la inversión antropológica y la anamórfosis de la religión natural lo impide). Ahora bien, siempre quedará explicar desde tus posturas los motivos por los que el paleolítico, atrapado en su falsa conciencia, se puso a atribuir a los animales características circulares que convirtieron a unos tales individuos zoológicos en númenes personales. Nosotros en cambio tenemos que reconocer que han existido necesariamente (por el argumento ontológico religioso) númenes si queremos dar cuenta de la religión misma. En cuanto a lo de los extraterrestres: es verdad que en el presente no tenemos evidencias de inteligencia extraterrestre y, es más, la existencia misma de los extraterrestres presenta – esto ya lo reconocía en mi mensaje– una probabilidad prácticamente despreciable según sabemos por los datos arrojados por la astrofísica y la astrobiología, es verdad también que el materialismo filosófico se mueve en el presente y desde el presente, por eso decía Bueno en CCDR que el futuro de la religión primaria está por determinar, y aparece ligado a sucesos que nosotros no podemos controlar. Enteramente de acuerdo, pero la misma posibilidad de la existencia de estos animales no lineanos pone de manifiesto que la religión primaria no es del todo «perro muerto». Mientras no aparezcan no podemos hablar de ellos más que como démones secundarios, cierto; pero esa misma circunstancia nos pone sobre la pista de que si apareciesen, entonces serían númenes primarios, y si eso es así, es porque hemos de presuponer que los númenes primarios son reales. Un saludo muy cordial Íñigo Notas {1} Una reseña de este congreso la ofrece Joaquín Robles López, con su trabajo «Ortodoxos y Heterodoxos», publicado en El Catoblepas, nº 20, pág 17. Las actas del congreso murciano acaban de editarse en forma de libro. Vid, Patricio Peñalver, Francisco Jiménez y Enrique Ujaldón, Filosofía y Cuerpo. Debates en torno al pensamiento de Gustavo Bueno, Libertarias, Madrid 2005. {2} La atenta lectura del texto de David Alvargonzález resulta obligada por sí misma y en todo caso, necesaria para la cabal comprensión de la polémica que presentamos. Remitimos al lector interesado a las Actas del Congreso «Filosofía y Cuerpo»

Sobre la verdad de la

religión Alfonso Fernández Tresguerres A propósito de un texto y unas cartas sobre religión Lo que sigue no son más que unas rápidas notas redactadas tras la lectura de la conferencia de David Alvargonzález, «Sobre el problema de la verdad en las religiones del Paleolítico», y también del intercambio de correspondencia que tuvo lugar el verano pasado entre Iñigo Ongay y el propio Alvargonzález. Seguramente las posiciones que yo mismo defenderé a continuación exigirían un análisis más detenido y pormenorizado que el que aquí ofrezco (y tiempo habrá de hacerlo, si merece la pena), pero dada la importancia del asunto que se plantea, creo que puede tener algún interés ponerlas (como suele decirse), sin más, sobre la mesa,confiando en que, si no a otra cosa, contribuyan, al menos, a plantear nuevas preguntas y a abrir nuevas perspectivas en el debate que, sin duda, habrá de suscitarse. Si yo he entendido bien el texto de Alvargonzález (él me corregirá si me equivoco), su argumentación puede resumirse del siguiente modo: en el núcleo mismo de la religión, y no sólo en el cuerpo de la religión primaria, puede detectarse ya la presencia de elementos míticos (se señalan, concretamente, cuatro, o, si se quiere, cuatro grupos), de tal manera que sólo cuando las relaciones del hombre con los animales confluyan o se compongan con ellos tendrá lugar el surgimiento de la religión. El animal (diríamos) únicamente puede ser convertido en numen como resultado de esa actividad fabuladora y mítica, dependiente, a su vez, del desarrollo de la cultura extrasomática, y acaso principalmente de la aparición del lenguaje articulado o fonético, condiciones éstas inexcusables para que pueda producirse la «inversión antropológica», una de cuyas consecuencias habría sido la conversión de los animales en númenes. Ahora bien, esto implica que la llamada verdad de la religión primaria (una de las tesis centrales en El animal divino, de Gustavo Bueno) queda seriamente comprometida, puesto que si tal religiosidad primaria posee elementos míticos, falsos, resultaría incongruente y contradictorio hablar de religión verdadera, y sólo cabría considerarla como tal desde una perspectiva histórico-interna: en efecto, la religión primaria únicamente podría ser vista como verdadera en relación con las otras dos formas de religiosidad (secundaria y terciaria), pues en ella, a diferencia de lo que sucede en éstas, el animal, que es el referente de la relación religiosa o de la religación primaria, el correlato del numen, tiene una existencia real. Y éste es, justamente (siempre según David Alvargonzález), el sentido en el que Bueno califica la religión primaria de «religión verdadera». Mas vista desde el presente, desde las categorías científicas y las construcciones filosóficas con las que hoy obligadamente hemos de contar, es tan falsa como la secundaria o la terciaria, e incluso más que ellas, porque, después de todo, éstas (argumenta Alvargonzález) se encuentran más cerca del ateísmo, que es a donde finalmente ha conducido el propio curso de la religión, lo que supone la imposibilidad del establecimiento de nuevas formas de religiosidad, y, desde luego, ni siquiera cabe pensar que la religión

primaria pueda volver a surgir, hoy, como religión verdadera. Mas esto prueba, al mismo tiempo, que tampoco era plenamente verdadera en el Paleolítico. Sin duda, la argumentación de Alvargonzález es mucho más rica y sugerente, y en modo alguno considero que este apretado resumen le haga justicia, pero me parece también que con él no se traicionan los elementos esenciales que definen su postura, y, en cualquier caso, lo dicho constituye (o eso creo) un marco de referencia suficiente en relación al cual quepa pronunciarse sobre la pertinencia o no de mis propias reflexiones al respecto. Comenzaré por referirme al papel que juegan los distintos ejes del espacio antropológico en la génesis de la religión, para examinar a continuación los que Alvargonzález considera elementos míticos presentes ya en el mismo núcleo de ésta. Por último, me ocuparé del problema de la verdad, o de lo que haya de entenderse por tal cuando hablamos de la religión primaria. 1. El espacio antropológico y el origen de la religión Desde posiciones ontológicas materialistas no cabe pensar que la religión pueda ser otra cosa que una creación humana. Mas a partir de esta afirmación que, a lo que yo entiendo, sólo el teísta (no importa cuál sea su religión de referencia) podría discutir o negar, se hace obvio que en su constitución han tenido que intervenir, por fuerza, elementos provenientes del eje circular del espacio antropológico, porque resulta sencillamente imposible pensar que la religión pueda haberse generado al margen (en términos absolutos) de tales elementos. En consecuencia, no es posible una teoría explicativa de su génesis (una teoría materialista, se entiende) si se hace abstracción de tales elementos circulares. No se trata, pues, que se deba evitar cuidadosamente el riesgo de hipostasiar el eje angular al ocuparnos del origen de la religión (como nos previene Alvargonzález): sucede, sencillamente, que, para una filosofía materialista de la religión, tal hipóstasis es imposible. En este sentido, yo no creo que en El animal divino se defienda una teoría unidimensional de la religión, y tampoco que esa única dimensión sea la angular. Es más, sospecho que una teoría unidimensional pura sólo podría ser de carácter circular (al estilo de Feuerbach, por ejemplo, para quien el hombre habría hecho a Dios a su imagen y semejanza). Pero cualquier otra hipótesis explicativa que desplace la génesis de la religión fuera de las propias realidades humanas, ha de ser por fuerza bidimensional, porque sea cual sea el referente del que se suponga que ha surgido aquélla, tal surgimiento no hubiese sido posible más que si sobre tal referente ha tenido lugar algún tipo de operación humana (primordialmente en forma de construcción teórica), a partir de la cual se produce la creación de la religión como elemento integrante de la cultura objetiva. Algo similar a lo que sucedería si nos propusiéramos defender una teoría unidimensional de la magia; una teoría, por ejemplo, de carácter radial, con abstracción del eje circular. ¿Qué sentido podría tener una teoría tal? La naturaleza, por sí misma, no hubiese dado lugar a la magia: es el ser humano, no la naturaleza, quien tiene creencias y realiza prácticas mágicas. Otro tanto acontece, me parece, en el ámbito de la religión: no es el animal el que es religioso, sino el hombre. Si se quiere, aún podemos insistir en la fórmula que al principio he utilizado para señalar esto mismo: desde presupuestos ontológicos materialistas, la religión es (y no podría ser de otra manera) una creación humana. Mas entonces, su constitución ni siquiera puede ser pensada haciendo abstracción del eje circular del espacio antropológico. Y creo que esto resulta igualmente válido en el caso de una filosofía de la religión de carácter angular. Porque sucede, además, que el eje angular no existe con independencia o al margen de la propia religión, no existe, diríamos, previamente al surgimiento o creación de los númenes. Las realidades circulares y radiales forman parte, por sí mismas, y con carácter primitivo u originario, del espacio antropológico, ya que por confusa que pudiera ser la percepción que de tales dimensiones tuviera el hombre del Paleolítico, por entremezcladas que pudieran hallarse a sus ojos, y por largo que haya sido el proceso que conduce finalmente a la disociación de los ejes radial y circular (proceso, sin duda, de enorme importancia en la constitución del hombre en hombre y en la autoconcepción de sí en cuanto tal), lo cierto es que los otros y el mundo natural conformaban un conjunto de realidades dadas con carácter absoluto y (visto desde el presente, al menos) con carácter objetivo, pero los númenes, no. El espacio antropológico no es tridimensional por sí mismo, sino que comienza a serlo al tiempo que el hombre comienza a

ser un animal religioso. Y justamente porque los animales no son ni pueden ser religiosos, es por lo que el espacio etológico es bidimensional, no tridimensional. Al margen de la propia religión, ¿qué sentido tendría introducir esa tercera dimensión en el espacio antropológico? ¿De dónde habría surgido ese tercer eje, y de dónde le habría venido dado al ser humano? ¿De la mera relación con los animales en tanto que animales? Si el espacio antropológico es tridimensional por el sólo hecho de que el hombre se relaciona con los animales, entonces, y por la misma razón, el espacio etológico sería igualmente tridimensional por el simple hecho de que los animales se relacionan con los hombres (y con otras especies animales, naturalmente). Pero esto es absurdo, obviamente, y de ahí se deduce que el eje angular no se establece sobre las relaciones entre el hombre y los animales, sin más, sino únicamente sobre unas relaciones muy específicas: aquéllas en las que dichas relaciones con el animal tienen lugar no en tanto que animal, sino en tanto que numen. Y como quiera que no cabe suponer que los animales puedan relacionarse con los seres humanos ni con otros animales en tanto que númenes; como quiera, en suma, que no se puede hablar de religiosidad animal, el espacio etológico es bidimensional, y no hay lugar en él para un eje angular. Las relaciones que establecen con nosotros y con otras especies forman parte de su eje radial, lo mismo que forman parte del nuestro las que establecemos con ellos en tanto que animales. Únicamente su conversión en númenes da lugar a un tipo de relaciones enteramente nuevas y específicamente humanas, y esas relaciones religiosas o numinosas (angulares), instituyen una nueva dimensión en el espacio antropológico (el eje angular). El único riesgo que corremos, desde posiciones materialistas, de caer en la hipóstasis del eje angular consiste, creo yo, en suponer lo contrario. Según David Alvargonzález, los animales se convierten en númenes, o, lo que es lo mismo, la religión se constituye como tal, cuando los elementos etológicos y ecológicos del eje angular se componen o se contaminan con elementos circulares (que él considera de carácter mítico, y que luego examinaremos hasta qué punto lo son o no). Ahora bien, las relaciones etológicas o ecológicas no son, por sí mismas, relaciones angulares, sino radiales. El individuo del Paleolítico que se defiende del ataque de un oso, o el grupo de individuos que cazaban con el único objetivo de proveerse de carne, no mantenían con los animales de referencia otra relación que la meramente radial. Del mismo modo que los acontecimientos que tienen lugar diariamente en un matadero municipal no son de carácter angular, sino radial, como radial, y no angular, es la relación que el propietario de una explotación ganadera mantiene con el ganado. Las relaciones angulares no son previas ni existen con anterioridad a la aparición de los númenes animales. En consecuencia, es algo más que una conjetura plausible suponer que los individuos del Paleolítico, al tiempo que mantenían relaciones numinosas con determinadas especies, se encontraban ligados a otras (por ejemplo, y a título de hipótesis: a aquéllas que se encuentran ausentes en el arte parietal) por intereses puramente radiales (alimentación, defensa, &c.); y hasta no me parece descabellado sospechar que incluso con una misma especie se establecían relaciones ya radiales, ya angulares, según el momento y el contexto. Después de todo, imagino que estaremos de acuerdo en que la confusión entre los ejes del espacio antropológico, por fuerza, hubo de ser notable en unos momentos en los que precisamente lo que se estaban era constituyendo como tales, y constituyendo, al mismo tiempo, el hombre en hombre. Mas para ello, para que la autoconcepción del hombre en cuanto tal pudiera abrirse camino, fue necesaria, sin duda, la disociación del eje circular del radial. Pero en el eje radial no se encontraban sólo elementos impersonales o inanimados de carácter natural, sino también otros seres, los animales, cuyas semejanzas y diferencias con el hombre mismo, tal como podemos conjeturar que pudieron ser percibidas por éste, hubieron de generar en él, sin duda, en su trato con ellos, una variada gama de sentimientos (entre los que acaso resultaron esenciales, la admiración, el temor y el saberse dependiente de ellos de cara a la supervivencia) que acabaron por determinar su conversión en númenes. Diríamos, pues, que la disociación del hombre y el animal tuvo lugar mediante la atribución a éste de características numinosas. Y en ese sentido, habría que añadir que acaso la concepción del animal como numen fue un proceso necesario para que se produjera la concepción del hombre como hombre. Pero es en ese momento, y no antes, cuando el espacio antropológico se convierte en un espacio tridimensional. Por eso, si bien es cierto (al menos eso es lo que yo creo) que el eje angular no es un eje primitivo ni originario, sí podría suponerse, en cambio, que es un eje necesario, o lo que es lo mismo, si el espacio antropológico no es, desde el principio, un espacio tridimensional, necesariamente habría de acabar siéndolo, si es que (por decirlo con ciertas resonancias hegelianas) la conversión de los animales en númenes fue un momento dialéctico o una figura necesaria en el desarrollo de la propia autoconciencia humana.

La domesticación de los animales en el Neolítico, y con ella la nueva posición de dominio del hombre sobre ellos, supone el comienzo de la desmitificación de éstos y el inicio, al tiempo, del ateísmo primario, que dará lugar, al serle retirado al animal la condición de animal divino, y ser predicada tal divinidad del hombre mismo, en tanto que señor de los animales, a las religiones antropomorfas del politeísmo, esto es, a las religiones secundarias. Pero entonces se hace necesario reubicar al animal en el espacio antropológico (con independencia de que los dioses secundarios frecuentemente adquieran su numinosidad por contaminación etológica). Sugiero que esa nueva reubicación acabará por desembocar en la doctrina del automatismo de las bestias, con la que el animal retorna de nuevo al eje radial, pero despojado ahora, no ya de su carácter numinoso, sino también del propiamente animal, quedando reducido a la condición de simple máquina, de mero elemento impersonal de la naturaleza. Nos encontramos, de este modo, ante la antítesis de la religiosidad primaria, y, visto el asunto desde ésta, ante la impiedad misma. Pero el darwinismo y el nacimiento de la Etología vendrán a poner de manifiesto que tampoco es ésa la concepción adecuada del animal. Y la nueva reubicación acabó por colocarlo en el único eje que aún no había ocupado en el espacio antropológico: el circular. El animal ya no será visto como un dios, mas tampoco como una cosa, sino como una persona. Tal es la concepción que alienta, y no necesariamente de forma implícita, sino muchas veces bastante explicita (por ejemplo, en Peter Singer), en las declaraciones de los derechos del animal, en el Proyecto Gran Simio (que Iñigo Ongay conoce tan bien), en todos los ensayos de elaborar una ética animal, &c. Ahora bien, las ciencias del presente (especialmente la Etología y la Psicología) prueban que tal síntesis entre la numinosidad y el maquinismo de los animales es puramente ideológica y mítica, y ello aunque se encuentre apoyada, en muchas ocasiones, por importantes etólogos (como es el caso de Jane Goodall), porque, sin duda, la concepción del animal como persona es inseparable del etologismo, que se constituye mediante el doble proceso de proyectar en el animal disposiciones específicamente humanas, y, paralelamente, reducir el comportamiento humano a los mismos términos explicativos que dan cuenta del comportamiento animal (manteniéndose siempre en el ámbito de las propiedades cogenéricas o subgenéricas, con negación de las transgenéricas), es decir, mediante los procedimientos, enteramente contrarios, pero complementarios en este caso, de subrayar las semejanzas y borrar las diferencias. Pese a ello, tales ciencias han acabado por revelar el verdadero lugar que les corresponde a los animales, y sospecho que pasado esto que podemos considerar una forma de religación circular, el animal será finalmente visto como lo que realmente es: no un dios ni un persona, sino un animal, y ocupará definitivamente el lugar que le pertenece en el espacio antropológico: no el eje angular (como un numen) ni el circular (como una persona), sino el radial, más no como una cosa, sino como un sujeto operatorio, esto es, como un animal. Diríase pues, que el proceso de disociación del ser humano de los animales aún no finalizado del todo, y que su definitivo establecimiento ha obligado a desplazar a éstos, sucesivamente, por los tres ejes del espacio antropológico. Mas si es cierto que el eje angular no existe con independencia o de modo previo a la conversión de los animales en númenes, entonces hay que concluir que no es cierto que la religión surja de la composición entre elementos angulares y circulares, ya que tales elementos angulares no existirían antes de la religión misma, y habría que decir que tal surgimiento tiene lugar por la composición de elementos circulares y radiales, y estos serían los animales reales que todavía no son númenes. Mas tal composición (luego volveré sobre ello) no me parece que haya de ser vista necesariamente como el resultado de una fabulación mítica y esencialmente falsa, sino establecida a partir de elementos reales y verdaderosque el hombre percibía en los animales. Y precisamente porque tales elementos eran reales y verdaderos, no meramente míticos o falsos, el animal pudo presentarse, a los ojos del ser humano, como lo que en verdad era: alguien tan igual a él, y, al tiempo, tan distinto que, sin duda, no fue fácil (ni podría haberlo sido en aquel momento) la disociación entre ambos mundos: el humano y el animal (lo que, al cabo, vendría a suponer uno de los elementos determinantes en la propia constitución del hombre en hombre). Mas esa situación ambigua o confusa no hubiese sido suficiente, por sí misma, para que se produjese la conversión de los animales en númenes. A ella hubieron de añadirse, sin duda, otros factores, (ya hemos apuntado alguno) y de ellos, acaso fue el principal la situación de dependencia (en orden al puro sobrevivir) en la que el hombre se hallaba (y se reconocía) respecto a los animales. Ello seguramente tuvo como consecuencia

que esta primera forma que asumió la disociación hombre / animal se produjese mediante el desplazamiento de éste hacia un nivel superior a aquél en el que el propio hombre se veía situado, lo que acabó por propiciar su conversión en numen. Así pues, cuando se rechaza una teoría radial de la religión se hace en la medida en que se intente situar el origen de ésta en elementos impersonales de la naturaleza, dado que con ellos no se puede mantener ese tipo de relación que ha de ser visto como el propio de la religión, pero eso no equivale a decir que todos los elementos del eje radial sean no operatorios. Y, paralelamente, rechazar las teorías radiales y defender una teoría angular no equivale a afirmar que el eje angular se halla ya constituido, y que la religión surja de la confluencia entre elementos angulares y circulares, sino que la atribución al animal (elemento del eje radial) de determinadas características, que lo convierten en numen, supone la aparición de un tipo de relaciones nuevas entre el hombre y los animales, que son, propiamente las relaciones angulares, y, con ellas, el establecimiento de un nuevo eje en el espacio antropológico: el angular, lo que supone el surgimiento de la religión, cuyo desarrollo posterior habrá de ser explicado contando con ese eje angular ya establecido , por supuesto, mas no sólo con él, porque, en efecto, ni siquiera una vez constituida la religión queda segregado de ella el eje radial, dado que importantes acontecimientos que tienen lugar en él, cuando confluyan con otros, no menos importantes, provenientes del eje circular y del propiamente angular, determinaran tanto en cuerpo como el curso evolutivo de las distintas formas de religiosidad. Creo, pues, que es preciso rectificar la concepción de Alvargonzález (de la que Iñigo Ongay no parece discrepar), según la cual el eje radial es, per se, no operatorio, en el sentido de que en él «no se reconocen operaciones» llevadas a cabo por las realidades que ahí se albergan; y supongo que únicamente en ese sentido se habla de él como situado en contextos α-operatorios, mas no en términos absolutos, ya que la prácticas mágicas y, en general, toda la actividad técnica de las propias sociedades primitivas, remiten, sin duda, a contextos βoperatorios. Pero es que, en cualquier caso, en el eje radial hay que situar no sólo las relaciones del hombre con los elementos impersonales de la Naturaleza, sino también aquéllas que mantiene con los animales, cuando éstos no son vistos másque como animales. Y estas relaciones son tan operatorias para el hombre del Paleolítico, que los consideraba númenes, como para nosotros, que los consideramos simplemente animales. La diferencia (como es obvio) no está en que en un caso sean operatorias y en el otro no, sino en que en un caso son de carácter angular y en el otro meramente radial. Si el eje radial es, siempre, no operatorio, entonces cuando los animales se vean obligados a abandonar el eje angular, únicamente podrán ser considerados elementos impersonales de la naturaleza. Y eso es, curiosamente, lo que sucede en la doctrina del automatismo de las bestias. Negarles un lugar en el eje radial, en tanto que elementos personales (no digo personas) o sujetos operatorios, obliga, en efecto, a optar entre considerarlos númenes o considerarlos máquinas. ¿O acaso diremos que en el contexto de tal doctrina la relación con el animal continuaba siendo angular, desde una perspectiva etic, por más que (emic) fuesen vistos como simples máquinas? Me parece que se hace muy difícil sostener una afirmación tal. ¿Qué sucede entonces? Desde mi punto de vista, que los animales son desplazados a un eje radial, que se considera (lo mismo que hace Alvargonzález) poblado exclusivamente por elementos impersonales, no subjetuales y no operatorios, y en un eje tal sólo pueden hallar acomodo mediante el procedimiento de ser reducidos a la condición de simples máquinas. Yo diría que la teoría del maquinismo animal ve a éste (emic) como un elemento impersonal y no operatorio del eje radial, cuando es lo cierto que es (etic) un elemento personal (subjetual) y operatorio de ese mismo eje. Los modernos ensayos circulares de convertir al animal en persona, lo que hacen, por el contrario, es subrayar los elementos personaleshasta un grado tal que acaban por volver a sacarlo del eje radial, y acaso por ello, desde la doctrina del espacio antropológico habría que decir, tal vez, que, sin perjuicio de las bondadosas y caritativas intenciones que les asistan, son, en términos gnoseológicos, más falsas que la teoría de automatismo de las bestias, porque a ésta habría que reconocerle, al cabo, la virtud de haber situado al animal en el eje al que realmente pertenece. Por lo demás, y desde las ciencias de nuestro presente histórico, principalmente la Etología y la Psicología, ¿donde situaríamos hoy las relaciones entre el hombre y los animales? Si persistimos en continuar viendo el eje radial poblado por contenidos impersonales

y no operatorios, entonces tendremos que terminar por ser comprensivos con quienes las desplazan al circular, convirtiendo al animal en persona. Porque, en efecto, tal parece que éstos conciben también el eje radial como impersonal y no operatorio, de tal modo que entre el animal-máquina y la persona no encuentran término medio. Y nosotros, ¿qué diremos? ¿Acaso que, hoy, nuestras relaciones con el mundo animal continúan siendo angulares? Eso significa que tales relaciones fueron, son y serán siempre angulares, es decir, que son por sí mismas, siempre y esencialmente, de carácter angular. ¿Lo eran también las de los individuos del Paleolítico con todas aquellas especies que no recibieron la consideración de númenes? ¿Lo son hoy, como decía en otro momento, aquellas actividades que tienen lugar en un matadero o en una explotación ganadera? Si las relaciones entre el hombre y los animales son en sí mismas esencialmente angulares, entonces concluir que la moderna corrida de toros es una ceremonia esencialmente angular, no es sino una esencial perogrullada, y no me quedaría más que agradecer a quienes han leído Los dioses olvidados el caritativo silencio que han guardado al respecto. La relación del hombre con los animales es (etic) una relación radial, porque los animales, realmente, no son otra cosa que realidades subjetuales y operatorias del eje radial del espacio antropológico, y será, justamente, cuando son investidos de determinadas características, que los convierten en númenes (emic), el momento en que se establecen una serie de relaciones esencialmente nuevas (las angulares) que determinan el surgimiento de la religión, y con ella la aparición del eje angular. Lo que no implica que desaparecidos los númenes animales hubiera de desaparecer, a su vez, el eje angular mismo, sino que, al contrario, se hará ya permanente, aunque poblado, en cada momento histórico, por contenidos diferentes, determinados por el propio curso evolutivo de las religiones. Otro asunto distinto es que todavía hoy podamos encontrar algunas actividades, que con frecuencia se presentan en forma ceremonial, en las que la relación del hombre con los animales no puede ser explicada más que a la luz de su antiguo origen angular, por lo que han de ser calificadas de esencialmente angulares. Uno de los casos más paradigmáticos a este respecto es, sin duda, el toreo. Tenemos, pues, que la religión, y con ella el eje angular y las relaciones angulares, surge cuando el ser humano atribuye determinadas características a los animales, propiciando su conversión en númenes. Según David Alvargonzález, esa atribución tiene un carácter esencialmente mítico, y de ahí habría que concluir que la falsedad se encuentra instalada ya en el núcleo mismo de la religión, y, por tanto, en el seno de la religión primaria. Es lo que examinaremos a continuación. 2. La génesis de la religión primaria y los númenes animales ¿Es imposible la conversión de los animales en númenes, a menos que se le atribuyan a aquéllos características míticas y, por tanto, radicalmente falsas? O dicho de otro modo: ¿el origen de la religión es sólo concebible como producto de la fabulación mítica? La respuesta de Alvargonzález es en los dos casos afirmativa, y señala, concretamente, cuatro rasgos (o grupos de rasgos) míticos, sin los cuales no hubiese sido posible el surgimiento de los númenes animales. ¿Qué diremos al respecto? A mí se me ocurre que se podría tratar de desmontar la tesis de Alvargonzález siguiendo dos líneas argumentativas. En primer lugar, negando que todas o muchas de las que él considera atribuciones míticas lo sean realmente; y, en segundo lugar, haciendo ver que para que el animal se presentase a los ojos de los individuos del Paleolítico como un numen, acaso habría hecho falta mucho menos de lo que él exige. Así, suponer que los animales entiendan lo que los hombres dicen, si con ello nos estamos refiriendo a que los animales puedan comprender el lenguaje fonético humano, resulta sencillamente absurdo, pero no alcanzo a ver que tiene de absurdo o de mítico decir, sin más, que los animales entienden lo que los hombres dicen, porque para ello no es necesario que capten el significado de las palabras: basta, acaso, con el tono de voz, los gestos o, en general,

todos aquellos aspectos que forman parte de la comunicación no verbal (Iñigo Ongay ha subrayado también esto). Exactamente lo mismo que puede acontecer entre dos individuos humanos que hablen dos lenguas distintas. ¿Y que diremos del niño? ¿Afirmaremos que le es negada toda comunicación con la madre antes de hallarse en posesión del lenguaje? Desde luego, es imposible que un animal entienda la oración de un ser humano, pero no que capte e interprete correctamente una actitud de sumisión, un gesto agresivo, una reacción de miedo o temor, &c.; ni tampoco que ante ello dé algún tipo de respuesta. ¿De veras puede creer alguien que un perro no entiende a su dueño y que no responde a las señales que recibe de éste? Pues bien, acaso el hombre del Paleolítico (en lo tocante a este primer aspecto señalado por Alvargonzález) no hubiese necesitado mucho más para convertir al animal en numen. Obsérvese, por lo demás, que tal comunicación sólo es posible con algunas especies animales, en general, aquéllas poseedoras de un sistema nervioso dotado de una cierta complejidad (no lo es, por ejemplo, con los insectos), y a ellas pertenecen todos o la inmensa mayoría de los animales representados en el arte parietal (singularmente, el caballo y el bisonte, protagonistas de una polaridad sexual masculino / femenino en la que probablemente reside la clave de la religión del Paleolítico). Mas adviértase también, en otro orden de cosas, que si tales representaciones pictóricas pueden soportar una explicación religiosa, será sólo si los animales en ellas representados han sido investidos ya de propiedades numinosas. Quiero decir que las figuras animales presentes en el arte parietal no son un elemento más de la cultura objetiva que esté contribuyendo a la constitución del numen, sino que lo dan por supuesto. Únicamente en ese caso pueden cobrar alguna significación religiosa; de lo contrario, a lo sumo que podríamos llegar es a interpretarlas como partes integrantes de un ceremonial mágico (asociado probablemente a la caza: poseer la imagen del animal supondría, por semejanza, poseer al animal mismo, &c.), mas con ello nos hallaríamos aún inmersos en el ámbito de las categorías radiales (si es que la magia se mueve siempre en la inmanencia de tales categorías). Pero, en cualquier caso, repárese en que si admitimos la posibilidad (y a mí me parece que más que de una posibilidad se trata de una evidencia) de que las actividades mágicas, en algunas ocasiones, hayan podido tener como referentes a los propios animales (por ejemplo, en orden a propiciar su reproducción o su captura), ello plantea serias dificultades a la hora de determinar el lugar, dentro del espacio antropológico, en el que debemos situar al animal o en el que debemos colocar a la magia, de tal manera que o bien admitimos que mantenemos relaciones radiales con los animales (todas aquéllas en las que éste no se presenta como numen), o bien negamos que la magia sea una ceremonia de carácter radial. De todos modos, aun en el supuesto de que se acepte la posición que yo estoy defendiendo en estas notas, a saber, que las relaciones con los animales, en tanto que animales, son radiales, no angulares, y que únicamente pertenecen a éste segundo grupo (y tienen propiamente un significado religioso) aquéllas en las que la relación se establece con el animal en tanto que numen, aun en ese supuesto (digo), si bien habríamos resuelto la dificultad a la que antes me refería, y podríamos continuar interpretando la magia como una práctica radial, aun cuando de ella formen parte los animales, me parece que lo que todavía permanece sin resolver es el lugar que le corresponde a la propia magia. ¿Resulta tan inmediatamente obvio que es, en sí misma y siempre, una ceremonia radial? Tal es la tesis de Frazer, mediante la que intenta distinguirla de la religión, a saber: en tanto que ésta se dirige a seres personales y sobrenaturales para lograr su favor, sea mediante la súplica e incluso la amenaza, las fuerzas a las que el mago intenta controlar son de carácter natural. Pero, ¿no es cierto que la magia se dirige también hacia seres personales y divinos a los que trata de obligar mediante la realización, precisamente, de prácticas mágicas? ¿Carecería de todo sentido continuar hablando aquí de magia, y sí, únicamente, de religión? De todas formas, y sin abandonar todavía el asunto éste de la magia, me atrevería a sugerir, aunque no sea más que a título de hipótesis, que tal vez las figuras híbridas presentes en el arte parietal, en las que se mezclan rasgos animales con otros humanos, acaso no tuviesen tanto un significado propiamente religioso como meramente mágico, de tal modo que, por ejemplo, el hechicero de Trois-Frères fuese, ni más ni menos, lo que parece ser, es decir, un hechicero, no un numen. Por lo demás, coincido con Iñigo Ongay en que tales figuras híbridas (incluidas aquéllas en las que se combinan rasgos de diversas especies animales) no suponen, seguramente, una seria dificultad para la filosofía materialista de la religión de Gustavo Bueno. No cabe pensar que las religiones secundarias puedan formarse ex abrupto, a partir de la nada, sino que más bien hay que entenderlas prefiguradas, dialécticamente, en el seno de las propias formaciones religiosas primarias, y ése podría ser el sentido de tales

representaciones pictóricas, las cuales, por otra parte (como acertadamente observa Iñigo Ongay) presuponen la existencia de los propios númenes primarios, y sólo adquieren relevancia en ese contexto, de tal modo que el significado numinoso que hubiera que conferirles (aunque permítaseme que vuelva a llamar la atención sobre la posibilidad de que algunas de ellas puedan ser interpretadas en términos puramente mágicos), vendría dado antes por lo que tienen de animal que por lo que tienen de humano. En cuanto a la atribución de inteligencia al animal (otro de los aspectos míticos, según Alvangonzález), no veo que resulte en modo alguno necesario postular que haya que considerarlo dotado de una inteligencia igual o superior a la humana para que pueda tener lugar su conversión en numen: basta que se le perciba como capaz de determinadas operaciones inteligentes. Ahora bien, si lo primero es radicalmente falso, lo segundo no lo es en absoluto, ni tampoco mítico. Entendida la inteligencia como la capacidad de resolver problemas, resulta innegable que los animales poseen tal capacidad. Otra cosa distinta es que las diferencias entre hombres y animales no lo sean sólo de grado, sino auténticamente esenciales. Pero aun en el primer caso, esto es, que se entienda que se trata de diferencias meramente cuantitativas (como creen muchos etólogos e incluso algunos psicólogos), eso bastaría para considerar radicalmente falsa y mítica la atribución al animal de una inteligencia igual o superior a la humana. Pero, como digo, no hace ninguna falta suponer que fuera necesario llegar a tanto para que el animal comenzase a ser visto como un numen. Respecto a los rasgos morales y de personalidad (a los que se refiere David Alvargónzalez como un nuevo conjunto de elementos míticos), resulta, desde luego, completamente falso y mítico, predicarlos del animal del mismo modo que del ser humano, hasta acabar haciéndolo depositario de virtudes y vicios morales en el mismo sentido en el que lo es un individuo humano. Pero de nuevo creo que no es necesario postular tanto para explicar la conversión de los animales en númenes. Resultaría, por ejemplo, completamente ridículo decir que un lobo es malo o agresivo, o un ratón cobarde: sencillamente son un lobo y un ratón. Pero no lo es en absoluto afirmar, dentro de los individuos de una misma especie, que tal animal se comporta de forma más agresiva, más cobarde, más pendenciera o más obstinada que tal otro. Y tampoco es falso ni mítico, estableciendo ahora la comparación entre especies, decir que ésta es más agresiva o, por el contrario, más mansa que aquélla. De hecho, hemos acabado domesticando muchas especies animales, y aunque en su elección probablemente haya jugado un papel más importante la utilidad que su mayor o menor ductilidad a la domesticación, creo que no es muy exagerado sospechar que hay algunas otras que no hubiésemos logrado hacer domesticas, aun en el caso de que nos lo hubiéramos propuesto. Por otra parte, ¿acaso resulta mítico decir que el engaño se encuentra en el mundo animal, o que algunos animales son más leales que otros, tanto en las propias relaciones intraespecíficas como en relación al propio ser humano? Me parece, pues, que tales diferencias, algunas de las cuales sólo tienen sentido predicadas del individuo, mas no de la especie, en tanto que con otras sucedería lo contrario, ni son falsas ni míticas, y creo que cabe sostener que pudo ser suficiente con la captación de esas diferencias específicas e individuales en el comportamiento animal para que la atribución a éste de determinadas características (que ni serían falsas ni tampoco míticas) propiciaran su conversión en numen. Para ello no es necesario imaginar que los individuos del Paleolítico creyeran que los animales dirigen su conducta conforme a leyes morales, suposición que sin duda caería del lado de la falsedad y de la especulación mítica. Por lo demás, es difícil creer que el hombre del Paleolítico hubiese llegado a tanto como para suponer la existencia de leyes morales en el mundo animal, cuando lo más probable es que esa dimensión moral ni siquiera le resultase completamente nítida referida a sí mismo. No olvidemos que nos encontramos en un momento en el que, al tiempo, que la disociación del mundo animal y humano, se está produciendo la propia constitución del hombre en hombre. No podemos incurrir en el despropósito de imaginar a los hombres del Paleolítico como individuos que, poseedores de las categorías científicas y de las construcciones filosóficas y morales que hoy tenemos, las hubiesen soslayado para abrazar el error. Eso, en efecto, supondría verlos como filósofos o etólogos que se han desnudado... para poder equivocarse más cómodamente. Así, pues, que el ser humano advirtiese que los animales (algunos animales) captaban y entendían sus intenciones y sus propósitos, al tiempo que el captaba y entendía los de ellos,

que advirtiese que se trataba de sujetos capaces de realizar operaciones similares a las suyas (a las que hoy no habría porque temer calificar como operaciones inteligentes), y que presentaban entre sí, tanto en sentido específico como individual, importantes diferencias en el comportamiento, pudo ser suficiente para que, cuando a ello se añadieron otros elementos (que ya hemos señalado, aunque permítaseme que vuelva a insistir, de manera especial, en el sentimiento de dependencia), se diera la conversión del animal en numen, sin especulación mítica ni falsedad radical alguna en la percepción misma del mundo animal. Nada hay en todo ello que no sea admitido hoy por la propia Etología, que habría de ser, entonces, considerada una simple construcción mítica y falsa, y eso con independencia de que los etólogos (o algunos etólogos) vayan aun más lejos y acaben borrando las diferencias esenciales entre el hombre y los animales, y también las diferencias esenciales que se encuentran en cualquiera de los rasgos que hemos señalado tal como se hallan presentes en el ser humano y el animal. Este camino nos conduce directamente al etologismo y con él a la conversión del animal en persona. Pero el camino contrario, esto es, negar que los animales sean poseedores de los rasgos que hemos apuntado (capacidad de entender al ser humano, de realizar operaciones inteligentes, de ser centros de voluntad o de presentar diferencias comportamentales y temperamentales entre ellos), negarlo (insisto) me parece que nos coloca en las proximidades de la doctrina del automatismo de las bestias. Pero el que la creación de los númenes animales no haya tenido necesariamente lugar mediante construcciones míticas ni falsas, ¿significa, sin más, que la religión primaria es verdadera? ¿Qué sentido puede tener tal afirmación? En el siguiente apartado nos ocuparemos de ello. 3. Sobre la verdad de la religión Creo que resulta obvio que el problema de la verdad de la religión primaria subsiste tanto si se aceptan las tesis de Alvargonzález como si se opta por las que yo he intentado esbozar en las páginas anteriores, y ni siquiera me atrevería a decir que tal problema sea mayor en un caso que en el otro. Y ello por una razón muy simple: desde las coordenadas y presupuestos de una filosofía materialista, todas las religiones (incluida la primaria) han de ser consideradas falsas, si por verdaderas se entiende que existan realmente los referentes de la relación o religación religiosa en tanto que entidades de carácter divino, angélico o demoníaco. Pero entonces, ¿en qué sentido podría continuar hablándose de verdad en el caso de la religión primaria? Evidentemente, cabría decir que tal religión es verdadera desde una perspectiva emic. Pero eso resulta por completo irrelevante, porque desde ese mismo punto de vista también serían verdaderas las otras dos, de la misma forma que serían verdaderas las alucinaciones de un esquizofrénico, pongamos por caso. Mayor alcance tiene, sin duda, afirmar que la religión primaria es verdadera en un sentido histórico-interno a las propias religiones, es decir, cuando ese valor de verdad que se le atribuye surge de la comparación con las otras dos. De este modo, se puede decir que la religión primaria es verdadera porque, en tanto que la secundaria y la terciaria son puro delirio mitológico, una, y metafísico, la otra, en la primaria el correlato o referente del numen (el animal) tiene una existencia real, cosa que no sucede en ninguna de las otras dos formas de religiosidad. Y seguramente acierta Alvargonzález cuando diagnostica que ésta es la modulación de verdad que Bueno está manejando en El animal divino. Es también éste el sentido en el que yo, en el contexto de la polémica con Gonzalo Puente Ojea, decía que los animales no son realmente númenes, pero que son númenes reales(expresión que tanto David Alvangonzález como Iñigo Ongay parecen encontrar confusa). En efecto, lo que yo pretendía decirle a Puente Ojea es que todos estamos de acuerdo en que los animales no son realmente seres divinos o numinosos (aunque como tal se presentan, en una perspectiva emic, a los ojos de los individuos del Paleolítico), pero que son númenes reales en tanto que real es el animal numinizado, y real (no alucinatoria) es la relación que se mantiene con él, mas no en tanto que animal, sino, precisamente, en tanto que numen (y esa referencia real es la que se encuentra ausente lo mismo en las religiones secundarias que en las terciarias). Y añadía yo que un caso parecido es el que se da entre los propios seres humanos cuando no consideran hombres a los individuos de otro grupo distinto, sino animales. Obviamente, tales individuos no son realmente animales (etic) y únicamente se presentan como tales (emic) a los ojos de aquéllos que los han relegado a esa condición. Ahora bien, la relación que éstos mantienen con tales sujetos es una relación real (no alucinatoria), y se establece con ellos (que también son reales) en tanto que animales, no en tanto que humanos; por consiguiente, no son realmente animales, pero en el espacio antropológico de quienes así

los ven son animales reales. Tal es el caso (me parece) de las relaciones del hombre del Paleolítico con los númenes animales. Así pues, la fórmula que utilicé en la polémica con Puente Ojea (quien se aferraba, creo yo, a la hipótesis alucinatoria y proyectiva para explicar la génesis de la religión), recogía (o eso pretendía, al menos), éstas dos primeras modulaciones de verdad (la verdad en sentido emic y la verdad en sentido histórico-interno) según las cuales (y especialmente la segunda) podemos sostener la existencia de una verdad propia de la religión primaria. Ahora bien, más allá de esto, ¿podríamos continuar hablando de verdadcuando nos referimos a tal forma de religiosidad; de verdad, incluso, desde el presente? Según Alvargonzález, no; y la prueba de ello, si yo lo he entendido bien, es que, desde nuestro presente científico y filosófico, no cabe detectar ningún contenido de verdad en la religión primaria ni cabe pensar que pueda volver a implantarse como tal religión. Y esto, que, en su opinión, resultaría lógico esperar si en ella se encerrase alguna verdad religiosa, prueba que tampoco era verdadera en el Paleolítico. Yo creo, sin embargo, que puede tener pleno sentido seguir manteniendo, hoy, la verdad de la religión primaria (y ello sin necesidad de colocarnos de espaldas a las categorías científicas y las construcciones filosóficas del presente, entre ellas el propio materialismo filosófico, desde el que negamos radicalmente la existencia de entidades divinas y demoníacas). Y hablar de verdad de la religiosidad primaria no sólo en una perspectiva histórico-interna, en relación con las otras dos formaciones religiosas (que también, desde luego), sino en términos absolutos, en sí misma considerada. Mas para ello, creo que es obligado que desplacemos el acento desde el contenido a la forma de la religión. Por su contenido, entendiendo por tal la afirmación de que existen, como entidades reales, los númenes o dioses que en él se albergan, todas las religiones son falsas (incluidas las primarias), sencillamente porque tale seres no existen. Desde esta perspectiva, no hay, pues, ninguna religión verdadera. Mas si nos trasladamos ahora del contenido hasta la forma, y entendemos la atribución de verdad no referida a los animales mismos, esto es, a la afirmación de que los animales sean númenes, sino a la forma de la relación que se establece con ellos, entonces dado que los animales son seres reales, dicha relación es, por lo mismo, una relación real, verdadera; y si damos por bueno que la religión consiste, esencialmente, en una relación, aquélla en la que el referente de tal relación sea un referente real, se hallaría establecida sobre una relación igualmente real, o, lo que es lo mismo, sobre una verdadera relación, y la religión que sobre ella se asiente tendrá derecho a ser considerada una religión (formalmente) verdadera, esto es, a ser considerada una verdadera religión. Y tal condición creo yo que ha de serle reconocida, incluso desde nuestro presente científico y filosófico ateo, a la religión primaria. Pedirle, además, como prueba de verdad (al modo que sugiere Alvargonzález), que en ella pueda ser detectado, aún hoy, algún núcleo verdadero, a partir del cual, si realmente lo es, necesariamente debiera volver a implantarse como religión (y, por supuesto, como religión verdadera), sólo tendría sentido si cuando hablamos de verdad de la religión primaria estuviésemos afirmando que posee algún contenido verdadero absolutamente, esto es, universal y necesario, similar al de una verdad científica o un teorema matemático. Pero esto no es posible, puesto que por su contenido la primaria es una religión falsa, lo mismo que la secundaria o la terciaria (lo que no es más que un redundancia, porque, desde el punto de vista del contenido, no hay ninguna religión verdadera). Ahora bien, el sentido en el que hemos propuesto entenderla como verdaderamantiene plena vigencia en la actualidad y es perfectamente asumible desde el materialismo ontológico y el ateísmo religioso. Y decir que tal valor de verdad ha de serle concedido aun desde el presente, significa, al mismo tiempo, que no sólo es una verdadera religión en la perspectiva histórico-interna, esto es, comparada con las otras dos, lo que es obvio, porque éstas no sólo son religiones falsas, sino también falsas religiones, desde el momento en que en ellas, desaparecido todo referente real, la relación religiosa es una pseudorelación, nacida ya del delirio mitológico, ya de la especulación metafísica. Y de ninguna manera creo que pueda afirmarse que cualquiera de las ellas sea más verdadera que la primaria misma, sin que importe cuál sea el sentido en que se use ahora el término «verdad». Por ejemplo, no me parece que pueda decirse (como dice David Alvargonzález) que, en alguna medida, la religión secundaria sea más verdaderaque la primaria, en tanto que se halla más próxima al ateísmo o conduce a él. Por lo mismo, habría que considerar que la terciaria es, a su vez, más verdadera que la secundaria, con lo que invertiríamos el proceso y estaríamos colocando ahora la verdad (repito: sea cual sea su sentido) al final. Tiene razón Iñigo Ongay cuando dice que, por este camino, sería la primaria la

que se nos mostraría como la falsedad religiosa por excelencia. Yo creo, más bien, que si el curso de la religión desemboca finalmente en el ateísmo no es porque las formaciones religiosas que lo constituyen sean cada vez más verdaderas, sino, precisamente, porque son cada vez más falsas. La religión primaria, en cambio, siendo, como las otras, una religión falsa, es, sin embargo, una verdadera religión, y ello en sí misma, aun cuando la pensemos al margen de sus relaciones con la secundaria y la terciaria, porque tal verdad mantiene su validez hoy, y puede resistir cualquier examen al que sea sometida desde las construcciones científicas y filosóficas en las que nos hallamos inmersos. Me atrevería decir incluso que la religión primaria no es sólo la única verdadera religión que se ha dado históricamente, sino la única, también, que podrá darse jamás. El proceso que condujo a ella y mediante el que se acabó constituyendo resulta impensable que pueda volver a repetirse (¡ni los númenes lo quieran!), porque para ello tendríamos (ahora sí) que convertirnos en filósofos y etólogos desnudos. Los hombres del Paleolítico, en cambio, no eran etólogos que se han desnudado (como dice Alvangonzález), porque en ese caso no habrían sido religiosos, del mismo modo que no podemos serlo nosotros. Pero entonces, si el proceso que condujo a la religión primaria no cabe pensar que pueda volver a darse, eso significa que de ningún modo se pueden interpretar los actuales movimientos de esa nueva forma de piedad (circular ahora) hacia el mundo animal como un resurgir de la religión primaria, aun cuando pueda ser visto como una resonancia o residuo de tal religiosidad, e interpretable en esos términos, del mismo modo que detrás del interés por los extraterrestres puede sospecharse alentando la mitología secundaria. Mas aún en el caso de que, hipotéticamente, los extraterrestres entrasen a formar parte un día de nuestro espacio antropológico, eso no conllevaría el establecimiento de una nueva religiosidad primaria (como parece suponer Iñigo Ongay), porque para que ellos fuesen númenes nosotros tendríamos que ser protohombres. Sin duda, su presencia trastocaría profundamente las relaciones entre los ejes circular y radial del espacio antropológico, y obligaría a repensar el concepto mismo de «humano», pero sospecho que es imposible su instalación en el eje angular, porque para que ellos fuesen más que humanos o animales nosotros tendríamos que ser menos que hombres.

Comentarios a Joaquín Robles sobre filosofía de la

religión David Alvargonzález Respuesta a los artículos de Joaquín Robles en El Catoblepas y otras intervenciones en los foros de Nódulo En primer lugar, quiero dar las gracias a Joaquín Robles (y al resto de mis críticos) por el interés que han mostrado por mi trabajo acerca de la verdad de las religiones de la prehistoria y

el tiempo que han dedicado a estudiarlo y a escribir sus comentarios. Que yo sepa, Joaquín Robles, se ha referido a este asunto en su crónica del Congreso de Murcia («Ortodoxos y heterodoxos», El Catoblepas,20:17), en el texto de su conferencia que ha aparecido en las Actas («La idea de religión desde el materialismo», en El Catoblepas, 21:8, y en Filosofía y cuerpo,Libertarias, Madrid 2005), y en sus mensajes en los foros de Nódulo (por ejemplo en http://nodulo.trujaman.org/viewtopic.php?t=65. Robles, ateniéndose a las tesis de El animal divino, llega a dos conclusiones que yo creo necesario comentar. Primero: que mi posición puede caracterizarse como una variedad del psicologismo. Segundo: que los ajustes que yo propongo para la parte ontológica de El animal divino, de ser correctos, arruinarían totalmente la posibilidad de una filosofía de la religión materialista, no sólo en su parte ontológica, sino también en la parte gnoseológica, dado que ambas partes están conectadas de un modo indisociable. Por lo que se refiere a la primera cuestión, intentaré hacer más explícitas las diferencias entre mi posición y las doctrinas psicologistas . La perspectiva psicológica implica tomar al individuo (sea un animal humano o no humano) de un modo distributivo, e implica mantenerse en el nivel de los componentes que son cogenéricos a los hombres y a los animales no humanos. Yo no hago ninguna de las dos cosas. En mi interpretación, como en la de Bueno, la religión es una institución cultural que forma parte del «todo complejo» y que supone considerar a los hombres como individuos dados en estructuras atributivas (que son instituciones culturales). La religión está dada fuera del sujeto, porque suponemos que los cultos religiosos primitivos no son cultos individualistas. Yo nunca utilizo la metáfora arquitectónica del interior psicológico (mente, alma, &c.) y es por eso por lo que cobra fuerza la referencia al arte parietal y mueble. Además, como ya se ha dicho, la religión supone la inversión antropológica y, por tanto, el proceso que hace que los constituyentes cogenéricos (psicológicos y etológicos) se reestructuren de un modo sui generis, específicamente antropológico, a través de la cultura objetiva. Yo no he mantenido, en ningún momento, que la religión primaria tenga como origen una alucinación psicológica individual, ni siquiera que tenga como origen algo parecido a una «alucinación colectiva». Las religiones del Paleolítico superior son componentes trascendentales de ese hombre que está constituyéndose, aunque eso no obste para que consideremos que tienen algunos componentes falsos cuando las evaluamos desde los criterios de verdad del presente. Hay muchas cosas falsas (cuando se evalúan desde el presente) que no son alucinaciones ni son producto de alucinaciones sino que son, sencillamente, errores necesarios. Por ejemplo, las teorías filosóficas o científicas falsas no son alucinaciones, y son necesarias (desde un punto de vista histórico) para que puedan constituirse las teorías verdaderas. Yo tampoco he mantenido, en ningún momento, la tesis que se me atribuye del mecanismo psicológico de la proyección sino que supongo que en la figura antropológica del numen, cuando la religión primaria ya existe, se hallan compuestos aspectos radiales y circulares. Pero «componer» no es «proyectar». Cuando decimos que dos elementos químicos se componen para dar lugar a un tercero, no decimos que el componente «A», pongamos el Carbono, se refleje o se proyecte en «B», pongamos el Oxígeno. Decimos que ambos se componen y el resultado no es ni Carbono ni Oxígeno sino, pongamos, monóxido de carbono o dióxido de carbono según las circunstancias. Cuando decimos que la ceremonia del banquete está compuesta de aspectos radiales y circulares no estamos diciendo que los componentes circulares (el convivium) se proyecten sobre los radiales (la alimentación) como si éstos no resultaran afectados. Tampoco decimos que los componentes radiales se proyecten sobre los circulares. Lo que estamos diciendo es que los aspectos radiales y circulares se componen para dar lugar a una institución nueva, con caracteres propios, que no es ni exclusivamente radial ni exclusivamente circular. Lo circular y lo radial se pueden disociar aquí para su estudio pero, si se separan, lo específico de la ceremonia antropológica del banquete desaparece: si despojamos a esa ceremonia de los componentes radiales se convierte en una reunión (que es una ceremonia diferente), y despojarla de los componentes circulares ni tan siquiera es posible pues hasta la comida de un Robinson tiene aspectos circulares ejercidos. Se podrían seguir multiplicando los ejemplos. Cuando decimos que en las religiones del Paleolítico podemos encontrar componentes circulares y angulares no estamos diciendo que los aspectos circulares se proyecten sobre los animales, ni viceversa (que los rasgos animales sean proyectados

sobre sujetos de nuestra especie), lo que decimos es que esos aspectos circulares y angulares se componen para dar lugar a una figura antropológica nueva que es, a la vez, angular y circular, y que tiene características propias: esa nueva figura es el numen. Por eso, en la perspectiva emic ciertos animales (etic) son númenes y, por eso, una vez constituida, la figura antropológica del numen tiene componentes radiales y circulares compuestos inseparablemente (porque si se separan desaparece esa figura específica como si se separa el Carbono y el Oxígeno desaparecen los óxidos consabidos). Ocurre, sencillamente, que esos animales (animales etic, para nosotros) no son animales para los hombres del Paleolítico. Y lo mismo ocurre si son los hombres (etic) los que son vistos como extraños (emic) al componer sus rasgos con aspectos angulares y convertirlos también a ellos en númenes. Por otra parte, puedo decir que la disyunción exclusiva que exige elegir entre psicologismo y verdad absoluta de la religión primaria es falsa. Por de pronto, porque son posibles otras formas de reduccionismo que no son psicológicas: el sociologismo, el etologismo, el etnologismo, la sociobiología, &c. Pero, además, porque son posibles otras verdaderas doctrinas filosóficas sobre la religión que no sean angulares. En este sentido, yo mantengo que la teoría de teorías filosóficas de la religión expuesta en El animal divino que habla de tres tipos de teorías (radiales, circulares y angulares) debe ampliarse para considerar, dentro de las teorías que son antropología filosófica, la combinatoria de los ejes que da lugar a siete posibilidades, como ya le he comentado a Íñigo Ongay en una de las cartas publicadas en El Catoblepas (http://nodulo.org/ec/2005/n037p01.htm). Es verdad que en El animal divino hay algunos textos que podrían interpretarse como una formulación de esa disyunción exclusiva entre psicologismo y religión primaria verdadera (por ejemplo, Ead., pág. 99). Sin embargo, cuando esos textos se ven a la luz de otras partes del libro (en las que se exponen esos otros reduccionismos y esas otras doctrinas filosóficas) se colige que la disyunción no puede entenderse de un modo exclusivo. La segunda cuestión que me parece discutible en la interpretación de Joaquín Robles es la que supone que mis tesis arruinarían toda posibilidad de una filosofía materialista de la religión y que pondrían en peligro también la verdad de la primera parte, gnoseológica, de El animal divino. En primer lugar, tal como aparece en mi texto, mi trabajo tiene como principal objetivo intentar aclarar en qué sentidos se puede utilizar la idea de verdad cuando se dice que las religiones primarias son verdaderas. Yo mismo admito que puede hablarse de religiones primarias verdaderas en, al menos, tres sentidos: cuando la verdad se entiende como verdad emic, cuando se entiende como verdad trascendental y cuando se entiende como verdad en el sentido que he llamado «histórico interno». Sin embargo, no puede hablarse de verdad cuando la verdad se entiende como la verdad desde el presente, si caracterizamos esa verdad como la verdad de las ciencias (la biología, la etología, &c.) y de la filosofía materialista. Esto es lógico porque el hombre del Paleolítico no tenía ciencia ni tenía filosofía materialista, y no podía ver a los animales como los vemos hoy nosotros, y es también lógico porque el materialismo es solidario de la impiedad. Pero, aun así, mi propuesta continúa siendo materialista y continúa siendo una verdadera filosofía de la religión (aunque para algunos sea una filosofía de la religión falsa, pero esa circunstancia es común a toda filosofía que no puede lograr un grado de consenso universal). El propio Bueno considera que, aunque sus tesis sobre la verdad de las religiones primarias no fueran ciertas, su libro tendría como principal objetivo no ya tanto presentar una filosofía de la religión verdadera cuanto una verdadera filosofía de la religión. Por tanto, él mismo admite que puede haber cambios en la parte ontológica sin que se resienta el proyecto de construir una verdadera filosofía de la religión desde el canon materialista. Compruébese lo que digo en los siguientes textos. Dice Bueno, en El animal divino, que el proyecto de su libro está orientado «no ya propiamente a ofrecer un «conjunto de tesis materialistas» sobre la religión –con la pretensión de ser verdaderas, o al menos muy probables– cuanto a delinear las condiciones que debe reunir una verdadera filosofía materialista (no metafísica) de la religión. [...] sin poner mucha fuerza en torno al eventual contenido de tales condiciones propuesto por nosotros como «teoría zoológica» (Bueno, Ead, pág. 26) «No defenderíamos, en todo caso, esta teoría ontológica de la religión aquí propuesta, en términos absolutos, antes como doctrina filosófica verdadera de la religión que como una verdadera doctrina de la religión, en sentido materialista» (Bueno, Ead, pág. 27). Incluso Bueno dice que sólo si se llega a la tesis de que la religión es una ilusión trascendental, una falsedad antropológicamente necesaria o interna (lo que nosotros llamamos una verdad en el sentido trascendental) podrá hablarse de una verdadera filosofía de la religión:

«Sólo cuando la religión sea considerada de algún modo como una ilusión trascendental, como una falsedad antropológicamente necesaria o interna (y no un error contingente, adventicio, aún cuando fácil es comprender la dificultad de establecer una línea divisoria entre lo que es necesario y lo que es contingente cuando se habla, en el materialismo histórico, de necesidades históricas) cabría hablar entonces, a nuestro juicio, de una verdadera filosofía (aunque negativa, y acaso metafísica) de la religión» (Bueno, Ead, pág. 24, nota 16). Los ejes del espacio antropológico son parte de la antropología filosófica materialista, y yo estoy usándolos para analizar las religiones del Paleolítico como instituciones culturales bidimensionales sin renunciar a ninguno de los principios ontológicos ni gnoseológicos del materialismo. Nuevamente, la disyunción excluyente propuesta (o religión verdadera en sentido absoluto o ilusión psicológica) es falsa porque la verdad se dice de varias maneras. Por último, Joaquín Robles pretende que yo desconozco las relaciones internas que hay entre la primera parte, gnoseológica, de El animal divino y la segunda parte, ontológica. Por supuesto, yo soy consciente de que los ajustes que propongo para la parte ontológica pueden tener algunas repercusiones en la parte gnoseológica. Como ejemplo puedo volver a citar la teoría de teorías filosóficas sobre la religión (expuesta por Bueno en la primera parte) que parece pedir una ampliación a la luz de estos desarrollos míos (pasando de tres a siete epígrafes, tal como le indiqué a Íñigo Ongay). Pero de ahí a decir que todo está arruinado hay un paso que yo no he dado ni voy a dar. Porque las diferentes partes de un sistema filosófico, aunque estén relacionadas entre sí, lo están según la estructura de una symploké y, por tanto, no todo está relacionado con todo. Valga el siguiente ejemplo: Gustavo Bueno en la parte gnoseológica de su libro dedica muchas páginas a establecer la diferencia, e incluso la incompatibilidad, entre Filosofía de la religión y Teología (lo que fue el tema de su tesis doctoral). También dedica mucho espacio a establecer la diferencia entre Filosofía de la religión y ciencias de la religión. Todo eso queda intacto y tan sólido y brillante como hasta ahora.

Respuesta a David Alvargonzález

Joaquín Robles López Sobre filosofía de la religión David Alvargonzález en un breve escrito publicado en esta revista (http://nodulo.org/ec/2005/n037p15.htm) ha tenido la amabilidad de detenerse a explicar lo que,

según su criterio, constituirían sendos errores en mi interpretación de su artículo «El problema de la verdad de las religiones del paleolítico» del libro Filosofía y cuerpo publicado por Ediciones Libertarias. Estos dos errores míos serían: en primer lugar, la interpretación de su tesis como psicologista. En segundo lugar, el haber extraído la consecuencia de que no sería posible una verdadera filosofía materialista de la religión si se asume la tesis central de su artículo. Para aclarar o «comentar» el primero de mis errores, Alvargonzález dice que los teriántropos no suponen de modo necesario la existencia de una proyección animista y que, como consecuencia, no son alucinaciones (ni individuales ni colectivas) sino «composiciones» de dos de los ejes del Espacio Antropológico: el circular y el angular. Y que, por tanto, el núcleo de la religión es un mixtum compositum circular-angular. Para argumentar esta posición suya Alvargonzález recurre a un ejemplo tomado del recinto categorial de la química indicando que «'componer' no es 'proyectar'. Cuando decimos que dos elementos químicos se componen para dar lugar a un tercero, no decimos que el componente 'A', pongamos el Carbono, se refleje o se proyecte en 'B', pongamos el Oxígeno. Decimos que ambos se componen y el resultado no es ni Carbono ni Oxígeno sino, pongamos, monóxido de carbono o dióxido de carbono según las circunstancias». Pero este ejemplo, como el del banquete, que viene a continuación, deja sin mencionar una circunstancia, que David, incomprensiblemente, parece no haber tomado en consideración, que se nos antoja vital: la inexistencia de los teriántropos. Porque la composición de carbono y oxígeno en monóxido o dióxido es el resultado, bien de operaciones (de un químico) químicas, bien anantrópicas bajo determinadas condiciones, que dan lugar al monóxido o al dióxido, «objetivos» y bien reales, sujetos, por lo demás, a los principios de la química (por ejemplo el de conservación de la masa). Sin embargo los teriántropos son figuras del «arte parietal» (y sólo en este sentido son objetivas) que, en modo alguno pueden considerarse como algo más que alucinaciones (o verdaderas apariencias falaces) del sujeto que las pintó. Y si en la composición del monóxido o del dióxido no hallamos sino principios objetivos que explican la composición misma de un ente real y objetivo ¿qué principios podemos representarnos como fundamento de la composición angular-circular de los teriántropos? En un próximo artículo podría aclararnos qué tipo de composición es esa de los teriántropos que no implica «proyección» con otros ejemplos que, aunque sean menos abundantes que los que nos describe, podrían ser más precisos. Me parece que si David concede, como es natural, que los teriántropos no existen (ni existieron), entonces sólo nos queda saber si los tales son proyecciones de animal a humano o de humano a animal. Es decir: si el «artista» quiso dotar a un humano de partes objetivamente animales «no humanas» o bien quiso dotar al animal no humano de partes específicamente humanas. Y decimos «proyecciones» pero podríamos haber dicho «imaginaciones» o «alucinaciones». Y es aquí en donde ponemos el psicologismo, inadvertido por su autor, como consecuencia necesaria de incluir en la génesis de las religiones (en el núcleo) la composición de los dos ejes. Y no «sociologismo» ni otros reduccionismos. Porque si los teriántropos no son contenidos fenomenológicos «más que pintados», ¿cómo ver esta composición sino como aquellas «ideas facticias» (ficticias), falsas, de Descartes? Los teriántropos son delirios porque no existen aunque sí existan sus partes composibles. Supongo que David no pretende hacernos creer que un teriántropo es homologable al dióxido de carbono o a un banquete de bodas por el mero hecho de que se componen de elementos diferenciables en regressus. Veamos: si no he entendido mal El animal divino (y es posible que no sea así y más si cabe, cuando alguien como Alvargonzález, cuyo extraordinario conocimiento del Materialismo Filosófico es indudable y admirable, lo sugiere) hay alguna condición o requisito que debe cumplir un contenido dado (emic) fenomenológicamente para poder ser señalado como núcleo de la religión: «Esto es tanto como exigir que el núcleo de las religiones, no sólo tenga un contenido real, sino también que esta realidad (cuyos criterios, idealistas o materialistas, ya no dependen de la filosofía de la religión, sino de la Ontología) pueda ponerse en correspondencia con los contenidos fenomenológicos que, a su

vez, piden ajustarse a ese tipo de realidad (según el argumento ontológico religioso)» (Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 151, cursivas nuestras). Pues bien, esta condición (necesaria, no suficiente) no puede darse en los teriántropos salvo que, ontología mediante, se postule su existencia real y objetiva, que es tanto como decir que el pintor de teriántropos era una especie de Antonio López de las cavernas. Pero Alvargonzález, consciente, claro está, de la inexistencia de tales teriántropos, ha introducido en el núcleo de la religión estos componentes mitológicos con el argumento de una relación sinecoide entre aspectos etológicos y ecológicos con aspectos mitológicos, sin la cual, las relaciones de hombres y animales no podrían llamarse propiamente religiosas y ha pretendido (o al menos así lo parece en esta última intervención suya) dejar intacta la parte gnoseológica al tiempo que se defendía de mi acusación de psicologismo. (En rigor mi segundo «error» no es sino consecuencia del primero, o el primero del segundo, como David prefiera.) Pero esto no es posible dado que el requisito o condición necesaria (no suficiente) no puede cumplirse desde las premisas de Alvargonzález dado que esta relación sinecoide introducida por él no puede ser un contenido fenomenológico «capaz de ajustarse a la realidad». O dicho en otras palabras: el resultado de esa relación sinecoide es una figura imaginaria, irreal, que no cumple con el requisito que Bueno considera imprescindible para hablar de núcleo de la religión porque los teriántropos no existen. Entonces, si Alvargonzález considera correctos los criterios de la parte gnoseológica acerca de esas condiciones que debe cumplir una teoría (filosófica y materialista) sobre el núcleo de la religión ¿no debería haber dicho, entonces, que, desde esas mismas coordenadas, no podemos encontrar ningún núcleo, en lugar de ampliarlo (con esta relación sinecoide) «circularmente»? Y si lo ha hecho efectivamente, ¿no será a costa de comprometer muy seriamente la parte gnoseológica incumpliendo la condición necesaria (aunque no suficiente)? Que Alvargonzález suscriba ampliamente muchos de los análisis de la parte gnoseológica (en especial «la diferencia, e incluso la incompatibilidad, entre Filosofía de la religión y Teología» y «entre Filosofía de la religión y ciencias de la religión») no le libra de mi diagnóstico, puesto que no compromete a estas partes «a simple vista» pero lo hace, y mucho, cuando observamos que si no podemos establecer un núcleo y, por tanto, tampoco el desenvolvimiento de un cuerpo a través de un curso, tampoco podemos entonces hablar de verdadera filosofía materialista de la religión sino de otra cosa que ya no tendrá sentido poner en correspondencia con la Teología o con las Ciencias de la religión, por mucho que Alvargonzález insista en lo acertado de los análisis de Bueno. Y no se trata de defender «la doctrina», esto es, la «filosofía verdadera», sino de establecer la conexión entre las condiciones exigibles a una verdadera filosofía materialista de la religión y la parte ontológica en donde estas condiciones se cumplen. Por otra parte, si David Alvargonzález tiene razón –siempre es posible que así sea– tampoco parece exagerado decir que esa verdadera filosofía de la religión sería otra cosa. «Otra cosa» en la que los psicólogos tendrían mucho más que decir que nosotros. Por último debo lamentar que Alvargonzález haya inferido que «Joaquín Robles pretende que yo desconozco las relaciones internas que hay entre la primera parte, gnoseológica, de El animal divino y la segunda parte, ontológica», porque no es verdad. En todo caso –y asumiendo mi posible equivocación– yo sólo he «pretendido» que David no ha querido o no ha podido sacar estas conclusiones que se derivan de esas relaciones internas entre ambas partes, no que las desconozca. Sin perjuicio de que yo las haya sacado de mala manera o injustificadamente. Cosa que, por lo demás, he querido aclarar en este artículo. Pero en ningún caso he hecho referencia a una supuesta falta de comprensión por su parte de El animal divino. Todo lo contrario: considero, y así lo dije en mi crónica del congreso de Murcia, que David Alvargonzález ha hecho unas observaciones muy importantes a esta obra de Gustavo Bueno. Observaciones que sólo es posible hacer desde un conocimiento muy preciso y competente, no sólo de El animal divino, sino del Materialismo Filosófico en su conjunto. Vaya esto por delante. Pero no puedo evitar pensar que sus tesis suponen una rectificación que, con independencia de que su autor quiera dar el paso o no, comprometen incluso el propio

concepto de eje angular del Espacio Antropológico (como también han visto Ongay y Tresguerres) y, como quedó dicho, la parte gnoseológica de El animal divino. Al menos hasta que David Alvargonzález nos muestre cómo es posible mantener la impostura originaria de los teriántropos, como núcleo de la religión, con la existencia de una verdadera filosofía materialista de ésta, con otros argumentos. O al menos nos conceda que las condiciones exigibles a una verdadera teoría filosófica materialista de la religión, según su criterio, son otras bien distintas a las indicadas por Bueno en el libro citado. Pero no veo cómo mantener estas condiciones y su tesis al mismo tiempo.

El lenguaje y el númen en la dialéctica reducciónabsorción

Antonio Muñoz Ballesta Recurre el autor a la dialéctica reducción-absorción como posible planteamiento correcto de la «verdad» del númen en la religión primaria ¿Existe alguna forma general por la que avanza la historia del pensamiento filosófico? ¿Se puede establecer, desde la Filosofía, una teoría sobre el funcionamiento a través de la Historia de las Ideas filosóficas? La respuesta es afirmativa. La Filosofía actual, para la cual no es correcto afirmar la existencia de las «formas separadas» o «pensamiento separado del cuerpo», entiende que esa forma general es la «dia-léctica de la reducción-absorción». Existe una dia-léctica histórica de la reducción-absorción en el «progreso» del pensamiento. La dialéctica histórica es real. Es una «compensación» dialéctica real –y no mental– a la reducción crítica y positiva de la ciencia y las ideologías. Consiste en un progreso de «absorción de la situación reductiva» al propio sistema objetivo al que se refieren los conceptos o ideas que se abrieron camino a través de dicha situación reductora.

I Los sistemas filosóficos están insertos en las coordenadas de la cosmovisión, concepción antropológica y teológica, de cada época. No existe la revelación en la historia del pensamiento filosófico. Tampoco existe, según la filosofía actual, la posibilidad de que el cuerpo individual haga brotar desde el vacío la «idea filosófica» o el concepto científico (o sus métodos). Y,

contrariamente a las filosofías idealistas o existencialistas, la necesidad de que la «razón» exista siempre «ligada a un cuerpo» no convierte a la idea filosófica, y al concepto científico, en mera consecuencia «gnóstica» o mística. La razón y la vida (que siempre es social) se conjugan necesariamente. Salvar la una es salvar la otra, como bien dijera Ortega y Gasset. Las ideas filosóficas, y en cierta forma también los conceptos científicos, están moldeados en su materia, en su contenido, por condicionamientos sociales, es decir, por la sociedad política en la que vive el filósofo. La idea de que ello era así se debe a las filosofías del siglo XIX. Fundamentalmente al idealismo cultural y al materialismo histórico. Esa es la razón por la que toda Filosofía no es nada más que una formulación especial de toda «ideología»(en el mejor sentido de la palabra «ideología»). «Que las ideas filosóficas (...) no brotan de una razón que funciona libremente 'en el vacío' (...), sino que se desarrollan, no ya sólo a través de condicionamientos sociales o culturales, sino incluso moldeados en sus propios contenidos esenciales, por ellos, es una tesis que se abrió camino (...) a lo largo del siglo XIX y a través de muy diversos cauces, desde el idealismo cultural hasta el materialismo histórico (y la teoría de las ideologías).» {1}

Pero el siglo XX, con su tecnicismo y avance de las ciencias sociales (avance que no se ha detenido), fundó «ciencias» sobre la relación entre la sociedad y los saberes que sobre ella podrían establecer. Es el caso de la Sociología del Saber de Max Scheler, la Sociología del conocimiento de Max Weber, e incluso la Sociología de la Ciencia (por ejemplo, Boris Hessen y el origen religioso y social de las teorías de Newton{2}). Pero tratar de explicar exclusivamente cualquier teorema científico o idea filosófica por el contexto social es un intento idealista porque las estructuras sociales ni son los únicos moldes de dichos contenidos filosóficos o científicos, ni son los únicos. Las estructuras tecnológicas y culturales (subjetivas) son las determinantes en la configuración del pensamiento científico y filosófico. Y entre ellas destacan las del lenguaje, de lo contrario estaríamos ante la presencia de un «reduccionismo» sociológico («reduccionismo» en sentido negativo en cuanto que no permite su absorción en el mismo cuerpo científico o filosófico). {3} El lenguaje puede ser considerado un hilo conductor en la obra filosófica del Materialismo Filosófico{4}. Ahora bien, un lenguaje entendido desde la operatividad Beta de los seres humanos inmersos en los cuerpos políticos históricamente determinados, y en los cuales no se diluyen, sino que mediante una «armadura» racional conservan su libertad reaccionando ante las supersticiones de toda índole, se convierte en el modelo del saber científico y filosófico. En la ontología el lenguaje es pluralidad, como la materia. No existe un solo lenguaje. El lenguaje, como la materia, no es un monismo. Pero los lenguajes no son realidades separadas del cuerpo humano que los ejercita y previamente los aprende. El lenguaje se produce siempre personalmente pero no es una «creación desde la nada» del individuo. El lenguaje es intersubjetivo (M2) pero no existe sin la producción del cuerpo humano (M1) y cuerpo social (M3); y, sin embargo, no es el lenguaje dia-crónico un «corporeísmo» vulgar. Hablar español, alemán, francés, inglés,... es ya ejercitar la filosofía porque es articular –mejor o peor– conceptos y teoremas filosófico sedimentados en el lenguaje al que se incorpora y se constituye el ciudadano. El logos y la symploké que supone el lenguaje, cuando construye operativamente (materialmente) los términos y conceptos, significa –en la filosofía– el modelo analógico de su propio sistema como saber de segundo grado. La ontología se confirma y ejercita en la gnoseología y a través de ella. M3 no existiría, tal como está establecido hasta ahora, sin la fase Beta de los cuerpos humanos y su tecnología del lenguaje. Por otro lado al ser el lenguaje una técnica, también puede ser la génesis de una idea filosófica. Una lengua concreta «natural» puede ser el origen al que se puede reducir (en sentido positivo) la idea filosófica concreta. Así es el caso de la idea de Tiempo y la estructura de la lengua alemana. Esa idea de temporalidad se reduce a la propia naturaleza sintáctica del decurso de la frase alemana, la recurrente idea de temporalidad, que ha sido tan explotada en la filosofía alemana de los siglos XIX y XX.

II El cuerpo filosófico avanza en la historia porque se produce siempre una crítica a las reducciones negativas (ej. el sociologismo y el psicologismo) y porque también se cumple con

la crítica a las reducciones positivas(por ejemplo: la construcción de la frase en alemán y la idea de temporalidad en su Filosofía). Las reducciones negativas son fáciles de detectar; las más típicas del siglo XX han sido las reducciones psicologistas, cientificistas, y sociológicas. Las reducciones positivas (características del Materialismo Filosófico) son objeto de crítica en el mismo progreso de la filosofía; «críticas» sin las cuales no habría tal «progreso». La época contemporánea ha otorgado rango racional a la existencia de las reducciones positivas. «En todo caso, estamos tan acostumbrados a reconducir las ideas filosóficas o científicas más abstractas (por ejemplo, «razón» y «método») a sus presuntas fuentes y moldes sociales y culturales que lo que comienza a ser un problema, de un modo nuevo, es lo siguiente: ¿cómo es posible que las ideas científicas y filosóficas, procediendo como sin duda proceden de situaciones históricas, sociales o culturales tan determinadas, hayan podido desprenderse de sus orígenes, emanciparse y aun alcanzar una vida propia?, ¿acaso el análisis histórico, cultural o sociológico de los conceptos científicos o de las ideas filosóficas no equivale por sí mismo a una reducción crítica de estos conceptos o ideas a la condición de meras metáforas tecnológicas o sociales y, por tanto, a una destrucción de su independencia y validez objetiva, mitigada acaso por el postulado (idealista) que confiere a estas metáforas o juegos «mentales» la capacidad de reinfluir sobre las formaciones materiales, sociales o culturales?, ¿Cómo puede atribuirse a lo que es un puro contenido mental, un puro epifenómeno, eficacia «retroactiva» sobre lo que se considera real?» El Materialismo Filosófico es consecuente en que las ideas científicas y filosóficas que surgen de la situación social histórica determinada no son meras metáforas tal como, en definitiva, sostenían Nietzsche o Karl Popper; la reducción crítica, desde el sus coordenadas, no se queda en simple reducción fenomenológica (aunque pueda hablarse de paralelismos entre la «constitución» de la consciencia según Husserl y la identidad sintética), sino que, siendo realistas, comprende que tal «reducción positiva» circula por el mismo sistema de pensamiento objetivo en marcha y al que se refieren la ciencia y la filosofía.

III La crítica filosófica tiene que recorrer dos momentos: 1) la reducción crítica positiva a sus «moldes concretos» sociales, culturales y técnicos originarios. 2) la crítica progresiva de los mismos modelos concretos («cuando ello sea posible»). Gustavo Bueno ofrece otro ejemplo material distinto al del lenguaje, a saber, el sistema decimal de numeración: «El sistema decimal de numeración no es un resultado de la 'razón aritmética pura' sino de la razón de un animal pentadáctilo. Por eso hablamos de números 'dígitos' y todavía en la numeración romana se conservan, como emblemas icónicos, esquemas de la propia mano humana (V, X, &c.).Pero ¿por qué esta reducción del sistema decimal al material 'quirúrgico' no constituye una destrucción de la validez objetiva de nuestros conceptos aritméticos, un requerimiento a la consideración de nuestros números como si fueran trasuntos de dedos, a la consideración de la suma o producto de dígitos como emblema de un apretón de manos?»

La respuesta es el formato del que hablamos en el avance del pensamiento filosófico en la historia. La reducción crítica positiva de los conceptos e ideas filosóficas circula históricamente en movimiento progresivo mediante la absorción en el sistema objetivo (M3) determinado. El progreso de la ciencia y filosófico es integrador («hegeliano», pero en un sentido materialista). Gustavo Bueno lo dice así: «Porque la reducción de los números a su condición de dígitos se prolonga en la dialéctica de la absorción de los dígitos en otros sistemas de numeración. Absorción, por tanto, no sólo de los dedos de la mano en la condición de un elemento más del concepto de 'quíntuplos corpóreos', sino absorción por integración de los propios quíntuplos en el concepto de sistema de numeración.»{5}

La verdad del númen en la religión primaria hay que entenderla en este sentido. La Filosofía de la religión justifica, en última instancia, la «verdad» del númen. {6}

IV Las condiciones del avance o crecimiento del cuerpo filosófico mediante la dialéctica reducción-absorción son las siguientes: 1) La construcción mediante symploké de la idea objetiva. Sin ella no puede darse la absorción en el progreso filosófico. «La dificultad y el interés de la ejecución de los 'trámites de absorción' es la misma dificultad de llegar a la idea objetiva como algo que resulta del ensamblaje, casi siempre turbulento, de formas materiales diversas y heterogéneas.»

2) La construcción de la relación diamérica de «reducción-absorción» es la condición necesaria y suficiente para la determinación misma de las fuentes históricas de los conceptos e ideas. Es la «nueva Dialéctica Platónica de los Fenómenos como estructuras tecnológicas, sociales y lingüísticas». «Cuando la dialéctica reducción-absorción puede llevarse adelante, de un modo mínimamente satisfactorio, la determinación de las fuentes históricas (... fenoménicas) de nuestros conceptos o ideas, no pone en peligro su validez objetiva. Por el contrario, les confiere espesor y realidad y nos devuelve a una modalidad nueva de la Dialéctica Platónica de los Fenómenos (aquí los fenómenos son las estructuras sociales, tecnológicas o lingüísticas, a las cuales se liga la propia percepción sensible) y de las ideas o conceptos.»{7}

3) Los «fenómenos» de la reducción crítica positiva tienen que ser fragmentos de conceptos e ideas objetivas. «Porque la absorción sólo es efectiva (y no meramente intencional) si los fenómenos, a los cuales han debido reducirse necesariamente todos los conceptos y las ideas sometidos a análisis crítico, son, a su vez, fragmentos o partes de ideas o conceptos, es decir, ideas objetivas o conceptos objetivos.»{8}

V El progreso histórico de la Filosofía mediante la dialéctica reducción-absorción se produce en la racionalidad de: —la lógica y en las matemáticas: «Las disputas lógicas en torno a la teoría de las clases –las cuestiones del nominalismo y del realismo– han de reducirse necesariamente a situaciones sociales e históricas bien conocidas, y precisamente las dificultades de la reducción suscitan ellas mismas cuestiones en el plano de la reinterpretación abstracta de estas discusiones» «O bien, ¿qué situación diferencial, respecto de los griegos clásicos, determinó la aparición del símbolo '0' en la cultura índica? ¿Tendrá que ver con el sistema jerárquico de castas, en el cual la ausencia eventual de una persona en el puesto de una jerarquía no significa una mudanza en el valor posicional de los demás individuos?»

—la filosofía política, por ejemplo en el nominalismo de Occam y el individualismo de la «burguesía naciente»: «¿Cómo puede reducirse el nominalismo de Guillermo de Occam, el pensador ligado a los fraticelli, 'comunistas', a los intereses del individualismo de la burguesía naciente? (...) ¿No será

preciso distinguir modos de nominalismo opuestos entre sí, un nominalismo individualista, atomista, y un nominalismo monista, o por decirlo de otro modo, el nominalismo de tradición pluralista y el nominalismo de tradición eleática, totalitaria?).» «Pero estas situaciones sociales o culturales en general, ¿no son a su vez algo más que fenómenos, no son ellas mismas ideas objetivas, fragmentos de estructuras que las envuelven?» «La idea moderna de función y = f x, ¿no se reduce a situaciones económico-políticas también modernas (la economía de mercado) en las cuales los individuos dejan de ser meros elementos sustituibles de un conjunto, puesto que se relacionan con otros individuos cuyo valor depende de ellos?» «Pero esto sería tanto como decir que tales situaciones económico-políticas –sociales, por tanto– son ellas mismas funcionales ('aplicativas') y de un modo peculiar, puesto que también en sociedades no modernas, sino muy antiguas y aun primitivas, los individuos se ligan funcionalmente en las relaciones de parentesco preferencial, en las cuales las propias identidades de los argumentos se subsumen en el parentesco mismo.»

—y en la filosofía de la religión: Aquí la fórmula del Materialismo Filosófico parece haber sido olvidada por las últimas revisiones de las tesis de El animal divino de Gustavo Bueno. No se trata de la búsqueda de la «verdad» o de la «posibilidad de la verdad» del «hombre» o «proto-hombre» en el paleolítico cuando se relacionaba con los animales numinosos, de lo que realmente se trata, en la Filosofía de la religión del Materialismo Filosófico, es de la posibilidad de tres cosas: 1. de si es posible la reducción crítica positiva en el ámbito de lo religioso, 2. de si dicha reducción no es una reducción de carácter negativo 3. y sobre todo, de si es posible la absorción de la reducción positiva en el sistema objetivo filosófico. «Desde Evehmero sabemos que los dioses son hombres, acaso animales. Dice Marshalls Sahlins: 'Cuando éramos nómadas ganaderos, dios era nuestro pastor...., cuando éramos siervos y nobles, dios era nuestro rey..., hoy somos hombres de negocios y el Señor es nuestro asesor mercantil.' De acuerdo con la reducción, pero la cuestión que ella abre es determinar si, a su vez, el pastor, el rey o el asesor mercantil, no son ellos mismo entidades divinas. La cuestión no es ya reducir, como hacia Celso, los dioses del panteón faraónico a la condición de animales domésticos, cuanto a su vez preguntar: ¿y no son, a su vez, los animales, algunos por los menos, seres numinosos?» Por lo que la posible confusión existente en la polémica sobre la verdad del animal numinoso en el Paleolítico es la consistente en confundir las clases de reducción: la reducción crítica positiva y la reducción negativa, y no tanto entre la verdad o falsedad de la «experiencia» del animal humano con el animal numinoso. Por lo que, curiosamente, los problemas gnoseológicos-ontológicos habrá que suponerlos «ejercidos o realizados» , no en el pasado de la hominización o humanización de la pre-historia, sino en la historia de la filosofía (en el presente).

VI El avance infinito de la Filosofía, para que sea objetivo, tiene que ser concreto en cada caso y no puede estar predeterminado: 1) Tiene que ser dilucidado en cada caso de reducción-absorción, como hemos visto con los ejemplos del lenguaje y del núcleo de la religión. Lo que quiere decir que la filosofía está siempre abierta al análisis de sus procesos históricos y de sus temas gnoseológicosontológicos, pero que tiene que respetar el formato histórico de la dialéctica reducciónabsorción positiva. La instancia decisoria filosófica, entonces, no se convertirá en la «experiencia perceptiva» humana, sino en la razón contextual de las ideas objetivas más vigorosas de cada época y caso. «La dialéctica de la reducción de las ideas y conceptos científicos a las situaciones sociales, políticas, tecnológicas o culturales más determinadas y las de la absorción de estas situaciones en el contexto de las ideas objetivas más vigorosas, debe ser determinada en cada caso.»

2) Es un «avance» no predeterminado: Por la sencilla razón de que no se pueden «prever» ni averiguar el «descubrimiento-justificación» de la ciencia y las ideas filosóficas del presente y del futuro. Y, fundamentalmente, porque la absorción tiene que conducir hasta una idea objetiva resultado de una construcción, o ensamblaje, de las formas más heterogéneas de las disciplinas antropológicas e ideológicas. «Es un proceso in-finito, de líneas no definidas, de objetivos no predeterminados, pero que está en marcha incluso sin proponérselo, inconscientemente, por decirlo así, en todo el que posea una perspectiva verdaderamente filosófica.»

