Hugo Blumenthal © 2007
Homero y la odisea femenina por Hugo Blumenthal
Introducción Nuestro tema será la mujer, la mujer griega, o más exactamente la mujer homérica. Nuestra búsqueda no será diferente a la de Odiseo. No mucho. Si Odiseo busca retornar a su patria, a su hacienda, nosotros que no tenemos aparentemente patria o hacienda a la cual regresar –aunque debemos imaginar una para reconocerla cuando la encontremos, en el supuesto de que ello ocurra–, suponiendo, pues, que no las tengamos, que la verdad de la mujer sea diferente a la verdad de la mujer griega, nos diferenciamos (¿ventajosamente?) en la objetividad. Ya que no nos dirigiremos expresamente a una verdad-Penélope, que cuida nuestra hacienda, sino que buscamos la verdad de las griegas, sea cual sea y esté donde esté, contamos con menos prejuicios para buscarlo en cualquier parte (en Nausícaa, en Calipso, en Circe, etc.). Y si al final descubrimos que Ella nos guardaba también algo, como de momento apenas lo podemos sospechar, no será precisamente eso lo que pueda desenmascarar unos intereses que de por si dejamos sin velo. Así, pues, nuestra odisea no será tampoco desinteresada, aunque fuera posible. Quizás no resulte difícil sospechar cuál podrá ser nuestra hacienda: las diferencias entre las mujeres parecen apuntar a que no hay una verdad de la mujer, por lo cual tampoco habría una verdad de la mujer griega. Nuestra hacienda no es más que un sueño, un deseo de hacienda-verdad, parecen decir. Lo cual podría suponer que nuestra empresa es de por sí en vano y que habríamos hecho mejor en dedicarnos a otra cosa. Pero como la verdad misma quizá sea también mujer (que no se deja conquistar)[...] desanimarnos y abandonar la empresa apenas habiéndola comenzado sería caer en la trampa de su aparente verdad (pues aunque no se deje conquistar desea ser conquistada). Rendirse a la conquista de su verdad, además, es quizá el mayor insulto que se le puede hacer a la mujer. Para abordar la conquista, tres caminos: el histórico (por eso Finley), el psicológico (por eso Freud-Lacan), y el filosófico (por eso Derrida); todos sobre la base, claro está, de lo literario (Homero). ¿Real, imaginario y simbólico? Abordar la conquista de una mujer ficticia (la mujer homérica), mujer entre mítica y real, no amerita menos.1 En primer lugar nos centraremos en la mujer histórica –hasta donde sea posible– y luego, en la segunda parte, 2 abordaremos la mujer idealizada y el encanto del Eterno Femenino, para concluir con la comparación entre los dos prototipos de mujer que representan cada parte: Penélope, el ideal de la mujer real, social, humana, y Afrodita, el ideal del encanto femenino, dos partes estrictamente complementarias, para intentar aproximarnos a la verdad de la mujer griega, que se erige cual abrupta roca o escollo, en la que esperamos no desgarrarnos las manos, como Odiseo al llegar al país de los feacios, arrojado por el furioso mar.
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Estos “caminos” no son exclusivos, no excluyen otros, y lo de Real, Imaginario y Simbólico no se refiere específicamente al orden de los aquí citados. 2 Esta división es apenas conceptual. De hecho no aparecerá especificada tal división, ni corresponde la primera entrega del trabajo –por limitaciones de tiempo y espacio– con toda la primera parte. El final de la primera parte se encontrara en la segunda entrega, junto con el resto del trabajo. 1
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La mujer homérica: una mujer literaria ¿Cuándo apareció la mujer propiamente griega? ¿Cuál fue la primer mujer griega, o helena? Hoy sabemos que los griegos se formaron a partir de una combinación de diferentes elementos, de diferentes culturas, que se fueron creando progresivamente una civilización que luego se autodenominaría de helenos. Sin embargo, los griegos de la época del primer Homero no poseían una conciencia de tal proceso, si mucho intuían que se habían hablado anteriormente otras lenguas en la Hélade. A partir de entonces, Homero “crearía” un pasado, una “Edad heroica”, que se convertiría en el pasado griego, pues supuestamente estaba basado en hechos reales, aunque difícilmente pasaban el siglo de historia. Por eso no hay que extrañarse de lo modernos que podían parecer, para la época, algunos de los héroes míticos. Los griegos no se extrañaban ya que les era apenas normal que las cosas hubieran sido como hasta entonces, lo cual les daba un sentimiento de cohesión y unidad. Así, pues, se trataba de una visión heroica moderna pasada como pasado, una visión “poética”, que no se pretendía histórica, ni se le pedía que lo fuera. En la Odisea en particular vamos a encontramos abundantes descripciones, pero que no van a corresponder ni a la mujer histórica real del tiempo en que se ubica en teoría, es decir, a la mujer primera o antigua (y de esa mujer no nos ocuparemos aquí), ni a la mujer histórica del tiempo en que se escriben, sino que se corresponden a una mezcla de esta última con lo que se esperaba que fuera, en el sentido de lo “heroica” que podía ser pintada una mujer. Así, la mujer que encontramos a través de la Odisea se halla entre lo real y lo imaginario. Los atributos que se le designan son ficticios (en el sentido amplio de la palabra), pero no necesariamente ligados a una imaginación desbordada que oscurezca y haga irreconocible la realidad de la mujer griega. Por otra parte, la aceptación de los griegos demuestra que había mucha verosimilitud tanto en los hombres como las mujeres de que se trataba en los poemas.
La mujer mítica: ¿huellas de un matriarcado? Tal como un griego podía “creer” que primero fue el Caos y luego Gea y Eros en el principio de todas las cosas, se creía que antes los hombres nacían de la tierra, como los cereales, antes de que Zeus les “regalara” a Pandora (la mujer) por ser beneficiarios del fuego que le había robado Prometeo. Y más o menos de allí sacarían una genealogía a partir de Deucalión y su hijo Helén (fundador de la raza helena) y sus nietos Doro, Juto y Eolo, presupuestos antepasados de los dorios, jonios y eolios (las lenguas de las cuales sospechaban los griegos que provenían, que constituían la esencia del ser griego). Y los mitos que se desprenden de allí no siempre cuadraban con el sistema patriarcal griego posterior, por lo que muchas veces se ha especulado con la existencia de un matriarcado en épocas posteriores. En la Odisea aparecen claramente tres: de Éolo se dice que tuvo seis hijas y seis hijos, a quienes casó entre sí y los dejó viviendo en su palacio (P. 478),3 lo que era inconcebible para los griegos, pues se trata de una endogamia matriarcal que permite asegurarse la sucesión casándose con las hermanas; y ateniéndonos a Hesíodo (fr. 95) igual parentesco encontramos entre Arete y Alcínoo aunque Homero hace el intento de hacerlos pasar por sobrina y tío, lo cual puede parecer sospechoso, pues por lo general no acostumbraba hacer tales árboles genealógicos (P. 442); el tercero lo proporciona Odiseo preocupado por su “dignidad real”: ¿la conservan su padre y su hijo, “o la tiene algún otro varón, porque se figuran que ya no he de volver?” Su madre dice que nadie 3
Por no contar con una versión en la que se especifiquen los versos, para cada referencia a la Odisea los números entre paréntesis corresponden al número de página de la edición de la trad. cast. de Luis Segalá y Estalella. Santafé de Bogotá: Oveja Negra, 1983. 2
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posee aún su autoridad pero su “[...] padre se queda en el campo, sin bajar a la ciudad y no tiene lecho ni cama” (P. 496). Y como sabemos que Telémaco no tiene edad para poseer tal dignidad, no queda más que Penélope, lo que explicaría el interés de los jóvenes aristócratas. Luis Gil asegura que tales “confusiones” serían resultado del intento por parte de Homero de fundir dos culturas: la de los egeos, de sistema matriarcal, con la de los aqueos, de sistema patriarcal.4 Sin embargo debe tenerse en cuenta que en la época de Homero la monarquía había sido sustituida por una aristocracia. Lo cual explica mejor estas “lagunas” en cuanto a la sucesión de Odiseo, que apenas es rey porque es el héroe (aunque parezca lo contrario). En lo demás, el matriarcado no pasa del mito, pues las relaciones son validas sólo en cuanto están en los límites de lo mundo, más cerca de los dioses que de los hombres.
