Hotel De Inmigrantes

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Hotel de Inmigrantes Two roads diverged in a wood and I took the less travelled by, and that has made all the difference. Robert Frost

Enfundada en un pantalón vaquero grande, una camisa cerrada que en nada delataba su ausencia de pechos, con cabello corto, una extraña nariz y los ojos tristísimos, tenía el disfraz mejor para conseguir que la alojaran en aquel hotel que le había recomendado , como al descuido, un amigo arrepentido de exilio, no por lo excelente sino por lo barato. Una rara conspiración de bondades cuidó el paso de la mujer en el lado soleado de la tarde. Superó las exigencias de Barajas sin ninguna contrariedad y al mirarse en un cristal, su rostro incrédulo le recordó su fealdad. Estaba agotada, no había dormido durante el viaje, no había dormido ni siquiera antes del viaje. No había querido descansar, no quería dejar de estar alerta , porque hacerlo hubiera significado bajar la guardia, hubiera significado claudicar. Claudia Dominé ,como tantos otros, había caminado a tientas demasiado tiempo, lamiendo las heridas y las cicatrices que pudiese, en algún momento, recordarle los fracasos, el paso de las malas gentes, las traiciones propias y ajenas. Para empeorar las cosas, la lucidez, ese eterno darse cuenta, la sorprendió una mañana para enrostrarle que los logros no tenían nada que ver con el esfuerzo sino con un golpe de buena fortuna. Tal era su escepticismo, inusual a su naturaleza, en aquellos días en que seseando y llorando vendió hasta sus futuros recuerdos y se decidió por la huida. Tuvo ganas entonces, ya con el pasaje en la mano, de recuperar la bondad y el asombro. Con una carrera a medias y trece libros elegidos al azar, un ex trabajo pagado con víveres, y una fealdad surrealista, se dio cuenta que la frontera era el pobre sueño que rescataría su anterior fuerza y el aeropuerto, la única garganta que no asfixiaba. No obstante, viajó creyendo que la deportarían apenas llegara a Madrid. Con la cabeza llena de letras, los bolsillos vacíos y una obscena fealdad, no creyó acabadamente que le dejaran la redención del intento. Pero la vida se empeñó en sustentar una vez más la ley de la imprevisibilidad y ella pasó por cada uno de los controles sin dificultad hasta que , una vez segura de poder quedarse, se fue a llorar al servicio todavía preguntándose qué habría hecho bien para que la suerte la acompañara y le permitiera emprender la aventura.

Salió del laberinto cristalizado de Barajas jugando con un papel, una dirección y con los ojos transparentes de asombro. La estremeció de repente un sentimiento de benevolencia. Aquel triste optimismo irreverente la situaba una vez más en su surco habitual. Dicen que la benevolencia es la ternura del guerrero. Ella lo había aprendido ya, era imposible no pertenecer a esa involuntaria casta. ¿Quién no era un piadoso guerrero en su país? ¿Quién no izaba la ternura y la bondad para poder perdonar? Por fuera el hotel parecía un hotel. En la retina bastaron las cortinas pesadas y el cartelito de “Hay habitaciones libres”, escondido casi. El nombre verdadero no importaba ya, se lo conocía como Hotel de Inmigrantes , el precio era bajísimo, se pagaba por adelantado y no se pedían documentos. Un perro mal herido que apareció de repente desde detrás de un contenedor, la miró con los ojos transparentes. Ella se quedó quieta y cuando el perro le movió la cola cansinamente, se tranquilizó. No morirás por ahora, se dijo. No morirás. Ella sabía con sobrada antelación que para poder permanecer allí, en aquel hotel, debía ser o parecer un hombre pero no le preocupaba la transformación. Ni su cuerpo ni su rostro eran ligeramente femeninos. Solamente debía hablar lo menos posible. Hay en los hoteles una subyugación extraña, una sensación de fugacidad, como si la transitoriedad que nos ofrecen fuera capaz de extenderse a los malos ratos, a la desolación. La vida misma nos debería recordar a un cuarto de hotel. Un hombre apareció desde la oscuridad y cuando le preguntó qué quería, ella sólo arrojó sobre el mostrador lo que debía pagar por esa noche y unas cuantas más. Así se aseguraba un techo y el tiempo necesario para encontrar un trabajo. Le dio los segundos justos para preguntarle el nombre y cuando el dueño de aquella gran pocilga la miró a los ojos fijamente, ella intentó no ruborizarse. Un sudor raro e insistente comenzó a borronear su resistencia. El dueño o conserje, la diferencia no cambiaba en nada la fealdad ni la inquietud, le explicó que compartiría el cuarto con otros hombres, la mayoría inmigrantes y que sólo había un baño en el pasillo que , a pesar de lo grotesco, la favorecía. Ella debía ser un varón, no habría admisión de no ser así. Claudia Dominé asintió. Sabía que todo era parte de un juego de silencios y demandas. El hombre la guió en silencio y el crujido de la escalera o los gritos que venían de la calle fueron suficientes para distraer sus nervios. Antes de abrir la puerta suspiró y extrañamente tuvo una anticipación de libertad, una espejada sensación de redención. No pudo entonces saber por qué.