Notas {1} Gustavo Bueno, «Prólogo» al libro de Javier de Lorenzo: El racionalismo y los problemas del método, Editorial Cincel, 1985. {2} Ver el magnífico libro de Pablo Huerga, La ciencia en la encrucijada, Biblioteca Filosofía en español, Pentalfa Ediciones, Oviedo 1999. {3} «Sin embargo, no son las estructuras sociales los únicos moldes que conforman los contenidos del pensamiento filosófico y científico: también las estructuras tecnológicas y culturales, en general, y muy particularmente las lingüísticas, son determinantes de la configuración del pensamiento filosófico y científico. No reconocerlo así sería, a nuestro juicio, inclinarse excesivamente hacia el sociologismo.» Gustavo Bueno, op. cit., 1985. {4} Es el tema fundamental del análisis filosófico del lenguaje en el estudio del Materialismo filosófico; distinto al «estudio del lenguaje o el habla» desde el punto de vista del Materialismo filosófico. {5} Gustavo Bueno explicita otro ejemplo en el ámbito, no sólo de la ciencia, sino también en el de la misma Filosofía. La idea de mónada de Leibniz es un caso ya que «no se reduce meramente a la condición de expresión de las vivencias del yo de la época moderna, sino que se desarrolla por transyección, por utilizar el concepto que hemos empleado en nuestra Introducción a la edición trilingüe de la Monadología de Leibniz.» [Clásicos El Basilisco, Pentalfa Ediciones, Oviedo 1981]. {6} Este podría ser, quizás, el error de planteamiento inicial de David Alvargonzález. {7} Gustavo Bueno, op. cit., página 12. {8} Gustavo Bueno, op. cit., página 13

Comentarios a Alfonso Fernández

Tresguerres

David Alvargonzález Sobre el espacio antropológico y la verdad de la religión En primer lugar, quisiera dar las gracias a Alfonso Fernández Tresguerres por el interés que mostró por mi trabajo tan pronto como conoció de su existencia, y por la rapidez con la que redactó las notas que yo ahora voy a comentar (publicadas en El Catoblepas, nº 37, pág. 14) y que me permiten desarrollar algunos asuntos que no están explícitos en mi trabajo original. Creo entender que Alfonso Fernández Tresguerres considera admisibles algunas de las tesis de mi texto: considera pertinente la distinción que he propuesto entre verdad emic, verdad trascendental y verdad en sentido «histórico interno» a la hora de hablar de las religiones, y admite también que las religiones primarias tienen componentes falsos cuando se evalúan desde el presente. Admite, en varios sitios, que los animales, vistos desde el presente, no son númenes y que el hombre del Paleolítico superior al convertirlos en númenes los está mitificando pues los desplaza «hacia un nivel superior a aquél en el que el propio hombre se veía situado». Admite, igualmente, que el proceso que conduce desde las religiones primarias a las religiones secundarias es un proceso de desmitificación de los númenes para convertirlos en animales y dar paso al «ateismo primario». La religión primaria tiene, por tanto, componentes mitológicos sin los cuales las relaciones de los hombres con los animales (radiales para Alfonso Fernández Tresguerres) no se convierten en relaciones con el numen (angulares, según su interpretación). Ahora bien, esos componentes mitológicos ¿cuáles son y de dónde surgen? Alfonso Fernández Tresguerres dice que no son los componentes circulares que yo señalo. Él supone que el hombre del Paleolítico superior evalúa sus posibilidades de comunicación verbal con los animales tal como éstas son en realidad (como sabemos nosotros que son desde la Etología y la Psicología animal comparada). Supone también que el hombre del Paleolítico superior evalúa la inteligencia de los animales sin deformarla (parece como si conociese el canon de la parsimonia de Morgan, el «efecto Hans el listo», las leyes del aprendizaje de Skinner y tantas otras cosas). Supone, asimismo que el hombre del Paleolítico no se confunde y conoce la diferencia entre normas morales humanas (como contenidos transgenéricos de la cultura supraindividual) y rutinas etológicas. Concedamos momentáneamente, a efectos polémicos, que es así, pero dado que él afirma que este hombre desplaza al animal «hacia un nivel superior a aquél en el que el propio hombre se veía situado», dado que «lo verdaderamente distintivo de la religión cuando se la compara con otras conductas etológico-genéricas es su carácter mítico: el que se constituye mediante elementos que acaban por cristalizar en elaboraciones mitológicas de las que es inseparable su configuración –y posterior creencia– en relatos míticos.» (Alfonso Fernández Tresguerres, «Bueno y Bergson. Sobre filosofía de la religión», El Basilisco, 1992, nº 13, pág. 79), ¿podría decirnos, entonces, cuáles son los contenidos de la parte mitológica de las religiones primarias y cuál es su fuente? Y, ¿por qué

llamar a los númenes «númenes personales» cuando la idea de persona tiene ese significado tan arraigado en el eje circular? Lo que sí parece afirmar Alfonso Fernández Tresguerres es que esos componentes mitológicos hacen que las religiones primarias no sean verdaderas (vistas desde el presente) y ni siquiera puedan volver a resurgir (ni contando, en un futuro, con extraterrestres). Lo que no queda aclarado es si esa falsedad afecta en algún momento a contenidos del núcleo de la religión si bien en el texto citado dice que el rasgo «verdaderamente distintivo» de la religión (frente a las conductas etológicas genéricas) es su carácter mítico. Si los aspectos míticos están en el núcleo entonces en esto también coincide Alfonso Fernández Tresguerres con mis conclusiones. Si, al contrario, se sostiene que esos aspectos míticos sólo afectan al cuerpo de las religiones pero no a su núcleo que es íntegramente verdadero en sentido absoluto, entonces el problema es ¿por qué no hay religiones primarias verdaderas en el presente? Para Alfonso Fernández Tresguerres, a la hora de hablar de la verdad de las religiones primarias, la distinción fundamental es la que media entre la religión verdadera (la religión cuyos contenidos son verdaderos) y la verdadera religión (la religión que es realmente, verdaderamente, religión y no otra cosa). Por eso él puede afirmar, por un lado, que las religiones primarias son falsas y los animales no son realmente numinosos (porque, desde el presente, las religiones primarias son religiones falsas), y, por otro, puede decir que la conversión del animal en numen se da «sin especulación mítica ni falsedad radical alguna en la percepción misma del mundo animal», y que se puede hablar de la religiosidad primaria en términos absolutos (es decir, que se trata de una institución que es verdaderamente religión). Por mi parte, yo no tengo nada que comentar acerca de la tesis de que la religión primaria es «verdadera religión» porque yo nunca la he puesto en duda. Alfonso Fernández Tresguerres no considera importante para nuestra discusión el hecho de que aparezcan teriántropos y zoomorfos fantásticos en el «arte» mueble y parietal desde los comienzos del Paleolítico Superior porque supone que esas figuras tienen que ser interpretadas como hechiceros y no como númenes. Siguiendo esa metodología también se podrían interpretar los animales que aparecen pintados en las cuevas como animales y no como númenes. Pero puesto que interpretamos a éstos como númenes parece coherente considerar númenes también a aquéllos (como hace Bueno al referirse al ídolo grande de Trois Frères). Sabemos que la representación de figuras humanas es escasa en el «arte» de este periodo y que, en todo caso, esas figuras humanas nunca aparecen con sus facciones ni con los detalles que tienen las representaciones animales o que tienen estos teriántropos y zoomorfos. Alfonso Fernández Tresguerres considera que esas figuras de teriántropos y zoomorfos fantásticos no están relacionadas con las institución de la religión sino que pertenecen al ámbito de la magia y de la hechicería. Pero esas figuras parecen centros de inteligencia y de voluntad no humanos y no parece descabellado interpretarlos como númenes primarios. No pueden corresponder a un periodo de transición entre la religión primaria y la secundaria puesto que aparecen desde los inicios del Paleolítico superior. Cuando se dice que en las religiones primarias anida ya el germen de la mitología secundaria yo no puedo menos que estar de acuerdo pues esa es, precisamente, mi tesis. A mi juicio los teriántropos y los zoomorfos nos dan la oportunidad de desarrollar la filosofía de la religión en unos sentidos nuevos, fértiles e inesperados: el único tributo que tenemos que pagar es tener que pararnos a distinguir los diferentes sentidos de la idea de verdad cuando hablamos de las religiones del Paleolítico superior, y reconocer explícitamente lo que ya sabíamos, que no puede haber religión verdadera en el presente. Como Alfonso Fernández Tresguerres parece admitir los diferentes sentidos de la idea de verdad que yo he propuesto, y tampoco defiende la piedad religiosa en el presente, las razones para no considerar parte del material antropológico religioso a los teriántropos y zoomorfos probablemente estén en la estructura del espacio antropológico. Sobre el espacio antropológico hay dos asuntos que necesito comentar. En primer lugar, la cuestión de hasta qué punto hago un mal uso de los ejes del espacio antropológico al dar por sentada la existencia de los ejes circular y angular antes de la aparición del propio espacio

antropológico. La segunda cuestión (más general) es la de cuáles son los contenidos propios del eje angular. Sobre el primer asunto, en mi conferencia y en mi texto evité hablar de los estratos fi y pi del espacio antropológico porque me pareció que, dada la brevedad exigida, era más necesario explicar la idea de inversión antropológica que incide en el momento del despegue de la cultura extrasomática (es decir, el momento de la reestructuración de las relaciones fi a través de las relaciones pi –y viceversa–) y, por tanto, el momento de la propia constitución de partes importantes del propio espacio antropológico. Alfonso Fernández Tresguerres me critica, en primer lugar, porque yo hablo de aspectos angulares y circulares que se componen entre sí para dar lugar a la religión y a los númenes. Pero esos componentes no podrían ser caracterizados como «angulares» o «circulares» puesto que, antes de la aparición de la religión, los ejes y el espacio antropológico no existen. También dice que, antes de constituirse el eje angular los animales estaban en el eje radial (aunque sería el eje radial del espacio etológico, suponemos). Sólo cuando aparezca el eje angular el espacio etológico se convertirá en un espacio antropológico. ¿Habrá que suponer que, cuando desaparece la religión primaria, desaparecen las relaciones angulares y desaparece, por tanto, el propio espacio antropológico? La respuesta es negativa porque los componentes primarios sobreviven en las religiones secundarias y terciarias. Sin embargo, el ateo impío del presente para quien, según mi interlocutor, los animales ya no son númenes sino que son «sólo animales» y están en el eje radial, no necesita del eje angular. Para él, el eje angular es sólo un instrumento para interpretar lo que les pasa a los demás como consecuencia de la «inercia histórica». Efectivamente, yo supongo que algunas relaciones ecológicas y ciertas relaciones etológicas de los grupos humanos con ciertos animales son relaciones angulares: habría que haber añadido que lo son desde el punto de vista fi pero no lo son desde el punto de vista pi, si es que la inversión antropológica no ha afectado todavía a esos materiales antropológicos. Lo mismo pasa con las relaciones circulares anteriores a la inversión antropológica. Precisamente, la pequeña digresión acerca del origen del lenguaje que hay en mi texto quería poner este asunto en primer plano. Dado que el lenguaje fonético doblemente articulado es cultura suprasubjetiva específicamente humana, con componentes fi y pi profundamente interconectados, entonces tiene mucha importancia saber cuándo surge este lenguaje para poder tener un indicio sólido de cuándo tienen lugar los primeros procesos de inversión antropológica que conducen desde las relaciones pre-circulares a las relaciones verdaderamente circulares. Desde luego, si ese lenguaje fonético doblemente articulado específicamente humano es anterior al Paleolítico superior, entonces no me parece incorrecto hablar de relaciones circulares con componentes fi y pi (humanos) entrelazados y, por tanto, algo que ya puede llamarse, sin forzar, «antropológico». Para ver lo que pasa con las relaciones angulares y protoangulares necesito discutir la segunda cuestión. Para Alfonso Fernández Tresguerres los contenidos del eje angular se reducen a la religión (el eje angular «no existe con independencia o al margen de la religión») y, por tanto, si no existiera religión no tendría sentido introducir este eje. Los animales dotados de inteligencia y voluntad son interpretados como númenes en un contexto religioso: en el momento en que desaparece ese contexto, los animales pasan a formar parte exclusivamente del eje radial que (según mi interlocutor) es donde realmente están cuando adoptamos el punto de vista etic (aunque el evolucionismo y la etología los hayan puesto, equivocadamente, en el eje circular). Aquí su concepción y la mía difieren de un modo claro, y lo único que voy a intentar hacer es explicitar dónde radica la diferencia y mostrar algunas de las ventajas que puede tener mi posición. Las relaciones angulares, tal como yo propongo entenderlas, son las relaciones entre los grupos humanos y otros seres operatorios dotados (en mayor o menor grado) de inteligencia y de voluntad, cuando esas relaciones tienen lugar en contextos beta operatorios y suponen dada la inversión antropológica. Cuando se analiza este eje desde una perspectiva etic, los únicos seres realmente existentes no humanos dotados de inteligencia y de voluntad capaces de cumplir este requisito son ciertos animales en los cuales somos capaces de reconocer

operaciones semejantes a las nuestras. Como se ve, éste es el mismo criterio que, en gnoseología de las ciencias humanas, nos exige poner a las ciencias etológicas del lado de las ciencias humanas. Desde esta perspectiva, puede decirse que el eje angular puede existir independientemente de la religión porque las relaciones de tipo beta operatorio que tenemos con los animales, si están reorganizadas de un modo específicamente antropológico (a través de la cultura objetiva humana), serán angulares aunque no sean religiosas. Por ejemplo, desde esta interpretación, la domesticación de los animales (pongamos, el baile del oso del pandero) es una figura antropológica angular que exige contar con la inteligencia y la voluntad del animal y envolverlo por un procedimiento beta operatorio haciendo uso de los contextos pi y fi pertinentes (la plancha caliente, el pandero, la alfombra, las cadenas que atan al oso, &c.). Según esto, también sería angular la caza cooperativa con flechas y lanzas: esa institución antropológica exige las técnicas de construcción de utensilios complejos, en el hombre lleva aparejado el uso del lenguaje fonético doblemente articulado (fi y pi), exige la consideración de la inteligencia del animal, exige la estrategia beta operatoria envolvente, y supone ya dada la inversión antropológica a unos niveles realmente muy altos. El carroñeo, sin embargo, es una figura que sería (etic y en sentido recto) radial (cuando esté reconstruida a una escala específicamente antropológica) ya que el animal muerto no es un sujeto operatorio y ya no tiene inteligencia ni voluntad, es ya un objeto inerte (otra cosa es que, en un sentido oblicuo, el carroñeo pueda tener componentes angulares). La caza, como institución angular podrá ir asociada a una religión primaria, cuando el animal eticse componga con esos aspectos circulares de los que yo he hablado. Pero, en otras ocasiones, la caza será una institución angular sin necesidad de ser religiosa (y ésta es la razón por la que yo puedo hablar de la composición de ciertos aspectos angulares con otros circulares en el surgimiento de la religión). Nuestras relaciones operatorias con los animales del presente siguen siendo angulares según esta definición; por ejemplo, el trato con los animales domésticos cuando es beta operatorio y está organizado por determinaciones culturales específicamente humanas. La relación de Roger Fouts con la chimpancé Washoe es, según todo lo dicho, angular desde el punto de vista etic (aunque Fouts pudiera representársela emic como circular). La relación de los filósofos partidarios de la tesis del automatismo de las bestias con ciertos animales era también etic angular (aunque ellos se la representaran emic como radial). También sería angular la ceremonia de matar a un animal (me refiero a un animal de esos que tienen inteligencia y voluntad parecida a la humana) en el matadero: en los mataderos impíos occidentales esta ceremonia no es religiosa pero en los mataderos islámicos ajustados a la «alimentación Halal» la ceremonia sí tendrá significado religioso (siguiendo la Sharî'a islámica, un matarife que sea buen musulmán, que esté en buen estado de salud y que no esté ebrio, colocará al animal en la dirección de la Meca y lo desangrará cortándole las dos yugulares y los conductos de la garganta por la parte anterior). Por todo lo dicho, yo creo que los ejes del espacio antropológico pueden distinguirse etic, desde el punto de vista gnoseológico, en ejes alfa operatorios (el eje radial) y beta operatorios (los ejes circular y angular). En el eje alfa operatorio se consideran las relaciones de los grupos humanos con objetos inertes, no operatorios, mientras que en los ejes beta operatorios se consideran las relaciones entre los sujetos humanos entre sí y sus análogos animales. La ambigüedad de esta definición (por lo de la «analogía» de las operaciones animales y humanas) es la misma que la que tenemos que manejar cuando hacemos la distinción entre ciencias naturales por un lado, y ciencias humanas y etológicas por otro. Algunas de las ventajas que yo veo a esta interpretación son las siguientes: En primer lugar, al contrario de lo que podría pensarse, desde mi posición no se vacía el eje angular sino que, al contrario, se llena con multitud de contenidos importantes porque nuestro trato con los animales operatorios (reconociendo su voluntad e inteligencia hasta donde sea preciso reconocerla, dado el estado de las ciencias) no tiene por qué ser exclusivamente religioso, como se muestra en los ejemplos que anteceden. En segundo lugar, se evita que el eje angular, una vez desaparecidas las religiones primarias, quede solamente como una estructura destinada a alojar las supervivencias de las religiones primarias en las secundarias y las terciarias, o en otras instituciones antropológicas. En la interpretación de Alfonso Fernández Tresguerres parece que el espacio antropológico sólo funciona plenamente en el Paleolítico superior (cuando los númenes tienen un correlato

real), porque luego los animales se ven obligados a pasar al eje radial, después al circular y finalmente nuevamente al radial. En su interpretación, como ya quedó dicho, los materiales antropológicos que afectan al hombre impío del presente no necesitan del eje angular, salvo para interpretar los materiales históricos y las supervivencias que puedan estar actuando en el presente en los demás. En mi interpretación, sin embargo, el hombre del presente (sea impío o no) está etic sumergido en relaciones angulares reales con ciertos animales (y de ahí la importancia de la etología, la psicología animal comparada y el evolucionismo para la antropología filosófica del presente). Por último, la principal ventaja de esta interpretación es que el eje angular no queda como una estructura construida ad hoc para contener la religión. Con los otros ejes (radial y circular) no ocurre que en ellos sólo tenga cabida, exclusivamente, una sola institución antropológica, por importante que ésta sea. Los ejes del espacio antropológico pretenden ser estructuras, en principio, abstractas (como pueda ser el espacio-tiempo de Einstein en la teoría de la relatividad general), especialmente el eje angular que tiene una definición eminentemente negativa (al referirse a sujetos operatorios «no humanos»). Lo que es de esperar es que las diferentes instituciones antropológicas tengan aspectos en uno o más de los tres ejes (en un sentido más o menos recto u oblicuo). Lo que sería anómalo es que una sola institución antropológica monopolice íntegramente uno de los ejes para poder dar cuenta de su núcleo. Y más anómalo aún resulta si ese núcleo desaparece a finales de Paleolítico y, a partir del Neolítico, sólo va quedando su rastro cada vez más débil. Como ya he argumentado, yo supongo que para entender el núcleo de las religiones en el Paleolítico hace falta referirse a la composición de aspectos angulares y circulares. Por tanto, en el eje angular no está todo el núcleo de la religión pero tampoco está sólo la religión, que es lo que pasa con otras muchas instituciones en relación con los otros ejes. Voy a finalizar estos comentarios con una puntualización. En su texto, Alfonso Fernández Tresguerres afirma: «¿podríamos continuar hablando de verdad cuando nos referimos a tal forma de religiosidad; de verdad, incluso, desde el presente? Según Alvargonzález no; y la prueba de ello, si yo lo he entendido bien, es que, desde nuestro presente científico y filosófico, no cabe detectar ningúncontenido de verdad en la religión primaria ni cabe pensar que pueda volver a implantarse como tal religión» (la negrita es mía). Yo nunca he afirmado tal cosa: decir que en el núcleo de las religiones del Paleolítico hay algunos componentes falsos (como yo digo) es distinto que decir que no haya «ningún contenido de verdad» (como se me atribuye). Pongamos por caso una religión en la que el numen es el oso: los rasgos reales de un animal real y existente con el que los grupos humanos paleolíticos tienen una relación real son compuestos emic con otros rasgos circulares (por ejemplo asignándole una inteligencia como la humana, asignándole capacidad verbal como la humana, asignándole compromisos morales con los humanos, &c.). El animal (etic) oso ha sido convertido en el numen (emic) oso. Pues bien, es evidente que ese numen tiene algunos componentes falsos y otros verdaderos Toda creencia (y las creencias religiosas también) tiene un punto de apoyo en la realidad y las religiones primarias tienen –yo nunca lo he puesto en duda– muchos puntos de apoyo. Por eso creo que son religiones verdaderas en un sentido emic, verdaderas en un sentido trascendental, y verdaderas en un sentido «histórico interno», aunque no sean totalmente verdaderas desde el materialismo filosófico del presente (lo que hace que no podamos ser hombres piadosos y, por eso, utilizando la brillante fórmula de Alfonso Fernández Tresguerres, El animal divino no es el catecismo de la religión primaria).

Segundos comentarios a Joaquín

Robles David Alvargonzález Sobre psicologismo y filosofía materialista de la religión Joaquín Robles en su respuesta a mis comentarios insiste en interpretar mis propuestas en materia de filosofía de la religión como una forma de psicologismo, y también insiste en afirmar que, de ser ciertas mis posiciones, la filosofía materialista de la religión quedaría arruinada. Yo agradezco mucho su respuesta porque mis primeros comentarios estaban hechos frente a unas declaraciones suyas muy claras pero también muy breves y, sin embargo, ahora, su nuevo texto me permite entender mejor sus objeciones. En cuanto a la primera objeción, como ya comenté, hay muchas cosas falsas (si se evalúan desde el presente) que no son alucinaciones ni tienen una génesis alucinatoria sino que son, sencillamente, «errores necesarios» (metalépticamente) cuando se analizan desde un punto de vista histórico. Lamento sinceramente la imprecisión de los ejemplos utilizados en mis anteriores comentarios. Valga como justificación que esos ejemplos (los óxidos del carbono y la ceremonia del banquete) estaban calculados para poder diferenciar entre «componer» y «proyectar», y no estaban pensados para distinguir entre «componer cosas falsas (consideradas desde el presente)» y «componer cosas verdaderas». Por supuesto, se pueden poner también ejemplos para establecer esta segunda diferencia. Pongamos por caso la composición de un modelo tecnológico como pueda ser una esfera armilar geocéntrica en tiempos de Ptolomeo. El artefacto no tiene una génesis alucinatoria sino que es fruto de una composición de partes (las esferas que representan la Tierra, el Sol, la Luna y los cinco planetas conocidos entonces, las armilas en donde están uncidas esas esferas, el eje, &c.) que están dispuestas de un modo y no de otro. Desde la mecánica de Newton sabemos que ese artefacto no tiene un correlato con la realidad puesto que hay razones dinámicas muy importantes para considerar que el sistema solar es heliocéntrico. Por tanto, desde el presente, la esfera armilar geocéntrica es una composición falsa que, diríamos, «no tiene correlato real», aunque sus partes sí lo tengan (como también tienen correlato real las partes de los teriántropos y zoomorfos fantásticos). Sin embargo, nadie supone que es fruto de una alucinación sino que la interpretamos como un «error históricamente necesario» (metalépticamente) pues sabemos, por la historia de la astronomía, que era muy difícil que los sistemas heliocéntricos griegos (como el de Aristarco de Samos) se hubieran abierto paso en un primer momento porque generaban más problemas de los que resolvían (al no contar con el principio de la inercia, al no poder resolver el paralaje esperado de la estrellas, &c.). Este es un ejemplo de cómo la composición de cosas que consideramos falsas desde el presente no

implica automáticamente que su génesis sea meramente psicológica, alucinatoria, como si fuera un proceso de proyección mental. Si decimos estas cosas acerca de la esfera armilar geocéntrica también las podemos decir acerca de los modelos cosmológicos plano-hemisféricos de China o de las culturas de Sumer y Akkad, o de los sistemas filosóficos de la metafísica presocrática y, en general, de todas las composiciones que hoy consideramos falsas pero que tuvieron su razón de ser en su contexto histórico. Por ejemplo, el atomismo de Leucipo y Demócrito no tiene una génesis alucinatoria a pesar de que sus átomos metafísicos tampoco tienen correlato real (incluso podríamos decir que están mucho más alejados de la realidad fenomenológica que los teriántropos o zoomorfos fantásticos). Yo hago mías todas las consideraciones de Gustavo Bueno acerca de la racionalidad de los mitos y de las creencias expuestas en La Metafísica presocrática, y en su breve ensayo «El concepto de creencia y la idea de creencia» en El Catoblepas. Y, por eso, porque las construcciones falsas (desde el presente) no son, sin embargo, alucinaciones, hablo de verdad en sentido histórico trascendental y de verdad en sentido «histórico interno». Ahora bien, desde el presente, ni los númenes del Paleolítico superior, ni los sistemas cosmológicos plano-hemisféricos, ni la esfera armilar geocéntrica, ni el atomismo de Demócrito (&c.) son íntegramente verdaderos. La esfera armilar geocéntrica no es verdadera desde el presente, no es verdadera en un sentido absoluto, pero sí es verdadera en sentido histórico, en cuanto «fase histórica necesaria» (metalépticamente). Es una construcción realizada por composición de partes y no tiene una génesis alucinatoria. Y lo mismo con los demás ejemplos. Si los astrónomos griegos y latinos partidarios del geocentrismo se equivocaron en el modo de componer los astros, los hombres del Paleolítico se equivocaron a la hora de valorar la inteligencia, la conducta y otros rasgos de ciertos animales, o bien se equivocaron al valorar la naturaleza de los sujetos de otros grupos humanos a los que consideraron animales o númenes. Entre nuestros «contemporáneos primitivos», los ejemplos de estas situaciones de confusión fueron también abundantes y no hace falta pensar en que su génesis sea alucinatoria. No resulta raro dado que esos animales y esos grupos humanos no habían sido dominados todavía del todo. Los teriántropos y teriomorfos son un indicio de que el hombre del Paleolítico superior vivía en un estado de relativa confusión (cuando se evalúa desde hoy), lo mismo que la esfera armilar geocéntrica es la prueba de la confusión que da lugar, por ejemplo, en parte, al sistema de Aristóteles. Cuando los animales se domestican, o desaparecen, o se vencen y se doblegan, los grupos humanos del Neolítico rectifican muchos aspectos falsos propios de aquélla situación y desaparece la religión primaria. Cuando las observaciones astronómicas mejoran en precisión (valorada frente a Hiparco o Ptolomeo) es cuando se empiezan a abrir paso los sistemas heliocéntricos (Copérnico, Kepler). Todos estos procesos compositivos y estas rectificaciones pueden ser entendidos y explicados sin caer en psicologismo alguno. La esfera geocéntrica, la teoría de Demócrito y las pinturas parietales son cultura objetiva. La Psicología no estudia la cultura objetiva sino, a lo sumo, la cultura subjetual. Si los hombres del Paleolítico hubieran tenido una concepción acerca de sus relaciones con los animales como la que tenemos nosotros hoy (desde la Etología y la Psicología animal) no habría habido religión primaria en el Paleolítico, como no puede haberla ahora. En la diferencia entre aquélla situación y la presente están los componentes falsos (desde hoy) de las religiones primarias (sean estos componentes los que sean: yo he aventurado la hipótesis que me parece más plausible, pero caben otras). Esos componentes serán falsos desde hoy, pero «necesarios históricamente» (metalécpticamente) y trascendentales en su época (y, por tanto, no exclusivamente «psicológicos»). Esos componentes tienen que estar en el núcleo porque sin ellos no habría habido religión primaria. Yo no reduzco la institución cultural suprasubjetiva de la religión (ni en su génesis ni en su estructura) a factores etológicos o psicológicos. Curiosamente, es la teoría angular pura sobre el origen de las religiones la que corre más riesgos de caer en un etologismo porque tiene que sacar la religión de las relaciones etológicas y ecológicas entre los grupos humanos y los animales pero, a la vez, no puede componer esas relaciones con nada que no sea angular. Con todo, es posible una teoría angular pura que no caiga en el etologismo. Como soy consciente de que estos comentarios son incompletos, pero tampoco quiero alargarme más, quedo pendiente de todas las cuestiones que Joaquín Robles quiera seguir planteando sobre este asunto.

La segunda cuestión tratada por Joaquín Robles es la de las condiciones que debe cumplir una verdadera filosofía de la religión materialista. Yo no creo que la filosofía materialista de la religión sea posible sólo si la religión (primaria, suponemos) es verdadera en sentido absoluto. Por tanto, si se interpreta que éste es el criterio que exige Gustavo Bueno en su libro, entonces es evidente que mi propuesta no lo cumple. Si lo que se exige para que haya filosofía materialista de la religión es que haya verdadera religión (es decir, algo que sea verdaderamente religión), entonces mi propuesta sí lo cumple pues yo nuca he negado que la religión primaria sea una verdadera religión. Si lo que se pide es que la religión primaria sea religión verdadera en un sentido histórico trascendental o en el sentido que yo he llamado «histórico interno», entonces mi propuesta sí cumple el criterio. El criterio que Joaquín Robles cita es el que aparece en la página 151 de El animal divino: «Esto es tanto como exigir que el núcleo de las religiones, no sólo tenga un contenido real, sino también que esta realidad (cuyos criterios, idealistas o materialistas, ya no dependen de la filosofía de la religión, sino de la Ontología) pueda ponerse en correspondencia con los contenidos fenomenológicos que, a su vez, piden ajustarse a ese tipo de realidad (según el argumento ontológico religioso)» (cursivas de Joaquín Robles). Este texto se puede interpretar de muchas maneras de acuerdo con los criterios de exigencia que pongamos a esa «correspondencia» y a esos «contenidos fenomenológicos» de los que se habla. El numen compuesto de aspectos circulares y angulares del que yo hablo es una realidad supraindividual cultural y esa realidad puede ponerse en «correspondencia» con animales humanos o no humanos reales percibidos «fenomenológicamente» (lo cual permite que sea confusamente) por ciertos grupos de humanos paleolíticos. Si el texto se interpreta así, entonces mi propuesta cumple este criterio; si se insiste en exigir la verdad total y absolutadel núcleo de las religiones primarias, entonces, evidentemente, no lo cumple. No sé si esto aclara suficientemente lo que Joaquín Robles pregunta pero, por supuesto, si no fuera suficiente quedo a su disposición para ulteriores aclaraciones. Más allá de esta discusión sobre el criterio que debe cumplir una verdadera filosofía de la religión, yo creo que mi trabajo trata de dar una explicación filosófica de cuál es el proceso que conduce al surgimiento de la religión, a través de la idea filosófica de «inversión antropológica», trata de entender de un modo histórico filosófico cuáles son las condiciones en las que es posible la religión en cada fase, y trata de explicar los procesos de transformación de las religiones primarias en secundarias. Mi trabajo discrimina diferentes modos de hablar de la verdad de las religiones. Yo creo que estas tareas, de acuerdo con la tradición, pueden considerarse propias de la filosofía de la religión. Si, además, están hechas desde los presupuestos del materialismo ontológico y gnoseológico (géneros de materialidad, espacio antropológico, inversión antropológica, cultura objetiva, distinción alfa/beta, figuras dialécticas, racionalidad de mitos y creencias, &c., &c.) entonces podrán considerarse dentro de la tradición del materialismo en filosofía de la religión. Yo no veo por qué tendríamos que dejar todas estas tareas en manos de los psicólogos. Por último, si finalmente Joaquín Robles admitiese que mi análisis no es necesariamente psicologista, entonces podrá coincidir conmigo también en que la distinción entre filosofía de la religión y Teología de la primera parte de El animal divino, y el análisis gnoseológico de las ciencias de la religión quedan intactos. Incluso, aunque siguiera considerándome un teórico psicologista, ¿por qué se habría de dejar a los psicólogos la tarea de realizar el análisis gnoseológico y la clasificación de las ciencias de la religión y de la Teología? Gijón, 9 de abril de 2005

Espacio antropológico y númenes primarios

Alfonso Fernández Tresguerres Respuesta a David Alvargonzález

1 En respuesta a mis observaciones sobre el texto de su conferencia, se reafirma David Alvargonzález en su idea de que el origen de la religión sólo resulta explicable como producto de la actividad fabuladora mediante la que se atribuyen a los animales determinadas características míticas. Tales características, que tienen, en realidad, un sentido esencialmente circular, que son, diríamos, atributos específicamente humanos, dan paso, de inmediato, a la especulación mitológica cuando se predican del animal, y sólo como producto de dicha atribución cabe explicar la génesis de los númenes animales, con lo que, al cabo, la tesis de Alvargonzález vuelve a colocar el secreto de la Teología en la Antropología: el hombre ha creado a los númenes a su imagen y semejanza. Pero esto supone la defensa de una teoría de la religión de carácter circular (y acaso inevitablemente psicológica), no propiamente angular, porque en ésta lo que realmente se dice es que el hombre crea a los númenes a imagen y semejanza de los animales. Desde la posición defendida por Alvargonzález, todo el papel que a éstos les corresponde en la génesis de la religión es haberse convertido en receptores y referentes de la fabulación mitológica del ser humano. Ahora bien, la pregunta que debemos formularnos es ésta: ¿por qué los animales? ¿Por qué esa construcción mitológica los tiene a ellos como destinatarios, en lugar de ejercerse sobre cualquier otra realidad? Obviamente porque sólo en los animales encontró el hombre del Paleolítico centros de inteligencia y de voluntad similares, en gran medida, a sí mismo; porque sólo con ellos advirtió que era posible establecer algún tipo de comunicación, y porque sólo en los animales detectó la presencia de acciones y comportamientos, de carácter malévolo o benigno, que no fuesen puramente mecánicos. Pero si esto es así, la fabulación mitológica ya no es tal, y, al mismo tiempo, el origen de la religión puede dejar de ser visto como algo en lo que únicamente tuvo parte el propio ser humano (empujado, acaso, por su ignorancia o por su estupidez), y cabe comenzar a afirmar, en sentido estricto, que el hombre creó a los númenes a imagen y semejanza de los animales. Tal es, creo yo, aquello en lo que propiamente consiste una filosofía angular de la religión. Asegura David Alvargonzález que yo digo que el hombre del Paleolítico evalúa su posibilidad de comunicación con los animales tal cual ésta es en realidad, es decir, tal como nosotros, desde la Etología y la Psicología, sabemos que es; que evalúa la inteligencia de los

animales sin deformarla; y, finalmente, que conoce perfectamente la diferencia entre las normas morales humanas y las rutinas etológicas. Ahora bien, no es cierto que yo haya dicho eso. En ningún momento he hecho tales afirmaciones, que supongo se me atribuyen a efectos meramente retóricos, buscando, de ese modo, mi interlocutor, hacer más fuerte su propia posición. Es más: he dicho que si el individuo del Paleolítico conociese a los animales como los conocemos nosotros (como los conocemos desde la Etología y la Psicología), no hubiese podido ser religioso, del mismo modo que no podemos serlo nosotros; no hubiese podido, por decirlo de otra forma, convertirlos en númenes. Lo que sí he sostenido (y vuelvo a sostener), frente a David Alvargonzález, es que para que se produjese esa conversión de los animales en númenes se habría necesitado mucho menos de lo que él supone: sería suficiente con que el hombre del Paleolítico hubiera observado que le era posible establecer algún tipo de comunicación con ellos, con unos seres capaces de determinadas operaciones, similares, en cierto modo, a las suyas propias, y de las que cabría sospechar que únicamente pueden ser el resultado de alguna actividad inteligente y voluntaria; y, finalmente, con que hubiera reparado en el hecho de que los animales, tanto en sentido individual como específico, presentan entre sí importantes diferencias en la forma de actuar y comportarse. Y ninguna de esas atribuciones al animal es falsa o mitológica. Sólo cuando se exageran y se sugiere, como hace Alvargonzález, que para ser convertidos en númenes era preciso suponer que entienden el lenguaje humano (y con el la oración o la plegaria, por ejemplo), que poseen una inteligencia igual o superior a la humana, o que rigen su comportamiento conforme a leyes morales, únicamente entonces sería obligado afirmar que su conversión en númenes es el resultado de una especulación mitológica y radicalmente falsa. Lo que yo sí he afirmado, en efecto, es que la génesis de los númenes primarios tiene lugar a través de un proceso mediante el cual el animal es desplazado a un nivel superior a aquél en el que el propio hombre se veía situado a sí mismo. Sin tal desplazamiento me parece obvio que no hubiese sido posible la aparición de los númenes animales, y con ella la que fue, probablemente, la primera distinción entre el mundo humano y el animal, y, al tiempo, la primera autoconcepción del hombre de sí mismo (y por eso, como tantas veces hemos dicho, la religión es un elemento clave en la propia conversión del hombre en hombre; o, si se quiere, aun me atrevería a radicalizar la fórmula y decir que el hombre comienza a ser hombre cuando los animales comienzan a ser númenes). Mas repárese en que la diferenciación de esos dos planos: superior (animales) / inferior (humanos), que, a lo que yo entiendo, difícilmente se podrá discutir que se encuentra en el origen de la religión primaria, organizada en torno a los númenes animales (y que se da, incluso, en cualquier otra forma de religiosidad y, por tanto, también en la secundaria y la terciaria: la religión consiste esencialmente en una relación asimétrica de poder, aunque, obviamente no toda relación asimétrica de poder es una relación religiosa); repárese, digo, en que tal diferenciación se produce a partir de la situación real de dependencia en la que el hombre se encontraba respecto a los animales: éstos seguramente eran vistos por él como seres poderosos y dotados de unas capacidades físicas que superaban, con mucho, las suyas propias; seres frente a los cuales ha de sobrevivir, y con los que ha de contar, y de los que depende para lograr esa supervivencia, desde el momento en que ellos son su principal fuente de alimento y su principal materia prima para la elaboración de vestidos y útiles diversos. Y eso significa que el desplazamiento del animal hacia ese lugar superior en el que finalmente es visto como numen, no es tampoco el resultado de una percepción radicalmente falsa o de una especulación mítica, sino que se produce a partir de una situación objetivay real. Tal situación es la que comienza a cambiar a partir del Neolítico, y la consecuencia más inmediata de tal cambio es que aquellos planos se invierten: ahora es el hombre el que se verá a sí mismo como superior (señor de los animales, dominador de éstos), y será esa nueva situación la que conduzca al ateísmo primario, y con él a la religión secundaria y a una nueva concepción del mundo animal que, andando el tiempo, desembocará, finalmente, en la doctrina del automatismo de las bestias. Así, pues, yo continúo insistiendo (frente a David Alvargonzález) en que la cristalización de la religión primaria y el surgimiento de los númenes animales tienen lugar sin que se haga obligado conjeturar, por parte del ser humano, una percepción falsa o radicalmente distorsionada del mundo animal, y sin que sea necesario postular la presencia de elementos mitológicos y de especulaciones míticas para dar cuenta de tal hecho. Y tampoco creo que (como parece pensar Alvangonzález) la expresión numen personal, para referirse a los númenes de la religión primaria, apunte, ella misma, al hecho de que su constitución no ha podido llevarse a cabo más que atribuyendo a los animales rasgos míticos de carácter circular;

rasgos, digámoslo así, propios de las personas humanas, mas no de los animales. A mi juicio, hablar de númenes personales es una exigencia de la propia religión (o, si se quiere, del argumento ontológico religioso, tal como lo presenta Gustavo Bueno en El animal divino), a saber: la religión consiste en algún tipo de relación, y sólo si hay númenes pueden haber ese peculiar tipo de relación que consideramos religiosa. Ahora bien, los númenes no pueden ser infinitos, ni tampoco seres inanimados o no operatorios del mundo natural (puesto que ni en un caso ni en otro sería posible relación alguna), sino, únicamente, sujetos finitos y operatorios, con los que cabe establecer un tipo de relación distinto, mas también similar, en algunos aspectos, a la que mantienen entre sí los propios sujetos humanos (las personas, si se quiere, aunque resulta muy discutible que podamos hablar de «persona» en el Paleolítico).Tal como yo entiendo el asunto, esto es todo lo que significa «personal» en este contexto. Y tales númenes personales son reales, en el sentido de que necesariamente existen, porque en caso contrario ni serían personales ni serían númenes. Sin embargo, los animales no son realmente númenes, no son seres divinos; y por tanto, en la medida en que quepa conjeturar que los númenes animales necesariamente hubieron de ser vistos por los individuos del Paleolítico como seres dotados de características divinas o sobrenaturales; en la medida en que quepa sospechar que el numen, si es tal, lleva por fuerza aparejados tales rasgos, habría que decir que la religión primaria es falsa (igual que la secundaria o la terciaria), y habría que decir, incluso, que en ella se produce una mitificación de los animales (y tendría, al mismo tiempo, algún sentido afirmar que la religiosidad secundaria se constituye mediante un proceso de desmitificación del mundo animal y un desplazamiento de esa mitificación desde la figura animal a la figura humana). Y, en efecto, yo he afirmado que lo verdaderamente distintivo de la religión, frente a otro tipo de conductas etológico-genéricas, es su carácter mítico (también, aunque probablemente en un grado algo menor, el ceremonial). Y esa dimensión mítica, inseparable, como es obvio, del propio lenguaje fonético, me parece, desde luego, el rasgo más firme para diferenciar la conducta religiosa de otras conductas etológicas, como, por ejemplo, la veneración que un perro siente y manifiesta por su dueño. Mas he de añadir (y no se trata de una mera cláusula defensiva introducida ad hoc) que al afirmar eso yo estaba pensando en el conjunto de la historia de las religiones (y sin ningún género de dudas en las secundarias y las terciarias), vale decir: en el cuerpo y el curso de la religión, mas no tanto en el núcleo de ésta, si es que entendemos el núcleo como el acontecimiento mismo (la relación del ser humano con determinados animales) que da origen a la propia religión. La génesis de la religión primaria creo, pues, que puede ser explicada sin presuponer una percepción falsa, distorsionada o mitológica de los animales por parte del hombre. Y, por tanto, el componente mítico de ésta habría de ser buscado, en sentido estricto, en su cuerpo: relatos, ceremoniales, &c., creados y ejecutados en torno a la figura del numen animal, que son, propiamente, los que dan lugar a aquella mitificación de los animales a la que antes hacía referencia; pero el núcleo mismo a partir del cual se genera, y, por supuesto, el periodo previo de religiosidad natural, creo que pueden ser explicados sin necesidad de recurrir a la hipótesis mitológica. Mas si esto es así, es decir, si los aspectos mitológicos de la religión primaria se encuentran propiamente en su cuerpo, y no en su núcleo, la objeción que plantea David Alvargonzález es por qué, entonces, no hay religiones primarias verdaderas en el presente. Me parece que a esta cuestión he respondido suficientemente en mis primeras observaciones sobre su tesis: en el presente no puede haber religiones primarias sencillamente porque nosotros no podemos ver a los animales como si fuésemos individuos del Paleolítico; porque en la religión primaria no se contiene una verdad intemporal que pueda ser rescatada del cuerpo mítico que la envuelve; y, finalmente, porque si el contenido de la religión primaria consiste en la afirmación de que hay animales divinos, entonces tal religión es falsa (como lo es cualquier religión). La única posibilidad de continuar manteniendo la verdad de la religión primaria, y de mantenerla, incluso, con carácter absoluto, y no sólo histórico-interno, es entender la verdad referida a la relación misma constitutiva de tal religiosidad y a la forma de ésta: en la religión primaria (a diferencia de lo que sucede en la secundaria y en la terciaria) se da una verdadera relación religiosa y es, por ello, una verdadera religión, incluso cuando es vista desde nuestro presente científico y filosófico ateo. Pero aún podría intentar añadir alguna precisión sobre todo esto. Lo que quiero decir es que únicamente si se pudiera admitir que la concepción de los númenes animales no resulta inseparable de su carácter divino, o lo que es lo mismo: si el animal puede ser entendido como un numen no sólo finito y personal (de lo contrario no habría relación religiosa), sino también natural, sin necesidad de atribuirle, por tanto, una naturaleza sobrenatural y divina,

únicamente en ese caso podría decirse que la religión primaria es una religión verdadera (y aun cabría discutir si no será ésta la interpretación correcta de El animal divino, y éste el sentido en el que Bueno habla de la religión primaria como religión verdadera). Y a la objeción de por qué, de ser así, no puede volver a surgir de nuevo en el presente, habría que responder que, sencillamente, porque nosotros no somos individuos del Paleolítico. Ahora bien, yo sospecho que una concepción tal del numen es muy difícil de sostener, y ello por dos motivos: primero, porque seguramente el hablar de religión (sea primaria, secundaria o terciaria) supone que el hombre interpreta el contenido de la misma como compuesto por dioses o seres divinos, y se relaciona con ellos como tales. En este sentido, si los númenes animales de la religión primaria no hubieran sido vistos por los hombres del Paleolítico como seres divinos no serían númenes, sino animales (acaso hablar de un numen no divino sea una expresión contradictoria en sí misma). Por tanto, es cierto que si no existen númenes finitos y personales no habría relación alguna, pero tal vez no sea menos cierto que si tales númenes no fuesen vistos (emic) como seres divinos, tal relación no sería una relación religiosa, sino meramente etológica. Pero es que, además (y éste es el segundo motivo al que antes me refería), podría acaso decirse, de una forma mucho más general, que sea lo que sea lo que entendamos por «numen», los animales no son númenes, sino animales (a menos que el concepto «numen» sea vaciado de su contenido hasta tal punto que se haga equivalente a «animal», sin más), y por ello, la relación que con ellos se establece, en tanto que númenes, es una relación falsa, y, en consecuencia, la religión establecida sobre una relación tal no puede ser sino una religión falsa igualmente. Por ello (como digo) me parece que la única forma de hablar de una verdad propia y exclusiva de la religión primaria (y no de ninguna de las otras dos formas de religiosidad) es dirigiéndonos desde el contenido de dicha religión hacia su forma. En cuanto a su contenido (que existan númenes divinos, dioses o Dios, como referentes de la relación religiosa) todas las religiones son falsas (y también la primaria, si es que su contenido ha de ser interpretado como antes decía), pero atendiendo a su forma, la religión primaria (y sólo ella) se halla establecida sobre una verdadera relación, y es, por tanto (y sólo ella) una verdadera religión.

2 Respecto a las representaciones pictóricas de lo númenes, yo he sugerido, en efecto, que algunas de ellas, por ejemplo, aquéllas en las que se mezclan rasgos humanos y animales, acaso puedan ser interpretadas en clave mágica, y no propiamente religiosa. Y a propósito de esto afirma Alvargonzález que, por idéntico motivo, también podríamos pensar que los animales presentes en el arte parietal no son más que animales. Pues sí, desde luego, pero siempre que estemos dispuestos a volver a la hipótesis decorativa del arte rupestre. Pero hace tiempo que tal hipótesis ha sido descartada por los propios especialistas en tal manifestación artística. Y si ellos no lo hubieran hecho, lo habría hecho el mero sentido común: pensar que los habitantes de las cavernas no tuviesen otra cosa mejor que hacer que decorar su vivienda, es mucho pensar; máxime si se tiene en cuenta que la inmensa mayoría de los santuarios pictóricos se encontraban en lugares remotos y de difícil acceso dentro de las cuevas; y en lugares, en todo caso, muy alejados de aquéllos en los que trascurría la vida cotidiana de quienes las habitaban, tal como sabemos por las excavaciones arqueológicas. En consecuencia, parece que las únicas hipótesis razonables son ver tales pinturas como figuraciones con un sentido mágico o religioso. Y lo que yo decía es que no podemos pensar que la representación pictórica sea un elemento que contribuye a la creación o constitución del numen, sino que lo da por supuesto. Únicamente en ese caso pueden soportar tales pinturas una interpretación religiosa. O dicho de otro modo: la figura pintada del animal no podría, por sí misma, conducirnos a la teoría angular de la religión, sino al contrario: es la propia filosofía de la religión la que nos conduce a interpretar en sentido religioso tales figuras. Sólo cuando la propia teoría de la religión ha sido ya establecida a partir de otros criterios (ontológicos y antropológicos, principalmente), cabe interpretar religiosamente dichas pinturas, al tiempo que éstas pueden ser esgrimidas como un apoyo o confirmación de la propia teoría, igual que sucede con el resto de la fenomenología religiosa (la presencia de animales en las más diversas religiones, por ejemplo). Operar de otro modo, es obvio que constituiría una flagrante petición de principio.

Pues bien, podría sugerirse que ése es también el caso de los teriántropos y las figuras zoomorfas ambiguas o fantásticas: únicamente si desde la propia filosofía de la religión fuera posible deducir, o, al menos, conjeturar (si es que el primer término resulta excesivamente fuerte) la presencia, en los orígenes de la religión, de entidades numinosas de ese tipo, podrían tales figuras, a la luz de la propia teoría, ser interpretadas en sentido religioso (al tiempo que contribuirían a apuntalar la teoría misma). De lo contrario, es decir, si partimos de dichas representaciones pictóricas para desde ellas construir la teoría, estaríamos incurriendo (según creo) en aquella petición de principio a la que antes me refería, porque lo que estaríamos diciendo se parecería mucho a esto: dado que en el arte parietal rupestre encontramos representaciones pictóricas de figuras de teriántropos y teriomorfos fantásticos, debemos concluir que en el origen de la religión se detecta la presencia de númenes teriántropos y teriomorfos fantásticos. ¿Y cuál es la prueba de la existencia de tales númenes? El hecho de que en las pinturas del Paleolítico encontramos representados teriántropos y teriomorfos fantásticos. Y con ello su significación numinosa les habría sido meramente asignada o postulada, mas no construida. O en otras palabras: habríamos ido desde la figura pintada al numen, lo que resulta enteramente falaz, siendo así que la corrección argumentativa exige justamente lo contrario: sólo desde el numen ya construido puede cobrar una significación religiosa la pintura. Obsérvese, además, que siguiendo ese mismo procedimiento, cabría, asimismo, interpretar en sentido religioso otras representaciones pictóricas presentes en el arte rupestre, entre ellas las propias figuras humanas que hallamos también en él. Es absurdo suponer que todo lo que se encuentra en una cueva paleolítica ha de tener, por el mero hecho de estar allí, un sentido religioso; y, por lo mismo, resulta igualmente absurdo pensar que todo lo que pintaron los individuos del Paleolítico en las paredes de sus cavernas fuesen númenes. La discriminación de tal fenomenología pictórica o figurativa sólo puede hacerse a la luz de la propia filosofía de la religión. Y como quiera que ésta (al menos aquélla desde la que tanto David Alvargonzález como yo estamos argumentando) no contempla la existencia de númenes teriántropos o teriomorfos ficticios en el seno de la religión primaria, yo me atreví (y me sigo atreviendo) a sugerir que la fenomenología pictórica de esas características acaso pueda ser interpretada no tanto en términos religiosos como propiamente mágicos. Hipótesis que no me parece por entero extravagante o impertinente, puesto que supongo que nadie tendrá mayores reparos en conjeturar la existencia de algún tipo de prácticas mágicas en la época a la que nos estamos refiriendo. Y de la misma manera que he dicho que no podemos ir de los animales representados al numen, sino al revés, con la hipótesis que ahora estoy proponiendo no estamos yendo de las figuras pintadas a una teoría de la magia, sino al revés, es precisamente desde tal teoría ya establecida (la ley de semejanza de Frazer, sin ir más lejos) desde la que cabe interpretar en sentido mágico tales figuras en las que se entremezclan rasgos animales y humanos o rasgos de animales distintos, con las que se expresaría, por ejemplo, el deseo de apropiarse de determinados atributos de un animal asemejándose a él (por eso decía yo que lo que parece un hechicero a lo mejor es sencillamente un hechicero), o asegurar el control sobre una determinada especie, su reproducción, su captura, &c.; incluso aunque eso haya podido llevarse a cabo mediante el procedimiento de mezclar dos o más especies animales en una sola figura. Por lo demás, persistir en el intento de hallar en la fenomenología artística del Paleolítico un argumento contra la filosofía angular de la religión, es (si David Alvargonzález me permite que lo diga así) una pérdida de tiempo, porque supone olvidar que tal filosofía no se constituye a partir de dicha fenomenología, sino a partir de posicionamientos y argumentaciones de carácter ontológico y antropológico, y, en consecuencia, es ahí donde ha de ser discutida y (si fuera el caso) refutada, mas no en un solo fenómeno (por importante que sea) que en ningún caso es constitutivo de dicha filosofía, sino en el que, a la sumo, ésta busca algún apoyo, previa interpretación de dicho fenómeno (la presencia de figuras animales en el arte parietal del Paleolítico) a la luz de la propia teoría filosófica. Y por eso digo que dado que tal teoría no prevé la existencia de númenes ambiguos o confusos en el origen de la religión, acaso tales representaciones pictóricas pueden ser interpretadas en sentido mágico, máxime si se tiene en cuenta que, en cambio, desde la teoría de la magia sí se puede prever la existencia de tales composiciones ambiguas o confusas. Finalmente (tal como sugerí también en mis primeras observaciones a David Alvargonzález), desde la filosofía angular de la religión podría argumentarse, asimismo, que la presencia de teriántropos o teriomorfos ficticios en el arte rupestre no apunta a otra cosa sino a que en la propia conciencia religiosa (si se me permite decirlo así) se están abriendo paso, ya

en la religión primaria, y aunque sea desde muy pronto, las posibilidades combinatorias de atribución de numinosidad que acabarán por dar vida al delirio mitológico de las religiones secundarias, aunque por el momento tales figuras únicamente podrían ser consideradas numinosas (muy especialmente los teriántropos) en lo que tienen de animal, no de humano, con lo que, en cualquier caso, se da por supuesta la existencia de los númenes animales de la religión primaria. Del mismo modo que, más tarde, de los animales presentes (de diversos modos) en la religiosidad secundaria podría decirse que sólo cobran alcance religioso mediante su asociación con la figura humana (sin perjuicio de que tal asociación indique, también, que la numinosidad humana se ha generado, a su vez, por contaminación etológica).Y en consecuencia, así como los animales que encontramos en la mitología secundaria no son argumento suficiente para negar que nos hallamos en presencia de la religión de los dioses del politeísmo, las figuras humanas presentes en la primaria no son argumento suficiente para rebatir la afirmación de que ella es, propiamente, la religión de los númenes animales.

3 Respecto al espacio antropológico quiero aclarar, en primer lugar, que yo no he dicho, como afirma David Alvargonzález, que antes del surgimiento de la religión no existe el espacio antropológico: lo que he dicho es que no existe el eje angular. O lo que es lo mismo: que el espacio antropológico era bidimensional (como lo era entonces y lo es ahora el espacio etológico). Y ello sencillamente porque por confusa que podamos suponer la representación que los individuos del Paleolítico pudieran tener de los ejes circular y radial, tales dimensiones se encontraban dadas con carácter objetivo (al menos cuando examinamos la cuestión desde el presente), y si no conocidas por ellos en la representación, sí lo eran, sin duda alguna, en el ejercicio. Y he afirmado, efectivamente, que los animales se encontraban en el eje radial (del espacio antropológico, no del etológico), porque los animales no era otra cosa que un peligro del que defenderse o una fuente de alimento y materias primas de las que apropiarse. Sólo con el surgimiento de la religión (mas no de la religión primaria, en sentido estricto, sino también antes, en el periodo de la religión natural) puede hablarse de un espacio antropológico tridimensional, porque únicamente el establecimiento de un tipo de relaciones radicalmente novedosas entre el hombre y los animales (algunos animales, no todos); relaciones que serán constitutivas de la religión y que ya no pueden ser explicadas en términos radiales, obliga a introducir esa tercera dimensión (el eje angular) en el espacio antropológico, que se convierte, desde ese momento, en un espacio tridimensional. En los animales las relaciones intraespecíficas son circulares, en tanto que las interespecíficas son de carácter radial, pero en el espacio etológico no existe un eje angular porque el animal no establece relaciones angulares con ningún otro ser (ni siquiera con el ser humano), esto es, porque el animal no es religioso. Y paralelamente, al margen de esas relaciones peculiares que el hombre establece con los animales, y a las que calificamos como «religiosas», resultaría por completo superfluo introducir la dimensión angular en el espacio antropológico, porque las relaciones que los seres humanos mantienen entre sí serían circulares y las que mantienen con el resto de la realidad, radiales (incluidas aquéllas que tienen como referente a los animales). Me parece, pues, excesivo afirmar, como hace Alvargonzález, que las relaciones angulares son aquéllas que tienen lugar con los animales, siempre que tales relaciones se hallen mediadas por la inteligencia o la cultura humana, o, si así se quiere decir, siempre que estén reorganizadas de un modo específicamente antropológico: en ese sentido todas lo están, incluidas aquéllas que el ser humano establece con la naturaleza impersonal. Y si se añade (como él añade) que, además de esa condición, hay que matizar que sólo serán angulares aquéllas que obligan a contar con la inteligencia y la voluntad animal, entonces habría que decir que todas las relaciones con los animales obligan a contar con la inteligencia y la voluntad de éstos (y por cierto, ¿es consciente David Alvargonzález que está introduciendo ahora la inteligencia y voluntad del animal, a las que anteriormente había considerado atribuciones míticas?). Yo creo más bien que las relaciones propiamente angulares son las que se establecen entre el hombre y los animales, pero mediadas por la religión; mediadas, en consecuencia, no por la cultura, sin más, sino por un aspecto muy concreto de tal cultura, como es, en efecto, el ámbito de la religiosidad. Sólo aquellas relaciones del hombre con los animales que son manifiestamente religiosas, o aquéllas que, aun no siéndolo, únicamente han

sido posibles por la religión misma, bien porque de una forma nítida quepa detectar en ellas la pervivencia de elementos religiosos, bien porque, aunque eso no sea así, la clarificación de su carácter esencial (su momento constitutivo, diríamos, cuando se trate de actividades ceremoniales) no puede hacerse más que en clave angular; sólo tales relaciones, digo, pueden ser consideradas angulares en sentido estricto. Ahora bien, yo no rechazo, a priori, que alguno de los ejemplos aducidos por Alvargonzález tengan, efectivamente, un carácter angular, pero sí lo tienen, será no tanto porque consistan en relaciones con animales, sin más, como por el hecho de que tales relaciones se establecen según alguno de los parámetros que acabo de señalar ( y a este respecto, permítaseme que recuerde que yo mismo me he ocupado del análisis de determinadas actividades de ese tipo, como son el toreo y ciertas variedades de caza deportiva). Otros, en cambio, creo que de ningún modo pueden ser considerados angulares, como sucede con la relación entre los animales y los defensores de la doctrina del automatismo de las bestias, sencillamente porque tal doctrina es la antítesis de las relaciones angulares mismas. Se trata, obviamente, de fenómenos que es preciso analizar en cada caso concreto. Pero, de todas formas, no me parece que nada de eso suponga una seria dificultad para la tesis que yo defiendo, más bien, al contrario, creo que le sirve de apoyo. Así, por ejemplo, el caso de los mataderos islámicos, al que se refiere Alvargonzález, podría, ciertamente, ser interpretado como una ceremonia angular, pero lo que autorizaría una interpretación tal no es la mera relación con el animal, sino el que pudiera sospecharse actuando en ella la pervivencia de antiguos sacrificios de carácter religioso. Mas podría ser interpretada también en términos radiales, siempre que fuera posible sostener que el momento constitutivo o esencial de dicha ceremonia hay que ponerlo en la muerte del animal con el objeto de consumir su carne, siempre, dicho de otra forma, que se hiciera obligado concluir que es para eso para lo que se ha desplegado la ceremonia misma, que ésa es su auténtica y verdadera finalidad. Decantarse por una posición u otra es algo que exige análisis muy finos y precisos que yo, por supuesto, no voy a emprender en este momento. Pero, en cualquier caso, lo que quiero decir es que el que una ceremonia sea esencialmente de un tipo no significa que todas las actividades que la conforman y la hacen posible hayan de ser también, automáticamente, de ese mismo tipo. Con más frecuencia lo que sucede es justamente lo contrario, a saber: que una ceremonia a la que constitutivamente es preciso adscribir a uno de los ejes del espacio antropológico, sólo llega a cobrar vida y a conformarse como tal mediante actividades que pertenecen esencialmente a alguno de los otros ejes de dicho espacio (o a los dos). El toreo, por ejemplo, es una ceremonia esencialmente angular, pero no existiría sin la presencia de otras importantes actividades (ceremoniales muchas veces) circulares (la relación entre los espectadores y, especialmente, entre éstos y el torero) e incluso radiales (la propia cría del toro bravo). En cualquier caso, sea lo que fuere de los mataderos islámicos, ¿qué sucede con los nuestros? ¿Afirma Alvargonzález que es angular la relación que en ellos se establece con los animales sacrificados? Yo, basándome en lo que llevo dicho, sostengo rotundamente que no: se trata de una relación esencialmente radial, aunque sólo posible mediante el concurso de otras importantes relaciones circulares (las que los propios matarifes mantienen entre sí). ¿Y deshacerse de una plaga de langostas? ¿Fumigar los árboles frutales? ¿Despiojarse? ¿Dar de comer al ganado y limpiar la cuadra? ¿Pescar mediante el sistema de arrastre? ¿Transportar mariscos de una provincia a otra? ¿Ponerse a salvo del ataque de un perro o de un oso? ¿Servirse de un animal como fuerza de trabajo? ¿Esquilar a las ovejas? ¿Montar a caballo para ir de un pueblo a otro? Mas adviértase que con que se admita que una sola de esas relaciones (y podríamos continuar la lista hasta el aburrimiento o la impertinencia), una sola, es de carácter radial (o que lo es la relación con una sola especie animal), se haría obligado rectificar la concepción del eje radial como esencialmente no operatorio, en el sentido de que en él no se reconocen operaciones, así como su adscripción a los contextos α. Y adviértase también que, según la posición de Alvargonzález, nos veríamos obligados a reconocer tres tipos de relaciones en nuestra interacción con el mundo animal: a) angulares religiosas; b) angulares no religiosas; y c) radiales. Francamente, me parece excesivamente complicado, una forma de «multiplicar los entes sin necesidad»; y espero que se me permita aducir a favor de mi propia posición, si no

otra cosa, su economía y sencillez. No necesitamos postular tres relaciones distintas cuando es suficiente con dos: las relaciones angulares no religiosas (o no establecidas por mediación de la religión) son, simplemente, relaciones radiales. Porque, en caso contrario, ¿cuál sería el criterio que diferenciaría unas de otras? ¿Qué sería lo esencialmente específico y distintivo de las relaciones angulares no religiosas frente a las meramente radiales? Claro que también es posible que David Alvangonzález opte por negar tajantemente la existencia de éstas últimas. De hecho, en los comentarios que me dedica parece dar a entender que sólo sería radial la relación que se establece con el animal muerto. Y en este caso, yo únicamente podría volver a repetir lo que llevo dicho; pero añadiendo ahora lo siguiente: por la misma razón, ¿eso significa que sólo es circular la relación que se establece con un humano vivo? Si con su muerte el animal pasa del eje angular al radial, ¿pasa con la suya el humano del circular al radial? ¿Acaso existe alguna diferencia, además de la meramente emic,entre la carroña animal y la carroña humana? ¿Un entierro es, por tanto, una ceremonia esencialmente radial? Ahora bien, tales dificultades se disuelvencuando se cae en la cuenta de que las relaciones con los animales (exceptuando aquéllas de carácter religioso o establecidas por medio de la religión) se sitúan propiamente en el eje radial, por lo que su muerte no provoca ningún trasvase de ejes, siendo, en consecuencia, la relación con el animal, tanto vivo como muerto (quemarlo, enterrarlo o comerlo, por ejemplo), una relación radial; del mismo modo que la relaciones humanas, tanto las que se establecen entre seres vivos como las que se establecen con un difunto, son relaciones circulares, con independencia de que según el tipo de rituales funerarios de que se trate hubiera que constatar la presencia de importantes ceremonias de carácter religioso. Y esto último que acabo de decir tiene su importancia, porque se me acusa de vaciar el eje angular, una vez desparecidas las religiones primarias, o de mantenerlo como un simple estructura donde colocar las supervivencias de estas religiones en las secundarias y terciarias, así como de construirlo, ad hoc, para dar cuenta de la religión. Me parece, sin embargo, que ninguna de esas acusaciones tiene demasiado peso. En primer lugar, el eje angular no lo construimos nosotros para colocar en él la religión, al contrario: es la propia religión la que lo constituye como tal, desde el momento en que ella se genera a partir de un tipo de relaciones radical y esencialmente nuevas entre el hombre y los animales que ya no pueden ser consideradas radiales, sencillamente porque no lo son. Y, por otra parte, desaparecidas las religiones primarias el eje angular no queda, por ello, vacío de contenidos, y no ya porque en él habría que colocar las supervivencias primarias en las religiones secundarias y terciarias, o incluso las supervivencias primarias en nuestro trato actual con los animales (todo lo cual es lo suficientemente significativo e importante como para que no se pudiera considerar vacío tal eje), sino, ante todo, porque en él hay que situar las religiones secundarias y terciarias mismas (¿o es que acaso quiere decir David Alvangonzalez que en el eje angular se encuentran únicamente nuestras relaciones con los animales? Porque, de ser así, habría que preguntarle dónde coloca él la religión. Y si es que está de acuerdo en que el lugar que le corresponde es el eje angular, entonces sorprende que afirme que, desde mis posiciones, desaparecida la religión primaria el eje angular queda vacío de contenidos). Es, pues, la religión, en tanto que institución cultural humana, la que ocupa propiamente el eje angular. No es sólo la religiosidad primaria la que se localiza en tal eje, sino también los credos y cultos religiosos secundarios y terciarios. La religión no posee una esencia porfiriana, estática, tal que quede reducida a la religiosidad primaria, sino que su esencia es dialéctica, procesual, y sólo se da en su curso mismo; curso que se inicia, es cierto, con la religión primaria (y con ella el establecimiento del eje angular en el espacio antropológico), pero que continúa en la secundaria y en la terciaria; y esto significa, al mismo tiempo, que el eje angular se encuentra poblado en cada momento histórico por contenidos distintos, de igual forma que se halla habitado por seres diferentes, según las distintas formas de religiosidad que podrían clasificarse en uno u otro grupo de los establecidos por la tipología general del curso de la religión (primarias, secundarias y terciarias). Ahora bien, tal fenomenología religiosa es sencillamente impresionante y hasta sobrecogedora,atendiendo a su magnitud, de ahí que no pueda menos de resultar sorprendente que se diga que, desde la posición que yo defiendo, se vacía de contenidos el eje angular, o que se le relega a la condición de meramente fenoménico, como si la historia de las religiones no se hallase plagada de contenidos enteramente objetivos y culturales en sentido extrasomático; contenidos que inciden directamente en los otros dos ejes del espacio antropológico, a la vez que son influidos por éstos. Es evidente que el espacio antropológico no presenta una estructura rígida, sino esencialmente dialéctica, y, por ello, resulta obvio, asimismo, que sus ejes no son compartimentos-estanco, sino que se hallan permanentemente

interactuando entre sí, de tal modo que nada de lo que acontezca en uno de ellos resulta por completo ajeno a cualquier de los otros dos. Y esto significa, desde luego, que ninguno de tales ejes es monopolizado por una sola institución antropológica, sino que en cualquiera de ellos puede detectarse la presencia de instituciones o elementos que pertenecen, esencialmente, a uno u otro de los dos ejes restantes. Quien dude de esto no tiene más que darse una vuelta por el Vaticano.

Sobre númenes y psicologismo

José Manuel Rodríguez Pardo Acerca de la polémica sobre la verdad de los númenes de la religión primaria y en particular sobre las réplicas de David Alvargonzález a Joaquín Robles En el curso 1998-1999 de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo, coincidiendo con la expulsión del profesor Gustavo Bueno Martínez de dicha institución tras una manipuladora argucia administrativa de la que sólo ha salido perjudicada la propia institución universitaria, el profesor David Alvargonzález nos explicó a los alumnos de la asignatura Historia y Filosofía de la Religión de cuarto curso de licenciatura, el libro básico de dicha asignatura, El animal divino, con algunas críticas a la verdad de la religión primaria tal y como se sostiene en ese libro, críticas que son mantenidas esencialmente idénticas en la actualidad, en la polémica que ellas mismas han generado en forma de conferencia del Congreso Filosofía y Cuerpo, «Sobre el problema de la verdad en las religiones del Paleolítico», incluyendo el intercambio epistolar entre el propio David Alvargonzález e Íñígo Ongay, así como el artículo de Alfonso Fernández Tresguerres, «Sobre la verdad de la religión» analizando y enmendando las tesis que señalan el carácter problemático de la religiosidad primaria y las propias objeciones planteadas por Íñigo Ongay a las tesis de David Alvargonzález (tampoco puede olvidarse el artículo de Antonio Muñoz Ballesta, cuya escasísima referencia a la problemática de los númenes lo vuelve completamente ininteligible en el contexto de esta polémica). En base a los apuntes tomados en el citado curso y los textos aquí recopilados me dispongo a realizar un breve comentario sobre esta polémica. A grandes rasgos, la crítica de David Alvargonzález a El animal divino señala que no puede haber un núcleo angular de la religión, en tanto que ya en las religiones del Paleolítico existen elementos míticos y de falsa conciencia en la percepción de los númenes zoomórficos, los animales, que sólo serían númenes en tanto que incluidas tales falsas relaciones sobre ellos. De este modo, la tesis acerca de la verdad de la religión sería ella misma falsa. Asimismo, y siempre según Alvargonzález, afirmar que el núcleo de la religión es angular, sería tan errado como afirmar que la religión es un fenómeno circular, en la línea de Feuerbach. Por lo tanto, los animales del Paleolítico no podrían ser considerados como los referentes de esos

númenes. Para usar la expresión que Alfonso Tresguerres manejó en la polémica con Gonzalo Puente Ojea en El Basilisco: no es que se pueda decir que los animales sean realmente númenes, cosa absurda desde una perspectiva atea, sino que ni siquiera serían númenes reales. Serían teriántropos, en tanto que estarían compuestos no sólo del animal correspondiente, sino de la percepción emic que los propios hombres primitivos tenían de esos animales paleolíticos, antropomorfizada. Ahora bien, esta crítica es desmontada por Tresguerres señalando que Alvargonzález hace hipóstasis de ese eje angular, atribuyéndosela a El animal divino, lo que no puede sostenerse al ser un problema dialéctico: si la religión no puede ser circular, en tanto que un hombre divinizado deja de ser hombre, ni tampoco radial, sino que ha de darse en el contexto de las relaciones del hombre con otros seres que le acechan y le persiguen, entonces ésta ha de tener su núcleo en el eje angular. En la misma dirección parece apuntar Joaquín Robles en su crítica: los teriántropos, figuras míticas compuestas de hombre y animal, no existen, por lo que es imposible que el núcleo de la religión se sitúe en ellos, y mucho menos en una forma de mixto entre los ejes circular y angular, salvo por vía metafísica. Esta crítica, que camina en la senda de la realizada por Íñigo Ongay en su intercambio epistolar con Alvargonzález, a mi entender es certera. Sin embargo, en la prolija exposición de Tresguerres (más de veinte páginas, a pesar de que él mismo la define como una serie de notas motivadas por la publicación de las epistolas y el artículo de Alvargonzález), yo detecto dos cuestiones problemáticas: las relaciones entre el hombre y los demás animales en el presente y el futuro de las religiones, en especial la primaria y sus posibles reediciones. Sobre la primera cuestión Tresguerres señala que: «La relación del hombre con los animales es (etic) una relación radial, porque los animales, realmente, no son otra cosa que realidades subjetuales y operatorias del eje radial del espacio antropológico, y será, justamente, cuando son investidos de determinadas características, que los convierten en númenes (emic), el momento en que se establecen una serie de relaciones esencialmente nuevas (las angulares) que determinan el surgimiento de la religión, y con ella la aparición del eje angular. Lo que no implica que desaparecidos los númenes animales hubiera de desaparecer, a su vez, el eje angular mismo, sino que, al contrario, se hará ya permanente, aunque poblado, en cada momento histórico, por contenidos diferentes, determinados por el propio curso evolutivo de las religiones». Respecto a este fragmento y otros que aparecen en el texto de Tresguerres, es de destacar que resulta difícil saber, en ocasiones, si lo que se dice tiene que ver con el materialismo filosófico o con una particular versión de El contrato animalde Desmond Morris. Y es que en las notas publicadas tras el artículo de Alvargonzález y el intercambio epistolar parece sugerirse que hoy día ha de abandonarse la percepción numinosa de los animales, así como su percepción personalizada, para convertirlos en lo que deben ser: ni númenes, ni humanos, simplemente animales (situando a éstos en el eje radial). Pero aquí subyace una contradicción, pues si la percepción etic de los animales que tienen los seres humanos es radial, entonces los experimentos con la chimpancé Washoe y su capacidad lingüística serían, al igual que el eje angular, puramente fenoménicos, puras apariencias, como lo eran para Malebranche los gemidos de la perra preñada. Y si como decimos, siguiendo la terminología de Morris, los animales no han de ser tratados como númenes ni como personas, sino como sujetos a nuestros derechos, entonces no se explica nada. Es más, se deja sin explicar la angularidad que existe, como cuestión de hecho, entre los hombres y los animales, y entre distintos grupos humanos entre sí, en determinadas fases del proceso de hominización. Suponer que las relaciones entre los hombres y los animales eran radiales ya in illo tempore, y que después se añadirían las angulares es tanto como suponer que el hombre ya era una realidad perfecta, diferenciada de los animales, al contrario de lo que se supone en El animal divino,que es en la propia relación entre los hombres y los númenes (los animales paleolíticos) denominada religión, donde el hombre se constituye. A este respecto, la suposición de que el hombre es una realidad perfecta aparece en el final del texto de Tresguerres, en la forma de segunda tesis problemática: «Pero entonces, si el proceso que condujo a la religión primaria no cabe pensar que pueda volver a darse, eso

significa que de ningún modo se pueden interpretar los actuales movimientos de esa nueva forma de piedad (circular ahora) hacia el mundo animal como un resurgir de la religión primaria, aun cuando pueda ser visto como una resonancia o residuo de tal religiosidad, e interpretable en esos términos, del mismo modo que detrás del interés por los extraterrestres puede sospecharse alentando la mitología secundaria. Mas aún en el caso de que, hipotéticamente, los extraterrestres entrasen a formar parte un día de nuestro espacio antropológico, eso no conllevaría el establecimiento de una nueva religiosidad primaria (como parece suponer Iñigo Ongay), porque para que ellos fuesen númenes nosotros tendríamos que ser protohombres. Sin duda, su presencia trastocaría profundamente las relaciones entre los ejes circular y radial del espacio antropológico, y obligaría a repensar el concepto mismo de "humano", pero sospecho que es imposible su instalación en el eje angular, porque para que ellos fuesen más que humanos o animales nosotros tendríamos que ser menos que hombres». Esta afirmación es muy ambigua, pues aun prescindiendo de la posibilidad real de que los extraterrestres existan (algo que a día de hoy parece totalmente inverosímil), afirmar que su aparición en una suerte de «encuentros en la tercera fase» no podría incluirlos en el eje angular, salvo que fuéramos «menos que hombres», obliga a pensar que Tresguerres está definiendo al hombre como una realidad perfecta y acabada. Si bien es cierto, como ya señalamos, que una de las tesis clave de El animal divino es que el hombre se hace hombre en su relación con los animales, o sea, que el proceso de hominización implica también la desaparición de la religiosidad primaria, una vez domesticados los animales, ello no autoriza a considerar concluido ese proceso. Y no porque tengamos que hacer caso a los paleontólogos que estudian Atapuerca, sosteniendo que el proceso de hominización no ha concluido porque los hombres aún guerrean y combaten entre sí y no ha llegado la igualdad real entre toda la humanidad (tesis esta de carácter más filosófico-metafísico que antropológico-positivo), sino porque efectivamente el hombre es una realidad infecta, el proceso de hominización lleva miles de años en marcha, pero aún no se puede considerar detenido. Si por el contrario suponemos que la hominización está concluida, habría que enunciar alguna esencia hegeliana que se haría «exteriorizable» u «objetivable» en el material antropológico, al modo como lo pensaban Marx y Engels recogiendo expresiones de Hegel. En cualquier caso, siendo el hombre una realidad no concluida, no cabe decir que los presumibles extraterrestres fueran animales sólo cuando nosotros fuéramos infrahombres, pues esa aparición extraterrestre sería, ni más ni menos, una fase más dentro de la formación del hombre, al igual que lo fue la domesticación de los animales o el descubrimiento del fuego. Por último, no puedo dejar de manifestar mi sorpresa ante la hermenéutica de David Alvargonzález respecto a las tesis de Joaquín Robles, señalando que éste le atribuye psicologismo al negar la parte ontológica de El animal divino. Si bien es cierto que Robles le imputa a Alvargonzález una atribución de «proyecciones antropológicas» al estilo de Feuerbach en lo referente a los teriántropos, las afirmaciones de Joaquín Robles, ya iniciadas en los foros de nódulo con cierta plasticidad y contundencia, se refieren a las relaciones entre Ontología y Gnoseología. Para decir con mayor claridad lo que señala Joaquín Robles: si se considera la parte ontológica de El animal divino, los númenes reales, como algo ficticio, entonces la parte gnoseológica carece de sentido, ya que aun manteniendo que no hay una ciencia de la religión ni general ni especial, que la Teología no es Filosofía de la Religión, &c., la Filosofía de la Religión no pasaría de ser un estudio de los fenómenos religiosos, es decir, de la existencia de los fenómenos de curación por autosugestión, de los ritos y cultos institucionalizados, &c., al igual que las disciplinas particulares denominadas como ciencias de la religión, pero sin capacidad para explicar el núcleo, cuerpo y curso de la religión, objetivo de una verdadera Filosofía de la Religión. Para citar una de las conclusiones obtenidas de la polémica alrededor de El animal divino habida en El Basilisco, si se pierde la parte ontológica de la Filosofía de la Religión, a lo sumo se podría mantener una teoría sobre el espiritismo (que incluiría a los teriántropos) y no una verdadera Filosofía de la Religión. Es decir, que la Filosofía no podría decir nada, salvo pura metafísica, de los teriántropos, mientras que serían los psicólogos, antropológos, &c., los únicos que podrían tratar, con un mínimo de referentes positivos, acerca de la religión y los fenómenos ya nombrados. Similar situación se daría en otros apartados de la Gnoseología, pues ¿acaso piensa Alvargonzález que la Teoría del Cierre Categorial podría sostenerse si queda

impugnada la Ontología materialista de los Ensayos materialistas? Si la parte ontológica del materialismo filosófico queda impugnada, entonces se derrumbaría también la noción de verdad como identidad sintética, y toda la estructura gnoseológica quedaría al nivel del análisis del Positivismo Lógico, filosofía que también admite la existencia de contenidos fisicalistas en las ciencias, aunque a lo sumo podría hacer una formalización lógica del lenguaje observacional manejado por los científicos. La Teoría del Cierre Categorial quedaría reducida a formalizaciones lógicas de un sujeto baconiano que no hace sino «juntar y separar», como decía ingenuamente Carlos Blanco Martín en su crítica al «materialismo asturiano», y admitamos que esto tendríamos que decir en general si toda la estructura ontológica del materialismo filosófico fuera ficticia, y sobre la Filosofía de la Religión en particular lo ya dicho.

egunda respuesta a David Alvargonzález

Joaquín Robles López Sobre filosofía de la religión

El profesor Alvargonzález, después de asumir la indefinición de su primeras analogías, entre teriántropos y óxidos, recurre al ejemplo de la esfera armilar para mostrar, con mayor precisión, «cómo la composición de cosas que consideramos falsas desde el presente no implica automáticamente que su génesis sea meramente psicológica, alucinatoria, como si fuera un proceso de proyección mental». Sin duda que «la contundencia» de mis primeros comentarios hizo pensar a David que yo había deducido falsamente que componer equivale

«automáticamente» a «proyectar»: mea culpa. Ahora bien, después de mi primera respuesta parece claro que yo no he dicho estas cosas «en general», sino que, específicamente, dije que no veía más principio en la composición de estas figuras paleolíticas que la proyección{1} de animal a humano o de humano a animal. Por tanto, concedemos que David tiene toda la razón al señalar esto: conceda David que esto, que tan claramente refuta, es una afirmación que nunca hice. Porque lo que D. A. debe mostrar es el fundamento, las razones por las cuales estima que, específicamente, los teriántropos son una «ilusión trascendental» resultado de la confusión en la que vivían los hombres del paleolítico y no una proyección. Pero no sólo eso. Nuestra polémica no ha abordado la cuestión central, sino que se ha mantenido en otro terreno: el de las implicaciones necesarias, por relación a la teoría filosófica sobre el núcleo de la religión en El animal divino, de la corrección de David. Es fundamental aclarar que aunque declarásemos nuestro error al interpretar las implicaciones de su tesis, quedaría por resolver su «verdad». Como esta discusión la mantiene D. A. en otros lugares (fundamentalmente en su correspondencia con Iñigo Ongay y en el fuego cruzado con Tresguerres) nos abstendremos, en la medida de lo posible, de salirnos de estos cauces en los que discutimos y, por tanto, argumentamos ad hominem. Esto es: suponiendo que los teriántropos son la referencia fenomenológica que explica que la confusión entre aspectos circulares y angulares constituya el «núcleo» (verdadero «metalépticamente» {2}) de las religiones. Por tanto: la falsedad de las religiones primarias. ¿Basta mencionar ejemplos de composiciones falsas, pero necesarias históricamente, como la esfera armilar, para reconocer esto mismo de los teriántropos? D. A. pretende, traspasar la condición de unos a los otros sin mayores explicaciones. Comenzamos, pues, la segunda respuesta analizando los principios que dan lugar a la esfera armilar y otros ejemplos (como los epiciclos y órbitas excéntricas de Ptolomeo) para ver si podemos encontrar principios análogos que expliquen la naturaleza trascendental de los teriántropos. El sistema de Aristóteles y el sistema ptolemaico, con sus epiciclos y deferentes presuponen dos principios de identidad (la circularidad de los movimientos estelares y el geocentrismo). Estos «primeros principios» a su vez, no son resultado de ninguna «confusión objetiva» provocada por la esfera armilar sino, antes bien, de un conjunto de datos recogidos por babilonios y egipcios acerca del movimiento de las estrellas y del sol (estos últimos obtenidos, no por observación simple, sino mediante el gnomon, que es anterior a la esfera armilar). Un buen observador sin conocimientos teóricos (al margen de las nociones geométricas necesarias) puede «componer», tras haber observado que las constelaciones se mueven en círculos que se completan aproximadamente cada 24 horas, una esfera armilar{3}. Ahora bien, D. A. dice «la esfera armilar geocéntrica es la prueba de la confusión que da lugar, por ejemplo, en parte, al sistema de Aristóteles». Discrepamos de esta afirmación: la esfera armilar no es prueba de la confusión de la que nace el sistema aristotélico, sino un modelo que incorpora los mismos principios erróneos que las esferas homocéntricas de Aristóteles o el modelo Ptolemaico, principios anteriores al invento de la propia esfera{4}. La salvedad radica en que la esfera es un aparato astronómico con un evidente carácter práctico que no necesita hacer explícitos sus fundamentos astronómicos. Carácter que estos artefactos mantienen, incluso en nuestros días: «La mayor parte de los manuales de navegación y topografía vienen encabezados por una frase similar a ésta: 'para nuestros objetivos presentes, supondremos que la tierra es una pequeña esfera inmóvil cuyo centro coincide con el de una esfera estelar, mucho más grande, y animada de un movimiento de rotación'.» (T. S. Kühn, La revolución copernicana, Ariel, edición de 1985, pág. 68.) La necesidad histórica de los artefactos de los astrónomos de la Antigüedad (el gnomon o la esfera armilar) la ponemos en estas cuestiones de carácter práctico: los mapas de navegación, el control de los ciclos periódicos de las inundaciones, los ciclos de la siembra y la cosecha, las horas del orto y el ocaso, etc. La confusión no está, pues, en el aparato en sí, sino en los principios que Aristóteles y Ptolomeo habían asumido como verdaderos, siguiendo a Eudoxo. No nos parece que la esfera armilar sea una confusión «necesaria» sino un aparato la mar de útil: ¿diría acaso D. A. que el gnomon es la prueba de la confusión que da lugar a las teorías geocéntricas anteriores a la esfera armilar? Por mi parte me inclino a pensar que es la geometría del círculo y sus «formas conformantes» terciogenéricas, la que, al extenderse a otra

materia no geométrica, como la astronomía, justifica el sistema aristotélico o el Ptolemaico: Este es el caso de las formas geométricas circulares (esféricas) aplicadas a la Astronomía. {5} La esfera armilar, como el gnomon habría que situarlos en el contexto de descubrimiento de aquellos principios que no pueden justificarse sino a través de los conocimientos de geometría. Por otra parte, en la génesis de los epiciclos, deferentes, excéntricas o ecuantes de Ptolomeo, tampoco vemos ninguna «confusión objetiva», sino esos mismos principios a los que habrá que salvarcuando otras observaciones, relativas a la posición de los planetas respecto de la tierra, no se ajustan al modelo canónico (Eudoxo) de órbitas circulares con movimiento uniforme. Esto es: las retrogradaciones, como problema («que implica un teorema») a resolver{6}. ¿Con cual de estos modelos podemos establecer paralelismos con los teriántropos? Creemos que con ninguno de los dos. Y lo hacemos por una razón de mucho peso: porque los teriántropos son figuras compuestas y confusas, por sí mismas (sin necesidad de verlas retrospectivamente) mientras que estos artefactos son bien «claros»: ni siquiera retrospectivamente son «falsos», sino útiles, lo falso, en todo caso, son los principios que suponen estos aparatos. ¿Y qué Principios suponen los teriántropos? ¿La confusión trascendental postulada ad hoc? Veamos: Vuelvo a llamar la atención sobre el asunto central del dialelo. Sólo podemos evaluar las relaciones que los hombres del paleolítico mantuvieron con los animales a partir de nuestras relaciones actuales con ellos. Por ejemplo, en El animal divino, Gustavo Bueno interpreta las cuevas en las que los hombres del Pleistoceno pintaban animales (y teriántropos) como «santuarios» y no como «galerías de arte». Quienes lo hacen al revés también están situados en la perspectiva de este dialelo, sólo que interpretan retrospectivamente esas cuevas por medio de una analogía con una institución cultural de su presente que remite a otros principios (de la historia del arte y no de la Filosofía de la religión). Pues bien ¿desde qué principios, desde que disciplina del presente puede David apreciar los teriántropos como ejemplo de confusión de las relaciones entre hombres y animales?{7} En otras palabras: ¿cuáles son los contenidos (categoriales, filosóficos) que permiten a D. A. afirmar que «los hombres del Paleolítico se equivocaron a la hora de valorar la inteligencia, la conducta y otros rasgos de ciertos animales, o bien se equivocaron al valorar la naturaleza de los sujetos de otros grupos humanos a los que consideraron animales o númenes»{8}? ¿Acaso la doctrina del automatismo de las bestias? Porque podemos apreciar, en todo caso, la esfera armilar como falsa una vez que la falsedad (de los principios astronómicos que incorpora el mecanismo) queda demostrada por los conocimientos astronómicos de nuestro presente. ¿Pero a qué ciencias, a qué doctrinas podemos apelar para demostrar la falsedad simpliciter de las relaciones de hombres y animales? Los teriántropos de nuestro presente no son más que imposturas, alucinaciones o delirios. No son «prueba» (por ejemplo para un paleontólogo del año 5005) de ningún estado de confusión objetivo de las sociedades del siglo XXI. No son, en modo alguno, errores necesarios (salvo para la industria del cine de entretenimiento).¿Por qué motivo, justificación, principio... se permite D. A. declararlos «figuras necesarias y objetivas» del Paleolítico y no meros delirios o composiciones artísticas de unos individuos determinados? El criterio cuantitativo es muy poco satisfactorio por «positivista»: es mayor el número de pinturas que representan animales, por no mencionar el hecho de que muchos teriántropos de los que presenta David en su galería (http://nodulo.org/ec/2005/n037p13.htm) parecen simplemente animales mal pintados, de forma que hay que hacer verdaderos esfuerzos para distinguir su naturaleza dual. La única «fuerza» de mi argumentación la expliqué en mi anterior respuesta: los teriántropos son alucinaciones o proyecciones «artísticas» de animales en hombres (que deja la cosa como estaba porque supone la numinosidad real del animal como previa) o de hombres en animales (que implica una desviación animista) {9}, porque los teriántropos no existen en el presente. A esto añadimos: ni existieron en el pasado, ni muestran, por sí mismos, el estado de confusión del hombre del Pleistoceno; como tampoco «por sí mismos» muestran nada de eso los vampiros y hombres lobo de nuestro presente. Tampoco los ejemplos con los que David pretende homologarlos ayudan a mantener su tesis por el mero hecho de ponerlos a la misma altura. Al menos hasta que no demuestre, precisamente, en virtud de qué principios podemos establecer la analogía misma. Pero, ad hominem, también la vamos a admitir, para seguir con la discusión acerca de las implicaciones necesarias a las que conduce. Dice D. A.: «Cuando los animales se domestican, o desaparecen, o se vencen y se doblegan, los grupos humanos del Neolítico rectifican muchos aspectos falsos propios de aquélla situación y desaparece la religión primaria.» Esto es incomprensible: ahora resulta que las religiones secundarias son «verdaderas» (o al menos

más verdaderas «metalépticamente») y las primarias falsas. Entonces, según David, las figuras zoomórficas del zodiaco ¿son más verdaderas que la megafauna del pleistoceno? ¿Es el delirio politeísta secundario una rectificación de los aspectos falsos de las religiones primarias? ¿Y cómo justificar que un núcleo falso pueda rectificarse con una falsedad aun mayor? ¿Puede David, si es tan amable, indicarnos en qué consiste esa rectificación de los hombres del neolítico? Creemos que toda la argumentación de Alvargonzález está sugerida por la necesidad de situar la «verdad» de las religiones en su última fase, en su fin consumativo: el ateísmo; de forma que cada una de las fases intermedias serían más verdaderas metaléptica y sucesivamente en tanto conducen, indefectiblemente a esta fase. No tenemos por qué negar la potencia de su interpretación: sólo negamos que con ella esté David manteniéndose en las coordenadas de El animal divino y no en las de la teoría de Engels. Respecto a la segunda de la cuestiones en disputa, en torno a si las tesis de Alvargonzález invalidan o no el proyecto de una filosofía materialista de la religión, encontramos en el último escrito una sutil estrategia consistente en declarar «verdadera religión» a la religión primaria, pero no «religión verdadera». Confieso que aquí me pierdo: si el núcleo de la religión es una figura inexistente ¿cómo demonios va a haber verdadera religión?{10} Dice D. A. en relación con la tesis de la página 151 de El animal divino sobre la exigencia de un núcleo real: «Este texto se puede interpretar de muchas maneras de acuerdo con los criterios de exigencia que pongamos a esa «correspondencia» y a esos «contenidos fenomenológicos» de los que se habla. El numen compuesto de aspectos circulares y angulares del que yo hablo es una realidad supraindividual cultural y esa realidad puede ponerse en «correspondencia» con animales humanos o no humanos reales percibidos 'fenomenológicamente' (lo cual permite que sea confusamente) por ciertos grupos de humanos paleolíticos.» Pero entonces ¿para qué distinguir una fase primaria de otra secundaria? ¿es que acaso Zeus y Cronos no pueden «ponerse en correspondencia» fenomenológicamente? Y es aquí en donde ponemos la clave de todo este asunto: las figura citada por David (la esfera armilar) no es tanto un contenido fenomenológico cuanto un artefacto, del mismo modo en que los teriántropos también lo son, pero es la existencia de una religión nuclear verdadera la que explica estas figuras, como es una práctica exitosa la que justifica la esfera armilar. Pero cuando se quita, como quita David, el núcleo de las religiones primarias, entonces, insistimos en que el único fundamento de las religiones mitológicas es la impostura, la alucinación, el animismo, la falsedad originaria. ¿qué elementos explicarían, de lo contrario, estas figuras mitológicas? Manteniendo la analogía de los ejemplos de David, diremos que al retrasar la fase secundaria hasta anegar la primaria, Alvargonzález ha actuado de modo análogo a alguien que pusiera en el mismo lugar la esfera armilar con la danza de los derviches giróvagos o con los círculos que describe un «contemporáneo primitivo» en torno a la hoguera central, como si la presencia fenomenológica de esos movimientos circulares estuviera presuponiendo los primeros principios de las teorías de Aristóteles, de Eudoxo o de Ptolomeo. Nuestra tesis era que la propuesta de David arruinaba el proyecto de una filosofía materialista de la religión precisamente por incluir componentes mitológicos en la génesis nuclear (y no en la fase secundaria): advertimos, entonces, claramente la imposibilidad de distinguir entre las dos primeras fases, la necesidad de reformular el concepto de espacio antropológico, la evacuación de las condiciones que cabe encontrar en una teoría filosófica sobre el núcleo y su desviación psicologista, la imposibilidad de establecer un correlato real a la propia definición de «religatio». ¿Le parece poco a David? Y para acabar, una cuestión final que plantea: «Por último, si finalmente Joaquín Robles admitiese que mi análisis no es necesariamente psicologista, entonces podrá coincidir conmigo también en que la distinción entre filosofía de la religión y Teología de la primera parte de El animal divino, y el análisis gnoseológico de las ciencias de la religión quedan intactos. Incluso, aunque siguiera considerándome un teórico psicologista, ¿por qué se habría de dejar a los psicólogos la tarea de realizar el análisis gnoseológico y la clasificación de las ciencias de la religión y de la Teología?» Yo no he dicho nunca que su análisis sea «psicologista» sino, antes bien, que su tesis sobre los componentes mitológicos del núcleo implica una proyección «animista»(seguramente

lo expresé mal en anteriores intervenciones. En tal caso, rectifico ahora). Ahora bien: que esta tesis devenga en esto (pues sigo pensando que sólo es posible hablar de componentes mitológicos, bien en la fase secundaria, bien «psicológicamente» en la primaria) obliga a rectificar la columna vertebral de El animal divino, esto es: las condiciones exigibles a una verdadera filosofía materialista de la religión. ¿La clasificación de las ciencias de la religión y la teología quedarían intactas? Es posible pero ¿desde qué disciplina se realizaría esa clasificación? Si hemos puesto como condición para una verdadera Filosofía materialista de la religión la existencia de un núcleo real y «resulta muy dudoso que una teoría científico categorial pueda sustituir efectivamente las funciones de una verdadera filosofía de la religión, puesto que –dada la naturaleza del material que ha de remover– parece imposible un cierre categorial capaz de contener en su círculo a su esencia o fundamento» (Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 16), ¿En nombre de qué disciplina puede sostenerse ese análisis gnoseológico? Cuando David propone que unas figuras que representan seres inexistentes, resultado de la mezcla y composición de hombres y animales, son el núcleo de la religión, no hace sino tomar partido por una teoría del núcleo de las religiones que no podrá ser materialista ni filosófica: el núcleo (los teriántropos) no existe (apelamos a la Ontología) porque los teriántropos no existen. El argumento ontológico religioso queda cancelado: de una teoría general filosófica sobre la religión habríamos llegado, a mi juicio, a una teoría especial, todo lo materialista que David quiera. Una teoría en la que no podríamos encontrar más fundamento que la impostura originaria que habría que explicar por otros caminos. De esta guisa habría que estudiar los mecanismos psíquicos o neurológicos que explican la «realidad ontológica» de estos contenidos fenomenológicos para poder hablar, en propiedad, de una teoría de la esencia o núcleo de las religiones, toda vez que David aun no ha mostrado la razón de esa necesidad histórica más que con algunos ejemplos. Quedamos, pues, a la espera de una nueva defensa de sus tesis por parte de David. Defensa que agradeceremos, como agradecemos ésta última, porque nos obliga a remover lecturas y a precisar argumentos. Esperamos también que los eventuales lectores de esta polémica tengan la misma necesidad que nosotros y se aventuren en las sutilezas de la Filosofía materialista de la religión de El animal divino. No está de más concluir recordando que nuestra argumentación no pretende, ni tampoco rehúsa, refutar la «verdad» de las tesis de Alvargonzález (filosofía verdadera) sino, sobre todo, mostrar las consecuencias necesarias que se derivan de sus análisis, si es que acertamos al derivarlas, y, por supuesto, intentando mantenernos en las coordenadas del Materialismo Filosófico. Por eso, con Gustavo Bueno, no ponemos demasiado interés en mostrar la verdad «exenta» o «pura» de la teoría zoogenética sino, antes bien, en la concatenación necesaria entre esta tesis y la posibilidad de elaborar una verdadera Filosofía materialista de la religión. Notas {1} Y al decir esto no estamos suponiendo que el esquema de la proyección psicológica sea realmente la causa de los teriántropos sino que, retirado el núcleo verdadero (los númenes animales) de las religiones, entonces, sólo quedaría recurrir a este «mecanismo» para explicar los teriántropos. Recordamos el carácter «ad hominem» de la argumentación que venimos manteniendo. D. A. ha supuesto que los teriántropos son verdaderas creencias (por esto nos remite al artículo de Gustavo Bueno sobre el concepto de creencia) pero esto no puede demostrarse con meros ejemplos. Porque podíamos entender los teriántropos como «pseudocreencias» o «reducciones artificiosas». Estas importantes cuestiones no habían sido suficientemente aclaradas, por mi parte, en mi anterior respuesta debido a la propia naturaleza de la exposición. En otra palabras: si D. A. quita de en medio la realidad numinosa de los animales ¿en qué principios puede sostener la realidad (como verdadera creencia) de los teriántropos? Al quitar el fulcro de verdad del teriántropo proponiendo una «composición objetiva –y falsa simpliciter– de elementos circulares y angulares», nos parece que D. A. está cayendo en el esquema proyectivo. La única manera de no caer en psicologismo sería reconocer el fulcro de verdad que, en este caso, sería la numinosidad animal. ¿Quién actúa de «pantalla» de la proyección? Si son los animales, entonces

recaemos en psicologismo, en animismo. Si son los humanos, entonces, la teoría zoogenética queda intacta porque habría que considerar como dados ciertos comportamientos o características animales que sólo posteriormente podrían aplicarse a los humanos (alas para volar o aletas para nadar, por ejemplo). D. A. al hablar de composición falsa (simpliciter) se ha inclinado por la primera opción. De aquí su recaída, porque lo que estaría «proyectando» al animal serían contenidos segundogenéricos (voluntad e inteligencia que el ser humano se autorrepresentaría y proyectaría a los animales). Repetimos que esta «justificación» de D. A. centrada en una «conexión sinecoide» no nos parece que esté suficientemente explicada. {2} No vemos la diferencia entre esta afirmación de Alvargonzález y la teoría de Engels sobre la génesis de las religiones que, en modo alguno, puede considerarse «verdadera filosofía»: «La religión nació, en una época muy primitiva, de las ideas confusas, selváticas, que los hombres se formaban acerca de su propia naturaleza y de la naturaleza exterior que les rodeaba (...) una vez que surge, se desarrolla en conexión con el material de ideas dado» (Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, IV). Reproducimos, a continuación el comentario a pie de página de Gustavo Bueno a la teoría de Engels (El animal divino, pág. 23) que es directamente aplicable a la afirmación de David que da pie a esta nota: «Lo que confiere a estas teorías una mayor proximidad respecto de la Filosofía es el postulado de la necesidad ... si bien esa necesidad ya no se toma simpliciter, sino elaborada históricamente, situacionalmente, según el conocido quiasmo del joven Marx: 'Exigir al hombre que renuncie a las ilusiones sobre su situación, es exigir que renuncie a una situación que necesita ilusiones'.» {3} Aunque requiere de mucho ingenio: la esfera armilar tiene por centro al observador. Con ella se puede definir la dirección de los astros, siempre respecto del observador, por lo que cuestiones de gran valor astronómico, como la distancia, no tienen ningún interés. Tiene un movimiento de rotación alrededor del eje de los polos. El plano perpendicular a esta línea representa el Ecuador celeste, representado por un círculo que, sumado a la Elíptica permite localizar los astros. Los meridianos que pasan por los puntos de intersección de los dos anteriores marcan sobre la Elíptica las fechas de los solsticios y equinoccios. {4} Se atribuye a Anaximandro de Mileto (611-547 a.C.) {5} «¿Cuáles son los movimientos circulares y universales que hay que escoger como hipótesis [por tanto, al parecer, como forma sobreañadida] para consonar[describir de modo concordante, dar cuenta] con los fenómenos planetarios?» (Simplicio. Comentarios al De Caelo de Aristóteles. Recogido por Gustavo Bueno (los comentarios entre [ ] son de él) en la TCC, pág. 1084. {6} Excede nuestras posibilidades, en el actual contexto de esta discusión, entrar en las interpretaciones del «sózein ta phainómena» de Posidonio. Para mayor información puede verse la TCC de Gustavo Bueno, pág. 1146 y siguientes. {7} En una modesta encuesta he preguntado a varios cazadores (y a más de un pastor de ovejas): «¿Cree Vd. que los animales se comportan de modo más parecido a las personas que a las máquinas?». La respuesta es, invariablemente que sí. Interpretamos, por tanto, que, en nuestro presente, los animales se perciben, en estas circunstancias, como seres personales no humanos antes que como mecanismos sin conciencia. ¿Es esto prueba de la confusión en la que viven los cazadores y pastores del siglo XXI? {8} Nuevamente hacemos recaer este comentario de David en las mallas de la teoría no filosófica de Engels sobre el origen alucinatorio de las religiones que desemboca en el quiasmo de Marx. El matiz que diferencia las tesis de David de las de Engels es que el profesor asturiano privilegia los contenidos zoomorfos mientras que Engels es menos preciso con su apelación a la «naturaleza que les rodeaba». Pero este «privilegio» no es suficiente para considerar que en la teoría «teriantropomórfica» sobre el origen de las religiones se ha producido un cambio de perspectiva. En especial, resulta sumamente esclarecedor este comentario de David acerca de la «verdad» de las religiones primarias: «hablo de verdad en sentido histórico trascendental y de verdad en sentido «histórico interno». Ahora bien, desde el presente, ni los númenes del Paleolítico superior, ni los sistemas cosmológicos plano-hemisféricos, ni la esfera armilar geocéntrica, ni el atomismo de Demócrito (&c.) son íntegramente verdaderos.» El profesor Alvargonzález se mantiene con claridad meridiana en la teoría engelsiana. Si con estos ejemplos pretendió equiparar la verdad «histórica interna» de los teriántropos con la de los sistemas cosmológicos, lo que consiguió, sin embargo, es mostrar la naturaleza no filosófica –al menos desde las coordenadas de El animal divino que es, precisamente, lo que discutimos– de su teoría;

pues estos ejemplos incorporan la misma teoría sobre la verdad de las religiones de Engels y Marx. Teoría que resuelve, como David –aunque él no quiera– la cuestión del núcleo en las «confusiones». {9} Porque, como hemos dicho, se estarían proyectando, según D. A. «sinecoidalmente» características «personales», «psicológicas». {10} Diríamos: ¿una verdadera religión que se resuelve en contenidos fenomenológicos, segundogenéricos? (y no tanto en una «ilusión trascendental»). Pero no nos parece posible hablar de verdadera religión sin recurrir a un núcleo real. Si la realidad de ese núcleo la ha puesto David en las figuras de los teriántropos (que no existen más que como contenidos fenomenológicos), entonces, no veo cómo va a poder desembarazarse de nuestra acusación mientras siga sosteniendo la existencia de una «verdadera religión». Toda vez que tampoco por la vía engelsiana de una «verdadera religión» en sentido «histórico trascendental», y no «simpliciter», (nota 1), puede quitarse de encima las cuestiones relativas al núcleo (al menos sin triturar la parte gnoseológica de El animal divino). La estrategia de poner en los teriántropos la condición de «ilusiones trascendentales» puede permitir hablar de «verdadera religión» («aunque negativa y acaso metafísica»). Pero esto debe demostrarse con algo más que ejemplos y, en cualquier caso, sigue rompiendo con la estructura gnoseológica propuesta en El animal divino. Por otra parte, tampoco pensamos que D. A. nos hable de «ilusiones trascendentales» en el sentido del Idealismo Trascendental: las ilusiones trascendentales de Kant (Dios como ideal de la razón pura) no tienen «un objeto en la intuición», ni proceden de intuición alguna: son resultado de los tres tipos de silogismo (hipotético, categórico y disyuntivo) «operando sin materia empírica».