El lugar de la mujer en la sociedad griega El lugar de la mujer real o del cuerpo-mujer, el escenario que la sociedad griega adjudicaba a su papel, era específicamente la casa. Lugar aceptado, considerado apenas normal, que no era precisamente restrictivo. Para efectos prácticos (como labores manuales, comida, educación de los hijos) ella era la que “gobernaba” y ese era su reino. Afuera se consideraba que no tenían nada que hacer, pues fuera de la casa era el hombre el que decidía, sobre el manejo de su hacienda o la política. La mujer no tenía ni voz ni lugar (como si tenía por lo menos el pueblo) en el ágora, donde se tomaban decisiones públicas. Su “ciudadanía” apenas incumbía en relación a sus hijos, para transmitir la posición social –o propiedades si las tenía con derecho. 5 Pero sólo será un poder para efectos prácticos –para tales efectos prácticos,– que, aunque influye sobre el hombre de la casa, no puede considerarse legalmente ni siquiera como parte de un poder compartido por ambos (esposo-esposa). Aun allí es al hombre a quien se le reconoce un poder real. Y en ausencia del esposo, el hijo (en su mayoría de edad, o cercano a ella) asume el lugar –y en ausencia de estos, el padre de la mujer. Por eso no es extraño escuchar a Telémaco mandando a su madre con las siguientes palabras: [...] ocúpate de las labores que te son propias, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al trabajo; [y] de hablar nos cuidaremos los hombres, y principalmente yo, cuyo es el mando en esta casa. (P. 375) Aquellos son los efectos prácticos o las labores que le son propias, donde apenas gobiernan, reducidas al silencio en oposición al discurso del hombre que lo hace valer. Odiseo va a encontrar hasta una ninfa y una diosa entregadas a aquellas labores (adjudicadas seguramente por el poeta por el hecho de ser mujeres): Calipso que tejía con lanzadera de oro (P. 422) y a Circe, que “labraba una tela grande, divinal y tan fina [...] como son las labores de las diosas” (P. 483); eso sin contar a la madre de Nausícaa hilando lana de color purpúreo (P. 434). Las mujeres más jóvenes tenían, sin embargo, otras tareas: el lavar los vestidos (“[...] vestidos limpios,” dice Nausícaa, “tales cosas están a mi cuidado” (P. 434)), o traer agua de la fuente (como la hija del lestrigón Antífates, “que bajaba a la fuente Artacia [...]” (P. 480)) o como lavar a los huéspedes (como Policasta, que además ayuda a 4
Luis Gil. “El individuo y su marco social.” en AA.VV. Introducción a Homero. 1a ed. Barcelona: Labor, 1984. 2 vol. P. 368. 5 Parece que cada ciudad tenía sus propias reglamentaciones sobre este asunto, que en algunas les estaba prohibido a las mujeres tener propiedades –aunque no parece el caso de Itaca, pues uno de los pretendientes dice: “[...] repartiríamos todos sus bienes [los bienes de Telémaco] y daríamos esta casa a su madre, y a quien la desposara, para que en común la poseyesen” (P. 385), aunque es demasiado corto, e impreciso, para sacar conclusiones definitivas al respecto. 3
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vestir a Telémaco (P. 400)). Tareas en las que apenas podía manifestarse para las mujeres el agón – espíritu competitivo, deseo de superar a las demás–, como el caso de los vestidos, con Nausícaa y las esclavas “compitiendo unas con otras en hacerlo con presteza” (P. 435). Pero ninguna de estas actividades tiene la importancia del tejer y el hilar para los griegos, actividad ligada por excelencia a la mujer hasta el punto de reconocerla como la única técnica propiamente femenina y de la cual se dice que: cuanto los feacios son expertos sobre todos los hombres en conducir una velera nave por el ponto, así sobresalen grandemente las mujeres en fabricar lienzos pues Atenea les ha concedido que sepan hacer habilísimas labores y posean excelente ingenio. (P. 443) Según Sigmund Freud, el modelo habría sido suministrado por la Naturaleza, que hace crecer el vellón con el cual las mujeres, incitadas a tejer las hebras, consiguen ocultar sus genitales.6 Pero ¿llevaban las griegas el toisón trenzado? No lo sabemos –y esta teoría de Freud no parece mejor que la de Atenea enseñando a Pandora a hilar y tejer. Lo que debemos de tener en cuenta es el “motivo inconsciente” que conduce a tal acto, y que encontramos en la función del producto del tejer. Los productos: túnicas y velos, que hasta las diosas usan. Calipso “[...] se puso amplia vestidura, fina y hermosa, ciñó el talle con lindo cinturón de oro, veló su cabeza [...]” (P. 426), como Circe “[...] se puso amplia vestidura blanca, fina y hermosa, ciñó el talle con lindo cinturón de oro y veló su cabeza” (P. 490), o “la discreta Penélope [...] con las mejillas cubiertas por espléndido velo” (P. 374). Son tan importantes estas vestiduras para las mujeres que da pie a Atenea para recordar a Nausícaa, en vista de su cercano matrimonio, [...] en el cual has de llevar lindas ropas, dando parte también a los que te conduzcan, que así se consigue gran fama entre los hombres y se huelgan el padre y la veneranda madre. (P. 433)7 ¿La función, entonces? Haciendo a un lado el carácter útil de la protección del cuerpo (y la exclusividad del velo puede explicarse así por la delicadeza de la piel femenina), lo que aquí nos interesa es el fondo de la cuestión: la relación del velo –en el sentido amplio de la palabra– con lo que oculta y el pudor. Relación que nos interesa por cuanto en el pudor se ha dado en ver una cualidad exclusivamente femenina. Aparentemente, la función básica de los vestidos (o velos) era el de encubrir la defectuosidad de los genitales. Consistía en sustraer de los cuerpos la imagen de la animalidad que persistía en ellos (sobretodo en los órganos sexuales, por su función animal de la procreación y su función excrementicia), sustraer por ocultación, para dejar simplemente a la vista, a la contemplación, la belleza, figura entre humana y divina. Y así además se creaba un misterio encantador de bellas posibilidades, de “aspecto prometedor, insinuante, púdico, irónico, enternecedor, seductor [...]” como diría Nietzsche de la mujer y de la vida (cuya verdad también se nos oculta por un encantador velo). Encantador como lo prohibido y lo que se nos oculta, por el natural deseo masculino (como necesidad de afirmar el ser) de transgredir, de conocer y poseer. Detrás del velo, sólo detrás, se anuncia la posibilidad de la verdad sin comillas. Porque aun si la “verdad” no fuera más que una superficie, sólo sería verdad profunda (“verdadera” y deseable) bajo un velo.8 Pero, como demuestran Nausícaa y sus esclavas (P. 435), lo velos son innecesarios entre mujeres puesto que allí el secreto no existe. Entre mujeres no hay misterio ya que el ocultar u otorgar no tiene sentido ante 6
Sigmund Freud. “La feminidad.” Los textos fundamentales del psicoanálisis. Trad. cast. de Luis López Ballesteros, Ramón Rey y Gustavo Dessal. Barcelona: Altaya, 1993. [Pp. 515–540]. Pp. 537–538. 7 Salvo que se indique lo contrario, todos los subrayados me pertenecen. 8 Jacques Derrida. Espolones. Los estilos de Nietzsche. Trad. cast. de M. Arranz Lázaro. Valencia: Pre–Textos, 1981. P. 39. 4
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quien oculta y promete otorgar “lo mismo”. Es el hombre, el que desvela y recibe, el que hace posible una verdad de la mujer (verdad a la cual, por sí misma, ella no puede acceder). Sin embargo aquel velamiento no es ni consciente ni satisface un deseo exclusivo de la mujer. Es un acto cultural, social. El hombre, en este caso el hombre griego, detentador de un mayor poder social, exige que se cubran. Además se conviene que el pudor sea una cualidad esencialmente femenina, pues es bien sabido que el hombre también podía sentir pudor. 9 Y no sólo esto sino que también podría encontrarse en lo social cierta presión que fuerza a la mujer a situaciones pasivas (o convencionalmente consideradas pasivas). Sin embargo, con todo (y dejando un poco de lado el encanto), la influencia de la mujer no era poca entre los griegos, pero era una influencia que le venía dada específicamente por su “utilidad” dentro de la casa, pues como compañera-ayudante en la administración de la hacienda, lo preferible era mantener buenas relaciones con ella (aunque sólo fuera por el bien de la hacienda). De tal influencia es a la que se le incita a aprovecharse a Odiseo: tanto Nausícaa (“Pasa por delante de él [su padre] y tiende los brazos a las rodillas de mi madre […]” (P. 440)) como por Circe respecto a invocar a Crateide, madre de Escila, para que la contenga (P. 510). La influencia podía concebirse y aceptarse hasta el punto mítico de que una reina pudiera dirimir litigios públicos (P. 442); aunque se especificara luego que: “[...] Alcínoo [el esposo] es quien puede, con sus palabras y obras, dar el ejemplo.” (P. 500)
Virtudes y defectos De acuerdo a lo que hemos visto, es fácil deducir que para la sociedad griega una mujer resultaba virtuosa si demostraba laboriosidad y dedicación en las tareas de la casa, habilidad en el tejido y el bordado, y una casi que completa sumisión a las decisiones del esposo; tal como (por tratarse de sociedad patriarcal) primaba la castidad en las doncellas y la fidelidad en las esposas. Asimismo, ser mujer era sinónimo de ciertos defectos, que se les adjudicaba a las mujeres en general, tales como la cobardía, la curiosidad y el engaño. Ejemplo de ello es Circe, a la cual Odiseo es incitado a asustar haciendo como si fuera a matarla, gesto suficiente para que lanzara agudos gritos y se echara al suelo implorando saber quién era aquel al que sus “engaños” no hacían efecto (P. 485). Lo cual no es extraño de que suceda, como una prevención, teniendo en cuenta de que se trata de una sociedad esencialmente masculina para todos los efectos que se consideraban de importancia, una sociedad de guerreros, que valoraban el honor y la sinceridad tanto como la valentía y por ende la amistad masculina, pues entre iguales no necesitan estar prevenidos. Así, Agamenón, gracias a su experiencia con Clitemnestra (de quien dice que “[...] cubriose de infamia a sí misma y hasta a las mujeres que han de nacer, por virtuosas que fueren” (P. 502)) se verá obligado aconsejarle a Odiseo que “[...] jamás seas benévolo con tu mujer ni le descubras todo lo que pienses; [y] antes bien, particípale unas cosas y ocúltale otras [...]”, el cual no tiene ningún problema en darle la razón, citando la perfidia de las mujeres, por la que tantos hombres se han perdido (P. 502).