La habitación hedía a sudor. No le importó. Sólo quería acostarse, cubrirse el rostro y descansar. Un hombre de color, vestido de blanco le salió al encuentro y le sonrió. Le aclaró que era yoruba, de Nigeria y que , por ende, todos lo llamaban Nigeria. Ella sonrió mientras colocaba dos maletas arriba de un catre. De repente al mirar al negro risueño, sintió algo reconfortante, cierta hilaridad, también una creciente exaltación. Él se la quedó mirando y le ofreció un cigarrillo. Desde el extremo de la habitación, otro hombre enorme y rojo se incorporó para darle la bienvenida. Le dio la mano con fervor y con tiempo. Dijo ser de Rumania, y médico, pero que, por aquellos momentos, era fontanero. Su risa parecía arrancada de alguna feria. Su buen humor era manifiesto y lo movía el impulso inocente de la esperanza. Le explicó que quería que lo llamaran Braila, sólo por oír nombrar a su ciudad. El mito, el eterno retorno, siempre se sucedía como una rueda incansable y tácita Las otras camas estaban revueltas, en dos de ellas había mochilas. Sobre un cuadro con un marco alguna vez dorado, colgaba una camiseta y calcetines. Dos colombianos entraron sudorosos. Uno muy moreno al que irónicamente llamaban Ruso, el otro dijo llamarse un nombre que no se entendió. La vieron y le palmearon la espalda. Ella sólo asintió con la cabeza, sonriendo perpleja. Evitó hablar, no por su voz aguda sino porque solía arrastrar las palabras con cierta melosa cadencia. Mientras los hombres hablaban y se desnudaban a medias, ella prefirió pensar que tenía que conseguir trabajo pronto porque tenía el dinero justo para alquilar la habitación y engañar el estómago. El único vicio que se permitiría era el tabaco. Un español al que llamaban Paco irrumpió en el cuarto, jaleando al grupo con palabras de ánimo como si lo estuviera haciendo ante un público apático. Su acento era descaradamente andaluz. Escudriñó el cuarto y se detuvo en los rasgos angulosos del rostro nuevo. Miró a la mujer absorta y le hizo una reverencia. Una urgente cucaracha comenzó a deslizarse por una ranura de la pared como si fuera un ángel del mal. Ella no pudo asustarse. No debía.

Paco le hizo otra reverencia a la

cucaracha, se lanzó sobre ella y la hizo crujir. La tomó con las manos y la arrojó por la ventana apenas abierta. Le ofreció a Nigeria un poco de blanca y acercándose a Claudia, tomó los libros que había esparcido sobre el piso y se sonrió complacido tocándolos como si fueran muslos femeninos. Aún en ese estado de arrobamiento, la miró y la bautizó: Kafka. Desde ese momento Nigeria se dirigió a ella llamándola sencillamente “Kafka”, como si lo propuesto por Paco fuese un mandato. Dos hombres más se unieron al grupo. Eran de Marruecos. Hablaban algo en español. Le sonrieron a Claudia y ella, ensayando una alegría creciente, una gratitud nueva ahora,