Tres comentarios a mis críticos

David Alvargonzález Respuestas a Alfonso Fernández Tresguerres, José Manuel Rodríguez Pardo y Joaquín Robles

Segundos comentarios a Alfonso Fernández Tresguerres: el hombre creó a los númenes a imagen y semejanza de los animales. En el proceso de una discusión, muy a menudo se produce una especie de «juego de espejos deformantes» cuando dos interlocutores tratan de reformular las posiciones de sus oponentes, «reflejándolas» en las posiciones propias. Es como si fuera inevitable que cada uno, sin querer, deforme las posiciones del otro al reexponerlas según sus principios. Supongo

que Alfonso Fernández Tresguerres acusará esa deformación cuando lee mis textos (y, conste, que yo pongo todo mi cuidado en evitarla), y yo la acuso también, ahora, cuando leo los dos primeros párrafos de su respuesta («Espacio antropológico y númenes primarios», El Catoblepas, 39:10). Frente a mi posición, que Alfonso Fernández Tresguerres interpreta como una filosofía circular de la religión, estaría la suya, de carácter angular. Su posición, como la de Bueno, queda resumida en esa brillante sentencia: «el hombre creó a los númenes a imagen y semejanza de los animales»; la mía, según él, seguiría siendo una variedad de la de Ludwig Feuerbach: «el hombre creó a los dioses a su imagen y semejanza». Sin embargo, las cosas se ven de distinta manera cuando se está de este lado mío porque, para decirlo de un modo rápido, la fórmula que hace justicia a la teoría de Gustavo Bueno (y a la de Alfonso Fernández Tresguerres) sería, tal como yo lo veo, la siguiente: «el hombre creó a los númenes a imagen y semejanza de los animales no humanos». Y la fórmula que va asociada a mi interpretación es justo la que Alfonso Fernández Tresguerres considera suya, a saber: «el hombre hizo a los númenes a imagen y semejanza de los animales» (interpretando aquí que los «animales» son tanto animales no humanos como animales humanos). Pero, para no robar a Gustavo Bueno esa fórmula tan redonda y tan valiosa, yo voy a proponer otra mucho menos eufónica pero que me sirve, provisionalmente, para seguir adelante con mi tarea: «el hombre hizo a los númenes a imagen y semejanza de las relaciones beta operatorias realmente existentes». O, dicho de otro modo, con otra fórmula también patituerta, «el hombre creó a los númenes a imagen y semejanza de los sujetos operatorios realmente existentes». Así pues, yo pongo el núcleo de la religión primaria en un momento en el que las relaciones angulares y las circulares no eran todavía distinguidas de un modo claro por parte de los nativos del Paleolítico (no eran distinguidas en la perspectiva emic, aunque sí podamos disociarlas para su estudio cuando adoptamos la perspectiva etic). En ese momento anterior, si adoptamos la perspectiva emic, no tiene sentido hablar de proyección de lo circular en lo angular (o viceversa), ni tiene sentido hablar de que unos (los animales no humanos) se conviertan en receptores y los otros (los humanos) en fabuladores. En este momento anterior no se hace necesaria explicación psicologista alguna porque, sencillamente, las cosas todavía están así (diríamos, confundidas, al verlas desde la perspectiva etic) porque así vienen del estado protorreligioso. Se me preguntará, entonces, cómo es posible que se constituya la religión si los ejes del espacio antropológico no están aún diferenciados en la perspectiva emic. Pues bien, yo creo que sí es posible: por eso yo no uso el criterio de la aparición del eje angular (emic) para marcar el comienzo de la religión. Gustavo Bueno (tras batirse durante años con la Sociobiología y con la Etología) ha puesto en nuestras manos un instrumento mucho más potente: la idea de inversión antropológica. Es un instrumento imprescindible, en primer lugar, porque está construido precisamente para mantener a raya a la Sociobiología y a la Etología y de esa manera nos permite estar a salvo del reduccionismo subjetual (psicológico, etológico, biológico, genético, &c.). Las instituciones antropológicas (y la religión es una de ellas, eminentemente) no se pueden reducir a la cultura subjetual, aunque la den por supuesta. Es un instrumento imprescindible, en segundo lugar, porque la idea de inversión antropológica es una idea modulante (no absorbente) que permite entender la disritmia existente entre unas instituciones antropológicas y otras: las primeras religiones aparecen en el Paleolítico, pero otras instituciones, trascendentales para la constitución de lo que hoy llamamos hombre, aparecen mucho después (la escritura, los estados prístinos, las leyes, la filosofía, &c.). Así, desde mi posición, resulta sorprendente que algunos interpreten que mi teoría es psicologista (cuando no necesita serlo), y que realiza una hipóstasis metafísica de los ejes del espacio antropológico (cuando precisamente se está considerando un momento anterior en el que los ejes no están diferenciados emic, y cuando mi teoría, por ser bidimensional, es más compositiva que las teorías unidimensionales). Nuevamente el problema de cómo se «reflejan» unas interpretaciones en otras según ese «juego de espejos deformantes». Las razones por las que creo poder defender que la inversión antropológica, en lo que se refiere a la constitución de las primeras religiones, tiene lugar en el Paleolítico superior están expuestas en mi artículo original. La interpretación del «arte» mueble y parietal del Paleolítico tiene aquí un papel importante porque es el único indicador seguro que tenemos para saber cuándo los procesos subjetuales cristalizan en la constitución de una institución antropológica supraindividual que supone elementos de cultura objetiva. Efectivamente, como dice Alfonso Fernández Tresguerres, «la discriminación de tal fenomenología pictórica o figurativa [en referencia la «arte» mueble y parietal del Paleolítico superior] sólo puede hacerse a la luz de la propia filosofía de la religión». Por eso él hace esa interpretación desde su filosofía angular (y, como su teoría no prevé la existencia de númenes mixtos, se ve en la necesidad de dejar a los

teriántropos fuera), y yo hago la mía desde la teoría beta operatoria y por eso los teriántropos entran a formar parte del material antropológico religioso. Por supuesto, él podrá argumentar que no hay ninguna necesidad de incluir a los teriántropos dentro de los materiales antropológicos que afectan a la religión. Por la misma razón, otra tercera persona podrá considerar que no hay por qué interpretar religiosamente las pinturas de animales (que, sin ser vistas como artes decorativas, podrían ser asociadas a la magia de caza o entendidas como pura descripción del animal). Para este tercer litigante hipotético, el materialismo filosófico de Gustavo Bueno no ganaría nada apoyándose en ese «arte» parietal. Alfonso Fernández Tresguerres hace con mis teriántropos lo que este tercer litigante hace con sus pinturas de animales. Yo, sin embargo, sí creo que la filosofía de El animal divinotiene mucho que ganar reivindicando el carácter religioso de esas pinturas de animales numinosos y, por la misma razón, creo que mi teoría beta operatoria sobre el origen de las religiones sale fortalecida por la presencia de teriántropos y teriomorfos numinosos en el «arte» mueble y parietal del Paleolítico superior (desde sus inicios en el auriñaciense, el gravetiense y el solutrense). Esa teoría beta operatoria, y esa referencia a los teriántropos, se ven, además, apoyadas por la frecuencia con la que aparecen, en las sociedades tribales de nuestros contemporáneos primitivos, situaciones en las que los nativos componen (y, visto el asunto desde el punto de vista etic, confunden) rasgos humanos y animales en rituales, ceremonias y mitos que podemos considerar religiosos. Mi interpretación puede dar cuenta de todos estos fenómenos (prehistóricos y contemporáneos) y eso es, indudablemente, una ventaja, aunque no constituya la prueba definitiva de la teoría (como tampoco las pinturas parietales prueban definitivamente El animal divino). Sobre el papel de este «arte» paleolítico en la aparición de las primeras religiones hay otra cuestión más que voy a comentar. Alfonso Fernández Tresguerres afirma que «no podemos pensar que la representación pictórica sea un elemento que contribuye a la creación o constitución del numen, sino que lo da por supuesto» porque «sólo desde el numen ya constituido puede cobrar significación religiosa la pintura». En este punto, su filosofía y la mía se separan de modo irremediable porque yo sí creo que ese arte mueble y parietal (que incluye animales, teriántropos y teriomorfos) contribuye a la creación del numen. Yo supongo que, si esas pinturas y esos objetos tienen significado religioso es porque no se pueden interpretar exclusivamente como descripciones o representaciones. Esas pinturas y objetos son una de las instituciones culturales objetivas en las que aparece constituido el numen como tal, como componente nuclear de los ritos, las ceremonias y los mitos de las primeras religiones. Y, como bien sabe Alfonso Fernández Tresguerres, en todo ritual, en toda ceremonia, en todo relato mitológico, hay elementos que son autorreferentes, porque no describen ni representan nada que esté fuera de ellos mismos. Para decirlo de otro modo: si los animales pintados representan a los animales reales sin más, entonces habría que interpretar los murales paleolíticos como si fueran tratados de anatomía o de zoología; pero si los interpretamos como númenes es porque suponemos que los hombres que los hicieron estaban «pintando númenes» que iban asociados a rituales, ceremonias y mitos. Y, si estaban «pintando númenes», entonces creo que de algún modo puede decirse que estaban constituyendo los propios númenes al pintarlos. Otra de las ventajas de la teoría beta operatoria del origen de las religiones es que tiene la capacidad de precisar cuáles son los componentes falsos de las religiones primarias. Alfonso Fernández Tresguerres afirma que los animales «son desplazados a un nivel superior a aquel en el que el propio hombre se veía situado a sí mismo» de modo que, en la religión primaria, se da una mitificación de los animales. Las fuentes de esa mitificación serían, según mi interlocutor, las relaciones etológicas de lucha por la supervivencia y de dependencia en la alimentación que se mantienen con esos animales. Incluso aunque concediéramos que esto es así, muy poco se nos dice acerca de cuáles son los contenidos de esa mitificación que desplaza a ciertos animales a un nivel superior. Sin embargo, la teoría bidimensional puede ser algo más explícita: por vía de ejemplo, yo creo que se puede decir que la oración, el ruego, la plegaria, es (al lado de otros rasgos, y compuesto sinecoidalmente con ellos) un componente nuclear de las religiones porque, cuando las relaciones con ciertos animales están mediadas por el lenguaje, podemos estar seguros de que las relaciones etológicas han quedado subsumidas y reorganizadas a escala específicamente antropológica (y aquí, nuevamente, tomo la inversión antropológica como criterio para determinar el momento de la aparición de la

religión). Pero este rasgo, para que adquiera pleno sentido, implica suponer que el numen nos entiende y, entonces, ya estamos ante un numen bidimensional y, claramente, ante un numen personal. Alfonso Fernández Tresguerres supone que las religiones primarias son verdaderas por su «forma» (son auténticas religiones) aunque sean falsas por algunos de sus «contenidos» (son religiones falsas). Desde esta teoría, él interpreta que el núcleo verdadero de la religión primaria está exclusivamente en la «forma» de esa religión, es decir, está en el hecho de que exista una verdadera religación. El «contenido» falso de la religión no sería nuclear, para Alfonso Fernández Tresguerres, sino que formaría parte del cuerpo mítico que envuelve el proceso de religación verdadera. En mi trabajo, siempre he partido del supuesto de que las religiones del Paleolítico son verdaderamente religiones desde un punto de vista estructural. Si no lo fueran, no pretendería estar haciendo filosofía de la religión. Nunca he usado la distinción entre «forma» y «contenido» de la religión que utiliza Alfonso Fernández Tresguerres. Ahora bien, si tuviera que utilizarla para intentar tener presentes los argumentos de mi interlocutor, supondría que algunos de los «contenidos» de la religión primaria también son parte del núcleo. La principal razón para mantener este supuesto es que, si quitamos esos «contenidos», la relación de religación se convertiría en una relación exclusivamente etológica, y nos situaríamos en un momento anterior a la inversión antropológica. Otra prueba importante de que ciertos contenidos «falsos» (etic) de las religiones primarias afectan a su núcleo (por tanto, en terminología de Alfonso Fernández Tresguerres, que algunos «contenidos» falsos de esa religión -y no sólo la «forma»-- son también nucleares) es la imposibilidad de una religión primaria verdadera en el presente que tome a los animales reales como númenes. La interpretación de Alfonso Fernández Tresguerres y la mía acerca de la estructura del espacio antropológico son, como ya he dicho en otra ocasión, distintas y, en ese punto, yo no veo posibilidades de llegar a un acuerdo. No obstante, no quiero dejar de responder a algunas preguntas que él me hace a propósito de mi interpretación. Yo supongo que las relaciones circular y angular son relaciones de tipo beta operatorio (en el sentido en el que se entienden estas relaciones en la gnoseología de las ciencias humanas) y, por tanto, son relaciones entre individuos vivos. Los individuos cadáveres no realizan operaciones desde los cánones del materialismo. Las relaciones radiales, sin embargo, podrían asimilarse a las metodologías alfa operatorias, no ya porque pueda haber una eliminación del sujeto (que no puede haberla), sino porque los cuerpos con los que se relacionan los hombres en ese eje no son reconocidos (etic) como sujetos operatorios. Las relaciones beta operatorias circulares, angulares y compuestas («círculoangulares») pueden tener como correlato real un animal real (humano o no humano), como ocurre en las religiones primarias, o pueden no tener ese correlato real, como ocurre en las religiones secundarias y terciarias con sus númenes mitológicos y metafísicos (que también tienen características circulares y angulares compuestas). Alfonso Fernández Tresguerres afirma que su eje angular no queda vacío porque en él no sólo se sitúan las religiones primarias, sino también las supervivencias de las religiones primarias en las religiones ulteriores, y las propias religiones secundarias y terciarias. Estoy de acuerdo en que, desde su interpretación, resulta ser así pero, de todos esos materiales, según sus propios principios, las únicas relaciones angulares reales («formalmente verdaderas», en su terminología) son las del periodo primario. Lo demás son númenes «pintados» y, por tanto, relaciones con «cosas pintadas» (que forman parte de la cultura extrasomática objetiva etic en cuanto «cosas pintadas»). En mi interpretación, sin embargo, las relaciones de los humanos con animales a los que se les reconozca inteligencia y voluntad parecidas a la humana (según el canon de las metodologías beta) son siempre, desde un punto de vista etic, angulares. Y los únicos organismos reales no humanos con inteligencia y voluntad son, en el presente, los animales. Las relaciones con los individuos animales cadáveres son radiales. Ahora bien, en el caso que plantea Alfonso Fernández Tresguerres sobre la muerte de individuos humanos o la muerte de animales considerados emic númenes habría que hacer los siguientes comentarios. Con mucha frecuencia, la muerte del individuo humano coincide con el fallecimiento de la persona humana: el individuo muere y la persona fallece. El cadáver es el cadáver del individuo y, puesto que ya no es un sujeto operatorio, es un objeto. Pero la persona no desaparece de golpe con la muerte del individuo, y por eso las ceremonias del funeral y del entierro tienen necesariamente componentes circulares (aparte de tener componentes oblicuos angulares, cuando los tengan). Con los númenes puede pasar algo parecido precisamente porque son, desde un punto de vista emic, númenes personales: en la ceremonia de la muerte y el festín teofágico ulterior del oso de los ainos, si nos ponemos en el punto de vista emic, podemos reconocer componentes angulares y circulares: por ejemplo, los ainos continúan dirigiendo

plegarias al oso después de muerto y le piden perdón por haberlo matado, haciendo complicadas reverencias y saludos. Gijón, 3 de Mayo de 2005. ***

Comentarios a José Manuel Rodríguez Pardo En el número de mayo de El Catoblepas (39:11) aparece un artículo titulado «Sobre númenes y psicologismo» cuyo autor es José Manuel Rodríguez Pardo. En ese artículo hay algunas referencias a la interpretación de la verdad de las religiones del Paleolítico que defiendo. En el párrafo penúltimo de su escrito, José Manuel Rodríguez Pardo parece argumentar que sólo si hay una religión primaria que sea verdadera en sentido absoluto puede entonces haber filosofía de la religión. Ya es sabido que no comparto esa tesis aunque reconozco que quizás algunos textos de Gustavo Bueno, leídos de un modo a mi juicio excesivamente literal, pueden interpretarse de este modo. Y ello es debido a que Gustavo Bueno en El animal divino habla de «verdad» de las religiones sin precisar entonces los diferentes sentidos del término «verdad». Será en su libro Televisión: apariencia y verdad donde distinguirá las diferentes modulaciones de la idea de verdad. Por mi parte, creo que es suficiente reconocer la verdad de las religiones primarias en sentido «histórico trascendental» y en sentido «histórico interno» para que pueda haber verdadera filosofía de la religión y, por tanto, mis posiciones no significan renunciar a la parte ontológica. Una prueba de ello es que, cuando hablo del núcleo de las religiones, de su curso y de su cuerpo, tal como lo hago en mi artículo, estoy haciendo filosofía de la religión ontológica. Como ya dije en otro lugar, creo que mi trabajo trata de dar una explicación filosófica de cuál es el proceso que conduce al surgimiento de la religión, a través de la idea filosófica de «inversión antropológica», trata de entender de un modo histórico filosófico cuáles son las condiciones en las que es posible la religión en cada fase, y trata de explicar los procesos de transformación de las religiones primarias en secundarias. Mi trabajo discrimina diferentes modos de hablar de la verdad de las religiones. Estas tareas, de acuerdo con la tradición, pueden considerarse propias de la filosofía de la religión. Si, además, están hechas desde los presupuestos del materialismo ontológico y gnoseológico, entonces podrán considerarse dentro de la tradición del materialismo en filosofía de la religión. No veo por qué tendríamos que dejar todas estas tareas en manos de los psicólogos. Por otra parte, como ya quedó dicho, la distinción entre Filosofía de la religión y Teología no resulta afectada por mi interpretación, lo mismo que la clasificación de las ciencias de la religión, lo que es tanto como decir el grueso de la parte gnoseológica de El animal divino. En su último párrafo, José Manuel Rodríguez Pardo habla de las relaciones internas que hay entre la teoría del cierre categorial y la doctrina de los tres géneros de materialidad. Efectivamente, tiene razón cuando destaca la importancia de esta relación que es muy evidente en el libro Materia de Gustavo Bueno. Sin embargo, no veo cómo esa situación puede aplicarse al caso que nos ocupa dado que mi reinterpretación de la parte ontológica de la filosofía de la religión continúa siendo materialista. Mi propuesta parte de la doctrina de los tres géneros de materialidad, tiene en cuenta la teoría del cierre categorial en todo lo que se refiere al análisis de las ciencias de la religión, y en lo relativo a la distinción entre metodologías alfa y beta operatorias, utiliza los ejes del espacio antropológico, aplica las diferentes modulaciones de la idea de cultura distinguidas por Gustavo Bueno en El mito de la cultura, hace uso de la idea de inversión antropológica, y de la teoría de la esencia procesual plotiniana, emplea la teoría de las figuras dialécticas, es consistente con la doctrina de la finalidad y de la racionalidad del materialismo, &c.&c. Gijón, 4 de mayo de 2005 ***

Terceros comentarios a Joaquín Robles En mis «Comentarios a Joaquín Robles sobre filosofía de la religión» (El Catoblepas, 37:15) intenté argumentar las razones por las cuales mi interpretación no puede ser etiquetada de psicologismo, y las razones por las que consideraba que algunas partes muy importantes de El animal divino no se veían afectadas por mi teoría. Joaquín Robles, en los foros de Nódulo, se había referido a «la tesis psicologista de Alvargonzález» y, posteriormente, en su «Respuesta a David Alvargonzález» (El Catoblepas, 38:9), escribió: «es aquí donde ponemos el psicologismo, inadvertido por su autor [Alvargonzález], como consecuencia necesaria de incluir en la génesis de las religiones (en el núcleo) la composición de los dos ejes». Sin embargo, en la «Segunda respuesta a David Alvargonzález» (El Catoblepas, 39:13), Joaquín Robles introduce un cambio en sus posiciones. Así, escribe ahora Robles: «Yo no he dicho nunca que su análisis fuera 'psicologista' sino, antes bien, que su tesis sobre los componentes mitológicos del núcleo implica una proyección 'animista' (seguramente lo expresé mal en anteriores intervenciones. En tal caso, rectifico ahora)». Joaquín Robles, en su artículo «¿Ortodoxos y heterodoxos?» (El Catoblepas, 20:17) afirmó: «nos parece que si Alvargonzález tiene razón, entonces, el proyecto de una filosofía materialista de la religión tendrá que ser dado por muerto ». Y también escribió, en los foros de Nódulo, que si las tesis de Alvargonzález son ciertas «comprometen [...] la parte gnoseológica de El animal divino». Ahora bien, en su último escrito, que ahora comentamos, Joaquín Robles admite que «es posible» que mi interpretación no afecte a la clasificación de las ciencias de la religión ni a la distinción entre Teología y Filosofía de la religión (que son los tres capítulos centrales de la primera parte, gnoseológica, de El animal divino). Si es así, entiendo que no es necesario que siga argumentando sobre estos dos asuntos, y por eso voy a aprovechar para tratar de contestar una serie de preguntas que Joaquín Robles me plantea en su último texto. En primer lugar, quisiera decir que me parece lógico que Joaquín Robles encuentre diferencias entre mis posiciones y las de El animal divino porque las hay, y he tratado de exponerlas con la mayor claridad posible. Yo intento analizar qué se entiende por verdad de la religión primaria para poder compatibilizar esa verdad de la religión con el ateísmo y la impiedad religiosa de nuestras posiciones del presente (el ateísmo y la impiedad sí me parecen condiciones inexcusables para hablar de materialismo filosófico). Porque, al final, los que defienden que la religión primaria es íntegramente verdadera de un modo absoluto siguen teniendo pendiente la tarea de explicar por qué esa religión no es posible como religión verdadera hoy (o bien, siguen teniendo pendiente la tarea de construir una religión primaria verdadera hoy). Si la religión primaria fue verdadera en el Paleolítico y no lo es en el presente es porque algunos de aquellos contenidos que tenía son falsos (desde las categorías actuales). Por tanto, toda teoría acerca del núcleo de la religión tiene que tratar de precisar los componentes verdaderos y los componentes falsos de las religiones primarias. De acuerdo con la estructura de los ejes, caben siete posibles tipos de filosofía de la religión, y no todas son igualmente plausibles. He optado por una de las posibilidades de esa combinatoria (la teoría que he llamado beta operatoria) porque es la que me parece más compatible con los fenómenos que intentamos analizar. En segundo lugar, es evidente que afirmar que los animales no son realmente númenes no significa negar su inteligencia y su voluntad. Por mi parte, siempre he reconocido esa voluntad y esa inteligencia, con los límites que ellas tienen tal como los conocemos por las ciencias. Las ciencias no agotan el terreno de nuestras relaciones con ciertos animales pero sí marcan claramente los límites de la inteligencia que se les puede atribuir. Esas ciencias del presente son las que nos permiten hablar de la relativa falsedad de los númenes primarios. La realidad de la verdadera creencia religiosa primaria la pongo en la situación beta operatoria creada por las operaciones que despliegan esos animales reales (humanos y no humanos), operaciones reales dadas en un espacio real fenomenológico, apotético: la realidad de los númenes, su punto de apoyo ontológico, es lo beta operatorio realmente existente (animal y humano). Mi «hipótesis filosófica» es que, en gran medida, los hombres del Paleolítico no distinguen una cosa de la otra porque tampoco la distinguían en el estadio protorreligioso y es

en esa situación de relativa confusión cuando surge la institución cultural suprasubjetiva de los númenes. Por supuesto, no puedo probar científicamente que sea así. Aporto a mi favor los únicos indicios que pueden aportarse: la frecuencia con la que este fenómeno ocurre entre nuestros contemporáneos primitivos, y los teriántropos del «arte» mueble y parietal del Paleolítico. Aporto también otra prueba indirecta: cuando los grupos humanos domestican a los animales, cuando ya se conocen mejor los límites de esa inteligencia y esa voluntad animal, cuando se resuelve en parte la confusión, la religión primaria se transforma en religión secundaria. Pero el componente mitológico de las religiones secundarias no aparece de repente, sino que está presente (otros dicen: «anida ya») en la religión primaria (que los mismos hombres del Neolítico y del Bronce comienzan a considerar falsa). Estos indicios y estas pruebas podrán parecer insuficientes: lo son, sin duda, y por eso toda filosofía sobre el origen de la religión es, en gran medida, conjetural, como también lo es la filosofía desplegada en la parte ontológica de El animal divino.Frente a la teoría angular pura yo integro en mi teoría los fenómenos de los teriántropos y esos otros fenómenos de la etnología de los pueblos primitivos contemporáneos en los que con mucha frecuencia aparece la composición y la confusión de rasgos animales humanos y no humanos (que son las figuras del presente desde las que interpreto los teriántropos). Además, soy capaz de explicar por qué los filósofos materialistas no somos hombres piadosos de la religión primaria. Los partidarios de la teoría angular pura tienen que explicar cómo es posible que los hombres del Paleolítico separen con claridad y distinción los caracteres humanos de los caracteres propios de animales no humanos cuando nuestros contemporáneos primitivos de culturas líticas con mucha frecuencia no lo hacen. Joaquín Robles dice que «los teriántropos son figuras compuestas y confusas, por sí mismas (sin necesidad de verlas retrospectivamente)». Estoy de acuerdo en que son figuras compuestas (y no proyecciones), pero para verlas como figuras confusas hay que verlas etic, retrospectivamente, desde el presente filosófico. Cuando nuestros contemporáneos primitivos componen rasgos humanos y animales, están mezclando de un modo confuso (para nosotros) lo angular y lo circular aunque ellos no se representan esa situación como confusa. Luego, para ellos, los teriántropos no son figuras confusas. Por tanto, los teriántropos no son figuras confusas «por sí mismas». Por otra parte, no es mi intención negar el componente subjetivo y segundogenérico que tienen las creencias y que tienen, en concreto, las creencias religiosas. Mi aproximación, sin embargo, como se ve, se acerca a las religiones como instituciones antropológicas supraindividuales y trata más bien de estudiar el momento objetivo de la creencia. Se me podrá echar en cara que descuido el estudio del momento subjetivo. Admito esa limitación, pero he de añadir que, precisamente, ella surge de la aversión que tiene el materialismo hacia la explicación de las instituciones supraindividuales antropológicas desde categorías subjetivas (fisiológicas, genéticas, neurológicas, psicológicas, &c.). El materialismo, siguiendo en esto la estela de Marx y de Leslie Alvin White, no niega que esos aspectos subjetivos estén actuando, pero no pone en esos componentes subjetivos las causas que dan origen a las instituciones antropológicas porque, a esta escala, «es el ser social el que determina la conciencia y no al revés». Yo no creo que las religiones primarias sean una ilusión puesto que afirmo que tienen un apoyo real en las situaciones beta operatorias realmente existentes (y por eso son, estructuralmente, verdaderas religiones). En cualquier caso, para entender todas estas cuestiones a la luz de la distinción entre base y superestructura remito a Joaquín Robles al texto de mi conferencia en los alrededores de la nota catorce. Como quedó dicho explícitamente en su momento, mi propuesta supone realizar ciertos ajustes en el curso de las religiones, pero quiero insistir en que esos ajustes no implican fundir la fase primaria con la secundaria puesto que hay criterios importantes para distinguirlas. En mi escrito, supongo que todas las religiones son verdaderas en un sentido emic. Además, cada religión es verdadera en un sentido trascendental si es que es la religión propia de esa fase histórica. Por ejemplo, la religión secundaria es verdadera en la edad del bronce en Europa pero, en la época medieval de las religiones filosóficas, habrá que considerarla una supervivencia. Desde el presente (definido desde la etología, la biología y la filosofía materialista atea e impía) todas las religiones tienen componentes falsos. Las religiones primarias son verdaderas, además, con respecto a las secundarias en un sentido

«histórico interno» porque su punto de apoyo son las operaciones reales de ciertos animales reales. Por eso yo puedo seguir manteniendo la tesis de que las religiones primarias son verdaderas religiones (son auténticamente religiones) aunque tengan algunos componentes falsos (cuando se evalúan desde el presente). Las razones por las que tienen esos componentes falsos ya las he dado: los grupos humanos del Paleolítico, lo mismo que nuestros contemporáneos primitivos, no son etólogos, ni biólogos, ni filósofos materialistas. Los ejemplos de pueblos contemporáneos primitivos que componen rasgos de animales no humanos y humanos son abundantes y creo que se pueden trasladar al Paleolítico sin necesidad de adoptar una teoría animista. Sin embargo, en las religiones secundarias más características, los númenes no toman como punto de apoyo animales operatorios realmente existentes, y sus caracteres operatorios sólo pueden entenderse históricamente por su génesis, como una transferencia del carácter operatorio real de los númenes primarios. Por eso las religiones secundarias y terciarias son religiones sólo en el sentido que Plotino predicó de la raza de los heraclidas: «los heraclidas pertenecen al mismo género, no porque se asemejen entre sí, sino porque todos descienden de un mismo tronco». Las religiones secundarias y terciarias son religiones no porque haya una religación real sino porque descienden de las primarias. En ningún momento he establecido una escala cuantitativa de mayor o menor verdad entre las diferentes fases de las religiones, ni creo que esa sea la manera correcta de abordar el asunto. Desde luego, es cierto que me sitúo en la posición del ateísmo y de la impiedad, que es la que considero verdadera hoy, y propia del materialismo y de la filosofía. Ahora bien, las religiones de las tres fases tienen todas algunos componentes falsos y otros verdaderos (cuando se ven desde el presente). En el artículo que recoge mi conferencia hay un cuadro donde se exponen lo contenidos falsos de las religiones en cada fase y se describe sucintamente el proceso de su rectificación. Sobre los ejemplos que he ido poniendo para intentar diferenciar las nociones de «componer» y de «proyectar» tan sólo quiero comentar lo siguiente. Mis primeros ejemplos (los óxidos del carbono, el banquete) estaban calculados exclusivamente para diferenciar esos dos términos («componer» y «proyectar»), y creo que cumplen adecuadamente esa tarea (pero no otra). Mis segundos ejemplos (la esfera armilar, el modelo plano hemisférico de los sumerios, el atomismo de Demócrito) estaban calculados para diferenciar entre «componer cosas verdaderas (desde el presente)» y «componer cosas falsas (desde el presente)». No tenían otra función, y esa función la cumplen, según he tratado de explicar. La esfera armilar geocéntrica, como modelo del sistema solar, es parcialmente falsa desde el presente y no tiene correlato real (si por real entendemos aquí, hoy, «dinámico»), es una composición, y no tiene génesis alucinatoria ni «proyectiva psicológica». Y lo mismo ocurre con los demás ejemplos. En ningún momento he llevado la analogía más allá de ese punto. No voy a discutir aquí la interpretación dada por Joaquín Robles de la historia de la astronomía antigua porque creo que se aleja mucho del tema principal y no me parece que afecte a nuestra discusión sobre la religión, una vez que he mostrado lo que quería mostrar: que se puede componer sin proyectar, y que se pueden componer cosas falsas (vistas desde el presente) sin necesidad de que su génesis sea alucinatoria o proyectivo-psicológica. Sin embargo, si Joaquín Robles quiere trasladar esta discusión sobre la historia de la esfera armilar geocéntrica a otro lugar, por mi parte, no hay ningún inconveniente. En cuanto a la cuestión de si se puede considerar animista la filosofía de la religión que he expuesto, sólo quisiera comentar lo siguiente: en completo acuerdo con la filosofía de El animal divino, considero que el origen de las religiones no tiene que ver con el alma, con la vida después de la muerte o con cosas parecidas. Por esta razón, confieso que no sé muy bien a qué se refiere Joaquín Robles cuando utiliza el calificativo de «animista» para caracterizar mis posiciones.

Númenes reales y Filosofía angular de la

Religión

Iñigo Ongay Se comenta el debate suscitado por las críticas de David Alvargonzález a El animal divino La conferencia de David Alvargonzález titulada «El problema de las verdad en las religiones del paleolítico» y las críticas en ella contenidas hacia algunas de las tesis fundamentales en las que se sustenta la Filosofía Angular de la Religión que desarrolla Gustavo Bueno en su obra El animal divino, han venido siendo objeto, durante los últimos meses, de una intensa polémica en las páginas de nuestra revista. El lector interesado, habrá tenido ya sin duda ocasión de leer las contribuciones a la controversia debidas a la pluma de Alfonso Fernández Tresguerres, Joaquín Robles y José Manuel Rodríguez Pardo además de las correspondientes respuestas que el propio Alvargonzález dedica a sus críticos; el lector interesado tiene también a su disposición, en el número 37 de El Catoblepas, el texto original de la conferencia del profesor asturiano, así como la correspondencia que en torno a estos asuntos pudimos David Alvargonzález y yo mismo cruzarnos durante el verano de 2004. Suficiente material sin duda, para formarse una idea cabal acerca de las posiciones en liza y de la potencia que caracteriza a los argumentos arrojados desde cada uno de los lados de la querella. No me parece que esté de más en cualquier caso, ofrecer ahora, a la consideración de los lectores, unos breves comentarios dirigidos a bosquejar un análisis no tanto de las posturas de Alvargonzález (ya que sobre sus tesis dije, creo, todo lo que pude decir en su momento en las cartas{1}) cuanto de las líneas filosóficas de fondo que han venido estructurando el hilo del debate tal y como este se ha desarrollado en El Catoblepas.

Pues bien, en su última respuesta a David Alvargonzález, Joaquín Robles delimita, creo que muy bien, los términos en los que se ha planteado la controversia cuando advierte que en

tanto que sus propias críticas a las tesis de David van dirigidas a cuestionar el carácter verdaderamente filosófico de su propuesta, en la medida en que este problema pueda quedar al margen de la verdad de la misma; las objeciones planteadas en este contexto por Alfonso Tresguerres hacen pie más bien, en el problema de la verdad de las tesis de Alvargonzález sea cuál sea la consideración de su estatuto filosófico (con lo cual, dicho sea de paso, si damos por buenas tanto las críticas de Joaquín como las de Alfonso, resultaría que la propia propuesta de David, no podría aparecer ya sin duda como verdadera filosofía, pero tampoco como filosofía verdadera por sus contenidos). En este sentido por mi parte optaré en el presente texto por dejar casi intactos los problemas discutidos por Alvargozález y Joaquín Robles (en los que últimamente ha insistido también, certeramente, José Manuel Rodríguez), y no tanto por que sobre ellos no tenga nada que decir si no por la sencilla razón de que todo lo que yo podría decir sobre ellos está ya expresado con toda contundencia en las profundas andanadas filosóficas que Joaquín Robles ha sido capaz de dirigir contra el mismo «corazón gnoseológico» de los planteamientos de David Alvargonzález. Ciertamente, yo mismo, como puede comprobarse en la correspondencia aludida, no había visto, con la claridad con la que ahora lo he podido llegar a advertir en gracia a las críticas tejidas por Robles, el grado en el que el profesor asturiano, al buscar atrincherarse en la «fidelidad» a la parte gnoseológica de la filosofía angular de la religión de Gustavo Bueno sin perjuicio de las «rectificaciones» ejecutadas sobre la parte ontológica de El animal divino,se estaba en realidad acantonando en una pretensión ella misma imposible, al menos toda vez que al desvanecerse el núcleo de la esencia, lo que con ello se hace impracticable es en suma, todo proyecto de verdadera filosofía de la religión (que inexcusablemente debe arrostrar ese núcleo, dar cuenta de él) con el resultado de que, ahora, serán propiamente las «ciencias de la religión» (y el que estas «ciencias» se representen –emic– a sí mismas como «filosofía» es otra cuestión diferente) las que positivamente, habrán de dar razón de ese delirio –por más que el propio David Alvargonzález quiera llamarlo «Ilusión trascendental»– de los hombres primitivos en el que tales tesis hacen consistir la religión misma. José Manuel Rodríguez Pardo, ha vuelto también sobre todas estas cuestiones; y, a la espera de las previsibles nuevas réplicas y contrarréplicas, considero necesario declarar que a mí particularmente, el diagnóstico de Joaquín Robles me parece sin duda tan sólido como profundo, es decir no sólo «convincente», sino además «verdadero lo que, por cierto significa al mismo tiempo que no estimo desde luego que David Alvargonzález pueda sacar fácilmente adelante una trituración adecuada de este «escollo» interpuesto en los raíles mismos de su propuesta. Pero, como digo, en esta ocasión yo voy a centrarme más bien en la «verdad» de las críticas de David Alvargonzález, y en particular voy a hacerlo así, comentando las objeciones que contra estas mismas críticas, ha lanzado a su vez Alfonso Fernández Tresguerres. En principio, parece que, dado que yo no estoy en absoluto de acuerdo con muchas de las cosas que Alvargonzález defiende en su –por otro lado, magnífico (y que conste que lo digo así sin ningún género de reserva)– trabajo{2}, sí tendría que estarlo en cambio, al menos con las líneas generales de la terminante respuesta elaborada por Tresguerres. Y en efecto, así es en gran medida. A continuación, comprobaremos precisamente en qué medida; hasta qué punto llega este acuerdo general que debemos reconocer desde el principio. En su texto «Sobre la verdad de la religión» Alfonso Tresguerres, lleva a efecto diversas arremetidas contra los pilares ontológicos de los planteamientos expuestos por David Alvargonzález a lo largo del texto de su conferencia. En particular, el autor de Los dioses olvidados señala que aquellas características –«mitológicas» cuando se atribuyan a los animales, y por tanto falsas «vistas desde el presente científico y filosófico»– exigidas por Alvargonzález para que los animales del Pleistoceno pudieran efectivamente convertirse en los númenes de la religión primaria no resultan en realidad, ni mucho menos necesarias; antes al contrario, los animales empíricos de la religión natural podrían haber necesitado –y de hecho seguramente necesitaron– bastante menos para llegar a tornarse númenes primarios a los ojos del hombre del paleolítico. Por otro lado, añade Tresguerres, aquellas características que en cambio, sí que habrían resultado imprescindibles en el proceso de conversión del animal en númen, pueden, precisamente a la luz de la etología y de las ciencias psico etológicas del presente, atribuirse a los animales reales sin que por ello, pueda detectarse resto alguno de «fantasía mitopoiética» en esta atribución. Y es que efectivamente, a la luz de la etología del presente puede sin duda afirmarse con todo rigor, que existe una «inteligencia animal» (aunque esta desde luego no pueda compararse en grado ni quizás tampoco esencialmente a la que es propia de nuestra especie), pero tampoco resulta descabellado decir –sin metáfora antropocéntrica alguna de por medio– que los animales «se comunican» tanto entre ellos como

con los hombres, o que exhiben «conductas estratégicas» (inteligencia maquiavélica) de tal naturaleza que de desarrollarse entre los hombres llamaríamos sencillamente «mentiras», tampoco puede dudarse de las desarrolladas facultades «emocionales» de los animales o de sus variadas «culturas extrasomáticas» (cosa que sabemos muy bien por razón de los estudios de Jane Goodall o de Jordi Sabater Pi) y así las cosas, aunque por otro lado hayamos de dudar de otras «facultades» y «actividades» que algunas veces los etólogos predican confusa e ilegítimamente (por cuanto esta predicación sólo puede llevarse a término desde el etologismo) de los animales no humanos por ejemplo la «guerra», la «política» o el «arte»), esta «duda» (o más en rigor: esta recusación, porque desde nuestra perspectiva ni siquiera nos es dado «dudar» escépticamente de semejantes exageraciones) en modo alguno nos exime de la obligación de tomarnos en serio las facultades que realmente muestran los animales no humanos, y que, en este sentido, les posibilitan ejercer el papel de númenes primarios, de sujetos operatorios y prolépticos dotados de «inteligencia» y de «voluntad» con los que los hombres habrían mantenido durante el paleolítico, religaciones de cuarto género que nada tampoco, tendrían de «alucinatorias» o de «mitológicas» cuando son vistas desde la perspectiva del «presente filosófico y científico» de nuestros días; relaciones por religación que, constituirían además el núcleo de la esencia(procesual) de la religión, tal y como se puede analizar el problema desde las coordenadas establecidas por Gustavo Bueno en El animal divino. Ahora bien, que ello sea así, que el núcleo de la religión haya que situarlo necesariamente (según una necesidad apagógica que es el resultado de la «reducción al absurdo» de las alternativas restantes) en el eje angular del espacio antropológico, no supone en absoluto sugerir que la entera esencia de la religión encuentre acomodo en ese eje, y que por tanto el eje angular mismo agote exhaustivamente la esencia procesual de referencia y ello porque el núcleo no puede identificarse sin más con la esencia, aunque sea su género generador, y cuando la esencia se desarrolle a través del curso y del cuerpo que le son propios, irá «desperdigándose»y «distribuyéndose», «cristalizando» por entre figuras de los tres ejes. Ninguna hipostatización por tanto, del eje angular, en la filosofía defendida por Gustavo Bueno en El animal divino. Tiene pues toda la razón Alfonso Tresguerres cuando afirma que, desde las premisas que nosotros (en este sentido: Tresguerres, Joaquín Robles, José Manuel Rodríguez y yo mismo) estamos tratando de ejercitar, ni siquiera resulta posible una tal hipostatización. En estas afirmaciones, en las que insiste con toda razón Alfonso Tresguerres, estamos enteramente de acuerdo, así como también lo estamos en general con la lúcida advertencia que nos ofrece este mismo autor cuando subraya que negar que los animales no humanos muestren realmente características tales como conductas «comunicativas» (pero también por cierto, «lingüísticas» como sabemos por numerosos estudios llevados a cabo por los Gardner, los Fouts, Premak, Savage Ruambaugh, &c., que aunque no posean «validez ecológica» no dejan de resultar altamente significativas por ello), capacidad de «resolución de problemas» (es decir, «inteligencia»), e incluso «emociones», «disfunciones mentales», &c., es algo que, eo ipso, nos conduce a una situación bien próxima a la propia de la doctrina del automatismo de las bestias (y no estamos diciendo desde luego, que David Alvargonzález defienda esa doctrina; al contrario, sabemos muy bien que no la defiende actu signatu, pero ahora no es esa la cuestión). Es más, yo me inclinaría a sostener que sin estos desarrollos etológicos que han arrinconado enteramente las interpretaciones «automatistas» de la conducta de los animales, reintegrando de algún modo a los mismos «brutos» el alma que Pereira y Descartes se habían encargado de eliminar de un modo tan impío como espiritualista, una filosofía de la religión como la diseñada por Bueno en El animal divino no podría sencillamente haber sido sacada adelante. Y esto mismo lo ha reconocido el propio Profesor Bueno muchas veces. Así mismo, coincido con Alfonso Tresguerres en que los propios teriántropos que David Alvargonzález maneja a modo de evidencias fisicalistas en las que apoyar su alternativa a la filosofía angular de la religión, no hacen en realidad demasiada fuerza contra esta (algo que yo traté por mi parte, de argumentar en varios lugares de mi correspondencia con el autor de Ciencia y Materialismo cultural), sobre todo cuando es el caso que el propio Bueno reconoce, en El animal divino, que en el mismo principio (lógico y no sólo cronológico diríamos) de la religión primaria, radica ya, in nuce, el «germen» del error secundario, la «actividad combinatoria» que dará origen al monstruoso hiperdesarrollo de la mitología secundaria. Es esto exactamente, lo que atestiguan los númenes facticios sobre los que hace pie David Alvargonzález a lo largo de su argumentación, sin darse cuenta –creemos– de las repercusiones que, de cara a sus propias críticas, puede tener la circunstancia de que

tales númenes,efectivamente «mitológicos» y por ende «falsos» dado que no existen en la realidad (más que esculpidos) presuponen ellos mismos, el trato conductual previo (y decimos «previo» otra vez antes en un sentido lógico que cronológico) con los animales numinosos, pero es este trato el que constituye la relación nuclear a la luz de la cual, cobra sentido toda la «actividad mitologizadora» que David Alvargonzález quiera suponer actuante ya durante los primeros compases del paleolítico superior (y que nosotros, entonces, ya no tendríamos ninguna objeción de principio en reconocerle). Esto nos parece extraordinariamente importante, tanto es así que una vez asumido este extremo no veo yo la manera como pueda evitarse que muchas de las conclusiones a las que llega Alvargonzález al respecto del núcleo de la religión, se queden sencillamente en nada. Me parece por lo demás, que es Gustavo Bueno quien nos ofrece la mejor pista para entenderlo así; concretamente en el siguiente pasaje de El animal divino que ya hemos sacado en varias ocasiones a colación en el contexto de la presente controversia: «Pero la misma naturaleza operatoria de la esencialización contiene en sí un germen operatorio (combinación de esencias o arquetipos) que, por otra parte, habría que ver como la primera manifestación, en el período de la religiosidad primaria, de la actividad mitológica (cuyo monstruoso desarrollo dará lugar a los contenidos de la religión del segundo período). Como ilustración de esta fase de la religión primaria en la cual, los arquetipos, aún referidos a animales empíricos, aparecen ya en una mezcla combinatoria mitológica (fantástica), podría citarse el famoso hechicero magdaleniense de la cueva de Trois Feres (...).» (Gustavo Bueno, El animal divino,Pentalfa, Oviedo 1996, 2ª ed., pág. 259.)

Por ello, no habría, ningún motivo para dudar desde luego ya en los propios orígenes de la religión de la presencia de la actividad mitológica, cuyo desarrollo, dará lugar a los númenes falsos de las religiones secundarias; bien que, unos tales elementos, se sitúan antes en el cuerpo que en el núcleo mismo de las religiones del paleolítico y, en esta medida, apenas puede decirse que sí hacen mella en la verdad de la relación angular misma que constituye el núcleo de la religión. Pero si esto es así, entonces cabe concluir, como concluye Tresguerres acertadamente, que las religiones primarias pueden perfectamente ser consideradas verdaderas en este sentido, y ello aun cuando tales religiones sean vistas desde las ciencias del presente. Ahora bien, precisamente en este sentido, no puede ya decirse en cambio que las religiones secundarias sean en modo alguno verdaderas (puesto que los dioses antropomorfos no existen en la realidad) y todavía menos que aparezcan como más verdaderas, a su modo, que las primarias; algo por cierto, que se desprende con toda claridad de las premisas entre las que se mueve David Alvargonzález e incluso de ellas se desprende, como lo advierte con toda claridad Alfonso Tresguerres, que a la luz del esquema presentado por el Profesor asturiano en su conferencia, la «verdad» (la verdadpropia de la impiedad postterciaria: ateísmo + etología), habría de volver a situarse –casi neo-comtianamente, mutatis mutandis al menos– al final del proceso, con lo que, acaso en este sentido, las religiones más verdaderas sean ahora las terciarias (en cuanto antesala del ateísmo) y las primarias, por su parte, la sede misma del error religioso. Pero esto no se puede plantear así, dado ante todo, que como señala de nuevo Tresguerres, en algún sentido los númenes infinitos de la religión terciaria conducen directamente a la impiedad, no tanto por resultar más «verdaderos» que los dioses antropomorfos del politeísmo, sino, en cierto modo, por la razón contraria: es decir por ser, si cabe hablar así, dioses todavía más falsos. No sólo falsos (inexistentes), diríamos en este contexto, sino además rigurosamente imposibles. Bien pero, si esto fuera todo lo que yo tuviera que decir aquí, el acuerdo con Alfonso Tresguerres, resultaría efectivamente completo, tan completo que acaso alguien podría reprochar a mi artículo su entera futilidad, su trivialidad por redundancia. Sin embargo, lo que sucede es que, una vez culminadas todas estas objeciones a la argumentación de David Alvargonzález, Alfonso, termina por arribar a unas conclusiones que, de algún modo paralelas a las que también alcanza Alvargonzález en su texto, podríamos juzgar como sorprendentes, al menos en la medida en que evidencian el modo en el que Alfonso Tresguerres acaba por conceder ampliamente la razón a David (cosa de la que por cierto, el propio Profesor Alvargonzález se ha dado perfecta cuenta en sus respuestas a Tresguerres, y además con toda razón), aunque sin duda que por otros caminos,unos caminos que, paradójicamente, incluyen la propia crítica de la negación de la verdad primaria sólo –a mi juicio– para acabar por «destruir» de algún modo esta verdad tal y como Gustavo Bueno habla de ella en El animal divino. Expliquemos todo esto un poco más. En particular Alfonso Tresguerres, concluye en su texto, que aunque las religiones primarias son verdaderas en la medida en que se constituyen en torno a una relación real de los hombres paleolíticos con unos númenes, que en tanto que podamos identificar con los

animales también aparecerán como reales ellos mismos, esto no quiere decir que unas tales religiones sean completamente verdaderas (en algún sentido, todas las religiones son falsas en cuanto tales, y el sintagma mismo «religión verdadera» es, desde nuestras coordenadas materialistas y ateas, sencillamente inconsistente, improcedente por contradictorio) porque para ello haría falta que los animales fueran realmente númenes y no sólo los númenes reales. Ahora bien, está claro que, cuando se los contempla desde el punto de vista etic, los animales no son de ninguna manera dioses (¿cómo habrían de serlo?) y sí sólo animales, con lo cual, ya puede concluirse con comodidad que la religión nuclear es tan falsa como las otras (y aquí, añade Alfonso el siguiente matiz: por sus contenidos) aunque pueda sostenerse que resulta verdadera (por su forma) en cuanto que sustentada en una relación real. Y en fin, una vez que comprendemos que la religión es ante todo, religación, en la medida en que concedamos también –como a Tresguerres (y a mí mismo) le parece obligado conceder– que la religación contenida en las religiones del paleolítico es real en un sentido que no se puede atribuir (queremos decir: fuera de la «alucinación» o del «delirio permanente» como señala Bueno en su libro) a ninguna otra forma posterior de religiosidad, resultará ya evidente por sí mismo que las religiones primarias, y sólo ellas, son en realidad verdaderas religiones al ser las únicas fundadas sobre una verdadera relación y no tanto sobre una pseudorelación. Y ¿a dónde lleva todo esto?, pues lleva a un desenlace que me parece goza de un extraordinario interés, y es que las religiones primarias en cuanto tales son propiamente las verdaderas religiones, y este sería, de acuerdo a lo que Tresguerres sostiene, el preciso alcance de la fórmula que la filosofía angular utiliza cuando se refiere a las religiones del paleolítico en tanto que «religiones verdaderas». Pero lo que sucede sobre todo, es que semejante tesis a la que ha abocado la argumentación de Tresguerres (y contra la que David Alvargonzález parece que tampoco tiene ninguna objeción, pues éste mismo ya ha aclarado que sus argumentos no iban en absolutos dirigidos a poner en duda el carácter de «verdadera religión» de las religiones de fase primaria), pueda o no ser ella misma «verdadera» cosa que, por el momento, vamos a dejar al margen, resulta a nuestro juicio, literalmente incompatible con la filosofía angular de la religión defendida por Gustavo Bueno en El animal divino. Es decir, no discutimos (de momento) que las religiones del paleolítico, sin duda verdaderas religiones por su forma, puedan ser además religiones falsas por su contenido. No; lo que discutimos ahora es que sea exactamente esto lo que Bueno sostiene en El animal divino. Y si Tresguerres lo cree así, haría bien en explicarnos cómo puede interpretar desde sus propias posiciones, textos, como el siguiente: «El núcleo de la religión se encuentra en el mundo de los númenes, en tanto estos envuelvan efectivamente a los hombres, porque sólo de este modo la experiencia religiosa nuclear podrá ser, no solamente una verdadera experiencia religiosa, sino también una experiencia religiosa verdadera.»

Ahora bien, adviértase que lo que Gustavo Bueno está ensayando aquí, en este «a la manera de prólogo» de El animal divino, es algo que suena, de algún modo en el sentido contrario a la tesis de Tresguerres, y ello por que en este contexto, Bueno no se refiere a la experiencia nuclear sólo como una verdadera –por su forma– experiencia religiosa, sino que pone buen cuidado, y a nuestro entender nada casualmente, en calificarla de experiencia religiosa verdadera –volviendo sobre la distinción de Tresguerres, por su contenido–. Y cuál es el fundamento de esta atribución de «verdad» a la religión primaria, nuclear; creemos que este fundamento sólo puede residir en la siguiente tesis ontológica: los númenes existen porque son los animales. Pues bien, esta tesis que dicho sea de paso resulta central de cara a la adecuada inteligencia de la Filosofía Angular de la Religión (en ella nos «jugamos» efectivamente mucho, de entrada el argumento ontológico religioso), es contundentemente afirmada en muchos lugares de El animal divino. No tiene sentido citarlos todos en esta ocasión, pero me parece reseñable el fragmento siguiente: «Sostiene [la filosofía zoomórfica de la religión] que son los animales los núcleos numinosos de la propia idea posterior de divinidad. y que, por consiguiente, tendrá sentido afirmar que la religión es verdadera porque los númenes de la clase N existen –son los animales (ciertas especies, géneros u órdenes de animales) y no son fenómenos ilusorios propios de la menentalidad prelógica, de la percepción salvaje.» (pág. 184.)

Importa empero, darse cuenta de que todo esto no lo digo yo como si quisiera con ello «descalificar» las posturas de Tresguerres por «heréticas», ni tampoco cuestionar sus posiciones esgrimiendo para ello el socorrido «argumento de autoridad», al contrario, lo que el

Profesor Tresguerres afirma puede por supuesto ser defendido con toda legitimidad (obviamente), pero cuando se defienda habrá que darse cuenta de que se estará defendiendo «contra» El animal divino y no, en modo alguno, «desde él»; lo que en todo caso no tiene desde luego excesiva importancia a efectos de la «verdad» de los asertos del propio autor de El signo de Caín. De otro modo: si la «lectura» que Tresguerres nos ofrece de El animal divinofuera la correcta, no se vería –al menos yo no lo vería– exactamente dónde reside la principal «novedad» aportada por las críticas de Alvargonzález dado que esta «novedad» – considerada desde El animal divino– sería en todo caso sólo relativa. Ahora bien, yo por mi parte atribuyo a las posturas sostenidas por David no sólo una gran «novedad», si no también, y principalmente, una importancia decisiva, aunque las considere falsas, precisamente en la medida en que El animal divinono puede mantenerse «en pie» si no es haciendo frente a las críticas que David Alvargonzález interpone contra –y creo que esto lo ha demostrado Robles– el proyecto mismo de una verdadera filosofía materialista de la religión. De acuerdo. Pero en este sentido, ¿no implica todo ello renunciar al ateísmo que nuestras propias premisas ontológicas de signo materialista hace justamente irrenunciable? Pues no. Y esto principalmente en razón de que la idea de «ateísmo» como la de «materialismo», también se dice de muchas maneras (e incluso las religiones terciarias se mantienen secundum quid, como ateas, en tanto que representan la corrección racionalista del «delirio secundario» al través de la negación de la existencia de los dioses falsos), pero a nuestro a-teísmo materialista le «basta» con aplicarse sobre los dioses, y resulta que, una vez hemos negado las deidades secundarias y por supuesto también la idea de divinidad terciaria, ya, diríamos, no nos quedan más dioses que destruirsencillamente por que los númenes primarios no son divinidades, no son dioses.Y, cabría preguntarse entonces, si no son dioses ¿qué es lo que son?, pues son simplemente númenes, que ya es bastante: es decir, sujetos operatorios no humanos dotados de «voluntad» y de «inteligencia», términos realmente existentes del eje angular del espacio antropológico, esto es: animales. En consecuencia, creo que si este es el problema, el «ateísmo» de Alvargonzález y de Tresguerres puede en efecto, quedarse muy tranquilo dado que nada hay en la afirmación de la verdad primaria de incompatible con la negación de los dioses mismos. Si se nos permitiera explicitar todavía con mayor claridad nuestra perspectiva, nuestra propia «hermenéutica» de El animal divino, habríamos de reconocer, que Alfonso Tresguerres está muy cerca de acertar en su última respuesta a David Alvargonzález. Está muy cerca, cuando afirma por caso que: «Pero aun podría intentar añadir alguna precisión sobre todo esto. Lo que quiero decir es que únicamente si se pudiera admitir que los númenes animales no resulta inseparable de su carácter divino, o lo que es lo mismo: si el animal puede ser entendido como un numen no sólo finito y personal (de lo contrario no habría relación religiosa), sino también natural, sin necesidad de atribuirle por tanto, una naturaleza sobrenatural y divina, únicamente en ese caso podría decirse que la religión primaria es una religión verdadera.» (Alfonso Fernández Tresguerres, «Espacio antropológico y númenes primarios».)

Pues muy bien, yo efectivamente estimo que ésta es justamente la lectura correcta de El animal divino y es en este sentido que digo que Alfonso Tresguerres ha estado muy cerca de «hacer diana» en este punto, aunque luego corrigiendo esta interpretación, da por supuesto que sólo «pasando de algún modo por dioses» pueden los animales convertirse en númenes. Ahora bien, es evidente que los animales no son dioses y que tampoco exhiben ningún carácter que no sea perfectamente natural, y entonces, sencillamente sería absurdo concluir otra cosa que la que concluye Tresguerres: la religión primaria es - por sus contenidos- una religión falsa. Al amor de este modo de razonar de Alfonso Tresguerres, podemos entender lo que antes sostenía por mi parte, que en su argumentación la verdad característica de la religión primaria («los númenes existen, son los animales») queda, de algún modo, enérgicamente «destruida». Pero si no nos obligamos a admitir en modo alguno que los númenes primarios sean dioses (y Bueno en El animal divino supone que en efecto no lo son) las cosas se presentarán de otra manera, puesto que entonces, las vías de recuperación de la verdad religiosa quedarán de nuevo expeditas, liberadas del «escollo» que habría presentado Tresguerres desde su ateísmo de principio y por supuesto además, sin renunciar a este ateísmo con todas sus exigencias que, sin duda se mantienen inextricablemente vinculadas con el materialismo filosófico. ¿Y qué tendría que ver entonces la religión nuclear con las religiones secundarias?, ¿por que motivos llamar religiosa a la primera fase del curso de la religión? Justamente porque esta fase, es la nuclear diríamos. En ella se inserta el núcleo del que el propio curso procede, del que mana la esencia procesual misma sin perjuicio de que

esta, llegada a algunas de las fases de su despliegue, acabe por negar el mismo núcleo, por cancelarlo dialécticamente como sabemos. Dicho esto, me queda por añadir que por mi parte, no alcanzo a ver los motivos por los que a Alfonso Tresguerres le resulta tan endiabladamente difícil arribar a esta conclusión toda vez que él mismo admite muchas cosas que apuntan en esta dirección más que en cualquier otra: admite principalmente que aunque los hombres, para convertir a los animales en númenes{3} necesitaron desplazar a los animales a un nivel superior a aquel en el que ellos mismos estaban situados, un tal desplazamiento no es tampoco el fruto gratuito o incluso «delirante» de la falsa conciencia de los hombres primitivos o el resultado de su confusión al respecto de la «verdadera naturaleza de los animales». Al contrario Tresguerres, reconoce con toda claridad, que este desplazamiento, muy lejos de cualquier resabio de actividad mitologizadora, responde –respondía– a la verdadera situación dibujada a la altura del Paleolítico Superior.. Y entonces, lo que en este punto habríamos de preguntarnos es ¿qué es lo que falta pues para que los animales existentes se conviertan en númenes inexistentes?, y sobre todo ¿de dónde extrae el hombre paleolítico eso que según Tresguerres falta?; y todavía más: ¿cómo tienen los hombres primitivos la ocurrencia de «aplicar» sobre los animales reales los elementos sobrenaturales imprescindibles para volverlos númenes? Todas estas preguntas, me parece, revisten una importancia realmente capital dado que, si la respuesta a ellas fuese – y yo francamente no veo otra alternativa– señalar sencillamente que los primitivos «proyectaron» (y que se apele o no a este modelo por vía de la representación es algo hasta cierto punto irrelevante) sobre los animales la condición de númenes sobrenaturales, y que lo hicieron así equivocadamente –dado que los animales no son númenes– acaso sólo porque eran primitivos, si –decimos– esta es toda la solución del problema, en ese caso, volveríamos a zambullirnos en las coordenadas desde las que David Alvartonzález ha elaborado sus propias críticas a El animal divino... y ello además con todas las consecuencias «gnoseológicas» que Joaquín Robles ha espigado con hiperlúcida actitud trituradora. Sin embargo, todavía quedaría una objeción en pie contra mi interpretación, una objeción por cierto, en la que David Alvargonzález se hace verdaderamente muy fuerte y a la que desde luego nosotros atribuimos un gran peso. Me refiero a la que indica que dado que en nuestro presente no es posible construir una religión primaria verdadera, eso mismo nos ha de forzar, de la mano de la lógica realmente impecable que Alvargonzález ejercita en su trabajo, a admitir que por lo tanto, tales religiones tampoco fueron posibles como absolutamente verdaderas. Ahora bien, que yo asigne una potencia «casi» demoledora a este argumento –y así lo declaré también en la correspondencia– no significa tampoco que me parezca concluyente, o que no quede otra opción que recorrer las mismas consecuencias que Alvargonzález extrae del mismo. Véamos: En efecto, dejando de lado el problema de los extraterrestres (en los que, por cierto, el propio don Gustavo Bueno pone el pie –creemos que «completamente en serio»– a la hora de determinar las vías posibles por las que pueda transitar una religión primaria verdadera en el futuro{4}) a los que por cierto, ni Tresguerres ni Alvargonzález parecen dedicar la debida atención (y, para el caso de Tresguerres, esto lo ha visto con total precisión José Manuel Rodríguez, recusando los argumentos del profesor ovetense); nosotros no tenemos absolutamente ninguna objeción que plantear si con la afirmación de que «en nuestros días no cabe una religión primaria verdadera» lo único que se quiere decir es exclusivamente que en el presente no es posible reinstaurar las religiones del paleolítico. Ello desde luego es cierto (otra cosa es el interés de semejante constatación equivalente me parece, a la operación de «redescubrir el Mediterráneo»), y lo es, entre otras cosas en razón de que sin duda nosotros no podemos ser paleolíticos piadosos precisamente porque no somos paleolíticos. Es decir que sepamos o no «más etología» que los paleolíticos (y naturalmente que sabemos más, dado entre otras cosas que ellos no sabían ninguna etología en absoluto), lo que a nosotros no nos es dado en modo alguno hacer, es precisamente «fingir» que la revolución neolítica con todas sus consecuencias nunca tuvo lugar... lo que no nos es hacedero sencillamente es por así decir «saltar» por sobre la domesticación, el asentamiento urbano, la ganadería, &c; y ello sin que tampoco se quiera decir con esto que los granjeros neolíticos conocían «mejor» a los animales que los cazadores paleolíticos dado por el contrario, en muchos sentidos los conocían muy mal, «mucho peor» en realidad (lo que por cierto, también es el caso de los filósofos y los médicos XVII sostuvieron el automatismo de las bestias, y de este modo, aquí la «máxima impiedad» contra los númenes, coincide al mismo tiempo con el «máximo desconocimiento» de su verdadera naturaleza, de su alma). Con todo ello, lo que en realidad quiero decir es que lo

que verdaderamente resulta imposible en nuestros días, es que los animales nos «envuelvan» como podían envolver efectivamente a los paleolíticos sin perjuicio, de que no podamos desconocer el hecho de que esta imposibilidad tampoco se puede mantener como absoluta. Y si decimos que no puede mantenerse como absoluta, ello es debido a que en algunas ocasiones es también en nuestros días, perfectamente posible que ocurra lo contrario. De otro modo: Tresguerres y Alvargonzález pueden tranquilamente suponer desde su ateísmo que los animales no son más que animales; sea, pero, ¿podrían David Alvargonzález o Alfonso Tresguerres (o para el caso yo mismo) cancelar en gracia a sus conocimientos etológicos las estrategias «envolventes», «operatorias» y «prolépticas» de un león hambriento o de un rotweiller enfurecido? Pensamos desde luego que muy difícilmente podrían hacerlo así, porque entonces sin perjuicio de que ellos o yo mismo desde luego conociéramos perfectamente la circunstancia de que un león no es más (ni menos) que un mamífero placentario y por más que fueran los conocimientos que sobre el etograma de este gran felino tuvieran ellos acumulados, o también por mucho que ellos o yo pudiésemos dominar los «secretos» de la etología canina, todos esos conocimientos categoriales apenas podría servirnos de nada ante el trámite de neutralizar las operaciones de sujetos tan poderosos. Todavía más: si tuviésemos que admitir que la etología sirviese de algo en esa ocasión, sólo será en vistas a «operar etológicamente» sobre las propias «operaciones» de nuestro león o de nuestro rotweiler, procurando pongamos por caso, «envolverlas» (y en ese sentido, la sabiduría del etológo, por ejemplo la de Lorenz en Cuando el Hombre encontró al Perro, es al mismo tiempo la sabiduría del teólogo primario), lo de algún modo implica por cierto la «comunicación» con tales bestias, a sabiendas de que ellas pueden «entender» nuestras palabras y ante todo nuestros gestos; pero, y aquí reside lo principal, todo ello nada tiene que ver sin duda ninguna con tratar con tales animales como habríamos de tratar con una máquina, o con una piedra. Bien, y así las cosas: ¿no representa este trato operatorio con tales sujetos una relación por religación con entidades al tiempo personales y trascendentes al campo antropológico? ¿no es esto por tanto ya una religación de cuarto género (que además sin duda incluiría el «paso» de la «súplica», pero también del «ruego», &c., igual que si del cazador de la película El Oso{5} se tratara)?, ¿no es esto una experiencia a la que vale calificar no sólo de verdadera experiencia religiosa (nuclear) sino también de experiencia religiosa verdadera? La religión primaria no ha desparecido sin dejar rastro.{6} Notas {1} Aunque será inevitable, claro está, volver a referirme a ellas; aunque sólo sea in oblicuo. {2} Es decir, dado sencillamente que yo no creo que sus tesis puedan constituir una teoría filosófica verdadera sobre la religión nuclear, dejando en este momento de lado, la cuestión de si ellas constituyen o no una teoría verdaderamente filosófica. {3} Porque, y esto me importa mucho dejarlo diáfanamente señalado, yo no sostengo que los animales sean númenes al margen de su relación con los hombres, en y por sí mismos por así decir. {4} Lo que ciertamente no dice Gustavo Bueno es que un «futuro con extraterrestres» haya de llevarnos necesariamente a la revitalización de la religión de los númenes. Y desde luego yo tampoco lo sostengo así; la cuestión principal residirá en este punto más bien, en si estos extraterrestres (de los que se podrá decir en todo caso, casi cualquier cosa excepto que son «hombres» y por tanto que quepa establecer con ellos relaciones «circulares»: por ejemplo éticas, tampoco propiamente políticas, pero ni siquiera bélicas, &c.) nos «envuelven» a los hombres, o más bien si son los hombres los que les «envolvemos» a ellos, &c. {5} Por cierto que a la «herméneutica» que sobre los motivos de esta película elabora Gustavo Bueno hay que concederle en este contexto –me parece– una gran importancia, muy difícil ella misma de exagerar; como es también el caso del «relato» que sobre su propia «experiencia» religiosa ofrece Gustavo Bueno en otros lugares. Confesamos que no sabríamos muy bien como interpretar unos tales pasajes, de no ser precisamente desde una lectura de El animal divino como la que aquí defendemos. La única alternativa, creo yo, es suponer que semejante «relato» no es otra cosa que una suerte de irónica boutade que Bueno ha intercalado en Cuestiones cuodlibetales con el mero propósito de añadir algo de «amenidad» a un libro tan secamente académico. Pero eso nos parece muy difícil de mantener. En efecto, Bueno dice lo que dice, creemos, completamente «en serio», por más

que algo de ironía haya en la primera lectura de las Cuestiones cuodlibetales, pero esta va dirigida principalmente contra la idea de «experiencia». {6} ¿Y qué decir por otra parte del actual interés –siempre renovado– por el «mundo animal», por la «cuestión animal» para decirlo con el título de uno de los libros de la ideóloga animalista italiana Paola Cavalieri? Aunque el problema de los pretendidos «derechos de los animales» no pueda sin más considerarse como una suerte de «regreso» de la religión primaria, teniendo en cuenta además que los propios defensores de tales «derechos» suelen plantear el asunto como si fuese una cuestión ética; es también evidente que el eje angular no puede quedar al margen de un análisis referido a estos asuntos, aunque ellos mismos se planteen fenoménicamente como instalados en la inmanencia del eje circular. Pero dado que este problema no es –ni puede ser– una cuestión ética más que emic, sólo queda que en realidad aparezca –etic– como una cuestión religiosa, una cuestión en la que lo que nos sale abiertamente al paso es precisamente la piedad, la piedad primaria refluyente. De este modo, el «enigma» de la teología vuelve a resolverse en etología.

Breve nota sobre las hipótesis acerca del origen del lenguaje

humano Pedro Santana Martínez Se repasan las hipótesis recientes sobre el origen del lenguaje y se esboza un análisis de los presupuestos que se esconden no sólo tras las mismas, sino también tras las teorías del lenguaje y los modelos lingüísticos con los que suelen ir coordinadas 1. Presentación En relación con la cuestión de los orígenes del lenguaje humano articulado (doblemente articulado según la precisión habitual) y su importancia para la teoría de la religión {1}, nos proponemos comentar algunos aspectos acerca de aquélla que nos parecen de interés. Comenzamos por advertir que nuestra discusión pivotará en torno a la hipótesis del protolenguaje en el sentido de Bickerton{2}, se organizará sobre ella, por así decir, le concederemos la virtud de haber reorganizado el campo de las hipótesis sobre el asunto del origen del lenguaje. Al proceder de esta manera nos situaremos en la proximidad de formulaciones que se inscriben muy claramente en la lingüística y la teoría del lenguaje de Chomsky. Aunque ese territorio es habitado también por adversarios de éste, de ellos cabría decir que sólo pueden contradecirle porque, precisamente, Chomsky desarrolló la teoría del lenguaje y la lingüística{3} sobre las que crecieron muchas de las corrientes en lingüística que ahora registramos, aunque no todas desde luego{4}, ni muchísimo menos. No se trata, parafraseando en cierto modo lo antes afirmado a propósito de la hipótesis del protolenguaje, de que sea imposible hacer lingüística fuera del ámbito inaugurado por Chomsky: lo que vino a

ocurrir con la irrupción de éste es que todas las lingüísticas se pudieron clasificar o situar desde las coordenadas que esa misma irrupción proporcionó. Sin perjuicio del valor del trabajo de muchos lingüistas, éste sólo se entiende históricamente como una respuesta, técnica – pongamos Joan Bresnan– o de un calado más ideológico –digamos Pinker– al autor de Syntactic Structures. Y obraremos de esta manera no especialmente movidos por la verdad positiva que podamos adjudicar a las teorías de Chomsky o de Bickerton, sino por el modo en que éstas, en su mismo planteamiento, revelan los problemas más o menos latentes en la ciencia lingüística. Cabría incluso señalar que lo que consideramos es la extensión y éxito en el último siglo de las ideas de Chomsky, lo que le convierte en una referencia inexcusable, es sobre todo una cuestión de esa capacidad objetiva que procede de su estatus ambiguo entre la teoría del lenguaje y la gramática en el sentido más técnico. En este sentido, añadiremos que no tenemos demasiado interés por adoptar una de las posiciones que cabría ocupar en este ámbito polémico{5}. Hay que decir también que algunos de los puntos tratados en el presente trabajo tomarán un sesgo que podríamos denominar informativo, si acaso tenuemente crítico (dejamos la crítica en forma para otro lugar), y que otros en cambio contienen especulaciones que se presentan más como desarrollos lógicos de las sugerencias que se encuentran en la literatura especializada que como hipótesis a las que deba internamente prestárseles importancia. El interdicto decimonónico sobre la investigación en torno a los orígenes del lenguaje –«La Société n'admet aucune communication concernant, soit l'origine du langage, soit la création d'une langue universelle.»–, que estatutariamente expresó la Société Linguistique de Paris en 1866, no ha perdido toda razón de ser, por más que en el algún momento las líneas que siguen serán, a juicio de muchos, escasamente parsimoniosas en lo que hace a tal asunto. Hemos organizado estas páginas de forma que comenzaremos con una presentación de lo que creemos es el núcleo de la teoría del lenguaje de Chomsky tal como ha venido conformándose en los últimos años, algo de especial interés dada la conexión entre la misma y la teoría filogenético de Bickerton. Después, de modo provisional, ofreceremos muy esquemáticamente unos criterios para la clasificación de las hipótesis sobre el origen del lenguaje articulado, si bien dejamos para otro lugar una exploración y una explotación sistemáticas de dicha clasificación. Por último, discutiremos una serie de ideas que pueden tener especial interés para el tema que estamos tratando. 2. Teoría del lenguaje y gramática en el último Chomsky De las ideas lingüísticas de Chomsky a lo largo del medio siglo en que se han venido desarrollando, algunos dirán que han mantenido cierto núcleo fundamental y otros insistirán en las mutaciones tan significativas registradas entre los sucesivos modelos y sus presupuestos. Las líneas que siguen pretenden ser una brevísima presentación, más emic que etic –pero nos tememos que no reconocible como propia, como una fácilmente aceptable por los lingüistas en activo– del núcleo de la teoría chomskiana en la última década, núcleo cuyas modulaciones pueden resultar novedosas para el lector familiarizado con la gramática generativa clásica. De acuerdo con aquélla, las lenguas humanas responden a la misma caracterización formal, no sólo –aunque también– en el sentido de que sean un subconjunto de los lenguajes posibles, sino en el sentido de que vendrían caracterizadas por un esquema metagramatical que, más que mediante la asignación de valores arbitrarios a una serie restringida de parámetros binarios, se especificarían, en cuanto hace a su sintaxis, según unos valores que vendrían dictados por la información morfológica contenida en las palabras de cada una de ellas. Este planteamiento formal, exento y encuadrable en la teoría de lenguajes formales, se combina con una teoría cognitiva modular, lo que lógicamente tendrá consecuencias para toda la teoría del lenguaje, las teorías sobre su ontogenia, su adquisición y aprendizaje, y su filogenia.

Los conceptos de estructura profunda, superficial, p-, s-, forma fonética y forma lógica, presentes en los primeros modelos gramaticales generativistas se relativizan o desaparecen, con la excepción de estos dos últimos que se consideran como interficies que interactúan con otros módulos de procesamiento. Ésta última formulación nos pone, por cierto, delante de las servidumbres de esta gramática y esta teoría. Y es que ésta se apoya sobre una concepción representacionalista y modular de la psicología cognitiva{6}. Asunto diferente es que se sostenga que los contenidos lingüísticos positivos de esta lingüística puedan ser preservados de tales servidumbres. Todo esto lleva a la reducción del campo de los fenómenos nuclearmente lingüísticos. Por poner un caso extremo, se puede sostener y se ha sostenido recientemente que los fenómenos de bindingo ligamiento (relaciones entre sintagmas nominales correferenciales) dejan de pertenecer a la sintaxis para convertirse en cuestión de semántica, esto es, pasan a corresponder a otro módulo y también a otra especialidad de las ciencias del lenguaje. Las derivaciones que conducen a las oraciones gramaticales no siguen un encadenamiento de reglas desde un símbolo inicial hasta una cadena con sólo símbolos terminales. Más bien, tales derivaciones han de realizarse de acuerdo con ciertas operaciones y obedecer a ciertas restricciones y principios muy generales. Incluso, se llega a abandonar las habituales etiquetas del análisis gramatical en la conocida Bare Phrase Structure Hypothesis. Puede comprenderse que esto dificulte la caracterización concreta de una gramática concreta dentro de la jerarquía de Chomsky, es decir, como gramática de estados finitos, libre de contexto, dependiente de contexto o irrestricta. Por otro lado, el «aspecto», el estilo de los análisis generativistas –más significativamente, el centro técnico de interés de la investigación– es lógicamente muy diferente al de los años sesenta o setenta. Estas ideas alimentan al llamado Programa Minimista, el cual se inscribe en el marco más general de la llamada Teoría de Principios y Parámetros y sobre el que tendremos ocasión de decir algo más abajo{7}. Nótese que la reducción del dominio de los fenómenos lingüísticos stricto sensu lleva a importantes consecuencias. En primer lugar, diríamos que aquello de lo que se ocupa Chomsky es sólo una parte de lo que se pone en juego cuando se habla: no dice (casi) nada de semántica, de retórica, de pragmática, &c., y renuncia a hacerlo, no dice nada tampoco de fenómenos que se tomarían como sintácticos pero que, en general, quedan preteridos. Por tanto, será tarea del investigador separar fenómenos lingüísticos digamos nucleares de otros fenómenos de la lengua, distinción que obviamente no se ajusta a la tradicional entre competence y performance. Una caracterización formal rigurosa de las gramáticas nucleares de las lenguas humanas que probase que éstas forman un subconjunto bien especificado del conjunto de los lenguajes, sería un logro importante por cuanto tal cosa daría razón de toda la empresa. Una demostración de lo contrario llevaría a una corroboración de las teorías continuistas: el lenguaje sería, en la fórmula habitual, una manifestación de capacidades muy generales. Incluso habría que reconocer que tal caracterización tendría un valor que no vendría afectado en un sentido u otro por el mentalismo habitual en la teoría del lenguaje, ni por ningún otro aspecto de ésta. Desde el punto de vista de la filogenia, la hipótesis de la especificidad estructural lleva a la hipótesis del protolenguaje, el sería básicamente un lenguaje sin sintaxis, con todo lo que eso implica sobre las cotas de complejidad de los enunciados y de la información transmitida. Ahora bien, esa ausencia de lenguaje implicaría con seguridad que las «protopalabras» no tendrían la estructura semántica léxica ni morfológica de las «verdaderas palabras». El «lenguaje moderno» sería posible por la aparición de una nueva y especializada facultad cognitiva, lo que se produciría a través de una mutación o como resultado epigénetico. Esa nueva y especializada facultad se mantiene un tanto en la bruma porque tendría que ver con un manejo y una codificación más bien abstractos de cierto tipo de símbolos y las cadenas que forman; no se trataría de una facultad que se correspondiese biunívocamente con el ejercicio de cierta conducta bien delimitada. Incluso, cabe enfrentar la alternativa de que la misma especificidad gramatical de las lenguas humanas sea consecuencia de una mayor capacidad de procesamiento, con lo que sería indispensable distinguir entre la posibilidad de una gramática que resultase necesariamente de un cierto tipo de procesamiento (por mantener regularidades estadísticas referidas a la comunicación, entre otras cosas) de una gramática

específica que se presentase como arbitraria y neutra respecto a los principios de una comunicación más eficiente. Esta ha sido una constante en Chomsky, quien a lo largo de toda su carrera ha negado la pertinencia de los aspectos estadísticos y probabilísticas para la teoría del lenguaje. Ahora bien, si se niega la especificidad, todo el escenario tal como ha sido delineado se derrumba. Como hemos dicho, esa especificidad se puede argumentar desde la caracterización formal de las lenguas humanas. Pero, además, ha de quedar claro que una «nueva facultad cognitiva» no implica necesariamente la aparición de un nuevo comportamiento complejo. Sería preciso discutir cómo este cambio se produce en las conductas de los individuos dentro de los grupos o las poblaciones, lo cual no es sólo una cuestión modelizable a través de la sustitución de una conducta por otra, sino que entraña la discusión acerca de la gradualidad estructural de la filogenia del lenguaje. Las alternativas abiertas serían encuadrables entonces según la aceptación o no de la especificidad (estructural, procesual) de las lenguas humanas y según la consideración que se haga de la distinción entre una capacidad y la ejecución e, incluso, éxito adaptativo de una conducta compleja muy específica. Debe notarse que la especificidad puede ser un resultado que no implique una mutación –un cambio detectable a escala individual– y sí un cambio ecológico o demográfico. Éste que hemos preentado de manera bastante sucinta es, por así decir, el ámbito teórico en que vamos a situar las consideraciones que siguen. 3. Algunos rasgos para la clasificación de las teorías sobre el origen del lenguaje Nos limitaremos aquí a la enunciación de unos criterios presentados de forma disyuntiva. Nos apresuramos a señalar su carácter empírico y aproximativo. Antes de entrar en ellos, quizá convenga expresar un primer criterio anterior habría de ser el que opone teorías del lenguaje para las que el lenguaje corresponde a una facultad cognitiva específica a las que sostienen que es el resultado del desarrollo de una facultad cognitiva de carácter general o de una capacidad de procesamiento mayor. De algún modo, la distinción puede estar contenida en el punto uno. Por otro lado, se verá que no consideramos las teorías tradicionales que se referirían más bien al desarrollo comunicación{8} intraespecífica. Tampoco se entra en consideraciones sobre la subsidiaridad del lenguaje vocal frente a sistemas de comunicación de carácter gestual. 1. Postulación de una etapa de protolenguaje tal vez presente en varias especies de homínidos frente a teorías que no consideran este protolenguaje{9}. 2. Existencia de un cambio biológico innato y más o menos específico registrado a escala individual, sin perjuicio de que el rasgo correspondiente haya de extenderse ampliamente en una población y sin excluir que sea una exaptación, frente a teorías que no consideran ninguna necesidad de un cambio cualitativo en la dotación genética o en el fenotipo {10}. 3. Teorías que enfatizan o se centran en la necesidad de cambios conductuales de carácter grupal centrados en la misma conducta comunicativa (cf.punto 6 más abajo), frente a teorías que no consideran esto algo esencial o ni siquiera digno de consideración. 4. Teorías que intentan precisar condiciones radiales, de carácter ecológico o demográfico, para que se produzca el proceso de implantación del lenguaje articulado frente a teorías que excluyen estas determinaciones. 5. Teorías gradualistas frente a teorías saltacionistas. La distinción, en principio, se puede aplicar tanto a las facultades cognitivas de que se supone dotados a los homínidos como al proceso de implantación de la realidad social del lenguaje{11}.

6. Dependencia de otros desarrollos tecnológicos y culturales concretos que precisen de una transmisión organizada, esto es, correlación entre la aparición y el desarrollo del lenguaje y otras conductas pautadas, frente a independencia mutua. Suponemos que se trata de otros desarrollos ortogonales con respecto al lenguaje moderno. Evidentemente, aquellas teorías participarían de algún modo del eje circular del espacio antropológico. 7. Teorías que se construyen sobre los modelos proporcionados por las teorías de otros procesos o fenómenos{12} frente a teorías «idiosincrásicas», que postulan la singularidad estructural de la filogenia del lenguaje. Como dijimos, dejamos para otro lugar una presentación más refinada o incluso una reformulación de estos criterios. Nos contentaremos aquí con señalar la externalidad de los mismos respecto a la gramática (tal vez con la excepción del punto cinco). De hecho, proceden de disciplinas ajenas a ésta. Si este bosquejo de clasificación se toma como válido, esto equivale a subrayar las conexiones de las diversas teorías del lenguaje en circulación con otras disciplinas o con unas teorías u otras enfrentadas pero dentro de esos ámbitos ajenos {13}. En lo que sigue nos dedicaremos a explorar algunas de las posibilidades de la combinatoria en que estos criterios se pueden desplegar. No nos abstendremos, dentro del carácter apenas proemial de nuestro tratamiento, de sugerir algunas ideas no demasiado frecuentes en la literatura sobre el asunto que nos ocupa. 4. Desarrollo y análisis de algunas hipótesis 1. La doble articulación como caracterización del lenguaje humano tiende (como corresponde a la lingüística estructuralista europea clásica) a marginar la «articulación» sintáctica, con su énfasis en una primera articulación de carácter más bien morfológico y en una segunda de carácter fonológico. Sin embargo, la noción de palabra, como es sabido, es particularmente difícil y, por lo que aquí interesa, tal dificultad ha de llevar a una consideración conjunta de morfología y sintaxis, la cual pueda proceder de distintas maneras, entre ellas: 1. indistinción formal, que puede corresponder a una absorción de las categorías teóricas en otras más potentes. Este proceder se justifica particularmente en el caso del estudio de las llamadas lenguas polisintéticas{14}. 2. conjugación. Se trata de la tesis minimista según la cual las gramáticas (sintaxis) particulares compensan las «irregularidades» que una morfología particular presenta. 3. indistinción metodológica en el límite de los fenómenos sintácticos y morfológicos. Pese a establecer la distinción, una serie de fenómenos lingüísticos se sitúan en un continuo morfología-sintaxis. En cualquier caso podemos pensar que los fenómenos sintácticos, su pluralidad y la explicación económica de éstos, son elementos cruciales en la determinación de las lenguas humanas, del lenguaje humano{15} frente a otros lenguajes: aquéllas vendrían muy específicamente caracterizadas desde el punto de vista matemático formal como un subconjunto cuya delimitación se pretende. Sin embargo, esta caracterización precisa no parece entrar dentro de la agenda de los lingüistas {16} en el sentido de que las gramáticas de las lenguas sean formalizadas con todo rigor. Diríamos que existe un hiato entre los modelos con capacidad explicativa y descriptiva y la caracterización formal rigurosa, matemática, de la gramática de que se trate. Desde una perspectiva formal, las palabras serían subcadenas que vendrían delimitadas por un símbolo especial. Se supone que la productividad de la sintaxis (cadenas que contienen dicho símbolo) es mucho mayor que la de la morfología{17}. En cualquier caso, los fenómenos que prima facie se clasificarían como sintácticos serían denotativos de manera particularmente genuina del lenguaje humano {18}, aunque puede verse la nota 21 más abajo. 2. La hipótesis del surgimiento de la sintaxis de las lenguas humanas (como sintaxis única, compartida por todas las lenguas, que se mueve en un margen de variación pequeño en cada una de las lenguas reales) en una especie homínida que ya contaba con un protolenguaje y un esquema de roles semánticos{19} suele presentarse como un acontecimiento de carácter biológico sin que, en general, la distinción entre una hipotética mutación {20} con consecuencias

–suele decirse– en la organización neuronal y, por otro lado, el desarrollo social actual de un nuevo tipo de lenguaje deducible de pautas lingüísticas más complejas {21} dé lugar a la consideración de la interacción entre estos dos aspectos. De hecho, la distinción entre un acontecimiento único (y catastrófico) y una evolución escalonada se plantea siempre como una confrontación que sólo afecta a las correspondientes mutaciones, sin que el correlato fenotípico quede muy claro, porque se asume que se trata de cambios que (micro)anatómicamente afectarían al cerebro{22}. Nos parece evidente que uno y otro esquema de la evolución del lenguaje, que se plantea como evolución biológica de la facultad del lenguaje, corresponden a la confrontación entre saltacionistas y continuistas en el evolucionismo y se recoge en punto 4 de la sección anterior. Quizá eso haga que al tratar del lenguaje se reduzca éste a una capacidad abstracta, a un «órgano del lenguaje». Se comprende que los elementos paleontológicos de prueba son indirectos (estudio de la superficie interna de los cráneos; se descarta o se relativiza la importancia como elemento crucial de la configuración del tracto vocal, &c., por más que se asegure que el procesamiento de la información fonética guarde analogías y correlaciones muy fuertes con el procesamiento del componente sintáctico {23}). Por otro lado, el estudio de la filogenia de genes como FOXP2, no parece concluyente en un marco teórico en que los genes interactúan de forma compleja {24}. Naturalmente, poco podemos decir aquí sobre lo que pueda deparar el desarrollo de estas disciplinas. 3. Se supone que la complejidad social y la conducta simbólica, que se atribuyen a ciertas fases postreras del Paleolítico –y a las correspondientes especies de homínidos– pueden correlacionarse con un desarrollo o aparición más o menos explosiva o escalonada del que se da en llamar lenguaje moderno. Ahora bien, cabe preguntarse si aquéllas podrían compatibilizarse con una cierta capacidad lingüística que no se ejerce in actu: es decir, con la situación en que una especie de homínido dotada de cierta organización social, que manifiesta una cultura objetual que se reconstruye como simbólica y que no ha pasado de protolenguaje a lenguaje. ¿Cabría retrasar el paso de protolenguaje a lenguaje e introducir antes la «explosión de la cultura simbólica»? ¿Pudo ésta darse en poblaciones de homínidos sin un lenguaje moderno? ¿Pudo una fase intermedia entre protolenguaje y lenguaje servir de soporte a comportamientos sociales y a técnicas de cierta complejidad? 4. Chomsky argumenta que el lenguaje moderno ofrece con respecto al protolenguaje la doble disponibilidad de mantener un esquema actancial (de roles semánticos) y una ordenación de palabras (o de objetos sintácticos) que atienda a necesidades de carácter informativo y pragmático (como son el foco o el tópico), con la dislocación gramatical como gran resultado formal: la gramática permite recuperar la interpretación semántica porque, independientemente del orden de los elementos, se podrían identificar éstos (como verbo, agente, objeto, &c.). De hecho, el protolenguaje se define como seriamente limitado porque no estaría dotado de una sintaxis propiamente dicha: la mera concatenación de términos estaría limitada a unos pocos, pues su procesamiento sería virtualmente imposible, o, en cualquier caso no permitiría la transmisión de mensajes complejos, detallados, más o menos matizadamente diferenciados{25}. 5. Vale la pena aquí recordar la que será para algunos inconsistencia más grave de la teoría del lenguaje de Chomsky. Nos referimos a las relaciones entre la competencia y el procesamiento{26}. En efecto, las gramáticas chomskianas construyen modelos, según quienes las diseñan y fundamentan, de la llamada competencia gramatical. Mejor se diría que lo que se pretende no ha de ser otra cosa que definir de manera comprensiva el conjunto infinito de las oraciones de un lenguaje{27}. Es patente, sin embargo, cómo en la empresa chomskiana las consideraciones, las contaminaciones según algunos –aunque esas contaminaciones tuvieran una virtud motora o inspiradora–, de carácter psicológico y biológico han estado siempre presentes. Pero las operaciones que forman parte de un modelo gramatical (reglas de reescritura y de transformación, merge y move entre otras en los últimos modelos{28}) no pueden tomarse como operaciones del hablante ni cómo análogos inmediatos de elemento alguno de un modelo representacional del procesamiento. La ambigüedad en este punto ha sido permanente durante medio siglo. Puede con cierta prudencia sostenerse que existirán correspondencias procesuales{29} con las operaciones de la gramatica, e incluso que sin tales correspondencias toda la empresa es absurda{30}, pero lo cierto es que la consistencia del programa chomskiano (que se propone llegar a un modelo general de gramáticas que hagan

verosímil el aprendizaje y el uso de lenguas particulares {31}) no puede sostenerse cuándo las relaciones entre gramática, competencia, y procesamiento se mantiene en estado de nebulosa. 6. En las especulaciones más o menos informadas sobre el origen filogenético del lenguaje no se suele prestar demasiada importancia, si alguna, a los elementos que la gramática frástica presenta para permitir la estructuración transfrástica de los textos (como diferente de la estructuración global o macroestructural de los distintos géneros de textos o discursos). Ahora bien, el encadenamiento de oraciones de manera coherente no sería posible (ni siquiera sobre la base de procedimientos exclusivamente paratácticos) con una eficacia mínima con los solos recursos que se atribuyen al protolenguaje. 7. Sobre lo anterior, si se supone que en las religiones primarias la transmisión de conocimiento mediante discursos de cierta longitud a los que se les supone una estructura y un encadenamiento eficaz de los elementos oracionales resulta indispensable, obtenemos aquí una correlación muy clara entre la conducta lingüística y el desarrollo de la religión. Nótese que esta correlación es independiente de la conexión recién sugerida con la hipótesis acerca de la eficacia adaptativa del lenguaje en tanto permite discursos largos y cohesionados, aunque hayamos de volver a ella. Ahora, simplemente, se formula cuál pueda ser la solidaridad entre la religión primaria primordial, cabría decir, y el grado de complejidad de la conducta lingüística de los grupos. No corresponde a este escrito entrar en consideraciones acerca de si puede haber una religiosidad primaria protolingüística que daría paso a una ya plenamente lingüística. Sí parece, en cambio, que el paso a la fase de la religión secundaria precisaría de un lenguaje bien desarrollado y del establecimiento de normas discursivas y tipológicas de cierto nivel, aunque sobre esto las evidencias son patentes. 8. Si ahora se reúne el desarrollo discursivo con la capacidad del lenguaje, podría llegarse transitivamente a identificar la aparición del lenguaje moderno con la de la religión primaria. El razonamiento es inaceptable por varios motivos, de los que sólo recordaremos los que hacen a la relación entre discurso y lenguaje. En primer lugar, hemos visto que hay que diferenciar entre la presencia de un gen y la postulación de una capacidad innata, y la aparición y éxito de una conducta en un escenario grupal o social concreto {32}. En segundo lugar, desde una perspectiva gradualista tendríamos quizá una serie de cambios que abarcarían posiblemente no ya cientos de miles de años, sino –lo que conceptualmente es más relevante– varias especies. 9. Postular la identidad de la dotación genética relevante a efectos lingüísticos entre Homo sapiens y Homo neanderthalensis, dada la antigüedad de la divergencia filogénetica entre ambos, llevaría verosímilmente a orígenes muy antiguos de la capacidad lingüística. Hay que apuntar, no obstante, un par de cosas. Chomsky mismo advierte de la posibilidad de que el lenguaje, o la capacidad para tal, sea un resultado epigenético. Nos atreveríamos a añadir que es menos improbable la aparición de la capacidad lingüística en un contexto que apela, por ejemplo, a incrementos del volumen craneal y efectos de ese tipo como concausantes del resultado lateral de la capacidad para el lenguaje moderno. Por otro lado, hay que insistir en la necesidad de calibrar la importancia del componente biológico innato del lenguaje en relación con condicionantes como puedan ser ciertos umbrales de complejidad conductual o social. Las evidencias arqueológicas sobre estos extremos serían más decisivas, la deducción iría más bien de la postulación de comportamientos socialmente complejos a la del lenguaje, antes que al contrario, a condición de que se las hiciera solidarias de tal tipo de lenguaje. Por poner un caso, podrían imaginarse escenarios que incluyesen poblaciones de neandertales que, en contacto, con sapientes usuarios de lenguaje, incrementasen la complejidad de su protolenguaje. Como puede verse, las alternativas abiertas por la teoría lingüística de los orígenes del lenguaje pueden dejar paso a una colección nada parsimoniosa de hipótesis o escenarios. 10. Cierta prudencia en las hipótesis llevaría a concluir que el lenguaje doblemente articulado es bien exclusivo de Homo sapiens (aparece en alguna población de Homo sapiens) o bien exclusivo de Homo sapiens y Homo neanderthanlesis (en el sentido de que poblaciones de unos y otros presentasen una conducta lingüística avanzada que, en el contexto de la teoría del protolenguaje, sólo pudiera entenderse como propia y exclusiva del lenguaje moderno). Puede plantearse, como criterio para definir una conducta lingüística avanzada (correlativa de un lenguaje estructuralmente moderno), la presencia de conductas en que los referentes

semánticos no se hallen «a la mano» o en el campo visual; en un sentido más débil, que éstos hayan sido sustituidos por mediaciones representativas de carácter icónico o deíctico gestual{33}. 11. Un lenguaje que satisficiera sólo el segundo de los dos requisitos anteriores podría ser estructuralmente menos complejo porque, por ejemplo, los roles temáticos, se añadirían, por así decir, a la vista del referente. 12. En cualquier caso, nos parece imposible señalar fiablemente en estos momentos el período de aparición del lenguaje moderno porque ni siquiera éste se halla lo suficientemente bien caracterizado en sus aspectos externos, conductuales, sociales, &c. Nos parece que quien sostuviera, por ejemplo, una aparición súbita de la capacidad abstracta y una escalonada del uso o del incremento de la complejidad externa del lenguaje debería ser más bien escéptico en cuanto a la datación. Quien plantee un salto súbito en el uso del lenguaje actual, debería modelizar tal salto en un sentido que probablemente exigiría condiciones demográficas y ecológicas muy particulares. Por ejemplo, a la manera de lo que sucede con el cambio de un pidgin a un lenguaje criollo, podría suponerse la presencia de una generación de hablantes que gramaticalizasen el protolenguaje de sus padres. Sin embargo, eso debería implicar que esa generación nueva de hablantes sea lo suficientemente numerosa y densa. En otras palabras, una vez garantizada la presencia masiva en la población de la capacidad innata, debería dispararse el cambio socialmente, pero el protolenguaje de la generación anterior no sería desde luego un pidgin construido por adultos que dominan un lenguaje y que conservan su plena capacidad lingüística, aunque, como adultos, han perdido la capacidad de adquirir «naturalmente» una nueva gramática. En cualquier caso, los modelos computacionales de estos procesos pueden aportar alguna luz sobre estos asuntos, aunque será siempre preciso discutir sus presupuestos y sus simplificaciones, entre ellas, el ignorar la especificidad de las relaciones circulares entre los individuos en una cultura dada. 13. Otra línea de hipótesis sobre el origen del lenguaje insistirá más en la copresencia de otros factores cognitivos en el desarrollo actual del lenguaje. El lenguaje actual precisaría de, en el lenguaje habitual, un desarrollo suficiente de otros módulos cognitivos, pero esta aparición habría de datarse igualmente. Mithen (Arqueología de la mente, Crítica 1998) {34} ofrece un ejemplo bien conocido de esta línea, pero si por un lado podría pensarse que los problemas que se plantean son los mismos que antes, también existe por otro la sospecha de que se cae en un círculo vicioso probatorio más profundo. 14. En último término, al problema de calibrar qué fundamento pueden dar las ciencias lingüísticas a una u otra hipótesis sobre el origen del lenguaje –hipótesis cuya pluralidad se despliega en el marco de las concepciones existentes del lenguaje y también, más ceñidamente, en las alternativas que se abrirían dada una teoría particular en cuanto hiciera a datación– respondemos desde un considerable grado de escepticismo. Nos atreveríamos a avanzar que la causa de esta dificultad reside en el problemático estatus gnoseológico de las ciencias del lenguaje y en la que no vacilaríamos en calificar de práctica habitual por parte de muchos lingüistas de situar su investigación en contextos categoriales ajenos. Quizá por prestigio, pero siempre con el resultado de que la idea de lenguaje se intenta reducir a la categoría que parezca más amplia o potente (una vez que el campo de la lingüística se ha identificado con una parte del mismo), tesis ésta que aquí nos limitamos a formular y cuya defensa razonada dejamos para otro lugar. Al contrario, ya dijimos más arriba que el planteamiento más adecuado desde el punto de vista del lingüista sería el de la caracterización formal de los sistemas sintácticos de las lenguas por sí mismos y ésa sería la tarea categorial del lingüista, por más que tal caracterización hubiera de completarse para dar cuenta del procesamiento y hubiera de fundamentar la limitación del campo a unos fenómenos lingüísticos nucleares, lo que sin duda –pese a nuestra insistencia en este punto– hemos de reconocer como altamente problemático. Las correspondencias entre los resultados del lingüista y la investigación en otros terrenos sería cuestión distinta, así como lo sería la construcción de una teoría del lenguaje que ya no podría ser categorial.