La educación femenina Si bien estos defectos se consideraban innatos a la mujer, casi que constituyendo su esencia, las virtudes no les hacían demasiado contrapeso (aunque a las niñas se les reconocía una potencialidad de virtuosas hasta que no se probara lo contrario) pues no se consideraba que pudieran estar dadas, o
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Cf. Odisea. P. 436, cuando Odiseo se encuentra con Nausícaa. 5
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innatas, en nadie, ni en niñas ni en niños. De allí el gran papel que juega la educación en los griegos, pues su función era la de desarrollar las virtudes (o formar mujeres virtuosas, para el caso que aquí nos interesa). Pero no se trataba propiamente hablando de una educación formal, no para las mujeres. Las mujeres estaban prácticamente excluidas de lo que llamamos la educación formal griega (instituida formalmente por la sociedad), que consistía más que todo en introducir en la práctica de deportes competitivos y la música (el canto, el baile y el tocar la lira o el aulós). Esta exclusión sin embargo no hace imposible que las mujeres canten, o practiquen ciertos deportes o juegos entre ellas. La educación que aquí nos interesa, no la educación formal, además de instruir a las niñas en las virtudes (o sea en el manejo de la casa, el tejer, el respeto a los padres, el pudor, etc.) también les enseñaba cosas como éstas, canciones y juegos exclusivos de ellas, no hechos para ser exhibidos ante la sociedad ni para igualar a los hombres, pues se reconocía hasta cierto punto la inferioridad de tales actividades respecto a las de los hombres (cuya superioridad no se cuestionaba). Esta educación estaba a cargo de la madre (que también cuidaba de sus hijos mientras estaban pequeños a no ser que se tuviera necesidad de recurrir a una nodriza). La madre cumple, pues, un papel fundamental. No sin razón, su imagen va a determinar los rasgos de la futura mujer. Y es allí principalmente, cuando la mujer asume el papel de madre, que la mujer puede abandonar la fuerte feminidad impuesta por la sociedad, dejar de ser considerada una simple “receptora”, para pasar a asumir un papel masculino, productor. 10 Productora, pues, tanto de mujeres (que valen por sus virtudes ante los hombres y cuando creen valorarse a sí mismas lo que hacen es valorarse a partir de un “ponerse en el lugar” del hombre) como productoras de hombres (que al fin valdrán por sí mismos –y que en definitiva son los que crean el valor, tanto de las mujeres en general, como de las madres (y padres) en particular). Siendo así, no estaba tan desfasado Freud cuando afirma que “[...] la situación femenina se constituye [...] cuando el deseo de tener un pene es relevado por el de tener un niño [...]”,11 y explica que sólo la relación con el hijo procura a la madre [mujer] satisfacción ilimitada [...] La madre puede transferir sobre el hijo la ambición que ella tuvo que reprimir, y esperar de él la satisfacción de todo aquello [...]12 Esto con el fin de levantar un poco el velo, ingenuo, –que puede cubrir la lectura– sobre la conversación entre Odiseo y la sombra de su madre muerta. Esta le echará en cara a Odiseo que fue “la soledad que de él sentía” (junto al recuerdo de sus cuidados y de su ternura para con ella) lo que la privó de su vida (P. 496). Sin embargo, es algo que prefiero dejar apenas insinuado, ya que sería demasiado fácil caer en una interpretación “edipidizante” (y perdóneseme la palabra) que el resto de la Odisea no promueve. Pues, si bien el “reproche” materno está allí, Odiseo no se preocupará por responder a la demanda velada del deseo de la madre que tal reproche encubre (y ella parece saber a qué atenerse, lo que puede explicar un velo de resignación).13
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Recordemos que “[...] la producción es masculina tanto a los ojos de Nietzsche como de toda la tradición y [que] una madre productora es una madre masculina.” Derrida. Op cit. P. 51. 11 “La feminidad.” P. 533. 12 Sin pretender irrespetar a Freud, pongo en duda lo de un complejo de masculinidad con lo cual termina su frase, frase que yo prefiero dejar apuntando simplemente a algo reprimido. Freud. Op cit. P. 539. 13 Si siguiéramos con el juego que el psicoanálisis permite, podríamos ver en ese “[...] procura volver lo antes posible a la luz y llévate sabidas todas estas cosas para que luego las refieras a tu consorte” (P. 497) una transferencia indirecta, ya no sobre el hijo sino sobre la nuera, cediéndole aparentemente el lugar que como muerta ya no puede ocupar. Sin embargo, estas interpretaciones, fácilmente derivables de la teoría freudiana, aunque no deja de ser interesante considerarlas, no parece que vayan a aportarnos mucho más en relación con la educación y la verdad de la mujer. 6
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Matrimonio A través de toda la Odisea son frecuentes las alusiones al matrimonio, hasta el punto de que fácilmente podría pasar por novela moral, en la que lo que prima es el ejemplo edificante (aunque, claro, por tratarse de un poema épico, el ejemplo se encuentra constantemente como complemento al ideal que podría verse en Odiseo). Un ejemplo de estas continuas reiteraciones se hace patente al Odiseo decir que Calipso, la divina entre las deidades, me detuvo allá, en huecas grutas, anhelando que fuese su esposo, y de la misma suerte, la dolosa Circe de Eea me acogió anteriormente en su palacio deseando también tomarme por marido [...] (P. 464), así como en el discurso mismo del poeta que se siente obligado a decir “la doncella, libre aún” (P. 438) o la esposa de tal para referirse a cualquier mujer. Esta continua reiteración del matrimonio (aunque, curiosamente, nunca es impedimento para las relaciones sexuales) parece afianzar la idea de que el matrimonio se hallaba en un período de transición mientras se “escribía” la Odisea. Transición entre una idea del matrimonio como compra (de intercambio del bien-mujer entre familias) a ser un mero acto jurídico –es de suponer– y que por tanto era necesario reiterarlo como ideal. Huellas de compra de las esposas pueden encontrarse en los relatos de carácter mucho más mítico, la que podía supeditarse a servicios al padre de la novia (como en el caso de Pero, con las exigencias de su padre Neleo (P. 498)), o como quedan luego, en regalos (tanto al padre como a la novia misma). Sin embargo, aunque los regalos se mantienen, su carácter cambia, como vemos en Penélope (ya que los pretendientes no pretenden comprarla) hasta quedar como un significante de aprecio moral a la mujer que se desea tomar por esposa; o más aún, como una forma de agregar valor a la hija, que ya no se vende sino que se da (gasto) junto con otras muchas cosas (la dote), como le propone Alcínoo a Odiseo, diciendo que ojalá tomase a su hija por esposa, que él le daría casa y riquezas (P. 448). Ahora bien, sin pretender fijar un valor a la mujer (invaluables como seres humanos), sin pretender reducir a la mujer a una mercancía, la mujer griega –como mujer– no se escapa de encontrarse inscrita en un proceso social del deseo que emula perfectamente el sistema económico (analizado por Marx). O si se prefiere, la circulación de la mujer como propiedad (esposa de) permite ser explicada por este sistema bien sea porque “[...] la mujer es mujer dando, dándose, en tanto el hombre toma, posee, toma posesión, o por el contrario, la mujer, al darse, se da-por, simula y se asegura [así] [...] la dominación posesiva”, como escribe certeramente Derrida,14 sin confundir el darse (total y sin condiciones) con el darse-por y menos aun con la posesión (pues efectivamente el esposa de se trata tan sólo de una posesión formal, o convencional) cuyos términos todos toman literalmente su acepción económica.15 Sin embargo esa entrega –el don– no puede hacerse directamente sin perder el encanto de su valor, sino que necesita de un intermediario que haría las veces de velo, función suplida por el padre como poseedor aparente de la mujer-hija (aparente, puesto que no la utiliza como mujer). Representación como puesta en escena que la sociedad encarga al padre, para poder creer en la ficción del valor de la mujer, del valor que pasa de manos; artificio cómodo puesto que no es la única forma de otorgar valor a la mujer –algo querido por muchos tiene valor por eso mismo– aunque sí de evitar mayores enfrentamientos. Y es por eso que en un principio, dentro de los mismos griegos, la elección del
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Op cit. P. 72. Cf. asimismo lo que entiende Nietzsche sobre la mujer, el darse y el amor. Citado por Derrida, Op cit., P. 73. 7
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cónyuge recaía totalmente en el padre (aunque luego también había de tenerse en cuenta el consentimiento de la hija, la forma externa del ritual de la entrega no cambió).16 Como ejemplo podríamos tomar a Menelao, a cuya hija “[...] la enviaba al hijo de Aquiles [...] [pues] en Troya prestó su asentimiento y prometió entregársela [...] Mandábala [...] con caballos y carros [...]” (P. 401). Ejemplo del primer caso, en el cual no se tenía en cuenta la opinión de la hija. Antínoo da pie para pensar el otro caso, diciéndole a Telémaco: “Haz que tu madre vuelva a su casa, y ordénale que tome por esposo a quien su padre le aconseje y a ella le plazca [...]” (P. 380). Aunque no se trata de una diferencia esencial, como podría pensarse, ya que por lo general el ideal (¿narcisista?) de la mujer (ideal de hombre) está bastante de acuerdo con el ideal propuesto por la sociedad, ideal que el padre no hace más que corroborar en la mayoría de casos. La tragedia romántica, del tipo de Romeo y Julieta, difícilmente hubiera logrado identificar un problema “común” para los griegos, como sucederá más o menos a partir de la Edad Media, gracias al amor cortes. No porque no existiera el amor (la palabra no se “inventó” hasta mucho después, con su sentido amor-pasión), sino porque aquel se concebía como un estado en que la razón se hallaba obnubilada por un acto de los dioses (generalmente de Afrodita y al final veremos por qué). Siendo así, prácticamente no se podía dar ningún conflicto individuo-sociedad por un motivo como el amor de una persona hacia alguien que la sociedad no aprobara como merecedor de este afecto, porque en tal caso la culpa no era de quien sufría tal amor, ni de la sociedad que lo reprobaba, sino del “capricho” de los dioses (de Afrodita); aunque el enamorado asumía todas las responsabilidades. En los casos en que no intervenían los dioses, el acuerdo era casi completo. Así, no se trata de una simple coincidencia el que, mucho antes de que su padre la proponga a Odiseo como mujer, Nausícaa piense: “¡Ojalá a tal varón pudiera llamarle mi marido [...]!” (P. 438). El matrimonio, por tanto, difícilmente podía corresponder a la visión romántica que hoy se tiene: de que se realiza por amor. En su entregarse, por lo general la mujer griega cuenta con motivos mucho más “prácticos”. Se da-por: 1) un respeto a las tradiciones (pues cumplida cierta edad, lo más natural es que se tomara marido –la soltería, si no era consagrada a los dioses, se considerada como una ofensa a la sociedad; 2) para continuar el linaje de los padres (pues sólo el matrimonio le otorgaba legitimidad a los hijos);17 3) estabilidad para los hijos, en relación a la hacienda que ayuda a cuidar (pues sin el vínculo de matrimonio, no tendrían derecho a ella), por lo que las preocupaciones sobre la hacienda no atañían únicamente a los hombres. Si bien no era fruto de altas idealizaciones el matrimonio se fundaba sobre el mutuo afecto y la fidelidad, aunque en el plano real la fidelidad era mucho más exigida a la esposa que al esposo (tanto que, aunque la mujer legítima estaba en todo su derecho de sentir celos, se consideraba que debía mantener cierta reserva frente a los hijos ilegítimos de su esposo). Y al ser monogámico, así bendecido por los dioses, otorgaba una dignidad. Por otra parte, en casos de adulterio, el esposo no tenía derecho sobre la vida de su mujer sino a una indemnización por parte del culpable, y al repudio de la mujer infiel, con la consiguiente devolución de los regalos preceptivos por parte del padre (véase lo que dice Hefesto: “[...] los engañosos lazos los sujetaran [a su esposa Afrodita y a su amante Ares] hasta que el padre me restituya íntegra la dote que le entregue por su hija desvergonzada” (P. 457)). E igual en caso contrario: con el repudio de la esposa, el marido debía devolver la dote. “Tan buenas componendas” –aclara Luis Gil– “[...] son explicables en una época 16
Sobre los hijos varones, que seguían el mismo camino, aunque llevando la delantera en libertad, hasta terminar sin necesidad de ser “entregados”, tendríamos otro problema, puesto que no es muy presumible que la función del padre en tal caso fuera la misma que proponemos para la mujer. 17 Ejemplo de estos dos puntos es lo que dice Atenea a Nausícaa de que “[...] no ha de prolongarse mucho tu doncellez, puesto que ya te pretenden los mejores de todos los feacios, cuyo linaje es también el tuyo.” (P. 434). 8
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en que la venganza de los delitos de sangre, por correr a cargo de la familia, podía conducir a luchas intestinas o a un conflicto internacional.”18 Aunque eso no evitaba finalmente casos como el de Neoptóleno que [...] mató con el bronce a un varón como el héroe Eurípilo Teléfida, en torno al cual perdieron la vida muchos de sus compañeros ceteos a causa de los presentes que se habían enviado a una mujer. (P. 504) Finalmente no deja de llamar la atención que mientras para Odiseo lo importante en el matrimonio parece ser la concordia, “[...] pues no hay nada mejor ni más útil que el que gobiernen su casa el marido y la mujer con animo acorde [...]” (P. 437), Penélope más bien parece clamar por gozar juntos en la juventud y llegar juntos a la vejez cuando se queja de las deidades, que “[...] no quisieron que gozásemos juntos de nuestra mocedad, ni que juntos llegáramos al umbral de la vejez.” (P. 647)