volvió a sonreír. Comenzaron a contar anécdotas y la mujer sintió después de mucho tiempo que no era ni hombre ni mujer sino parte de algo, parte de aquel cuarto que de repente le caía encima como un regalo de fraternidad en la noche lejana de su tierra natal. No sentía nostalgia. Se respiraba un aire de camaradería, raro, inverosímil. Por un momento no sintió la asfixia de la indefensión, no se sintió estaqueada a la marginalidad. Una hermandad tácita, casi necesaria para la resistencia salvaba la noche y la volvía una fortaleza. La iluminó un inesperado sabor de pertenencia. Se acordó entonces de su profesor de Literatura hablando de Ulises. Aún en un país extraño, en donde era un inmigrante asexuado, sin historia, con un futuro blando y sin ojos, aquel momento tuvo algo de regreso mítico y sencillamente esencial. Se sentaron en círculo y empezaron a hablar del día que habían tenido. Una percepción de horizontalidad le ofreció la belleza perdida hacía ya mucho tiempo, como una infancia tardía cuando retenemos sin darnos cuenta los momentos alegres. Unas palabras de Braila provocó carcajadas y se sacudió con gozo la noche madrileña. -Ríete, Kafka, ríete-le decía. Claudia sonrió inmensa. Y la mirada de Nigeria mucho más. Su mirada amplia se quedó suspendida en la mujer que por primera vez, tuvo ganas de llorar, de llorar de gozo. Quizás en la hermandad de las voces y las pausas pudo encontrar un rastro de aquello que tantas veces había estado buscando. No lo sabía. Pero un hilo de identidad, la soledad en

común de la inmigración, le bastó para sentirse plural, más buena y menos

vulnerable. Lo que sucedió después fue un breve infierno. Lo que sucedió después fue simplemente después que intentó fingir que no había sucedido. Lo logró por un acto de sencillez de corazón o de sabiduría: nunca querría, nunca, olvidar el final de aquella noche primera en que no ganó la ausencia. Unos gritos roncos y una puerta que se golpeó de repente partieron la noche en dos. Nigeria, reconociendo el bramido, corrió hacia la puerta del cuarto pero esta se abrió antes de que tomase la manivela. Entraron como tropas un puñado de hombres con tatuajes, con los ojos rojos, pateando y golpeando todo lo que encontraban al paso. Claudia apenas si podía dar crédito a lo que estaba viendo. Los colombianos se quedaron quietos y Braila intentó enfrentarse al que daba las órdenes, pero entre dos lo tomaron y le golpearon en el estómago. Nigeria gritaba : ¡Kafka, Kafka, no temas! Y Paco quiso hablar y negociar pero el hombre obeso y sudoroso sabía que los tenía a todos comiendo de su mano. En el espanto de la violencia casi todos trataron de cubrir a Claudia Dominé, que con ojos incrédulos y el corazón en los labios, murmuraba cosas que ya nadie recuerda. También

advirtió que nadie llamaría a la policía. Nadie tenía papeles. Ni siquiera el dueño del hotel. Mientras los hombres vociferaban, Claudia se preguntó si la felicidad tenía precio y si esa plenitud que había vislumbrado había sido sólo una alucinación. Luego supo que no. Les arrancaron, entre empujones, y a punta de armas blancas los relojes y alguna que otra medalla. Cuando, hurgando en el cuello de la mujer , uno de ello le arrancó unos botones, sus pechos ligeramente pequeños, saltaron a la vista. De un tirón, un moreno con la cara empapada de sudor, le rasgó la camisa. Pero nada más. Vaciaron los bolsillos, se llevaron algo de dinero, un poco de cocaína que tenía Paco y se fueron a las risotadas, empujando la noche que caía de bruces entre la conjura y la indecencia, entre la impotencia y la desolación. El cuarto quedó casi en silencio. Sólo Braila se quejaba del dolor y Paco arremetía contra la pared, sabiendo, reconociendo

alguna razón que aun a él, en su propio país, le impedía

defenderse. Una vez más, Claudia recordó con resignación casi inconsciente su fealdad andrógina. Nadie se había ensañado con ella por ser mujer. Ni siquiera lo habrían hecho de haber estado totalmente desnuda y aunque tendría que haber sentido alivio le dio un poco de rabia esa identidad que de pronto se le representó monstruosa, la configuración de su propia presencia ausente de feminización, algo que siempre había detestado hasta aquella noche, hasta que hubo suficiente de algo que la redimió de su apariencia porque fue más poderoso. Interrumpió sus pensamientos al instante para tomar conciencia de que su sexo real palpitaba expuesto en aquella habitación. Dudó por unos interminables segundos entre emprender la fuga o mirar a sus compañeros de cuarto que ahora se habían estancado en un silencio mineral y que manifiestamente, unos momentos antes, la habían estado protegiendo. Ella era una mujer, nadie querría ni necesitaba una fea mujer en el cuarto, creyó, mucho menos el dueño del hotel. Pero Nigeria se acercó a ella con la suavidad de una cierva. Tan dueño de una sabiduría secreta, le extendió los brazos y la abrazó tan fuerte que ella sintió una espesa serenidad. El histérico ulular de la sirena de la policía demudó los rostros de aquellos hombres y el cuarto fue un

vértigo circular.