15. Nosotros, por nuestro parte, preservamos como segunda tesis que precisaría de ulterior investigación la de que el nexo entre conductas simbólicas complejas y lenguaje moderno –aceptada alguna variante de la hipótesis del protolenguaje– vendría preferentemente dado por la necesidad para aquéllas de discursos estructurados, cohesionados y coherentes de cierta longitud. De ser esto así, habría que juzgar en el marco de qué conductas y de qué actividades grupales era más fácil que surgiera el «discurso largo». Notas {1} El origen de esta contribución se halla en la lectura del artículo «El problema de la verdad en las religiones del paleolítico», que su autor, David Alvargonzález amablemente nos facilitó antes de su publicación en Peñalver, Jiménez y Ujaldón (eds.), Filosofía y Cuerpo. Debates en torno al pensamiento de Gustavo Bueno, Ediciones Libertarias, Madrid 2005 (también disponible en http://nodulo.org/ec/2005/n037p12.htm junto a otro artículo de Joaquín Robles en ese volumen, «La Idea de religión desde el materialismo filosófico. Una aproximación», y que ha propiciado una interesante polémica entre Alvargonzález , Tresguerres y Robles en El Catoblepas, sobre el fondo de la teoría de la religión de Gustavo Bueno, y en las que le acompañan Iñigo Ongay, Antonio Muñoz Ballesta, José Manuel Rodríguez Pardo y Alfonso Fernández Tresguerres (véase la nómina de participantes y textos en http://nodulo.org/ec/polemica.htm#p24 aunque no todos los materiales citados han sido «disparados» a raíz del citado artículo de Alvargonzález). El lector observará que nos abstenemos de entrar en cualquier consideración interna sobre la teoría materialista de la religión, tarea para la que no nos consideramos en absoluto capacitados. Notará también el lector que nos situamos al margen del núcleo de la polémica. Podría pensarse, sin embargo, que la misma elección de referencias constituye una toma de partido. En cualquier caso, éstas nos llevarán a la conclusión aparentemente escéptica de que una ciencia lingüística categorialmente bien constituida, esto es, por lo menos suficientemente libre de saberes de otra procedencia e ideas adventicias, no tiene en el estado presente demasiado que aportar a la cuestión de la filogenia del lenguaje. Al contrario, las teorías sobre el origen del lenguaje se alimentan más bien de la ambigüedad e inestabilidad categorial de la lingüística. Extendemos, con mayor razón tal vez, este escepticismo a la teoría del lenguaje. {2} Derek Bickerton formula la hipótesis de que antes de que existieran lenguas en el sentido moderno que supuestamente reúnen ciertas características estructurales invariantes, hubo una etapa previa en que determinadas poblaciones de Homo poseían una protolengua de mayor limitación que las actuales. El lenguaje y las lenguas surgen a partir del estadio protolingüístico, lo que supone, desde luego, un cambio de comportamiento en determinados grupos y, para muchos también, un cambio en la dotación genética de los homínidos. Como razonaremos, esta idea encaja a la perfección con la visión de Chomsky pues la distinción protolanguage/language enfatiza la esencialidad de rasgos estructurales, universales e innatos en la llamada facultad del lenguaje. También armoniza con la idea de que los adultos pueden aprender otras lenguas sin poder hacer uso de los recursos cognitivos con que se aprende la primera lengua. Como se sabe, para Chomsky estos recursos son un dispositivo para aprender una gramática particular, dispositivo que se bloquearía en la adolescencia, y para usarla cuando se habla. Sin embargo, como veremos más abajo, no queda claro qué es aprender una gramática ni mucho menos cómo se utiliza cuando los hablantes reales hablan. Digamos, de paso, que a lo largo del artículo utilizaremos el término «protolenguaje», aunque seguramente inadecuado, y que igualmente incurriremos por la fuerza de la costumbre en algunas elecciones terminológicas que pueden juzgarse desafortunadas. Puede verse el libro de Bickerton Language & Species, The University of Chicago Press, 1992 y Language and Human Behavior, University of Washington Press, 1996, y también Lingua ex Machina. Reconciling Darwin and Chomsky with the Human Brain del mismo Bickerton y de William H. Calvin, The MIT Press, 2000. {3} Distinguimos teoría del lenguaje de lingüística o gramática. Podría distinguirse también una teoría del lenguaje pretendidamente categorial de una teoría filosófica del lenguaje. En

nuestra opinión la obra de Chomsky puede ser reformulada de formas muy diversas de modo que se anulen o cancelen los que parecen supuestos teóricos fundamentales. No podemos, aquí, sin embargo, tratar esta cuestión. En el materialismo filosófico, Gustavo Bueno ha prestado atención, en el marco de la Teoría del cierre categorial, a la lingüística generativa en diferentes ocasiones. Desde «En torno al concepto de «ciencias humanas». La distinción entre metodologías α-operatorias y β-operatorias», El Basilisco, 1ª, 2, págs. 1244, se distingue el carácter beta del generativismo frente al alfa del estructuralismo saussureano. En su tesis doctoral Gnoseología de la gramática generativa, Valencia 1976 (edición microfilmada Pentalfa ediciones, 1981) Julián Velarde distingue tres nociones de gramática en Chomsky y tres niveles en la gramática generativa (tecnológico, científico y filosófico). {4} Algunos títulos que ofrecen un buen relato, interno y externo, del asentamiento de la nueva lingüística, de los cismas y herejías que se produjeron, son Linguistic Theory in America. The First Quarter-Century of Transformational-Generative Grammar de Newmeyer (Academia Press, 1980), The Linguistics Wars de Randy A. Harris (OUP, 1993) y Ideology and Linguistic Theory. Noam Chomsky and the Deep Structure Debates de Huck y Goldmisth (Routledge, 1995) {5} Lo cierto es que las contribuciones técnicas de Chomsky son sustantivas y separables de su teoría del lenguaje. La prueba estaría en el mismo desarrollo de la lingüística en el último medio siglo. {6} Entendiéndose por tal el postulado de que existen representaciones mentales de objetos, homólogas a cadenas de símbolos como los que utiliza el lingüista, las cuales son operandos de algún algoritmo. Ahora bien, tales representaciones no serían accesibles más que para el «órgano» que ejecutase tal algoritmo, estarían encapsuladas, serían modulares. Las implicaciones de esta postura, huelga decir, son importantísimas. Otra vez, cabría apuntar que el problema viene causado por el postulado del isomorfismo entre las inscripciones del lingüista y un «lenguaje mental del lenguaje». Hay que recordar igualmente que en los últimos años se observa una tendencia a sustituir las «condiciones sobre las representaciones» a «condiciones sobre la derivación», pero esas condiciones que se refieren a la secuencia sobre el papel de marcadores de frases se identifican también con restricciones o principios que guiarían al «módulo del lenguaje». {7} Además de The Minimalist Program de Chomsky (The MIT Press, 1995), puede verse Rhyme and Reason de Uriagereka (The MIT Press, 1988) o los manuales de Radford (Syntactic theory and the structure of English. A minimalist approach, CUP, 1997 o de Adger (Core Syntax. A Minimalist Approach, OUP, 2003); en español, el libro de Eguren y Fernández Soriano, Introducción a una sintaxis minimista, Gredos, 2004. Puede utilizarse el libro de Lorenzo y Longa, entre otros muchísimos, Introducción a la sintaxis generativa, Alianza, 1996, para una introducción al modelo que precedió al minimalismo y la transición de aquél a éste. {8} En relación con esto. es comprobable la presencia del escepticismo sobre la continuidad entre la comunicación animal y humana (cf. entre otros «Is There Any Intermediatre Stage Between Animal Communication and Language», de Maria Ujhelyi, en Journal of theoretical Biology (1996), 180, págs. 71-76., pero es bastante claro que lo que se plantea no es la cuestión de la comunicación, sino la novedad estructural (y biológica) de un sistema de signos. {9} En el sentido de pasar de un lenguaje no chomskiano a uno chomskiano. Los partidarios de la unicidad y genericidad de la capacidad cognitiva hablan en ocasiones de «pre-language» como en el libro editado por T. Givón y B. F. Malle, The Evolution of Language Out of Prelanguage, Ámsterdam /Filadelfia John Benjamins, 200l. {10} Dejando de lado, obviamente, cambios anatómico evidentemente necesario como la estructura basicraneal, el descenso de la laringe, &c. {11} Ésta es la postura de un generativista de casi primera generación como Jackendoff. Véase su Foundations of Language : Brain, Meaning, Grammar, Evolution , Oxford University Press, 2002 {12} Como ejemplo, mencionemos Ted Briscoe (ed.) Linguistic Evolution through Language Acquisition, CUP, 2002. {13} Aunque la visión recibida sea discutible, lo dicho se aplica a, por ejemplo el estructuralismo americano: Bloomfield no se entiende sin Watson o sin Skinner (y viceversa), como Quine no se entiende sin ellos.

{14} Para un ensayo de la integración de las cuestiones tipológicas en la teoría del lenguaje de Chomsky, véase el libro de Mark C. Baker, The Atoms of Language,Basic Books, 2001. {15} Este aserto contiene in nuce la contradicción entre la potencia técnica de las gramáticas generativas (y de la teoría de lenguajes formales y gramáticas) y la hipótesis de la especificidad formal de las lenguas humanas. La formulación de esta última se realiza de un modo tal que la misma precisión de las categorías gramaticales se pierde. Por otro lado, incluso técnicamente no se fija con claridad el ámbito de los fenómenos lingüísticos cubiertos por la gramática (frente a los determinados semántica, discursiva, pragmática o estilísticamente). En cualquier caso, la teoría del lenguaje en que la hipótesis mencionada se inscribiría se ubica intencionalmente en un campo categorial concreto (el de la biología tras pasar por el de cierta psicología). De hecho, la situación nos parece que corresponde a la imposibilidad de formular una teoría categorial del lenguaje, o incluso una de sus orígenes. Nos parece que los autores (incluso los considerados como filósofos: Dennett frente al mismo Chomsky, a Pinker o a Bickerton) ejercen, con la desvirtuación consiguiente, una asimilación de temas filosóficos desde algún campo categorial. {16} Una afirmación como ésta es arriesgada en un tiempo de tanta producción académica. Creemos, sin embargo, que los estudios formales de orientación matemática no cubren esta laguna. De manera conversa, los lingüistas que intentan la caracterización de las lenguas humanas no suelen llevar a cabo sus trabajos de manera que la especificación sea formalmente aceptable. Véase, con todo, el apéndice (págs. 497-521) firmado por Jairo Nunes y Elen Thompson añadido al ya citado libro de Juan Uriagereka Rhyme and Reason.También en esta línea pueden verse los artículos «Derivational Minimalism», en Selected papers from the First International Conference on Logical Aspects of Computational Linguistics, 68-95, 1996 de Edward Stabler o «Rebuilding MP on a Logical Ground» Research on Language and Computation, vol 2, n�1, Kluwer, 2004, págs. 27-55 de Alain Leconte o «Algebraic Description of Derivational Minimalism» de Michaelis, Mönnich y Morawietz, que se puede encontrar en http://tcl.sfs.unituebingen.de/~frank/papers/abstracts/alg_mini.html Un problema a resolver sería el ya citado de la delimitación de los fenómenos que vendrían determinados por la gramática. Como se señaló más arriba, el gramático debería dejar para otros estudiosos un campo amplísimo. En el límite, por ejemplo, puede considerarse que la consideración idiográfica de los hechos de habla lo que hace es reducir a cero la gramática (cosa que puede hacerse desde una teoría idealista de la creatividad en la línea de Croce o por asimilación a facultades cognitivas generales). {17} Aunque podría ensayarse una hipótesis a la vista de las tecnologías habituales y de los teoremas de Chomsky: La morfología pertenece al modelo de las gramáticas de estados finitos, pues técnicamente así parecen poderse implementar generadores y analizadores de los fenómenos morfológicos y no así la sintaxis: quedaría por ver que pasaría al enfrentar aquéllos a lenguas como lenguas polisintéticas. Véase, por ejemplo, Finite-state language processing, de Emmanuel Roche and Yves Schabes, eds., The MIT Press, 1997 y Kenneth R. Beesley Lauri Karttunen, Finite State Morphology, CSLI, 2003 {18} Pues se entiende que la productividad sintáctica es mayor que la léxica (allí donde la distinción tiene sentido). Esto es básico en el desarrollo de la gramática generativa. Véase «Remarks on Nominalization» de 1967, publicado en 1970, con traducción accesible en, por ejemplo, Sánchez de Zavala (comp.),Semántica y sintaxis en la lingüística transformatoria/1, Alianza, 1974. La importancia concedida a la oración puede parecer correlativa de la concepción de la verdad como pertinente sólo para el enunciado y no para los términos, lo que sin duda tiene una larga tradición. El «material positivo» que podría apoyar la posición contraria en nuestras lenguas son los términos analíticos, autoexplicativos, compuestos verbo-sustantivo, &c. {19} Véase, para una panorámica de hipótesis el volumen Approaches to the Evolution of Language, editado por James R. Hurford et al. (CUP, 1998). En los estudios contenidos en él se revisan las teorías en que el lenguaje oral se relaciona con el gestual, con el ritmo, con la tecnología, con los intercambios sociales, &c. El libro de Givón y Malle (eds.) citado en la nota 9 reúne trabajos de una orientación en que se niega la especificidad cognitiva del lenguaje con todas las consecuencias que ello lleva consigo.

{20} Una mutación que puede dar paso como resultado colateral el desarrollo de una mayor o nueva capacidad lingüística. Es posible, no obstante, un planteamiento del origen de una nueva capacidad en que ésta aparezca como un resultado muy alejado de una serie de mutaciones concretas, resultado que se justificaría en cambios morfológicos resultados de principios físicos de alcance general y no de novedades genotípicas concretas. {21} Naturalmente, existen numerosos trabajos en este sentido como, por citar algunos, Nowak, Piotkin y Cansen «The evolution of syntactic communication», en Nature, 404, 495.498, o como J. A. Reggia, R. Schulz, G. Wilkinson y J. Uriagereka (2001) «Conditions Enabling the Evolution of Inter-Agent Signaling in an Artificial World», Artificial Life, 7(1):3-32, o, también, Wagner, Reggia, Uriagereka y Wilkinson «Progress in the simulation of emergent communication and language», Adaptive Behavior, 11(1):37-69; o como «Computational Simulations of the Emergence of Grammar» incluido en el volumen citado editado por Hurford; o como «Compositional syntax from cultural transmission» de Henry Brighton, publicado en Artificial Life, 8(1):25-54. En ellos se plantean modelos de la interacción entre agentes, pero no parecen ejercer demasiada influencia en los lingüistas. Por otro lado, no parece asimilable sin más un modelo de sustitución de un protolenguaje por un lenguaje a los modelos de confrontación de dos lenguas en la misma población. Los supuestos de estos modelos se pueden ver en Abrams y Strogatz, «Linguistics: Modelling the dynamics of language death», en Nature 424, 900. {22} Sobre todo, parece pensarse que la correlación anatómica del paso del protolenguaje al lenguaje sería mínima. En otras palabras, se considera más bien que el lenguaje estaría bloqueado por la (micro)estructura de algún área cerebral, quizá por algún detalle sutil de la organización cerebral global, antes que por conformaciones anatómicas más patentes (posición de la laringe, inervación de la lengua, &c.). Nótese que esto «modula» el lenguaje frente al protolenguaje como una cuestión muy patente en un hipotético registro protolingüístico frente al registro lingüístico, pero ocasionada por una diferencia estructural muy sutil que «no deja huellas». {23} La cuestión es debatida, pero nótese que es menos relevante para el paso protolenguajelenguaje porque este se puede distinguir de la capacidad de articulación fonética. {24} Este gen saltó a la fama con el caso de la familia británica algunos de cuyos miembros estaban dotados tan sólo de copias defectuosas del mismo. Al parecer la agramaticalidad de la que padecían estas personas era la que podría esperar un gramático generativo deseoso de confirmar sus predicciones. No obstante, este gen se sabe que regula en diversas especies animales asuntos a primera vista alejados de la capacidad lingüística. No parece, en consecuencia, adecuado ni muchísimo menos establecer una relación simple entre la presencia del gen y la capacidad gramatical. Pueden compararse las discusiones introductorias incluidas en Maynard Smith y Szathmary, Ocho hitos de la evolución, Tusquets, 1999, con las de Whitfield «Language Gene Found», Nature, 412; y Alex MacAndrew; «FOXP2 and the Evolution of Language», consultable en la siguiente dirección web http://www.evolutionpages.com/FOXP2_language.htm. Entre los artículos técnicos que ponen de relieve la dificultad de identificar fenotípicamente el problema de los afectados por una variante defectuosa del gen, puede leerse la recensión aparecida en Nature Reviews Neuroscience 6, 131-138 (01 Feb 2005) de FOXP2 and the neuroanatomy of speech and language de Faraneh Vargha-Khadem, David G. Gadian, Andrew Copp, Mortimer Mishkin (puede consultarse en www.univie.ac.at/mcogneu/lit/vargha.pdf). {25} Puede sostenerse la hipótesis de que una organización sintáctica compleja se hace posible por un cambio en la estructura de los elementos léxicos. Ese cambio que haría posible la concatenación adecuada de éstos sería el que posibilitaría también la codificación lingüística de rasgos semánticos más detallados. En la hipótesis tal cosa supondría un tipo peculiar de almacenamiento de esos elementos léxicos. Otra cuestión es que buena parte de lo que entendemos como semántica de las lenguas no vendría codificada lingüísticamente. Consideraciones de este tipo reabren la posibilidad de entender la primera articulación como morfosintáctica, incluyendo elementos que irían del morfema a la oración. {26} Como es sabido, la distinción clásica enfrenta competence a performance. Si la competencia se refiere a una capacidad específica de lo que Chomsky llama «mentecerebro», la realización o performance respondería tanto al ejercicio objetivamente registrable como a la interacción de esa competencia con otras facultades cognitivas. Pero los modelos de la competencia no lo son en absoluto de lo que serían los procesos de la «mente-cerebro» del sujeto. De otro modo: es evidente que cuando hablamos, no lo

hacemos porque pensamos lo que vamos a decir según los dictados de los modelos gramaticales. {27} Pero tal conjunto no tiene un correlato empírico claro: un registro de enunciaciones de los hablantes no sería un subconjunto del mismo. Chomsky en múltiples ocasiones asimila su proceder con los modelos mecánicos simples que. según dice, permitieron el desarrollo de la mecánica celeste. Podría pensarse que, entonces, la mecánica de fluidos correspondería a las realizaciones actuales de los hablantes. Sin embargo, la analogía se derrumba, por más que pueda concedérsele a Chomsky que su proceder es metodológicamente razonable. Por otro lado, la distinción minimalista entre I-language y E-language (lenguaje interno, que corresponde a los principios básicos de funcionamiento de la facultad del lenguaje y lenguaje externo) ha redibujado la relación entre el conjunto de las oraciones gramaticales y el lenguaje real y lo ha hecho de tal manera que el I-language no puede identificarse con aquel conjunto ni con su definición intensional. Nuestra insistencia en este punto procede de que un cierre de la teoría gramatical sería más verosímil si se despojase a la gramática oracional de sus componentes psicologistas. {28} Más claramente, esto se puede aplicar a otras operaciones que se utilizan en otros modelos gramaticales, como la unificación o las operaciones (cancelación, elevación, &c.) que aparecen en las gramáticas categoriales. {29} Se postula que el hablante real cuenta con representaciones (de la estructura fonética, de interfaz semántica) que el sistema gramatical genera, pero también es cierto que pueden procesarse oraciones no calculables (que son estadísticamente muy significativas) por ese sistema. En cualquier caso, incluso admitiendo –en un marco representacionalista– que el hablante «dispone» de tales representaciones no podría llegar a las mismas con las operaciones y los operandos de la gramática. {30} No desde luego si se desgaja la teoría gramatical de la teoría del lenguaje. Esto abre la posibilidad de que, contra lo recordado en la nota 2, en la gramática generativa podría sostenerse que un cierre alfa es factible en cuanto se distingue entre las operaciones del lingüista (merge, select, &c.), que éste maneja en sus análisis de las que el hablante lleva a cabo. {31} El correlato en el paradigma representacional sería el de gramáticas con un parsing computacionalmente poco costoso. En cuanto al aprendizaje, puesto que se trataría de escoger una gramática de un subconjunto muy pequeño de las mismas, se trataría de definir las condiciones en que esto fuera lo suficientemente sencillo. Es posible que esta operación no describa bien la concepción más reciente de una gramática única que se especifica de acuerdo con la información morfológica. {32} Conducta lo suficientemente constante como para posibilitar el desarrollo ontogenético de la facultad. {33} Otra vez, es posible invertir el peso de los dos componentes y afirmar la preeminencia del elemento gestual. Genéticamente, la importancia del gesto (y estructuralmente dada la sintaxis «lingüística» de los lenguajes textuales) se reconoce en teorías bastante sólidas, como es sabido. {34} No deja de ser curioso que el título del original inglés, de 1996, fuera The Prehistory of Mind.

El león de Íñigo Ongay y el jaguarete de Iguazú Respuesta al comentario de Íñigo Ongay al debate sobre El animal divino En un texto publicado en El Catoblepas (nº 39:22), titulado «Númenes reales y Filosofía angular de la Religión», Íñigo Ongay, a la vez que da por terminados sus comentarios a mis tesis en relación con las religiones del Paleolítico, aprovecha para completar los argumentos expuestos en sus cartas publicadas en El Catoblepas (nº 37:1).No quisiera alargar la discusión de un modo inconveniente pero tampoco quiero dejar de comentar un nuevo argumento que Íñigo Ongay añade a los ya expuestos. Se trata del argumento del «encuentro con el león».

La comprometida situación a la que Iñigo Ongay hace que me enfrente no es otra que la de la repentina proximidad de una fiera salvaje peligrosa y hambrienta en un contexto en el que yo careciera de abrigo donde refugiarme o de armas para defenderme. En este experimento mental, como también en otros lugares, Iñigo Ongay hace una paráfrasis de los textos de Gustavo Bueno: concretamente, en este caso se trata de un texto de las Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión en el que Bueno se refiere a una situación semejante narrada por Jean-Jacques Annaud en su película El Oso («Cuestión cuodlibetal undécima», págs. 442-443). Por supuesto, Gustavo Bueno hace ese comentario a la película de Annaud en un contexto muy diferente, acompañado de continuas cautelas, precisiones y matizaciones. Pues bien, mi interlocutor supone que esa situación etológica tan comprometida me tendría que hacer reconsiderar mi impiedad primaria, del mismo modo que la proximidad de la muerte tendría que hacer reconsiderar al impío y ateo sus posiciones. Me viene a la memoria la controversia acerca de si Ortega y Gasset besó o no besó la imagen del Cristo crucificado cuando estaba en su lecho de muerte. Calcula Iñigo Ongay que tendría que encontrarme a solas con el animal real y poderoso para que se diera mi conversión a la religión primaria, para que tuviera una «experiencia religiosa verdadera», como calcula el sacerdote cristiano que, in articulo mortis, el ateo se ablandará y se convertirá. Sin embargo, se equivoca Iñigo Ongay en sus pretensiones y, sobre todo, se equivoca de plano al escoger el ejemplo para intentar probar que las religiones primarias, en algún sentido, siguen presentes como religiones verdaderas. Se equivoca Iñigo Ongay en sus pretensiones: si, dadas esas circunstancias que él describe, la fiera fuera a matarme y a devorarme, si estuviera inerme y acorralado, quizás mis conocimientos de etología y de psicología animal no me sirvieran de mucho (diremos algo sobre este asunto al hablar del jaguarete de Iguazú), quizás la fiera me mate y me devore (sea así, si es que Iñigo Ongay pretende dar fin a nuestra discusión de este modo terminante), pero, en todo caso, tenga por seguro que moriría en la impiedad primaria siendo plenamente consciente de lo que ocurre y reconociendo los límites de la inteligencia de los felinos. Pero lo más interesante para nuestra discusión acerca de la posibilidad de las religiones primarias en el presente es que este ejemplo se acaba convirtiendo en un mal ejemplo, porque la religión primaria no es un proceso o un suceso psicológico o etológico individual (una experiencia psicológica por intensa que sea) sino que es una institución antropológica, cultural, suprasubjetiva. Y así, aunque, en tal circunstancia, yo me mostrara de alguna manera piadoso con el animal (lo que no evitaría mi muerte, pues supondría un desconocimiento del etograma de ese animal) seguiría sin haber institución cultural supraindividual y, por tanto, seguiría sin haber religión primaria verdadera. Es curioso que pongan estos ejemplos los que califican mi postura como psicologista porque aquí es el propio Iñigo Ongay el que está muy cerca de caer en una concepción psicologista (etologista) e individualista de la religión. Los etólogos, por su parte, pueden dar pautas de conducta útiles ante una situación como la que plantea Iñigo Ongay. Lino Camprubí, en una carta a los foros de Nódulo, reproduce las instrucciones que los responsables del Parque Nacional de Iguazú dan a los visitantes para que las tengan en cuentan en caso de que éstos se encuentren con un jaguarete (Panthera Onca). Las instrucciones son las siguientes: «1.Levante a los niños del suelo. 2.No desvíe la mirada del animal. 3.Intente parecer más grande. 4.Háblele en tono recio y decidido. 5.- Empiece a andar hacia atrás sin apartar la mirada y sin parar de hablar. 6.- Si el animal se siente encerrado o por cualquier otro motivo decide atacar, empújelo con fuerza hacia atrás.»

Desde mis posiciones, esas instrucciones son pura y simplemente las que da un etólogo que conoce bien el etograma de esa especie de felino y, por tanto, conoce también los límites de su inteligencia. Son unas pautas para que ese animal, que en principio rehuye el contacto con el hombre, no se sienta acorralado y decida atacar como medida defensiva, pero que tampoco se sienta confiado y decida atacar como estrategia de caza. Intentar aparecer más grande (y, por tanto, levantar a los niños del suelo, ya que para ese felino los animales pequeños son el primer objetivo de su elección en la caza), no dar la espalda, ni desviar la mirada (para que el animal no interprete que nos descuidamos y le perdemos de vista), empujarlo con fuerza y decisión si llega a haber contacto físico (los jaguaretes más pequeños pesan sólo treinta y tantos kilos y, por tanto, un varón corpulento podría lanzar al animal a una distancia de varios metros), y hablar en tono recio y decidido. Esa situación puede ser analizada perfectamente desde la perspectiva cogenérica y subgenérica de la Etología sin necesidad de referirse para nada a la religión (ni a las instituciones antropológicas, ni a las ceremonias, &c.). Podría pensarse que la instrucción que aconseja hablar al jaguarete fuera un indicio de que se puede hablar con una animal sin necesidad de suponer que tiene una inteligencia capaz de entender el contenido de lo que le decimos. Desde mi interpretación, el contexto de ese «hablar con tono recio y decidido» sigue siendo etológico. La razón es que no importa de qué hables: puedes recitar el «yo pecador», la lista de las preposiciones, la tabla periódica o trozos enteros de El animal divino, o hacer ruidos guturales. Lo que importa es el tono (recio y decido) y la continuidad. Hablar, en ese contexto, es equivalente a ladrar o gruñir. Siguen siendo conductas subgenéricas y cogenéricas ante las que sabemos que ciertos felinos responden de un modo determinado porque conocemos su etograma. Si evaluamos esta situación desde la etología del presente la cosa no tiene nada de particular y en ningún caso se puede hablar de lenguaje humano, porque para que haya ese lenguaje específicamente humano tiene que haber un receptor que nos entiende a la misma escala. (También un ejemplar de El Quijote, en un uso subgenérico, puede valer como combustible en una hoguera.) Tampoco en este contexto cabe hablar para nada de la institución antropológica suprasubjetiva de la religión. Yo supongo que en el Paleolítico la cosa era diferente: los hombres de entonces no tenían trazado el etograma de los animales con los que trataban con la misma claridad y distinción con que lo tenemos trazado nosotros hoy (aunque, en contra de lo que dice Íñigo Ongay, sí podrían tener ciertos conocimientos prácticos que un etólogo consideraría acertados). Esos hombres podían suponer que ciertos animales entendían lo que ellos decían cuando les hablaban, que entendían no sólo el tono de su voz sino los contenidos mismos de los mensajes, y por eso llegaban a tener «contratos» con el animal (como en la ceremonia de la muerte del oso de los ainos). Eso es otra cosa que ya no es exclusivamente etológica, que es específicamente antropológica, que supone una reestructuración de las relaciones con el animal según el criterio de la inversión antropológica y que exige suponer que el animal está en nuestra comunidad lingüística. En ese nuevo contexto es en donde se puede decir que aparece la institución de la oración como institución antropológica. Y, si es necesario incluir a los animales en la propia comunidad lingüística de los hombres, entonces estamos asignándoles componentes circulares. Porque los australopitecos también chillaban y daban gruñidos para ahuyentar a los felinos sin que podamos, entonces, hablar de religión. La oración incluye la expectativa (falsa desde el presente) de que alguien entiende el contenido de nuestras peticiones, de nuestras propuestas o de nuestras exigencias. Aunque pueda tener en su génesis esa situación etológica, u otra parecida, la situación etológica no es todavía una

religión. Por eso insisto en afirmar que mantener una filosofía de la religión con un núcleo exclusivamente angular exige no perder de vista el riesgo de caer en el etologismo. No voy a hacer aquí referencia al relato del encuentro con el perro, narrado por Gustavo Bueno en las Cuestiones cuodlibetales («Cuestión cuodlibetal primera»), al que se refiere Iñigo Ongay en su nota número cinco. Iñigo Ongay, en su texto, dice que no quiere utilizar argumentos de autoridad y, como en esa nota, al referirse a ese relato, los usa explícitamente, supongo que no dará la cuestión por argumentada. No obstante, como puede fácilmente suponerse, las conductas que acompañan el encuentro con el perro pueden analizarse desde la Etología, y tampoco prueban en absoluto la existencia de las religiones primarias verdaderas como instituciones antropológicas en el presente. Por la misma razón no voy a hacer referencia a los extraterrestre (citados por Ongay en los alrededores de la nota cuatro) porque también aquí utiliza Íñigo Ongay explícitamente argumentos de autoridad que él mismo dice no querer utilizar al no considerarlos verdaderos argumentos. Las religiones primarias del Paleolítico superior no son posibles como religiones verdaderas en el presente aunque sí fueron «verdaderas» en el momento de su constitución en la Prehistoria. Son «verdaderas» en sentido emic, en sentido trascendental y en sentido «histórico interno», pero no son verdaderas cuando las analizamos desde la filosofía materialista impía del presente. Su núcleo tiene que tener necesariamente componentes falsos (vistos desde el presente) porque, si no fuera así, esas religiones del Paleolítico podrían volver a ser verdaderas hoy. En cualquier caso, decir que en el núcleo de las primeras religiones hay componentes falsos y componentes verdaderos no significa afirmar que ese núcleo se desvanezca en ningún sentido (conclusión que sacan algunos de mis críticos para, a continuación, endosármela a mí). El núcleo sólo se desvanece si regresamos a la situación puramente etológica, no antropológica, a la que regresa Íñigo Ongay que es la propia del periodo protorreligioso. Tampoco he mantenido nunca la tesis de que «los primitivos «proyectaron» sobre los animales la condición de númenes sobrenaturales», como me atribuye, equivocadamente, Íñigo Ongay en su texto. Iñigo Ongay, parafraseando una vez más a Bueno, dice que «la religión primaria no ha desaparecido sin dejar rastro». Mi interlocutor reconoce aquí y en otros lugares que la religión primaria ha desaparecido. Ahora bien, puestos a buscar el rastro dejado por la religión primaria, siendo perfectamente coherentes con El animal divino, ese rastro habrá que ir a buscarlo en las religiones secundarias y terciarias, donde efectivamente se halla. Esa es la estrategia verdaderamente materialista en filosofía de la historia y de la cultura. El ejemplo del león no vale para seguir el rastro de las religiones primarias sino para referirse a los componentes etológicos (cogenéricos y subgenéricos) que las religiones primarias tienen, componentes que siempre he tomado en consideración y nunca he negado. Del mismo modo que la pentadactilia de los monos antropomorfos no es el «rastro» dejado por la música sinfónica con teclado sino que es un componente subgenérico de esa música. Por todo esto, sostengo que continúa intacto el argumento de la imposibilidad de las religiones del Paleolítico superior como religiones verdaderas en el presente, argumento que Iñigo Ongay considera «demoledor». Y, si es así, en el núcleo de las primeras religiones tiene que haber componentes falsos (cuando se consideran desde el presente) porque si no los hubiera esas religiones serían posibles como religiones verdaderas hoy.

Terceros comentarios a David Alvargonzález Joaquín Robles López Sobre filosofía de la religión Planteamos esta tercera respuesta a David Alvargonzález con la intención de huir de la prolijidad de anteriores intervenciones.

Para evitarle el disgusto de tener que leer una larga disertación, procuraré ser más sintético que otra cosa y actuar ordenadamente en esta respuesta que le ofrezco. La ordenamos, además, según el guión de la última respuesta suya y añadiendo, sólo al final, aquellas cuestiones que David ha obviado en su respuesta. Primero: yo nunca he acusado a D. A. de realizar un análisis psicologista, sino de que sus tesis implican necesariamente optar por una teoría psicologista del núcleo de las religiones. Ya lo expliqué en mi anterior respuesta y pedí disculpas si por negligencia a la hora de expresarlo podía entenderse como lo primero y no como lo que realmente pretendía decir. Si esto es suficiente para que Alvargonzález crea que en esto he reculado, sea pues como dice. En cualquier caso, esto no debería ser razón suficiente para no defenderse de lo que ahora digo. También me parece suficientemente explicada mi interpretación de que el profesor asturiano ha recurrido a la proyección de características humanas en figuras animales (en mi anterior intervención), toda vez que, como decía entonces, al quitar la numinosidad animal no veía en qué otra hipótesis podía sustentar David la presunta confusión o composición de los dos ejes. Segundo: no he concedido en absoluto, como pretende David, que sea posible dejar intactas algunas cuestiones gnoseológicas (como la relación entre filosofía y ciencias de la religión). Sólo una lectura poco atenta de mi intervención puede haber llevado a D. A. a este juicio. Repito, pues, lo que dije y que juzgue el lector: «Ahora bien: que esta tesis devenga en esto (pues sigo pensando que sólo es posible hablar de componentes mitológicos, bien en la fase secundaria, bien «psicológicamente» en la primaria) obliga a rectificar la columna vertebral de El animal divino, esto es: las condiciones exigibles a una verdadera filosofía materialista de la religión. ¿La clasificación de las ciencias de la religión y la teología quedarían intactas? Es posible pero ¿desde qué disciplina se realizaría esa clasificación? Si hemos puesto como condición para una verdadera Filosofía materialista de la religión la existencia de un núcleo real y «resulta muy dudoso que una teoría científico categorial pueda sustituir efectivamente las funciones de una verdadera filosofía de la religión, puesto que –dada la naturaleza del material que ha de remover– parece imposible un cierre categorial capaz de contener en su círculo a su esencia o fundamento» (Gustavo Bueno. El animal divino, pág. 16), ¿En nombre de qué disciplina puede sostenerse ese análisis gnoseológico?»

¿Cree D. A. que ese «posible», más retórico que otra cosa, anula todo lo que viene a continuación? Tercero: D. A. insiste una y otra vez con los mismos argumentos del principio, como si no hubiese tenido lugar la polémica misma. En mi afán sintético no voy a repetirme. Sí debo atender al mensaje que me envía acerca de mirar «en torno a la nota 14» de su primer artículo que da origen a esta polémica. Esta nota es un recorte de El mito de la cultura en donde Gustavo Bueno reinterpreta las relaciones entre base y superestructura. Y este par de conceptos conjugados sirvieron, en el análisis que da pie a la nota, para que David afirmara que «Las relaciones ecológicas y etológicas entre humanos y animales son reales pero, por si solas, no darían lugar a religión alguna. Solamente cuando se componen con alguna de estas concepciones mitológicas (o con varias a la vez) puede tener lugar esa reorganización (...) El animal real (oso, bisonte, mamut, ciervo, &c.) se convertirá en «numen personal» sólo si se le adjudican una o varias de estas características. Si las relaciones ecológicas y etológicas no están mediadas por ninguna teoría explicativa entonces no puede hablarse propiamente de religión.» (pág. 218.)

Es el propio Gustavo Bueno el que presuponía, de alguna forma, este tipo de objeciones cuando escribió El animal divino. No tengo pues que argumentar nada nuevo, vean si no: «Queremos decir que la existencia de los númenes es una condición (no decimos una perfección) de los propios númenes, según su concepto, por tanto una condición necesaria para poder hablar de experiencia religiosa ante los númenes y ello en razón de ser estos personales (númenes análogos) no en razón de que sean infinitos o necesarios (que son las razones que utiliza el argumento ontológico-teológico). Un numen sólo es personal si es existente, si la existencia es condición de la realidad extramental de otras personas... No

cabe distinguir aquí entre la idea de otra persona y su realidad, entre el orden ideal y el orden real, porque la idea en que se me da esa persona no puede ser independiente de su propia realidad, y si se acepta por hipótesis que esa persona jamás existió, desaparecerá también la idea misma de esa persona.» (Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 159, negritas mías.)

Las diferencias son obvias: David Alvargonzález pone como condición la inexistencia del numen («sólo si se le adjudican una o varias de estas características» –mitológicas, falsas, es decir: sólo presuponiendo en el hombre paleolítico alguna teoría o prototeoría mitológica– por tanto: sólo si el numen no existe, si es una composición mitológica, puede ser personal) mientras que Gustavo Bueno dice, exactamente, lo contrario. El dilema está servido: o bien, los hombres del paleolítico «atribuyeron» cualidades que convertían a los animales en «personales», «confundiéndose» al «proyectar» sobre ellos sus propias «cualidades», como dice D. A, aunque reniegue del concepto de «proyección». O bien, los hombres advirtieron que los animales poseían esas cualidades, sin necesidad de composiciones ni proyecciones, realmente. Elegir la primera opción nos arrastrará a una consecuencia inevitable: hay que explicar los mecanismos (alucinatorios, erróneos) que posibilitan esa «composición»: si los animales sólo son personales (númenes) tras la composición errónea ¿de donde puede venir esa atribución sino de la proyección de características humanas sobre ellos? El animal divino opta por la segunda opción, mucho más acorde con los principios gnoseológicos y ontológicos del Materialismo Filosófico. Según nuestro criterio, que es el de Gustavo Bueno, la posibilidad de una verdadera filosofía materialista de la religión está conectada a la existencia real de este núcleo. Lo repito por enésima vez: ¿de donde sacaron los hombres del paleolítico que los animales eran seres personales si, según D. A., no pueden serlo simpliciter? ¿De dónde, aun admitiendo que «compusieran sinecoidalmente», sacaron los «términos» de la composición? ¿Acaso de las plantas? ¿de las estrellas? Porque si D. A. sólo advierte «personas» en los humanos, entonces, ¿no será de aquí de donde salió el «término» de la composición? ¿Y no es esto proyectar? En este sentido resulta inadmisible, al menos desde las coordenadas gnoseológicas en las que David dice moverse, tener que apelar a teorías mitológicas que aplicadas al material fenomenológico (las relaciones que David llama etológicas y ecológicas) expliquen la realidad nuclear del numen (falsa simpliciter). Porque esas «teorías», o «prototeorías», a su vez –y en estricta aplicación de los mismos principios gnoseológicos que Alvargonzález dice defender– deben regresar de referencias fenomenológicas con un correlato real. Poner el corte, artificiosamente, como hace D. A., declarando género generador a las relaciones etológicas y ecológicas, que sólo tras la elaboración «teórica» (y falsa) podrían considerarse núcleo de la religión, no se justifica más que en la propia necesidad de sostener los principios de los que se parte. Dado que son estas relaciones, que D. A. pretende diluir en el espacio etológico, las que hay que circunscribir, en algún momento, como relaciones angulares reales una vez que partimos –dialelo mediante– del concepto de Espacio Antropológico. Es decir: una vez que consideramos que media una diferencia entre hombres y animales, pues, en caso contrario, ni siquiera tendría sentido hablar de Espacio Antropológico ni circunscribir la religión a eje alguno. Porque, además, si las relaciones entre hombres y animales se circunscriben al ámbito de las relaciones ecológicas y etológicas ¿cómo hablar entonces de «teorías»? ¿Y si hablamos de teorías no será porque presuponemos la existencia de hombres? Dicho de otro modo: si el hombre paleolítico pudo elaborar teorías (mitológicas, falsas) sobre relaciones etológicas es porque estas relaciones ya no pueden adscribirse a un espacio etológico sino antropológico. La tesis de David encierra, pues, una petición de principio: en las relaciones etológicas o ecológicas no puede haber teorías de ninguna clase. Si hay teorías, las relaciones ya no son etológicas porque de este tipo de relaciones no pueden brotar las teorías sin más. Admitir que el hombre del paleolítico elaboraba «teorías» es admitir que ese hombre no puede circunscribirse a un espacio etológico y que sus relaciones con los animales, por tanto, no eran etológicas. Pero como de este espacio antropológico no podemos, si aplicamos la tesis de D. A. decir la realidad del eje angular, entonces, estas relaciones habrá que entenderlas como radiales o circulares. Además, estas teorías ¿no deberían conectarse con alguna realidad? La consecuencia fundamental que podemos obtener no hace sino apoyar nuestras primeras observaciones en torno a las consecuencias que se derivan de las tesis de D. A., en el sentido siguiente: el eje angular sería, según D. A., si lo interpretamos bien, una superestructura (en tanto requiere de una elaboración teórica de carácter mitológico) conjugada con una base o estructura formada por relaciones ecológicas y etológicas que, por sí mismas, no pueden, desde el presente, llamarse «religiosas» ni angulares. Pero, entonces, el numen no existe, lo que existe son los animales que sólo serán númenes tras ese proceso de elaboración

mitológica y, en consecuencia –como he repetido hasta cansarme– la tarea de elaborar una teoría sobre el núcleo de las religiones y sobre su esencia (entendida como el desenvolvimiento histórico del núcleo) ha de ser una teoría «psicológica», «neurológica», «sociológica»... que dé cuenta del mismo proceso de «composición mitológica» (falsa) de una realidad que, por sí misma, no es religiosa sino etológica o ecológica. Aquí poníamos la tesis de David al lado de la Engels. O dicho de otra manera: habría que explicar las causas por las cuales los hombres del paleolítico «adjudicaron ciertas características» (en palabras de David) falsas e inexistentes a los animales reales; cualidades que no poseían éstos y que, por tanto, son meras proyecciones de «cualidades o características» humanas (salvo que D. A. pretenda que son cualidades inexistentes incluso en humanos, que sería el colmo del idealismo). La «experiencia religiosa» pues, siguiendo la tesis de D. A., no sería más que una falsa experiencia, inexistente, alucinatoria o confusa, por mucho que existan animales y relaciones ecológicas y etológicas. Que David no quiera sacar estas consecuencias no implica que estas consecuencias estén ahí, claramente a la vista. Cuarto: Dice ahora D. A. que: «Mis segundos ejemplos (la esfera armilar, el modelo plano hemisférico de los sumerios, el atomismo de Demócrito) estaban calculados para diferenciar entre «componer cosas verdaderas (desde el presente)» y «componer cosas falsas (desde el presente)». No tenían otra función.»

Pues debí leer mal, entonces, o debió escribir mal nuestro polemista cuando dijo que: «Si los astrónomos griegos y latinos partidarios del geocentrismo se equivocaron en el modo de componer los astros, los hombres del Paleolítico se equivocaron a la hora de valorar la inteligencia, la conducta y otros rasgos de ciertos animales, o bien se equivocaron al valorar la naturaleza de los sujetos de otros grupos humanos a los que consideraron animales o númenes.»

¿No puso D. A. a la misma altura sus ejemplos de la esfera armilar y otros sistemas de la antigüedad con los teriántropos? ¿No utilizó estos ejemplos para justificar la tesis misma que viene defendiendo? No se trataba, pues, que con estos ejemplos pretendiera mostrar la diferencia entre «componer cosas verdaderas y componer cosas falsas» sino que, como se advierte con claridad meridiana, D. A. pretendió –como ya dijimos– equiparar ambas cosas y justificar unas por otras en virtud de la simple analogía que intentamos mostrar como insuficiente en nuestra anterior réplica. Por supuesto que no pretendo iniciar discusión alguna sobre cuestiones de Historia de la ciencia, y menos con alguien tan avezado en esta materia como el profesor Alvargonzález, porque, además, he reconocido totalmente la verdad de la «función» de sus ejemplos, cuando esta función se limita a lo que ahora dice David que quiere que se limite: es la extralimitación evidente de estos ejemplos la que hemos discutido, como puede verse y, para este fin, tuvimos que remover cuestiones fundamentales de carácter gnoseológico. He reconocido, desde el principio, que componer no equivale a proyectar. Lo que no he reconocido, y sigo sin reconocer al menos hasta que David se digne a explicarlo mejor, es que los teriántropos, específicamente, no sean proyecciones. En esas estamos. Quinta: Se extraña el profesor Alvargonzález del uso del calificativo «animista» y tiene razón si este adjetivo se toma en su sentido específico. Es justo reconocer la vaguedad de mi calificación. Por animista entendía el proceso de «componer» (según mi criterio, proyectar) elementos circulares y angulares y sólo en este contexto alcanza algún sentido mi calificación, nada más. Reconozco, pues, que se puede prescindir perfectamente de este adjetivo y pido excusas por su uso. En cualquier caso puede comprobarse que no lo utilicé en el sentido especial de la teoría animista sobre el origen de las religiones. Sin embargo, y puesto que toda experiencia religiosa, según D. A., es una pseudoexperiencia resultante de la composición entre teorías mitológicas y relaciones etológicas (que, por sí mismas, no son religiosas), no nos

queda más remedio que indicar a David que el único medio para defender su tesis pasa por la proyección de cualidades o características humanas a los animales. En este sentido, y no en otro, usaba la expresión animismo. La estrategia de hablar de composiciones objetivas no me parece que sea algo más que una simple estrategia no justificada. O justificada, por D. A., a base de ejemplos de la química, primero, de la astronomía clásica, después. O bien utilizando conceptos propios de la gnoseología del materialismo filosófico (relaciones sinecoides, concepto e idea de creencia). Y en ambos casos, como intentamos mostrar en anteriores intervenciones, de modo oscuro e insuficiente. Como D. A. no ha atendido a nuestras razones no queda nada que añadir. Sexta (y para acabar): nada tiene, por lo visto, que decir D. A. de la comparación que hice de su teoría con la de Engels. Tampoco dice nada de la cuestión del dialelo. Nada tampoco sobre nuestras preguntas sobre cómo era posible mantener la superioridad (en cuanto a su «verdad» como rectificación de las primarias) de las religiones mitológicas. ¿Quiere esto decir que nos concede David que tenemos razón? ¿Quiere decir que le cansa la discusión? ¿O es que no las considera lo suficientemente razonadas como para hacerles caso? Lo que me resisto a pensar es que no tenga nada que decir sobre esto. Seguramente es la falta de tiempo, el cansancio o cualquier otra cuestión externa la que explica este silencio. Pero sobre este silencio no podemos sino hacer conjeturas. Volvemos a agradecer a David Alvargonzález sus indicaciones y su disponibilidad para la discusión.

Númenes Pelayo Pérez García A propósito de la polémica sobre la verdad de las religiones primarias

I Ha vuelto a resurgir la polémica que, desde la publicación hace veinte años de El animal divino, ha ido extendiéndose a medida que sus lectores más conspicuos reaccionaban ante las tesis que Gustavo Bueno desplegaba en tan brillantes como transcendentales páginas. Dando por supuestas demasiadas cosas, nosotros mismos quisimos intervenir, no sin ironía, en la polémica que sigue viva y no solamente desde posiciones racionalistas, «externas» al materialismo filosófico. Es por aquellas suposiciones no solamente 'dogmáticas' sino literarias, cuando menos, tomadas por nosotros mismos que nos atrevemos de nuevo a considerar la cuestión, llevados ahora por la polémica, que se dirá «interna» al materialismo filosófico, generada por uno de los discípulos de Bueno más destacados, como es David Alvargonzález. Pudimos conocer su intervención en el Congreso de Murcia, en septiembre del año 2004, sobre Filosofía y Cuerpo, cuyas actas han sido publicadas recientemente en Ediciones Libertarias, y desde entonces hemos vuelto al texto de su controvertida ponencia, fuente de la controversia que comentamos, en varias ocasiones, muchas de ellas estimuladas por las conversaciones con el propio autor, al que agradecemos el interés que tenía en nuestra opinión, que no sólo por supuesto, como deja ver la relación epistolar con Íñigo Ongay, publicadas en este revista. Pero eso dice mucho a favor de David Alvargonzález, así como de que era consciente del carácter polémico, crítico, que su ponencia acarrearía. He de decir en honor de Alvargonzález que siempre mostró interés y disposición a enriquecer, corregir, rectificar y contrastar sus opiniones y argumentos, lo cual parece una obviedad, pero no lo es tanto cuando todos podemos constatar lo contrario en múltiples debates y supuestas polémicas. Dicho todo lo anterior, añadiré que, en mi caso, mi diagnóstico fue y sigue siendo el mismo, pero creo que solamente es ahora, un año después, cuando puedo justificarlo. Entonces ya le dije a David Alvargonzález que su ponencia estaba presa del positivismo, y que

el cambio de la «metábasis» por la «catábasis» en el movimiento dialéctico que exige la estructura ontológica desarrollada en El animal divino, me parecía un artilugio técnico para hacer encajar los fenómenos que nuestro autor iba destacando y poniéndonos como explicatorios de la trituración del núcleo de la religación, es decir, los númenes, en tanto en cuanto según él no se sostienen desde una perspectiva histórica actual. En cambio, tanto los teriántropos como los teriamorfos, así como consideraciones complementarias, como la cronología más crítica y actual respecto a los homínidas, &c., darían razón de sus objeciones y reconsideraciones respecto de la «verdad» nuclear de la teoría de la religión. Lo que vuelve a llamar nuestra atención es la insistencia, la fijación diríamos, en el problema de «los númenes», sin duda porque no es un fenómeno positivo, en tanto sí son tales los animales y los hombres, así como los ríos, las rocas o los planetas. No argüiremos aquí experiencias personales con animales de «tipo religioso», como a veces por otro lado, el propio Bueno ha expuesto a título de anécdota sin duda, ni quisiéramos entrar de frente en una problemática no menos sorprendente, lo que Urbina en ese mismo congreso, y que tanto tiene que ver con este asunto precisamente, expusiera desde el principio de su fértil como muy importante ponencia, la crítica a la «instalación natural en el mundo», de donde que, por ejemplo, consideremos así, crítica y no ingenuamente, la aparente 'obviedad' de que los animales tienen voluntad e inteligencia, que son seres vivientes, sensibles Y de ahí su pertenencia al eje angular, no tanto porque exista el eje circular, sino porque estos no pueden reducirse al eje radial. Y sin embargo, pocos hombres en nuestra actualidad urbana parecen haber tenido esa experiencia que comentamos, una experiencia que nos pone ante una «animal inédito», un animal que, si se me permite la metáfora antropocéntrica, se nos aparece como si en «él hubiera un hombre mirándonos». Ni que decir tiene que lo anterior no es ningún argumento, todo lo contrario. Es más, diría, desde mi propia experiencia, que esta sólo la puedo explicar en cuanto lector previo de El animal divino, pues psicológicamente, retomando el artículo de José Manuel Rodríguez Pardo al respecto, no explicaría nada, o solo daría cuenta de los fenómenos subjetivos, emocionales, cuando no imaginarios, &c., que personalmente me acaecieron. En el mejor de los casos, no rebasaría el círculo antropológico y tendería, a la manera de Gonzalo Puente Ojea, a reducir esas experiencias, propias o ajenas, a proyecciones de la subjetividad, envuelta en teorías diversas sobre el «hombre y los animales o la naturaleza», ante la presencia de otro ser viviente distinto a mí mismo y a los demás seres humanos. En fin, la supuesta «numinosidad» experimentada sería más bien cosa mía que del animal. La cuestión ahora sí comienza a exigir otro planteamiento, insistimos no a partir de nuestra experiencia personal, o la de Bueno, que en el mejor de los casos serían ilustrativas, sino en lo que tienen, o puedan tener, como posición ante el problema subyacente a toda la polémica y que Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina calificó espléndidamente en su magnifica ponencia en el mismo congreso de Murcia citado: se trata de la «instalación natural» de las ciencias y del hombre común ante los fenómenos positivamente dados. Entonces, desde esta posición crítica, estas experiencias no son ya meras experiencias individuales, psicológicas, que sin duda no pueden dejar de ser subjetuales, sino que son experiencias objetuales, diríamos, relaciones con y entre seres vivientes objetivos, y cuya explicación ya no puede venir dada por la relación epistemológica habitual, por un dualismo que tiende a reducir tales fenómenos precisamente a la experiencia subjetiva «del sujeto cognoscente», generando una explicación formalista cuando no espiritualista de los mismos. Un cierto formalismo actúa en la polémica de David Alvargonzález con sus críticos, sea Tresguerres o Joaquín Robles, aspecto que parece haber percibido Rodríguez Pardo a nuestro entender. Sería este un formalismo propio del ejercicio «externo» no al materialismo filosófico, sino a la materia considerada claro está. Pero si esto es así, entonces además de calificar de positivista a la ponencia de Alvargonzález, habría que calificar de reduccionista a la crítica que a la misma le hace Tresguerres, pues este pareciera haberse visto forzado a una suerte de reduccionismo M2; así como, en cierto sentido, Robles, estaría arrastrado a un reducccionismo M3.

Puestas así las cosas, aclaremos lo anterior y, a ser posible, ejerzamos nuestra propia crítica intentando poner claridad en todo lo anterior.

II Parece que el apartado 2.1 de la ponencia de D. A., «Inversión antropológica», no ofrece ningún problema, al menos para una concepción materialista. Y sin embargo es en ella donde reside la clave del asunto, a nuestro entender. Pues esta inversión, considerada ya desde su misma efectuación, por supuesto, implica que, pese a las asociaciones de carácter biológico y etológico, fundamentalmente, la «desconexión» con los animales ha sido efectuada. A su vez, esta constatación, nos pone directamente ante el problema que el apartado 2.2, «componentes míticos de la religión primaria» y «el espacio antropológico» nos suscitan, sobre todo al introducirse la clave argumentativa de la interpretación crítica del núcleo de la religión, según D. A., desde el «presente actual». Pues resulta que, tanto el apartado 2.1, como el 2.2, no puede no ser considerado desde el «presente actual», es decir, desde la consideración de la Historia que surgirá precisamente tras la inversión antropológica y sus productos técnicos, sociales, científicos posteriores (agricultura, escritura, incluyendo la pintura parietal y otras, &c.). No pretendemos sino constatar que los «tres ejes del espacio antropológico» no existen con anterioridad a la «inversión antropológica», que ese protohombre del que habla David Alvargonzález deja de serlo en el momento mismo en el que por medio de sus relaciones entre sí y con los animales, y el medio, mediante las operaciones técnicas que requieren, y nos remitimos a los espléndidos ejemplos que el propio D. A. expone sobre la fisiología de este protohombre, capaz entre otras cosas del ejercitar el «lenguaje doblemente articulado». Así pues, la cuestión del «componente mítico» no podemos situarla nosotros en el protohombre, sino en el hombre, en tanto al menos este se está «construyendo» como tal, y al hacerlo, retrospectivamente desde el presente, constataríamos que están construyéndose los tres ejes del espacio antropológico, desde los elementos-términos, sus relaciones y operaciones concomitantes. Ahora bien, este estado de humanización, esta génesis del mismo, nos parece que no autoriza a retrotraer los mitos, las fenómenos imaginarios y estéticos, como puedan ser en principio los teriántropos o teriamorfos hasta el núcleo de la religión primaria, cuyo desarrollo, cuyo radio, sería acaso coextensivo a la génesis antropomórfica aludida y que cristalizaría como «cuerpo» religioso solamente en el espacio antropológico, «geometrizado» por nosotros, no se olvide, ya en marcha, pero contradistinto de los «espacios» animales, que llamaremos «eje angular». La cuestión es si las condiciones fisiológicas del protohombre supuesto autorizan, como la bipedestación o la prensilidad de los dedos de sus manos liberadas, a argüir que estos ya poseían mitos o mitologemas, es decir, que ya envolvieron a los animales con esas composiciones estético-psicológicas, como producto de sus relaciones con ellos y entre sí. Y que estas producciones serían entonces el verdadero núcleo de la religión primaria y no los númenes. El lenguaje doblemente articulado, la caza en grupo, las técnicas de supervivencia en fin, son las que «ejercen» diríamos la representación positiva de la«metábasis» estructural, pero ésta, desde el materialismo filosófico supone, si no lo entendemos mal, no sólo el protohombre, más o menos supuesto, más o menos admitido, sino eslabones anteriores, laterales, intermedios en fin, puesto que sino el problema que se plantea ante la existencia del «hombre» como exento, nos pone directamente ante el espiritualismo cuando no ante el creacionismo. Ni que decir tiene que no es eso ni mucho menos lo que David Alvargonzález dice, pero sí lo que se nos puede plantear desde las posiciones defendidas por su ponencia. Y ello por cuanto consideramos que es el «positivismo» de los fenómenos el que está ejerciendo una desviación en tal sentido, seguramente forzada en nuestro caso. Y es aquí donde aparece la «necesidad» del recurso técnico que DA utiliza, para dar cuenta de su 'estructura' argumentativa: la «catábasis» que, según creemos, es la prueba precisamente de este positivismo epistemológico en el que se encuentra. Pues al «descender» desde el presente histórico actual hasta el espacio protohistórico donde acaece la mentada «inversión antropológica» y, por tanto, donde Bueno sitúa la diferencia entre los animales y los hombres, así como la «la verdad de los númenes» como núcleo de la religión primaria, ese

descenso repetimos, no permitiría la «metábasis» postulada como necesaria por la génesis estructural expuesta por Bueno, pues no la deja «ver», oculta y solapada por el tratamiento de los fenómenos, por su misma positividad; ya que según creemos esta solamente en el «ascenso», en el progressus, es constatable, necesaria, y explicable. Es decir, se requiere no sólo el regressus a los términos de la relación que estamos analizando, sino aún más, exige su misma trituración, el regreso hasta Mi y su límite, M, para volver, para 'progresar' y «reconstruir» la estructura misma de Mi, y por tanto los géneros de materialidad desde los que ese «presente histórico actual» está precisamente actuando. Así pues, implica el paso al límite desde los tres ejes del espacio antropológico a los tres géneros de materialidad y el regressus a la materia general, pues es la Materia Transcendental la que nos podrá dar cuenta del «proceso», de la producción implicada y, por tanto, de la «metábasis» que es lo que estamos tratando de justificar. Pues el mantenerse en la relación fenoménica, de otra manera, sería idealista, sin esta justificación procesual, estructurante de M, que nos permite «salvar los fenómenos» precisamente, encajando en este caso del «numen» gnoseológicamente considerado, el cual no puede efectivamente recoger el discurso epistemológico, puesto que este trata de la relación del sujeto cognoscente con el objeto del conocimiento, y por tanto no alcanzando a «roturar» el campo de fenómenos conceptualizados, pero sin embargo organizado por ese mismo «sujeto». Pero «el numen» no pertenece a este orden, no es un concepto empírico-positivo, no es un fenómeno conceptualizable, sino un resultado necesario de la dialéctica que la idea de la verdad exige en su relación crítica con los fenómenos y sus conceptos y teorías, reconstruir. Cerraremos este apartado diciendo que es este supuesto ontológico la causa acaso de los reduccionismos mentados de Tresguerres y de Robles, y queremos creer que también actúa este supuesto, puesto que los tres son discípulos de Bueno y ejercen el materialismo filosófico, en David Alvargonzález. El supuesto común de la Ontología, por cuanto más representada aquí que ejercida, caracterizábamos desde el inicio de estas páginas a estos análisis como «formales», como externos a la materia en sí considerada. La paradoja es que tanto Alvargonzález como Tresguerres o Robles muestran unos conocimientos, un tratamiento concienzudo e indispensable del asunto, lo cual por cierto nos permite a nosotros este intento de interpretación. Decir aquí, por último, que Gustavo Bueno escribió con anterioridad a El animal divino los Ensayos materialistas, o que sin estos no podría haber escrito aquel, mediando entrambos el desarrollo que posteriormente iríamos conociendo como Teoría del cierre categorial, no me parece una obviedad, una verdad de Perogrullo, sino al contrario, pues es el tratamiento gnoseológico, que no epistemológico, propio de las ciencias y del positivismo, el que permite ejercer una dialéctica que dé cuenta en este caso de la verdad de la«existencia de la Religión», de sus fenómenos, de su génesis y de estructura. ¿Dónde situar el «momento de la verdad» de la existencia de la Religión: en la «naturaleza» o en «el hombre»? Es este dualismo, y su misma imposibilidad, lo que El animal divino ha resuelto creemos con suficiente potencia y capacidad para acoger en su estructura dialéctica y material los problemas propios del racionalismo, del espiritualismo más o menos encubierto o del psicologismo propio de un empirismo sin salida.

III Cuando en este mismo apartado 2.2 que estamos comentando, D. A. estipula que los componentes míticos y mágicos, fabulatorios, propios del mundo representacional característico y esencial del hombre, envuelven el núcleo de la religión primaria y, por tanto, muestran la falsedad de la misma, en tanto que niega asimismo, es su tesis, la «verdad» de su componente nuclear, puesto en los númenes reales y su relación con los hombres, David Alvargonzález apela, con precisión, a la «relación de los componentes etológicos y ecológicos con estos otros componentes mitológicos (que) se ajusta al modelo de relación que Bueno llama 'sinecoide'», sin duda tiene razón... pero en tanto se admita su premisa, que es precisamente lo inadmisible, y no tanto las relaciones sinecoides, entre otras estipuladas en el proceso que comentamos. Pues la premisa quiere que «los númenes» sean el producto de la capacidad mitopoietica de los hombres del Paleolítico en sus relaciones con los animales, pero lo quiere introduciendo una categoría nueva, en tanto que no está dada en las relaciones etológicas y ecológicas mencionadas, cual es «la antropológico-cultural» precisamente, es decir, la mitológica, la fabulatoria, que para nosotros no sería sino la condición necesaria... de la extensión del radio nuclear de la religión primaria, justamente hasta su límite negativo, es

decir, justamente hasta el límite desbordado por el proceso de humanización y su dominio técnico en donde, al ser domesticados los animales, el «núcleo» queda borrado, incorporado diríamos, puesto que ahora los animales han cambiado de plano y de relación con los hombres: es por eso que el «núcleo numinoso», se desvía, «se pone» en la extensión del eje radial , pero ahora sí, ahora diluido, fantaseado, mitologizado, «falsificado» en la fase de la religión secundaria. Pero si regresamos desde el presente histórico hasta el «límite» de la inversión antropológica, que implica a la metábasis precisamente, sin triturarlo ni traspasarlo, no podemos dejar de ver a los animales como fenómenos del eje angular, ya constituido; y si trituramos el espacio antropológico, el campo al que accedemos no es otro que el del «animal» en sentido extenso, biofisiológico, en tanto incluye también al animal-hombre. Es que si hablamos de etología, de ecología, de doble articulación, así pues de fisiología, etcétera, no podemos encubrirlo con la representacionalidad característica del hombre, es decir no podemos poner entre paréntesis el componente biológico del (animal) hombre. Si apartamos o sobrepasamos los dos ejes, (angular y circular, y es aquí donde veíamos el supuesto reduccionismo a M2), no recaemos en el eje radial, sino que recaemos en un «mundo» sin orden, sin diferencia, en una mezcla de animales y cosas, de donde la recaída insinuada anteriormente en la dualidad de la «naturaleza y el espíritu» o del dualismo racionalista epistémico propio del positivismo, pues cabe preguntarse: ¿situados más acá del espacio antropológico como considerar los mitos, los dioses, los animales y los hombres? O dicho de otra manera, ¿desde donde nos situaríamos para contemplar esos fenómenos, para enclasarlos, &c.? Así pues, no puede ser sino desde el «presente actual», por una parte, pero ya desde aquí no podremos avanzar sino recurrimos, en nuestro caso, al tercer género de materialidad, a M3, que es adonde queríamos ir a parar, donde la Idea de la Religión, como la Idea de Dios, agotan el arco de su trayectoria desconectándose de sus contenidos. Pues solamente desde ahí nos parece podremos reorganizar, mediante el ejercicio triturador de los mismos en el regressus, su recomposición, ahora sí enclasada, diferenciada, conceptualizada y, por tanto, envuelta en las teorías históricas, científicas o filosóficas diversas, que el progressus nos permitirá recomponer en su génesis, en sus desvíos, en sus fabulaciones, &c. Así pues, la cuestión no se sitúa entonces en los mitos ni en las conductas alrededor del fuego, en las pinturas, ni en las relaciones de supervivencia, u otras, se sitúa en su momento ontológico, en el núcleo ontológico que no estamos contemplando desde la posición criticada, y que no es otro, según creemos, que E, el Ego. Y lo consideramos por cuanto el Ego no es un fenómeno positivamente signable, y porque no se reduce a sus aspectos psicológicos, a la voluntad y el entendimiento «positivamente» considerados, ni reducible por tanto a sus producciones, míticas, técnicas, discursivas, científicas, teológicas o etológicas simplemente. Cuando el «numen» se presenta como una realidad nuclear que surge de las relaciones primitivas, antemíticas diríamos, entre algunos animales y el (animal)hombre, al resaltar ahora la idea del Ego, queremos ceñirnos a dos realidades que se dan entre ambos: la inteligencia y la voluntad. La cuestión mitológica, fabulatoria, y correlativamente, la psicológica proyectiva como quieren Tylor-Puente Ojea, sólo puede ser «concebible», digamos, desde la posición cartesiana, donde los animales ni tienen inteligencia ni voluntad, aunque desde nuestro presente esto pueda sonar como irracional, pero no lo es, puesto que se sigue tratando a los animales como un paquete sensible, un organismo «sin alma», un ente biológico. La cuestión insistimos es que los animales son, cuando menos, egoiformes, racioformes, y nada digamos de los mamíferos superiores. Entonces, es en el proceso de humanización, en sus diferenciaciones dinámico procesuales, en la construcción del dialelo antropológico, donde consideraríamos como nada fabulatoria ni mítica la «aparición» del numen como debido a la relación entre algunos animales y el (animal)hombre. Es porque el Hombre está dejando de ser animal, por que el animal-hombre empieza a estar envuelto por sus producciones que la relación de alteridad, entre él y 'ello', «deja ver» al numen en la experiencia numinosa que tiene lugar ahí, y por tanto la religación con el animal-numinoso, no con el animal común, de donde el núcleo y su curso, este ya independizándose en cuanto «religión», y esta sí aparezca envuelta por mitos, fábulas, magia, &c., ya que es esto lo transmitido, lo utilizado, lo apropiado por el «círculo antropológico». Ahí es donde situaríamos a los teriántropos y teriamorfos,justamente como signos, iconos, del movimiento genético estructural que no puede sino darse «a la vez», pero no de golpe, no cristalizado como tal.

Es ahora cuando la cuestión disputada se nos presenta de manera cruda, pues si negamos la verdad de los númenes, nos queda efectivamente una relación entre animales y hombres, y reduciéndose la religión a una cuestión mítica, cuando no reducida al psicologismo denunciado ya por la fenomenología en el tratamiento positivo, empírico de los fenómenos. Pues ahora cabría preguntar: los mitos, la cultura, las pinturas, la religión, ¿de donde y cómo proceden? ¿cuál es la explicación para estos fenómenos culturales? Habiendo descendido hasta las categorías biofisiológicas genéricas a algunos animales y a los hombres, ¿es la mitología, la cultura un epifenómeno de la «mente-cerebro» específico del hombre? ¿De dónde surge y cómo, insistimos, el «eidos» mítico, su contenido? ¿es un brote del «alma humana» enfrentada a la «naturaleza» animada o no? Si admitimos las fantasías, los relatos míticos, los fenómenos extrasomáticos, como las pinturas, y las creencias religiosas que consideramos, en tanto componentes semánticos del discurso lingüístico, circular de esos relatos ¿cómo podríamos explicarlos, desde el materialismo filosófico, si anulamos o negamos el «término medio» que supone el numen? El numen es precisamente aquello que de común tienen los animales y los hombres, pero que solo pudieron apercibir aquellos hombres dados en una situación peculiar e irrepetible en la cual los animales no habían sido domesticados, ni reducidos completamente a su condición de «bestias de carga» o de reserva alimenticia, y los hombres mantenían, por tanto, una relación «simétrica» diríamos con ellos en tanto seres vivos similares. Es ahí donde surge la apercepción del núcleo numinoso según creemos, la cual será, eso sí, incorporada, es decir, «superada» en el proceso mismo de constitución del «cuerpo» religioso, mediante el dominio y domesticación de los animales y el paso a la agricultura, pues la asimetría ahora ya es nítida, el plano estratigráfico cambia y los númenes-dioses pasan a ser ahora sí, figuras ideales, fantásticas, falsas, en cuanto desconectadas de su momento genético-estructural y formando ya parte del acervo cultural, del relato y los rituales mágicos...

IV El recorrido que hemos realizado en las páginas anteriores solamente ha sido posible teniendo en cuenta la polémica ya extensa en el tiempo y en el número de participantes que la cuestión «de los númenes» ha suscitado. En este caso, las aportaciones de Íñigo Ongay como de Joaquín Robles, así como las precisiones imprescindibles de Tresguerres, y claro está la ponencia crítica de D. A., nos lo han permitido. Naturalmente, el estudio de la obra de Gustavo Bueno, y no sólo de El animal divino, sin duda, no sirve de plataforma y guía, así por ejemplo la muy reciente publicación de El mito de la felicidad, viene a corroborar lo que intentamos decir, otra cosa es que lo consigamos, cuando en el capítulo 1 de la misma asistimos a una «lección magistral» sobre el «campo de la felicidad» que luego irá desarrollándose en contraposición al «espacio de la felicidad» y presentándonos su «estratigrafía» (páginas 37 y ss.), tan pertinentes para el caso, pues ahí en esas páginas metodológicas aludidas en donde Bueno nos vuelve a exponer la estructura que acoge y supera a los fenómenos envueltos por los conceptos que, en este caso, las técnicas y las ciencias, intentan clasificar, delimitar, encajar en el campo de su pertenencia. Y es que cuando nosotros mismos intentamos seguir el decurso de la argumentación de David Alvargonzález, al poner entre paréntesis los ejes del espacio antropológico, recorriendo su «campo» y adentrándonos, por ejemplo, en el de la zoología, nos percatamos de estar siendo sometidos a una mezcla de categorías e ideas. Pues «animal» y «hombre», así como «conducta», etológica o psicológica, pero también «mitologías», «lenguaje doblemente articulado», cuando no «teriántropos o teriamorfos», nada digamos de «númenes», «religión» o de los mismos «ejes del espacio antropológico», &c.. remiten en cada caso a categorías e ideas diversas, opuestas, complementarias, &c., que la argumentación y la finura de David Alvargonzález intenta una y otra vez soslayar en su mezcla, solapamiento y succión última por ese espacio positivista donde sin embargo no deja de moverse. Cuando aquí escribimos animal y (animal) hombre, somos conscientes de estar utilizando categorías zoológicas y antropológicas y que estas por cierto están funcionando y

representándose desde el espacio antropológico construido, como lo será la «idea» de religión que, a través de las categorías estético-psicológicas, lingüísticas, semánticas, conductuales, normativas, &c., construirán la «idea» de la religión, como resultante sintética de este proceso estructurante fenoménico-categorial diverso. Ahora bien, presos de los fenómenos, ¿cómo considerar efectivamente a los «númenes» como la verdad nuclear de la religión primaria? ¿Son los «númenes» un fenómeno objetual, no psicológico, fantasmático, mítico en definitiva? ¿Son los «númenes» una realidad no reducible al aspecto de los animales que se dicen numinosos, a su «apariencia» en fin para-elprotohombre o mejor para el hombre del Paleolítico o tienen los «númenes» una consistencia real, pero tal que no se reduce a categoría alguna sino que deben ser tratados a partir del «espacio antropológico», a partir de las teorías e Ideas que lo componen, así pues desde el tercer género de materialidad, puesto que sólo así podemos recorrer, recuperar los otros dos géneros de materialidad implicados en esta polémica? Tras el anterior recorrido, reafirmamos nuestro diagnóstico y, al mismo tiempo, el formalismo que ha dominado la polémica en cuestión. Formalismo, por cuanto, y de ahí los «reduccionismo» mentados, los múltiples ejemplos argüidos no se enfrentan realmente al «argumento» del materialismo filosófico ejercitado en El animal divino, en tanto es el «supuesto» desde el cual aquellos ejemplos se oponen al «argumento» de David, éste sí contradistinto del utilizado por Bueno y cuya «osadía» parecen denunciar sus oponentes, pero sin descender, sin atacar realmente el argumento, sin hacerlo «frontalmente», diríamos, puesto que parecen aceptar la premisa declarativa del autor: estar actuando «dentro del materialismo filosófico», y por tanto, su ponencia no sería sino desviación, ofuscación o un error de apreciación a lo sumo. Pero su «argumento» no es propio del materialismo filosófico, ya que el materialismo que le sirve de plataforma no es el que postula, sino el racionalista, el empíricopositivista, según creemos deducir del desarrollo de su tesis, y es aquí donde todo se presta a confusión. Pues si frente a Puente-Ojea, por ejemplo, el argumentario de Tresguerres, o por caso Joaquín Robles, se muestra como potente y diáfano, al no considerar que Alvargonzález esté haciendo lo mismo, y ni siquiera el propio David lo admitirá por supuesto, y no pretendiéndolo por otra parte, sin embargo cae y hace caer en el formalismo, que es lo que estamos tratando de demostrar, como si se tratase de un poderoso atractor. Si repasamos las intervenciones agudas y pertinentes de Alfonso Tresguerres, el martilleo sobre la verdad de los númenes parece resonar, una y otra vez, como un intento de laminar el equívoco en el que se supone yerra Alvargonzález. Pero ese martilleo, al que acude Joaquín Robles con no menor contundencia y precisión en sus contraejemplos a la ponencia en cuestión, según creo, no rompen el tejido argumentario, no terminan por adentrarse en la cuestión interna del asunto. Tresguerres trae a colación de nuevo la verdad de los númenes y con Robles, los teriántropos y teriamorfos, quedan descartados como el momento nuclear falso, mítico, de la religión primaria. No son la prueba objetiva de un mito religioso en marcha, cuyo contenido, según esto, no podrían ser sino las fabulaciones del artista, del hombre mitopoietico, o sea, insistimos nosotros, producciones estéticas tras la relación con el mundo animal, no necesariamente numinoso, sino que este carácter 'divino' sería otorgado, puesto por el uso de los mitemas, falsificado entonces, acuñado por la 'casta dominante'... Tresguerres recordará el uso que ya hizo en su día Georges Bataille de los teriántropos y teriamorfos, no sólo mencionados en su Teoría de la Religión, precisamente, anticipatoria en su tesis de El animal divino, pero sin rebasar el carácter metafísico, espiritualista y mágico de lo sagrado, equivalente a lo numinoso, categoría que Bataille toma de Rodolfo Otto, y de sus amigos Leiris y Caillois entre otros, precisamente para cubrir, desde su ateísmo peculiar, el interrogante del origen de la Religión que este autor también vinculaba a los animales sin decantarse por las teorías psicológico-proyectivas o animistas de Tylor, por ejemplo. El problema, según creemos, es que el mito en marcha es objetivo, positivo y en su curso la falsedad envuelve el momento de su verdad, el núcleo verdadero por el cual el mito surge, que es lo que hay que explicar, el contenido im-plicado en el mito precisamente. Momento que en su 'negatividad' no puede ser sino signado, en unos casos, como «lo sagrado» o, en nuestro caso, y con argumentos sostenidos en la dialéctica material de los fenómenos considerados, lo «numinoso», es decir, el aspecto, la aparencia, como diría Ortiz de Urbina, de los númenesanimales que por ser tales son verdaderos, no por ser númenes que entonces, y sólo así, serían falsos. En conclusión, no pueden ser sino los númenes-animales, el núcleo implicado en

la génesis y estructura de la Idea de Religión, el signo que los significantes, animales y hombres, en su relación primigenia dejan a estos apercibir como «numen», el cual es afirmado por esta doble negación, la que determina los fenómenos positivos en cuestión: los cuerpos vivientes con inteligencia y voluntad que actúan, se encuentran, se atisban y miran en medio del espacio antropológico en construcción. Como conclusión, tendremos en cuenta las deficiencias de este escrito, sujeto por tanto a revisión y rectificación por supuesto. Hemos intentado traer al primer plano de la discusión algo que, acaso por su «suposición» y evidencia, nos pareció quedar no sólo oculto, sino desvirtuado: el carácter ontológico del problema de los númenes. Pero para ello, pretendimos recoger la estructura trimembre que permite fundamentar dialécticamente la «Idea de la Religión» en relación a los contenidos materiales que organiza y mediante la cual la podemos contemplar como el resultado de ese mismo ordenamiento de los fenómenos. Se dirá que «el numen» no es un fenómeno positivo a la manera en que sí lo son «los animales» y los «hombres», pero cuando se insiste, como Puente Ojea por ejemplo, en el «animismo» o en los «mecanismos de proyección», se supone que de imágenes, de fantasías, de productos reactivos de la «mente» frente a los animales, por caso, estamos apelando a la psicología, por tanto, al comportamiento, a unas ciertas conductas frente a otras, a afecciones, deseos, producciones que «circulan», rebasan el «término» individual supuesto, y por medio del lenguaje elaboran mitología, divinidades, fantasmagorías, que no negamos, pero que resaltamos como positividades que connotan «voluntad y entendimiento», así pues conductas egomorfas, las cuales, tanto desde nuestra posición como desde el positivismo cientificista y racionalista del siglo XIX y XX, que construyen estas teorías antropológicas y psicologistas sobre la religión, están afirmando empero que los animales, y no sólo los hombres, poseen sensibilidad, inteligencia y voluntad. Y siendo esto así, lo numinoso, el «numen» no será entonces un encaje ad hoc en la teoría de la religión del materialismo filosófico, que no estaría justificado por los hechos ni por los avances del conocimiento de las ciencias del presente las cuales, por lo demás, jamás podrán dar cuenta de la realidad ontológica de los númenes, por pertenecer al «espacio antropológico», geometrizado, ordenado por sus tres ejes ya mentados, y no al 'campo' roturado por las ciencias antropológicas, las etológicas, las paleontológicas o las neurofisiológicas, entre otras Por último, queremos creer que la confirmación de cuanto decimos, por apelar de nuevo al presente actual, no nos vendría dada por la sola representación ejercitada en El animal divino, y sus secuelas, críticas y artículos diversos hasta hoy mismo, sino que la clave de bóveda la encontraríamos espléndidamente construida en El mito de la cultura, en tanto en cuanto ahí se crítica sin paliativos el dualismo Naturaleza-Cultura que surge de la secularización de la Idea de Dios, propia de la fase terciaria de la Religión. Es decir, surge del «ateísmo» consecuente a la teologización misma que el monoteísmo llevó a cabo en los siglos precedentes, en un proceso de desconexión y abstracción que da paso al Idealismo y a la Idea del Espíritu. Recordemos aquí el «Dios ha muerto» de Hegel, que es la culminación del Arco que la Idea de la Religión ha trazado desde su fase primaria, paleolítica a su fase terciaria, monoteísta que tiene aquí su extremo, su límite y su negación por tanto. No abundaremos en esta idea, pues alargaríamos este artículo excesivamente y además requeriría un tratamiento específico, pero no nos hemos podido resistir a ella. Es más, si tuviéramos que sintetizar toda esta polémica, diríamos que «la verdad de el animal divino la encontramos confirmada en el mito de la cultura», y ello porque estructuralmente existe una correspondencia que da unidad sistemática precisamente a la filosofía que ha construido ambas: el materialismo filosófico. Bibliografía Gustavo Bueno, El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión, Pentalfa, Oviedo 1985, 2ª edición, corregida y aumentada con catorce escolios, Pentalfa, Oviedo 1996. Gustavo Bueno, El mito de la cultura. Ensayo de una filosofía materialista de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 1996; séptima edición con nuevo prólogo, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 2004. Georges Bataille, Teoría de la Religión, Taurus, Madrid 1981. Filosofía y cuerpo. Debates en torno al pensamiento de Gustavo Bueno, Ediciones Libertarias, Madrid 2005 (materiales presentados a las jornadas del mismo título celebradas en Murcia

en septiembre de 2003), en particular: David Alvargonzález, «El problema de la verdad en las religiones del paleolítico», págs. 213-224; y Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina, «Cuerpo y materia», págs. 21-34. Polémica sobre la verdad de las religiones primarias que se viene desarrollando en El Catoblepas, con intervenciones de Joaquín Robles, Alfonso Tresguerres, Íñigo Ongay, David Alvargonzález, José Manuel Rodríguez Pardo, &c.

Espacio antropológico, Gnoseología y Filosofía de la Religión José Manuel Rodríguez Pardo Una profundización sobre las críticas realizadas a David Alvargonzález y los comentarios generales sobre la polémica en torno a la Filosofía de la Religión del Materialismo Filosófico El profesor David Alvargonzález ha respondido a tres de sus críticos en el número 39 de esta revista. Sus respuestas, aun presentándose en un formato único, van dirigidas a cada uno de sus interlocutores, incluyéndonos a nosotros; sin embargo, lo que es unidad puramente formal en su artículo (las tres respuestas, asimiladas a una sola) lo es también en lo relativo a los contenidos que aparecen en el trabajo. A nuestro entender, David Alvargonzález parece razonar como si la respuesta a Alfonso Tresguerres, referida a los teriántropos y su presentación dual (intercalada entre los ejes circular y angular del espacio antropológico), no estuviera afectando sobre las cuestiones gnoseológicas que Joaquín Robles (y nosotros mismos) habíamos formulado, en particular a la propia concepción del espacio antropológico. Particularmente, en su respuesta a nuestro escrito del número 39 vuelve a reiterar la defensa de sus posiciones y la inserción de las mismas dentro de las coordenadas más canónicas del materialismo filosófico, aunque comienza apelando a las gradaciones del término «verdad» referidas a las religiones primarias (citando Televisión: Apariencia y Verdad para concretar sus posiciones), escudándose así en que yo afirmo que «sólo si hay una religión primaria que sea verdadera en sentido absoluto puede entonces haber filosofía de la religión», cuando «Gustavo Bueno en El animal divino habla de "verdad" de las religiones sin precisar entonces los diferentes sentidos del término "verdad"». Sin embargo, y aun admitiendo que sea cierta la deducción de Alvargonzález, existe en su punto de partida un error de interpretación, pues yo no sostengo una verdad «en sentido absoluto» respecto a la religión primaria, sino que los númenes del Paleolítico tienen un referente real, no ilusorio. Por insistir en la fórmula de Alfonso Tresguerres: no es que los animales paleolíticos sean realmente númenes, sino que son númenes reales; es decir, que los seres humanos del Paleolítico realizaban su culto a esos animales reales (no aparentes) y no a los teriántropos, del mismo modo que el actor de la película El oso se postra ante un gigantesco omnívoro que es real y amenazante, no ante una ilusión teriantrópica compuesta de oso y humano. De otro modo, si no existiera ese referente real, ¿cómo sostener que la percepción emic de los hombres paleolíticos pueda interpretarse, siquiera en lo que tiene de teriomorfa, en términos de relaciones angulares? Si la clave para entender el núcleo de la religiosidad está en la falsa atribución (y en tanto que falsa, puramente fenoménica, no esencial a la religión) de propiedades que realizan los seres humanos paleolíticos sobre los animales reales, a los que a su vez se les reconoce inteligencia y voluntad (como recalca el propio David Alvargonzález), ¿para que redoblar tal inteligencia, en forma de «atribución errónea»? A mí la tesis de David Alvargonzález me recuerda a la que el jesuita Guillermo Jacinto Bougeant planteó en su Entretenimiento filosófico sobre el lenguaje de las bestias (1739), donde defendió que las almas de los animales son en realidad demonios que han poseído sus maquinales cuerpos. Del mismo modo, los númenes serían resultado de esas falsas atribuciones sobre los animales dotados efectivamente de inteligencia y voluntad. Sin embargo, si los animales efectivamente no son máquinas y sus conductas no son puramente maquinales, o si efectivamente poseen una inteligencia y voluntad no humana, entonces no se entiende por qué multiplicar entes sin necesidad (contenidos de falsa

conciencia o demonios) para explicar esas conductas tan similares a las nuestras. ¿O es que el matrimonio Gardner recae en la falsa conciencia cuando ve progresos en la adquisición del lenguaje de los sordomudos por parte de la chimpancé Washoe? ¿Es falsa conciencia que ese mismo chimpancé use el gesto «sucio» para calificar a un chimpancé que le está chillando desde una jaula, demostrando que puede utilizar el lenguaje Ameslan de forma fluida? ¿Es, en definitiva, falsa conciencia o puro antropomorfismo lo que se expresa en los libros de Etología y por lo tanto Eibesfeldt, Sabater Pi o el citado matrimonio Gardner viven presos del cerrojo ideológico? Sin embargo, y siempre desde su punto de vista, Alvargonzález señala que sus críticas a la religiosidad primaria no implican renuncia a la parte ontológica de El animal divino: Por mi parte, creo que es suficiente reconocer la verdad de las religiones primarias en sentido «histórico trascendental» y en sentido «histórico interno» para que pueda haber verdadera filosofía de la religión y, por tanto, mis posiciones no significan renunciar a la parte ontológica. Una prueba de ello es que, cuando hablo del núcleo de las religiones, de su curso y de su cuerpo, tal como lo hago en mi artículo, estoy haciendo filosofía de la religión ontológica.

Réplica a mi entender también confusa, al igual que, cuando finaliza su respuesta a mi escrito, me recuerda que su propuesta «parte de la doctrina de los tres géneros de materialidad, tiene en cuenta la teoría del cierre categorial en todo lo que se refiere al análisis de las ciencias de la religión, y en lo relativo a la distinción entre metodologías alfa y beta operatorias, utiliza los ejes del espacio antropológico, aplica las diferentes modulaciones de la idea de cultura distinguidas por Gustavo Bueno en El mito de la cultura, hace uso de la idea de inversión antropológica, y de la teoría de la esencia procesual plotiniana, emplea la teoría de las figuras dialécticas, es consistente con la doctrina de la finalidad y de la racionalidad del materialismo, &c. &c.». Señalo la confusión de estas respuestas porque su afirmación final de seguir las líneas maestras del materialismo filosófico podrá ser verdad en cuanto a la representación, pero es, cuando menos, muy discutible en cuanto a su ejercicio. Que la argumentación de David Alvargonzález, por otro lado muy prolija y meritoria sin duda, sea la forma en que el materialismo filosófico se desenvuelve al explicar estos asuntos puede ser incluso poco relevante en algunos casos (por ejemplo, la distinción entre Filosofía de la Religión y Teología no necesita de coordenadas materialistas; las del idealismo hegeliano son las que originariamente sirven para trazar la distinción). Y en el caso de otros conceptos y desarrollos que sí son genuinos del materialismo filosófico, como el problema de las metodologías α y β operatorias, los tres géneros de materialidad, &c., su carácter respecto a las cuestiones antropológicas que plantea Alvargonzález es el de servir de suplemento (todo lo extenso y elaborado que se quiera, aparte de meritorio, sin duda, pero no por ello deja de ser un añadido) a las propias tesis fundamentales, a saber: el mixto de los ejes circular y angular del espacio antropológico, a su vez hipostasiados, separados unos de otros, y no simplemente disociados, como vamos a defender en este escrito. Para fundamentar esta tesis, hemos de referirnos a la forma en que Alvargonzález responde a Tresguerres por segunda vez en el número 39 de la revista, donde no presta atención a las dos tesis problemáticas que destacamos en «Sobre númenes y psicologismo»: el interpretar las relaciones entre hombres y animales como radiales, con el sobreañadido de las angulares, y la suposición de que el hombre es una realidad perfecta y acabada, señalando que una aparición efectiva de extraterrestres no sería la reedición de la religiosidad primaria, salvo que fuéramos «menos que hombres». Esta omisión de nuestros comentarios a las posiciones de Tresguerres, que son comentadas en líneas generales sin apercibirse de su carácter problemático, es producto de que en realidad Alvargonzález y Tresguerres recaen en el mismo error: la sustancialización metafísica de los ejes del espacio antropológico. El ejemplo paradigmático de la sustancialización que realiza Alvargonzález –señalada ya la de Tresguerres– es el que sostiene en su comunicación de Murcia, cuando señala que el numen animal se transforma, por acción de las percepciones viciadas de los humanos paleolíticos (la composición de los teriántropos), en un «numen personal» [sic]. Sin embargo,

lo que parecía una simple equivocación o un error tipográfico es en realidad una señal bien nítida que nos indica un error conceptual mucho más profundo: un error en la comprensión del materialismo filosófico, perfectamente explicitado cuando señala en su segunda respuesta a Tresguerres la importancia del lenguaje en las ceremonias de ruego y plegaria: Pero este rasgo, para que adquiera pleno sentido, implica suponer que el numen nos entiende y, entonces, ya estamos ante un numen bidimensional y, claramente, ante un numen personal.