La heterosexualidad griega y la moral sexual A pesar de la pretendida homosexualidad griega antigua con que se ha terminado generalizando de manera demasiado libre a los griegos, forzando sus obras más conocidas, como la Ilíada y la Odisea (en especial la “relación” entre Aquiles y Patroclo), debe tenerse en cuenta de que, muy por el contrario, en estas obras –como hace notar Thomas S. W. Lewis (“Los hermanos de Ganímedes”), aunque hablando en particular sobre la Ilíada– Homero se [...] destaca por describir la existencia de un medio acusadamente heterosexual, en un mundo orientado fundamentalmente en función del varón que reconoce el “carácter natural” de las relaciones heterosexuales y guarda silencio sobre la homosexualidad. [...] [Lo cual] no quiere decir que Homero no conociera las prácticas homosexuales ni que las omitiera en su obra deliberadamente. Pero su interés, y el de su público, se centraba en otros temas [en un pasado heroico, como sabemos, más que en la descripción fiel de su realidad]. El siglo VIII [y así por ende el pasado heroico] fue ajeno al eros masculino del Banquete platónico; Afrodita presidía unas relaciones eróticas abiertamente heterosexuales. 19 Por lo cual debemos atenernos a las relaciones puramente heterosexuales. 20 Sin embargo la homosexualidad nos sirve como introducción, temático-histórica, para hablar de relaciones heterosexuales, de las relaciones hombre-mujer griegas. Basados en la homosexualidad, proveniente etimológicamente del griego “homo”, que significa “igual” (aunque el término antiguo que designaba la homosexualidad masculina era “sodomía”), irreversiblemente se termina por desembocar (como mínimo en teoría) en la diferencia-oposición entre el hombre y la mujer, masculino y femenino, lo mismo y lo otro (sin fundar ingenuamente por ello, con los dos últimos, la esencia de la mujer como otro no-igual al hombre. No se trata de tomar de base al hombre para definir a la mujer, puesto que, como nos recuerda Lacan por consejo de Freud, [...] si se parte del hombre para apreciar la oposición recíproca de los sexos, se ve que 18
Introducción a Homero. P. 364. Thomas S. W. Lewis. “Los hermanos de Ganímedes”, en AA.VV. Homosexualidad: literatura y política. Trad. cast. de Ramón Serratacó y Joaquina Aguilar. Madrid: Alianza, 1985. [Pp. 124–148]. Pp. 129–131. Véase Apéndice 2. 20 Además los únicos vestigios de la homosexualidad en los griegos, no tan equívocos, o contradictorios, son el relato de Esquines sobre Timarco en el siglo IV, las obras de Platón, Esquilo o Píndaro, o las imágenes de las cerámicas griegas, nada de lo cual nos compete realmente aquí. Temas que no serían el nuestro –a no ser por Safo, que se nos escapa por dos siglos, tanto anterior a Homero como posterior a Odiseo. 9 19
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las muchachas-falo [...] proliferan sobre un Venusberg 21 que debe situarse más allá del “Tú eres mi mujer” por el cual él se constituye a su compañera, en lo cual se confirma que lo que resurge en el inconsciente del sujeto es el deseo del Otro [...] [ya guardándonos de] reducir el suplemento de lo femenino a lo masculino al complemento del pasivo al activo.22 La feminidad, manifiesta en el velo, el pudor y la ocultación, la feminidad o el “lugar común” de la mujer, es el otro que va a determinar la diferencia sexual, en contraposición a lo masculino del hombre siempre en función de sacar a la luz. Para Emmanuel Levinas –cúspide del pensamiento francés de “lo mismo y lo otro” como lo llama Vincent Descombes– lo femenino es “[...] lo contrario absolutamente contrario, aquello cuya contrariedad no es afectada para nada por la relación que puede establecer con su correlato [masculino] [...]”,23 y “[...] su poder consiste en su alteridad. Su misterio constituye su alteridad”; 24 aunque también se podría decir que su alteridad constituye su misterio. Lo femenino u otro, es pues, pura alteridad, puesto que no podemos considerarlo propiamente complementario sin caer en la idea del amor como relación de unidad por fusión de los contrarios (recreación del andrógino) cuando esta más que demostrado que “[...] la relación no neutraliza ipso facto la alteridad, sino que la conserva”,25 y hasta la hace más patente. Pero, como señala Derrida, “desde el momento en que se determina la diferencia sexual como oposición, cada termino invierte su imagen en el otro [...]”26 Lo cual nos lleva a que los hombres asimismo sirven, inevitablemente, como prototipos de la masculinidad, de espejo para que las mujeres, y con ellas la feminidad misma, se reflejen (tal como ya apuntábamos (P. 9), es el hombre el que les permite a las mujeres acceder a su verdad). Así, para Lacan: “El hombre sirve de relevo para que la mujer se convierta en ese Otro para sí misma, como lo es para él”,27 y que luego citará Philippe Sollers –de manera controversial– en un programa: “Se es heterosexual cuando se gusta de las mujeres, sea uno hombre o mujer.”28 Todo esto (aparentemente tan distante de la Odisea, más no del tema que nos ocupa aquí en relación con sus griegos) es a fin de fundamentar las relaciones heterosexuales, que son las que aparecen exclusivamente en la Odisea, y que por tanto son las únicas en que se pueden basar las reglas de moral sexual. Además, siendo las diferencias entre hombre y mujer probablemente más marcadas en los griegos que ahora (probable y no es por la duda que siempre plantea el ahora). Los griegos consideraban a las mujeres (con su mundo de juegos, ideas, tareas, etc.) como algo totalmente aparte, un mundo aparte; la mujer, se puede decir, era declaradamente, más que cualquiera, Otro. Otro con el cual, si bien se establecía la relación y se daba preferencia a esa relación, además de que había un encanto de lo femenino (que más adelante veremos en qué consistía) sobre lo masculino para el hombre griego, no se llegaba a conformar una unidad tan 21
Monte de Venus, según mi pobre alemán. Lacan no da traducción. Sin embargo la frase es perfectamente comprensible. 22 Jacques Lacan. “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina.” Escritos 2. 10a ed. México: siglo xxi, 1984. [Pp. 704–715]. Pp. 711–712, 710. 23 Emmanuel Levinas. El tiempo y el otro. Trad. cast. de José Luis Pardo Torío. 1a ed. Barcelona: Paidós, 1993. P. 128. 24 Ibíd. P. 130. 25 Ibíd. P. 129. Y en relación a la relación: “Sólo cuando se pone en evidencia que el eros difiere de la posesión y del poder podemos admitir una comunicación erótica [...]” P. 132. De lo contrario, no podemos más que pensar en el fracaso de la comunicación y las relaciones, sobretodo de las relaciones heterosexuales. 26 Op cit. P. 60n. 27 Op cit. P. 710–711. 28 ““Femmes”[...]”Le Secret””. L'infini. #47. 1994. P. 5. El programa era Reveue Française de Psychanalyse de 1994. La trad. cast. de la frase es mía, libre. 10
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compacta entre ambos –hombre y mujer– como hoy en día se supone que se logra con el matrimonio como pilar de la familia y célula de la sociedad. Había unidad pero en base no a la relación entre ambos sino por medio de la hacienda de ambos frente a los otros, fundamentalmente (obviamente habían otros puntos de contacto en los cuales se podían unir, aunque eran menos “obligados” ante la sociedad, tales como el cariño mutuo). Pero de resto –y ese resto formaba la mayor parte del tiempo, tanto de hombres como de mujeres–, se abría un abismo entre el mundo de los hombres (de las reuniones políticas, de la guerra y de las competencias deportivas, etc.), y el mundo de las mujeres (de las reuniones de tejido, etc.). Lo que nos lleva –y ahí quería llegar– a que era prácticamente imposible una “liberación femenina”, por ejemplo, (y sea lo que sea que quiera decir allí “liberación”) un intento de igualarse a los hombres. Y el caso contrario era mucho menos probable (aunque fuera posible pensarlo acaso): cualquier alusión a un hombre, de ser tratado como mujer, era considerado un insulto bastante grave, más grave que –para un aristócrata– ser considerado comerciante. El hombre griego veía en los otros griegos a los mismos, a sus iguales, mientras que en la mujer veía lo Otro, pero de ninguna manera tomando su diferencia como degradante, o inferior. 29 Como no es posible demostrar una ausencia más que señalándola y retando a que se demuestre lo contrario, lo cual hago, la prueba de la existencia de su “contrario” presente como la relación heterosexual probada (pues ¿cómo fingirla, por parte del hombre?), aunque no es concluyente para demostrar la inexistencia de la homosexualidad, sirve al menos de contrapeso, y puede ayudar a disminuir el mito extendido sobre Homero. De Calipso y Odiseo se nos dice al menos una vez, y el relato da a entender que muchas veces sucedió igual mientras estuvieron juntos, que “[...] hallaron en el amor contentamiento” (P. 426), luego Hermes aconseja a Odiseo “[...] no te niegues a participar del lecho de la diosa [Circe], para que libre a tus amigos y te acoja benignamente [...],” y Circe propone “[...] vámonos a la cama para que, unidos por el lecho y el amor, crezca entre nosotros la confianza” (Pp. 485–486); también se nos dice que “Alcínoo se acostó en el interior de la excelsa mansión, y a su lado la reina, después de aparejarle lecho y cama” (P. 449) y aun más revelador es el comentario de Hermes: “Envolviéranme triple número de inextricables vínculos, y vosotros los dioses y aun las diosas todas me estuvierais mirando, con tal que yo durmiese con la aure Afrodita” (P. 457); por no contar el papel que juega la cama, entre Odiseo y Penélope, hacia el final de la Odisea. La heterosexualidad era tan fuerte que dejaba sin peso los ideales de fidelidad masculina, ideales que no casaban con la heroicidad del guerrero, con su máxima acción y egocentrismo, que hacían entonces necesaria una “segunda moral”, por decirlo así, que permitiera la infidelidad, como el caso de Odiseo que [...] consumía su dulce vida suspirando por el regreso, pues la ninfa [Calipso] ya no le era grata. Obligado a pernoctar en la profunda cueva, durmiendo con la ninfa que le quería sin que él la quisiese [...] (P. 424), o de los guerreros vencedores, puesto que el repartirse las mujeres, con fines amorosos, de la ciudad vencida, era prácticamente “una institución de derecho sancionada por la costumbre y hasta por los mismos dioses”, como apunta Luis Gil.30 Segunda moral que no era sin embargo obligatoria puesto que el esposo podía renunciar a los “derechos” que por ella tenía de ser infiel y esa renuncia pesaba entonces a su favor como forma de mostrar a la esposa que la tenía en gran estima, casos como los de un Laertes con Euroclea que “[...] en el palacio la honró como a una casta esposa, pero jamás se 29
Aquí puede tomarse sencillamente mismo = hombre y otro = mujer por tratarse de un patriarcado. Por otra parte, sería interesante ver un trabajo –preferiblemente escrito por una mujer, aunque no necesariamente– sobre el hombre griego, visto a través de la mujer griega. 30 Op cit. P. 365. 11
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acostó con ella, a fin de que su mujer no se irritase” (P. 377). Pero (nótese lo de “casta esposa”) esta segunda moral no podía ser aplicada por la mujer. Ya fueran solteras o casadas, a ellas se les exigía estrictamente que fueran castas y luego fieles a sus esposos, con el fin de asegurar la tranquilidad del guerrero, que debía abandonar a su esposa por un tiempo indefinido para ir a la guerra. Por ello se hacía necesaria una garantía de que la esposa estaría reservándose para él, pues nada es más desmoralizador para un guerrero que el pensar que, mientras combate “por su patria”, su mujer pueda estar regocijándose con otro. De allí comentarios tales como: “Al principio, la divinal Clitemnestra rehusó cometer el hecho infame, porque tenía buenos sentimientos [...]” (P. 395) A las mujeres se las educaba desde muy jóvenes para que se ciñeran a tal ideal de castidad y fidelidad, de tal forma que más adelante se sentían obligadas a preservar una “imagen” de sí mismas acorde a aquel ideal de virtuosidad. Cosa que no es tan simple, teniendo en cuenta de que entonces también tenían problemas con las apariencias y los chismes, como nos lo hace saber Nausícaa pidiéndole a Odiseo: [...] anda ligeramente con las esclavas detrás de las mulas y el carro [...] quiero evitar [sus] amargos dichos, no sea que alguien me censure después –que hay en la población hombres insolentísimos– [...] [aunque] también yo me indignaría contra la que [...] a despecho de su padre y su madre todavía vivos, se juntara con hombres antes de haber contraído público matrimonio. (P. 439) Sin embargo –como apuntaba Thomas S.W. Lewis en el caso de la homosexualidad– nunca conoceremos el carácter que revestía la transgresión a la ley o a las normas de conducta moral, ni lo que se toleró calladamente en la vida cotidiana. Dentro de esas transgresiones podríamos sospechar de una buena parte de la cantidad de mujeres mortales que se vanagloriaban de haber sido fecundadas por dioses. Tiro, a la que Poseidón desató “el virgíneo cinto y le infundió sueño”, aunque después tuvo otros hijos de su esposo Creteo; Antíope, la que se vanagloriaba de haber dormido en brazos de Zeus; Alcmena, esposa de Anfitrión que del abrazo de Zeus tuvo al fornido Heracles; la esposa de Aloeo, Ifimedia, quien se preciaba de haber tenido acceso con Poseidón; o Leto, entre otras (Pp. 497–499). En lo cual puede verse una forma de legalizar las infidelidades (como insinúa, en La muerte de la Pitia, Friedrich Dürrenmantt), 31 aunque lo más probable es que no fuera más que una forma de otorgar “títulos” a los hijos, para hacerlos pasar por hijos de dioses.