Pero pasó de largo y aquel pequeño regimiento de

indocumentados aspiró profundamente. El colombiano , con unas manifiestas ganas de ternura, se acercó a Claudia y le cubrió los hombros con la única manta que tenía en su cama. El Ruso le ofreció un trago de su petaca y uno más, que ella no alcanzó a mirar fijamente, le pasó la mano por el pelo.

Paco ,que respiraba con dificultad, se limpió la cara. Con gracia hizo de repente un revuelo de manos e interrumpió la desolación comenzando a cantar a los gritos una cancioncilla flamenca. La hilaridad estalló en la noche madrileña mientras las fronteras y las idiosincrasias se desdibujaban por completo. Todo volvió a su estado anterior y comentaron , entre rabia y risas, la irrupción de aquellos, a la cua,l dijeron, estaban acostumbrados. El dueño del hotel brilló por su ausencia y la sospecha de la complicidad se barajó una vez más. ¿Qué más daba ya? Nadie habló del sexo de Claudia,ni siquiera lo mencionaron. Una confabulación amorosa redimió cada parte del cuarto, cada gesto. Claudia Dominé se dio cuenta entonces de que la habían estado esperando, que sabían que ella llegaría ,pero que no tenía nada que temer. Comprendió que la lucidez convergía entre las sienes de aquellos inmigrantes grotescos pero heroicos,

y que el destino l e

seguía mostrando una cara de hermandad y de bondad, para lo cual, admitió, estaba al fin, preparada. Tal vez porque no quería traicionar su esencia de guerrero tierno o la nobleza de un trasmitido optimismo, decidió unirse a ellos, asintiendo por algo que no sabía aún qué era. Luego y con serenidad, todos enfilaron hacia sus catres. Braila abrió un poco los cristales porque necesitaba aire fresco. Atragantada con sus propias lágrimas, rodó por un útero enorme, y nació a su vida ahora sintiéndose un poco linda, en las paredes de aquel cuarto, tan ajeno a su tierra pero tan cercano en su nueva aceptación. Nigeria la miró con la inmensidad de sus ojos conocedores y le hizo un gesto indicando que todo estaba bien. Claudia , con los ojos espejados de asombro, lo tomó de la mano y se la besó. Luego le acarició la frente. Vio en sus ojos los ojos de aquel amigo que amaba y que había regresado, arrepentido de exilio. Confiadamente le pidió al negro enorme que durmiera con ella, aunque, anticipando la respuesta, ya le dejaba lugar en la cama. No había indicio de soledad. El ladrido agudo de un perro cruzó por la noche inicial mientras intermitentemente las luces de neón cambiaban de colores el mundo inmediato de Claudia y sus compañeros. Y así un sueño lento comenzó a adquirir la forma de su cuerpo y sus recuerdos. Suspiró con benevolencia en los brazos eternos de Nigeria, que protegiéndola, le pasaba las enormes manos por los hombros tal como lo habría hecho su amigo de un sur ausente. Los otros hombres ni siquiera se sorprendieron. Sólo la voz ronca y pegajosa del dueño del hotel irrumpió en la bondad de la noche, ordenando que apagasen la luz.

¿Sabe un perro que va a morir? Claudia recordó las palabras de Pierre Rey. Hoy todavía no sabe por qué recordó aquella frase. Buenos Aires se borroneaba como una acuarela en el asfalto. Y ella se trepaba a una nueva matriz, mareada de gratitud. Era tiempo al fin de descansar. La noche fue propicia para la benevolencia. ¿Sabe un perro que va a morir? Nigeria la observaba sabiendo la respuesta. No, no morirás. -Esta noche, Nigeria, creo que yo no me voy a morir nunca- le susurró Claudia en el oído. Y con el pecho escaso, casi masculino, hinchado de algún gozo rescatado a la imprevisibilidad de los días, y una idea lejana y posible de su propia belleza, se quedó dormida.

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