Como podemos comprobar, termina subrayando este mismo adjetivo (personal) que nosotros resaltamos en su última respuesta, lo que delata que su uso no es en absoluto error alguno, sino asunción consciente y explícita de lo que se sostiene. Realmente, esta afirmación de la existencia de númenes personales en las religiones primarias nos deja completamente descolocados. Si la Idea de Persona no aparece hasta el Cristianismo, ¿cómo podían tener los humanos paleolíticos nociones de númenes personales? Además, esta afirmación de la existencia de númenes personales entra en flagrante contradicción con otro fragmento suyo donde señala que «yo [Alvargonzález] pongo el núcleo de la religión primaria en un momento en el que las relaciones angulares y las circulares no eran todavía distinguidas de un modo claro por parte de los nativos del Paleolítico». Si esas relaciones no eran claramente distinguidas por los propios humanos paleolíticos, ¿cómo suponer que los propios nativos pretendían dirigirse a númenes personales? Sin embargo, la contradicción queda disuelta cuando se manifiesta como coherencia e insistencia en el error, pues tales relaciones, según Alvargonzález, «no eran distinguidas en la perspectiva emic, aunque sí podamos disociarlas para su estudio cuando adoptamos la perspectiva etic». ¿Sostiene entonces Alvargonzález que, desde nuestra perspectiva etic, debemos defender que la Idea de Persona ya existía en el Paleolítico? A mi entender, sólo quien suponga que las relaciones de los seres humanos con los animales eran idénticas a las actuales y que el proceso de hominización ya está culminado, podrá defender que los númenes del Paleolítico son personales. Este modo de proceder es en el fondo idéntico al que realiza Tresguerres: se declaran las relaciones entre hombres y animales como radiales in illo tempore y después se superponen las relaciones angulares para explicar el origen de la religión. Ambas posturas son idénticas en tanto que hacen hipóstasis metafísica de los ejes del espacio antropológico y, tal y como está concebido este espacio, si se sustancializa un eje, se están sustancializando todos. Si acaso el origen de este error esté en no haber prestado la debida atención a una de las tesis fundamentales de la Antropología filosófica del materialismo filosófico: el dialelo antropológico. Como será conocido de muchos de nuestros lectores, el dialelo antropológicosupone asumir la imposibilidad de «regresar» al momento en el que el hombre no estaba aún constituido tal y como lo conocemos (en nuestro caso particular: la imposibilidad de ver a los seres humanos frente a los animales del Pleistoceno que amenazaban con devorarles), a partir de las reliquias del presente (de nuestras relaciones con otros animales ya domesticados o simplemente menos amenazantes, en nuestro caso), simplemente porque ese lugar al que queremos regresar ya no existe: no podemos volver a la situación en la que se encontraba el hombre del Paleolítico. Para explicar las relaciones que mantenían los humanos y los animales en ese período tenemos que partir de la situación presente de las relaciones hombres-animales como una cuestión de hecho, es decir: hemos de partir del eje circular ya constituido, y constituido precisamente porque ya está en marcha el proceso de hominización y los animales que amenazaban al hombre ya han sido domesticados. Sin embargo, ese eje circular (donde se representan las relaciones de los hombres con otros hombres), como bien señala Alvargonzález, no estaba nítidamente diferenciado del eje angular en el Paleolítico. Pero precisamente, en virtud de esa confusión en la que los miembros de una tribu ven de modo efectivo (etic), no puramente ilusorio o aparente (emic), a otros seres humanos como animales, no puede decirse que haya en rigor relaciones circulares, ni mucho menos que los miembros de la tribu x puedan percibir a los de la tribu y como seres personales; eso es totalmente imposible, porque como bien sabemos gracias a la Etnología, el mismo concepto que los primitivos utilizan para designar a los miembros de su tribu equivale a hombre. Es decir, que los humanos ajenos a esa tribu (incluyendo al propio antropólogo) son para ellos animales, y su conducta frente a esos humanos que les son ajenos (incluyendo el canibalismo) difícilmente podría asimilarse a las relaciones simétricas, transitivas y reflexivas que caracterizan el eje circular. No obstante, siempre podría argumentarse, como dice Alvargonzález, que nosotros podemos disociar, pero no separar, los distintos ejes para el estudio, pero hemos de tener en cuenta los tres ejes a la vez (y no uno sólo, el angular, como Alvargonzález atribuye a El animal divino, sobreentendemos nosotros). Sin embargo, esta afirmación que David Alvargonzález

encarece tanto, es en realidad una obviedad: El animal divino tiene en cuenta los tres ejes del espacio antropológico, pero algunos quedan segregados en tanto que los materiales que los conforman son representados de otra manera. Para decirlo de otro modo: quien sustancializa los ejes del espacio antropológico lo hace porque olvida que estos ejes no son exentos, sino que se componen de los dos tipos de materiales antropológicos que recoge la tradición filosófica: los caracteres φ (de physis) y π (de pneuma), referidos a las realidades culturales somáticas (cultura subjetiva) y las realidades culturales extrasomáticas (cultura objetiva), respectivamente, y que la tradición desde Goclenius designa como somatología y psicología. Es en base a estos materiales como hay que componer los ejes del espacio antropológico. En concreto, el eje circular es producto de las relaciones que median entre esta cultura extrasomática (π) y las relaciones somáticas (φ); el eje radial supondría el producto de ambas realidades π y φ, en tanto que «mundo entorno»; y el eje angular supondría la abstracción o segregación de los contenidos somáticos (φ) o de los extrasomáticos (π): así, a los animales paleolíticos y a los seres humanos ajenos a la tribu de referencia, se les contempla como seres amenazantes que pueden devorar al hombre (de hecho, la megafauna del Pleistoceno lo devoraba), sin identificarlos con hombres, como iguales. Y precisamente esta reconstrucción de los ejes a partir de los materiales antropológicos es la que obliga a preguntarse: ¿dónde puede encontrarse el núcleo de la religiosidad? Si lo situamos en el eje circular, hay problemas, porque un hombre divinizado ya no sería un ser humano, alguien con quien establecer relaciones de identidad, de simetría y transitividad. En el eje radial no puede situarse, porque no hay voluntades en él (salvo que seamos Schopenhauer, claro está, y concibamos el mundo como voluntad y representación). Por lo tanto, el núcleo de la religiosidad ha de situarse en el eje angular, donde se encuentran las voluntades no humanas amenazantes, desprovistos de ese contexto cultural (y en consecuencia también del lenguaje doblemente articulado que sirve a Alvargonzález para plantear su tesis). ¿Y por qué no suponer que entre esas relaciones existen también componentes del eje circular, como supone Alvargonzález? Porque eso sería tanto como suponer que el hombre (y las relaciones circulares que le constituyen) es una realidad ya constituida y diferenciada previamente (una esencia hegeliana que se exterioriza, como decíamos a propósito de las tesis de Tresguerres en el anterior número) antes de su contacto con los animales, en lugar de suponerse (tal es la tesis de El animal divino) que es precisamente en esa relación con los animales (la religión primaria) donde el hombre se va constituyendo y toma conciencia de lo que es, proceso de hominización en el que va llegando a varios momentos dramáticos: la domesticación de los animales, que implica la desaparición de la religiosidad primaria y su conversión en la secundaria; y la crítica a la religión secundaria, que cristaliza en ese Dios personal (ahora sí) del monoteísmo cristiano, resultado de «la sustancialización, la desconexión (abstracción formal) [...] resultante de sustancializar ciertas cualidades o ciertas relaciones, tales como "pensamiento", "conciencia", "infinitud"» (Gustavo Bueno, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ciencia Nueva, Madrid 1970, págs. 79-80). Sin embargo, esta definición de la Metafísica que aportaba el materialismo filosófico en fecha tan temprana tomaba como referente de ese pensamiento infinito al pensamiento humano; sólo tras la explosión de la Etología podría interpretarse ese ser de atributos infinitos, que acecha y observa al hombre, que «todo lo ve, todo lo oye», como resultado de las experiencias previas de los hombres paleolíticos con otros seres dotados de inteligencia y voluntad (la fauna del Pleistoceno) que, una vez domesticados y controlados, una vez desaparecida esa génesis de la experiencia religiosa, quedarían sustancializados de tal forma. En definitiva, que los atributos infinitos de inteligencia y voluntad de Dios sólo pueden haberse generado (núcleo) ante otros seres finitos pero que nos horrorizan y enardecen (seres angulares), como decía San Agustín de los animales. Ahora bien, esta impugnación a las tesis de Alvargonzález ni mucho menos autoriza a decir que las relaciones angulares sólo comienzan a existir cuando el hombre deja de ver a los animales como parte del eje radial, porque eso es suponer que en algún momento en el tiempo (y aquí la explicación de Tresguerres parece mítica y legendaria, al menos mientras no la matice) los animales ya estaban enclasados en el eje radial, distinguidos de los seres humanos. Así, no habría posibilidad de que el hombre se constituyera frente a los animales,

pues ya estaría constituido previamente, y esos animales, por alguna extraña razón, también estarían domesticados y a lo sumo nos relacionaríamos con ellos para proveernos de caza, alimento, &c. Este cúmulo de contradicciones flagrantes disuelven toda la argumentación de Alvargonzález (y la de Tresguerres también, en base a las tesis problemáticas ya señaladas en nuestro artículo anterior) y la transforma en una argumentación errónea, donde los conceptos están confundidos y, en consecuencia, al no conceptualizar correctamente, se queda todo como está. En consecuencia, y muy a su pesar, la crítica de Alvargonzález (y Tresguerres) se convierte en una «falsa crítica», en tanto que no es capaz de cumplir los objetivos de clasificar correctamente los materiales que analiza, «dejando las cosas como están», como decía Wittgenstein de la Filosofía (en este caso, Wittgenstein estaba ejercitando una «falsa Filosofía», aunque se representase como filósofo). Además, al contrario de lo que el propio Alvargonzález responde, su tesis manifiesta la imposibilidad de presentar una fasificación de la religión, pues tan teriántropos son las pinturas de Altamira como los ángeles del cristianismo (a no ser que, ya que Alvargonzález incluye en el núcleo de la religión elementos ilusorios, haya que incluir en él a los hombres alados). La religión quedaría, pues, reducida a la condición genérica de falsedad trascendental (ahí estaría su verdad en sentido «histórico trascendental», producto de la «inversión antropológica»), sin la posibilidad de definir un núcleo, un cuerpo y un curso; sería volver a Feuerbach o, a lo sumo, a las posiciones que el materialismo filosófico podía mantener en la persona de Gustavo Bueno en El papel de la filosofía en el conjunto del saber que ya referimos más arriba, cuando la Etología aún no se había popularizado y las relaciones antropológicas eran consideradas por el materialismo filosófico, de hecho, como bidimensionales. Desde su teoría teriantrópica, David Alvargonzález a lo sumo podría formular una génesis (la falsa atribución realizada por los humanos paleolíticos respecto a la inteligencia y voluntad de los animales prehistóricos) y una estructura de la religión: la falsa conciencia que supone la religión en tanto que materia formalizada, ortograma, que conforma la praxis del hombre, en tanto que ser conformado en un sentido «histórico trascendental». Por nuestra parte, poco más tendríamos que decir sobre las tesis de David Alvargonzález, salvo volver a insistir en la dramática importancia que su afirmación de los teriántropos tiene para la Filosofía de la Religión. De sostenerse ese núcleo y lograr probarse de forma apagógica (por medio de la falsedad de las tesis opuestas), entonces la apelación a la terminología del materialismo filosófico para intentar salvaguardar los procedimientos de El animal divino (la noción de núcleo, cuerpo y curso para explicar la esencia de la religión, las metodologías alfa y beta, el materialismo ontológico, &c.) resultarían un suplemento erróneo e incoherente, en tanto que cuestiones genéricas y no específicas al problema de los númenes. Por el contrario, si la argumentación de David Alvargonzález se muestra errónea (y así consideramos haberlo probado sobradamente), en tanto que parte de la sustancialización, puramente metafísica, de los ejes del espacio antropológico (aunque se represente como una interpretación genuina del materialismo filosófico) entonces es incapaz de alterar el proyecto de la Filosofía materialista de la Religión y no tendría más basamento que la confusión objetiva de determinados conceptos del materialismo filosófico, con las consiguientes falsas deducciones que aquí ya hemos señalado.

Sobre númenes, leones y jaguares Iñigo Ongay Respuesta a David Alvargonzález En su artículo «El león de Iñigo Ongay y el jaguarete de Iguazú» (El Catoblepas, nº 40, pág. 11) responde David Alvargonzález los comentarios sobre el desarrollo de la polémica en torno a los númenes y la filosofía angular de la religión que yo había dejado planteados en el

número 39 de El Catoblepas. En este breve texto el Profesor Alvargonzález hace pie sobre todo en la crítica a un argumento «nuevo» que yo habría ofrecido en mi artículo «Númenes reales y Filosofía angular de la religión», y que el propio profesor gijonés rotula como «argumento del encuentro con el león». Dado que efectivamente las consideraciones sobre un tal «experimento mental» ocupan la mayor parte del artículo de David Alvargonzález, yo también voy a optar por centrar mi respuesta en este flanco, dedicando en cambio poco espacio –o más bien casi ninguno– a otras objeciones que David arroja contra mi texto, particularmente a las que hacen blanco en los «procedimientos» argumentativos utilizados en este mismo («argumentos de autoridad», «constantes paráfrasis» de Gustavo Bueno, &c.) {1}. Bien, entrando por lo tanto, sin más preámbulos, en la réplica de David sobre mi «experimento mental», lo primero que considero necesario aclarar es que nuestro autor no ha entendido realmente nada bien –seguramente por nuestra culpa– el argumento del «encuentro con el león» que yo presentaba en mi anterior trabajo; es más, en primer lugar ha interpretado de un modo verdaderamente muy embrollado las «intenciones» con las que una tal situación se introducía en la polémica y además, en segundo lugar, tampoco –creo– ha acertado a calcular el alcance que conferíamos a dicho «argumento». Vamos a detenernos brevemente sobre estas cuestiones. De un lado, decimos, David ha interpretado mal mis intenciones dado que tal y como el profesor asturiano se representa estas mismas, parecería que yo tratase, con mi ejemplo, de hacerle «reconsiderar» aunque fuese marrulleramente y mediante la subrepticia introducción del expediente de la fiera peligrosa, su «impiedad primaria» a la manera –y este es ejemplo sacado a colación por el mismo Alvargonzález en su discusión de mis argumentos– como también el clérigo católico pretende provocar la «conversión» en el ateo terciario una vez este sea colocado ante el trámite de la muerte, las penas del infierno, y no sé cuántas cosas más. De esta manera, responde David, mis pretensiones son enteramente erróneas, puesto que aunque la fiera de mi ejemplo mate y devore a mi interlocutor, este efectivamente moriría, sin por ello abdicar de su «impiedad» materialista, es decir, moriría consciente, en todo caso, de los límites de la inteligencia de los felinos. En este mismo sentido, y para mejor así calificar mis propias posiciones, David Alvargonzález «se acuerda» de las controversias que se mantuvieron sobre si Ortega, besando la cruz, «reconsideró» o no su propia «impiedad» in articulo mortis. Pues bien, como broma puede valer, sin embargo lo que esta línea de argumentación no debiera hacerle a David perder de vista es que, aunque muy bien pueda él mismo mantener toda su «impiedad materialista», incluso a la hora de arrostrar el «trance del león», yo desde luego no soy algo así como el «Santiago Ramírez de la Religión Primaria». Lo que con esto quiero decir es ante todo que, sin perjuicio de las intenciones «apologéticas» que Alvargonzález pretende atribuirme, a mí particularmente me tiene enteramente sin cuidado la «actitud» con la que David «vivenciaría» el encuentro con nuestro numen, es decir, no sólo no pretendo «convertirle» (puesto que tampoco soy el San Francisco Javier de las religiones del paleolítico) sino que tampoco considero que interesen, a efectos argumentales, las «vivencias subjetivas» que David, o yo mismo, pudiésemos «experimentar» en una tal situación; los tiros no iban desde luego por ahí. Además, tampoco debiéramos dejar de reparar en una diferencia, bien significativa de suyo, entre la «impiedad» primaria y la terciaria que, sin embargo, David no parece haber detectado con la suficiente claridad. Nos referimos a los siguiente: el ateo terciario puede efectivamente apearse de su impiedad in articulo mortis, sea, pero ¿puede decirse en algún sentido que su propia muerte venga determinada por las operaciones del propio Dios infinito al que tal prosélito decide volverse a última hora? ¿Puede acaso aducirse que es este Dios Pantocrátor quien lo mata? De otra manera: Ortega besaría o no la cruz ofrecida por los buenos clérigos que rodeaban su lecho, pero lo que desde luego no hizo Ortega es ver al Padre Eterno al final de su vida, como no fuera por efecto de unas alucinaciones de etiología bioquímica muy determinada (por ejemplo encefalínica o endorfínica); esto es, ese Dios con el que David quiere comparar a nuestro león, no figura ni siquiera en el plano fenoménico sencillamente porque presuponemos que no existe, y precisamente porque no existe en la realidad (a no ser que aceptemos las premisas teístas) tampoco puede ser objeto de una verdadera experiencia, y justamente en este punto reside la principal diferencia ontológica respecto al estatuto de los númenes primarios. Creemos que algo de esto puede quedar

todavía más claro trayendo aquí a colación un párrafo extraído de la obra más reciente de Gustavo Bueno, permítasenos citarlo: «Desde una plataforma materialista resulta imposible adscribir la "alegría" por la que "siente el ánima en sí mesma la presencia de Dios" al estrato básico de los fenómenos. Esa alegría no puede sencillamente ser admitida como fenómeno, sino, a lo sumo, como una descripción en la que andan mezcladas ciertas sensaciones cenestésicas con ideas sobre Dios y sobre la escalera que nos conduce a él. Ideas que realimentan aquellas sensaciones y las fijan. Lo que para el iluminado es fenómeno de presencia , que requiere admitir la realidad de lo que se presenta, para el racionalista es sólo un fenómeno ilusorio o alucinatorio, en el que el sentir (sensum) ha transformado su materia (lo sentido, sensatum) sustituyéndola por otra, por medio de Ideas, teorías, &c.» (Gustavo Bueno, El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, pág. 160.)

Ahora bien, lo más interesante de este asunto consiste, creemos, en lo siguiente: si nuestras intenciones a la hora de presentar la situación del «encuentro con el león» no consistían en absoluto en una intentona desesperada por obligar a David a desistir de su «impiedad irreductible» y si desde luego tampoco queríamos indagar en las «vivencias» que el propio Alvargonzález pudiera experimentar ante un tal encuentro – cosa que repito me importa bien poco– y mucho menos –como David apunta– echar un cerrojo «dramático» sobre la discusión por vía de la muerte de mis contrincantes, la pregunta que se abre entonces parece obvia: ¿a cuento de qué venía exactamente este peculiar «experimento mental»? ¿Se trataba acaso de reducir la religión primaria a una experiencia psicológica particularmente intensa relacionada con el trato con ciertos animales? Pues efectivamente no; en modo alguno se trataba de eso. Y no se trataba de eso dado, entre otras cosas, que al margen de las «vivencias subjetivas» que pueda llevar aparejadas, lo que este «argumento mental» deja ver con especial evidencia es precisamente las propiedades numinosas que exhiben ciertos animales incluso en el presente, al menos cuando median ciertas circunstancias que permiten, diríamos, a tales fieras «envolver» etológicamente al más «impío»; y son justamente tales propiedades las que califican a estos animales como términos adecuados de una particular relación por religación, en la que consiste el núcleo verdadero de las religiones primarias. Ahora bien, en el contexto de esta relación nuclear resultan más o menos irrelevantes las «vivencias subjetivas» que puedan tener lugar, con lo que, desde luego, nosotros no advertimos resto de psicologismo alguno en nuestras posiciones, aunque eso sí, subsistan desde luego poderosas cargas de psicologismo en la propia interpretación que David Alvargonzález se ha fabricado al respecto; es decir, si algún psicologismo se está ejercitando aquí, creemos que este reside más bien en el mismo color del cristal al trasluz del cual el profesor Alvargonzález ve el «experimento mental» de referencia. Y nos importa, por lo demás, hacer notar en este contexto que nosotros no hemos sostenido, en ningún momento, que la religión, como tal figura antropológica, se reduzca en modo alguno a las «experiencias» de los hombres ante los leones. Esa tesis sería efectivamente psicologista, y sin duda que hace muy bien David en denunciarlo así, sólo que, dado principalmente que nosotros no nos reconocemos en su denuncia, hemos de señalar que Alvargonzález parece razonar como si estuviera él mismo preso del «juego de espejos deformantes» al que el propio profesor asturiano se refería en una de sus respuestas a Alfonso Tresguerres. ¿Y qué decir de las instrucciones que los responsables del Parque de Iguazú ofrecen a los turistas, por si estos mismos se encontraran repentinamente con un jaguarete? Ante todo, que como en efecto afirma Alvargonzález, tales disposiciones aparecen como fundamentadas en el conocimiento exhaustivo del etograma de este felino, y por tanto en los conocimientos positivos propios del etólogo de nuestros días, unos conocimientos, por lo demás, en los que de alguna manera participaban también, a su modo, los teólogos primarios, los cazadores del paleolítico{2} por más mitos que envolvieran el trato operatorio que estos sujetos mantenían con la fauna pleistocena. Ahora bien, lo que no termino de ver, por mi parte, es el modo cómo estas pautas que recomiendan los responsables del Parque de Iguazú benefician lo más mínimo a las posturas del profesor Alvargonzález, ante todo, si tenemos en cuenta que semejantes instrucciones presuponen, como dice Alvargonzález, los «límites de la inteligencia de los felinos», porque

presuponer tal cosa vale tanto como reconocer al mismo tiempo y eo ipso, su propia «inteligencia», es decir, su «entendimiento», así como también su «voluntad». Con ello, creemos que puede comprenderse fácilmente, que tales instrucciones lo que principalmente presuponen es que los jaguaretes no son autómatas, ni tampoco hombres, aunque sean sujetos operatorios a los que otros sujetos operatorios (ahora humanos) pueden procurar «engañar» (o ,en otros casos, ser engañados por ellos), o tratar de «comunicarse»; con los que en definitiva, cabe mantener, de un modo sui generis, relaciones muy determinadas que no pueden sostenerse frente a las plantas, pero tampoco frente a las restantes personas. Y si los jaguaretes de Iguazú no son «máquinas» (radiales) ni tampoco «personas» (circulares), ¿qué es lo que queda? Pues que sean ante todo términos del eje angular del espacio antropológico con los cuales resulta perfectamente hacedero, dadas ciertas condiciones, entablar el trato característico de la religación angular. Es decir, algo, en resolución muy parecido, a númenes primarios. Y por eso consideramos que acierta de pleno Lino Camprubí cuando, en los Foros de Nódulo, concluye su intervención referente al «jaguarete de Iguazú» con las siguientes palabras: «No son los diez mandamientos, pero...» Notas {1} No quiero detenerme en este punto y, sin embargo, de lo que no se da cuenta David es de que estos supuestos «argumentos de autoridad» no iban dirigidos principalmente contra él, y en todo caso, contra Alvargonzález, muy poca fuerza podrían hacer evidentemente, dado que nuestro interlocutor, como es bien sabido, no está de acuerdo con «El animal divino» y él mismo reconoce este desacuerdo (al menos en lo que respecta a la «parte ontológica») y, por lo tanto, ya nos explicará David Alvargonzález cómo iba a ser yo tan idiota (y no digo ya sólo dogmático, que también) para pretender «clausurar» una discusión apelando a una autoridad que el contrincante comienza por no reconocer. {2} Dice David Alvargonzález en su artículo, refiriéndose a estos cazadores: «en contra de lo que dice Íñigo Ongay, sí podrían tener ciertos conocimientos prácticos que un etólogo consideraría acertados.» Por entero de acuerdo, salvo que yo no he sostenido nunca lo contrario. Lo que sí he mantenido –y lo mantengo otra vez ahora– es que estos individuos no «sabían ninguna etología en absoluto», cosa en la que desde luego David coincidirá conmigo, a no ser que pretenda remontar anacrónicamente los orígenes de la historia de la etología, como tal disciplina categorial, al paleolítico superior.

Tres nuevos comentarios a mis críticos David Alvargonzález Respuestas a Pelayo Pérez, Joaquín Robles y José Manuel Rodríguez Pardo

Comentarios a Pelayo Pérez En primer lugar, quisiera dar las gracias a Pelayo Pérez por el gran interés que en todo momento ha mostrado hacia mi trabajo sobre la verdad de las religiones del Paleolítico. Como todos sabemos, la discusión es un componente esencial del modo de proceder filosófico y, en este caso he de decir, además, que cada nueva crítica que se me hace es una oportunidad que tengo para exponer con más detenimiento mis posiciones allí donde los demás consideran que necesitan mejores explicaciones. Pelayo Pérez, en su artículo «Númenes» aparecido en El Catoblepas (nº 40, pág. 13), interpreta que la filosofía de la religión que defiendo puede encuadrarse dentro del positivismo

(dice textualmente que está «presa del positivismo» y que esa filosofía no sería materialista sino «empírico-positivista»). El positivismo es una doctrina filosófica que se caracteriza por defender una concepción de la filosofía, una gnoseología, una ontología y una filosofía de la historia y de la religión muy concretas. Por ejemplo, desde la versión canónica de Augusto Comte, todo lo que el materialismo considera filosofía (como saber de segundo grado) probablemente sería visto por el positivismo como metafísica y, por tanto, como perteneciente a un estadio ya superado de la historia de la humanidad. En ningún lugar he mantenido la concepción positivista de la filosofía que sostiene Comte, quien supone que la filosofía es una síntesis general de los hechos observados por las ciencias que en su filosofía han sido clasificadas jerárquicamente. Tampoco he sostenido nunca las tesis «liquidacionistas» acerca de la filosofía propias del neopositivismo. En gnoseología y en ontología, el positivismo va asociado a una doctrina descripcionista inductivista que escora a veces, en algunos autores, hacia el adecuacionismo realista, y que también, en todo caso, está muy alejada del materialismo. En filosofía de la historia, la ley de los tres estadios de Comte va indisociablemente unida a la idea de progreso de la humanidad. Por mi parte, en ningún momento he defendido la ley de los tres estadios, ni el progreso de la humanidad, ni el descripcionismo, el adecuacionismo o el realismo gnoseológicos. Tampoco he defendido en ningún lugar la curiosa filosofía de la religión de Comte con su proyecto de una «religión de la humanidad». Ahora bien, el materialismo filosófico es una filosofía implantada en el presente, que toma como punto de partida (y de llegada) en sus análisis el presente. Y ese presente, en algunos tramos muy importantes, viene constituido por las ciencias. De ahí que el materialismo no pueda proceder dando la espalda a las ciencias del presente y, en el caso de la religión, no puede dar la espalda a la paleoantropología, a la fisiología, a la sociología, a la etología, a la prehistoria, &c. La discusión técnica acerca de la datación de los teriántropos pintados y gravados en las cuevas es propia de prehistoriadores. La discusión acerca del modo cómo interpretamos esas pinturas ya implica una determinada antropología filosófica. La discusión fisiológica y anatómica (paleontológica y neontológica) acerca de si los neandertales podían o no hablar es propia de paleoantropólogos, zoólogos, biólogos, &c. La discusión acerca del papel de ese posible lenguaje en las instituciones antropológicas ya es una cuestión más filosófica. En cualquier caso, la filosofía de la religión que intento hacer, aun teniendo en cuenta las ciencias del presente, seguirá siendo filosofía, es decir, nunca será una ciencia (cuestión ésta en la que he insistido repetidamente). Y esa filosofía de la religión materialista tendrá que estar hecha a partir de los fenómenos sin que por eso tenga que ser considerada necesariamente positivista. Quizás en mi artículo haya cometido una falta por omisión, al no aclarar en cada caso cuándo me estaba refiriendo a conceptos y cuándo a ideas. En concreto, la idea de numen es, desde luego, una idea filosófica. Como es sabido, Gustavo Bueno en las Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión (cuestión undécima, pág. 436) contrapone su filosofía de la religión a la de Augusto Comte. Comte, siguiendo un esquema progresista ordena las fases de las religiones desde las que considera más falsas (el fetichismo) hasta la que considera verdadera (la religión de la Humanidad que él propone), pasando por el politeísmo y el monoteísmo. Bueno dice que su esquema es inverso, pues pone las religiones verdaderas en el origen, para pasar al periodo secundario, en el que las religiones son absolutamente falsas, y terminar en las religiones terciarias que son relativamente verdaderas, en cuanto negación de las secundarias. Es cierto que he defendido que no se puede hablar de religiones absolutamente verdaderas. En cualquier caso, nunca he defendido la teoría del progreso de Comte, ni siquiera aplicada al curso de las religiones, pues siempre he afirmado que todas las religiones tienen componentes verdaderos y componentes falsos (cuando son evaluadas desde el presente) y, precisamente, lo interesante del asunto consiste en determinar, en cada fase, cuáles son unos y cuáles son los otros. Concretamente, en el núcleo de las religiones del Paleolítico podemos, desde el presente, disociar contenidos verdaderos –por ejemplo, la relación angular con ciertos animales reales– y contenidos falsos –los que aparecen en el segundo término del sinecoide que he propuesto, y que han sido tantas veces citados {1}–. Ahora bien, que no defienda la ley de los tres estadios ni el progreso de la humanidad no quiere decir que caiga en un relativismo cultural e histórico disolvente: las posiciones del presente desde las que hago filosofía son las del ateismo y la impiedad que son indisociables del materialismo. Y, desde esas posiciones, las religiones del Paleolítico, entendidas como instituciones culturales, no son posibles como religiones verdaderas en el presente.

Otro asunto que quizás esté también relacionado con la discusión sobre el positivismo es el determinar en qué medida las ciencias pueden dar cuenta de la realidad. Siempre he defendido, de acuerdo con el materialismo de Gustavo Bueno, que las ciencias no agotan la realidad. Por ejemplo, las ciencias no agotan la realidad de nuestras relaciones angulares o circulares, no agotan, con sus análisis, la realidad de nuestras relaciones con otros hombres o con otros animales no humanos. En ese sentido, tiene razón Pelayo Pérez al afirmar que nuestras relaciones angulares y circulares se dibujan sobre el fondo de una materialidad trascendental plural e indeterminada. Sin embargo, esta consideración generalísima no debe hacernos perder de vista que las ciencias sí pueden marcarnos por vía negativa muchos límites que son infranqueables. Es imposible el móvil perpetuo de segunda especie o el decaedro regular, es imposible el movimiento a velocidades superiores a la de la luz o la quietud por debajo del cero absoluto de temperatura, &c. De igual forma, aunque la psicología y la etología no agoten el campo de nuestras relaciones angulares o circulares –y yo nunca he pretendido que lo agoten–, sin embargo, nos permiten tener conocimiento preciso de ciertos límites de la inteligencia animal y de la competencia de algunos animales en los lenguajes de tipo humano. El «canon de la parsimonia» de Lloyd Morgan, el «efecto Hans el listo», los etogramas de las diferentes especies, las capacidades en el aprendizaje determinadas para cada especie, la falta de validez ecológica de los lenguajes humanos enseñados a lo chimpancés, son algunos de estos límites que es necesario no perder de vista. Estos límites los conocemos nosotros (en ocasiones con gran precisión) y eran desconocidos para los grupos humanos del Paleolítico superior; por eso nosotros no podemos ser hombres piadosos ni religiosos y ellos tuvieron que serlo pues, en ausencia de ciencia y de filosofía, la religión fue uno de los modos institucionalizados de ordenar sus relaciones beta operatorias (por eso esas religiones son verdaderas en un sentido trascendental y en un sentido «histórico interno», como tantas veces he reconocido). Es cierto que he propuesto que el transito del periodo protorreligioso al periodo de la religión primaria quizás pudiera entenderse mejor desde la figura dialéctica de la catábasis (que exige la composición de varias líneas independientes) que utilizando el mecanismo de la metábasis que se ha considerado otras veces. Sin embargo, no logro entender en qué medida esta propuesta acerca mis posiciones a las del positivismo, como parece interpretar Pelayo Pérez, pues no he encontrado entre autores positivistas ningún rastro de la utilización de esta figura dialéctica (o algo que pudiera parecerse). Incluso aunque se pudiera encontrar algún ejemplo, no entiendo por qué el procedimiento de la catábasis resulta ser «más positivista» que el de la metábasis. Pelayo Pérez supone también que mi discusión acerca de los diferentes sentidos del término «verdad» cuando se aplica a las religiones del Paleolítico tiene el defecto de caer en cierto formalismo ontológico. En la ontología de Gustavo Bueno, expuesta en los Ensayos materialistas y en Materia, se consideran formalistas aquellas posiciones que reducen unos géneros de materialidad a otros. Cabría la reducción de dos de los géneros al tercero, como en el corporeismo (entendido como reducción de M2 y M3 a M1: Gustavo Bueno pone el ejemplo del De corpore de Thomas Hobbes), o cabría la reducción de un género a los otros dos, como podría ocurrir en un empirismo que negara la existencia de estructuras esenciales (M3). Sin embargo, para analizar ontológicamente esa institución antropológica que son las religiones del Paleolítico es necesario tener en cuenta, indudablemente, los tres géneros de materialidad. Este tema no había sido tratado hasta el momento, ni en mi primer artículo ni en la discusión ulterior, pero el reconocimiento de componentes de los tres géneros en las religiones está siempre presupuesto. Concretamente, en las religiones del Paleolítico hay componentes primogenéricos, corpóreos: los organismos humanos y animales, los cuerpos inanimados de la naturaleza que los rodean, los artefactos de las técnicas paleolíticas, &c. También suponemos la presencia de componentes segundogenéricos (aunque éstos no dejen restos o no fosilicen) precisamente para poder hacer inteligibles las operaciones de los sujetos animales y humanos, operaciones que conocemos por sus resultados (la industria lítica, las pinturas parietales, &c.). Tenemos que suponer que esos sujetos humanos tenían sensaciones y sentimientos, realizaban cálculos, planeaban estrategias, &c. En la filosofía de la religión que he expuesto tampoco resulta difícil reconocer componentes terciogenéricos, «esenciales», en las religiones prístinas: el numen primario no podría ser analizado sin referirse a sus componentes terciogenéricos porque en él se da la composición de aspectos angulares y circulares en una

institución antropológica suprasubjetiva y, por tanto, no es exclusivamente un cuerpo (M1) o un contenido de la conciencia (M2), sino que, además, exige referirse a los componentes del tercer género, componentes mitológicos, componentes que aparecen en la composición de rasgos angulares y circulares. (Es el propio Pelayo Pérez el que nos dice que el animal numinoso se nos aparece como si en él hubiera un hombre mirándonos). Las relaciones de los grupos humanos paleolíticos con ciertos animales (los animales numinosos) están mediadas por esas estructuras mitológicas que son componentes nucleares (en mi interpretación) de las primeras religiones. Por tanto, no entiendo en qué sentido Pelayo Pérez me atribuye el dualismo «Naturaleza Cultura» o el «dualismo racionalista epistémico propio del positivismo». Son precisamente los que se atienen a una filosofía de la religión que ponga el núcleo exclusivamente en las relaciones angulares los que podrán tener más dificultades a la hora de buscar componentes terciogenéricos en el núcleo de esas primeras religiones. Pelayo Pérez critica, por un lado, mi «positivismo de los fenómenos» y, por otro lado, considera que mis análisis son «formales» porque son «externos a la materia en sí considerada». Por otra parte, parece que no acabo de tener éxito en mi tarea de explicar cómo funciona el mecanismo de la inversión antropológica cuando se aplica a la religión. He argumentado que el comienzo de las primeras religiones, en cuanto constituidas como instituciones antropológicas, podría entenderse como el resultado de un proceso de inversión antropológica. En ese proceso, las relaciones etológicas y psicológicas de unos grupos humanos con otros animales (humanos o no) habrían quedado reorganizadas por medio de una institución nueva que es la religión. Esa institución tendría ya sus ceremonias, sus normas y sus contenidos elaborados de un modo específicamente humano (lo cual no quita para que, desde el presente, consideremos que algunos de esos contenidos son falsos). Pero, en ningún caso esa reorganización de las relaciones con los animales supone, como afirma Pelayo Pérez, una «desconexión con los animales», ni supone entender los componentes mitológicos como epifenómenos. Todo lo contrario, los grupos humanos siguen estando religados positivamente con ciertos animales (humanos o no), pero lo están ahora de un modo característico a través de esas primeras religiones, y los componentes míticos de esas religiones son partes necesarias (con una «necesidad histórica») de esa religación. De todas formas, quiero insistir en que la inversión antropológica no es un proceso que tenga lugar en un momento único, no es un proceso que pueda entenderse como si se diera de una sola vez. Por eso es un instrumento que nos vale para ir analizando el proceso de constitución del hombre moderno, un proceso que dura milenios. El protohombre no se convierte en hombre de un golpe. Hay indicios para pensar que la institución de la religión pudo aparecer en el Paleolítico pero otras instituciones antropológicas aparecieron después y, sin embargo, son constitutivas de lo que es el hombre moderno: la aldea (luego la ciudad), la domesticación de plantas y animales, la escritura, el estado, la propiedad, &c. Gijón, 1 de junio de 2005. Nota {1} Que aparecen en mi texto «El problema de la verdad en las religiones del Paleolítico», El Catoblepas, nº 37, pág. 12, en los alrededores de la nota 10. ***

Cuartos comentarios a Joaquín Robles

1. El proceso de constitución de las primeras religiones supone partir de una situación previa protorreligiosa en la cual, aunque existan las relaciones etológicas entre grupos humanos, y entre éstos y otros animales no humanos, la religión, como institución propia de la cultura objetiva, aún no existía. Esa nueva institución exige la conducta verbal humana y también supone que los rituales se conviertan en ceremonias. Los recursos que tenían esos protohombres para representarse y organizar sus relaciones con ciertos animales (y con otros grupos humanos) eran los que estaban acumulados en su experiencia con esos sujetos operatorios (animales y humanos). La distinción entre animales no humanos y humanos, y la distinción de los rasgos que son específicamente humanos (transgenéricos, antropológicos) frente a los que no lo son (rasgos subgenéricos y cogenéricos, conductas del hombre y conductas animales) puede ser clara para nosotros (desde la etología y el materialismo) pero no podemos pretender que esa claridad y distinción la tuvieran también los hombres del Paleolítico. Por eso, es fácil suponer una situación en la que esos hombres paleolíticos asignaron a ciertos animales rasgos operatorios que hoy sabemos que son específicamente humanos, por ejemplo: rasgos de inteligencia, conducta verbal, rasgos morales, &c. Esos hombres del Paleolítico estaban equivocados, si evaluamos la cuestión desde el presente, pero esa «equivocación» resulta perfectamente inteligible en su contexto histórico, y es muy parecida a otras «equivocaciones» documentadas en las culturas de nuestros contemporáneos primitivos y que afectan a otras esferas de la realidad, por ejemplo, la magia, las leyendas y los mitos etiológicos, &c. Esa es la manera confusa (cuando se evalúa desde hoy) de organizar las culturas y las instituciones que es propia de los pueblos paleolíticos. Precisamente porque esa confusión se puede explicar en términos históricos y antropológicos es por lo que no hace falta apelar a una teoría psicológica para explicarla. Hay dos tipos de razones para sostener esta conjetura. En primer lugar, porque de este modo, partiendo del presente (el «dialelo») podemos progresar a ciertos materiales antropológicos (los teriántropos en la prehistoria y la situaciones de confusión semejantes conocidas por la etnología). Las razones del segundo tipo son más generales: si los animales son percibidos tal como lo que realmente son, como animales, tal como los consideramos hoy, entonces la religión primaria no habría surgido y, por eso, la religión primaria no es posible como institución cultural verdadera en el presente. Esos dos tipos de razones no son explicaciones psicológicas, sino filosóficas, y están más basadas en la etología, en la etnología y en la prehistoria que en la psicología. 2. Tras los «terceros comentarios» de Joaquín Robles creo entender que él considera que, desde las posiciones que he defendido, no es posible mantener la separación entre Filosofía de la religión y Teología, ni clasificar las ciencias de la religión. Pero, a mi juicio, la separación entre Filosofía de la religión y Teología no se ve afectada por mi trabajo acerca de la verdad de las religiones, y sigue estando en el mismo lugar en el que Bueno la dejó (un lugar muy próximo al de Hegel y Marx). Para decirlo de un modo rápido: la Teología es la disciplina que trata del Dios de las religiones terciarias monoteístas y, como tal, es una disciplina cercana a la Ontología y a la Metafísica. La Filosofía de la religión tiene que tratar acerca de los materiales antropológicos asociados a las religiones (primarias, secundarias, y terciarias) y, por tanto, es una parte de la antropología filosófica. Todas estas tesis no chocan en absoluto con mis análisis de los diferentes sentidos de la idea de «verdad» al hablar de las religiones primitivas. La clasificación de las ciencias de la religión tampoco sufre cambio alguno. Tomamos como referencia la distinción entre ciencia y filosofía expuesta por Gustavo Bueno en ¿Qué es filosofía? Nuestra teoría no es científica pues exige tomar en consideración materiales de diferentes ciencias (etología, paleoantropología, sociología, antropología cultural, prehistoria, &c.). El mecanismo de la «inversión antropológica» para explicar el tránsito del periodo protorreligioso a las primeras religiones no es, en ningún caso, una teoría científica. Es, por su formato, una teoría filosófica, aunque para algunos sea una teoría filosófica falsa. Las ciencias de la religión, por su parte, tienen cada una un campo propio relativamente cerrado. Algunas son genéricas, como la psicología de la religión, la sociología de la religión o la antropología (cultural) de la religión. En ellas, las religiones son estudiadas en lo que tienen de cogenérico y subgenérico con otras estructuras no religiosas (como procesos psicológicos, como instituciones sociológicas, como formaciones antropológico-culturales, &c.). Otras son específicas porque sólo tratan de la religión: la «ciencia de las religiones comparadas» sería un

ejemplo. No he mantenido en ningún lugar que la filosofía de la religión tenga que ser sustituida por alguna de las ciencias de la religión y supongo, con Bueno, que ninguna ciencia de la religión es capaz de dar cuenta de la esencia o fundamento de las religiones. El análisis gnoseológico de las ciencias de la religión no puede realizarse desde ninguna disciplina científica sino desde la filosofía (en nuestro caso, desde el materialismo). 3. Cuando hablamos de «proyectar» es porque queremos destacar el momento subjetivo de la composición pero, para el materialismo, la composición no tiene lugar en el interior de la cabeza de los sujetos, sino que tiene lugar fuera, con las manos, con el lenguaje, con las técnicas. La composición de los teriántropos está dada técnicamente fuera, en el «arte» mueble y parietal, y en los mitos y ceremonias que suponemos que acompañan ese «arte». Joaquín Robles podrá criticar mi reticencia a tratar el momento subjetivo de la composición y el momento subjetivo de las creencias, pero esa es precisamente la metodología del materialismo, que pretende mantenerse a distancia del psicologismo y, por tanto, alejarse de la perspectiva individual, distributiva (subgenérica o cogenérica). Joaquín Robles me pregunta de dónde sacaron los hombres del Paleolítico los elementos que convirtieron a los animales reales en «númenes personales». No sé si la pregunta es retórica porque la respuesta es explícita en mi trabajo: de allí donde se conforman las personas, es decir, fundamentalmente de las relaciones circulares. Por eso, cuando se dice que los númenes son «númenes personales» o «personiformes» se está admitiendo que tienen (emic) componentes circulares. El resto del argumento del texto de Bueno que Robles cita (El animal divino, pág. 159) está pensado para criticar los númenes infinitos o necesarios, los númenes de las religiones terciarias, y no me parece que pueda aplicarse al caso. Por otra parte, nunca he afirmado que el eje angular sea superestructural. Las relaciones de grupos humanos reales con animales reales son angulares y no son, en ningún sentido, superestructurales. Si se repasa mi polémica con Alfonso Fernández Tresguerres se puede comprobar que, en mi interpretación, el eje angular trata de las relaciones de grupos humanos con inteligencias y voluntades no humanas. Desde el punto de vista etic, vistas las cosas desde el presente, las únicas inteligencias y voluntades no humanas que son realmente existentes son los animales. Para que las relaciones entre hombres y animales puedan ser consideradas como parte de los materiales antropológicos y del espacio antropológico hace falta que estén mediadas por contenidos de la cultura específicamente humana. Las pinturas de las cuevas son una prueba de que esa mediación existía en el Paleolítico superior. Si suponemos que esas pinturas van acompañadas de leyendas y mitos, entonces podemos afirmar que, en lo que se refiere a la relación con ciertos animales, la inversión antropológica ya está teniendo lugar. En cuanto a si las religiones primitivas tienen o no componentes superestructurales, ese asunto está tratado explícitamente en mi trabajo inicial. No hay inconveniente en afirmar que sí los tienen siempre que se interpreten las relaciones entre la base y la superestructura como las interpreta Gustavo Bueno (es decir, no con la analogía arquitectónica, más propia del marxismo, sino con la analogía orgánica). 4. La esfera armilar geocéntrica es un modelo del sistema solar que es falso, desde el presente. Aquí el presente es la mecánica de Newton o la mecánica de la Teoría de la relatividad general de Einstein. Hay razones dinámicas incontestables para considerar que el sistema heliocéntrico (pongamos, el de Kepler) es más verdadero que el geocéntrico. Desde el presente, podemos decir que los astrónomos griegos y latinos partidarios del geocentrismo estaban equivocados. Si los hombres del Paleolítico suponían que ciertos animales podían entender el contenido del lenguaje humano (para que pueda cobrar sentido la ceremonia antropológica religiosa de la oración), entonces sobrevaloraron la inteligencia de esos animales y, desde la perspectiva del presente, podemos decir que estaban equivocados. Ambas «equivocaciones» son, si se quiere, «históricamente necesarias», pero nadie es hoy geocentrista ni nadie considera que se puede llegar a un contrato verbal con un oso. Los astrónomos geocentristas griegos, en su modelo, compusieron los astros de un modo que hoy consideramos equivocado. Los hombres del Paleolítico, en mi hipótesis, cuando se

ven las cosas desde el presente, compusieron caracteres humanos y animales (por ejemplo, un animal que entiende el contenido del lenguaje específicamente humano) de un modo que hoy consideramos equivocado. 5. Joaquín Robles dijo que mis posiciones implicaban una proyección «animista». Cuando se habla de animismo en filosofía de la religión, ordinariamente se entiende como una referencia a la teoría formulada por E. B. Tylor en su obra La cultura primitiva (1871). Es la teoría según la cual los primitivos creerían en la existencia de unas almas incorpóreas, «espirituales», invisibles, dotadas de personalidad, razón, género, inteligencia y voluntad, que habitarían en los objetos animados e inanimados gobernándolos. Joaquín Robles entiende por «animista» «el proceso de componer elementos circulares y angulares». 6. Termina Joaquín Robles con tres preguntas que paso a intentar contestar. 6.1 Lo que Joaquín Robles llama «comparación» de mi teoría con la de Engels es una referencia que él hace en una nota a pié de página en la que cita un texto de Engels citado a su vez por Gustavo Bueno en El animal divino. El texto es el siguiente: «Detengámonos, sin embargo, un momento en la religión, por ser éste el campo que más alejado y más desligado parece estar de la vida material. La religión nació, en una época muy primitiva, de las ideas confusas, selváticas, que los hombres se formaban acerca de su propia naturaleza y de la naturaleza exterior que les rodeaba. Pero toda ideología una vez que surge, se desarrolla en conexión con el material de ideas dado, desarrollándolo y transformándolo a su vez; de otro modo no sería una ideología, es decir, una labor sobre ideas concebidas como entidades con propia sustantividad, con un desarrollo independiente y sometidas tan sólo a sus leyes propias. Estos hombres ignoran forzosamente que las condiciones materiales de la vida del hombre, en cuya cabeza se desarrolla este proceso ideológico son las que determinan, en última instancia, la marcha de tal proceso, pues si no lo ignorasen, se habría acabado toda la ideología» (F. Engels, 1886, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, apartado 4: «El materialismo dialéctico».)

Dado que Joaquín Robles parece dar mucha importancia a esta «comparación» entre mis posiciones y las de Engels, no tengo inconveniente en tratar este asunto. No lo traté en su momento sencillamente porque no he defendido en ningún lugar la filosofía de la religión de Engels, y no veía por qué tenía que darme por aludido. No lo traté, además, porque la nota 2 del texto de Joaquín Robles en la que aparece su cita de Bueno y de Engels («Segunda respuesta a David Alvargonzález», El Catoblepas, nº 39) va en un párrafo en el que Robles explícitamente está renunciando a tratar cuestiones de contenido. Mis diferencias con Engels en materia antropológica son de dos tipos. Las primeras tienen que ver con el hecho de que la filosofía de la religión de Engels es una filosofía del siglo XIX: no existía entonces la Etología, el desarrollo de la psicología animal comparada era mínimo, también eran muy escasos los conocimientos de paleoantropología, de prehistoria y de Antropología cultural. Esto tiene importancia, porque el presente desde el que a mi me toca hacer filosofía de la religión no es el de Engels. Las otras diferencias son de orden doctrinal. Como se ve en el texto citado y es de sobra conocido, Engels divide la realidad en dos esferas: Naturaleza y cultura (la naturaleza exterior y la propia naturaleza, en el texto). Esta división ha sido fuertemente criticada por el materialismo de Bueno que nosotros asumimos. Engels utiliza también otras divisiones (base/superestructura, teoría/praxis) que han sido reinterpretadas y modificadas de un modo muy significativo por Gustavo Bueno. La filosofía de la ciencia de Engels podría calificarse como una variedad de realismo adecuacionista también muy alejado del materialismo. En Engels, la filosofía de la historia es indisociable de la idea de progreso de la humanidad. Gustavo Bueno ha criticado y rechazado esta idea. En todas esas cuestiones, como es muy evidente en mis escritos, mi filosofía es la de Gustavo Bueno y no la de Engels. Bien es verdad que también hay cosas en común entre la filosofía de Gustavo Bueno y Engels: su ateismo y su impiedad, o su consideración de la Filosofía de la religión como parte de la Antropología y, por tanto, distinta de la Teología (donde se muestra, de paso, que esta tesis puede ser mantenida con independencia de otras tesis ontológicas y gnoseológicas). Gustavo Bueno, en la página 23 de El animal divino comenta este texto de Engels del siguiente modo:

«Lo que confiere a estas teorías una mayor proximidad respecto de la Filosofía es el postulado de la necesidad (la condición de «ilusión trascendental » de la idea de Dios en el sentido de Kant) si bien esa necesidad ya no se toma simpliciter, sino elaborada históricamente, situacionalmente, según el conocido quiasmo del joven Marx: 'Exigir al hombre que renuncie a las ilusiones sobre su situación, es exigir que renuncie a una situación que necesita ilusiones'.»

No sé si Joaquín Robles saca las conclusiones adecuadas de este comentario. Si consideramos correcto el comentario que Bueno hace de Marx, podríamos parafrasear a Marx del siguiente modo: «Exigir al hombre del Paleolítico superior que no cometa alguna confusión a la hora de valorar la inteligencia y la voluntad de ciertos animales que le rodean es exigir que se salga de esa situación (la del Paleolítico superior) que precisamente se define, entre otras cosas, por esas confusiones (es decir, es exigirle que no sea un hombre del Paleolítico superior)». Se podrían comentar muchos otros textos de Engels para medir nuestras diferencias. Valga un ejemplo que comento por la proximidad con la crítica de Joaquín Robles. Dice Engels en el Anti-Dühring: «Más la religión no es otra cosa que el reflejo fantástico que proyectan en la cabeza de los hombres aquellas fuerzas externas que gobiernan su vida diaria, un reflejo en que las fuerzas terrenales revisten la forma de poderes sobrenaturales.»

Aquí las diferencias con mis posiciones se hacen muy explícitas: nunca he afirmado que las religiones primitivas sean un «reflejo fantástico» ni una «proyección», ni que las fuerzas externas que gobiernan la vida diaria se revistan con «poderes sobrenaturales» (pues decir esto último sería pedir el principio). Todo esto es extraño al materialismo filosófico y, por tanto, también a mis interpretaciones. 6.2. Se queja Joaquín Robles de que no haga referencia, en mi anterior contestación, a la «cuestión del dialelo». Gustavo Bueno dice que los ejes del espacio antropológico no pueden tomarse como principios o fuentes de los que dimanen los materiales antropológicos sino que esos materiales hay que darlos por supuestos, porque «sólo podemos disponernos a reconstruir el origen del hombre cuando tenemos en cuenta que está ya dado su final (relativo)». Para referirse a este requerimiento acuña el nombre de «dialelo antropológico». Suponiendo que yo no tengo en cuenta este requerimiento, Joaquín Robles hizo una serie de preguntas (en su «Segunda respuesta a David Alvargonzález») a las que creo haber respondido (en mis «Terceros comentarios a Joaquín Robles») pero, como él no lo considera así, voy a ser más directo: 1. «¿Desde qué principios, desde que disciplina del presente puede David apreciar los teriántropos como ejemplo de confusión de las relaciones entre hombres y animales?»

Desde la zoología del presente, los teriántropos pintados en las cuevas no existen e implican componer confusamente caracteres humanos y animales. Desde la antropología cultural del presente parece más plausible suponer que los hombres del Paleolítico creían que esos seres existían de algún modo (aunque fuera confundiéndolos con animales linneanos reales) que no suponer que estaban haciendo arte surrealista o literatura fantástica. 2. «¿Cuáles son los contenidos (categoriales, filosóficos) que permiten a D. A. afirmar que «los hombres del Paleolítico se equivocaron a la hora de valorar la inteligencia, la conducta y otros rasgos de ciertos animales, o bien se equivocaron al valorar la naturaleza de los sujetos de otros grupos humanos a los que consideraron animales o númenes»? ¿Acaso la doctrina del automatismo de las bestias?»

Desde la antropología cultural del presente resulta plausible pensar que los hombres del Paleolítico, como algunos de nuestros contemporáneos primitivos, pudieron considerar a otros grupos humanos (etic) como no-hombres, o pudieron considerar que algunos animales (orangutanes, chimpancés, &c.) formaban parte de su círculo de parentesco. Desde la filosofía materialista de la religión que yo propongo las relaciones etológicas entre hombres y animales, por sí solas, no son la institución antropológica que llamamos religión. Para que haya religión tiene que haber oración, contrato, tiene que considerarse que el animal tiene nuestra propia inteligencia o aún mayor, &c. (aquí volvería a citar los términos del sinecoide que están expuestos en mi trabajo). O bien ocurre algo de esto y, entonces, sí puede hablarse de religión o, si no ocurre nada de esto, hablamos de otras instituciones (por ejemplo, de caza) o de simples relaciones etológicas. Nunca he defendido la doctrina del automatismo de las bestias. 3. «¿Pero a qué ciencias, a qué doctrinas podemos apelar para demostrar la falsedad simpliciter de las relaciones de hombres y animales?»

Las relaciones de los hombres con los animales no son «falsas simpliciter». Yo nunca he dicho eso y por eso no tengo por qué demostrarlo. 6.3. Se queja, por último, Joaquín Robles de que yo no he respondido a sus preguntas acerca de «cómo era posible mantener la superioridad (en cuanto a su «verdad» como rectificación de las primarias) de las religiones mitológicas. También creo haber respondido a esta cuestión en mis «Terceros comentarios» pero, como Joaquín Robles no considera suficientes mis respuestas, sigo con la metodología de contestar una por una sus preguntas: 1. «¿Es el delirio politeísta secundario una rectificación de los aspectos falsos de las religiones primarias? ¿Puede David, si es tan amable, indicarnos en qué consiste esa rectificación de los hombres del neolítico?»

Las religiones secundarias suponen, en mi interpretación y en la de Gustavo Bueno, una rectificación de las primarias tras la revolución de la domesticación de los animales. La rectificación es la siguiente: los animales reales (los de la zoología) dejan de ser considerados númenes y pasan a ser considerados animales (más o menos peligrosos). 2. ¿Y cómo justificar que un núcleo falso pueda rectificarse con una falsedad aún mayor?

La afirmación de que las religiones secundarias son una falsedad mayor que las primarias la hace Joaquín Robles y no debe atribuírmela a mí. Como ya he dicho, en ningún momento he establecido una escala cuantitativa de mayor o menor verdad entre las diferentes fases de las religiones, ni creo que esa sea la manera correcta de abordar el asunto. En mi trabajo, y a lo largo de esta polémica, trato de hacer todo tipo de precisiones para explicar en qué sentido son verdaderas o falsas unas religiones u otras, y en ningún momento pongo las fases de las religiones clasificadas en una escala cuantitativa según su verdad, porque los diferentes sentidos en los que hablamos de «verdad de las religiones» no se pueden ecualizar en una sola escala cuantitativa, ya que, al realizar esa «media», estaríamos destruyendo nuestro propio análisis. Gijón, 16 de junio de 2005. ***

Segundos comentarios a José Manuel Rodríguez Pardo Paso a comentar, a continuación, un asunto suscitado por José Manuel Rodríguez Pardo en un texto aparecido en ese mismo número con el título «Espacio antropológico, Gnoseología y Filosofía de la Religión» (El Catoblepas, nº 40, pág. 14). Se trata del análisis que él hace de la idea de «numen personal» La idea de persona es una idea filosófica que, como la idea del Dios de la Teología, los hombres del Paleolítico superior no pudieron tener. Esos hombres tampoco tuvieron las ideas filosóficas de «espacio antropológico» o de «materiales antropológicos». Esos hombres, como muchos de nuestros contemporáneos primitivos, ni siquiera, en la perspectiva emic, serían capaces de distinguir la religión de la magia, ni tampoco, en muchos casos, distinguirían la magia de las técnicas efectivas. Sin embargo, nosotros, desde el presente, reconociendo el «dialelo antropológico», utilizamos el espacio antropológico, la idea de persona, o las distinciones magia-religión o magia-técnica para analizar sus culturas. Desde el presente, cuando nosotros analizamos el proceder del brujo de una sociedad preestatal que cura una herida punzante utilizando una magia curativa en la que se utiliza un emplaste preparado con unas determinadas hierbas, distinguimos los aspectos mágicos de la ceremonia de curación (danzas, cantos, gestos, fórmulas verbales, &c.) de los aspectos de una técnica médica incipiente en la que intentamos detectar el principio activo (analgésico, desinfectante, antibiótico, &c.) de la curación. Y sólo analizaremos correctamente esa ceremonia primitiva cuando la evaluamos desde la medicina científica de hoy. Igualmente, aunque los hombres del Paleolítico superior no tuvieran representada la idea de persona (como idea filosófica), sin embargo, desde el presente podemos considerar que, en ciertos aspectos (y no en otros) esos hombres ya están comportándose como personas, por el modo específicamente antropológico (transgenérico, por medio de la cultura extrasomática) en el que está teniendo lugar la «religación circular». Los individuos humanos anteriores al Cristianismo (pongamos por caso Sócrates, Platón, Aristóteles) eran, en muchos sentidos, personas. La posición de José Manuel Rodríguez Pardo en este punto conduciría al emicismo propio de la «nueva etnología» según el cual, para analizar una determinada sociedad, sólo se pueden utilizar categorías que reconozca explícitamente (emic) esa sociedad, porque todo lo demás sería anacrónico o etnocéntrico. Ese emicismo es radicalmente incompatible con el materialismo filosófico. Con el «espacio antropológico» ocurre lo mismo. La idea de espacio antropológico, como idea filosófica, es una propuesta de Gustavo Bueno, publicada por primera vez en el año 1978. Sin embargo, utilizamos ese instrumento para analizar situaciones anteriores y, especialmente, los materiales antropológicos de las sociedades preestatales. Cuando decimos que los númenes del Paleolítico superior implican la composición de aspectos angulares y circulares no estamos diciendo que aquellos hombres del Paleolítico tuvieran la idea filosófica de espacio antropológico y, de un modo deliberado y consciente, compusieran esos materiales angulares y circulares. Evidentemente, somos nosotros los que distinguimos en el numen primario aspectos que, desde el presente (otra vez el «dialelo»), tenemos clasificados como angulares o circulares. Los hombres del Paleolítico no serían conscientes de esa composición, porque los aspectos angulares y circulares en el trato con ciertos animales venían ya compuestos de un modo confuso desde el estadio protorreligioso. Esa confusión froma parte de lo que llamamos «inconsciente objetivo». Por eso no hace falta teoría psicologista alguna para entender este proceso: no hace falta apelar a alucinaciones, proyecciones, enteógenos o cosas parecidas. Que los hombres del Paleolítico superior no se representaran la distinción entre los componentes angulares y los circulares del espacio antropológico no obsta para que atribuyeran a ciertos animales rasgos que nosotros, desde el presente, consideramos personales o «personiformes», por ejemplo, si es que atribuyeron a animales no humanos (etic) la comunicación verbal específicamente humana. José Manuel Rodríguez Pardo se sorprende de que utilice la expresión «numen personal». Pero esta expresión no ha sido acuñada por mí sino que aparece repetidamente en El animal divino y en otros textos de Gustavo Bueno. Tan sólo supongo que la utilización de esa expresión puede interpretarse como un indicio más de que los númenes primarios tienen necesariamente componentes circulares, es decir, que los hombres del Paleolítico, trataban a los númenes como si fuesen personas, atribuyéndoles características que, desde el presente, consideramos circulares.

Actu exercito y actu signato en la problemática de los númenes del Paleolítico José Manuel Rodríguez Pardo De la distinción escolástica entre ejercicio y representación, aplicada a las respuestas de David Alvargonzález acerca de la Filosofía de la Religión Se suceden los escritos de réplica y contrarréplica en la polémica sobre la Filosofía de la Religión del materialismo filosófico. David Alvargonzález, quien respondió de forma breve a nuestro primer escrito, defendiéndose de nuestras primeras críticas señalando que él se mantiene dentro del materialismo filosófico más canónico, parece haber extendido su método apologético a los polemistas Pelayo Pérez y Joaquín Robles, cuando no ridiculizando a sus contrincantes de forma desafortunada, como ha sucedido con Íñigo Ongay a raíz de su ejemplo del león. Nuestra réplica a Alvargonzález, como pudo leerse, consistió en profundizar en tales objeciones, recalcando desde el comienzo que sin duda, en cuanto a la vía de la representación (actu signato, que dirían los escolásticos), ello era cierto, pero que tendría que probarlo en cuanto a su ejercicio (actu exercito) en la propia polémica, algo que no veíamos ni mucho menos claro, sobre todo en determinadas doctrinas suyas acerca del espacio antropológico que tienen una raigambre metafísica, o que ejercen, para ser más exactos, unas concepciones metafísicas. Sin embargo, lejos de haber profundizado en sus afirmaciones, Alvargonzález se ha dedicado a utilizar como método universal esa peculiar afirmación («sigo el materialismo filosófico porque uso términos de ese sistema»), como si tuviéramos que creer a pies juntillas, sin analizarla lo más mínimo, en su palabra. Así, al comenzar su respuesta a Pelayo Pérez en el número 41 de esta revista, reniega de la acusación que le formula éste de estar recayendo en el positivismo, señalando que el positivismo «tiene una ontología y una gnoseología determinada», añadiendo además que nunca ha mantenido tesis liquidacionistas sobre la filosofía, que Gustavo Bueno se pronuncia como opuesto a Augusto Comte, &c. Evidentemente que el positivismo y su crítica incluyen todo eso (y mucho más, diríamos), y que no es lo que planteamos desde la perspectiva del materialismo filosófico (no sólo desde la de Gustavo Bueno); sin embargo, no basta con renegar de esa posibilidad simplemente aludiendo a términos o procesos como metábasis, catábasis, ciencias alfa y beta operatorias, &c., creyéndose así inmune a cualquier argumentación. Porque la cuestión no es tanto el vocabulario del materialismo filosófico (que por cierto también ha servido para inspirar canciones a algunos miembros de Nódulo Materialista en momentos de excesos etílicos, sin que su representación les salve de un ejercicio no filosófico), sino ver qué se ejercita con tales términos, en ocasiones descontextualizados, como nos parece que sucede en este caso. A nuestro entender, la estrategia de David Alvargonzález tanto en su texto del Congreso de Murcia de 2003 [http://nodulo.org/ec/2005/n037p12.htm] como en los textos actuales, consiste en utilizar la terminología del materialismo filosófico, sin duda con la voluntad de mantenerse dentro de los cauces que el sistema dibuja, pero aferrándose como a clavos ardiendo a una serie de conceptos o expresiones que, tras una primera lectura, parecen ambiguas: la verdad de las religiones primarias, la existencia de númenes personales, el carácter angular de la Filosofía de la Religión, &c. Tal voluntad parece servirle para concluir que algunas de esas expresiones implican variaciones que serían incoherentes con la propia estructura del materialismo filosófico, y por lo tanto habría que rectificarlas. Asimismo, y como táctica puntual, a las réplicas planteadas en esta polémica sobre esos conceptos responde a la defensiva, señalando que se mantiene dentro de los cauces del materialismo filosófico, por lo que las críticas parecen estar de más. Sin embargo, tal estrategia hace que Alvargonzález pierda de vista los problemas fundamentales de esta polémica, y hace que se presente su postura como poco sólida. Y es que aun cuando subjetivamente pueda pensar Alvargonzález que la estrategia que sigue le evita tener que respondernos en las temáticas esenciales de la religión primaria, ello redunda en su contra, pues tanto o más importantes que quienes polemizan son aquellos que leen una polémica y son ajenos a la situación psicológica (y etológica, por qué no decirlo) en la que se encuentran quienes se critican mutuamente (probablemente todos estén convencidos de la verdad de sus posiciones). Y es precisamente el carácter público de la polémica, abierta a los demás y no sólo a quienes polemizan convencidos de la verdad de sus afirmaciones, lo que obliga a agudizar los argumentos y a abordar las críticas que se realizan in recto, no

perdiéndose en detalles accesorios. No obstante, que cada uno saque las consecuencias que le parezcan oportunas de la importancia de sus afirmaciones. No deja tampoco de sorprender, aunque en el fondo no sorprende nada en absoluto, que David Alvargonzález utilice como fuente los foros de nódulo para algunas de sus réplicas, pero obviando la cuestión clave que se ha discutido en esos foros: las relaciones antropológicas, en especial las angulares; los únicos textos que ha citado de los foros son dos mensajes, uno de Joaquín Robles con fecha 26 de marzo de 2005, donde acaba diciendo que de estos asuntos han de ocuparse los psicólogos (interpretándolo como que le acusa de psicologismo, cuando más bien de lo que se le acusa es de eliminar la verdadera Filosofía de la Religión en los términos que expone el materialismo filosófico, dejando el problema de la religión en manos de antropólogos, sociólogos, psicólogos, &c.), y uno de Lino Camprubí, donde con fecha de 29 de mayo de 2005 expone como apoyo a las tesis de la filosofía angular de la religión las normas para no ser atacado por un yaguareté, que por cierto fue el numen (no representado en ninguna cueva paleolítica en forma de teriántropo, que nosotros sepamos) de los indios tupí guaraní durante miles de años, hasta que los sacerdotes católicos les introdujeron en el culto al ñande ru (es decir, «nuestro señor», que burdamente hicieron equivaler al numen personal que nosotros llamamos Dios). Sin embargo, de los numerosos mensajes que tratan el problema de las relaciones angulares, curiosamente, Alvargonzález no ha dicho ni media palabra. Y debería cuando menos citar algunas referencias, pues los foros de nódulo han sido el auténtico taller de las ideas donde varios de los contertulios (incluyéndonos a nosotros mismos) han confeccionado sus trabajos para esta polémica. Tanto en lo referente a los foros como a la polémica de esta revista, la conducta de David Alvargonzález ha sido apelar siempre a detalles accesorios, obviando otros que se muestran mucho más importantes y que tanto en los foros como en esta revista han sido tratados de forma reiterada. Al menos desde esta perspectiva de los foros como taller filosófico hemos trabajado y hemos dejado como resultado, entre otros varios, un mensaje titulado «Personas, máscaras y extraterrestres» que nos ha servido para posteriormente escribir este artículo y contrarreplicar a las últimas respuestas de David Alvargonzález, algo que vamos a realizar a continuación. *** Pasemos a analizar las respuestas que David Alvargonzález realiza a nuestras críticas. Dada su brevedad y su dedicación exclusiva a la problemática del sintagma numen personal, consideramos que pueden reducirse básicamente a dos: 1. El espacio antropológico del materialismo filosófico exige utilizar categorías que no se encuentran en las culturas anteriores a las nuestras, de tal modo que, en el caso de Ideas como Persona, aun no comenzando a existir hasta el Cristianismo, nos sirven para reinterpretar a algunos seres humanos de otras culturas históricamente dadas (Sócrates, Platón, Alejandro Magno, &c.) como personas. De otro modo, si renunciáramos a utilizar esta terminología, caeríamos en la posición emic del relativismo cultural, que considera que las culturas son irreductibles entre sí. Igualmente, el utilizar el sintagma numen personal para explicar los fenómenos religiosos anteriores al Cristianismo estaría plenamente justificado desde la perspectiva del materialismo filosófico. 2. El propio Gustavo Bueno hace referencia a tal sintagma, numen personal,en varios lugares de su obra, lo que además reforzaría la posición de David Alvargonzález y probaría que el núcleo de la religión tiene que ser un mixto de los ejes circular y angular, con la consiguiente confirmación de su tesis acerca de los teriántropos. Ahora bien, a estas dos afirmaciones tengo que presentar mis correspondientes objeciones. 1) En concreto, respecto a la primera objeción, creo que sería precipitado considerar que mis tesis se asemejan a las de un antropólogo que razona desde una perspectiva emic, suponiendo que cada cultura debe entenderse en sí misma y no por los conceptos que podría utilizar un investigador que, desde una perspectiva etic, entiende la cultura de estudio muchísimo mejor de lo que los actores de tal cultura se comprenden a sí mismos. Es más, pienso que semejante afirmación de David Alvargonzález juega en su contra,

pues no sólo es imposible tal caracterización emic, sino que su método de trasladar concepciones del presente a culturas del pasado es precisamente el que efectúan muchos antropólogos, aunque ellos crean razonar desde una perspectiva neutra. De hecho, David Alvargonzález señala, para probar de forma indirecta la validez del sintagma numen personal, que existen personajes históricos que, aun viviendo en una época en la que no existía esa Idea de Persona, pueden ser asimilables a personas sin ningún problema. Y sin duda que la lista que él señala no ofrece dudas, sobre todo teniendo en cuenta que personajes como Platón, Sócrates, &c., son parte de nuestra tradición histórica grecolatina, que confluye en el Cristianismo. Pero ¿cómo asimilar a personas a los seres humanos del Paleolítico? Precisamente carecen de Historia, y la Persona es un constructo que necesita de la Historia para que su obra supere la individualidad que la encarna: la diferencia entre Platón y un humano primitivo es que Platón «vive» en las obras que escribió, que han quedado engranadas en la Historia, pero el primitivo no ha podido dejar nada en la Historia, porque simplemente su vida se desarrolla al margen de ella. Por lo tanto, resultaría imposible utilizar la Idea de Persona para entender la religión primaria, precisamente porque la persona no existe como estructura en esa época, aunque podamos ver su génesis en alguna máscara ritual usada per sonare. Es más, la forma de proceder (ejercicio) de David Alvargonzález es muy similar a la del etnólogo relativista cultural, aunque Alvargonzález se represente como ajeno a él. Y es que, del mismo modo que David Alvargonzález habla de personas en el Paleolítico, un etnólogo podría hablar de «ciencia» en las actividades de un chamán que invoca a los espíritus, o incluso de filosofía entre las tribus prehistóricas amerindias, cosa que defienden personajes tan eminentes como Enrique Dussel («la auténtica filosofía es la que brota de la creencia en la pachamama», según el antiguo Jesuita). Y es precisamente esa operación de David Alvargonzález la que se asemeja a la de un etnólogo; operación que consiste en confundir los planos emic y etic, aunque a diferencia de los etnólogos (que pretenden moverse en un plano emic), Alvargonzález cree estar moviéndose en el plano etic. David Alvargonzález no parece darse cuenta de que, al apelar a las «falsas atribuciones» que los hombres del Paleolítico realizan sobre los animales y sobre otros hombres considerados no humanos, está confundiendo los planos fenomenológico y esencial, emic y etic. Por poner un ejemplo muy claro: desde nuestra perspectiva de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la globalización actual (en la que la Idea de Persona también se ha globalizado), resultaría hasta obsceno plantear que algunos humanos puedan ser asimilados a animales no humanos; eso sí que sería justificable desde un punto de vista emic(ideológico, propio de un cerrojo ideológico incluso), pero no desde un punto de vista esencial, etic. Sin embargo, en el Paleolítico no cabe hablar de esa igualdad (por cierto, ¿desde qué parámetros puede hablar David Alvargonzález de igualdad, si como él mismo admite no puede distinguirse claramente el eje circular del angular en esa época?), pues las relaciones son, esencialmente, angulares: el canibalismo, tan habitual entre esos grupos, difícilmente puede asimilarse a las relaciones simétricas, reflexivas y transitivas que caracterizan al eje circular. Por lo tanto, no puede atribuirse, salvo falsamente, una estructura que se asemeje a la Persona en el Paleolítico, precisamente en virtud de la confusión entre relaciones circulares y angulares en ese período prehistórico. Y precisamente son ese tipo de falsas atribuciones las que efectúan los antropólogos con las culturas que estudian, pues ¿acaso Tylor no usa el término animismo suponiendo que la concepción que sobre el Alma tienen los primitivos es la misma que los ingleses de 1871 tienen sobre ella? ¿No señala Frazer que los primitivos tienen ciencia, igual que nosotros? ¿No suponían los Padres Jesuitas Lafitau y Schmitt (y Dussel, como ya citamos) que los primitivos que estudiaron adoraban a Dios Padre igual que nosotros? Si lo que pretendían estos antropólogos era mantenerse en la perspectiva emic, desde luego que no lo consiguieron; ya sabemos que es imposible esa posición, pues el antropólogo necesariamente tiene que regresar a posiciones esenciales, no quedarse en los fenómenos, so pena de su incompletitud, y no hay mejor prueba de su incapacidad que el uso de términos como ciencia o filosofía, cuyo referente en las culturas primitivas estudiadas (emic), es absolutamente vacío, y que sólo tienen sentido en la cultura de referencia desde la que habla el antropólogo (etic). De este modo, puede caracterizarse el ejercicio (que no representación) de David Alvargonzález apelando a la figura del antropólogo que pretende moverse en la postura emic y que, sin poder evitarlo, ha de utilizar términos etic para entender a las culturas que estudia, aunque en su caso tal pretensión esté representada en términos inversos. Y es que suponer que existe no ya la Persona en el Paleolítico, sino que pueden reinterpretarse al hombre del

Paleolítico y su religión desde el análisis de esa Idea de Persona, es lo mismo que intentar atribuirle ciencia a la magia del chamán o filosofía al culto de la pachamama. Si no existe Historia en el Paleolítico, no puede haber esa estructura de la Persona (aunque podamos admitir su génesis en forma de máscara per sonare; pero bien sabemos que la génesis no es la estructura). En consecuencia, en su ejercicio de tales concepciones, Alvargonzález tendría que decir, igual que Frazer decía que la magia es «la ciencia del primitivo», que el teriántropo es la Persona del Paleolítico, cosa absurda. 2) En segundo lugar, Alvargonzález apela a la autoridad de Gustavo Bueno para defender la posibilidad del numen personal. Pero semejante afirmación supone algo similar a lo que efectuó Pérez Herranz en Murcia para defenderse de las críticas de Atilana Guerrero y Pedro Insua: que Bueno señala en España frente a Europa que Sepúlveda defiende posiciones muy poco habituales entre los dominicos, por lo que no podía defenderse lo que ellos (Guerrero e Insua) defendían desde el materialismo filosófico. Apelar a la autoridad de Gustavo Bueno no aclara para nada el sentido del sintagma numen personal; de hecho, Joaquín Robles en su último trabajo [http://nodulo.org/ec/2005/n040p12.htm] realiza una cita de la página 159 de El animal divino sobre el numen personal,donde se dice que si no hubo un numen real primero, no puede existir ningún tipo de numen personal. Pero tal cita no especifica en qué momento situar tal numen personal (menos aún en la Prehistoria), y por lo tanto a quien más puede confirmar es a nosotros mismos, que no defendemos a los teriántropos como núcleo de la religión, sino a los animales reales. Como además David Alvargonzález prescinde de cualquier explicación ulterior, no vemos en qué sentido ese argumento de autoridad favorece su postura más que la nuestra. Una vez analizadas las respuestas de David Alvargonzález, vamos a realizar un nuevo comentario sobre su concepción de los teriántropos, basándonos en algunos detalles señalados por Pelayo Pérez. *** Respecto a la problemática de los númenes primarios y el núcleo de la religión, consideramos que Pelayo Pérez acierta a cuando señala que no puede partirse de la inversión antropológica (como defiende David Alvargonzález) para dar cuenta de la religión primaria, pues ahí precisamente ya ha tenido lugar la desconexión (domesticación) de los animales respecto al hombre. No podemos decir lo mismo sobre el supuesto reduccionismo a M3 que le atribuye a Joaquín Robles, pues a nuestro entender el problema del terreno que transita es que se ha centrado excesivamente en los aspectos accesorios del problema (si los teriántropos son resultado de la composición o de la proyección), algo de lo que nos alejamos completamente, pues ya intuíamos, como así ha sucedido, que de ahí no podía salir más que un monumental embrollo, dado su carácter accesorio respecto al problema de los númenes (algo que por otro lado ya sabía el propio Joaquín Robles, pues siempre ha señalado que los teriántropos no existen, luego no pueden ser núcleo de la religión, y menos aún suponiendo una «falsa atribución» humana de inteligencia y voluntad a los animales). Y precisamente la cuestión del proceso de hominización es la que está en juego en el núcleo de la religión, en base a los materiales antropológicos: los caractéres φ (de physis) y π (de pneuma), la somatología y la psicología, por asimilarlos a una terminología clásica (sin confundirlos con ella), de Goclenius. Los primeros caractéres son distributivos, genéricos en tanto que referidos al cuerpo, casi etológicos. Y los caractéres π son precisamente lo que denominamos como cultura objetiva, y son los que moldean en el hombre los caractéres somáticos: el lenguaje, por ejemplo, es en el hombre un asunto que afecta a millones de personas, y no a una banda de un centenar de individuos, como sucede con los lenguajes animales. Sin embargo, estos últimos caractéres no excluyen la posibilidad de conflicto: el hombre es animal político, pero siempre de una polis concreta; el hombre usa lenguaje doblemente articulado, pero ese lenguaje puede ser completamente opuesto al de su enemigo, &c. Para poner un ejemplo que está muy en consonancia con la parodia que realiza David Alvargonzález de las instrucciones para sobrevivir a un yaguareté: los guaraníes, adoradores del yaguareté durante miles de años, como ya señalé más arriba, cuando definían lo que es su lengua, el guaraní, decían que ella es ava ñe'e (la lengua del hombre). Es decir, que quienes no hablaban el guaraní no eran tratados como hombres y por lo tanto las relaciones que los guaraníes establecían con quienes no hablaban su idioma difícilmente podían ser circulares.

De ahí que las relaciones angulares puedan dibujarse tanto a escala de los caracteres φ (somáticos, genéricos, distributivos) como de los caracteres π (extrasomáticos, específicos, atributivos). Por lo tanto, el lenguaje doblemente articulado que utiliza David Alvargonzález para hablar de elementos circulares en el núcleo de la religión no sirve como criterio, pues también hay caracteres extrasomáticos (π), como el lenguaje, en las relaciones angulares, sin que por ello pueda argumentarse que son un mixto de relaciones circulares y angulares. Ahora bien, respecto al carácter positivista que Pelayo Pérez le atribuye a la tesis de Alvargonzález, en tanto que ya desde su colaboración del Congreso de Murcia prefiere apelar a la figura dialéctica de la catábasis, en lugar de la metábasis, habría que señalar que esa es una de las vertientes, aunque no la única, de interpretar ese cambio de la figura dialéctica. Y nuevamente la clave para interpretar esa atribución nos la ofrece la vía del ejercicio, porque es evidente que la catábasis o la metábasis no son parte del vocabulario del positivismo; David Alvargonzález no ha descubierto nada que ninguno de los involucrados en esta polémica no supiese, luego no puede considerarse una defensa lo que él presenta como tal. Ahora bien, a pesar de todo habrá que explicar en qué medida el uso de la catábasis para explicar la constitución de los númenes implica un ejercicio positivista. Las dos figuras de la dialéctica enumeradas, catábasis y metábasis implican ambas el progressus hacia una realidad que se constituye, pero la primera es un proceso de convergencia (son varios elementos que confluyen) mientras que la segunda es un proceso de divergencia: de una realidad determinada se pasa a otra por cambio de género (metábasis eis allos genos). Sin embargo, la catábasisimplica la confluencia de elementos que ya existen, lo que exige que esa pluralidad de elementos ya esté configurada en el momento de producirse la relación dialéctica. En concreto, Alvargonzález, aun no dejando indicado un número finito de rasgos que converjan en el resultado de la catábasis, sí los reduce a dos: angulares (relaciones etológicas y ecológicas) y circulares(capacidad verbal, moralidad, personalidad, &c.). Sin embargo, que todos estos rasgos estén ya dados de una vez y al mismo tiempo es algo muy dudoso: bien sabemos que el primer lenguaje humano no era tal y como lo conocemos hoy; de hecho, los hombres de Paleolítico gruñían y gesticulaban antes de llegar a utilizar el lenguaje doblemente articulado. Además, tampoco está muy claro que esos hombres del Paleolítico, tal y como hemos señalado anteriormente, hubiesen desarrollado una personalidad: ¿había alcanzado su lenguaje tal perfección como para disponer de pronombres personales? Esos detalles no parecen claros, ni tampoco se entiende por qué habrían de estar todos dados ya de golpe para que su convergencia nos aportara un numen animal, que es el verdadero núcleo de la religión primaria. De hecho, tal operación de catábasis sería tanto como decir que, para percibir un animal amenazante, primero tenemos que procesar las imágenes que llegan de los cinco sentidos, luego hacer que lleguen al sensorio común, más tarde llevarlas a nuestra imaginación (y almacenarlas en la memoria) y finalmente a la facultad cogitativa, así como esperar que el entendimiento agente nos ilumine. Así, por catábasis se obtendría la composición de esa imagen que es el verdadero objeto de conocimiento para los escolásticos, del mismo modo que la existencia de Dios se obtiene, en el progressus, apelando a las cinco vías que convergen en forma de catábasis en el ser id quod maius cogitari non potest. Sin embargo, sabemos que ambos procesos son falsos, y que no constituyen una verdadera catábasis,porque ¿acaso necesitamos reconstruir psicológicamente la imagen que recibimos del animal para saber que está ahí, a distancia apotética? Parece claro que no, y mucho menos se puede argumentar que el animal a distancia apotética sea idéntico a la imagen del animal que queda reflejada en nuestra retina (que como bien sabemos no es el objeto de visión), del mismo modo que el Dios que se obtiene por las cinco vías no tiene por qué identificarse con el Dios personal del Cristianismo. Sin embargo, esta figura dialéctica de la catábasis la utiliza David Alvargonzález porque ha partido de una tesis que ha reiterado en varias ocasiones: que el núcleo de la religión es producto de las falsas atribuciones de los humanos del Paleolítico sobre los animales existentes entonces. A partir de ahí concebiría el núcleo de la religión como algo comprendido en un mixto entre lo circular y lo angular. Sin embargo, tal caracterización no tiene sentido alguno, pues afirmarla es tanto como decir que todas las relaciones antropológicas serían circulares. David Alvargonzález confunde la definición del eje circular con la de relaciones antropológicas sin más: que haya algo de humano en las relaciones de los hombres con los animales no implica que tales relaciones sean circulares (son relaciones antropológicas), porque entonces también lo serían las relaciones del hombre

con las piedras o con los árboles; también existen elementos antropológicos en el eje radial, pues ese eje es producto de las operaciones entre las realidades φ y π: la Naturaleza es una abstracción que difícilmente podían no ya concebir, sino siquiera ejercitar los hombres del Paleolítico acechados por la megafauna del Pleistoceno (motivo que lleva nuevamente a desechar las tesis de Alfonso Tresguerres). Si en el límite de lo señalado por Alvargonzález suponemos que todas las relaciones antropológicas son relaciones en las que interviene siempre lo circular, entonces vamos camino del Yo absoluto de Fichte y no del materialismo filosófico. De hecho, para suponer que la religión parte de esas supuestas falsas atribuciones, hay que suponer que las relaciones entre hombres y animales han sido siempre como hasta ahora; por lo tanto, el hombre no podría haberse constituido frente a los animales y la tesis de David Alvargonzález se situaría al nivel del humanismo trascendental: la religión como falsedad trascendental, como falsa conciencia del hombre (no sabemos cómo actuaría ahí la noción de ortograma del materialismo filosófico), lo que implicaría también, a su modo, el considerar que hay una verdadera conciencia del hombre que debe ser repuesta (¿el ateísmo ayudaría a salir del cerrojo ideológico a la Humanidad de los 6.000 millones?); conciencia que desde luego no es la del hombre del Paleolítico, pues se encuentra fuera de la Historia y por lo tanto de los ortogramas. Tesis que deja fuera de lugar cualquier tipo de religión prehistórica, elimina cualquier tipo de fasificación de la religión y obliga a poner el núcleo de la religión en el momento en que los animales ya habían sido domesticados y su numinosidad(peligrosidad) ya no era tal. Otra cuestión que entronca con esta problemática es si puede haber experiencias religiosas primarias en la actualidad; parece que una vez domesticados los animales no puede haber tales experiencias: sin embargo, la explosión de la Etología nos ha puesto de nuevo delante del misterio de esos animales que nos enardecen y nos horrorizan (aunque algunos sólo pretendan enardecerse por estar emparentados con tales «primos hermanos», como decía Fouts). Y precisamente la Etología nos ayuda a comprender buena parte de las relaciones que en el Paleolítico pudo establecer el hombre con esos animales gigantescos que le acechaban, y de quienes tuvo que defenderse domesticándolos.

Insistiendo sobre el particular con un ejemplo muy gráfico, habría que decir que la imagen de Tintín que utiliza David Alvargonzález en su respuesta a Íñigo Ongay, un chiste muy desafortunado, como ya dijimos, puede volverse fácilmente en su contra: al fin y al cabo, si el núcleo de la religión son los teriántropos, que no existen, ¿por qué no considerar los ángeles cristianos como el núcleo de la religiosidad? ¿Es que un ser mezcla de humano y de ave no es un teriántropo? Cada uno dirá lo que quiera, pero la imagen de Tintín frente al león sí que es reinterpretable desde la filosofía materialista de la religión; el teriántropoque Puente Ojea utiliza como portada en El mito del alma sólo es reinterpretable como delirio y, por lo tanto, no puede ser el núcleo de una religiosidad que sólo podría entenderse desde la perspectiva de la Psicología o la Sociología. Como dijo Joaquín Robles: en caso de que fuera cierta la tesis de David Alvargonzález, entonces los filósofos deberían abandonar toda esperanza y dejar todo el asunto de la religión en manos de psicólogos.

Por eso mismo, y aun a fuerza de ser pesado, resulta tan raro el hablar de que los extraterrestres (en caso de que existan realmente) no puedan llegar a ser el núcleo de la religión primaria, porque para eso tendríamos que ser infrahombres (Tresguerres); habría que ver quién envuelve a quién, como señala claramente Íñigo Ongay en su última respuesta, y ver qué sucede en esa nueva fase de lo humano, antes de sentenciar que la existencia de extraterrestres no tiene nada que ver con la Filosofía de la Religión. Y lo mismo cabría decir de la posición de David Alvargonzález, pues éste confunde la posibilidad de fundar la Filosofía de la Religión en la existencia de extraterrestres (cosa que sabemos no sostiene el materialismo filosófico), con el problema de qué decir, desde la perspectiva del materialismo filosófico, de esas relaciones entre humanos y extraterrestres (ver la Nota 52 en su contexto de la ponencia de David Alvargonzález en Murcia). Y entonces, siempre por la vía del ejercicio, David Alvargonzález acaba recayendo en un positivismo similar al del tristemente célebre (al menos en el ámbito de esta revista) Gonzalo Puente Ojea, quien en la abrupta y bronca polémica provocada por su libro El mito del alma ya nos suministró buenas dosis de su peculiar resumen asistemático de las ciencias. No por casualidad hemos elegido la portada de su libro para ilustrar este artículo, pues David Alvargonzález, aun deseando moverse dentro de los márgenes del materialismo filosófico, acaba deslizándose (ejercitando) hacia el positivismo que caracteriza a Puente Ojea. Y aquí no sirven apelaciones a la terminología del materialismo filosófico para salvarse de la crítica: ha de explicarse cómo alterando de forma tan dramática las figuras gnoseológicas utilizadas por el materialismo filosófico para explicar la Filosofía de la Religión, puede seguirse manteniendo el núcleo, cuerpo y curso de la religión, y en consecuencia que pueda seguir habiendo verdadera Filosofía de la Religión. Y eso, salvo apelaciones (representaciones) a la ortodoxia sistemática, no lo ha realizado David Alvargonzález hasta el momento. La vía del ejercicio de David Alvargonzález nos lleva directamente al positivismo, por mucho que se represente como materialismo filosófico.