Una feminidad sublimada: la mujer en las diosas Las similitudes entre hombres y dioses, tanto por la forma de los cuerpos de los dioses, como por sus comportamientos, o los sentimientos que se les atribuye, ponen de manifiesto que los dioses son un reflejo del hombre, quien los ha ido creando con el tiempo a su imagen y semejanza. Así, las relaciones que se establecían entre dioses reflejan en gran medida las relaciones que se daban entre los antiguos griegos, aunque no se trata de un reflejo exacto, pues allí se mezclaba tanto la realidad como la ficción. Dentro de ese reflejo aparece la diferencia entre el hombre y la mujer, creando a los dioses y a las diosas como entes separados, con una sexualidad definida. Los hermafroditas son pocos, son excepciones en todas las mitologías. La diferencia entre el hombre y la mujer se puede encontrar hasta en las antiguas filosofías chinas, en el Tao, con sus dos formas que son el yin y el yang (lo femenino y lo masculino, dos de los sentidos que pueden tomar). 31
Sobre su protagonista, la sacerdotisa délfica Paniquis XI, se refiere a Edipo como “[...] uno más que le preguntaba si sus padres eran realmente sus padres, como si decidir algo así fuera fácil en los círculos aristocráticos, donde aún había esposas que pretendían haber sido fecundadas por el propio Zeus y maridos que se lo creían.” La muerte de la Pitia. Barcelona: Tusquets, 1990. P. 129. 12
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En particular, para el caso que aquí nos ocupa, en Homero, en la Odisea, las similitudes entre las mujeres griegas y las diosas son también bastante grandes. Dejando aparte a Atenea, la cual es, en muchos aspectos, una diosa muy masculina, allí tenemos a Circe y a Calipso. Por ellas sabemos que las diosas podían cantar para distraerse y realizaban oficios como tejer (Calipso “[...] cantando con voz hermosa, tejía en el interior con lanzadera de oro” (P. 422); “[...] Circe que con voz pulcra cantaba en el interior, mientras labraba una tela grande, divinal y tan fina, elegante y espléndida, como son las labores de las diosas” (P. 483)), que sentían tristeza, lloraban (Calipso se niega a despedirse de Odiseo (P. 424); mientras que “[...] vertiendo copiosas lágrimas, acude Circe” (P. 491)), toman esposo y duermen con él, como haría cualquier mujer mortal (las diosas “[...] no se recatan en dormir con el hombre que han tomado por esposo” (P. 423)). Las diferencias con las mortales son más bien pocas –y se supeditan básicamente a la superioridad de las diosas: por ser más hermosas (“[...] aunque estés deseoso de ver a tu esposa [...] Yo me jacto de no serle inferior ni en el cuerpo ni en el natural, que no pueden las mortales competir con las diosas ni por su cuerpo ni por su belleza”, le recuerda Calipso a Odiseo (P. 425–426)), hacer todo mejor y por ser inmortales (“[...] le acogí amigablemente” –dice Calipso–, “le mantuve y díjele a menudo que le haría inmortal y libre de la vejez por siempre jamás” (P. 424)). Según Jean Shinoda: las diosas griegas son imágenes de las mujeres que han vivido en la imaginación de la humanidad durante más de tres mil años [...] son patrones o representaciones de cómo son las mujeres, con más poder y diversidad de comportamientos de lo que se ha permitido ejercer históricamente a las mujeres [...] representan patrones intrínsecos o arquetipos que pueden conformar el curso de la vida de una mujer [...] expresan con metáforas lo que una mujer que se les parezca puede hacer.32 Recordemos que para Jung “las representaciones concretadas en [los] mitos [...] corresponden a necesidades del alma humana, necesidades que se forjan esas singulares expresiones”33 y que el arquetipo es una expresión que designa una imagen originaria, que existe en el inconsciente. [...] es también una forma de complejo [...] un complejo innato [...] [y las] imágenes originarias –de las que hay multitud– tienen cada una su carga especifica, de la que no somos beneficiarios hasta que, tras haberla descubierto, no las hemos incorporado de una forma cualquiera a la trama de nuestra vida.34 Así, las diosas como representaciones, corresponden a unas necesidades especificas del pueblo griego, y la sexualidad de los dioses juega un importante papel dentro de esas representaciones puesto que ayudan a reflejar la diferencia entre los hombres y las mujeres, entre unos componentes femeninos (yin) y otros masculinos (yang) que conforman el todo. La importancia de esta diferencia no podía ser ignorada, mas que a costa de ignorar una parte importante del hombre mismo (que también posee componentes femeninos, y que necesita de la mujer). Por otra parte, el arquetipo 32
Las diosas en cada mujer. Trad. cast. de Alfonso Colodrón. ed. Barcelona: Kairós, 1993. P. 45. De este libro sólo retomo la base de su teoría, fundada en una aplicación de los arquetipos de Jung a la mitología femenina griega, apartándome de sus juicios feministas, y poniendo en duda una utilidad de su método “de escuchar lo que pueden decir las diosas a la mujer de hoy en día.” Shinoda también plantea la posibilidad de ver, en la totalidad de las diosas, “una metáfora de la diversidad y del conflicto interior de las mujeres,” pues ya que, por más que se parezcan, ninguna diosa representa o ha representado jamás a una mujer real determinada. En las diosas solamente se resaltaban algunas características por lo general atribuibles a la mujer o a lo femenino, junto a otros atributos que las hacían verosímiles (se les atribuía una historia, una imagen, etc.). 33 Los complejos y el inconsciente. P. 386. 34 Ibíd. P. 409. 13
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como imagen originaria aparece claramente en la mayoría de las diosas,35 y tal parecía ser su papel: dar forma a las imágenes originarias que se encuentran en el inconsciente de hombres y mujeres griegas. Imágenes que tenían cada una su “carga” especifica dentro de la vida de la mujer griega (la que aquí nos interesa) tanto por una posible identificación directa con la diosa –a la que le podía entregar su vida o pedirle favores–, como el más simple reconocimiento de la presencia de las diversas diosas en su comportamiento diario. Reconocimiento que se daba sin resistencia –no tal como lo propone ahora Shinoda, un reconocimiento critico, que le permita a la mujer saber cuando una de las dioses arquetípicas le “ordena” algo, pero que la mujer se puede resistir a sus designios si los juzga inconveniente para su vida. Esta teoría de los arquetipos permite hablar de las diosas con mayor autoridad para tocar el tema de la feminidad, punto fundamental en la constitución del ser-mujer, ya que en las diosas se encuentra quizá la feminidad en su estado más puro por lo que se tratan de imágenes que una conciencia de lo femenino lleva al hombre a crear. Y si bien la feminidad sólo constituye una parte de la mujer real, resulta útil al considerar a la mujer griega en particular, por lo que a las diosas se las recubría con sus formas y sus costumbres, y también porque sus mitos se han conservado intactos mientras que prácticamente no existen estudios históricos de entonces sobre las mujeres, no más que mujeres literarias y breves menciones en otros documentos que difícilmente ayudan a reconstruir un panorama de la mujer griega antigua. Después de Lacan –de concebir el inconsciente estructurado como un lenguaje– a mi modo de ver la teoría de los arquetipos recobra cierta validez junto a Freud, ya que la forma del lenguaje es similar en todas las culturas y la adquisición de una conciencia y un inconsciente se da gracias al lenguaje (y a un lenguaje cuya estructura interna puede privilegiar ciertas relaciones que conformarían algo así como lo que Jung dio en llamar Inconsciente Colectivo –y que no es lo mismo que la cultura que luego se va a inculcar en el niño por medio de la enseñanza). Claro que habría que limar un poco ciertas asperezas, especificidades, tanto en la teoría freudiana como en la de Jung; pero como aquí no estamos inscritos completamente en ninguna de ellas dos...