En la intemperie, númenes Pelayo Pérez García Respuesta al comentario, que no respuesta, de David Alvargonzález No puedo sino considerar el «comentario», que no la respuesta, que David Alvargonzález dedica a mi trabajo sobre su ponencia litigiosa acerca del núcleo esencial de la religión, según el materialismo filosófico, como un producto del agotamiento de la polémica mantenida durante estos meses en El Catoblepas. La otra posibilidad, la desvaloración que ya en la escolástica en tales debates se reservaba para los llamados «comentarios» frente a las «respuestas», propias de un enfrentamiento inter pares, parece cegada por la innecesaria exposición escolar que me regala el amigo David, desviando no sólo los dardos indoloros sino además dirigiéndolos hacia un blanco que yo no le puse: el positivismo de raigambre comtiana. Me limitaré, así pues, a «glosar» algunos términos de la cuestión disputada y las interpretaciones de mi comentarista, a hacer entonces un comentario sobre los comentarios. Y lo haré no como una respuesta en espejo respecto al comentario de David, pues si fuera así, o probablemente no hubiera contestado al suyo o hubiera caído en un molesto y estéril ejemplo de reacción psicologista cuando, por suerte, mis veleidades al respecto solo son eso, veleidades. Pero si me atreví a inmiscuirme en la polémica que la ponencia de David, vuelvo a repetirlo, era por una cuestión propedéutica y aún a sabiendas de que no cabría rectificación posible entre él y yo. Pero El Catoblepas, en este caso, es un espacio de lectura que va más allá de las posiciones de un autor y de las contraposiciones de otro. Sabiendo que las polémicas son inútiles, no es menos cierto que los lectores sí pueden beneficiarse de las posibilidades que éstas abren y, por supuesto, en mí caso, yo he sido el primero en alcanzar esa finalidad buscada: mejorar, aprender, conocer mejor el problema en cuestión. Me limitaré, así pues, a precisar los puntos resaltados por el 'comentario' de DA, sin entrar en las cuestiones que, con mayor o menor acierto, con necesidad sin duda de un desarrollo

más detenido y detallado, ya dejé remarcadas en mi escrito de referencia. Sí quisiera apuntar lo siguiente: mi respuesta a David Alvargonzález peca, entre otras deficiencias propias de las limitaciones de quien esto escribe, de una tensión nacida de la relación personal con el propio David. Es decir, es porque considero a David Alvargonzález no sólo un amigo, lo cual no deja de pertenecer al ámbito privado, sino por su condición de brillante profesor de Universidad y de estudioso del materialismo filosófico, que modestamente yo mismo intento seguir y estudiar también, que mi respuesta es un tanto 'forzada', insinuante más que determinante, apuntando empero a dianas insoslayables y , en este sentido, no me retracto, pero compruebo, y no sólo por los comentarios a mi escrito, sino los que en este mismo número hace ahora a mis «compañeros» Robles y Rodríguez Pardo, que David no «ha visto y sigue sin verlas» esas dianas y ello porque continúa no sólo preso del positivismo que, insistiré ahora, no es equivalente a que David sea «positivista», menos aún de raíz comtiana. Precisemos entonces. Cuando en mi escrito hacía referencia a la conferencia que, en ese mismo Congreso de Murcia, impartió Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina y la mención «a la instalación natural en el Mundo» por parte no sólo del común de los mortales, sino también de los científicos, yo indicaba una ruta a transitar que no veía recorrida por David –ni acaso por Tresguerres y Robles–, de ahí mis breves referencias a sus trabajos al respecto sin ahondar ni entrar en polémica con ellos, por supuesto, y ello porque, además de coincidir con sus tesis, no significaba nada más que una implementación de lo dicho respecto a David. Esta senda, que sí está recorrida exhaustivamente por Gustavo Bueno, y que remonta y «supera» en sus Ensayos materialistas precisamente, pero que ejercita hasta su límite en todo El animal divino, es ni más ni menos que la «fenomenología» de corte husserliano. Pues, y he aquí la potencia obturante del «estar preso del positivismo», es imprescindible y necesario romper esas amarras, esa instalación científico-positiva, ejerciendo la «epojé» para alcanzar a «ver» la estructura no positiva que descubre Gustavo Bueno. Si, por otra parte, como el propio Bueno enseña y demuestra, «pensar es pensar contra alguien», no cabe duda que las posiciones del idealismo y, en este sentido, de la fenomenología, han sido recorridas, «deconstruidas», criticadas y, según creemos, superadas. Pero una «superación» que, por ser dialéctica, las incorpora (en este sentido, remitimos al trabajo espléndido de Alberto Hidalgo, «Crítica del pensar de M. Heidegger desde el materialismo gnoseológico...» –publicado en el último número de Studia Philosophica, IV, págs. 77-ss.–, donde podemos comprobar la pujanza de esta dialéctica materialista aplicada a uno de los fenomenólogos, por peculiar que sea, más relevantes del pasado siglo, y donde la cuestión de la «verdad», como 'des-cubrimiento' (aletheia) se muestra tan pertinente e incisiva en esta nuestra polémica, pues queda ahí clara cual es la posición «ahistórica y apriórica de Heidegger frente a las relación histórico-materialista», diacrónica, del materialismo filosófico, tan relevante, nuclear, en esta polémica precisamente). Así pues, el positivismo del cual, insisto, sigue preso David sería un positivismo cientificista, aspecto efectivamente no resaltado suficientemente por mí, de donde acaso la confusión, y de ahí también la referencia a su vez al «positivismo de los fenómenos». Ni que decir tiene que el recorrido efectuado por Bueno contiene una trituración, e incorporación, del estructuralismo, recogido para el caso en Etnología y utopía (segunda edición, Júcar, GijónMadrid 1987) y donde el plano sintagmático, donde yo mismo pretendiera situarme, y el plano paradigmático, más propio de David, con sus referenciales imprescindibles en esta polémica, el significante y el significado, nos ofrecerían una vía que no he querido recorrer ni ahora lo haré, más allá de esta indicación, no sin rememorar a R. Barthes y sus apreciaciones sobre el mito, el cual, decía, no encubre ninguna ideología ( ni falsa conciencia por tanto, puesto que ésta precisa de aquella y ambas de la historia, como veremos luego), sino que es un mensaje que tiene su origen en el propio sistema de signos que en cada caso se usa... *** La «Inversión antropológica» y el «presente actual» son los dos pilares de la tesis de DA, cuyas consecuencias no pueden ser sino la apelación a las ciencias del presente, sobre todo la antropología y la etología; y donde la «falsa conciencia» implicada en la representación religiosa de los primitivos, ejercitadas tales 'representaciones' en los mitos, en la 'estética', etcétera, quedaría confirmada mediante el «dialelo antropológico». Aquí introduciríamos la cuña que la cita del trabajo de Hidalgo nos permite –y donde, por cierto, las referencias a la 'pre-historia', a las cosmovisiones y los mitos, así como la diferencia entre lo profano y lo

sagrado, configuran una de las figuras del mundanismo idealista heideggeriano, y no sólo, a demoler desde el materialismo–, pues el «presente actual» al cual apela David parece no tener en cuenta la com-posición materialista del mismo, es decir, la estructura dialéctico material que lo configura como momento sintético, como transformación sincrónica de los momentos 'analítico-diacrónicos' de esa misma historia material que sustenta la verdad del llamado «presente actual», el cual sin esta perspectiva no es sino una expresión idealista cuando no vacía. Comoquiera que aquí, entre otras cosas, está la clave de la ponencia que nos ocupa, al referirse este «presente», con toda la razón sin duda, no sólo a la fase terciaria, atea, de la Religión, sino también a las ciencias desde las que parte el análisis que nos ocupa, o cualquier otro por cierto, como puedan ser la «etología, la fisiología, la zoología, la paleontología, la lingüística incluso, así como la antropología y otras...», retomaremos este apartado en las conclusiones. Y es que antes de continuar, conviene aclarar este punto al que alude David, como destacado, y que considera mal entendido por mí: me refiero a la «inversión antropológica», aspecto éste vinculado sin fisuras al anterior y que también utiliza como arma potente para enfrentarse a Robles y a Rodríguez Pardo. Diremos lo siguiente, la «inversión antropológica» no existe, ni se puede considerar cuando nos situamos en el paleolítico, en la génesis misma de la idea de Religión. Y no «existe» porque, al igual que la «inversión teológica», su análoga, ésta no puede darse sin la realidad teológica previa, en este sentido, el capítulo sexto de la primera parte de El animal divino es decisivo, determinante, pues allí se establece esta inversión precisamente para mostrar el 'nacimiento' de la Filosofía de la Religión por obra de Benito Espinosa. Aquí la Historia está actuando como estructura de la temporalidad que, ahora sí, nos permite por ello hablar del «presente actual», puesto que, por ejemplo, este que escribe ha tenido, y ha podido, leer 'hoy' no sólo El animal divino de Bueno, escrito hace 20 años, sino el Tratado Teológico Político o la Etica de Espinosa, escritos hace más de 300 años... pero no puedo leer mito alguno ni encontrarme con etología alguna ni con teología o antropología, por tanto, correspondiente a la época que nos ocupa por ser pre-histórica. Ahora bien, sí puedo, precisamente por encontrarnos en el «presente histórico y actual», por haberse realizado la «inversión teológica y la antropológica», etc.., mediante la existencia de las ciencias, como «instituciones culturales» crítica con el pasado mítico, &c., comprobar, encontrar, dar cuenta de la existencia de animales, de (proto)hombres, de cuevas, pinturas y restos fósiles, por caso, que 'nos hablan' de técnicas existentes en tal época. Es decir, en nuestros términos, puedo regresar hasta los términos, las relaciones y las operaciones implicadas entre los protohombres, los animales y el medio y puedo, acaso y desde el «presente actual» precisamente, reconstruir hasta donde es posible los fenómenos etológicamente considerados, la fisiología de los sujetos implicados, las técnicas reconocibles y sus usos, incluso la flora y la «geografía», &c. A partir de ahí, y siguiendo el orden diacrónico hasta el dialelo, reconocible como tal, por medio de la existencia del lenguaje, de las pinturas y símbolos, de los mitos transmitidos que recoge ese «pasado» –y aquí intercalaríamos Altamira o la cueva de «des Trés Fréres» y su teriamorfos y teriántropos, por ejemplo–, que designaremos como «antropológicos», se nos aclaran, sitúan y enclasan los fenómenos a considerar... ¿Y la Religión entonces? ¿Es un producto de la «falsa conciencia», como quiere David, de los constructores de mitos, de protosacerdotes o los protopoetas...? Nosotros no negamos la idea de la «falsa conciencia», lo que negamos es que, desde «el presente actual», donde y sólo donde podemos admitirla, es un anacronismo como poco el situarla en la «pre-historia», pues si la «conciencia» existe, existirá gracias a la Historia. No hay «conciencia» si no hay Historia. Y el «núcleo numinoso» de la Religión primaria no es un «hecho histórico», aunque lo pueda ser el «cuerpo»de la Religión Primaria; y esto siempre y cuando constatemos que los mimbres objetivos de la misma –mitos, ceremonias, pinturas...– han sido recogidos por los hombres históricos. Pero la realidad de la Religión Primaria es tan incuestionable como su «núcleo» por la razón siguiente: por la existencia histórica de la Religión Secundaria y de la Religión Terciaria, lo cual parece una obviedad, pero es que, ahora sí, sólo «desde este presente actual», que articula su sincronía en relación a su diacronía, como ya dijimos, postulamos la «existencia de la Religión Primaria», sin caer en el idealismo o la metafísica. Naturalmente, la Etnología, los relatos míticos transmitidos oralmente o los recogidos por los proto-etnológos y otros viajeros a lo largo de los tiempos, dan «fe» de la realidad religiosa de los pueblos primitivos, en su sentido primario, como el propio estudio de

Bueno ilustra y analiza en prolijas ocasiones...Pero «esta obviedad», esta «instalación natural» en el Mundo ya roturado por las ciencias positivas, por el curso de la Historia en fin, no es razón suficiente, aunque sí necesaria, para «fundamentar» la realidad ontológica de la Religión Primaria. Partiendo pues de la realidad que el postulado de su existencia propugna, ¿cuál puede ser el fundamento ontológico de la misma puesto que partimos de un «presente actual» crítico, ateo, materialista como es nuestro caso? El propio David Alvargonzález nos ilustra con profusión acerca de la etapa que estamos considerando, y que no puede ser ni mítica ni especulativa, con sus estudios etológicos, etnoantropológicos, etcétera, los cuales empero no «pueden dar cuenta de la verdad de la Idea de la Religión», precisamente en tanto en cuanto ésta la consideramos una «idea» y no un «concepto», que la Psicología Comparada, el Psicoanálisis, la Antropología, o la Etofisiología, &c., pudieran agotar. Pues es precisamente desde la dialéctica de las teorías implicadas que nos abocamos a la situación crítica que su «negatividad» nos impone, y he aquí, de nuevo, «el estar preso de los fenómenos y el formalismo externo a la materia considerada...» que tanto sorprende a David: se trataría de un «formalismo ontológico», así pues. Pero es desde la argumentación que intentamos desgranar en estas líneas, que el «positivismo cientificista», propio precisamente de la «instalación en el presente actual», resulta ser la tenaza que no permite traspasar las «formas materiales», los fenómenos así pues, entre los que se mueve como pez en el agua el propio David, lo cual es envidiable dicho sea de paso. Iré concluyendo, y lo haré con una referencia a la «conducta» y la «racionalidad», para aclarar la instancia del Ego transcendental que en mi escrito incluía. Pues si el Ego es ontológicamente necesario no lo será por la necesidad estructural, «formalmente considerada» precisamente, sino porque se postula del mismo, frente al Ego idealista y los correlatos empírico-psicologistas del Yo, una consistencia dialéctico-material: si el Ego lo postulamos a partir de las «operaciones» en «el Mundo», y dado el Mundo, regresando del Mundo a la Tierra, y del Ego a los sujetos «operatorios», los «términos» de la «relaciones» estructurales, dialécticas, implicadas, se nos descubren, precisamente como animales y como hombres (así, los animales, en cuanto egoiformes, es plausible «aparecieran» como númenes, pero en tanto sujetos operatorios precisamente, frente otros sujetos operatorios humanos, es decir egos, de donde la «relación» peculiar que estamos analizando entre sujetos operatorios y centros de inteligencia). Es este regreso hasta M y Mi, hasta los límites y las negaciones concomitantes «positivas», científicas, 'naturales», mediante la «epojé» imprescindible para ello, que ahí y sólo ahí, puesto «entre paréntesis el presente actual», pero también la psicología, la etología, la teología, la antropología... &c., ya regresiva e ineluctablemente recorridos que sólo así podremos alcanzar el límite ontológico... el que alcanzaremos, por cierto, en el progreso hasta el presente actual y desde el cual constatamos la 'muerte de Dios', el ateísmo, la fase terciaria de la Religión, ¿pues cómo podríamos decir esto sin haber alcanzado aquello: M y MT? Los límites, así pues, de este recorrido dialéctico-material, filosófico, no positivo-cientificista, ni especulativo, metafísico. Esta trituración deja exánime tanto «el animismo», cuanto la Idea de la Religión idealista, el Espíritu Absoluto en definitiva, o el Dios que vendrá del mentado Heidegger. Quedaría, por último, la cuestión del dualismo implicado en la ponencia de David, el par Naturaleza-Cultura que le achaco, pero no porque David lo postule, sino como consecuencia de su tesis: puesto que «el término medio», los númenes, es negado o incluido como componente de la mitología del protohombre; pero si esto fuera así, lo único entonces que tendríamos sería el «hombre y su dialelo», por un lado, o sea, la «cultura» y los animales, en tanto partes del eje radial, por el otro, o sea «la naturaleza». Si se sostienen los «tres ejes del espacio antropológico», y así debe de ser desde nuestra perspectiva materialista y dialéctica, los animales y el eje angular son precisamente la respuesta al dualismo 'naturaleza-cultura', entre otras cosas y una de ellas esencial, por ello mismo, donde encontramos, así y sólo así, la «génesis» de la estructura de la Idea de la Religión.

Hice referencia ya en dos ocasiones a la ponencia en Murcia de Ortiz de Urbina, hora es ya de indicar por donde iba el apunte: la «instalación natural en el mundo» era una llamada de atención, pero además hacía referencia implícita a ese «verbo ingénito», a ese «verbo encarnado» que recoge precisamente la teología, la fase terciaria de la Religión como momento límite de «la extensión del cuerpo de la Religión» antes de desembocar en el ateísmo. Creo que este punto no hace falta aclararlo, aunque sí vincularlo con la un numinosidad primaria, precisamente por su «carnalidad». En este sentido, la muy incisiva consideración de Ortiz de Urbina, desde una fenomenología materialista, entre «cuerpo interno» y «cuerpo externo» (que Hidalgo, para su uso particular en su texto citado, recoge así refiriéndose a los análisis existenciarios de Heidegger): «¿Quién es el que sale de la caverna? ¿Es el Dasein un caracol con su concha de moradas interiores a cuestas o un pastor del ser que se ha construido una precaria choza en la ladera mimetizando el paisaje? En ambos casos «estar-en-el-espacio», la espacialidad del Dasein, su corporalidad interna (Leibichkeit), tanto como su corporeidad física (Körperlichkeit), implica en su estructura esencial no estar en casa, es decir, quedar a la intemperie. Pero ¿qué clase de casa es una filosofía que solo regala intemperie, inseguridad?» (Studia Philosophica, IV, pág. 91.)

¿Qué tendría que decir un «arquitecto», un «etólogo» o un «neurofisiólogo» filosofante, a la manera del actual Premio Príncipe de Asturias, el racionalista A. Damasio, que reduce a Espinosa nada menos a la «extensión» del cerebro y sus funciones (Looking Spinosa, Harver Books 2003), cosa por lo demás que ya entre nosotros afirmara Castilla del Pino? ¿Qué podríamos decir, entonces y desde el «presente actual», acerca de la idea del alma, qué es producto de la falsa conciencia o una interpretación de los fenómenos internos, psicológicos, o acaso la propia «inteligencia emocional» subjetivamente considerada...? ¿Cómo afrontar críticamente y desde el materialismo filosófico la idea del alma? ¿Y qué responderíamos si alguien negase el «cuerpo interno» o el Ego? ¿Y esa «intemperie», que podemos retrotraer al paleolítico y a sus «cavernas», queda positivizada por la Paleontología o por la Zoología y la Etología que nos explicarían las relaciones entre animales, medio y (proto) hombres, pero que, desde tales presupuestos, no pueden regresar hasta la «voluntad y el entendimiento» mismos que allí y entonces operaban, sin recurrir a la metafísica del «código genético» o a cualesquiera otras emergencias, sin reducirlos a la fisiología precisamente? Situarse, por caso, en la intemperie del Dasein y criticar las posturas al respecto de Heidegger, como hace sin fisuras A. Hidalgo, no implica «negar la verdad» de áquel ni la realidad de esa «intemperie», sino la exigencia de otra mirada, de otra plataforma, en este nuestro caso, el materialismo filosófico. Creo no debo decir más, y cerrar aquí toda posible contrarréplica, pues me parece que, en definitiva y llegado a este punto, no esta demás recordar que todo está dicho en el propio texto de Bueno al que no paramos de voltear; así pues el autor del libro y de la idea sustancial, nuclear acerca de la Religión es quien, en todo caso, tendría la palabra.

Cuarta respuesta a David Alvargonzález Joaquín Robles López Sobre filosofía de la religión Supongo que se me agradecerá que intente ser lo más preciso en esta respuesta, en la medida de lo posible. Me ciño, pues, a lo escrito por David Alvargonzález en su última intervención, en lugar de mezclar unas con otras. David, que sí que hace esto último, mezclando (como veremos) argumentos ad hominem de la segunda de mis respuestas con argumentos de diferente naturaleza de la tercera, nos hace cada vez más difícil mantener el hilo de la discusión. Me centro, pues, en sus últimas respuestas y en el último artículo que me dedica:

«El proceso de constitución de las primeras religiones supone partir de una situación previa protorreligiosa en la cual, aunque existan las relaciones etológicas entre grupos humanos, y entre éstos y otros animales no humanos, la religión, como institución propia de la cultura objetiva, aún no existía. Esa nueva institución exige la conducta verbal humana y también supone que los rituales se conviertan en ceremonias.{1} Los recursos que tenían esos protohombres para representarse y organizar sus relaciones con ciertos animales (y con otros grupos humanos) eran los que estaban acumulados en su experiencia con esos sujetos operatorios (animales y humanos). La distinción entre animales no humanos y humanos, y la distinción de los rasgos que son específicamente humanos (transgenéricos, antropológicos) frente a los que no lo son (rasgos subgenéricos y cogenéricos, conductas del hombre y conductas animales) puede ser clara para nosotros (desde la etología y el materialismo) pero no podemos pretender que esa claridad y distinción la tuvieran también los hombres del Paleolítico.{2}»

Todo esto no es más que la repetición de tesis que nunca nadie le criticó. Ignoro por qué las menciona David. Nadie ha dicho que los hombres del paleolítico tuvieran que distinguir con nuestra claridad entre rasgos cogenéricos y metagenéricos, antes bien, es David quien niega que puedan distinguir alguna vez con claridad. Lo que afirmamos es, en todo caso, que esas confusiones objetivas no pueden constituir el género generador (núcleo) de las religiones, que no es lo mismo. Tampoco nadie ha dicho nunca que pueda haber religión antes de estar diferenciados los ejes angular y circular («¿Cómo los animales llegan a ser númenes? Es decir: ¿Cómo se constituye la fase de la religión primaria?... Los mecanismos por los cuales pudo tener lugar la segregación o ex-sistencia del eje circular respecto del eje angular tienen que tener alguna relación con la constitución de la esencia misma del homo sapiens y de sus características diferenciales»).{3} Sin embargo, en la apreciación que sigue de David («Por eso, es fácil suponer una situación en la que esos hombres paleolíticos asignaron a ciertos animales rasgos operatorios que hoy sabemos que son específicamente humanos») hay dos errores{4}: El primer error, el de no acertar con el significado del dialelo antropológico. Es obvio que si el hombre del paleolítico asignó a los animales «rasgos morales que hoy sabemos que los animales no poseen», entonces, este hombre compusoerradamente.{5} El dialelo antropológico no nos autoriza a asignar al hombre del paleolítico esos rasgos morales (metagenéricos) que caracterizan al hombre de una sociedad política del presente. Del mismo modo en el que no podemos atribuir omnisciencia a los númenes del paleolítico, aunque «hoy sepamos» que es un atributo del numen terciario. Eso no es utilizar el dialelo sino cometer un anacronismo. Lo que el dialelo nos permite es asignar al hombre del paleolítico una protomoral y un lenguaje, o el bipedismo. También inteligencia y voluntad (cogenéricas) a los animales. Y de aquí que baste con esto para declarar que los animales son los númenes reales del Pleistoceno. Y que, por tanto, aquella religación y sus restos (refluencias) constituyen la religión verdadera. Y con esto no quiero decir que no pueda ser verdad que los hombres paleolíticos pudieran haber asignado rasgos falsos a los animales, sino que no hay razón alguna para situar el núcleo de la religión en estas composiciones erradas. Que pudieran o no hacerlo no es cuestión que podamos tratar, dado que no disponemos de un campo de fenómenos religiosos (primarios) y, por tanto, tenemos que reconstruirlo. El segundo error, de coherencia lógica con el dialelo, es el de partir del Espacio Antropológico ya diferenciado para introducir, después, la tesis de que el hombre paleolítico confundía los ejes circular y angular. Porque tal Espacio no es una realidad fenoménica. En otras palabras: puede que aquellos hombres se confundieran, pero no podemos confundirnos nosotros cuando clasificamos, desde el presente, ciertos rasgos como angulares o circulares. Estando de acuerdo con David en que aquellos hombres no podían distinguir con claridad los ejes del Espacio Antropológico (esto es: no podrían representárselos {6}) ¿qué añade esto a la cuestión? Porque, en cualquier caso, somos nosotros quienes, desde las coordenadas de una verdadera filosofía materialista de la religión, distinguimos, mediante el uso de las herramientas pertinentes, que incluyen el concepto de Espacio Antropológico, entre rasgos cogenéricos y metagenéricos. Y Gustavo Bueno, en El animal divino, pone como núcleo o género generador de la esencia de la religión al numen en función de esos rasgos cogenéricos (inteligencia y voluntad) y no en función de rasgos metagenéricos «que desde el presente sabemos que no poseen los animales».

La cuestión es que Alvargonzález insiste en que esos rasgos cogenéricos no bastan: debe haber composición, asignación errada de rasgos metagenéricos {7}. Pues muy bien. Pero, entonces, que saque David las consecuencias de su afirmación y no se empecine en declarar que se mantiene en las coordenadas de El animal divino (Rodríguez Pardo). Y esas consecuencias son: 1. Negación del Argumento ontológico religioso. 2. Desviación gnoseológica. 3. Cancelación del núcleo y modificación de la estructura ontológica del curso (muy especialmente de la religión natural como género radical del género generador o núcleo, puesto que la tesis de D. A. obliga a declarar género radical del género generador a la operación (M2) de asignar, erradamente, rasgos metagenéricos a los animales). 4. Evemerismo, circularismo. 1. Es obvio que David asume esta consecuencia sólo parcialmente porque elude la cuestión señalando que la cita utilizada por mí, de El animal divino, está pensada para otra cosa: «Joaquín Robles me pregunta de dónde sacaron los hombres del Paleolítico los elementos que convirtieron a los animales reales en «númenes personales». No sé si la pregunta es retórica porque la respuesta es explícita en mi trabajo: de allí donde se conforman las personas, es decir, fundamentalmente de las relaciones circulares. Por eso, cuando se dice que los númenes son «númenes personales» o «personiformes» se está admitiendo que tienen (emic) componentes circulares. El resto del argumento del texto de Bueno que Robles cita (El animal divino, pág. 159) está pensado para criticar los númenes infinitos o necesarios, los númenes de las religiones terciarias, y no me parece que pueda aplicarse al caso.»

El argumento era este: «Queremos decir que la existencia de los númenes es una condición (no decimos una perfección) de los propios númenes, según su concepto, por tanto una condición necesaria para poder hablar de experiencia religiosa ante los númenes y ello en razón de ser estos personales (númenes análogos) no en razón de que sean infinitos o necesarios (que son las razones que utiliza el argumento ontológico-teológico). Un numen sólo es personal si es existente, si la existencia es condición de la realidad extramental de otras personas... No cabe distinguir aquí entre la idea de otra persona y su realidad, entre el orden ideal y el orden real, porque la idea en que se me da esa persona no puede ser independiente de su propia realidad, y si se acepta por hipótesis que esa persona jamás existió, desaparecerá también la idea misma de esa persona.» (Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 159, negritas mías.)

¿Y no le parece que pueda aplicarse al caso? ¿Puede ser más explícito? ¿Por qué no se lo parece? Lo que a mí me parece es que ni los númenes infinitos ni los númenes equívocos (teriántropos) existen, por lo que el argumento de Bueno es idéntico en los dos casos y sus consecuencias también: si no existe no puede ser numen. David dice todo lo contrario. Esto es clarísimo. Que el argumento esté pensado, en este contexto, para demostrar que la religión terciaria no es originaria ni verdadera no quiere decir que carezca de validez para aplicarse a la verdadera religión primaria originaria. Porque ambas cosas están conectadas: la falsedad de la idea de un dios terciario infinito no está demostrada aquí, por Bueno, mediante argumentaciones sobre las contradicciones internas de las partes formales de la Idea misma (perspectiva teológica) sino por relación a la necesidad de contar con un fulcro de verdad realmente existente y no imaginario (ni tampoco infinito) que permita hablar de verdadera religión (perspectiva de la antropología filosófica materialista). La Idea de un Dios terciario es falsa, por eso no puede ser género generador de la religión y por eso habrá que desconectar (esencialmente) las ideas de Dios y de Religión. Pero, por lo mismo, los númenes equívocos y los teriántropos no pueden ser núcleo de la religión: porque tampoco existen (y esta vez sin necesidad de recurrir a pruebas teológicas). El argumento es exactamente el mismo para los dos casos. Pero, por otra parte, las Ideas no llueven del cielo sino que se nutren de la actividad operatoria de los sujetos humanos, de aquí el argumento ontológico religioso: tiene que haber un núcleo real al que referir la Idea de un dios terciario (una vez que esta Idea, tal y como se define por la teología, se considera imposible). Es la misma gnoseología materialista la que pide el argumento ontológico en la cuestión de la génesis de ésta y otras ideas. Así, la Idea del

Dios terciario habría surgido de las experiencias (verdaderas) de hombres religados con los númenes reales (núcleo), después de que, a través del curso de las tres fases, nuevos materiales se fueran añadiendo al núcleo (configurando el cuerpo) hasta quedar éste «soterrado» o latente tras los nuevos atributos (infinitud, omnisciencia...). Al retirar la posibilidad de una verdadera experiencia religiosa nuclear, D. A. está poniendo la confusión como originaria (Engels) y no como derivada o añadida a un fulcro de verdad recuperado de entre las falsedades terciarias que lo velan. Pero, entonces, es innecesario llevar tan atrás las cosas: ¿para qué hacer al hombre paleolítico que se confunda? ¿No basta con declarar que el Dios terciario es resultado de confundir (componer objetiva y falsamente) rasgos humanos con conceptos matemáticos y ontológicos (infinitud, grado máximo, eternidad, &c.)? ¿Y para qué necesitaríamos un eje angular en filosofía de la religión? Del mismo modo en el que, cancelado el argumento ontológico, habrá que enfrentar la cuestión de otra forma: David pone el género radical{8} en las operaciones falsas de asignar rasgos metagenéricos (circulares) a animales que sólo poseen rasgos cogenéricos (angulares) –y siendo estos rasgos insuficientes para que haya religión– y el núcleo en los teriántropos como «confusiones objetivas» de rasgos metagenéricos y cogenéricos. Por tanto: el núcleo es una confusión, no existe realmente (fenoménicamente).{9} 2. De aquí el deslizamiento de las tesis de D. A. hacia el psicologismo: la tarea de explicar la génesis de la religión descansará sobre el análisis de los mecanismos psíquicos, neurológicos, etc. que explican tal confusión. Con esto no creo estar privilegiando el «momento subjetivo» de la composición sino indicando que si los númenes no son materias realmente existentes que mantienen relaciones con los hombres, entonces, serán pensamientos o alucinaciones que objetivamente pueden ser analizados en perspectiva psicológica. En otras palabras: retirada la numinosidad real de los animales, la cuestión de la existencia del núcleo de la religión (ya que las relaciones etológicas y ecológicas no pueden ser religiosas simpliciter) es psicológica, neurológica: porque no podemos admitir operaciones entre un sujeto real y otro inexistente. En la «ceremonia» de practicar exorcismos, por ejemplo, hay varias operaciones entre sujetos reales (el exorcista y el exorcizado), pero tales operaciones no constituyen (emic) nunca su momento esencial. Sobre el núcleo de esta ceremonia –dado que los demonios no existen– tiene la palabra el psiquiatra, tanto, si no más, que el antropólogo. {10} La verdadde la ceremonia, una vez retirado el núcleo numinoso, la pondremos en su utilidad terapéutica como tratamiento de algunos tipos de neurosis o histerias. Y esto, en modo alguno, quiere decir que estemos destacando el lado subjetivo del momento esencial («expulsar al demonio») de la ceremonia. Es, precisamente, todo lo contrario. Las causas neurológicas de alucinaciones o delirios son tan objetivas como las antropológicas o sociales. Otra cuestión pertinente en este apartado es si «la separación entre Filosofía de la religión y Teología no se ve afectada por mi (su) trabajo acerca de la verdad de las religiones, y sigue estando en el mismo lugar en el que Bueno la dejó». Desde luego que la crítica a la teología se mantiene en el mismo lugar, pero en modo alguno puede mantenerse su diferencia con la filosofía de la religión «en el mismo lugar en el que Bueno la dejó». Esto es debido a que, al retirar el argumento ontológico religioso, la filosofía de la religión toma otra forma (negativa). Dice Alvargonzález: «la Teología es la disciplina que trata del Dios de las religiones terciarias monoteístas y, como tal, es una disciplina cercana a la Ontología y a la Metafísica. La Filosofía de la religión tiene que tratar acerca de los materiales antropológicos asociados a las religiones (primarias, secundarias, y terciarias) y, por tanto, es una parte de la antropología filosófica.»

Se olvida, sin embargo, David (de modo incomprensible) que una verdadera Filosofía de la religión debe tener (para poder seguir manteniéndose como una disciplina particular de la Antropología filosófica) una Teoría de la Esencia (plotiniana) que él se ha encargado de dinamitar al negar el argumento ontológico religioso. Porque los materiales antropológicos (pinturas, sacrificios, enterramientos) sólo tienen significado religioso en tanto se vinculan (en el mismo ejercicio antropológico) a una concepción determinada de la esencia y no a otra. ¿Y cómo podría D. A. partir, en sus análisis antropológicos, de la Teoría de la Esencia de El animal divino, cuando su argumentación se dirige a destruir el mismo núcleo {11} de la Teoría? Por esto, si David parte de una Teoría de la Esencia (de otro modo no sería verdadera Antropología Filosófica) ésta no es la del Materialismo Filosófico. Y si no lo hace, esto es: si no parte de ninguna Teoría, no puede ser una verdadera Antropología Filosófica. ¿Dónde Bueno la dejó?

3. Y es que la Teoría de la Esencia de David se construye de un núcleo que no admite el argumento ontológico religioso. Por tanto: resulta enteramente gratuito hablar de núcleo, si no admitimos, como indica Gustavo Bueno, que: «El procedimiento que nos parece más riguroso cuando nos disponemos a determinar algún contenido que pueda desempeñar el papel de núcleo... comprende dos pasos o trámites generales: (1) La delimitación de algún contenido, dado desde luego fenomenológicamente («emic») del material religioso que reúna las condiciones necesarias para ser interpretado como núcleo. (2) El reconocimiento de la realidad «extrarreligiosa» (respecto de las religiones positivas) vinculada a ese mismo contenido nuclear, una realidad («etic») adecuada al «argumento ontológico religioso. Los dos requisitos han de entenderse en conjunción, como condiciones necesarias.»{12} (negritas mías.)

Parece claro que David ha puesto otras condiciones necesarias a los contenidos fenomenológicos delimitados (1), a saber: composición de rasgos metagenéricos (circulares) y cogenéricos (angulares), falsedad, inexistencia. Y más claro aun es el abandono del segundo (2) de los trámites. La pregunta es, ¿puede seguir David manteniendo que emplea el método del Materialismo Filosófico?: «supongo, con Bueno, que ninguna ciencia de la religión es capaz de dar cuenta de la esencia o fundamento de las religiones. El análisis gnoseológico de las ciencias de la religión no puede realizarse desde ninguna disciplina científica sino desde la filosofía (en nuestro caso, desde el materialismo).» ¿Y con qué trámites generales, si se refiere David a una Filosofía de la Religión? Porque otra cosa es que David se refiera a la crítica de las ciencias de la religión desde la filosofía de la ciencia, en general, pero esto sería una ilusión porque la crítica gnoseológica de las ciencias de la religión por la Filosofía de la Ciencia no puede prescindir de una Teoría filosófica sobre la Esencia de la religión.{13} Y es, precisamente, esta Teoría de la Esencia de David Alvargonzález la que ya no cumple (como he intentado demostrar) los trámites que exige el mismo Materialismo Filosófico. Esta incongruencia, señalada por Rodríguez Pardo, entre ejercicio y representación es evidente. Por lo demás ¿cómo podría no afectar al cuerpo y al curso de las religiones esta rectificación (eliminación, según mi criterio) del núcleo y de los trámites ontológicos que debe cumplir? 4. La teoría de David es circularista porque reduce el eje angular a zoología o etología, pero no puede insertar la religión como un contenido de este eje. Por muchas diferencias que encontremos –además de las que David nos muestra– entre las tesis de D. A. y las tesis de Engels (diferencias perfectamente prescindibles pues la analogía solo se mantenía en el carácter circularista de ambas{14}) no se puede dejar de lado el paralelismo. La estrategia de David se torna incomprensible, además cuando me pide que interprete correctamente un quiasmo de Marx citado por Bueno: «Exigir al hombre que renuncie a las ilusiones sobre su situación, es exigir que renuncie a una situación que necesita ilusiones»: «No sé si Joaquín Robles saca las conclusiones adecuadas de este comentario. Si consideramos correcto el comentario que Bueno hace de Marx, podríamos parafrasear a Marx del siguiente modo: 'Exigir al hombre del Paleolítico superior que no cometa alguna confusión a la hora de valorar la inteligencia y la voluntad de ciertos animales que le rodean es exigir que se salga de esa situación (la del Paleolítico superior) que precisamente se define, entre otras cosas, por esas confusiones (es decir, es exigirle que no sea un hombre del Paleolítico superior)'.»

Lo que yo no sé es si David entiende que aquí Bueno está criticando, por circularista, aunque «próximo a la filosofía», al quiasmo de Marx, aplicado como ejemplo de explicación de

una teoría de la esencia negativa (y acaso metafísica) de la religión. Con la «interpretación» que nos endosa no hace sino corroborar aun más el diagnóstico. ¿Por qué habría yo de interpretar, aplicado al caso que nos ocupa, el quiasmo de Marx, cuando la cita viene a colación por ser impertinente desde las coordenadas de una verdadera filosofía materialista de la religión? Una cuestión final: En la interpretación del curso que hace Bueno, la religión secundaria, mitológica, es la religión falsa por excelencia. Sus contenidos verdaderos se han desvinculado de un campo de fenómenos real y solo aparecen como refluencias de las primarias: «la documentación empírica sobre las fases históricas ulteriores que es, ya enseguida, sobreabundante, se refiere en cambio a situaciones en las cuales precisamente los fenómenos religiosos se han alejado del núcleo hasta un punto tal en el que podría parecer que no hay base fenomenológica para seguir manteniendo la tesis sobre la esencia» (Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 235.)

David sin embargo sostiene que: «Las religiones secundarias suponen, en mi interpretación y en la de Gustavo Bueno, una rectificación de las primarias tras la revolución de la domesticación de los animales. La rectificación es la siguiente: los animales reales (los de la zoología) dejan de ser considerados númenes y pasan a ser considerados animales (más o menos peligrosos).»

Otra incongruencia de David Alvargonzález con lo que dice después: «en ningún momento he establecido una escala cuantitativa de mayor o menor verdad entre las diferentes fases de las religiones, ni creo que esa sea la manera correcta de abordar el asunto.»

Pues qué bien: si la religión secundaria rectifica la primaria, ¿no supone esto que la fase secundaria es más verdadera que la primaria? Los animales reales que no son realmente númenes (según D. A.) se convierten, por fin, en animales «más o menos peligrosos», cuando los rasgos circulares que se les habían asignado (siempre según David Alvargonzález) se reasignan ahora a las constelaciones o seres antropomorfos. ¿Esto es una rectificación? ¿Está de acuerdo Bueno en esto?: «La transición hacia las formas de la religiosidad secundaria no puede entenderse como un proceso de desaparición de los númenes, sino como el proceso de su transformación o anamórfosis»{15}. En todo caso, sólo desde la perspectiva que defiende D. A. (que niega la verdadera naturaleza religiosa{16} – simpliciter– de las relaciones entre hombres y animales) podemos hablar de rectificación. Pero no puede atribuir a Bueno esta tesis porque, en todo caso y según Gustavo Bueno, la falsedad de las religiones secundarias ya está prefigurada, como le señaló Íñigo Ongay, en la estructura de la misma religión primaria. Transcribimos literalmente El animal divino: «En la medida en que la confusión objetiva entre las figuras antropomórficas y zoomórficas, que se considera inevitable, sea más intensa en ciertas franjas de la religión primaria, habrá que decir también que esta forma de religiosidad contiene un principio interno de error o de falsedad objetiva. No será legítimo, según esto, ver a la religión primaria como la sede exclusiva de la religión positiva verdadera. Antes bien, estaremos autorizados para poner en ella los gérmenes de error característicos de los ulteriores períodos de la religiosidad.»{17} (Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 260.)

En resolución: David Alvargonzález no ha dado ni una sola prueba, ni un sólo argumento por el cual tengamos que considerar los teriántropos como núcleo (o referencia fenomenológica falsa del núcleo) de la religión. En primer lugar porque las confusiones que pudiera padecer el hombre del paleolítico no anegan el campo de sus relaciones reales con los animales. En segundo lugar porque la existencia de esas confusiones se explica por la misma Teoría de la Esencia de la religión desplegada por Bueno en El animal divino, sin violencia.

La única razón sólida de David es la coherencia con su propia Teoría de la Esencia (negativa) que no es la del Materialismo Filosófico y en la que adquiere un papel fundamental (aunque D. A. lo desprecie por «subjetivo») la dimensión psicológica. La estructura gnoseológica de El animal divino queda herida de muerte arrastrada por la rectificación ontológica tanto como viceversa. Caravaca, julio de 2005. Notas {1} Nadie cuestiona esto. ¿A qué cuento viene ahora? {2} Tampoco nadie ha dicho que los hombres del paleolítico distinguieran tan claramente como nosotros {3} Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 254. {4} Entendiendo que es un error derivado de querer mantenerse David en los límites de la parte gnoseológica del Animal divino y no hacerlo. Un error, por tanto, que nos impide reconocer en estas afirmaciones de David a una verdadera filosofía de la religión y no tanto a una filosofía verdadera. {5} Dice David: «asignaron a ciertos animales del paleolítico rasgos operatorios que hoy sabemos que son específicamente humanos, por ejemplo: rasgos de inteligencia, conducta verbal, rasgos morales, &c.» ¿Qué es lo que «hoy sabemos»? Sabemos que las bestias no son máquinas insensibles, sabemos que, en nuestro presente, siguen percibiéndose como personales, sabemos, por Gustavo Bueno, que «la etología es el misterio de la teología»... ¿Están asignando rasgos morales los cazadores del presente a su perro cuando dicen que es fiel? Debo mostrar, puestos a señalar imprecisiones, que la operación de «asignar» algún rasgo o propiedad no implica, por sí misma, asignar falsamente: Y aun suponiendo con David, que, efectivamente, tal cosa ocurra ¿por qué el núcleo de la religión habría sido constituido con este tipo de asignación de rasgos falsos y no en virtud de la asignación (verdadera) de rasgos de inteligencia que se mantienen a escala cogenérica? Cuando el hombre del paleolítico «percibe» al animal como «inteligente» o con rasgos protomorales (que sólo desde nuestro presente pueden ser denominados, no ya «falsos», sino simplemente «morales»), no puede estar confundiendo nada, ni atribuyendo nada. Desde el punto de vista que cabe adoptar aquí, que no puede soslayar el dialelo, me parece que sólo podemos decir, con Alvargonzález, que los hombres «asignan» rasgos morales a los animales cuando esos rasgos morales existen previamente. ¿Y donde existían esos «rasgos»? ¿atribuye David al hombre del Paleolítico rasgos morales de nuestro presente? {6} Como tampoco Tylor, ni J. Mosterín (Los derechos animales) o D. Morris (El contrato animal) ni la práctica totalidad de antropólogos contemporáneos. Lo que no está tan claro es que no los ejercitaran, desde nuestro punto de vista. Un niño de pocos años suele distinguir perfectamente a sus padres, hermanos y amigos, de perros, gatos o electrodomésticos. {7} «Hay dos tipos de razones para sostener esta conjetura. En primer lugar, porque de este modo, partiendo del presente (el «dialelo») podemos progresar a ciertos materiales antropológicos (los teriántropos en la prehistoria y la situaciones de confusión semejantes conocidas por la etnología). Las razones del segundo tipo son más generales: si los animales son percibidos tal como lo que realmente son, como animales, tal como los consideramos hoy, entonces la religión primaria no habría surgido y, por eso, la religión primaria no es posible como institución cultural verdadera en el presente. Esos dos tipos de razones no son explicaciones psicológicas, sino filosóficas, y están más basadas en la etología, en la etnología y en la prehistoria que en la psicología». En la primera de estas «razones» no deja de ser curiosa la forma de emplear el dialelo antropológico: como en nuestro presente las religiones son falsas debemos buscar el origen de esa falsedad en ciertos materiales antropológicos también falsos. La segunda «razón» (que, en rigor es una premisa de la primera si se examina con atención) es completamente errada pues la causa del condicional (en negritas) es absurda: ¿cómo iban los hombres del Paleolítico a percibir a los animales tal y como nosotros los percibimos en el siglo XXI? Lo que permite el dialelo es reinterpretar la enorme cantidad de materiales proporcionada por los estudios de etología del presente como pruebas de la falsedad de la doctrina del automatismo de las

bestias, es decir: como prueba de que inteligencia y voluntad son rasgos cogenéricos. Y aplicar estos conocimientos a una situación pretérita para encontrar referencias verdaderas al concepto de religión (como religación entre humanos y númenes). Y a continuación plantear la doctrina zoogenética al señalar que esta religión verdadera constituye el género generador del curso y el cuerpo de las religiones del presente. D. A. muy al contrario, parte de un fenómeno (la confusión de rasgos metagenéricos y cogenéricos) que, si se da en el presente, es fruto de alucinaciones, para declarar (y ya es el colmo que encima no quiera trasladar este carácter alucinatorio al paleolítico y nos hable de confusiones objetivas) que se dio en el Pleistoceno y, además, tan objetivamente como errónea, desde el presente, es una esfera armilar. {8} Porque el núcleo o género generador no «emerge» ni se construye ex nihilosino que se da como reestructuración y anamórfosis de la religión natural. Hacemos hincapié en que la anterioridad el género radical respecto del género generador tiene carácter ontológico y no necesariamente psicológico (temporal). {9} Aunque D. A. crea al respecto que: «decir que en el núcleo de las primeras religiones hay componentes falsos y componentes verdaderos no significa afirmar que ese núcleo se desvanezca en ningún sentido (conclusión que sacan algunos de mis críticos para, a continuación, endosármela a mí)» (respuesta a Íñigo Ongay). ¿No se desvanece en ningún sentido? Salvo que David crea en la existencia real de teriántropos no veo cómo no se va a desvanecer su núcleo en el sentido de su misma existencia real. {10} Que, en cualquier caso ejercita un compromiso ontológico con la inexistencia de los demonios a los que, no obstante, puede reconocerles un fulcro de verdad. Desde nuestras coordenadas: el mismo que David impugna, es decir; la numinosidad real de los animales. {11} Ver nota 6. {12} Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 151. {13} «La naturaleza crítica que, en el regressus a partir del material fenomenológico, atribuimos a la filosofía gnoseológica de la religión, nos ha llevado a la conclusión de la insuficiencia de la ciencia fenomenológica o empírica, a la necesidad de comprometernos con los problemas de la esencia y de la verdad» (Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 107). «Sigue siendo... filosofía gnoseológica de la religión aquella disciplina que afirma la necesidad, en el progressus, de la perspectiva ontológica, si se quiere construir una teoría de la religión en sentido estricto» (108). {14} Los análogos son siempre diversos, y solo en alguna proporción iguales. {15} Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 256. ¿Cómo se cuadra esto con lo que dice David Alvargonzález? {16} Cabe recordar a David Alvargonzález que esta pregunta que, a continuación transcribimos –seguramente mal planteada– no era una pregunta –aislada– por la falsedad simpliciter de las relaciones entre hombres y animales que él me atribuye: «'¿Pero a qué ciencias, a qué doctrinas podemos apelar para demostrar la falsedad simpliciter de las relaciones de hombres y animales?' Las relaciones de los hombres con los animales no son 'falsas simpliciter'. Yo nunca he dicho eso y por eso no tengo por qué demostrarlo.» Lo que yo escribí, en su contexto es: «Porque podemos apreciar, en todo caso, la esfera armilar como falsa una vez que la falsedad (de los principios astronómicos que incorpora el mecanismo) queda demostrada por los conocimientos astronómicos de nuestro presente. ¿Pero a qué ciencias, a qué doctrinas podemos apelar para demostrar la falsedad simpliciter de las relaciones de hombres y animales?» La «falsedad» de esas relaciones era la descrita por David al señalar que se componían de elementos circulares «asignados». En el contexto en el que preguntaba (en mi segunda respuesta que D. A. mezcla ahora con la tercera) me estaba refiriendo a la analogía, propuesta por David Alvargonzález, entre teriántropos y la esfera armilar. Se entiende, por tanto, que se refería a las ciencias que frente a un teriántropo pudieran determinar los principios de su falsedad, estando estos principios en las relaciones de hombres animales. Pero sólo por relación a la astronomía en cuanto que ésta demuestra la falsedad de los principios que incorpora la esfera armilar. ¿Qué ciencia demuestra la falsedad de los principios que incorpora el teriántropo? Al omitir David que esta pregunta sólo tiene significado como pregunta para desmontar la comparación –que me sigue pareciendo inapropiada– entre teriántropos y artefactos de la astronomía clásica, me deja en una posición ridícula. Ridículo que se acentúa al mediar una tercera respuesta que examina otras cuestiones y con la que David mezcla argumentaciones ad hominem de la segunda.

{17} Íñigo Ongay le mostró una declaración similar de Bueno que a David le resbaló ampliamente. Prefirió, en su respuesta a Ongay, el sarcasmo de compararse con Ortega y su postrer arrepentimiento y obviar esta cuestión centralísima: la existencia de teriántropos (pintados) y otras confusiones de rasgos circulares y angulares no supone ningún problema para la Teoría de la Esencia de la religión del Materialismo Filosófico. Como le indicaba Ongay, pueden asimilarse como partes del cuerpo y no del núcleo.

Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados Gustavo Bueno El autor de El animal divino expone aquí su juicio tras dos años de debate sobre la verdad de las religiones primarias y otros asuntos involucrados en ella

Introducción. El debate I. Sobre la génesis o proyecto sistemático de El animal divino y sobre las limitaciones internas de su ejecución (A) Sobre la génesis del proyecto de El animal divino como modelo de una filosofía materialista de la religión (B) Sobre las limitaciones de El animal divino, derivadas de su método, como modelo de una filosofía materialista de la religión (1) La cuestión del dialelo (2) La cuestión de la inversión antropológica (3) La cuestión de la «encarnación» (4) La cuestión de la verdad (5) La cuestión de la koinonia de los valores religiosos II. El debate «explicado y justificado» desde las limitaciones de El animal divino como ejercicio de un proyecto de filosofía materialista de la religión (1) Cuestiones relacionadas con el dialelo del espacio antropológico (2) Cuestiones relacionadas con la inversión antropológica (3) Cuestiones relativas a la «encarnación» del eje angular en los animales linneanos (4) Cuestiones relacionadas con la verdad de las religiones (5) Cuestiones relativas a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

(1) El debate en torno al dialelo (2) El debate en torno a la inversión antropológica (3) El debate en torno a la «encarnación» del Logos en el cuerpo viviente de un animal linneano (4) El debate en torno a la verdad de las religiones (5) El debate en torno a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

Introducción

El debate 1. En septiembre del año 2003 tuvo lugar en Murcia el congreso Filosofía y Cuerpo («debates en torno al pensamiento de Gustavo Bueno»), impulsado por los profesores Patricio Peñalver, Francisco Giménez y Enrique Ujaldón. El Congreso debatió en torno a materias de muy diferente naturaleza: filosofía política, ontología, ética... y filosofía de la religión. Entre las intervenciones relacionadas con la filosofía de la religión destacó por su brillantez la de David Alvargonzález; su ponencia se centró en torno a «El problema de la verdad en las religiones del Paleolítico», sistematizando puntos de vista que ya venía exponiendo desde hacía años en sus clases: «En el curso 1998-1999 de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo (...) el profesor David Alvargonzález nos explicó a los alumnos de la asignatura Historia y Filosofía de la Religión de cuarto curso de licenciatura, el libro básico de dicha asignatura, El animal divino, con algunas críticas a la verdad de la religión primaria tal y como se sostiene en ese libro, críticas que son mantenidas esencialmente idénticas en la actualidad, en la polémica que ellas mismas han generado en forma de conferencia del Congreso Filosofía y Cuerpo.» (José Manuel Rodríguez Pardo, «Sobre númenes y psicologismo», El Catoblepas, nº 39:11, mayo 2005.)

Y acertó a «poner sobre el tapete» algunas cuestiones de indudable importancia sobre las cuales, a su parecer, El animal divino no se había pronunciado con claridad o incluso lo había hecho de forma que facilitaba interpretaciones erróneas o que eran ellas mismas erróneas o no consistentes. El autor de esta ponencia argumentaba «desde dentro» del materialismo filosófico, y en sus interpretaciones, incluso en aquellas que implicaban rectificaciones importantes a las tesis de El animal divino, utilizaba «instrumentos» del propio materialismo filosófico, con indudable «conocimiento de causa». Por ejemplo, el paso hacia los númenes paleolíticos no habría sido resultado de una metábasis, sino de una catábasis; acaso la rectificación más profunda (las religiones primarias no pueden considerarse verdaderas en un

sentido directo, sino a través de las secundarias y de las terciarias) se hacía en el marco mismo del materialismo, «movilizando» otras acepciones de la verdad que el propio materialismo filosófico había desarrollado. En resolución, la ponencia de Alvargonzález se proponía analizar El animal divino desde la perspectiva del propio materialismo filosófico, y las rectificaciones que proponía no parecían afectar al sistema en su conjunto; que, por otra parte, parecía admitir diferentes bifurcaciones o versiones distintas en torno a las cuestiones sobre filosofía de la religión. También tuvieron lugar en el Congreso de Murcia de 2003 otras intervenciones, independientes de ésta, que trataron asuntos de filosofía de la religión de gran interés, especialmente la ponencia de Joaquín Robles, no menos brillante, «La Idea de religión desde el materialismo filosófico», desarrollada en una línea que no requería rectificaciones, sino que se mantenía en el ámbito de la «interpretación canónica» de la filosofía materialista de la religión, aunque expuesta con una sorprendente contundencia, claridad y vigor. (La ponencia de Robles estaba pensada con independencia de la de Alvargonzález, aunque, según se dice en nota, conocía de oídas algo de su orientación.) También suscitó un gran interés la ponencia de Felicísimo Valbuena de la Fuente («El concepto de persona en varias herejías y su interferencia en la política de los siglos XX y XXI») que ofrece valiosas reflexiones para perfilar el alcance de la Idea de persona en cuanto Idea que desborda el campo antropológico. Hubo también otras ponencias directamente relacionadas con El animal divino, que aunque desde perspectivas no internas al materialismo filosófico, mostraban un gran interés por la filosofía materialista de la religión y un profundo conocimiento de la misma: la ponencia de José Luis Marín Moreno, «Sobre la constitución del judaísmo desde una perspectiva materialista. Lectura materialista del Libro de Ezequiel», utilizaba ideas centrales de El animal divino como instrumentos para una hermenéutica bíblica, desde un punto de vista cristiano. También la ponencia de Patricio Peñalver, «Dialécticas nematológicas en torno al cuerpo de la religión», analizó con gran sutileza el significado de El animal divino,y subrayó algunas limitaciones importantes que esta obra a su juicio tiene desde el punto de vista de la filosofía en general. 2. Lo cierto es que la ponencia de David Alvargonzález, dada la abundancia de cuestiones que suscitaba, inclinó a diferir las reacciones de quienes sólo habían escuchado su exposición oral hasta su publicación en las Actas (en febrero de 2005), determinando que la polémica que había comenzado a gestarse en los foros de nódulo, sobre todo tras la crónica de Joaquín Robles sobre el Congreso («¿Ortodoxos y heterodoxos?», El Catoblepas, nº 20:17, octubre 2003), se desatara a partir de la primavera de este año, cuando abriendo el nº 37 de El Catoblepas, por iniciativa de los propios autores, se hizo público un cruce epistolar privado que mantuvieron Íñigo Ongay de Felipe y David Alvargonzález en julio y agosto de 2004. A lo largo de cinco meses (de marzo a julio de 2005), y en sucesivos números de la revista El Catoblepas (números 37, 38, 39, 40 y 41), fueron ofreciendo sus puntos de vista, además de David Alvargonzález e Íñigo Ongay, Alfonso Fernández Tresguerres, Joaquín Robles, Antonio Muñoz Ballesta, José Manuel Rodríguez Pardo, Pedro Santana y Pelayo Pérez García; con las consiguientes réplicas, contrarréplicas, respuestas y comentarios. Difícilmente puede citarse en España un debate filosófico tan rico e intensamente sostenido como el que estamos considerando, debate que deja en ridículo a quienes quieren creer que la filosofía española no existe, o acaso nunca existió más que en forma de exposiciones académicas doxográficas. Una característica que cabe apreciar en esta polémica es el alto nivel «técnico» alcanzado, sin perjuicio de la juventud de los intervinientes; internet ha permitido que una polémica que por las vías tradicionales de revistas impresas o de libros se hubiera dilatado durante varios años, ha podido producirse en unos pocos meses; y lo que es más importante, desbordando las barreras académicas y burocráticas que las editoriales o las revistas académicas tradicionales imponen, por razones casi siempre sectarias. Un debate cuya resonancia ha sido por otra parte mucho mayor de la que hubiera podido alcanzar de haberse mantenido dentro de los cauces académicos tradicionales. Es un hecho que queremos constatar con la esperanza de que sea tenido en cuenta en los análisis relativos a la sociología del pensamiento filosófico en lengua española. 3. Me parece importante subrayar, aunque todo aquel que haya seguido la polémica ya lo sabe, que el debate suscitado por la ponencia de David Alvargonzález mantuvo conexiones muy profundas con el debate que diez años antes había suscitado el libro de Gonzalo Puente

Ojea, Elogio del ateísmo (Siglo XXI, Madrid 1995), debate en el que intervinieron además de Gonzalo Puente Ojea, Pablo Huerga Melcón, Alfonso Tresguerres y Gustavo Bueno (inicialmente en la revista El Basilisco, números 19 y 20, y con repercusiones posteriores). No se trata de una conexión meramente genérica, sino puntual: la cuestión de la realidad de los númenes del Paleolítico (en fórmula de Tresguerres: la cuestión sobre si los animales son realmente númenes o si los númenes son reales). Podría incluso afirmarse que la polémica abierta por David Alvargonzález es una continuación de la polémica suscitada por Gonzalo Puente Ojea. Y esta conexión no está establecida «desde fuera» de la polémica, sino que está reconocida en el propio curso de la misma. Por ejemplo, Íñigo Ongay, en su correspondencia con Alvargonzález, se refiere explícitamente (inicio de la carta 3, del lunes, 2 de agosto de 2004, El Catoblepas, nº 37:1) a Alfonso Tresguerres en su polémica con Puente Ojea; por su parte David Alvargonzález, en su respuesta (carta 4, martes, 3 de agosto de 2004) le dice a Ongay: «Probablemente tu estarás de acuerdo con Bueno y con Tresguerres en que las religiones primarias no existen en el presente como religiones verdaderas»; y el 4 de agosto (carta nº 8) Alvargonzález vuelve a referirse a la polémica desencadenada por Puente Ojea: «La precisión que haces (...) me parece que recoge mejor lo que Bueno quiere decir en su respuesta a Puente Ojea.» 4. Podría decirse, por tanto, que el debate que sobre El animal divino ha suscitado, dentro de coordenadas materialistas, en sentido amplio, la ponencia de David Alvargonzález en el Congreso de Murcia de 2003 gira sobre el mismo asunto que el debate que sobre la misma obra se suscitó al publicarse el libro de Gonzalo Puente Ojea en 1995 (decimos desde coordenadas materialistas para no referirnos aquí a las críticas que El animal divino suscitó desde coordenadas no materialistas). Sin embargo, las diferencias son muy notables. La principal sería esta: que mientras que Puente Ojea, en su crítica a El animal divino, daba los primeros pasos para distanciarse del materialismo filosófico (con el que años antes había mantenido un estrecho contacto) –y, de hecho, su crítica a la tesis sobre los númenes animales iba acompañada de una tesis psicologista explícita, que él contraponía como única alternativa a la tesis de El animal divino, la tesis del animismo de Tylor–, sin embargo la crítica de Alvargonzález no busca distanciarse del materialismo filosófico sino que, por el contrario, quiere mantenerse en sus coordenadas, a fin de desplegar y desarrollar, con un mayor análisis, sus potencialidades. Otra cosa es que alguien pueda señalar alguna estrecha semejanza entre las posiciones de Puente Ojea y las de Alvargonzález, al menos en lo que concierne a su concepción de la relación animales/númenes, tanto en la época paleolítica como en la presente. Al menos, una semejanza negativa, un acuerdo en la negación: el recelo ante cualquier reconocimiento de algo divino o misterioso en los animales; por tanto, el rechazo absoluto de cualquier reconocimiento de algún tipo de numinosidad, o misterio, o enigma en los animales, si bien Puente Ojea parecía apoyar este recelo más bien en una plataforma mecanicista (se diría, «pre etológica») mientras que Alvargonzález lo hace desde la plataforma de la Etología, considerándola como una «ciencia del presente» que, en cuanto tal, no toleraría la menor concesión a la tesis de la numinosidad animal (una concepción de la ciencia etológica del presente, por cierto, que podría considerarse más cerca en la práctica del mecanicismo que del etologismo ético, en la línea del Proyecto Gran Simio, por ejemplo). 5. Dos palabras para tratar de justificar mi intervención en este debate. En modo alguno trato de dirimir el debate tomando partido por alguno de sus protagonistas, apoyándome en mi propia interpretación que, en el día de hoy (y aunque fuera retrospectivamente) pudiera dar de El animal divino. El animal divino fue publicado en forma de libro hace ya veinte años (Pentalfa, Oviedo 1985). Anteriormente sus tesis fueron expuestas en conferencias o en clases universitarias; en consecuencia, mi autoridad ante la obra (ante su «estructura») no es mayor que la que pueda tener cualquier otro intérprete. Y esto no tiene por qué significar la expresión de una «infinita

humildad», porque también podría significar una «infinita soberbia» («¿quién soy yo para rectificar esta obra maestra?»). Mi intervención en este debate sólo puede tener el sentido que pueda dársele a cualquier otra intervención: el análisis del sistema mismo, en este caso, la filosofía materialista de la religión, en coherencia interna, por otra parte, con el materialismo filosófico. Si mantenemos la tesis de que un sistema filosófico no es un sistema clausurado, ni menos aún cerrado, al modo de las ciencias categoriales, se comprenderá que las posibilidades de variaciones, modulaciones, incluso bifurcaciones, sean mucho mayores en el materialismo filosófico que en cualquier otro sistema. Porque el sistema del materialismo filosófico ni siquiera puede aducir la «concatenación de cada una de sus partes con todas las demás»; también en su ámbito rige el principio de symploké. Sin embargo, me cabe reivindicar una perspectiva personal, no ya cuanto a la estructura, pero si cuanto a la génesis o proyecto originario de El animal divino. Y ocurre que, en los sistemas filosóficos, las cuestiones de génesis sistemática (no ya meramente psicológicas o biográficas) pueden tener más importancia de la que puedan tener en los sistemas científicos, porque las cuestiones de génesis pueden poner de manifiesto ciertas orientaciones de la estructura que no están explícitas (aunque también, al menos teóricamente, podrían ser alcanzadas independientemente del autor, más aún, si se tiene en cuenta que la memoria histórica o episódica de un autor sobre la génesis de una obra suya no es ningún testimonio seguro, sino que, en principio, puede considerarse casi siempre tergiversado). En todo caso, desde las consideraciones de estas orientaciones genéticas, podrán explicarse con intención justificatoria muchas limitaciones de una obra en cuanto se considera como realización del proyecto. 6. Las consideraciones que en esta Introducción exponemos marcan, en cierto modo, el plan general de mi intervención, y su división en tres secciones: I. En primer lugar una exposición tanto (A) del proyecto o génesis sistemática de El animal divino cuanto (B) de sus propias limitaciones internas, deducidas del propio proyecto. II. En segundo lugar una reexposición de las contribuciones dadas en el debate, en función de las limitaciones internas; lo que equivale a un intento de interpretar estas contribuciones como debates internos en torno a El animal divino. III. En tercer lugar una suerte de reanudación, tras el debate, del proyecto originario de El animal divino. En un Final tocaremos algunos puntos de gran importancia para la filosofía materialista, y que sólo de pasada fueron tratados en el Congreso de Murcia o en el debate posterior.

I

Sobre la génesis o proyecto sistemático de El animal divino y sobre las limitaciones internas de su ejecución (A) Sobre la génesis del proyecto de El animal divino como modelo de una filosofía materialista de la religión El proyecto de El animal divino presuponía ya dada la cristalización de las líneas maestras del materialismo filosófico, entendido como el «sistema (valga la paradoja) del pluralismo radical». Un sistema antimonista, cuando «sistema» suele ser asociado siempre por sus críticos al monismo. Un sistema materialista en el que la realidad mundana (Mi) se concibe como una realidad opuesta a una materia ontológico trascendental (M) que, sin perjuicio del ateísmo, asume en el sistema, entre otras, las funciones que en la Ontoteología estaban encomendadas a Dios. Y no ya tanto al Acto Puro aristotélico (omnipresente en la Teología musulmana, que en nuestros días vuelve a manifestar su vitalidad, aunque sea en la forma del

brazo armado de los terroristas) cuanto en la forma del Dios creador cristiano, en cuanto irreducible a las criaturas, el Deus absconditus. ¿Qué podrá significar la religión –todo lo que se engloba bajo este nombre– en esta ontología materialista pluralista? Ante todo, que la religión es un contenido del «material antropológico», es una «determinación» (otros dirán: una «dimensión») del hombre en cuanto objeto de la Antropología filosófica. Y esto significa, a su vez, que la religión es un contenido del Mundo (Mi) y, por tanto, que la religión nada tiene que ver, en principio, con Dios, con el Dios de la Ontoteología (lo que no quiere decir que el Dios de la Ontoteología no tuviese que ver con la religión). Y esto significa que la religión, desde una perspectiva materialista, no podría entenderse en términos teológicos («relación o religación del hombre y Dios»): esta fue una de las tesis de El animal divino más duramente criticadas desde la filosofía tradicional de signo teológico o espiritualista, que llegó a interpretar la tesis («la religión no tiene que ver, en sus fundamentos, con Dios») como una frivolidad, o como una boutade. De aquí la importancia que, desde un punto de vista histórico-sistemático, cobraba la tesis acerca de la incompatibilidad del Acto puro aristotélico con la religión. Las religiones positivas (las llamadas «superiores», que en El animal divino se denominarían «terciarias») invocaban a Dios; pero esa invocación, desde una perspectiva materialista, sólo podría entenderse como una invocación vacía, cuando se tomaba como fundamento de una filosofía de la religión, desarrollada en la forma de «doctrina de la religión natural» (ya fuera en la versión de Santo Tomás, ya fuera en la versión de Voltaire). No sólo el Dios de la Ontoteología (el «Dios de la Teología natural», el Dios de Aristóteles, el «Dios de los filósofos»); tampoco el Dios de las religiones superiores, dado su carácter sobrenatural o revelado, no podría tomarse como base de una filosofía racionalista de la religión. Ese Dios no explicaba nada, ni siquiera la religión, por cuanto él tenía que ser explicado desde la propia religión. En cualquier caso, la Revelación (la religión positiva) – las verdades de la revelación: «Yo soy la Verdad»– quedaba en principio, en cuanto revelación, al margen de la filosofía. O bien las «verdades reveladas» se reducían a expresiones literarias o alegóricas de ideas filosóficas, o bien se reducían a cuestiones entretejidas con la teología dogmática (si la revelación se consideraba como una fuente que manase por encima de la razón); o bien esas verdades se reducían al terreno pragmático o funcional analizado por la sociología, la psicología o la antropología. Es decir, las religiones positivas, descontando sus componentes alegórico filosóficos que sus dogmáticas pudieran encerrar, dejaban de tener importancia filosófica y se convertían en campo, interesante sin duda, propio para el cultivo de diferentes ciencias humanas (etnografía, antropología, sociología, psicología, psiquiatría), al lado de los campos cultivados por la música, la pintura, el arte o la política. En resumen: no tendría sentido seguir hablando de «filosofía de la religión» (salvo que entendiésemos por tal las interpretaciones alegórico filosóficas de los dogmas de determinadas doctrinas religiosas). ¿Y qué dificultades habría para dejar de lado cualquier proyecto de filosofía de la religión? Algunos podrían pensar (lo han pensado de hecho) que las dificultades serían de índole gremial. La «filosofía de la religión», como disciplina, apareció en un ámbito protestante (aunque fuera católico, un jesuita, Segismundo von Storchenau, el primero, al parecer, que utilizó la expresión, en 1784; después la expresión fue utilizada por un kantiano, Ludwig Heinrich von Jakob, en 1797; pero, sobre todo, fue Hegel quien en 1832 «consagró» la expresión «filosofía de la religión» como parte de un sistema filosófico). Por tanto, si la «Filosofía de la religión» se declaraba vacía y se reducía a «ciencia de la religión» (que ya no se interesaba por su verdad: Wilhelm Schmidt, Evans-Pritchard, &c.), el

«cuadro de las disciplinas filosóficas» quedaría mermado, a todos los efectos (incluyendo al mismo cuerpo de profesores). Pero evidentemente, aunque estas consecuencias tienen su importancia sociológica (e indirectamente, filosófica), no eran las principales. La principal era esta: ¿podría tratarse «en profundidad» de las religiones positivas (supuesto que la llamada «religión natural» no es una religión, sino una teoría de la religión) al margen de la cuestión de la verdad que ellas mismas (sobre todo las religiones superiores) reclaman explícitamente y cuya importancia filosófica es indiscutible? No es que a la «filosofía de la religión» haya que asignarle la tarea de la «defensa de la verdad» de la religión, o por lo menos la tarea de ofrecer los preambula fidei. Lo que no cabe es atribuirle neutralidad ante las pretensiones de verdad de las religiones positivas. También podría hacerse consistir la tarea de la filosofía de la religión en la demostración de la falsedad de todas las religiones, pero siempre que a las religiones se les concediese un significado no meramente episódico o contingente, sino un significado vinculado a la misma estructura de la historia del hombre. Y no es fácil concebir a la religión con algún significado «trascendental» para el hombre si ella no tuviese también algún fundamento de verdad, aunque la verdad no afectase íntegramente a todas las partes de la religión. De todos modos El animal divino partía de la evidencia de que la consideración de los animales, tal como había sido desarrollada por la Teoría de la evolución primero, y por la Etología después, era la premisa imprescindible para poder plantear los problemas de la Antropología. En cualquier caso, la verdad, tal como las religiones la reclaman, habría de ser una verdad compatible con el materialismo filosófico. Se excluía por principio el Dios de la Ontoteología como fundamento de la religión, pero no había que excluir por principio la cuestión de la existencia de los dioses finitos, propios de las religiones politeístas, o la cuestión de los demonios, de los genios o, en general, de los númenes, en tanto ellos eran compatibles con el materialismo. La cuestión de la verdad de la religión, en cuanto vinculada a los númenes, se planteaba por tanto como la cuestión de la realidad de los númenes que, siendo trascendentes al hombre, estuvieran, en cuanto entidades, vinculados trascendentalmente con los hombres (y aquí el término «trascendental» se sobreentendía en el sentido de las tradicionales «relaciones trascendentales» de la filosofía escolástica). No se trataba por tanto de una simple cuestión (muy importante filosóficamente en todo caso) acerca de si existen o no seres «personiformes» no humanos en alguna galaxia, al modo de los dioses de Epicuro, sino de entes que estuviesen involucrados de tal modo con los hombres que, sin ellos, la propia realidad humana resultaría inexplicable. La cuestión de la verdad de la religión implicaba por tanto la cuestión de la realidad de los númenes y de su involucración trascendental con los hombres. Por tanto, la cuestión de la posibilidad de una filosofía de la religión tenía que ver con la cuestión del carácter trascendental de las religiones «respecto del hombre». Si la relación de los hombres con los númenes fuera meramente episódica, acaso una especie de lepra, o si su importancia es decisiva en la constitución del hombre. Esto da cuenta de por qué el planteamiento de El animal divino era tanto gnoseológico como ontológico. Perspectivas inseparables que requerían la distinción entre «verdadera filosofía de la religión» y «filosofía verdadera de la religión» (como muy bien subrayó en el debate Joaquín Robles). Había pues muchas razones para resistirse a aceptar la liquidación de la «filosofía de la religión» reduciéndola a «ciencia de la religión», a psicología o a sociología de la religión (por no hablar de la fisiología, aunque fuera al modo de la antigua frenología). Las ciencias de la religión suponen a la religión como algo ya dado: por ejemplo, las doctrinas de los psicólogos que ven a la religión como derivada del miedo serían muy superficiales, por cuanto el miedo podía ser debido precisamente a los dioses (sin que por ello la Psicología fuese competente, en cuanto tal, para tratar acerca de la existencia de los dioses como supuestos causantes de ese miedo).

Pero la religión, en la historia del hombre, tiene una importancia muy superior a la que puedan tener otras instituciones culturales. Es por tanto desde el ateísmo, inherente al materialismo filosófico, desde donde la religión aparece como un problema filosófico mucho más importante de lo que pudiera serlo para el teísta. Sin embargo, aún negando la posibilidad o la existencia de los númenes cabía reconocer otra posibilidad de una filosofía de la religión (de un reconocimiento del alcance trascendental de las religiones para el hombre): el humanismo trascendental también prescinde del Dios de la Ontoteología, porque pone a Dios como idéntico al propio Hombre. Dios es el Hombre, su Espíritu: así Kant, Fichte, Hegel, Feuerbach, y aún Marx. El humanismo moderno, al identificar, de un modo u otro, al Hombre con Dios, introduce de hecho un nuevo dualismo, el dualismo Hombre/Naturaleza. Y encuentra, como enemigos formales suyos tanto, por un lado, a los teístas de la ontoteología («si Dios existiese no podría resistirlo») y, por otro lado, a los naturalistas (quienes reducen el hombre a la condición de un animal más, en el sentido de Linneo o de Darwin). El humanismo moderno se delimitará, por tanto, frente a la «Naturaleza», impersonal, mecánica, otorgando al «Hombre» atributos que el «Antiguo Régimen» reservaba para Dios o para el Espíritu, porque el Espíritu es el Hombre, el Espíritu es la Cultura (Herder, Fichte, Hegel... incluso Marx). Dicho de otro modo: el humanismo moderno trabaja con un espacio antropológico «plano», con dos ejes: aquel en torno al cual gira el Hombre, como Espíritu (o como «Cultura»), y aquel en torno al cual gira la «Naturaleza». El Hombre del humanismo moderno quedaba, por tanto, enfrentado a la Naturaleza impersonal. La concepción humanista de la religión, es decir, la concepción de la religión desde el espacio antropológico dualista («plano») propicia, sin duda, la posibilidad de una filosofía de la religión, incluso de una verdadera filosofía de la religión. Pero, ¿es compatible esta filosofía humanista con el materialismo filosófico? El humanismo moderno, aunque propicia una verdadera filosofía de la religión (en lo que tenga que ver con el reconocimiento del «alcance trascendental de la religión respecto del hombre») sigue siendo incompatible con el materialismo filosófico. Y esto puede hacerse ver desde dos perspectivas: (1) una general, relacionada con la propia concepción plana o dualista del espacio antropológico; (2) otra especial, relacionada con el mismo «material sebasmático» positivo, tal como es presentado por las ciencias de la religión (la Etnología, la Antropología, la Historia de las religiones comparadas, &c.). (1) La concepción humanista de la religión, considerada desde la perspectiva general de un espacio plano o dualista no es compatible con el materialismo, al menos en la medida en la cual el dualismo Hombre/Naturaleza envuelve, de un modo más o menos explícito, un espiritualismo (Espíritu/Naturaleza). Conviene tener en cuenta que desde el materialismo no es posible definir «de frente» el Espíritu. «De frente», es decir, «enfrentándonos a su supuesta realidad», que es precisamente la que está siendo puesta en tela de juicio. Las definiciones positivas que pueden ofrecerse («Espíritu es la sustancia capaz de volverse sobre sí misma –ensimismándose– en el acto de reflexión»), o los criterios negativos («Espíritu es el ser positivamente –no solo precisivamente– inmaterial»), suelen estar tomados en función de sistemas metafísicos, sustancialistas o hilemorfistas («Espíritu es sustancia simple», o bien «Espíritu es forma separada»). La única forma viable de establecer definiciones negativas no metafísicas de Espíritu será la que tome como referencia criterios positivos, como por ejemplo, el criterio (que figura en El mito de la felicidad, 3.5.2, «Una redefinición de la oposición entre el espiritualismo y el materialismo», págs. 177-181) de la vida, en el sentido positivo de la vida biológica: «Espíritu es sustancia viviente in-corpórea.» Según esta definición «espiritualismo» designaría a toda concepción que admita la realidad de vivientes incorpóreos, tales como ángeles, arcángeles, demonios cristianos –pero no demonios corpóreos–. Aún cuando su corporeidad asuma características especiales (según Apuleyo: «los demonios son animales, pasivos en el ánimo, racionales en el entendimiento, aéreos en el cuerpo, eternos en el tiempo»). [Los demonios de Apuleyo serán considerados en la segunda edición de El animal divino como una especie, género o

subgénero más, al lado del Reino Animal de Linneo, a saber, como el «Subreino» de los «animales no linneanos».] Ahora bien, desde la definición negativa de espíritu (aunque negativa de una realidad positiva: la vida orgánica), el dualismo Espíritu/Naturaleza, como base del espacio antropológico plano, establece una dicotomía insalvable entre el Hombre (como Espíritu, sujeto de religiosidad) y la Naturaleza; una dicotomía que queda desmentida por la realidad de los animales, tal como es presentada desde la Teoría de la evolución y desde la Etología. En la «Naturaleza» existen los animales (organismos necesariamente involucrados en el entorno del Mundo que les suministra la energía); pero también el Hombre es animal, por lo cual aquello que el hombre tenga de espíritu, habrá que tenerlo en cuanto viviente corpóreo, no en cuanto incorpóreo. Esto significa que, en el momento de organizar el espacio antropológico, distinguiendo un eje de relaciones entre los hombres con los hombres y otro de relaciones de los hombres con el mundo en torno, los hombres habrán de ser tomados como animales, y no como espíritus. Para el materialismo filosófico, en el momento en el que se desenvolvía con anterioridad al reconocimiento universal de la Etología (reconocimiento cuya fecha simbólica puede ponerse en el año 1973, con la concesión del Premio Nobel –¡de Fisiología/Medicina!– a Karl von Frisch, Konrad Lorenz y Nikolaas Tinbergen) la primera tarea no podía ser otra sino la de subrayar la necesidad de tratar a los hombres (en la medida en que se relacionaban consigo mismos y con el mundo entorno) como animales. Sólo cuando se asumían formalmente, y no con insinuaciones represadas por la prudencia, los resultados de la Etología, que fueron demostrando la proximidad de la condición animal a la condición humana, podrían comenzar a ser considerados los animales como entidades personiformes, más aún, como «personas»; y si esto escandalizaba al humanismo personalista, no tenía por qué escandalizar a quien había seguido la tradición de la idea de persona, a quien tenía presente cómo la Idea de persona humana se había conformado precisamente a partir de las Ideas de personas anantrópicas, y precisamente las personas divinas del Concilio de Nicea y, por ampliación retrospectiva, los démones de Apuleyo. La Etología abría la puerta, por tanto, a la posibilidad de hablar «sin escándalo» de personas, refiriéndolas no sólo a los espíritus (a las personas de la Santísima Trinidad, a los ángeles, a los arcángeles, a los querubines o a las dominaciones del Pseudo Dionisio), sino también a los animales no linneanos (dioses de Epicuro, demonios de Apuleyo); pero sobre todo también a animales linneanos. Porque «persona», en general (humana o no humana), comenzaba a equivaler ya a «sujeto operatorio» dotado de vis cognoscitiva (y no solo de «facultades sensibles», sino también «intelectuales») y de vis appetitiva (y no solo de tropismos, sino de conducta teleológica, de deseos o de voliciones). Esta perspectiva estaba ya presente en el Ensayo sobre las categorías de la economía política, de 1972, pág. 42, en el diagrama (que había sido utilizado en un seminario universitario por aquellos años) que daba lugar a las denominaciones de los ejes como radiales («de los animales [humanos] individual o grupalmente tomados con el medio») y circulares («de los animales [humanos] entre sí»). La perspectiva materialista del ensayo citado sobre Economía política quería subrayar la involucración de los hombres, en cuanto sujetos económicos, con su entorno, así como entre ellos mismos, en cuanto derivadas de su condición genérica de animal; lo que no quería decir que, en cuanto sujetos económicos, esos animales no hubieran de ser ya humanos (como lo declaraban las ilustraciones aducidas: «el concepto de industria extractiva es radial; el concepto de propaganda es circular»). En conclusión, en el momento en el cual los hombres aparecían involucrados con los animales y, en consecuencia, dados a partir de un proceso evolutivo, la estructura «plana» del espacio antropológico, fundada en la oposición dicotómica Hombre/Naturaleza –en la versión idealista de Fichte, la oposición Yo/No yo– saltaba por los aires. Los hombres que, desde luego, habían de mantenerse, en cuanto sujetos personales corpóreos (cuya personalidad no procedía de un espíritu), relacionados mutuamente (representados en su eje circular), ya no podrían enfrentarse a un Dios «personal» inexistente, pero tampoco a una Naturaleza «impersonal» (mecánica). Las personas humanas, además de mantener relaciones con una Naturaleza impersonal (eje radial), podrían también mantener relaciones con una «Naturaleza

personal», es decir, con sujetos naturales y operatorios no humanos, es decir, con personas no humanas. Esto requería la introducción en el diagrama de un tercer eje, que se denominó, por razones gráficas, «angular». Puede verse este diagrama en el artículo donde su publicó explícitamente la exposición completa de la doctrina del espacio antropológico tridimensional: «Sobre el concepto de 'espacio antropológico'», El Basilisco, nº 5, noviembre-diciembre 1978, págs. 57-69. Por cierto, este artículo, en su página 62 prometía en una nota: «En próximos números publicaremos una exposición global de ésta filosofía materialista de la religión»; promesa que no se cumplió en El Basilisco, sino con el libro El animal divino, siete años después, en 1985. Un año antes, en el artículo «Ensayo de una Teoría antropológica de las Ceremonias» (El Basilisco, nº 16, 1984), al exponer las ceremonias circulares, radiales y angulares, volvía a anunciarse la publicación de esa filosofía materialista de la religión (nota 39) ya con el nombre de El animal divino. De este modo el espacio antropológico quedaba organizado como un «espacio tridimensional» y, originalmente, estaba concebido, no ya como un espacio matemático (al modo del espacio tiempo de Minkowski) sino como un «espacio del hombre» (un espacio antrópico), de acuerdo con el significado del término «espacio» que ya figuraba en el español del siglo XII (en el Poema del Cid) como descendiente del latín spatium, «campo para correr», relacionado con ambulacrum o «espacio destinado para pasear por él». «Espacio» se tomaba, de este modo, en un significado próximo al del término «ámbito» (de ambire,ambicionar), un espacio para correr, para disponerse a hacer operaciones (algunos vinculan spatium con el griego dórico spadion, de donde stadion). Por lo demás, la condición antrópica del espacio no excluye que su estructura esté articulada como una symploké y pueda asimilarse a la estructura de un espacio vectorial, matemático, por ejemplo. La idea central del espacio antropológico contenía una visión del hombre no como «Reino independiente» del «Reino animal» (el «Reino del Espíritu», el «Reino hominal»), sino como una pluralidad de sujetos animales grupales (que se especificarían, en el curso de la historia, como personas humanas), que estaban involucrados con entidades naturales «impersonales» pero también con entidades naturales «personales» (con personas no humanas), por tanto, con animales (no linneanos o linneanos) que cabría disponer en un eje «angular». El eje angular se introdujo, en resolución, para representar a las entidades corpóreas no humanas, pero sin embargo dotadas de logos, el reconocimiento de cuya posibilidad parecía ineludible en el momento de situar al hombre en el conjunto del Universo, de un Universo que había resultado clasificado en dos grandes regiones: la que contenía realidades impersonales y la que contenía realidades personales (o personiformes). La mera posibilidad de estas entidades tenía que ser reconocida por el materialismo filosófico aunque no fuera más que como instancia crítica frente al idealismo humanista (tipo Fichte, exaltación del cartesianismo mecanicista). La crítica al mecanicismo cartesiano, o al idealismo de Fichte, requería admitir la posibilidad de entidades no humanas, pero dotadas de logos, y con posibilidad de tomar contacto con los hombres, es decir, por tanto con posibilidad de estar dotadas de Verbum. En consecuencia, el «eje angular», en un principio, fue introducido para representar a entidades tales (presentes en la tradición filosófica, que se oponía ya a la Ontoteología) como pudieran serlo los dioses de Epicuro, y también los mismos demonios de Apuleyo (o sus afines), que en la época de los Sputniks, de los Apolos y de los Ovnis, tomaban la forma de extraterrestres, en los años 50 y 60 del pasado siglo. El «eje angular», por tanto, no había sido introducido ad hoc para incorporar a los animales (a algunos, incluso a los animales numinosos) al espacio antropológico, lo que hubiera constituido una suerte de petición de principio o de círculo vicioso («el eje angular se apoya en los animales numinosos y los animales comienzan a ser numinosos al ser incluidos en un eje angular que se reduce a ellos»). La introducción del eje angular no se basaba tanto en principios supuestamente empíricos (los «animales numinosos»), cuanto en el resultado de una construcción lógica, de un logos (como ya se advierte en la primera edición de El animal divino, pág. 190, y figuraba también en el artículo sobre el concepto de espacio antropológico, antes citado).

Es cierto que, en esa exposición del espacio antropológico, el eje angular era ilustrado con animales linneanos. Pero este proceder tenía, en todo caso, una intención asertiva y no exclusiva. La razón de utilizar el sentido asertivo en las ilustraciones, no era obviamente otra que el contexto social en el que tenía lugar la exposición. Teniendo a la vista un público de antropólogos o de biólogos tocados de positivismo, hubiera sido «suicida» ilustrar la nueva Idea del «eje angular» con dioses epicúreos, con serafines aeropagíticos o con extraterrestres clarkianos. Era obligado ofrecer referencias más «positivas», que pudieran ser tomadas en cuenta por los científicos. Pero la realidad era que el eje angular resultaba de una construcción lógica, a saber, el cruce de dos clasificaciones dicotómicas P y H que conducían a cuatro cuadros, uno de ellos vacío: Tabla de construcción del P (criterio personal) espacio antropológico Entidades personales Entidades impersonales tridimensional Entidades Eje circular Ø H humanas (criterio Entidades no humano) Eje angular Eje radial humanas Esta construcción lógica no sólo es la fuente de la estructura tridimensional del espacio antropológico, sino que también está en el fondo de la clasificación de la idea de religación positiva en cuatro géneros (ver Cuestiones cuodlitebales,1989, págs. 213-216). La importancia de esta aclaración (que el eje angular del espacio antropológico no procede de una «incorporación empírica» y ad hoc de los animales numinosos a este espacio, sino de una construcción lógica) se hace ver, principalmente, en la reinterpretación de la religión primaria. Pues la idea de una «religión primaria» que ya no habrá que identificar, al menos en definición, con las religiones paleolíticas, puesto que puede también servirnos, en principio, para asumir, en la filosofía materialista de la religión, a cuanto tiene que ver con la realidad de los extraterrestres, en sus contactos reales o posibles con los hombres, como ya se hacía constar en los párrafos finales de El animal divino(primera edición, pág. 305; segunda edición, pág. 317). Posibilidad que allí era ya presentada no como un corolario oblicuo e irrelevante, sino como un paso central en la dialéctica del desarrollo de las religiones positivas, como un paso gracias al cual podrían ser reinterpretados los abundantes materiales ideológicoreligiosos de nuestra época. Materiales sobre los cuales, pese a su importancia, nada tienen que decir otras filosofías de la religión. Lo que sí se exigía, desde las coordenadas materialistas, a las entidades personales del eje angular era su finitud; y ello por la razón general de que si algunas de estas entidades fuese infinita, anegaría a todas las demás entidades angulares del espacio antropológico. (2) Tampoco es compatible con el materialismo filosófico la concepción humanístico trascendental de la religiosidad desde la perspectiva específica del propio campo de las religiones positivas. En efecto, el materialismo filosófico requiere, por razones de método, mantenerse en contacto con «los hechos», en este caso, con la fenomenología misma de las religiones positivas. Una filosofía de la religión que (como ocurre con la doctrina de la religión natural), en lugar de ajustarse a los hechos, se mantuviese en el formalismo de unas ideas que se presentan como independientes de ellos, no es materialista, por importantes que sean las ideas a las que se atiene. En nuestro caso, se trata básicamente de la Idea de «Hombre» («Género humano» o «Humanidad»). Es totalmente gratuito presuponer que las religiones positivas, en general, refieran sus dogmas o sus ceremonias, no ya a Dios, sino al Hombre o a la Humanidad. Que las religiones sean actitudes, pensamientos, instituciones culturales, características del hombre, no quiere

decir que las religiones positivas sean ellas mismas actitudes, instituciones o conductas «ante el Hombre» (ante los hombres o ante la Humanidad). Lo que no puede confundirse son las referenciasde las religiones positivas con las teorías humanistas de esas religiones. Desde Evehmero hasta Feuerbach ha estado viva una teoría de la religión que ha pretendido «descubrir» al Hombre tras las referencias aparentes de las religiones positivas (Evehmero: «los dioses son hombres sobresalientes de otros tiempos a quienes los mismos hombres han exaltado en apoteosis»; Feuerbach: «los hombres hicieron a los dioses a su imagen y semejanza»). Pero los hechos religiosos, los datos de las religiones positivas, no nos autorizan para poner, como referencias de sus actos intencionales de culto, a los hombres, sino a entidades que precisamente son diferentes de los hombres, ya sea porque se muestran como superiores, en dignidad o en poder, ya sea porque se muestran inferiores en dignidad (aunque no en malignidad), es decir, ya sean dioses benéficos, ya sean dioses maléficos. Sin duda, hay religiones positivas entre cuyas referencias se encuentran figuras humanas, desde las religiones olímpicas hasta el cristianismo, que gira en torno a un Dios hecho hombre, Cristo. Pero los dioses olímpicos, aunque tienen figura humana (que, en ocasiones se transforma en animal: Zeus aparece como toro blanco, o como águila ante Europa, la hija de Agenor), no son hombres, sino seres inmortales y con cuerpos celestes; y Cristo, aunque tiene naturaleza humana (en cuanto hijo de María), tiene, sobre todo, la naturaleza divina de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Dicho de otro modo: las referencias de las religiones positivas –de su dogmática, de su culto– no pueden ser puestas en el eje circular del espacio antropológico ni tampoco en el eje radial. Hay que ponerlas en el eje angular. Lo que no significa que este eje angular haya de quedar «saturado», en principio, por entidades de significado religioso. El eje angular, según la definición constructiva que de él hemos dado («conjunto de las entidades personales no humanas posibles en el Universo») no requiere que sus «puntos» tengan significado religioso; es suficiente que sean personiformes, personas no humanas. Los dioses de Epicuro, como el Dios de Aristóteles, no eran concebidos como sujetos a quienes habría que adorar, rezar o rendir culto; a lo sumo sólo cabría admirar su belleza o su serenidad. Pero tampoco la admiración de una estatua bella transforma a esta estatua en un contenido religioso. El materialismo filosófico puede admitir la posibilidad límite de algún demiurgo finito que actúe dentro de su propio círculo –en una galaxia situada a distancia inmensa del hombre– , pero sin que su influencia alcance a los hombres; este demiurgo, cuya posibilidad el materialismo no puede negar y necesita estudiar en el momento de ocuparse «del puesto del hombre en el Cosmos», habría que situarlo en el eje angular, aunque careciera, por hipótesis, de significado religioso. Ahora bien: las referencias de las religiones positivas han de ser, sin perjuicio de su condición angular, reales y verdaderas, es decir, entidades reales de naturaleza personal no humana, y capaces de actuar efectivamente ante los hombres. Es decir, han de ser entidades reales no reducibles a la condición de alucinaciones, ensueños o proyecciones mentales de los propios hombres; ni siquiera reducibles a la condición de meras posibilidades lógicas. Pero ni los dioses epicúreos, ni los demonios helénicos ni los extraterrestres tienen, hoy por hoy, una realidad positiva demostrable. La posibilidad de una filosofía materialista de la religión se nos redefine ahora como la posibilidad misma de demostrar o de presentar algunas entidades personales no humanas, pero que, por sus especiales condiciones, puedan tener contacto real con los seres humanos. Y no un contacto episódico, contingente o accidental, sino esencial y trascendental, en el sentido dicho. Es de este modo como la filosofía materialista de la religión acude a los animales, a ciertos animales que, no solamente pueden ya considerarse como «habitantes» del eje angular, sino también como entidades capaces de asumir una dimensión numinosa de significado trascendental en la evolución humana. Porque, en cualquier caso, la posibilidad de una filosofía materialista de la religión, sólo podría ser demostrada mediante el desarrollo

mismo de una efectiva filosofía de la religión, capaz de enfrentarse a cualquier otro modelo de filosofía de la religión. Según esto, a la teoría zoológica de la religión se llega a partir de la doctrina del espacio antropológico propio del materialismo filosófico, es decir, a partir de la idea del eje angular de este espacio; lo que significa que al eje angular no se llega a partir de una «teoría zoológica de la religión», que ya había sido insinuada, al menos parcialmente, por algunos escritores antiguos (Celso, por ejemplo) o por algunas escuelas antropológicas (Andrew Lang, John Lubbock, Gilbert Murray, Gabriel Tarde, &c.). Esto explica que El animal divino advirtiese, ya en sus primeras páginas (pág. 26 de la segunda edición) que la teoría zoológica de la religión no constituía el objetivo directo de la filosofía de la religión, porque en tal caso, la teoría zoológica podría ser presentada como una «cuestión de hecho», susceptible de ser analizada y agotada por los métodos de las ciencias positivas; y por este motivo la segunda parte (ontológica) de la obra no podía ser recolocada como primera parte (que debía ser gnoseológica), como algunos críticos sugirieron. A la teoría zoológica de la religión sólo podía llegarse, en sentido filosófico, desde una concepción materialista del espacio antropológico; lo que equivale a decir que la teoría zoológica había de ser presentada apagógicamente, después de haber descartado otras alternativas, por motivos diversos (sobre todo, gnoseológicos). Lo que no quería decir que una vez puesto el «pie» en el «sector animal linneano» del eje angular (lo que constituía por otra parte, en cierto modo, una sorpresa para la filosofía materialista de la religión) éste no tomase inmediatamente fuerzas al andar. Hasta el punto de creerse autorizado, por la fuerza de los hechos positivos (al llegar a las religiones secundarias, todas ellas pobladas de animales linneanos más o menos deformados), a cuestionar el planteamiento habitual del asunto. Pues no se trataba ya tanto de tener que «justificar» una teoría zoológica de la religión; lo que había «que explicar» y aún «justificar» era cómo podían darse teorías no zoológicas de la religión, que estuviesen internamente ajustadas a los hechos. (B) Sobre las limitaciones de El animal divino, derivadas de su método, como modelo de una filosofía materialista de la religión La estructura indefectiblemente dialéctica de la conexión del proyecto de El animal divino y de su ejecución podría alegarse como fuente principal de las múltiples limitaciones dentro de las cuales tenía forzosamente que moverse la primera exposición de la filosofía de la religión del materialismo filosófico. No pretendo afirmar que alguna de estas limitaciones no puedan ser imputadas al autor de esta primera exposición, a su rudeza o a su torpeza; lo que estoy afirmando es que hay limitaciones en El animal divino que derivan de la misma dialéctica objetiva que mantiene el proyecto con su primera ejecución. La desviación, respecto de un blanco prefijado, de varios disparos de fusil puede ser debida a la torpeza del fusilero, pero también a la necesidad objetiva de fijar referencias que acoten las relaciones del blanco con los mismos ángulos del fusil utilizado, a partir de los cuales sea posible corregir el tiro sistemáticamente, y no al azar. Concretaremos estos límites, o fuentes de limitación de El animal divino, sin pretensiones de exhaustividad, en los cinco siguientes: (1) La cuestión del dialelo La primera fuente de limitación «constitutiva», sin duda, de El animal divinotiene que ver con la necesidad de recaer en lo que venimos llamando «dialelo antropológico», en este caso, «dialelo del espacio antropológico». Si el proyecto de una filosofía materialista de la religión ha de partir de una doctrina del espacio antropológico (en polémica con otras doctrinas alternativas sobre este espacio y sobre la religión), y es desde esta doctrina de los tres ejes desde donde suponemos que es preciso comenzar la determinación del modelo material concreto y positivo del eje angular, que pueda dar cuenta de la verdad de las religiones (en nuestro caso, el «modelo zoológico»), ¿no se hace necesario pedir el principio, es decir, comenzar suponiendo que el hombre (el «hombre primitivo») ya está situado en un espacio

antropológico y, por tanto, inmerso en un eje angular, juntamente con los obligados ejes circular y radial? Las limitaciones que el dialelo impone son múltiples, principalmente la del requerimiento de tener que considerar ya como dada desde el principio (o desde el origen del hombre) la estructura integral del espacio antropológico, por tanto, la relación «angular» con los animales del Paleolítico. ¿Y cómo poder hablar de «hombre» cuando todavía esos primeros hombres (los hombres de la religión primaria) no mantienen su relación de religación con los númenes animales? La cuestión no es sólo la de atribuirles la representación de un eje angular (lo que es absurdo), pues sería suficientes atribuirles un ejercicio de relaciones angulares; la cuestión es que sería ese mismo ejercicio de las relaciones angulares el que excluiría la posibilidad de llamar hombres (o personas humanas) a los hombres del Paleolítico. (El hombre que adora a un animal –se dirá– no es hombre, y no tanto por adorar a un animal numinoso, que no existe, sino por adorar a un animal numinoso aún suponiendo que éste fuese real.) La estructura de un «espacio con tres ejes» es obviamente una construcción lógica, abstracta, que de ningún modo cabe retrotraer al Paleolítico inferior o superior. Pero esto no quiere decir que los tres ejes se «sobreañadan» desde fuera al espacio, a la manera como la retícula de los meridianos y paralelos se superpone a la superficie de la Tierra. Ni siquiera los tres ejes ortogonales del espacio tridimensional cartesiano se sobreañaden a un espacio amorfo previo: el espacio estructurado en torno a un centro de coordenadas (si ese centro implica de algún modo un sujeto, un geómetra) es un espacio antrópico; los ejes no se sobreañaden a él, sino que son internos al espacio real (de hecho, las «coordenadas cartesianas tridimensionales» no son otra cosa sino una proyección en el dibujo de la numeración de las vías perpendiculares llamadas cardo y decumanus en las ciudades romanas, más la indicación de la altitud, si la vivienda tenía más de una planta). En el caso del espacio antropológico tampoco hay que presuponer que sus contenidos sean uniformes; aunque carezcan de «ejes representados», éstos proceden de sus mismos contenidos, que podemos comparar a una masa heterogénea y confusa, como un fondo envolvente, en el que se diferencian conjuntos humanos distribuidos en aquella masa envolvente, junto con otras corrientes distintas no humanas, pero diferenciadas como cuerpos que se cruzan con los perfiles humanos, se enfrentan con ellos o huyen. A partir de este espacio tripolarizado dibujaremos unos ejes que aunque tratados desde nuestro presente, nos sirven para analizar la masa heterogénea y confusa en la que las regiones correspondientes están ya diferenciadas en el mismo ejercicio de sus movimientos o enfrentamientos. Al asumir intencionalmente y retrospectivamente la perspectiva de nuestros antepasados paleolíticos, no podemos atribuirles las representacionesdiferenciadas de un espacio tridimensional. Pero sí el ejercicio de acciones y operaciones, unas veces dirigidas a los contactos mutuos entre ellos; otras veces dirigidas a responder a otras incitaciones de elementos animales que, como sujetos operatorios, se cruzan con ellos; y unas terceras veces a enfrentarse con una masa heterogénea que resiste y ofrece peligros pero que, a la larga, no acecha ni persigue a las figuras humanas (y esto sin perjuicio de que muchas veces nuestros antepasados hayan podido interpretar equivocadamente un peñasco que rueda monte abajo con un animal que les acomete). El dialelo del espacio antropológico, se da por supuesto, se lleva a cabo de modo etic, pero no emic. Y no porque las representaciones emic sean puestas entre paréntesis: simplemente son analizadas críticamente, clasificándolas, por ejemplo, como erróneas o como verdaderas. Tanto la piedra que voltea cuesta abajo, como el buitre que se lanza en picado a cazar un conejo, pueden ser vistos emic como animales; pero etic la diferencia es objetiva y hemos de esperar que su significado diferencial aparezca, al menos, decantado a largo plazo. (2) La cuestión de la inversión antropológica La segunda fuente de limitaciones tiene que ver con los procesos de la inversión antropológica, que en cierto modo son los recíprocos de los procesos implicados en el dialelo. En el fondo se trata de la cuestión de las relaciones entre las personas animales no humanas con las humanas y las relaciones de las personas animales humanas entre sí. Las diferencias entre estos tipos de relaciones, expresadas en función de la numinosidad, se hace consistir en

la asimetría de las primeras y en la simetría e igualdad en las segundas. Pero, ¿en qué condiciones históricas y empíricas puede hablarse de igualdad entre las personas humanas? ¿Acaso estas existen como iguales? ¿Acaso las diferencias entre las más heterogéneas sociedades humanas no son también diferencias entre personas? Si la persona humana es una institución cultural muy tardía, ¿cabe considerar personas humanas a los salvajes entregados al vudú o al canibalismo? ¿Y cómo modifican estas situaciones a la Idea de religión? (3) La cuestión de la «encarnación» La tercera fuente de limitación la pondremos en el «desajuste» constitutivo entre la idea de un eje angular y los animales que pueblan este eje, en primer lugar, y en segundo lugar, en el desajuste entre el eje angular animal y la constitución de algunos de estos animales como numinosos. ¿Cómo se pasa de la idea de un eje angular a los animales (a ciertos animales) como contenidos de ese eje angular? Más aún, ¿de dónde procede la numinosidad del eje angular, si éste era concebido, en principio, como un logos,como una construcción lógica, que se hace carne al tratar de llenarla con contenidos zoológicos? «El Verbo (el Logos) se hizo carne»: Cristo es el punto de partida del cristianismo paulino, pero, ¿podría haberlo sido si previamente no hubiera estado dispuesta la doctrina del Logos, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad? Es decir, el paso del eje angular abstracto (lógico) a los animales, y de éstos a los animales numinosos guarda un paralelismo asombroso con la cuestión de la «Encarnación», de la teología dogmática católica. ¿Cómo se pasa de la Segunda Persona, del Logos, a la figura de Cristo? ¿Cómo se pasa de la construcción lógica denominada «eje angular» a la figura de los animales linneanos y, más aún, a la de los animales numinosos? (4) La cuestión de la verdad La cuarta fuente de limitaciones de El animal divino tiene que ver con la realidad o verdad de la numinosidad atribuida a los animales, en función de los cuales se conforma la religión y, con ella, la propia personalidad humana. En El animal divino, la verdad de los númenes se hacía valer, ante todo, contra las alternativas propuestas tradicionalmente relativas a los númenes irreales o meramente hipotéticos (dioses epicúreos, demonios, extraterrestres). Se trataba de subrayar la realidad o verdad extramental de los númenes animales, a fin de excluir las concepciones psicologistas o idealistas de la religión, como pudiera serlo la doctrina del animismo, en cuanto doctrina antropológica. Pero esta declaración de la naturaleza de la verdad exigida por las religiones primarias tiene como límite propio el requerimiento de tener que comenzar a ser presentada más bien de modo negativo que positivo («los númenes no soncontenidos mentales o proyecciones de una conciencia interior»). Presentación que no constituye un análisis positivo del contenido de la verdad de los númenes. ¿Realidad de los númenes animales o animales numinosos reales? (5) La cuestión de la koinonia de los valores religiosos La quinta fuente de las limitaciones procede del objetivo mismo del proyecto de El animal divino, en cuanto restringido a la filosofía de la religión en su relación con lo divino o con lo numinoso, en general (por tanto, con el eje angular del espacio antropológico). Pero el proceso de la «encarnación», que tiene lugar en el eje angular, ¿no tendría paralelos o analogías de proporcionalidad en los otros ejes del espacio antropológico? Y la cuestión de los paralelos o analogías, ¿no estaría vinculada a determinadas interacciones entre ellos? Así pues, la quinta fuente de limitaciones vendría impuesta por la circunstancia de que la religión (o los valores religiosos), definida en función de las relacione de los hombres con los

animales, no requiere inmediatamente la confrontación de otras relaciones de los hombres con contenidos asignados a otros ejes que pudieran ser semejantes a las relaciones religiosas. Esto daría lugar a una gran confusión en el terreno de los fenómenos, porque en este plano muchos valores religiosos (lo numinoso, lo divino, &c.) podrían quedar confundidos con otros valores aparentemente religiosos (como lo santo, lo mágico, c.) que sin embargo no tendrían por qué ser asignados al eje angular.