El encanto de la belleza De sobra es conocido el valor que se otorgaba a la belleza en la sociedad griega antigua. Era un valor fundamental y uno de los más altos, que se celebraba por igual no importa donde se presentase. Se alababa por igual tanto en los hombres como en las mujeres; y sobretodo en los adolescentes, ya que luego pasaban a destacar otros valores como la destreza o el coraje, más asociados a la madurez – mas no por eso se dejaba de considerar grata cualquier alabanza a la belleza personal. En las mujeres, sin embargo, lo que primaba era su belleza y hermosura sobre cualquier otro aspecto; no como los hombres, para quienes podían primar otros como la valentía. Sólo entonces se pasaba a considerar la destreza de la mujer, y el conjunto de cualidades morales e intelectuales (tales como su inteligencia o cordura). Por eso prácticamente no se encuentran mujeres feas –o de las que no se alabe su belleza– en la Odisea, mientras que el héroe dista mucho de ser hermoso (pero sus otros atributos le “salvaban” a los ojos griegos). El alto valor de la belleza femenina podemos verlo en tres situaciones: en la preocupación de Telémaco, quien le pide a Euriclea: “[...] júrame que nada dirás a mi madre [...] para evitar que lloré y dañe así su hermoso cuerpo” (P. 386); en la admiración de Odiseo ante Nausícaa: “[...] te
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Shinoda considera que los dioses “[...] nos son familiares porque son arquetipicos; es decir, representan modelos de ser y de actuar que reconocemos a partir del inconsciente colectivo que todos compartimos.” Op. cit. P. 35–36. 14
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contemplo con admiración, ¡oh mujer!, y me tienes absorto [...]” (P. 437);36 y en la utilidad de esa belleza, como cuando se dice: “Vi igualmente a la bellísima Cloris –a quien por su hermosura tomó Neleo por esposa, consiguiéndole una dote inmensa [...]” (P. 498). Homero alaba la belleza básicamente de dos maneras: resaltando una parte del cuerpo (los ojos, los brazos, los pies –o las trenzas en las mujeres), lo cual se hacía como una formula, asociada al nombre como una especie de “apodo” o apellido (y así tenemos a Circe, la de lindas trenzas; Nausícaa, la de níveos brazos; Hebe, la de los pies hermosos... y se repetían las formulas, por lo que ha veces también era necesario decir de quien era hija), y por comparación con los dioses o diosas según el caso. Dicha comparación podía ser directa (“[...] salió Helena de su perfumada estancia de elevado techo, semejante a Artemis, la que lleva arco de oro” (P. 404)), por divinización del sujeto (“Helena [...] la divina sobre las mujeres” (P. 408)) o indirecta (“Nausícaa, a quien las deidades habían dotado de belleza” (P. 460)). Pero la belleza femenina inevitablemente debe distinguirse de otras formas de belleza contempladas en la antigua Grecia. La belleza de una mujer no puede quedar en el simple nivel de la belleza reflejada en una obra de arte, p. ej., que se daba para su pura contemplación, un placer estético que se regocijaba en sí mismo, un deleite de los sentidos que no llegaba a afectar la obra bella. Ciertamente, una mujer hermosa permite una contemplación cercana a la que provoca el arte, pero debe tenerse en cuenta de que una mujer por más hermosa que sea no deja de ser mujer. Es decir, se propone como posible compañera sexual (y futura madre), y no como objeto ni obra de arte. Toda mujer, por más hermosa que sea, es un ser humano inscrito dentro de una economía del deseo que exige la unión sexual y –con ella– la mancillación de su belleza.37 Para ver el otro lado de la belleza femenina, por lo demás bastante oculto en la Odisea, más aparejado con la belleza en general cantada por Homero, Bataille resulta indispensable. Y es que, siendo nuestro tema la mujer y no la estética, no nos podemos dejar engañar sobre el valor de la belleza femenina y creer que entonces, en la antigua Grecia, el deseo sexual era algo “puro” y limpio de tan alto que lo ha pintado Homero con sus “personajes”. Para Bataille, la belleza femenina es lo que designa a la mujer para el deseo del hombre. En su apreciación “[...] debe entrar en juego la respuesta dada al ideal de la especie [...]” Respuesta que se manifiesta en la fecundidad, y en su grado de humanidad (para los griegos también podría ser de divinidad, pues el ideal humano estaba cercano a los dioses). O en otras palabras, en la juventud (que augura fertilidad) y en las formas que más se alejan de la animalidad.38 Lo cual nos ayuda a ver el valor real de la belleza femenina, pues si la mujer hermosa es objeto de deseo es porque su belleza 36
Claro que conociendo a Odiseo no hay que creerle demasiado. Puede tratarse de un simple halago, para ponerla de su lado, anticipándose a algo que más tarde expresaría Freud: “En la vanidad que a la mujer inspira su físico participa aun la acción de la envidia del pene, pues la mujer estima tanto más sus atractivos cuanto que los considera como una compensación posterior de su inferioridad sexual original.” La feminidad. P. 537. Vanidad exaltada, ayuda segura – felicidad de la mujer, que se siente entonces superior al hombre por la atracción que su belleza provoca en él. 37 No desconozco la dificultad de hablar del tema, sobretodo a partir de una obra como la Odisea, donde no aparece ninguna conciencia de mancillación unida al acto sexual. Pero si queremos ver a la mujer griega en toda su posible dimensión real no podemos descartar que la mancillación tenía lugar, pues la Odisea corrobora que el pudor existía y que las mujeres cubrían sus partes animales, que luego eran descubiertas por el amante. En los jóvenes también podía darse un poco de esto en sus relaciones homosexuales, pero, como hemos visto, no se puede considerar dentro de la normalidad griega. 38 “El valor erótico de las formas femeninas está vinculado [...] a la desaparición de esa pesadez natural, que recuerda el uso material de los miembros y la necesidad de una osamenta: como más irreales son las formas, menos claramente están sujetas a la verdad animal, a la verdad fisiológica del cuerpo humano, mejor responden a la imagen muy generalmente extendida de la mujer deseable.” Georges Bataille. El erotismo. P. 198. 15
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deja campo a la posibilidad de mancharla. La belleza “[...] es deseada para ensuciarla, no en sí misma, sino por la alegría saboreada en la certeza de profanarla.”39
La “magia” femenina Dentro del mundo antiguo –como hasta hace poco– siempre se ha considerado a la mujer como depositaria de ciertos saberes especiales, por lo general extraños al hombre. Saberes que se pueden dividir en dos tipos: benéficos y maléficos, según los juicios de la opinión pública. Aunque en la antigua Grecia no se tenía una conciencia del bien y el mal tan marcada como se daría a partir del cristianismo, si se distinguían los dioses del Olimpo a los del Hades, entre otros; y, según estos saberes provinieran de uno o del otro, así se calificaban. Dentro de los saberes benéficos, considerados naturales y lícitos, asociados con la fertilidad –y de aquella manera con la mujer– tenemos en la Odisea el caso de Helena, de quien se dice que echó en el vino [...] una droga contra el llanto y la cólera, que hacía olvidar todos los males [...] Tan excelentes y bien preparadas drogas guardaba en su poder la hija de Zeus, por habérselas dado la egipcia Polidamna, mujer de Ton, cuya fértil tierra produce muchísimas, y la mezcla de unas es saludable y la de otras nociva (P. 406) De otro lado, hay una estrecha relación entre la luna y la noche, entre la noche y la muerte, que se han asociado a unos principios femeninos (y por ende con la mujer). En la mitología griega quizá el máximo exponente de esta relación sea la diosa Hécate (o Perséfone), esposa de Hades y reina del mundo subterráneo. Como señala Julio Caro Baroja en Las brujas y su mundo, “ella es […] una divinidad propia para que en su torno se desarrollen los cultos secretos y la idea del terror.”40 Y dentro de las representantes o ministros de Perséfone estaban Circe y Medea. De Circe tenemos noticia por boca de Odiseo, quien asegura a los feacios que: Cuando los tuvo adentro [a sus hombres], los hizo sentar en sillas y sillones y confeccionó un potaje de queso, harina y miel fresca con vino de Prammio, y echó en él drogas perniciosas, para que los míos olvidaran por entero la tierra patria (P. 483) En tal caso podemos ver en Circe, como en Medea, la seducción, el arquetipo de la mujer que por su “encanto”, o “hechizo”, hace con los hombres lo que quiere. 41 Mujer de un fuerte erotismo (en ciertos aspectos “frustrado” ya que estaba condenada a la soledad, mientras que una Helena o una Polidamna estaban casadas y se consideran fértiles), erotismo que era considerado perjudicial y nefasto por los griegos, puesto que no tenía objeto ni podía saciarse, lo que constituía la perdición de los hombres que caían en su poder. Por tanto, podría decirse –con Caro Baroja– que “el mundo de la Magia maléfica [...] es el mundo del deseo, del deseo sin freno [...]”42 Finalmente, cabe destacar que este tipo de mujeres, hechiceras o magas, tenían reputación de ser expertas en la fabricación de venenos. Reputación creada básicamente por hombres, y que refleja aquel temor que según Freud se da en el período anterior al complejo de Edipo: ¡el miedo a ser
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Y también: “Nada más deprimente para un hombre, que la fealdad de una mujer, sobre la cual la fealdad de los órganos, o del acto, no destaca. La belleza importa en primer lugar porque la fealdad no puede ser mancillada y porque la esencia del erotismo es la mancha[...] Cuanto mayor es la belleza, mayor es la mancha.” Ibíd. Pp. 201–202. 40 P. 46. 41 Ibíd. P. 46 42 Ibíd. P. 53. También sobre las brujas, el mal y el deseo excesivo, Cf. Georges Bataille. La literatura y el mal. Madrid: Taurus, 1987. Pp. 55–63. 16
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envenenado por la propia madre!43