II

El debate «explicado y justificado» desde las limitaciones de El animal divino como ejercicio de un proyecto de filosofía materialista de la religión Son múltiples, como hemos visto, las limitaciones constitutivas que suponemos implicadas en la ejecución del proyecto de El animal divino, en cuanto modelo de una filosofía materialista de la religión. Limitaciones que dejaban «abiertas» muchas cuestiones implícitas. Pero con el único objetivo de evitar la prolijidad y hacer tratable el análisis, las reduciremos a los cinco grupos que hemos enumerado en la sección anterior. Por lo demás estas cuestiones no son enteramente independientes; sin embargo, quienes han intervenido en el debate, han incidido más en unas cuestiones que en otras, salvo en las que tienen que ver con el grupo (5), que han permanecido prácticamente intactas. (1) Cuestiones relacionadas con el dialelo del espacio antropológico Presuponemos, según lo expuesto en la sección anterior, la Idea de un espacio antropológico con tres ejes: circular, radial, angular. La Idea de un espacio antropológico se ofrece, ante todo, como una forma de estructurar los materiales antropológicos (prehistóricos, históricos, sociológicos); una forma obligada para una antropología filosófica materialista, es decir, para una antropología que no sea idealista o espiritualista. Por ello, la Idea de un espacio antropológico es más importante por lo que niega que por lo que afirma. El dialelo antropológico, referido al ámbito del espacio antropológico, podría formularse de este modo: la estructura tridimensional del espacio antropológico, desde la cual analizamos el material antropológico que ponemos en correspondencia con «el Hombre» o «lo humano» ya constituido, habría de ser también aplicada al análisis del proceso mismo de constitución de ese «hombre» (por ejemplo, a los llamados «hombres primitivos», homínidos o protohombres, o en términos más positivos: a los hombres del Paleolítico inferior). Pero esta aplicación, obligada por el método, y en la medida en que arrastra un círculo o petición de principio (la utilización del espacio antropológico del presente –del hombre del presente, del hombre histórico– para analizar a materiales que por hipótesis aún no son humanos –por ejemplo el «hombre prehistórico» o «protohombre»–) nos lleva a anacronismos insoslayables, que habrán de ser tratados en cada caso, por ejemplo, en cada eje y en cada figura de los ejes. (El anacronismo queda disimulado por la fuerza de sintagmas tales como «protohombre» o «hombre primitivo».) Sin embargo lo cierto es que el reconocimiento del dialelo en la práctica común de antropólogos o historiadores es condición crítica elemental, que nos preserva ante todo de la ilusión metafísica que consiste en atribuir a los materiales prehistóricos –por no decir también a los materiales paleontológicos que nos llevan más atrás de la era cuaternaria y nos introducen en el plioceno, o en el ordovícico– la prefiguración o el «destino» que llevará hasta la constitución del Hombre (del Género humano). La ilusión de que los materiales prehistóricos o paleontológicos se ordenarán en función de su resultado, y que por tanto la «aparición del

Hombre» se debe a que ya hemos partido de este hombre en el momento de echar la vista atrás. Es decir, la ilusión se debe al dialelo. Ahora bien, el análisis del dialelo del espacio antropológico, en tanto requiere la distinción entre los ejes en el proceso mismo del dialelo, remueve muchas cuestiones sobre la naturaleza de estos ejes, de sus contenidos o figuras propias, así como cuestiones que tienen que ver con el alcance de la especificidad de cada eje o figura, o con las cuestiones de la independencia o autonomía esencial y existencial de cada eje respecto de los demás. Cuestiones que afectan a todos los contenidos o figuras de cada eje y, en particular, a los contenidos o figuras que tienen que ver con las religiones positivas. He aquí algunos ejemplos de las cuestiones que podríamos incluir en este primer grupo del dialelo: ¿Hasta qué punto la asignación a un eje de contenidos o figuras específicas «unidimensionales» no equivale a una sustantivación de ese eje? Y si para evitar la hipóstasis se duda de la posibilidad de delimitar figuras específicas de un solo eje, postulando la involucración en cada eje de los demás, ¿no estamos en rigor poniendo en cuestión la propia realidad de cada eje, vaciándolo por tanto de contenidos específicos? Y cuando el dialelo se aplica a figuras o contenidos específicos de un eje, delimitados en el presente (pongamos por caso: la figura del Sol astronómico, como contenido del eje radial), ¿habrá que entender esta aplicación en un sentido emic («el Sol que perciben los hombres del siglo XXI o los del siglo XVIII, ¿es la misma figura que percibieron los hombres neandertales, aunque hubieran ya alcanzado la bipedestación?») o bien es suficiente un sentido etic (respecto del cual las percepciones prehistóricas, reflejadas por grabados, pinturas, &c., puedan ser identificadas como representaciones emic de «nuestro» Sol)? Estas cuestiones están abiertas sobre todo cuando en lugar de la figura radial del Sol el debate recae sobre la figura, mucho más difícil de tratar, de un animal numinoso. Gran parte del debate ha girado en torno a cuestiones de esta índole. Habrá quien tienda a reconocer la especificidad de figuras en cada eje, con el riesgo de hipostasiar estos ejes; habrá quien huyendo de la hipóstasis, rehusará reconocer figuras específicas, pidiendo por tanto para cada figura dada (por ejemplo, el animal humano) la contribución o composición de figuras dadas en ejes distintos. Así, por ejemplo, cuanto David Alvargonzález niega (aunque también por otras razones) que los «animales numinosos» puedan ser considerados como contenidos prístinos específicos de un eje angular (susceptibles de ser transformados ulteriormente) y los presenta como resultado de una confluencia (con eventuales catábasis) de determinados contenidos circulares y radiales –el teriántropo, tal como él lo interpreta– pone en peligro la especificación del eje angular, como si de un eje superfluo se tratase. (Joaquín Robles ha insistido con claridad en este punto.) En cambio, cuando se insiste en que la especificación del eje angular hay que ponerla en el carácter numinoso del eje en cuanto tal (como hace Alfonso Tresguerres), nos ponemos muy cerca de los que objetan dialelo antropológico ad hoc (el eje angular está especificado por los animales numinosos, y éstos son los que determinan el eje angular). (2) Cuestiones relacionadas con la inversión antropológica Los procesos, ante todo de orden gnoseológico, que venimos englobando bajo el rótulo «inversión antropológica» son, en gran medida, recíprocos de los procesos, también gnoseológicos, que tienen que ver con el dialelo antropológico.

El dialelo nos lleva a retrotraer estructuras del presente (por ejemplo, la estructura del espacio antropológico) hacia el pasado del origen del hombre (en la medida en que este pasado sólo puede ser considerado «desde la plataforma» de las estructuras del presente); pero el dialelo presupone ya su propia crítica (contenida en la misma idea del dialelo), es decir, la discriminación entre las estructuras del presente retrotraídas y el material mismo que, sin ser el del presente, recibe tales estructuras (en nuestro caso, el material paleolítico). El dialelo implica, por tanto, la determinación, en el pretérito, de materiales prehistóricos protohumanos o, para decirlo con el término habitual, del hombre primitivo; por ejemplo, la determinación en los «númenes paleolíticos» de animales linneanos (tigres, serpientes, bisontes) similares a otros animales que existían independientemente de los hombres paleolíticos, incluso de especies anteriores a la época de la aparición del hombre. Es frecuente que en las representaciones parietales las figuras de animales vayan acompañadas de figuras o de rasgos humanos, aunque también hay casos (el más notorio, últimamente, en la cuevas de Chauvet) en que no hay rastros de figuras humanas, pese a su antigüedad, cifrada en 37.000 años. La inversión antropológica se enfrenta, en estos casos, con los procesos de «incorporación», transformación, &c., de estas estructuras prehistóricas en las estructuras históricas organizadas en el espacio antropológico. El cúmulo de dificultades y problemas que aquí se abren es casi inabarcable. Y tampoco tienen por qué ser idénticos los caminos que pueden ser ensayados para salir de estas dificultades. La dificultad central consiste, seguramente, en la siguiente: ¿cómo podemos pasar de un material etológico, que no está organizado por hipótesis según la estructura del espacio antropológico, a un material antropológico obtenido regresivamente en el dialelo? En el material etológico prehistórico (que suele ser equiparado habitualmente, a nuestros efectos, al material de nuestros contemporáneos primitivos) no cabe hablar de una diferenciación, ya humana, entre ejes angulares y circulares. Pero esta falta de diferenciación, ¿se atribuirá a una confusión de ejes, o bien a una «invasión» del eje angular en el circular, o acaso recíprocamente? Íñigo Ongay señalaba esta posibilidad muy claramente: «Habría que ver si el teriántropo no es un hombre visto en tanto que animal. Y ahí, me parece a mí, reside la clave del asunto» (carta nº 3, 2 agosto 2004). Para referirnos a un informe que apareció dos años después de la segunda edición de El animal divino, y que dio lugar a comentarios y conversaciones entre nosotros, «Las cosmologías de los indios de la Amazonia», de Philippe Descola (en el nº 175 de Mundo científico, 1997): los achuar de la América ecuatorial, «dicen que la mayor parte de plantas y de animales poseen un alma (wakan) similar a la del ser humano, facultad que los alinea entre las personas (aents) en tanto que les confiere conciencia reflexiva e intencionalidad». El análisis de Descola es emic; desde nuestro presente tenemos que rechazar etic, desde luego, la percepción de las plantas como aents (personas), ¿tendríamos que hacer lo mismo con sus animales? Un mecanicista (al estilo de Gómez Pereira o Descartes) respondería afirmativamente; pero también un antropólogo radical (es decir, quien presuponga una distancia insalvable, megárica, entre la conducta animal y la humana) se resistirá a reconocer la condición personal de los animales de los achuar, y es muy probable que tienda a interpretar la situación como una proyección antropomórfica del eje circular sobre el animal angular; tendencia que se encontrará al constatar que este mismo proceso de proyección antropomórfica se lleva a cabo también con las plantas. ¿Por qué, si emic, se confunden plantas y animales con las personas (humanas) habrá que separar unas de otras en el mismo proceso «reconocido» del antropomorfismo? La atribución de un eje angular a los achuar –dirá el antropólogo radical– es sólo el resultado de una perspectiva etic; en consecuencia no cabrá hablar emic de eje angular, ni ante los achuar ni ante los hombres del Paleolítico inferior. Y si no se les puede reconocer eje angular, ¿cómo podríamos dar cuenta de la inversión antropológica, es decir, de la transformación de sus relaciones no angulares con animales, en relaciones angulares con

estos animales? Tan solo, concluirá, apelando a la proyección del eje circular sobre los animales, o a la composición de rasgos circulares con rasgos angulares. Sin embargo, esta explicación de la inversión antropológica contiene una notoria petición de principio: la suposición de que los hombres han de considerarse ya dados en el Paleolítico según su eje circular, y en consecuencia que los hombres primitivos ya eran hombres en cuanto al eje circular, y que por ello podía ser proyectado; pero esto equivale a una hipóstasis del eje circular. Y en la doctrina del espacio antropológico se supone que los ejes están mutuamente codeterminados, es decir, que son inseparables (aunque sean disociables, precisamente en función de las conexiones sinecoides entre sus figuras). Dicho de otro modo: el eje circular sólo se constituye como tal cuando aparece «a distancia» respecto del eje angular; utilizando etimológicamente el término ex-sistencia, el hombre comienza a existir en el eje circular cuando se enfrenta –sistere– a los animales, y se segrega de ellos. Esta distancia podría haberse establecido (siempre por la mediación de figuras radiales) precisamente a través de la percepción de los animales como «animales extraños», «numinosos», lo que ya implicaría un eje circular como plataforma. En cualquier caso, la inversión antropológica no tendría por qué verse como un proceso instantáneo, de cristalización repentina o emergente que nos hace pasar, siguiendo la ley del todo o nada, del estado prehumano al estado humano. La inversión se cumpliría también como un paso de lo confuso y amorfo (confusión de los tres ejes) a lo diferenciado y opuesto entre sí, es decir, como un proceso de anamórfosis mediante el cual fueran siendo sustituidas unas partes por otras, que se propagarían después en el todo. Los achuar, o los hombres paleolíticos, cuando se consideran en este estado primitivo (indiferenciado, amorfo) no son personas humanas, aunque sean jurídicamente considerados como tales por los gobiernos de las repúblicas correspondientes. La gran dificultad que el proceso de inversión encuentra es este: supuesto que el eje circular por antonomasia es aquel en el que se configuran las personas humanas, en cuanto instituciones, ¿cómo sería posible atribuir también a los animales numinosos la condición de personas (aents, dice Descola) salvo por proyección antropomórfica? (3) Cuestiones relativas a la «encarnación» del eje angular en los animales linneanos El animal divino procedió como si el eje angular estuviese poblado de «entidades personales» dotadas o coloreadas de un coeficiente religioso –animales no linneanos (dioses finitos politeístas, demonios) y linneanos–. Y aunque se daba por hecho que los animales no linneanos (por tanto, los demonios y los dioses) derivaban de los animales linneanos, no se tenía en cuenta (se «ignoraba») el desajuste entre la idea lógica del eje angular (como resultante de un cruce de clasificaciones dicotómicas) y los animales linneanos numinosos; por tanto, del desajuste entre los animales no numinosos y los numinosos. Esto dejaba abiertas múltiples cuestiones, como las siguientes: la «coloración religiosa» del eje angular, ¿habría de considerarse previa a la «encarnación» de este eje en ciertos animales? O bien: la numinosidad, ¿sólo de los animales podría ser derivada? Lo que a su vez obligaba a plantear esta pregunta, si la numinosidad procedía de los animales: ¿por qué no todos los animales son numinosos? Para quien pueda pensar que estas cuestiones son enteramente extrañas a los terrenos que tradicionalmente ocupa la filosofía de la religión, en general, y que sólo se formulan en el contexto de la misma filosofía de la religión desarrollada en El animal divino, conviene insistir en las correspondencias, sin duda llenas de interés, que ya hemos mencionado, entre las cuestiones suscitadas en este grupo (3) y las cuestiones tradicionales de la Teología fundamental católica o de su filosofía de la religión. Por lo que concierne a la Teología fundamental: cabría referirse a las cuestiones que tienen que ver con las relaciones entre la Teología natural (Preambula fidei) y la Teología positiva (en torno a estas relaciones gira el Escolio 1 de la segunda edición de El animal divino).

La Idea de religión, ¿puede conformarse en el ámbito «puramente filosófico», lógico, en el que teóricamente se conformaron las Ideas de Dios (el Dios de los filósofos, el Dios de la Ontoteología) y de Hombre? Es decir, la religión natural, ¿es propiamente una religión? ¿Cabe adorar al Primer Motor o al Acto Puro? O bien, la idea de religión positiva, ¿no tiene fuentes también positivas, a saber, que requieren la presencia y la revelación de un numen vivo que se manifieste a los hombres? La diversidad de respuestas puede en gran medida ejemplificarse por la oposición entre Descartes y Pascal. Pascal objetó a Descartes que con su filosofía sólo había logrado ponernos delante del Dios de los filósofos, una posición que nos deja fríos y que muy poco o nada tiene que ver con la religión. Y añade Pascal: «Sólo conozco a Dios a través de Jesucristo.» Como si dijera: «El Dios de la lógica (el Logos de Heráclito, de Platón, de Aristóteles o de Plotino) no tiene que ver con el Dios de Abraham, de Jacob, o con Cristo.» El Logos es Cristo, como dirá San Juan, y sólo a través de este logos conoceremos a Dios. El mismo dogma religioso (abstracto religioso) de la «encarnación» del Verbo en el Hijo de María es muy diferente del dogma teológico metafísico de la Santísima Trinidad. En la Encarnación de la Segunda Persona, del Logos, lo que se nos muestra (en el Evangelio de San Juan) es la naturaleza religiosa de este Logos, y no ya a través de una persona animal, sino a través de un hombre que además no es una persona humana, y que sólo alcanza su condición humana mediante su unión hipostática con una personalidad divina, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Podríamos también establecer un paralelo entre la relación del eje angular como resultante de una taxonomía lógica y los animales numinosos incorporados a este eje angular y la relación entre la idea lógica del Dios des-encarnado del deísmo (el «Gran arquitecto», el «Gran relojero», es decir, el Dios de los filósofos) –un ateísmo cortés, decía Voltaire– y el «Dios del corazón» del vicario saboyano de Rousseau, un Dios encarnado desde el principio en cada hombre, en el contexto de los demás hombres. (Alfonso Tresguerres analizó en 1995, con gran profundidad, las diferentes posiciones de los ilustrados ante la cuestión de la religión natural, en su artículo «El concepto de 'religión natural'. Deísmo y filosofía materialista de la religión», El Basilisco, nº 18, págs. 3-12.) (4) Cuestiones relacionadas con la verdad de las religiones El animal divino entendía, como contenido ineludible de una filosofía de la religión, el reconocimiento «racional» (es decir, no fundado simplemente en la «revelación» de la propia autoridad revelante que se presentaba como verdadera) de la verdad de la religión, entendiendo por verdad, ante todo, la fundamentación de los contenidos positivos de las religiones, en la medida en la cual ellos nos ponían, directa o indirectamente, delante de la realidad de los númenes personales. Sin embargo, El animal divino mantenía en la más completa indeterminación o indistinción la naturaleza y estructura de la verdad que él proponía, en términos más bien negativos, como fundamento de su filosofía. Sin embargo sería injusto imputarle una total ausencia de rigor en este punto, confundiendo la indeterminación, o la indistinción, con la oscuridad o falta total de claridad. Porque la Idea de verdad que él necesitaba en el proceso de construcción de su modelo tenía un alcance muy claro, aunque fuera negativo: «Verdad» de la religión equivalía a negación de las teorías alucinatorias o subjetivas, animistas (en el sentido del Tylor de Puente Ojea) de los númenes (los dioses no existen, son alucinaciones, o meras vivencias subjetivas o proyecciones de animas, o alegoría de seres impersonales tales como el Sol o el volcán). La verdad que El animal divino postulaba era la implicación en la realidad extrasubjetiva, extrahumana, de los númenes (frente a las pretensiones de las teorías animistas, del psicologismo o del babilonismo). Y ponía esta realidad en los animales numinosos. Pero el «material sebasmático» no se agotaba en las religiones primitivas. ¿Hasta qué punto las religiones secundarias o terciarias, que ya no pretendían mantenerse en la presencia de númenes corpóreos positivos, podrían seguir siendo consideradas como verdaderas?

Sin duda, la verdad que pudiera serles reconocida a estas otras formas de religión habría de derivar de la verdad originaria (lo que a su vez implicaba un curso de transformaciones de unas formas de religiosidad en otras). De hecho, El animal divino reconocía también otras modulaciones de la Idea de verdad, partiendo del supuesto de una verdad originaria: por ejemplo, una verdad negativa, en sentido dialéctico, como negación de un error o de una falsa conciencia previa. Incluso una verdad perceptual (fenomenológica) o una verdad pragmática. Sin embargo, las cuestiones que se habían planteado eran múltiples y urgentes. Por ejemplo: ¿cómo puede hablarse, desde coordenadas materialistas, a propósito de la religiones primarias, de la realidad de númenes personales no humanos, aunque el término «personales» figurase entre comillas, refiriéndose a los animales? ¿No estábamos practicando un simple proceso de antropomorfización de los animales linneanos y, por tanto, un proceso de proyección sobre ellos del eje circular? ¿Cómo es posible afirmar que existen «númenes animales» ahí fuera (fuera del círculo de los hombres)? En la fórmula, muy explícita, de Alfonso Tresguerres: ¿los animales, son númenes reales y, por ello, al mismo tiempo, los animales son realmente númenes? Pero cuando pasamos a las religiones secundarias, que son declaradas falsas, ¿no hay que limitar la tesis de la subordinación de las religiones a la verdad? La verdad de las religiones secundarias, ¿acaso podría se otra cosa que la crítica a la numinosidad que las religiones primarias ponían en los animales, suponiendo que las religiones secundarias hubieran hecho esta crítica a las primarias, lo que es mucho suponer? Pero entonces, ¿no estaríamos demoliendo el supuesto de que los animales primarios debían ser realmente numinosos, y con ello contradecíamos escandalosamente los principios de la teoría? (5) Cuestiones relativas a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado Aunque estas cuestiones no han sido suscitadas en el curso del debate, salvo tangencialmente, me parece que deben ser mencionadas también y precisamente a título de limitaciones de las que El animal divino adolecía en virtud de sus mismos planteamientos. El animal divino se proyectó como una filosofía de la religión en su sentido más estricto: la religación de los hombres con entidades personales no humanas; pero dejaba fuera de su «campo visual» la consideración de otras muchas masas de fenómenos que desde siempre han tenido mucho que ver con los fenómenos religiosos. Quedaban abiertas, por tanto, cuestiones como las siguientes: ¿sería posible poner también estos fenómenos (que intencionalmente al menos no mantienen relaciones con númenes personales no humanos) en relación con los númenes personales, es decir, considerarlos por ejemplo como subproductos de la religión, como supersticiones, en el sentido tradicional? En las Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la Religión, de 1988, tres años después de la primera edición de El animal divino, se plantearon ya este tipo de problemas a propósito del fetichismo (cuestión 8: «Reivindicación del fetichismo»). La tesis que allí se mantenía tendía a disociar el fetichismo (y con el, la magia) de la religión estricta. El fetichismo no aparece allí como un subproducto de la religión, como una «superstición», sino que podía tener fuentes propias. Dicho de otro modo, en los términos del espacio antropológico: el fetichismo no sería un fenómeno irradiado de las figuras angulares, sino un fenómeno radial. Pero, a su vez, esto suscitaba la cuestión de las semejanzas: si fetiches y númenes tenían fuentes diversas en el espacio antropológico, ¿cuál podría ser el fundamento de su semejanza y, por tanto, la razón de que ellas fueran habitualmente tratadas juntas por etnógrafos o por antropólogos? Y esto suscitaba inmediatamente otra cuestión: ¿qué correspondencias podían tener los fetiches y los númenes en el eje circular? Se imponía inmediatamente otra categoría sebasmática: lo santo (lo santo en cuanto humano, por ejemplo, los dioses de Evehmero). En un Congreso celebrado en la Universidad

de León en septiembre del año 2000 expuse el proyecto de una sistemática de los valores de lo sagrado, asignando los santos, los fetiches y los númenes a cada uno de los ejes circular, radial y angular, respectivamente, del espacio antropológico («Los valores de lo sagrado: númenes, fetiches y santos»). Dos cuestiones de carácter general cabe plantear a partir del reconocimiento de estos «valores sebasmáticos» asignados a los diferentes ejes del espacio antropológico: Una cuestión ontológica que podía formularse de este modo: ¿qué tienen de común los númenes, los santos y los fetiches? ¿Qué tipo de «koinonia» los relaciona? ¿Mantienen relaciones pacíficas o polémicas? Todos ellos puede acogerse a la categoría de lo sagrado (según se intenta justificar en el ensayo citado). Pero la cuestión abierta es si lo sagrado, que no es un unívoco (respecto de sus especies: fetiches, santos y númenes) sino un análogo, es un análogo de proporcionalidad (y en este caso, ¿cómo estos valores se formaron en cada eje?) o bien si es un análogo de atribución. Y en este caso, ¿qué tipo de valores han de ser elegidos como analogados principales? ¿Deberían todos los valores de lo sagrado reducirse a los valores irradiados de los númenes, o a los que irradian de los fetiches, o a los que irradian de los santos? La cuestión gnoseológica tiene que ver con la misma definición de la disciplina llamada «filosofía de la religión»: ¿habrá que considerarla como una parte de la «filosofía de lo sagrado» (de una «Sebasmática», utilizando el término acuñado por Ampère –dentro de su «Hierología»– en su célebre clasificación de las ciencias) o bien habría que considerarla como una derivación de la filosofía de los númenes, de los fetiches o de los santos? En cualquier caso, ¿habría que atribuir a los fetiches y a los santos el mismo orden de trascendentalidad que la filosofía de la religión materialista atribuye a los númenes, orden que justificaría la denominación de filosofía de lo sagrado?

III

Reanudación, tras el debate, del proyecto originario de El animal divino En la sección I hemos tratado de delinear el proyecto original de El animal divino. En la sección II hemos tratado de fijar los límites dentro de los cuales se movió la ejecución del proyecto, mostrando al mismo tiempo hasta qué punto estos límites podían removerse, abriendo paso a desarrollos más precisos del proyecto. En esta sección III nos proponemos indicar las líneas de desarrollo más importantes que el propio debate habría ya, en general, iniciado, sometiéndose siempre a ulteriores confrontaciones y rectificaciones. El hecho de que en esta sección III figuren precisamente confrontaciones y rectificaciones de algunas líneas que a lo largo del debate parecían orientarse a imprimir «un cambio de rumbo» al proyecto originario de El animal divino no significa que las «rectificaciones de las rectificaciones» no reconozcan que ellas sólo han sido posibles gracias a las primeras rectificaciones, que siempre podrían considerarse como un «experimento» que habría de verse siempre como reproducible, aún a título de «ensayo dialéctico», aunque fuera para ser, a su vez, rectificado. (1) El debate en torno al dialelo 1. Señalaremos solo un punto del debate, si bien central: ¿cómo traducir las rectificaciones propuestas por David Alvargonzález a términos del dialelo, al menos cuando los referimos al eje angular? Si no lo entiendo mal sus rectificaciones afectan precisamente al dialelo, en lo que al eje angular se refiere, en un sentido que se orienta hacia su bloqueo: no cabría admitir propiamente un dialelo del eje angular.

El eje angular formaría parte, a lo sumo, del espacio antropológico del presente (si bien como región vacía del espacio, porque si no se admiten númenes reales en la época paleolítica, menos aún se admitirán en la época del presente). Si se prefiere, de la teoría del espacio antropológico; y digo «si se prefiere» porque cabría deducir, de las rectificaciones de Alvargonzález, que ellas alcanzan a negar el propio espacio antropológico tridimensional, en beneficio de un espacio plano, con dos ejes: circular y radial. Al eje circular se adscribirían ahora las relaciones e interacciones entre individuos, grupos, personas humanas; al eje radial se adscribirían las relaciones e interacciones de los animales «desde una perspectiva etológica», es decir, al margen de su aparición como animales numinosos. Conviene subrayar que también Alfonso Fernández Tresguerres parece compartir inicialmente esta interpretación del eje angular: «Y he afirmado, efectivamente, que los animales se encontraban en el eje radial (del espacio antropológico, no del etológico), porque los animales no eran otra cosa que un peligro del que defenderse o una fuente de alimento y materias primas de las que apropiarse» (El Catoblepas, nº 39:10, mayo 2005). Sin embargo Tresguerres admite la ulterior constitución de un eje angular, precisamente en el momento en el cual los animales etológicos radiales asumen una forma de presencia numinosa; de suerte que aunque los animales no sean realmente númenes –cuando se mantienen en el eje radial– podría en su momento afirmarse que los númenes son reales cuando se manifiestan como númenes, situándose por tanto en el eje angular. José Manuel Rodríguez Pardo da cuenta precisa de este problema: «Suponer que las relaciones entre los hombres y los animales eran radiales ya in illo tempore, y que después se añadirían las angulares es tanto como suponer que el hombre ya era una realidad perfecta, diferenciada de los animales, al contrario de lo que se supone en El animal divino, que es en la propia relación entre los hombres y los númenes (los animales paleolíticos) denominada religión, donde el hombre se constituye» (El Catoblepas, nº 39:11, mayo 2005). Pero Alvargonzález no reconoce este proceso. Le parece no sólo gratuita, sino absurda, la decisión de conceder a los animales la condición de númenes reales y sobre todo la de personas o la de seres personiformes, contenidos por tanto de un eje especificado por ellos, el eje angular (que también presupone, como inicialmente Tresguerres, como religioso). Precisamente por no admitirlo tiene que apelar a la hipótesis de una construcción (al margen del dialelo) del eje angular, en el momento de analizar el origen de la religión en el hombre primitivo, a partir de unos componentes circulares originarios. Por ello insiste una y otra vez en la antigüedad de los teriántropos: no trata sólo de constatar su presencia en las religiones primarias –lo que ya había sido constatado en El animal divino a propósito de la figura de Trois-Frères– sino que trata de reivindicar los teriántropos como las más antiguas reliquias del arte parietal, juntamente con la defensa de la existencia de una cultura compleja anterior al Paleolítico superior (lanzas de madera de Schöningen, 400.000 años antes de Cristo, &c.). La insistencia en la defensa de la antigüedad de estos contenidos culturales tiene seguramente por objeto reforzar la idea de una sociedad prepaleolítica ya organizada (eje circular y radial) y, por tanto, capaz de desplegar una actividad mitológica de proyección o composición de componentes circulares en «animales etológicos» (radiales): «Los númenes son reales en cuanto que construcciones de la cultura objetiva». Quedaría así muy debilitado el supuesto (que no es, por cierto, el de El animal divino) de un eje angular originario, insinuado en la «religión natural» prepaleolítica. 2. ¿Y por qué sería absurdo, en el fondo, admitir animales numinosos reales (es decir, un eje angular estricto) en los hombres primitivos? Sin duda Alvargonzález no niega que estos hombres no pudieran emic percibir a ciertos animales como numinosos; como seguramente tampoco niega que emic un ojo humano pueda percibir el color rojo de un objeto apotético. Pero no trataría de constatar o de describir un fenómeno emic; se trataría de explicar cómo se produce el fenómeno, supuesta su condición estrictamente emic. Y en esta explicación intervienen presupuestos o prejuicios y, en particular, supuestos de índole psicologista (por no decir cartesiana), relativos a la fuente de las cualidades secundarias (la cualidad de rojo o la cualidad de numinoso). Cualidades que

precisamente eran consideradas secundarias por proceder del sujeto (que las «proyecta» en los «objetos» o las compone con otras sensaciones), a diferencia de las cualidades primarias, que se suponen formando parte del objeto real. El correlato del color rojo, como entidad objetiva, se reduciría al reflejo de una luz de 603,5 mμ; esto dice la teoría física del color rojo. Pero el color rojo, como cualidad de rojo, sólo sería una «secreción reactiva del alma (o del cerebro)» ante el estímulo de la luz, del mismo modo a como la numinosidad animal, aunque percibida por los hombres primitivos, no sería otra cosa sino una secreción reactiva del alma o del cerebro de los hombres y residiría en el alma o en el cerebro de los hombres que la perciben, según la teoría antropológica de la construcción cultural mitológica de los númenes: «porque, evidentemente, el color rojo (en el ejemplo de Bueno) no está 'ahí fuera'» (El Catoblepas, nº 37:1, carta 6, de Alvargonzález). Ignoro las razones por las cuales puede parecer evidente a los mediatistasque este color rojo que percibo en ese cuerpo apotético no pueda estar «ahí fuera». ¿Acaso es más fácil entender cómo podría estar dentro del cerebro? ¿En qué región de la retina ocular o de la retina occipital? ¿Acaso los objetos apotéticos mantendrían su condición de tales si los colores desaparecieran enteramente, y no interviniese el tacto? En cualquier caso, el ejemplo del color rojo fue aducido precisamente para justificar, por analogía, la realidad de una visión objetiva, apotética, de una cualidad cuya teoría va dirigida a probar su inmanencia subjetiva. El ejemplo iba destinado a sugerir la posibilidad de la percepción de una numinosidad objetiva, aún en el supuesto de que «en sí mismos» los animales no fuesen númenes; añadiendo de paso la crítica al sustancialismo de la «existencia en sí» («animales en sí mismos», «cosas rojas en sí mismas»), en nombre de la concepción de la existencia como coexistencia (los animales – ciertos animales– en su coexistencia con los hombres primitivos, son realmente númenes precisamente porque son númenes reales: la disyuntiva entre los animales realmente numinosos y los númenes animales reales puede considerarse como una disyuntiva aparente, cuando introducimos la idea de la coexistencia). Y en cualquier caso, la analogía entre el color rojo y la numinosidad se detiene ahí, pero «a favor», cuanto a su realidad, de la numinosidad; porque mientras que el color rojo permanece como tal «pasivamente», diríamos, en el objeto apotético, la numinosidad la suponemos asociada a un sujeto que nos acecha, nos ataca y pone en peligro nuestra vida. 3. Pero los fundamentos últimos o, si se prefiere, los presupuestos o prejuicios sobre los que se basa el rechazo de los «animales divinos» como númenes reales son otros. Y podríamos reducirlos a los dos siguientes: Primero, el supuesto (implícito) de que el eje angular o no se entiende, o ha de entenderse como separado de los otros (si los animales son realmente númenes sería porque lo son en sí mismos; si sólo son tales ante el hombre, cuando coexisten con él, ya no serían realmente númenes sino sólo de un modo aparente, de un modo mitológico). Correlativa a esta hipóstasis condicional del eje angular constatamos una hipóstasis del eje circular (previa a la angular) al referirse a las culturas humanas prepaleolíticas. Ahora bien, un eje no tiene por qué concebirse como separable de los demás, como si la separabilidad fuese condición de su realidad. La realidad de cada eje siempre está necesariamente vinculada a la de los demás ejes, aunque sea disociable de ellos, por la composición sinecoide de las figuras de algunos con figuras diversas de los demás. Por ello, el eje angular presupone siempre codeterminación (en alguna de sus figuras, en nuestro caso, las religiosas) con el eje circular, así como recíprocamente. Y, por ello, la condición de persona humana (como diremos después) implica la «neutralización» del eje angular (no su abolición). Segundo, el supuesto –acaso el más importante– en virtud del cual parece necesario descartar a priori la numinosidad de los animales reales (por tanto, el eje angular). Este supuesto es de índole ontológica: un animal numinoso –parece presuponerse– debiera ser una persona dotada de «voluntad», «entendimiento» y «capacidad de hablar» con otras personas (en nuestro caso, revelar –la persona numinosa a la persona humana– y orar –la persona humana a la numinosa–). Parece como si David Alvargonzález estuviera aherrojado por la sentencia de Thomas Szasz, «si alguien dice que habla con Dios, está rezando; si alguien dice que Dios habla con él, está esquizofrénico». Quien cree que los animales-númenes del

Paleolítico «hablaban» con los hombres está esquizofrénico o, por lo menos, estará atribuyendo a los hombres primitivos, si no la condición de esquizofrénico, sí la condición de una falsa conciencia: «Especialmente, Bueno no tendría en cuenta que los númenes paleolíticos tienen componentes ineludibles de falsa conciencia (componentes míticos, confusiones y oscuridades, cuando se evalúan desde el presente» (Alvargonzález, pág. 32 del texto original de su conferencia; fragmento que no aparece en la edición impresa de las Actas). Ahora bien, según esto, dado que los animales no pueden ser númenes personales (como debieran serlo si se les considerase como núcleo angular de la religión), la atribución a ciertos animales de «características propias de los númenes personales» (Alvargonzález, pág. 8 del original, pág. 217 de las Actas) sólo podrían ser el resultado de alguna construcción o teoría mitológica (que implica lenguaje fonético doblemente articulado) y que tendrían al menos alguno de los siguientes componentes, según Alvargonzález: «1. Adjudicar a los animales la capacidad de entender a los hombres cuando éstos les hablan: el ruego, la oración, la ofrenda y el sacrificio son componentes de las religiones del Paleolítico que suponen que los animales tienen capacidad verbal similar a la humana. 2. Adjudicar a los animales más inteligencia de la que tienen (rasgo que puede aparecer conectado o no con el anterior). 3. Adjudicar a los animales caracteres de personalidad humanos (pendenciero, adulador, &c.) y caracteres morales propios de personas (malo, bueno, dañino, mentiroso, desleal, &c.). 4. Suponer que los animales están sujetos a normas morales en su trato con ellos y con los hombres. 5. Por último, en los casos en los que aparece una combinación fantástica de caracteres morfológicos de varios animales no humanos (los teriomorfos) o de animales no humanos y humanos (los teriántropos), esta combinación de rasgos también podría interpretarse como un componente mítico del núcleo de las religiones del Paleolítico.» (Alvargonzález, págs. 217-218 de las Actas)

No cabe duda que estas construcciones o «teorías mitológicas» son constatables a lo largo del curso de las más diversas religiones; y que, por supuesto, pudieron también ser desplegadas, y lo fueron de hecho, en el Paleolítico. El animal divino se refiere (1ª ed., 1985, pág. 101; 2ª ed., 1996, pág. 105) al «teriántropo dualista» de El Juyo, y en su pág. 113 (en la 2ª ed., pág. 117) al teriántropo, acaso un hechicero, de la cueva de Trois-Frères. Pero la constatación de estas construcciones o teorías mitológicas no tiene nada que ver con la tesis que niega la numinosidad real de los animales paleolíticos involucrados en la religiosidad primaria. Por de pronto, la tesis de la numinosidad real de algunos animales paleolíticos no implica su condición exenta de cualquier representación concomitante (es decir, como si la numinosidad animal tuviera, para aparecer, que presentarse exenta o pura de cualquier «marco mitológico» procedente de regiones radiales o circulares que suponemos están siempre acompañando al eje angular); más aún, puede asegurarse que los fenómenos específicos del eje angular están siempre, según la doctrina del espacio antropológico, involucrados con otros fenómenos propios de los demás ejes (y que esta circunstancia explica la presencia temprana del teriántropo, sin perjuicio de númenes animales no humanos). Pero si se afirma que la «cualidad de numinoso» que se reconoce, al menos emic, en la percepción de ciertos animales paleolíticos, «emana» del eje circular, ¿no se está diciendo también que la numinosidad emana del hombre, conculcando el hecho del que partimos: que lo numinoso es cualidad del animal? Nada se ganaría apelando a la novedad del compuesto (circular + angular) –por ejemplo, en el teriántropo–, puesto que precisamente lo que esta «novedad» debiera hacernos esperar sería esto: que lo numinoso no procede del componente humano, sino de lo que no es lo humano, es decir, de lo que es animal. La hipótesis de la novedad resultante de un mixtum compositum exigiría introducir un «mecanismo especular» en virtud del cual los hombres comenzarían a hacer algo así como «conocerse a sí mismos» cuando vieran su imagen reflejada en la forma de un animal numinoso. Pero este mecanismo es enteramente gratuito y multiplicaría los entes sin necesidad. La cuestión de fondo, por tanto, es otra. Pues no se trata de que la numinosidad específica (angular) esté «envuelta» o «compuesta» siempre con algunos contenidos procedentes de otros ejes, radiales o circulares (llámese o no «mitología» a una tal composición o envolvimiento).

Se trata, ante todo, de si cabe la posibilidad de reconocer animales realmente numinosos, o si esta posibilidad debe ser rechazada a priori, por lo que su reconocimiento implicaría «adjudicar» (es decir, sobreponer, atribuir propiedades en principio extrínsecas) capacidades propias de los hombres o incluso de las personas humanas (capacidad verbal, inteligencia superior, características de personalidad, normas morales...) que ellos no pueden tener si se les juzga desde el presente, es decir, desde la Etología actual. Como si la Etología del presente rechazase de plano características de esta índole a los animales, y no sólo a ciertos animales. 4. Precisamente El animal divino sólo se atrevió a salir al público, como ya hemos dicho, cuando la Etología del presente recibió una suerte de «reconocimiento oficial» con motivo de la concesión del Premio Nobel a sus más notorios representantes del momento. Fueron los descubrimientos de estos etólogos, y de otros muchos etólogos o lingüistas (por ejemplo Egon Brunswik –con su teoría de la «conducta animal raciomorfa»–, Eibl-Eibesfeldt, Gardner, Premack...) los que permitieron poder hablar sin escándalo, para las generaciones formadas en el mecanicismo, de los «lenguajes animales» y de la «inteligencia» y aún de la «razón» animal. En cualquier caso, El animal divino nunca atribuyó, porque no lo necesitaba, «capacidad verbal similar a la humana», ni siquiera «capacidad verbal» a los animales. Se refería (ver pág. 153) a «relaciones con los hombres de índole que podríamos llamar 'lingüística' (en sus revelaciones o manifestaciones)». Y, para mayor abundamiento, «lingüística» aparece entre comillas, como un guiño a los apasionados debates de aquellos años sobre los «lenguajes animales» (uno de ellos muy reciente entonces, que había tenido lugar en Oviedo, en un Congreso de lingüistas, presidido por Emilio Alarcos, y en el cual la mayoría de los lingüistas allí presentes se indignaban al escuchar una exposición casi literal de los informes de Premack o los Gardner, que me correspondió ofrecer). Todavía en 1994, cuando Alfonso Tresguerres expuso en Santa Clara, ante más de cincuenta profesores de filosofía cubanos, las tesis de El animal divino, sorprendentemente, por tratarse de un auditorio materialista, se encontró con las risas y el rechazo del auditorio al hablar de la etología y las culturas animales: el profesor Pablo Guadarrama le objetó airadamente que la Etología era una «disciplina burguesa» que había sido cultivada por los nazis, y sólo el auditorio se calmó y cambió de actitud cuando los argumentos brillantemente expuestos por Tresguerres fueron reconocidos y corroborados in situ por el profesor cubano Manuel Martínez Casanova, que en su condición de veterinario y profesor de filosofía, estaba en situación de informar a sus colegas y alumnos que, efectivamente, aunque las tesis oficiales de la filosofía cubana dijeran lo contrario, la realidad aceptada en el mundo era la de la Etología («Númenes animales en el Caribe»). Pero en cambio El animal divino sí reconocía (no «adjudicaba» más o menos gratuitamente, o caprichosamente y, en todo caso, dando desde fuera a los animales algo que ellos no tuviesen) a los animales paleolíticos «capacidad lingüística», no sólo en términos de comunicación «no verbal» (conductas de acecho, de amenaza...) sino también de comunicación fonética articulatoria y auditiva (gruñidos, rugidos, mugidos, silbidos). De este modo se reconoce a los animales paleolíticos (como también a los actuales) la capacidad de percibir a los hombres, de «medir las fuerzas de los hombres», de interpretar muchos de sus movimientos gestuales o no gestuales (e incluso interpretar gestos humanos de humillación o de apaciguamiento): todo esto es incompatible con la pretendida representación que se nos quiere ofrecer de los animales paleolíticos como una especie de organismos movidos por automatismos reflejos, incapaces de interpretar la conducta global de los hombres cuya evolución se iba produciendo en su entorno, y codeterminadamente con ellos. Por la misma razón se reconocía a los hombres capacidad para interpretar (sin perjuicio de eventuales errores) conductas de otros animales. Advertimos, en todo caso, que esta capacidad de comunicación «lingüística» no verbal (gestual, expresiva o apelativa) atribuida a los animales no humanos, no tiene en sí misma significado numinoso, sino etológico general. Y, en el caso del hombre –es decir, cuando consideramos a los grupos humanos ya constituidos– significando relaciones angulares establecidas entre los hombres y animales no humanos (pero no necesariamente religiosas). Más aún, también cabe atribuir a los animales, a ciertos animales, una «personalidad» precisa e individual, susceptible de recibir nombres propios (Bucéfalo, Laika, Sara, Washoe) –y esto sin necesidad de tener que admitir las pretensiones de los últimos etólogos firmantes del «Proyecto Gran Simio», ni menos aún, las de los firmantes de la «Declaración Universal de los Derechos de los Animales»–.

Una «personalidad» que no se hará consistir en ser sujeto de atribución de «caracteres de personalidad humanos» (por cierto, reducidos a cualidades psicologistas: «pendenciero, adulador») –pues los «caracteres morales» citados, y tal como se citan («malo, bueno, mentiroso...») también los etólogos se los atribuyen a los animales (que también engañan, son objetivamente dañinos, buenos o malos)–. La personalidad que se les atribuye se apoya sobre todo en ser «centros prácticos de voluntad y de inteligencia» (vis appetitiva y vis cognoscitiva), que están actuando in situ, en concreto y perentoriamente ante unos hombres primitivos, acaso no plenamente humanos, pero sí análogos a los humanos en el terreno de las interacciones prácticas. La conducta de acecho, engaño, camuflaje, &c., que un animal mantiene ante un grupo humano puede ser percibida por este grupo como análoga a la conducta de acecho, engaño, camuflaje, &c., que ese grupo advierte respecto de otros grupos humanos enemigos; y la advierte como análoga porque en realidad es análoga. Porque de lo que se trata es del enfrentamiento de una «voluntad» o «apetito teleológico» animal y de una voluntad y entendimiento prácticos humano, orientado a mantener la integridad del organismo, amenazada por la «voluntad enemiga» de destruirlo. Las conductas etológicas interespecíficas podrían también ser asignadas a un eje del espacio etológico, similar al eje angular del espacio antropológico; un eje angular interespecífico que mantendría intactas sus diferencias con el eje angular del espacio antropológico, un eje angular etológico, en el cual, desde luego, no podrían figurar contenidos religiosos, puesto que este presupone la «plataforma» de un eje circular especificado por su materia. Los ejes del espacio antropológico no se diferencian, en principio, de los posibles ejes de un espacio etológico (atribuidos a cada especie zoológica) en cuanto ejes de un «espacio formal tridimensional», sino por los contenidos materiales específicos característicos de cada eje; contenidos que no excluyen momentos genéricos comunes a las diferentes especies. La consideración de «escándalo antropomórfico» que para muchos merece aún el reconocimiento de la «personalidad» de los animales deriva, acaso, de una concepción espiritualista de la persona, en versiones más o menos radicales, que van desde la versión espiritualista extrema de Malebranche –que vería como un «residuo de paganismo» a la definición aristotélica del hombre como animal racional– hasta las más moderadas de los «psicólogos de la personalidad humana» que subrayan factores ellos mismos «mentalistas» (tales como conciencia o reflexividad). También, incluso, desde posiciones similares a las de las concepciones humanistas de la persona como entidad exclusivamente antrópica (que presiden, por ejemplo, la concepción actual jurídica de la persona) que la circunscribe a campos humanos (el Código Penal ya no procesa a un perro que ha matado a un hombre). Pero el humanismo personalista, o el personalismo humanista, por mucho que se escandalice de quienes atribuyen «personalidad» a sujetos no humanos, no debiera olvidar que la Idea misma de persona humana (en particular, de la persona en sentido jurídico) procede de fuentes distintas de la «tradición humanística». En nuestra tradición, la Idea de persona procede de los debates teológicos cristianos que tuvieron lugar en los Concilios de Nicea, de Efeso, &c., acerca de las Personas de la Santísima Trinidad (que no eran humanas, y que por tanto estaban más próximas al eje angular; pues no tendría sentido situarlas en el eje circular o en el radial) y, en particular, de la personalidad de Cristo, a quien, por cierto, sólo se le «adjudicaba» la personalidad humana a través de la Segunda divina persona de la Santísima Trinidad (el Concilio de Efeso estableció dogmáticamente que Cristo tenía una sola Persona, que era la Persona divina, que incorporaba a la naturaleza humana: Cristo era, por tanto, un «hombre divino», es decir, un animal divino, si el hombre es animal). La persona humana, y la personalidad humana, por tanto, es una instituciónhistórica y cultural muy tardía. Ya hemos observado lo improcedente de construcciones tales como «persona neandertal» o «persona pitecántropa» (a pesar de que algunos paleoteólogos, sobre todo si son cristianos, considerarían personas a estos «hombres primitivos»). Las cuestiones filosóficas que la persona envuelve tienen que ver precisamente con la cuestión de la coordinación biunívoca entre el conjunto de las personas humanas y el conjunto de los individuos humanos (conjunto que contiene subconjuntos muy anteriores al paleolítico). La persona humana, en cuanto institución cultural histórica, tiene sus propias características. Si

se quiere, es una convención, una ficción jurídica, considerar a un subnormal profundo de nacimiento la condición jurídica de persona humana; lo que no quiere decirse con esto que se hayan resuelto los problemas filosóficos de su condición de persona. La consideración de persona ha de entenderse, ante todo, como una norma práctica, porque ofrece criterios prudenciales para tratar esos casos límite, pero no por ello excepcionales. Y, por supuesto, no cabe, sin prosopopeya, adjudicar la personalidad a individuos vivientes no humanos, sean dioses, demonios o animales, sean acaso muchos de nuestros «contemporáneos primitivos» (a los cuales las normas internacionales, inspiradas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, les concede personalidad a la manera como se la concede, como hemos dicho, a los subnormales profundos congénitos). Pero todo esto no excluye la legitimidad de hablar de personas no humanas, anantrópicas, y, por tanto, la legitimidad de hablar de la personalidad propia de ciertos animales del Paleolítico superior, sin que esto implique en modo alguno «adjudicar a los animales caracteres de la personalidad humana»; de la misma manera los animales, incluso las personalidades animales no humanas, aunque no estén sujetos, desde luego, a normas morales (que suponemos humanas, en cuanto que son normas), no dejan de estar sujetas a pautas (por ejemplo, rituales, no ceremoniales) que funcionan como criterios distintivos y permiten predecir su comportamiento. 5. Recapitularemos nuestra «rectificación» a la «rectificación» propuesta en este punto por David Alvargonzález. Suponemos, por nuestra parte, que el eje angular del espacio antropológico es un eje etológico, pero especificado ya como humano (la condición etológica de un eje no implica que este eje haya de requerir ser pensado siempre como «momento genérico» zoológico). El eje angular es un eje que está definido para ser reconocido en un presente histórico. No es un eje prehistórico (en el sentido estricto) que el desarrollo histórico del hombre hubiera logrado borrar. Todavía existen hoy animales con los cuales los hombres se comunican como si fueran personas no humanas. Y una gran porción de la conducta humana del presente está orientada por las expectativas de mantener comunicación lingüística –no telepática– con sujetos personales o personiformes no humanos, con animales no linneanos, extraterrestres, que implican, desde luego, un espacio práctico dado en el eje angular (y esto sin tener en consideración a las prácticas humanas animistas, el culto a los dioses, a los ángeles o a los demonios, muy vigentes en el presente). La Etología es precisamente una disciplina fundada en el reconocimiento práctico de un eje angular, frente al mecanicismo preetológico que, como es sabido, fue siempre muy limitado (José Manuel Rodríguez Pardo, que ha intervenido ampliamente en este debate, ha estudiado en su tesis doctoral estas relaciones: «El alma de los brutos en la filosofía española del siglo XVIII, en el entorno del Padre Feijoo. Análisis desde el materialismo filosófico», 2004). Por consiguiente, cuando retrotraemos, por exigencias del dialelo antropológico, el eje angular del espacio antropológico del presente al presente prehistórico, no necesitamos poner en marcha «teorías mitológicas» a fin de atribuir a los hombres prehistóricos un eje angular, con referencia a determinados animales de su entorno. A determinados animales: aquellos con los cuales cabe hablar de interacción operatoria –de percepciones, apetitos... a escala operatoria– excluyendo, por supuesto, a los animales invisibles o intangibles en la época, ya fuera por habitar en lugares incógnitos, ya fuera por ser inaccesibles al ojo humano, como es el caso de los animales microbios. Otra cosa es la cuestión de la «transformación» del eje angular humano (etológico, pero ya especificado como humano) en el eje que contiene a los númenes reales, a los animales numinosos. Pero esta cuestión desborda el debate en torno al dialelo (aunque obviamente está profundamente vinculada con él) y pertenece más propiamente al debate en torno a la inversión antropológica, es decir, a la cuestión de la anamórfosis de las estructuras etológicas y, entre ellas, las mismas relaciones angulares entre los hombres y los animales, en lo que

tengan de relaciones interespecíficas humano-zoológicas (subgenéricas o cogenéricas), en instituciones genuinamente antropológicas, como puedan serlo las instituciones religiosas. Y también, desde luego, en otras instituciones angulares no religiosas, como pueda serlo la institución de los «animales domésticos de compañía», o la propia institución de la Etología, cuyas afinidades con la Teología ya hemos señalado en otras ocasiones («La Etología como ciencia de la cultura», El Basilisco, nº 9, 1991). (2) El debate en torno a la inversión antropológica 1. Hemos presentado la «inversión antropológica» como un proceso en cierto modo recíproco del proceso del dialelo antropológico. Es obvio que partiendo de una situación en la que los animales son concebidos como entera y puramente zoológicos, la manera más expeditiva de explicar su numinosidad será la de suponer un mecanismo de «composición» o catástasis (tomando este término en general, más que en su especificación puramente dialéctica) de contenidos «personalistas» procedentes del eje personal por antonomasia, a saber, del eje circular del espacio antropológico, con contenidos zoológico-etológicos que todavía no se consideran adscritos a un eje angular, sino a un eje radial. Los contenidos de este eje circular (o contenidos circulares) se compondrán por catástasis con los animales etológicos, y de esta composición resultarían los númenes animales y, con ellos, un eje angular («viciado», desde el principio, por una «falsa conciencia»). En palabras de Alvargonzález: «...para que ciertos individuos animales (que son animales de la Zoología) se conviertan (emic) en númenes personales hace falta la composición de elementos 'angulares' con elementos 'circulares', hace falta que los aspectos 'angulares' (etológicos y ecológicos), sin dejar de actuar, se reorganicen de un modo sui generis al componerse con contenidos 'circulares'» (pág. 16 del original, pág. 224 de las Actas, en las que el resaltado de los términos en negrita ha desaparecido). Sin embargo, las expresiones «elemento angular» o «aspecto angular» implican una concesión, por parte de Alvargonzález, que no ha sido justificada (si el eje angular comienza con los númenes), a la tesis del eje angular del espacio antropológico. Pero este eje sólo podría admitirse como un residuo emic, que quedaría después de haber retirado a los animales la condición de núcleo angular del proceso de inversión. Más que en un eje angular se estaría pensando en los individuos animales de la Zoología (acaso ni siquiera de la Etología) que se convierten emic en númenes personales; con lo que el eje angular será también sólo emic (al menos cuanto a sus contenidos numinosos). En cualquier caso tampoco parece que hubiera mayor inconveniente en reconocer un eje angular para acoger las relaciones e interacciones específicas hombre/animal, con tal de que en este eje figurasen, como núcleos de la religión, los animales de referencia. En cualquier caso ésta hipótesis –la composición de los aspectos circulares (tomados como fuentes de los contenidos personales) con los aspectos animales (puramente zoológicos)– seguiría arrastrando mucho de ese «mecanismo de proyección» (aunque se llame «mecanismo de composición») de los contenidos personalistas circulares en unos animales concebidos como ajenos, en sí mismos, a cualquier rasgo propio de una personalidad humana, y que sólo los recibirían por «adjudicación». En efecto: si se supone que los rasgos propios de una personalidad se encuentran en el eje circular (lo que es mucho suponer, salvo que nos movamos en un terreno jurídico) y se supone también que la numinosidad animal implica rasgos de personalidad, ésta sólo podría proceder del eje circular, por lo cual los númenes animales resultarían de un compuesto de rasgos circulares y angulares; composición que podría dar lugar, desde luego, a un novum, a saber, los númenes animales (del mismo modo – se explica– que cuando el carbono y el oxígeno se componen, para dar lugar al dióxido de carbono, no decimos que el carbono, por ejemplo, se «proyecte» sobre el oxígeno). Sin embargo, sí que habría que decir que los componentes personales del numen animal proceden del eje circular antes que de los propios animales no humanos. Lo que nos devuelve

a una posición muy próxima a la que podría resultar de una proyección «humanista o psicologista». Joaquín Robles ha visto con claridad esta conclusión: «Porque la composición de carbono y oxígeno en monóxido o dióxido es el resultado, bien de operaciones (de un químico) químicas, bien anantrópicas bajo determinadas condiciones, que dan lugar al monóxido o al dióxido, 'objetivos' y bien reales, sujetos, por lo demás, a los principios de la química (por ejemplo el de conservación de la masa). Sin embargo los teriántropos son figuras del 'arte parietal' (y sólo en este sentido son objetivas) que, en modo alguno pueden considerarse como algo más que alucinaciones (o verdaderas apariencias falaces) del sujeto que las pintó. Y si en la composición del monóxido o del dióxido no hallamos sino principios objetivos que explican la composición misma de un ente real y objetivo ¿qué principios podemos representarnos como fundamento de la composición angular-circular de los teriántropos?» (Robles, El Catoblepas, nº 38:19.)

Por su parte Alfonso Tresguerres observa certeramente que: «Desde la posición defendida por Alvargonzález, todo el papel que a éstos [los animales] les corresponde en la génesis de la religión es haberse convertido en receptores y referentes de la fabulación mitológica del ser humano.» (Tresguerres, El Catoblepas, nº 39:10.)

2. En cualquier caso, El animal divino se opone frontalmente a la interpretación meramente emic de la numinosidad animal. Y si damos por presupuesto un espacio antropológico con un eje angular etológico pero específico (en el cual puedan figurar los animales no humanos en sentido cogenérico o subgenérico respecto de los animales humanos, sin aparecer todavía como específicamente numinosos) la cuestión de la inversión antropológica del eje angular habrá que retrotraerla ya antes de la aparición de los númenes animales (por ejemplo, al estado confuso de los achuar, de los que hemos hablado antes), y la cuestión se replantearía, no ya tanto como el problema de la incorporación de los animales «en sentido puramente zoológico» a la condición de contenidos numinosos de un eje angular (considerado, de hecho, como eje emic, al menos en relación con estos contenidos) sino como el problema de la incorporación (en una fase de la anamórfosis) al eje angular etológico humano de los contenidos numinosos. 3. El proceso de inversión antropológica no es, sin embargo, repentino, instantáneo, una «emergencia»; por la misma razón tampoco puede cifrarse en algún cambio puntual en la connotación (la bipedestación, el pulgar oponible, la dominación del fuego, el uso del palo, de las armas arrojadizas o de «lenguaje fonético»). El proceso de inversión no es lineal, sino multilineal, y por tanto requiere lapsos seculares de tiempo (aún manteniéndonos dentro, por ejemplo, del llamado «esquema evolutivo multirregional» que Milford Wolpoff propuso en 1990). Y esto significa, sobre todo, que los «cambios puntuales» sólo alcanzan significado en el contexto de la inversión antropológica por sus efectos futuros, por su dimensión potencial (medida, por ejemplo, por su capacidad de composición con otros cambios, también potenciales). De donde habrá que deducir que los hombres que están experimentando este cambio sólo son hombres potencialmente, y no en acto; son hombres en la medida en que prefiguran o preconforman al hombre, cuando en sí mismos son protohombres, hombres incipientes, o, en términos tradicionales, hombres salvajes, hombres fósiles u hombres primitivos (siempre que dejemos de lado, por metafísica, la idea de una «situación alienada» del salvaje o del hombre primitivo, porque una tal situación presupone a unos hombres previamente dados en plenitud, pero que habrían perdido, por el pecado original o por la división en clases, esa mítica condición originaria). El protohombre, como el salvaje, ha de ser hombre no sólo en sentido potencial, sino actual, aún cuando en este sentido «actual» el protohombre o el salvaje se nos presente como un hombre inferior (no en términos absolutos, sino por la relación de dominación que sobre él tiene el «adulto civilizado»). Es cierto que el humanismo implícito en el relativismo cultural radical (que inspira, por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos) tiende a borrar el concepto de protohombre, o el de hombre inferior: «Salvaje es quien llama a otro salvaje», decía LéviStrauss. Pero esto llevaría a concluir que no hay nada intermedio entre los primates y los hombres, condición que es incompatible con los resultados de la primatología y de la antropología paleontológica. No es fácil aceptar que cualquier individuo del grupo

antropomórfico de la Nueva Guinea que hace sesenta años practicaba rituales todavía más repugnantes que los del vudú actual, hubiese de ser considerado, no ya sólo como persona (según los convenios de la ONU) sino incluso como plenamente humano, en virtud de los principios del humanismo relativista. Pero que no sea «plenamente humano» no quiere decir que sea un homínida, una especie de orangután, de chimpancé o de pitecántropo. Sencillamente es hombre no sólo potencialmente (los aborígenes de Nueva Guinea pudieron integrarse «en la civilización») sino también actualmente, pero a título incipiente, de acuerdo con los criterios de hominización que utilicemos (como puedan serlo las relaciones de parentesco elemental o la fabricación de armas). En este proceso es decisiva la consolidación del lenguaje fonético «gramaticalizado», sintáctico, el llamado «lenguaje moderno» respecto de los protolenguajes homínidos. La importancia que para la génesis de las religiones primarias puede tener, como apunta Pedro Santana («Breve nota sobre las hipótesis acerca del origen del lenguaje humano», El Catoblepas, nº 40:10, junio 2005), el llamado «lenguaje moderno» (con una sintaxis desarrollada, respecto del protolenguaje, que podría vincularse a la religión natural) habría que cifrarla, desde luego, en el hecho de «posibilitar la transmisión de conocimientos mediante discursos de cierta longitud...» –posibilidad que sin duda hay que poner en conexión con la actividad mitopoiética que se anuncia ya en las religiones primarias–, pero también, sobre todo, en la conformación de una «concavidad» por medio de las interacciones entre los individuos de un grupo humano que, mediante un lenguaje propio cada vez más complejo y sólo inteligible en el ámbito de esa concavidad, va segregando o dejando fuera, como extraños, a los animales o a otros grupos humanos que no pueden participar en esa «concavidad». El carácter «extraño» de los animales que, aún en la época del protolenguaje, mantuvieron comunicación no verbal fluida con los hombres, será la condición para que tales animales «que me enardecen en cuanto son semejantes» (en palabras de San Agustín referidas a lo divino), comienzan a poder «aterrorizarme» de un modo especial, cercano al «misterio», cuando se les percibe, desde su semejanza genérica, como desemejantes, pero amenazantes y dominantes. Por nuestra parte seguiremos acogiéndonos al criterio de la normalización,como característica de los contenidos del espacio humano, en la medida en la cual este criterio es a la vez diferencial de los primates, y aún de los homínidos o salvajes humanos dotados, sin embargo, de notable inteligencia técnica, y aún de atributos raciomorfos teleológicos, pero dentro de una conducta que será improvisada o rutinaria, no normalizada. Cuando estos homínidas ya sean hombres se les podrá considerar como hombres ferales, hombres fiera, acaso el homo habilis, acaso el homo antecessor, aunque sean muy inteligentes y astutos (como ejemplos semiliterarios podremos poner al salvaje de Aveyron y a Caspar Hauser). La normalización implica un proceso de confluencias de grupos de hombres ferales cuyas rutinas pueden transformarse en normas (lo que ya implica un proceso histórico). Esto nos permitirá, según el criterio, hablar ya de sociedades humanas plenas (sin necesidad de ser civilizadas). En cualquier caso, el proceso de inversión antropológica no tiene por qué ser entendido como un proceso lineal («monogenista»), incluso en el supuesto de que nos acojamos a la llamada «hipótesis del arca de Noé», defendida en 1993 por Christopher Stringer. La hipótesis poligenista ofrece múltiples variantes de inversión antropológica (incluso en el supuesto de que todas estas variantes procedan a su vez de un tronco común) que permitirán interpretar de otro modo la diversidad de lenguas, costumbres, pero también de contenidos del eje angular (no en todas las regiones de la Tierra habitan los osos, las serpientes o los tigres de diente de sable). 4. La inversión antropológica, en lo que a los númenes animales concierne, queda planteada de este modo: partiendo de un eje angular dado en un espacio etológico específicamente humano (subgenérico, incluso cogenérico), ¿cómo tiene lugar la incorporación en este eje de los animales en tanto que animales numinosos? David Alvargonzález ha tenido el acierto de movilizar el «esquema de la esencia» que ya fue utilizado en el análisis de la constitución de las sociedades políticas. De este modo, cabrá decir que las relaciones angulares (que aquí entenderemos o bien como relaciones confusas,

en el sentido achuar, o bien como relaciones angulares humanas cogenéricas o transgenéricas (aunque no sean religiosas), no constituyen el núcleo de la religión, pero sí su género radical. Dice Alvargonzález en su carta nº 4, de 3 de agosto de 2004, a Íñigo Ongay: «Utilizando un esquema que Gustavo Bueno ha usado al aplicar la teoría de la esencia a las sociedades políticas podríamos decir lo siguiente: Las relaciones angulares, por sí solas, no conforman el núcleo de las religiones primarias sino que han de ser vistas como un género próximo, un género radical o raíz, que tiene que ser descompuesto en partes suyas y reestructurado a otra escala para que el núcleo se constituya (por metábasis o catábasis que conducen a especificaciones transgenéricas)» (El Catoblepas, nº 37:1.) Este género radical tendría que ser triturado o desestructurado en sus partes, que ulteriormente habría que recomponer. Ahora bien, la cuestión estriba (si asumimos esta propuesta sobre la esencia) en interpretar qué tipo de partes del género radical han de ser utilizadas. Y el análisis depende del modo de entender la realidad de los númenes animales. Si estos se entienden como númenes emic el análisis distinguirá en el «género radical» los componentes zoológicos y los componentes circulares humanos, que van a componerse o a proyectarse sobre aquellos. Pero si los númenes animales se consideran reales (etic, no solo emic; y teniendo en cuenta que la oposición etic/emic no es disyuntiva –no es una dicotomía, como proponía Marvin Harris– puesto que la perspectiva etic puede englobar también en sí a la emic) entonces el análisis del género radical, del eje angular en este caso, tendrá que ir por otro lado. A saber: separando o descomponiendo en el eje angular humano etológico los componentes no numinosos y los componentes numinosos. ¿Y cómo podríamos delimitar estos componentes numinosos? Precisamente señalando aquellos animales que, desde la «plataforma circular» (o protocircular) desde luego, se nos enfrentan como «centros de conocimiento y de voluntad personales» que nos envuelven con su «plan teleológico» (personal), nos acechan, nos hacen ver que nos encontramos en su campo visual, que nos reducen a la condición de sujetos finalísticos de sus propios intereses o apetitos, ante los cuales para nada valen nuestros ruegos u oraciones. Es decir, se comportan con los hombres como otros hombres también se comportan con nosotros: son personas no humanas y en esto reside precisamente su numinosidad. Siendo semejantes a nosotros nos son completamente ajenos y heterogéneos desde el punto de vista práctico. Son otros, heterogéneos, y es ese componente heterogéneo suyo (que ya no puede ser «circular») el que podrá convertirse en núcleo de su numinosidad. Es evidente que esta numinosidad (que supone ya una trama humana circular muy desarrollada) sólo comienza a existir desde la plataforma circular. Desde ella se percibe ante todo su distancia, es decir, la «extraña profundidad» del «animal ante mí» (en primera persona) que comienza a verse como numinoso. Pero esto no quiere decir que tal numinosidad sea únicamente emic (una impresión o sentimiento subjetivo-humano, incluso alucinatorio), pues esa impresión va referida precisamente al animal de ahí fuera, que me amenaza real y perentoriamente, apotéticamente, y real en su extrañeza activa. Recordamos, como ilustración, al oso de la película de Jean Jacques Annaud. ¿Y autoriza esto a concluir que el animal no es numen realmente, o «en sí», sino «en mí»? ¿Es que acaso cabe hablar de un animal (o de la figura de un animal vivo y activo) como entidad que pueda existir «en sí»? El animal, en su figura y en su acción, y aún en su morfología, coexiste siempre con otros animales y se configura ante otros animales. Un animal aislado, en sí, es una pura construcción abstracta. La propia morfología de muchos animales, precisamente de aquellos que podrán aparecer como numinosos, es alotética y está conformada en función de una coexistencia pacífica o polémica con otros animales. No es una morfología «en sí»: los colmillos del lobo están conformados alotéticamente, y su morfología carece de sentido si no se relaciona con su finalidad de clavarse en el cordero o en el gamo. Los colmillos del lobo no sólo se reducen al «en sí» del lobo; pero tampoco se reducen a la

«impresión» (no sólo emocional, sino física) que ellos pueden producir en el cordero o en el gamo. Estas impresiones son alotéticas, tanto si son físicas (las huellas de la dentellada) como si son emocionales, y todas ellas nos remiten a los colmillos del lobo. Pero la «impresión numinosa» causada por el animal no se reduce a sus efectos en la subjetividad física o emocional del hombre que la recibe. Es alotética y va referida, como a su causa, con la que mantiene una relación trascendental (el efecto es ahora inseparable de su causa), al propio animal que la produce, a sus percepciones y a sus apetitos, a su «personalidad anantrópica» no humana. Esta numinosidad real, percibida como atributo de un animal que se codetermina como tal ante los hombres que lo perciben como tales, ejerce la función propia de un taladro que perforase el horizonte personal-humano a través del cual, en el fondo confuso de los sujetos achuar (salvajes, hombres ferales, &c.), comienzan a destacarse las figuras de unas personas no humanas, los númenes, ante los cuales irán delimitándose, a su vez, los hombres. Lo que venimos llamando «argumento zoológico contra el idealismo» deriva de estos mismos fundamentos. 5. Y esta delimitación, implicada en la inversión antropológica, no es un proceso pretérito, que hubiera tenido lugar in illo tempore, en el Paleolítico inferior; una delimitación que con el paso de los milenios podría ya hoy dejar de tenerse en cuenta. En cuyo caso, la religación primaria perdería su carácter de relación trascendental del hombre con los animales (es decir, de relación no posterior a los términos por ella relacionados, sino constitutiva de tales términos). Pero la trascendentalidad de la religión se mantiene también en la época secundaria porque (en virtud del proceso que El animal divino describe como «metábasis de inversión», pág. 266 de la segunda edición) los hombres comienzan a tomar conciencia de tales –de sus diferencias, de su «dignidad»– precisamente en tanto que dominadores de los animales; conciencia que sólo podrá surgir, en cuanto conciencia verdadera, por su dominación efectiva. En El animal divino figura esta observación: «Descartes podría creer, encerrado en una estancia bien protegida y calentada con una buena estufa que permitía mantener viva su duda metódica, que el oso que viniera a amenazarle a través de las rejas de las ventanas fuese sólo una proyección antropomórfica suya; pero si, eliminando las rejas, viera al oso amenazándolo y rodeándolo, ¿cómo podría seguir viendo estas peligrosas maniobras de rodeo (la 'conducta de rodeo' es un criterio clásico de los etólogos para probar la inteligencia de los animales) como 'proyecciones mentales' suyas si quisiera conservar su vida y su metódica duda? Acorralado, lo más probable es que el mismo Descartes reaccionase de modo similar a como reacciona el cazador acorralado de la película El oso arrodillándose ante Youk, el oso tremendo, rogándole, pidiéndole perdón e incluso consiguiéndolo.» (págs. 409-410 de la segunda edición.)

La numinosidad no aparece en la perspectiva en la cual el zoólogo o el etólogo se sitúa, como Descartes ante la estufa, en tercera persona: como «dominador» de los animales, y desde luego protegido ante ellos. Aparece en el momento en que el etólogo se sitúa en primera persona ante el animal que tiene ahí delante («ahí fuera») aproximándose a él en posición sólo potencialmente dominante, y acaso en posición actualmente dominada. La conciencia dominadora de los hombres, adquirida precisamente en la lucha con los animales de la etapa primaria, será la que se desarrolla en la etapa secundaria (que coexiste con la conciencia de sumisión a los númenes imaginarios derivados de la metábasis por expansión), y subsistirá también en la etapa terciaria. En esta, sobre todo en el cristianismo, las personas suprahumanas podrán ya descender a los hombres para elevarlos a su rango mediante la unión hipostática. Y en una última fase, la propia Etología podrá interpretarse como resultado del proceso de metábasis por inversión, que facilita al hombre el verdadero control de los animales,

expresada en la posibilidad de percibirlos «en tercera persona». Sin embargo los animales mantendrán una dimensión «personal» que no se agota en las categorías etológicas de la tercera persona. Y el hecho de no quedar agotado el animal por las categorías etológicas explica la inclinación (errónea, a nuestro juicio) hacia la consideración de los animales como personas humanas (por ejemplo en la Declaración Universal de los Derechos de los Animales). (3) El debate en torno a la «encarnación» del Logos en el cuerpo viviente de un animal linneano 1. La cuestión es esta: supuesta la Idea de un eje angular, como «Idea lógica» obtenida en la construcción lógica del espacio antropológico mediante un cruce de dos dicotomías y la cancelación, como clase vacía, de una de las cuatro clases resultantes del cruce, ¿de dónde procede la numinosidad de algunas determinaciones contenidas en los animales asignados a ese eje? El gran interés que encierra este planteamiento reside en lo siguiente: la identificación de la numinosidad animal como contenido picnológico de un eje angular abstracto o «Logos» (por sí mismo no numinoso) es un proceso paralelo al que la Teología dogmática cristiana analizó como identificación (o «encarnación», mediante la unión hipostática) entre la naturaleza humana (animal, corpórea) del Hijo de María y el Logos divino (la Segunda Persona de la Santísima Trinidad), es decir, el dogma teológico del Verbo Encarnado. 2. La cuestión, así planteada, sigue girando en torno al dialelo antropológico, pero se mantiene antes en un plano gnoseológico que ontológico (a diferencia de la cuestión de la inversión antropológica, que se desenvuelve antes en el plano ontológico que en el plano gnoseológico). La cuestión (3) se suscita, en efecto, a partir de la «Idea lógica» (es decir, de una Idea construida lógicamente) del eje angular de un espacio antropológico, un eje que, por sí mismo –en cuanto línea a la que adscribir entidades personales no humanas– carece, en principio, de toda «coloración» numinosa o religiosa, pero que sin embargo adquiere esa coloración numinosa en el momento en el que incorporamos a él determinados animales considerados como entidades no humanas pero personiformes y numinosas. Así presentadas las cosas la pregunta es ineludible: el eje angular, en cuanto eje del espacio antropológico, considerado como imprescindible para una concepción materialista de la religión, ¿ha de tenerse como previamente dado a las «experiencias positivas» (concretas) con animales personiformes numinosos (hasta tal punto que estas especificaciones positivas sólo pudieran alcanzar un significado religioso más allá del que pudieran tener como simples vivencias emic, fenomenológicas o psicológicas, al ser insertadas en el «eje angular» del espacio antropológico, es decir, al ser contempladas a su luz) o bien ha de entenderse que el eje angular, en cuanto a su significación para la filosofía de la religión, precisamente se origina en esas experiencias positivas de la numinosidad animal? (Para conocer a los númenes –al «Dios real y verdadero», ¿debo comenzar por la Lógica de los preambula fidei, por el Dios de los filósofos, o bien tengo que reconocer que «sólo puedo conocer a Dios a través de Jesucristo»?). 3. Cabría decir que Alfonso Tresguerres (en cuanto supone, con El animal divino, que la religión comienza en la relación con los númenes animales) ha seguido una vía paralela a la «vía pascaliana», en la interpretación práctica de las relaciones del eje angular con la numinosidad: «El espacio antropológico no es tridimensional por sí mismo, sino que comienza a serlo al tiempo que el hombre comienza a ser un animal religioso» (El Catoblepas, nº 37:14) [supuesta la tesis de que la condición de animal religioso la adquiere el animal humano en su enfrentamiento con los númenes animales]. Ahora bien, esta interpretación de Tresguerres concuerda, desde luego, con la tesis de El animal divino cuando se considera desde la perspectiva ontológica del dialelo, es decir, desde la inversión teológica (que está presente en la segunda parte de El animal divino). Pero, ¿puede decirse lo mismo cuando se considera desde la perspectiva gnoseológica del dialelo

(presente sobre todo en la primera parte del libro), es decir, desde la perspectiva de la «encarnación» que estamos asumiendo ahora? Desde esta perspectiva gnoseológica, ¿no quedan favorecidas las interpretaciones no pascalianas, es decir, acaso la del deísmo de Voltaire o la de los preambula fidei de Santo Tomás? Dicho de otro modo: ¿hubiéramos podido llegar a la concepción de la numinosidad de ciertos animales linneanos si no hubiera sido porque previamente habíamos considerado (unos, al menos, como hipótesis; otros como creencias firmes) la realidad de entidades personales o personiformes no humanas, pero que tampoco eran animales linneanos, pero sí animales de los que venimos llamando no linneanos (tales como demonios, dioses epicúreos o arcángeles, incluso Personas divinas encarnadas)? Pues damos por supuesto que el Dios de las religiones monoteístas, el Dios de Aristóteles, no es un numen, no es una figura de la religión positiva, sino una construcción de la Teología natural. La filosofía de la religión, en cuanto filosofía en sentido estricto (un «género plotiniano» con especies muy diversas pero procedentes todas del mismo «tronco helénico») supone, en efecto, la cristalización de una actitud filosófica (en los presocráticos, y sobre todo en la Academia platónica) que comienza precisamente por la trituración del zoomorfismo de la religión demótica griega (los bueyes de Jenófanes) y del antropomorfismo (los dioses olímpicos, o los dioses de los etíopes, o de los tracios, también de Jenófanes) de las religiones secundarias. El animal divino sugiere ya la interpretación global de la asebeia o impiedad atribuida a los filósofos griegos no tanto, salvo excepciones, como si ella estuviese referida a la crítica a la religión terciaria, crítica en el sentido del ateísmo, sino como crítica a las religiones secundarias, a su zoomorfismo y a su antropomorfismo. Cabe concluir de aquí que la filosofía de la religión (por ejemplo, como doctrina de la «religión natural», desde Posidonio hasta Bodino, desde Voltaire hasta Rousseau o Kant) habría de desplegarse al margen de la consideración de los animales, es decir, de la esfera de las religiones primarias (despliegue reforzado por la consideración de los animales linneanos no humanos como irracionales y, en el límite, como autómatas). Esto no quiere decir que los viajeros, los cronistas de Indias (Fernández de Oviedo, Motolinia, &c.), los etnólogos, los antropólogos o los filólogos (Ferguson, Lubbock, Murray, Tarde, Wilamowitz, Reinach, &c.) no hubieran reparado en la «abundante fauna» presente en las religiones de los hombres primitivos o de los paganos; pero sí quiere decir que sus constataciones no constituían propiamente una filosofía materialista de la religión. Más bien, en algunos casos muy raros, una mera constatación científico positiva (etnográfica, filológica), o bien, en la mayoría de los casos, una constatación llevada a cabo desde una filosofía espiritualista de la religión, vinculada con la Teología de las religiones terciarias o con el deísmo (Motolinia constataba las figuras animales «espantables» de los indios, pero las interpretaba como efectos de una inspiración diabólica; la interpretación de la zoolatría como «superstición» propia de salvajes o de hombres primitivos que «todavía no han logrado elevarse a una idea de Dios más racional» es habitual entre los antropólogos o filólogos ilustrados, como Robertson Smith, Lubbock o Murray). Pero las distinciones entre filosofía materialista de la religión y filosofía espiritualista de la religión, vinculada con frecuencia a la ciencia positiva (etnológica o filológica) resultaban demasiado sutiles para las entendederas de tantos críticos que recibieron muy amablemente la publicación de El animal divino como una simple reexposición, en algunos casos como un plagio, de las antiguas teorías del zoolatrismo o del totemismo (a pesar de que la cuestión está ya planteada en el libro, pág. 182 y siguientes). La «coloración numinosa» del eje angular, considerada filosóficamente, habría comenzado a partir del «trato» con los númenes personales (démones, dioses olímpicos, dioses epicúreos, &c.), que eran sin duda animales, pero animales no linneanos, muchas veces inmortales. Fue cuando los etólogos comenzaron a describir la condición no sólo «inteligente», sino «raciomorfa», incluso racional, de muchos animales de nuestro presente y, por tanto, de su parentesco estructural (y no sólo un presente genético, con los ancestros dados in illo tempore que descubrió el darwinismo) con los hombres vivientes (en el presente o en el pretérito) cuando se hizo posible reaplicar, por parte de quien ya no «practicaba» las religiones primitivas, los contenidos numinosos conservados en los animales no linneanos (mitológicos) a los animales linneanos del Paleolítico: así es como apareció la filosofía materialista de la religión.

Pues si en efecto, y en el presente filosófico, la religión primaria había quedado abolida, ¿de qué lugar del eje angular o lógico podría tomarla la filosofía sino del lugar en el que se asentaban los númenes animales no linneanos? Desde este punto de vista habría que afirmar que si los animales linneanos del Paleolítico pueden ser vistos hoy como númenes es a partir de los animales no linneanos percibidos posteriormente y aún en el presente como numinosos. Lo que corrobora el reconocimiento de que el eje angular ha de estar dado previamente a lo que llamamos «proceso de su encarnación». Pero tampoco este reconocimiento (interpretado a la luz de la filosofía materialista) implica establecer una oposición irreversible a la «vía pascaliana» de la que acabamos de hablar. En efecto, el proceso de la encarnación sólo a medias (es decir, «empezando el Credo por Poncio Pilatos») podría entenderse como el proceso extrínseco reducible a mera proyección de los númenes secundarios (incorporados también a las religiones terciarias) a los animales linneanos del Paleolítico; puesto que si los númenes secundarios y terciarios se suponían a su vez derivados de los animales numinosos primarios, la «vía no pascaliana» de la encarnación podría comenzar a aparecer como un «segmento semicircular» de la vía pascaliana que avanzaba por el semicírculo de sentido opuesto. Todo lo cual equivale a decir que si no hubiera sido por las «experiencias de lo sagrado» recogidas por la filosofía en las religiones positivas secundarias y terciarias, no podríamos haber recuperado la numinosidad de los animales primarios (y por tanto, que sería absurdo tratar de imaginar su aparición construyendo un escenario en tercera persona en el que unos supuestos hombres primitivos se encuentran con unos animales puramente zoológicos o etológicos, en todo caso no numinosos). Porque una tal numinosidad, en la «época de la filosofía», solamente podría conservarse en las religiones positivas (secundarias y terciarias), por ejemplo, en la forma de animales divinos presentes aún en las religiones: Leviatán, el Becerro de oro, los Angeles alados, incluso los mismos númenes antropomorfos (para citar los más corrientes: Cibeles como «señora de los animales», Orfeo como «amansador de las fieras», Dios como Dragón que se le aparece a Lutero, Satán en la figura del macho cabrío). Y precisamente la presencia o supervivencia de los contenidos numinosos primarios en las religiones secundarias y terciarias, justificaría que un «ciudadano ilustrado» pudiera, sin embargo, reconocer la numinosidad de muchas ceremonias religiosas secundarias y terciarias, precisamente porque la «caída» de la religiosidad primaria no consistió tanto en una aniquilación cuanto en una transformación, a la manera (para seguir con el ejemplo anteriormente utilizado) como la «caída» de los dinosaurios no fue una aniquilación, cuanto, a la vez, una transformación en otros animales de presente, como palomas o urracas. Y si hoy podemos «ver y sentir» a los dinosaurios en la figura de una paloma o de una urraca que salta y emprende el vuelo, también podemos «ver y sentir» a los númenes paleolíticos linneanos en los animales no linneanos de las religiones positivas secundarias y terciarias del presente. Las religiones primarias se conservan en las secundarias y aún en las terciarias; pero no solamente en los «esqueletos de sus emblemas zoomórficos», sino en su «capacidad numinosa» que aún conservan esos esqueletos, una capacidad de aterrorizar a los hombres del temple de Gonzalo Fernández de Oviedo o de Fray Toribio de Benavente, Motolinia: «Tenían asimismo [los indios de la Nueva España] unas casas o templos del demonio, redondos, unos grandes y otros menores, según eran los pueblos, la boca, hecha como de infierno, y en ella pintada la boca de una temerosa sierpe [Quetzalcoatl] con terribles colmillos y dientes y en algunos de estos los colmillos eran de bulto, que verlo y entrar dentro ponía gran temor y grima; en especial, el infierno que estaba en México, que parecía trasladado del verdadero infierno.» (cita tomada de El animal divino,segunda edición, pág. 259.) Recíprocamente, será a través de estas «figuras espantables» de las religiones secundarias (pero que siguen actuando en las religiones terciarias positivas: desde el Becerro de Oro hasta los «seres extraños» de Ezequiel, denominación que el Apocalipsis sustituye –y me remito a la ponencia de José Luis Marín Moreno– por la de «seres animados» o animales) como podrá revivirse la percepción de los animales numinosos de las religiones primarias, pero no al revés («elevándose», a partir de las figuras animales del presente etológico, retrotraídas al Paleolítico inferior, a la numinosidad animal). Más aún: será gracias a las figuras espantables

secundarias o terciarias como podremos «perforar» la visión neutra, religiosamente hablando, de los animales, que nos ofrece la «Etología del presente en tercera persona»; es decir, podremos corroborar la tesis gnoseológica según la cual las ciencias positivas, y la Etología entre ellas, no «agotan su campo de investigación», puesto que el análisis de este campo han de llevarlo a efecto a través de los contextos determinantes que en el campo hayan podido ser establecidos. En modo alguno, la «ciencia etológica del presente» puede tomarse como criterio de la «realidad de los animales en sí mismos considerados». La ciencia etológica «no dice la última palabra» sobre la realidad de los animales, como tampoco la ciencia bioquímica («todo es Química») dice la última palabra sobre la realidad de los organismos vivientes. Según esto, la filosofía materialista de la religión, apoyándose en las religiones secundarias y terciarias, recorre una visión crítica de la propia ciencia teológica del presente, paralela a la crítica que tradicionalmente asumía la teología dogmática (apoyada en las religiones positivas) respecto de las ciencias positivas interferidas. Paralelismo que no expresa una identidad material de fondo, sino que sólo dice proporcionalidad (por tanto, que subraya las diferencias de las cosas que son, simpliciter diversae y solo secundum quid análogas): mientras que la teología dogmática ejercía su crítica a los saberes científicos interferidos ofreciendo «saberes positivos» que los desbordaban (por ejemplo, la Teología de la Transustanciación ofrecía el «saber positivo» de que en el pan y el vino consagrados –que la ciencia y las técnicas de panaderos o de vinateros reducían a términos ordinarios, «prosaicos»– está también presente, y con presencia real, el cuerpo de Cristo) la filosofía materialista de la religión ejerce su crítica a los saberes científicos y etológicos del presente, no precisamente ofreciendo «otros saberes positivos sobreañadidos», sino el «saber negativo» de que la «Etología del presente» no agota su campo y que, por tanto, los animales, además de ser contenidos del campo categorial etológico, son también contenidos de un mundo que desborda ese campo categorial, un mundo que a su vez es desbordado por la Materia ontológico general. (4) El debate en torno a la verdad de las religiones 1. El reconocimiento de la «verdad de la religión», como condición necesaria aunque no suficiente, de una filosofía de la religión (sobre todo, de una filosofía materialista que no quisiera recaer en la fisiología –Spurzheim, Mariano Cubí–, en la psicología –Janet, William James–, en la sociología –Durkheim, Marx, Godelier–) fue llevado a cabo en El animal divino utilizando (ejercitando, más que representando) una idea de verdad que pretendía ser muy clara, aunque sólo lo fuera en un sentido negativo; por lo que, al mismo tiempo, resultaba ser indistinta o confusa. En efecto: Ante todo, la verdad de la religión se entendió como un atributo de las religiones que debía satisfacer el requerimiento de diversidad (de no univocidad) debido para tener en cuenta la variedad misma de las religiones positivas y, en ocasiones, por no decir siempre, su incompatibilidad mutua. La verdad de unas religiones no tendría por qué tener el mismo sentido, al menos etic, en unas y en otras. La verdad (sobre todo cuando se pretendía predicada de las religiones de tipo primario, y también de las religiones secundarias y de las terciarias) había que sobreentenderla, desde luego, como una idea análoga y no unívoca («la verdad se dice de muchas maneras»). Y análoga de atribución, si se pretendía mantener la unidad interna, sinalógica, entre las diferentes etapas de la religión, si no se quería reducir al reconocimiento de un mero paralelismo o proporcionalidad entre los diferentes tipos de verdad. Esto llevaba a determinar, ante todo, en qué tipo, etapa o clase de religiones habría que poner el primer analogado de la verdad. Las filosofías espiritualistas de la religión se inclinaban a tomar, como primer analogado de las religiones, a algún modelo de religiones terciarias, considerando a las primarias y secundarias como religiones aún en evolución, erróneas o falsas: así Lubbock o Robertson Smith; y también Wilhelm Schmidt, defendiendo la verdad de las religiones primitivas en el supuesto de que ellas habrían ya desarrollado la misma Idea de Dios que Santo Tomás alcanzó mediante sus cinco vías; sólo que las religiones primitivas de Schmidt y su escuela no eran otra cosa sino construcciones etnológicas «con asterisco».