El canto de las sirenas Como escribiría Maurice Blanchot –en la introducción a uno de sus libros más hermosos– el canto de las sirenas, más que un canto cualquiera, señalaba la posibilidad del Canto, era su promesa: Las sirenas “[...] sólo dejaban oír la dirección hacia donde se abrían las verdaderas fuentes y la verdadera felicidad del canto. Su canto [...] sólo reproducía el acostumbrado canto de los hombres,” como su belleza legendaria sólo era un reflejo de la belleza femenina. 44 Y por aunar la belleza femenina y el canto de los hombres, un canto tan sólo similar al canto de los aedos, eran consideradas insólitas; y su invitación al origen de su canto hacía sospechar que se trataba de un canto inhumano, ya que era un canto-invitación “[...] muy bajo y capaz de despertar en él [en el hombre] ese placer extremo de caer que no se puede satisfacer en las condiciones normales de la vida.” Su canto no era tanto inhumano por ser cantado por bestias sino por antisocial, ya que era un canto del abismo, que abría un abismo por donde el hombre aspiraba a desaparecer, en “comunión” con el origen del canto, como quien aspira a perderse en los brazos de la mujer amada. Circe ya le había advertido a Odiseo: [...] encantan a cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos [...] le hechizan las sirenas con el sonoro canto sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo (P. 508). Se lo ha advertido, pero al mismo tiempo es una experiencia que le incita a tomar (“[...] podrás deleitarte escuchando a las sirenas” (P. 508)). Pero, ¿son las sirenas un simple obstáculo más en la camino de regreso a la patria, una experiencia más para ser sumada al héroe aristócrata, que por eso únicamente Odiseo debe tener (“[...] tan sólo yo debo oírlas [...]” P. 510)? Y si es así, ¿por qué es la que toma más segura, hasta el punto de sólo poder obtener “un goce mediocre, cobarde y quieto, calculado," como señalaba Blanchot? Personalmente no considero que así pretendiera tomar Odiseo todas sus experiencias por ser un griego de la decadencia de Grecia, que no mereció haber sido el héroe de la Ilíada. Todo parece indicar que las sirenas se trataban de un peligro especial, mucho más temible para el exiliado que busca volver a su patria que las hermanas Escila y Caribdis, más temible que la misma muerte. La gravedad de la amenaza se puede intuir recordando a dos “sirenas menores”: Circe “[...] la deidad poderosa, dotada de voz” (P. 481) que también habitaba una isla, y que mantenía encantado a Odiseo, haciéndole olvidar su patria hasta el punto de que habrán de ser sus compañeros los que se la recuerden (Pp. 488–489), y Calipso, la otra diosa isleña que “[...] retiene al infortunado y afligido Odiseo, no cejando en su propósito de embelesarle con tiernas y seductoras palabras para que olvide Itaca [...]” (P. 368) 45 43
“Con el destete se relaciona también, probablemente, el miedo a ser envenenado. El veneno es un alimento que hace enfermar. Quizá el sujeto infantil refiere a la privación del seno materno sus primeras enfermedades.” Sigmund Freud. Ibíd. P. 524 y 527. 44 Maurice Blanchot. “El encuentro con lo imaginario.” El libro que vendrá. Trad. cast. de Pierre de Place. 2a ed. Caracas: Monte Avila, 1991. [Pp. 9–16]. Pp. 9 y ss. 45 Una tercera se podría ver representada en Helena, respecto al caballo de Troya, cuando, movida por algún dios que anhelaba dar gloria a los troyanos, según Menelao, anduvo tres veces alrededor de la hueca emboscada, tocándola, y llamando por su nombre a los más valientes dánaos y, al hacerlo, remedando la voz de las esposas de cada uno, intentando con ello hacerles olvidar su misión, para que salieran a su encuentro, atraídos por su voz, descubriéndosen (P. 407). 17
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El peligro es, pues, el del (en)canto femenino. Un peligro en el cual antes de las sirenas Odiseo ya ha caído con Circe, y en el que volverá a caer con Calipso, pero que en las sirenas parece presentarse en su estado más puro y, por ende, más peligroso. Esa pureza se la confiere explícitamente el saber, pero no un saber cualquiera sino el saber absoluto que ostentan. Un saber apenas especial por ser absoluto, que recoge un saber humano (“histórico y útil”, cantado por los aedos) y un saber divino (total), presentado con el encanto de lo femenino (con su voz y la promesa de su belleza). Las sirenas cantaban: Acércate y detén la nave para que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado[...] sin que oyera la suave voz que fluye de nuestra boca, sino que se van todos después de recrearse con ella, sabiendo más que antes, pues sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses y conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra. (P. 511) Pero ese saber no es exclusivo de las sirenas (de nada nos serviría, ya desaparecidas, aunque hubieran sido reales); las sirenas tan sólo lo hacen explícito, prometiéndolo explícitamente. Sin contar que se trata de un saber divino, el que sea posiblemente un saber femenino que promete enunciarse ya dice mucho al hombre, que busca adquirir un conocimiento absoluto, que considera la mujer como un otro posiblemente conciente de su alteridad (y eso si no considera absoluto el “saber” de la mujer que da la vida) y que puede comunicarle ese conocimiento. Supuesto saber, base del misterio femenino. El peligro es entonces obvio. ¿Qué puede detener a Odiseo para no ir al encuentro de las sirenas sino los fuertes lazos que atan su cuerpo? Precisemos un poco más, no vaya a pensarse en Odiseo como un primer filósofo que daría cualquier cosa por alcanzar la sabiduría. Es que definitivamente no se trata de un saber intelectual sino –por decir algo aproximado donde las palabras se quedan cortas– del significado de todo, vivir en un goce sin fin o en lo imposible –lo que para los griegos estaría más cerca de la inmortalidad o la divinización. Pero, en tal caso, ¿por qué Odiseo tampoco acepta a Calipso, que le promete la inmortalidad? En el caso de las sirenas, la fuerza de su canto (encanto o llamado) podía obnubilar completamente la “razón” (como se reconocía que podían hacer los dioses) en un momento de decisión irreversible. Si no fuera por ello, no habría ningún peligro: para un griego superar el obstáculo es siempre preferible a una victoria fácil.46 Además, la función del canto de las sirenas se agota en el puro goce que prometen. No tiene una utilidad social, como la que se les reconocía a los aedos, que aparte de embelesar con su canto cumplían la misión de perpetuar los hechos gloriosos del pasado.47 Perpetuación o recuerdo que se hace en sociedad, que no tiene sentido en la soledad. Por otra parte, Blanchot nos recuerda que [...]ese canto se dirigía a navegantes, hombres de riesgo y atrevido movimiento, y que 46
El caso de Calipso es un poco más complejo, ya que entra a contar el amor, imposible sin el pleno ser del otro. Y es que para ella no tendría sentido amarse a sí misma por intermedio de otro (hoy sabemos que el “amor” narcisista es más frecuente de lo que se cree, pero nada lo deja sospechar en el deseo de Calipso). Ahora bien, si lo mantiene medio encantado es en espera de que termine aceptándola, pero los dioses interrumpen el proceso que aun cree poder llevar a buen fin. Sin embargo, no se trataba de un encantamiento total. El sentido de justicia de los dioses nunca lo hubiera permitido. Ni Zeus, que engañaba a las mujeres que deseaba, para tener relaciones con ellas, podía hacer que le amasen por su propia voluntad. La única que podía dirimir en tales casos era Afrodita, cuyo “hechizo” era el amor mismo; pero como diosa, aunque caprichosa, no se la podía “usar” así porque así –ni siquiera por su padre Zeus. Ella tenía completa independencia y seguía “caminos misteriosos”. Y, volviendo a Odiseo, ¿dónde hubiera quedado su fama consiguiendo una inmortalidad tan fácil, regalo de una mujer que quería simplemente tenerlo por esposo? Como propuesta era inaceptable para un griego. 47 Luis Gil. “Los demiurgos.” Introducción a Homero. P. 433. 18
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era en sí mismo una navegación: era una distancia y lo que revelaba era la posibilidad de recorrer esa distancia, haciendo del canto ese movimiento hacía el canto y de ese movimiento la expresión del supremo deseo.48 La travesía hacia su canto, el recorrido de la distancia, es, sin embargo, lo que hubiera dado realmente ese saber deseado; “saber” excesivo que sólo la pobre manera en que lo vislumbra Odiseo le permite seguir viviendo, pues en Acab, como señala Blanchot, ese saber (visión de Moby Dick) es su perdición.49 Pero el encanto de aquel saber femenino también responde a otros deseos que ayudan a crear su misterio. Derrida escribe: Toda gran agitación, nos lleva a imaginar la felicidad en la calma y en la lejanía. Cuando un hombre, a merced de su propio tumulto, se encuentra sumido en la resaca de sus “tensiones” y sus intenciones, sin duda ve también entonces cómo seres encantadores y silenciosos se deslizan ante él, seres cuya felicidad y retiro (el repliegue sobre sí mismo) ambiciona –son las mujeres.50 Y nada nuevo se dice aquí: se trata del mismo “saber” que el hombre anhela poseer en la mujer, y de un deseo que la mujer provoca con la distancia que establece (con su alteridad, el pudor, el velo, etc., con todo un “otro inaccesible” en ella reunido) pues el encanto más poderoso de las mujeres consiste, al fin y al cabo, en hacer sentir su lejanía (Nietzsche) y prometer la calma al guerrero. Como diría Derrida: La seducción de la mujer opera a distancia, la distancia es el elemento de su poder. Pero [y ese “pero” es fundamental] de ese canto, de ese encanto, hay que mantenerse a distancia; hay que mantenerse a distancia de la distancia, y no sólo [...] para protegerse contra esa fascinación, sino también para experimentarla.51 ¿Habría hecho entonces bien Odiseo manteniéndose a distancia de las sirenas? Quizá sí. Si hubiera ido a su encuentro y hubiera podido regresar vivo, habría regresado “sabiendo” que no hay ninguna esencia de la mujer, y que no hay verdad de la mujer, sino que es precisamente esa separación abisalabismal de la verdad la “verdad”, pues “mujer” es tan sólo un nombre, un nombre de la no-verdad de la verdad.52 En el origen del canto de las sirenas no hay ninguna verdad sino un desierto, un vacío donde naufragan todos los conceptos del hombre porque no hay referentes. Y aunque Odiseo no hubiera naufragado en ese punto exacto, si hubiera podido regresar de las sirenas (aunque de ellas en general no se puede regresar), no habría podido regresar ya a ninguna parte, no habría podido seguir regreso a Itaca porque el sentido de su regreso, lo que lo animaba a regresar, se le hubiera perdido en ese punto-origen del canto de las sirenas. Ya no tendría para él sentido su regreso. No por Penélope (la que al fin y al cabo nunca ha encarnado muy fuertemente aquel deseo por regresar), sino porque la patria, y su hacienda, de la que esta exiliado, patria y hacienda que son sus “mujeres” más deseadas, hubieran perdido con ellas (con las mujeres) su
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Op. cit. P. 10. Las sirenas, como las mujeres, fingen “[...] la castración –sufrida e infligida– para dominar al señor de lejos, para producir el deseo y al mismo tiempo [...] matarlo.” Derrida. Op. cit. P. 58. 50 Ibid. Pp. 30–31. 51 Ibíd. P. 33. 52 Ibíd. P. 34. 19 49
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sentido. ¿Olvido? Quizás, pero un olvido des-conocido.53 Así, Odiseo propiamente no escucha el canto de las sirenas sino que “disfruta” tan sólo de su amenaza. Y aquella actitud [...] basta para comunicar a las Sirenas una desesperanza hasta entonces reservada a los hombres y para transformarlas, por esa misma desesperanza, en bellas doncellas reales, por una vez reales y dignas de su promesa, capaces [...] de desaparecer en la verdad y en la profundidad de su canto.54 Curioso resultado, pues si la mujer es la verdad, sabe que no hay verdad, que la verdad no tiene lugar, o que nunca estamos en su posesión. Además, ella es mujer en tanto que no cree en la verdad, en lo que ella es, en lo que se cree que es,55 pero si el hombre tampoco cree en ella, si deja de creer en la verdad de la mujer, por fuerza ella deja de existir,56 porque “la “mujer” se interesa tan poco en la verdad, cree tan poco en ella, que su propia verdad ni siquiera la concierne. [...] [Porque] es el “hombre” el que cree en la verdad de la mujer [...]”57
***** Llegando a nuestra Itaca una extraña inquietud viene a apoderarse de nosotros: que Homero y Penélope quizá sean una misma presencia en vez de dos personas distintas que se distribuyen cómodamente los papeles. ¿Acaso el poeta no es siempre mujer, ocultándose, proponiéndose tras el velo de la palabra? Aedos, frutos del ingenio y aburrimiento de los dioses, reconocieron que su canto les venía de las Musas mas nunca cuestionaron su propia realidad. ¿Podremos suplir hoy esa falta, reconocer en Homero una presencia de lo femenino (y de la mujer-madre)? El Homero estrictamente masculino es un mito, de esos que creaba tan bien. Desde el interior del relato, la Odisea fue “escrita” por una Mujer. Más exactamente por Penélope, quien era el reflejo de Homero. Penélope, la tejedora de textos. Quizá Odiseo nunca haya salido de Itaca pero a Penélope le gusta pensar que sí, que ha debido abandonarla –para volverla a recobrar. Penélope entonces debe tejer un manto (texto) que cubrirá de gloria a su esposo: manto que será conocido con el nombre de Odisea. Pero, ¿por dónde
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Recordemos que en el olvido “[...] el ser permanece ausente de una manera singular. Se mantiene en un retiro velado que se vela a sí mismo. [Y que] la esencia del olvido, tal y como la experimentaban los Griegos, consiste en ese velamiento. No es [...] nada negativo, sino, en tanto que retraimiento [...] una retirada protectora que salvaguarda lo todavía Incólume.” Ibíd. P. 97. Pero, ¿si se olvidara hasta el olvido porque se cree que ya no hay nada qué recordar (recobrar)? 54 Blanchot. Op. cit. P. 11. 55 Derrida. Op. cit. P. 35. 56 Blanchot asegura que las sirenas fueron vencidas, y que se vieron abocadas a desaparecer, por aquella técnica que Odiseo puso en contra de ellas. En épocas recientes, la estupidez del hombre (discriminación o degradación de lo femenino gracias a la supuesta superioridad del macho) si bien no amenaza directamente con hacer desaparecer a la mujer, si amenaza la norma clásica en que se identificaban tan placenteramente feminidad y mujer. El lugar de la mujer ya ha dejado de ser la casa, la infidelidad ya no se trata de algo masculino (dicen las malas lenguas que en ello las mujeres superan con creces al hombre) y su canto se ha deformado en un discurso balbuceante. Quizás todo eso no sea, sin embargo, para mal. Quizá las sirenas tan sólo se han escondido, desplazadas, esperando al aquel que se atreva a ir en busca de su canto. Quizá tan sólo se han visto obligadas a transformarse en nuevas sirenas, que sólo esperan ser reconocidas por su canto. 57 Derrida. Op. cit. Pp. 41–42. 20
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comenzar? Ensaya comienzos tejiendo y destejiendo, hasta que los pretendientes (posibles lectores) se cansan del “engaño”, le exigen un fin. De ahí la forma de historias dentro de la historia (en la primera mitad de la Odisea). Finalmente teje, pues, el texto definitivo con la ayuda de su “aguja” Atenea y dos “hilos”: Odiseo y Telémaco. ¿Era su intención llenar de gloria al esposo, o entretener sus ocios? ¿O concebirse indirectamente como el deseo de otro que ya ni la mira? La pregunta por las intenciones de Penélope, ¿no sería acaso la pregunta misma por el fin y el sentido de la literatura? Si todo esto no es más que una alegoría, es más de la literatura misma que de una sencilla mujer.
Hugo Blumenthal Cali, 1997
APENDICE 1 El lugar de las esclavas Si bien mujeres (porque su condición humana y sexual no se negaba ni entre los griegos), las esclavas no eran consideradas, no podían ser consideradas griegas ni en el mejor de los casos; y en general los casos eran bastante buenos, en comparación con la mayoría de pueblos a través de la historia. Las esclavas abundaban más que los esclavos por la sencilla razón lógica de que en la guerra –principal abastecedora– se mataba a los prisioneros varones, y tan sólo se respetaba la vida de mujeres y niños porque resultaban más fáciles de manejar y de vender. Por lo demás, debido a las numerosas guerras donde se tomaban mujeres y riquezas y todo se repartía “para que nadie se fuera sin su parte del botín” (P. 465), aristócrata que se respetase debía tener unas cuantas –por lo general reservadas a labores internas de la casa, como criadas– supeditadas a la esposa. Así las encontramos acompañando tanto a Penélope como a Circe (aunque de las de Circe se dice que “[...] han nacido de las fuentes, de los bosques o de los sagrados ríos que corren hacia el mar.” (P. 486)). Un caso importante es el de Euroclea, la cual había comprado Laertes con sus bienes en otro tiempo, apenas llegada a la pubertad, por el precio de veinte bueyes; y [que] en el palacio la honró como a una casta esposa, pero jamás se acostó con ella, a fin de que su mujer no se irritase. (P. 377) Hasta este punto las esclavas se consideraban mujeres. Como virtudes, se les exigía sumisión y amor, tanto al acudir al lecho del señor como al asociarse en las penas y alegrías de sus amos. Nada muy diferente al papel que la sociedad “exigía” a las griegas legítimas, sólo que el amo si tenía derecho sobre las vidas de sus esclavas infieles como demostrará Telémaco por orden de Odiseo (Pp. 640–641).
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APENDICE 2 Homosexualidad y prostitución Como señala Thomas S.W. Lewis,58 en el idioma griego se establecía una distinción sutil entre amantes homosexuales y heterosexuales, que definía los respectivos roles. El erastés o amante era el de mayor edad y más activo de la pareja homosexual. El erómenos era el más joven, y prácticamente su función consistía en servir de receptor en la cópula intercruzal, o coito externo, entre los muslos, máximo acto permitido por la decencia, cosa que podía llegar a hacer con tal de que no mostrara placer. A los ojos de los griegos, prestarse a la realización del coito anal era algo considerado degradante por no poder tratarse ni como una forma de expansión del amor, o respuesta al estimulo de la belleza, y estaba reservado para las mujeres (!) y para las prostitutas. En la relación heterosexual se distinguía la peporneumene, mujer que vende su cuerpo como prostituta, y la hetairekya, que comparte el lecho y la vivienda con un hombre durante un período prolongado. De Atenas al menos se sabe que no promulgaron leyes prohibitivas sobre la homosexualidad, ni de la prostitución homosexual. De hecho, se recaudaban periódicamente impuestos de los burdeles, los cuales eran considerados importante fuente de ingresos del Estado. Pero existían sanciones que indican que la prostitución estaba marginada. Y así, los prostituidos no podían hablar en la asamblea o Agora so pena capital. Y si un muchacho era obligado a prostituirse igual castigo se imponía al padre o tutor. Por eso, los prostituidos eran por lo general extranjeros, los cuales de todas formas no gozaban de mayores derechos. 59 Más o menos por los mismos motivos resulta apenas obvia la exclusión forzada de las prostitutas, o de la mujer media (no todas podían ser aristócratas, ni descendientes de aristócratas, porque ¿cuál sería el chiste de ser aristócrata?), entre otras posibles, de las que la Odisea no hace mención.
APENDICE 3 Afrodita, o la feminidad excesiva Como señalaba Mallarmé, Afrodita es en principio el nombre de la aurora que, por ser el espectáculo más encantador de la naturaleza, los griegos la convirtieron, de forma natural, en la diosa de la belleza y el amor.60 Por otra parte también es cierto que esto no se dio tan gratuitamente, sino que además habían otros intereses no muy claros pugnando por sobre valorar la función del padre y del héroe donde antes se estimaba más a la madre y a la fertilidad; que, como hemos visto, no es lo mismo que la feminidad. Tampoco me desdigo de que el matriarcado sea más que un mito, ya que una “religión” basada en la adoración a la diosa madre, p. ej., no significa matriarcado. Es decir, que la mujer real, histórica, tenga el poder, ejerza un poder desde un lugar que luego sería ocupado simplemente por el hombre. En el principio, es de creerse que no había ni matriarcado ni patriarcado, que tanto lo femenino como lo masculino se reconocían como simples mediadores de la fertilidad, que la interacción de ambos la producían (como en la antigua filosofía china del Tao). Sólo el comunismo primitivo puede dar una idea aproximada de aquellas épocas. Pero, sea como 58
Este apéndice no pretende ser más que un resumen de ciertos aspectos que me llamaron la atención, para el que no tenga la oportunidad de leer íntegro su excelente artículo. 59 “Los hermanos de Ganimedes.” Pp. 134–139. 60 Stephane Mallarmé. “Los dioses antiguos.” Prosas. Trad. cast. de José Antonio Millán. Madrid: Alfaguara, 1987. [Pp. 415–547]. P. 547. 22
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fuere, Afrodita no puede tampoco ser considerada una versión menor de la Gran Diosa, con su función de diosa de la fertilidad, como señala Shinoda.61 Afrodita lo que pasa a encarnar en su divinidad es todo el peso de la feminidad, y como tal motiva hasta excesos peligrosos el deseo, a desechar el interdicto de lo amoroso –como diría Bataille–, aunque sin caer en la animalidad original de Eros. Afrodita podía afectar gravemente la vida tanto de hombres como de mujeres, pues como arquetipo y diosa existe fuera del tiempo, desinteresada de la realidad de la vida humana, de la necesidades de cualquier mujer u hombre.62 Ahí tenemos a Helena: [...] deploraba el error en que me había puesto Afrodita cuando me condujo allá, lejos de mi patria, y hube de abandonar a mi hija, el tálamo y un marido que a nadie cede ni en inteligencia ni en gallardía. (P. 407) Penélope en cambio es una Afrodita razonable. A toda mujer le toca serlo: controlar sus excesos, tanto de feminidad como de masculinidad. Al hombre también: la masculinidad excesiva, como la del sol, le sería nefasta, terminaría por destruirlo. Por otra parte, Penélope representa el ideal de la mujer y de la compañera que cualquier hombre desearía tener y para poder erigirse como ese ideal debía conservar su humanidad.
BIBLIOGRAFIA ADICIONAL CONSULTADA BOWRA, C.M. The Greek Experience. 3th printing. New York: Mentor Books, 1962. COMTE, FERNAND. Las grandes figuras mitológicas. Trad. cast. de Cristina Rodriguez. Madrid: del Prado, 1994. DODDS, E. R. “La explicación de Agamenón.” Los griegos y lo irracional. Madrid: Alianza, 1983. Pp. 15–37. FINLEY, M. I. La Grecia primitiva: Edad de Bronce y Era Arcaica. Trad. cast. de Teresa Sempere. 2a ed. Barcelona: Crítica, 1987. FINLEY, M. I. Uso y abuso de la historia. Trad. cast. de Antonio Pérez–Ramos. Barcelona: Crítica, 1977. FINLEY, M.I. (ed.). El legado de Grecia. Una nueva valoración. Trad. cast. de Antonio–Prometeo Moya.. 2a ed. Barcelona: Crítica, 1989.
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Op. cit. P. 44. Ibíd. P. 45. 23