El animal divino se orientó, en el momento de determinar el lugar del «primer analogado» de la verdad religiosa, hacia las religiones primarias, hacia las religiones de los animales numinosos. La verdad de estas religiones primarias debería comunicarse, por atribución, a las religiones secundarias y terciarias, lo que implicaría modulaciones diversas de la propia idea de verdad. Hay que agradecer a David Alvargonzález el que haya movilizado diversos modelos de verdad que no habían sido aún delimitados en El animal divino pero sí publicados en el libro Televisión: apariencia y verdad, que apareció cuatro años después de la segunda edición de aquel; asimismo hay que agradecerle que «movilizase» una distinción que figuraba en La metafísica presocrática, la distinción entre perspectivas metalépticas y analépticas, advirtiendo las implicaciones que esta distinción encerraba en orden al análisis de la verdad de las religiones. 2. La verdad primer analogado que ofrece El animal divino tiene una claridad que es, como hemos dicho, propiamente negativa: los animales numinosos son verdaderos (reales) en el sentido principal de que ellos no son alucinaciones o ilusiones subjetivas. Pero la claridad negativa de este sentido de la verdad sigue siendo indeterminado. Por de pronto puede interpretarse como una verdad de carácter histórico, analéptico, como pudiera serlo la verdad de otras instituciones culturales, tales como la magia, «instituciones culturales que no podrían ser despachadas, sin más, como simples alucinaciones psicológicas o farmacológicas» (pág. 233 de las Actas). Es también una verdad emic, reconoce Alvargonzález: «los grupos humanos del Paleolítico saben que los animales reales no son alucinaciones y se representan algunos de ellos como númenes personales» (pág. 234), aunque añadiendo en un paréntesis el siguiente comentario: «que tienen capacidad verbal, que son portadores de valores morales y de rasgos de personalidad humanos, &c.». Comentario que, por lo demás, ya no tiene nada que ver con las tesis de El animal divino, que reconocía una conducta lingüística pero no verbal a los animales, a quienes tampoco atribuía valores morales (normativos), ni menos aún rasgos de personalidad antrópica: los rasgos personiformes que se atribuían a los animales implicaban la tesis previa de la posibilidad de personas anantrópicas. Además, El animal divino, como dijimos arriba, no solamente reconocía un sentido emic a la verdad primaria, sino un sentido etic. En efecto, además de esta modulación emic de la verdadera religión primaria requería la modulación etic que, en este caso, se ofrece como involucrada en la modulación emic en virtud de un peculiar argumento ontológico ya consabido; lo que ha sido visto con claridad por Joaquín Robles: «Lo que a mi me parece es que ni los númenes infinitos ni los númenes equívocos (teriántropos) existen, por lo que el argumento de Bueno es idéntico en los dos casos y sus consecuencias también: si no existe no puede ser numen. David dice todo lo contrario. Esto es clarísimo. Que el argumento esté pensado, en este contexto, para demostrar que la religión terciaria no es originaria ni verdadera no quiere decir que carezca de validez para aplicarse a la verdadera religión primaria originaria. Porque ambas cosas están conectadas: la falsedad de la idea de un dios terciario infinito no está demostrada aquí por Bueno mediante argumentaciones sobre las contradicciones internas de las partes formales de la Idea misma (perspectiva teológica) sino por relación a la necesidad de contar con un fulcro de verdad realmente existente y no imaginario (ni tampoco infinito) que permita hablar de verdadera religión (perspectiva de la antropología filosófica materialista).» (Robles, El Catoblepas, nº 41:13.)

Su interpretación lleva a Alvargonzález a afirmar, con indudable anacronismo, que «los númenes paleolíticos tienen componente ineludibles de falsa conciencia», es decir, componentes míticos, confusiones y oscuridades cuando se evalúan desde el presente (como si el presente del que se habla no fuese precisamente el «presente desde el cual reconstruimos el pretérito» y no el presente que nos pone ante animales desacralizados); afirmaciones ambiguas que en parte están reconocidas en El animal divino, pero no en su parte principal, a saber, la que tiene que ver con la negación de la verdad etic de los númenes reales o de las animales realmente numinosos. El reconocimiento de la verdad analéptica o de la verdad emic de la religión no es suficiente para mantener la estructura de una filosofía de la religión que no sea meramente psicológica, sociológica o histórico-analéptica. En efecto (y para referirme ante todo a la verdad histórico-analéptica), si la religión primaria tuviese sólo una verdad emic, las religiones secundarias sólo alcanzarían su verdad atributiva como negación de una supuesta falsa conciencia primaria, aunque a costa de introducir otros contenidos mitológicos de «falsa conciencia» (los númenes mitológicos secundarios); por lo que la verdad de las religiones terciarias habría que cifrarla a su vez en la negación de los númenes mitológicos secundarios. De este modo, la tarea de la filosofía materialista de la religión habría que ponerla en la misma tarea de demolición de los númenes

animales en general, en tanto que fueran entendidos como construcciones culturales prescindibles, y en modo alguno involucradas trascendentalmente con la historia del hombre. La filosofía materialista de la religión no sería otra cosa sino la misma declaración universal de ateísmo incualificado en sí mismo o, a lo sumo, cualificado extrínsecamente, según el tipo de númenes o de divinidades que estuviese dispuesta a negar. Un ateísmo que podría considerar como «cantidad despreciable», o como simple episodio ocurrido en las fases pretéritas de la evolución de la humanidad, a las instituciones religiosas, a la manera como podrían considerarse cantidades despreciables a los tatuajes o a las cerbatanas. Pero si cabe hablar de filosofía de la religión es porque su involucración con el despliegue del hombre en el universo, y en el mismo hombre del presente, tiene mucha mayor profundidad de la que corresponde a una simple «cantidad despreciable». Y esta profundidad sólo puede ser reconocida, en el materialismo, si se admite la realidad pretérita, pero también presente, de entidades personales o personiformes no humanas que pueden rodear a los hombres en el universo, ya sea en forma de animales linneanos reales, ya sea en la forma de animales no linneanos posibles. Sólo si se admite la realidad de entidades personales o personiformes que rodean al hombre y que impiden a este concluir (con los cartesianos radicales) que «el hombre está sólo en el Universo» (precisamente la situación que aterraba a Pascal: «me aterran los cielos despoblados por completo de espíritus») la religión deja de ser una cantidad despreciable y comienza a constituir una «dimensión trascendental» de la humanidad, materia de la reflexión filosófica, y no propiamente de la reflexión científica, psicológica, fisiológica o sociológica. No debe confundirse la posición del materialismo filosófico rechazando sin concesiones la posibilidad misma de un Dios monoteísta con la posición del materialismo filosófico admitiendo la posibilidad de entidades finitas personales no humanas. En esta confusión se movían continuamente las posiciones de Gonzalo Puente Ojea, cuando atribuía al materialismo filosófico la condición de una ontoteología. 3. La verdad de las religiones puede asumir, sin duda, diversas modulaciones, que no son necesariamente disyuntas o incompatibles entre sí. La verdad emic de los númenes animales no es incompatible con su verdad etic, ni ésta con su verdad histórico analéptica, ni ésta con su verdad pragmática, y ni siquiera con su verdad soteriológica (un animal numinoso pudo salvar realmente –no alucinatoriamente– a unos hombres del ataque de otros animales que ponían en peligro sus vidas). Pero acaso la modulación de la verdad más ajustada a las religiones primarias, en cuanto verdaderas en sentido de primer analogado, sea la de la verdad como identidad sintética (una identidad sintética entre la personalidad numinosa del animal y su naturaleza animal-etológica, paralela a la identidad sintética envuelta en la unión hipostática de la Persona divina de Cristo y su naturaleza humana; identidad que Nestorio impugnó en nombre de una doctrina de la composición de dos personas o naturalezas, la humana y la divina). Una identidad sintética no cerrada categorialmente (la filosofía de la religión no es una ciencia), pero sí capaz de desempeñar el papel de una verdad primer analogado de la verdad de los diversos tipos de religión. La identidad que pudiera establecerse, y reestablecerse una y otra vez, entre los animales linneanos del Paleolítico o del presente, y el predicado de su numinosidad, como predicado real. El fundamento de esta identidad real habrá que ponerlo en el hecho de que es el animal numinoso, como tal, aquello que existe –coexiste– enfrentado a los hombres (a los que «mide», acecha, estudia y reduce a la condición de objetivo fundamental de su conducta); a los hombres que los resisten y aprecian su numinosidad, no sólo a título de sentimiento o pasión subjetiva (producida por él en el ánimo de los hombres) sino a título de acción del propio animal real y de reacción sui generis (de humillación-enfrentamiento) de los hombres. Un animal que, en esa su coexistencia con unos hombres capaces de percibirlo como terrible, de adularlo humillándose ante él, ejercita su realidad de dominador; incluso de fascinador efectivo de unos hombres a los que él mismo puede reconocer, por vía de ejercicio, como «presas». De este modo éstos animales dejarán de ser «númenes ilusorios» ante los animales humanos. No serán animales percibidos en tercera persona (etológicamente) que reciben de los hombres predicados «personales» emanados de los propios hombres, y compuestos con los rasgos

animales percibidos en tercera persona, o proyectados sobre ellos. Serán los propios animales quienes proyectan sobre los hombres esos predicados característicos de una personalidad movida por fines que envuelve a los mismos hombres que tratan de resistirla «en primera persona». Es en esta relación real práctica en la que los animales pueden comenzar también a ser númenes reales. En esta situación los animales pueden desempeñar, efectivamente, el papel (sin necesidad de representárselo, basta con que lo ejerciten) de verdaderos Genios malignos (eventualmente de genios benéficos) ante los hombres que los perciben como tales y actúan en consecuencia. Desde este punto de vista el «horizonte numinoso» del hombre deja de ser un espejismo subjetivo emic (inmanente) para convertirse en un horizonte objetivo (trascendente). Un horizonte numinoso que aparece originariamente ante los hombres que viven y exploran bajo las cúpulas de las cavernas, pero también, posteriormente, ante los hombres que viven bajo la cúpula celeste y la exploran con sus radiotelescopios. Aquello que los hombres pueden captar en los animales que les aparecen extraños (exteriores a su «concavidad», con extrañeza fascinante o terrible que de ninguna manera podemos reducir a la condición de una impresión subjetiva emic), es precisamente su presencia alotética como «voluntad» envolvente. La voluntad de atraparles, de devorarles, como si fueran personas, pero enteramente distintas de ellos. Una voluntad necesariamente exterior, asignada a animal (Descartes, como hemos dicho, no podría reducir a la condición de un «contenido de su cogito» al oso real que se le hubiera aparecido en actitud amenazante): esa voluntad en pleno ejercicio es la fuente de su numinosidad. Que obviamente, aunque sólo pueda conformarse cuando es percibida desde una «concavidad» humana en proceso de cristalización en un eje circular, precisamente no pertenece a ese eje circular, sino al animal que se hace presente ante él. La numinosidad percibida en el animal implica esa concavidad del «nosotros». Pero no serán los «contenidos cóncavos personales» los que se proyectan o se componen con ciertos animales exteriores, sino que precisamente los contenidos no humanos personiformes percibidos, desde la semejanza genérica de fondo, situación que precisamente estaría representada en las figuras teriantrópicas. Un teriántropo no tiene por qué interpretarse como un hombre originario, percibido junto con la figura de un animal, porque también puede interpretarse como una figura animal percibida como participante ella misma de los rasgos personales comunes con los hombres. Serían entonces estas figuras teriantrópicas las que corroborarían –en lugar de dificultarla– la tesis de la verdad objetiva del núcleo angular (siempre dado en función del eje circular). Cuando la relación objetiva de dependencia o de dominio cese, la numinosidad se eclipsará o desaparecerá, como va desapareciendo el color rojo de una manzana a medida que se amortigua la luz que la ilumina; sin olvidar que la luz puede reaparecer. 4. No cabría hablar por tanto, desde la concepción materialista de las religiones primarias, de «contenidos de falsa conciencia», tal como se detallan en la tabla 3 (pág. 239 de las Actas). No sería falsa conciencia, por ejemplo, salvo petición de principio, «suponer en ciertos animales reales características de personalidad e inteligencia»: salvo que se niegue a priori que estos animales puedan tener tales caracteres de personalidad o de inteligencia (para hablar de ideas de personas anantrópicas y no sólo de ideas de personas antrópicas, según la terminología utilizada en El sentido de la vida, 1996, lectura tercera, pág. 150-151). Si partiéramos de que los tienen, o pueden tenerlos, la percepción de estos caracteres sería ya condición de conciencia verdadera y no falsa. La cláusula «capacidad de entender el lenguaje específicamente humano», no es necesaria; ni siquiera unos hombres entienden los lenguajes específicos humanos de otros hombres –los franceses no entienden el chino, ni los chinos entienden el francés– y tampoco cualquier persona tiene capacidad para entender a cualquier otra persona: los diablos no entienden los secreta cordis de los hombres. 5. La verdad de las religiones secundarias y terciarias ya no tendría que ajustarse a la modulación de la identidad sintética, pues las religiones de estos tipos recibirán la verdad por atribución o derivación de la verdad primaria, y esto de diversos modos:

La verdad de las religiones secundarias podría entenderse como una verdad aparente, pero con fundamento in re, como verdad «fundamental»: los númenes imaginarios de las religiones egipcias, chinas, aztecas, &c., no serían meras «creaciones mitopoiéticas» segregadas por la fantasía humana, o morfologías alucinatorias producidas por drogas; sino que estarán inspiradas en animales primarios reales, «experimentados» retrospectivamente por los «creyentes secundarios». La verdad de las religiones secundarias no habrá que cifrarla, según esto, en aquello que éstas «niegan» a las primarias (la realidad de los animales numinosos) sino en aquello que conservan de las primarias: las «figuras espantables» o «misteriosas» de ciertos animales. En cuanto a la verdad de las religiones terciarias puras (no ya la verdad de las religiones terciarias positivas, mezcla de terciarias y secundarias) puede cifrarse en la misma negatividad de los númenes imaginarios derivados de los «delirios secundarios». Pero la negación deísta o teísta (desde Aristóteles a Voltaire) de la superstición secundaria no es una negación incualificada; es una negación cualificada, y cualificada por los propios númenes imaginarios de las religiones secundarias que se niegan. Negación cualificada que no implica, por sí misma, ni la negación de las realidades de los númenes primarios linneanos, ni la negación de la posibilidad de existencia de númenes no linneanos. La contribución, en el Congreso de Murcia, de José Luis Marín Moreno, «Lectura materialista del libro de Ezequiel», avanzaba con paso firme en esta dirección. Por último, en cuanto «verdad» implícita en la verdad negativa de las religiones terciarias, cabría citar a la verdad de la propia Etología, en tanto ella, según hemos dicho, no agota su campo, y precisamente porque la perspectiva del etólogo se mantiene antes en tercera persona «especulativa» que en primera persona práctica. El etólogo, en cuanto tal, trabaja con animales enjaulados, o bien los observa «en el presente», desde su propia «jaula» (que le confiere la distancia y seguridad necesaria para poder experimentar las conductas de los animales en tercera persona, es decir, con posibilidad de segregar intencional y realmente del escenario a su propia subjetividad práctica operatoria). No se involucra prácticamente en un «juego» con ellos, juego en el que, con peligro de su vida y de su ciencia, podría volver a percibir en primera persona la numinosidad del animal que tiene enfrente. (5) El debate en torno a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado Como quiera que en el Congreso de Murcia no se trataron, salvo de pasada, las cuestiones que giran en torno a la koinonia de los númenes (dados en el eje angular) con contenidos de otros ejes del espacio antropológico (con los fetichesdel eje radial, y con los santos del eje angular), me limitaré aquí, a efectos sistemáticos, a dejar insinuada tan abundante tarea, indicando solo algunas de las líneas que desde esta perspectiva se dibujan. Ante todo, remitimos a la ponencia citada del congreso de León («Los valores de lo sagrado: númenes, fetiches y santos») para justificar la utilización del término «sagrado» con un alcance que desbordando los estrictos valores o contenidos religiosos centrados en torno a los númenes, se hace capaz de cubrir a los fetiches y a los santos. La koinonia entre estos valores de lo sagrado, como hemos dicho, tiene un momento analógico (de proporcionalidad) implícito en la oposición fundamental entre lo sagrado y lo profano. Pero lo profano no es solo «lo que no tiene que ver con el numen», sino también «lo que no tiene que ver con los fetiches o con los santos». Cuestión central es la de la independencia o correlatividad entre lo sagrado y lo profano. En cualquier caso es totalmente discutible la tesis de la prioridad de lo sagrado, como si lo profano fuese precisamente, según su etimología (pro-fanum), lo que no es sagrado; también podría verse a lo sagrado como aquello que no es profano, aquello que rompe o desborda el «entramado inmanente» cerrado o cuasicerrado del Mundo y de la vida ordinaria, tecnológica, científica o prosaica (sin perjuicio de las asombrosas expectativas que su propia inmanencia pueda suscitar). Pero la koinonia incluye también un momento de unidad sinalógica (armónica o polémica) ante los diferentes valores de lo sagrado. Es el momento de las «solidaridades» de los fetiches y de los santos frente a los númenes; o de las solidaridades de los númenes y los santos frente

a los fetiches, &c. Por supuesto, también las solidaridades de los valores de lo sagrado con los valores económicos (por ejemplo, la solidaridad de los fetiches artísticos –pinturas, sobre todo– con los fondos de inversión económica) o con los valores éticos, en el sentido de Kant (la santidad como forma de la ley moral). En la koinonia de los valores de lo sagrado reside la posibilidad de agrupar en una disciplina común (la que Ampère denominó «Sebasmatología») el análisis de los diversos valores de lo sagrado. Con respecto a semejante disciplina, la denominación «filosofía de la religión» podría considerarse como una sinécdoque. Pero el problema de fondo que suscita esta supuesta disciplina «sebasmatológica» –sin duda antropológica (en cuanto capítulo de la Antropología filosófica)– tiene que ver con el alcance trascendental que pueda atribuirse no ya solo a los númenes, sino también a los fetiches y a los santos. Cuestiones que a su vez están vinculadas con la teoría de los cuatro géneros de religación que ya ha sido citada anteriormente.

Final

Sobre el desbordamiento de la inmanencia del Espacio antropológico El debate sobre la verdad de las religiones suscitado por el Congreso de Murcia, sólo de pasada ha tocado otro género de cuestiones de la mayor importancia filosófica; cuestiones que tienen que ver, de algún modo, con las relaciones que los valores religiosos (y en general, los valores de lo sagrado) pueden mantener, no ya con otros contenidos del espacio antropológico, sino con «contenidos» que desbordan este espacio, y que en el materialismo filosófico se acogen, de algún modo, a las ideas simbolizadas por E (Ego trascendental) y por M (Materia ontológico general). La ponencia de Patricio Peñalver Gómez («Dialécticas nematológicas en torno al cuerpo de la religión»), sin duda podría considerarse orientada sutilmente a subrayar las limitaciones de la inmanencia del propio espacio antropológico como «envolvente» de númenes, fetiches o santos, así como las intervenciones de Pelayo Pérez a lo largo de los debates de El Catoblepas, rondan (explícitamente en el caso de Pelayo Pérez) estas cuestiones que, en este momento, sólo puedo mencionar, pero sin intención de entrar en ellas en absoluto. Baste citar este fragmento de Pelayo Pérez: «Es decir, se requiere no sólo el regressus a los términos de la relación que estamos analizando, sino aún más, exige su misma trituración, el regreso hasta Mi y su límite, M, para volver, para 'progresar' y 're-construir' la estructura misma de Mi, y por tanto los géneros de materialidad desde los que ese 'presente histórico actual' está precisamente actuando. Así pues, implica el paso al límite desde los tres ejes del espacio antropológico a los tres géneros de materialidad y el regressus a la materia general, pues es la Materia Trascendental la que nos podrá dar cuenta del 'proceso', de la producción implicada y, por tanto, de la 'metábasis' que es lo que estamos tratando de justificar» (Pelayo Pérez, El Catoblepas, nº 40:13.)

Tan solo me permitiría insistir en una idea que ya ha sido expuesta en las páginas anteriores (y que seguramente está obrando en la ponencia de Patricio Peñalver): que la consideración de lo sagrado, en general, y de lo numinoso, en especial, no parece excluir, desde una perspectiva materialista, su capacidad de desbordamiento de la inmanencia mundana del espacio antropológico y, en particular, de las ciencias etológicas o antropológicas. Por mi parte añadiendo siempre que este desbordamiento se interprete antes en la línea de la crítica materialista a las pretensiones de «inmanencia cerrada autoexplicativa» de las técnicas y las ciencias mundanas, que en la línea de las expectativas de revelaciones procedentes de «realidades trascendentes».

Comentarios a Gustavo Bueno sobre la verdad de las primeras religiones David Alvargonzález Sobre la verdad de las religiones 1. Introducción En primer lugar quisiera agradecer a Gustavo Bueno su participación en la polémica acerca de la verdad de las religiones primitivas con su reciente artículo «Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados» (El Catoblepas, 43:10). Los libros, los artículos y las conferencias de Gustavo Bueno son una referencia central y constante para todos los que compartimos los principios del «materialismo filosófico». Como sabemos, Gustavo Bueno ha escrito la mayor parte de las aportaciones originales hechas desde los presupuestos de esa doctrina y, por eso, es lógico que, en la polémica sobre la verdad de las primeras religiones, muchos tuviéramos una recta curiosidad por saber cuáles serían sus posiciones. Concretamente, por lo que a mi respecta, es importante que Gustavo Bueno en su escrito considere inequívocamente que mis comentarios a El animal divino están hechos desde dentro del materialismo, con pleno «conocimiento de causa», utilizando los propios instrumentos de este sistema, manteniéndose en sus propias coordenadas sin querer distanciarse de él, e intentando desplegar y desarrollar sus potencialidades. En este sentido, Gustavo Bueno valora el acierto de movilizar el «esquema de la esencia» utilizado en el análisis de la constitución de las sociedades políticas, considera también acertado el modo como utilizo las diferentes modulaciones de la idea de verdad por él expuestas (en Televisión: apariencia y verdad) para aplicarlas al estudio de la verdad de las religiones, y considera pertinente el uso que hago de la distinción entre las perspectivas metaléptica y analéptica aplicadas al análisis de las religiones de la Prehistoria. Y también es importante que, en el contexto de esta polémica (y no sólo «en general»), Gustavo Bueno diga explícitamente que el sistema del materialismo filosófico puede tener ciertas variaciones, o ciertas modulaciones (e incluso bifurcaciones) como las que, hace más de dos años, yo intenté proponer. Por eso, desde dentro de ese sistema que Gustavo Bueno construye y desarrolla, y que asumo como el más potente de los que conozco, mis comentarios a Gustavo Bueno no tenían como objetivo destruir el sistema sino desarrollarlo, hacerlo más fuerte, explorar sus potencialidades y diferenciar y caracterizar sus variaciones, sus modulaciones o sus bifurcaciones. Sin lugar a dudas, la filosofía angular acerca de la verdad de las primeras religiones, expuesta en El animal divino, es una de las alternativas más importantes y originales para el materialismo en filosofía de la religión. Ahora bien, como Gustavo Bueno reconoce, El animal divino tiene una serie de limitaciones «que derivan de la propia dialéctica objetiva que mantiene el proyecto con su primera ejecución» (EC, 43:10,I.B). Entre esas dificultades estaba la idea de verdad empleada al hablar de las religiones primarias, una idea clara pero a la vez «indistinta y confusa» (EC, 43:10, III,4,1). Por eso consideré en su momento importante precisar los sentidos de la idea de verdad en el contexto de la filosofía de la religión materialista, y por eso creo poder seguir defendiendo que la teoría que he llamado «beta operatoria» (a falta de otro nombre mejor) es compatible con el materialismo, y resuelve algunos inconvenientes de la teoría angular pura. También me parece muy significativo que Gustavo Bueno considere que estamos ante un debate verdaderamente filosófico, un debate sobre cuestiones centrales de filosofía de la religión ya que, con independencia de los desacuerdos que puedan producirse, siempre me pareció evidente que estamos haciendo «verdadera filosofía» (en este caso «verdadera filosofía de la religión»). En todo caso, estos comentarios que hago ahora al reciente texto de Gustavo Bueno tienen como finalidad principal deshacer algunos malentendidos que yo creo que se han ido

produciendo en el curso del debate. El resultado ha sido que se me asignan unas teorías y unas tesis que nunca he defendido. Supongo que esos malentendidos habrán sido causados, probablemente, por la brevedad de mi primer trabajo, por las limitaciones de mis exposiciones, y también por la dialéctica propia del curso de las discusiones. 2. Sobre la estructura del espacio antropológico 2.A Eje angular en sentido amplio y en sentido restringido En su respuesta sobre la verdad de las religiones Gustavo Bueno hace uso de la teoría del espacio antropológico y, en particular, de la idea de eje angular de dos modos diferentes que me parece necesario distinguir. La confusión de estos dos usos y su continua mezcla es una de las fuentes de esos malentendidos a los que acabo de hacer referencia. Esas dos formas de entender el eje angular y el concepto de lo numinoso son las siguientes: el eje angular (y la numinosidad) en sentido amplio y el eje angular (y la numinosidad) en sentido restringido, religioso. Las relaciones angulares y el concepto de numinosidad en un sentido amplio son las que mantienen los grupos humanos con otras voluntades e inteligencias no humanas (los númenes) en el contexto del espacio antropológico. Según esta acepción nuestras relaciones con ciertos animales linneanos del presente son angulares (sin necesidad de ser religiosas), por ejemplo, las relaciones con los animales de compañía (ejemplo que pone el propio Gustavo Bueno). También serían angulares, sin tener que ser necesariamente religiosas, las relaciones posibles con posibles inteligencias extraterrestres (por ejemplo, en el caso de que alcanzara el éxito el programa SETI). La caza culturalmente pautada que realizan los grupos humanos también sería angular en este sentido. La segunda acepción (eje angular y numinosidad en sentido restringido, religioso) supone que los númenes son siempre animales divinos (linneanos o no) y que el eje angular hace referencia exclusivamente a la institución antropológica de la religión. Esta es, si no entiendo mal, la posición de Alfonso Fernández Tresguerres (tal como la defiende en Los dioses olvidados, pp. 152-155, y en El Catoblepas, 37:14 y 39:10), y es también la acepción que el propio Gustavo Bueno utiliza en varias ocasiones en su contribución a esta polémica, especialmente cuando afirma que mi posición no admite la numinosidad de los animales y elimina el eje angular. Gustavo Bueno supone actuando en mí un recelo a admitir algún tipo de numinosidad en los animales. Pero yo no tengo ningún recelo a admitir esa numinosidad cuando ésta se entiende en el sentido ampliado. Cuando la numinosidad se entiende en el sentido restringido (numinosidad = religiosidad) entonces sí me opongo a que pueda decirse que los animales reales sean númenes reales en el presente, y elaboro una teoría para explicar que fueran considerados númenes en la Prehistoria. Si suponemos que la numinosidad hace referencia siempre a la religión (numinosidad en sentido restringido), entonces nuestra teoría afirmaría que un animal real puede llegar a ser un animal numinoso siempre que se le supongan unas características operatorias que etic no tiene (o no tiene en ese grado) y cuya fuente ponemos en los componentes que –desde el presente– consideramos circulares. Ahora bien, la idea de numen también puede entenderse en el sentido amplio: los númenes son, por definición, inteligencias y voluntades no humanas con las que los grupos humanos tienen trato. Entonces, sería numinoso todo lo que tiene que ver con ese trato siempre que esté elaborado a una escala específicamente antropológica. Según esto, la caza cooperativa de ciertos animales utilizando arcos, flechas y lanzas sería una actividad que implica el trato con los númenes y sería una institución cuyo núcleo es angular sin ser una institución religiosa. Nuevamente en este asunto reaparecen las dos posiciones acerca del eje angular que han quedado definidas en esta polémica. La interpretación restringida, defendida por Alfonso Fernández Tresguerres, supone que el eje angular sólo acoge las relaciones de los grupos humanos con númenes de significado religioso (númenes reales, animales divinos, en las religiones primarias, y númenes ficticios en las otras religiones), de modo que el resto de las relaciones con otros animales forma parte del eje radial. Gustavo Bueno critica esta interpretación de Alfonso Fernández Tresguerres admitiendo que, en ese supuesto, el eje

angular parece construido específicamente para contener exclusivamente el núcleo de la religión. Sin embargo, Gustavo Bueno, en otros lugares de su texto, hace uso de la interpretación restringida, por ejemplo, cuando considera que la teoría beta operatoria que propongo está dada en un espacio antropológico plano porque al negar la existencia de animales divinos (entendiendo «numinoso» en su acepción restringida: divino, religioso) estaría negando la existencia del eje angular (El Catoblepas, 43:10,III,1,3). Esta crítica sólo es posible si Gustavo Bueno supone que el eje angular es un eje exclusivamente religioso donde sólo tiene cabida una numinosidad que es entendida siempre como una forma de religión. En otros lugares, el propio Gustavo Bueno se desmarca de la interpretación restringida, al ilustrar el eje angular con animales linneanos (aunque no exclusivamente) y, de modo explícito, al decir que el eje angular no tiene por qué quedar saturado por entidades de significado religioso. Gustavo Bueno admite incluso que la existencia de algún demiurgo finito en el cosmos cuya influencia no alcance a los hombres (una situación que podría considerarse posible en el presente) implicaría situar a ese demiurgo en el eje angular, aunque careciera de significado religioso. Y también admite que la conducta «lingüística» no verbal del hombre con los animales (gruñidos, rugidos, mugidos, silbidos), siendo angular, puede no tener significado religioso. Cuando se leen los textos de Gustavo Bueno hay que estar continuamente calculando cuándo está utilizando la acepción amplia del eje angular (relaciones con inteligencias y voluntades no humanas) y cuándo la acepción restringida (relaciones con númenes sagrados). Por mi parte, como es bien sabido, la interpretación que vengo defendiendo supone la acepción ampliada del concepto de numen y del propio eje angular de modo que las relaciones de los grupos humanos con inteligencias y voluntades no humanas, siempre que estén dadas a escala antropológica, son angulares, y esas inteligencias y voluntades son númenes. En este supuesto, el eje angular implica relaciones con animales reales linneanos y también relaciones con animales «pintados» no linneanos (por ejemplo, teriomorfos fantásticos, démones, &c.) que también son inteligencias y voluntades no humanas, aunque no tengan correlato real. Quiero aclarar, además, que esta interpretación no supone afirmar que el eje angular tenga sólo contenidos emic (como Gustavo Bueno me critica), a menos que se vuelva nuevamente a la interpretación restringida de Alfonso Fernández Tresguerres (la correspondencia biunívoca angular = numinoso = religioso). La caza cooperativa de animales con arcos y flechas es un contenido angular eticsegún esta interpretación que propongo. Las relaciones angulares etic también se dan en el presente, por ejemplo, las relaciones de las personas actuales con los animales de compañía dotados de inteligencia y voluntad. Esta diferenciación entre un sentido amplio y un sentido restringido a la hora de entender lo numinoso y las relaciones angulares puede ponerse en correspondencia con la distinción que hace Gustavo Bueno entre los ejes en «perspectiva lógica» y los ejes desde la teoría del «numen encarnado». Gustavo Bueno reconoce explícitamente que en El animal divino no se tuvo en cuenta suficientemente el desajuste entre los animales numinosos y los no numinosos, entre el eje angular en su perspectiva lógica (que incluye a todos los animales con inteligencia y voluntad) y el eje angular restringido, con los «númenes encarnados», que parece ir referido a númenes sagrados. En cualquier caso quiero insistir en que, desde nuestras posiciones, las relaciones angulares existen tanto en la perspectiva etic como emic. Son las relaciones de los grupos humanos con otras inteligencias y voluntades no humanas. En el plano etic esas inteligencias y voluntades son los animales reales con los que esos grupos humanos tienen trato. El mecanismo de la catábasis que hemos propuesto para explicar el momento de la constitución de las primeras religiones no pone en peligro el eje angular ni lo considera superfluo sino que parte explícitamente de él pues la aparición de las primeras religiones no puede entenderse sin sus componentes angulares (tanto etic como emic). Solamente si pedimos el principio (el principio que supone que angular = numinoso = religioso) podría considerarse que estoy negando el eje angular. Pero lo que niego no es ese eje sino ese principio, un principio que pretendo remover partiendo del concepto de relaciones angulares definido en la teoría abstracta (sin «verbo encarnado») del espacio antropológico: «las relaciones angulares son las relaciones de grupos humanos con inteligencias y voluntades no humanas». Por tanto, creo poder afirmar que en ningún momento he negado la existencia de las relaciones angulares, ni en la Prehistoria ni en el presente, ni nunca he defendido un espacio antropológico plano (sólo circular y radial) ni creo haber manejado nunca los presupuestos (ontológicos y gnoseológicos)

del humanismo trascendental ni de la dicotomías Naturaleza/Cultura, Naturaleza/Hombre o Naturaleza/Espíritu. Gustavo Bueno, reexponiendo mis posiciones, dice: «Los contenidos de este eje circular [...] se compondrán por catástasis con los animales etológicos, y de esta composición resultarán los númenes animales y, con ellos, un eje angular («viciado», desde el principio, por una «falsa conciencia»)» (EC 43:10, III,2).

Pero aquí hay otro malentendido pues mi propuesta nunca ha sido esa: el eje angular en sentido amplio no necesita de contenidos circulares para constituirse. La caza con arcos y flechas es angular y no es una institución viciada en ningún sentido. El eje angular no comienza con los númenes divinos, sino que comienza cuando las relaciones de los grupos humanos con los animales se organizan a una escala específicamente antropológica gracias a la cultura objetiva humana. Por tanto, desde mi posición, puede haber relaciones angulares antes de la constitución de las primeras religiones, y las hay, desde luego, en el Paleolítico superior. Y, recíprocamente, el núcleo de las primeras religiones no es angular sino que para su análisis hay que tomar en consideración relaciones angulares y circulares. Por lo demás, quiero también aclarar que, cuando utilizo la distinción de K. Pike emic/etic, nunca entiendo la perspectiva emic como contenidos subjetivos individuales (dice Bueno «una impresión o sentimiento subjetivo-humano, incluso alucinatorio», EC, 43:10,III,2,4) sino como interno a una cultura dada y, por tanto, no sólo subjetivo sino también, y fundamentalmente, suprasubjetivo. 2.B Usos analéptico y metaléptico del espacio antropológico El espacio antropológico es una construcción hecha desde la filosofía materialista del presente, pero es una estructura que, sin embargo, suponemos actuando en la Prehistoria, aunque, por supuesto, aquellos protohombres no podían representársela. Desde el presente nosotros distinguimos, por ejemplo, la magia de las técnicas efectivas con criterios etic pertinentes y, sin embargo, en la magia de muchas sociedades tribales observamos cómo los aspectos técnicos y mágicos están compuestos, mezclados: el mago que cura una herida con una técnica médica efectiva (utilizando principios activos presentes en plantas), acompaña, en muchas ocasiones, su curación con fórmulas mágicas. No decimos, sin embargo, que ese nativo «proyecte» lo mágico sobre lo técnico, o viceversa. Cuando analizamos esta situación desde el punto de vista analéptico tratamos de aplicar las categorías del pasado a momentos ulteriores usando una metodología que es característica de la etnografía. Desde esa perspectiva analéptica, podemos decir que, en este caso, la magia y la técnica se dan sin solución de continuidad. Pero distinguirlas con criterios del presente no es anacronismo sino simple aplicación de la perspectiva metaléptica que trata de utilizar nuestras categorías para estudiar el pasado usando criterios etic pertinentes (y esta es la perspectiva de la Filosofía y de la Historia). Lo que resulta no ya anacrónico sino absurdo es preguntarse acerca de la razón de que la magia y la técnica se encuentren confundidas emic en muchas culturas tribales (pues la confusión es siempre la situación que hay que dar por supuesta y que es previa a la distinción y la disociación pertinentes). Adoptando una perspectiva metaléptica, desde el presente, los númenes de las primeras religiones tienen componentes angulares y circulares compuestos (de un modo emic confuso) y así lo vemos explícitamente en los teriántropos (si interpretamos los teriántropos como númenes). Del mismo modo, podemos decir que los hombres del Paleolítico superior no distinguían claramente las relaciones angulares de las circulares, no distinguían con claridad lo intraespecífico de lo interespecífico, como tampoco distinguían con claridad lo cogenérico del hombre con otras especies frente a los rasgos transgenéricos, específicamente humanos. Esta situación es frecuente entre nuestros contemporáneos primitivos, tanto en el sentido de no considerar hombres a los de otras tribus, como en el sentido de considerar hombres o parientes (hermanos, &c.) a los grandes simios. También es frecuente entre los contemporáneos primitivos aplicar rasgos específicamente humanos a animales no humanos

(por ejemplo, conducta verbal). Todas estas confusiones están dadas en la cultura extrasomática de las sociedades tribales y podemos suponer situaciones parecidas en las culturas humanas incipientes del Paleolítico superior. Nunca he supuesto que esas «confusiones» presentes en el Paleolítico superior fueran el resultado de partir de rasgos circulares y angulares exentos y separados en el inicio (por ejemplo en el Paleolítico medio) y de proyectar unos sobre otros. Los que consideran de este modo la cuestión (separación previa y luego proyección) son los que están haciendo una hipóstasis de los ejes al suponer su existencia separada al comienzo. Los rasgos angulares y circulares llegan «confundidos» (emic) al Paleolítico superior porque también estaban confundidos, e incluso aún más confundidos (emic), en el Paleolítico medio. Las primeras religiones surgen como instituciones culturales específicamente humanas en un momento en el que rasgos angulares (referidos a ciertos animales) y circulares se daban (emic) sin solución de continuidad. Por eso el núcleo de esas primeras religiones es, cuando se evalúa desde el presente (metalépticamente), plano. Esta confusión de rasgos angulares y circulares es posible –e incluso históricamente necesaria– por la proximidad que hay entre las inteligencias y voluntades humanas y las de ciertos animales, proximidad que mi teoría nunca ha negado sino que, al contrario, trata de destacar: precisamente porque hay esa proximidad es por lo que no resulta forzado suponer que en las culturas de los grupos humanos del Paleolítico superior los rasgos circulares y angulares aparecen confundidos y mezclados. Por todo esto, los comentarios que se han hecho a mi interpretación sobre una posible hipóstasis metafísica de los ejes no tienen ningún fundamento. Estoy completamente de acuerdo con Gustavo Bueno en que la diferenciación de las relaciones angulares respecto de las circulares, en la perspectiva emic, y analéptica, es un proceso muy largo. La constitución de los númenes primarios es un primer paso confuso en ese proceso de diferenciación: se establece una diferencia puesto que se distingue a esos númenes de los sujetos humanos, pero esa diferencia es confusa puesto que a esos númenes se les suponen rasgos y características que etic sabemos que no tienen. El siguiente gran paso es la domesticación y la dominación de los animales en el Neolítico, con la transformación de las religiones primarias. En ese momento, podemos sospechar que las relaciones con los animales reales dotados de inteligencia y voluntad (el eje angular en sentido amplio) ya se diferencian (emic) de las relaciones con individuos humanos. Gustavo Bueno dice que «la trascendentalidad de la religión se mantiene también en la época secundaria porque [...] los hombres comienzan a tomar conciencia de tales –de sus diferencias, de su «dignidad»– precisamente en tanto que dominadores de los animales, conciencia que sólo podrá surgir, en cuanto conciencia verdadera, por su dominación efectiva» (EC, 43:10, III,2,5). Suscribo íntegramente este texto. Pero entonces hay que sacar las debidas conclusiones, a saber: 1. que los componentes angulares y circulares se hallaban mezclados de un modo confuso en el periodo de las religiones primarias, y 2. que la situación propia de las religiones secundarias supone, en este punto, un cierto «avance» frente a la situación anterior. Por otra parte, nunca he supuesto que el eje circular estuviera dado con anterioridad al angular y se proyectara sobre un «eje angular emergente». Tampoco he supuesto nunca que los grupos humanos del Paleolítico atribuyeran (emic) a ciertos animales la condición de personas. Es Gustavo Bueno el que utiliza la expresión «numen personal» en el presente. Los hombres del Paleolítico estaban ante sujetos operatorios animales (humanos y no humanos), en una situación relativa beta operatoria y, a partir de esa situación beta operatoria confusa, se van dibujando confusamente los animales divinos: la fuente de donde se sacan las características de esos animales divinos y su punto de apoyo con la realidad, son los animales (humanos o no) realmente existentes que se tienen delante. Cuando se intenta rescatar el misterio y la religiosidad de ciertos animales en el presente se está utilizando una estrategia analéptica (propia del emicismo y de la nueva etnografía), una estrategia que trata de aplicar las categorías del pasado a la situación presente, una estrategia parecida a la de los antropólogos que interpretan la ciencia del presente como «la magia de las sociedades industrializadas» (las relaciones con ciertos animales en el presente como «la religión de las sociedades industrializadas»). 3. Sobre la teoría del «Verbo encarnado» Gustavo Bueno establece un paralelismo entre la cuestión de la Encarnación en la Teología dogmática católica, por un lado, y el paso del eje angular abstracto, lógico (nosotros

diríamos «en sentido amplio») al eje angular con los animales numinosos (el eje angular en sentido restringido,) por otro: «la identificación de la numinosidad animal como contenido picnológico de un eje angular abstracto o 'Logos' (por sí mismo no numinoso) es un proceso paralelo al que la Teología dogmática cristiana analizó como identificación (o 'encarnación', mediante la unión hipostática) entre la naturaleza humana (animal, corpórea) del Hijo de María y el Logos divino (la Segunda Persona de la Santísima Trinidad), es decir, el dogma teológico del Verbo Encarnado» (EC, 43:10, III, 3, 1)

y, en otro lugar: «¿Cómo se pasa de la Segunda Persona, del Logos, a la figura de Cristo?¿Cómo se pasa de la construcción lógica denominada «eje angular» a la figura de los animales linneanos y, más aun, a la de los animales numinosos?» (EC, 43:10,I,B,3 y II,3).

Gustavo Bueno admite explícitamente que éste sería otro de los desajustes que arrastraría El animal divino por la dialéctica de su propia construcción, el desajuste entre el eje angular definido en abstracto como un eje negativo («inteligencias y voluntades no humanas») y el eje angular con animales numinosos (diríamos, con el «Verbo encarnado»). Además, este proceso de «encarnación» tendría paralelos en los otros dos ejes del espacio antropológico, en las otras dos categorías de lo sagrado: en el terreno de los santos (circular) y en el de los fetiches (radial). Efectivamente, hay una diferencia muy importante entre el Dios de la Teología natural, un Dios metafísico como el Dios del teísmo y del deísmo, y el Dios del cristianismo, el Dios que se hace hombre en la persona histórica concreta de Jesús de Nazaret. El primero no deja de ser una construcción metafísica, abstracta, más o menos discutible. En la versión de Aristóteles es un Dios que no ha creado el mundo y que ni siquiera lo conoce porque esta absorto en sus propios pensamientos. En la versión cristiana, y luego deísta y teísta, ese Dios ha creado el mundo pero sigue siendo un Dios trascendente y abstracto, es el «Dios de los filósofos», un Dios al que, como advirtió Pascal, no se puede rezar. Ahora bien, Jesucristo fue un hombre de carne y hueso y es a la vez, la encarnación de la segunda persona, del Logos, es el «Verbo encarnado». Nadie duda de que lo característico del cristianismo se encuentra precisamente en la creencia en esa encarnación del verbo en la persona de Jesucristo, y esa encarnación concreta ya no queda demostrada filosóficamente sino que se admite como un acto de fe (de una fe específica que cree en la divinidad de Jesucristo y no en la de Mahoma). Como el mismo Gustavo Bueno admite, la religión positiva, la religión con revelación, el cristianismo con la Segunda Persona encarnada en el nazareno, es ya una cuestión de fe que quedaría relativamente al margen de la filosofía de la religión materialista. Al establecer un paralelismo entre esta situación y la que se da en el eje angular a propósito de los númenes animales, Gustavo Bueno, trata de explicar el paso desde la construcción lógica del eje angular abstracto (un eje en el que están las voluntades e inteligencias no humanas) al eje angular con los animales linneanos y, más aun, con los animales numinosos (suponiendo aquí la numinosidad en sentido restringido: «animales divinos»). El eje angular abstracto tiene que adquirir una coloración especial al incorporar a los númenes en sentido restringido. Si no entiendo mal, este paso se justificaría por la presencia constante de morfologías animales en los númenes de las religiones secundarias y terciarias, se justificaría por la presencia de los animales no linneanos de las religiones secundarias y terciarias que fueron percibidos, y aún hoy son percibidos, como númenes. Sin embargo, a mi juicio, esa presencia tan importante puede demostrar el surgimiento de la filosofía de la religión de Gustavo Bueno (el contexto de génesis que llevó a Gustavo Bueno desde las morfologías animales de las religiones históricas hasta los animales de la Prehistoria), pero no puede demostrar, de ningún modo, la existencia de una fase primaria angular pura puesto que en las fases secundaria y terciaria, e incluso en la propia fase primaria (como hemos ejemplificado abundantemente) las morfologías y rasgos animales aparecen compuestos con rasgos y morfologías humanos. Igualmente, esa presencia de morfologías y rasgos animales en las religiones secundarias y terciarias tampoco puede justificar que el núcleo de la religión primaria

sea enteramente verdadero en un sentido intemporal o absoluto porque, si en las religiones secundarias hay contenidos mitológicos, hay razones para suponer que también había contenidos mitológicos en el núcleo de las religiones primarias. Así pues, del mismo modo que el paso del Dios abstracto a la persona del «Verbo encarnado» en Jesucristo exige el milagro de la fe, así también el paso del eje angular abstracto (el sentido ampliado que nosotros defendemos) al eje angular con los númenes religiosos verdaderos encarnados (el sentido restringido) exige la voluntad de atribuir inmediatamente religiosidad a nuestro trato con ciertos animales, diríamos, exige la «fe religiosa en ciertos animales», la «epifanía religiosa de los animales». Gustavo Bueno pone precisamente el primer analogado de la verdad de las religiones en «la identidad que pudiera establecerse, y reestablecerse una y otra vez, entre los animales linneanos del Paleolítico o del presente, y el predicado de su numinosidad como predicado real» (EC, 43:10, III,4,3). Considero que, hasta el momento, no han sido expuestos los argumentos que permiten atribuir religiosidad de un modo inmediato a nuestro trato con animales en el presente. Sobre este asunto remitimos a nuestras discusiones con Íñigo Ongay acerca del «encuentro con el león» y el jaguarete de Iguazú, y recordamos que el propio Gustavo Bueno admite que la «comunicación no verbal» con los animales no tiene por qué tener significado religioso. Por eso, la filosofía de la religión que yo propongo no da este paso hacia el eje angular con el «numen encarnado» y se queda con el eje angular en su acepción abstracta, amplia. Eso no significa considerar a los animales como autómatas o considerar que los animales no «interpreten» las conductas humanas: los consejos para salir airoso del encuentro con el jaguarete muestran que sí se tienen en cuenta los «cálculos» que pueda realizar el animal. Sin embargo, la situación de dominación o dependencia, por sí sola, o el hecho de que la propia subjetividad práctica operatoria esté comprometida en estas «epifanías» con fieras, no conducen a la revelación religiosa en el presente. Según Gustavo Bueno, la numinosidad animal aparece cuando los animales «comienzan a poder 'aterrorizarme' de un modo especial, cercano al 'misterio', cuando se les percibe, desde su semejanza genérica, como desemejantes, pero amenazantes y dominantes» (EC, 43:10, III,2,3) y, más adelante, añade: «Cuando la relación objetiva de dependencia o de dominio cese, la numinosidad se eclipsará o desaparecerá, como va desapareciendo el color rojo de una manzana a medida que se amortigua la luz que la ilumina, sin olvidar que la luz puede reaparecer» (EC, 43:10, III,3).

En mi interpretación, sin embargo, el encuentro con el león o el jaguarete en el presente puede conducir a la muerte de la persona pero no conduce a la religión, sino a la etología, como ya argumenté en otro lugar. La respuesta subjetiva psicológica de terror, y la situación relativa de dependencia o dominio son componentes cogenéricos y subgenéricos (psicológicos y etológicos) que están presentes en las primeras religiones pero, por sí solos, no dan lugar a la institución cultural de las religiones primarias ni permiten hablar de religión primaria verdadera en el presente. Por eso, a mi juicio, las posiciones de Gustavo Bueno tienen más riesgo de caer en el psicologismo y en el etologismo que las mías propias (y por eso habla de «terror», «amenaza», «dominio»). Y es, precisamente, la teoría angular pura la que tiene más riesgos de caer en la hipóstasis del eje angular puesto que pone el núcleo de la religión en una sola de las dimensiones del espacio antropológico. Pero ¿qué decir cuando esta misma cuestión se suscita a propósito de los posibles encuentros con posibles inteligencias extraterrestres? Concedamos la existencia de esos númenes finitos extraterrestres, y concedamos nuestro contacto con ellos (y que conste que esto ya es mucho conceder pues supone ponerse en una filosofía que no es la del presente). Estaríamos, desde luego, ante un caso de relaciones angulares (en sentido amplio) y de númenes (en sentido amplio: «inteligencias y voluntades no humanas»). El propio Gustavo Bueno admite en su texto que esas relaciones no tienen por qué tener ningún significado religioso. ¿Por qué el trato con esas inteligencias y voluntades no humanas tendría que dar lugar a una institución cultural como la religión? Tampoco aquí creo que haya ninguna necesidad de dar el paso desde las relaciones angulares en sentido amplio a las relaciones angulares con el «verbo encarnado», con la piedad religiosa hacia los extraterrestres. Nuevamente la impiedad es condición indispensable de una filosofía materialista, y no ya por

ser «materialista» sino por ser «verdadera filosofía» (sobre el asunto extraterrestre diremos algo más en el apartado dedicado al «quiliasmo extraterrestre»). Quisiera terminar este apartado diciendo dos palabras sobre la cuestión disputada acerca de si los númenes están «ahí fuera» o no lo están. Nos estamos ahora refiriendo a los númenes en sentido restringido, religioso, a los animales en cuanto que animales divinos. En su momento Gustavo Bueno argumentó que los númenes no estaban «ahí fuera» sin más y puso como ejemplo el de la percepción del color rojo. En el texto de ahora, Gustavo Bueno utiliza el mismo ejemplo para adjudicarme una posición mediatista y criticarla. Desde luego, en el ejemplo tal como lo analizaba Bueno en su respuesta a Gonzalo Puente Ojea, Gustavo Bueno concluía que el color rojo no estaba sin más «ahí fuera» y así se lo recordé a Íñigo Ongay en una de mis cartas. Por supuesto, nadie dijo que el color rojo estuviera dentro del cerebro o en la retina ocular ni nadie pensó que, desde la teoría de los tres géneros de materialidad, se pudieran mantener posiciones mediatistas. Pero desde la teoría de los tres géneros tampoco se puede decir que el color rojo esté «ahí fuera» sin más (pues tiene ineludiblemente componentes segundogenéricos). Gustavo Bueno dice ahora que «el ejemplo iba destinado a sugerir la posibilidad de la percepción de una numinosidad objetiva, aun en el supuesto de que «en sí mismos» los animales no fuesen númenes» (EC, 43:10,III,1). Y, en este contexto, es Gustavo Bueno quien discute si los animales son númenes «en sí» o «en mí». Yo nunca he dicho que el color rojo fuera «una secreción reactiva del alma o del cerebro», nunca he defendido el mediatismo, y nunca he utilizado esta terminología (numen «en sí» y «en mí», «cosas rojas en sí mismas», &c.) que consideraría, en principio, metafísica (la lectura de la carta 4, El Catoblepas, 37:1 no deja lugar a dudas sobre este asunto). Este es otro de los malentendidos que quisiera aclarar. Los grupos humanos del Paleolítico tenían una concepción acerca de ciertos animales, a los que consideraban animales divinos, y nosotros tenemos una concepción diferente de esos mismos animales en el presente pues para nosotros no son animales sagrados. Pero para establecer una diferencia entre esas dos concepciones no hace falta hablar de númenes «en sí» o «en mí» ni cosas parecidas que se me atribuyen. 4. Sobre la verdad de las religiones La filosofía de la religión expuesta en El animal divino trataba de «subrayar la realidad o verdad extramental de los númenes animales, a fin de excluir las concepciones psicologistas o idealistas de la religión, como pudiera serlo la doctrina del animismo, en cuanto doctrina antropológica» (EC, 43:10,I,B,4). La teoría beta operatoria que propongo asume enteramente estas críticas al psicologismo y al animismo: los númenes primarios tienen un punto de apoyo en animales reales (sean, etic, animales humanos o no humanos). Ahora bien, afirmar que los númenes no son «contenidos mentales o proyecciones de una conciencia interior» no significa automáticamente afirmar la verdad íntegra e intemporal del núcleo de las religiones primarias, ni significa afirmar que nuestras relaciones con ciertos animales sean inmediatamente religiosas. Gustavo Bueno admite que la tarea de la filosofía de la religión podría hacerse consistir «en la demostración de la falsedad de todas las religiones, pero siempre que a las religiones se les concediese un significado no meramente episódico o contingente, sino un significado vinculado a la misma estructura de la historia del hombre», y añade: «no es fácil concebir a la religión con algún significado «trascendental» para el hombre si ella no tuviese algún fundamento de verdad, aunque la verdad no afectase íntegramente a todas las partes de la religión». Por mi parte, como es sabido, no he afirmado en ningún momento que la relación de los hombres con los númenes fuera meramente episódica y soy plenamente consciente de que el planteamiento de una filosofía de la religión es a la vez ontológico y gnoseológico. La teoría beta operatoria no niega el carácter trascendental de las religiones en la constitución del hombre y del espacio antropológico. La verdad de las primeras religiones en un sentido trascendental está explícitamente contemplada en mi teoría. Siempre he supuesto que las primeras religiones tenían un punto de apoyo en la realidad, un «fundamento de verdad»: ese punto de apoyo son los contextos beta operatorios realmente existentes con entes «personiformes» reales (humanos y animales, en la perspectiva etic). Lo que sí afirmo es que esas primeras religiones no son verdaderas en un sentido «intemporal», «absoluto». Son verdaderas en sentido emic, en sentido trascendental histórico y en sentido histórico interno, tal como ha quedado explicado en mi primer artículo (EC, 37:12). Gustavo Bueno admite que ese

fundamento de verdad podría no afectar a todas las partes de la religión. Yo precisaría aún más: ese fundamento de verdad no puede afectar intemporalmente a la integridad del núcleo de la religión primaria porque, si le afectara íntegramente, las religiones primitivas tendrían que ser religiones verdaderas hoy, y Gustavo Bueno acepta explícitamente que aquéllas religiones no pueden constituirse como religiones verdaderas en el presente. Por lo demás, estoy dispuesto a admitir, con Gustavo Bueno, que «la religión, en la historia del hombre, tiene una importancia muy superior a la que puedan tener otras instituciones culturales». Nunca he afirmado que los númenes sagrados fueran construcciones culturales prescindibles o «cantidades despreciables» (como las cerbatanas o los tatuajes). Pero ¿por qué el reconocimiento de la importancia de la religión (que no niego) habría de exigir para las primeras religiones un núcleo unidimensional verdadero en un sentido intemporal y absoluto? 5. Sobre los númenes personales Mis comentarios acerca de la fórmula «numen personal», utilizada por Gustavo Bueno en El animal divino, no tenían por objeto escandalizarse de que se considerara personas (o «personiformes», en la versión que aparece en El mito de la felicidad, p.45) a ciertos animales no humanos, sino que tenía por finalidad destacar que esa denominación («numen personal») coincidía plenamente con mi interpretación beta operatoria acerca del origen de las primeras religiones. Efectivamente, si se define la persona como «sujeto operatorio dotado de vis cognoscitiva y de vis apetitiva» entonces muchos animales podrán ser considerados como personas. O dicho de otro modo, estaremos hablando de personas cuando nos refiramos a situaciones beta operatorias entre unos sujetos humanos y ciertos animales. Por otra parte, yo conozco bien el origen histórico de la idea de persona a partir de usos que se refieren a personas no humanas (divinas, demoníacas) pues Gustavo Bueno explicaba estas cuestiones pormenorizadamente en sus clases cuando yo era un alumno suyo. Pero mis comentarios acerca de la fórmula «numen personal» tienen que ver con la estructura de la idea de persona más que con su génesis. Creo poder defender que se puede distinguir un sentido estricto o restringido de la idea de persona, que haría referencia exclusivamente a personas humanas, y un sentido ampliado en donde estarían esos animales dotados de inteligencia y voluntad y, desde luego, los númenes ficticios (por ejemplo, secundarios o terciarios). Cuando, desde el propio materialismo, se critican las pretensiones del Proyecto Gran Simio al considerar personas a los chimpancés o a los gorilas es porque se está utilizando esa idea de persona en sentido estricto. Ese sentido estricto es el que aparece como núcleo central de la idea de persona cuando se adopta la perspectiva estructural, tal como Gustavo Bueno argumenta en El sentido de la vida (Lectura tercera, IV-VI) En cualquier caso, si tomamos como referencia el sentido ampliado de la idea de persona, reivindicado por Gustavo Bueno en este texto de ahora, vuelven a aparecer argumentos a favor de la filosofía de la religión beta operatoria. Efectivamente, según esa acepción ampliada, las personas son etic tanto animales humanos como animales no humanos dotados de inteligencia y voluntad, las personas son todos aquellos sujetos con los que los grupos humanos están en una situación que podríamos llamar beta operatoria. Y, por tanto, si los númenes son númenes personales, esas características personales pueden tener su fuente tanto en las relaciones angulares como en las circulares. Mi propuesta inicial de diferenciar los «ejes beta operatorios» (angular y circular) del «eje alfa operatorio» (radial) queda ratificada con las recientes reexposiciones que hace Gustavo Bueno de la teoría de los ejes del espacio antropológico en las que distingue el componente personiforme de los ejes angular y circular frente al eje radial, impersonal (me refiero a las reexposiciones que aparecen en El mito de la felicidad, p.45 y en el artículo de Gustavo Bueno que ahora comentamos E.C.,43:10) Ahora bien, sin perjuicio de la legitimidad de este uso de la idea de persona en sentido ampliado, no creo que haya que renunciar a la acepción estricta. Utilizando una argumentación del propio Gustavo Bueno, podríamos esperar que la diferencia entre personas humanas y personiformes no humanos pueda ser considerada como la plataforma desde la que hablamos en el presente. Gustavo Bueno dice en su texto:

«Tanto la piedra que voltea cuesta abajo, como el buitre que se lanza en picado a cazar un conejo, pueden ser vistos emic como animales; pero etic la diferencia es objetiva y hemos de esperar que su significado diferencial aparezca, al menos, decantado a largo plazo» (EC, 43:10,1,B,1).

Parafraseando este texto podríamos decir: Tanto el sujeto humano del presente como el animal pueden ser vistos como personas pero la diferencia es objetiva y hemos de esperar que a largo plazo se vaya decantando esa diferencia (la diferencia entre personas en sentido estricto y en sentido ampliado). El interés por marcar esa diferencia no es ajeno al materialismo pues está presente en toda la discusión acerca de la demarcación entre etología y antropología, y en toda la crítica a las pretensiones de la Sociobiología como proyecto científico. Las acusaciones de «personalismo humanista», «mecanicismo» y «cartesianismo», la acusación de estar utilizando el dualismo Hombre/naturaleza, y otras acusaciones parecidas, no pueden ocultar la realidad de que, desde el materialismo filosófico del presente, nosotros tenemos mecanismos para distinguir las personas humanas de las personas (o personiformes) animales. Por lo demás yo nunca he mantenido la tesis de que la condición de persona humana suponga la «abolición del eje angular» ya que, como ha quedado argumentado más arriba, yo siempre he partido de la existencia de relaciones angulares (etic y emic) en el Paleolítico, a lo largo de toda la historia, y en el presente (siempre que esas relaciones angulares se entiendan en el sentido amplio distinguido con anterioridad). 6. Sobre la Etología como ciencia del presente Gustavo Bueno afirma que, desde la Etología, mis posiciones muestran un recelo a reconocer, en el presente, algo divino, misterioso, o enigmático en los animales realmente existentes. Pero esto tampoco es exactamente así. Para ser más preciso, estaría dispuesto a afirmar que los animales reales presentan aspectos misteriosos y enigmáticos, sin duda, pero tan misteriosos y enigmáticos como puedan presentar el cielo estrellado con sus cuasares y agujeros negros, los campos de la Física con sus inconmensurabilidades, muchas de las estructuras biológicas, o las conjeturas matemáticas. Y, si hiciéramos caso a Sófocles en el coro de Antígona, lo más misterioso (portentoso, sobrecogedor) sería el hombre mismo. Efectivamente, podríamos decir que el límite crítico de la materia ontológico general (M) reaparece en muchos contextos diferentes, y hay muchos aspectos de la realidad que son, sin duda, enigmáticos, pero no más en el campo de la Etología que en el de la Física, en el de la Biología o en el de las Matemáticas y, desde luego, en el terreno de las relaciones entre unos campos y otros. La propuesta de Gustavo Bueno de interpretar lo sagrado como «aquello que rompe o desborda el «entramado inmanente» cerrado o cuasicerrado del Mundo y de la vida ordinaria, tecnológica, científica o prosaica [...]» (EC,43:10,III,4,4) puede admitirse como criterio para estudiar y analizar lo sagrado en la Prehistoria y en la Historia pero ese criterio no puede ser invocado para reivindicar la existencia de lo sagrado en el presente. La filosofía del presente es impía y trata de desenmascarar los santos, los dioses y los fetiches del presente. Por lo demás, esa definición choca con la siguiente dificultad: en la estética materialista, las obras de arte se alejan de la prosa de la vida ordinaria y tampoco pueden ser reducidas todas y en su totalidad a la condición de fetiches. Nunca he pretendido que la Etología pueda tener una «inmanencia cerrada autoexplicativa» y siempre me ha parecido necesaria la crítica filosófica del estatuto gnoseológico de las ciencias y, en particular, de las ciencias humanas. Tampoco niego que los animales sean contenidos de un mundo que desborda el campo categorial etológico (precisamente la teoría beta operatoria que propongo es una teoría filosófica, no científico categorial, sobre ciertos animales). Sin embargo, no entiendo por qué esa crítica a la Etología como ciencia debe conducir al reconocimiento de algo divino en los animales reales del presente. Negar ese reconocimiento no implica tener una visión mecanicista de la Etología pues en ningún momento se niega que la Etología sea una ciencia con doble plano operatorio (alfa y beta), una ciencia que pertenece, por tanto, al grupo de las llamadas «ciencias humanas», y nunca he propuesto que la Etología deba reducirse por vía mecanicista a contenidos alfa operatorios. Los etogramas, por ejemplo, son contenidos de la ciencia etológica que pueden considerarse «estructuras fenoménicas» y que exigen el plano beta operatorio. Además, cuando la alternativa a ese «mecanicismo etológico» que se me imputa es la «etología» del Proyecto Gran Simio (en la línea de borrar las diferencias entre el eje angular y el circular, y entre el espacio etológico y el antropológico), entonces prefiero quedarme con esa «etología en tercera persona». De cualquier modo, como he reiterado ya varias veces, nunca

he dejado de reconocer inteligencia y voluntad a ciertos animales, pero para valorar los límites de esa inteligencia y de esa voluntad, para cada especie y en cada caso, no podemos dar la espalda a la Etología y a la Psicología animal comparada. Mis comentarios a Íñigo Ongay («El león de Íñigo Ongay y el jaguarete de Iguazú» en E.C., 40:11) pueden servir para aclarar el modo como yo creo que deben entenderse las relaciones con los animales del presente, especialmente las situaciones en las que los hombres se dirigen a ciertos animales utilizando conducta verbal. Por lo que se refiere al aforismo de Thomas Szasz que Gustavo Bueno ha sacado a colación («si alguien dice que habla con Dios, está rezando; si alguien dice que Dios habla con él, está esquizofrénico»), quisiera comentar lo siguiente. Si nos referimos al presente, el filósofo materialista que habla a un animal real sabe perfectamente lo que está haciendo y debe conocer los límites de lo que el animal puede entender en cada caso. Si el filósofo materialista cree que el animal habla con él, entonces, efectivamente, esa creencia puede ser compatible con una esquizofrenia (dejando ahora al margen el caso de los monos a los que se enseña un lenguaje rudimentario). Por lo demás, yo nunca utilizaría la frase de Szasz para aplicarla a la Prehistoria y concluir que los hombres del Paleolítico eran enfermos mentales pues es bien claro que, en el contexto de la interpretación histórica y antropológica la sentencia de Szasz conduciría a una teoría psicologista de la religión. La etología como ciencia con doble plano operatorio es una disciplina que toma a los animales «en tercera persona». No puede ser de otro modo: los animales no humanos no pueden ser estudiados en primera persona pues no hay una psicología animal comparada introspectiva, ni una etología introspectiva. Ni siquiera, de acuerdo con los principios del materialismo gnoseológico, puede hablarse de una psicología humana introspectiva que pueda considerarse, en algún sentido, científica. Queda entonces la cuestión de discutir qué se quiere decir cuando se propone tratar a los animales en «segunda persona» y este asunto nos lleva a tratar el problema de la comunicación entre animales y humanos. En El animal divino se decía lo siguiente: El numen es un «centro de voluntad y de inteligencia» capaz de mantener unas relaciones con los hombres de índole que podríamos llamar «lingüística» (en sus revelaciones o manifestaciones) del mismo modo que el hombre puede mantenerlas con él (por ejemplo en la oración)» (Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 153.)

Aunque la palabra «lingüística» aparece entre comillas, la referencia a la oración como uno de los componentes de la relación angular con el animal numinoso es explícita. La oración está dada en un lenguaje de los que consideramos específico del hombre y, si va dirigida a la segunda persona que es el «tú-animal-real», entonces implica que el hombre piadoso que reza supone que el animal numinoso entiende el contenido de lo que se le dice (el contenido de la petición que se le hace, del favor que se le pide, o del contrato que se le propone). Por lo demás, la palabra «lingüística» en español, cuando es utilizada como adjetivo (en sintagmas como «signo lingüístico», «parentesco lingüístico», «geografía lingüística», «tipología lingüística», &c.) se refiere siempre a lenguajes específicamente humanos. En el texto de Gustavo Bueno que ahora comentamos (El Catoblepas, 43:10) estas relaciones lingüísticas de los hombres con los animales y viceversa se caracterizan, sin embargo, como «comunicación no verbal» (conductas de acecho, de amenaza, &c.) y «comunicación fonética articulatoria y auditiva (gruñidos, rugidos, mugidos, silbidos)», y se añade: «Advertimos, en todo caso, que esta capacidad de comunicación «lingüística» no verbal (gestual, expresiva, apelativa) atribuida a los animales no humanos, no tiene en sí misma significado numinoso, sino etológico general. Y, en el caso del hombre –es decir, cuando consideramos a los grupos humanos ya constituidos– significando relaciones angulares establecidas entre los hombres y animales no humanos (pero no necesariamente religiosas)».

Como vemos, en este texto, Gustavo Bueno vuelve a admitir la existencia de relaciones angulares no necesariamente religiosas, en la línea de la interpretación amplia del eje angular que vengo defendiendo. En cualquier caso, si esa comunicación «lingüística» no verbal sólo

tiene, en principio, significado etológico, ¿qué es lo que hace que esas relaciones etológicas (y otras que se podrían añadir) se conviertan en una institución cultural específicamente humana como es la religión? La teoría angular pura sigue sin darnos una respuesta clara. A propósito de este párrafo de Gustavo Bueno que acabo de citar, quisiera comentar una vez más lo siguiente. Siempre he admitido la voluntad y la inteligencia de los animales no humanos con los límites que conocemos en la actualidad (entre ellos la falta de validez ecológica de los lenguajes enseñados a los simios en los laboratorios). Nunca he pretendido, como se me atribuye, que los animales paleolíticos fuesen organismos movidos exclusivamente por automatismos reflejos o que no fuesen capaces de responder, según su etograma, frente a la conducta de los hombres. Tampoco tengo inconveniente en reconocer personalidad individual a ciertos animales en los términos en los que lo hacen algunos etólogos (aunque sea crítico con otros, como con las apreciaciones de Lorentz sobre su cuervo Roa, invocadas por Pedro Insua contra mí en uno de los foros de Nódulo), y no tengo nada que ver con el humanismo personalista, ni con el personalismo humanista, ni con el mecanicismo cartesiano. Tampoco he afirmado nunca que el eje angular sea un eje presente sólo en la Prehistoria, sino que siempre he supuesto que continúa actuando en la actualidad pues en el presente sigue habiendo relaciones entre grupos humanos y animales no humanos (mis discusiones con Alfonso Fernández Tresguerres sobre los mataderos y la caza certifican claramente que he defendido esa posición). Por tanto, supongo que todos esos comentarios críticos no van dirigidos hacia mí. Me parece, sin embargo, más problemático, adjudicar a los animales caracteres morales o éticos y, sin embargo, no es del todo gratuito suponer, a la vista de nuestros contemporáneos primitivos, que los grupos de hombres del Paleolítico superior consideraran que ciertos animales numinosos vivían inmersos en el mundo de las normas propias de sus grupos (sin solución de continuidad) y establecieran contratos con ellos. Efectivamente, como el propio Gustavo Bueno reconoce, los animales están sujetos a pautas de conducta rituales, no ceremoniales, «que funcionan como criterios distintivos y permiten predecir su comportamiento». Pues bien, si los grupos humanos del Paleolítico interpretaban esas pautas de los animales (cogenéricas y subgenéricas) como ceremonias y normas (en sentido estricto) que estaban en continuidad con las suyas propias, entonces ya estamos ante la situación a la que se refiere la teoría beta operatoria sobre el origen de las primeras religiones. En esa teoría, lo beta operatorio, sea conducta del hombre, sea conducta humana o sea conducta de animales no humanos, aparece dado, en la perspectiva emic de la cultura del nativo, sin solución de continuidad, aunque nosotros, hoy, desde el presente, podamos disociar una cosas de otras. Parece obligado suponer que aquellos protohombres del Paleolítico no distinguieran pautas y ritos de normas y ceremonias, y por eso la teoría beta operatoria que defiendo no es meramente especulativa. 7. Sobre el uso de la expresión «falsa conciencia» En mi conferencia en el Congreso de Murcia («Filosofía y cuerpo. Debates en torno a la filosofía de Gustavo Bueno») yo utilicé la idea de «falsa conciencia» para referirme al momento de la constitución de las religiones del Paleolítico superior, pues los rasgos que hoy consideraríamos angulares y circulares llegaron mezclados a la época en que cristalizaron las primeras religiones. La base para utilizar la fórmula «falsa conciencia» la tomé de un texto de Gustavo Bueno en el que, al tratar de dar una definición esencial de la institución cultural de la magia, la caracterizaba como una forma de «falsa conciencia», una falsa conciencia que se redime con sus aciertos. (G. Bueno, «Medicina, magia y milagro (conceptos y estructuras mentales)» El Basilisco, 14:3-38, 1993). El rasgo definitorio de la falsa conciencia, tal como queda redefinido este término en la filosofía de Gustavo Bueno, es la incapacidad de un determinado ortograma o conjunto de ortogramaspara rectificarse de acuerdo con sus errores. Gustavo Bueno propone la siguiente definición: «En una primera aproximación, el criterio que puede ofrecernos una distinción entre falsa conciencia y conciencia sin más, lo tomaremos precisamente de una diferencia operatoria de comportamiento ante el error (una vez que éste lo hemos considerado como habitual): mientras que la conciencia verdadera, o conciencia sana, la pondremos en correspondencia con sistemas de ortogramas tales que puedan considerarse dotados de capacidad para corregir, en el proceso de su ejecución, los errores inducidos en su mismo desarrollo, dejando de lado los materiales segregados por su ley de construcción, la falsa conciencia la definiremos como el atributo de

cualquier sistema de ortogramas en ejercicio tal que pueda decirse de él que ha perdido la capacidad «correctora» de sus errores, puesto que cualquier material resultará asimilable al sistema. Según nuestras premisas, esta atrofia de la capacidad «autocorrectora» sólo podrá consistir en el embotamiento para percibir los mismos conflictos, limitaciones o contradicciones determinados por los ortogramas en ejercicio, eventualmente en la capacidad para envolverlos o encapsularlos en su curso global. Es obvio que los mecanismos efectivos que llevan a este embotamiento (al menos cuando se trata de las grandes formaciones ideológicas), no son tanto psicológicos o individuales (derivados de patológicas desviaciones de la personalidad) cuanto sociales y políticos» (Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, pág. 394.)

Pues bien, ateniéndome a esta definición, y al uso que Gustavo Bueno hacía de ella a propósito de la magia, sostuve en mi conferencia que las primeras religiones también podían considerarse, desde el presente, una forma de falsa conciencia pues, efectivamente, habían permanecido estables durante milenios sin rectificar sus confusiones originales (suponiendo, con Bueno, que el error es lo habitual). En el primer borrador que elaboré del texto de mi conferencia utilicé la expresión «falsa conciencia» para referirme a las primeras religiones. Gustavo Bueno leyó ese primer borrador y, en una reunión que tuvimos en la Fundación que lleva su nombre (el 10 de Noviembre de 2003), criticó el uso que yo hacía de la expresión «falsa conciencia» remitiéndose no ya a la redefinición que él mismo había hecho sino al significado que esa expresión tenía en Marx. Efectivamente, la mayor parte de los lectores, al encontrarse con la expresión «falsa conciencia» en mi texto, entenderían esa expresión en el sentido de Marx y no en el sentido de Gustavo Bueno, que probablemente desconocerían. De ser así, podría haber más de un malentendido. Por esta razón yo decidí aceptar la sugerencia que Gustavo Bueno me hacía y suprimir esa expresión que, efectivamente, no aparece (referida a las primeras religiones) en el texto publicado de las Actas. Desde luego, esa expresión no aparece (como «cita» Gustavo Bueno, EC, 43:10,III,4,3) en la tabla 3 de la página 239 de las Actas, y en esa tabla tampoco se niega que ciertos animales puedan tener personalidad o inteligencia sino que se dice textualmente que se puede considerar un contenido falso de las religiones primarias cuando esos grupos humanos del Paleolítico suponen «en ciertos animales características de personalidad e inteligencia que no tienen (por ejemplo: capacidad de entender el lenguaje específicamente humano)». Deshacer estos pequeños malentendidos es muy importante para que no se confunda mi posición con la del cartesianismo. En su contribución a la polémica sobre la verdad de la religión que ahora comentamos, Gustavo Bueno cita aquel primer borrador mío de uso privado y toma de él el siguiente texto: «Especialmente, Bueno no tendría en cuenta que los númenes paleolíticos tienen componentes ineludibles de falsa conciencia (componentes míticos, confusiones y oscuridades, cuando se evalúan desde el presente)». Yo no conservo aquel primer borrador porque lo sobreescribí al corregirlo en mi ordenador. La decisión de eliminar la expresión «falsa conciencia» en el texto final me sigue pareciendo acertada par evitar malentendidos innecesarios. No obstante, si la expresión «falsa conciencia» se entiende en este texto mío en el sentido específico que le da Gustavo Bueno en la definición que acabo de reproducir (una definición que se aleja de todo psicologismo y de todo mentalismo), creo que se puede seguir manteniendo que los númenes de las primeras religiones tienen componentes falsos y confusos (cuando se evalúan desde el presente), también se puede seguir manteniendo que esos «errores» no son debidos a patologías psicológicas, y también se puede seguir manteniendo que esos componentes permanecieron durante milenios sin corrección hasta el advenimiento de las religiones secundarias (en donde esos componentes sufrieron una importante transformación). Por lo demás, el propio Gustavo Bueno admite que la existencia de esas construcciones mitológicas falsas se constata en las religiones del Paleolítico (EC, 43:10, III,1,3) y se ampliaría aún más en las religiones secundarias, y también es él quien dice que es el error lo que hay considerar habitual, y la rectificación progresiva de los errores lo que define la conciencia como «verdadera conciencia». 8. El «quiliasmo extraterrestre» En el texto de Gustavo Bueno que estamos comentando (EC, 43:10,III,4,3) se establece una analogía entre el horizonte numinoso que aparece bajo las cúpulas de las cavernas de los hombres paleolíticos y el horizonte también numinoso que aparecería bajo la cúpula celeste que es escrutada por nuestros radiotelescopios en la actualidad. Una vez dominados los

animales y una vez concluida la exploración geográfica de nuestro planeta Tierra, la filosofía de la religión angular pura dirige sus ojos al cielo estrellado esperando la «segunda venida» de los númenes primarios que serán las inteligencias y voluntades no humanas extraterrestres. Cuando ese contacto tenga lugar, volverán a aparecer las religiones primarias como religiones verdaderas, una vez que, en el presente, ya no podemos ser hombres piadosos de las religiones de la Prehistoria. La confirmación de la verdad de las religiones prístinas parece quedar conectada argumentativamente con la «epifanía» de ciertas inteligencias y voluntades finitas más poderosas que las humanas, con la existencia de un numen o unos númenes finitos poderosísimos cuya venida se supone próxima, en una especie de «quiliasmo extraterrestre». Nosotros sabemos que las primeras religiones tienen componentes falsos y confusos, cuando las evaluamos desde el presente, porque con «ciencia de visión» (con nuestra Historia y nuestra Prehistoria) sabemos que los grupos humanos organizados en las culturas del Paleolítico Superior terminaron dominando a los animales, cazándolos y encerrándolos en jaulas. Los dioses animales fueron vencidos y se pudo comprobar hasta dónde llegaba la inteligencia y el poder de esos animales reales que dejaron para siempre de ser númenes sagrados. No es posible demostrar que las inteligencias extraterrestres sean imposibles. Tampoco es posible demostrar que, de existir, algunas de esas inteligencias no fueran a tener una inteligencia superior a la de los humanos (si medimos la inteligencia en términos de desarrollo tecnológico). Como esas inteligencias parece que tendrían que estar en otros sistemas solares e incluso en otras galaxias, es más difícil imaginar que pudieran establecer algún tipo de relaciones con nosotros, más allá de un contacto a través de ondas electromagnéticas. No hace falta ponerse en el supuesto de que el hombre esté solo en el universo. Si existieran inteligencias extraterrestres, si tuvieran una inteligencia superior a la humana, y si se pusieran en contacto con nosotros y nos dominaran con sus operaciones, estaríamos en una situación en la que podría aparecer una nueva religión basada en relaciones angulares nuevas. En mi interpretación sólo cabe mantenerse expectante, con cierto escepticismo ante la magnitud de las distancias cósmicas. Si aconteciese esa «epifanía», quedaría probada, de una vez por todas, la interpretación angular pura con el «verbo encarnado». Por eso, en este punto, la filosofía del núcleo exclusivamente angular corre el riesgo de caer en un quiliasmo en torno a los «encuentros en la tercera fase». Por mi parte, si todo esto ocurriera, no haría falta cambiar nada en mi interpretación acerca de la verdad de las primeras religiones, pues todo lo dicho acerca de las religiones del Paleolítico superior seguiría siendo válido. Y ¿cómo valorar esas relaciones angulares con númenes finitos corpóreos extraterrestres? En principio, esas relaciones angulares no tendrían por qué dar lugar necesariamente a una religión. Podrían ser relaciones más cercanas a las relaciones de tipo político (en la medida en que esos extraterrestres estén también organizados en sociedades políticas o formas análogas). Si efectivamente existieran númenes finitos corpóreos que nos aventajasen en inteligencia, voluntad y poder, quizás tendríamos que reconocer que los dioses finitos corpóreos efectivamente existen. Pero eso implicaría cambios importantísimos en nuestro sistema filosófico, en nuestra antropología y, probablemente, en nuestra ontología y en nuestra gnoseología. Si esos encuentros se produjeran ahora, nuestros descendientes del siglo XXV o del siglo XXX podrían hacer una filosofía de la religión que incluya esas religiones con extraterrestres del siglo XXI. «La lechuza de Minerva sólo levanta el vuelo al anochecer» y esos filósofos materialistas del siglo XXX con su «ciencia de visión», con su Historia, conociendo el curso de los acontecimientos y sus resultados, podrán valorar si los númenes extraterrestres del siglo XXI eran o no númenes verdaderos, como nosotros valoramos, desde el presente, los componentes falsos y confusos de los númenes de la Prehistoria. En cualquier caso, la filosofía materialista es una filosofía implantada en el presente y todas estas consideraciones no dejan de ser especulaciones sobre cosas posibles, algo que tiene un estatuto gnoseológico parecido a la teoría de los mundos posibles de H. Everett. 9. Algunas ventajas de la filosofía de la religión «beta operatoria»

El núcleo de la institución de las primeras religiones está, según Gustavo Bueno, en las relaciones angulares. En mi interpretación, en el momento de constitución de las primeras religiones como instituciones culturales humanas hay una situación de confusión (emic) de componentes angulares y circulares, confusión que nosotros somos capaces de disociar desde la etología y la filosofía materialista del presente (desde la teoría tridimensional del espacio antropológico que tomamos como referencia). La teoría del núcleo de Gustavo Bueno es unidimensional y la mía es plana (angular y circular, es decir, beta operatoria). Una teoría bidimensional tiene la ventaja (de carácter lógico) de ser más compositiva y más modulante que una teoría de tipo unidimensional: por ejemplo, mi teoría es capaz de precisar cuándo un animal real se convierte en un animal divino y cuándo no. Esta ventaja general de carácter lógico puede apreciarse en varios contextos: A. Ventajas referentes a la filosofía de la religión en su parte ontológica: A.1. La teoría que propongo permite precisar, utilizando la idea de «inversión antropológica», en qué consiste el proceso de constitución de la «religión primaria» y distinguirlo del periodo protorreligioso, de la fase llamada de «religión natural». Desde las coordenadas de El animal divino y teniendo también en cuenta el posterior estudio de Alfonso Fernández Tresguerres («El concepto de «religión natural». Deísmo y filosofía materialista de la religión», El Basilisco, nº 18: 3-12) resulta más difícil establecer las diferencias entre el estadio protorreligioso y el núcleo de la «religión primaria». Esta dificultad ha quedado también patente en mi discusión con Íñigo Ongay a propósito del «encuentro con el león» y del jaguarete de Iguazú. A mi juicio, la posición de Íñigo Ongay, en su intento de poner el núcleo de las religiones primarias exclusivamente en las relaciones angulares, termina siendo incapaz de distinguir las relaciones etológicas, cogenéricas, entre hombres y animales con las relaciones específicamente antropológicas, angulares y, del mismo modo, termina sin poder distinguir el estadio protorreligioso del estadio de la religión primaria. A.2. La teoría beta operatoria permite entender mejor el tránsito de las religiones primarias a las secundarias. Desde la perspectiva de El animal divino,podría pensarse que la extinción o dominación de la megafauna del Pleistoceno, la desaparición o dominación de los númenes reales, debería conducir, sencillamente, a la desaparición de la religión. ¿Por qué sustituir algo verdadero en sentido absoluto (la religión primaria) por algo radicalmente falso, delirante (la religión secundaria)? Desde nuestra perspectiva, sin embargo, el tránsito a la religión secundaria no supone la aparición repentina de los componentes mitológicos en las religiones porque estos componentes mitológicos ya estarían presentes en el núcleo de las religiones primarias. En la fase secundaria cambian los referentes de esas creencias mitológicas que pasan de los animales reales y los teriántropos al cielo estrellado o a otros númenes teriántropos ocultos. Se podría decir que ni la religión primaria era tan verdadera como Gustavo Bueno propone ni la religión secundaria tan falsa, y por eso se entiende mejor la transformación de aquélla en ésta. La transformación también se entiende mejor cuando suponemos que los componentes falsos y confusos ya estaban en el núcleo de las primeras religiones pues es el desenvolvimiento de ese núcleo (según la teoría de la esencia procesual) el que internamente conduce a los contenidos y morfologías secundarias (y luego terciarias). A.3. Mi interpretación es coherente con la tesis de que la crítica a los mitos tiene lugar con la aparición de la filosofía en sentido estricto. Las mitologías (con su uso de las relaciones de parentesco como forma de organizar el mundo entorno) no son propias solamente del Neolítico o de la Edad de los metales sino también del Paleolítico superior y no hay ningún argumento para pensar que no afecten también al núcleo de las religiones. ¿Por qué los mitos afectan al núcleo de la magia o de otros valores de lo sagrado y no habrían de afectar al núcleo de las religiones cuando los mitos son el tipo de racionalidad con el que se organizan las instituciones culturales de las sociedades preestatales? Numerosos datos etnográficos parecen confirmar abundantemente la hipótesis que proponemos de la existencia de componentes mitológicos en el núcleo de las religiones primitivas. Pero el argumento más importante no es empírico sino de orden lógico: en el núcleo de esas religiones primitivas tiene que haber componentes falsos porque de otro modo esas religiones serían verdaderas hoy desde la perspectiva del materialismo del presente.

A.4. La interpretación propuesta permite incorporar un conjunto de materiales de las investigaciones prehistóricas que de otro modo quedarían explicados de un modo insuficiente: nos referimos a los teriántropos que aparecen en las cuevas desde los primeros momentos del Paleolítico superior. Estos teriántropos serían númenes desde la perspectiva del espacio antropológico (son seres no humanos a los que se les supone inteligencia y voluntad) y, sin embargo, parece claro que no son númenes reales. De este modo, desde el materialismo, podemos presentar alternativas más potentes a algunas interpretaciones recientes sobre el significado de las pinturas parietales, como, por ejemplo, la hipótesis del chamanismo de Jean Clottes y David Lewis-Williams (en su libro de 2001, Los chamanes de la prehistoria). B. Ventajas referentes a la filosofía de la religión en su parte gnoseológica: B.1. La interpretación propuesta exige revisar la teoría de teorías filosóficas sobre la religión que Gustavo Bueno expuso en El animal divino. Ésta incluía las filosofías «radiales», «circulares» y «angulares», que tendremos ahora que completar con las filosofías de la religión que podríamos llamar «planas» o «bidimensionales». Éstas son las teorías que componen el eje circular con el radial, las que componen el eje circular con el angular (que nosotros llamamos «beta operatorias») y las que componen el eje radial con el angular. Además, habría que añadir la posibilidad de una teoría que ponga el núcleo de las religiones primarias en algún material antropológico que exija considerar simultáneamente la composición de los tres ejes. Desde la teoría «beta operatoria» que nosotros defendemos, las teorías unidimensionales conducen a posiciones reduccionistas. Las teorías circulares pueden ir asociadas a un reduccionismo psicológico (por ejemplo, el animismo de Tylor) o sociológico (por ejemplo, Durkheim), las teorías angulares puras corren el riesgo de caer en un reduccionismo etológico (parecido al que ocurre cuando la institución cultural y política de la guerra se reduce a una forma más de agresión, en la línea de la moderna Sociobiología), y las teorías radiales llevan a un reduccionismo cosmista o «naturalista» (por ejemplo, en el pambabilonismo de Dupuis, 1795, De l'origine de tous les cultes). Rechazamos las teorías planas que componen el eje radial con los ejes circular o angular (por ejemplo, la teoría del «falismo» de Dulaure, 1805, Des divinités generatrices, que compone la presencia del toro y el macho cabrío con el culto a los astros) porque mezclan indistintamente componentes operatorios («circulares» o «angulares») y no operatorios («radiales»). Si el núcleo de la religión lo ponemos en las relaciones de grupos humanos con otras inteligencias y voluntades no humanas, con otras personas no humanas (con componentes reales y mitológicos), entonces parece lógico pensar que esos númenes personales estén construidos a partir de los animales operatorios realmente existentes (humanos y no humanos) y, por tanto, los componentes radiales no estarían en el «núcleo» de la religión sino en el «cuerpo». Esta misma consideración es la que nos hace descartar las teorías tridimensionales. En el texto de El Catoblepas (43:10) que ahora comentamos Gustavo Bueno afirma que su teoría zoológica sólo podía ser defendida como una teoría que «había de ser presentada apagógicamente, después de haber descartado otras alternativas». En El animal divino, Gustavo Bueno descarta las alternativas unidimensionales radial y circular y no dice nada de las posibilidades bidimensionales o de la opción tridimensional. También en esto me parece que mi propuesta ofrece la ventaja de pedir inmediatamente una reconstrucción más amplia y potente de la teoría de teorías. B.2. Mi interpretación permite construir una crítica más sólida a las filosofías de la religión circulares. Desde la filosofía angular pura de El animal divino, las teorías circulares son descartadas porque se supone que las relaciones entre sujetos humanos son relaciones de igualdad. Sin embargo, si el hombre sólo se constituye como hombre cuando construye las relaciones de igualdad intraespecífica propias de la ética, entonces no podríamos hablar de hombre hasta la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de la Revolución francesa. Como suele ser habitual (incluso entre los materialistas) hablar de hombre antes de ese punto, tenemos que admitir que es frecuente que unos grupos humanos vean a otros como si no formaran parte de su especie (no hombres, bestias, esclavos, ganado parlante, &c.) y que no podemos poner el argumento de la igualdad como argumento para distinguir a los humanos de los que no lo son. Si los hombres que ven a otros hombres como dioses no merecen ser llamados hombres (como Gustavo Bueno decía en El animal divino, p.213), tampoco merecerían ser llamados hombres aquellos que consideran dioses a los animales. Y si esto

fuera así, la tesis según la cual los hombres del Paleolítico no serían todavía hombres en sentido estricto sería una tesis general que se deriva del problema del dialelo antropológico y no sería una tesis que pudiera ser esgrimida para criticar las teorías circularistas de la religión específicamente, poniendo a salvo las teorías angulares puras. Por nuestra parte, el mayor argumento en contra de las filosofías de la religión circulares puras es que son teorías unidimensionales y no tienen en cuenta que los rasgos operatorios están tanto en los animales humanos como en los no humanos (distinguiendo estos dos grupos con criterios etic) y que la fuente de la numinosidad tiene que estar en esos rasgos operatorios indistintamente. Como ya comenté en otra ocasión (EC, 39:21), es precisamente la teoría beta operatoria la que sostiene que «el hombre hizo a los dioses a imagen y semejanza de los animales (humanos y no humanos)». 10. Final Al final de mi conferencia en el congreso de Murcia, me atreví a proponer cuatro conclusiones provisionales que formulé del siguiente modo: «1. En el núcleo de las religiones «primarias» encontramos componentes míticos que coinciden con rasgos de naturaleza humana atribuidos a ciertos animales reales: capacidad de entender el lenguaje específicamente humano, caracteres de personalidad, caracteres morales (virtudes y vicios), conducta moral, &c. 2.- En el arte mueble y parietal del Paleolítico superior, desde sus inicios, encontramos abundantes muestras de númenes sin correlato real: númenes teriomorfos fantásticos y númenes teriántropos. 3.- Podemos considerar la verdad de una religión desde el punto de vista emic. También podemos considerar la religión «primaria» como verdadera cuando definimos esa verdad en un sentido comparativo con respecto a las religiones «secundarias» y «terciarias» («verdad en sentido interno a la historia de las religiones»). 4.- Desde el presente (definido por las ciencias y por la filosofía materialista) en los númenes de las religiones «primarias» encontramos contenidos que podemos considerar falsos.»

Dos años después me parece que esas conclusiones provisionales siguen resistiendo el escrutinio público. Todos los materialistas reconocen que las religiones del Paleolítico ya no son posibles como religiones verdaderas hoy, y eso es una manera implícita de reconocer que algo falso había en su núcleo cuando lo consideramos desde el presente (tesis cuarta). El propio Gustavo Bueno admite que la teoría de la verdad utilizada en El animal divino estaba pensada exclusivamente de un modo crítico para hacer frente al psicologismo y al idealismo, y que las distinciones que hice en mi trabajo (verdad en sentido emic,verdad en sentido trascendental, verdad en sentido «histórico interno» y verdad «desde el presente») son pertinentes (tesis tercera). Algunos han propuesto que los teriántropos serían hechiceros u hombres disfrazados de animales pero la interpretación de los teriántropos como númenes está ya en El animal divino y es más coherente con la filosofía de la religión del materialismo (tesis segunda). Y, en cuanto a mi primera conclusión, ya sabía entonces y sé ahora que se trata tan sólo de una propuesta, y como una propuesta continúa así formulada. El problema de la verdad de las primeras religiones puede ser formulado de un modo sencillo sin recurrir a demasiados tecnicismos. La filosofía materialista del presente supone el ateismo y la impiedad. Supone, por tanto, la impiedad primaria y supone, también, que las religiones primarias no existen como religiones verdaderas en el presente. Las religiones primarias, sin embargo, fueron, no sólo posibles, sino trascendentalmente necesarias, y verdaderas (emic), en el Paleolítico superior. Hay, por tanto, algo en esas primeras religiones que afecta a su núcleo, a la posibilidad misma de su constitución, y que, desde el presente, es evaluado (anacrónicamente, si se quiere) como falso. Desde la interpretación del espacio antropológico que defiendo, ni siquiera los «encuentros en la tercera fase» hacen reaparecer las religiones primarias (y, desde luego, no hacen que sean verdaderas desde el presente las religiones primitivas) pues, aunque esos encuentros pudieran caracterizarse como «relaciones angulares» no tendrían por qué tener inmediatamente significado religioso. Probablemente este «problema» de la verdad de las primeras religiones surgió porque la idea de verdad manejada en El animal divino, por las circunstancias que Gustavo Bueno ha expuesto (EC, 43:10, II,4), era una idea con un formato fundamentalmente negativo pensada en la dialéctica frente a las teorías de los númenes de carácter alucinatorio, subjetivo, o animista.

Ante este problema de la verdad de las primeras religiones caben varias opciones: 1. Negar que exista el problema. Esta es una solución rápida pero, a mi parecer, insuficiente porque deja un flanco débil abierto en el sistema del materialismo filosófico: ¿cómo puede un sistema filosófico impío considerar verdaderas desde el presente esas religiones? 2. Si el problema se reconoce, habrá que abandonar la tesis de que el núcleo de las religiones primarias es íntegramente verdadero, y habrá que tratar de explicar qué hay de verdadero y qué hay de falso y confuso en esas primeras religiones cuando se adopta el punto de vista del presente. La hipótesis beta operatoria que he propuesto es una explicación plenamente compatible con la teoría del espacio antropológico tridimensional (abstracto) y con el sistema del materialismo filosófico. Otros propondrán otras posibilidades. Lo que sí es seguro es que hay que intentar que la idea de materia ontológico general (M) no sea el sumidero al que van a parar los problemas y las limitaciones que aparecen en la génesis y en el curso del propio sistema del materialismo.

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